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síntesis' F I L O O F í A TEORÍAS DEL UNIVERSO Volumen II DE GALILEO A NEWTON Ana Rioja y Javier Ordóñez

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sín tesis'

F I L O O F í A

TEORÍAS DEL UNIVERSO

Volumen II

DE GALILEO A NEWTON

Ana Rioja y Javier Ordóñez

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p r o y e c t o e d i t o r i a l

F I L O S O F í A

( t k é m a t a J

á i r e c l o r e 5

M an u el M a c e ira s F a f iá n

Ju a n M an u e l N a v a rro C o rd ó n R am ó n R o d ríg u e z G a rc ía

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TEORÍAS DEL UNIVERSOVolum en i i

DE GALILEO A NEWTON

Ana Rio ja y Javier Ordóñez

EDITORIALSINTESIS

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Dueño gráficoesther morcillo • femando cabrera

© Ana Rioja y Javier Ordénen

© E D IT O R IA L S ÍN T E S IS , S . A.Vallehermoso 34 2 8 015 Madrid Tel 91 5 9 3 2 0 98http://www.slntesls.com

IS B N General: 84-7738-627-7 IS B N Volumen 2: 84-7738-629-3 Depósito Legal: M. 31 .554-1999

Impreso en España - Printed in Spain

Reservados todos los derechos. E stá prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previsto en las leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente por cualquier sistema de recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S . Á.

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A mi padre, cuyo tiempo de vida se cumplió cuando este volumen esta­ba próximo a ser concluido. No pudo leerlo, pero sé que, por ser mío, le ha­bría gustado.

A. R.

A Mariano Rioja, in memoñam

J.O .

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índice

Prólogo........................................................................................ 11

1 El uso del telescopio en el siglo X V II ....................................................................... 17

1.1. Acerca de la relevancia de los instrumentos de observaciónen astronomía............................................................................... 17

1.2. Una mirada retrospectiva a los constructores de los prime­ros anteojos................................................................................... 21

1.3. La construcción de telescopios y su perfeccionamiento des­pués de G alileo ............................................................................ 261.3.1. E l telescopio galileano y la mejora propuesta por Kepler, 27. 1.3.2. Los problemas de la refracción y la reflexión, 34.

1.4. Sobre telescopios y libros: la relevancia de las publicacionespara la astronomía barroca........................................................ 38

1.5. La generación intermedia .......................................................... 411.6. Las nuevas observaciones de los cuerpos celestes .................. 51

1.6.1. La Luna y el Sol, 51. 1.6.2. Estrellas fijas, 54. 1.6.3. P lan etas y saté lites, 56 . 1 .6 .4 . Com etas, 59 . 1 .6 .5 . Astronomía observacionaly cosmología, 63.

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Teorías del Universo II

2 La Tierra es un planeta y pertenece a l rey:cartografía y astronom ía ................................................................. 67

2.1. Geografía, cartografía y astronomía: cuestiones introducto­rias ................................................................................................. 67

2.2. La Tierra se convierte en objeto de estudio: Estado, carto­grafía y cosmología con anterioridad al siglo XVII ................ 69

2.3. Las nuevas formas de organización del conocimiento. Losobservatorios del Barroco............................................................ 832 .3 .1 . E l O bservatorio R eal de P arís, 89 . 2 .3 .2 . E l Observatorio de Greenwich, 91.

2.4. Los mapas de la Tierra: la determinación de la longitud....... 932.4 .1 . Nuevas form as de determinación de la latitud, 93.2.4.2. Astrónomos y relojeros, 95. 2.4.3. Tiempo verdadero y tiempo bcal, 98. 2.4.4. La longitud en tierra firm e y en el mar: los mapas celestes, 102.

3 La gran m aquinaria del m undo ......................................... 1093.1. Heliocentrismo, atomismo y mecanicismo............................ 109

3.1.1. Las observaciones celestes, el espacio vacío y los átomos,110. 3 .1 .2 . E l resurgimiento del atomismo, 113. 3 .1 .3 . Animismo, mecanicismo y teoría corpuscular, 115.

3.2. La filosofía mecánica de René Descartes ............................... 1213.2.1. De El Mundo o el Tratado de la Luz a Los Principios de la Filosofía, 123. 3.2.2. Materia y movimiento, 127. 3.2.3.Las leyes de la Naturaleza, 132. 3.2.4. La fábrica del mundo,138. 3-2.5. Descartes y el movimiento de la Tierra, 145.

4 Inercia, gravedad y fu erza centrífuga ........................................ 1534.1. El movimiento de los planetas, la gravedad y la fuerza cen­

trífuga ........................................................................................... 1534.2. Movimientos planetarios sin gravedad ni fuerza centrífuga

en Copérnico, Galileo y Kepler............................................... 1554.3. Inercia rectilínea, gravedad y tendencia centrífuga en

Descartes ..................................................................................... 1604.4. La astronomía en el seno de las nuevas sociedades y acade­

mias científicas ........................................................................... 163

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índice

4.5. Giovanni Alfonso Borelli .......................................................... 1664.6. Christiaan Huygens y la fuerza centrífuga............................. 1684.7. Robert Hooke y la fuerza centrípeta....................................... 173

5 La filosofía natural de Isaac N ew to n ......................................... 1795.1. La polémica biografía de Isaac N ew ton................................. 1795.2. La cara oculta de Newton ........................................................ 1875.3. El problema planetario con anterioridad a la redacción de

los Principia.................................................................................. 1935.4. Phibsophiae Naturalis Principia M athem atica........................ 197

5-4.1. Definiciones y leyes del movimiento, 199. 5 .4 .2 .Mecánica racional (Libro I). De la fuerza centrípeta a la atracción, 206. 5.4 .3 . M ecánica celeste (Libro III). De la atracción a la gravitación universal, 213. 5-4.4. E l problema de la acción a distancia, 218.

6 Espacio y tiem p o ................................................................................. 2276.1. El sistema del mundo y el espacio vacío ................................ 2276.2. Henry More e Isaac Barrow ..................................................... 2296.3. La concepción del espacio en el joven Newton: De Gravi-

tatione et aequipondio flu idorum .............................................. 2316.4. Espacio, tiempo y movimiento en los Principia.................... 2386.5. Espacio, tiempo e inercia en Leonhard Euler ....................... 2446.6. Aceleración y fuerza en los Principia ...................................... 2486.7. La Tierra acelera: en defensa del realismo heliocéntrico...... 2566.8. Consideraciones finales cosmológico-teológicas ................... 262

Epílogo ......................................................................................... 269

B ibliografía .................................. 279

Indice de autores y m aterias....................................................... 285

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Prólogo

Reanudamos aquí el relato de las principales teorías acerca del universo que el volumen primero interrumpió tras exponer parte de las aportaciones de Galileo a la cuestión. El conjunto de la obra se compone de tres volúmenes y abarca desde los antiguos pitagóricos hasta el astrónomo americano de nues­tro siglo Edwin Powell Hubble. Concretamente, este segundo concluye con la muerte de Isaac Newton, mientras que el tercero cubrirá los dos siglos que separan a Newton de Hubble, presentando el desarrollo de la astronomía ilus­trada, así como el nacimiento y evolución de la astrofísica decimonónica has­ta alcanzar las primeras décadas del siglo XX.

Tal como ya se mencionó en el Prólogo contenido en el volumen primero, este libro surge por iniciativa de la Editorial Síntesis, la cual nos propuso escribirlo con la intención de que pudiera servir de referencia para todos aquellos, estudiantes o profesores, que desde sus respectivas especialidades se interesan de una u otra forma por el universo como tema de investigación planteado a lo largo de los siglos por filósofos, matemáticos, astrónomos y físicos, entre otros.

Insistimos en el carácter interdisciplinar con que nos hemos planteado la rea­lización de esta empresa. En efecto, inevitablemente se pierde gran parte de la riqueza que dicho tema tiene cuando se pretende encerrarlo dentro de los límites de la filosofía o de la ciencia, una vez que los sucesivos planes de estudio nos han malacostumbrado a considerar ambos ámbitos del saber como independientes uno de otro y, a veces, incluso como excluyentes. El desarrollo y evolución de la astronomía y de la cosmología hablan por sí solos en contra de esta tesis. En con­secuencia, aspiramos a interesar a un tipo de lector amplio, cuyo perfil de perso­na de “letras” o de “ciencias” no tenga en este caso la menor relevancia.

El volumen primero se inició con la concepción del mundo gestada en Grecia desde el siglo VI a. C. y que conoció sus momentos de máxima fecun­didad, primero en torno a la Academia de Platón y al Liceo de Aristóteles en

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Teorías del Universo II

Atenas durante los siglos V-VI a. C ., y posteriormente en el Museo de la ciu­dad greco-egipcia de Alejandría, lugar en el que Ptolomeo llevó a cabo su gran sistematización de la astronomía geocéntrica en el siglo II d. C.

La cosmología aristotélica y la astronomía ptolemaica son los dos ejes sobre los que se asentó un influyente modelo de universo que, a partir del siglo XII, heredaron los europeos a través de los musulmanes venidos a Europa tras sus conquistas de buena parte del Imperio romano de oriente o Imperio bizanti­no (así denominado a partir del siglo XI). Cerca de cuatro siglos transcurrie­ron hasta que tuvo lugar la primera gran modificación del cosmos griego lle­vada a cabo por Nicolás Copérnico a mediados del siglo XVI. A partir de entonces protestantes y católicos, reformistas y contrarreformistas, astróno­mos y filósofos se entregaron con pasión a la tarea de dirimir si la hipótesis heliocéntrica debía ser considerada como una herramienta simplemente útil a los cálculos astronómicos (y sobre todo capaz de contribuir a la imprescindi­ble reforma del calendario juliano), o si además era necesario plantear el pro­blema de su verdad, o sea, si realmente el mundo es como Copérnico lo había descrito. De modo anacrónico, podemos denominar “instrumentalistas” a unos y “realistas” a los otros.

En el primer caso, el alcance de la reforma copernicana era muy limitado puesto que, en el marco de una concepción instrumentalista de la astronomía, no era necesario plantear la compatibilidad o incompatibilidad de lo enseña­do por Copérnico con la doctrina física de Aristóteles y con lo que podía leer­se en la Biblia. Ni la física ni la cosmología tradicionales se verían puestas en entredicho. En el segundo caso, en cambio, quedaba abierta la caja de los true­nos en la medida en que la aceptación de la verdad del movimiento de la Tie­rra y de la posición central del Sol obligaba a un total replanteamiento de los supuestos físicos y cosmológicos sobre los que se había basado el modelo grie­go y medieval de cosmos. Dejando aparte los problemas teológicos que todo ello suscitaba en la tensa época del Concilio de Trento, el hecho es que fue la minoría de los realistas copemicanos la que se atrevió a iniciar las modificacio­nes exigidas por la nueva astronomía. Es entonces cuando puede empezar a hablarse de un auténtico cambio de modelo con respecto al universo.

La fundamental obra de Copérnico, De Revolutionibus Orbium Coelestium, se publicó en 1543, coincidiendo con la muerte de éste. Durante las primeras décadas posteriores a su aparición apenas hallamos, ni desde el lado protes­tante ni desde el católico, autores convencidos de la verdad del sistema coper- nicano. Giordano Bruno (1548-1600) es una de las excepciones bien conoci­das. Sin embargo, entre los nacidos más de veinte años después de la publicación

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Prólogo

del De Revolutionibus, empiezan a sobresalir nombres tan ilustres como los de Johannes Kepler (1571-1630) o Galileo Galilei (1564-1642). Con ellos nos introducimos ya en la primera mitad del siglo X V II , al tiempo que llegamos al final del volumen primero de la presente obra sin haber agotado toda la infor­mación de interés concerniente a este periodo.

El volumen segundo comienza, pues, ocupándose de nuevo de las prime­ras décadas del siglo del Barroco, pero ahora desde una doble perspectiva muy diferente. Por un lado, importa atender al desarrollo de una astronomía obser- vacional estrechamente ligada a la construcción de los primeros telescopios. Por otro lado, conviene dar cuenta del nuevo marco teórico de carácter meca- nicista desde el que se abordará la cuestión de la estructura del universo.

En concreto, sus páginas se abren con el mismo autor con el que se cerró el volumen primero: Galileo. Allí interesó la contribución de este filósofo italiano a la concepción heliocéntrica del mundo mediante la formación de una física, opuesta a la aristotélico-escolástica, cuyos supuestos fundamentales fueran com­patibles con la idea de una Tierra móvil. Al analizar el proceso que condujo a la defensa galileana del copernicanismo, hallamos el destacado papel que juga­ron los nuevos datos empíricos por él obtenidos acerca de los seres celestes gra­cias el uso del telescopio. Pues bien, lo que ahora interesa es analizar la impor­tancia de este instrumento óptico en astronomía, para lo cual se tomará como fecha de partida 1610, año de publicación de la obra de Galileo Sidereus Nun­cios, en la que se contienen esas nuevas observaciones telescópicas.

Lo cierto es que este acontecimiento había de marcar un antes y un des­pués en la historia de la astronomía, puesto que por primera vez el ojo huma­no era auxiliado por un aparato óptico capaz de “aproximar” los cuerpos celes­tes permitiéndole ver lo antes nunca visto. Las fronteras del universo visible comenzaban a extenderse dando paso una inquietante evolución que no es desconocida para el lector actual, acostumbrado a oír hablar de importantes observatorios astronómicos con potentes telescopios capaces de alejarnos en el espacio y de retrotraernos en el tiempo de modo insospechado. Sin menos­preciar el papel jugado por los instrumentos pretelescópicos de observación, especialmente en casos como el de Tycho Brahe, no cabe duda de que la intro­ducción del telescopio iba a suponer el comienzo de una manera nueva de hacer astronomía en la que teoría (astronomía geométrica) y práctica (artesa- nal) caminarían mucho más próximas de lo que habían estado hasta entonces. Recuérdese que la astronomía era uno de los saberes que integraba el Quadri- vium junto con la aritmética, la geometría y la música; a su vez, el Trivium y el Quadrivium constituían las llamadas artes liberales, ajenas por completo al

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Teorías del Universo 11

quehacer manual de los artesanos, es decir, de los cultivadores de esas artes y oficios mecánicos que denominaron artes mecánicas.

Durante el siglo XVII, en cambio, los problemas técnicos derivados de la necesidad de perfeccionar la actividad artesanal de los constructores de telesco­pios ocupan un lugar destacado, incluso antes de la aparición de los importan­tes observatorios astronómicos ligados a las sociedades científicas que se crea­ron en la segunda mitad de siglo. Así, estudiar el uso del telescopio con anterioridad a la década de los sesenta tiene varios propósitos. En primer lugar, se pretende dar cuenta de los trabajos en astronomía observacional que permi­tieron la obtención de nuevos e importantes datos relativos al Sol, la Luna, las estrellas y los cometas. Pero, además, conviene conocer cómo se formó una tupi­da colectividad de sabios, deseosa de establecer una red de información supra- nacional mediante la cual intercambiar datos y opiniones. Dicha red sirvió asi­mismo de vehículo a las fecundas polémicas que se suscitaron en la época como consecuencia de las diferentes ¡deas defendidas por esa heterogénea comunidad de expertos, en la que no todos eran copernicanos (hasta finales del siglo XVII existieron partidarios del sistema de Tycho Brahe). De todo ello se ocupa el capí­tulo 1, que lleva por título “El uso del telescopio en el siglo XVII”.

Pero no es sólo el conocimiento de los cuerpos celestes el que se benefició de la utilización del telescopio. También la Tierra como planeta fue objeto de atención preferente. En este caso vemos confluir el estudio del comportamiento de los astros con el arte de trazar cartas geográficas de una parte de la superfi­cie terrestre, de modo que se produce una provechosa alianza entre cosmolo­gía y cartografía. A su vez, no es difícil adivinar la relación entre cartografía y política, puesto que es manifiesto el interés que los soberanos de los países europeos habían de mostrar por disponer de mapas fiables de sus reales domi­nios. De ahí el tema del capítulo 2: “La Tierra es un planeta y pertenece al rey: cartografía y astronomía”. En la medida en que la elaboración de dichos mapas terrestres suponía una correcta determinación de la longitud (distancia de un lugar respecto al primer meridiano) y de la latitud (distancia de un punto de la superficie terrestre al Ecuador), ello remitía a su vez a cuestiones astronó­micas como la elaboración de mapas estelares. Por tanto, la necesidad de afi­nar los procedimientos de observación astronómica fue compartida por cos­mólogos y cartógrafos, recibiendo un notable impulso de los observatorios de Greenwich y París, vinculados a dos importantes sociedades científicas que se crearon en el siglo XVII, la Royal Society (1662) y la Académie Royale des Sciences ( 1666), respectivamente. Ahora bien, dichos procedimientos no con­sistían sólo en la determinación precisa de medidas angulares, sino también

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Prólogo

temporales; de ahí que los instrumentos cuyo perfeccionamiento se exigía fue­ran telescopios y relojes. Ello dio ocasión a una nueva alianza entre artesanos, matemáticos, astrónomos y filósofos no característica de los siglos anteriores.

Tras los dos capítulos primeros de este volumen, dedicados a cuestiones de astronomía observacional o de posición, el capítulo 3, titulado “La gran maqui­naria del mundo”, aborda una cuestión diferente como es la relativa a la nueva concepción mecanicista de la Naturaleza que comienza a abrirse camino en la primera mitad del siglo XVII. Lo cual enlaza con el tema de la interpretación rea­lista de la astronomía tratado en el volumen anterior. En efecto, si la hipótesis copernicana es verdadera, siendo así que el heliocentrismo no es compatible con supuestos básicos de la física y de la cosmología tradicionales, será preciso bus­car nuevos caminos. Y se da la circunstancia de que estos nuevos caminos van a conducir a posiciones atomistas y mecanicistas, en cuyo contexto el universo será entendido por analogía con una máquina. Pese a no defender el atomismo como teoría válida de la materia, el filósofo francés René Descartes fue uno de los principales artífices de un nuevo sistema cosmológico, de carácter mecáni­co, erigido explícitamente con la intención de sustituir al construido por Aris­tóteles en el De Cáelo (obra estudiada todavía en las facultades de artes de la época de Descartes y de Newton, e incluso posteriormente).

Después de haber analizado las aportaciones del mencionado filósofo a la renovación de la física y de la cosmología (en la que la formulación de un prin­cipio de inercia rectilínea jugará por primera vez un importante papel), el capí­tulo 4 se propone examinar el problema de la explicación de los movimientos planetarios, que ahora hace intervenir, bien nociones nuevas como las de iner­cia y fuerza centrífuga, bien conceptos antiguos como el de gravedad (aunque no con el mismo significado). “Inercia, gravedad y fuerza centrífuga” es, pues, el título de este capítulo 4. En él asistimos a un fundamental cambio de pers­pectiva en lo que se refiere a la razón por la que los planetas se mantienen en sus órbitas describiendo círculos, según todavía pensaban muchos, o elipses, si nos atenemos a lo enseñado por Kepler. Pues el caso es que, una vez aban­donados los movimientos celestes naturales y circulares defendidos por Aris­tóteles, era necesario explicar por qué los planetas no se desplazan en línea rec­ta alejándose más y más de sus centros de rotación. En definitiva, la estructura del sistema solar exigía una teoría de fuerzas o una dinámica celeste.

La segunda mitad del siglo X V II verá surgir esa dinámica celeste, que no es otra que la teoría newtoniana de la gravitación universal. De ella se ocupa el capítulo 5, dedicado a “La filosofía natural de Isaac Newton” , especialmente en los apartados en los que se analiza su gran obra, Philosophiae Naturalis Prin­

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Teorías del Universo II

cipia Mathematica. Se trata de atender a la génesis de una noción tan contro­vertida como la de “atracción gravitatoria” y su aplicabilidad a lo que Newton denominó el “sistema del mundo” , esto es, al conjunto organizado que for­man el Sol, los planetas y sus respectivos satélites, así como los cometas que cada cierto tiempo lo recorren. Dada la extraordinaria importancia que la mecá­nica newtoniana tendrá durante los más de dos siglos que la separan de la mecá­nica relativista de Einstein, parece justificado examinarla con cierto detalle. Pero tal vez al lector le interese no sólo conocer la obra de Newton, sino tam­bién asomarse al extraño personaje que fue este ilustre autor, a su biografía sembrada de polémicas o a sus oscuras e inconfesadas convicciones en mate­ria de religión, filosofía, alquimia, estudios bíblicos, historia, teología. Si así fuera, en este capítulo 5 encontrará la referencia a todo ello.

El capítulo 6 , último de este volumen, trata monográficamente uno de los temas tradicionales de la cosmología: el espacio y el tiempo. En contraposi­ción al antiguo cosmos, continente de todo espacio (relativo) y de todo tiem­po (relativo) sin ser él mismo espacial ni temporal, la hipótesis heliocéntrica abre la puerta a la posibilidad de que las estrellas se hallen diseminadas en un espacio vacío infinito mucho más acorde con lo defendido por Demócrito que por Aristóteles. Tal vez espacio y tiempo precedan al universo material de modo que éste haya tenido que comenzar existiendo en alguna región del espacio (previamente existente desde siempre), en algún instante de un tiempo eter­no (sin principio ni final). Por el contrario, todos los cuerpos podrían ser ani­quilados sin que ello afectara en lo más mínimo a la realidad inmutable de espacio y tiempo. Ello querría decir que uno y otro son independientes, caren­tes de toda limitación derivada de las características de la materia, desprovis­tos de toda relación. Y puesto que absoluto es lo que excluye toda relación, espacio y tiempo son absolutos. Al menos esto es lo que sostuvo Isaac New­ton contra viento y marea, propiciando con ello una polémica que no finali­zaría hasta que Einstein llevara a cabo la más completa relativización de estas nociones que ningún detractor de Newton pudo sospechar en la época.

Éste es, en líneas generales, el contenido del volumen segundo de Teorías del Universo. En él, por un lado, se da cuenta del enorme progreso que para la astronomía observacional supuso la invención y el posterior perfeccionamiento del telescopio, además de otros instrumentos como relojes capaces de un cóm­puto más exacto del tiempo. Por otro lado, se presentan los dos modelos mecá­nicos del universo, el cartesiano y el newtoniano, cuya rivalidad heredará el siglo XVIII. Y con ello daremos por finalizado el siglo del Barroco para dar paso, en el volumen tercero, al siglo de la Ilustración.

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1El uso del telescopio

en el siglo XV//

i .i . Acerca de la relevancia de los instrumentos de observación en astronomía

En relación a los fenómenos naturales, celestes o terrestres, el siglo del Barroco apostará claramente en favor de un tipo de conocimiento mecánico. Si arte mecánica es el arte de construir ciertos ingenios o máquinas, el modo mecánico de acercamiento a la Naturaleza es aquel que manifiesta una doble característica. Por una parte, considera legítimo y pertinente, en contra de la tradición física aristotélica, intervenir artificialmente sobre los seres naturales (esto es, sobre los seres, animados o inanimados, que son producto de la Natu­raleza y no de la mano del hombre) mediante el uso de máquinas. Tiene pues una finalidad técnica o práctica que no hallamos en la física antigua heredada por los medievales. Por otra parte y por extensión, llegará a considerar que el comportamiento de esos seres naturales, y sobre todo de los inertes, debe ser entendido por analogía con el modo de funcionamiento de las máquinas.

A partir del capítulo tercero de este volumen se dará cumplida cuenta de las razones por las que se generó y consolidó la denominada concepción meca- nicista de la Naturaleza, así como sus repercusiones físicas y cosmológicas, has­ta el punto de poder afirmar que el cosmos barroco es ante todo un universo mecánico. Pero antes de entrar en estos asuntos de filosofía natural, conviene dedicar alguna atención a un tema que suele estar ausente de los libros que se ocupan de la astronomía y cosmología de este periodo.

La formulación de teorías acerca del universo ha requerido desde siempre el concurso de la observación de los ciclos, de modo que el elemento teórico y el observacional han debido caminar necesariamente juntos en esta parcela del conocimiento. Observar los cuerpos celestes significa descubrir el mayor número posible de ellos y poder determinar su posición y movimiento. En esta tarea los astrónomos han procurado servirse de algunos instrumentos que les

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Teorías del Universo II

facilitaran su localización en la bóveda celeste a simple vista. Es el caso del gno­mon, la pínula, la alidada, el astrolabio, el cuadrante, el sextante, etc., de los que tan buen uso supo hacer el gran Tycho Brahe (sobre este tema puede con­sultarse Teorías del Universo, vol. I, cap. 3.°, epígrafe 3.2.1).

Sin embargo, la aparición de un nuevo aparato de observación, a princi­pios del siglo XVII, habría de revolucionar el conocimiento del cielo, no sólo porque aportó nuevos y más precisos datos de relevancia para los estudiosos, sino porque modificó la forma misma de concebir las teorías astronómicas des­de el momento en que el propio instrumento científico pasó a formar parte de dichas teorías. Como el lector habrá fácilmente adivinado, nos estamos refi­riendo al telescopio. Es propio de la concepción moderna o barroca del saber acerca del mundo admitir que ingenios construidos por el hombre puedan ser un elemento de la construcción teórica con la que tratamos de entenderlo mejor.

En el caso del telescopio, se trata de un instrumento que incluye lentes capaces de aumentar la imagen de los objetos, auxiliando así el sentido de la vista hasta el punto de permitir descubrir objetos que se hallan más allá del umbral de nuestra percepción. Pero no todo son ventajas. El verbo ver tiene un sentido mucho menos inmediato que el habitual cuando se interpone una lente entre el ojo y el objeto, pues en ese caso ha de “interpretarse” lo que se ve de un modo que depende estrechamente tanto de la teoría óptica en la que sustenta la construcción del aparato, como de la teoría astronómica (geocén­trica o heliocéntrica) en cuyo marco se opta por explicar las nuevas observa­ciones.

Es por ello que la obra de Galileo Sidereus Nuncios (La Gaceta Sideral En: Galileo-Kepler, 1984), en la que publica por vez primera los nuevos datos celes­tes obtenidos mediante la utilización del telescopio, tiene una importancia que no debe minimizarse. En el volumen primero se analizó en detalle el papel juga­do por el telescopio en la defensa galileana del copernicanismo (cap. 4.°, epí­grafes 4.1.2 y 4.1.3). Allí el objetivo era poner de manifiesto el modo como este filósofo italiano “interpretó” las observaciones telescópicas en favor del sistema heliocéntrico. Ahora se trata de abordar el telescopio mismo como instrumen­to de observación, cuya invención y posterior perfeccionamiento jugará un deci­sivo papel en la construcción de la emergente ciencia barroca.

Sólo en los tiempos recientes los instrumentos científicos han recibido la atención que merecen en una historia de la ciencia cada vez más ligada a la de la tecnología. El hecho es que, desde la modernidad, dichos instrumentos han tenido un peso decisivo en la explicación de los fenómenos y en la construc­

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El uso del telescopio en el siglo XVII

ción de las teorías. Si en su significado literal instrumento es un conjunto de piezas que facilita el ejercicio de las artes y los oficios, a partir del siglo XVII amplía su radio de influencia hasta convertirse en un elemento integrante de la descripción teórica. Deja así de ser una mera “causa instrumental” y, por tanto, secundaria, que puede omitirse en toda presentación teórica, tal como defendió la tradición aristotélico-tomista.

Telescopios, microscopios, relojes mecánicos, barómetros, máquinas de vacío, termoscopios o artefactos capaces de producir electricidad por frota­miento son algunos de los nuevos aparatos que incidirán decisivamente en el nuevo conocimiento de la Naturaleza. Aquí interesan sólo aquellos que se rela­cionan con las teorías del universo: el telescopio, al que se dedica este capítulo, y el reloj mecánico, capaz de medir con precisión tiempos menores que la dura­ción del día solar, del que se hablará en el capítulo siguiente.

De todos modos, en términos generales puede hablarse de “familias de ins­trumentos” con una diferente función en la comprensión de los fenómenos naturales. Sin pretender presentar una taxonomía completa, nos referiremos a tres de ellas: las de los instrumentos matemáticos, filosóficos y ópticos.

Son instrumentos matemáticos los destinados a medir magnitudes geomé­tricas, tanto angulares como lineales. De esta clase son todos los utilizados en la observación astronómica desde la Antigüedad para determinar la posición y la distancia de los astros en el cielo. Es el caso de los cuadrantes, reglas y astro- labios, entre otros, que, usados a ojo desnudo, permitían alinear al observador con el cuerpo celeste y calcular así las alturas del Sol, la Luna o las estrellas (figura 1.1). Interesa destacar que el ritual de medida podía ser repetido por cualquier persona que estuviera suficientemente adiestrada para realizarlo de acuerdo con determinadas rutinas (si bien hay casos de especial pericia, como el de Tycho Brahe). Al igual que los aparatos geodésicos o cartográficos que se construyeron en el Renacimiento, estos instrumentos pretelescópicos fueron considerados filosóficamente neutrales. Ello significa que suponían una ayu­da para la observación, pero sin que se temiera que alteraran la naturaleza del objeto a medir o situar.

Mucho más problemáticos fueron los instrumentos filosóficos, puesto que en este caso sí se pensaba que modificaban las condiciones bajo las cuales se manifiesta la Naturaleza. El ejemplo más elocuente de este tipo de ingenios fue la máquina de vacío. Hay, sin embargo, otros artilugios construidos en el siglo XVII que ofrecían el mismo perfil polémico, como son la máquina eléc­trica, el barómetro o el termoscopio, precedente del termómetro. Su interés radicaba, no tanto en que sirvieran para medir magnitudes físicas, cuanto en

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su capacidad para poner de manifiesto fenómenos sometidos a discusión tales como el vacío en la máquina de pneumática (ver Shapin y Shaffer, 1985) o la existencia de una atmósfera que rodea y oprime a la Tierra mediante el baró­metro. En definitiva, mientras que los instrumentos matemáticos proporcio­naban un conocimiento cada vez más preciso de las posiciones de los cuerpos celestes, los instrumentos filosóficos permitían el acceso a nuevos órdenes de fenómenos en el marco de una recién estrenada manera de interrogar a la Natu­raleza que debía ser pública y acreditada.

La tercera familia de instrumentos estuvo formada por los instrumentos ópti­cos, esto es, por el telescopio y el microscopio. Limitándonos al primero de ellos, único que aquí interesa, se advierte que es un aparato bifronte debido a que participa de las características de los dos anteriores. En principio se sitúa entre los filosóficos, puesto que permitió la observación de nuevos objetos o fenó­menos celestes, como los satélites de Júpiter o los anillos de Saturno, y sobre todo propició la discusión sobre si el telescopio modificaba o no la naturaleza de lo que se ve. Esto es lo que ocurrió tras la publicación del Sidereus Nuncius de Galilco en 1610, pudiendo afirmarse que en los comienzos de) siglo XVII su uso fue exclusivamente filosófico. Ello quiere decir (tal como sucedió en el caso del propio Galileo) que permitió un mejor conocimiento únicamente cualita­

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tivo de los cielos, ya que permitió acceder a cuerpos hasta entonces inaccesibles a la vista, pero en nada mejoró la astronomía de posición.

Para que el telescopio pudiera llegar a convertirse en instrumento mate­mático, algo que ocurrió en la segunda mitad de siglo, fue necesario su pro­gresivo perfeccionamiento gracias a un mejor conocimiento de las leyes ópti­cas que rigen el paso de la luz a través de las lentes, así como la eliminación de las aberraciones o imperfecciones del sistema óptico que impiden la adecuada correspondencia entre un objeto y su imagen. Sólo entonces pudo comenzar a ser utilizado para determinar la posición de los astros con más precisión de la que se alcanzaba con los instrumentos pretelescópicos.

En las páginas que siguen se expondrá el desarrollo del telescopio a lo lar­go del Barroco, desde su uso prioritariamente filosófico hasta su progresiva transformación en aparato matemático. Pero también interesa considerar la comunidad de astrónomos usuaria de este instrumento óptico, así como las nuevas informaciones que permitió obtener de estrellas, planetas, satélites y cometas. Para ello convendrá tomar como punto de partida el año 1610, fecha de su presentación pública, con la aparición de la mencionada obra de Gali- leo, y a partir de ese momento iniciar una mirada retrospectiva antes de abor­dar de lleno el tema objeto de este capítulo.

1.2. Una mirada retrospectiva a los constructores de los primeros anteojos

Pese a que en vida de Galileo muchos creyeran lo contrario, este filósofo no fue el inventor del anteojo (según el nombre con el que bautizó al nuevo instrumento). Incluso aunque algunos de sus enemigos, con la intención de desacreditarle, llegaran a difundir que el propio Galileo se había así presenta­do a la Señoría de Venecia para obtener mayor prestigio como mecánico y mejor sueldo como profesor de la Universidad de Padua, lo cierto es que él mismo indica en las primeras páginas de su Sidereus Nuncius que lo tomó pres­tado para utilizarlo en una investigación eficaz de los cielos (y aún hubo de volver a repetirlo dieciséis años más tarde en IISaggiatore).

Cerca de diez meses hace ya que llegó a nuestros oídos la noticia de que cierto belga había fabricado un anteojo mediante el que los objetos visibles muy alejados del ojo del observador se discernían claramente como si se hallasen próximos (Galileo-Kepler, 1984: 38).

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Mucho ha dado que hablar a los historiadores esta mención de Galileo a “cierto belga”. Dada la repercusión pública de las descripciones astronómicas de este último, no es de extrañar que sus contemporáneos se preguntaran quién había sido el inventor de tan maravilloso aparato. Las pesquisas de algunos de ellos nos conducen a un país con gran capacidad comercial e industrial en com­paración con su tamaño: los Países Bajos.

Entonces bajo el dominio español, dicho país se hallaba dividido por una guerra de religión que creaba dos zonas de influencia económica, una católi­ca y otra protestante. A pesar de la tensión política, la república del norte (el núcleo de lo que hoy es Holanda) supo desarrollar una actividad económica que situó al pequeño Estado entre los más influyentes de su época. Marino y en cierta medida submarino, ya que gran parte de él estaba situado por deba­jo del nivel del mar, sólo pudo sobrevivir con una gran dosis de ingenio y labo­riosidad. Su organización artesanal e industrial mantuvo un cierto paralelis­mo con la que había en Inglaterra. Ambos desarrollaron un sistema de patentes por medio del cual los parlamentos respectivos permitían registrar inventos supuestamente rentables y daban a los autores de esos inventos el privilegio de la explotación comercial durante un tiempo. Establecían, además, la garantía por ley de que nadie, dentro de los límites del Estado correspondiente, pudie­ra fabricar inventos parecidos. La documentación que generó la inscripción de esos artefactos fue el material que permitió a los historiadores de la época y a los posteriores reconstruir la historia del inventor del telescopio.

Para los propósitos de esta narración, interesa aquí destacar sólo dos aspec­tos. En primer lugar, el que se refiere a la identidad del belga inventor del teles­copio. No se trata de entrar en el detalle de la discusión historiográfica que pue­de leerse en el excelente trabajo de van Helden (van Helden, 1977), sino sólo de dar cuenta del tipo de argumentos que se emplearon para defender a cada uno de los candidatos. Durante casi dos siglos se barajaron varios nombres posi­bles: Jacob Metius de Alkmaar (?-l628), Hans Lipperhey (ca. 1570-ca. 1618) y Zacarías Janssen (1588-07. 1631), estos dos últimos de Middelburg.

Los tres pertenecieron a una generación de artesanos asentados en Holan­da en una época en la que la curiosidad y el interés por los nuevos artilugios se incrementó extraordinariamente. Sin embargo, entre ellos había algunas diferencias. El primero y el tercero eran hombres reconocidos por su habili­dad en una técnica de gran importancia en aquella época, el pulido de lentes. Jacob Metius pertenecía a una familia de ingenieros militares, cartógrafos y matemáticos que tuvo una gran influencia en la Holanda de entonces. Pare­ce que él mismo se dedicó a desarrollar una industria de producción de vidrio

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y que puso en práctica procedimientos para pulir lentes con especial perfec­ción. Por ello, Descartes le atribuye el invento del telescopio en la primera página de su Dióptrica (Descartes, 1981: 59) y, aunque le denomina con cier­to desprecio “hombre sin estudios”, le atribuye el mérito de haber consegui­do “por fortuna” construir un artefacto para la visión lejana. Por su parte, Jans- sen tuvo defensores entre sus descendientes, que reclamaron la autoría del primer telescopio aduciendo como curioso argumento su heroico comporta­miento ante los ejércitos españoles y el sufrimiento que eso le acarreó. En todo caso, parece que sus trabajos como óptico estuvieron más bien relacionados con la construcción de los primeros microscopios que con la fabricación de telescopios.

Como puede comprenderse, era difícil combatir la autoridad de Descar­tes o el prestigio social de un comportamiento heroico en tiempos de guerra. El tercero en la discordia, Hans Lipperhey, no podía ofrecer una biografía asen­tada en el prestigio familiar ni tampoco en una conducta patriótica. Sin embar­go, ya en el mismo siglo XVII, Huygens, quien no tenía demasiada pasión his­tórica, encontró pruebas documentales de que el propietario de la patente pata

. la fabricación de telescopios había sido precisamente este último. Efectiva­mente, en octubre de 1608 se otorgó en La Haya una patente a Hans Lipper­hey, fabricante de gafas, residente en Middelburg. Aunque eran éstas artilu- gios muy apreciados en la época y con gran aceptación general, la posición social de un fabricante de gafas era claramente inferior a la de un pulidor de lentes. Este holandés, no obstante, debió experimentar con ellas y sus dife­rentes formas de asociación para conseguir no sólo una visión suficientemen­te clara, sino, además, un aumento de tamaño razonable. De hecho, se sirve de la misma palabra que utiliza Galileo para referirse a su instrumento, ante­ojo, lo cual es sobre todo apropiado para describir unas gafas potentes aptas, por ejemplo, para mejorar la visión del escenario de un teatro o para inspec­cionar el movimiento de las tropas. Es decir, el anteojo de Lipperhey era un instrumento de observación terrestre. Por ello, su autor pudo vender su pro­ducto al Ejército de su país, de forma que la noticia de la capacidad del ante­ojo para ser usado como instrumento militar se difundió rápidamente hasta llegar a oídos de Galileo.

El estudio de los orígenes del telescopio puede permitir reconocer otro hecho todavía más interesante que una mera determinación de la identidad de la persona a la que se refería el filósofo italiano. Cuando, en los años 1608- 1609, Jacob Matius intentó patentar un anteojo, supo que ya existía la paten­te de Lipperhey. Reconoció la prioridad de este último y con gran honradez

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admitió, además, que el de aquél era mejor que el suyo. Pero, además, advir­tió que su anteojo estaba inspirado en otro artefacto italiano construido al menos en la década anterior. Es razonable suponer, por tanto, que en Italia, si no había una industria muy desarrollada, al menos sí existían personas que tenían curiosidad por el comportamiento de las lentes y una cierta habilidad para la construcción de instrumentos semejantes a los de los holandeses.

Para entender mejor el asunto conviene regresar a Italia, uno de los ámbi­tos políticos, sociales e industriales más activos del Renacimiento. Allí se pue­de encontrar una gran cantidad de libros editados desde la segunda mitad del siglo X V que estudiaban los dos defectos de la visión más llamativos, la presb- yopia y la myopia, es decir, la presbicia o vista cansada y la miopía. Se ensaya­ron soluciones para corregirlas por medio de lentes cuyo uso se popularizó un siglo después. No es difícil imaginar que quien lograba poseer unas gafas ade­cuadas no se las quitara para mirar el cielo. En general, se sabe que fueron úti­les de lectura que se vendieron por toda Europa, por lo que existen muchas referencias de astrónomos y médicos que reflexionaron sobre el poder de estos cristales no solamente en Italia, sino también en el resto del continente y en Inglaterra. Pero es en Italia donde fueron objeto de una especial atención. •

La razón de esta proliferación de lentes y gafas en el mundo renacentista se halla parcialmente en algo con lo que en apariencia no guarda ninguna rela­ción. En efecto, además de los estudios sobre la teoría de la visión de los medie­vales, tanto islámicos como cristianos, hay que referirse al papel jugado por los magos naturales del Renacimiento, que constituyen un auténtico precedente de los filósofos naturales, mecánicos y experimentales del Barroco. Según ellos, era posible escrutar la naturaleza por procedimientos diferentes a los de las causas finales de Aristóteles, que sólo aspiraban a una contemplación sin mani­pulación de los seres naturales. En el contexto de lo que podemos denominar una filosofía de la transgresión para la mentalidad de la época, se atrevieron a investigar los fenómenos naturales de una forma especialmente peligrosa, esto es, mediante la experimentación. Se puede encontrar esta filosofía de la trans­gresión en ámbitos tan dispares como el religioso, con el insólito hecho de que la Biblia fuera traducida a las lenguas vernáculas, o el político, donde Maquiavelo ofrece a los súbditos la imagen de sus gobernantes en tanto que príncipes-hombres llenos de pasiones y no como depositarios de la voluntad divina.

La magia natural fue, por tanto, una construcción a medio camino entre la teoría y la experiencia, interesada en tópicos que hoy pondríamos bajo la rúbrica de química, física, metalurgia y óptica, entre otros. Es esta última la

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que aquí nos concierne. En términos contemporáneos, podríamos decir que la óptica fue un tema de investigación privilegiado para los magos naturalés, tal como pone de manifiesto una de las obras más difundidas en la Italia rena­centista: la M agiae naturalis del napolitano Gianbattista della Porta (1536- 1615). Concretamente en su capítulo XVII ofrece una consideración relevan­te para la prehistoria del telescopio:

Por medio de cristales cóncavos se verán con mucha claridad objetos dis­tantes pequeños; con cristales convexos, se agrandan las cosas próximas aun­que se vean algo borrosas. Si se conociera cómo combinarlos exactamente se verían tanto los objetos que están distantes como los próximos, a la vez de mayor tamaño y con más claridad (citado por van Helden, 1977: 15).

Con las palabras “si se conociera” se estaría refiriendo al programa que pre­suntamente se intentó realizar entre la publicación de la mencionada obra de Porta, en 1589, y la patente de Lipperhey de 1609- Parte de dicho programa fue llevado a cabo por él mismo en su obra de 1593 denominada De refrac- tione. Como prueba del importante papel jugado por Porta en cuestiones ópti­cas, cabe considerar muy probable que fuera esta obra sobre la refracción, la que proporcionara a Gal ileo el soporte teórico con el que pudo abordar la difí­cil tarea de construir su anteojo.

[Todo ello] me indujo a aplicarme por entero a la búsqueda de las razo­nes, no menos que a la elaboración de los medios por los que pudiera alcan­zar la invención de un instrumento semejante, lo que conseguí poco después basándome en la doctrina de las refracciones (Galileo-Kepler, 1984: 38).

Aunque no es imposible que la mencionada doctrina de las refracciones fuera la contenida en la obra del alemán Johannes Kepler, Ad Vitellionem para- lipomena, quibus astronomiae p an óptica traditur (Añadidos a Vitelo, de los que se trata en la parte óptica de la Astronomía), de 1604, todo apunta a que se estu­viera refiriendo a la M agiae naturalis de Porta, extensamente difundida en los medios intelectuales italianos y europeos.

En resumen, la protohistoria del telescopio muestra la dificultad de iden­tificar a su “inventor” . Pues el hecho es que resulta igualmente inadecuado decir que se trata de una colectividad de artesanos que trabajaron todos con el objetivo común de solucionar un problema práctico, como señalar a algún geómetra que pretendiera con ello resolver una cuestión teórica bien definida.

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Más bien fue el fruto de la conjunción de tradiciones tanto artesanales (hoy diríamos tecnológicas) como científicas, que confluyeron en un momento y lugar determinados. Ahora bien, en todo caso, lo interesante es el impulso que la introducción del telescopio imprimió al desarrollo de una óptica específica que permitiera el mejor uso de este instrumento.

1.3. La construcción de telescopios y su perfeccionamiento después de Galileo

Desde los inicios de la observación telescópica hasta la fundación de los grandes observatorios de París y Londres (a partir de la década de los sesenta del siglo XVH), es decir, desde Galileo a Domenico Cassini y John Flamsteed, puede afirmarse que el uso del telescopio fue fundamentalmente filosófico, esto es, empleado como instrumento para conocer la naturaleza del universo. Sólo cuando se dispuso de telescopios aptos para la localización de los cuerpos celes­tes dentro del campo de visión, se utilizó también como instrumento mate­mático. Se compatibilizaron así ambos usos, el filosófico y el matemático, sin que el segundo eliminara al primero. En efecto, su aplicación filosófica se man­tuvo cuando lo que se pretendía era ver “más” en vez de “ver mejor”, algo que ocurría con ocasión de la observación de la cola de un cometa o de un objeto nuevo, como era una nebulosa. Todavía a finales del siglo XVIII, William Hers- chel reivindicaba el interés de su investigación en tanto que filosófica. Y lo mis­mo pensaron los astrofísicos del siglo XIX que se adentraron en las profundida­des del espacio de la mano del mencionado astrónomo. Se insiste en este aspecto para indicar su vigencia en los siglos posteriores al Barroco.

A partir de la publicación del Sidereus se plantearon muchos problemas relacionados con el proceso de observación telescópica. Al menos se pueden enumerar cuestiones de cuatro tipos. Las primeras se referirían a la visión, con­cretamente al modo como afecta la interposición del telescopio entre el ojo y lo que se ve. Otras trataban de aclarar los problemas de la construcción de un telescopio y las dificultades intrínsecas que pueden encontrarse en su proceso de diseño geométrico. Es decir, se planteaba cuál es la óptica de un telescopio. Las terceras provendrían del criterio de autoridad imprescindible en el uso del telescopio. Efectivamente, la observación telescópica es individual y requiere, por una parte, un adiestramiento y, por otra, un reconocimiento público de que lo que se ve es lo que realmente es. Por último, un cuarto grupo concer­nía a la posibilidad de construir un telescopio que pudiera transformarse en un instrumento matemático.

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Las cuatro clases de cuestiones, con más o menos fuerza, se plantearon a lo largp del siglo XVII. No preocuparon de la misma forma, pero siempre estu­vieron presentes. Frecuentemente las dos primeras se suscitaron de forma simul­tánea y son las que se pasará a considerar en el siguiente epígrafe.

1.3.1. El telescopio galileano y la mejora propuesta por Kepler

Antes de nada debe reconocerse que el anteojo de Galileo era un aparato relativamente poco refinado. Todavía hoy se puede contemplar en el Museo de la Ciencia de Florencia el objetivo que utilizó en 1609, que no es sino una lente de 30 mm y de escasa calidad. Galileo empleó dos lentes que eran de uso común, una convexa y otra cóncava, la primera como objetivo, más cercana al objeto que se deseaba observar, y la segunda como ocular, es decir, más pró­xima al ojo. Para que el artilugio funcionara era necesario que los focos de ambas coincidieran en un punto situado detrás del ocular (figura 1.2). Su capa­cidad para aumentar el tamaño del objeto venía dada por el cociente entre el foco del objetivo y el foco del ocular. Ahora bien, la imagen de los cuerpos celestes que proporcionaba la óptica de ese aparato estaba afectada funda­mentalmente por dos distorsiones ópticas, que hoy se conocen como aberra­ción esférica y aberración cromática.

La primera provenía de la forma de la lente, tallada como un sector esfé­rico, así como de la manera de comportarse la luz cuando pasa del aire al vidrio y luego de nuevo al aire, esto es, cuando sufre una serie de refracciones. El paso

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de un medio de una refringencia como el aire a otro de una refringencia dife­rente como el vidrio suponía una variación de la trayectoria. Imagínense los rayos que llegan a una lente desde un cuerpo celeste. Al estar tan lejano se pue­de suponer que son paralelos. La aberración esférica de la lente hace que la imagen de ese punto celeste no sea otro punto, sino una mancha, ya que no se reúnen todos en el mismo lugar (figura 1.3). Ello produce en el observador el efecto de una imagen borrosa. La segunda aberración tenía su origen en lo que podría denominarse “efecto arco iris” , que décadas posteriores al primer uso del telescopio sería explicado en la Óptica de Newton. Tanto la luz que se recibe directamente del Sol, como la que reflejan los planetas o la de las estre­llas, es luz blanca compuesta de los colores que aparecen en el arco iris. Una lente produce un efecto de descomposición de los colores debido a la diferen­te refracción de éstos de forma similar a la que se efectúa en las gotas de llu­via (figura 1.4). Así, las figuras observadas por Galileo estaban orladas de colo­res que entorpecían la identificación de los objetos celestes observados. La aberración esférica depende, por tanto, de la forma geométrica de la lente, mientras que la cromática de su naturaleza física.

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Se mencionan estos asuntos para recalcar que la visión del telescopio de Galileo no era limpia, lo que en cierto modo explica algunas de las dificulta­des que tuvo para que se aceptara su descripción de los cielos. Se observaban los astros bastante borrosos y con los extremos coloreados. En estas circuns­tancias, ¿cómo puede sorprender la suspicacia ante este instrumento? Es por eso que llama la atención el interés que tuvo Kepler por analizarlo desde el punto de vista de su funcionamiento. Su actitud fue el ejemplo más elocuen­te del afán por relacionar astronomía y óptica, sobre todo siendo como fue el astrónomo más relevante de ese primer tercio del siglo X V II.

Leyó con curiosidad un ejemplar del Sidereus Nuncius que Galileo le había remitido. Dicha curiosidad se convirtió en pasión cuando conoció en detalle su contenido, y ello a pesar de que no pudo confirmar por sí mismo las nue­vas observaciones galileanas de los cuerpos celestes por carecer en un princi­pio de telescopio. El hecho es que en muy poco más de una semana, Kepler redactó un escrito que esperaba que sirviera como defensa de Galileo frente a los ataques de los aristotélicos. Evidentemente, muestra un talante poco ren­coroso puesto que llevaba doce años intentando sin éxito mantener corres­pondencia con el arisco filósofo de Pisa. El título de la obra es suficientemen­te expresivo: Ioannis Kepleri Matematici Caesarei Dissertatio cum Nuncio Sidéreo nuperad mortales misso á Galilaeo Galilaeo Mathematico Patavino (Conversa­ción de Juan Keplero Matemático Imperial con el Mensajero Sideral recientemen­te enviado a los mortales por Galileo Galilei Matemático Paduano. En: Galileo- Kepler, 1984: 92-152).

La lectura de dicha obra pone de manifiesto numerosas referencias de con­texto. En ella Kepler menciona a contemporáneos suyos, como Bruno y Gil- bert, y se refiere a la diferente interpretación que tienen los problemas trata­dos por Galileo en el Sidereus en casos como el de las manchas de la Luna. Pretende encuadrar las cuestiones astronómicas en la discusión del momento enlazando con preocupaciones mostradas en obras anteriores. Despliega una retórica persuasiva para aumentar la confianza en la obra del filósofo, pero también con la intención de mostrar que sus reflexiones pudieran ser merece­doras de entrar en la gran corriente de innovación descubierta por aquél. Es en este contexto donde destaca la atención que Kepler otorga al telescopio. Se acoge a las escasas indicaciones que Galileo da sobre su anteojo y convierte casi la mitad de su Dissertatio en una reflexión sobre la luz y sobre los problemas que tiene la reproducción de figuras.

Esta orientación dada a la mencionada obra es de gran relevancia a la hora de entender las teorías sobre el universo posteriores. Así como Galileo descri­

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be los cuerpos celestes con un anteojo al que presta casi ninguna atención teó­rica, Kepler se comporta como un matemático que toma en consideración muchos problemas ópticos que a su juicio se conectan precisamente en el teles­copio. Leyendo a Galileo parece que el problema de cómo lograr ver a través de este aparato sea una cuestión puramente técnica, que afecta sólo al arte de montar adecuadamente las lentes. Kepler, por el contrario, considera que la óptica de un telescopio exige un conocimiento del comportamiento de la luz. Su mejora depende de ello. Acude a la M agia naturalis de Gianbattista delta Porta, obra en la que se estudia el efecto de las lentes. En concreto, menciona extensamente los capítulos 10 y 11 del libro XVIII, donde se encuentran esas reflexiones. Y fue Kepler quien al citar profusamente ese libro le dio para la posteridad la importancia que merece.

En todo caso, en su Dissertatio de respuesta a la de Galileo, Kepler establece una relación entre la obra de Porta y la suya propia publicada en 1604 Ad Vite- llionem Paralipomena. Es éste un escrito poco conocido, que, sin embargo, ocu­pó un puesto relevante en uno de los temas que le preocuparon toda su vida: la descripción geométrica de la luz y su relación con la teoría de la visión.

Así, la premura en la redacción de la Dissertatio no impidió a Kepler dar­se cuenta de que en la observación astronómica estaba involucrado un pro­blema relacionado con la teoría de la visión o de la percepción visual, profu­samente tratado por una tradición que llegaba hasta el Renacimiento. Por ello se vio obligado a traer a colación su obra de 1604, que pretendía ser una con­tribución a esa discusión filosófica. Fue escrito como un “añadido” a las ideas de Vitello, a quien Porta denominaba “mono de Alhazen”, para señalar, de una forma bastante injusta, que era un mero repetidor de las ideas del filósofo ára­be. Pero Kepler tenía mejor opinión de él; y si lo menciona en el título de su obra es porque lo consideraba uno de los discípulos más significativos de Roger Bacon.

Recogía Kepler así en esta obra una tradición medieval a la que se suma­ba todo el interés renacentista por el estudio de la formación de imágenes en el ojo. Fue con la lectura del Sidereus cuando probablemente percibió la importancia que tenía el telescopio para comprender mejor estas cuestiones, lo que explicaría su interés teórico, y no sólo práctico, por dicho instrumento. Sería difícil aventurar qué le cautivó más, si las fascinantes descripciones de los nuevos satélites de Júpiter descubiertos gracias al telescopio o la posibi­lidad de construir un artefacto semejante mediante el conocimiento de su modo de funcionamiento, cuestión que remite a la óptica y a la teoría de la visión.

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En cierto modo, en la Dissertatio muestra una cierta incomodidad al reco­nocer su autor no haber sabido valorar antes la importancia de los anteojos que se usaban entonces en muchos lugares de Europa. Por ello se disculpa diciendo:

Preciso es reconocer que desde el momento en que escribí la Óptica [se refiere a los Paralipomena], el Emperador me preguntó muy a menudo acerca de los mencionados artilugios de Porta en los que no tenía ninguna fe. No es de extrañar, pues mezcla lo increíble con lo probable y el título del capítulo 11, literalmente “Otear mucho más lejos de todo lo imagina­ble”, parecía entrañar un absurdo óptico, como si la visión tuviera lugar por emisión y las lentes agudizasen las emanaciones del ojo de manera que alcanzasen más lejos que si no se sirviesen de lente alguna (Galileo-Kepler, 1984: 110).

El comentario de Kepler se refiere a una cuestión física, y no geométrica, como es la del mecanismo de la visión. Algunos comentaristas medievales men­cionaron las lentes en tanto que apoyo a la interpretación emanacionista y ésta es la razón por la cual Kepler no se interesó por ellas hasta que Galileo le mos­tró las potencialidades del nuevo anteojo.

[...] como si las lentes aumentasen o procurasen la luz para permitir ver las cosas, cuando en realidad ocurre más bien que ninguna lente podrá detec­tar nunca las cosas que no emitan por su parte alguna luz hacia nuestros ojos y gracias a las cuales podamos ver (Galileo-Kepler, 1984: 110).

Así, las nuevas observaciones de Galileo inclinaron a Kepler a ocuparse de un tema al que el sabio de Pisa había dedicado muy poca atención: la com­prensión del funcionamiento óptico del anteojo a fin de poder perfeccionar­lo. Puesto que él mismo aún no había tenido la oportunidad de tener entre sus manos un anteojo galileano, las dificultades que intentó superar no eran de orden empírico, sino óptico-matemático, aunque con implicaciones físi­cas. De ahí que propugne lo siguiente:

[...] si la fortuna me es propicia permitiéndome intentar su construcción tras vencer las dificultades, pondré diligentemente manos a la obra por pro­cedimientos similares [a los de Galileo]. En efecto, o bien utilizaré muchas lentes de delgadísima curvatura y de superficie esférica por ambas caras, disponiéndolas en el tubo a determinados intervalos, siendo las exteriores

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un poco más anchas, por más que el ojo se haya de poner en el límite de la intersección de los rayos de intersección de todas las lentes [buscaría por lo canto así una distancia focal a la que pudiera enfocar el ojo después de haber­se unido los rayos, pero conociendo la dificultad que entraña la superpo­sición de lentes procuraría una lente equivalentcjo bien, a fin de poder corregir con mayor facilidad el error (si lo hubiere) en una única superfi­cie, tallaré una sola lente o pinjante, una de cuya superficies sea casi plana, pues tendrá una curvatura esférica convexa de sólo medio grado o treinta segundos mientras que la otra que está hacia el lado del ojo no será esféri­ca, no me vaya a ocurrir lo que muestra la figura 81, página 251 de mi óptica, haciendo que las partes del objeto aparezcan distorsionadas y con­fusas (tema tratado en la proposición 18) (Galileo-Kepler, 1984: 113).

Con esta construcción se intentaría eliminar las aberraciones esféricas des­critas más arriba. La escasa curvatura del objetivo haría que los rayos incidie­ran sobre la lente con un ángulo de incidencia muy pequeño, es decir, muy cerca de la perpendicular y, por consiguiente, se lograría reducir la impreci­sión en la imagen que producen esos rayos cuando su ángulo de incidencia es demasiado grande. El inconveniente que iba a surgir, según se comprobó cuan­do se intentó construir este nuevo tipo de telescopio, era el excesivo alejamiento del foco con respecto a la lente del objetivo.

Seguía Kepler con la explicación del nuevo telescopio al dar información sobre cómo debería ser el ocular:

[...] por el contrario [el ocular] tendrá la curvatura de un pinjante, como se muestra en la figura 83, de manera semejante al humor cristalino del ojo. Está torneada según una superficie hiperbólica, que es la que buscaba en la figura 69 para los instrumentos ópticos, como aparece en las páginas 188 y 196, a fin de que la visión no se distorsione, sino que las partes del objeto observado se aumenten proporcionalmente, tal y como propuse en la página 193 (Galileo-Kepler, 1984: 113).

Para impedir la distorsión, según la opinión expresada por Kepler, era nece­sario que el ocular tuviera una geometría que guardara una cierta analogía con la forma del ojo, de tal forma que los rayos,

[...] al verse refractados por el cristalino, tendrán sus puntos de reunión en la misma retina, lo que constituye la definición de la visión clara; cosas todas ellas que he demostrado en la página 256 de mi Óptica (Galileo- Kepler, 1984: 115).

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Diseñó así sobre el papel un telescopio en el que el objetivo tuviera muy poca curvatura, de modo que los rayos habían de recorrer una gran distancia antes de llegar a converger en el foco y se unían posteriormente por medio de un ocular de forma mucho más complicada que en el galileano. Prometía mejo­ras en la eliminación de las aberraciones esféricas y el aumento de la lumino­sidad. Sin embargo, debía ser un telescopio de gran tamaño y, por lo tanto, más complicado de manejar. Como problema añadido, las imágenes tenían que aparecer invertidas, aunque éste no fuera un gran inconveniente para la observación de los cuerpos celestes.

A pesar de proponer este telescopio, ópticamente mucho más refinado que el de Galileo, Kepler siempre estuvo deseoso de ver a través del modesto ante­ojo galileano (si bien nunca lo recibió de las manos de aquél). No obstante, con sus consideraciones, había abierto la puerta a otra manera de construir los nuevos telescopios. Su interés por la óptica ligada a estos instrumentos le lle­vó a estudiar con detalle cómo se altera la trayectoria de la luz en la visión cuan­do se interponen láminas delgadas, o bien vidrios o lentes de diferente curva­tura. Esto lo hizo en la que es la obra más concisa y menos confusa de toda su literatura. Publicada en 1611 y titulada Dioptrice contiene un gran esfuerzo para analizar de forma rigurosa el comportamiento de la luz al atravesar dife­rentes cristales. A lo largo de ciento cuarenta y una proposiciones presenta de forma deductiva la formación de imágenes a través de las formas de lente cono­cidas en su época y explica geométricamente, sin ayuda de ninguna ley de carácter empírico (como la que después descubriría Snell, en 1621), los pro­blemas de distorsión o aberración geométrica.

El resultado de sus trabajos dio lugar a una nueva generación de telesco­pios que se diferenciaban de los anteriores usados por Galileo en algo más que en la curvatura de la lente. Es verdad que se seguían asociando dos cristales, y que el objetivo continuaba siendo convexo. Pero el ocular ya no era cóncavo, sino que también era convexo. La marcha de los rayos de luz puede ahora repre­sentarse de la forma que indica la figura 1.5. Como se ve, la imagen que reci­biría el ojo se hallaría invertida, por lo que este telescopio estaría destinado casi exclusivamente a la observación astronómica, donde la alteración de la posición de las figuras podría molestar menos. Para convertirlo en un telesco­pio apto para la observación terrestre fue necesario complicar la óptica intro­duciendo nuevas lentes que volvieran a invertir la imagen. Pero, además, poseía otra propiedad óptica que lo hizo superior al galileano. Si se observa la figura 1.5, de nuevo se verá que se forma una imagen intermedia entre las lentes. Pues bien, es ahí donde se situó, a partir de la segunda mitad del siglo X V II, un entra-

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mado de hilos de metal que sirvió para situar la posición de los cuerpos celes­tes. Según se comentará más adelante, éste fue el primer paso para convertir el telescopio en un instrumento geométrico capaz de aumentar la precisión de las observaciones celestes.

Así, en la Dissertatio Kepler realizó una primera aplicación del tratamien­to matemático al mundo de la óptica de los anteojos, si bien no se encuentra en dicha obra una descripción pormenorizada de lo que después se llamaría el telescopio kepleriano. La difusión de ese nombre fue debida en parte a su enor­me prestigio. Lo que sí parece claro es que escribió su Dioptrice de 1611 des­pués de conocer en detalle cómo estaba construido el telescopio de Galileo. Y también que las conjeturas expuestas en la Dissertatio se vieron confirmadas al construir una teoría óptica más rigurosa.

1.3.2. Los problemas de la refracción y la reflexión

A partir de la Dioptrice de Kepler fue manifiesto que los telescopios podían ser perfeccionados de dos formas. La primera era la tradicional para desarro­llar artilugios, es decir, procurar una mejora técnica basada en el conocimien­to empírico de los instrumentos y en las dificultades que imponía su uso. De antemano se ha de decir que este trabajo produjo excelentes telescopios, ya que el conocimiento de esos artesanos proporcionó información general acer­ca del funcionamiento de las lentes de modo que prácticamente, hasta el siglo X V III, fue la forma más habitual de obtener instrumentos de alta calidad. Aho­ra bien, además de esta vía de perfeccionamiento, conviene mencionar otra. Se trata de la que estudió las aberraciones ópticas de los telescopios desde un

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punto de vista geométrico. Destacan en esta segunda vía las aportaciones de René Descartes en su Dioptrique, publicada en 1637, y las de un corresponsal suyo llamado Marin Mersenne, en su obra Harmonie Universelle, de la misma fecha que la anterior.

Si se pasa por alto la importancia general de la Dioptrique y se atiende úni­camente a lo que afecta a este discurso, habría que detenerse en las últimas partes del libro, concretamente en sus discursos finales. En ellos aparece el inte­rés del autor por la óptica de las lentes y su relación con los problemas de la visión. Así, llama la atención el título del Discurso Octavo, “Sobre las figuras que deben tener los cuerpos transparentes para desviar los rayos por refracción en todas aquellas formas que puedan ser útiles para la visión”. Se trata de deter­minar cuál es la forma adecuada que debe tener una superficie refractante, la lente en este caso, para eliminar la aberración esférica. La conclusión de Des­cartes es que nunca se podría suprimir ese defecto usando una superficie esfé­rica, precisamente la habitual de las primeras lentes, de forma que:

En general, es necesario concluir de cuanto se ha afirmado que los vidrios hiperbólicos o elípticos son preferibles a cuantos puedan ser ima­ginados. Así mismo, ios hiperbólicos son preferibles casi en todo a los elíp­ticos (Descartes, 1981: 151).

Para desarrollar su trabajo matemático, presumiblemente Descartes había usa­do, sin citarlos, los resultados de Willebrord Snell (1580-1626), también llama­do Snelius, un matemático holandés relacionado con Tycho Brahe y Kepler. Snell había estudiado la obra de este último, Ad VitelUonem, y, según se sabe ahora, apli­có la geometría contenida en ella para realizar experimentos con la luz y determi­nar cómo se desviaba de la normal a la superficie un rayo al pasar de un medio a otro, por ejemplo, del aire al agua o del aire a un vidrio o viceversa. Sus experien­cias dieron como resultado una serie de mediciones que sugerían una relación entre los senos de los ángulos de incidencia y de refracción. Según se ha comen­tado, Descartes no citó a Snell y por ello fue acusado de plagio. Sin embargo, esta omisión es objeto de controversia todavía hoy entre los historiadores, ya que, pese a ser muy probable que la curiosidad del filósofo francés le hubiera llevado a visi­tar al holandés en Leyden, no es fácil probar que efectivamente llegara a conocer la obra de este último en todos sus extremos.

En todo caso, el hecho es que a partir de la publicación de la Dioptrique de Descartes se dispuso de información suficiente como para superar las abe­rraciones geométricas, si bien el problema residía en lograr tallar unas lentes

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con forma de hiperboloide, elipsoide o paraboloide. Por eso no debe extrañar que, en el último capítulo de la mencionada obra, su autor se dedique a expli­car el modo de hacerlo y los máquinas que se pueden usar para conseguirlo. De todas formas, el problema técnico siguió siendo un auténtico desafío.

La otra aberración conocida, la cromática, también intentó resolverse en la misma época. Parecía razonable que, si dicha aberración aparecía en las refrac­ciones, bastara con eliminarla para obtener un telescopio sin dispersión cro­mática. Si las lentes tenían ya una larga historia en la óptica, mayor aún era la de los espejos, cuya capacidad de generar imágenes había intrigado a los mate­máticos de la Antigüedad griega. Fue Marín Mersenne quien propuso supri­mir al menos parcialmente las lentes de los telescopios y dibujó en su Harmo- nie Universelle los primeros prototipos para sustituir el objetivo por un juego de espejos que permitiera reunir la luz en el ocular (el cual era aún una peque­ña lente). La propuesta era atractiva desde un punto de vista teórico, pero poco aplicable desde una perspectiva práctica. La dificultad técnica radicaba en la manera de pulir espejos con suficiente precisión como para obtener superfi­cies con una simetría aceptable. El problema teórico, por su parte, consistía en la determinación de la forma exacta de los espejos, que no tenía que ser la misma que la de las lentes.

A pesar de los obstáculos, la construcción de telescopios de reflexión fue un objetivo perseguido por los astrónomos, mecánicos y constructores de instru­mentos. Las propuestas más relevantes que se hicieron a partir de la segunda mitad del siglo XVII son las siguientes. En primer lugar, la realizada por James Gregory (1638-1675), un ingenioso matemático escocés que aplicó la geometría cartesia­na contenida en la Dioptriquc a fin de resolver los problemas de las formas de los espejos que podían integrar los objetivos de los telescopios. En su obra Optica pro­mota, de 1663, proponía un telescopio de reflexión que conjurara la mayor parte de los defectos conocidos en los aparatos de refracción. Para ello desdobló el obje­tivo. Según se puede ver en la figura 1.6 , los rayos serían recogidos por un gran espejo cóncavo con la superficie de un paraboloide, el cual los enviaría a otro de menor tamaño situado enfrente en forma de elipsoide cóncavo que formaría la imagen en el centro del espejo mayor. Al estar éste perforado, se podría observar la imagen por medio de un ocular situado en el eje de simetría del aparato. La solución podía ser de una extraordinaria brillantez matemática, pero la dificultad técnica era probablemente paralela a ella. Gregory no dispuso de espejos tan com­plicados como para lograr construir un telescopio eficaz. De hecho, su modelo adquirió fama como “modo” posible de construir telescopios y recibió el nombre de “reflector gregoriano”.

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El gran matemático y mecánico Isaac Newton (del que se dará cumplida cuenta en el capítulo 5) diseñó una solución capaz de aliviar la complicación de la propuesta de Gregory. Así, en una carta de 16 de marzo de 1671 a Henry Oldenburg -secretario de la Royal Society-, propuso un nuevo prototipo de reflector en el que se sustituye, según muestra la figura 1.7, el primer espejo por una superficie esférica, y el segundo espejo, en forma de elipsoide cónca­vo, por un espejo plano que reúne lateralmente la luz de forma que el ocular se sitúa en la parte lateral del telescopio. A pesar de la mejora, el telescopio descrito por Newton tampoco consiguió desplazar los construidos por medio de lentes.

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Finalmente, se dispuso en 1672 de otro modelo, debido a un francés de nombre Cassegrain, de cuya identidad poco se sabe. En realidad, dicho mode­lo era una modificación del de Gregory, en el que se sustituía el pequeño espe­jo secundario por otro convexo. Cassegrain tuvo tan poco éxito como los ante­riores y los reflectores apenas se utilizaron, por más que algunos filósofos experimentales, como Robert Hooke, los usaran con alguna ventaja. Ya se ha comentado la dificultad de pulir espejos cuyo tamaño y perfección permitie­ran obtener una luminosidad aceptable. De esta manera, los reflectores que­daron en la memoria de los constructores de telescopios como prototipos que podían llegar a perfeccionarse lo suficiente como para convertirse en aparatos eficaces de observación. Pero esto es algo que no ocurrió hasta el siglo XVI11.

1.4. Sobre telescopios y libros: la relevancia de las publicaciones para la astronomía barroca

Tras haber expuesto el proceso de perfeccionamiento del telescopio que con­dujo a resolver algunas de las principales dificultades técnicas planteadas por este instrumento, conviene ahora insistir en otro tipo de problemática ya aludida en el epígrafe 1.1. Se trata del espinoso asunto relativo a la necesidad de tomar en cuenta el elemento interpretativo ligado indisolublemente a toda observación teles­cópica, puesto que el acto mismo de mirar a través de una lente objetos lejanos exige traducir lo que se ha visto. En ese sentido recuérdese que Galileo propia­mente no “vio” valles ni montañas en la Luna, ni satélites de Júpiter ni manchas en el Sol; más bien “interpretó” lo visto en esos términos (sobre este tema puede consultarse Teorías del Universo, vol. I, cap. 4, epígrafe 4.1.2).

Pese a que cuantos miran a través de un telescopio (igual sucede con un microscopio) tienen ante sí los mismos objetos, no todos coincidirán en la des­cripción de lo que han visto. Así, por ejemplo, en el caso de las manchas sola­res, unos consideraron que se hallaban ante una perturbación atmosférica pro­ducida por debajo de la Luna, otros, por el contrario, creyeron contemplar un fenómeno que se producía en la superficie de este astro. Desde luego, ningu­na de estas explicaciones era enteramente neutral, pues, mientras que la pri­mera convenía a la física y a la cosmología aristotélicas, la segunda era defen­dida por los partidarios de una nueva concepción del mundo.

El acto de mirar por un telescopio es individual. Pero, tras él, hay que comunicar a otros lo que se ha visto. Y con frecuencia las descripciones no son

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sólo verbales, sino que van acompañadas de dibujos explicativos. Resulta, sin embargo, que, al traducir una observación individual a un dibujo que, por su misma naturaleza, es público, inevitablemente se realiza ya una opción inter­pretativa que condiciona lo que otros pueden ver. Ello quiere decir que, en el proceso de observación, el instrumento no puede desligarse de la teoría, sino que más bien forma parte de ella, lo cual representa toda una novedad propia del Barroco, frente a lo ocurrido con anterioridad.

No es de extrañar, en consecuencia, que muchos reaccionaran con extre­ma suspicacia y recelo ante la mediación de aparatos de observación y medi­da, especialmente aquellos que estaban en disconformidad con la opción inter­pretativa elegida (tal es el caso del jesuíta Ch. Clavius y otros astrónomos del Collegio Romano, por ejemplo, en relación a Galileo y su defensa del coper- nicanismo). Además, ha de tenerse en cuenta que, aunque el telescopio se difundió con cierta rapidez, durante mucho tiempo fue un aparato costoso y poco normalizado.

Así, a lo largo de buena parte del siglo XVII, cada aparato era un ejemplar único con sus peculiaridades propias, tal como sucede con los instrumentos musicales de cuerda. Hasta la fundación de los grandes observatorios que logra­ron un estándar razonable, los buenos astrónomos se fabricaban los suyos pro­pios de forma análoga a como lo había hecho Galileo. También existieron cons­tructores famosos y acreditados, tal cual es el caso de Fontana, pero sus aparatos no podían ser adquiridos si no se disponía de buenas sumas de dinero. Todo ello quiere decir que sólo unos pocos tenían acceso a estos instrumentos, mien­tras que la mayoría había de fiarse de lo visto por otros. Evidentemente, ello propiciaba el criterio de autoridad, de modo que las divergencias que pudie­ran surgir bien podían resolverse acudiendo a la persona con mayor crédito como matemático o como astrónomo.

En resumen, el solipsismo de la observación y la singularidad del instru­mento fueron elementos que generaron gran desconfianza con respecto a las afirmaciones que se realizaban sobre lo contemplado en el cielo. Según seña­la Van Helden (1994: 16), esta desconfianza sólo se combatió con el prestigio de astrónomos acreditados y, sobre todo, con las ediciones de libros en los que se contenían grabados gracias a los cuales la imagen individual de lo observa­do se hacía pública y podía circular entre una comunidad curiosa y ávida de novedades. En definitiva, proporcionaban pistas para “ver” mejor lo que se “debía ver”. Desde este punto de vista puede afirmarse que los mejores aliados de los telescopios fueron precisamente los libros y las publicaciones en gene­ral (sin olvidar las cartas intercambiadas entre los interesados en el tema).

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Cada obra impresa relacionada con la astronomía solía tener al menos tres partes. La primera estaba dedicada a la instrumentación y en ella se daba cuen­ta de la forma como se construían los aparatos y sus componentes. En la segun­da se hacía un balance de los descubrimientos realizados por los demás astró­nomos, con comentarios acerca de las cuestiones más discutidas. Finalmente, se analizaba la aportación que justificaba su publicación.

A modo de puro ejemplo arquetípico de lo que se viene exponiendo, pueden citarse los libros de un astrónomo del que se hablará en el capítulo siguiente, Johan- nes Hevelius. Autor de obras como Selenographia: sive turne descriptio (1647), Come- tographia (1668) y su gran obra en dos volúmenes de 1673 y 1679 respectivamen­te, Machina coelestis, pars prior y Machina coelestis pan posterior, Hevelius ofrece en ellas, junto a un esmerado estudio de la Luna, los cometas o la precisión en las obser­vaciones, una detallada información del instrumental empleado, que incluye la des­cripción de la maquinaria para pulir lentes o las partes constituyentes de los propios instrumentos ópticos de observación. Además, presenta una interesante clasificación de dichos instrumentos que va desde los telescopios a los microscopios, pasando por los helioscopios (aparatos adaptables a los telescopios que permiten observar el Sol sin daño para la vista al proyectar la imagen de éste sobre una pantalla) y los pole- moscopios (aparatos para obtener imágenes de objetos que no se pueden ver direc­tamente, a la manera como se obtienen imágenes en los periscopios; ver figura 1.8). Y todo ello sin olvidar los excelentes dibujos y grabados, tanto de los instrumentos ópticos y geométricos utilizados en su observatorio (situado en su propio domicilio de la ciudad de Danzig), como de los cuerpos celestes observados.

Figura 1.8 .

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En resumen, los libros fueron los aliados naturales de los telescopios al poner a disposición de los astrónomos el imprescindible escaparate en el que hacer públi­cas e intersubjetivas observaciones que eran resultado de una actividad estricta­mente privada. Todo acto de ver es individual, pero, cuando se realiza a ojo des­nudo, en principio todo el mundo puede mirar a la vez. Por el contrario, cuando se interpone un aparato ópticamente cada vez más complejo, esa sencilla acción de percibir objetos con la vista se convierte en una sofisticada actividad científica accesible a muy pocos. Ello permite conocer más y mejor lejanos objetos celestes. A cambio, obliga a tomar en consideración el nuevo protagonismo adquirido por el instrumento de observación, puesto que, en vez de ser un simple medio del que el astrónomo se sirve para sus fines, pasa a incorporarse al marco teórico en el cual y desde el cual ha de interpretarse lo que se ve. Es esta combinación de teoría y experiencia en forma de “visión interpretada” la que llega al atento y curioso lec­tor de libros de astronomía, el cual “ve” lo que el experto en óptica y astronomía ha elegido, según su mejor criterio, que “debe verse”. En pocos contextos es tan aplicable como en éste la idea de la “carga teórica de la observación” barajada por algunos filósofos actuales de la ciencia.

1.5. La generación intermedia

Oe los telescopios y su uso pasamos ahora a los usuarios de estos aparatos, es decir, a los astrónomos. Desde que en la primera década del siglo XVII Gali- leo inaugurara la contemplación telescópica de los cielos de modo estricta­mente personal e individual, hasta que, en la década de los años sesenta del mismo siglo, esa tarea se hiciera institucional y colectiva en el marco de los nuevos observatorios creados en París y Greenwich (de los que se hablará en el capítulo siguiente), transcurrieron más de cincuenta años.

Durante ese medio siglo recorrió Europa una verdadera pasión por inda­gar la naturaleza de los cielos mediante el fascinante nuevo artilugio emplea­do por el sabio de Pisa. En países tan distintos como Inglaterra, Países Bajos, Francia, repúblicas del norte y del sur de Italia, Polonia, Dinamarca o lugares de la actual Alemania, existieron matemáticos, astrónomos y físicos muy pro­clives a ocuparse de estas cuestiones. La existencia de intereses comunes, sin embargo, no implicaba coincidencia desde el punto de vista teórico. Ello quie­re decir que, si bien a todos unía el deseo de observar y conocer mejor el fir­mamento, no por ello estuvieron de acuerdo en interpretar lo observado en términos copernicanos.

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El relato de las vicisitudes de Galileo suele hacer concebir la errónea idea de que el telescopio sirvió al exclusivo fin de corroborar y confirmar esa con­cepción heliocéntrica del mundo. La historia del siglo XVII, no obstante, mues­tra algo muy distinto. Es verdad que, en el caso personal de este filósofo, lo observado telescópicamente acerca de los planetas o de nuestro satélite fue empleado como razonable argumento en favor del sistema de Copérnico. Pero no es menos cierto que el movimiento de la Tierra presentaba suficientes incon­venientes, desde el punto de vista físico, como para que la elección de un mar­co interpretativo distinto no fuera en modo alguno descabellada.

Según se mostró con detalle en el volumen I de esta obra (cap. 4, epígra­fe 4.1.6), para poder mantener su opción copernicana, Galileo tuvo que ini­ciar la difícil tarea de sustituir la física aristotélico-escolástica imperante por otra compatible con una Tierra móvil. Muchos, sin embargo, optaron por un camino menos arriesgado. Es verdad que ciertos fenómenos celeste observa­dos por este filósofo, como el de las fases de Venus, eran difícilmente conci­liables con el sistema ptolemaico, pero en nada se oponían al de Tycho Brahe. En efecto, según este astrónomo danés, el Sol es el centro de las órbitas pla­netarias, mientras que a su vez dicho centro traza un círculo en torno a la Tie­rra, lo que quiere decir que se combina el reposo de ésta con el carácter helio­céntrico de los movimientos de los planetas (sobre este tema puede consultarse el volumen I de Teorías del Universo, cap. 3, epígrafe 3.2.4).

El sistema tychónico (también denominado “mixto”), al no introducir la hipótesis del movimiento terrestre, no exigía la modificación de la teoría físi­ca entonces vigente. No es de extrañar, por tanto, que gran número de astró­nomos, entre los que se encontraron los influyentes y cultos jesuítas, prefirie­ran interpretar las nuevas observaciones celestes mediante telescopio en términos tychónicos, en vez de copernicanos. De hecho, hasta que la teoría de la gravi­tación de Newton no proporcionó un argumento dinámico decisivo en favor del sistema de Copérnico, ser tychónico era la opción más económica desde un punto de vista conceptual y, en ese sentido, en absoluto irrazonable. Inclu­so encontramos también quienes se sintieron tentados por la tradición ptole- maica. Como se verá en el capítulo tercero de este volumen, en el que se reto­ma un asunto ya planteado en el volumen anterior, fueron los denominados realistas copernicanos los que abrazaron la causa del sabio polaco. Entre ellos no abundaron los astrónomos (con honrosas excepciones, como Kepler y otros), sino más bien ciertos filósofos naturales interesados en una completa recons­trucción de los fundamentos físicos y cosmológicos sobre los que se había basa­do la descripción del mundo desde Aristóteles. El caso, sin duda, más relevante

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de la primera mitad del siglo XVII es el de Descartes, cuyo pensamiento se ana­lizará en detalle en el mencionado capítulo tercero.

Lo dicho da cuenta de una variedad de planteamientos y posiciones que se aleja bastante de la presentación demasiado optimista que suele hacerse de la supuestamente triunfal victoria del copernicanismo tras la empresa galilea- na. Muy al contrario, los primeros observadores del Barroco mantuvieron opi­niones heterogéneas en lo referente a la estructura y naturaleza del universo. En general constituyeron una comunidad muy activa que, lejos del aislamiento que caracterizó la vida de Copérnico y de tantos otros astrónomos en épocas pasadas, mostró una decidida intención de superar fronteras a fin de poder intercambiar observaciones y puntos de vista. Su nuevo talante, mucho más social y comunitario en lo que se refiere al modo de concebir la tarea de cons­trucción de la ciencia, prepararía el camino al nacimiento de las primeras gran­des sociedades y academias científicas europeas, la Roya! Society, de Londres (1662), y la Académie Royale des Sciences, de París (1666), a las que se vol­verá en el capítulo siguiente (epígrafe 2.3).

Pues bien, a esa generación (que más bien serían generaciones, en plural) de astrónomos y matemáticos, que desarrollaron su actividad aproximada­mente entre la segunda década del siglo XVII (tras la publicación del Sidereus Nuncius de Galileo en 1610) y la fundación de los observatorios astronómi­cos de París y Londres, en el último tercio de siglo, es a la que aquí se ha deno­minado de forma genérica generación intermedia. Ella constituyó el funda­mental eslabón entre la audaz obra galileana y el brillante desarrollo de la astronomía institucional de finales del siglo XVII.

Hay una característica de los autores de este periodo que conviene destacar. Los estudios de astronomía y cosmología estaban encuadrados en un contexto general que abarcaba desde la óptica y la física hasta las matemáticas, de modo que no se daba esa separación disciplinar que se producirá a finales de la Ilustra­ción y que caracterizará a todo el siglo XIX. Por otro lado, la práctica investigado­ra en el campo de la astronomía, una vez introducidos los aparatos de observación como parte indispensable de esa práctica, habría de conducir a superar la rígida separación clásica entre artes liberales (a las que pertenecía la astronomía) y artes mecánicas. Ello supone que los propios astrónomos y físicos en ocasiones fueron también los constructores de sus propios aparatos, o al menos hubieron de traba­jar en estrecha colaboración con artesanos-ingenieros. Éstos pasaron así a formar parte de la vida cotidiana de los estudiosos teóricos, no en las conservadoras uni­versidades, pero sí en las nuevas academias que fueron surgiendo a lo largo del siglo. Ciencia y técnica, por tanto, habían comenzado a aproximarse.

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Téngase en cuenta, por otro lado, que la construcción de telescopios que incorporaran las mejoras introducidas por Kepler y otros constituía un verda­dero desafío. Se trataba, en efecto, de lograr que tuvieran una gran distancia focal a fin de combatir la aberración cromática y poca apertura para evitar la aberración esférica. Las imágenes obtenidas así eran tenues, ya que recogían menos luz debido a esta poca apertura, pero tenían, en cambio, una nitidez aceptable. Ahora bien, mayor distancia focal significaba mayor tamaño, lo cual a su vez suponía mayor peso y menor maniobrabilidad a la hora de enfocar y mantener el aparato en la dirección adecuada. Puesto que el observador per­cibe la bóveda celeste no en reposo, sino en movimiento circular constante, se podía elegir entre “ver pasar” los astros, o bien tratar de “seguir” su movimiento, pero el caso es que ambas opciones resultaban problemáticas con telescopios excesivamente grandes y pesados.

En concreto, se puede dar una idea de la evolución de su tamaño si se com­paran los descritos por Hevelius en su Selenogmphia (1647), de 12 pies de dis­tancia focal, con el denominado telescopio nostro máximo que aparece en el capítulo 12 de su Machime coelestius, pars prima, del que se dice que tiene 150 pies (figura 1.9)- Asimismo, en el libro Systema saturnium de Christiaan Huy- gens, de 1659, se menciona un telescopio de 135 pies de foco.

Figura 1.9.

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Nadie podía tener mayor interés que los propios astrónomos en solucio­nar las dificultades técnicas planteadas por un instrumento de observación que, si bien por un lado les beneficiaba notablemente, por otro complicaba su tarea escrutadora de los cielos. Los miembros de la generación intermedia inten­taron proveerse de esa nueva clase de grandes telescopios, al tiempo que ensa­yaron soluciones diferentes para dos clases de problemas: la alineación de las lentes y el peso de los tubos.

En efecto, los escollos básicos para construir telescopios de gran tamaño eran lograr que las lentes mantuvieran una alineación fija y simétrica y reducir el peso de los tubos hechos de hierro. Así, por ejemplo, Hevelius optó por fragmentar cada tubo en secciones hechas de madera que se ensamblaban para formar el cuerpo total del aparato. A continuación lo colgó de un mástil y consiguió mal que bien orientar dicho aparato hacia el cuerpo celeste elegido por medio de un sistema de poleas y cuerdas que manejaban personas entrenadas en subirlo y bajarlo (a modo de marineros de la investigación del cosmos).

Otro ejemplo de esta simbiosis entre ciencia y técnica es el del astrónomo, filósofo mecánico y artesano-ingeniero holandés Christiaan Huygens (1629- 1695). que, junto con su hermano Constantin, logró construir un telescopio sin tubo (llamado “telescopio aéreo”) que evitaba las complicaciones resultan­tes del movimiento de la estructura cilindrica. Se limitó a procurar alinear el objetivo y el ocular, colocando el primero en una plataforma móvil en el extre­mo superior de un poste y el segundo en el suelo. El observador precisaba poner en línea ambos por medio de una corredera para conseguir una imagen en una noche suficientemente clara (figura 1.10). Por otro lado, ideó un micrómetro en 1658 que, al emplearlo por primera vez de forma eficaz en un telescopio, logró mejorar extraordinariamente la precisión del aparato, ya que podía esti­mar distancias angulares de segundos.

En conjunto, Huygens fue, según se ha indicado, astrónomo, además de diestro e imaginativo artesano, que volverá a asomarse a las páginas de este libro por su contribución en asuntos tan dispares como la concepción y cons­trucción de relojes mecánicos capaces de medir el tiempo con precisión (cap. 2, epígrafe 2.4.2) o la introducción y matematización de la fuerza centrífuga, tema que resultó fundamental en la resolución del problema del movimiento planetario (cap. 4, epígrafe 4.6). Constituye así uno de los personajes que mejor representa el espíritu filosófico, científico y técnico del Barroco.

En efecto, partidario de las tesis de Descartes en filosofía natural (al que tuvo ocasión de tratar personalmente), profundamente interesado en cuestio­nes de mecánica teórica y de óptica, tanto geométrica como física (como se

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Figura 1.10.

sabe, es el primer artífice de una teoría propiamente ondulatoria de la luz), dotado de una notable capacidad matemática, buen pulidor de lentes y cons­tructor de telescopios, excelente observador de los cielos (descubrió el primer satélite de Saturno, al que denominó Titán, y contribuyó a desentrañar el mis­terio de los anillos de este planeta observados por primera vez por Galileo), adquirió una merecida fama en toda Europa. Elegido miembro de la Royal Society en 1663 y llamado por Luis XIV para formar parte de la Académie Royale des Sciences, de París, tres años después, regresó a Holanda, su país natal, en 1681 después de haber permanecido ausente durante quince años. En realidad, Huygens perteneció sólo en parte a la aquí denominada genera­ción intermedia puesto que, si bien la primera de su vida intelectual transcu­rrió antes de la fundación de los grandes observatorios de París y Londres, en los últimos treinta años estuvo ligado a ellos en mayor o menor grado.

Éste es también el caso del importante astrónomo Giovanni Domenico Cassini (1625-1712). Discípulo del astrónomo italiano Giovanni Battista Ric-

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cioli (1598-1671) y del óptico y matemático de igual nacionalidad Francesco Maria Grimaldi (1618-1663), recibió una excelente formación tanto en astro­nomía como en óptica de uno y otro, respectivamente. Es de destacar la influen­cia de Riccioli en el siguiente sentido. Era éste un decidido detractor de la doc­trina de Copérnico, así como partidario de Ptolomeo, razón por la cual orientó sus investigaciones al cuerpo que ofrecía menos problemas en el contexto de una teoría geocéntrica, la Luna (después de todo, tanto en el sistema ptolo- maico como en el de copernicano, la Luna gira alrededor de la Tierra). Publi­có, así, su Nuevo Almagesto, en el que ofrecía interesantes mapas de la superfi­cie visible de ese cuerpo celeste. Esta militancia anticopernicana dejó, sin duda, huella en su discípulo Cassiní, quien siempre se sintió mucho más indinado a admitir no el sistema de Ptolomeo (más difícilmente justificable cuando se pasa de la Luna a otros astros), pero sí el de Tycho Brahe.

Esta defensa del sistema tychónico no fue obstáculo, sin embargo, para que en 1650 le fuera concedida la cátedra de Astronomía de la Universidad de Bolonia, en sustitución de Bonaventura Cavalieri y, asimismo, para que en 1669 fuera elegido director del Observatorio Real de París (tal como se verá en el epígrafe 2.3.1 del próximo capítulo), ciudad en la que permaneció has­ta el final de su vida. Ello pone de manifiesto algo ya aludido con anteriori­dad. La conocida defensa galileana del copernicanismo fue sólo el principio de la historia que conduciría a la prioridad de este sistema cosmológico, pero de ninguna manera puede afirmarse de modo general que, en el siglo del Barro­co, todos los estudiosos del cielo fueran copernicanos.

Fundador de una dinastía de cinco generaciones de astrónomos, Giovan- ni Domenico Cassini ganó crédito por su habilidad para resolver problemas prácticos relacionados con los relojes solares. La exactitud de sus mediciones de los movimientos del Sol le permitió construir uno de estos relojes en la Catedral de San Petronio de Bolonia. Al igual que Huygens, fue también un gran observador de los cielos. Entre sus contribuciones más notables se halla el descubrimiento de cuatro satélites de Saturno (Japero en 1671, Rea en 1672, Dione y Tetis en 1684), que se añadieron al ya observado por Huygens, Titán, en 1655. Además, estableció que el anillo del mencionado planeta en realidad era doble y no simple (como había creído Huygens), determinó los periodos de rotación de Júpiter y Marte y calculó la paralaje de este último.

Cassini estuvo en relación con excelentes artesanos, constructores de ins­trumentos ópticos, como fueron Eustachio Divini (1610-1685) y Giuseppe Campani (1635-1715). Éstos no sólo mostraron una gran competencia en la técnica de pulido de las lentes, sino que llegaron a inventar aparatos nuevos

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consistentes en telescopios de gran distancia focal que permitían eliminar las aberraciones cromáticas mencionadas con anterioridad. La calidad de estos telescopios permitió a Cassini obtener uno de sus mejores resultados en astro­nomía observacional: la realización de unas tablas del movimiento de los saté­lites de Júpiter. También trabajó como ingeniero realizando cálculos hidráu­licos y topográficos a fin de dirimir disputas de lindes entre ciudades y Estados. Todo ello da idea de este típico perfil del hombre barroco: mecánico, inge­niero, astrónomo, óptico, etc., en el que teoría y práctica, a diferencia de los físicos de tradición escolástica, iban estrechamente unidas.

Si nos mantenemos en el escenario italiano, cabe aún citar otros nombres menos conocidos de autores más jóvenes que Cassini. Es el caso de Antón Maña de Rheita (1597-1660), quien gracias a las mejoras que logró introdu­cir en sus telescopios hizo interesantes descripciones de la Luna en 1642, y, sobre todo, el de Francesco Fontana (1580-1656). Oriundo de Nápoles, fue un artesano tan hábil como osado, puesto que reclamó la prioridad de la cons­trucción y uso del telescopio al afirmar que había hecho observaciones desde 1608 (algo muy difícil de creer). En todo caso, realizó una importante apor­tación al perfeccionamiento de este aparato debido a la aplicación de las ¡deas de Kepler al tipo de lentes a usar en su fabricación. Logró con ello un instru­mento que resultó mucho más potente que el anteojo galileano al proporcio­nar una mayor profundidad del campo de visión. Pero, una vez más, hay que insistir en la conjunción entre artesanía y astronomía. Fontana también orien­tó sus esfuerzos a la observación del cielo mediante telescopio, si bien resultó ser mejor constructor que observador. No obstante, una de las facetas de su trabajo que, por otra parte, más fama le reportó fue la realización de grabados en los que hizo públicas esas observaciones y que están contenidos en la que pasa por ser la primera obra de grabados de astronomía, Novae coelestium terres- triumqtte rerum observationes.

Desde Italia procede ahora trasladarse al norte de Europa, comenzando por la patria de Tycho Brahe, Dinamarca. Allí cabe mencionar, en primer lugar, al que fue discípulo directo de dicho astrónomo, Christian Severinus (1562- 1647), también conocido como Longomontanus. Profesor de astronomía y matemáticas de la Universidad de Copenhague desde 1607, publicó quince años más tarde una obra titulada Astronomía dánico, que constituyó una sis­tematización del sistema de su maestro a fin de poner de manifiesto la capa­cidad explicativa de éste. Nos hallamos ante un acérrimo defensor de la con­cepción tychónica del mundo, que ejerció una enorme influencia en la astronomía del siglo XVII. Pese a que no pudo competir con la brillantez de su

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contemporáneo y convencido copernicano, Johannes Kcpler, la mencionada obra conoció varias reimpresiones y con toda probabilidad sirvió de base a las interpretaciones de los astrónomos jesuítas, que, según se ha mencionado ante­riormente, se decantaron en conjunto por el sistema de Tycho Brahe frente al de Copérnico.

Aun cuando Longomontanus es anterior a la generación intermedia, ha parecido conveniente citarlo precisamente por esta influencia que ejerció sobre autores posteriores. Tal es el caso del también danés Erasmus Bartholin (1625- 1698), que ocupó al igual que aquél, la cátedra de Matemáticas de la Univer­sidad de Copenhague. Médico de profesión, es conocido sobre todo por sus estudios sobre el comportamiento de la luz al atravesar el espato de Islandia. En efecto, la observación de las diferentes trayectorias que se producen en su refracción le permitió descubrir el llamado fenómeno de la doble refracción. En el terreno de la astronomía fue un tychónico convencido, lo mismo que Longomontanus, de modo que no es de extrañar que trabajara en la publica­ción de un manuscrito con las observaciones realizadas por el propio Tycho Brahe. Por su parte, realizó también ciertas observaciones de cometas duran­te los años 1664 y 1665, siendo ayudado en esta tarea por un joven discípulo que pasaría a la historia de la ciencia por su determinación de la velocidad de la luz, Olaus Rómer (1644-1710).

Si de Dinamarca pasamos ahora a Polonia, encontramos al que fue el mejor astrónomo observacional de su generación, Johannes Hevelius (1617-1687), cuyo nombre en su lengua materna era Hewelcke. Nacido en Danzig, recibió su primera formación en esa ciudad, en cuya escuela local tuvo la fortuna de ser discípulo del matemático y astrónomo Peter Krügel. Posteriormente estu­dió derecho en Leyden, desde donde viajó a París y Londres, para regresar de nuevo a Danzig. Como resultado de sus viajes y de las numerosas personas con las que entró en contacto (Pierre Gassendi e Ismael Boulliau, entre ellas), fruc­tificó en él tanto el interés por la astronomía como el deseo de no perder los lazos establecidos por expertos de toda Europa. Esto último se tradujo en el activo papel jugado por Hevelius en la constitución de una red supranacional de astrónomos, fermento de posteriores sociedades y academias científicas.

Quizá inspirándose en el gran observatorio que Tycho Brahe había levan­tado en la isla de Hveen (situada entre Dinamarca y Suecia) en el último ter­cio del siglo XVI, Hevelius erigió un observatorio en su ciudad natal, al que denominó Stelleburg. Dicho observatorio llegaría a convertirse en el lugar de referencia para las observaciones astronómicas durante casi tres décadas. Allí organizó el trabajo de forma mucho más colectiva de lo que venía siendo habi­

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tual hasta entonces, lo que permitió que emergiera la figura de los ayudantes (entre los que se encontraba su segunda mujer, Elisabeth).

Ya se ha mencionado con anterioridad el papel jugado por Hevelius como constructor de telescopios y sus esfuerzos por lograr reducir el peso de estos aparatos, al sustituir el tubo de hierro por otro de madera fraccionado en sec­ciones, con el fin de evitar que resultaran difícilmente manejables. Es impor­tante, sin embargo, destacar una característica del uso del telescopio por par­te del mencionado astrónomo. En el epígrafe 1.1 se señaló la diferencia entre concebir este aparato como instrumento filosófico o geométrico. Dada la imper­fección del anteojo de Galileo, éste sólo pudo servirse de él como instrumen­to filosófico o cualitativo, lo que le permitió descubrir nuevos objetos celes­tes, pero no calcular mejor su posición. Pues bien, a pesar de que las observaciones llevadas a cabo por Hevelius fueron realizadas décadas después de modo que el aparato se había perfeccionado notablemente, siempre consi­deró el telescopio ante todo como un instrumento prioritariamente filosófi­co, y no geométrico, lo que quiere decir, en su opinión, que era una herra­mienta más adecuada para explorar la naturaleza de los astros que para mejorar la precisión con la que se determine su posición. En ese sentido fue partida­rio de alinear el cuerpo celeste que se quisiera observar a ojo desnudo, auxi­liado por una regla que recorriera un limbo graduado. Reglas y cuadrantes murales continuaron siendo, por tanto, los genuinos instrumentos de obser­vación astronómica cuantitativa en el observatorio de Hevelius.

En cuanto a los resultados obtenidos por este gran astrónomo observa- cional, cabe mencionar su estudio de la Luna, logrando dibujar la orografía de su cara visible con buena parte de las características con las que aún hoy se conoce. Incluso puso nombre a sus accidentes, algunos de los cuales perviven, como, por ejemplo, la denominación de “mares” a sus zonas más llanas. Publi­có sus resultados en una obra ya mencionada con anterioridad, Selenographia: sive Lunae descriptio, de 1647. Asimismo escribió un importantísimo tratado sobre los cometas, Cometographia, de 1668, en el que se contiene la más com­pleta información sobre los conocidos hasta entonces. Observó, además, las fases de Venus e hizo un catálogo de estrellas en el que recogía más de mil.

Aun cuando podrían citarse otros muchos autores cuya actividad se desa­rrolló en el periodo indicado al comienzo de este epígrafe, baste lo dicho para ofrecer una panorámica general sobre la variedad de intereses y puntos de vis­ta que barajó la astronomía del siglo XVII. El periodo barroco se manifiesta así como una época dinámica de cambio y transformación, en la que artes libe­rales y artes mecánicas, astronomía y artesanía, teoría y práctica, ciencia y téc­

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nica iniciaron un fecundo camino de aproximación. Cada vez menos el cono­cimiento del cielo podía ser tarea de un solo hombre. Así, astrónomos, físicos, matemáticos, pulidores de lentes, constructores de telescopios, etc., comenza­ron a formar una heterogénea comunidad, en la que la dispersión geográfica de los protagonistas no fue obstáculo para el establecimiento de fecundas rela­ciones entre ellos. Una mirada siquiera superficial al número y difusión de las publicaciones aparecidas a lo largo del siglo da cuenta del fluido intercambio de información que mantuvieron los colegas de diferentes países.

Hay que reseñar, asimismo (tal como se comentará en el capítulo 4, epí­grafe 4.4), que en general no fueron las universidades las que facilitaron esta nueva forma de proceder. Más bien resultó que los actores de esta historia comenzaron a constituir grupos informales de trabajo, fuera de las aulas uni­versitarias, con el único propósito de discutir y divulgar sus ideas. Son estos grupos informales los que dieron lugar posteriormente a una nueva forma de organización del saber que alteró radicalmente la forma de concebir la cons­trucción del conocimiento sobre la Naturaleza. Si hablar de la ciencia medie­val es también referirse a esa fundamental institución que fue la universidad europea, a partir del siglo XVII el tema de la sociedades científicas extrauni­versitarias y, en definitiva, el de la socialización del saber, es referencia obliga­da de toda historia de la ciencia.

1 .6 . Las nuevas observaciones de los cuerpos celestes

A lo largo de las páginas precedentes hemos asistido al proceso de perfec­cionamiento de ese importante instrumento de observación astronómica que fue el telescopio desde comienzos del siglo XVII, así como a su uso, más filo­sófico que geométrico, por parte de una comunidad cada vez más sólida, aun­que heterogénea, de astrónomos observacionales. Es momento de considerar el tipo de información que reportó sobre los cuerpos celestes, comenzando por los más visibles, la Luna y el Sol.

1 .6 . i . L a L u n a y e l S o l

Ya en la antigua cosmología estos dos astros fueron los más relevantes, qui­zá por el solo hecho de ser mucho mayores que el resto de cuantos pueden contemplarse en la bóveda celeste. Recuérdese el importante papel jugado por

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la Luna en el cosmos griego, a modo de celoso guardián que impedía la mez­cla de los terrestres elementos de nuestro mundo mortal con el celestial éter de las regiones superiores, o también el cierto culto al Sol de autores como Copérnico o Kepler. No es de extrañar, en consecuencia, que, cuando se dis­puso de un anteojo capaz de agrandar el tamaño de objetos lejanos, éste fue­ra orientado con especial interés hacia ambos cuerpos celestes.

En relación con la Lunay dos fueron los campos de estudio que concen­traron los esfuerzos de los astrónomos. En primer lugar, hay que mencionar todo lo concerniente a la orografía lunar, tema de investigación iniciado a par­tir de la publicación del Sideretts Nuncius de Galileo en 1610. En efecto, según se puso de manifiesto en el volumen I (cap. 4), fue el mencionado filósofo ita­liano el que destapó la caja de los truenos con respecto a este cuerpo celeste al suponer que, lejos de la perfección cuasi-divina que le habían atribuido los antiguos, todo apuntaba a una sospechosa similitud con la imperfecta Tierra. Concretamente, había fundados motivos para poner en cuestión su impeca­ble esfericidad desde el momento en que el conjunto de luces y sombras que se apreciaba en su superficie bien podía interpretarse en términos de valles y montañas.

Ello suscitó una auténtica pasión por un tema hasta entonces inexplora­do: la posibilidad de levantar un mapa de la superficie de la Luna. Se abrió así el camino a una suerte de cartografía lunar que, naturalmente, a diferencia de la superficie terrestre, tenía que contar con la distancia que nos separa de ella. El telescopio, como es obvio, habría de jugar en esto un papel fundamental. Hay que señalar, sin embargo, que las manchas lunares, observables a simple vista, fueron ya objeto de atención durante el Renacimiento, como lo ponen de manifiesto los dibujos hechos por Leonardo da Vinci (1452-1519), por ejemplo. Pero los más llamativos de la era pretelescópica se deben a William Gilbert (ca. 1544-1603), el primer selenógrafo en opinión de Whitaker (1989:119). Éste dibujó un mapa lunar hacia 1600, en el que dichas manchas se interpretan como accidentes geográficos (islas, bahías, montañas), si bien no lo publicó hasta 1651, cuando la selenografía era ya una ciencia acreditada.

En todo caso, es a finales del tiempo de la generación intermedia cuando la Luna pasa a ser un cuerpo celeste bien conocido en sus detalles cartográfi­cos y geográficos, tal como pone de manifiesto la profusión de grabados que aparecen a partir de los años cuarenta. Una vez más hay que mencionar, en relación con este tema, la importantísima obra de Hevelius, Selenographia (1647), que, como su propio nombre indica, no es sino un tratado astronó­mico dedicado a la descripción de la Luna. En ella se pueden contemplar, ade­

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más de la mejor colección de grabados de la época, los primeros mapas de la Luna llena. Especialmente admirables son los señalados con las letras P, Q y R, que proporcionan un estudio topográfico muy detallado, incluida la nomen­clatura de los accidentes que se observan.

Junto a la orografía de la Luna, un segundo tema de investigación fue el relativo a un mejor conocimiento de su irregular comportamiento. Desde la Antigüedad se había tratado de estudiar del modo más exacto posible, entre otras razones porque dicho movimiento había servido para computar el tiem­po en los calendarios lunares. El siglo del Barroco, sin embargo, tenía un moti­vo añadido de interés cuyo alcance sólo se pondrá de manifiesto en el próxi­mo capítulo. Baste de momento con indicar lo siguiente.

Por causas tanto técnicas como políticas, los astrónomos de este periodo se vieron especialmente involucrados en el problema cartográfico de fijar las coordenadas que permiten localizar cualquier punto en la superficie terrestre. La determinación de la longitud (mucho más problemática que la referida a la latitud, según se verá posteriormente), en la medida en que está asociada a la medición del tiempo, exigía encontrar un “buen reloj celeste”, esto es, un cuerpo que describiera movimientos periódicos. La Luna, debido a su proxi­midad a la Tierra, pareció el más adecuado. En efecto, ya Hiparco de Rodas, en el siglo II a. C., había elegido los eclipses de Luna como el fenómeno astro­nómico que pudiera servir de referencia para establecer las diferencias hora­rias. Sin embargo, era preciso llevar a cabo un trabajo de observación mucho más constante y preciso a fin de poder convertir este astro en un “reloj” con el que poder calcular la longitud.

En resumen, hacia la década de los años sesenta, la Luna era un cuerpo celeste bien conocido en sus detalles geográficos. Pero una cosa era disponer de una información detallada de su orografía, y otra muy distinta dar cuenta de su irregular movimiento de modo que pudiera ofrecerse una predicción de sus futuras posiciones. Se precisaría una inteligente combinación de observa­ción, consideraciones geométricas y explicaciones dinámicas (ligadas al plan­teamiento físico newtoniano) para que el desafío que desde siempre había representado el comportamiento de la Luna pudiera comenzar a afrontarse con éxito no antes del siglo X V III.

Pasando ahora del satélite de la Tierra al Sol, hay que decir que la infor­mación que el telescopio proporcionó con respecto a este astro se centró de modo casi exclusivo en el fenómeno conocido como manchas solares (núcleos oscuros rodeados cada uno de una aureola más clara), que aparentemente se observan en su superficie y que presentan un aspecto cambiante. Puesto que

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en el caso de producirse efectivamente en la superficie del Sol se ponía en entre­dicho una tesis física tradicional como es su inmutabilidad (o imposibilidad de todo cambio), hubo quien trató de encontrar explicaciones alternativas que no involucraran dicha superficie. Así, los más conservadores las interpretaron en términos de fenómenos atmosféricos que en realidad debían producirse en la zona de las nubes, o bien como pequeños planetas que girarían en torno al Sol por debajo de Mercurio. En todo caso, al interponerse entre la Tierra y el propio Sol, obstaculizarían la visión de este último produciendo esa impresión de zona oscura envuelta por otra más clara.

El jesuíta y contemporáneo de Galileo Christoph Scheiner fue uno de los principales artífices de esta posición conservadora, que, por otro lado, se ajus­taba al sistema astronómico elegido por los jesuítas, el tychónico. Su conser­vadurismo físico, sin embargo, no le impidió medir la evolución de las man­chas con una precisión muy superior a la de aquél y calcular la inclinación de su eje de rotación con respecto a la eclíptica, 7 ° 30’ (frente a los datos calcu­lados hoy, 7o 15’). Entre 1626 y 1630 publicó estos resultados en su obra Ex admirando facularum et macularum suarum phaenomena. No obstante, fue Galileo el que ensayó la interpretación más audaz, y también más correcta, al proponer que las manchas solares están en la superficie del Sol e incluso que su periodicidad se debe a un movimiento giratorio de este astro.

El problema de las manchas solares en el fondo remitía a otro de mucho mayor alcance que el siglo XVII no estaba en condiciones de poder resolver. Se trata de la naturaleza física del Sol. ¿De qué está hecho? ¿Por qué emite luz? Se sabía desde antiguo que ilumina la Luna y es responsable de sus fases. Asimismo, Galileo mostró que Venus es visible por reflejar la luz solar, generalizando con ello la idea de que es reflejada la que se aprecia en los planetas. Pero quedó sin acla­rar el gran misterio que encierra ese radiante cuerpo celeste. Habrá que aguar­dar a los estudios espectroscópicos del siglo XIX, al descubrimiento del helio y especialmente a las nuevas teorías atómicas del siglo XX para empezar a res­ponder estos interrogantes. Pero parte de eso será ya materia del volumen III de esta obra.

1 .6 .2 . Estrellas fijas

Todavía en los libros del siglo XVII se habla de estrellas englobando las estre­llas fijas y las móviles, que no son otras que los planetas, lo que quiere decir que sólo consideraron diferentes unas de otras por su movimiento. Dos son

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los tipos de cuestiones que abordaron fundamentalmente los astrónomos en relación a las estrellas fijas: la detección de su paralaje (el cual se ha de produ­cir en el caso de que la Tierra se mueva) y la fluctuación del brillo de algunas de ellas.

Con respecto a la paralaje, ya Aristóteles había argumentado que la posi­ción aparente de las estrellas en la bóveda celeste debería variar en el caso de que la Tierra se moviera. Ahora bien, en la medida en que tal fenómeno no se observaba, ello constituía una prueba en favor del reposo de nuestro planeta. En el fondo de esta argumentación subyacía el supuesto de que dicho cambio de posición aparente habría de poderse contemplar a simple vista. Natural­mente, Aristóteles no tenía la posibilidad de pensar en el telescopio como alter­nativa, pero en todo caso estaba admitiendo distancias interestelares suficien­temente pequeñas como para que la paralaje hubiera de resultar visible.

Copérnico, por su parte, vio frustradas sus esperanzas de poder emplear esto como prueba del movimiento terrestre. La verdad es que se requiere un telescopio tan potente, que la paralaje estelar no fue detectada hasta el siglo XIX por el astrónomo alemán Friedrich Wilhelm Bessel. Ahora bien, en la medida en que este efecto disminuye cuanto más alejados están los objetos del observador, la única manera de poder compatibilizar heiiocentrismo y ausen­cia de paralaje es agrandar el tamaño del universo. Esto fue lo que ya hizo el propio Copérnico en el siglo XVI y lo que hubo de volver a hacerse en el siglo siguiente, una vez comprobado que también al anteojo galileano escapaba este fenómeno. Las estrellas, en consecuencia, se adentraron cada vez más en las profundidades del espacio.

Pero no sólo se alejaron. También se dispersaron, perdiendo la equidis­tancia del centro del universo establecida por los antiguos. En el volumen I (cap. 3» epígrafe 3.1) se analizaron las razones por las que ya diversos autores en el siglo XVI osaron poner en cuestión este principio cosmológico heredado. Aquí sólo interesa constatar que, para un astrónomo de la primera mitad del siglo XVII, era ya perfectamente razonable admitir que las estrellas no estaban todas localizadas a igual distancia del observador, entre otras razones porque ello permitía explicar la segunda de las cuestiones anteriormente menciona­das: el descubrimiento de la fluctuación del brillo de algunas estrellas en la década de los cuarenta.

Aun cuando no fue Hevelius el único que apreció esta variación de brillo, sí fue el primero que publicó, en 1662, un pequeño tratado dedicado al tema y titulado Historióla mirae stellae. Posteriormente, otros muchos astrónomos de la segunda mitad de siglo continuaron sus trabajos, de modo que la obser-

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vación estelar, y no sólo planetaria, se convirtió en una actividad habitual entre ellos. Dos hechos merecen destacarse en este punto. Por una lado, la investi­gación de las consideradas nuevas estrellas o novas (aunque en realidad no eran tales), cuyo estudio se había iniciado ya en el siglo anterior. Por otro, el des­cubrimiento por Huygens de la nebulosa de Orión. En efecto, mediante su telescopio logró ver la descomposición de la estrella Orión en un conjunto de estrellas o, al menos, de nubes. De ahí que bautizará este fenómeno como nebu- lae.

Novas, nebulosas, fluctuación del brillo, todo ello daba cuenta de cuerpos estelares mucho más variados, heterogéneos y cambiantes de lo que suponían los antiguos. Por otro lado, la ausencia de paralaje hacía concebir la hipótesis de un universo profundo y misterioso en todas direcciones, en el cual sólo a través de la mirada telescópica era posible adentrarse.

1.6.3. Planetas y satélites

A pesar del interés de los astrónomos por las lejanas estrellas fijas, no fue en este campo, sino en el de las más próximas estrellas móviles o planetas don­de el uso del telescopio resultó más eficaz. Galileo inició su personal aventu­ra telescópica en los primeros años del siglo XVII, presentando al mundo sus novedosas observaciones planetarias: los satélites de Júpiter, las fases de Venus, el aspecto “tricorpóreo” que en ocasiones presenta Saturno y que no supo iden­tificar (como sabemos, se trata de sus célebres anillos). Convendrá ahora repa­sar la historia posterior de éstos y otros hallazgos a lo largo del mencionado siglo.

Con respecto a los satélites de Júpiter, un cosa es descubrir cuatro “estrellas errantes” (como las denominó Galileo) que presentan sus propios periodos en torno a Júpiter, y otra determinar esos periodos. Ya en 1614 Simón Mayr publi­có una obra, Mundus Jovialis, en la que daba las primeras tablas, por otro lado bastante exactas, de los movimientos periódicos de los cuatro satélites. Como curiosidad cabe mencionar que fue este astrónomo el que les asignó los nom­bres por los que aún hoy son conocidos: lo, Europa, Ganimedes y Calisto, mientras que aquéllos con los que los bautizó Cassini (Pallas, Juno, Themis y Ceres) dejaron de emplearse a lo largo del siglo XVIII (servirían, no obstante, para nombrar los primeros planetoides). En la mencionada obra, Mayr inclu­so reclamaba la prioridad de su descubierto, cosa que jamás admitió Galileo no sin razón.

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Pero es en 1668 cuando se confeccionaron gracias a Cassini las tablas más fidedignas del movimiento de los satélites jupiterinos (tipo de órbitas, incli­nación con respecto al plano de la órbita de su planeta, irregularidades de sus movimientos), hasta el punto de que los eclipses de estos cuerpos pudieron emplearse, con preferencia a los de Luna, para la determinación de la longi­tud terrestre (sobre este tema se volverá en el próximo capítulo). Los resulta­dos de quince años de trabajo están contenidos en la obra ya citada con ante­rioridad, Ephemerides.

En cuanto a las fases de Venus, predichas por el sistema copernicano y des­cubiertas por Galileo, fueron analizadas en 1644 por Hevelius, completando así un estudio que desde el principio había resultado decisivo en contra de la descripción ptolemaica del mundo. Por otro lado, fueron los tránsitos de este planeta sobre el Sol los que fundamentalmente ocuparon a los astrónomos debido a su importancia para determinar el tamaño del sistema planetario.

Especial importancia cobra el estudio de Saturno a lo largo del siglo XVII. Durante meses Galileo observó con su rudimentario telescopio que en oca­siones este cuerpo mostraba un aspecto “incorpóreo”, esto es, iba acompaña­do de dos cuerpos laterales. Sin embargo, para sorpresa suya constató dos meses más tarde que su aspecto era tan redondeado como el de cualquier otro pla­neta, de modo que sus dos acompañantes habían desaparecido. Desde luego, él no supo interpretar lo que veía, pero sí Christiaan Huygens, cuarenta y seis años después, al poder acceder a ese planeta con un telescopio kepleriano mucho más preciso. Identificó los volúmenes observados como un anillo estre­cho, plano e inclinado con respecto a la eclíptica, que rodeaba el planeta sin tocarlo. Además, descubrió el primer satélite de Saturno, Titán, y todo ello gracias a los telescopios progresivamente mayores (desde 12 pies a 123 pies) que construyó ayudado por su hermano Constantin.

La hipótesis de Huygens relativa a los anillos de Saturno fue el fruto no sólo del tipo de aparatos empleados, sino sobre todo del marco teórico en el que interpretó lo visto, que no es otro que la teoría cartesiana de los vórtices (de la que se hablará ampliamente en el capítulo 3). En efecto, desde el pun­to de vista físico y cosmológico, este astrónomo fue siempre un cartesiano con­vencido, lo que quiere decir que suscribió sin reservas la idea de los planetas girando en torno al Sol debido al empuje de una sutil materia fluida interpla­netaria que los arrastra en forma de remolinos, torbellinos o vórtices. Por otro lado, la velocidad de las partículas de esta materia sutil es tanto mayor cuan­to más próxima se halla al centro del remolino. Ello supone que los planetas más alejados del Sol tendrán un periodo de revolución más lento. Y lo mismo

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sucede con el sistema local que forman los satélites y el planeta alrededor del cual giran, Saturno en este caso. SÍ se mueven en torno a él es porque son igual­mente arrastrados por un remolino cuyas partes de materia se desplazarán a mayor velocidad en las cercanías del planeta (que ahora es el centro) que en la zona del satélite. Éste, por tanto, se moverá más lentamente, razón por la cual a veces se observa acompañando al planeta y a veces no. Por otro lado, los “bra­zos” de Saturno (así es como llamaron a sus adherencias) sólo podían expli­carse matemáticamente si se trataba de materia distribuida con un eje de sime­tría cilindrica en torno al planeta, esto es, siendo el eje del vórtice perpendicular al plano de la órbita del satélite y de sus “brazos”. En consecuencia, éstos debían consistir en una distribución de materia en forma de anillo en torno al planeta.

A partir de todo lo anterior, Huygens concluyó en 1656 que Saturno está rodeado por un único anillo. Casi veinte años más tarde, concretamente en 1675, Cassini corrigió su deducción en el sentido de mostrar que el anillo es doble y está partido por una franja oscura. Además, este último completó lo observado por Huygens con respecto a Saturno también en otra dirección. En efecto, entre 1671 y 1684 descubrió, como ya se ha dicho, cuatro nuevos satélites de este pla­neta (Japeto, Rea, Dione y Tetis), que se añadieron a Titán, el satélite descu­bierto por el holandés. El número total de satélites del sistema solar ascendía así a diez, uno de la Tierra, cuatro de Júpiter y cinco de Saturno.

Por lo que se refiere a Marte, cabe mencionar el cálculo de su periodo de rotación por obra de Cassini, así como la determinación de su paralaje debi­da igualmente a este astrónomo. La información que el telescopio no lograba proporcionar de las lejanas estrellas sí pudo obtenerse del planeta que se halla inmediatamente por encima de la Tierra. Dicha información permitió a Cas­sini calcular la distancia que separa a ambos y, a partir de ahí, deducir a su vez la distancia que media entre el Sol y la Tierra.

Por último, es obvio que Mercurio ha de ser el planeta más difícil de obser­var por ser el más próximo al Sol. Cabe mencionar, no obstante, el estudio de sus fases por parte de Hevelius en 1644, corroborando lo que en Galileo no pasó de ser una convicción basada únicamente en la observación de Venus: tanto éste como Mercurio (los dos planetas inferiores, esto es, situados entre la Tierra y el Sol) han de presentar las mismas variaciones de forma y tamaño que presenta la Luna según los ilumine el Sol. Ello constituía un poderoso argumento en contra de la disposición aristotélico-ptolemaica del mundo, pero no permitía decidir entre el sistema tychónico y el copemicano.

Llegamos así al último tercio del siglo XVU, o sea, al final de la denomina­da generación intermedia, habiéndose mantenido constante el número de pla­

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E l uso del telescopio en el siglo XVII

netas, mientras que la lista de satélites se ha incrementado de uno a diez. Será necesario aguardar al siglo XVIII para que William Herschel (1738-1822) des­cubra el siguiente planeta más allá de Saturno, Urano, con dos de sus satélites, y también para que añada otros dos satélites a los ya conocidos de Saturno.

1 .6 .4 . Cometas

Desde la Antigüedad griega hasta el comienzo del siglo XVII transcurren más de veinte siglos, durante los cuales el número de pobladores de la bóveda celes­te había permanecido invariable. De ahí que llegaran a considerar una de las característica más notables del cielo su inmutabilidad, por oposición a la ines­table y cambiante Tierra en la que los seres (y especialmente los seres vivos) se reemplazan unos a otros sin cesar. Únicamente se observaba un tipo de cuerpos que aparecía de cuando en cuando para volver a desaparecer del campo visual del observador. Son los cometas. Precisamente su presencia ocasional había lle­vado a considerarlos no cuerpos celestes, sino fenómenos de carácter atmosfé­rico que, como tales, tenían lugar en el espacio comprendido entre la Tierra y la Luna. Así es como Aristóteles los describía en su obra Meteorológicos.

La observación del cometa de 1577 y la de otros cinco aparecidos entre 1577 y 1596 había llevado a Tycho Brahe a tratar de determinar sus paralajes, auxi­liado por los excelentes instrumentos pretelescópicos de que disponía. Su con­clusión fue tajante: no podían hallarse situados por debajo de la Luna, sino, al menos, por encima de Venus (sobre este tema puede consultarse Teorías del Uni­verso, vol. I, cap. 3, epígrafe 3.2.2). Finalizando el siglo XVI, por tanto, comen­zaban a elevarse voces en contra de la doctrina tradicional de los cometas.

Con la llegada del nuevo siglo los telescopios iniciaron la incorporación de nuevos actores al escenario celeste. Tal fue, por ejemplo, el caso de los saté­lites. No habría de resultar tan extraño, por tanto, que a ellos terminaran por sumarse los esquivos cometas, cuyas esporádicas apariciones tanta inquietud habían sembrado, desde tiempos inmemoriales, entre hombres y mujeres ávi­dos de indicaciones divinas que permitieran adivinar el destino. En efecto, fue en el filo de la mitad de siglo cuando la observación telescópica estuvo sufi­cientemente avanzada como para abordar un tratamiento de la cuestión, en parte cinemático y en parte físico, que permitió englobar los cometas en el conjunto de los seres celestes. Ahora bien, en ese caso lo primero que había de determinarse era algo ya resuelto por Kepler con respecto a planetas y satéli­tes: la forma de sus órbitas. ¿Recorren trayectorias abiertas o cerradas? En caso

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de ser cerradas, ¿son circulares o elípticas? Y si son abiertas, ¿se desplazan en línea recta o bien describen parábolas u otro tipo de curvas?

El propio Kepler no aplicó su primera ley a los cometas sino que más bien se decantó por trayectorias aproximadamente rectilíneas, manteniéndose en ello fiel al planteamiento tradicional. Entre 1652 y 1665 se tuvo constancia de diversos cometas, siendo el de 1664 el que dio lugar a discusiones y polé­micas de mayor interés. Divisado por primera vez en España el 17 de noviem­bre de ese año, existen registros en los que se comprueba que todos los gran­des astrónomos del momento lo observaron: Huygens en Leyden, Hevelius en Danzig, Cassini y Giovanni Alfonso Borelli (1608-1769) en Italia, Adrien Auzout (1622-1691) y Pierre Petit (1594-1677) en Francia o Roben Hooke (1635-1702) en Inglaterra. También se contempló en América. Probablemente el revuelo ocasionado por este cometa se debió a su gran luminosidad, la cual, según se sabe hoy, fue debida a su paso muy próximo a la Tierra.

El asunto dividió a los observadores del cielo en dos grupos. Unos, enca­bezados por Cassini, opinaron que las órbitas cometarias debían ser cerradas en razón de su analogía con el comportamiento de los satélites. Lo cual, a su vez, exigía determinar cuál es el cuerpo en torno al cual giran. En concreto, Cassini eligió la estrella Sirius en relación con el cometa de 1664, tal como pone de manifiesto en su obra del mismo año, Hypothesis motus cometae novis- simi. Y puesto que este astrónomo era defensor de Tycho Brahe, no de Copér- nico, afirmó que el cometa se desplaza en torno a esta estrella, mientras que todo el sistema lo hace en torno a la Tierra.

La hipótesis de una órbita cerrada, no obstante, planteaba numerosos pro­blemas; en primer lugar, porque las observaciones parecían sugerir una tra­yectoria casi rectilínea y, en segundo lugar, porque resultaba extremadamente complicado calcular cuál debía ser la forma de esa curva. A pesar de ello, auto­res como Auzout, Petit o Borelli secundaron las ideas de Cassini en lo relati­vo a la forma orbital. En general, los defensores de las trayectorias cerradas mostraron una decidida voluntad de normalizar el estudio de los cielos den­tro de patrones copern ¡canos o, al menos, no aristotélico-ptolemaicos. En ese sentido la mayoría se decantó por hacer compatible dicha forma con las leyes de Kepler, lo cual implicaba que habría de tratarse de algún tipo de cónica cerrada.

Sin embargo, el grupo de astrónomos que tuvo mayor peso fue el parti­dario de trayectorias rectilíneas o, como mucho, pequeñas secciones de pará­bolas que se aproximan a la recta. En este segundo grupo se hallaban tanto Hevelius como el cartesiano Huygens. Si sus argumentos fueron en principio

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más convincentes, se debe a que, con arreglo a las mediciones, parecía inevi­table concluir que estos cuerpos atravesaban el sistema solar y lo abandonaban para siempre no repitiendo su paso por el Sol. Concretamente, ésta es la tesis que mantuvo Hevelius en su Cometographia, de 1668, obra en la que se con­tenía un impresionante catálogo de los cometas observados desde la Antigüe­dad hasta 1665, incluyendo mediciones de paralajes (recuérdese que esto últi­mo era lo que proporcionaba argumentos en favor de su localización fuera de la órbita lunar). Como era habitual en la época, el libro contenía asimismo una gran cantidad de grabados en los que se ensayaba una posible clasificación de estos cuerpos celestes (figura 1.11).

Figura 1.11.

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Dieciocho años después, Newton publicó su celebérrima Philosophiae Natu- ralis Principia Mathematica. Como se verá en el capítulo 5 (epígrafe 5.4.3), en ella tomó partido por órbitas cónicas muy excéntricas, con el foco en el cen­tro del Sol. Además, sostuvo que los radios vectores o líneas imaginarias que unen los cometas con el Sol han de describir áreas iguales en tiempos iguales. Es decir, los planetas cumplen las leyes de Kepler, tal y como conviene a cuer­pos que no pueden dejar de estar sometidos a la fuerza de gravitación.

Pero la cuestión de la forma de las órbitas no fue el único tema de inves­tigación. Otra cuestión pendiente era la relativa a su naturaleza física. Aristó­teles se había referido a esta cuestión en los siguientes términos:

Pues bien, cuando debido al movimiento de los cuerpos superiores cae sobre tal condensación [de aire] un principio ígneo ni tan excesivamente abundante que produzca una combustión rápida y extensa, ni tan débil que se extinga rápidamente, sino un principio de una cierta abundancia y exten­sión; y cuando coincide que asciende simultáneamente desde abajo una exhalación bien mezclada, ello se convierte en un cometa dotado de una configuración acorde con la forma en que se produzca la exhalación: si se produce igual por todas las partes, recibe el nombre de “cometa”; si se da en longitud, el de “barbado” (Aristóteles, 1996b: 46 y 47).

Según se ve, conforme a la tradición aristotélica aún vigente en la prime­ra mitad del XVII, los cometas son el resultado de exhalaciones de la atmósfe­ra terrestre. Un paso intermedio entre esta tradición meteorológica antigua y la teoría cometaria moderna que se inicia con los trabajos del astrónomo ingles Edmund Halley (1656-1742), lo hallamos en la Cometographia de Hevelius. Puesto que, en su opinión, son cuerpos localizados fuera de la órbita lunar, no pueden consistir en exhalaciones de la Tierra, pero sí de los planetas. Y esto es justamente lo que defiende, tratando de establecer relaciones con las manchas solares.

Otros autores se interesaron por esta misma cuestión, tal es el caso de Robert Hooke. Según él, los cometas podrían estar formados por un núcleo sólido hecho de materia magnética semejante a la de la Tierra y, más concre­tamente, a la que emerge de volcanes como el Etna en Sicilia. Por otra parte, poseen luz propia producida por una fuente que reconoce desconocer. El tema de la naturaleza de los cometas permanecerá abierto durante mucho tiempo. Pero en todo caso, es en siglo del Barroco cuando la investigación de estos nue­vos residentes de los cielos supralunares se normalizó en relación al resto de los cuerpos celestes.

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1.6.5. Astronomía observacional y cosmología

A lo largo de este primer capítulo se ha tratado de poner de manifiesto el estado de la astronomía observacional durante los cincuenta años posteriores a la invención del telescopio. Convendrá ahora destacar algunas cuestiones relacionadas con cuanto se ha dicho a lo largo de las páginas precedentes.

Durante la época de la generación intermedia el telescopio tuvo un uso prio­ritario como instrumento filosófico, en la medida en que permitió ampliar la información que nos proporcionan los sentidos y acceder así a objetos celes­tes que se hallan fuera de los umbrales de nuestra percepción. Puesto que el número de pobladores del cielo había permanecido invariable desde la Anti­güedad (la Luna, el Sol, cinco planetas, ningún satélite y ningún cometa, ya que estos últimos eran fenómenos meteorológicos), la aparición en escena de nuevos actores habría de quebrantar seriamente algunos supuestos cosmoló­gicos tradicionales tan básicos como el de la inmutabilidad de los cielos.

A su vez, esto afectaba a la cuestión física concerniente al tipo de materia de la que están compuestos los cuerpos celestes, el éter. En efecto, según la físi­ca aristotélico-escolástica, en tanto que los cuerpos terrestres son una mezcla inestable de cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego), los celestes están todos formados a partir de una inalterable sustancia etérea que garantiza su carácter indestructible e imperecedero (a menos, según los medievales, que la divina voluntad decida poner fin al mundo creado). Lo anterior se traduce en la exi­gencia de que ningún nuevo astro pueda incorporarse a escena y también en la prohibición de que alguno de los antiguos lo abandone. De lo contrario, sería trasladar al cielo los procesos de mutación y cambio propios de los seres que habitan la Tierra.

En este sentido, los sucesivos hallazgos de nuevos satélites, la aparición de novas, el cálculo de las paralajes de los fugitivos cometas (obligando a situar­los por encima de la órbita de la Luna, según ya planteó Tycho Brahe en los años setenta del siglo XVI), la constatación de la variación de la forma y diá­metro de los planetas, en especial de los que atraviesan por fases similares a las de la Luna (Mercurio y Venus), la observación de la orografía lunar con la con­siguiente sospecha de que este astro sea análogo a la Tierra, el descubrimien­to de los anillos de Saturno y su cambiante aspecto, que tanto desconcertó a Galileo, etc., todo ello daba cuenta de la adquisición de importantes datos astronómicos, ante los cuales la explicación física y cosmológica del mundo heredada de los antiguos no podía permanecer impasible. Algo había de comen­zar a cambiar.

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No fueron los astrónomos observacionales, sin embargo, los llamados a ocuparse de esta tarea. Tal como ya sucediera en la época alejandrina prime­ro, y en la Baja Edad Media después, asistimos a un cierto divorcio, en espe­cial a lo largo de la primera mitad del siglo XVII, entre la minuciosa descrip­ción de los astrónomos basada en la observación y el cálculo, por un lado, y las explicaciones cosmológicas globales de quienes se enfrentaron al tema con un talante filosófico, por otro.

Se requería una nueva teoría acerca de los cuerpos que reemplazara la aris­totélica y fuera capaz de unificar cielo y Tierra en un marco descriptivo úni­co, desde el cual se diera razón de la naturaleza de planetas, incluida, por supues­to, la Tierra, satélites y cometas, además del Sol. También era preciso plantearse una cuestión que desborda el estricto ámbito de la observación y se refiere a la causa de los movimientos planetarios, ligada durante siglos a la idea de esfe­ras orbitales materiales que, al rotar sobre su eje, transportan los planetas des­cribiendo círculos en tomo al centro del mundo. La profusión de satélites hacía inviable esta idea de esferas orbitales sólidas entre las cuales habrían de des­plazarse los nuevos intrusos detectados por el telescopio. Y lo mismo cabe decir de los cometas, que dejaban de ser exhalaciones de la superficie terrestre para convertirse en viajeros interplanetarios.

En definitiva, la acumulación de datos astronómicos incompatibles con el viejo orden hacía imprescindible formular tanto una teoría de la materia como una teoría de los movimientos capaces de afrontar el reto planteado por la astro­nomía poscopernicana. Según se verá a partir del capítulo tercero, ello surgi­rá en el contexto de una concepción mecanicista de los fenómenos naturales, en la cual el universo pasará a ser entendido por analogía con una gran máquina. Se precisarán, como consecuencia, conceptos que han estado ausentes del tra­bajo de los astrónomos observacionales, tales como gravedad, inercia o fuer­za. Pero esto no es todo.

La ausencia de paralajes estelares, comentada en el epígrafe 1.6.2 de este capítulo, así como la constatación de la fluctuación del brillo de algunas estre­llas, no observable a simple vista, habían puesto de manifiesto la necesidad de considerar todas ellas a distancias variables del observador y, en todo caso, mucho más alejadas de lo que los antiguos hubieran podido concebir. Los lími­tes del universo retrocedían más y más hasta sugerir precisamente la falta de esos límites. En ese caso, una teoría del espacio infinito vacío comenzará a abrir­se paso, resucitando viejas doctrinas atomistas.

Resumiendo, los descubrimientos astronómicos propiciaron un cambio de modelo cosmológico, pero también, recíprocamente, ideas físicas y filosó-

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El uso del telescopio en el siglo XVII

ticas influyeron en el modo de orientar la investigación (el caso del cartesiano Huygens es especialmente revelador en este sentido). No ha de pensarse, sin embargo, que la observación fue el único motor del cambio. Muy al contra­rio, elementos conceptuales de carácter filosófico, y a veces teológico, contri­buyeron decisivamente a la construcción del cosmos barroco. Por otro lado, la irrupción de nuevas ideas corpusculares y mecanicistas sobre las que se asen­tará el nuevo edificio físico y cosmológico transcurrió paralelamente a la evo­lución de la astronomía observacional de la que se ha hablado en las páginas anteriores. De ahí que el capítulo tercero, en el que comenzará a abordarse esta cuestión física y cosmológica, haya de retroceder a la primera mitad del siglo XVII, época en la que vivió uno de los grandes artífices del nuevo universo mecánico, el filósofo René Descartes. Pero, antes de esto, parece oportuno prestar alguna atención a la Tierra, lo cual conducirá a la relación entre astro­nomía y cartografía.

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La Tierra es un planeta y pertenece al rey:

cartografía y astronomía

2.1. Geografía, cartografía y astronomía: cuestiones introductorias

En las historias de la astronomía con frecuencia se omite un tema que, sin embargo, es de la mayor importancia. Particularmente tras la aparición del telescopio, ha sido una constante el deseo de conocer detalles sobre la super­ficie de los planetas, y en especial sobre la orografía de la Luna. Pero nada sue­le decirse acerca de aquel que constituye la morada de los seres humanos. Dada la especialización de las ciencias, es a la geografía, y no a la astronomía, a la que compete la descripción de la Tierra. No obstante, en un libro como el pre­sente, parece pertinente dedicar cierta atención a exponer algunas caracterís­ticas del suelo que pisamos y desde el cual contemplamos el resto del univer­so. Interesa, en definitiva, abordar aquellas cuestiones terrestres que, de forma directa o indirecta, se relacionan con las celestes. En consecuencia, junto a la astronomía, se dará entrada en este capítulo a la geografía y la cartografía.

Para empezar, hay una diferencia fundamental entre la Tierra y los demás cuerpos celestes consistente en el hecho obvio de que, mientras que éstos pue­den ser objeto de contempláción, pero nunca de posesión, aquélla, de hecho, tiene dueño, o mejor, dueños. En efecto, y para desgracia de la mayoría, ha habido y hay muchos que, desde los tiempos antiguos hasta nuestros días, han pugnado por su dominio. Ahora bien, la determinación de las tierras del señor exigía un adecuado conocimiento de la superficie terrestre. Es por eso que con la emergencia de los nuevos Estados europeos, tras el final de la Edad Media, cobraron especial fuerza las disputas de dichos Estados por el reparto y pose­sión de los reales dominios, disputas que se vieron agudizadas por la supues­ta legitimidad divina de los títulos de propiedad. En definitiva, razones polí­ticas llevaron a un primer plano la necesidad de fijar la extensión y forma de

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los reinos y repúblicas, y con ello adquirieron gran relevancia asuntos de orden geográfico y cartográfico, sobre todo a partir del siglo XV.

En principio, parece que los mapas terrestres podrían ser levantados por cualquier viajero, pero el hecho es que, en la Edad Moderna, se exigía ya algo más que la pura descripción basada en la memoria y en la imaginación de quie­nes habían recorrido personalmente una parte de la superficie del planeta. Aho­ra se requería una precisión en las mediciones de los territorios que sólo podían proporcionar dos ciencias: la geometría y la astronomía.

Los astrónomos pasaron a formar así una de las comunidades de sabios más influyentes de la época. En rigor, hay que decir, sin embargo, que sus acti­vidades siempre habían sido muy apreciadas por los poderes políticos y reli­giosos, pues de ellos dependía la posibilidad de computar adecuadamente el tiempo y de establecer calendarios. Además, el conocimiento de las posicio­nes de los astros era de interés por algo cuyo valor nos es difícil juzgar en la actualidad. Se trata de los pronósticos astrológicos mediante los cuales se aspi­raba a conocer el destino tanto de los Estados como de personajes ilustres. Puesto que para elaborar una carta astral era necesario calcular el desplaza­miento de los diferentes cuerpos celestes en cada momento del calendario, en teoría sólo los buenos astrónomos podían ser buenos astrólogos. Y en la medi­da en que los poderosos siempre desearon conocer su horóscopo antes de ini­ciar una guerra, sellar una alianza o fundar una nueva ciudad, los astrónomos resultaban tan imprescindibles como los médicos o los boticarios.

Con la progresiva implantación de la representación heliocéntrica del universo la astrología cortesana fue decayendo, y ello a pesar de los esfuerzos de sabios tan ilus­tres como Kepler por adaptar los cálculos astrológicos a la nueva teoría copernicana. Tal decadencia, sin embargp, no fue súbita, manteniéndose una cierta vigencia en la cultura barroca, tal como muestra el trabajo de Derek Parker (1975). En todo caso, lo cierto es que, junto a ese antiguo saber que acabaría desapareciendo de las cortes europeas, comenzó a asentarse otro que permitiría mantener a los astrónomos su influencia sobre el poder político. Ese otro saber es la cartografía o arte de trazar car­tas geográficas de una porción de la superficie terrestre, y concretamente de la parte reclamada como propia por el soberano de turno.

Ahora bien, en la medida en que la elaboración de los mapas terrestres exi­gía una correcta determinación de la longitud y de la latitud, ello a su vez remi­tía a la confección de mapas celestes y, por tanto, a la astronomía. En conse­cuencia, la modernidad traerá consigo el establecimiento de fuertes vínculos entre la geografía o ciencia que trata de la descripción de la Tierra, la carto­grafía o ciencia de las cartas geográficas y la astronomía.

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La Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronom ía

2 .2 . La Tierra se convierte en objeto de estudio: Estado, cartografía y cosmografía con anterioridad al siglo XVII

Para empezar conviene recordar que los problemas geométricos de la Tie­rra ya llamaron la atención de matemáticos y astrónomos desde la Antigüe­dad. Una de las primeras cuestiones que intrigó a los geómetras griegos fue la referente al tamaño de la esfera terrestre. Se atribuye a Eratóstenes de Cirene (ca. 27(¡~ca. 195 a. C.) un procedimiento que le permitió conocer dicho tama­ño con una exactitud tal que ha llegado a considerarse como uno de los logros más espectaculares de la astronomía griega (Thrower, 1996: 20). No fue, sin embargo, el primero en intentarlo, ya que generalmente se admite que tuvo sus predecesores en Eudoxo de Cnido (408-355 a. C.) y en Aristarco de Samos (ca. 310-ca. 230 a. C.).

El método empleado por Eratóstenes para medir la longitud de la circun­ferencia mayor terrestre es de una gran sencillez geométrica. Observó que durante el mediodía solar del solsticio de verano el gnomon de un reloj de sol no arrojaba ninguna sombra en la ciudad de Syene (la contemporánea Asuán), mientras que sí la daba en Alejandría, ciudad situada al norte de la primera. Si se suponía que ambas ciudades estaban en el mismo meridiano y el Sol sufi­cientemente alejado de la Tierra de modo que los rayos que llegaran a las dos ciudades fueran paralelos, se podría medir el radio de nuestro planeta. Para ello era necesario conocer la distancia entre ambas ciudades y el ángulo que formaban los rayos solares con respecto al gnomon.

La medición de la segunda magnitud, más fácil que la de la primera, arro­jó una dimensión de 1/50 de arco de circunferencia. Eratóstenes supuso que las dos ciudades se encontraban a 5.000 estadios de distancia, por lo que lle­gó a la conclusión de que la longitud de la circunferencia máxima de la Tie­rra era 5.000 X 50, esto es, 250.000 estadios (figura 2.1). Evidentemente el problema radica en saber cuál era el valor de un estadio. Si se acepta la suge­rencia de Kline (1992 ,1: 220), según la cual el estadio era una medida de lon­gitud que en el sistema métrico decimal equivaldría a 157 m, entonces la medi­da de Erastótenes sería muy aceptable.

Éste es sólo un ejemplo del trabajo geométrico y cartográfico de este astró­nomo griego. Aunque fue considerado por el geógrafo Estrabón (siglo 1 a. C.) y otros autores posteriores como un buen aficionado, investigadores actuales han mejorado su imagen hasta convertirlo en uno de los fundadores de la car­tografía o, si se quiere, de la cosmografía. En efecto, en una obra perdida deno­minada Geographta, que se conoció a través de la correspondiente de Estra-

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Teorías del Universo II

Rayos del Sol

Figura 2.1.

bón, parece que concibió cómo dividir la esfera terrestre de modo que pudie­ra conocerse la posición de cualquiera de sus puntos. Para ello, habría pro­puesto por vez primera, aunque de forma muy rudimentaria, el uso de las dos magnitudes que hoy se conocen como longitud y latitud.

Así, a partir de la iniciativa de Eratóstenes se aceptó como herramienta útil la suposición de que la Tierra está recorrida por dos colecciones de círculos. Para entender la importancia de su propuesta conviene analizar aquí, de for­ma elemental y en lenguaje geométrico contemporáneo, cómo se determina la posición de un punto sobre una esfera por medio de dos magnitudes angu­lares. Para definirlas es necesario hacer un pequeño y fácil ejercicio de imagi­nación geométrica. Si la esfera representa la Tierra, se puede concebir un cír­culo máximo o ecuador que la divide en dos hemisferios, el norte y el sur. Cualquier plano paralelo al del ecuador cortará la Tierra por un círculo que se denominará paralelo (es decir, paralelo al ecuador). De toda esta colección de círculos paralelos sólo el ecuador es un círculo máximo. Ahora bien, si se con­sidera la Tierra atravesada por un eje de simetría perpendicular al plano de dicho círculo máximo, los puntos de intersección de ese eje con la superficie esférica serán los polos Norte y Sur. Cualquier círculo que se imagine dibuja­do sobre la esfera terrestre que pase por ambos polos la dividirá en dos semies- feras. Son líneas imaginarias que recorren la superficie de la Tierra de norte a sur, o de sur a norte, y que se denominan meridianos. Todos los meridianos

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son círculos máximos y tienen un punto común en el polo Norte y otro en el polo Sur.

Provistos con este entramado de líneas, se puede situar cualquier punto sobre la esfera y, por supuesto, sobre la Tierra, por medio de dos magnitudes angulares. Todo punto P yace en un único paralelo y en un único meridiano. Es decir, por cada punto pasará una sola de esas líneas. Situar el punto P es saber decir qué paralelo y qué meridiano pasan por él. Para conocer el parale­lo basta establecer a qué distancia (angular) se encuentra ese círculo del ecua­dor, medida que viene dada por el ángulo del meridiano que separa ambos. Esa distancia angular se denomina latitud del punto P. De este modo, todos los puntos que estén situados en un mismo paralelo tendrán igual latitud. Aho­ra bien, para cada latitud así definida existen dos paralelos posibles, uno en el hemisferio norte y otro en el hemisferio sur. Luego, para informar con toda propiedad de la latitud del punto P necesitaríamos un ángulo de meridiano y una indicación que diga si se encuentra en el paralelo norte o sur. En este sen­tido, supongamos dos puntos P y Q en el hemisferio norte. Si el punto P tie­ne una latitud mayor que el punto Q, quiere decir que está situado al norte de este último. Pero, si ambos estuvieran en el hemisferio sur y P tuviera mayor latitud que Q, significaría que P está más al sur (figura 2.2). Así, el ecuador funciona como un paralelo de referencia a partir del cual se mide la latitud de ambos hemisferios.

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Ahora se puede considerar la otra magnitud necesaria para situar el pun­to P sobre la superficie de la esfera, la longitud. Serla la que daría información sobre el meridiano de P. Para ello es necesario establecer uno como patrón que tenga la misma función que el ecuador en la latitud, es decir, ser linea de refe­rencia u origen de la coordenada. Todos los meridianos son círculos máximos, a diferencia del ecuador, que es el único de todos los paralelos posibles. Por lo tanto, se ha de escoger de forma arbitraria, desde el punto de vista geométri­co, uno de ellos y a partir de él medir la magnitud angular que buscamos. Los criterios usados a lo largo de la historia para hacer tal elección se han basado en la importancia cultural y política que se atribuía a un lugar. Concretamente, el meridiano actual de referencia es el que pasa por el Observatorio de Gre- enwich. Pues bien, el ángulo, medido sobre el ecuador, que formaría ese meri­diano con el que pasa por P es la longitud de ese punto. El sentido creciente estaría determinado por el paso de la derecha a la izquierda, es decir, de este a oeste, si se mirara al polo desde la línea del ecuador.

Mediante esas dos magnitudes angulares (ángulos sobre círculos máximos) se puede determinar unívocamente cada punto de una esfera, esto es, cada posición sobre la esfera terrestre. Así, si se dibuja un mapa de ios continentes de la Tierra, con todos sus accidentes físicos y políticos, como montañas, ríos, costas, islas, ciu­dades, regiones y países con sus correspondientes fronteras, se puede identificar cada uno de ellos por el recurso a las mediciones de sus latitudes y longitudes. Aho­ra bien, si se prefiere tener todos esos accidentes sobre un plano (y no sobre una esfera), será necesario proyectar los puntos de dicha esfera en una superficie plana. Una proyección que haga corresponder a cada punto de la esfera uno y sólo un punto de un plano se denomina proyección estereográfica. En ese caso, los entrama­dos de meridianos y paralelos deben servir igualmente para situar los lugares, aun­que se hayan transformado en otras figuras geométricas, es decir, aunque hayan dejado de ser círculos para convertirse en otro tipo de líneas. Los mapas han pre­tendido ser siempre este tipo de proyecciones, si bien la historia que se cuenta aquí muestra la dificultad que existió para conseguirlo.

Todo lo dicho en los párrafos anteriores sólo ha tenido como objetivo intro­ducir una herramienta geométrica, contada en lenguaje contemporáneo, para entender mejor lo que se va a tratar a continuación. Ahora se retrocederá de nuevo en el tiempo hasta la Antigüedad para ver cómo se planteó originaria­mente el problema de la latitud y de la longitud. Según lo dicho, tal cuestión estuvo asociada a la pregunta acerca de dónde está situado un lugar determi­nado en relación con otros conocidos. En realidad, se trata considerar cómo se pudo llegar a dibujar un mapa con este tipo de herramientas.

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Para ello se sugiere otro pequeño ejercicio de imaginación con el fin de situarse en una ciudad de la antigua Grecia. Desde ella sería posible observar el paso de las estaciones y el movimiento de los astros, concretamente el paso diario del Sol. Incluso antes de que existieran astrónomos y físicos que se sin­tieran atraídos por la curiosidad que producen las variaciones de su curso, se puede pensar que los habitantes de esa ciudad distinguirían el invierno del verano y se habrían dado cuenta de que el Sol no sólo describe una trayecto­ria diaria de este a oeste, sino, que además, dicha trayectoria se “levanta” de norte a sur durante la primera mitad del año y se “acuesta" de sur a norte a lo largo del medio año siguiente. Esto determina, por ejemplo, la cantidad de calor que recibe la ciudad a lo largo del año y, por lo tanto, influye en la vida agrícola de su entorno.

Hipotéticamente, cuando la astronomía estuvo suficientemente desarro­llada, ya durante los primeros siglos de nuestra era, se pudo calcular la altura máxima del Sol en esa ciudad a lo largo de cada uno de los días del año, pero, en todo caso, desde siglos antes se sabía con precisión cuándo estaba en la altu­ra máxima, o solsticio de verano, cuándo en la mínima, o solsticio de invier­no, y cuándo se dividía el día en dos partes iguales, o equinoccio de primave­ra y de otoño (figura 2.3). Independientemente de las repercusiones religiosas o estéticas, pronto aprendieron esos astrónomos la importancia de adquirir ese conocimiento del movimiento solar. En primer lugar, el equinoccio servía para ajustar los relojes de arena, los clepsidras y todo lo que podía usarse para medir el tiempo cotidiano o local. Los equinoccios eran los dias medios del año. Su duración podía ser dividida en un número determinado de horas, minutos y segundos de modo que cualquier otro día del año venía dado por esa medida. Pero, además de esa importante aplicación inmediata, existía otra. En cada ciudad el Sol parecía comportarse de modo desigual. Una ciudad situada al norte tenía un número de horas de Sol diferente a otra que estuviera en el sur. El astro alcanzaba distintas alturas máximas en cada una de ellas a lo largo de las estaciones, algo que era especialmente llamativo en los solsticios. Es decir, el comportamiento del Sol daba ya una idea de cuál era la latitud de un lugar.

Ya se ha visto que durante la Antigüedad la Tierra se consideraba una esfe­ra, con una parte habitable y otra no, de la que Eratóstenes había realizado una primera medición del radio. Por lo tanto, se explica que los astrónomos y geógrafos, que habitual mente eran las mismas personas, relacionaran el com­portamiento del Sol en un lugar determinado con su posición en la esfera terrestre. Se percataron así que existen tugares donde este astro cae perpendi­cularmente en el solsticio de verano, es decir, sitios donde ese día el gnomon

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de un reloj de sol no arroja ninguna sombra. Imaginaron que todos esos lugares estaban situados en un mismo círculo imaginario de la superficie terrestre y le dieron el nombre de trópico de Cáncer. Tal vez sea el primer testimonio que habla de lugares con igual latitud, ya que se suponía que tal círculo era un para­lelo al ecuador terrestre. El trópico de Cáncer dividía la tierra habitada en dos regiones, lo que podía ser utilizado para la elaboración de mapas geográficos. Además y como consecuencia de lo anterior, si se observaba que el comporta­miento del Sol era idéntico en dos lugares diferentes del mismo hemisferio, se infería que se estaba en el mismo paralelo, esto es, que tenían idéntica latitud.

Toda la actividad astronómica de la Antigüedad griega y romana se reali­zó en el hemisferio norte, y más concretamente en la cuenca mediterránea y aledaños, con poca información acerca de lo que ocurría más allá de ese peque­ño mundo. No obstante, los astrónomos griegos dedujeron que en el hemis­ferios sur debía existir otra línea equivalente al trópico de Cáncer, a la que denominaron trópico de Capricornio, con lo que completaron la geometría de un posible mapa del mundo. Situaron también un círculo ecuatorial o ecua­dor que era tan inaccesible para ellos como el trópico del hemisferio sur. Para entender su modo de localizar las partes del mundo es necesario hacer el esfuer­zo de pensarlo geocéntrico y ptolemaico. El Sol salía y se ponía en todos los lugares, pero en cada uno de ellos parecía realizar a lo largo del año un movi­miento de vaivén norte-sur que era característico de ese lugar. Así y según lo dicho, para hallar la latitud de las ciudades y accidentes geográficos era sufi-

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cíente poder medir la altura del Sol y compararla con la de lugares conocidos. Si coincidía con alguna de ellas, ambas tenían la misma latitud, y si estaba situada entre la latitud de dos lugares, se podía obtener el nuevo valor por extrapolación. De esa forma se fue determinando esta magnitud con respecto a un entramado suficientemente numeroso de lugares como para poder aven­turar qué forma tenía aquel mundo antiguo explorado. Así, se podía saber si una ciudad estaba al norte, al sur o en la misma latitud que otra, aunque entre ellas mediara una gran distancia. En efecto, bastaba conocer el comportamiento del Sol en cada una de ellas durante los días de equinoccio y de solsticio.

Otro problema muy distinto era tener una idea acerca de cuál era la lon­gitud de un lugar. Se puede decir que durante la Antigüedad esa cuestión no fue tan acuciante como la anterior. Efectivamente, la latitud está relacionada con el clima de cada sitio, y de hecho los mapas antiguos hacen siempre refe­rencia a ese asunto; en cambio, se creía que la longitud se refería únicamente a la determinación de las distancias. Así, más bien era concebido como un pro­blema vinculado con los viajes aventurados, ya que, para llegar a un lugar pre­ciso, era necesario saber adónde exactamente debía llevar el recorrido. Los via­jeros habitualmente realizaban la mayor parte de los trayectos siguiendo itinerarios conocidos y prefijados por las caravanas que transportaban perso­nas y mercancías. Sin embargo, se sabía que si el Sol salía por el este quería decir que nacía más tarde conforme se viajaba al oeste (“más tarde” desde el punto de vista del lugar abandonado). De este modo, era posible afirmar que en Alejandría salía el Sol antes que en Roma porque esta ciudad estaba situa­da en un meridiano más occidental que la primera. Téngase en cuenta que para poder expresar esta diferencia en un mapa se requería decidir a partir de qué meridiano se contaban las longitudes. Las propuestas más famosas de la Antigüedad fueron la de Hiparco de Rodas (ca. 190-ca. 120 a. C.), quien sugi­rió que el círculo en cuestión pasara por Rodas, y la de Ptolomeo (ca. 100-ca. 170), que prefirió elegir un meridiano con criterios geográficos. Supuso que el más adecuado era el que pasara por la parte más occidental de todas las tie­rras habitadas, la cual, a su juicio, era las islas Canarias o islas Afortunadas. Este último astrónomo escribió junto al Almagesto, otra obra magna denomi­nada Geographia, en ocho volúmenes, en la que aparece una esmerada infor­mación acerca de lo que se conocía de Europa, África y Asia.

Ahora bien, en el caso de la longitud, a diferencia del de la latitud, el com­portamiento del Sol no aportaba ninguna indicación que permitiera distin­guir fácilmente unos lugares de otros. Parecía salir a su hora, estuviera el obser­vador en Roma, en Alejandría, en Rodas o en las islas Canarias. Únicamente

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si hubiera habido una forma de comunicación simultánea, se habría podido saber que, cuando en una ciudad amanecía, en otra llevaba brillando ya algún tiempo. Es decir, sólo disponiendo de un reloj absoluto susceptible de ser con­sultado por cualquiera en cualquier situación, habría sido posible comparar longitudes de diferentes lugares. Ello sugirió a Hiparco que el problema de la longitud se relaciona con el de la medición del tiempo y concretamente con la fijación de una línea convencional que pudiera ser tomada como cero de tiempos. Si se estuviera en condiciones de conocer las diferentes horas a las que se observa un fenómeno astronómico que no estuviese condicionado por ningún acontecimiento terrestre, éste serviría como referencia de las diferen­cias horarias. Como ya se ha mencionado en el capítulo 1, tal fenómeno podría ser, por ejemplo, un eclipse de luna, cuya observación desde lugares distintos permitiría cotejar la correspondiente diferencia horaria entre ellos. Estas con­sideraciones, sin embargo, no fueron entonces en exceso útiles al carecerse de un método preciso para medir el tiempo local. Habrá que aguardar a la moder­nidad para que muestren toda su fecundidad. En el periodo griego y helenís­tico ese reloj no existía ni en los cielos, ya que no se tenía suficiente informa­ción de lo que acontecía en ellos, ni en la Tierra, debido a que los mecanismos para medir el tiempo eran muy rudimentarios. La única forma de determinar la longitud entre dos puntos era saber más o menos la distancia a la que se encontraban en la dirección este-oeste. Por ese procedimiento se calcularon las longitudes de lugares determinados en los mapas antiguos, como los ofrecidos por Ptolomeo.

Resumiendo, se diría que la latitud era una magnitud que en la Antigüe­dad estaba asociada con el clima y el movimiento anual del Sol, mientras que la longitud, por el contrario, dependía del transcurso diario del tiempo. Esta diferencia era radical si se tiene en cuenta que se pudo medir la latitud desde tiempos remotos a partir de la sombra del gnomon de un reloj de sol, como el que usó Eratóstenes en su determinación del radio terrestre. Así mismo, relo­jes de sol muy sofisticados se describen en la Geographia de Ptolomeo. Además, en siglos posteriores se construyeron aparatos que podían medir directamente magnitudes angulares como es el caso del astrolabio, el cual permitía conocer el ángulo que había entre la recta del horizonte del lugar y la recta que unía el ojo del observador con el Sol (figura 2.4). En cambio, era imposible dar una información tan precisa del tiempo, por lo que el problema de la longitud fue permanentemente aplazado y sólo se convirtió en una cuestión urgente cuan­do, desde el Renacimiento, preocupó no únicamente a geógrafos y astrónomos, sino también a marinos y políticos. De ello se ocupará el epígrafe 2.4.

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Figura 2 .4 .

Durante la Edad Media, la determinación de los lugares más adecuados para fundar ciudades tuvo un interés religioso, además de político. Así, para los musulmanes, entre los que había grandes astrónomos, la orientación de las mezquitas y la posición de los creyentes en las oraciones diarias exigía que se tomaran muy en cuenta los problemas relacionados con la longitud y la lati­tud. Por otro lado, la navegación evolucionó de forma que ya no se limitaba al Mediterráneo. La dimensión de la expansión musulmana, desde el Atlánti­co hasta las fronteras de China y desde los Pirineos hasta lo que hoy son Sene- gal por el occidente y Kenia por el oriente de Africa, da una ¡dea del vasto terri­torio por el que se movieron los viajeros musulmanes. A las más obvias preocupaciones por disponer de un calendario que les permitiera establecer las actividades religiosas, añadieron una creciente necesidad de fijar con precisión la posición de un punto en la superficie terrestre. El desarrollo de una inci­piente trigonometría esférica, además del perfeccionamiento del astrolabio marino, que fue una adaptación del antiguo aparato para medir ángulos, per­mitió una navegación por procedimientos celestes, esto es, mediante la deter­minación de la longitud de una nave gracias a las indicaciones que propor­cionan las estrellas.

Nos aproximamos al hecho y a la época que interesan en esta narración, esto es, al renovado interés por la cartografía que surgió en el Renacimiento y

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se consolidó en el Barroco. Según se ha mencionado en el epígrafe anterior, el arte de elaborar mapas tuvo una enorme importancia en el desarrollo de las ambiciones políticas de los Estados nacientes. De ahí el papel que jugaron en el acrecentamiento del prestigio de astrónomos y cosmógrafos.

Un mapa podía ser abordado desde una doble perspectiva. Por una parte, era un objeto científico basado en una descripción más o menos correcta de la proyección de la Tierra sobre un plano. Durante mucho tiempo, sin embargo, había prevalecido como objeto artístico con gran fuerza expresiva, que servía en cuanto medio de comunicación y propaganda. Se conocen mapas en muchas culturas con representaciones geográficas de lugares, a veces imposibles, hechos con los más diversos propósitos, que van desde el deseo de mostrar la viabilidad de una vía comercial hasta fines religiosos. Así, por ejemplo, en la Europa medie­val se levantaron mapas del mundo conocido que correspondían a la descrip­ción de los itinerarios seguidos por viajeros famosos como Marco Polo. Debi­do a la merecida fama de mentirosos de la que solían gozar estos viajeros (puesto que aseguraban haber estado en lugares inexistentes) y, en consecuencia, a la poca credibilidad que tenían sus narraciones, los mapas por ellos elaborados más bien se utilizaron sólo como herramienta retórica de persuasión.

Esta situación comenzó a cambiar en la Baja Edad Media debido al uso, cada vez más difundido, de la aguja imantada o brújula, la cual introdujo un primer elemento tecnológico en la fabricación de mapas. A partir del siglo XIII, comenzaron a aparecer los denominados todavía hoy portulanos, que consis­tían en las descripciones hechas por los pilotos {portolani en italiano) en las que se servían de la propiedad de la brújula para buscar el norte sin necesidad de acudir a la referencia astronómica. En estos mapas portulanos se dibujaba una representación de las direcciones que, según la tradición, se asociaban al nombre de los vientos. De ahí que se denominara la rosa de los vientos. Esa figura permitía una navegación de acuerdo a un rumbo que consistía en una línea imaginaria que unía el punto de llegada y el punto de partida, lo cual permitió mejorar la tradicional navegación de cabotaje, es decir, la que se rea­lizaba sin perder la costa de vista.

Con todo, fue durante el Renacimiento cuando la cartografía europea conoció un extraordinario desarrollo. Autores como Thrower (1996: 58) desa­tacan que este auge se debió a tres factores: el primero, la traducción al latín y la impresión de la Geographia de Ptolomeo en Italia; el segundo, la inven­ción de la imprenta; y el tercero, la proliferación de los viajes fuera del Medi­terráneo. El primero de estos factores se enmarca en el contexto del interés generalizado en el mencionado país por la astronomía, las matemáticas y la

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cartografía. En cuanto a la imprenta, por primera vez en la historia su desa­rrollo facilitó copias idénticas, no sólo de mapas regionales, sino también de mapas del mundo. La difusión de mapas iguales permitió una normalización de la representación del globo terráqueo y una mejora en la comunicación de los conocimientos, tanto entre los que debían navegar, como entre los prínci­pes que deseaban conocer los límites de sus Estados.

El tercero de los factores señalados sin duda habría de tener una enorme influencia en el desarrollo de la cartografía y de la cosmografía. Como a veces ocurre, pequeñas transformaciones tecnológicas originaron grandes efectos. Esto es lo que ocurrió con la introducción de la vela triangular, que permitió navegaciones más ceñidas al viento, o con el empleo de la brújula. A pesar de las predicciones hechas por Eratóstenes, los navegantes de finales del siglo X V

tenían una escasa idea de las dimensiones reales de la Tierra, lo cual no impi­dió a portugueses y castellanos adentrarse por mares desconocidos en busca de una nueva ruta que permitiera establecer comercio con Oriente. El resul­tado, de todos sabido, es la apertura de un nuevo itinerario doblando el cabo de Buena Esperanza y el descubrimiento de un nuevo continente.

Ahora bien, descubrir no sólo significa llegar a un lugar que se supone des­conocido y poder contarlo en la metrópoli. Requiere, además, saber regresar a ese lugar, para lo cual es imprescindible la elaboración de mapas. Éstos se convirtieron, así, no sólo en una herramienta de propaganda, sino, además, en la forma de asegurarse los privilegios que solían ir ligados al hallazgo de nuevos territorios. En este sentido, tiene un valor indiscutible, por ejemplo, el mapa de Juan de la Cosa, fechado en 1500, un portulano manuscrito del Nuevo Mundo conservado en el Museo Naval de Madrid. El primer mapa impreso fue hecho por Contarini y Ressel 1 i en 1506. Su novedad residía en que ya no era un portulano, sino un mapa cartográfico consistente en una pro­yección plana del mundo con un sistema de meridianos y paralelos.

Pero para dar idea de la importancia de la cartografía y su efecto propa­gandístico en la historia vale la siguiente anécdota. En 1507, Martin Waldsee- müller diseñó un mapa del Nuevo Mundo. Como era habitual, se informó a través de los relatos de los viajeros, especialmente de Americo Vespucci, al que honró dando su nombre a la parte sur de aquél. El nombre hizo fortuna y, aunque en un mapa posterior de 1513 quiso rectificar su error y atribuir el mérito a “Columbus de Génova para los monarcas de Castilla” , ya todo el mundo habló de América para referirse a las nuevas tierras. Después de todo, la injusticia fue sólo parcial puesto que Americo Vespucci también trabajó para Castilla en la Casa de Contratación de Sevilla a partir de 1508.

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Es en las primeras décadas del siglo X V I cuando la cartografía, entendida como mero arte de dibujar un territorio, comenzó a ser, además, una ciencia derivada de la geometría. El precedente de esta última forma de entenderla está en esa manera de representar la Tierra a modo de una esfera sobre la que se traza una colección de paralelos y un haz de meridianos, de la que se ha hablado con anterioridad. El problema residía en encontrar la mejor manera de proyectar una esfera sobre un plano, de forma que se proporcionara un pun­to en éste para cada punto de aquélla.

La necesidad de encontrar un sistema adecuado de proyecciones se vio agu­dizada de nuevo por una cuestión de orden político. Con la ampliación de los viajes hechos a expensas de las coronas de Portugal y Castilla, ambas disputa­ron por la propiedad de los terrenos a descubrir y, como no podía ser por menos, fue la intervención papal la que contribuyó a resolver el conflicto. En efecto, en 1494, el papa Alejandro VI sancionó un acuerdo entre ambos Esta­dos por el cual se establecía un meridiano a 100 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde que serviría de frontera, de modo que la cristianización de los terri­torios al oeste de la línea sería competencia de Castilla y los del este corres­pondería a Portugal. El problema es que ambas coronas no estaban sólo impli­cadas en un proceso de evangelización, sino también de explotación de las riquezas. De ahí que siguieran disputando hasta que finalmente, en 1506, el papa Julio II estableció un nuevo tratado en el que se acordaba desplazar el meridiano hacia el oeste hasta las 350 leguas de las mismas islas de Cabo Ver­de. Este acuerdo se conoce como “Tratado de Tordesillas” , el cual no fue reco­nocido por el resto de las coronas y repúblicas europeas.

Por otra parte, el viaje de Magallanes y Elcano, realizado entre 1519 y 1522, dio la oportunidad de circunvalar el globo terrestre y de recabar una información preciosa para la nueva cartografía de todo el orbe. Volvía a plan­tearse el mismo problema anterior, pero esta vez hacia el este. El hecho es que, si se pretendía un reparto del mundo entre dos potencias, no bastaba una línea en el antiguo océano Atlántico, sino que, además, se requería una nueva línea en el Pacífico. En resumen, crecientes necesidades políticas planteaban la nece­sidad de una cartografía cada vez más exacta, lo que a su vez motivó la bús­queda de soluciones estereográficas.

La estereografía o arte de representar los sólidos en un plano no resultaba en absoluto sencilla, sobre todo cuando se aspiraba a satisfacer todos los requerimientos planteados por un observador que ya no se movía en tomo a una pequeña zona del mundo, tal como sucedía en la Antigüedad. Cuanto mayores son las distancias a reproducir, mayor es también la distorsión creada por la proyección. En el caso con-

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crcto de una esfera, no es lo mismo proyectarla sobre un plano tangente a uno de sus puntos, en lo que se denomina proyección azimutal (figura 2.5), que sobre un cilindro tangente a su ecuador, como es el caso de la proyección cilindrica (figura 2.6), ya que siempre el paso de una esfera a un plano produce deformaciones en las formas y variación de las dimensiones de las figuras.

En 1564, el geógrafo flamenco Gerardus Mercator (1512-1594) propuso una proyección cilindrica que tuvo una excelente acogida entre los navegantes (los cuales podían pagar con sus vidas los errores en los mapas de navegación). En esencia consistía en servirse de un cilindro imaginario que envolviera la Tierra y fuera tangente al ecuador. A continuación se trataba de representar las características de la superficie terrestre sobre el interior del cilindro, de modo que, al extender el cilindro, se obtuviera un mapa. En dicho mapa los meri­dianos y paralelos eran transformados en una retícula de rectas ortogonales, pero de modo que se respetaban las formas en torno a cada punto. El proble­ma estaba en que la distorsión se acentuaba cuando los territorios se alejaban del ecuador, siendo esta distorsión muy considerable en lo que hoy se deno­mina Groenlandia y la Antártida. Tenía, no obstante, la gran ventaja para el

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marino de que las loxodromias (curvas que en la superficie terrestre forman un ángulo constante con todos los meridianos y sirven para navegar con rum­bo constante), en la proyección de Mercator, eran líneas rectas que marcaban rumbos posibles.

Según se suele destacar habitualmente, Mercator no dedujo las propieda­des de su proyección por procedimientos matemáticos, sino empíricos; quien logró realizar un análisis teórico de dichas propiedades fiie el matemático inglés Edward Wright (1561-1615). Entusiasta, sin embargo, de las aportaciones de aquél, este último encontró el principio matemático que da cuenta de la pro­piedad loxodrómica antes señalada en una obra titulada Certaine Errors in Navigation, publicada en 1599. Esta obra permitió a Emery Molineux y a Joco- dus Hondius corregir las siguientes ediciones de los mapas de Mercator.

Los trabajos del gran geógrafo belga dieron como resultado una obra monu­mental aparecida un año después de su muerte, cuyo título es elocuente: Atlas sive cosmogaphicae meditationes de fabrica mundi etfabricanfigura. La palabra “Atlas” provenía de la figura mitológica griega que llevaba el mundo a sus espaldas y que había hecho fortuna entre los editores de los libros de mapas. Pero, además de las colecciones de Mercator y sus sucesores, se publicaron también otras series de ellos entre las que destacan las de Abraham Ortelius (1524-1598). Su obra más difun­dida, Theatrum orbis terrarum, apareció en 1570 y constituye una colección de setenta mapas en un volumen infolio de 53 hojas.

Lo hasta aquí dicho, en definitiva, pone de manifiesto la extraordinaria importancia que la cartografía en cuanto arte y ciencia de elaboración de mapas fue adquiriendo con anterioridad al siglo X V II , fundamentalmente como con­secuencia de las crecientes exigencias de la navegación y de la necesidad de los Estados de repartirse los nuevos territorios descubiertos. La cartografía y, por ende, la geografía astronómica o cosmografía fueron objeto de atención pri­maria por parte de los Gobiernos europeos. El caso de la corte española de Felipe II es suficientemente elocuente al respecto.

En esta corte, asentada en Madrid desde mediados del siglo X V I, se man­tenía el oficio de cosmógrafo, el cual (según palabras de uno de estos cosmó­grafos de Felipe II) debía proporcionar la descripción del mundo, declarando su forma y probando de sus partes la naturaleza, figura, sitio, grandeza y movimien­to. Entre sus tareas figuraba tratar de los varios circuios imaginarios en el cielo, demostrar la causa de los eclipses, dar noticia de los nacimientos y ocasos de los sig­nos, y, además, en la Tierra determinar la cantidad de los dios, noches y horas.

Pese a que normalmente se omite toda referencia a las iniciativas de los Austrias por mantener un cierto nivel de conocimiento astronómico y mate­

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mático en la península Ibérica, en el campo que nos ocupa se creó una “Cáte­dra de Cosmografía y del Arte de Navegar” en la Casa de la Contratación y un puesto de “Cosmógrafo Mayor del Consejo de Indias”. Además, se fundó la “Academia de Matemáticas de Madrid” a fin de disponer de matemáticos de cierto nivel.

En todo caso, hay que reconocer que, pese a los esfuerzos, no se obtuvo el resultado que hubiera cabido esperar de la corte entonces más poderosa de Europa. De hecho, sorprende que los grandes proyectos cartográficos no fue­ran realizados por los numerosos cosmógrafos reales. Este proceso fue agudi­zándose con la llegada del siglo XVII, durante el cual se observa que muchos de los que proporcionaron mapas a la corte de España eran flamencos, italia­nos y alemanes, en cuyos respectivos países se asentó una floreciente industria del grabado y de la imprenta.

Dejando aparte las vicisitudes de la corona española, hay que decir en tér­minos generales que la ciencia general de la cartografía y la cosmografía cris­talizó en el mencionado siglo XVII, contribuyendo al nacimiento y auge del movimiento astronómico barroco comentado en el capítulo anterior. En efec­to, los astrónomos no sólo desearon elaborar mapas celestes, sino que estuvie­ron prestos a levantar mapas terrestres y convertirse en cartógrafos cuando las necesidades de sus mecenas así lo requerían. Si en un caso se trataba de poder computar el tiempo del modo más exacto posible y de elaborar calendarios, en el otro estaba en juego no sólo la posibilidad de los navegantes de alcanzar sus lejanos destinos, sino, además y fundamentalmente, de determinar la exten­sión, forma y medida de los dominios de los señores de la Tierra.

2.3. Las nuevas formas de organización del conocimiento.Los observatorios del barroco

La colaboración de astrónomos y cartógrafos no obedeció sólo a razones de coyuntura política. El hecho es que, para confeccionar mapas terrestres en los que se diera una adecuada representación de los distintos países, era nece­sario fijar con precisión longitud y latitud. De lo contrario, es obvio que nin­guna información podría darse sobre la localización de un punto en la super­ficie terrestre. Ahora bien, ello no podía hacerse sin acudir a los mapas estelares y, por tanto, a la astronomía. En principio, podría pensarse que un observa­dor está en condiciones de proporcionar dicha localización simplemente esti­pulando unos ejes de referencia, lo cual es cierto si la determinación del pun­

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to en cuestión se realiza desde el “exterior” del sistema. Ahora bien, cuando se trata de conocer la longitud y la latitud de un lugar y, por tanto, se habla des­de el “ interior” del sistema, no es posible “saltar” al exterior para “verlo”, como si se tratara de los puntos de un mapamundi esférico contemplados desde nues­tro cuarto de estar. Es necesario ingeniárselas para hallar un procedimiento que permita su descripción desde el exterior. Y dado que hablamos de la super­ficie terrestre, es claro que “lo exterior”' son los cielos. En consecuencia, es imprescindible recurrir a la observación de las posiciones de los astros, esto es, a la astronomía.

Esta ciencia, a su vez, según se vio en el capítulo primero, experimentó un notable impulso gracias a la invención y uso del telescopio en los primeros años del siglo XVII. Pero la introducción de este aparato óptico con fines astro­nómicos no sólo permitió nuevas observaciones celestes, sino que, además, se convirtió en el protagonista indiscutible de dos importantes instituciones crea­das en la segunda mitad de siglo, en el marco de una nueva forma de organi­zación del conocimiento. Se trata de los reales observatorios de Greenwich y de París, nacidos a partir de dos sociedades científicas que hacen su aparición en la década de los sesenta: la Royal Society, de Londres, y la Académie Roya­le des Sciences, de París. Por ello, antes de continuar abordando el tema de este capítulo, esto es, la cuestión cartográfica y astronómica en el Barroco, con­viene detenerse a analizar el movimiento asociativo de sabios, en el seno de las cortes europeas, que dio lugar a la creación de las poderosas e influyentes socie­dades y academias de ciencias.

En el epígrafe 4.4 del capítulo 4 se volverá a aludir a este tema a propósi­to de los trabajos en filosofía natural de autores como Borelli, Huygens o Hoo- ke. Aquí interesa no tanto la contribución de las academias al desarrollo y difu­sión de este campo del saber, cuanto su papel impulsor de centros de observación astronómica u observatorios. Éstos no surgieron por vez primera en el siglo XVII, pero lo cierto es que los de este siglo tuvieron un carácter marcadamente dis­tinto a los que existieron con anterioridad. En efecto, ya no van a ser el resul­tado de una voluntad individual y privada, sino colectiva e institucional. Has­ta este momento, los observatorios habían sido fundaciones casi personales, aunque en ocasiones hubieran recibido financiación del poder político. No hay sino que recordar los construidos por Tycho Brahe, primero en la isla de Hveen (perteneciente a Dinamarca) y luego en los alrededores de Praga, o el de Hevelius, localizado en su propio domicilio.

Resulta así que, mientras a principios del siglo XVII Galileo realizaba sus observaciones a título individual y con un telescopio fabricado con sus pro­

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pias manos, al acabar el siglo la obtención de datos empíricos acerca del cielo se había convertido en un fenómeno social, realizado en edificios destinados a tal fin y con personal contratado para ello, al que, por ejemplo, un persona­je tan genial y tiránico como Isaac Newton (según se verá en el capítulo 5) podía pedir insaciablemente datos empíricos que ya no precisaba obtener por sí mismo.

Este proceso de socialización de la observación celeste ha de situarse en el marco de las nuevas sociedades científicas mencionadas anteriormente, que tienen su origen en un movimiento asociativo de los estudiosos de la época y al margen de los círculos universitarios. Aun cuando algunas academias se fun­daron a finales del siglo XVI y principios del XVII (véase epígrafe 4.4), aquí inte­resan las dos grandes instituciones de la segunda mitad de este último siglo anteriormente mencionadas, que patrocinaron sendos observatorios astronó­micos: la Royal Society, de Londres, creada en 1662, y la Académie Royale des Sciences, de París, que inició su andadura en 1666. Ellas se constituirán en patrones de referencia para otras que fueron surgiendo por toda Europa con posterioridad.

Tanto la sociedad londinense como la parisina nacieron al amparo del poder real, si bien las relaciones de una y otra con las respectivas coronas fue­ron muy diferentes. En el caso de la Royal Society, fue puesta bajo la protec­ción del rey de Inglaterra, Carlos II, especialmente para defenderse de las influ­yentes universidades de Cambridge y Oxford. Su origen, sin embargo, está en la iniciativa privada de un reducido número de estudiosos que solían reunir­se informalmente para tratar asuntos de índole científica y que, en 1662, deci­dieron constituirse formalmente en una sociedad “real” .

En cambio, la Académie Royale des Sciences nació por decisión expresa del ministro de Luis XVI Jean Baptiste Colbert, de modo que aquí el califica­tivo “real” obedece a razones obvias. Para bien (financiación de la corona) y para mal (excesivo intervencionismo en las decisiones de la academia), esta sociedad francesa mantenía una relación de dependencia con el poder guber­namental mucho más acusada que en el caso inglés. De cualquier modo, con­figuró el desarrollo de la ciencia francesa durante los siglos posteriores, resul­tando que, cuando fue disuelta por la república en 1793, hubo de fundarse otra en 1795 con el nombre de Institut de France, que perduró todo el perio­do imperial.

Lo que ahora, sin embargo, interesa profundizar no son aspectos funda­cionales de ambas academias, sino su nueva forma de concebir la tarea del conocimiento. Para ello bastará con analizar el ejemplo más significativo, que

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es el de la Royal Society. Dicho muy brevemente, puede hablarse de la defen­sa del método experimental, opuesto al talante teórico de las universidades, que tenía su referente en la filosofía de Francis Bacon (1561-1626). De hecho, sus fundadores siempre se manifestaron públicamente discípulos de este filó­sofo. A modo de anécdota puede narrarse que en la obra de Thomas Sprat His- tory ofthe Royal Society, publicada en 1667, aparecía un grabado de Carlos II flanqueado por el entonces presidente de la sociedad, Lord Broncker, y por el propio Bacon. Asimismo, la Nueva Atlántida aparece frecuentemente citada como fuente de inspiración de una sociedad de sabios.

Esta obra de Bacon, New Atlantis o Nueva Atlántida (1627), publicada postumamente por su secretario William Rawley en Londres, contenía la uto­pía de su autor acerca de una ciudad ideal de estudiosos de la Naturaleza por procedimientos experimentales, capaces en último término de extender el poder humano y de garantizar así una vida mejor para todos los hombres. En reali­dad, esta narración utópica era consecuencia del fracaso de Bacon, quien no había logrado fundar una sociedad en la que cristalizara una de sus más insis­tentes propuestas: la socialización del saber. Tomando como modelo la forma de proceder de los cultivadores de las artes mecánicas (esto es, de los artesa­nos), frente a los de las artes liberales (matemáticos, astrónomos, etc.), este autor inglés había preconizado el fin de los investigadores individuales y soli­tarios (del que Copérnico es un buen ejemplo), y su sustitución por comuni­dades en las que se diera una efectiva colaboración entre sus miembros. Des­pués de todo, el desarrollo de las ciencias no podía ser obra de un solo hombre.

Aunque no consiguió interesar al poder real en sus proyectos fundaciona­les, siempre cabía el recurso de imaginar lo que habría de ser una sociedad de sabios, regida según estos criterios de trabajo intelectual organizado y siste­mático. La ciudad elegida fue la “Nueva Atlántida” (o “Bensalem”, según el modo como la denominaban sus habitantes), en la cual la “Casa de Salomón” era la institución principal. El denominado “Padre de la Casa de Salomón” , que representaba su máxima autoridad, ilustra a un viajero llegado a la “Nue­va Atlántida” sobre los intereses de la nueva sociedad y su forma de organiza­ción. La descripción muestra una mezcla entre filosofía mecánica, filosofía natural y lo que la tradición de Porta designó como “magia natural”.

Se trata, en efecto, de un extraño y sugerente lugar, en el que pueden hallar­se cosas tan dispares como pozos y fuentes artificiales, amplias casas donde se imitan y reproducen los meteoros (nieve, lluvia, etc.), huertos y jardines don­de se practican los más variados injertos y donde artificialmente se modifica su tamaño, piscinas para hacer pruebas con peces, estancias en las que se prac-

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(¡can las arres mecánicas y en las que se hacen materiales como el papel o la seda, casas de sonidos, olores o sabores donde se obtienen armonías descono­cidas y se imitan olores y sabores. En relación a lo que aquí más interesa, los cuerpos celestes y la luz y calor que de ellos proceden, nos dice Bacon:

Hay también una diversidad de hornos que mantienen diversos calo­res. Los hay rápidos y violentos, fuertes y constantes, suaves y moderados, animados por fuelle y tranquilos, húmedos o secos y otros semejantes. Pero, sobre todo, tenemos calores que imitan el calor del sol y de los cuerpos celestes, sujetos a diversos altibajos, y, por así decirlo, a órbitas, adelantos, atrasos; y mediante esos calores producimos admirables efectos (Bacon, 1941: 152 y 153).

El lector, sin embargo, no debe caer en la tentación de ver en ello una exce­siva modernidad, puesto que después añade:

Además tenemos el calor del estiércol, y de las entrañas y visceras de las criaturas vivas y también de la sangre y de sus cuerpos; del heno y hier­bas guardadas húmedas; de la cal viva, etc. (Bacon, 1941: 154).

Esto por lo que respecta al calor. En cuanto a la luz y la nueva ciencia de la óptica afirma:

También tenemos laboratorios de óptica en los cuales mostramos toda suerte de luces y radiaciones de todos los colores; y partiendo de cosas inco­loras y transparentes producimos toda clase de colores, no en arco iris, como ocurre con los prismas y ciertas piedras preciosas, sino separadamente. Tam­bién podemos multiplicar el poder luminoso y llevarlo a gran distancia y hacerlo tan agudo que nos permita discernir pequeños puntos y líneas, y también todos los matices del color (Bacon, 1941: 154).

La mezcla de experimentación en sentido moderno con una búsqueda del espectáculo está presente en muchas de las indagaciones ópticas:

Hacemos también toda clase de ilusiones ópticas y engaños semejan­tes, en forma de figuras, tamaños, movimientos, sombras y colores. [...] Procuramos medios para ver objetos distantes, como por ejemplo en el cie­lo o en lugares remotos y también para representar las cosas cercanas como si estuvieran distantes y las distantes como cercanas, fingiendo las distan­cias. Tenemos también auxiliares para la vista que sobrepasan en mucho

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los anteojos y lentes comunes. Asimismo, tenemos anteojos y artificios para ver pequeños y diminutos cuerpos distintamente, tales como las formas y colores de pequeñas moscas y gusanos, las fallas y defectos en las piedras preciosas, que de otro modo no es posible ver. Hacemos arco iris, halos y aureolas de luz alrededor de los cuerpos. También producimos toda clase de reflexiones, refracciones y aumento de los rayos visuales de los objetos (Bacon, 1941: 154).

Por último, indica que se dispone de una casa de matemáticas, que contie­ne todos los instrumentos de geometría y astronomía, hechos del modo más per­fecto posible. De este extraño relato de las investigaciones y experimentos de la Casa de Salomón puede colegirse lo siguiente. Frente a las eruditas y tradicio­nales facultades de artes alejadas de todo planteamiento experimental, en las que se enseñaban matemáticas, astronomía, física aristotélica, etc., Bacon propone una nueva fundación, en la que el papel de la matemática será escasamente rele­vante (en este aspecto no previó las ardorosas polémicas posteriores sobre la cues­tión) y en la que, en cambio, la manipulación, transformación e incluso imita­ción artificial de los seres naturales tendrá un lugar central. Y es que el objetivo de dicha fundación, según sostiene el padre de la Casa de Salomón, es el cono­cimiento de las causas ocultas de las cosas y la ampliación del poder humano hasta alcanzar la realización de todo cuanto sea posible, objetivo, por cierto, que bien podría haber sido compartido por un alquimista.

Interesa conocer para dominar la Naturaleza, y no para recrearse en una esté­ril contemplación de ella, tal como propugnaron Platón y Aristóteles y, tras ellos, todos los cultivadores de las artes liberales. “Saber es poder” , aunque, eso sí, un poder que debe servir al precepto ético de contribuir a satisfacer las necesidades de todos los seres humanos. Aplicado este espíritu “baconiano” a la ciencia del cielo, es claro que el filósofo inglés pondrá el acento no en el aspecto geométri­co, sino experimental del tema. Se trata de poder desentrañar los misterios de la luz y del calor que nos llegan de los astros, pero también de crear las condicio­nes para la mejor observación de ellos que esté a nuestro alcance, lo que impli­ca la construcción y utilización de los mejores instrumentos.

En consecuencia, incluso la tarea del astrónomo, aparentemente alejada del quehacer artesanal, de hecho se relaciona con las artes mecánicas. Basta para ello con disponer del centro de investigación adecuado, en el que rija una conveniente organización del trabajo. En opinión de Bacon, es necesario un reparto de los distintos oficios y empleos de sus miembros a fin de poder alcan­zar comunitariamente objetivos que jamás podrían conseguirse de modo indi­vidual. Así, a unos compete viajar y traer documentos y pruebas de experi-

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meneos de otros lugares; a otros recopilar el material ya contenido en los libros. Éstos ensayan experimentos nuevos; aquéllos los clasifican. Hay también quie­nes tienen como tarea encontrar el beneficio práctico de los experimentos ana­lizados o realizados por todos los anteriores, y hay quienes son auténticos “Intér­pretes de la Naturaleza”, en la medida en que, partiendo de los experimentos, se elevan a principios más generales. Por otro lado, hay que decidir qué resul­tados deben publicarse y cuáles es preferible mantener en secreto.

No es infrecuente leer que los fundadores de la Royal Society se inspira­ron directamente en los ideales expresados por Bacon en esta obra. Sin embar­go, y aun reconociendo el fuerte influjo que este filósofo ejerció sobre ellos, conviene no establecer una relación de estricta dependencia intelectual. Cier­tamente compartieron su mutuo alejamiento de las formas tradicionales de concebir la Naturaleza y su apuesta por una filosofía de carácter experimen­tal. No obstante, autores como Shapin y Schaffer (Shapin, 1994 y Shapin- Schaffer, 1985) han puesto de manifiesto que muchas de las características metodológicas de la nueva ciencia, que de modo automático se han atribuido a la lectura de las obras baconianas, en realidad tienen también mucho que ver con la influencia de códigos de conducta con los que los caballeros resolvían sus disputas. Ello quiere decir que no siempre la mera acumulación ordenada de experiencias proporcionaba la base sobre la que elegir la mejor de las hipó­tesis; criterios cortesanos como el argumento de autoridad por parte de quie­nes ostentaban mayor rango social también jugaron un importante papel.

Digamos para acabar este epígrafe que, tanto en la Royal Society y en la Académie Royale des Sciences, como en las sociedades y academias que se fun­daron con posterioridad en otras ciudades europeas, existió siempre una sec­ción de astronomía que, entre otras cosas, cumplió la función de permitir el establecimiento de redes supranacionales de expertos. Conforme al nuevo espí­ritu de la época, dicha sección frecuentemente dispuso de un observatorio, de modo que, sin pretender desde luego emular la Casa de Salomón, la institu- cionalización de la observación astronómica fue una de las características del Barroco, que comenzó por dos ciudades: París y Londres.

2 .3 .1 . El Observatorio Real de París

La Académie Royale des Sciences de París fue un importante proyecto de patronazgo de la monarquía francesa. A la cabeza estaba el rey Luis XIV, que alentó siempre su desarrollo como una manifestación de prestigio. Justo detrás

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del rey se encontraba Jean Baptiste Colbert (1619-1683)* el cual no era vali­do al estilo de los existentes en la corte de Madrid, ni tampoco un fuerte pri­mer ministro como lo habían sido Richelieu o Mazarino. En todo caso, era el hombre más poderoso de Francia después del rey. Organizador de las finanzas del Estado, compartía la preocupación real por convertir este país en una gran potencia militar en el continente y en los océanos, algo que consiguió. Sin duda, él fue el propulsor en la sombra de la nueva académie, lo que explica que ya en 1666 se mostrara interesado en que la recién creada institución tuviera como tarea la mejora de los mapas terrestres y de las cartas de navegación.

For esas razones, el reconocimiento de la necesidad de un observatorio fiie algo admitido sin demasiada dificultad por parte de Colbert. En 1665, Adrien Auzout (1662-1691)» un matemático y astrónomo ligado a la corte, se lo había reclamado a fin de poder desarrollar una astronomía de Estado. Se sabe que, dos años después, Jacques Buot (m. ca. 1675), Jean Picard (1620-1682), Chris- tiaan Huygens y él mismo comenzaron a realizar trabajos astronómicos para la corona de Francia. Ese mismo año Colbert consiguió que el rey aprobara la financiación de un observatorio real, capaz de superar en importancia a cual­quiera de los construidos hasta entonces “en Dinamarca, Inglaterra o China” (Brown, 1977: 214). La magnificencia del rey debía “verse” en el edificio que encargó a Claude Perrault (1613-1688), quien había diseñado el Palacio de Versalles con anterioridad. Su proyecto, sin embargo, no resultó muy útil para las observaciones astronómicas, a pesar de las modificaciones que lograron introducir los astrónomos de la academia.

A mayor honra del rey, en el solsticio de verano de 1667 se reunió esta ins­titución y procedió a determinar el lugar desde donde se realizarían las obser­vaciones en el futuro. El edificio del observatorio debía incluir tanto salas de trabajo como lugares de residencia para los astrónomos y sus familiares. Se tra­taba de un proyecto de gran envergadura que necesitaba como director un buen astrónomo que realizara los trabajos con competencia, continuidad y rigor. Pero, además, se exigía que fuera capaz de aclimatarse a la vida de la aca­demia y, por lo tanto, a la corte del rey.

Entre los principales astrónomos que trabajaban en Europa en aquellos momentos, se buscaba a alguien que pudiera hacerse cargo del nuevo obser­vatorio real. La elección de Colbert recayó sobre el italiano Giovanni Dome- nico Cassini (1625-1712), el cual, según se ha mencionado con anterioridad, había publicado en 1668 sus famosas Ephemerides relativas a los eclipses de los satélites de Júpiter. Tras las negociaciones diplomáticas pertinentes, Cassini llegó a París en 1669 para lo que creía era una estancia provisional y, sin embar­

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go, se convirtió en definitiva. Sus buenas relaciones con los constructores de telescopios italianos, especialmente con Divini (ya comentadas en epígrafe 1.5), le permitieron adquirir aparatos mucho mejores que aquéllos con los que Huygens y Auzout habían hecho sus observaciones hasta entonces. Con G. D. Cassini se inauguró una saga familiar de directores de observatorio hasta los tiempos de la Revolución francesa, puesto que el cargo pasó casi en herencia de padres a hijos.

Una de las primeras tareas astronómicas que había abordado la academia francesa antes del nombramiento de su primer director fue la mejora de las cartas marinas y, sobre todo, de los mapas de Francia. Anteriormente se había discutido sobre los trabajos que se debían llevar a cabo para lograr esa mejo­ra, llegando a la conclusión de que se precisaba conocer con la mayor exacti­tud posible cuál era la longitud de un grado de meridiano terrestre. Dicha tarea había sido encargada a Picard. La propuesta de éste fue medir la distancia entre dos localidades que estuvieran aproximadamente en el mismo meridiano, deter­minar su diferencia de latitud y de ello deducir la longitud del grado de meri­diano. Publicó sus resultados en 1670 en un libro titulado Mesure de la Terre, que le proporcionó una gran prestigio. Una vez nombrado Cassini director del observatorio, colaboró estrechamente con él en los trabajos astronómicos.

£1 último tercio del siglo XVII fue uno de los periodos más creativos de esa institución. La política de patronazgo de Luis XIV, la fecunda colaboración con la Académie Royale des Sciences, el impulso que recibió de astrónomos como Picard y Cassini, entre otros factores, dieron como resultado que el obser­vatorio de París adquiriera un gran prestigio en toda Europa. Pocos años des­pués de la iniciativa de Colbert, se fundó un nuevo observatorio real, esta vez en Londres, con aspiraciones análogas a las del francés y con el que llegaría a entrar en competencia.

2.3.2. El Observatorio de Greenwich

También desde antiguo a la cotona inglesa le preocupaban cuestiones cos­mográficas. Su desarrollo como potencia marítima dependía de un buen cono­cimiento de las formas de navegar y sus ambiciones de expansión comercial requerían cartógrafos expertos. No sorprende, por tanto, que, después de la Restauración de 1660, Carlos II jugara un papel de árbitro, y también de impul­sor, de nuevas iniciativas que parecían haber quedado paralizadas por la gue­rra civil.

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No obstante, el papel jugado por la monarquía en este tema fue muy dife­rente del caso francés. Mientras que Luis XIV, a través de Colbert, ofrecía a matemáticos, astrónomos y filósofos pensiones muy substanciosas, las necesi­dades del Observatorio de Greenwich a duras penas fueron costeadas por Car­los II. Por otro lado, así como el observatorio francés guardaba estrecha depen­dencia de la academia, el inglés fue puesto por el rey bajo el amparo del almirantazgo de Londres, y no de la Royal Society, institución con la que se limitó a mantener buenas relaciones, especialmente a lo largo del siglo XVIII.

Tampoco en el sencillo diseño del edificio el Observatorio de Greenwich se pareció al de París. Concebido por Christopher Wren (1632-1723), el arqui­tecto de confianza real encargado de reconstruir Londres después del gran incendio y uno de los fundadores de la Royal Society, fue emplazado en una colina al lado del Támesis, de nombre Greenwich. Además de levantar el edi­ficio, era preciso nombrar un director, cuyo perfil habría de ser el de un astró­nomo real capacitado para observar los cielos con el máximo rigor y poder así establecer un mapa celeste fiable. Tal como se verá en el último epígrafe, en la trastienda de este interés por los mencionados mapas hallamos la necesidad de resolver el problema de la longitud, no tanto en tierra firme, como en el mar. El elegido para el cargo fue John Flamsteed (1646-1719), quien durante cua­tro décadas trabajó en este tema hasta completar un impresionante catálogo de estrellas.

El infatigable y meticuloso Flamsteed impuso una exigencia de rigor que se transmitió a sus sucesores hasta convertir este observatorio en una de las ins­tituciones científicas británicas de mayor fama. Siendo Greenwich un lugar cuya escasa vida social (y menos aún nocturna) en nada se parecía a la de París, por sistema las noches claras se dedicaban a la observación, y las restantes a repa­sar las observaciones realizadas en las anteriores. Eran los días los que servían para el descanso. Cuando dos siglos después, concretamente en 1884, con moti­vo de la reunión internacional que tuvo lugar en Washington, se decidió que el meridiano que pasa por el centro del instrumento de tránsito del Observa­torio de Greenwich debía ser el meridiano inicial para medir la longitud y, por lo tanto, la referencia del tiempo, no sólo se estaba reconociendo la hegemonía de la talasocracia británica del siglo XIX, sino también el prestigio que con los siglos había logrado aquel modesto observatorio fundado por Carlos 11.

En este contexto de interés europeo por los temas astronómicos, con pos­terioridad se fundaron observatorios en San Petersburgo, Bolonia, Berlín y otras ciudades del continente. La difusión de estos lugares de observación liga­dos a las academias y sociedades de ciencias hizo que la astronomía se convir-

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riera en una de las actividades científicas más acreditadas del siglo XVIII. En torno a ella confluyeron intereses políticos e intelectuales, hasta el punto de que muchos saberes que después llegaron a ser ciencias autónomas se fragua­ron en el contexto de lo que podría denominarse “la perspectiva astronómica del conocimiento”. La óptica y la mecánica, primero, y todas las ramas de la física, después, estuvieron relacionadas en mayor o menor medida con la teo­ría del universo.

2.4. Los mapas de la Tierra: la determinación de la longitud

Tras haber analizado la nueva forma de organización del saber en acade­mias e instituciones científicas, así como la fundación de los dos primeros observatorios barrocos, reanudamos el tema astronómico y cartográfico inte­rrumpido en el epígrafe 2.3. Según se recordará, interesaba, tanto a los monar­cas europeos como a los atrevidos navegantes que osaban adentrarse por mares desconocidos, disponer de unas cartas geográficas fiables de la superficie de la Tierra. Ello a su vez comportaba poder fijar con precisión la longitud y la lati­tud de un punto cualquiera.

En principio ésta es la tarea que le fue encomendada a los cartógrafos. Aho­ra bien, en la medida en que la elaboración de mapas terrestres precisaba de un término de referencia externo al sistema, era imprescindible acudir al cono­cimiento de la posición de los astros, información que proporciona la astro­nomía. Esto es lo que acertadamente supusieron los fundadores de los obser­vatorios de Londres y París.

2.4.1. Nuevas formas de determinación de la latitud

Los procedimientos para la determinación de la latitud se habían perfec­cionado desde la Antigüedad. Ya se ha comentado que las nuevas rutas de nave­gación desbordaron el Mediterráneo, al menos desde el siglo XV, lo cual llevó aparejado nuevas exigencias que redundaron en beneficio del arte de navegar. Una de las mejoras tuvo que ver con la determinación de la latitud en cual­quier circunstancia y en cualquier lugar en el que pudiera encontrarse un bar­co. Puede entenderse que las peculiaridades propias de la navegación no per­mitieran esperar la llegada del solsticio de verano. Por ello, aunque se conocía con más precisión que en la Antigüedad el recorrido del Sol a lo largo de todo

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el año, fue conveniente no depender únicamente de él. Asf, se tiene noticia, ya en el mencionado siglo, de un método usado por los marinos portugueses para determinar la latitud de un punto usando como referencia la estrella Polar.

Si se observa el cielo estrellado de una noche cualquiera, se verá que el fir­mamento gira aparentemente en torno a un eje imaginario. Éste es la prolonga­ción del eje que pasa por los polos de la esfera terrestre y corta la bóveda celeste en un punto muy próximo a una estrella que se denomina Polar. Los marineros del siglo XV comenzaron a usar esa estrella como referente para calcular la lati­tud usando el astrolabio y otros instrumentos que desde antiguo se habían uti­lizado para medir ángulos y alturas, incluso solares. En este caso el aparato se ali­neaba no con el Sol, sino con la estrella Polar. En efecto, el marinero alineaba su vista con esa estrella y medía el ángulo que formaba su visual con el horizonte norte-sur. Dado que la luz de la estrella Polar, muy lejana, llega paralelo al eje de la Tierra, y supuesto que el horizonte es la tangente al punto donde se realiza la observación, el ángulo que determina el aparato y el ángulo que marca la lati­tud son ¡guales puesto que son de lados perpendiculares (figura 2.7).

La ventaja de la estrella Polar o de cualquier otra estrella, frente al Sol, era que presentaba siempre una posición fija. En principio, la determinación de

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la latitud de un punto por medio del Sol exigía emplear tablas que informa­ran de lugares que tuvieran la misma latitud y que permitieran realizar extra­polaciones posteriores, así como una serie de operaciones que requerían des­treza. Aparentemente, la nueva forma de medir esta magnitud era más sencilla y lo hubiera sido efectivamente si la estrella Polar hubiera sido realmente polar. El hecho es que está muy cerca del polo Norte celeste, pero no en él. En todo caso, esa pequeña desviación ya llamó la atención a los marinos portugueses que fabricaron tablas para corregir el error que supone medir la latitud miran­do a la Polar. Esas tablas se llamaron Regimientos del Norte y fueron de una gran ayuda para mejorar su cálculo en las travesías marinas.

Finalmente, y respecto a los aparatos de observación, el astrolabio marino fue sustituido por toda una generación de cuadrantes que se utilizaron tam­bién para medir ángulos. Posteriormente se transformaron en sextantes (un sexto de un círculo) y en octantes (un octavo de círculo) hasta llegar a media­dos del siglo XVII, cuando aparecieron provistos de un sistema de espejos que permitían ver el Sol y el horizonte de forma simultánea. Con estas nuevas téc­nicas el conocimiento de la latitud fue lo suficientemente preciso como para poder considerar la cuestión resuelta. En cambio, no puede decirse lo mismo respecto de la longitud, tal como se verá a continuación.

2.4.2. Astrónomos y relojeros

Desde la Antigüedad, gracias a los trabajos de Hiparco se sabía que la lon­gitud es un problema ligado al cómputo del tiempo, según se vio en el epí­grafe 2.2. Ahora bien, el problema era justamente lograr esto último con pre­cisión. Como ya se indicó, un método fiable sería elegir un fenómeno astronómico que fuera independiente de cualquier acontecimiento terrestre y que, por ello, pudiera servir de patrón para determinar la diferencia de tiem­po con cualquier punto de la Tierra. Tal fenómeno es, por ejemplo, un eclip­se de Luna. La cuestión, sin embargo, es que los eclipses lunares no abundan, como cualquier lector sabe.

En el Renacimiento, Oronce Finé (1494-1555)» el iniciador de la carto­grafía francesa, hizo uso de la mencionada propuesta de Hiparco relativa al cálculo de los eclipses de Luna. Pero ya en el mismo periodo, Reiner Gemma Frisius (1508-1555) planteó por primera vez con gran rigor cuál habría de ser la forma de determinar la longitud de diferentes puntos de la Tierra sirvién­

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dose únicamente de la hora local. Así, según propuso en 1530, era preciso dis­poner de dos relojes, uno (mecánico) que marcara la hora absoluta (esto es, la del punto de referencia cero o meridiano origen) y otro que midiera la hora del lugar. Dado que el desplazamiento aparente del Sol hacia el este es sufi­cientemente regular (recuérdese que nos hallamos en un contexto todavía pre- copernicano) y que es posible medirlo mediante relojes solares (gracias, por ejemplo, a la sombra que un gnomon proyecta sobre una superficie), a partir del conocimiento de la diferencia horaria se podría establecer la localización de un lugar hacia el este o hacia el oeste del meridiano de referencia.

Aun cuando los método de Finé y de Frisius fueron de dudosa eficacia en su época, uno debido a la infrecuencia de los eclipses lunares y el otro a la imperfección de los relojes mecánicos de que se disponía, en todo caso cons­tituyen un claro precedente de las dos clases de soluciones al problema de la longitud que se iban a aportar a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Una puede denominarse la de los astrónomos en la medida en que se toma como instru­mento de cómputo del tiempo el comportamiento de los cuerpos celestes; otra, la de los rehjeros debido a que supone la construcción de un ingenio mecáni­co que mantenga una hora de referencia o absoluta.

En principio, la primera de ellas parecía segura dada la aparente regulari­dad del reloj celeste. Sin embargo, el progresivo conocimiento de las pertur­baciones e irregularidades de las “manecillas" de ese reloj, que no son sino el Sol y la Luna en tanto que cuerpos más visibles, hizo emerger las dificultades. Así, por ejemplo, resultó una tarea ardua elaborar unas tablas lunares que per­mitieran establecer la longitud. En efecto, se requería un conjunto de predic­ciones muy completas durante un año en un observatorio situado en el lugar de longitud cero a fin de poder compararlas con las observadas posteriormente en el punto en el que se deseaba conocer esa magnitud.

La segunda solución era todavía más inasequible debido a la enorme impre­cisión de los relojes mecánicos construidos en el Renacimiento. Resultaba, en efecto, que el reloj que sirviera de pauta no podría ser trasladado, a no ser que el ritmo de sus atrasos y adelantos se hubiera analizado en el lugar de referen­cia y se pudiera ajustar en el de origen. Además, las fricciones de las piezas, su desgaste, la acción de los climas diferentes, la variación del grado de humedad y temperatura, etc., hacían prácticamente imposible prever cuál sería su com­portamiento a lo largo de un viaje. Si a ello se añade el movimiento de las carre­tas en tierra firme y el balanceo de los navios, especialmente en las tormentas, se comprende la escasa confianza que los viajeros de la época depositaron en los relojes como instrumentos útiles a la determinación de la longitud.

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De esta manera, en el siglo XVI y, sobre todo, durante los siglos XVII y XVIII, el tema involucró a astrónomos y relojeros. Dada su relevancia política ya seña­lada, el afán de las monarquías por contribuir a su resolución fue máximo. De ahí que especialmente aquéllas con intereses en la navegación convocaran pre­mios para estimular a los estudiosos a abordarlo. Es el caso de la corte de Madrid, primera potencia deseosa de atravesar el Pacífico y de localizar con precisión tierras insulares. En 1567 Felipe II ofreció, en efecto, un premio, si bien fue su hijo el que, al revalidarlo con una dotación de 2.000 ducados más 1.000 ducados suplementarios para gastos, provocó una avalancha de pro­puestas que desbordó la capacidad de analizarlas por parte de la corte real. El propio Galileo remitió una de ellas, que tampoco fue tenida en cuenta, a pesar de la insistencia de su autor en la bondad del método por él elegido.

En concreto, la solución galileana se enmarcaba dentro de las astronómi­cas, ya que en el fondo era una modificación de la de Híparco. La ¡dea estri­baba en tomar como referencia las lunas de Júpiter observadas por el propio Galileo mediante telescopio y descritas en el Sidereus Nuncíus. Puesto que éstas desaparecían y reaparecían con suficiente frecuencia, podían ser elegidas como ese fenómeno astronómico independiente del movimiento terrestre que sir­viera de reloj astronómico absoluto, cosa que difícilmente eran los esporádi­cos eclipses de Luna. Se trataría entonces de observar con suficiente precisión las mencionadas lunas o satélites de Júpiter a fin de elaborar unas efemérides que pudieran ser usadas por los que desearan determinar la longitud de un punto sin más que medir la diferencia que transcurría entre el tiempo local y el que marcaban dichas efemérides.

Si se aceptaba que la hora de tiempo equivalía 15° de longitud (el cociente que resulta de dividir los 360° de un giro completo de la Tierra entre las 24 h de la duración de un día), la propuesta de Galileo podía ser considerada razo­nable con tal de que se dispusiera de un procedimiento que permitiera asegu­rar la adecuada observación de Júpiter y sus satélites. Se requería así, además de estar adiestrado en el uso del telescopio, ser conocedor de una forma pre­cisa de medir el tiempo, y concretamente el tiempo local, por medio de un reloj que hubiera sido ajustado en el lugar de la medición, no el tiempo ver­dadero del que daban razón las efemérides (consistentes, según las estimacio­nes de este autor, en unos mil eclipses anuales previsibles).

La contribución de Galileo era prometedora y, en caso de haberse estu­diado con atención, podía haber obtenido resultados adecuados a pesar de no tener solucionado el problema de la medición de los intervalos temporales entre los eclipses de los satélites jupiterinos. Sin embargo, la corte de Madrid

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ni compensó la propuesta de aquél ni la trató de poner en práctica. Las razo­nes seguramente son múltiples, y van desde los prejuicios hacia la teoría gali- leana o la falta de diligencia de los que actuaban como corresponsales suyos, hasta las dificultades mencionadas en el cómputo del tiempo o la falta de teles­copios en cantidad o calidad. Piénsese, por ejemplo, que la observación teles­cópica en el mar era impracticable con un anteojo de apertura tan escasa como el galileano, debido al cabeceo del barco.

Aparte del caso español, tampoco otros Gobiernos de la época interesados en el fomento de la navegación, como los Países Bajos, atendieron al método galileano de determinación de la longitud (aunque al menos ellos le agrade­cieron el trabajo realizado). Así, en principio cayó en el olvido hasta que fue retomado tan sólo una década después de la muerte del filósofo italiano, según se verá más adelante.

En todo caso, si la monarquía española fue la primera en convocar un pre­mio con el fin indicado, otros muchos países europeos (Inglaterra y Francia entre ellos) hicieron llamamientos semejantes. A modo de ejemplo puede citar­se la iniciativa del cardenal Richelieu, hombre fuerte bajo el reinado de Luis XIII, en el sentido de formar una comisión para analizar el método ideado en 1634 por Jean Baptiste Morin, que una vez más consistía en el análisis del movimiento de la Luna. En 1643, dicha comisión, de la que formaban parte matemáticos como Blaise Pascal (1623-1662) o jean Beaugrand (ca. 1595- ca. 1640), estimó que Morin había refinado las observaciones del paralaje lunar lo suficiente como para merecer un premio de 2.000 libras francesas.

Ésta es la situación en la que se hallaba el problema de la longitud a media­dos del siglo XVII. En resumen, se conocían los dos tipos de soluciones más adecuadas, esto es, la que se basaba en observaciones astronómicas y la que precisaba del conocimiento permanente de la hora en un punto de referencia. Pero una y otra debían afrontar la misma dificultad consistente en disponer de buenos instrumentos con los que medir el tiempo.

2.4.3. Tiempo verdadero y tiempo local

Ya en tiempos anteriores al Barroco era conocido que la medición del tiem­po podía realizarse de dos formas diferentes. La más sencilla consistía en aten­der al movimiento de los astros y especialmente al de aquel que parecía ofre­cer mayor regularidad, el Sol. La construcción de relojes solares pretendía traducir esa periodicidad en un horario terrestre. El tiempo así medido fue

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denominado tiempo verdadero. Por otro lado, también desde antiguo se buscó la forma de construir artilugios que midieran lapsos de tiempo de la vida coti­diana o tiempo local. Los relojes de arena y las clepsidras fueron aparatos de esta clase, que se ajustaban el día de los equinoccios. En tanto no se encon­traron fenómenos terrestres con una periodicidad conocida y manipulable, no se pusieron ambos tiempos en una relación más estrecha. Pues bien, la cons­trucción de relojes en los siglos XVI y XVII tuvo como objetivo establecer un puente entre uno y otro.

En el fondo medir el tiempo no es sino medir algún fenómeno que tenga un ritmo regular. En la construcción de los primeros relojes mecánicos había de estar presente el deseo de hallar esa regularidad. Los relojeros renacentistas advirtieron la posibilidad de reproducir un orden rítmico y acompasado por medio de las propiedades elásticas de un material. Pero en ese caso el proble­ma era hallar la forma de garantizar la permanencia de dicha elasticidad.

Fue Christiaan Huygens, en 1656, el que dio el impulso definitivo a la construcción de relojes más precisos al basarse en una propiedad mecánica conocida (gracias a Galileo): la oscilación del péndulo. Así, este físico holan­dés, del que se habló en el capítulo primero y que reaparecerá en el capítulo cuarto por diferentes motivos, logró perfeccionar estos instrumentos ai con­jugar tradiciones artesanales con saber especulativo. El funcionamiento de un reloj de péndulo es relativamente sencillo en la medida en que los periodos de oscilación son independientes de la amplitud de oscilación (conforme ai prin­cipio establecido por Galileo). Ello quiere decir que el tiempo de vaivén del péndulo sólo depende de la longitud de oscilación, y no del espacio recorrido entre sus dos posiciones extremas. Puesto que únicamente se detendrá por cau­sas externas (rozamiento, resistencia del aire), este instrumento será el ade­cuado para medir el tiempo si se logran neutralizar dichas causas externas. De ahí que el destino de un reloj de estas características fuera una caja hermética en la que se pudiera hacer el vacío y conjurar así la fricción del aire.

En su obra Horologium Oscillatorium, de 1673, Huygens se propuso deter­minar qué tipo de curva debería realizar el péndulo físico en su oscilación a fin de poder ser utilizado como base de un reloj. Puesto que es fundamental el isocronismo de las oscilaciones, será preciso hallar el tipo de curva que garan­tice esa igualdad de los movimientos. Este físico puso de manifiesto que las oscilaciones circulares no son isócronas y que los puntos han de describir, en vez de un círculo, una curva denominada cicloide (trayectoria descrita por un punto de una circunferencia al rodar a lo largo de una línea recta), y concre­tamente una cicloide tautocrona (curva por la cual un cuerpo llega a un punto

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final dado en el mismo tiempo independientemente de donde empezó en la curva).

Así, Huygens concluyó que era necesario obtener una curva cicloide en la oscilación de un péndulo al intentar corregir los defectos de funcionamiento de estos aparatos. Comprobó que su isocronismo sólo se conseguía en oscila­ciones muy cortas y, por tanto, lentas. Posteriormente se sabría que ello se debe a que, cuando la amplitud es pequeña, la trayectoria circular se parece mucho a la de una cicloide. Para conseguir, en cambio, amplitudes mayores, precisó forzar la oscilación interponiendo pequeños “clavos” a lo largo de la cuerda de suspensión del péndulo.

La solución de Huygens fue brillante e ingeniosa desde el punto de vista matemático, pero no permitió resolver los problemas prácticos ligados a la fabricación de relojes. Si se situaba uno de estos instrumentos en una pared, podía funcionar con precisión en la medida en que no fuera ni tan siquiera tocado; pero, si era trasladado o instalado en un navio, entonces los movi­mientos del transporte o el cabeceo de la nave lo convertían automáticamen­te en un artefacto de escasa utilidad. Ello no impidió, sin embargo, que muchos filósofos de la época se sintieran fascinados ante estos nuevos instrumentos, hasta el punto de llegar a considerar el reloj como la metáfora más adecuada para describir el funcionamiento de los seres naturales. Sin ninguna duda, pro­pició una imagen mecánica de la Naturaleza, de la que se hablará en capítulos posteriores.

Desde la perspectiva que aquí nos ocupa, esto es, de los relojes en cuanto máquinas con movimiento uniforme destinadas a medir con exactitud el tiem­po, conviene volver a la diferencia antes mencionada entre el tiempo local y el verdadero. Hasta el Barroco, este último siempre había sido establecido por procedimientos astronómicos, tomando el Sol o la Luna como cuerpos de refe­rencia. Así, en la elaboración de calendarios se había optado entre el año solar o el lunar, pero en todo caso el tema era de la exclusiva competencia de los astrónomos. En cambio, la determinación del tiempo local siempre había exi­gido una mayor presencia del quehacer artesanal, puesto que era imprescin­dible la construcción de relojes de agua, como las clepsidras u otros.

Dos tipos de hechos contribuyeron a un renovado interés por estudiar la relación entre los sistemas de medición de ambos tiempos. Por un lado, un mejor conocimiento del comportamiento de los cuerpos celestes puso de mani­fiesto en ellos una mayor irregularidad y complicación de lo que se había ima­ginado durante siglos. Por otro, el perfeccionamiento de los procedimientos mecánicos, y no astronómicos, de cómputo del tiempo hizo aconsejable tomar-

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los en consideración. Según se ha visto, el descubrimiento de las leyes del pén­dulo por Galileo y, sobre todo, su difusión y aplicación por Huygens pusieron de manifiesto que, al menos en teoría, se podía mejorar ia precisión de los relo­jes tanto como para conjurar los efectos indeseados del rozamiento. Además, mientras que parecía conocerse el funcionamiento de un reloj mecánico, difí­cilmente podía afirmarse que se había penetrado en el fundamento del movi­miento solar, incluso una vez formulada la ley de gravitación universal. Todo ello, en definitiva, inducía a pensar que mediante un buen reloj de péndulo se podía medir el tiempo solar, y no al revés. O dicho de otro modo, la priori­dad correspondería ahora a los relojeros, en vez de a los astrónomos. ¿Real­mente era así?

Hay que insistir en que la aplicación de la teoría pendular presentó más dificultades que su formulación misma, entre otras cosas porque el más exac­to reloj de péndulo dejaba de serlo cuando se ponía junto a otro reloj de pén­dulo. Así, por ejemplo, lo manifiesta Charles Bellair en una carta a Huygens de 1659, que no deja de reflejar cierta preocupación.

Permítame preguntarle si en Holanda, en los lugares donde hay varios relojes de péndulo, continúan mucho tiempo dando las horas al mismo tiempo. Tengo dos de ellos y he puesto otros dos relojes de péndulo junto a ellos. No he conseguido que funcionen simultáneamente más de cuatro días. Sin embargo, cuando los comparo con los relojes de sol no logro detec­tar la diferencia incluso en una semana; pero la precisión del oído es mucho más sensible que la de la vista (citado por Landes, 1983: 121).

Las palabras de Bellair son elocuentes. Parecería existir un conflicto entre astrónomos y relojeros, o acaso habría que decir entre astrónomos y físicos. El hecho, no obstante, es que ambos se necesitaban para hacer frente a proble­mas como el de la determinación de la longitud, o también el de la medición de los tránsitos de los planetas delante del Sol. Nos hallamos ante uno de los casos históricamente más claros de colaboración, e incluso de fusión, no sólo de dos técnicas diferentes, sino también de dos comunidades con tradiciones opuestas. En efecto, mientras que los astrónomos eran herederos del espíritu geométrico característico de las artes liberales, los relojeros representaban el modo de hacer empírico y artesanal propio de las artes mecánicas.

Al final del epígrafe anterior se indicaba que, a mediados del siglo XVII, los dos tipos de soluciones disponibles para resolver el problema de la determi­nación de la longitud compartían una misma necesidad de encontrar la mane­

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ra más adecuada de medir con precisión el tiempo. Durante la segunda mitad de siglo se dieron importantes pasos en esa dirección gracias a las aportacio­nes de Huygens, entre otros. En todo caso, de lo dicho se desprende la impo­sibilidad de llegar a buen fin sin el trabajo conjunto de quienes trataban de computar el tiempo tomando el movimiento del Sol como referencia, los astró­nomos, y quienes se esforzaban en construir adecuados artefactos como relo­jes de péndulo, los relojeros. Si los primeros aspiraban a establecer la hora en un cierto momento y lugar, los segundos trataban de computar la duración de los lapsos de tiempo (horas, minutos, etc.).

Finalizando el siglo, los astrónomos conocían mejor que nunca las dificulta­des inherentes al uso de relojes solares, ya que dependían de factores como las con­diciones atmosféricas, el ángulo de refracción o ¡a clase de superficie del reloj. Los relojeros, por su parte, debían afrontar las dificultades prácticas ligadas a la cons­trucción y utilización de los relojes de péndulo. En resumen, puede, por tanto, afirmarse que el Barroco supuso en este tema un enorme progreso. El problema, sin embargo, seguiría abierto y exigiría ser continuado en el futuro.

2.4.4. La lon g itu d en tierra firm e y en e l m ar: los m apas celestes

Dada la estrecha vinculación entre cuestiones celestes y terrestres en la determinación de la longitud, no es de extrañar que fueran los observatorios astronómicos fundados en la década de los setenta del siglo XVII los lugares en los que se llevaran a cabo los trabajos en cartografía terrestre. En ellos, por decirlo de una manera gráfica, telescopios y relojes, pese a pertenecer a familias muy diferentes de instrumentos, hubieron de operar en común a fin de resol­ver las nuevas dificultades suscitadas por el estudio del cosmos. Éstos son pues los aparatos de observación y medida de los que habrían de proveerse los obser­vatorios de París y Londres.

En general, a esas alturas del siglo, no solían ser fabricados por los propios astrónomos, sino por físicos artesanos que recibían el encargo en función de las necesidades del observatorio en cuestión. La base de las tareas de estas ins­tituciones era frecuentemente un telescopio instalado en el meridiano que veía pasar ante sí todo el cielo y permitía fijar la posición de los astros. El reloj, por su parte, servía para medir el intervalo de tiempo que mediaba entre el paso de unos cuerpos celestes y otros.

Esta alianza de telescopio y reloj se puso por primera vez de manifiesto en el observatorio de París en la época de su primer director, Giovanni Domeni-

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co Cassini. Su nombramiento se debió al prestigio que le había proporciona­do la publicación de sus Ephemerides, de 1668, relativas a los satélites de Júpi­ter. Pues bien, fue la combinación del conocimiento astronómico contenido en esta obra de Cassini (en especial, referido a los eclipses de estos satélites) junto con el uso de relojes de péndulo construidos por Huygens (miembro fundador de la academia parisina), lo que permitió determinar por primera vez la longitud de las principales ciudades francesas y dibujar un mapa sufi­cientemente preciso del reino francés. En el fondo, lo que Cassini hizo fue poner en práctica el método de Galileo expuesto en el epígrafe 2.4.2, si bien auxiliado por instrumentos mucho más exactos de medición del tiempo dise­ñados por Huygens. Lo interesante es que su modo de proceder era aplicable a cualquier lugar de la Tierra donde se pudieran realizar observaciones astro­nómicas precisas y donde los péndulos no estuvieran sometidos a movimien­tos que los desajustaran.

Los beneficios de tal empresa astronómico-cartográfica se extendieron a otros ámbitos. En este sentido no puede dejar de mencionarse el papel juga­do por los estudios de Cassini en el establecimiento de una velocidadfinita de la luz por parte del astrónomo danés Olaus Romer (1644-1710) en 1675. Puesto que aquél había hallado los periodos de revolución de los satélites de Júpiter, se podía predecir cuándo serían eclipsados u ocultados a la observa­ción desde la Tierra al interponerse el planeta. Romer advirtió que el momen­to en que estos eclipses tenían lugar dependía de la posición relativa de Júpi­ter y de la propia Tierra, ya que se observaban tanto más temprano cuanto más próximos estaban ambos planetas, y tanto más tarde cuanto mayor era la distancia que los separaba. Esta diferencia tenía que deberse al tiempo emplea­do por la luz en recorrer el diámetro de la órbita terrestre. Pero, si la luz emplea tiempo en desplazarse, ello quería decir, en contra de lo que la mayoría había pensado desde la Antigüedad, que su velocidad no es instantánea, aunque sí muy elevada. Esto último supone una dificultad a la posibilidad de medirla, a pesar de lo cual Romer estimó dicha velocidad en 227.000 km/s, cifra que no se aleja en exceso de los casi 300.000 km/s que hoy se admite como valor de la constante c. En todo caso, hay que tener en cuenta que para hallar la velo­cidad de la luz es necesario conocer al tamaño del sistema solar, algo que enton­ces no pasaba de ser una buena conjetura.

El método de Cassini de determinación de longitudes era aplicable en tie­rra firme. Sin embargo, seguía pendiente este asunto en el mar. Calcular la posición de un navio en alta mar o conocer desde éste la localización de un punto concreto de la costa (o de una isla en la que realizar las aguadas o con­

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seguir alimentos frescos) exigía investigar también esta cuestión. Aunque la observación y predicción de los eclipses de los satélites de Júpiter suscitaron grandes esperanzas, ello no supuso un gran avance en las mediciones marinas. No obstante, a pesar de que este problema tardaría en resolverse, aglutinó gran­des esfuerzos que redundaron en un mejor conocimiento del universo estelar.

Para analizar esta cuestión hemos de trasladarnos de París a Londres. En efecto, ya se ha comentado que la construcción del Observatorio de Green- wich estuvo muy ligada a la necesidad de mejorar los procedimientos de nave­gación, lo cual equivalía a encontrar un método fiable de determinación de la longitud en el mar. La tarea fue encomendada al astrónomo de la corte res­ponsable del observatorio, John Flamsteed (1646-1719), de quien habrá oca­sión de volver a hablar en el capítulo quinto a propósito de sus difíciles rela­ciones con Isaac Newton. En su opinión, dicha tarea no podía ser abordada con éxito si previamente no se lograba perfeccionar y completar los mapas celestes que existían hasta entonces. Emprendió así la fatigosa empresa de ela­borar las tablas o catálogos de estrellas más exactos que fuera posible, a la cual dedicó nada menos que cuarenta años de su vida.

Dada la importancia de estos mapas estelares, no sólo para resolver los pro­blemas cartográficos que nos ocupan, sino para el desarrollo general de la astro­nomía a partir de la segunda mitad del siglo XVII, merece la pena exponer siquiera someramente el modo como se construían. En primer lugar, convie­ne considerar algo ya analizado en detalle en el volumen primero de esta obra (cap. 1, epígrafe 1.3), y que se refiere al aspecto que presenta el cielo en una noche estrellada a la mirada de un astrónomo (o de cualquiera interesado en su contemplación). De entrada hay que decir que las estrellas parecen puntos luminosos que se distribuyen por la parte interior de una sección esférica; de ahí que se hable de la “bóveda” celeste. El observador, por su parte, se halla en la vertical del diámetro de esa bóveda o esfera.

Asimismo se observa que las estrellas se desplazan en conjunto hacia el oes­te, manteniendo sus distancias relativas, de modo tal que noche tras noche se ven casi en el mismo lugar. Podría interpretarse entonces que la esfera estelar realiza una rotación diaria de 360° (en términos heliocéntricos ese movimiento aparente se debe a la rotación de la Tierra hacia el este). Si se levanta un diá­metro que atraviese la Tierra por los polos y se prolonga hasta hacerlo llegar a la bóveda celeste, se tendrá el eje de giro aparente de las estrellas, cuyos extre­mos serán el polo Norte y Sur celestes. Según se comentó en el epígrafe 2.2, los antiguos consideraron que la estrella que se halla en el punto en el que el extremo norte del eje de giro corta a la esfera, se encuentra en reposo y la deno­

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minaron estrella Polar (hoy se sabe que ese punto de corte no coincide geo­métricamente con dicha estrella, aunque está muy próximo a ella).

Por otro lado, es claro que la esfera del cielo tendrá su correspondiente cír­culo máximo perpendicular a dicho eje, que será el ecuador celeste, mientras que los círculos máximos perpendiculares al ecuador y que pasan por la estre­lla Polar serán los meridianos celestes. Sobre el fondo de las estrellas es posible trazar la eclíptica o círculo inclinado 23,5° con respecto al ecuador celeste, que marca el recorrido aparente del Sol a lo largo de un año sobre el fondo de la estrellas zodiacales. Ambos círculos máximos (el ecuador celeste y la eclíptica) se cortan en dos puntos que se denominan equinoccios y que corresponden a los lugares en los que el Sol pasa por el ecuador celeste (figura 2.8). Como se sabe, indican el comienzo de la primavera y del otoño.

Pues bien, el caso es que para situar una estrella en el cielo se requiere la misma información que para localizar un punto en la superficie de la Tierra. SÍ en el caso del globo terráqueo se necesitan dos magnitudes denominadas longitud y latitud, cuando se trata de estrellas, también habrá que proporcio­nar dos coordenadas curvas a fin de poder determinar su posición. Las dos magnitudes celestes, dadas por dos segmentos de círculos máximos, son las

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denominadas declinación y ascensión recta. La primera de ellas consiste en la distancia de un astro al ecuador celeste. Equivale, por tanto, a la latitud terres­tre y se mide en grados del meridiano que pasa por los dos polos. Será decli­nación positiva si se establece en el hemisferio norte celeste, y negativa si corres­ponde al hemisferio sur. En cuanto a la ascensión recta, se trata de un arco del ecuador medido en grados desde un origen de coordenadas (que habitualmente corresponde al punto equinoccial de primavera) hasta el meridiano de un astro. En este caso es el equivalente de la longitud terrestre.

Es posible calcular con comodidad esta segunda magnitud si se dispone de una buena forma de medir el tiempo. Puesto que aparentemente la esfera celeste gira 360° en un día, quiere decirse que recorre 15° por hora (en reali­dad la que avanza es la Tierra). Bastará, pues, con fijar un punto de observa­ción y medir el tiempo que transcurre desde que pasa el equinoccio hasta que llega la estrella cuya ascensión recta se pretende determinar. La bóveda celes­te es, en consecuencia, un magnífico reloj diario. Si además se dispone de una forma adecuada de medir el tiempo intermedio, es decir, el inferior al día, el conocimiento exacto de la ascensión recta de un astro consistirá en una sen­cilla operación aritmética. Como se ve, una y otra magnitud son ecuatoriales y dependen del tiempo, algo, por otra parte, lógico, puesto que se miden en función del giro de la Tierra sobre sí misma.

Así, provistos de uno de estos sistemas de coordenadas se podrá construir un mapa de estrellas, es decir, una descripción de los puntos luminosos fijos que se observan en los cielos. Si hacen honor a su nombre y efectivamente son fijos, se dispondrá de un entramado de términos <le referencia que permitirá conocer la situación de los cuerpos celestes móviles, como son planetas, saté­lites y cometas. Además, será posible describir el movimiento aparente del Sol. De ahí la enorme relevancia en astronomía de los mapas estelares, antes alu­dida, al margen de que contribuyeran en mayor o menor grado a la resolución de problemas cartográficos.

Para levantar sus mapas de estrellas, Flamsteed dispuso de buenos telesco­pios con rejilla de observación, que mejoraban la posición, y de una colección de relojes de péndulo, algunos de los cuales todavía pueden contemplarse hoy en el Observatorio de Greenwich, convertido en museo. El resultado fue una monumental obra, en tres volúmenes, publicada póstumamente en 1725 con el nombre de Historia Coelestis Britannica (cuyo contenido parcial, según se comentará en capítulo quinto, se había atrevido a publicar Newton en 1712 sin consentimiento del autor y con la consiguiente indignación de éste). Sus datos fueron del mayor interés, tanto para navegantes, como para teóricos de

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la nueva mecánica celeste de la segunda mitad de siglo. Sin embargo, ni el pro­pio Flamsteed, ni su sucesor en la dirección del observatorio, Edmund Halley (1656-1742), ni el siguiente del siguiente lograron ofrecer una solución defi­nitiva al problema de la determinación de la longitud en el mar debido a los problemas que surgieron para levantar un mapa celeste suficientemente exac­to donde se pudieran situar con precisión las trayectorias del Sol y la Luna. La solución astronómica se alcanzó durante la segunda mitad del siglo XV11I.

Llegamos así a finales del siglo XVII en lo que a la relación entre cartogra­fía y astronomía se refiere. Gracias al decidido impulso que los astrónomos recibieron de los observatorios ligados a las nuevas academias científicas, el problema de la longitud se había logrado resolver en parte. Concretamente, era ya posible abordar la cuestión con éxito en tierra firme (a condición de que pudiera garantizarse un adecuado uso de telescopios y relojes de péndulo), y en menor medida en el mar. Los esfuerzos, no obstante, por lograrlo también en este último caso no fueron en vano. En efecto, propiciaron la elaboración de los grandes mapas celestes que, junto al uso de telescopios cada vez más potentes y precisos, inaugurarían una nueva etapa en el conocimiento del uni­verso al facilitar el paso de una astronomía planetaria, limitada a los relativa­mente cercanos planetas, a una astronomía de las lejanas e inexploradas estre­llas. Las fronteras cósmicas habrían de comenzar a ensancharse hasta límites que en la actualidad rebasan toda capacidad de imaginación.

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3.1. Heliocentrismo, atomismo y mecanicismo

Tras haber considerado en los dos primeros capítulos de este volumen temas de astronomía observacional referidos a un mejor conocimiento tanto del mun­do celeste como de la propia Tierra, se pretende abordar ahora una proble­mática diferente, si bien no desligada de la anterior. Se trata de la interpreta­ción realista copernicana que era posible hacer de los nuevos datos obtenidos gracias a una más precisa observación de los cielos.

El asunto de la interpretación realista, y no meramente instrumentalista, de las hipótesis astronómicas enlaza con un importante aspecto planteado en el volumen primero de la presente obra, relativo a la necesidad de afrontar las consecuencias físicas y cosmológicas de la nueva astronomía heliocéntrica. Resultaba, en efecto, que, si verdaderamente el Sol ocupa la posición central, mientras que a la Tierra hay que otorgarle movimiento, se hacía imprescindi­ble fundamentar una nueva física compatible con estos supuestos. Pues el hecho cierto es que la teoría aristotélico-escolástica no lo era en modo alguno.

Al siglo XVII aguardaba la tarea de erigir un nuevo sistema en filosofía natural capaz no sólo de ofrecer soluciones concretas a problemas específicos tal como ya hicieran Kepler o Galileo, sino de abordar el conjunto de los fenómenos terrestres y celestes desde premisas diferentes a las de Aristóteles. Esto nos conducirá a las dos grandes concepciones mecánicas del Barroco, la cartesiana y la newtoniana. Para comprender, sin embargo, el desarrollo de las ideas en este punto convendrá con­siderar previamente la confluencia de dos líneas de pensamiento que, en principio, poca o ninguna relación tenían entre sí. Se trata del heliocentrismo, por un lado, y de una teoría corpuscular de la materia, por otro, que en muchos casos (no en el de Descartes) se presentó bajo la forma de un atomismo mecanicista. A la conexión entre heliocentrismo, atomismo y mecanicismo se dedican las páginas siguientes.

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3.1.1. Las observaciones celestes, el espacio vacío y los átomos

A lo largo de los capítulos anteriores se ha puesto de manifiesto la impor­tancia de la utilización del telescopio con fines astronómicos que Galileo inau­guró en la primera década del siglo XVII. En un principio, estos aparatos ópti­cos no permitieron sino lo que se ha denominado un uso filosófico consistente en auxiliar la visión a fin de descubrir, bien nuevos aspectos de cuerpos ya observados desde la Antigüedad (valles y montañas de la Luna, manchas sola­res, etc.), bien nuevos objetos imposibles de contemplar a simple vista (satéli­tes de Júpiter). En este sentido estamos ante un notable artilugio capaz de ampliar nuestro conocimiento cualitativo de los cielos. El gradual perfeccio­namiento del telescopio fue haciendo posible, además, un uso geométrico carac­terizado por la determinación de la posición de los astros y la variación de dicha posición en el tiempo. Ello facilitó una mejor información no ya cualitativa, sino cuantitativa del comportamiento de los cuerpos celestes, de naturaleza similar (aunque desde luego más precisa) a la que proporcionaban instrumentos pretelescópicos como los de Tycho Brahe.

Todo esto tuvo una consecuencia cosmológica que aquí interesa destacar, el progresivo aumento de las distancias interplanetarias y las inevitables con­jeturas sobre la localización de las estrellas, así como sobre el tamaño del pro­pio universo. El apasionante problema de la localización de las estrellas no fue suscitado por el telescopio, pero sí agudizado. El hecho es que, tras la publi­cación del De Revolutionibus de Copérnico, ya a mediados del siglo XVI diver­sos autores anteriores a la invención de este instrumento óptico comenzaron a plantearse la pertinencia de seguir manteniendo una esfera estelar inmóvil a la que se hallan adheridas todas las estrellas. Es el caso de Th. Digges, W. Gil- bert, G. Bruno, de los que se habló en el volumen primero ( Teorías del Uni­verso, vol. I, cap. 3, epígrafe 3.1). En efecto, en un mundo copernicano en el que la Tierra gira sobre su eje hacia el este, los cielos ya no son los que se des­plazan hacia el oeste. Ello quería decir que la supuesta esfera de las estrellas debía permanecer ahora inmóvil En otros términos, dicha esfera había deja­do de cumplir el importante papel que tenía en un mundo geocéntrico y, por tanto, podía ser suprimida. Al menos ésta es la opinión mejor o peor funda­mentada de los mencionados autores.

Por otro lado, según se vio en el capítulo primero del presente volumen, el telescopio había puesto de manifiesto dos cuestiones astronómicas relativas a las estrellas de gran interés. La primera se refiere a la observación de la varia­ción del brillo de algunas de ellas, lo que quiere decir que se hallan dispersas

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a distancias variables suficientemente grandes como para que esa variación no se aprecie a simple vista. Era éste, por tanto, otro argumento de peso en con­tra de la equidistancia de estos cuerpos celestes defendida desde la Antigüe­dad. La lejanía de las estrellas venía corroborada asimismo por la imposibili­dad de detectar su paralaje ni siquiera con el telescopio kepleriano, más preciso que el galileano. Ello sólo podía significar, en efecto, o que la Tierra no se mue­ve, o que la excesiva lejanía impide apreciar diferencia alguna en sus posicio­nes aparentes pese a observarse desde lugares distintos. Todo conspiraba en favor de la idea de estrellas esparcidas en espacios cada vez más misteriosos y profundos.

También los cometas proporcionaron informaciones relevantes. El exce­lente uso geométrico que Brahe hizo de instrumentos pretelescópicos, como el cuadrante, el sextante, etc., le había permitió calcular la posición de tres cometas observados entre 1577 y 1596 y constatar, en contra de lo que se pen­saba tradicionalmente, que no se trataba de fenómenos atmosféricos que acon­tecieran en la región comprendida entre la Luna y la Tierra, sino de verdade­ros cuerpos celestes que atraviesan los espacios interplanetarios. Pero, a su vez, ello ponía en entredicho la existencia de unas esferas orbitales sólidas de los planetas que obstaculizarían el paso de los cometas. Aun cuando el propio Bro­lle no negara la esfera de las estrellas, al cuestionar que los planetas fueran trans­portados por esferas materiales en rotación, contribuyó a quebrar la confian­za en la ulterior esfera de las estrellas y, con ello, en la finitud y esfericidad del antiguo cosmos.

El telescopio no hizo sino confirmar que los cometas son cuerpos locali­zados fuera de la órbita lunar, de modo que los espacios interplanetarios no han de ofrecer resistencia a su paso, tal como ocurriría si las esferas planetarias fueran materiales. La hipótesis de Brahe, por tanto, se vio corroborada.

En definitiva, desde la segunda mitad del siglo XVI y, sobre todo, tras la aparición del telescopio al comienzo del siglo siguiente, fueron surgiendo ele­mentos que introdujeron razonables dudas sobre la verosimilitud del modelo cosmológico heredado de los griegos. Quizá los soportes materiales de estre­llas y planetas debieran ser eliminados, en cuyo caso sería preferible limitarse .i hablar, en principio, de astros y de un espacio interestelar vacío e infinito. Puede que, más allá del Sol y de los planetas que conocemos y que forman nuestro mundo, se sucedan otros; o puede que no. En todo caso, nada garan­tiza la unicidad del cosmos defendida por Aristóteles.

El desmoronamiento de la cosmología de las esferas había de acarrear un grave perjuicio a la física aristotélica. En efecto, ésta dependía por entero de

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la existencia de lugares diferenciados a partir de un centro único, los cuales eran ocupados por los cuerpos de acuerdo con un criterio de orden (lo pesa­do, abajo en el centro, etc.).

La teoría de la materia con sus cinco elementos y sus correspondientes movimientos naturales estaba pensada para un mundo cerrado esférico, y no para un universo que se abra hasta el infinito, en el que la homogeneidad del espacio vacío haga imposible la idea misma de lugares específicos para objetos de naturaleza distinta. El propio Aristóteles se había encargado de subrayar esto en sus críticas a Demócrito y Leucipo.

Ahora bien, si resultara que es erróneo atribuir al mundo una figura esfé­rica, quizá convenga entonces reparar en los filósofos que precisamente fue­ron censurados por Aristóteles a causa de sus opiniones en este sentido. En efecto, según los antiguos atomistas todo se resuelve en un número infinito de átomos que se agitan eternamente en un vacío infinito. De la constante coli­sión de unos con otros resultan los compuestos que llamamos cuerpos, los cua­les a su vez se agrupan en mundos formados por otros tantos soles, planetas y tierras. Es posible dar razón de cuanto hay sin necesidad de hacer intervenir diferencias cualitativas, tipos distintos de materias o movimientos naturales gobernados por causas finales. Por supuesto, puede haber tantos centros como se quiera, porque el orden del mundo no depende de la colocación de los cuer­pos desde un centro situado abajo a una periferia emplazada arriba.

Atomismo y aristotelismo representan así dos filosofías naturales de carac­terísticas abiertamente contrarias. En la antigua Grecia es indiscutible la supe­rioridad del coherente y completo sistema aristotélico de la Naturaleza, fren­te a lo que no constituía sino un programa apenas desarrollado y sin fundamento empírico. Pues una cosa era decir que todo se explica a partir de los átomos, y otra muy distinta mostrar cómo eso es posible. El atomismo, sin embargo, tiene una virtud que no pasará desapercibida a los copernicanos muchos siglos después.

Dicha virtud consiste en aportar un modelo cosmológico perfectamente compatible con la tesis de la infinitud del universo y la pluralidad de los mun­dos sugerida por el heliocentrismo. Resulta así que dos teorías, atomismo y heliocentrismo, sin relación alguna entre sí, comienzan a cruzar sus caminos en la transición del siglo XVI al XVII. Para ver cómo y cuándo confluyen his­tóricamente convendrá, no obstante, referirse siquiera brevemente a la per- vivencia de la teoría atomista en el Occidente cristiano. (Sobre la historia del atomismo hasta el siglo XVII, puede consultarse Pyle, 1995, en especial el capí­tulo 5.°.)

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La gran maquinaria deI mundo

} . 1 .2 . El resurgimiento del atomismo

En los primeros siglos de la Edad Media el atomismo prácticamente desa­pareció del horizonte intelectual, disponiéndose sólo de referencias muy indi­rectas en las obras de enciclopedistas como Isidoro de Sevilla. En la filosofía árabe sí se dieron algunas discusiones sobre esta doctrina, pero no tanto en el contexto de la cosmología como en el de la alquimia. En general, hay que tener en cuenta que más bien se planteaba como una hipótesis sobre la composición de los cuerpos y sus propiedades que sobre la configuración del universo. No es de extrañar, por tanto, que la hallemos entre alquimistas primero y quími­cos después.

La recuperación del saber griego en Europa occidental, a partir del siglo XII, trajo un tímido acercamiento al tema de los átomos a través de los comen­tarios críticos de Aristóteles (contenidos en la Física y en otras partes de su obra). Durante los siglos XIII y XIV, aunque algunos pocos autores defendie­ron una teoría atomista heredada de la tradición alquímica griega y árabe, la mayoría, sin embargo, se decantó en favor del aristotelismo. A ello contribu­yó la adopción por parte de la Iglesia de un Aristóteles cristianizado, hasta el punto de convertir esta filosofía en doctrina oficial que habría de servir de base racional a dogmas como el de la eucaristía. Com o se verá poco después, la interpretación de este sacramento católico enfrentó a la Iglesia con los parti­darios del atomismo que empezaron a proliferar desde el Renacimiento.

El resurgimiento del atomismo en Europa tuvo lugar a partir del siglo XV gracias al descubrimiento de Epicuro (a través de la obra Vida y opiniones de los filósofos de Diógenes Laercio, autor del siglo III d. C.) y de Lucrecio. Ello tuvo el efecto de aglutinar en torno a esta corriente de pensamiento buena parte de los autores más críticos con las opiniones de Aristóteles. Desde el punto de vis­ta cosmológico, aquellos que aceptaron los átomos de Epicuro o de Lucrecio, en general asumieron también la posibilidad de un universo infinito defendida por ellos. Sin base observacional alguna, filósofos como Giordano Bruno se des­marcaron del modelo de universo esférico dominante y se adscribieron a la idea de un mundo que se extiende más allá de cualquier límite (sobre G. Bruno véa­se: Teorías del Universo, vol. I, cap. 3, epígrafe 3.1.3).

Heliocentrismo y atomismo representaban dos corrientes de pensamiento profundamente heterodoxas para filósofos escolásticos y teólogos. La defensa del movimiento de la Tierra se oponía a la literalidad de la Biblia y a la enseñanza ile Aristóteles, convertida en soporte intelectual de la teología. La doctrina de los átomos pasó asimismo a ser objeto de disputa a causa de los problemas que

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planteaba su conciliación con el dogma de la eucaristía. En efecto, la Iglesia cató­lica había tratado de hacer inteligible este dogma apoyándose en la teoría hile- mórfica (distinción entre materia y forma) de Aristóteles y de Tomás de Aqui­no. Dicho brevemente, se entiende que en la consagración eucarística se da un proceso de transubstanciación o conversión de una substancia en otra (el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo), permaneciendo inalterables las espe­cies o cualidades. Ello exige que se admita la realidad objetiva de estas últimas, tal y como defiende el realismo aristotélico. Ahora bien, si sólo existen los áto­mos y sus propiedades cuantitativas, en tanto que las cualidades se reducen a puras impresiones subjetivas, dichas cualidades o especies no pueden razona­blemente ser separadas de sus substancias. No se explica entonces cómo es posi­ble que, tras la conversión del pan en el cuerpo de Cristo y el vino en su sangre, permanezcan el sabor, color y demás características sensibles de esos alimentos.

Podemos, pues, resumir la situación a finales del siglo XVI y principios del XVII del modo siguiente. La hipótesis atomista era una doctrina tan difundi­da como controvertida. Giordano Bruno, Thomas Harriot (1560-1621), Isaac Beeckman (1588-1637), Pierre Gassendi (1592-1655) o el propio Galileo se encontraban entre sus partidarios. Enfrentados a ella estaban los defensores de la filosofía aristotélica y los teólogos católicos (que con frecuencia eran los mis­mos). Especialmente ilustrativo es lo ocurrido en los jesuítas. En su libro sobre el atomismo de Galileo, Pietro Redondi (1990) cuenta cómo el día 1 de agos­to de 1632 (un año antes del proceso contra aquél) la Compañía de Jesús prohi­bió formalmente que la doctrina de los átomos fuera enseñada en todas sus escuelas y colegios (por cierto, muy prestigiosos). La razón esgrimida fue jus­tamente la referida al problema de la interpretación del dogma eucarístico. Aquellos profesores de filosofía que dentro de sus filas habían sostenido esa herética posición fueron apartados de la docencia. Es el caso del español padre Rodrigo de Arriaga, profesor de la universidad jesuítica de Praga desde 1623, que fue cesado por tal motivo diez años después.

Tras la lucha entre amigos y enemigos del atomismo había, sin embargo, mucho más en juego que un asunto estrictamente teológico como el de la euca­ristía. En la mayor parte de los filósofos atomistas de la Antigüedad, esta teo­ría de la materia estuvo ligada a una concepción mecanicista de la Naturaleza que, por principio, es contraria a toda forma de animismo y espiritualismo. Esa concepción mecanicista representaba la más grave amenaza para la filoso­fía natural de Aristóteles, hasta el punto de que el abandono definitivo de ésta vino de la mano de un marco teórico nuevo que no siempre fue atomista, pero sí mecanicista. Ni todo atomista ha de ser mecanicista, ni todo mecanicista ha

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de ser atomista; ejemplo de lo primero es G. Bruno, ejemplo de los segundo es Descartes. Sin embargo, en su versión más acabada e influyente, la de Newton, será ambas cosas. Convendrá, en consecuencia, analizar las relaciones entre ato­mismo y mecanicismo. Para ello, no estará de más comenzar caracterizando dos paradigmas contrapuestos como son el animista y el mecanicista.

3 .1 .3 . Animismo, mecanicismo y teoría corpuscular

En líneas generales, un autor o una escuela cuyo pensamiento pueda ser cali­ficado de animista defenderán que la capacidad de iniciar movimientos es pro­pia y exclusiva de los seres animados. Si acudimos a la etimología, éstos son seres dotados de anima o alma, entendiendo por tal un principio de acción no mate­rial que les comunica la capacidad de realizar ciertas funciones. Así pues, un ser animado es un ser automóvil, siendo el alma ese principio de movimiento espon­táneo. Además, puesto que con frecuencia se ha entendido que todo principio de automovimienco es en último término un principio de vida, puede decirse que una posición animista tiende a hacer borrosa la frontera entre lo que está vivo y lo que no lo está. Todo lo natural está, animado. En el Renacimiento se popularizará la ¡dea de Naturaleza como un Gran Animal, poniendo de mani­fiesto con ello que se trata de una forma muy extrema de animismo.

Históricamente, este modo de pensamiento ha adoptado maneras muy diversas que hallamos en el alma del mundo de platónicos y neoplatónicos, en las simpatías y antipatías entre los elementos materiales defendidas por los alquimistas y tantos otros, en las inteligencias planetarias de los medievales, en las almas motrices de Kepler o en los átomos animados de Bruno, por citar algunos ejemplos. Todas ellas tienen en común atribuir la causa de los movi­mientos a agentes incorpóreos que, al estar presentes en los propios cuerpos, les infunden algo de lo que éstos carecen (vigor, capacidad de acción, dina­mismo, vida). Por tanto, una explicación animista hace intervenir dos ámbi­tos de distinta naturaleza: por una parte, el de los cuerpos, cuyos procesos de movimiento y cambio son observables; por otra, el de la causa incorpórea de dichos movimientos, que permanece oculta e inaccesible a los sentidos.

El tema de fondo que todo lo anterior plantea es si por este camino pode­mos llegar a saber algo acerca de la materia, si es legítima esta confusión de ámbitos entre lo empírico y la metaempírico. Pues acaso lo que se ha hecho es introducir arbitrariamente la idea siguiente: puesto que, por definición, la materia es pasiva, lo inmaterial es activo; basta pues con definirlo de esta mane­

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ra para que nos dé respuesta a la pregunta por la causa de los movimientos. Pero ello en realidad enmascara el problema sin resolverlo, ya que, si antes ignorábamos por qué se mueven los cuerpos, ahora desconocemos lo que con­cierne al oculto mundo de las almas.

En el caso de que así se piense, es muy probable que se exija partir de un supuesto distinto: únicamente es inteligible que un cuerpo sea movido por otro cuerpo. La física, terrestre o celeste, no debe buscar sus respuestas fuera del campo que le es propio; de lo contrario, se convierte en psicología (que es la que tradicionalmente se ocupaba del alma). Es preciso desposeer a la Natu­raleza de alma, evitando con ello toda forma de antropomorfismo. Como resul­tado, avanzamos hacia una filosofía natural mecánica, de características opues­tas al animismo.

El término mecánica es de origen griego y solía ir ligado al de arte. Por arte mecánica se entendía el arte o la técnica que proporciona el modo de construir y usar ingenios, artificios mecánicos o máquinas. Dichas máquinas eran capa­ces de ejecutar ciertas operaciones que sustituyen a las que espontáneamente realiza la Naturaleza, aprovechando o incrementando la acción de una fuerza. Ejemplo clásico es el de la palanca.

Las artes mecánicas (a diferencia de las artes liberales, entre las que se inclu­yen la matemática y la astronomía) suponían siempre una forma de intervención o manipulación de la Naturaleza por parte del hombre. De ahí que a “lo natural” (esto es, a lo que se produce por las solas fuerzas de la Naturaleza, sin mezcla de artificio) se contrapusiera “lo artificial” o hecho por el arte (en el sentido de téc­nica) del hombre. Artífice es así el que realiza una obra mecánica o artefacto.

Desde este punto de vista se comprende que Aristóteles denomine mecá­nica al tratamiento de los movimientos violentos, en oposición a los movimien­tos naturales de los que se ocupa la física. Movimiento violento es aquel que se produce cuando un cuerpo se ve “forzado” a hacer algo a lo que, por natura­leza, no tiende (una piedra no asciende espontáneamente, sino que ha de ser lanzada hacia arriba). Y una manera de “violentar” la naturaleza de los cuer­pos es emplear instrumentos mecánicos o máquinas. Esto, en definitiva, pone de manifiesto algo importante. Por un lado, mecánica guarda relación con movimiento, de modo que, tras la desaparición de la distinción aristotélica entre natural y violento, este término se emplea para describir el estudio de los movi­mientos de los cuerpos sin más adjetivos. Por otro, según su etimología grie­ga, mecánica tiene que ver con máquina.

Llegamos así a una interesante aproximación entre movimientos y máqui­nas. Hasta la Baja Edad Media el hombre no fue capaz de construir máquinas

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móviles o autómatas, es decir, máquinas que incorporaran un mecanismo en virtud del cual realizasen por sí mismas ciertos movimientos. Una palanca o una polea eran obras mecánicas bien conocidas por los griegos, pero sin capa- cidad de movimiento propio en la medida en que precisaban de un ser vivo que las accionara. En los siglos XIII y XIV, sin embargo, aparecen los primeros autómatas. Se trata de relojes mecánicos, en los que un peso o un muelle pro­duce un movimiento que se transmite a las manecillas por medio de ruedas dentadas. Para sorpresa de la mayoría, las agujas se movían sin la intervención constante del relojero. Desde aquellos primitivos relojes a los modernos orde­nadores, es evidente que la proliferación de máquinas capaces de realizar cier­tas tareas en el lugar de los humanos ha cambiado profundamente nuestras vidas. Pero lo que aquí interesa no es la vertiente práctica, sino teórica de la cuestión.

A nadie se le ocurre defender que las más o menos sofisticadas máquinas funcionan gracias a la presencia en ellas de un “alma”. Su principio de movi­miento no se busca en ningún tipo de ámbito espiritual o vital. Y si alguien hiciera tal cosa, pensaríamos que procede de una cultura en la que lisa y lla­namente se ignora todo sobre esos artificios mecánicos. Además, consideraría­mos que se trata de una interpretación primitivamente animista, incapaz de concebir que todo lo que vemos en movimiento no esté animado.

Hay tres condiciones que siempre se han de cumplir cuando hablamos de esta clase de objetos fabricados.

1. Su movimiento nunca se inicia espontáneamente, pues carecen de todo principio interno de actividad. Muy ai contrario, el origen de éste es siem­pre externo. La ley de inercia consagrará esta idea al plantear que todo cambio de estado de un cuerpo se debe a una fuerza extrínseca al cuerpo.

2. La transmisión del movimiento de unas partes a otras se realiza siempre por contacto y nunca a distancia. Es decir, una parte empuja a otra, que a su vez empuja a otra, y así sucesivamente.

3. Ninguna máquina se mueve para alcanzar ciertos fines, de modo que el mundo de lo mecánico está presidido por una causalidad ciega, des­provista de propósito alguno. Así, en un reloj las agujas no avanzan para dar las horas; la finalidad está en quien lo diseña y no en el artilugio mismo.

Disponemos, en resumen, de un ser artificial desprovisto de toda suerte de elementos animistas, que, sin embargo, es capaz de ejecutar ciertos movi-

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miemos. Y la pregunta que muchos se harán en el siglo XVII es si acaso no com­prenderíamos mejor los movimientos y cambios de los seres naturales en el caso de que los estudiáramos por analogía con los que realizan las máquinas. En el momento en que se responda afirmativamente, la mecánica o arte mecá­nica habrá dejado de ser una simple técnica al servicio de la construcción de artefactos para convertirse en una teoría que aspira a explicar las obras de la Naturaleza como si de máquinas se tratara. Nace de este modo un nuevo tipo de paradigma denominado mecanicista.

Podemos convenir con Pyle (1995: 142) que la mejor manera de caracte­rizar la filosofía mecánica es negativa, en cuanto que encierra cuatro tipos de prohibiciones (estrechamente ligadas a las tres condiciones anteriores que ha de cumplir toda máquina). Dichas prohibiciones son las siguientes: la acción a dis­tancia, la iniciación espontánea del movimiento, la intervención de agentes cau­sales incorpóreos y las causas finales. Todo ello tiene que ver con la necesidad absoluta de purificar la materia de toda suerte de almas, espíritus o cualquier otro tipo de agentes inmateriales, lo que se traduce en lo siguiente.

1. Un cuerpo sólo puede recibir movimiento de otro por contacto o cho­que. En consecuencia, las influencias astrales de los astrólogos, las atrac­ciones magnéticas, las simpatías y antipatías de neoplatónicos, hermé­ticos y alquimistas, y demás tipos de acción a distancia han de ser rechazados. El principio supremo que gobierna los intercambios de movimiento (mejor sería decir de la cantidad de movimiento) estable­ce que nada actúa allí donde no está.

2. Ningún cuerpo puede empezar a moverse por sí mismo de modo espon­táneo. No es potestad de la materia generar movimiento (ni tampoco destruirlo, tal como afirmará un principio de conservación de la can­tidad de movimiento). Todo movimiento tiene, así, como causa inme­diata uno anterior en otro cuerpo, comunicado por impulso.

3. Cuando se trata de estudiar el comportamiento de los cuerpos, la ¡dea de producción de movimiento por supuestas entidades espirituales que se hallan presentes en ellos mismos (en forma de almas u otras seme­jantes) es enteramente rechazable. La única forma inteligible de acción física es el impulso.

4. En un mundo mecánico todo sucede de modo similar a un reloj, en el que el movimiento de descenso de un peso, previamente elevado a cier­ta altura, se transmite a unas ruedas dentadas que, a su vez, lo comu­nican a las manecillas. El acontecer se reduce a una serie causal sucesi­

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va según la cual cada hecho está determinado por los anteriores y deter­mina los siguientes en una cadena ininterrumpida de causas y efectos. Hablar de intención, finalidad, designio o providencia no ha lugar.

Desde el siglo XVII hasta nuestros días, el modelo de explicación animista ha ido perdiendo terreno, primero en el estudio de la materia y después en el de la vida, hasta el punto de que términos como forma, alma, fuerza vital (defendida por los biólogos vitalistas del siglo XIX), simpatía-antipatía, prin­cipio activo, etc., han desaparecido por completo del lenguaje científico. Ello no quiere decir, sin embargo, que la ortodoxia mecanicista, tal como quedó establecida hace más de tres siglos, no haya sufrido transformaciones, revisio­nes o críticas; sólo se pretende dejar constancia de que en (a ciencia no se ha producido retorno alguno a posiciones animistas.

En el caso concreto de la física, la gran batalla entre los dos tipos de para­digma que estamos aquí analizando tuvo lugar en el mencionado siglo XVII y adoptó la forma de una lucha entre los defensores de la vieja filosofía natural aristotélica y los partidarios de una nueva concepción corpuscular de la mate­ria propiciada por el redescubrimiento de los antiguos atomistas (pese a que, como en el caso de Descartes, esa concepción corpuscular no siempre ha impli­cado indivisibilidad de las partes de materia).

Aun cuando sea anacrónico calificar a Demócrito y Leucipo como meca- nicistas, es clara la afinidad entre la doctrina de los átomos de estos antiguos filósofos y la moderna filosofía mecánica. Primero, el movimiento de los áto­mos se transmite de unos a otros por choque, sin que se admita ningún tipo de influencia recíproca a distancia. Segundo, los átomos permanecen eterna­mente en movimiento, sin que eso implique que dicho movimiento sea espon­táneo. El agente impulsor es siempre extrínseco (choque). Tercero, carecen de alma o de cualquier otro principio interno de actividad, de modo que no cabe hablar de átomos animados. La causa motriz no es incorpórea. Cuarto, todo está gobernado por el azar y la necesidad, quedando excluida la finalidad en la Naturaleza o la intervención de algún tipo de demiurgo ordenador. Se tra­ta de una concepción profundamente innovadora, materialista y mecanicista, que distingue a estos primeros atomistas del resto de los filósofos presocráti- cos (sobre los antiguos atomistas véase: Teorías del Universo, vol. I, cap. 1, epí­grafe 1.9.2).

Aristóteles, por el contrario, construye un sistema que muchos criticarán (Mi la modernidad por su carácter animista. En su Física hallamos una peculiar distinción entre ser natural (vivo o inerte) y ser fabricado, basada en la atribu­

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ción de un principio interno de movimiento y de reposo al primero de ellos. En virtud de dicho principio, incluso los seres materiales inertes (los cinco ele­mentos y sus compuestos, los cuerpos) son capaces de iniciar movimientos o de finalizarlos sin que intervenga agente externo alguno. Como resultado se producen los famosos movimientos naturales que conducen a cada clase de materia al lugar que le corresponde dentro del conjunto ordenado que es el cos­mos. El hombre, en cambio, es incapaz de dotar a sus obras de un agente motor semejante. En consecuencia, la movilidad y espontaneidad de lo natural con­trasta con la pasividad de los objetos mecánicos, La materia no viva comparte con la materia viva la posibilidad de emprender por sí misma ciertas acciones, aunque menos complejas que las de esta última (puede desplazarse localmen­te, pero no alimentarse o reproducirse). Con lo que no guarda la menor simi­litud es con las mAquinas (sobre la doctrina aristetélica de los movimientos natu­rales véase: Teorías del Universo, vol. I, cap. 1, epígrafe 1.6.2).

Lo anterior permite afirmar que Aristóteles se mueve dentro de un para­digma biológico y no mecánico, pese a que no comparte la idea de alma del mundo y otras manifestaciones animistas que posteriormente, en el Renaci­miento, se hicieron tan populares. Puestas así las cosas, se comprende que en la transición al siglo XVII confluyan dos orientaciones distintas, ambas antia­ristotélicas. Por una parte se sitúan los realistas copernicanos, convencidos de que las nuevas propuestas de Copérnico en astronomía exigen una renovación de los planteamientos físicos y cosmológicos. Por otra, los partidarios de una nueva filosofía natural que, deshaciéndose de toda suerte de formas, almas y cualidades, pretenden abordar la explicación del mundo desde la sola de ¡dea de partes de materia en movimiento.

La sentencia a muerte del sistema aristotélico-ptolemaico se firma no en el momento de publicación del De Revolutionibus (1543), sino cuando los copernicanos, aproximadamente medio siglo después, comienzan a defender una filosofía corpuscular y mecanicista totalmente incompatible con los supues­tos básicos del mencionado sistema. La alianza entre heliocentrismo, corpus- cularismo y mecanicismo resultará fatal para la idea de cosmos que los euro­peos habían hecho suya tras la recuperación del saber griego en el siglo XII.

Un universo nuevo se alumbra en el Barroco, del que todos nosotros somos herederos. Kepler y Galileo (incluidos en el volumen 1 de la presente obra) desarrollaron con acierto temas parciales de una nueva física celeste y terres­tre. Pero la construcción del moderno mundo-máquina tiene otros protago­nistas principales: Descartes (en la primera mitad de siglo) y Newton (en la segunda mitad). Ellos darán nombre a los dos sistemas mecánicos sobre los

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que se discutirá durante décadas y que influirán decisivamente en el pensa­miento posterior. Finalmente se impondrá por méritos propios la mecánica neivtoniana, eclipsando a la cartesiana. Además, el sistema del mundo de New- ton incorporará las decisivas contribuciones de Kepler y Galileo, de modo que estos tres personajes quedarán unidos para la historia (a pesar de proceder de tradiciones filosóficas diferentes: Kepler no era ni atomista ni mecanicista; Galileo era lo primero, pero no lo segundo; Newton ambas cosas). No es posi­ble, sin embargo, pasar por alto el completo edificio mecánico que Descartes trató de levantar en favor de Copérnico y, por encima de todo, en contra de Aristóteles y la escolástica.

3.2. La filosofía mecánica de Rcné Descartes

Contemporáneo de Kepler y de Galileo, Descartes es un copernicano, por lo menos, tan convencido como ellos. Pero su alegación en favor del nuevo mundo heliocéntrico será distinta y mucho más ambiciosa. Pocos autores han existido tan radicales como este filósofo en la defensa del mundo-máquina. La realidad natural tiene un modo de funcionamiento que puede estudiarse ínte­gramente desde el modelo que proporcionan las máquinas; en concreto, las máquinas automáticas, o autómatas, o sea, ciertos objetos fabricados por el hombre que incluyen el mecanismo gracias al cual tienen movimiento. Ello implica que la combinación de sus elementos constitutivos, o estructura, debe dar cuenta de la función que realizan. A funciones más complicadas les corres- |K>nde un mayor número de elementos debidamente dispuestos (así, por ejem­plo, diríamos que el sistema nervioso de un organismo es tanto más comple­jo cuanto mayor es el número de tareas que tiene encomendadas).

El todo (ya sea un cuerpo vivo o inerte) es la suma de sus partes, y no hay nada en él que no esté comprendido en dichas partes. Carece del menor senti­do identificar la causa de su movimiento con un principio formal irreductible, lal como hace Aristóteles en su teoría hilemórfica (materia-forma). Servirse de almas, o conceptos similares, para estudiar cuerpos en física, biología o medici­na es introducir confusión allí donde debiera reinar la claridad, si es que aspi- 1 amos a obtener conocimientos verdaderos. Dicha confusión nace precisamente de la mezcla indebida de cosas de distinta naturaleza, provocando con ello un desorden que impide conocer con distinción qué es una cosa y qué es otra.

Es preciso trazar una nítida línea divisoria entre alma y cuerpo. Sólo los seres humanos poseen alma porque sólo ellos piensan, y pensar es la única fun-

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ción de la que no es posible dar cuenta sumando o agregando partes (lo que quiere decir que Descartes no tiene una concepción mecanicista de la mente). El pensamiento es precisamente aquello que define al alma, de manera que ser animado es sinónimo de ser racional.

Ahora bien, puesto que el pensamiento es atributo exclusivo de los hom­bres (y de las mujeres, aunque no siempre esto haya sido evidente para todos los filósofos), resulta entonces que el resto de los seres vivos (animales y plan­tas) y, por supuesto, la materia inerte carecen de alma. Llegamos así a una Naturaleza desalmada o privada de alma, única que puede ser estudiada des­de lo que en sí misma es, y no desde lo que los humanos proyectan sobre ella.

Toda física animista es una física antropomórfica, que da cuenta de la natu­raleza de los cuerpos incorporando en ellos algo que no les pertenece. Pero, si allí donde se pretende conocer la materia, terrestre y celeste, se introducen subrepticiamente propiedades que lo son de la mente, formularemos propo­siciones no sobre el objeto físico propiamente dicho, sino sobre una confusa y oscura mezcla de objeto físico y psicológico. Consecuentemente, la teoría de la materia y de los movimientos se verá profundamente trastocada. No es de extrañar, por tanto, que se hable de elementos materiales, definidos por sus cualidades y tendencias, y de movimientos naturales concebidos ideológica­mente, como si el agua, la tierra, el aire y el fuego fueran capaces de propo­nerse fin alguno.

En la Naturaleza hay movimiento y hay cambio, pero no cualidades, ten­dencias, fines o principios intrínsecos de movimiento (llámeseles alma o de cualquier otra manera). Luego, el animismo ha de ser radicalmente desterra­do. El modo de comportamiento de lo material no es similar al de los seres animados (que son los seres racionales), sino al de las máquinas. Dicho breve y tajantemente, la disyuntiva sería ésta: o todo piensa (porque todo está ani­mado), o únicamente los hombres piensan (porque sólo ellos tienen “anima”). En este segundo caso, lo que no es humano se reduce a cuerpo sin alma. Pero justamente eso son las máquinas.

En consecuencia, lo natural es mecánico. Descartes afirma esto mismo en los siguientes términos:

[Para acceder al conocimiento de los cuerpos que percibimos por nues­tros sentidos] me ha sido de gran utilidad el ejemplo de cuerpos varios, hechos gracias al artificio de los hombres; pues no reconozco ninguna dife­rencia entre las máquinas que hacen los artesanos y los diversos cuerpos que la naturaleza ha formado por sus propios medios. [...] Además, es cier-

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to que todas las reglas de la mecánica pertenecen a la física, de modo que todos las cosas que son artificiales son por ello mismo naturales. Así, por ejemplo, cuando un reloj marca las horas sirviéndose de las ruedas de las que está hecho, esto no es menos natural en él de lo que es a un árbol dar sus frutos (Descartes, 1996c: IV, art. 203). (Advertencia: la traducción de las citas de esta obra ha sido realizada a partir de la edición francesa -véan­se Obras fuente-. Para que el lector se oriente más fácilmente en cualquier edición, en vez de las páginas, se indicará con números romanos la Parte en la que se halla el texto en cuestión, y a continuación el artículo corres­pondiente con números arábigos.)

La distinción aristotélica entre ser natural (la materia y sus cinco elemen­tos, las plantas y los animales) y ser fabricado se ha diluido hasta el punto de que lo mecánico es natural y lo natural es mecánico. Las mismas reglas rigen uno y otro ámbito; por eso afirma que la mecánica pertenece a la física. Más aún, la física es mecánica. Ello pone de manifiesto el completo cambio de enfo­que que ahora se nos propone. En las antípodas de lo que ha representado la obra de Aristóteles, una concepción radicalmente mecanicista de la Naturale­za se abre paso.

Ahora bien, es este ilustre filósofo griego el que ha proporcionado funda­mento físico y cosmológico al sistema astronómico geocéntrico. Luego al derri­bar el aristotelismo, se tambalean los cimientos del antiguo cosmos precoper- nicano. La mejor contribución a la causa de Copérnico no es el hallazgo de una solución a tales o cuales problemas parciales (al menos esto piensa Des­cartes y por ello criticará a Galileo), sino la construcción de un nuevo sistema físico-mecánico que sea capaz de dar razón de los principales fenómenos celes­tes y terrestres. En dicho sistema la posición central del Sol resultará ser un ele­mento imprescindible, y es así como el heliocentrismo quedará finalmente probado.

3.2.1. De El Mundo o el Tratado de la Luz a Los Principios de la Filosofía

Descartes nació en la ciudad francesa de La Haya (cerca de Tours, hoy conocida como La Haya-Descartes) el 31 de marzo de 1596. En ese año Kepler publicaba su Mysterium Cosmographicum y Galileo desarrollaba sus tareas docen­tes como profesor de matemáticas en la universidad de Padua. Si nos atene­mos a la biografía escrita por Geneviéve Rodis-Lewis (1996), entre 1607 y

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1615 estuvo en el colegio de los jesuitas de La Fleche (en el valle del Loira). Allí estudió latín, griego, matemáticas y filosofía (que, a su vez, abarcaba lógi­ca, física y metafísica). Por tanto, Descartes era todavía un estudiante cuando Galileo publicó su Sidereus Nuntius (1610).

En 1616 obtiene el título de bachiller y la licenciatura en derecho por la Uni­versidad de Poitiers, si bien nunca hizo uso profesional de esta titulación. Desde 1618 y durante tres años se alista como soldado en el ejército protestante de Mau­ricio de Nassau y posteriormente en el del príncipe elector Maximiliano de Bavie- ra. Ello le da la ocasión de viajar por Holanda, Alemania y diversos países cen- troeuropeos. En 1621 deja las armas y regresa a Francia, en donde permanecerá, con algunos paréntesis italianos, hasta 1629. A partir de entonces decide fijar su residencia en Holanda, lugar en el que vivirá por espacio de veinte años.

En 1649 fue invitado por la reina Cristina de Suecia a trasladarse a Esto- colmo. Su estancia, sin embargo, en esta fría ciudad no pudo prolongarse en exceso, ya que en tan sólo cinco meses contrajo una neumonía de la que murió el 11 de febrero de 1650. (Sobre la vida y obra de Descartes existe una obra traducida al castellano particularmente recomendable: Shea, 1993.)

Según confesión propia, Descartes abandonó Francia cuando contaba 36 años, buscando la tranquilidad y el sosiego de un país del norte en el que las ocasiones de distracción eran menores. Durante sus años holandeses tuvo una hija con la criada que murió a los cinco años de edad, lo que produjo al padre un profundo pesar. En líneas generales, puede afirmarse que este filó­sofo sacrificó prácticamente todo a su actividad investigadora, fruto de la cual es la redacción de varias obras bien conocidas por todos los estudiosos de la filosofía. Pero, puesto que aquí no se trata de exponer el conjunto de su pen­samiento, sino sólo su aportación a la física y a la cosmología, basta con refe­rirnos a dos de ellas: Le Monde ou le Traité de la Lumiere (E l Mundo o el Tra­tado de la Luz) y Principia philosophiae (1644), traducida al francés tres años después de su aparición en latín (Les Principes de la Philosophie).

La redacción de la primera de ellas, El Mundo, corresponde a los años 1629- 1633, pero permaneció inédita hasta 1664 (catorce años después de la muer­te de su autor). Merece la pena conocer las circunstancias en las que se desa­rrolló dicha redacción y también las causas que motivaron ese retraso en su publicación (sobre este tema puede consultarse: Descartes, 1991: 17-24). En julio de 1629 Descartes conoció que en Italia habían observado un fenómeno meteorológico denominado parhelios o falsos soles. Se trataba de la aparición simultánea de varias imágenes del Sol (en concreto se vieron cuatro) reflejadas en las nubes. Ello le hizo tomar la decisión de escribir un pequeño tratado

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sobre este tema, evidentemente relacionado con la luz y la visión, así como con el arco iris. Sin embargo, poco después manifestó lo siguiente a un con* discípulo suyo de La Fléche: “ [...] en vez de explicar solamente un fenómeno,. he decidido explicar todos los fenómenos de la Naturaleza, es decir, toda la fisicd' (á Mersenne, Amsterdam, 13 noviembre 1629; citado por Ana Rioja en: Des­cartes, 1991: 20).

Se trata de una ambiciosa empresa consistente en poner de manifiesto que el conjunto de los seres naturales tienen una estructura y un funcionamiento que corresponden a los de una máquina. El primitivo proyecto abarcaba los cuerpos inanimados en primer lugar, las plantas y los animales en segundo lugar y el cuerpo humano en tercer lugar. Este proyecto, sin embargo, no llegó a com­pletarse. Redactó quince capítulos sobre la materia inerte, que constituyen el contenido de E l Mundo, pero renunció, en cambio, a escribir sobre los ani­males y su generación. A lo que sí se refirió es a la máquina del cuerpo huma­no en el denominado Tratado del Hombre (publicado por primera vez en 1677, en una edición conjunta con E l Mundo o el Tratado de la Luz).

En 1633 decide no añadir nada más a su manuscrito sobre El Mundo. En él se contiene su reflexión sobre el conjunto de las cosas materiales celestes y terres­tres. La lectura de sus páginas revela a un autor decididamente antiaristotélico y copernicano, de cuya concepción del mundo forma parte irrenunciable el movi­miento de la Tierra. Pero éste es justamente el problema. En noviembre de ese año llegan a sus oídos noticias sobre el proceso y la condena de Galileo que han tenido lugar en Roma cinco meses antes. Aún desconoce el motivo exacto de esta condena, pero lo intuye. De ahí que afirme consternado:

Confieso que, si el movimiento de la Tierra es falso, todos los funda­mentos de mi filosofía lo son cambien, puesto que se demuestran median­te ellos. Además, dicho movimiento está de tal modo ligado con todas las partes de mi Tratado, que no podría prescindir de ello sin hacer defectuo­so todo el resto (¿ Mersenne, Deventer, fin novembre 1663; citado por Ana Rioja en: Descartes, 1991: 22).

Por obediencia a la Iglesia, por temor a las consecuencias que podría aca­rrearle o por otras razones que no vienen al caso, toma una decisión irrevoca­ble: jamás publicará ese “Tratado” , que no es otro que E l Mundo. Con ello pone en práctica la máxima de Ovidio: “Ha vivido bien quien se ha ocultado bien" (hMersenne, avril 1634; citado por Ana Rioja en: Descartes, 1991: 24).

Cuando todo esto ocurre, Descartes todavía no ha tenido la menor opor­tunidad de tener entre sus manos un ejemplar del Diálogo sobre los dos máxi-

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mos sistemas del mundo de Galileo, ya que todos ellos habían sido quemados en Roma. Únicamente en agosto de 1634 podrá disponer de uno en présta­mo durante un fin de semana. Tras una lectura necesariamente superficial, se formó una opinión negativa de su autor, que expresó años después en estos términos:

Jam ás le he visto ni he tenido comunicación alguna con él; por consi­guiente, nada he podido tom ar de él. Adem ás, no veo en sus libros nada que me produzca envidia, ni casi nada que quisiera yo tener com o m ío (a Mersenne, 11 octobre 1638; citado por Ana Rioja en: Descartes, 1991 :29).

Aparte de la rivalidad no disimulada que muestran estas palabras, el repro­che de fondo que dirige a Galileo es “haber construido una física sin funda­mentó', haberse limitado a buscar las razones de algunos efectos particulares, sin indagar previamente los principios en los que se basa la descripción de cual­quier fenómeno. Consecuente con tal punto de vista, él mismo redactará una obra titulada Los Principios de la Filosofía, en la que retoma el antiguo proyecto mecánico de E l Mundo con una importante novedad. Incorpora dos partes que recogen las principales conclusiones extraídas de la filosofía que había ela­borado entre 1633 y 1644. Se exponen así los principios generales en los que se basa nuestro conocimiento de los objetos en general (Parte I) y de las cosas materiales en particular (Parte II). Ambas proporcionan a la explicación de los fenómenos celestes (Parte III) y terrestre (Parte IV) ese fundamento que echa­ba en falta en la obra de Galileo.

Al igual que E l Mundo, Los Principios de la Filosofía también es una obra copernicana, razón por la cual puede sorprender en principio que se decidie­ra a publicarla. Sin embargo, si se compara con la anterior, se constata una diferencia fundamental. Allí se defendía pura y simplemente el movimiento de la Tierra. En cambio, ahora se sigue afirmando el movimiento de la Tierra en torno al Sol, pero a la vez se defiende su reposo en relación a la materia que la circunda. Más aún, se establece que es este estado de reposo el que, en rigor filosófico, cabe atribuirle. En el epígrafe 3.2.5 se considerará en detalle esta cuestión. De momento baste con señalar que el nuevo punto de vista (que puede no obedecer sólo a un planteamiento estratégico para contener las iras de la Iglesia) con toda seguridad le facilitó la decisión de enviar a la imprenta Los Principios de la Filosofía, ya que, en el caso de no haber introducido algu­na modificación con respecto a E l Mundo o el Tratado de la Luz, quizá tam­poco hubiera llegado a ver la luz en vida de Descartes.

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3.2.2. Materia y movimiento

El análisis filosófico, preparatorio al estudio de la física, conduce a la dis­tinción real entre alma y cuerpo. Ambas son dos substancias distintas puesto que no poseen ni un solo atributo común. Las almas no son cuerpos y los cuer­pos no son almas. Lo que define a las almas es el pensamiento. Pero aquí inte­resa lo que caracteriza a la materia, aquello que es invariante en cualquier trans­formación a la que cada una de sus partes pueda ser sometida como consecuencia de la acción de agentes externos. Así, por ejemplo, si acercamos un trozo de cera al fuego, ésta modificará sus propiedades observables (sabor, color, olor, figura, tamaño, etc.), pero no por ello dejará de ser material. ¿Por qué?

El análisis cartesiano lleva a concluir que algo es material si y sólo si es exten­so. “Ser un cuerpo” significa extenderse en las tres direcciones del espacio y, por tanto, tener longitud, anchura y profundidad. La extensión es el atributo que define la materia y la distingue de la mente. Todo lo material es extenso y, a su vez, todo lo extenso es material. Cuerpo y extensión son sinónimos. Este es el invariante que subsiste bajo cualquier cambio, el cual ha resultado ser de carácter geométrico.

Puesto que la geometría es la parte de la matemática que trata de las pro­piedades de la extensión y, asimismo, puesto que la materia es extensión, la geometría es también la ciencia que ha de ocuparse del estudio de la materia. Luego toda física ha de ser geométrica. La geometrización de la Naturaleza debe completarse de modo que no se limite a los cielos, sino que abarque también la Tierra. En rotunda oposición a la física cualitativa de Aristóteles, Descartes considera imprescindible una completa revisión de las tesis comúnmente admi­tidas en este campo.

En concreto, hay que reconsiderar el tipo de propiedades que es posible atri­buir a los cuerpos. Para ello, lo mejor es partir de un sólido geométrico, que no es oirá cosa que un espacio cerrado por superficies (lo mismo que un objeto mate- 1 ial). Evidentemente, siempre tendrá una figura, que dependerá del número y la lorma que a su vez tengan esas superficies. Así, por ejemplo, si se trata de sóli­dos regulares, ello permite diferenciar un cubo de un tetraedro, o un octaedro •le un icosaedro, etc. La figura es, por tanto, una propiedad indisolublemente ligada a todo objeto extenso. También lo será el tamaño, pues es posible encerrar más o menos “cantidad de extensión” dentro de unos límites de igual figura. En geometría esto no es relevante (el teorema de Pitágoras se aplica tanto a trián­gulos rectángulos grandes como pequeños), pero en física será de la mayor impor­tancia, en especia] cuando se carece de la noción newtoniana de masa.

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Lo que no cabe es establecer el menor vínculo entre la mera extensión limi­tada por una determinada figura o forma exterior, por un lado, y el color ver­de o amarillo, el olor de una flor o el sabor dulce o amargo, por otro. Dicho brevemente, lo extenso como tal no posee cualidades, de modo que éstas no son objetivas. A lo largo del siglo XVII estará muy difundida la opinión que reduce las cualidades a sensaciones, de lo que resulta que, sin un sujeto que vea, huela, etc., aquéllas no tendrían realidad alguna. Luego los cuerpos tie­nen figura y tamaño, pero no las cualidades que percibimos por cada uno de nuestros cinco sentidos.

Más absurdo todavía sería asignar un alma a una figura geométrica o a un cuerpo. Lo espacial y lo dinámico son ámbitos heterogéneos. De la extensión no es posible deducir movimiento, ya que adjudicar a lo extenso principios internos de actividad resulta por completo ininteligible (sería algo así como suponer actividad en los triángulos). Lo geométrico es radicalmente pasivo por definición. Y puesto que la materia es de naturaleza geométrica, lo material es pasivo. La Naturaleza carece de alma; en consecuencia, el animismo supone una manera radicalmente equivocada de concebirla.

Llegados a este punto se plantea el problema siguiente. Tradicionalmente los defensores del espacio vacio lo han entendido como un medio, no material, pero sí extenso, capaz de ser ocupado por cuerpos en reposo o en movimien­to. El espacio vacío no es concebido como la nada, sino como algo extenso en tres dimensiones (si no lo fuera, ¿cómo podría alojar cuerpos tridimensionales en su seno?). De ahí que, cuando algunos copernicanos se han referido a la posibilidad de que el universo “se extienda” más allá de la supuesta esfera de las estrellas, esto lo hayan afirmado básicamente del espacio, o sea, del espa­cio vacío interestelar en el que se dispersarían las estrellas. Descartes, sin embar­go, reduce la materia a extensión, y con ello pasa a entenderla de la misma manera en que en otros contextos se ha pensado el vacío. Y la duda que surge es si con ello no ha “vaciado” el mundo de todo contenido material. Alguna característica ha de añadirse a la extensión a fin de garantizar que ésta sea cor­pórea y no meramente espacial.

Dicha característica no puede ser otra que la impenetrabilidad. Dos cuer­pos no pueden ocupar el mismo lugar. Lo que diferencia a la materia del espa­cio es el hecho de que la primera penetra u ocupa sin poder ser ocupada, mien­tras que en el caso del vacío sucede lo contrario. Para conjurar el peligro de un mundo consistente en pura extensión tridimensional vacía, Descartes afirma algo que, en realidad, no puede probarse: toda extensión es, por definición, impenetrable. En el hecho mismo de extenderse o desplegarse en tres dimen­

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siones consiste el ser de la materia. Luego el vacio es imposible. Esto nos con­duce a un mundo lleno, formado únicamente por partes de materia y no por una mezcla de éstas y de vacío, tal como sucede en el planteamiento atomista.

Además de la negación del vacío, hay otra cuestión que separa a Descar­tes de los atomistas: el rechazo de los átomos. “Los cuerpos no contienen áto­mos o cuerpos indivisibles” , afirma en Los Principios de la Filosofía (Descartes, 1996c: II, art. 20). En efecto, toda parte de materia, por el mero hecho de ser extensa, es siempre divisible en otras menores. Toda extensión es infinitamente divisible, sin que quepa asignar un límite teórico a esa divisibilidad. Resulta así que en los cuerpos sucede lo mismo que en la recta eudídea: por pequeña que elijamos una distancia entre dos puntos cualesquiera, siempre será posi­ble la partición. Admitir la existencia de átomos implica hacer uso de una hipó­tesis sin fundamento alguno.

Lo anterior no quiere decir, sin embargo, que las partes de materia, divi­sibles hasta el infinito, estén, de hecho, así divididas. De lo que se trata única­mente es de explicar el conjunto de cuerpos que componen el universo como constituidos por una reunión o suma de partes de diferente tamaño. Puesto que no hay mínimos teóricos, dicho ramaño puede en todo momento verse reducido (por choque). Descartes defiende, por tanto, una concepción corpus­cular de la materia, enteramente compatible con los postulados de la filosofía mecánica. Si su mecanicismo no es atomista, se debe a que los corpúsculos materiales no son elementales, esto es, admiten ser fraccionados.

En lo que sí coincide Descartes con los atomistas es en la negación de los límites del universo. AJ igual que carece de sentido considerar que determina­dos extremos de una línea constituyen sus puntos últimos, es ilógico poner barreras a la extensión del mundo. Muy al contrario, ésta carece de fronteras y, en consecuencia, es infinita (Descartes prefiere decir indefinida, reservando el anterior término para referirse a Dios) (Descartes, 1996c: II, art. 21). Por motivos muy distintos a los de Digges, Gilbert o Bruno (véase: Teorías del Uni­verso, vol. I, cap. 3, epígrafe 3.1), la física cartesiana se opone a la existencia de una esfera de las estrellas que contiene y encierra el cosmos en su interior. En su lugar propone un universo abierto que se extiende más allá de donde alcanza nuestra mirada.

Entre la filosofía natural de Descartes y la de Demócrito hay otro elemento importante de afinidad: “ [...] la Tierra y los Cielos están hechos de una mis­ma materia” (Descartes, 1996c: II, art. 22). Es evidente que, si ésta consiste sólo en ser algo extenso, pierde todo sentido distinguir la región que está por debajo de la Luna de la que está por encima. Tanto el mundo sublunar como

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el supralunar estarán formados por corpúsculos materiales de igual naturale­za. Luego la teoría aristotélica de los cinco elementos, cualitativamente diver­sos, debe ser sustituida por otra que afirme la más radical homogeneidad entre los cuerpos que componen el universo. En todos los lugares, desde los más próximos a los más lejanos, hay una única clase de materia (tesis que la física posterior ha confirmado plenamente).

Hasta el momento presente se ha dado cuenta de la teoría geométrica de la materia defendida por Descartes. El mundo en su conjunto se resuelve en un indeterminado número de partes de extensión material, con diferentes figuras y tamaños (pero sin olores, colores o sabores), impenetrables, divisibles, y homogéneas. Si no se añadiera nada más, de ello resultaría un universo tan estático como si de un agregado de figuras geométricas se tratara. Pero es un hecho que los cuerpos se mueven. Por tanto, el físico-geómetra deberá aten­der a un tema del que el geómetra puro no se ocupa: el movimiento.

Extensión y movimiento son dos conceptos sin relación entre sí. Toda par­re de materia, por ser impenetrable (a diferencia de las meras figuras geométri­cas), ocupará un lugar, esto es, se hallará en una cierta posición o situación con respecto a las demás. De su naturaleza extensa no se deduce, sin embargo, que haya de variar de posición o, lo que es lo mismo, que haya de experimentar movi­miento. En contra de Aristóteles y coincidiendo una vez más con Demócrito, Descartes niega que la materia sea intrínseca o espontáneamente móvil. Lo que le aparta, en cambio, de este filósofo griego es la tesis referida a la eternidad del movimiento de los átomos, ya que, desde la perspectiva cristiana, la existencia de movimiento en el mundo ha de tener a Dios como origen primero.

Dejando aparte esta cuestión, lo cierto es que ningún cuerpo por sí mismo comienza a moverse si está en reposo, o deja de hacerlo si ya está moviéndo­se. Para que tal cosa suceda, otro cuerpo ha de entrar en contacto con él. Ello implica dos cosas: primero, que la causa del movimiento es siempre externa, nunca interna al propio móvil; segundo, que la comunicación de movimien­to se realiza únicamente por contacto, no siendo concebibles las acciones a dis­tancia entre las diversas partes de materia. De hecho, en un mundo lleno como el cartesiano, al no haber vacío interpuesto, todos los cuerpos se tocan sin posi­bilidad de que entre ellos medie un intervalo espacial, de manera que en nin­gún caso se pueden plantear tales acciones.

Pero relacionado con esto hay otro aspecto a tener en cuenta. En aquellos autores que admiten el espacio vacío, éste cumple el importante papel de per­mitir que los cuerpos pasen de unos lugares a otros sin encontrar obstáculos. Dichos cuerpos pueden, en consecuencia, desplazarse en línea recta. Sin embar­

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go, en un mundo lleno, el movimiento sólo es posible a condición de que un cuerpo abandone su lugar para entrar en el de otro, y éste en el de otro, y así sucesivamente hasta que el último ocupe instantáneamente el lugar dejado por el primero. Ello supone que todos los movimientos se han de desarrollar en círculos, adoptando la forma de remolinos, torbellinos o vórtices.

Lo expuesto en este epígrafe puede resumirse del modo siguiente.

1. La extensión es el atributo que define a la materia y sólo a ella. Todo lo material es extenso y todo lo extenso es material.

2. Por el hecho de ser extensa, la materia tiene figura, tamaño y posición, pero no color, olor o sabor. Las cualidades no son objetivas.

3. Puesto que todo lo extenso es material, el espacio vacío es imposible. El mundo es lleno.

4. Toda extensión es impenetrable.5. No hay un límite a la divisibilidad de las partes de materia. La doctri­

na de los átomos debe ser rechazada.6. El mundo es infinito (en la terminología cartesiana, indefinido).7. El mundo es homogéneo. La distinción entre cielo y Tierra carece de

fundamento.8. De la extensión no deriva el movimiento. En consecuencia, el modo

de ser de la materia es radicalmente pasivo.9. En los cuerpos no se contiene ningún principio espontáneo de movi­

miento. La causa de éste es siempre extrínseca.10. El movimiento se transmite por contacto, nunca a distancia.11. En un mundo lleno, los movimientos se realizan en forma de torbe­

llino, remolino o vórtice. Los desplazamientos en línea recta no son posibles.

12. El comportamiento de los seres naturales en nada se diferencia del de las máquinas. Los mismos principios rigen unos y otras.

A partir de aquí, Descartes se propone dar razón de todos los fenómenos, celestes y terrestres. Su objetivo es mostrar cómo meras partes de materia en movimiento han podido llegar a constituir estrellas, planetas, satélites y come­tas, configurando un mundo ordenado, tal y como Copérnico lo describe, en vez de una caótica colisión de unos corpúsculos con otros. Pero el paso del caos al cosmos no habría tenido lugar de no regir ciertas leyes de la Naturale­za, que imponen universalmente un modo de comportamiento invariable. De ellas se ocupará el próximo epígrafe.

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3.2.3. Las leyes de la Naturaleza

En términos generales hablar de ley es aludir a una regla o norma a la que se ajustan de modo constante e invariable ciertas operaciones. En este caso se trata de las operaciones de la Naturaleza, de manera que las leyes naturales gobier­nan el modo como ésta realiza sus obras. Ahora bien, en un mundo que ha sido reducido al movimiento de partes divisibles de materia, dichas operaciones son de carácter mecánico (quedando excluida toda forma de animismo y de fínalis- mo). Ello supone, por tanto, que las leyes cartesianas de la Naturaleza son leyes mecánicas en cuanto que se refieren a movimientos, pero también en el sentido de que los móviles son concebidos como seres mecánicos o máquinas.

Descartes enuncia tres leyes de los movimientos o “reglas según las cuales se realizan los cambios en las partes de la materia” . La primera dice así:

Cada parte de materia, [considerada] individualmente, permanece siem­pre en el mismo estado, en tanto que el encuentro con las demás no la obli­ga a modificarlo. Es decir, que si tiene cierto tamaño, no lo reducirá jamás a menos que las demás la dividan; si es redonda o cuadrada, no modifica­rá jamás esta figura, sin que las demás la obliguen a ello; si está en reposo en algún lugar, no partirá jamás de allí en tanto las demás no la desplacen de dicho lugar; y si ya ha comenzado a moverse, continuará haciéndolo siempre con idéntica fuerza hasta que las demás la detengan o la retarden (Descartes, 1991: 107. Una formulación muy similar aparece en Descar­tes, 1996c: II, art. 37).

En ausencia de influencias externas, toda parte de materia conserva sus pro­piedades fundamentales: tamaño, figura, reposo y movimiento. Descartes reco­noce que esto no es una novedad cuando se afirma de las tres primeras, pero sí cuando se aplica a lo que a él más le interesa, el movimiento. Pues, en efecto, ello supone negar la más mínima posibilidad de que un cuerpo comience a moverse o se detenga por si mismo. Si sobre un cuerpo no se ejerce una acción proveniente del exterior (por contacto o choque), permanecerá indefinidamente en el estado en el que se halle, bien de reposo, bien de movimiento.

Esta primera ley, a la que podría denominarse ley de conservación del esta­do, ha sido con frecuencia interpretada como una formulación parcial de la ley de inercia. Para completarla hay que acudir a la tercera ley enunciada en El Mundo (que corresponde a la segunda ley de Los Principios de ¡a Filosofía), en la que se establece la conservación de la dirección del movimiento. Sin embargo, hace falta algo más. En el texto anteriormente reproducido de la pri­

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mera ley no se hace mención explícita de la velocidad Aunque es cierto que en su correspondencia privada especifica que el movimiento que perdura tie­ne velocidad uniforme, también lo es que aquí se omite tan fundamental pre­cisión. Con ello Descartes quiere subrayar el carácter eminentemente geomé­trico del movimiento: aquél por el que un punto engendra una línea y ésta una superficie. Es evidente que la traslación de puntos y líneas que considera el geómetra carece de velocidad, y con ello de toda referencia al tiempo. Pare­ce, así, que en un mundo material reducido a extensión geométrica, Descar­tes se propone conceder a este concepto físico el menor papel posible.

La anterior ley se opone frontalmente a la doctrina aristotélica de los movi­mientos naturales. En consonancia con la nueva concepción mecánica de la materia, ésta carece de todo principio interno de movimiento y, por tanto, es incapaz de emprender espontáneamente movimientos en una determinada dirección (movimiento natural) o de finalizarlo cuando haya llegado a un cier­to lugar (reposo natural). Tampoco es correcta la noción kepleriana de inercia (sobre este tema en Kepler puede consultarse: Teorías del Universo, vol. I, cap. 3, epígrafe 3.3.6). No es consustancial a la materia una cierta “pereza” en virtud de la cual, si no actúa un motor externo, el movimiento se detendrá. Una con­sideración pasiva de la materia no conduce a afirmar el reposo de ésta, sino la imposibilidad de cambios de estado en ausencia de una causa externa. Y es que, según afirma Descartes, “no se requiere más acción para el movimiento que para el reposo” (Descartes, 1996c: II, art. 26). El mismo esfuerzo o la misma fuerza se precisa para poner un cuerpo en movimiento que para pararlo. Lue­go, si sobre un cuerpo no se ejerce esa fuerza, ni empezará a moverse ni deja­rá de hacerlo. Precisamente porque la materia es por completo inerte, o no se moverá nunca (si no recibe un impulso inicial) o se moverá siempre (si no es detenida).

A pesar de las reservas que Descartes manifiesta al respecto, hablar de la tendencia de la materia a conservar el estado implica defender cierta capacidad de los cuerpos para resistirse a la acción de los demás, capacidad que se une a la que cada uno posee para actuar sobre los otros (por contacto) y alterar así el estado en el que se hallen.

La fuerza con la que un cuerpo actúa contra otro o resiste su acción con­siste sólo en el hecho de que cada cosa persiste, en la medida de lo posible, en el mismo estado en el que se encuentra, conforme a la primera ley que ha sido establecida con anterioridad (Descartes, 1996c: II, art. 43. La cur­siva es nuestra).

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A estas fuerzas de resistencia y de acción, deducidas de la tendencia a la con­servación del estado, puede denominárselas fuerza de reposo y fuerza de movi­miento, respectivamente (véase: Shea, 1993:450-452). Al carecer de la noción de masa inercial que introducirá Newton, Descartes considerará que dichas fuerzas son proporcionales a l volumen espacial de los cuerpos. De ello resultarán gravísimos errores a la hora de establecer las reglas concretas que rigen el resul­tado de la colisiones, como, por ejemplo, afirmar que un cuerpo en ningún caso puede mover a otro de mayor tamaño. Una y otra fuerza se medirán de la mis­ma manera, esto es, por el producto de la materia (tamaño) por la velocidad (escalarmente considerada), lo cual es totalmente incorrecto. En consecuencia, la física cartesiana será incapaz de calcular los intercambios de cantidad de movi­miento que se producen entre los cuerpos como resultado de las colisiones.

No obstante, pese a estas limitaciones, no conviene infravalorar el impor­tante papel jugado por Descartes en la formulación de la ley de inercia, y muy especialmente en lo relativo a la conservación de la dirección rectilínea. Con ello nos adentramos en su tercera ley de E l Mundo (segunda ley de Los Principios de la Filosofía).

Cuando un cuerpo se mueve, aunque su movimiento se realice lo más frecuentemente en línea recta y no pueda darse jamás ninguno que no sea en alguna forma circular, sin embargo, cada una de sus partes, [considera­da] individualmente, tiende siempre a continuar el suyo en línea recta. Y así su acción, es decir, la inclinación que tienen a moverse, es diferente de su movimiento (Descartes, 1991:111 y 112. Ver también Descartes, 1996c: II, art. 39).

Según se vio en el epígrafe 3.2.2, en un mundo lleno todos los movimientos han de efectuarse en forma de remolino o vórtice y, por tanto, nunca en línea recta. Ahora bien, Descartes distingue entre el movimiento propiamente dicho, que tiene lugar aproximadamente en círculo, y la tendencia a l movimiento rec­tilíneo. De modo explícito nos previene contra todo tipo de interpretación ani- mista y teleológica del término “tendencia” , ya que única y exclusivamente nos indica la disposición de un cuerpo a moverse de cierta manera. Dicha dispo­sición puede convertirse en un movimiento efectivo, si los demás cuerpos no la obstaculizan, o bien puede ser impedida, en cuyo caso éstos se moverán en una dirección diferente de la recta. Nos indica, por tanto, el movimiento que de hecho resultará si no interviene un agente externo que lo desvíe. Para mejor explicarse sobre este asunto, Descartes se sirve del ejemplo de una piedra ubi­

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cada en la honda DA, obligada por ésta a desplazarse siguiendo el círculo AB (figura 3.1). Si la consideramos en el punto A, su inclinación o tendencia al movimiento se orienta hacia C , no hacia B. En consecuencia, si comenzara en A a salir de la honda, avanzaría siguiendo la línea recta AC y nunca la línea curva AB (Descartes, 1991: 113 y 114).

Figura 3.1.

Lo anterior pone de manifiesto algo fundamental que se opone abierta­mente a la tradición aristotélico-escolástica: con independencia de que se tra­te de un cuerpo celeste o terrestre, toda parte de materia se moverá en línea recta si dicho movimiento no es obstaculizado o impedido desde el exterior. Ahora bien, puesto que en la física cartesiana el mundo es lleno, los cuerpos siempre están en contacto unos con otros de modo que la mutua obstaculiza­ción de sus movimientos rectilíneos es constante. De ahí que, conforme a lo afirmado por Descartes en el último texto citado, aun cuando todo cuerpo tiende a continuar su movimiento en línea recta, de hecho no puede darse nin­guno que no sea aproximadamente circular.

Se da así la paradoja de que sea Descartes quien por primera vez publique la idea de inercia rectilínea (recuérdese que Galileo la concebía circular; véase: Teorías del Universo, vol. I, cap. 4, epígrafe 4.1.6), pese a que en su mundo todos los movimientos hayan de tener lugar en forma de remolino. El plante­amiento, sin embargo, lejos de ser trivial, traerá consigo una profunda trans­formación de la noción de movimiento circular y con ello de los movimientos orbitales de los planetas. En efecto, en tanto el movimiento circular celeste se siguiera concibiendo como natural y simple, carecía de sentido suponer que los cuerpos que así se mueven traten de apartarse del centro engendrando lo que Huygens denominó fuerzas centrífugas. A esto se debe que en toda la tra­dición cosmológica heredada de la Antigüedad no haya habido que preguntar

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por qué estrellas y planetas no abandonan sus órbitas circulares en un inten­to de salirse por la tangente. Una piedra atada a una cuerda, si se la hace girar, sí tenderá a salir despedida en línea recta, pero esto sucede porque es un cuer­po terrestre, es decir, porque su movimiento natural es rectilíneo, y no circu­lar. En cambio, si se trata de cuerpos celestes, no hemos encontrado en ellos la menor inclinación a desplazarse rectilíneamente, ni en la dirección de la tan­gente, ni en ninguna otra.

En consecuencia, es lógico que con anterioridad al siglo XVII no se intro­dujera una teoría de fuerzas (como será la gravitación universal de Newton) para explicar la razón por la que los cuerpos celestes no avanzan por los cielos alejándose unos de otros en línea recta. Tal teoría no se necesitaba, puesto que la condición natural de los astros era moverse en círculos. Por el contrario, si ahora el movimiento circular no es natural, entonces resultará que “los cuer­pos que giran circularmente, tienden siempre a alejarse de los centros de los cír­culos que describen"(Descartes, 1991: 144. La cursiva es nuestra). Como se verá posteriormente (epígrafe 3.2.4), toda la cosmología cartesiana depende de la existencia de tales esfuerzos centrífugos, permitiendo una completa reno­vación de las ideas aristotélicas que venían manteniéndose acerca de la causa de los movimientos planetarios.

Resumiendo, las dos leyes consideradas, aunque con ciertas vacilaciones e inconsistencias, tienen, no obstante, el innegable valor de presentar por pri­mera vez una formulación muy aproximada de lo que conocemos como ley de inercia. En efecto, en ellas se establece la permanencia de cada parte de mate­ria en el estado de reposo o de movimiento (uniforme) en el que se halla, a menos que el encuentro o choque con las demás la obligue a modificarlo. Ade­más, se especifica que cada una de esas partes tiende a continuarlo en línea rec­ta, y ello a pesar de que en un mundo lleno ningún movimiento puede reali­zarse jamás en esa dirección.

Comparándola con la ley de inercia de Newton (que será objeto de análi­sis en el epígrafe 5.4.1), dos diferencias resaltan. En primer lugar, Descartes se refiere únicamente al choque como causa de la modificación del estado de los cuerpos. Newton, en cambio, hablará de fiterza impresa, dejando abierta la posibilidad de que se trate tanto de fuerzas de impulso (por contacto) como de atracción (a distancia). En segundo lugar, la negación cartesiana del espa­cio vacío impide que se den, siquiera teóricamente, las circunstancias que per­mitan la conservación de la dirección rectilínea. Por el contrario, Newton hará del espacio absoluto (vacío) el marco privilegiado de referencia en el que pro­piamente se cumpla la ley de inercia.

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Descartes añade una ley más a las dos anteriores (en E l Mundo aparece como segunda, mientras que en Los Principios de la Filosofía corresponde a la tercera). Su enunciado es el siguiente.

Cuando un cuerpo empuja a otro, no podría transmitirle ningún movi­miento, a no ser que pierda al mismo tiempo otro tanto del suyo, ni podría privarlo de él, a menos que aumente el suyo en la misma proporción. (...] Si suponemos que Dios ha puesto cierta cantidad de movimiento en toda la materia en general desde el momento mismo en que la ha creado, hay que reconocer que la conserva siempre (Descartes, 1991: 109 y 111. Véa­se también Descartes, 1996c: II, art. 36).

En esta ley se defiende un principio de conservación de la cantidad de movi­miento. El conjunto de partes que integran el universo fueron creadas por Dios; y en concreto fueron creadas móviles. O sea, Dios puso en ellas desde su ins­tante inicial una cierta cantidad de movimiento; de lo contrario, el gran reloj del mundo jamás se habría puesto en funcionamiento por sí mismo. Puesto que la materia cartesiana, a diferencia de la aristotélica, no es fuente espontá­nea de movimiento, o lo recibe del exterior o no lo adquirirá jamás. Ahora bien, no basta con que le sea imprimido por un agente externo; además, es necesario que lo conserve. Pues, en efecto, si no genera movimiento, pero sí lo destruye, la máquina cósmica terminará por pararse.

En resumen, pues, hay que afirmar que en un mundo-máquina el movi­miento ni se crea ni se destruye; se conserva. Para ser más precisos, lo que se conserva es la fuerza de un cuerpo para obrar sobre otro o para oponer resis­tencia a la acción de éste, y dicha fuerza depende del tamaño de cada cuerpo en cuestión y del módulo de su velocidad. Descartes denomina a este producto escalar cantidad de movimiento. Puesto que esa cantidad global que Dios puso en la materia al crearla perdura siempre, entiende que ello tiene aplicación a cada transmisión que se produzca entre dos cuerpos cualesquiera. Esto es exac­tamente lo que establece la ley anteriormente citada: en toda comunicación de la cantidad de movimiento, lo que un cuerpo gana es exactamente lo que otro pierde y viceversa, de modo que la suma total permanece constante.

La conveniencia de formular principios de conservación, una vez que se abandona la vieja física aristotélica, es indiscutible. Desde el siglo XVU hasta nues­tros días, la lista de magnitudes que se conservan no ha hecho sino incremen­tarse. Ahora bien, la propuesta cartesiana en concreto adolece de defectos tan

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importantes, que no permitirá calcular los intercambios de cantidad de movi­miento que de hecho tienen lugar como resultado de los choques. Resulta, por tanto, teóricamente importante, pero prácticamente ineficaz. Uno de los más graves errores consiste en sostener que la capacidad de los cuerpos para resistir a la variación de su estado es proporcional al volumen espacial, cuando en reali­dad lo será a una magnitud muy diferente introducida por Newton, que no es otra sino la masa inerciaL Además, excluye la dirección del movimiento, no toman­do en cuenta que el cambio de dirección también es cambio de movimiento. Dicho en términos modernos, la velocidad es una magnitud vectorial en la que no puede omitirse el signo positivo (en una dirección) o negativo (en la inver­sa) del movimiento. Como resultado, Descartes obtiene una magnitud m x v, en la que m es materia-extensión en vez de masa y v es únicamente el módulo de la velocidad. No es de extrañar, en consecuencia, que las colisiones sean fenó­menos que no se ajusten a las predicciones cartesianas.

Tras haber formulado las leyes de la Naturaleza, que no son sino leyes de los movimientos, Descartes está en disposición de dar comienzo a una teoría general sobre la formación y estructura del universo que compite con el pun­to de vista de los cosmólogos, no de los astrónomos. En efecto, no se propo­ne aportar mayor precisión al estudio cuantitativo de los cielos (Kepler), ni tampoco llevar a cabo nuevas observaciones sobre lo que en él sucede auxilia­do por un telescopio (Galileo). De lo que se trata es de asistir al gran espectá­culo de la posible producción del mundo por medios mecánicos. Descartes nos invita, así, a adentrarnos en el conocimiento de las cosas más generales que guardan relación con lo que expresivamente llama “la fábrica del Cielo y de la Tierra” (Descartes, 1996c: IV, art. 206).

3.2.4. La fábrica del mundo

Según lo dicho hasta aquí, la materia de la que están hechas todas las cosas, en el cielo y en la Tierra, se resuelve en un conjunto de partes, siempre divisi­bles, en movimiento. Puesto que, además de movimientos diferentes, dichas partes pueden tener tamaños distintos, cabe agruparlas en tres grandes clases, a las que Descartes llama elementos (utiliza así una terminología clásica; pero no hay que confundir los elementos aristotélicos, cualitativamente diversos, con los cartesianos, carentes de toda cualidad o tendencia). Denomina primer elemento al conjunto de partes que son mucho menores y se mueven mucho más deprisa que cualquiera de las de los demás cuerpos. Por el contrario, aque-

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lias que son de mayor tamaño y movimiento más lento integran el tercer ele­mento. Entre ambos extremos se sitúan las partes de tamaño y movimiento intermedios, que forman el segundo elemento.

En vez de los cinco tipos de materia que postulaba Aristóteles (una en el cielo y cuatro en la Tierra), ahora hay uno solo que viene definido por la exten­sión. Todo es res extensa o cosa extensa. El criterio de distinción que permite hablar de elementos es meramente cuantitativo: partes de materia con más o menos tamaño y más o menos movimiento. El conjunto de todas ellas cons­tituye la realidad primaria de la que están hechos todos los cuerpos.

La pregunta que a continuación se suscita es precisamente cómo han lle­gado a formarse estos últimos; de qué modo los corpúsculos materiales se han ido reuniendo hasta constituir estrellas, planetas, satélites y cometas; qué tipo de ordenación ha resultado de su combinación (geocéntrica o heliocéntrica); en último término, por qué hay mundo, esto es, conjunto ordenado de cuer­pos, y no la mera colisión caótica de unas partículas con otras.

El mero hecho de plantear estas cuestiones supone toda una novedad. La cosmología aristotélica describe un universo sin historia, sin principio y sin finaL El mundo es eterno, sin que haya en él ningún tipo de creación divina. Tam­poco precisa de un demiurgo ordenador (a diferencia de Platón), ya que el caos no precedió al cosmos. El universo, según Aristóteles, ha sido, es y será la estruc­tura ordenada que hoy conocemos, con una Tierra central y unas estrellas peri­féricas (sobre la cosmología de Aristóteles véase: Teorías del Universo, vol. I, cap. 1, epígrafe 1.6.3). Los europeos, desde la Baja Edad Media, habían combinado este planteamiento con el que se narra en el Génesis. En él se da cuenta de un uni­verso sin historia, pero con principio y fin al El mundo debe su existencia al acto por el que Dios lo sacó de la nada. Tiene pues un origen creado. Ahora bien, según el relato del Antiguo Testamento, el único proceso que tuvo lugar culmi­nó en seis días y consistió en la aparición sucesiva (podía haber sido simultánea) de las distintas criaturas, desde la luz hasta el ser humano.

Descartes afirma no poner en duda el contenido de este libro sagrado, de modo que las mencionadas criaturas habrían ido saliendo de la mano del Crea­dor “con tanta perfección como ahora poseen”. Es decir, excluye explícitamente toda posibilidad de evolución, tanto de las especies, en el caso de los seres vivos, como del propio universo material. En consecuencia, planetas y estrellas están donde siempre estuvieron, son como siempre fueron y se mueven como siempre se movieron, y así permanecerán hasta que la divina voluntad decida devolver el conjunto de lo creado a la nada de la que fue rescatado. Y sin embargo, y esto es lo novedoso, entiende que la explicación genética, aunque sea falsa, es útil

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No dudo que el mundo haya sido creado desde el comienzo con tanta per­fección como ahora tiene, de modo que el Sol, la Tierra, la Luna y las estrellas hayan existido desde entonces; y que la Tierra no sólo haya contenido las semi­llas de las plantas, sino que las plantas mismas hayan cubierto una parte de ella; y que Adán y Eva no hayan sido creados niños sino en la edad de hom­bres perfectos. La religión cristiana exige que lo creamos así. [...] Sin embar­go, lo mismo que conoceríamos mejor cuál ha sido la naturaleza de Adán y la de los árboles del paraíso si se examinara cómo se forman los niños poco a poco en el vientre de sus madres y cómo salen las plantas de sus semillas, que si se considerara únicamente cómo eran cuando Dios las creó, de igual modo enten­demos mejor cuál es la naturaleza de cuanto hay en el mundo si podemos ima­ginar algunos principios muy inteligibles y simples que nos permitan ver cla­ramente cómo los astros y la Tierra, y todo este mundo visible ha podido ser producido. [...], que si lo describimos sólo tal cual es, o tal como creemos que ha sido creado (Descartes, 1996c: 111, art. 45).

Sin entrar a juzgar si Descartes tenía o no presente la Inquisición al afir­mar que la explicación genética es falsa, lo cierto es que su hipótesis cosmo­gónica resulta provechosa al conocimiento del mundo, y ello a pesar de que no sea verdadera. Su objetivo no es mostrar que las cosas ocurrieron tal como va a contar, sino poner de manifiesto que, aun en el hipotético caso de que Dios hubiera creado materia y movimiento en el más absoluto caos, al impri­mirles ciertas leyes naturales, éstas habrían ido modificando necesariamente ese desorden inicial hasta generar el orden que ahora contemplamos. No se trata, pues, de contar la historia del universo desde sus condiciones iniciales hasta el presente, sino más bien de poner a prueba la eficacia de los principios y leyes mecánicas que previamente ha establecido. Y es que el gran mecanismo de la Naturaleza tiene un funcionamiento tan inexorable como el de la más perfec­ta máquina que quepa concebir. El acontecer está regido por una causalidad estricta ajena a toda suerte de fines o propósitos. De ahí que el estado actual del universo pueda derivarse genéticamente de su origen, lo mismo que una conclusión se obtiene a partir de sus premisas.

Pasemos sin más dilación a narrar la hipótesis cosmogónica cartesiana en la que, como si de una fábula se tratara, se pretende dar cuenta de la produc­ción mecánica del mundo (Descartes, 1991: caps. 8.°, 9 .° y 10.° y Descartes, 1996c: III). Para ello conviene partir del supuesto más simple. Al comienzo, Dios creó la materia dividida en partes, a las que dotó de todos los tamaños, figuras y tipos de movimiento que pueda imaginarse. Existían, así, muchas partes de materia, irregularmente dispuestas, con figuras, tamaños y movi­

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mientos por completo arbitrarios. El más perfecto caos reinaba por doquier. Puesto que no cabe concebir más extensión que la material, dichas partes de materia no podían dejar el menor intersticio vacío. Luego, si no había espacio vacío, los movimientos que empezaron a darse no tuvieron lugar nunca en línea recta. Muy al contrario, debieron ser aproximadamente circulares, for­mando torbellinos o vórtices. Surgieron, por tanto, diferentes centros de rota­ción en torno a los cuales giraban partículas diversas.

Pronto, sin embargo, una cierta uniformidad sustituyó a esta caótica diver­sidad primigenia, debido a que los constantes choques de unas de esas partí­culas con otras produjeron el efecto de reducirlas a un tamaño medio seme­jante, con una figura redonda (efecto del desgaste de sus ángulos) y con una fuerza de movimiento media (resultado de su distribución desde las que tenían más en el principio a las que tenían menos). Partiendo de una heterogeneidad inicial, la materia llegó a adoptar así la forma del segundo elemento. Pero la nueva homogeneidad no era absoluta. En efecto, desde el principio algunas de las partes de materia tuvieron un mayor tamaño o fueron más difícilmente divisibles a causa de su peculiar figura. En consecuencia, su fuerza para resis­tir el movimiento fue también mayor (recuérdese que la fuerza pasiva es pro­porcional al tamaño), así como su tendencia a continuar moviéndose en línea recta lejos de los centros de rotación. Estos corpúsculos de mayor tamaño y menor movimiento constituyeron la forma del tercer elemento, que sirvió para componer planetas, satélites y cometas.

Por último, el continuo desgaste de las partes del segundo elemento originó partículas mucho menores procedentes de las limaduras de sus ángulos, que, por tanto, tenían un veloz movimiento (materia y movimiento siempre están en rela­ción inversa). Debido a su menor tamaño y mayor movimiento, dieron lugar al primer elemento. Al ser tan pequeñas, cumplieron con la función de rellenar los intersticios vacíos que las partes del segundo elemento tendrían que dejar por ser redondas y no encajar perfectamente unas con otras. Las partes sobrantes de este primer elemento se precipitaron sobre los centros de los vórtices (por las mismas razones que las del tercer elemento tenían que dirigirse hacia la perife­ria), en donde originaron el Sol y las restantes estrellas (obsérvese que Descartes no concibe las estrellas adheridas a ninguna esfera última, sino que les concede un papel semejante al de nuestro Sol). En cuanto a las partes del segundo ele­mento, compusieron la materia interestelar que, al desplazarse circularmente, originó los vórtices capaces de arrastrar consigo a los planetas.

Procede ahora preguntarse cómo llegaron a formarse planetas y cometas. Según se ha dicho, las partículas del tercer elemento tendían a alejarse del cen-

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ero en virtud de lo que posteriormente (con Huygens) se denominará fuerza cen­trífuga. Ahora bien, no todas tenían la misma fuerza, lo que determinó que no se movieran en la misma región del remolino, e incluso que ni siquiera lo hicie­ran en idéntico remolino. En efecto, puesto que habían de moverse con el mis­mo movimiento que la materia del vórtice que las contenía, fácilmente puede establecerse una primera gran división entre aquellas que poseían más fuerza que las partes del segundo elemento que las rodeaban y aquellas que poseían menos. Las de mayor fuerza, al dirigirse a la circunferencia exterior del vórtice en el que se hallaban, no lograban ser retenidas por éste y se adentraban en otro, y des­pués en otro, y así sucesivamente sin detenerse jamás mucho tiempo en ningu­no. Son los cometas. Las otras, en cambio, puesto que tenían menos fuerza que las panes de la materia interestelar circundante, fueron empujadas por éstas hacia el centro, haciéndolas descender hasta que llegaran a una región en la que la fuer­za de unas y otras fuera exactamente la misma. Entonces las partes del tercer ele­mento se estabilizaron entre las del segundo elemento, tomando su curso en el mismo sentido que ellas alrededor del Sol. Son los planetas.

No todos los planetas se situaron a iguales distancias del centro, de modo que el tamaño de las órbitas era diferente para cada uno de ellos. Y lo mismo puede decirse de su movimiento de traslación. Descartes establece (no con mucho fun­damento) que la velocidad de las partes del segundo elemento disminuye gra­dualmente desde la circunferencia exterior de cada vórtice hasta un cierto lugar, aumentando después desde ahí hasta el centro. La zona donde dicha velocidad es menor coincide con la órbita de Saturno, por lo cual este planeta será el que se mueva con más lentitud; a medida que nos aproximamos al Sol, los planetas se han de mover más deprisa, correspondiendo a Mercurio la velocidad superior. La razón estriba en que el movimiento de rotación del Sol (o de la estrella que en cada vórtice ocupe la posición central) aumenta el movimiento de las partes del segun­do elemento más próximas a él. De ello se deduce que el tamaño de estas últimas tiene que ser menor, ya que de lo contrario su fuerza centrífuga las haría ascender a regiones más alejadas dei centro. En cambio, las partes situadas entre la órbita de Saturno y la circunferencia exterior del vórtice serán iguales entre sí.

En definitiva, hay diferentes planetas a distancias distintas del Sol, pero siem­pre dentro de los límites del vórtice que los arrastra. Sólo los cometas pueden reba­sar esos límites y adentrarse en el territorio de otros vórtices. Además, según se ha dicho, las partes de la materia del tercer elemento que integran los planetas y la materia del segundo elemento circundante tienen la misma fuerza, pero eso no sig­nifica que tengan igual velocidad. Debido a que las partes de este segundo elemen­to son de menor tamaño que aquéllas, no logran comunicarles todo su movimien­

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to al empujarlas alrededor del Sol. De ello derivan dos consecuencias importantes. La primera consiste en que, al no poder dotar a los planetas de su misma velocidad en el movimiento de traslación, los obligan a girar en torno a sus propios centros originando un movimiento de rotación. La segunda se refiere a la formación de pequeños remolinos en torno al planeta, de modo que, si otro cuerpo se hallara en esa región del vórtice, el de menor tamaño se vería llevado por ese pequeño remo­lino y giraría alrededor del otro convirtiéndose así en satélite suyo.

En la figura 3.2 (reproducción a tamaño reducido de la que ofrece Descar­tes en el capítulo 8.° de E l Mundo), los puntos S, E, E, A son los centros de los respectivos vórtices, y toda la materia comprendida en el espacio F, G, G, F, es un vórtice que gira alrededor del Sol, S, arrastrando a los seis planetas entonces conocidos (es lo que llamaríamos nuestro sistema solar, denominación que Des­cartes no emplea). Asimismo, toda la materia contenida en el espacio H, G, G, H es otro remolino que tiene a la estrella E como centro, y así sucesivamente. Hay tantos vórtices como estrellas, y puesto que el número de éstas es infinito, la exten­sión del universo también lo es. Por último, la trayectoria representada por la ban­da C D Q R correspondería a la de un cometa que, en cuanto tal, pasa de unos vórtices a otros no pudiendo ser retenido por ninguno de ellos (a diferencia de lo que ocurre con los planetas, siempre prisioneros del mismo remolino).

Figura 3.2.

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Dos temas fundamentales hay que mencionar todavía que se relacionan con la concepción cartesiana de la luz, por un lado, y con la diferencia entre sólidos y líquidos, por otro. Comenzando por esto último (E l Mundo, cap. 3.°), Descartes afirma que esa diferencia estriba en la menor separabilidad de las partes de un cuerpo sólido frente a las de un fluido, lo cual a su vez depende del estado de reposo o de movimiento relativo de dichas partes. Es decir, el cuerpo más duro que quepa concebir será aquél cuyas partes estén en reposo unas con respecto a otras, pues entonces será necesaria una gran fuerza para separarlas. En cambio, el cuerpo más líquido será aquél cuyas partes se mue­van con gran agitación, ya que en ese caso bastará con una pequeña fuerza que acentúe lo que ellas de por sí tienden a hacer, a saber, alejarse unas de otras. Esto tiene una consecuencia cosmológica inmediata: el primer elemento y el segundo (debido al mayor movimiento de sus partes) son fluidos, en tanto que el tercer elemento da lugar a cuerpos sólidos. Así, los planetas, satélites y come­tas se hallan “flotando” en un medio fluido, de modo semejante a cuerpos que fueran arrastrados por la corriente de un río. Por su parte, el Sol y las estrellas serán astros formados por materia líquida y caliente (razón por la cual, para Descartes, el calor es también una forma de movimiento).

En cuanto a la luz, es uno de los temas que más atrajo la atención del filó­sofo francés, tanto desde el punto de vista geométrico como físico. Aquí inte­resa únicamente la naturaleza física de este fenómeno. Frente a los antiguos atomistas, para quienes la luz estaba formada por una clase de átomos parti­cularmente sutiles que viajan desde la fuente luminosa hasta el órgano de la visión, Aristóteles había establecido que se trataba de un estado o cualidad que el fuego actualiza en medios diáfanos tales como el agua o el aire. Se había opuesto, en consecuencia, a asociarla con el movimiento de partes de materia.

Para Descartes, en cambio, como no podía ser por menos, la luz se expli­ca a partir del movimiento, pero no supone transporte de materia. Lo que se propaga e impresiona nuestra retina es la presión que las veloces partículas del primer elemento ejercen, desde el centro de los vórtices, sobre las del segun­do para alejarse de los centros de rotación. Recuérdese que, en virtud de la ley de la conservación del movimiento rectilíneo, todo cuerpo tiende a desplazar­se en línea recta alejándose de los centros de rotación. Otra cosa es que, en un mundo lleno, tal tendencia a la conservación de la dirección no pueda con­vertirse jamás en movimiento efectivo. Pero lo fundamental es que el movi­miento circular siempre engendra fuerzas centrífugas. En efecto, al girar las partículas del primer elemento y tender, no obstante, a desplazarse rectilínea­mente, transfieren una presión a las partes del segundo elemento que se extien­

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de en línea recta desde el centro del movimiento circular hasta la periferia. Esa presión transmitida por la materia del correspondiente vórtice y que tiene su origen en el movimiento de las partes del Sol o de las estrellas, es reflejada cuan­do se encuentra con los planetas.

Lo anterior permite dar una caracterización óptica de los elementos. Así, podremos llamar luminoso al primer elemento que forma el cuerpo del Sol y de las estrellas, puesto que es capaz de emitir luz; trasparente a la materia del segundo elemento que constituye los vórtices, ya que la propaga; opaco al ter­cer elemento en la medida en que refleja sus rayos. Según esto, sólo los cuer­pos centrales de los remolinos son capaces de emitir luz. De ahí que al Sol haya de corresponder necesariamente la posición central, a menos que se esté dis­puesto a negarle la categoría de cuerpo luminoso y concedérsela, en cambio, a la Tierra.

3.2.5. Descartes y el movimiento de la Tierra

El desarrollo de su hipótesis cosmogónica ha conducido a Descartes a una descripción del mundo de características copernicanas. Se ha propuesto com­prender la estructura del universo no observando con más precisión su estado presente (tal como han hecho Brahe, Kcpler o Galilco), sino deduciéndolo racionalmente de estados anteriores en el marco de un planteamiento genético tan novedoso como arriesgado. Y lo fundamental, en su opinión, es que inclu­so partiendo del caso más desventajoso, el caos, necesariamente se desembo­ca en un tipo de ordenación cósmica que coincide con la establecida por Copér- nico. Ésta es, por tanto, la peculiar manera como el filósofo francés contribuye a la defensa de la nueva doctrina. Dicho de otro modo, la cosmogonía carte­siana se pone al servicio de la astronomía heliocéntrica.

Ahora bien, una cosa es asumir los postulados copernicanos en lo que se refiere a la posición y movimiento de los astros (Sol central, etc.), y otra muy distinta aceptar la explicación de su comportamiento observable en términos de esferas planetarias materiales, movimientos circulares naturales, mundo limitado esférico y demás afirmaciones de la física y de la cosmología aristo­télicas, todavía compartidas por Copérnico (sobre este tema puede consultar­se: Teorías del Universo, vol. I, cap. 2, epígrafe 2.4.1). Descartes no está inte­resado en dedicar ni tan siquiera una sola línea al estudio cuantitativo de los cielos, esto es, al perfeccionamiento de los cálculos astronómicos. Lo que sí desea es escribir una gran obra cosmológica, opuesta a Aristóteles, en la

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que se dé razón de los principales fenómenos celestes y terrestres en función de las causas mecánicas que los producen. Como resultado, establece ciertas tesis ya consideradas en el epígrafe anterior y que pueden resumirse del modo siguiente.

1. Todos los cuerpos que componen el mundo visible están hechos de una misma materia. Sin embargo, atendiendo al tamaño y movimiento de sus partes, puede hablarse de tres elementos. Las de menor tamaño y mayor movimiento constituyen el primer elemento; por el contrario, las de mayor tamaño y menor movimiento forman el tercer elemento; entre unas y otras partículas se sitúan las del segundo elemento (al que autores poste­riores denominarán éter), de tamaño y movimiento intermedios.

2. Los tres elementos anteriores admiten también una caracterización óptica. Así, puesto que el primer elemento emite luz, es luminoso; el segundo la transmite, luego es transparente; el tercero la refleja, sien­do, en consecuencia, opaco.

3. Cada uno de estos tres elementos forma cuerpos distintos: las partes del primer elemento constituyen el Sol y las estrellas fijas; las del segun­do elemento componen la materia interestelar que llena las regiones en las que no hay cuerpos celestes; las del tercer elemento dan lugar a pla­netas, satélites y cometas.

4. Puesto que la diferencia entre un sólido y un fluido está únicamente . en la mayor agitación y separabilidad de sus partes, hay que conside­

rar que los elementos primero y segundo son fluidos, mientras que el tercero es sólido.

5. Luego la materia de las regiones interplanetarias o cielos (además de la que compone el Sol y las estrellas) es fluida. Ello quiere decir que dichos cielos están compuestos de pequeñas partes que se mueven sepa­radamente unas de otras.

6 . Al igual que sucede en los torbellinos de agua o de aire, esa materia de los cielos gira sin cesar describiendo círculos en forma de vórtices.

7. En su rápido movimiento giratorio los cielos arrastran a todos los cuer­pos que se encuentran en ellos (planetas y satélites), lo mismo que un remolino de agua o de aire lleva consigo las hojas caídas de los árboles.

8. Las partes de materia del primer elemento que se precipitan sobre los centros de los torbellinos forman el Sol y las estrellas. Allí originan un peculiar modo de presión sobre las partes del segundo elemento que no es otra cosa que la luz. En consecuencia, al Sol y las estrellas les corres­

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ponde ocupar la posición central; desde allí emiten la luz que los cielos transmiten y que los planetas reflejan. (Adviértase que las estrellas se con­vierten en soles situados en el centro de otros tantos vórtices; no hay pues un solo centro del mundo, sino un número ilimitado de ellos.)

9- Lo anterior supone que sólo el Sol y las estrellas brillan con luz pro­pia. Los demás, en cambio, reflejan la que reciben.

10. Tanto la Tierra como el resto de los planetas son transportados por el gran remolino de cielo líquido en el que están contenidos. Se ven así obligados a girar alrededor del Sol.

11. No siempre en el centro de los torbellinos, remolinos o vórtices hay una estrella. Por el contrario, hay vórtices de menor tamaño cuyo cen­tro está ocupado por un planeta (Júpiter o la Tierra, por ejemplo). Ellos son los responsables del movimiento de los cuatro satélites de Júpiter descubiertos por Galileo, así como del de la Luna.

12. Los cielos parecen hallarse divididos en un ilimitado número de gran­des torbellinos con su correspondiente estrella central. Esto quiete decir que el número de estrellas es indefinido (recuérdese que por razones teológicas Descartes elude el término infinito).

13. Los cometas son cuerpos cuyas órbitas abarcan más de uno de estos grandes remolinos.

14. En conjunto, las estrellas alcanzan una distancia indefinida (infinita). Carece de sentido situarlas a todas por encima de Saturno en una mis­ma superficie esférica. Luego la esfera estelar de los antiguos no existe.

15. Toda la materia del universo se halla en una constante disposición a alejarse de los centros de rotación. Esa tendencia centrífuga, obstacu­lizada por el empuje de las partes de materia circundante, es lo que explica fenómenos tan importantes como la luz o la gravedad (con res­pecto a la gravedad, véase epígrafe 4.3). Del resultado de ese juego de fuerzas (fuerza de impulso-fuerza centrífuga) depende que un cuerpo sea una estrella (si se mantiene en el centro del remolino), o que ascien­da hacia la periferia y se adentre en otros remolinos (en cuyo caso se convertirá en cometa), o bien que se aleje del centro hasta ser reteni­da en un lugar dentro del torbellino, sin ascender ni descender más (planeta). Los cuerpos celestes carecen, por tanto, de la inmutabilidad que Aristóteles les había atribuido.

De todo lo dicho se deduce algo evidente. Así como la física aristotélica sólo es aplicable a un mundo geocéntrico, la física cartesiana es exclusivamente com­

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patible con un mundo heliocéntrico. Si no es el Sol (primer elemento o elemento luminoso) el que ocupa el centro del vórtice, no se mantiene su teoría de la mate­ria, del movimiento y de la luz. No es de extrañar, por tanto, que se sintiera pro­fundamente turbado cuando llegó a sus oídos la condena de Galileo, hasta el punto de afirmar que “si el movimiento de la Tierra es falso, todos los funda­mentos de mi filosofía lo son también”. Esto ocurrió en otoño de 1633, momen­to mismo en el que decidió guardar indefinidamente la obra que le mantenía ocupado desde hacía cuatro años, El Mundo o el Tratado de la Luz. En efecto, ésta no apareció hasta 1664, catorce años después de su muerte. Sin embargo, sí se decidió a publicar Los Principios de la Filosofía en 1644. ¿Por qué?

La astronomía de Copérnico contiene dos afirmaciones de naturaleza dis­tinta referentes a la posición central del Sol y al movimiento de la Tierra. La pri­mera implica una manera global de describir la estructura del universo, que Descartes nunca dejará de suscribir. Pero la segunda depende de una teoría general del movimiento que se puede variar sin dejar por ello de ser un coper- nicano. El hecho es que en Los Principios de la Filosofía hallamos afirmaciones como las siguientes:

Niego el movimiento de la Tierra con más cuidado que Copérnico y más verdad que Tycho (Descartes, 1996c: III, art. 19).

La Tierra reposa en su cielo, sin que por ello deje de ser arrastrada por él (Descartes, 1996c: III, art. 26).

Propiamente no se puede decir que la Tierra o los planetas se muevan, pese a que sean así transportados (Descartes, 1996c: III, art. 28).

Sin pasarse en absoluto a las filas de los ptolemaicos, Descartes presenta una sorprendente manera de conciliar el movimiento de la Tierra alrededor del Sol con el reposo de ésta en el medio material en el que “flota” y en el que es arras­trada. ¿Se puede predicar de un cuerpo a la vez movimiento y reposo? Sí, depen­de de la elección del sistema de referencia. Una vez que se ha abandonado la concepción aristotélica del movimiento (en la que éste se pensaba como un pro­ceso que afecta al interior del móvil) y se pasa a considerarlo como un cambio de relación, si tal cambio se produce habrá movimiento, y si no, no. Ahora bien, ¿cambio respecto de qué? La elección del sistema de referencia parece perfecta­mente arbitraria; de ahí que pueda atribuirse simultáneamente a un mismo cuerpo dos estados distintos como son movimiento y reposo. Resulta obvio,

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por ejemplo, que quien navegue sentado sobre la cubierta de un barco estará en reposo respecto del barco y en movimiento respecto de la costa.

En el sistema cartesiano, si el término de referencia es el Sol, la Tierra se mueve. Pero, si atendemos a las partes del segundo elemento que la circundan (o sea, al medio fluido interestelar o éter), puesto que se ve llevada por ellas, hay un desplazamiento conjunto. Pero sucede que, cuando un móvil se tras­lada sin modificar su posición relativa con respecto a otro, su estado es de repo­so relativo. Luego la Tierra está en reposo con respecto a su cielo líquido circun­dante, precisamente por seguir el curso del movimiento de éste. Y lo mismo sucede con los demás planetas.

Según esto, parece que el tipo de cosmología que Descartes defiende, basa­da en la idea de movimiento de los cuerpos celestes en un medio fluido, le per­mitiría afirmar el reposo de la Tierra a partir de la relatividad de los movimientos en general Sin embargo, si no dijera nada más, seguiría en pie el problema que ha originado la condena de Galileo: la Tierra se mueve con respecto al Sol. Lo inesperado es que sí añade algo en Los Principios de la Filosofía, que no había mencionado en El Mundo.

Propiamente hablando el movimiento no es sino el transporte de un cuerpo desde la vecindad de aquéllos que le tocan inmediatamente, y que nosotros consideramos en reposo, a la vecindad de otros. [...] Por tanto, no p o dría hallarse en la Tierra n i en los dem ás p lanetas m ovim ien to a lguno según la significación propia de este término, ya que éstos no son transportados desde la vecindad de las partes del cielo con las que están en contacto, en tanto que consideramos esas partes como en reposo. En efecto, para que [los planetas] fueran así transportados sería necesario que se alejaran al mis­mo tiempo de todas las partes de ese cielo tomadas conjuntamente, cosa que no ocurre (Descartes, 1996c: III, art. 28; véase también: II, arts. 24 y 25. La cursiva es nuestra).

Resumiendo, la Tierra no está en movimiento porque no cambia su posi­ción o distancia con respecto a las partes de materia del cielo (no se aleja de ellas) y, desde este punto de vista, está en reposo. La cuestión es por qué Des­cartes privilegia un determinado sistema de referencia sobre los demás; por qué el movimiento propiamente dicho (a diferencia de su sentido vulgar) ha de definirse precisamente en relación a los cuerpos vecinos contiguos y no en rela­ción a cualquier otro, aunque esté tan distante como el Sol. En definitiva, se nata de saber cuál es la razón por la que no se afirma con el mismo derecho el movimiento de la Tierra respecto del Sol que su reposo referido a las partes con­

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Teorías del Universo 11

tiguas del éter, si ambos son estados igualmente relativos. En principio, no se ve por qué, e s tr ic ta m e n te h a b la n d o , la T ie rra está en reposo.

Hay una sencilla y evidente respuesta que ha sido admitida por buena par­te de los estudiosos de Descartes. Este filósofo habría encontrado de este modo la manera de seguir defendiendo su sistema copernicano, tal como aparece en E l M u n d o , y al mismo tiempo negar el movimiento de la Tierra. Con ello mata­ba no dos, sino tres pájaros de un tiro. Primero, evitaba tener que renunciar a sus convicciones cosmológicas. Segundo, se protegía de posibles ataques, polé­micas y condenas que, como mínimo, le hubieran robado la paz y el sosiego que tanto valoraba. Tercero, se sometía así a la autoridad de la Iglesia, cosa que explícitamente afirma querer hacer (Descartes, 1996c: IV, art. 207).

Cabe, sin embargo, plantear una duda razonable sobre si sólo y exclusiva­mente las circunstancias históricas y una buena dosis de pragmatismo lleva­ron a Descartes a sostener este punto de vista. Para salir de dudas lo mejor es analizar su concepción del movimiento tal como queda establecida en la Par­te II de L os P rin c ip io s d e la F ilo so fía . Allí sostiene que, si en verdad queremos saber qué es el movimiento, no conformándonos con el uso ordinario que le da el vulgo, no es posible entenderlo como mero cambio de lugar. Pues hay tantos lugares como puntos de referencia puedan elegirse arbitrariamente. Lue­go sería posible atribuir a un mismo cuerpo infinitos movimientos. Ahora bien, el movimiento propiamente dicho es ú n ic o en cada cuerpo, lo cual obliga a especificar uno entre la infinidad de lugares posibles.

En su opinión, e l lugar por antonomasia, al que denomina lu g a r externo , es la superficie con la que limita el cuerpo en cuestión (Descartes, 1996c: II, art. 15). Ello supone que el movimiento propio de cada cuerpo es el cambio de posición únicamente con respecto a los cuerpos lim ítro fes. Si dicho cambio de posición no se da, el cuerpo, estrictamente hablando, está en reposo. En la medida en que esto es lo que sucede en el caso de la Tierra, cabe afirmar con pleno derecho que ésta permanece en reposo (a pesar de que se desplace con respecto al Sol).

Con este planteamiento, lo que Descartes hace es privilegiar un sistema de referencia. En diversos pasajes de su obra se manifiesta contrario a que la rea­lidad del movimiento dependa de n u e s tro p e n sa m ie n to . Y se comprende que así opine. Pues, sí el movimiento no es sino cambio de posición con respecto a un sistema de referencia que el observador libre y caprichosamente elige, difí­cilmente ese movimiento podrá ser considerado como una propiedad de los cuerpos mismos. Bastaría con que variara la elección de dicho sistema, sin que en la cosa se hubiera producido el menor cambio, para que lo que estaba en movimiento pasase a estar en reposo, o viceversa.

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La gran maquinaria del mundo

Pero, en la física cartesiana, las partes de materia se caracterizan por su tamaño y su movimiento. Luego, si el m o v im ie n to es una p r o p ie d a d d e l m ó v il, éste ha de ser ú n ic o (no múltiple) y opuesto al reposo. Ello exige a su vez un sistem a d e re ferencia o b je tivo , en vez de subjetivo o relativo al observador. Pero, en un mundo lleno, este sistema de referencia no puede ser el espacio vacío (como sucederá en Newton). En consecuencia, tendrá que venir especificado por o tro s cu erp o s que, en todo caso, han de ser e x te rn o s al móvil (es evidente que nada puede convertirse en término de referencia de sí mismo). ¿Cuáles serán esos cuerpos? Según la hipótesis más sencilla (o tal vez la que mejor con­viene a sus propósitos conciliadores con la Iglesia), Descartes entiende que son aquéllos sobre cuyo fondo se aprecia el movimiento o el reposo del cuerpo en cuestión, o sea, sus vec in o s lim ítro fe s .

Falta por decidir una última cuestión: cómo saber si algo se mueve y es el sistema de referencia el que está en reposo, o al revés (como sucede con la Tie­rra y la materia etérea que la envuelve). Pues, si indistintamente puede afir­marse una cosa u otra, de nuevo careceremos de un criterio objetivo que per­mita atribuir a un móvil uno u otro estado. También para esto Descartes tiene respuesta (Descartes, 1996c: II, arts. 29 y 30 y II, art. 28). Un cuerpo se mue­ve cuando to d o ¿ l se sep a ra de aquéllos con los que está en contacto. Así, en el caso de la Tierra, aunque algunas de sus partes se desplacen en relación a tas más próximas, en conjunto hay que afirmar que no se mueven. Para que así fuera, sería preciso que toda ella perdiera el contacto con las partes de mate­ria contigua, separándose y alejándose de ellas. Pero eso no sucede. Luego la T ierra no se m u eve .

Según esta interpretación del pensamiento cartesiano (coincidente con la defendida por Garber [1992: 156-172]) el objetivo final de su planteamiento sería, no sólo proteger a su autor de las iras eclesiásticas, sino garantizar que el movimiento pueda ser concebido como puro c a m b io d e re la c ió n sin conver­tirse por ello en arbitrario y convencional. Esto exige que el sistema de refe­rencia sea o b je tiv o (los cuerpos limítrofes a cualquier móvil).

A Galileo fundamentalmente le interesaban los m o v im ie n to s p a rtic ip a d o s o co m p a rtid o s, a fin de poder justificar la ausencia de efectos perceptibles deri­vados del movimiento terrestre y responder así a las objeciones de los antiguos ( T eoría d e l U n iverso , vol. I, cap. 4, epígrafe 4.1.6). Descartes, en cambio, se halla en este punto mucho más próximo a Newton: lo importante es deter­minar la verdadera naturaleza del movimiento. Para ello, lo que hay que ana­lizar no es la infinidad de movimientos en los que un móvil puede participar, sino, por el contrario, aquel ú n ic o movimiento que es propio de cada cuerpo

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Teorías del Universo II

en particular (Descartes, 1996c: II, art. 31). El atento lector de la física carte­siana que fue Newton rechazará por completo que cuerpo alguno pueda ser­vir de sistema objetivo de referencia. De ahí su cerrada defensa del espacio absoluto. El tema, no obstante, permanecerá abierto y será ampliamente deba­tido hasta que Einstein elimine toda esperanza de encontrar ese sistema úni­co y objetivo que permita decidir inequívocamente el movimiento o el repo­so de los cuerpos. O mejor, hasta que Einstein muestre que la búsqueda misma de tal sistema carece de todo significado físico.

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4Inercia, gravedad

y fuerza centrífuga

4 .1 . El movimiento de los planetas, la gravedad y la fuerza centrífuga

Febrero de 1650. Las frías madrugadas de Estocolmo han puesto fin a la vida de Descartes (obligado por la reina Cristina de Suecia a impartirle clases a intempestivas horas de la mañana). Ocho años antes había fallecido Galileo. Kcpler, por su parte, había desaparecido en 1630 víctima, lo mismo que Des­cartes, de una neumonía. Nos hallamos, pues, exactamente en la mitad del siglo XVII. Muchas cosas han variado en filosofía natural, pero, desde el pun­to de vista de la explicación de los movimientos planetarios, una en particu­lar interesa ahora destacar, ya aludida con anterioridad. Se trata del profundo cambio que tiene lugar en la concepción del movimiento circular de los cuer­pos celestes, considerado desde la Antigüedad como natural y simple.

En el marco aristotélico de la división del mundo en dos regiones, una sublunar y otra supralunar, el movimiento que de modo “natural” , o no for­zado, realizan los cuerpos terrestres tiene lugar en línea recta. En cambio, los cuerpos celestes se desplazan junto con sus esferas orbitales describiendo cír­culos perfectos alrededor del centro del mundo. Puestas así las cosas, dos con­secuencias se derivan de ello. En primer lugar, la gravedad no es un fenómeno propio del mundo celeste, ya que, si consiste en la tendencia de los cuerpos a ocupar el lugar más próximo a ese centro, es manifiesto que los astros no pesan (su inclinación, por el contrario, los conduce a mantenerse equidistantes de él). En segundo lugar, tampoco hay que atribuir a los pobladores de los cielos el menor esfuerzo por alejarse de los centros de rotación en línea recta. Nada permite suponer que el movimiento de estrellas y planetas engendre lo que 1 luygens denominó fuerzas centrifugas.

Una vez más, la Tierra es de naturaleza distinta al cielo. Las piedras no son como los planetas. Si atamos una piedra con una cuerda y la hacemos girar en

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círculo, hemos de hacer un esfuerzo para que continúe moviéndose de ese modo, esfuerzo que se refleja en la tensión de la cuerda. En el momento en que dejemos de “tirar” hacia el centro, dicha piedra saldrá despedida en línea recta. Pero los planetas no precisan nada que los retenga a una distancia cons­tante del centro de sus movimientos, porque no tienen la menor tendencia a alejarse de él. No se necesita, por tanto, una teoría de fuerzas o algo similar que explique la razón por la que los planetas se mantienen en sus órbitas mate­riales. Pero, aun cuando la materialidad de dichas órbitas se ponga en cues­tión, tal como sucede a partir de Tycho Brahe, se requiere todavía algo más para que el movimiento no rectilíneo de los cuerpos celestes exija ser justifi­cado. Ese “algo más” es la introducción de la in e rc ia rec tilín ea .

Según una de las leyes de los movimientos de Descartes, “cuando un cuerpo se mueve, [...] cada una de sus partes tiende a continuar su movimiento en línea recta” (Descartes, 1991: 111). Y así, aunque en su mundo lleno ningún movi­miento pueda realizarse en esa dirección, siendo de hecho todos aproximada­mente circulares (en forma de torbellinos); sin embargo, no por ello su inclina­ción o tendencia al movimiento deja de ser rectilínea. Tal como se vio en el epígrafe3.2.3, el asunto no es trivial por cuanto da la pauta de lo que un cuerpo haría en e l caso d e no ser o b sta cu liza d o desde e l exterior. Resulta, por tanto, que, en a usencia d e in flu en c ia s extern a s, tod o cuerpo, celeste o terrestre, se m o verá en lín e a recta. Por supuesto, en la práctica jamás sucede que un cuerpo se vea libre de sufrir accio­nes provenientes de otros (para ello tendría que ser el único existente en el mun­do), pero justamente esto otorga la máxima importancia a la siguiente pregunta: ¿ q u é im p id e a cada p a r te d e m a te ria desp lazarse en lin e a recta?

Desde el momento mismo en que el movimiento circular deja de ser natu­ral y se introduce el planteamiento inercial rectilíneo (tampoco sucedería esto si la inercia se concibe como circular), Descartes tiene razón al afirmar que “los cuerpos que giran circularmente tienden siempre a alejarse de los centros de los círculos que describen” (Descartes, 1991: 144). Pero, si, a pesar de ten­der inercialmente a apartarse de los centros de rotación, no observamos tal comportamiento en planetas y estrellas, quiere decirse que algo lo imposibili­ta. Ha de buscarse pues la causa de su movimiento circular (o elíptico). Aho­ra ya no es ocioso preguntarse por qué aquéllos no abandonan sus órbitas, sino que, muy al contrario, la cuestión se convierte en el problema clave de la nue­va teoría de los movimientos planetarios.

En concreto, lo que de modo más inmediato y evidente parece plantearse es la necesidad de identificar el agente capaz de contrarrestar la recién nacida tendencia centrífuga de los cuerpos celestes. Y puesto que en el ámbito de lo

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Inercia, gravedad y fuerza centrífuga

terrestre constatamos la existencia de otra tendencia orientada en sentido con- erario, la gravedad, no es de extrañar que algunos autores suscitaran la idea de considerar este fenómeno de aproximación al centro como el responsable de la neutralización del esfuerzo que los cuerpos realizan por alejarse de dicho centro. G ra v e d a d y fu e r z a c e n tr ífu g a van a aparecer, así, en ocasiones ligados en una relación de equilibrio tras la formulación de la ley de inercia y hasta que Newton ponga de manifiesto la clara superioridad de una pareja de tér­minos diferente: in e rc ia y fu e r z a c e n tr íp e ta , concebida como a tra cc ió n g r a v ita - to r ia recip roca entre todas las partes de materia. Cuando esto suceda (tras la publicación de los P r in c ip ia d a Newton en 1687), la noción de gravedad habrá pasado a ser la causa d e los m o v im ie n to s d e tod o s los cuerpos celestes. Esto es, se habrá convertido en una fuerza de alcance u n ive rsa l, algo que no resultaba en absoluto obvio para la mentalidad del siglo XVII.

4.2. Movimientos planetarios sin gravedad ni fuerza centrífuga en Copérnico, Galileo y Kepler

Por razones diferentes, ni Copérnico, ni Galileo, ni Kepler asociaron el tema de los movimientos planetarios al de la gravedad o al de lo que, después de Huygens (segunda mitad del siglo XVII), conoceríamos como fuerza cen­trífuga. La cuestión es, sin embargo, tan importante, que resulta del mayor interés conocer esas razones por las que no consideraron que pudiera tratarse de asuntos relacionados entre sí.

Comencemos por el más antiguo, Copérnico. Puesto que este astrónomo se desenvuelve en el marco de los m o v im ie n to s n a tu ra le s c ircu la res (de los que ahora participa también la Tierra), es claro que para él los planetas no pueden estar inclinados a apartarse de sus centros de rotación. En consecuencia, no necesita justificar por qué no lo hacen. En cuanto a la g ra v ed a d , mantiene la idea de que se trata de una te n d e n c ia in tr ín sec a presente en los propios cuerpos, y no el resultado de la acción de unos sobre otros (véase T eorías d e l U n iverso , vol. I, cap. 2, epígrafe 2.3.3). Lo que varía con respecto a Aristóteles es “aque­llo” hacia lo que los cuerpos propenden. En efecto, la gravedad ya no se define como la inclinación de cierto tipo de cuerpos sublunares (cuerpos pesados) a dirigirse al centro del mundo, ocupado por la Tierra, sino que ahora consiste en la inclinación de toda parte de materia a adoptar la figura esférica. Esto garan- 1 iza que las partes terrestres caigan sobre la Tierra para reunirse con ella, pero también las solares sobre el Sol, las lunares sobre la Luna, etc.

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Lo anterior supone la generalización de la gravedad en cuanto fenómeno que vincula a cada cuerpo celeste (esférico) con sus partes, pero no al conjun­to de todos ellos entre sí al modo de Newton. En resumen, en Copérnico, pri­mero, la gravedad nada tiene que ver con la causa de la uniformidad y circu- laridad de los movimientos planetarios y, segundo, dichos movimientos, por ser naturales, no engendran fuerzas centrífugas. Ni siquiera la Tierra produci­rá tal efecto (en contra de lo que argumentaba Ptolomeo) precisamente por corresponderle, lo mismo que a los demás planetas, movimiento natural cir­cular en vez de rectilíneo.

En cuanto a Galileo, no hallamos en él nada parecido a una dinámica celes­te, esto es, a una teoría de los movimientos planetarios en relación con las cau­sas o fuerzas que los producen. Su planteamiento se orienta prioritariamente a garantizar la posibilidad física (y no meramente astronómica) del movimiento de la Tierra, lo cual exige poder salvar las apariencias terrestres. El objetivo es hacer compatible el comportamiento observable de graves y proyectiles sobre la superficie terrestre con el supuesto de un velocísimo movimiento de rota­ción, al hay que sumar el de traslación. Para ello se requieren principios físi­cos nuevos, muy en especial el de inercia (circular en el caso galileano) y el de relatividad. Ésta ha sido la gran aportación de su obra Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano (véase Teorías del Uni­verso, vol. I, cap. 4, epígrafe 4.1.6).

Sin embargo, su concepción del movimiento inercial circular, surgida en el con­texto de los movimientos terrestres, no se aplica a los celestes. Esto es, Galileo no establece que los cuerpos celestes se mantengan indefinidamente en movimiento circular y uniforme sin causa o motor alguno. Bien entiende que ha de haber algu­na causa del movimiento planetario, pero, a falta de una teoría propia, todo pare­ce indicar que se atiene a las explicaciones copernicanas ligadas a la noción de movimiento natural. Tampoco, por tanto, aporta solución alguna a un problema que no se plantea: por qué los planetas se mantienen en sus órbitas.

Por otro lado, en la obra Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias Galileo expone su fundamental hallazgo en relación con la proporción según la cual los cuerpos se aceleran al caer libremente. En contra de lo que comúnmente se pensaba, la aceleración es proporcional al tiempo transcurrido y no al espacio recorrido, de modo que un cuerpo que parta del reposo adquirirá, en tiempos iguales, iguales incrementos de velocidad. Se tra­ta de su famosa ley de caída de los graves.

Ahora bien, una cosa es estudiar cinemáticamente el movimiento descen­dente de los cuerpos en tanto que graves, y otra muy distinta averiguar la cau­

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Inercia, gravedad y fuerza centrífuga

sa de este descenso, o sea, la ca u sa d e la g ra ved a d . También en este caso halla­mos un planteamiento muy similar al de Copérnico. A falta de un conoci­miento más profundo de la cuestión (que Galileo reconoce no tener), la gra­vedad seguirá siendo concebida como la te n d e n c ia in tr ín s e c a propia de los cuerpos terrestres a dirigirse al centro de su esfera, la Tierra, sin que este mis­mo planteamiento se aplique al resto de los cuerpos solares, lunares y demás. Ni remotamente hallamos en su obra la idea de servirse de la gravedad para explicar los movimientos planetarios.

Una última cuestión merece la pena mencionar a propósito del sabio ita­liano. Sobre la superficie de la Tierra los graves, además de tender a caer ver­ticalmente sobre ella, la acompañan horizontalmente en su giro hacia el este. Es esa c o m p o n e n te h o r iz o n ta l del movimiento de los cuerpos la que Galileo considera in e rc ia l alrededor del centro de la Tierra y, por tanto, c ircu la r. Una objeción clásica en contra del movimiento de la Tierra tenía que ver con el supuesto hecho de que, en el caso de que ésta rotara con gran velocidad, su giro sería tan violento que arrojaría fuera de ella a cuanto se encontrara en su superficie, e incluso las propias partes que integran la esfera terrestre llegarían a dispersarse. Dicho en términos modernos, la rotación de la Tierra engen­draría fuerzas centrífugas. A ello Copérnico respondió que eso no había de ocurrir si el movimiento de la Tierra es natural, de la misma manera que aris­totélicos y ptolemaicos no temían que tan perturbador efecto se derivara del giro diurno de los cielos hacia el oeste. Puesto que no hay en Galileo una ley de inercia rectilínea aplicada al movimiento terrestre, se esperaría que respon­diera a esta objeción de los antiguos de modo similar al de Copérnico. Sin embargo, no es así.

En la “Jornada II” del D iá b g o su autor admite la existencia de fuerzas cen­trífugas derivadas del movimiento terrestre, o mejor, en su terminología, de un “ ímpetu hacia la circunferencia [...] que debería despedirlo todo contra el cielo”. Partiendo de la observación de cuerpos tales como cubos con agua o piedras a los que se hace girar atados a una cuerda, concluye que, en efecto, la rotación confiere al móvil un ímpetu de alejamiento del centro en línea recta, y concretamente en la dirección de la tangente del círculo que describe. Apli­cado al caso de la Tierra, identifica el movimiento por la tangente con el de la rotación diurna (Galileo, 1994: 171), lo que parece querer decir que todos los cuerpos terrestres reciben de la Tierra un ímpetu rectilíneo que los alejaría indefinidamente del centro en caso de no existir alguna tendencia de signo contrario. Dicha tendencia no puede ser otra que la gravedad, de modo que Galileo habría presentado la inclinación natural de los graves a dirigirse al cen­

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tro de la Tierra como un factor que contrarresta el ímpetu impreso en ellos desde el exterior como consecuencia de la rotación. Partiendo de una consi­deración geométrica equivocada, concluye finalmente que en la superficie terrestre ese ímpetu centrífugo es insignificante en relación con la gravedad, de modo que en ningún caso los cuerpos saldrán despedidos.

No importa aquí el error cometido por Galileo al hacer depender la fuer­za centrífuga únicamente de la velocidad angular, prescindiendo de la veloci­dad lineal (Huygens demostrará que en la medición de la fuerza centrífuga intervienen ambas magnitudes). Lo interesante es el argumento mismo por el que, contra todo pronóstico, admite la existencia de un efecto de alejamiento del centro derivado del movimiento de rotación de la Tierra. Algunos autores han interpretado ese ímpetu rectilíneo comunicado por la Tierra como prue­ba de que Galileo llegó a considerar la inercia rectilínea. Sin embargo, es difí­cil admitir tal punto de vista, ya que, si bien el movimiento horizontal circu­lar con el que todos los cuerpos acompañan a la Tierra en su desplazamiento diurno de oeste a este se conserva indefinidamente (sin necesidad de causa), resulta que el ímpetu rectilíneo en la dirección de la tangente tiene precisa­mente a la Tierra como motor. De lo que bien parece deducirse que la com­ponente circular es inercial, mientras que el movimiento por la tangente es provocado, forzado, no inercial. Y la incoherencia galileana residiría en haber atribuido a la Tierra el papel de motor o agente capaz de lanzar proyectiles en línea recta como consecuencia de su movimiento de rotación, cuando, por otro lado, insiste en la ausencia de efectos derivados de ella. (Recuérdese que todo el fondo de la argumentación galileana en defensa del movimiento terres­tre ha consistido en la consideración de dicho movimiento como mecánica­mente nulo y equivalente al reposo.)

Resumiendo la posición galileana, podemos decir que gravedad y fuerza centrífuga no son conceptos que guarden ninguna relación con los movimientos planetarios. La inexistencia de un principio de inercia rectilíneo, de aplicación universal, impide atribuir a los planetas el menor esfuerzo por alejarse de sus centros de rotación, esfuerzo, por tanto, que no necesita ser contrarrestado o equilibrado por una tendencia de signo contrario, tal como podría ser la gra­vedad (que en su obra sigue siendo un fenómeno terrestre). Hasta aquí la posi­ción de Galileo coincide con la de Copérnico. Sólo en el caso concreto de la Tierra sus puntos de vista divergen, si bien es preciso reconocer que la posi­ción del polaco resulta más coherente. En efecto, dado que los movimientos planetarios no engendran fuerzas centrífugas, no se ve claramente por qué Gali­leo hace una excepción con nuestro planeta. Quizá una superficial compara­

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Inercia, gravedad y fuerza centrífuga

ción entre los objetos terrestres (que manifiestamente muestran tendencias centrífugas cuando giran) y la propia Tierra le haya inducido a ello. O quizá la razón de la peculiar argumentación galileana esté en un excesivo celo en la defensa de la posibilidad física del movimiento terrestre, intentando dar res­puesta a todos y cada uno de los argumentos contrarios de los antiguos del modo más contundente posible.

Cuando pasamos de Galileo a Kepler, la situación varía notablemente en lo que a esta cuestión se refiere. Y no porque este último atribuya fuerzas cen­trífugas a los movimientos celestes, sino debido a las razones por las cuales tampoco establece tal supuesto. Dichos movimientos n o so n n a tu ra le s, en la medida en que ninguna materia se define por su “aptitud para el movimien­to circular”. Muy al contrario, es su im p o te n c ia n a tu r a l p a ra m overse o in e rc ia lo que la caracteriza. Por tanto, para Kepler todo cuerpo persevera por sí mis­mo únicamente en el estado de reposo, de modo que la mera existencia de movimiento (ya sea uniforme y rectilíneo o circular) delata la actuación de una fuerza exterior sobre él. En su opinión, dicha fuerza emana del Sol, pudiendo así decir que es este astro el responsable del recorrido orbital de los planetas.

De nuevo, la completa carencia de un principio de inercia rectilíneo impi­de atribuir a los cuerpos celestes fuerzas centrífugas. Luego una vez más no es necesario justificar por qué los planetas no abandonan sus órbitas saliéndose por la tangente. En cambio, y esto es una novedad, sí resulta imprescindible señalar la causa por la que no permanecen en un reposo indefinido. Pues, si el Sol no actuara constantemente sobre ellos, los astros keplerianos se pararían. En defi­nitiva, la idea de movimiento natural circular cede su lugar a la de movimiento provocado por el Sol, el cual ha de vencer la p e re za intrínseca de los cuerpos. Las tendencias naturales al movimiento han desaparecido de la obra de Kepler sin que hayan aparecido las fuerzas centrífugas. No se requiere, por tanto, una fuer­za orientada hacia el centro que les impida escaparse tangencialmente.

Puestas así las cosas, no hay motivo para no seguir considerando la grave­dad como un fenómeno fundamentalmente terrestre. La diferencia con res­pecto a aristotélicos y copernicanos estriba en su peculiar modo de entender­la en cuanto resultado de una a tra cc ió n recíproca, de naturaleza m a g nética , entre dos cuerpos terrestres, entre un cuerpo y la propia Tierra e incluso entre la Luna y la Tierra, pero nunca entre los planetas y aún menos entre éstos y el Sol (este astro es para Kepler un cuerpo de dignidad superior, no concibien­do que pueda estar sometido a la acción de los planetas). En virtud de dicha atracción magnética (noción evidentemente inspirada en la obra de Gilbert D e M a g n e te ), dos partes de materia se aproximarán recorriendo una distancia

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inversamente proporcional a su cantidad de materia. Ello determina que, en el caso de la Tierra y un cuerpo terrestre cualquiera, la acción atractiva de este último pueda considerarse despreciable en relación a la que sobre él ejerce la propia Tierra. De ahí que todo resulte como si las cosas fueran atraídas unila­teralmente por la Tierra en las proximidades de ésta (proximidad que se extien­de hasta la Luna; de hecho, las mareas no son sino consecuencia de la influen­cia ejercida por este satélite debido a su interacción recíproca). Su noción de atracción gravitatoria dista mucho, por tanto, de ser universal.

El planteamiento de Kepler se inscribe en el contexto de lo que se ha dado en llamar f ib s o fía m a g n é tica , centrada en la noción de a tra cc ió n , frente a la f i l o ­so fía m ecá n ica , partidaria de no hacer uso sino de la noción de im p u lso (pre­sión o choque) a la hora de explicar cualquier fenómeno natural, incluida la gravedad. Existen pues tres concepciones posibles con respecto a dicho fenó­meno, que se barajarán en la primera mitad del siglo XVII:

1. La gravedad es una te n d e n c ia que nace del cuerpo mismo, es una pro­piedad intrínseca de los cuerpos pesados, y no el efecto de la acción exter­na de unos sobre otros. Dicha tendencia a su vez puede estar orientada al centro del mundo (únicamente en un sistema geocéntrico en el que el centro del mundo y el de la Tierra coinciden) o al centro de la Tierra.

2. La gravedad es el resultado de una a tra c c ió n de naturaleza magnética que vincula a algunos cuerpos (relacionados con la Tierra) entre sí, pero que no se extiende a todos los seres celestes.

3. La gravedad es el resultado de la p re s ió n o e m p u je que se ejerce desde el exterior obligando a los cuerpos a caer.

Aun cuando la expresión “filosofía mecánica” no es cartesiana (se debe al bri­tánico Robert Boyle), su mejor representante es Descartes. En el contexto de su filosofía natural se plantea una peculiar relación entre gravedad y fuerza centrí­fuga que, aunque será modificada por Newton en la segunda mitad del siglo XVII, en principio va a suponer una completa renovación de los planteamiento heredados de la Antigüedad en relación con los movimientos planetarios.

4.3. Inercia rectilínea, gravedad y tendencia centrífuga en Descartes

Tanto en E l M u n d o (cap. 11.°) como en L os P rin c ip io s d e la F ib s o fía (IV, arts. 20-27), Descartes se pregunta por la causa que hace descender los cuer­

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Inercia, gravedad y fuerza centrifuga

pos y partes terrestres hacia el centro de la Tierra. Como no podía ser menos, la respuesta a dicha pregunta se encuadra en el conjunto de sus leyes de la Naturaleza (epígrafe 3.2.3) y de su teoría de los elementos materiales (epígra­fe 3.2.4). Concretamente, en virtud del principio de inercia rectilínea o ter­cera ley de la Naturaleza (según E l M u n d o ; segunda ley en L o s P rin c ip io s d e la F ilo so fía ), toda la materia del universo tiende a conservar la dirección de su movimiento, esto es, trata de desplazarse en línea recta. Ahora bien, puesto que, en un mundo lleno, inevitablemente los movimientos han de realizarse en círculo, hay que concluir que las partes de materia en su conjunto se esfuer­zan por apartarse de los centros de los círculos que describen. Resulta pues que, si nada lo impidiera, se alejarían progresivamente unas de otras, disper­sándose en todas direcciones las estrellas, planetas, satélites y cometas.

Esto, sin embargo, no ocurre. Muy al contrario, la inclinación al movi­miento inercial rectilíneo no puede convertirse nunca en movimiento efecti­vo porque “algo” lo impide al obligar continuamente a planetas y satélites a “caer” sobre el centro de sus respectivos vórtices. Ese agente que presiona en dirección central no es otro que la materia circundante del segundo elemen­to. En efecto, los planetas se forman y se mantienen en sus respectivas órbitas gracias al permanente empuje y arrastre a que se ven sometidos por parte del medio fluido en el que se hallan.

Pues bien, la gravedad responde al mismo tipo de mecanismo. En el entor­no del pequeño torbellino que rodea la Tierra, aquellas partes del segundo ele­mento que poseen una elevada velocidad tienen también una mayor tenden­cia a alejarse del centro que otras con menor velocidad, incluso aunque estas últimas sean de mayor tamaño. Si el espacio que se extiende más allá del cie­lo estuviera vacío, esas partes primero y todas las demás después saldrían des­pedidas, del mismo modo que una piedra sale de la honda. Pero, puesto que el vacío no es posible, las partes del segundo elemento o éter no podrán ascen­der, a m en o s q u e o tra s d e sc ien d a n y o cu p en e l lu g a r d e ja d o p o r ellas. Esas partes que se ven empujadas a caer son aquellas del tercer elemento, que, al mover­se con menor velocidad, son expulsadas por la veloz materia circundante hacia el centro de su movimiento. Al descenso de las partes del tercer elemento en el entorno de la Tierra es a lo que Descartes denomina p e s a n te z o g ra v ed a d .

La pesantez no es así ningún tipo de c u a lid a d in te r n a en los cuerpos que consideramos pesados, en virtud de la cual éstos tiendan espontáneamente a dirigirse al centro de la Tierra. Tal cosa resulta ininteligible y contraria al nue­vo concepto geométrico-mecánico de materia propuesto por Descartes. Del mismo modo y por idéntico motivo, todo filósofo mecánico ha de rechazar

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cualquier explicación de la gravedad en términos de a tra cc ió n recíproca , pues­to que en el fondo implica reintroducir las causas ocultas e internas de sus movimientos, inaccesibles a los sentidos y a la razón.

La única explicación comprensible de este fenómeno tiene que ver con acciones ex trín seca s que unos cuerpos ejercen sobre otros al entrar en co n ta cto con ellos. Son tales acciones las que impiden llevar a efecto la tendencia cen­trífuga en línea recta que engendra el movimiento circular debido a que pro­ducen empuje o impulso en sentido contrario, esto es, hacia el centro. La gra­vedad no es, por tanto, una propiedad de los cuerpos en sí mismos considerados. Defender una concepción intrínseca de la misma, ya se entienda como ten­dencia hacia un cierto lugar o como atracción, supone una forma intolerable de animismo que los cartesianos combatirán enérgicamente.

Si hiciéramos uso de la terminología aristotélica y llamáramos lig ero a lo que asciende apartándose del centro, y p esa d o a lo que desciende aproximán­dose a él, habría que decir que e n e l v a c io todo cuerpo sería ligero en vez de grave. En un mundo lleno, sin embargo, las partes de materia presionan unas sobre otras; las menos rápidas descienden permitiendo que las más rápidas asciendan y completen así el correspondiente remolino. Y si ahora quisiéra­mos servirnos de los términos acuñados por Huygens y Newton fu e r z a s cen ­trífu g a s y fu e r z a s cen tríp e ta s respectivamente, diríamos que la segunda se expli­ca por la primera. Lo básico es la fuerza centrífuga en virtud de la tercera ley (inercia rectilínea); lo derivado es la fuerza centrípeta, puesto que es conse­cuencia de la anterior. “Si la materia etérea no girara alrededor de la Tierra -afirma Descartes en 1639 en una carta a Mersenne-, ningún cuerpo sería pesado.” En un espacio vacío, como el que defenderá Newton, no habría gra­vedad.

Una de las mayores novedades que aporta el planteamiento cartesiano es ofrecer un mismo tipo de explicación para dos hechos que tradicionalmente han estado por completo desligados: la c a íd a d e los g raves y el d e sp la za m ie n to d e los p la n e ta s en su s ó rb ita s a lre d e d o r d e l SoL Su teoría de los vórtices le per­mite dar una descripción estrictamente mecánica de ambos fenómenos, sin recurrir al sospechoso concepto de atracción, propio de la filosofía magnéti­ca. El hecho es que los cuerpos no son intrínsecamente pesados, de modo que no se precipitarían hacia el centro de la Tierra si no fueran empujados por las partículas de la materia circundante que pugnan por ascender hacia regiones más elevadas. Pero tampoco los panetas describirían una curva cerrada en tor­no al Sol si no fueran igualmente presionados por esa misma materia sutil hacia el centro del vórtice, presión que compensa el esfuerzo centrífugo de los pro­

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pios planetas e impide que éstos abandonen sus órbitas hacia regiones cada vez más periféricas.

Resulta así que la tendencia de los cuerpos que giran a alejarse de los cen­tros correspondientes es neutralizada por un empuje en sentido contrario que, en el caso cartesiano, no se identifica con la gravedad. De hecho, ésta sigue siendo para el filósofo francés un fenómeno exclusivamente terrestre. En efec­to, limita la definición de pesantez únicamente a la acción de las partes de materia sutil que, a l moverse en el entorno de la Tierra, presiona a todos los cuer­pos que son parte de ella hacia su centro (Descartes, 1996c: IV, art. 20).

A diferencia de lo que posteriormente establecerá Newton, constatamos, en definitiva, tres características de la gravedad. Primero, tal como se ha dicho, concierne sólo a la Tierra y sus partes. No hay pues una universalización de este fenómeno. Segundo, no es una fuerza responsable de los movimientos pla­netarios. Tercero, es la materia etérea la que presiona y no los centros los que atraen, de modo que en ningún caso es una fuerza de atracción que opere a distancia. Cuarto, se trata de una acción constante que no decrece con la men­cionada distancia.

4.4. La astronomía en el seno de las nuevas sociedades y academias científicas

Tras la desaparición de ilustres personajes como Kepler, Galileo o Descar­tes, en la segunda mitad del siglo XVII asistimos a una forma nueva de orga­nización del conocimiento (de la que ya se habló en el capítulo 2) que no deja­rá de tener su influencia en el tratamiento de cuestiones astronómicas y físicas. Desde la aparición de esa importantísima institución típicamente europea que fue la universidad medieval hasta ese siglo, la actividad intelectual se desarro­lló fúndamentalmentre entre sus paredes. Es cierto que no todos los grandes nombres de tan dilatada época fueron profesores universitarios, pero también lo es que quienes no trabajaron lia d o s a esa institución, en general llevaron a cabo sus investigaciones de un modo no sólo individual, sino solitario (Copér- nico es uno de esos casos bien conocidos). En resumen, difícilmente encon­tramos entre los siglos XIII y XVII centros no universitarios de actividad cien­tífica (los castillos-observatorio de Tycho Brahe constituyen una de las excepciones).

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la universidad había nacido y se había mantenido estrechamente ligada a la Iglesia católica y, por tanto, dependía de su criterio en lo que al contenido de las enseñanzas se refiere. Con

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frecuencia se ha destacado el hecho de que sus miembros solían pertenecer a una orden religiosa, sellando así de un modo muy eficaz esta alianza entre los centros del saber y las autoridades eclesiásticas. Pero ninguna iniciativa hay que resulte válida en todo tiempo sin necesidad de revisión o renovación. Y el hecho es que la fructífera empresa intelectual que resultó ser la universidad tras la recuperación del saber griego por obra y gracia de los musulmanes, en el siglo XVII se había convertido en un recinto simbólicamente amurallado al que se procuraba no accediera ninguna de las nuevas filosofías no aristotélicas que habían comenzado a proliferar de la mano de planteamientos corpuscu- laristas y mecanicistas. El conjunto de conocimientos que hoy bautizamos con el nombre de “ciencia moderna” no encontraba su sitio en la vieja institución. Las dificultades de Galilco con sus colegas profesores pueden tomarse como ejemplo de una situación de conflicto entre los viejos y los nuevos plantea­mientos que no se limitaba a las universidades de las repúblicas italianas.

Como consecuencia de esta situación, quienes estaban interesados en las nuevas corrientes de pensamiento empezaron a constituir grupos informales fuera de las solemnes y rígidas aulas universitarias, cuyo objetivo era la libre discusión, comunicación y divulgación de cuantas ideas iban surgiendo, espe­cialmente en el campo de la filosofía natural. Así, ya en la primera mitad del siglo XVII encontramos algunos de estos grupos, más o menos organizados, como son la Accademia dei Lincei (literalmente Academia de los Linces o per­sonas agudas y sagaces), en Roma, a la que perteneció Galileo y que pervivió entre 1603 y 1630, o el Gresham College, de Londres, creado en su propio domicilio por el adinerado mercader sir Thomas Gresham en 1597. En París, la Académie Montmort inició su actividad a finales de los cuarenta, mante­niéndose durante veinte años. Debe su nombre a su patrocinador, Habert de Montmort, en cuya espaciosa casa se celebraron reuniones semanales presidi­das durante años por Pierre Gassendi.

Pero las tres instituciones más importantes se fundaron después de 1650 en lugares diversos de la geografía europea. Se trata de la Accademia del Cimen­to (Academia del Experimento), surgida en Florencia en 1657; la Royal Society, de Londres, que comenzó su andadura en 1662, y la Académie Royale des Sciences, fundada en París en 1666 gracias a la decisiva intervención de J. B. Colbert, ministro de Luis XIV (epígrafe 2.2). A ellas pertenecerán personas ilustres en el campo de la astronomía y la filosofía natural como son Borelli, miembro de la academia florentina; Huygens, Casini o Rómer, elegidos para la academia francesa; y también Hooke y Newton, que ocuparán los cargos de secretario y presidente respectivamente de la Royal Society.

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Estas academias y sociedades cumplieron un importante papel desde el punto de vista de la propagación y difusión entre la comunidad científica de cualquier nuevo resultado obtenido por alguno de sus miembros. Especial mención merece en ese sentido la aparición de dos publicaciones periódicas, las Philosophical Transactiom o f the Royal Society ofLondon (por iniciativa de su primer secretario, eUalemán Henry Oldenburg) y las Histoires et Mémoires de la Académie Royale des Sciences de Parts. Asimismo eran receptoras de origi­nales cuya publicación podían propiciar (lo que no implicaba normalmente financiar) si sus miembros lo estimaban oportuno. En concreto, esto fue lo que sucedió con la obra Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de New- ton, cuyo manuscrito fue remitido por su autor a la Royal Society e impreso gracias a la aportación económica de Edmund Halley.

Por otro lado, no cabe duda que estas instituciones extrauniversitarias supu­sieron un poderoso estímulo para la investigación (a veces excesivamente tute­lada por el poder político, sobre todo en Francia). Frecuentemente ésta se desa­rrollaba de manera individual, más que en equipo, a no ser que tuviera una finalidad marcadamente experimental, tal como ocurría en el caso de la aca­demia florentina.

La convocatoria de concursos sobre temas diversos y dotados de un pre­mio jugó un papel importante en la promoción de dicha actividad investiga­dora. Desde otro punto de vista, la posibilidad de financiar costosos proyec­tos (cuando se contaba con dineros procedentes de la corona), como la construcción del observatorio de París, inaugurado en 1672, o el de Green- wich, abierto en 1675, permitió a los astrónomos disponer de los recursos pre­cisos para realizar sus trabajos de forma continuada. (Sobre el diferente modo de funcionamiento de la sociedad inglesa y de la academia francesa, puede con­sultarse Westfall, 1980: cap. VI y Rupert Hall, 1985: cap. 8.°.)

En general, cabe afirmar que tanto estas sociedades del siglo XVU como tas que posteriormente se crearon en diversas ciudades de Europa a partir de 1700 (San Petersburgo, Bolonia, Berlín, entre otras) fueron decisivas para el desa­rrollo de la astronomía. Según se dijo en el capítulo 2, todas ellas contaron con alguna sección dedicada a esta disciplina y, en la mayoría de los casos, dis­pusieron de un observatorio estrechamente ligado a la correspondiente aca­demia. En conjunto, ello creó el clima adecuado para que la astronomía se convirtiera en una de las materias científicas más acreditadas a lo largo del siglo XVIII, hasta el punto de que diversas ramas de la física, más o menos directa­mente relacionadas con ella, se vieron influidas por su manera de explicar y concebir el universo.

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4.5. Giovanni Alfonso Borelli

Los autores de los que se hablará en el resto de este capítulo tienen dos cosas en común. La primera, haber contribuido directa o indirectamente a la resolu­ción del problema planetario que nos ocupa, a saber, qué mantiene a los plane­tas en una órbita curva cerrada alrededor del Sol, supuesta la aceptación de la inercia rectilínea cartesiana. La segunda tiene que ver con su pertenencia a algu­na de las sociedades científicas del siglo XVII, lo que contribuyó a la difusión de su pensamiento, a pesar de que no siempre desarrollaron en ellas su labor.

Éste es el caso del galileano Borelli, miembro de la Accademia del Cimen­to, del cartesiano Huygens, reclamado desde París para formar parte de la Aca- démie Royale del Sciences, o de Hooke, secretario de la Royal Society desde 1677, el cual mantuvo una casi constante polémica con el también miembro de la Royal Society Isaac Newton. Hasta la definitiva consolidación del siste­ma newtoniano del mundo en el siglo XVIII, tras la muerte de Descartes se debatieron aspectos importantes de la cuestión planetaria que merecen algu­na atención.

El profesor de matemáticas y amigo de Galileo Giovanni Alfonso Borelli (nacido en Nápoles en 1608 y muerto en Roma en 1679) publicó en 1666, en Florencia, una obra titulada Theoricae Mediceorum Planetarum ex Causis Physicis Deductae ( Teoría de los Planetas Medíceos Deducida de sus Causas Físi­cas). Como se sabe, los planetas medíceos son los cuatro satélites de Júpiter descubiertos por el telescopio de Galileo. Pues bien, en el propio título de la obra se refleja lo que constituye su programa de investigación en astronomía, que recuerda el propuesto por Kepler en la Astronomía Nova. Se trata de cono­cer las causas físicas de los movimientos de los planetas mediceos en torno a un cuerpo central, Júpiter. Pero lo mismo cabría plantear de la Luna con res­pecto a la Tierra, de Titán en relación con Saturno, o también de los planetas alrededor del Sol.

En virtud de un principio de inercia cartesiano, los cuerpos celestes por sí mismos, sin influencias externas, no conservan el estado de reposo (Kepler) o de movimiento circular (Galileo), sino que se moverán en línea recta. Ahora bien, ello implica que en su recorrido orbital engendrarán un "ímpetus para ale­jarse del centro”. Luego es claro que, si no actuara algún otro agente capaz de neutralizar o equilibrar la acción de esa tendencia centrífuga, la permanencia de planetas y satélites en sus órbitas no estaría garantizada. Borelli no recurre a la presión del éter, como Descartes, sino que busca una explicación diferen­te a fin de justificar la estabilidad del sistema solar.

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Los planetas tienen un cierto apetito natural a unirse a la esfera del mundo en torno a la cual se mueven, razón por la cual de hecho tienden a acercarse a ella con todas sus fuerzas; en concreto, los planetas al Sol y los planetas mediceos a Júpiter. Por otro lado es indudable que el movimien­to circular confiere al móvil un ímpetus para alejarse del centro de revolu­ción [...]. Suponemos, por tanto, que el planeta tiende a aproximarse al Sol y que al mismo tiempo, debido al ímpetus del movimiento circular, adquie­re el ímpetus para alejarse del centro solar. En tanto que las fuerzas contra­rias sean iguales (una, en efecto, se ve compensada por la otra), el planeta no podrá ni acercarse ni alejarse del Sol, ni tampoco podrá encontrarse fue­ra de un espacio concreto y determinado, de modo que aparecerá en equi­librio y sobrenadando (texto de Borelli citado por Koyré [1974: 475]).

Según lo afirmado en estas líneas, el elemento capaz de contrarrestar la ten­dencia centrífuga de los cuerpos es un cierto apetito o inclinación natural en vir­tud del cual se ven irresistiblemente impulsados a dirigirse al centro del cuer­po alrededor del cual giran. Compárense estas palabras con las siguientes de Copérnico: “ [...] la gravedad es meramente una cierta inclinación natural atri­buida a todas y cada una de las partes por la divina providencia del Arquitecto del mundo para otorgarles unidad e integridad, agrupándose en forma de esfe­ra” (Copernicus, 1965.’ I, 9). Es evidente que la acción opuesta a la fuerza cen­trifuga es la gravedad. Ahora bien, ésta es definida, no a la manera cartesiana (presión del éter) o kepleriana (atracción magnética recíproca), sino a la de Copérnico, que es también la de su amigo y admirado Galileo.

Los planetas tienden a caer sobre el Sol y los satélites sobre su planeta pri­mario, del mismo modo que los cuerpos pesados se precipitan sobre la Tierra. Ello quiere decir que la gravedad no es un fenómeno exclusivamente terrestre, sino también localmente celeste. Se ejerce entre un astro en rotación y el cuerpo alre­dedor del cual gira; de ahí que no vincule a los planetas entre sí o a los satéli­tes con el Sol. No es pues una acción de alcance universal y, además, lo mismo que en Descartes, es constante, esto es, no varia con la distancia.

En definitiva, los movimientos planetarios se explican a partir de la com­binación de dos tendencias orientadas en sentido contrario: el ímpetus centrí­fugo que origina todo movimiento de rotación, por un lado, y la gravedad o inclinación natural a aproximarse al cuerpo central en torno al cual giran, por otro. Ello produce una situación de equilibrio que garantiza la estabilidad del sistema solar. Si dichas tendencias contrarias son exactamente iguales, el resul­tado será un movimiento equidistante del centro y, por tanto, circular. Para

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justificar la existencia de órbitas elípticas (que Galileo y Descartes no habían llegado a admitir) supone un ligero desequilibrio entre esfuerzo centrífugo y gravedad, como consecuencia de una acción que emana del Sol (en concreto, del “alma motriz” de este astro), que, al producir diferencias de velocidad en los planetas, es también responsable del aumento o disminución de ese esfuer­zo centrífugo. La gravedad es, pues, constante, el ímpetus de alejamiento del centro, no.

Si se atiende sólo a la descripción cualitativa de los movimientos celestes dada por Borelli, no puede negarse que hace uso de tres nociones de gran inte­rés que rompen por completo con la tradición aristotélica: inercia rectilínea, esfuerzo centrífugo ligado a las revoluciones orbitales y gravedad en cuanto tendencia centrípeta. Atrás quedan los movimientos naturales del mundo supra- lunar, la propia división del universo en cielo y Tierra y, en último término, la distinción entre una física terrestre, ligada a la idea de gravedad, y una físi­ca celeste, desprovista de tal noción.

Pero ello no basta, del mismo modo que tampoco son suficientes las des­cripciones mecánico-pictóricas de Descartes. Es necesario comenzar a preci­sar. Hay que llegar a saber cuál es la magnitud de la fuerza centrífuga, cómo varía en función de la velocidad, cuánto mide ese desequilibrio entre dicha fuerza y la gravedad capaz, supuestamente, de producir órbitas elípticas. Ello a su vez exige cuantificar la gravedad, cosa que difícilmente podrá hacerse mien­tras se siga entendiendo como una tendencia intrínseca, en vez de constituir­se en una fuerza que actúa desde el exterior. En resumen, la tarea no ha hecho más que empezar.

4.6. Christiaan Huygcns y la fuerza centrífuga

La matematización de la fuerza centrífuga fue obra de este físico y astró­nomo holandés, del que ya se habló en los capítulos 1 y 2 por su contribución a la astronomía observacional. Desde 1663 pertenecía a la Royal Society de Londres y tres años después fue llamado a París por Luis XIV para formar par­te de la academia francesa como miembro fundador. Allí permaneció por espa­cio de quince años. Nacido y muerto en La Haya (1629-1695). tuvo la opor­tunidad de conocer a Descartes y familiarizarse con su pensamiento gracias a las frecuentes visitas que este último realizara a casa de su padre, Constantin Huygens, durante la larga época en la que el filósofo francés residió en Holan­da. Autor de la primera teoría propiamente ondulatoria de la luz y descubri­

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dor del primer satélite de Saturno, Titán, gracias a su perfeccionamiento del telescopio, Huygens realizó otras muchas aportaciones, especialmente en lo relacionado con la medición del tiempo. Según se dijo en el epígrafe 2.4.2, sus estudios sobre el reloj de péndulo permitieron mejorar la precisión de estos aparatos, haciendo así una decisiva contribución a un tema fundamental para la física.

Es en el marco de sus investigaciones sobre el funcionamiento del péndu­lo y su aplicación a los relojes, en el que este científico se planteó la necesidad de evaluar correctamente la magnitud de la fuerza centrífuga y su relación con la gravedad. La cuestión no se suscitó, por tanto, referida a los movimientos planetarios, si bien posteriormente tendría aplicación en este campo.

Los resultados obtenidos en relación con el asunto de la medición del tiem­po fueron expuestos en una obra publicada en París en 1673 que llevaba pre­cisamente por título Horologium Oscillatorium (E l Reloj de Péndulo). Fue con­cebida y redactada en los años que pasó en esa ciudad francesa desarrollando una intensa actividad en la Académie Royale des Sciences. En dicha obra se enuncian trece teoremas sobre la fuerza centrífuga, cuya demostración se halla en otra obra escrita en 1659» De Vi Centrifuga, no publicada en vida de su autor (aparecerá póstumamente en 1703). Utiliza así por vez primera este tér­mino que, con posterioridad, todo el mundo empleará para describir el esfuer­zo de la materia que gira por apartarse del centro de rotación. Por otro lado, dedica dos escritos al tema de la gravedad: De Gravitóte (1668), sobre la expli­cación cartesiana de esta acción, y Discours sur la cause de la pesanteur (D is­curso sobre la causa de la pesantez), memoria aparecida el mismo año de su famo­so Traité de la Lumiire ( Tratado de la Luz), esto es, en 1690.

Siendo el objetivo la construcción de un reloj cuyo funcionamiento se regulara mediante un péndulo, interesaba conocer las leyes que rigen este últi­mo. Un péndulo no es sino un cuerpo grave suspendido de un punto por una cuerda o similar y sometido a un movimiento de vaivén. El punto de partida de Huygens es doble; por un lado, los estudios de Galileo sobre el movimien­to uniformemente acelerado de los graves en caída libre; por otro, la explica­ción cartesiana (meramente cualitativa) del movimiento de una piedra en una honda, según la cual dicha piedra tiende en cada punto de su movimiento cir­cular a desplazarse en línea recta siguiendo la tangente. En definitiva, hay dos nociones claves: la aceleración de la gravedady la inercia rectilínea.

Esta última noción ha de ser estudiada en un sistema con movimiento cir­cular puesto que es allí donde se manifiesta en forma de conatuso esfuerzo por recuperar la línea recta en una dirección que aleja al cuerpo del centro. A ese

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esfuerzo es al que Huygens denomina por primera vez fuerza centrifuga, bien entendido que no se trata propiamente de una fuerza que actúa sobre el cuer­po desde el exterio'r, sino de una tendencia adquirida por el propio cuerpo en virtud de su desplazamiento circular. Ahora bien, lo que interesa no es sim­plemente describir cualitativamente el fenómeno, como ha hecho Descartes, sino determinar la magnitud de la recién bautizada fuerza centrífuga.

Para ello consideremos el caso de un cuerpo grave atado con un cuerda a una rueda que gira. La tirantez de la cuerda pone de relieve la presencia de una tensión originada por la rotación, y es esa tensión la que puede tratar de medir­se. ¿Cómo? Mostrando la equivalencia entre el esfuerzo centrífugo de la piedra en la rueda giratoria y la gravedad, esto es, señalando que idéntica tensión de la cuerda aparece tanto cuando un cuerpo gira con la rueda a la que está ata­do con una cuerda, como cuando ese mismo cuerpo se suspende de ella ver­ticalmente. El hecho es que, según muestra Huygens, al principio (y sólo al principio) la tendencia a descender hacia el centro (conatos descendendi) o gra­vedad, es igual a la tendencia centrífuga a apartarse del centro, puesto que en ambos casos se produce un movimiento uniformemente acelerado.

Ésta es la novedad que introduce el científico holandés, ya que, en virtud de la inercia rectilínea, un cuerpo que pudiera abandonar la curva y seguir la dirección de la tangente, lo haría con movimiento no sólo rectilíneo, sino uni­forme. ¿Qué distancia es la que recorrería con aceleración constante? Supon­gamos que al cuerpo se le permitiera avanzar a lo largo de la línea BD (figura 4.1). Lo que interesa considerar es el tipo de movimiento que tendría lugar en la dirección del radio AB (de la rueda en rotación), y en particular el modo como se recorrerían las distancias EC, FD (dichas distancias representan la divergencia entre la tangente y la trayectoria circular y van a emplearse como medida de la fuerza). Para segmentos de arco muy pequeños, tanto que sólo consideremos lo que sucede en el instante inicial, Huygens prueba que la dis­tancia crecería como el cuadrado de los tiempos (1,4,9,16...), es decir, con­forme a la ley galileana de caída de los graves. Con ello Huygens está hacien­do uso de un concepto fundamental, el de aceleración instantánea en relación a un sistema de referencia móvil (acelerado).

Resulta así que el tipo de aceleración que engendra la gravedad es exacta­mente el mismo que el que origina la fuerza centrífuga en el instante en el que el cuerpo comienza a avanzar por la tangente al ser liberado de la cuerda que lo retenía. Cambiando de sistema de referencia ha sido posible atribuir al gra­ve simultáneamente movimiento inercial (por la recta tangente) y movimien­to uniformemente acelerado. Ahora bien, es este último el que va a permitir

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hallar la ley matemática a la que obedece ese esfuerzo de alejamiento del cen­tro propugnado y no medido por Descartes.

En concreto, a partir de la noción de aceleración instantánea en dirección radial, Huygens deducirá geométricamente que la fuerza centrífuga crece en proporción al cuadrado de la velocidad lineal y decrece en proporción al radio del círculo {F<* v2/ r); o también que es proporcional al cuadrado de la velo­cidad angular y al radio (F °c (O2 r), recuérdese que v - (ür, donde ves la velo­cidad lineal, (ú la velocidad angular y r el radio. Además, puesto que cuanta más cantidad de materia tiene un cuerpo, mayor es su tendencia a salirse por la tangente, resulta que la fuerza centrífuga es proporcional a ella. Luego, expre­sado esto algebraicamente, tenemos la fórmula correcta de Huygens con res­pecto a la medida de la fuerza centrífuga: F = m (tí2 r, o bien F - m v2!r.

El camino seguido para evaluar cuantitativamente dicha fuerza centrífuga ha puesto de manifiesto que ella y la gravedad no son sino conatus de igual naturaleza orientados en sentido contrario por relación al centro de los movi­mientos circulares. En la medida en que la tensión de la cuerda que retiene e impide la caída de un peso suspendido de ella es la misma que la que evita el alejamiento del centro de un cuerpo en rotación, quiere decirse que los efec­tos de la gravedad y de la fuerza centrífuga (en este caso sobre la cuerda) son idénticos. De ahí que engendren el mismo tipo de movimiento acelerado. Se trata de fenómenos complementarios que traen a la memoria el principio de equivalencia entre gravedad y aceleración que siglos después establecerá Eins- tcin en su teoría general de la relatividad.

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Según se dijo anteriormente, Huygens lleva a cabo estas investigaciones con el propósito de construir un nuevo reloj de péndulo, esto es, un reloj regulado por un peso suspendido de una cuerda con un movimiento oscilatorio en el que inter­vienen tanto la gravedad como la fuera centrífuga. El motor de sus trabajos no ha sido pues el conocimiento de los movimientos planetarios y sus causas, a diferen­cia de lo que ocurría en Borelli. Coincide, sin embargo, con éste en considerar que ambas acciones son reales y opuestas, contrarrestándose mutuamente y produciendo como resultado una situación de equilibrio. Por tanto, los elementos que Huygens hace intervenir para explicar el movimiento curvilíneo son dos.

1. Una fuerza centrifuga o de alejamiento del centro, entendida como una tendencia del propio cuerpo que se engendra a consecuencia de su movi­miento acelerado.

2. La gravedadque es considerada constante en vez de variable en fun­ción de la distancia.

La filiación cartesiana de Huygens se pone en evidencia de modo especial en su explicación mecánica de la gravedad Rechazando toda forma de animis­mo, se opone a la justificación de la caída de los graves en términos de movi­miento natural orientado al centro de la Tierra (Copérnico, Galileo o Bore­lli), y también a cualquier atribución a la materia de poderes de atracción, sean magnéticos o de cualquier otra clase (Kepler). Por el contrario, el científico holandés encuentra satisfactoria, en sus rasgos más generales, la descripción que Descartes ofrece de este fenómeno en el marco de su teoría de los vórti­ces: unas partes de materia descienden aproximándose al centro de su torbe­llino o vórtice porque otras ascienden y se alejan de él. En definitiva, la pre­sión o el impulso es la única forma inteligible de comprender la acción de unos cuerpos sobre otros, de modo que el fenómeno de la gravedad no es sino resul­tado del empuje en dirección central que sufren aquellos que llamamos pesa­dos por parte de las partículas de éter circundante. El veloz giro de éstas las lleva a apartarse del centro y, por ello mismo, determina un efecto directa­mente opuesto, a saber, la precipitación de otros cuerpos sobre dicho centro.

Huygens se aplicará a la tarea de perfeccionar esta teoría de los vórtices, manteniendo el núcleo fundamental del pensamiento de Descartes en este punto: hay una única explicación de dos hechos aparentemente independien­tes, los movimientos planetarios y la caída de los graves. Ambos obedecen a las leyes que rigen el comportamiento de los torbellinos. En consecuencia, la gravedad ni es un fenómeno celeste (además de terrestre), ni mucho menos

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aún es la causa de los desplazamientos circulares (o elípticos) de planetas y saté­lites. La sugerencia relativa a un cambio de perspectiva en esta cuestión, que conducirá a considerar la gravedad como un tipo de fuerza centrípeta con alcan­ce universal, surgirá en esa misma época teniendo otra institución científica y otra ciudad como escenario: Londres y su Royal Society.

4.7. Robert Hooke y la fuerza centrípeta

Este polémico, difícil e insatisfecho físico inglés que fue Robert Hooke (1635-1703) ocupó el cargo de secretario de la Royal Society entre 1677 y 1683, si bien desde 1663 pertenecía a ella como miembro. Además, un año antes (o sea, en 1662) había sido nombrado supervisor de experimentos, tarea que desempeñó durante toda la vida. Realizó sus estudios en la Universidad de Oxford, pero desarrolló su carrera profesional en esa sociedad científica. En 1665 publicó una obra denominada Micrographia, en la que se reveló como un excelente microscopista, y en 1678 enunció la ley que lleva su nombre sobre la acción de los muelles. Pero aquí interesa otra clase de investigaciones lleva­da a cabo por él.

Partamos una vez más del fundamental principio de inercia rectilíneo for­mulado por Descartes. Atendiendo a este solo principio, los planetas deberían desplazarse en línea recta. Es un hecho, no obstante, que describen órbitas cur­vas cerradas alrededor del Sol. Luego alguna otra razón o causa ha de interve­nir convirtiendo el movimiento inercial en circular o elíptico. En la misma época en la que Hooke se plantea la cuestión, Huygens por su parte lo anali­za en términos de fuerza centrífuga y gravedad, entendiendo esta última al modo cartesiano, esto es, a partir de la teoría del éter girando en vórtices. Bore- lli asimismo ha considerado esfuerzo centrífugo y gravedad como tendencias opuestas que se equilibran, s¡ bien manteniéndose dentro de una concepción copernicana del fenómeno gravitatorio. Pero en lo que Descartes, Borelli y Huygens han coincidido es en interpretar el movimiento planetario a partir de estos dos factores: la inercia rectilínea en la dirección de la tangente, por un lado, y la tendencia o impulso de los planetas a dirigirse hacia el centro ocu­pado por el Sol, por otro.

En Hooke, sin embargo, tal como se verá a continuación, se produce una importante modificación cualitativa con respecto a este modo de abordar el problema del movimiento circular. Dicha modificación comenzará a gestarse en 1664 con ocasión de la observación de un cometa, cuya trayectoria inter­

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pretó que se apartaba de la recta (inercial) en las proximidades del Sol debido a la acción atractiva de este astro.

Siguiendo esta línea de pensamiento, el 23 de mayo de 1666 Hooke pre­sentó una memoria a la Royal Society denominada On the Inflection o fa Direct Motion into a Curve by a SuperveningAttractive Principie. Tal como el propio título indica, se trataba de analizar la inflexión de un movimiento rectilíneo en curvo atribuyéndose su causa a un principio de atracción. Resultaría así que la trayectoria inercial de los cuerpos celestes se curvaría debido a una extraña pro­piedad atractiva proveniente del cuerpo que ocupa la posición central. Con­secuentemente, en el caso de los planetas sería el Sol el que los atraería hacia sí desviándolos de su camino en línea recta (y en el de los satélites sería su pla­neta principal). Ello explicaría por qué giran alrededor suyo, pese a no ser trans­portados por esferas materiales ni tampoco estar “atados” a él por ningún tipo de cuerda invisible.

Para mostrar cómo podría tener lugar esa inflexión del movimiento iner­cial que diera como resultado una órbita circular o elíptica, Hooke utilizó un péndulo cónico, el cual no consiste sino en un pequeño peso suspendido de una cuerda que se fija, por ejemplo, al techo de una estancia. En vez de per­mitirle que oscile con el típico movimiento de vaivén propio de los péndulos, se trata de impulsarle de modo que la cuerda actúe como generatriz de un cono de base circular o elíptica, describiendo así círculos o elipses. Lo interesante es poner de manifiesto que su movimiento será circular si se combina el esfuerzo en la dirección de la tangente con otro esfuerzo igual hacia el centro (que en este caso es el punto en el que el peso se hallaría en una posición de equilibrio). En cambio, en el caso de que el esfuerzo en la dirección de la tangente sea mayor o menor que el esfuerzo hacia el centro, entonces se engendrarán sendos movi­mientos elípticos, si bien con los ejes orientados en sentidos diferentes.

El mismo esquema, piensa Hooke, puede aplicarse a los movimientos pla­netarios, de modo que éstos bien pueden concebirse como resultado de una tendencia inercial tangencial y de una fuerza orientada hacia el centro (a la que Newton llamará centrlpetd). Los planetas se mueven como los péndulos, de modo que en ambos casos se trata de un puro problema mecánico. Pero la novedad con respecto a los planteamientos de Borelli o de Huygens estriba en atribuir la causa de la inflexión del movimiento rectilíneo en una curva a cier­ta capacidad de un cuerpo central de atraer lo que se mueve en su entorno. Es decir, en vez de considerar el movimiento circular como resultado de un equilibrio entre fuerza centrífuga y gravedad, se sirve de los conceptos de inercia rectilí­nea y de fuerza atractiva de dirección central.

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Inercia, gravedad y fuerza centrífuga

En 1670, tras haber conocido la Teoría de los Planetas Medíceos de Borelli, Hooke pronuncia una conferencia ante la Royal Society, que se publicaría cua­tro años más tarde en Londres. Su título es An Attempt to Prove the Motion o f the Earth by Observations o Tentativa de Probar el Movimiento de la Tierra mediante Observaciones. En ella afirma defender un sistema del mundo basa­do en tres suposiciones:

1. Todos los cuerpos celestes, sin excepción, poseen una capacidad de atracción hacia su propio centro. En virtud de ella, no sólo atraen a las propias partes de las que están hechos (la Tierra atrae a las terrestres, etc.), sino también a todos los cuerpos celestes que se hallan en la esfe­ra de su actividad.

2. Todos los cuerpos conservan su movimiento en línea recta en tanto una fuerza no los obligue a describir una curva.

3. La acción de las fuerzas atractivas disminuye a medida que la distancia aumenta según una proporción que confiesa desconocer.

Durante la década de los años setenta, a partir de una analogía entre el comportamiento de la gravedad y la luz, Hooke supuso (sín demostrarlo) que la fuerza de atracción es inversamente proporcional al cuadrado de la distan­cia. No podía, sin embargo, probar que los planetas deben describir órbitas elípticas a consecuencia de la actuación de esa fuerza, ya que creía errónea­mente que la velocidad de éstos es inversamente proporcional a su distancia al Sol en cada punto de su órbita. Resultaba así que llegó a plantear la cuestión de los movimientos planetarios en términos de una fuerza de atracción cen­tral inversa del cuadrado de la distancia, pero no fue capaz de derivar de ello las características cinemáticas de dichos movimientos establecidas por Kepler en sus leyes.

Nos hallamos ante las puertas de un sistema del mundo nuevo por el que su rival y compatriota Isaac Newton pasará a la historia. Inercia y fuerza cen­trípeta es todo cuanto se va a precisar para dar razón del desplazamiento obser­vable de los cuerpos celestes. Atrás quedará para siempre la teoría de los movi- mientos circulares naturales vigente durante la Antigüedad y la Edad Media (a partir del siglo XIII). El movimiento circular no es n¡ simple ni natural; por el contrario, es el resultado de unir, a lo establecido por la ley de inercia, la actuación de fuerzas de atracción capaces de producir la inflexión de los movi­mientos inerciales rectilíneos y su transformación en curvos. Esto basta, sin que sea pertinente hacer intervenir fuerzas centrífugas en la dirección del radio.

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Hooke disponía de todos los elementos necesarios para llevar a cabo la empre­sa que realizará Newton, dejándose así arrebatar el honor y la gloria de que este último disfrutó en vida. ¿Qué le faltaba? El problema de los planetas es, lo mis­mo que el péndulo cónico, un problema mecánico. Ahora bien, según el fecun­do significado que el término mecánica tendrá en Newton, ello significa ser capaz de derivar cuantitativamente, a partir de una trayectoria curva, la fuerza respon­sable de ella (problema directo), o bien, a partir de la fuerza, la correspondien­te trayectoria (problema inverso). Esto es lo que Hooke no logró hacer, entre otras razones por carecer de la pericia matemática necesaria. De ahí que New­ton reaccionara airado cuando aquél le exigió que admitiera públicamente la prioridad del propio Hooke en el descubrimiento de una ley de fuerzas inver­samente proporcional al cuadrado de las distancias. Jamás reconoció tal priori­dad argumentando, no sin parte de razón, que una cosa es vislumbrar algo, y otra muy distinta probarlo mediante la observación y el cálculo.

Y sin embargo, no puede negarse que fue Hooke quien sugirió a Newton no tanto esta ley inversa del cuadrado, como la conveniencia de descomponer los movimientos orbitales de los planetas en un movimiento ¡nercial tangen­cial y en un movimiento hacia el cuerpo central causado por un poder atracti­vo de éste. En efecto, el 24 de noviembre de 1679, en su calidad de secretario de la Royal Society y no sin vencer ciertas reticencias, Hooke escribió a New­ton pidiéndole que le hiciera saber cuáles eran sus objeciones a esta hipótesis por él formulada. El hecho es que sus relaciones anteriores habían sido franca­mente hostiles a causa de una disputa sobre la naturaleza de la luz. Pocos días después recibió una respuesta no muy alentadora, ya que aquél afirmaba no haber oído hablar jamás de tal hipótesis relativa a la descomposición de los movi­mientos orbitales. Hooke insistió en conocer la opinión de Newton en relación con la suposición de una fuerza atractiva central, e incluso le proponía que cal­culara el tipo de curva que resultaría de la actuación de una tal fuerza que decre­ce con el cuadrado de la distancia. Esta carta no recibió contestación.

Durante aquellos años se siguió debatiendo en el entorno de la Royal Society el difícil problema matemático que suponía probar que la órbita elíptica de los planetas era consecuencia de la actuación sobre su movimiento inercíal de una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Casi todo el mun­do estaba persuadido de que Newton era la persona más indicada para resol­verlo. De ahí que, en 1684, este último recibiera la visita del astrónomo inglés Edmund Halley, el cual le solicitaba que abordara tan espinosa cuestión. Como se verá en páginas siguientes, Newton afirmó tajantemente conocer la respues­ta, que posteriormente pondría por escrito en el Libro I de los Principia.

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Inercia, gravedad y fuerza centrifuga

En resumen, la aportación de Hooke a la resolución del problema plane­tario fue la siguiente. Partiendo de la ley de inercia rectilínea y no de los vie­jos movimientos naturales circulares, se trataba de determinar cuál es la cau­sa de la inflexión del movimiento rectilíneo. A diferencia de Borelli o Huygens, Hooke no planteó la cuestión en términos de equilibrio entre una fuerza cen- trifuga variable (engendrada por la tendencia inercial en la dirección de la tangente) y la gravedad (entendida, bien como tendencia, bien como presión hacia el centro), cuya acción es siempre constante. Por el contrarío, para abor­dar el tema se valió de un movimiento inercial tangencial y de un movimiento acelerado de caída hacia el centro de la órbita originado por una fuerza atrac­tiva de dirección central. Inercia y fuerza centrípeta (según el afortunado nom­bre que acuñará Newton) son pues los elementos que hay que combinar para obtener la anhelada respuesta al problema del movimiento orbital de los pla­netas.

Además, Hooke estableció, primero, que esa fuerza que curva los movi­mientos inerciales no es constante (en contra de lo que pensaban Borelli y Huygens), sino que decrece con el cuadrado de la distancia (esto lo sospecha, no lo prueba); segundo, que es de naturaleza atractiva, esto es, resultado de una cierta capacidad de atracción del cuerpo que ocupa el centro de la órbita; tercero, que opera tanto sobre los planetas y satélites como sobre los proyec­tiles, de modo que una misma mecánica abraza todos los fenómenos celestes y terrestres.

Ahora bien, a pesar del mérito indudable de Hooke en la manera cualita­tiva de enunciar la cuestión, ello no basta. Para empezar, es preciso demostrar, y no sólo afirmar, la relación existente entre la fuerza atractiva y el cuadrado de la distancia. A continuación, hay que poder predecir los movimientos pla­netarios tal como vienen descritos por las leyes de Kepler, si es que resulta cier­to que la fuerza propugnada por Hooke es la responsable de su comporta­miento no inercial. En definitiva, está pendiente la importante tarea de justificar dinámicamente (esto, es mediante una teoría de fuerzas) las leyes cinemáticas de Kepler. Ello implica ser capaz de deducir matemáticamente fuerzas a partir de trayectorias curvas o trayectorias a partir de fuerzas, lo cual, desde luego, supo­ne hallar la ley general que rige las fuerzas centrípetas, tal y como Huygens había hecho con las centrífugas. Esa ley general será la ley de gravitación uni­versal de Newton, con la cual se inicia una etapa decisiva en la historia del conocimiento de los cuerpos celestes.

Newton compartirá con Descartes la voluntad de dar una explicación mecá­nica de un mundo heliocéntrico-copernicano, si bien llevará a cabo esta empre­

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sa de modo muy diferente. Al igual que el filósofo francés, rechazará las expli­caciones aristotélicas de los movimientos en función de principios internos a la naturaleza de los móviles. Por sí mismo ningún cuerpo modifica su estado, de manera que todo cambio ha de deberse a una fuerza o causa de origen extrín­seco. Ello quiere decir que los movimientos acelerados terrestres (Gaiileo) y celestes (Kepler) que observamos han tenido que ser generados por fuerzas. Pero, a diferencia de Descartes, para Newton la mecánica no es otra cosa que el hallazgo de las relaciones matemáticas entre movimientos y fuerzas, a partir de las cuales ha de ser posible deducir unos de otras o a la inversa.

Como resultado, construirá una mecánica racional o teórica (mediante el empleo de la geometría, no del análisis), capaz de dar razón de modo riguro­so y preciso del sistema del mundo que habitamos, compuesto por el Sol, pla­netas, satélites y cometas. Para ello hay que insistir en el carácter matemático de las demostraciones, frente a las descripciones pictóricas cartesianas. De ahí que, frente a Los Principios de la Filosofía de Descartes, Newton proponga sus Principios Matemáticos de la Filosofía N atural

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5La filosofía natural

de Isaac Newton

5.1. La polémica biografía de Isaac Newton

Hijo póstumo de Isaac Newton y de Hannah Ayscough, este ilustre per­sonaje nació en Woolsthorpe, cerca de Grantham, en Lincolnshire, el día de Navidad de 1642. Un segundo matrimonio de su madre con un pastor pro­testante, el reverendo Barnabas Smith, privó a Newton de los cuidados de ésta cuando sólo contaba tres años de edad. Con frecuencia se ha visto en este hecho una de las causas de su personalidad profundamente neurótica, albergando desde muy niño sentimientos hostiles hacia su madre (y probablemente tam­bién hacia las mujeres en general, a las que rehuyó durante toda su vida).

En un principio vivió con su abuela materna, iniciando sus estudios en una pequeña escuela rural próxima a Woolsthorpe. En 1653 Hannah enviu­dó por segunda vez y de nuevo fijó su residencia en la propiedad de los New­ton junto con los tres hijos habidos en su último matrimonio. Sin embargo, al año siguiente Isaac hubo de trasladarse a la más distante escuela de Grant­ham, por lo que pasó a alojarse en casa del farmacéutico de la ciudad. En 1661 ingresó en el Trinity College de Cambridge, institución en la que permaneció primero como estudiante y luego como profesor hasta 1696.

Según se ha comentado ya, en el siglo XVII la universidad había entrado en un periodo de franca decadencia a consecuencia de su defensa numantina de las viejas ideas en filosofía natural. La profunda renovación de esta disci­plina que se venía produciendo tras la publicación de la obra de Copémico a mediados del siglo XVI, no había traspasado las paredes de las aulas. Ello quie­re decir que la enseñanza en las facultades de artes seguía basándose en planes de estudio que tenían como núcleo central la física y la cosmología de Aristó­teles. Obras de este filósofo, tales como la Física o Del Cielo, debían ser leídas

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y comentadas por los estudiantes, cosa que Newton parecía hacer con cierta desgana. Escritos escolares llegados hasta nosotros muestran que su interés se orientaba hacia los modernos, y muy en especial hacia el antiaristotélico René Descartes.

No es de extrañar que la enorme curiosidad intelectual del joven Newton le llevara a volcarse en la lectura de nuevos planteamientos muy alejados de la caduca filosofía escolástica. Así, pese al celo de las conservadoras universida­des por mantener el antiguo orden cósmico geocéntrico, las obras de autores como Kepler, Galileo, Descartes, Borelli, Hobbes, Gassendi, Hooke o Boyle no dejaban de circular de mano en mano. Se tiene constancia de que en la década de los sesenta Newton leyó parcialmente a todos ellos, siendo espe­cialmente relevante la atención que prestó al Diálogo galileano y a los escritos matemáticos, metafísicos y mecánicos de Descartes. Obras de este último, como la Geometría, las Meditaciones Metafísicas y Los Principios de la Fibsofía, fueron estudiadas con atención; no en vano el filósofo francés ofrecía el pri­mer intento de fundamentación de una física nueva sobre bases corpuscula- ristas y mecanicistas que armonizaba bien con la astronomía copernicana.

Ello no quiere decir, sin embargo, que Newton se convirtiera en un carte­siano. De hecho, ya a finales de los años sesenta redactó un opúsculo en latín, De Gravitatione et aequipondio fluidorum (Sobre la Gravitación y el equilibrio de los fluidos [en: Newton, 1978: 89-121, trad. inglesa: 121-156]) en el que criticaba severamente la concepción cartesiana del espacio, la materia y el movi­miento. Pero lo que sí puede afirmarse es que el punto de partida de sus inves­tigaciones celestes no fue, desde luego, la teoría de los movimientos naturales, sino los nuevos planteamientos inerciales. En consecuencia, la pregunta por la causa de los movimientos planetarios curvos no podía dejar de suscitarse. Tal como se analizará en páginas posteriores, Newton evolucionó desde la noción de fuerza centrífuga a la de fuerza centrípeta, y de ahí a la teoría de la gravita­ción universal, la cual constituyó la mayor contribución del siglo a la resolución del problema planetario. Pero eso será ya a mediados de 1680.

En 1665 finalizó sus estudios en artes (recuérdese que era en las facultades de artes donde tradicionalmente se enseñaba filosofía natural, cosmología, astro­nomía o geometría) y en 1669 tomó posesión, siempre en el Trinity College de Cambridge, de la “cátedra lucasiana” de matemáticas (denominada así en honor de H. Lucas, el cual había fundado y garantizado con su fortuna personal la financiación de esa cátedra). En el mismo año de 1665 la propagación de una temible peste obligó a cerrar la universidad. Newton se retiró a su casa de Woolst- horpe durante varios meses, dedicando al menos parte de ese tiempo a la refle-

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La filosofía natural de Isaac Newton

xión sobre la fuerza responsable de los movimientos planetarios. A esta época corresponde el hallazgo de la variación de dicha fuerza en (unción del cuadra­do de la distancia, resultado que obtuvo a partir de la tercera ley de Kepler. Todo parece indicar, sin embargo, que abandonó tan fructíferas investigaciones sobre el problema de la gravitación hasta 1679, momento en que (según confesión propia) se sintió estimulado a retomar estos estudios a raíz de una sugerencia del que fue uno de sus mayores rivales, Robert Hooke.

Tras su reincorporación a la universidad en 1666, Newton orientó su acti­vidad a temas para nosotros tan dispares como el cálculo, la óptica, los estu­dios bíblicos o la alquimia. Con respecto a las matemáticas, aunque de momen­to no publicó nada, a esta época se remonta el origen de los trabajos sobre su famoso método de fluxiones. Cuando se hizo cargo de la cátedra de Matemáti­cas (sucediendo a Isaac Barrow), durante los años 1670-1672 eligió la óptica como tema sobre el que impartir las lecciones a las que estaba obligado por el cargo (tenía que dar una clase por semana, a la que con frecuencia no acudía ningún alumno). Y precisamente en relación con sus investigaciones sobre la luz y los colores tuvo lugar la primera de las numerosas polémicas que jalona­ron toda su vida.

Junto con la construcción de un telescopio de reflexión en 1668, Newton comenzó a realizar importantes contribuciones a la óptica física o estudio de la naturaleza de la luz en un escrito titulado O f Colours. Tanto en éste como en la memoria que presentó el 6 de febrero de 1672 ante la Royal Society, denominada New Theory ofLight and Colours, propuso una novedosa hipóte­sis sobre el modo como los colores del arco iris entran en la composición de la luz blanca solar. Los experimentos con prismas le habían conducido a defender que los colores no se producían como consecuencia de las refracciones o refle­xiones de las superficies materiales, sino que eran propiedades originales de la propia luz blanca, diferenciándose unos de otros por su diferente grado de refran­gibilidad. A partir de aquí concluía la pertinencia de concebir la luz como un tipo de materia con propiedades, esto es, como una substancia con accidentes (y no en términos de propagación de una presión del éter, según la hipótesis car­tesiana). Éste es el origen de las tesis corpuscularistas de Newton, contrarias a la teoría ondulatoria de los fenómenos luminosos defendida por Huygens.

Newton había sido admitido en el seno de la Royal Society en 1672. Sólo una semana después de que esta memoria sobre la luz hubiera sido leída en esta institución, Robert Hooke (encargado desde hacía diez años de la super­visión de los experimentos en la mencionada sociedad científica) emitió un duro informe en el que criticaba el tipo de inferencias realizadas por Newton

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Teorías del Universo 11

a partir de sus resultados experimentales. Como consecuencia, se inició un agrio debate que duró cuatro años. A principios de 1676 se dio a conocer tam­bién en la Royal Society otro escrito de Newton, An Hypothesis explaining the Properties o f Light; que esta vez fue acusado por Hooke de plagio (en concre­to, le acusó de haberse servido de ideas expuestas por él en su Micrographia).

El obsesivo y paranoico temperamento del que Newton hizo gala duran­te toda su vida le llevó a tomar la decisión (que por fortuna no mantuvo siem­pre) de abandonar la filosofía natural, a la que definió como “una dama dema­siado litigiosa” como para merecer su devoción. Además, rompió toda relación con la Royal Society, muy en especial después de que Hooke fuera nombrado secretario de la misma en 1677, tras la muerte de Henry Oldenburg (antece­sor de aquél en el cargo). Incluso muchos años después, cuando ya tenía redac­tada su gran obra sobre óptica, Opticks, retrasó su publicación hasta el falleci­miento de su eterno rival. Ai parecer, no estaba dispuesto a soportar en este tema ni una sola crítica o acusación más. Le aguardaban, no obstante, otros varios asuntos sobre los que oiría y diría más de lo que hubiera sido aconseja­ble. Las polémicas no habían hecho sino empezar.

Con estos antecedentes y tal como ha sido ya relatado (epígrafe 4.7), el 24 de noviembre de 1679 Hooke se decidió a escribir a Newton solicitándole que reanudara sus relaciones con la Royal Society y asimismo pidiéndole su opi­nión sobre la posible descomposición de los movimientos planetarios en uno inercial tangencial y otro orientado hacia el centro a causa de un poder atrac­tivo central. Es posible que la consulta obedeciera al loable deseo de conocer el punto de vista de un experto, o también es posible (como algunos han suge­rido) que con ello quisiera dar a conocer a su enemigo, no sin cierta vanidad, los progresos realizados por él mismo en esa materia.

Sea como fuere, no sorprende que Newton rehusara restablecer el contac­to con esa institución científica, de la que Hooke seguía siendo secretario, y asi­mismo que manifestara, quizá arrogantemente, no haber oído hablar de la hipó­tesis de éste acerca del movimiento de planetas y satélites. A lo que sí se avino es a mantener durante algunos meses una correspondencia en la que ambos analizaron el tipo de trayectoria que un móvil en caída libre describiría si pudie­ra dirigirse sin resistencia el centro de la Tierra. Newton pensaba que el estu­dio de ese tipo de trayectoria proporcionaría una prueba del movimiento diur­no terrestre. Cometió, sin embargo, un error en dicho análisis, que no pasó desapercibido a Hooke. Pero lo importante es que, en el intercambio epistolar al que todo ello dio lugar, este último expuso a Newton dos importantes cues­tiones que posteriormente se convertirían en nuevo motivo de litigio.

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La filosofía natural de Isaac Newton

Primero, según se ha mencionado con anterioridad, sugirió una explica­ción del mantenimiento de los planetas en sus órbitas a partir de la inercia y de una fuerza atractiva central, en vez de hacerlo al modo de Borelli, esto es, suponiendo un equilibrio entre gravedad y fuerza centrífuga. Segundo, plan­teó la hipótesis de que la fuerza atractiva decrece con el cuadrado de la distan­cia, aduciendo para ello un argumento que era falso (creía que era correcta una ley de Kepler según la cual la velocidad de los planetas es inversamente pro­porcional a su distancia al Sol, y a partir de esta ley, que sólo es válida en el afelio y en el perihelio, establecía la anterior hipótesis acerca de la fuerza sin advertir que una y otra eran incompatibles). Poco aportaba a Newton esta segunda hipótesis de Hooke, puesto que en los años de la peste él mismo había llegado a ese resultado de forma mucho más satisfactoria. En cambio, con res­pecto al primer punto, el propio Newton reconoció más tarde que la idea de una fuerza de dirección central le había puesto sobre la pista correcta que le llevó a resolver el problema planetario, planteado del modo siguiente: supo­niendo que sobre los planetas actuara una fuerza atractiva central inversamente proporcional a l cuadrado de la distancia, ¿qué tipo tle órbita describirían éstos?

El estímulo fue lo suficientemente poderoso como para que nuestro ilus­tre autor retomara la investigación en filosofía natural (abandonada desde 1666), concretamente en lo referente a la cuestión de los movimientos plane­tarios. Algunos años después de que concluyera esta correspondencia con Hoo­ke, Newton recibió una visita de importantes consecuencias. Resulta que el propio Hooke junto con el arquitecto y profesor de astronomía en Oxford Christopher Wren (1632-1723) y el astrónomo Edmund Halley (1656-1742), descubridor del cometa que lleva su nombre, habían intentado sin éxito res­ponder a la anterior pregunta. Wren había sido nombrado presidente de la Royal Society en 1681, mientras que Halley sucedería años después (en 1719) a John Flamsteed en el puesto de astrónomo real en el Observatorio de Green- wich. Newton parecía ser la persona capaz de resolver el problema matemático planteado (deducir una órbita a partir de la fuerza responsable de su desvia­ción de la recta). Armándose de valor, en verano de 1684 Halley decidió tras­ladarse a Cambridge a fin de entrevistarse personalmente con Newton. Para asombro del visitante, cuando le expuso la cuestión, obtuvo una respuesta inmediata: en esas condiciones el planeta describirá una elipse. Naturalmente, Halley preguntó admirado cómo lo sabía, a lo cual Newton se limitó a con­testar que ya lo había calculado.

No fue capaz, sin embargo, de reproducir en el momento la demostración, de modo que se comprometió con Halley a enviársela posteriormente por escri-

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to. De hecho, lo que en noviembre de 1684 Newton remitió a Londres fue algo más; concretamente envió un pequeño tratado de unas diez páginas, De Motu corporum o Sobre el Movimiento de los cuerpos (del que conservamos redaccio­nes diferentes, contenidas en: Newton, 1978a: 239 y ss.). En realidad estas pági­nas representaban una anticipación muy simplificada de lo que poco después iba a ser la gran obra: Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (Principios Mate­máticos de la Filosofía Natural). En abril de 1686 el manuscrito del Libro I (de los tres de que consta esta última obra) ya estaba presentado ante la Royal Sociery. Ésta dio de inmediato el visto bueno a su publicación, pero sin comprometerse a sufragar los correspondientes gastos. Halley se ofreció a pagar la impresión, ade­más de supervisarla.

Pero, como si de una novela de suspense se tratara, lo que Halley había con­seguido no sin habilidad, esfuerzo y dinero estuvo a punto de truncarse debido a la amenaza de una nueva acusación de plagio contra Newton por parte de Hoo- ke. En efecto, éste exigía que se reconociera públicamente, en el prefacio de los Principia, su prioridad en el descubrimiento de la ley inversa del cuadrado. Deso­lado, Halley escribió a Newton haciéndole saber las exigencias de Hooke. Huel­ga decir la respuesta que obtuvo. Totalmente indignado por lo que consideraba una injusta reivindicación de su eterno rival, Newton amenazó por su parte con suprimir el Libro III, en el que se ofrecía lo que todos esperaban, esto es, un nue­vo sistema del mundo a partir de la ley de gravitación universal. Finalmente, fue convencido por Halley para que no dejara el trabajo incompleto, de manera que en marzo de 1687 remitió el Libro II y en abril el Libro III. Después de tantos sobresaltos, el primer ejemplar salía de la imprenta el 5 de julio de 1687 con un prefacio en el que se vertían comentarios elogiosos hacia Halley y en el que no se citaba el nombre de Hooke. Lo único que éste obtuvo fue una irrelevante men­ción de su contribución a la observación de los cielos en la Sección II del Libro I.

A la primera edición de los Principia seguirían otras dos con algunas modi­ficaciones, una en 1713 y otra en 1726, un año antes de la muerte de su autor. La obra reportó a éste un indiscutible reconocimiento, permitiéndole disfru­tar en vida de los honores y de la gloria que sólo suele concederse a los muer­tos. Sin embargo, la consecución de un importante logro no siempre reporta bienestar al protagonista de la historia. El hecho es que, después de la publi­cación de los Principia, Newton entró en un periodo de mayor irritabilidad y paranoia de lo que era habitual en él, llegando a acusar injustamente a ami­gos, como Locke o Nicholas Fatio de Duillier, de tramar a sus espaldas. La situación hizo crisis entre los años 1692 y 1693, cayendo así en una profun­da depresión que le mantuvo totalmente inactivo durante más de un año.

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La filosofía natural de Isaac Newton

Cuando se recuperó de la tremenda experiencia que supone “perder la con­sistencia de la mente”, según su propia expresión, Newton no fue el mismo. En 1696 abandonó la universidad de Cambridge (de la que era representante en el Parlamento desde 1689) y se trasladó a Londres para ejercer una activi­dad que nada tenía que ver ni con la docencia ni con la investigación. Se tra­taba de la dirección de la Casa de la Moneda, cuya tarea principal consistía en complicar la vida a los falsificadores desenmascarándolos y conduciéndolos ante la justicia. Cumplió con esta ingrata tarea de manera tan “eficaz” que pro­movió numerosas condenas, incluida la pena capital.

Con ello inició una forma de vida pública que contrasta con los años de retraimiento, soledad y aislamiento que caracterizaron su etapa de Cambridge. Durante el periodo londinense, que se prolongó hasta el fin de sus días, New­ton ya no mostró la misma creatividad genial que impregnó los años anterio­res a la década de los noventa. En 1703, una vez fallecido Hooke, fue elegido presidente de la Royal Society en reconocimiento a sus muchos méritos y a pesar de las difíciles relaciones que había mantenido con esa sociedad cientí­fica. Al año siguiente apareció la primera edición inglesa de su Opticks (a la que seguirían varias ediciones más en inglés y en latín), en la que desarrollaba las hipótesis sobre la luz y los colores establecidas en su juventud. Ya no era tiempo de crear, sino de cosechar éxitos, y también (para ello siempre es momen­to) de usar y abusar de su autoridad desde la presidencia de la Royal Society, tal como el filósofo Leibniz o el astrónomo real de Greenwich, John Flamste- cd, tuvieron ocasión de experimentar en primera persona.

Es bien conocida la controversia que Newton mantuvo con el filósofo y mate­mático G. W. Leibniz (1646-1716) a propósito de la prioridad en la invención del cálculo diferencial. Miembro de la Royal Society desde 1673 y promotor de la Socié- té des Sciences o Academia de Ciencias de Berlín (1700), este ilustre alemán había iniciado, a mediados de la década de los setenta, sus descubrimientos matemáticos basados en el uso de los llamados infinitesimales, si bien no publicó su nuevo méto­do de cálculo hasta 1684. Años después, Nicholas Fatio de Duillier acusó a Leibniz de haber plagiado a Newton, íntimo amigo suyo. La cosa no pasó a mayores hasta que en 1705 este último se persuadió (por razones que no importa detallar) de que, en efecto, Leibniz había hecho pasar por suyas ideas que no lo eran. La historia ha demostrado que no tenía razón al formular tal acusación. Fluxiones e infinitésimos dan lugar a dos métodos distintos, obtenidos independientemente, si bien el algo­ritmo de su contrincante ha resultado ser mucho más operativo.

En su calidad de miembro de la Royal Society, Leibniz tuvo la ingenuidad tic apelar a la sociedad de la que Newton era presidente para que se pronun­

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ciara sobre la cuestión. Se formó un comité integrado por personas supuesta­mente imparciales que en realidad eran fervientes newtonianos. Pero, no con­tento con ello, Newton redactó personalmente el informe de dicha comisión y le dio cuanta publicidad estuvo en su mano. Huelga decir a quién se dio la razón. Parece así que lo avanzado de su edad no era un obstáculo para que el célebre inglés tratara de deshacerse de un rival allí donde éste se presentase.

Una nueva polémica entre uno y otro, o, mejor, entre Leibniz y el newtonia- no Clarke (detrás del cual estaba el maestro), tuvo lugar entre 1715 y 1716, esta vez por motivos de carácter filosófico (Leibniz-Clarke, 1980). La controversia con­sistió en el intercambio de cinco cartas que cada uno dirigió al otro sirviéndose de la mediación de una amiga de Leibniz, la princesa Carolina de Ansbach, (conver­tida por su matrimonio en princesa de Gales). De la lectura de estas diez cartas se desprende la mayor coherencia del razonamiento de Leibniz, que supo llevar a su contrincante a un terreno filosófico en el que aquél se desenvolvía con mayor difi­cultad. En todo caso, no hubo acuerdo y la relación epistolar, que podía haberse continuado indefinidamente, concluyó por razones biológicas. Leibniz falleció dos semanas después de haber remitido a Clarke su quinta carta.

Si amarga file la experiencia leibniziana, peor debió ser la que tuvo que sopor­tar el primer astrónomo real del Observatorio de Greenwich, John Flamsteed (1646-1719), del que ya se habló en el capítulo segundo a propósito de los mapas estelares (epígrafe 2.4.3). Tan pomposo nombramiento en 1676, debido al rey Carlos II, en realidad distaba mucho de compensar en términos económicos. El rey había erigido el observatorio, pero no lo había dotado de dinero suficiente para construir los instrumentos precisos. Ello quiere decir que, si Flamsteed deseaba disponer de lo más elemental, debía costeárselo él mismo. Durante los años en los que Newton redactaba los Principia, constantemente requirió del responsable del Observatorio de Greenwich información sobre los planetas, cosa que éste procuró proporcionarle. Pero el conflicto abierto estalló cuando, una vez publi­cada la obra, Newton se propuso completar su trabajo sobre la difícil trayecto­ria de la Luna. Ya en Londres y desde su puesto de presidente de la Royal Society, comenzó a tratar a Flamsteed como si de su sirviente se tratara, reclamando insis­tentemente datos sobre este astro que el perfeccionista y minucioso astrónomo era incapaz de suministrar al ritmo que el iracundo Newton le exigía. Por otra parte, aquél entendía que el observatorio y él mismo no estaban al servicio de los miembros de la Royal Society y, partiendo de este punto de vista, trató de defenderse de las presiones continuas que recibía.

Pronto Newton puso fin a los afanes de independencia de Flamsteed. En 1710 obtuvo permiso del rey para poder supervisar, desde su puesto en la Royal

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Society, el trabajo del astrónomo real, lo cual suponía el derecho a visitarle en su observatorio, demandar de él las observaciones que estimara pertinentes o deci­dir sobre la conveniencia de tales o cuales instrumentos (¡que financiaba Flams- teed!). Fácilmente puede adivinarse la frustración de este último, y también su impotencia para oponerse a los deseos todopoderosos del rey y de Newton.

Pero lo peor estaba aún por venir. Se requería a Flamsteed para que completara un nuevo catálogo de estrellas, trabajo en el que éste no escatimó tiempo y esfuer­zos. Sin embargo, se retrasó más de lo previsto. La primera parte estaba acabada en 1704, pero la segunda y la tercera se dilataban. Newton disponía de un catálogo par­cial elaborado por el propio Flamsteed en 1706; cinco años más tarde lo puso en manos de Halley para que lo publicara, no estimando ni uno ni otro que los datos eran patrimonio intelectual de su autor. Cosa muy distinta, desde luego, opinó Flams­teed, ya que no sólo los resultados, sino los propios aparatos de observación, eran suyos. La edición apareció en 1712 ante la indignación del astrónomo real, que logró quemar trescientos ejemplares de los cuatrocientos de que constaba. Finalmente, el primer catálogo de estrellas observadas mediante telescopio se publicó en tres volú­menes con el nombre de Historia Coelestis Britannica de John Flamsteed. Pero, cuan­do esto ocurrió, el desafortunado astrónomo de Greenwich ya había fallecido.

Desequilibrado, misógino, clarividente, implacable, retraído, solitario, genial. Éstos son algunos de los epítetos con los que se ha calificado a New­ton, uno de los mayores científicos de todos los tiempos. Muerto el 20 de mar­zo de 1727, fue enterrado con toda suerte de honores en la Abadía de West- minster. £1 conocido epitafio de Pope da cuenta de la rendida admiración que su obra suscitó en el siglo XVIJ1: “La Naturaleza y las leyes de la Naturaleza per­manecían ocultas en la noche. Dios dijo: Sea Newton. Y la luz se hizo”.

5 .2 . La cara oculta de Newton

A pesar de que el sistema del mundo newtoniano “iluminó” el Siglo de las Luces, Newton dista mucho de ser un personaje ilustrado racionalista. En una conocida semblanza de John Maynard Keynese describe a éste no como el pri­mer científico de la Edad de la Razón, sino como el último mago que enlaza con los babilonios y los súmenos. Y ello poique concibe el universo como un enigma que puede llegar a descifrarse gracias a ciertos indicios presentes en el comportamiento de los cielos, en la constitución de los elementos o en cier­tos escritos de los antiguos (Keynes, 1982: 61 y 64). Ello dejará una peculiar impronta en toda su investigación.

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Desde los años de estudiante en Cambridge hasta la publicación de los Prin­cipia, en 1687, transcurren unos veinticinco años, durante los cuales Newton compatibiliza su vida académica con una actividad que mantendrá celosamen­te oculta. Se trata de la época más fecunda y creativa, en la que obtiene especta­culares resultados en el campo de la matemática, la óptica o la mecánica celes­te. Desde luego, cabe limitarse a dar cuenta del modo más neutro y aséptico posible de tales resultados, pero quizá no carezca de interés tratar de asomarse a la cara oculta de Newton, a ese rostro que él no siempre quiso mostrar en públi­co. El abundante material (en su mayor parte inédito) que dejó escrito permite un acercamiento a esa parte mucho menos conocida de su trabajo.

Son muchas las razones por las que un científico puede dedicar su vida a una tarea tan ingrata y esforzada como es la investigación. Con frecuencia se hace hincapié en la vertiente práctica de toda construcción teórica ligándose estrechamente ciencia y tecnología. En el caso de Newton, sin embargo, el parentesco más importante (aunque no único) se establece entre ciencia, o filo­sofía natural, y teología. Extraños parientes resultan éstos para nuestra men­talidad contemporánea, pero no para el autor de los Principia (como tampo­co para Kepler).

El objetivo que un mejor conocimiento de la Naturaleza persigue, no nece­sariamente es “salvar las apariencias” , entendiendo por tal dar razón de los fenómenos en términos geométricos a fin de poder predecirlos del modo más ajustado posible. Newton busca establecer los principios matemáticos de la filo­sofía natural como parte de un programa más amplio que incluye el estudio de las Sagradas Escrituras, la historia de los pueblos antiguos y su relación con los israelitas, la cronología de sus reyes, la historia de la Iglesia o la alquimia. Los amantes de la cuantificación han calculado que Newton dejó un millón doscientas mil palabras sobre alquimia y casi otras tantas sobre religión, lo cual sobrepasa con creces lo escrito sobre filosofía natural. Asimismo, un acerca­miento al contenido de su biblioteca pone de manifiesto que sus intereses des­bordaban con mucho el estricto campo de esta última disciplina. En efecto, según reproduce Mamiani en su biografía sobre este autor (Mamiani, 1995: 24), el 27,5% de un total de 1752 títulos se refería a temas relacionados con la teología, historia de la Iglesia, estudios bíblicos o controversias religiosas; el 11,6% a matemáticas, física y astronomía; el 9 ,5% a alquimia y química; el 8 ,6% a los clásicos griegos y latinos; el 8,3% a historia, cronología y bio­grafía, y el resto a medicina, literatura, derecho, filosofía y otros.

Lo que desde luego no resulta evidente es la relación que guardan entre sí materias tan dispares como la cronología de antiguos reinados, la Biblia, la

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alquimia o las matemáticas aplicadas a la Naturaleza. Newton aspiraba a poseer el conocimiento con mayúsculas, el enigma que las cosas naturales o reveladas ocultan. A este objetivo se entregó hasta los 50 años más o menos, y lo hizo como cabe esperar de él: obsesivamente, día y noche, sacrificando ocio, sue­ño, alimento, amigos, familia y quizá salud mental. Justo es, sin embargo, reco­nocer que la empresa era digna del más grandioso Fausto soñado por Goethe. Se trataba de apropiarse del secreto último de las cosas capaz de conducirnos a la fuente primera de todo conocimiento y de toda realidad: Dios.

Ahora bien, para lograr tan ambiciosa empresa no hay un camino único. La verdad es una sola, pero a ella se accede por múltiples vías, la mayoría de las cuales se encuentra en el saber de la más remota Antigüedad. La interpre­tación de los textos antiguos constituye, por tanto, uno de los procedimien­tos más indicados para aproximarse a dicha verdad. Entre dichos textos des­taca de modo privilegiado el Libro Sagrado del pueblo israelita, y muy en concreto sus partes más simbólicas: las profecías del Antiguo Testamento y el Apocalipsis de san Juan. A pocos asuntos dedicó Newton tanta atención como a las predicciones sobrenaturales del profeta Daniel o a las revelaciones del apóstol san Juan, en busca de los mismos indicios que también y paralelamente indagaba en el gran libro de la Naturaleza.

La Biblia y la Naturaleza constituyen dos formas de revelación divina; no es de extrañar, en consecuencia, que ambas escondan el mismo mensaje. Aho­ra bien, hay que saberlo interpretar, en un caso a través de un difícil lenguaje mítico y metafórico, en el otro a partir de hechos de diversa índole que perte­necen tanto al campo de la filosofía mecánica como al de la alquimia. Fruto de sus trabajos en filosofía mecánica serán los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, mientras que parte de sus investigaciones bíblicas se recogen en la obra Observations upon the Prophecies o f Daniel and the Apocalypse ofSt. John, publicada postumamente en Londres, en 1733- En cuanto a la alquimia, no sólo leyó y escribió abundantemente sobre el tema, sino que también experi­mentó por sí mismo en un laboratorio que privadamente montó al efecto.

Evidentemente, contrasta la concepción de la Naturaleza que deriva de su consideración mecánica con la que resulta de su tratamiento alquímico. En la primera se trata de un conjunto de partículas inertes desposeídas de todo prin­cipio activo, mientras que en la segunda se opera con agentes capaces de desa­rrollar una actividad espontánea irreductible al modo de actuación mecánico, la famosa piedra filosofal con la que los alquimistas pretendían transmutar los metales en oro constituye uno de estos agentes no mecánicos. Y otro tan­to podría decirse del elixir destinado nada menos que a garantizar la juventud

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y la inmortalidad a los seres humanos. Visto con ojos del siglo X X , se trata de dos empresas antitéticas; situado en la segunda mitad del siglo X V II , podría decirse que el planteamiento tiene un pie en el mágico Renacimiento y otro en la racionalista Ilustración. En todo caso, Newton parece haber convivido con este cuerpo de dos cabezas sin que ello haya perjudicado o estorbado lo más mínimo sus progresos en el campo de la ciencia natural.

La Naturaleza, en definitiva, muestra su secreto al mecánico y al alqui­mista; o, mejor, Dios hace partícipe al hombre de su infinita sabiduría por esos cauces, entre otros. Al menos ésta parece ser la opinión de Newton desde media­dos de la década de los sesenta hasta finales del siglo XVII. Tras la depresión nerviosa de 1693, gradualmente fue perdiendo interés por los estudios alquí- micos hasta abandonarlos por completo hacia 1699, tres años después de que se hubiera instalado en Londres. A lo que no dejó de dedicar tiempo fue a la Biblia, como gran y más importante fuente de revelación divina. Concedía una relevancia especial a lo allí narrado frente a lo afirmado en otras fuentes, ya fueran griegas, egipcias, caldeas o de cualquier otro pueblo de la Antigüe­dad. Ello le llevó a abordar una tarea tan peculiar como pretender mostrar no sólo la primacía moral de Israel, sino la prioridad temporal de los hechos histó­ricos referidos en el Antiguo Testamento, de modo que las restantes civilizacio­nes, incluida la griega, habrían derivado de la hebrea. De ahí que escribiera una obra sobre el orden y las fechas de los antiguos reyes, que se publicó al año siguien­te de su muerte con el título The Chronology ofAncient Kingdoms AmendecL

En el marco de este interés de Newton por culturas y religiones del más remoto pasado, su atención recayó en los lugares en los que se había rendido culto a la divinidad, esto es, los templos. Y como no podía ser por menos, entre todos ellos destacó el de Salomón. En efecto, en su opinión, la forma, dimen­siones y demás características del templo de Jerusalén permitían obtener infor­mación privilegiada sobre los ritos y ceremonias de los israelitas, lo cual a su vez tenía un valor simbólico que habría de contribuir a desentrañar el signifi­cado de las profecías bíblicas. Como fruto de estas investigaciones, redactó en latín un escrito, los Prolegómenos a la parte segunda del LÉXICO D E PROFE­TAS en donde se trata de la forma del santuario judío (de este manuscrito existe una edición castellana bilingüe con el nombre de El Tempb de Salomón: New­ton, 1995. Véase Introducción de Sánchez Ron, especialmente pp. XIX-XX sobre la cronología de Newton y pp. LVII y ss. sobre el Templo de Salomón).

Desde el punto de vista personal y académico, probablemente lo que más influencia tuvo en él fue la conclusión a la que le llevaron sus estudios bíbli­cos relacionados con el Nuevo Testamento. En contra de lo defendido por la

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Iglesia católica en el Concilio de Nicea (325), Newton se persuadió hacia 1669 de la falsedad del dogma de la Trinidad, según el cual Dios es uno y trino. Pasó así a convertirse en un acérrimo defensor de posiciones próximas al arrianis- mo condenado en dicho Concilio y, por tanto, en un hereje. Su juicio sobre los teólogos trinitarios es durísimo debido a que, en su opinión, en el siglo IV se produjo una deliberada corrupción de las Escrituras por parte de los cató­licos, que debilitó la ¡dea de un Ser Supremo único, Señor del Universo, Amo Universal, Dios de Israel, Dios de dioses, Señor de Señores. Estos términos, empleados por el propio Newton, tienden a subrayar el carácter singular e incomparable de Dios Padre, que no comparte su substancialidad con el Hijo, de modo que éste no es una de las tres personas de una misma divinidad. Dios es uno, pero no trino; Cristo tiene un papel subordinado, limitado al ámbito moral. Ningún tipo de mediación se precisa entre Dios y el mundo por Él crea­do. La papista Iglesia romana, contra la que lanza toda suerte de diatribas, es la responsable de la falsificación del auténtico Dios revelado debido a la tergi­versación de los textos antiguos.

El unitarismo fue el secreto mejor guardado de Newton. Nunca hizo públi­cas sus opiniones al respecto. Y razón tenía para ello. En la Inglaterra del siglo XVII, convulsionada por enfrentamientos y guerras entre la monarquía y el Par­lamento, las contiendas por razones religiosas también estuvieron presentes. En el siglo anterior, este país había abrazado la causa protestante separándose de la obediencia a Roma. Y tras la quiebra de la unidad religiosa vendría el cuestionamiento del carácter absoluto de la monarquía. Nociones como sobe­ranía popular, libertad religiosa, derechos de los ciudadanos, libertades indi­viduales comenzaron a hacer su aparición. Pero como nadie parece resignarse a perder aquello de lo que disfruta sin ofrecer resistencia, Carlos I se opuso a las pretensiones democratizadoras del Parlamento. Como consecuencia, se declaró la guerra civil de 1648, que acabó con la ejecución del rey y la decla­ración de la república. Newton tenía 6 años cuando esto ocurría. Tras ese parén­tesis republicano con O. Cromwell a la cabeza, la monarquía fue restaurada en 1660 por Carlos II (hecho que coincide con la llegada de Newton a Cam­bridge). Su reinado duró veinticinco años y estuvo marcado por las persecu­ciones religiosas, en las que las bestias negras eran los papistas y los antitrini­tarios.

Durante el siglo XVII se había extendido desde Polonia a Inglaterra (y tam­bién a Francia) una doctrina conocida como socinianismo (debido a dos ita­lianos del siglo XVI emparentados entre sí, Lelio y Fausto Sozzini). Aparte de otras peculiaridades, los socinianos eran también unitaristas o antitrinitarios,

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de modo que este tema teológico era uno de los que estaban en el centro de las disputas. Aun cuando no consta la influencia de éstos sobre Newton, el hecho es que unos y otros mantenían la misma posición polémica en relación al dogma de la Trinidad. El gran científico inglés optó por no dar ninguna batalla en un asunto que, entre otra cosas, le habría hecho perder su cátedra lucasiana de Matemáticas. Bastante es que lograra no ser ordenado clérigo de la Iglesia anglicana, algo que en principio se le exigía al ocupante de dicha cáte­dra (la norma era habitual no sólo en este caso). La incuestionable honestidad de Newton no le habría permitido jurar en falso, de modo que su expulsión por hereje habría sido inmediata. De todas maneras, por este mismo motivo no pudo acceder al cargo de director del Trinity College (paradojas de la vida: pasó veintiséis años en una institución en la que la Trinidad figuraba hasta en el nombre).

A Carlos II le sucedió en el trono el católico jacobo II, cuyos deseos de res­taurar los viejos poderes reales dieron lugar a la Gloriosa Revolución de 1688, tras la cual perdió su trono. El problema de la aceptación o no del debatido dogma debía resultar cuestión tan polémica como para que el Acta de Tole­rancia que se firmó en 1689, durante el reinado de Guillermo y Ana, a pesar de marcar el principio del fln de las persecuciones religiosas, excluyera a los unitaristas negándoles el derecho a mantener sus propias opiniones.

Newton guardó silencio toda su vida en relación con esta herejía, que, sin embargo, jugó un importante papel en su forma de ver el mundo y la ciencia. En contra de toda posición escéptica, defendió la capacidad de la razón huma­na para alcanzar la verdad. Según se ha dicho ya, ésta es única, pero se logra por caminos diversos y heterogéneos. Ahora bien, no cabe pensar en la posibi­lidad de sostener a la vez ideas falsas con respecto al Creador e ideas verdaderas en relación a lo creado. De ahí que la restauración del antiguo monoteísmo uni­tario debiera contribuir a la instauración de la auténtica ciencia capaz de desve­lar el enigma del universo.

En este sentido, Newton concibe sus propios hallazgos en filosofía natu­ral como su personal contribución al conocimiento del que el ser humano es capaz por voluntad divina. Puesto que no ha podido o no ha querido difun­dir su verdad religiosa antitrinitaria, sí quiere y puede publicar su verdad cien­tífica. Los Phibsophiae Naturalis Principia Mathematica exponen el sistema del mundo que resulta de su consideración mecánica, sin que haya en esa obra más referencia al Dios Todopoderoso único y unitario que la que se permite en las brevísimas páginas del Escolio General añadido a la segunda edición. Pero teología y filosofía natural son al anverso y el reverso de la misma mone­

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da, que a su vez se corresponden con esas dos formas de revelación divina que son la Biblia y la Naturaleza.

5.3. El problema planetario con anterioridad a la redacción de los Principia

Newton se ocupó del problema planetario fundamentalmente en dos épo­cas de su vida: la primera, entre 1664 y 1666, coincidiendo en parte con la gran peste que le obligó a retirarse de la universidad y regresar a su domicilio durante meses; la segunda, en la década de los ochenta, en especial tras la visi­ta de E. Halley en 1684. En ambas etapas el tema se aborda de un modo muy diferente, marcado por la inicial influencia cartesiana y su posterior sustitu­ción por un modo de explicación más próximo al sugerido por Hooke en 1679.

Según se ha puesto de manifiesto a lo largo del capítulo cuarto, tras el aban­dono de la idea de movimiento circular como natural y simple y la formula­ción de un principio de inercia rectilínea, se hacía imprescindible contestar al siguiente interrogante: puesto que en ausencia de influencias externas todo cuerpo permanecerá en reposo o se moverá uniformemente en línea recta, ¿qué iinpide a los planetas comportarse de esa manera? En la primera mitad del siglo XVII, Descartes había dado una respuesta en el marco de su teoría de los vórti­ces. La tendencia centrífuga de los cuerpos celestes es neutralizada por la pre­sión del éter circundante; de la acción conjunta de una y otra resultan los movi­mientos orbitales circulares. La materia sutil que llena los espacios ¡nterplanetarios es, así, la responsable del mantenimiento de los planetas en sus órbitas, y tam­bién de un fenómeno exclusivamente terrestre como es la gravedad.

En la segunda mitad del mismo siglo XVII, Borelli había justificado la esta­bilidad del sistema solar a partir del equilibrio entre el Ímpetus por alejarse del centro de sus movimientos y la gravedad entendida al modo de Copérnico y Cíalileo, esto es, como la inclinación natural de los cuerpos a dirigirse hacia dicho centro (epígrafe 4.5). Por otra parte, de los estudios de Huygens sobre el reloj de péndulo se deducía la posibilidad de aplicar a los movimientos pla­netarios dos elementos dinámicos de igual naturaleza orientados en sentido contrario por relación al centro: la fuerza centrifuga, convenientemente mate- matizada, y la gravedad, entendida al modo cartesiano (epígrafe 4.6). Final­mente, fue Hooke quien introdujo la novedosa idea de combinar la inercia rectilínea con una propiedad atractiva del cuerpo central en virtud de la cual el planeta es constantemente desviado de la recta (fuerza atractiva de dirección central). Inercia y fuerza centrípeta eran, pues, los elementos adecuados para

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resolver el problema planetario, y no gravedad y fuerza centrífuga consideradas en equilibrio (epígrafe 4.7).

Será Newton, y no Hooke, quien ponga de manifiesto toda la extraordi­naria fecundidad de estas dos últimas nociones al ser capaz de deducir de ellas el comportamiento de los cuerpos celestes regido por las leyes de Kepler. Pero tal cosa ocurrirá en la década de los ochenta. Veinte años antes, Newton se desenvolvía en el marco de la descripción cartesiana y, por tanto, en el de la teoría de los vórtices. Esto quiere decir que aceptaba la teoría de la gravedad basada en un éter mecánico y también que esa presión etérea hacia el centro era la responsable igualmente de la neutralización del esfuerzo de un cuerpo por apartarse del centro. Inercia rectilínea, gravedad (en el sentido cartesiano) y fuerza centrífuga constituyeron, por tanto, el punto de partida de sus inves­tigaciones.

Entre 1665 y 1666 Newton alcanzó un importante resultado al lograr cuantificar la fuerza centrífuga con independencia de Huygens y antes de que éste diera a conocer su hallazgo (de hecho Huygens había escrito en 1659 una obra sobre el tema, De Vi centrifuga, que no publicó en vida). Siguiendo un camino distinto al del holandés, llegó igualmente a la expresión: F = mv2lr (véase Westfall, 1980: 207 y 208). Ésta mediría, según dice el propio Newton, la presión o empuje que ejercería un globo en rotación uniforme dentro de una esfera sobre la superficie de dicha esfera, de modo que para calcular la fuerza centrífuga se sirvió de la fuerza de movimiento cartesiana (F - mv).

A partir de aquí tuvo la buena idea de combinar la mencionada ley de la fuerza centrífuga con la tercera ley de Kepler, lo cual le permitió establecer algo fundamental: suponiendo que los planetas recorran una órbita circular en vez de elíptica, las fuerzas centrífugas generadas por ellos variarán como el cuadrado de sus radios o, lo que es lo mismo, como el cuadrado de sus distancias a l Sol. Es importante subrayar que lo que así decrece con el cuadrado de la distancia es un tipo de fuerza, la centrífuga, que hacia 1682 no concederá realidad física; pero eso sucederá cuando haya sustituido la pareja de términos gravedad-fuer­za centrifuga por la de inercia-fuerza centrípeta.

Las aportaciones a la cuestión planetaria a lo largp de 1666 no acaban aquí. Siempre suponiendo que los movimientos planetarios fueran circulares y resul­tado de un estado de equilibrio entre fuerza centrífuga y gravedad tomadas como opuestas, consideró la posibilidad de comparar la aceleración produci­da por la fuerza centrífuga en la Luna (inversamente proporcional al cuadra­do de la distancia a la Tierra, expresada ésta en unidades de radios terrestres) con la aceleración de la gravedad en la superficie de nuestro planeta. Lo que

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Newton quería saber era si podía hablarse en la Luna de una aceleración de la gravedad cosa que permitiría extender la acción de la gravedad terrestre al menos hasta el satélite de la Tierra. Pese a que la hipótesis era correcta, el cál­culo no dio el resultado previsto, probablemente como consecuencia del error existente en aquel momento en el valor del radio de la Tierra y también por desconocer entonces que la distancia debía medirse desde los centros (la for­mulación del teorema de los centros de gravedad es posterior). Abandonó pues esa hipótesis para no retomarla sino años después.

De todos modos, aun cuando la medición de la aceleración de la gravedad en la Luna hubiera resultado coincidente con la de la Tierra, es imposible saber si Newton hubiera sustituido la explicación cartesiana de la gravedad (limita­da a los fenómenos terrestres) por la de un vínculo que liga no sólo a los cuer­pos terrestres con la Tierra, sino a ésta con la Luna y, en general, a todos los cuerpos entre sí. Lo único claro es que hay que esperar a la década de los ochen­ta para encontrar la noción de atracción gravitatoria entendida como una fuer­za centrípeta o de dirección central que obliga a los planetas a caer hacia el Sol con igual aceleración que la de la gravedad terrestre (s¡ no se precipitan sobre el cuerpo central será debido a que contrarresta la tendencia de los planetas a salirse por la tangente en virtud de su inercia).

Durante unos quince años Newton se desentendió del problema planeta­rio. Según se ha visto (epígrafe 5.2), otros temas acapararon su atención, tales como las matemáticas, la naturaleza de la luz, las profecías del Antiguo Testa­mento o los experimentos alquímicos. Cuando volvió a ocuparse de dicho pro­blema, el joven veinteañero se había convertido en un hombre maduro que en 1682 cumplía 40 años, iniciando entonces la década más fecunda de su vida. En efecto, es a lo largo de la etapa siguiente cuando redacta y publica los tres Libros de los Principia, completando así una de las grandes obras del pensa­miento científico de todos los tiempos.

Conforme a lo que se ha comentado ya repetidamente, la ocasión para retomar la cuestión planetaria se la proporcionó Hooke en 1679, al dirigirse a él solicitando su punto de vista sobre una novedosa hipótesis consistente en considerar el movimiento orbital de los planetas como compuesto por un movi­miento inercial en la dirección de la tangente y un movimiento acelerado diri­gido hacia el centro de la correspondiente órbita. En tal hipótesis, gravedad y fuerza centrífuga no eran los elementos dinámicos relevantes.

Esta sugerencia de Hooke se sumaba a los logros obtenidos por el propio Newton trece años antes en relación con ese tema. Además de hallar la fórmula de la fuerza centrífuga con independencia de Huygens a partir de la tercera ley

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de Kepler, había establecido que esta fuerza de alejamiento del centro, que se genera en los desplazamientos circulares, era inversamente proporcional al cua­drado de la distancia al centro de la correspondiente órbita. Incluso había con­siderado la posibilidad de extender la acción de la gravedad terrestre a la Luna (¿quizá tras la observación de la caída de una manzana en el jardín de su casa?). Pero, hasta entonces, Newton se había desenvuelto dentro del esquema carte­siano básico de un equilibrio entre la presión hacia el centro de la materia eté­rea que rodea a los planetas y el esfuerzo de alejamiento de éstos orientado en la dirección contraria.

Pese a la escasa predisposición de Newton a conceder el menor mérito a Hooke, su eterno adversario, apenas puede ponerse en duda el papel que éste jugó en la sustitución de la fuerza centrífuga por la fuerza centrípeta (bautiza­da así por Newton debido a que era contraria a la de Huygens). Como se verá en las páginas que siguen, sin dicha sustitución hubiera sido imposible el trán­sito hacia la noción de atracción gravitatoria universal, en virtud de la cual todos los cuerpos del universo interactúan unos con otros. Aun cuando el desarro­llo de la hipótesis hasta sus últimas consecuencias fue obra de Newton, el pis­toletazo de salida lo dio Hooke.

A principios de la década de los ochenta, Hooke, Wren, Halley y otros barajaban también la fórmula de la inversa del cuadrado de la distancia apli­cada a la fuerza planetaria. Pero lo que no se lograba hallar era la conexión entre esta ley de fuerza y la ley de las órbitas elípticas de Kepler. Éste fue el problema que llevó a Halley, en agosto de 1684, a emprender viaje desde Lon­dres a Cambridge para entrevistarse con Newton (epígrafe 5.1). Al plantearle la cuestión del tipo de órbita que resultaría matemáticamente de la aplicación sobre el planeta de una fuerza orientada hacia el Sol que decreciese con el cua­drado de la distancia, obtuvo una respuesta inmediata: la órbita será una elip­se. Sin embargo, la demostración de la relación entre trayectorias elípticas y fuerzas centrípetas fue remitida por Newton meses después en un opúsculo del que hizo diversas redacciones y que llevaba por título De Motu corporum (en realidad, la solución aportada por Newton no partía de la consideración de la fuerza para hallar la trayectoria, sino, a la inversa, comenzaba por la tra­yectoria elíptica y a partir de ella calculaba la fuerza).

A pesar de tratarse de un obrita de muy pocas páginas, en ella encontra­mos ya los elementos dinámicos principales de los que se va servir en los Prin­cipia para describir el movimiento no inercial de planetas, satélites y cometas. Abandonando definitivamente las explicaciones del movimiento curvilíneo basadas en fuerzas centrífugas, el De Motu se abre con la definición de la fuer­

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za centrípeta (aquí es donde aparece así denominada por vez primera), a la que se añade un fuerza inherente a los cuerpos que les hace perseverar en su movi­miento en línea recta. En virtud de la primera de ellas, los cuerpos se ven obli­gados a caer continuamente hacia el centro; debido a la segunda, oponen resis­tencia a ser apartados de la trayectoria tangencial inercial. De la combinación de ambas (esto es, de la fuerza centrípeta y de la fuerza de inercia) derivan los movimientos planetarios tal y como son descritos en las leyes de Kepler. A estas alturas Newton ha prescindido ya del éter cartesiano basando su estudio, por el contrario, en la ausencia de toda resistencia a los desplazamientos celestes derivada del medio. Aun cuando nada se diga aquí acerca del espacio, ello abre las puertas a la introducción de un espacio vacío absoluto que le aproximará a posiciones atomistas y le alejará cada vez más del tipo de mecanicismo defen­dido por el filósofo francés.

5.4. Pbilosopbiae Naturalis Principia Mathematica

El 5 de julio de 1687 aparecían los Principios Matemáticos de la Filosofía Natural obra denominada así con toda probabilidad por contraposición a Los Principios de la Filosofía de Descartes, carentes de toda justificación matemá­tica. Desde el Prefacio mismo a la primera edición, Newton advierte que su propósito fundamental en este tratado es “reducir los fenómenos naturales a leyes matemáticas” , cultivando así esta disciplina en su relación con la filoso­fía natural. En efecto, a lo que el filósofo natural aspira es a conocer la Natu­raleza, lo cual -en su opinión— no significa otra cosa sino hallar las fuerzas que operan y de las que resulta el conjunto de los movimientos terrestres y celes­tes. De este modo, el comportamiento de la Luna, de los planetas y cometas, de las mareas, de los graves y, en general, de cuanto ocurre en el cielo y en la Tierra puede ser establecido con total precisión. Puesto que la mecánica es el estudio de los movimientos (movimientos violentos en la tradición aristotéli­ca), interesa cultivar esta rama del saber, pero no al modo de la mecánica prác­tica o artesanal (esto es, de las artes mecánicas) debido a que los artesanos sue­len operar con poca exactitud y rigor.

Según afirma en ese mismo Prefacio, lo que pretende construir es “la Cien­cia, propuesta y demostrada exactamente, de los movimientos que resultan de cualesquiera fuerzas y de las fuerzas que se requieren para cualesquiera movi­mientos” (Newton, 1987: 98). Denomina a esta ciencia general de las rela­ciones entre movimientos y fuerzas mecánica racional o teórica para distin­

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guirla de la artesanal. Aquí no es cuestión de cultivar las potencias que ponen en juego las artes manuales para conseguir sus objetivos prácticos, sino de aten­der exclusivamente a las potencias naturales, esto es, a las que la propia Natu­raleza emplea en sus operaciones. Por eso entiende que se halla ante una tarea de carácter filosófico que proporcionará inteligibilidad sobre la estructura glo­bal del mundo, tanto a escala planetaria como local.

Ahora bien, en la medida en que se trata de proceder mediante demostra­ciones precisas, ello exige no disociar matemática y filosofía natural como de hecho hizo Descartes. De ahí el título de la obra de Newton: Principios Mate~ máticos de la Filosofía N atural Sin embargo, la matemática a la que se refiere resulta ser sólo geometría. Muchos años antes de la redacción de los Principia, su autor había creado el método de fluxiones o de diferenciales, a pesar de lo cual no hizo ningún uso de él en la mencionada obra. Ésta fue escrita en for­ma geométrica y no analítica, de modo que la versión de diferenciales e inte­grales con que se conoce actualmente fue introducida en mecánica por otros autores con posterioridad. Lo que sí encontramos es un procedimiento de apro­ximación de las propiedades de una figura a las de otra mediante operaciones realizables hasta el infinito, de modo que en el límite ambas figuras se con­funden. Así, por ejemplo, la multiplicación indefinida de lados de un polígo­no permite considerarlo un círculo por paso al límite, lo cual resultará extre­madamente útil para demostrar el resultado de la acción de una fuerza centrípeta sobre un cuerpo.

En resumen, los Principios Matemáticos de ¡a Filosofía Natural se presentan como un tratado de mecánica en el que se establecen demostrativamente los movimientos de los cuerpos en sus relaciones generales con las fuerzas que los producen. La obra está dividida en tres partes o libros. El Libro Ise ocupa del movimiento de los cuerpos en el vacío, esto es, en un medio carente de toda resistencia. En él jugará un importante papel la noción de fuerza centrí­peta, a partir de la cual se fundamentan dinámicamente las tres leyes de Kepier. El Libro II, en cambio, estudia el movimiento de los cuerpos en medios resis­tentes (fluidos). Constituye de hecho una implacable crítica a la teoría carte­siana de los vórtices. Por último, el Libro III ofrece la constitución del sistema del mundo como consecuencia de la aplicación de la mecánica racional (en la que movimientos y fuerzas se analizan matemáticamente y en abstracto) a la mecánica celeste. Es decir, los resultados de los libros anteriores, en especial del Libro I, se emplearán para conocer y predecir con exactitud los principa­les fenómenos celestes y terrestres, quedando finalmente instituida la famosa teoría de la gravitación universal. Cuando esto suceda, el mundo aparecerá

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como una elegante estructura ordenada en la que nada, ni en los cielos ni en el mar, escapará a la acción de esa fuerza gravitatoria que opera por doquier según una ley inexorable desvelada por Newton.

Es posible, por tanto, un conocimiento racional del universo a partir de principios mecánicos. Después de todo, la Naturaleza es una de las formas de revelación divina en las que podemos encontrar las huellas del Creador. Dios hace a los hombre partícipes de su sabiduría al permitirles desvelar parcial­mente el secreto que las cosas ocultan y aproximarse, así, a la posesión de la verdad. Pero las explicaciones mecánicas tienen sus límites. Al menos eso es lo que Newton manifiesta en un divulgado Escolio General que añadió a la segun­da edición de los Principia. Movimientos regulares como los que observamos en el sistema planetario “no tienen un origen debido a causas mecánicas” ; por el contrario, “tan elegante combinación de Sol, planetas y cometas sólo pue­de tener origen en la inteligencia y poder de un ente inteligente y poderoso” que gobierna el mundo como Señor de todas las cosas. Así, “toda la variedad de cosas, establecidas según los lugares y los tiempos, solamente pudo origi­narse de las ideas y voluntad de un ente necesariamente existente” (Newton, 1987: 782 y 785).

Con estas teológicas reflexiones Newton pone fin a su gigantesca obra sobre filosofía natural. En este Escolio General, y sólo en él, se permite expresar estas opiniones extracientíficas que no menciona a lo largo de las páginas anterio­res y que, por otro lado, tan bien conectan con sus preocupaciones e intereses alquímicos o bíblicos, a los que se ha hecho alusión en el epígrafe 5-2.

Es momento de regresar a las páginas iniciales de los Principia a fin de exponer, en líneas generales, cómo se desarrolla la mecánica racional y su apli­cación a la mecánica celeste; o dicho en otros términos, cómo se llega desde la noción de fuerza centrípeta a la de gravitación universal. Para ello conven­drá tener en cuenta sobre todo los libros I y III. Pero antes es preciso detener­se en dos apartados de la obra, que preceden al Libro I, en los que Newton introduce importantes definiciones de términos básicos en filosofía natural y, a continuación, enuncia sus tres famosas leyes del movimiento.

5.4.1. Definiciones y leyes del movimiento

Según se acaba de indicar, los Principia pretendían convertirse en “la Cien­cia, propuesta y demostrada exactamente, de los movimientos que resultan de cualesquiera fuerzas y de las fuerzas que se requieren para cualesquiera movi­

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mientos” (Newton, 1987: 98). Aplicado esto a la cuestión planetaria, supone investigar las fuerzas responsables de los movimientos de planetas, satélites y cometas, una vez que se ha abandonado toda tentación de acudir a la teoría de los movimientos naturales circulares propios de la filosofía natural tradi­cional. En general, a lo largo del siglo XVII son muchos los autores que se incli­naron por centrar el análisis en las fuerzas centrífugas, lo cual supone atender al esfuerzo que todo cuerpo realiza por apartarse del centro cuando se desplaza en círcub. Newton, sin embargo, propone un radical cambio de perspectiva (de conformidad con la sugerencia hecha por Hooke). Lo importante no es la ten­dencia centrífuga que el propio cuerpo genera en ciertas circunstancias, sino la acción que sobre él se ejerce desde el exterior obligándole a apartarse de b recta.

Así, la explicación de los movimientos celestes, y también terrestres, pasa por una teoría de fuerzas en la que se desvele qué invisible potencia actúa sobre los cuerpos del cielo y de la Tierra impidiéndoles permanecer en su estado, ya sea de reposo o de movimiento uniforme y rectilíneo. Desde la segunda página de la obra, Newton denomina en general fuerza impresa (vis impressa) a esa acción extrínseca capaz de modificar el estado inercial de un cuerpo. A continuación añade que las fuerzas impresas pueden originarse de diversas maneras: por cho­que, por presión o por la fuerza centrípeta (Definición IV). Ello quiere decir que la fuerza centrípeta es un caso particular de la fuerza impresa, pero un caso espe­cialmente relevante, tal como quedará de manifiesto a lo largo de la obra.

En la Definición V se afirma que la fuerza centrípeta es aquella que hace tender a los cuerpos hacia un punto central, bien porque los arrastre, bien por­que los empuje, o por cualquier otra razón. Aquí no se especifica el mecanis­mo responsable de esta acción; pero lo que sí se indica con claridad es que se opone al esfuerzo centrífugo de los cuerpos que giran, evitando que se apar­ten del centro. En concreto, una fuerza centrípeta es la responsable del man­tenimiento de los planetas en sus órbitas, y también de la caída sobre la super­ficie terrestre de un proyectil, ya que, de no actuar aquélla, astros y proyectiles avanzarían indefinidamente con movimiento uniforme en línea recta. Esto implica, y así lo dice de modo explícito, que tanto la gravedad como la fuer­za que aparta en todo momento a los planetas del movimiento rectilíneo son fuerzas centrípetas. Tras un largo camino, que se recorre a lo largo de las pági­nas de los Principia, se producirá algo inesperado: la fuerza planetaria y la gra­vedad se identifican. La noción de fuerza centrípeta conducirá de este modo a la de gravitación universal, permitiendo obtener un resultado que jamás hubie­ra sido posible si hubiera continuado aferrado a la más intuitiva fuerza cen­trífuga, tal como hicieron la mayoría de sus predecesores.

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A consecuencia de la actuación de las fuerzas impresas, siempre de origen extrínseco al cuerpo sobre el que se ejercen, éste se ve obligado a modificar su estado de reposo o de movimiento uniforme y rectilíneo. En cambio, en ausen­cia de dichas fuerzas, el cuerpo persevera por sí mismo en dicho estado. New­ton atribuye la causa de esa perseverancia a lo que en la Definición III deno­mina juerza de inercia, y que considera inherente a la propia materia (vis insita o vis inertiae). El empleo aquí del término Juerza introduce confusión, ya que propiamente no es tal. En efecto, en vez de producir la modificación del esta­do inercia! de los cuerpos, su efecto es justamente el contrario: por un lado garantiza la conservación de ese estado, pero por ello mismo se opone a la acción de cualquier fuerza impresa que trate de alterarlo. En el mejor de los casos sería una fuerza de resistencia que, aunque sólo se ejerce con ocasión de la actuación de un fuerza impresa, es intrínseca al cuerpo mismo. Newton afir­ma que es proporcional a la cantidad de materia y que no se diferencia sino en el modo de concebirla de otra noción introducida por él: la inercia de la masa (o masa ¡nercial).

En el fondo, es posible prescindir de la noción de fuerza de inercia para retener únicamente la de masa inercial, en la medida en que ambos conceptos juegan el mismo papel. A Newton cabe el mérito de haber diferenciado algo que en la época se consideraba inseparable: la cantidad de materia y el peso, asociando, en cambio, dicha cantidad de materia a la masa (Definición I). Peso y masa son proporcionales, pero no son lo mismo (entre otras cosas porque una es constante, mientras que el otro varía con la distancia a la Tierra). La masa se identifica con la cantidad de materia propia de cada cuerpo, en vir­tud de la cual éste tiene la capacidad de oponerse a los cambios de estado, ejer­ciendo así una resistencia a iniciar un movimiento si está en reposo, a finali­zarlo si está en movimiento o simplemente a modificar la velocidad y la dirección del movimiento ya iniciado. Esto pone de manifiesto que no se trata de la iner­cia en el sentido de Kepler, puesto que los cuerpos, abandonados a sí mismos, no se limitarán a permanecer en reposo, sino que perseverarán también en un estado de movimiento ¡nercial equivalente al de reposo.

El nuevo sentido de la noción de inercia (ya se trate de fuerza de inercia o de masa inercial) implica que la mera conservación del movimiento no supo­ne la actuación de una fuerza impresa (en contra de Aristóteles y de Kepler). Muy al contrario, si dicha fuerza se ejerce sobre un cuerpo, éste deja de con­servar su movimiento, produciéndose un cambio (concretamente, se modifi­ca la velocidad y, en consecuencia, la cantidad de movimiento, ambas enten­didas como magnitudes vectoriales). La actuación, por tanto, de una fuerza

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constante no produce un movimiento constante, sino una constante modifi­cación del módulo de la velocidad o de la dirección del movimiento. La fuer­za de inercia, en definitiva, garantiza la conservación del estado inercial, mien­tras que la fuerza impresa es la responsable de su alteración.

El planteamiento de Newton coincide con el de Descartes en lo referente a la tendencia de la materia a conservar su estado de reposo o de movimiento uniforme y rectilíneo (primera y tercera ley de los movimientos de El Mundo o el Tratado de ¡a Luz de Descartes). Pero la radical geometrización de los cuer­pos llevada a cabo por el filósofo francés no le había permitido reconocer una propiedad tan fundamental como la masa inercial, irreductible a la extensión. A su vez, ello le impidió establecer correctamente otra magnitud, la cantidad de movimiento y, por tanto, las reglas que rigen los intercambios de dicha mag­nitud en las colisiones (no sólo fracasó por esta razón, sino también por no tomar en consideración la naturaleza vectorial del movimiento, que quedó adecuadamente establecida gracias a los trabajos independientes de Wren, Wallis y Huygens, promovidos por la Royal Society).

En la Definición II, Newton afirma que la cantidad de movimiento se obtiene a partir del producto de la masa por la velocidad, siendo proporcio­nal a una y a otra. Este producto (que hoy solemos denominar momentum o momento) da cuenta de la clase de fuerza más extendida en la época de New­ton, a saber, aquella que un cuerpo ejerce sobre otro cuando choca con él. Se trata de la fuerza de impulso que se transmite por contacto y de modo instan­táneo entre dos cuerpos cualesquiera, sobre la cual Descartes construyó toda su física.

Resumiendo, podemos decir que, en virtud de la mal llamada fuerza de inercia, todo cuerpo tiende a conservar su estado de reposo o de movimiento uniforme y rectilíneo en el que se halla, oponiendo resistencia a la acción de cualquier clase de fuerza que se imprima sobre él desde el exterior. Esa noción sólo se distingue conceptualmente de la más familiar inercia de la masa o masa inercial proporcional a la cantidad de materia. Por el contrario, la actuación de las fuerzas impresas (que son las fuerzas propiamente dichas) produce la modificación del estado debido a que altera el módulo de la velocidad, la direc­ción o ambas cosas. Puesto que la masa permanece constante, al producirse un cambio en la velocidad, también tiene lugar un cambio en la cantidad de movimiento. Luego la medida de las fuerzas puede establecerse, bien por la velocidad, bien por la cantidad de movimiento que son capaces de generar en un tiempo dado. Newton denomina cantidadaceleratriz a la medida de la fuer­za atendiendo al aumento de la velocidad de un movimiento; en cambio, 11a­

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ma cantidad motriz a la medida de la fuerza en función de la producción de cantidad de movimiento que resulta. A mayor fuerza, mayor velocidad o mayor cantidad de movimiento, de modo que hay una relación de proporcionalidad entre la causa y el efecto.

Tras estas definiciones de masa, fuerza de inercia, fuerza impresa, fuerza centrípeta, etc., Newton escribe un famoso “Escolio a la Definición VIH"en el que se refiere al espacio absoluto, al tiempo absoluto y al movimiento absolu­to, oponiéndolos a los meramente relativos. Se abordará este tema en el capí­tulo 6 . De momento es preferible enlazar las anteriores definiciones con el apartado siguiente en la obra de Newton, que lleva por título “Axiomas o Leyes del movimiento". En él se formulan sus conocidas tres leyes: la ley de inercia, la ley de la fuerza y la ley de la acción y la reacción. Es interesante constatar que dichas leyes son presentadas por Newton como axiomas, esto es, en cuan­to proposiciones primitivas que no pueden reducirse a otras. De hecho, tam­poco se infieren de la experiencia, de lo que resulta que no se obtienen ni deductiva ni inductivamente. Más bien, enuncian en forma de ley lo que ya está contenido en las definiciones de fuerza, movimiento inercia!, etc., debi­do a lo cual algunos autores han pensado que al menos la primera y la segun­da son puras tautologías. En todo caso, de estos axiomas deben deducirse otras proposiciones que han de poder ser sometidas a contrastación empírica, de modo que, en definitiva, la experiencia es la que tiene la última palabra.

El enunciado de las tres leyes es el siguiente:

Primera ley: “Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o de movi­miento uniforme y rectilíneo a no ser en tanto que sea obligado por fuerzas impresas a cambiar su estado” (Newton, 1987: 135).

Segunda ley: “El cambio de movimiento [de cantidad de movimiento] es proporcional a la fuerza motriz impresa y ocurre según la línea recta a lo lar­go de la cual aquella fuerza se imprime” (Newton, 1987: 136).

Tercera ley: “Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contra­ria: O sea, las acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y dirigidas en direcciones opuestas” (Newton, 1987: 136).

La primera no es sino la ley de inercia expresada en los términos que son fami­liares a todos. Recoge en una sola dos leyes cartesianas, a saber, la de la conserva­ción del estado y la de la conservación de la dirección en línea recta (primera y

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tercera de El Mundo o primera y segunda de Los Principios de la Filosofld). Pero Newton introduce alguna importante modificación. En primer lugar, según se ha visto, la tendencia de los cuerpos a perseverar en su estado ¡nercial es propor­cional no al volumen espacial de los mismos, sino a la masa inercial. En segundo lugar, Newton atribuye la causa de la modificación del estado a cualquier tipo de fuerza que se imprima sobre un cuerpo, ya sea por choque, por presión o por atracción hacia un centro. En cambio, el filósofo francés restringía esa causa al choque, lo cual implicaba que sólo eran admisibles fuerzas de impulso que ope­ran por contacto, y de ningún modo fuerzas de atracción a distancia.

Una vez establecida la tendencia de los cuerpos a conservar su estado en función de su masa inercial, así como la necesidad de una fuerza impresa para alterarlo, procede plantear en qué proporción están esa fuerza impresa (causa) y la consiguiente alteración del estado (efecto). Ello ha de permitir cuantificar una noción hasta ahora puramente cualitativa como la de masa y establecer ciertas relaciones invariantes entre fuerza, masa, velocidad o aceleración. Éste es el contenido de la segunda ley.

Según la ley de la fuerza, tal como fue formulada por Newton, el cambio de cantidad de movimiento es proporcional a la fuerza motriz. O sea, el efec­to es proporcional a la causa, lo cual deriva del modo como ha sido definida la propia fuerza motriz. Tras este enunciado aparentemente trivial se esconde, sin embargo, algo importante. En él no se hace la menor referencia al tiempo durante el cual se ejerce la acción de la fuerza impresa. Parece pues que se tra­ta de una acción instantánea. Ahora bien, la fuerza instantánea es la de impul­so, esto es, la que tiene lugar cuando un objeto colisiona con otro y modifica así de golpe su cantidad de movimiento. Luego, en principio, Newton se esta­ría refiriendo a la noción cartesiana de fuerza, que, por otro lado, es la más usual entre los autores del siglo XVII. Podría simbolizarse así: F - A(mv) (I).

Sin embargo, esto no es suficiente. Newton precisa referirse a la acción continua de la fuerza, ya que, por ejemplo, la constante variación de la direc­ción del movimiento de los planetas exige la actuación de una fuerza asimis­mo constante (centrípeta). Hay que hablar, por tanto, del cambio continuo de la cantidad de movimiento, lo cual exige tomar en consideración el tiempo de actuación de la fuerza. En esta ocasión, la expresión de la medida de la fiierza sería la siguiente: F • A t= A (mv). O también: F - m • Av/At. A su vez, si con­sideramos que el límite de la relación AvIAt no es sino la aceleración instan­tánea, se obtiene la expresión más conocida de la ley de la fuerza, que no se debe al propio Newton: la fuerza se mide por el producto de la masa por la aceleración, o sea, F = ma (2).

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Al pasar de la fórmula (1) a la (2) se accede desde una fuerza instantánea de impulso o impacto que produce incrementos discretos de cantidad de movi­miento (o de velocidad, ya que la masa permanece constante) a una fuerza con­tinua de la que resulta una aceleración constante. Newton realiza la transición de la primera a la segunda haciendo que los impactos se sucedan unos a otros durante intervalos de tiempo cada vez más cortos que, en el límite, tienden a cero. Como se verá en el epígrafe siguiente, este método de límites mediante el que transformará fuerzas de impulso discontinuas en fuerzas continuas de dirección central, jugará un importante papel en la fundamentación dinámi­ca de la ley de las áreas de Kepler y en el establecimiento de una fuerza de atrac­ción centrípeta.

De ello se deduce algo ya mencionado líneas atrás. A diferencia de Descar­tes, Newton admite que las fuerzas impresas que modifican el estado inercial de los cuerpos pueden ser de contacto instantáneo, de contacto continuo o a dis­tancia. Sin embargo, en principio, la segunda ley se refiere a las fuerzas de impul­so instantáneas proporcionales al incremento de la cantidad de movimiento que producen (lo que tal vez es consecuencia de la formación ¡nicialmente cartesia­na de Newton). Sólo mediante el procedimiento del paso al límite, los incre­mentos de tiempo se hacen indefinidamente menores y la sucesión discreta de impulsos llega a constituir una acción continua. Es entonces cuando puede hablarse de la acción de una fuerza constante proporcional a la tasa de variación de la cantidad de movimiento o a la aceleración (con respecto a este tema pue­den consultarse: Cohén, 1983: 192-202 y Barthélémy, 1992:77-89).

En uno y otro caso la masa representa la constante de proporcionalidad de la fuerza de impulso con respecto a la variación de la cantidad de movimien­to, o bien de la fuerza continua con respecto a la aceleración. Pero en ambos supuestos se trata de la masa inercial, esto es, de la propiedad de los cuerpos de oponerse al cambio de estado. La noción de masa gravitatoria aparecerá con posterioridad a la formulación de las leyes del movimiento, ya que requiere haber introducido la fuerza de gravitación universal.

Por último, la tercera ley establece algo sorprendente: a toda acción de una fuerza se opone otra igual que obra en sentido contrario. Así, por ejemplo, si se presiona una piedra con el dedo, éste a su vez es presionado por la piedra; si un caballo arrastra una piedra atada con una cuerda, la piedra arrastra al caballo; etc. En general, todo cuerpo sujeto a la acción de otro ejerce sobre él una fuerza opuesta de idéntica magnitud.

Si nos atenemos a la fuerza de impulso, esto es, a la medida de la fuerza por la variación de la cantidad de movimiento, podemos encontrar los ante-

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cedences de esta ley newtoniana en la segunda ley de Descartes (segunda de El Mundo y tercera de Los Principios de la Filosofía). En efecto, en ella se estable­cía que, al producirse el choque entre dos cuerpos, uno de ellos sólo puede ganar el movimiento que el otro pierde y viceversa, de modo que siempre la alteración de su estado es mutua. Pero Newton no se limita a la fuerza ins­tantánea, sino que aplica la ley igualmente a la fuerza continua. Esto tiene el importante resultado de facilitar la transición de la fuerza centrípeta, continua y recíproca, a la fuerza de atracción.

5.4.2. Mécanica racional (Libro I). De la fuerza centrípeta a la atracción

Tras las “Definiciones” y las “Leyes del movimiento”, Newton da paso a los tres libros que componen los Principia. El objetivo último es explicar los principales fenómenos celestes y terrestres del modo como es propio a la filo­sofía natural, esto es, matemáticamente. Ello a su vez supone construir una ciencia demostrativa de los movimientos en la que se ponga de manifiesto su relación con las fuerzas que los producen. Sólo así se llegará a conocer el modo como operan las potencias naturales o, lo que es lo mismo, la manera como actúa la Naturaleza. Newton desarrolla su programa en dos grandes etapas a las que pueden denominarse respectivamente mecánica racional (Libro 1) y mecánica celeste (Libro III).

La mecánica racional es el estudio puramente matemático de las relacio­nes entre movimientos y fuerzas. En concreto, se analiza la acción constante de fuerzas centrípetas sobre cuerpos considerados en abstracto, esto es, toma­dos únicamente como masas puntuales o puntos-masa y prescindiendo de su tamaño o de su figura. Por su parte, las fuerzas centrípetas se orientan hacia un centro geométrico fijo que no se identifica con el Sol ni con ningún otro astro. Es decir, en esta primera etapa no se trata del comportamiento de los cuerpos celestes que de hecho constituyen nuestro sistema solar, sino del papel de las fuerzas centrípetas en la desviación del movimiento uniforme y rectilí­neo de cualquier móvil. A ello se dedica el Libro I.

Posteriormente se aplicarán los resultados obtenidos con masas puntuales a planetas, satélites y cometas, lo cual permitirá pasar de la mecánica racional a la mecánica celeste. Esto sucede en el Libro III, permitiendo así la transición de la matemática a la física. Entre uno y otro Newton intercala el Libro II, el cual se ocupa del movimiento de los cuerpos en medios que oponen resisten­cia, tal como es el caso de los fluidos. La conclusión es clara: en contra de lo

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defendido por Descartes, los planetas no podrían ser transportados por vórti­ces de materia sutil por la sencilla razón de que no cumplirían ni la primera ni la segunda ley de Kepler. En consecuencia, la hipótesis de los remolinos, torbellinos o vórtices no es compatible con los fenómenos celestes. Los movi­mientos deben ser descritos en espacios libres, esto es, vacíos (Libro II, Sec­ción XI, Proposición LUI, Escolio). No es preciso exponer el detalle de la rigu­rosa argumentación newtoniana en contra del modelo cosmológico cartesiano; lo importante es la conclusión misma. Los desplazamientos de los astros han de ser descritos mecánicamente, pero sin acudir al arrastre o empuje de una supuesta materia interestelar circundante. Planetas y satélites no se mueven alrededor de su cuerpo central como corchos llevados por la corriente de un río. Si no se alejan inercialmente unos de otros apartándose del centro es debi­do no a la presión del éter, sino a la actuación de fuerzas centrípetas.

Prescindiendo por tanto del Libro II, lo que interesa conocer es el cami­no que conduce del tratamiento puramente matemático de las fuerzas centrí­petas a su consideración física en términos, primero, de fuerzas de atracción y, después, de fuerzas de atracción gravitatoria. Cuando se llegue a este último punto en el Libro III, la fuerza que aparta a los planetas de su movimiento rec­tilíneo (que tan afanosamente se busca desde la introducción de la inercia rec­tilínea en la primera mitad del siglo XVII) y la fuerza de la gravedad (que hace descender los cuerpos en la superficie de la Tierra) habrán quedado sorpren­dentemente reducidas a una sola. En las antípodas de la explicación aristoté- lico-escolástica del mundo, Tierra y cielo se unificarán de modo definitivo gra­cias a la fuerza centrípeta única que opera en cualquier lugar del espacio en el que se encuentren cuerpos (masas), con total independencia del lugar que éstos ocupen. El comportamiento no inercial de los cuerpos celestes y terrestres tie­ne una causa común.

En resumen, para comprender la aportación newtoniana a la construcción de la mecánica celeste es preciso recorrer, a grandes rasgos, el camino que con­duce de la fuerza centrípeta (en vez de la centrífuga de Descartes, Huygens, etc.) a la gravitación universal pasando por la noción de atracción. A ello se dedicará éste y el próximo epígrafe. Cohén ha analizado con detalle este pro­ceso en varias obras; en lo que sigue se tendrá en cuenta su exposición del tema (véase: Cohén, 1982 y 1983: en especial el capítulo 5.°. O también: Cohén, 1987 y 1989: 151-161).

En el Libro I Newton parte de un limitado sistema de elementos integra­do por un cuerpo reducido a una masa puntual (carente, por tanto, de tama­ño o figura) y un centro de fuerza alrededor del cual gira. Lo que desea deci­

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dir es si la constante desviación de la recta puede deberse a la acción continua de una fuerza orientada hacia ese centro. Para ello se sirve de una importante ley planetaria que hasta ahora no ha jugado ningún papel (no sólo en New- ton, sino en la mayor parte de autores de la época). Se trata de la segunda ley de Kepler, según la cual el radio vector que une cada planeta con el Sol (en este caso el punto-masa con el centro de fuerza) barre áreas iguales en tiempos igua­les. Dicho de otro modo, la velocidad areolar (no la angular) es uniforme. Par­tiendo de esta ley de las áreas, si se probara que se cumple para un cuerpo que se mueva bajo la acción de una fuerza centrípeta, se habría dado un primer paso en favor de la mencionada fuerza. Así, en la Sección II del Libro I (pro­posiciones I y II) emprende la demostración de esta relación entre ley de las áreas y fuerza centrípeta.

Consideremos un móvil que se traslada de A a B con velocidad uniforme en línea recta debido a la ausencia de toda fuerza impresa (figura 5.1). En caso de que nada lo impida, el móvil mantendrá su movimiento ¡nercial hacia c, de modo que en tiempos iguales habrá recorrido iguales distancias AB y Be. Si desde los puntos A, B y c trazamos rectas a un punto fijo S (que ha de hallar­se fuera de la línea de movimiento ABc), obtendremos los triángulos ASB y BSc, cuyas áreas son iguales puesto que tienen igual base e igual altura. Esto quiere decir algo que no había sido explicitado con anterioridad: en el movi­miento inercial se conserva la velocidad areolar.

Supongamos ahora que, en el momento de situarse en B, el móvil recibe el impacto instantáneo de una fuerza dirigida hacia S (fuerza de impulso). Ello lo aparcará de la recta Be y lo obligará a desplazarse siguiendo la línea BC. A su vez, al llegar a C , es posible que pueda continuar su movimiento inercial hacia d, o bien que, tras un intervalo igual de tiempo, de nuevo actúe una fuer­za impresa centrípeta que lo desplace hacia D, y así sucesivamente. Como resul­tado, la trayectoria descrita será un polígono de lados AB, BC, C D , DE, EF que, al unirse mediante rectas con S, dará lugar a los triángulos SBC, SC D , SDE, SEF. Lo que interesa saber es si estos triángulos poseen todos igual área. Newton fácilmente concluye que, en efecto, eso es lo que ocurre, ya que el triángulo SBc (que se habría formado en el caso de que el móvil hubiera podi­do seguir su trayectoria inercial hacia c) tiene igual área que el SB C (resulta­do de la acción de la fuerza centrípeta) puesto que SB y Ce son paralelas. En consecuencia, el triángulo SB C es también igual al SAB. Argumentando aná­logamente se deduce que el triángulo SC D será igual al SBC, y SD E al SCD , y SEF al SDE.

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En resumen, en tiempos iguales se describen áreas iguales, tanto si un móvil se desplaza inercialmente, como si es desviado por la acción de una fuerza cen­trípeta que opera en intervalos regulares de tiempo. Pero hasta aquí esa acción impresa ha tenido lugar de modo discontinuo, razón por la cual la trayectoria resultante ha sido un polígono. Lo que ahora procede es disminuir progresi­vamente la duración de esos intervalos temporales, de modo que el número de triángulos aumente y su anchura se reduzca indefinidamente. Ello quiere decir que la fuerza centrípeta instantánea pasa a actuar de modo continuo, con lo que los lados del polígono se reducen hasta el infinito coincidiendo con un círculo. Dicho en otros términos, en el límite, cuando A/ tiende a cero, la fuer­za instantánea de impulso se transforma en fuerza continua. Como resultado, el móvil, en vez de describir una línea recta (caso inercial) o una línea que­brada (impactos discontinuos), traza una curva, pero de manera tal que la ley de áreas se cumple en todo caso.

A partir de todo lo anterior puede concluirse que, si sobre un cuerpo, ini­cialmente en movimiento inercial, se imprime constantemente una fuerza cen­trípeta, dicho cuerpo se moverá en una órbita curva manteniendo constante la velocidad areolar. A la inversa, si la velocidad areolar se conserva en un órbi­ta curva es porque sobre el cuerpo se imprime una fuerza centrípeta dirigida al punto fijo desde el que se computan las áreas. La segunda ley de Kcpler pone de manifiesto la pertinencia de las fuerzas centrípetas para explicar los movi­

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mientos planetarios. Por su parte, la hipótesis de una fuerza de esta naturale­za otorga significado físico a la ley de las áreas.

Una reconstrucción esquemática del proceso seguido por Newton tras los resultados aquí obtenidos puede resumirse en los etapas siguientes.

En primer lugar, trata de hallar la magnitud de la fuerza centrípeta. Para ello combina el resultado concerniente a la validez de la segunda ley de Kepler con la primera ley sobre la forma elíptica de las órbitas. A partir de aquí esta­blecerá que, si la órbita es una elipse (también podría ser una parábola o una hipérbola) y la fuerza centrípeta se dirige a uno de sus focos, entonces esa fuerza variard de forma inversamente proporcional a l cuadrado de la distancia (Libro I, Sección III, Proposición XI). En este contexto, esa distancia se mide desde un punto-masa a un centro de fuerzas también puntual. Pero, cuando se trate de esferas homogéneas, un importante teorema establecerá que la distancia ha de medirse a partir de sus centros respectivos, ya que es posible considerar dichas esferas como si toda su masa estuviera concentrada en los mencionados cen­tros (Libro I, Sección XII, Proposición LXXV).

Obsérvese que lo que aquí resuelve Newton no es exactamente el mismo pro­blema que le planteara Halley en su célebre visita a Cambridge de 1684. Éste pre­guntó qué órbita describiría un planeta sobre el que actuara una fuerza inversa al cuadrado de la distancia (problema inverso). En la Proposición XI de los Principia, sin embargo, lo que se deduce es la ley de la fuerza requerida para que un cuerpo recorra una órbita elíptica {problema directo), mientras que del problema inverso se ocupará en la Sección VIII. En todo caso, lo importante es que la noción de fuerza centrípeta no sólo fundamenta mecánicamente la segunda ley de Kepler, sino también la primera. Así, si un cuerpo cumple estas dos leyes es porque sobre él se imprime una fuerza centrípeta que decrece con el cuadrado de la distancia.

El paso siguiente a dar consiste en introducir varios puntos-masa (sin inte­racción recíproca), en vez de uno solo como hasta ahora, a fin de poder rela­cionar tiempos de revolución y tamaños de las órbitas. En la Proposición XV de la Sección III demostrará que, si se mantienen las condiciones anteriores, esto es, si diversos cuerpos giran describiendo una elipse y la fuerza centrípe­ta es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia a uno de los focos, entonces los cuadrados de los periodos orbitales serán proporcionales a los cubos de sus semiejes mayores. O, lo que es lo mismo, cumplirán la tercera ley de Kepler.

En conjunto, por tanto, Newton logra establecer algo de la mayor rele­vancia: todo cuerpo sometido a la ley de la fuerza centrípeta cumplirá las tres leyes de Kepler. Indudablemente se halla en el camino correcto que conduce a la definitiva solución del problema planetario que tan ocupados había tenido y

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seguía teniendo a muchos en el siglo XVII, a saber, qué impide a los planetas y demás cuerpos celestes salirse por la tangente en línea recta con velocidad uni­forme. Y el descubrimiento de ese camino ha venido propiciado por la susti­tución de la fuerza centrífuga por la centrípeta.

En tercer lugar, Newton da entrada a su tercera ley del movimiento o ley de la acción y la reacción. Ello trae consigo la necesidad de considerar el cen­tro de fuerzas no como un mero punto geométrico, sino como un segundo punto-masa que no puede atraer al que gira a su alrededor sin ser atraído por él. Tenemos así un sistema de dos cuerpos en interacción recíproca (que, cuando, en el Libro III, se aplique en particular a nuestro sistema del mundo, corres­ponderá a un planeta y el Sol, o a un satélite y su planeta). Al comienzo de la Sección XI del Libro I explícitamente afirma su intención de no seguir hablan­do de la fuerza centrípeta por la que un cuerpo tiende hacia un centro inmó­vil (ya que nada semejante existe en la Naturaleza), sino del par de fuerzas cen­trípetas mutuas y opuestas por las que dos cuerpos tienden mutuamente el uno hacia al otro. Y a continuación añade lo siguiente:

Por lo cual paso ahora a exponer el movimiento de los cuerpos que se atraen mutuamente, considerando a las fuerzas centrípetas como atraccio­nes, aunque quizá, si hablásemos en términos físicos, se denominarían más propiamente impulsos (Newton, 1987: 328).

O sea, en adelante va a denominar a las fuerzas centrípetas mutuas atrac­ciones, queriendo con ello subrayar que no hay acción sin reacción. Las fuer­zas centrípetas se transforman, así, en el Libro 1, en fuerzas de atracción (sin que de momento tengan aún nada que ver con la gravedad; de hecho, no serán fuerzas de atracción gravitatoria hasta el Libro III). Por razones que se verán en el epígrafe 5.4.4, Newton no desea comprometerse con este nuevo y polé­mico concepto de fuerza. De ahí que afirme que, si bien pasa a emplear el tér­mino atracción, en rigor físico debería seguir hablando de impulsos. Y es que sólo las fuerzas de impulso son ortodoxas desde el punto de vista mecánico en la medida en que suponen acción por contacto. En cambio, las fuerzas de atrac­ción le introducirán, muy a pesar suyo, en el laberinto de la acción a distancia.

Una consecuencia inmediata de la introducción del sistema de dos cuer­pos en mutua interacción es la imposibilidad de seguir pensando que uno de ellos se mueve en órbitas elípticas mientras el otro permanece inmóvil. No hay ni puede haber cuerpos fijos; muy al contrario, al atraerse mutuamente, ambos girarán describiendo elipses en torno a su centro común de gravedad (el cual

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a su vez puede estar fijo o en movimiento uniforme y rectilíneo, tal como se establece en el Corolario IV de las “Leyes del movimiento”). De nuevo esto tendrá importantes efectos cuando se aplique a nuestro sistema real del mun­do, ya que implicará que ni siquiera el Sol puede estar en reposo.

Por último, del sistema de dos cuerpos Newton pasa a un sistema de tres cuerpos que se atraen entre sí (Libro I, Sección XI, Proposición LXVI). En general, para cualquier sistema de tres o más cuerpos en interacción, seguirá siendo cierto que han de moverse alrededor de su centro de gravedad común, pudiendo hallarse éste en reposo o en movimiento inercial. Ahora bien, con la transición de un sistema de dos cuerpos a otro de tres, el problema se com­plica extraordinariamente debido a las perturbaciones que sus mutuas inte­racciones originan, perturbaciones que provocarán un inexacto cumplimien­to de las leyes de Kepler (con figuras de las órbitas cercanas a la elipse y áreas casi proporcionales a los tiempos). Cuando un punto-masa no sólo atrae y es atraído por otro, sino que, además, hay que hacer intervenir la acción de un tercero, el cálculo del movimiento resultante es un problema matemático inso­luble (y lo seguirá siendo con la potencia del análisis del siglo XVIII). De ahí que, sea cual sea el número de cuerpos, Newton considere las interacciones tomando esos cuerpos de dos en dos. El Sol, la Tierra y la Luna, por ejemplo, constituirán uno de estos sistemas de tres cuerpos, en el que el Sol ejerce una acción perturbadora sobre el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra. Su conocimiento exacto representa un desafío intelectual incluso a finales del siglo XX.

Resumiendo, en el Libro I de los Principia Newton ha construido su mecá­nica racional o estudio matemático de las relaciones entre movimientos y fuer­zas atendiendo no a los cuerpos celestes que realmente integran nuestro mun­do, sino a cuerpos reducidos a masas puntuales. En este marco simplificado ha llegado a las siguientes conclusiones. Toda masa puntual sobre la que se imprima continuamente la acción de una fuerza centrípeta (dirigida hacia un punto geométrico fijo) que decrece con el cuadrado de la distancia, tendrá un movimiento orbital que cumplirá rigurosamente las tres leyes de Kepler. Si a continuación se tiene en cuenta la tercera ley de Newton, será preciso hacer referencia no sólo a la acción del centro de fuerza sobre el punto-masa que gira a su alrededor (correspondería en el Libro III a la acción del Sol sobre un pla­neta o a la de éste sobre su satélite), sino también recíprocamente a la acción de este último sobre aquél (del planeta sobre el Sol o del satélite sobre su pla­neta principal). A este par de fuerzas centrípetas consideradas en tanto que acción y reacción, Newton denomina atracción. Como resultado ya no es posi­

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ble seguir hablando de un cuerpo que se mueve alrededor de un centro inmó­vil, sino de dos cuerpos que interaccionan entre sí, no pudiendo permanecer ninguno de los dos en reposo. El esquema puede complicarse mediante la intro­ducción de un tercer cuerpo o de varios más. Pero en este caso la perturbación de sus movimientos como consecuencia de sus mutuas atracciones impide el conocimiento simultáneo de todos ellos.

Una vez expuestos los principios matemáticos que rigen los movimientos de los cuerpos (Libro I) y habiendo descartado que éstos puedan tener lugar en medios resistentes (Libro II), procede pasar a la filosofía natural Es decir, debe operarse el tránsito de la matemática a la física a fin de mostrar la cons­titución del sistema del mundo partiendo de esos principios matemáticos. Esto es lo que Newton manifiesta al comienzo mismo de las páginas con las que se abre el Libro III.

He ofrecido en los Libros anteriores principios de filosofía, aunque no tanto filosóficos, como meramente matemáticos, a partir de los cuales tal vez se pueda disputar sobre asuntos filosóficos. Tales son las leyes y condi­ciones de los movimientos y las fuerzas, que en gran medida atañen a la filosofía. [...] Nos falta mostrar, a partir de estos mismos principios, la cons­titución del sistema del mundo (Newton, 1987: 613).

Es hora de aplicar a planetas, satélites, cometas, así como al propio Sol, lo aprendido en cuerpos reducidos a masas puntuales. Este último y definitivo paso conducirá a asimilar esa fuerza centrípeta analizada en el Libro I a otra de la que hasta ahora nada se ha dicho, la gravedad. La fuerza de atracción se convertirá así en fuerza de atracción gravitatoria, consumándose con ello la más radical unificación de cielo y Tierra que nadie antes hubiera podido soñar.

y.4.3. Mecánica celeste (Libro III). De la atracción a la gravitación universal

La exposición newtoniana del sistema del mundo, tema del Libro III de los Principia, parte de los resultados obtenidos en el Libro 1. Todo cuerpo que se aparta del movimiento uniforme y rectilíneo y gira conforme estipulan las leyes de Kepler, indica que sobre él se ejerce la acción de una fuerza centrípe­ta inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Ahora bien, un repa­so de los principales hechos establecidos por los astrónomos (que Newton rea­liza en el apartado titulado “ Fenómenos”) pone de manifiesto que los cinco

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planetas se trasladan alrededor del Sol obedeciendo a la segunda y tercera ley de Kepler (también cumplen la primera, pero, según se dijo líneas atrás, la ley de la fuerza vale tanto para formas elípticas de las órbitas como para cualquier otra cónica). Y lo mismo puede afirmarse de los satélites de Júpiter y de Satur­no, así como de la Luna (en relación con la Tierra).

A partir de estos fenómenos o datos astronómicos es posible aplicar a pla­netas y satélites lo deducido con respecto a puros puntos-masa. Así, es legíti­mo concluir que sobre los satélites se imprime una fuerza dirigida al planeta en torno al cual giran (Júpiter, Saturno o la Tierra) y, por su parte, los propios planetas reciben la acción de una fuerza dirigida al Sol. En todos los casos esa fuerza es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que separa los respectivos centros (Libro III, proposiciones I, II y III). A continuación, en la Proposición IV, Newton afirma algo de la mayor importancia que supone un salto cualitativo con respecto a lo establecido hasta ahora: en el caso de la Luna, esa fuerza centrípeta que la aparta del movimiento inercial no es otra que la gra­vedad. Puede así decirse que “la Luna gravita hacia la Tierra y es continua­mente desviada del movimiento rectilíneo y retenida en su órbita por la fuer­za de la gravedad” (Newton, 1987: 627).

Ésta es la primera vez que identifica la fuerza centrípeta, de la que tanto se ha hablado hasta aquí, con la gravedad (limitando su alcance de momento al satélite de la Tierra). Es decir, asocia una fuerza que actúa sobre un cuerpo celeste con la que se ejerce sobre los cuerpos en la superficie de la Tierra. Según se dijo en el epígrafe 5-3, en 1666 Newton había intuido la posibilidad de hablar de aceleración de la gravedad en la Luna, lo cual habría querido decir que la acción de un fenómeno terrestre podía extenderse al menos hasta el cuerpo celeste más próximo a la Tierra. Un error de cálculo debido al valor incorrecto que entonces manejaba en relación al radio terrestre, así como el desconocimiento de que la distancia debía medirse a los centros de las esferas (teorema de los centros de gravedad contenido en la Sección XII del Libro I), le impidió aceptar como válida la hipótesis de la gravedad lunar veinte años antes. Sin embargo, en 1687 sí está ya en condiciones de dar por buena esa hipótesis al constatar que también la gravedad sigue la ley inversa del cuadra­do de la distancia. Concluye, pues, que la fuerza que retiene a la Luna en su órbita es igual a la que hace caer a los cuerpos pesados en la superficie de la Tie­rra. O, dicho más brevemente, la Luna se mantiene en su órbita debido a la fuer- zade la gavedad.

Tras esta revolucionaria conclusión obtenida en la Proposición IV, New­ton pasa a extrapolar este resultado al resto de los satélites y a los planetas. Los

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satélites de Júpiter y de Saturno gravitan hacia sus respectivos planetas y éstos a su vez lo hacen hacia el So l de manera que unos y otros son desviados del movi­miento uniforme y rectilíneo y mantenidos en órbitas curvilíneas gracias a la fuerza de la gravedad (Libro III, Proposición V). No hay por qué buscar expli­caciones diferentes para fenómenos semejantes; por eso, lo que vale para la Luna ha de valer para el resto de los cuerpos que integran nuestro sistema del mundo, ya que en todos ellos rigen las leyes de Kepler.

Ahora bien, no puede olvidarse que no hay acción sin reacción. La fuerza centrípeta es fuerza de atracción en el sentido de par de fuerzas ¡guales y opues­tas por las que dos cuerpos tienden mutuamente el uno hacía el otro. Luego la fuerza centrípeta de la gravedad es fuerza de atracción gravitatoria. Esto supone que no sólo la Luna gravita hacia la Tierra, sino que ésta, por su parte, gravita hacia la Luna, y lo mismo ocurre con Júpiter y Saturno en relación con sus respec­tivos satélites. Asimismo, si cada planeta es atraído por el Sol, también éste será atraído por el planeta, de modo que los planetas gravitan hacia el Sol y elpropio Sol lo hace hacia los planetas. Resulta, por tanto, que este astro no posee la dig­nidad superior que Copérnico y Kepler le atribuían; de hecho, no pasa de ser un cuerpo más del universo que no puede ejercer unilateralmente su papel motor sobre los planetas, esto es, no puede mover sin ser movido.

Todos los cuerpos del mundo, celestes o terrestres, gravitan unos hacia otros. Según establece Newton en las proposiciones VI y VII, esta facultad de gravitar o fuerza de la gravedad es proporcional a la cantidad de materia que cada cuerpo posee. Dicha cantidad de materia o masa, conocida como masa gra­vitatoria, conceptualmente nada tiene que ver con la masa inercial (aun cuan­do sean iguales en magnitud, cosa que no tendrá explicación hasta la formu­lación de la teoría general de la relatividad). En efecto, en tanto que la masa inercial se refiere a la resistencia de los cuerpos al cambio de estado como con­secuencia de la actuación de fuerzas, la masa gravitatoria nos habla de la capa­cidad de atraer y ser atraído, esto es, de la capacidad de generar fuerzas.

Debido al carácter dual y recíproco de la fuerza de la gravedad, la propor­cionalidad no puede establecerse por relación a un sólo cuerpo, sino que debe incluirse la masa de los dos cuerpos en interacción. Resulta, en consecuencia, que la gravedad es proporcional a l producto de ¡as masas o cantidad de materia que los cuerpos contienen e inversamente proporcional a l cuadrado de sus distanrías (Libro II, Proposición VII). Encontramos aquí formulada la conocida, ley de gravitación universal que suele expresarse así: Fg = G (M m lr2), donde G es la constante de gravitación universal que Newton no supo medir con exactitud (lo haría Henry Cavendish casi un siglo después de la publicación de los Principia).

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Al afirmar que rodos los cuerpos gravitan unos hacia otros quiere decirse que todos sin excepción “caen”, y no sólo los cuerpos pesados en la Tierra. En efecto, ahora el movimiento orbital curvilíneo se va a explicar a partir de la composición de uno inercial, orientado en la dirección de la tangente (trayec­toria AB de la figura 5.2), y otro descendente acelerado (trayectoria BC). Por sí mismos los cuerpos celestes abandonarían su órbita siguiendo la línea AB; s¡ esto no sucede es por la fuerza de la gravedad que produce una aceleración centrípeta constante o, lo que es lo mismo, por el peso. El orden de los movi­mientos del mundo depende de la combinación de inercia y peso, convertido este último en una fuerza variable universal, y no en una propiedad constan­te aplicable únicamente a los cuerpos terrestres. En definitiva, es posible com­poner los movimientos celestes de la misma manera que Galileo compuso los movimientos de proyectiles; después de todo, la Luna o cualquier cuerpo que gira alrededor de otro se asemejan a proyectiles que hubieran sido lanzados con la velocidad adecuada, lo que les impide precipitarse sobre el centro.

Desde la ley de inercia rectilínea, contenida en Los Principios de la Filoso­fía de Descartes (1644) a los Principios Matemáticos de la Filosofía Natural de Newton (1687) transcurren cuarenta y tres años, durante los cuales la contri­bución de autores diversos ha permitido recorrer un largo camino intelectual en la búsqueda de una solución al problema del movimiento planetario. En la obra de Newton la fuerza centrífuga no juega ningún papel; en efecto, sí apa­rentemente los cuerpos en rotación engendran tales fuerzas es sólo porque tien­den a mantener el movimiento inercial tangencial, el cual los alejaría del cen­

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tro en caso de que no actuara la fuerza de gravitación. Basta pues con la iner­cia y la gravedad, concebida como una fuerza centrípeta de atracción, sin que haya, además, que hacer uso de fuerzas centrífugas.

En virtud de esta fuerza de gravitación universal, el sistema solar es un con­junto ordenado de cuerpos en interacción que se mantienen en órbitas estables cumpliendo las leyes de Kepler. Ha de tenerse presente, sin embargo, que su gra­do de cumplimiento no será total a causa de las perturbaciones que producen esas interacciones mutuas; tal como se dijo en el epígrafe anterior a propósito de las masas puntuales, las órbitas tendrán una forma muy próxima a la elipse y las áreas serán casi proporcionales a los tiempos. Lejos del Sol soberano de Kepler del que dependían los desplazamientos planetarios, Newton nos propone un mundo (limitado al sistema solar) en el que cada cuerpo determina, en propor­ción a su cantidad de materia, el movimiento de los demás. Si el Sol mantiene algún privilegio no es debido a su naturaleza, sino sólo a su mayor masa, pero su influencia no es en modo alguno única. Cada planeta, cada satélite, cada par­te de materia es ahora un centro de fuerza capaz de atraer y ser atraído.

No obstante, para poder decir con propiedad que se trata de una fuerza de alcance universal, es preciso preguntarse si se aplica a esos esporádicos visitantes de nuestra región de cielo visible que son los cometas. Según se recordará, desde la Antigüedad y durante muchos siglos, los cometas habían sido considerados fenó­menos que acontecen en el mundo sublunar, razón por la cual su estudio corres­pondía al meteorólogo, no al astrónomo. Ya en la segunda mitad del siglo XVI, autores como Tycho Brahe habían concluido, a partir del cálculo de la paralaje, que la localización que necesariamente les correspondía se situaba por encima de la Luna. Ello tenía como consecuencia inmediata la conversión de los cometas en cuerpos celestes cuyo tamaño y forma de la órbita era preciso determinar.

Tal como se ha visto en el capítulo 1 (epígrafe 1.6.4), a lo largo del siglo XVII se discutió la posibilidad de establecer alguna analogía entre cometas, por un lado, y satélites y planetas, por otro, a pesar de que algunas mediciones indicaban que los primeros eran cuerpos que atravesaban el sistema solar. En concreto, en lo que a la forma de la trayectoria se refiere, la cuestión era si podía concebirse que giraran en una órbita cerrada, circular o elíptica, en tor­no a un cuerpo central (que debía ser especificado, puesto que podía tratarse de nuestro Sol o de otra estrella), o bien si su trayectoria era más bien aproxi­madamente rectilínea, tal como, por ejemplo, pensaba Kepler, o incluso si des­cribían una cónica abierta (parábola), cosa que fue defendida por el astróno­mo alemán johann Hevelius. En ese caso los cometas serían cuerpos celestes transitorios que no repetirían su paso por el Sol.

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Entre los que defendieron la primera opción se encontraban Giovanni Dome- nico Cassini y Giovanni Alfonso Borelli. Evidentemente, había razones teóricas para preferir trayectorias cerradas de los cometas en la medida en que ello per­mitía una cierta normalización de los cielos dentro de patrones copernicanos. Además, esas trayectorias orbitales debían ser compatibles con las leyes de Kepler. A todas estas dificultades se sumaba la complicación adicional de decidir si dos observaciones separadas por un lapso de tiempo correspondían a un mismo cometa o a dos diferentes. El propio Newton hubo de ser convencido por Flams- teed de que el cometa que pudo contemplarse desde noviembre de 1680 a mar­zo de 1681 era uno solo y no dos (Newton compartía entonces la opinión de Kepler acerca de la trayectoria rectilínea de estos cuerpos celestes).

En el Libro III de los Principia se decanta, sin embargo, por trayectorias cóni­cas muy excéntricas que tienen su foco en el centro del Sol. Además, los radios trazados desde los cometas al Sol describen áreas proporcionales a los tiempos, esto es, cumplen la segunda ley de Kepler (Libro III, Proposición XL). Esto quie­re decir que también los cometas están sometidos a la acción de la ju en a de gravita­ción. El tema es de la mayor importancia puesto que permite extender el área de influencia de dicha fuerza incluso fuera de las fronteras de nuestro sistema solar. De modo inesperado, la primitiva gravedad terrestre ha comenzado extendién­dose desde la Tierra a la Luna y ha terminado por abarcar cualquier región del espacio en la que se constate la presencia de una masa. La fuerza de gravitación es universal Los antiguos griegos, y también los medievales, se habrían mostrado profundamente escandalizados ante semejante planteamiento, tan radicalmente incompatible con la vieja división del mundo en cielo y Tierra.

5.4.4. El problema de la acción a distancia

Ahora bien, un serio problema se plantea a propósito de esta fuerza cen­trípeta de atracción gravitatoria que actúa por doquier. ¿Se trata de un puro artificio de cálculo semejante a los antiguos epiciclos o tiene existencia física? En el primer caso, la física newtoniana será únicamente una herramienta útil des­tinada a salvar las apariencias, lo cual se compagina mal con la actitud gene­ral de Newton hacia la filosofía natural expuesta en el epígrafe 5.2. Por otro lado, en el propio Libro III de los Principia, Newton trata de mostrar que la mencionada fuerza actúa realmente en la Naturaleza en la medida en que de ella es posible deducir nuevos fenómenos. Resulta así que, a partir de ciertos datos establecidos por los astrónomos, ha sido posible derivar la fuerza de gra­

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vitación al comienzo de este Libro III. El ciclo se cierra mostrando ahora que de esa fuerza cabe a su vez inferir otros fenómenos, los cuales permiten poner a prueba la teoría de Newton.

En concreto, estos nuevos fenómenos se referirán a temas tan fundamen­tales como los cometas (a los que se acaba de hacer referencia en el epígrafe anterior), las mareas (debidas a la atracción gravitatoria conjunta del Sol y de la Luna), el achatamiento en los polos de las esferas en rotación (lo que plan­teará el problema de la figura de la Tierra, tan debatido a lo largo del siglo XVIII), o ciertas irregularidades del movimiento lunar (atendiendo a las pertur­baciones originadas por la presencia del Sol, y no sólo de la Tierra). Las pre­dicciones de Newton, hechas a partir de la ley de gravitación universal, se vie­ron confirmadas, afianzándose con ello la idea de que la fuerza de gravitación era algo más que un invento artificial destinado a facilitar los cálculos.

Al explicar los movimientos planetarios no a partir de fuerzas centrífugas, sino de fuerzas centrípetas, Newton ha dejado de atender al aparente esfuer­zo de los cuerpos en rotación por apartarse del centro para tomar en conside­ración una fuerza de dirección central que se ejerce sobre ellos desde el exte­rior. Lo que interesa, por tanto, es estudiar las fuerzas centrípetas en tanto que fuerzas impresas. Cuando se busca la causa por la que un cuerpo cualquiera abandona su estado inercia), la mirada no ha de recaer en la propia naturale­za del móvil (que en virtud de la fuerza de inercia tiende a perseverar en ese estado), sino en una fuerza que se imprime desde el exterior.

Conforme a la ortodoxia mecanicista, sólidamente establecida por Des­cartes, un cuerpo sólo puede ser obligado a apartarse del movimiento unifor­me en línea recta cuando entra en contacto con otro, es decir, cuando éste segun­do lo empuja o arrastra. Así, la presión o el choque son las únicas causas inteligibles de modificación del estado de los cuerpos, no concibiéndose en modo alguno que puedan actuar a distancia. Pocas cuestiones suscitaban tan­to consenso como ésta: “nada actúa allí donde no está”. Y Newton no es la excepción.

De hecho, tal como se ha visto, la fuerza centrípeta newtoniana es en prin­cipio entendida como fuerza de impulso, es decir, resultado de la sucesión inin­terrumpida de impactos orientados hacia el centro en el límite cuando At tien­de a cero, lo cual permite hablar de una acción continua sobre el cuerpo en cuestión. De entrada, por tanto, la fuerza centrípeta es compatible con el mode­lo de descripción mecanicista. Pero el tema se complica cuando Newton gra­dualmente nos conduce de la noción de fuerza centrípeta a la de atracción y, a su vez, de ésta a la de gravitación universal Pues, aunque cautamente se esfuer-

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ce por afirmar que sigue concibiendo la atracción en términos de impulsos (Libro I, Sección XI), lo cierto es que, al hablar de la interacción reciproca entre dos cuerpos (ya fuera esta interacción de naturaleza gravitatoria o magnética), difícilmente puede seguir ¡Tensándose que nada ha cambiado en la noción mis­ma de fuerza.

La razón de esta dificultad es la siguiente. Ante el caso de un cuerpo en movimiento orbital (un planeta, por ejemplo) que tiende a caer sobre otro situado en el centro (el Sol) con movimiento uniformemente acelerado (ace­leración centrípeta), es posible pensar que estuviera siendo empujado por la acción de algún mecanismo invisible en la dirección de ese cuerpo central. Quien no tuviera conocimiento de este mecanismo invisible podría pensar erróneamente que el planeta es atraído por el Sol a distancia, cuando la reali­dad es que estaría siendo impulsado hacia él. Pero en ese caso la acción no sería recíproca, de modo que el Sol no tendería hacia el planeta. En el mundo new- toniano, sin embargo, la Luna gravita hacia la Tierra y la Tierra hacia la Luna, y en general todos los satélites gravitan hacia sus planetas y éstos hacia ellos, y los planetas y satélites gravitan hacia el Sol y éste hacia unos y otros. Ni siquie­ra los cometas o las aguas del mar escapan a la ley que prohíbe acción sin reac­ción. Todo gravita hacia todo porque las partes de materia siempre y sin excep­ción alguna se atraen recíprocamente, y esa fuerza atractiva se transmite a cualquier distancia hasta las más recónditas regiones del cíelo.

Impulso y atracción no son lo mismo, aunque a veces Newton se esfuerce por hacer creer lo contrario (seguramente para soslayar los problemas concep­tuales ligados a la noción de atracción). Primero, porque la fuerza de impulso supone presión o empuje hacia un punto cualquiera que puede estar ocupado por un cuerpo o permanecer vacío; en todo caso, dicho punto o cuerpo central no juega ningún papel, ya que la causa del movimiento es el agente impulsor (por eso, en la física cartesiana el motor planetario es la materia circundante o éter, y no el Sol). En cambio, la fuerza de atracción se ejerce necesariamente entre dos masas. Segundo, la fuerza de impulso no es recíproca. El hecho de que sobre un cuerpo A se produzca un impacto que lo lleve a aproximarse a otro cuerpo B, no implica que B haya de aproximarse a A, entre otras cosas porque podría no existir ese cuerpo B. La fuerza de atracción, por el contrario, es siempre recí­proca, de modo que no es posible la acción unilateral de un cuerpo sobre otro sin la correspondiente respuesta. Finalmente, sólo la fuerza de atracción, y no la fuerza de impulso, es proporcional a la cantidad de materia.

En resumen, la fuerza centrípeta puede ser concebida a partir de la de impulso mediante un procedimiento de paso al límite, pero no la de atracción.

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La filosofía natural de Isaac Newton

Se da aquí un salto cualitativo que consiste en el tránsito de la acción por con­tacto a la acción a distancia. Así al menos lo entendieron los contemporáneos de Newton (Huygens y Leibniz entre ellos), quienes criticaron severamente al autor de los Principia por reintroducir las denominadas “cualidades ocultas” de los escolásticos. La atracción gravítatoria se habría convertido, según sus detractores, en la causa oculta de los movimientos celestes, inaccesible a la experiencia e ininteligible para la razón. Hay que insistir en que nada puede actuar allí donde no está.

Ante tal estado de cosas se podían seguir caminos diversos, todos los cua­les fueron recorridos por el propio Newton (a veces simultáneamente para des­concierto de sus lectores) en un desesperado e infructuoso intento por acallar las críticas relativas a su fuerza de gravitación. Lo más sencillo de todo era negar que ésta debiera ser entendida como algo físicamente real (cosa que hace en la Definición VIII). En efecto, en el supuesto de que sólo se tratara de un cons- tructo matemático, permitiría cuantificar los movimientos sin designar por ello ningún tipo de “acción, causa o propiedad física” (Newton, 1987: 126). Pero si ésta hubiera sido la verdadera opinión de Newton no habría dedicado tan­tos esfuerzos a tratar de aclarar cómo opera y se propaga esa acción a través del vacío o de algún medio interpuesto. Simplemente se habría limitado a afirmar que sus adversarios habían interpretado mal el problema al tomar como real­mente existente lo que no lo es. Además, es un hecho manifiesto a todo lec­tor de los Principia que para Newton las fuerzas son las causas de los movi­mientos verdaderos y absolutos, siendo gracias a ellas como distinguimos dichos movimientos de los meramente relativos y aparentes (epígrafe 6.6).

Una segunda posibilidad consiste en intentar identificar ese supuesto agen­te invisible que empujaría a un cuerpo A hacia otro cuerpo B haciendo pare­cer que A es atraído por B. Pero, en ese supuesto, B debería experimentar un empuje igual en sentido contrario hacia A. Únicamente así sería posible redu­cir las fuerzas de atracción a fuerzas de impulso, eliminado las heterodoxas acciones a distancia. Si ese agente invisible es corpóreo (Newton también con­templa la posibilidad de que no lo sea), debería consistir en alguna clase de medio material o éter interpuesto entre los cuerpos celestes, capaz de garanti­zar la transmisión de la acción de la gravedad por contacto.

A esto se debe que Newton se viera de hecho obligado (seguramente muy a pesar suyo) a reconsiderar la hipótesis etérea que había desechado tras aban­donar la filosofía natural de Descartes. En efecto, mientras que en la primera edición de los Principia (1687) no encontramos otra cosa que una crítica a los movimientos planetarios en medios resistentes (Libro II), en la segunda edi­

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ción (1713) reaparece la idea de un éter ¡nterplanetario extremadamente raro o poco denso, pero sin que se especifique qué es o cómo opera. También en su obra sobre la luz, la Optica, a partir de 1717 (Cuestión 21) introduce un tipo de materia sutil que ya no opera por presión o contacto como el carte­siano, sino a consecuencia de su elasticidad. Ello, sin embargo, exige admitir la existencia de fuerzas de repulsión, lo que, unido a las diferencias de densi­dad, permitiría supuestamente comprender que los cuerpos tiendan a alejarse de los lustres donde el medio es más denso (en los espacios abiertos) para diri­girse a aquéllos donde lo es menos (en el interior de los poros de los cuerpos). De ahí la apariencia de que los cuerpos gravitan unos hacia otros (Newton, 1977: 304).

Sin embargo, esta explicación no resultaba satisfactoria. Pues, aun suponien­do que la fuerza de la gravedad hubiera quedado debidamente descrita mediante la fuerza elástica, es ésta ahora la que habría que justificar. En vez de dar razón de las fuerzas de atracción existentes en la materia ordinaria, sería preciso mostrar de qué manera la materia etérea puede engendrar fuerzas de repulsión. En ambos casos, la cuestión de fondo sería ésta: ¿es la materia sede de fuerzasi

De modo explícito Newton admite que a la materia sólo son inherentes fuerzas de inercia. Según se ha puesto de manifiesto, denomina así a la capa­cidad de los cuerpos para perseverar por sí mismos en el estado de reposo o de movimiento en el que se hallan. Ahora bien, puesto que propiamente fuerza es aquello capaz de modificar el estado inerdal de los cuerpos, las mal llama­das fuerza de inercia no son tales. O , lo que es lo mismo, afirmar que en la materia únicamente reside este tipo de fuerza es tanto como negar que la gra­vitación sea esencial a la materia. Y, en efecto, esto es lo que puede leerse en numerosos textos como éste:

No afirmo en absoluto que la gravedad sea esencial a los cuerpos. Por la fuerza ínsita entiendo sólo la fuerza de inercia. Ésta es inmutable. La gra­vedad disminuye al alejarse de la Tierra (Newton, 1987: 618).

Pero, puesto que la fuerza de inercia es un principio pasivo de mera conserva­ción del estado, el propio Newton reconoce que sólo con dicho principio no habría cambio de estado; se requiere pues un principio activo capaz de poner los cuerpos en movimiento o de modificar éste una vez comenzado. Ése es, por otra parte, el sentido de la noción de fuerza impresa, ya sea de impulso o de atracción.

El problema, por tanto, se reduce a saber si es en la materia donde se origi­nan las fuerzas de atracción, de modo que los cuerpos se definen no únicamente

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atendiendo a su inercia (resistencia al cambio de estado), sino también a su gra­vedad (capacidad de atraer y ser atraídos). Ello plantea la dificultad de reconci­liar actividad y pasividad en la medida en que se estaría admitiendo, paradójica­mente, que cada uno de esos cuerpos no puede alterar su propio estado, pero sí el de los demás, incluso estando separados por grandes distancia (como en el caso del Sol y los cometas). Responder afirmativamente supone exponerse a graves crí­ticas. Y sin embargo, si no se admite que todos los cuerpos sin excepción poseen un principio intrínseco y esencial de gravitación mutua, ¿cómo hay que enten­der la noción de masa gravitatoria?, ¿qué quiere decir que los cuerpos celestes en su conjunto pesan o gravitan unos hacia otros en proporción a su cantidad de materia? Y en último término, si las fuerzas no se generan en la materia, ¿dónde entonces? (La noción posterior de campo gravitatorio permitirá tomar en consi­deración el espacio; sin embargo, en Newton el espacio absoluto está libre de fuer­zas, de manera que no buscará la respuesta en esa dirección.)

De hecho, la segunda edición de los Principia se publicó con un Prefacio, autorizado por Newton, en el que el profesor y miembro del Trinity College Roges Cotes defendía de modo tajante que la gravedad es una propiedad primitiva de todos los cuerpos, lo mismo que la extensión, la movilidad o la impenetrabilidad. Lejos de ser una cualidad oculta, es una característica bien establecida experi­mentalmente. Ahora bien, por ser primitiva es irreductible a cualquier otra. Expli­camos los fenómenos naturales estableciendo una cadena ininterrumpida de cau­sas y efectos, cadena que ha de tener un comienzo en la causa más simple. Evidentemente, ésta no puede ser retrotraída a ninguna otra, ya que, de lo con­trario, no sería simple y primitiva, sino derivada. Luego ha de resultar vano todo intento de dar una explicación mecánica de la causa más simple, esto es, de la gra­vedad. Así, según la opinión de este newtoniano, la fuerza de gravitación se encuen­tra originariamente en todos los cuerpos. Gracias a ella podemos dar razón de cualquier fenómeno celeste o terrestre en términos mecánicos, pero lo que no podemos así justificar es la propia gravitación.

Indudablemente, tiene razón Cotes al pensar que la noción de atracción gra­vitatoria nos sitúa en los límites mismos del mecanicismo. Pero éste es el proble­ma. Lo que los contemporáneos de Newton le pedían es un modelo mecánico de esa capacidad atractiva que, según opinión unánime, había atribuido a la materia como propiedad esencial (y justo es reconocer que, a pesar de sus protestas, difí­cilmente se concluye otra cosa, en especial tras leer el contenido del Libro III de los Principia o la Cuestión 31 de la óptica). De lo contrario, se estaría aceptando la acción a distancia. En el Escolio General que aparece en la segunda edición de los Principia, Newton reconoce que, si bien ha explicado todos los fenómenos de

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los cielos y del mar gracias a la fuerza de la gravitación y su correspondiente ley, lo que no ha logrado descubrir es la causa de dicha fuerza. Y puesto que prefiere no inventar o “imaginar hipótesis” no inferidas de los fenómenos, se limita a procla­mar que “bastante es que la gravedad exista de hecho y actúe según las leyes expues­tas, y sea suficiente para [explicar] todos los movimientos de lo cuerpos celestes y de nuestro mar” (Newton, 1987: 785). ¿Es ésta su última palabra?

Hasta aquí llega Newton en tanto que filósofo natural. Pero, si en los Prin­cipia su reflexión se desenvuelve dentro de los límites de la mecánica racional y celeste, tal como por otra parte cabe exigirle, ello no quiere decir que com­parta la tesis cartesiana según la cual es posible conocer completamente el mun­do corpóreo mediante principios mecánicos. No hay sino que recordar su tra­yectoria intelectual durante los años anteriores a la redacción de esta obra para comprender esto. Según se puso de manifiesto en el epígrafe 5-2, este polifa­cético autor inglés concebía la formulación de los principios matemáticos de la filosofía natural como parte de un programa más amplio que incluía las pro­fecías bíblicas, las antiguas cronologías de reyes o la alquimia. Dicho progra­ma estaba orientado a la posesión del secreto último de las cosas, aprehensible en los dos modos de revelación divina, la Biblia y la Naturaleza.

En concreto, desde finales de la década de los sesenta hasta casi el comien­zo del siglo XVIII, Newton dedicó una gran parte de su tiempo a los estudios sobre alquimia. Tuvo así que compaginar dos enfoques antitéticos, como son la filosofía mecánica, que descubrió tras la lectura de Descartes hacia 1664, y los textos alquimistas. Aun cuando no diga una sola palabra de estos últimos en los Principia, es bastante razonable pensar que fuera influido no sólo por el filósofo francés, sino también por una concepción de la materia muy dife­rente que hace de ella la sede de principios no mecánicos de actividad (tal es el caso de la famosa piedra filosofal capaz de transmutar los metales en oro). De ahí que resulte muy verosímil la tesis defendida por autores como Dobbs (1991) o Westfall (1990), según la cual Newton tomó el concepto de atracción de la tradición alqulmica. Su familiaridad con una concepción de la Naturale­za en la que se hallan presentes agentes inmateriales le habría convencido de la imposibilidad de reducir todo a la ordenación de partículas materiales iner­tes. Frente a la pasividad de la materia propia de la filosofía mecánica, se eri­ge la actividad de ésta defendida por la filosofía alquimista.

La materia de los alquimistas posee principios activos de asociabilidad que propician o impiden la mezcla de ciertas sustancias con otras. En un sentido rela­tivamente similar, en la materia de Newton residen principios activos de atrac­ción (o de repulsión) que permiten explicar la gravedad, la electricidad o el mag­

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netismo. Así, según el ponderado punto de vista de Westfall (que Cohén b Rup^t Hall no comparten), la alquimia proporcionó a Newton el estímulo para Jómar en consideración conceptos de los que jamás un filósofo mecanicísta'ordinario se habría servido. Pero con ello se rebasaba la ontología de la filosofía mecani- cista, de manera que inevitablemente la polémica con los cartesianos estaba ser­vida, a pesar de los esfuerzos del autor de los Principia por evitar la confronta­ción afirmando que impulso y atracción en el fondo significan lo mismo.

Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre Newton y los alqui­mistas que también señala Westfall. Aun cuando la inspiración para introducir el concepto de fuerza de atracción se la hubiera proporcionado el principio alquí- mico activo, en sus manos experimentó una transformación básica: fue cuanti- ficada. Llegamos así al punto en el que finaliza el Escolio General de los Princi­pia: lo verdaderamente importante es haber hallado la ley de gravitación universal, a pesar de tener que asumir las dificultades insolubles que esta noción plantea­ba y para las que no encontró una respuesta razonable. Es por ello que Newton en modo alguno abandonó un programa mecánico de descripción de la Natu­raleza. Muy al contrario, desarrolló la más completa mecánica celeste que podía concebirse en la época, sustentada en una mecánica racional. Pero esto no sig­nificaba otra cosa que mostrar la relación cuantificable que existe entre las fuer­zas que realmente operan en la Naturaleza y los movimientos celestes que obser­vamos. La filosofía natural, por tanto, ha de estar basada en principios matemáticos, y son éstos los que la convierten en ciencia natural.

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Espacio y tiempo

6.1. El sistema del mundo y el espacio vacío

A lo largo de los Principia, Newton ha desarrollado una mecánica celeste capaz de mostrar en qué medida los movimientos planetarios, regidos por las leyes de Kepler, son el resultado de la actuación de ciertas fuerzas de gravitación. Ello ha permitido unificar el mundo en un sistema, esto es, en un conjunto ordenado de cuerpos relacionados entre sí. Ahora bien, el sistema del mundo del que Newton da cuenta se limita al sistema solar, puesto que la ley de gravitación universal fue aplicada por su autor únicamente al Sol y a los cuerpos que orbitan alrededor suyo, quedando las estrellas fuera del planteamiento (habrá de pasar un siglo para que la mencionada ley se haga extensiva también a ellas).

En general, todavía la astronomía del siglo XVII era de carácter planetario, más que astral. Ello quiere decir que, tal como venía sucediendo desde la Anti­güedad griega, no fueron las estrellas, sino los planetas, los que ocuparon el centro de atención de los astrónomos. Sin embargo, hay una tesis cosmológi­ca referida a las estrellas que guarda estrecha relación con el tema de este capí­tulo. Nos referimos a la abolición de la esfera estelar, esto es, a la gradual desa­parición de la idea, mantenida durante siglos, según la cual las estrellas se hallan adheridas a una esfera última que representa los confines del universo, lo que las obliga a permanecer equidistantes de dicho centro.

Según se comento en el epígrafe 3-1 -1, el heliocentrismo abrió la puerta a la posibilidad de entender el espacio de forma mucho más acorde con los anti­guos atomistas que con Aristóteles. Lo que estaba en cuestión era la posible existencia de un espacio vacío, que se prolonga siempre más allá del último cuerpo celeste visible y que es capaz de contener no sólo nuestro mundo, sino también cualesquiera otros semejantes que pudiera haber. La cosmología aris­totélica había rechazado tajantemente tal supuesto entendiendo que tras la

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esfera de las estrellas no había nada, esto es, n¡ cuerpos ni espacio vacío; sólo era concebible un mundo, constituido por una sola Tierra, cinco planetas, el Sol y la Luna, y dicho mundo no se aloja en un espacio y en un tiempo pre­vios e independientes.

En la Edad Media, en cambio, la aceptación de la Filosofía natural aristo­télica suscitó a los cristianos el problema (en el fondo más teológico que cos­mológico) consistente en determinar hasta qué punto las tesis del filósofo grie­go no suponían una limitación del poder divino. ¿Acaso Dios no podía haber creado una pluralidad de mundos, sin conexión entre sí, separados por un vacio imaginario infinito, si ésta hubiera sido su voluntad? Así, reflexiones teológi­cas condujeron a tomar una posición contraria a las tesis aristotélicas de la uni­cidad y finitud del cosmos, y con ello a adoptar un punto de vista distinto con respecto a la mencionada posibilidad del espacio vacío.

Cuatro siglos después volvemos a encontrar este mismo asunto. Pero lo que en la Baja Edad Media no pasaba de ser una disputa sobre todo acerca de Dios y la creación, en la época de Newton tendrá importantes consecuencias en el modo de pensar el propio espacio. Y es que en el siglo XVII lo que está en juego es la ubicación de las estrellas en un hipotético espacio vacío infini­to. A favor se pronunciarán los pensadores atomistas que comienzan a proli- ferar en la época; en contra se situarán Descartes y sus seguidores. En efecto, este último comparte con los atomistas la defensa de un universo sin esfera estelar, abierto, que se extiende por doquier sin límite alguno, en el que las incontables estrellas pudieran a su vez ser soles en torno a los cuales giraran planetas. Sin embargo, al ser toda extensión de carácter material, no puede desdoblarse en extensión material o corpórea (cuerpo) y extensión vacía (espa­cio); en consecuencia, la filosofía natural cartesiana excluye toda posibilidad de un espacio vacío interestelar.

Éste es el estado de cosas al que ha de enfrentarse Newton en lo que al tema del espacio se refiere. Sus juveniles lecturas de autores como el atomista Gassendi o Descartes (al margen de la enseñanza escolástica que recibía en las aulas universitarias) le llevarán a tener que decantarse, bien por la identifica­ción cartesiana entre materia y extensión, cerrando la posibilidad a la existen­cia de un espacio vacío independiente de los cuerpos, bien por la defensa del espacio y también del tiempo como “continentes absolutos” de los movimientos, según palabras de Gassendi, que existen por sí mismos y continuarían exis­tiendo incluso en el caso de que Dios aniquilara el universo.

A juzgar por el escrito redactado en los años inmediatamente anteriores a 1670 y titulado De Gravitatione et aequipondio fluidorum (Sobre la Gmvita-

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ciin y el equilibrio de los fluidos), sabemos que ya en la década de los sesenta Newton se pronunció en contra de Descartes y su concepción relacional, incli­nándose en favor de un espacio y un tiempo absolutos. En este alejamiento de la filosofía natural cartesiana dos convecinos suyos de la ciudad de Cambridge ejercieron una probada influencia: Henry More e Isaac Barrow.

6 .1 . Henry More e Isaac Barrow

El espiritualista, cabalista y hermético Henry More (1614-1687) es cono­cido por ser uno de los principales representantes de la denominada “Escuela platónica de Cambridge” (sobre este autor puede consultarse: Koyré, 1979: 107-146 y Rupert Hall, 1990). Ligado al Christ's College de Cambridge des­de 1639 hasta el final de su vida, fue autor de diversas obras entre las que pue­den citarse An Antidote against Atheisme (1652), The Immortality o f the Soul (1659) y Enchiridium metaphysicum (1671). Además de More, otros nombres relevantes de este impreciso grupo de filósofos platónicos son los de Ralph Cudworth, John Wilkins, Richard Cumberland o John Worthington.

Una de las notas comunes a todos ellos es el hecho de rechazar una expli­cación mecanicista del mundo como la de Descartes (por el riesgo que impli­caba de precipitarse en el materialismo y el ateísmo) e inclinarse en favor del organicismo dinamista defendido por los renacentistas. Ante el gran pro­blema de la causa del movimiento de los cuerpos, no consideran posible ate­nerse a la idea de partes de materia en contacto que intercambian cantidad de movimiento como consecuencia de sus mutuos y constantes choques. Por el contrario, subrayarán la necesidad de introducir una cierta dimensión espi­ritual en el ámbito de lo corpóreo que permita dinamizar la materia y apro­ximar la Naturaleza, en su conjunto, más a un organismo vivo que a una máquina.

Tal como indica con todo acierto Rupert Hall (1990: 128), en el siglo XVII el término espíritu significaba un principio activo, impalpable, fugitivo, mis­terioso. Los químicos hablaban de espíritu para referirse a un fluido volátil como el alcohol; los fisiólogos postulaban espíritus naturales, vitales y anima­les, para dar razón de las facultades físicas y mentales de los seres humanos. More se referirá a un “espíritu de la naturaleza” , concebido como un agente o una substancia penetrable, imperceptible y elástica. Presente por todas partes, es fuente de actividad derivada de Dios y responsable, en esa medida, de accio­nes como la gravedad, la luz o el magnetismo. La causa, por tanto, del mov¡-

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miento de los cuerpos es el espíritu presente en la materia, lo que indica que se aparta por completo de la concepción cartesiana de ésta en cuanto pura extensión. En ese autor encontramos, así, una espiritualización de la materia, pero también una espacialización del espíritu.

Temprano lector de la obra de Descartes, More había mantenido con el filósofo francés una correspondencia entre 1648 y 1649 a propósito de la reduc­ción de la materia a extensión y del problemático dualismo extensión-pensa­miento. En opinión de este neoplatónico inglés, lo que define a la materia es la impenetrabilidad; la extensión, en cambio, es un atributo común a la mate­ria y al espíritu. De otro modo no sería posible comprender cómo una y otro se ponen en relación. Si el alma puede ejercer acciones sobre el cuerpo es por­que ambos son extensos. Y lo mismo sucede con Dios, el cual actúa sobre el universo (impartiendo movimiento a la materia) en la medida en que está pre­sente por todas partes, penetrándolo todo y en inmediato contacto con todo. En definitiva, la omnipresencia de Dios es posible debido a que la extensión es un atributo divino (tesis en modo alguno chocante para la mentalidad de la época).

La divinización del espacio llevará a More a defender una concepción abso­luta del mismo, abiertamente opuesta a las tesis relaciónales cartesianas. En efecto, el espacio será entendido como independiente de los movimientos, exis­tente por sí mismo, inmóvil, eterno, infinito; en definitiva, un receptáculo en el que los cuerpos están y se mueven. Pero, al vincularse a la omnipresencia divina, se soslaya un problema anteriormente mencionado, a saber, la conci­liación de la infinitud del espacio con la del propio Dios. Además, ello per­mitirá mantener la idea de un espacio vacio de materia, pero lleno de espíritu, que de paso dará respuesta al problema de la transmisión de ciertas acciones o atracciones en la Naturaleza, como el magnetismo o la gravedad, sin nece­sidad de suponer ni el lleno material cartesiano ni la acción a distancia (cues­tión esta a la que More no prestó especial atención).

Newton tuvo oportunidad de conocer el pensamiento de Henry More a través de dos obras de éste, An Antidote against Atheismey The ImmortaUty o f the SouL Además, hay que referirse al papel jugado por el profesor de la cáte­dra lucasiana de Matemáticas en el Trinity College de Cambridge Isaac Barrow, con quien el estudiante Newton mantuvo una estrecha relación en los años sesenta y al que sucedería en la mencionada cátedra, a propuesta del propio Barrow, en 1669.

Este profesor defendía en sus clases un espacio de características similares al de More, si bien desprovisto de las fuertes connotaciones teológicas que se

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aprecian en este último. Newton pudo así escuchar de los labios de Barrow ideas referidas a un espacio absoluto al margen de la materia, vacío, penetra­ble e inmóvil, en el que están localizados los cuerpos de nuestro mundo y cua­lesquiera otros mundos que pudieran existir. Asimismo se refirió a un tiempo absoluto, el cual transcurre con total independencia de los movimientos que nos permiten medirlo. El movimiento, en consecuencia, será la traslación en el espacio y en el tiempo, en contraste con lo defendido por Descartes. Lo que no hallamos en Barrow es el “espíritu de la naturaleza” de More llenando el espacio. Simplemente apuesta por una posición inequívocamente realista, que le llevará a atribuir realidad física a una extensión geométrica que no se iden­tifica con la extensión de los cuerpos. El espacio existe antes de la creación del mundo y se extiende hasta el infinito, siempre más allá de los confines de cua­lesquiera mundos creados por Dios, a modo de receptáculo universal de todas las cosas.

El hecho es que, a mediados de la década de los setenta, Newton parece haber adoptado ya ciertas decisiones importantes con respecto al espacio (y secundariamente al tiempo) que le aproximan a More y a Barrow y le alejan de Descartes. Así, en el escrito anteriormente citado, De Gravitatione, se indi­na de manera explícita en favor de una concepción no relacional de espacio y tiempo. Veinte años después retomará y desarrollará ideas muy similares en los Principia, concretamente en el famoso Escolio a la Definición VIH. En dicho Escolio se diría que únicamente mantiene su filiación con las ideas del mate­mático Barrow y no del metafísico More, ya que en él no hace la menor alu­sión a cuestiones que no sean de pura y estricta filosofía natural. Pero el Esco­lio General, añadido a la segunda edición de los Principia, y ciertas “Cuestiones” de la óptica ponen de manifiesto que Newton nunca dejó de compartir algu­nas de las opiniones metafísico-teológicas de More en relación con el espacio y la omnipresencia divina, así como sobre el tiempo y la eternidad de Dios (epígrafe 6.8 de este capítulo).

6.3. La concepción del espacio en el joven Newton:De Gravitatione et aequipondio fluidorum

Dejemos a Henry More y sus disquisiciones sobre la relación de lo exten­so con lo espiritual e inteligible (tema debatido en general a lo largo del siglo XVII, como es el caso, por ejemplo, de Nicolás Malebranche) para centrarnos en el tipo de espacio defendido por Newton en la década de los sesenta, coin­

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cidiendo con los años de formación en Cambridge, durante los cuales tuvo ocasión de asistir a las clases de matemáticas impartidas por Isaac Barrow. Hay que destacar la prioridad que la noción de espacio tenía en la época sobre la de tiempo, entre otras cosas por la importancia que el tema de un posible espa­cio vacío interestelar tenía para la descripción de los movimientos planetarios.

El anticartesianismo de Newton, que le llevará a decantarse por un espa­cio vacío absoluto, se pone de manifiesto en el manuscrito de veinticinco pági­nas ya mencionado, De Gravitatione et aequipondio fluidorum (Sobre la Gra­vitación y el equilibrio de los fluidos), no publicado por Newton y que no ha visto la luz hasta este siglo (Newton, 1978a: 89-121, trad. inglesa: 121-156). Pese a que estaba destinado a ser un tratado de hidrostática, de hecho se con­virtió casi exclusivamente en una reflexión crítica acerca del modo cartesiano de concebir el espacio, el movimiento y la materia.

Según ha sido expuesto en páginas anteriores, Descartes había distingui­do entre el movimiento propiamente dicho definido filosóficamente y el movi­miento en el sentido en el que lo emplea el vulgo. Lo que diferencia uno de otro es la determinación del sistema de referencia. En términos generales, movi­miento es cambio de relación entre un cuerpo y un referente extrínseco a él, al que puede denominarse lugar. Luego movimiento es cambio de lugar (y no un proceso interno que afecte a la naturaleza del móvil, como ocurría en Aris­tóteles). Ahora bien, caben dos posibilidades.

La primera consiste en suponer que se puede determinar el estado de un cuerpo en relación a un ilimitado número de lugares (las paredes del camarote de un barco, el puerto del que salió, la Tierra, el Sol, etc.). En ese caso, a dicho cuerpo le corresponderá simultáneamente una multitud de estados distintos sin que entre ellos se dé incompatibilidad alguna. Y puesto que la elección entre uno u otro lugar corresponde al observador, en realidad el movimiento no será una propiedad de los seres corpóreos (como lo es la extensión), sino algo que dependa de nuestro “pensamiento”. Así, el estado de reposo o de movimiento de un cuerpo vendrá definido por el cambio de lugar, esto es, por la modifica­ción de la posición en relación a otro cuerpo que queramos elegir arbitraria­mente como término de referencia al margen de la distancia que los separe. En consecuencia, para Descartes, movimiento en sentido vulgares el cambio de posición con respecto a cuerpos cualesquiera, próximos o alejados.

Sin embargo, esto no resulta enteramente satisfactorio. En efecto, intere­sa poder definir aquel estado de movimiento que es propio del cuerpo en un momento dado prescindiendo del factor de convencionalidad y arbitrariedad que introduce el observador. Propiamente, un cuerpo se halla en un único esta­

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do, no en una infinidad de eltos a la vez. ¿Cómo lograr la especificación de dicho estado verdadero o real? Identificando un sistema de referencia o un lugar que sea objetivo. Puesto que Descartes rechaza la existencia del espacio vado, no será éste el que pueda cumplir ese papel. £1 lugar de un cuerpo tie­ne que ser otros cuerpos. ¿Cuáles? Según se vio en el epígrafe 3-2.5, este filó­sofo elige los cuerpos inmediatamente próximos al móvil en cuestión, o sea, sus vecinos limítrofes. Así, en sentido filosófico, el movimiento será el cambio de posición en relación a los cuerpos contiguos.

Puesto que la Tierra es arrastrada por un torbellino de éter, con respecto a este medio circundante, se hallará en estado de reposo (en la medida en que no se da cambio de posición relativa). Es cierto que al mismo tiempo y por esa razón gira alrededor del Sol. Pero, si el verdadero movimiento se define a partir de aquellas superficies con las que un cuerpo está inmediatamente en contacto, filosóficamente hablando, la Tierra no se mueve a pesar de que, con­forme a la acepción vulgar, sí lo haga en torno al mencionado astro.

Esto es lo que Newton parece haber leído en Los Principios de la Filosofía de Descartes (obra publicada en 1644, cuando Newton aún no había cum­plido los 2 años de edad). Hacia 1664 emprende la redacción del De Gravita- tione, en el que se distancia de lo defendido por el filósofo francés, en especial en lo que tiene que ver con la elección del sistema de referencia que permita definir el movimiento verdadero y único de un móvil en un instante dado.

El punto en litigio residirá, en efecto, en el modo de concebir el movi­miento verdadero, no el movimiento vulgar. Con respecto a este último, al que más tarde pondrá los calificativos de relativo y aparente, Newton siempre esta­rá de acuerdo en que no puede ser sino el cambio de posición de unos cuer­pos con respecto a otros. Lo auténticamente interesante es saber si es posible superar esa completa relatividad que impide asignar a un cuerpo un estado único, en vez de un ilimitado número de ellos al mismo tiempo, simplemen­te atendiendo a los cuerpos limítrofes. Es decir, si éstos pueden constituirse en el sistema de referencia de los movimientos verdaderos y absolutos.

En opinión de Newton, la respuesta ha de ser negativa. Para que sirvieran de sistema de referencia, dichos cuerpos limítrofes habrían de ser inmóviles, cosa que el propio Descartes reconoce que no ocurre. Somos nosotros los que los consideramos así a fin de que puedan desempeñar su papel referencial. Pero sólo un sistema en absoluto reposo (como era la Tierra en el mundo geocén­trico antiguo) permite caracterizar unívocamente el estado de un móvil, pues, si el sistema a su vez se mueve, lo hará respecto de otro, y este segundo res­pecto de un tercero, y así sucesivamente. En definitiva, seguiremos atribuyendo

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a un cuerpo innumerables estados a la vez, pero no en el sentido vulgar carte­siano, sino en su sentido filosófico. Lo cual quiere decir que Descartes fraca­sa “e incluso parece contradecirse cuando postula que a cada cuerpo le corres­ponda un único movimiento conforme a la verdad de las cosas y, sin embargo, afirma que ese movimiento depende de nuestra imaginación, ya que lo defi­ne como la traslación desde la vecindad de los cuerpos que no están en repo­so, aunque sean así considerados” (Newton, 1978a: 93, trad.: 125).

Indudablemente, siempre que tomamos uno o más cuerpos como térmi­no de referencia (barco, la Tierra, etc.), los detenemos idealmente y hacemos abstracción de su propio movimiento, si lo que interesa es conocer la posición de otro cuerpo con respecto a ellos. Ahora bien, la cuestión está en si pode­mos salir de esa relatividad y afirmar un movimiento absoluto y verdadero. No puede negarse que Newton tiene razón al exigir la inmovilidad del sistema de referencia. Pero el problema es que ningún cuerpo puede cumplir con esa con­dición (mucho menos después de la ley de gravitación universal, según la cual coda masa se halla en interacción gravitatoria con las demás y, por tanto, en movimiento).

Hay, sin embargo, algo cuyo reposo sí puede ser afirmado por definición: el espacio vacio. Carece de todo sentido atribuir movimiento al gran receptá­culo del mundo, pues entonces serta necesario suponer que sus partes se ale­jan unas de otras estando contenidas en otro espacio, y éste en otro, etc. Des­de Demócrito hasta Henry More nadie ha discutido que la ausencia de movimiento sea una característica de la extensión espacial considerada al mar­gen de la materia. Otra cosa es que dicha extensión espacial tenga existencia física. Pero eso es justamente lo que Newton va a defender de acuerdo con More y Barrow y frente a Descartes. En consecuencia, si el espacio vacío es real, entonces se dispone del sistema de referencia inmóvil con el que definir (no medir) los movimientos absolutos de los cuerpos.

Frente a la reducción cartesiana de toda extensión a la material, con la con­siguiente negación de la extensión vacía del espacio, Newton afirmará que “el espacio es dado como algo distinto del cuerpo” (Newton, 1978a: 91, trad.: 123). A partir de aquí es posible establecer las siguientes definiciones.

1. El lugar es la parte del espacio que un cuerpo llena por entero.2. El cuerpo es aquello que llena un lugar.3. El reposo es la persistencia en el mismo lugar.4. El movimiento es el cambio de lugar. (Newton, 1978a: 91, trad.: 122).

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Y líneas después explícitamente sostiene que, si el movimiento es el cambio de lugar, y a su vez éste se concibe como una parte de espacio capaz de ser ocu­pada por un cuerpo (lo que implica que habla de espacio vacío), “el movimiento se determina por relación a las partes del espacio y no por la posición de los cuer­pos vecinos” (Newton, 1978a: 91 y 92, trad.: 123). Sólo de este modo será posi­ble evitar ciertas paradojas y absurdos que derivan del relativismo cartesiano.

Así, en opinión de Newton, las posiciones, las distancias y los movimien­tos locales deben referirse al espacio, y no a las partes contiguas de materia, como defiende Descartes. Piénsese, por ejemplo, en la Tierra arrastrada por un remolino de partículas de éter. Puesto que no varía la distancia que la sepa­ra de dichas partículas, nuestro planeta se encontrará en reposo con respecto a ellas. En cambio, poseerá movimiento relativo o vulgar si el término de refe­rencia es el Sol. Pero ello conduce a la paradójica circunstancia de que es este movimiento no verdadero el que engendra fuerzas centrífugas (Newton, 1978a: 92 y 93, trad.: 124 y 125). Newton esgrime así un argumento basado en la relación entre movimiento circular absoluto y fuerzas que desarrollará amplia­mente en los Principia (y que se analizará en el epígrafe 6.6).

Siguiendo esta misma línea de razonamiento advierte que, si nos atene­mos a la doctrina cartesiana, no es necesario que sobre un cuerpo se impriman fuerzas para que se engendre movimiento. En efecto, en el caso de que Dios detuviera bruscamente el torbellino de éter que arrastra a la Tierra, entonces es cuando ésta pasaría del estado de reposo al de movimiento verdadero o filo­sófico, sin que sobre ella misma se hubiera ejercido acción alguna. Y por la misma razón, si Dios detuviera la Tierra en el éter, Descartes tendría que decir que es en ese momento cuando el planeta que habitamos comenzaría a mover­se verdaderamente (Newton, 1978a: 95 y 96, trad.: 127 y 128).

En definitiva, el movimiento que cabe atribuir propiamente a un cuerpo no se establece en relación a los circundantes pues, de lo contrario, resultan consecuencias tan absurdas como las expuestas. En general, ningún ser mate­rial y móvil permite definir otros movimientos que no sean vulgares y apa­rentes. El verdadero movimiento según la naturaleza de las cosas ha de deter­minarse en relación a un sistema de referencia inmóvil que no es otro que el espacio vacio o absoluto. Dicho movimiento se definirá, por tanto, como el paso de un lugar o parte del espacio a otro lugar o parte del mismo, y no como el cambio de cuerpos limítrofes.

En contra de Descartes, para el cual no hay una noción independiente de extensión al margen de los cuerpos, Newton se declara ferviente partidario de una forma extrema de realismo espacial muy próxima a la de Barrow. En efec­

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to, el espacio va a ser concebido como una estructura continua de puntos, líneas y superficies, un entramado de partes de extensión yuxtapuestas e inseparables entre sí, ya que un hipotético alejamiento unas de otras daría lugar a impen­sables “huecos” o “agujeros” dentro de esa fina red espacial. En dicha estruc­tura continua se hallan contenidas todas las figuras geométricas (esferas, cubos, triángulos, rectas, etc.), hasta el punto de que “el trazo material de una figura cualquiera no supone la nueva producción de esa figura en el espacio, sino sólo su representación corpórea de manera que lo que antes era imperceptible en el espacio, ahora aparece como existiendo para los sentidos” (Newton, 1978a: 100, trad.: 132 y 133). La extensión continua tridimensional del geómetra tie­ne ahora realidad física. En ella están, aunque no perceptiblemente, las figu­ras geométricas estudiadas por Euclides y sus sucesores, ya que dichas figuras no son sino el conjunto de puntos, líneas y superficies que constituyen esa rea­lidad del espacio absoluto.

Según esto, moverse en términos verdaderos y absolutos significa atravesar, en un tiempo dado, una parte o región de este continuo espacial que preexiste a todo móvil. Sólo de esta manera será posible definir la velocidad uniforme y la trayec­toria rectilínea, lo que quiere decir que el espacio absoluto permite otorgar un sen­tido definido a la ley de inercia. Además, al igual que pensaban More y Barrow, el espacio “se extiende hasta el infinito por todos sus lados”, “sus partes son inmó­viles” y “posee una duración eterna y una naturaleza inmutable”. Pero donde se más claramente se pone de manifiesto la afinidad de Newton con las tesis meta­físicas del platónico de Cambridge es en textos como el que sigue:

El espacio es una afección del ser en tanto que ser. Ningún ser existe o puede existir sin estar relacionado de alguna manera con el espacio. Dios está en todas partes; los espíritus creados están en alguna parte; el cuerpo está en el espacio que llena; y todo aquello que ni está en todas partes ni está en alguna parte, carece de ser (Newton, 1978a: 103, trad.: 136).

Resulta así que la ubicuidades una propiedad de los seres, tanto materia­les como espirituales, e incluso del propio Dios. Todo cuanto existe ha de estar en alguna parte, con la sola diferencia de que, mientras que los seres creados están en algún lugar del espacio, Dios está presente simultáneamente en todos los lugares a la vez. La omnipresencia se revela como un atributo exclusivo de la divinidad. Su presencia se extiende infinitamente, sin que por ello deba supo­nerse que está constituido por partes divisibles como los cuerpos. Y lo mismo podría decirse de la duración: Dios existe eternamente, de modo que la eter­nidad es otro de sus atributos.

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En definitiva, según ei propio Newton ha afirmado en el texto anterior­mente citado, “ningún ser existe o puede existir sin estar relacionado de algu­na manera con el espacio” . Ello permite comprender, entre otras cosas, cómo alma y cuerpo pueden ponerse en relación (algo inexplicable en la filosofía car­tesiana). El espacio, en efecto, cumple un papel mediador entre substancias de distinta naturaleza capaz de hacer inteligible el modo como el espíritu finito puede percibir o actuar sobre tal o cual cuerpo. Por la misma razón, el espíri­tu infinito de Dios, al estar simultáneamente presente en todos los lugares, percibe todo y está en íntimo contacto con todo, actuando sobre el conjunto de los cuerpos (por ejemplo, tal y como llegará a decir ocasionalmente en años posteriores, para incrementar la cantidad global de movimiento que el siste­ma del mundo es incapaz de conservar por sí mismo o para transmitir la acción de la gravedad). Encontramos, por tanto, ya en el joven Newton los antece­dentes de lo que serán sus famosas y discutidas aseveraciones en las “Cuestio­nes” de la Óptica acerca del espacio como “sensorio divino” (a este tema se alu­dirá en el epígrafe 6.8 de este capítulo).

A partir de lo expuesto hasta aquí, fácilmente se deduce la prioridad indis­cutible que Newton otorga al espacio con relación a la materia. De hecho, “s¡ bien podemos imaginar que no haya nada en el espacio, lo que no podemos pensar es que el espacio no exista; al igual que no podemos pensar que la dura­ción [el tiempo] no exista, incluso aunque sea posible concebir que absoluta­mente nada dure” (Newton, 1978a: 104, trad.: 137 y 138). La materia podría ser aniquilada, o no haber sido creada, sin que ello afecte a la realidad del mar­co espacial. Pues este último es condición de posibilidad de aquélla, y no al contrario. Ello supone que ha de haber espacio para que pueda haber materia, mientras que ésta en nada afecta a la realidad del recipiente universal en el que está contenida.

Newton se aparta definitivamente de Descartes en lo que se refiere a la cuestión del espacio vacío. Frente al mundo cartesiano de partes de materia siempre en contacto unas con otras por no ser posible la presencia de inters­ticios vacíos entre ellas, en el De Gravitationese pronuncia a favor de la reali­dad del espacio vacio intramundano y extramundano. Así, limitándonos al mun­do que forman el Sol, los planetas y sus respectivos satélites, hay que afirmar que éstos se mueven a través del espacio existente entre ellos sin que ningún tipo de materia les oponga la menor resistencia y sin ser arrastrados por un remolino de éter. En esto consiste el espacio vacío intramundano. Pero inclu­so más allá de los límites de nuestro mundo, tras el último planeta, un espa­cio extramundano se extiende hasta el infinito, tanto si otros mundos seme­

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jantes al nuestro habitaran en ¿1, como si permanece vacío de todo cuerpo. Y es que la inmensidad del espacio preexiste a cuanto tiene un origen creado.

6.4. Espacio, tiempo y movimiento en los Principia

Según se acaba de ver, con anterioridad a 1670 Newton ha afirmado en el De Gravitatione la prioridad lógica y temporal del espacio y del tiempo sobre la materia, alejándose así de los planteamientos relaciónales cartesianos. A par­tir de 1680 retomará sus tesis juveniles desarrollando la forma de realismo espa­cial tan característica de los Principia. Concretamente, en el famoso “Escolio a la Definición V7//” (Newton, 1987: 127-134), comenzará definiendo explíci­tamente el espacio y el tiempo absolutos, verdaderos y matemáticos, distinguién­dolos del espacio y tiempo relativos, aparentes y vulgares. Así, en unas de las pági­nas más citadas, divulgadas y leídas de toda la obra, se afirma lo siguiente:

I. El tiempo absoluto, verdadero y matemático en sí y por su natura­leza y sin relación a algo externo, fluye uniformemente, y por otro nom­bre se llama duración; el relativo, aparente y vulgar es una medida sensible y externa de cualquier duración, mediante el movimiento (sea la medida igual o desigual) y de la que el vulgo usa en lugar del verdadero tiempo; así, la hora, el día, el mes, el año.

II. El espacio absoluto, por su naturaleza y sin relación a cualquier cosa externa, siempre permanece igual e inmóvil; el relativo es cualquier canti­dad o dimensión variable de este espacio, que se define por nuestros senti­dos según su situación respecto a los cuerpos, espacio que el vulgo toma por el espacio inmóvil. [...]

III. Lugar es la parte del espacio que un cuerpo ocupa y es, en tanto que espacio, absoluto o relativo. Digo parte del espacio, no situación del cuerpo ni superficie externa. [...]

IV. Movimiento absoluto es el paso de un cuerpo de un lugar absolu­to a otro lugar absoluto, el relativo de un lugar relativo a otro lugar relati­vo. [...]

Del mismo modo que el orden de las partes del tiempo es inmutable, así lo es el orden de las partes del espacio. Si éstas se movieran de sus luga­res, se moverían (por así decirlo de sí mismas). Pues el tiempo y el espacio son los cuasi-lugares de si mismos y de todas las cosas. Todas las cosas se sitúan en el tiempo en cuanto al orden de la sucesión y en el espacio en cuanto al orden de lugar. Es de su esencia el ser lugares y es absurdo pen­

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sar que los lugares primeros se muevan. Por tanro, éstos son lugares abso­lutos y únicamente las traslaciones desde estos lugares son movimientos absolutos.

Mas como estas partes del espacio no pueden verse y distinguirse unas de. otras por medio de nuestros sentidos, en su lugar utilizamos medidas sensibles. Por las posiciones y distancias de las cosas a un cierto cuerpo que consideramos inmóvil, definimos todos los lugares; posteriormente inter­pretamos todos los movimientos por respecto a los antedichos lugares, en tanto que los concebimos como pasos de los cuerpos por estos lugares. Así, usamos de los lugares y movimientos relativos en lugar de los absolutos y con toda tranquilidad en las cosas humanas: para la Filosofía, en cambio, es preciso abstraer de los sentidos. Pues es posible que en la realidad no exista ningún cuerpo que esté en total reposo, al que referir lugar y movi­miento (Newron, 1987: 127-130).

El tiempo absoluto o duración supone el ininterrumpido orden de sucesión en el que todo acontece, pero de modo tal que el propio tiempo siempre trans­curre aunque nada se suceda en él. En el mundo hay cambio, movimiento, evolución, historia, devenir, procesos, porque hay tiempo, y no al contrarío. Fluye, por tanto, “sin relación a algo externo”, esto es, al margen de toda suer­te de sucesos o acontecimientos, que, si son sucesivos, es precisamente porque se dan en el tiempo. Y fluye uniformemente. Aun cuando esto no pase de ser un postulado sin corroboración empírica, difícilmente podría concebirse un tiempo universal que avanzara unas veces más deprisa y otras más despacio. El tiempo abraza todos los fenómenos del universo imprimiendo en ellos un mis­mo ritmo en lo que a su duración se refiere.

En definitiva, mientras que todo sucede en el tiempo, la realidad de éste no se vería afectada por el hecho de que nada aconteciera en él (cabría en cierto sentido hablar de un tiempo “vacío” de acontecimientos). Independiente de la materia, transcurre eternamente sin principio ni final, pudiendo aseverarse, por tanto, que hubo un tiempo pasado anterior al origen del mundo y habrá un tiempo futuro posterior a una hipotética desaparición del mismo. Ello quiere decir que el comienzo del mundo pudo ser antes o después de lo que efectiva­mente fue, si Dios así lo hubiera decidido. (El contemporáneo de Newton y conocido filósofo G. W. Leibniz esgrimió importantes argumentos en contra de estas tesis en su correspondencia con el amigo y discípulo de aquél Samuel Clarke. Puede consultarse dicha correspondencia en: Leibniz y Clarke, 1980.)

En cuanto al espacio absoluto, Newton ha defendido en el texto citado que existe con completa independencia de los cuerpos que se alojan en él. Incapaz

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de la menor mutación en su naturaleza (¿qué tipo de cambio podría experi­mentar la pura extensión geométrica?), carece asimismo de todo movimiento. De otro modo sería tanto como plantear que el lugar pueda cambiar de lugar; pero son los cuerpos los que cambian de lugar, no el propio espacio. Por defi­nición éste es inmóvil. Todo está contenido en él como en un receptáculo últi­mo, siendo, en consecuencia, el lugar de sí mismo y de todas las cosas.

A la parte de espacio absoluto que está o puede estar ocupada por un cuerpo se denomina lugar absoluto. Naturalmente, todas las partes del espacio sin excep­ción son lugares potenciales de los cuerpos, puesto que, al ser vacío y, por tanto, penetrable, no hay región que no pueda ser ocupada por cualquiera de ellos. De ahí resultará que el universo, en cuanto totalidad, está en un cierto lugar del espa­cio infinito, pero podría estar en otro. A diferencia del cosmos esférico aristotéli­co que no estaba en ningún lugar, el mundo newtoniano sí esta ubicado en el espa­cio; e incluso teóricamente hay que admitir la posibilidad de que pudiera ser desplazado por Dios de su actual ubicación (¡fantástico viaje espacial el que reali­zaríamos en ese caso sin advertirlo!). Y cabe también que Dios hubiera elegido en el momento de la creación una localización diferente de la que de hecho tuvo. (Al igual que en lo relativo al tiempo y al comienzo del universo, Leibniz se opondrá frontalmente a la idea de lugar o cambio de lugar del universo en su conjunto, tal como expondrá en la arriba mencionada correspondencia con Clarke.)

La permanencia de un cuerpo en el mismo lugar absoluto constituye el estado de reposo absoluto. El verdadero reposo no se define por relación a nin­gún tipo de sistema material de referencia, sino por relación al espacio inmó­vil. En el antiguo sistema geocéntrico, la Tierra estaba en reposo en el centro del mundo. Es claro que, con respecto a ella, cualquier cuerpo celeste y terres­tre se hallaba en reposo o eri movimiento, pero no en ambos estados a la vez. La estática Tierra permitía, así, definir unívocamente el estado de cualquier móvil. Y lo mismo sucedía con el Sol de Copérnico, tan inmóvil como la Tie­rra de Ptolomeo.

Por el contrario, en el sistema del mundo newtoniano, todos los cuerpos ¡nteraccionan recíprocamente como consecuencia de la atracción gravitatoria. Luego en ningún caso puede afirmarse que el Sol o el resto de los cuerpos celes­tes permanecen en reposo. Como bien ha dicho Newton al final del texto cita­do, ' es posible que en la realidad no exista ningún cuerpo que esté en total reposo, al que referir lugar y movimiento” (Newton, 1987: 130). Ello exige acudir al espacio cuando se pretende fijar el estado mecánico de un cuerpo, so pena de no poder superar el relativismo cartesiano (precisamente porque en el mundo de Descartes no hay ningún punto de referencia inmóvil).

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Por las mismas razones, el movimiento absoluto tampoco se determinará atendiendo al cambio de posición de un móvil con respecto a algún tipo de cuerpo, ni cercano, ni lejano. Newton lo ha definido como “el paso de un cuer­po de un lugar absoluto a otro lugar absoluto” (Newton, 1987: 128). Y pues­to que lugar absoluto es “ la parte del espacio [absoluto] que un cuerpo ocu­pa”, movimiento absoluto es el paso de una región del espacio a otra, sin que en ello intervenga para nada la distancia relativa entre los cuerpos. Esto quie­re decir que tiene sentido atribuir movimiento a un solo cuerpo prescindiendo de los restantes, de modo que, si todos fueran aniquilados excepto uno (la Tie­rra, por ejemplo), no por ello el cuerpo en cuestión dejaría de estar ubicado en algún lugar. Por supuesto, los detractores del espacio absoluto (como Ber- kelcy en la época de Newton, o Mach casi dos siglos después) nunca admitie­ron tal supuesto: si la Tierra fuera lo único existente, ¿respecto de qué se le atribuiría una posición?

Hasta aquí se ha hablado de tiempo, espacio y movimiento absolutos. Pero se da la circunstancia de que no podemos acceder a ellos experimentalmcnte. Las partes del tiempo o del espacio verdaderos son de tal naturaleza que están fuera del alcance de nuestras operaciones de observación y medida. Y, sin embargo, medimos intervalos temporales o distancias espaciales. Newton afir­ma que, cuando esto hacemos, alcanzamos únicamente tiempos y espacios rela­tivos, aparentes y vulgares. Así, en el largo texto reproducido con anteriori­dad, el tiempo relativo es definido como “ la medida sensible y externa de cualquier duración mediante el movimiento” , y el espacio relativo es “cual­quier cantidad o dimensión variable de ese espacio, que se define por nuestros sentidos según su situación respecto a los cuerpos” (Newton, 1987: 127).

En efecto, medimos el tiempo a partir de algún tipo de movimiento ade­cuadamente elegido. Puesto que se postula que su flujo es uniforme, convie­ne que dicho movimiento sea lo más regular posible. No es de extrañar, por tanto, que en general sea el curso de los astros el que se haya tomado como referencia para computar el tiempo. Se da así un círculo vicioso del que no es posible salir: medimos el tiempo gracias al movimiento, pero a su vez precisa­mos del tiempo para medir el movimiento. Ello pone de relieve que nos desen­volvemos en el ámbito de lo relativo, y no de lo absoluto.

Tampoco resulta posible fijar la posición de un cuerpo en el espacio abso­luto. Éste no representa un sistema de coordenadas del que podamos hacer uso. Para determinar una posición o una distancia es necesario tener al menos dos cuerpos, uno de los cuales ha de ser considerado inmóvil y tomado como término de referencia a partir del cual conocer la ubicación del otro. Median­

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te este procedimiento, por tanto, fijaremos su lugar relativo, y también su esta­do de reposo o de movimiento relativos. Se comprende así que para Newton: “por las posiciones y distancias de las cosas a un cierto punto que considera­mos inmóvil, definimos rodos los lugares; posteriormente interpretamos todos los movimientos por respecto a los antedichos lugares, en tanto que los con­cebimos como pasos de los cuerpos por estos lugares” (Newton, 1987: 129).

Movimiento relativo es, por tanto, “el paso de un lugar relativo a otro lugar relativo” (Newton, 1987: 129). A su vez, el lugar relativo se define como la posi­ción de un cuerpo en relación a otros arbitrariamente elegidos. Luego el movi­miento relativo no es sino cambio de posición de unos cuerpos con respecto a otros (un navegante en relación a la nave en que viaja; ésta con respecto a tie­rra; la Tierra por relación al Sol, etc.). Sólo él es susceptible de ser medido, de manera que en la mecánica newtoniana toda velocidad es siempre relativa. Se da así la aparente paradoja de que, habiendo movimientos absolutos (desplaza­mientos en el espacio absoluto de una región a otra), no puede hablarse de velo­cidades absolutas (determinación del espacio recorrido en cada unidad de tiem­po), ya que ello implica medida de distancias y de intervalos temporales, esto es, de espacios y tiempos que no pueden ser sino relativos. Exactamente lo con­trario de lo que sucederá en la mecánica relativista, la cual, pese a eliminar los movimientos absolutos, establecerá el carácter absoluto de la velocidad de la luz.

En la mecánica newtoniana, cualquier móvil cumple siempre el teorema de adición de velocidades. Ello supone que para conocer la velocidad absolu­ta de un cuerpo sería necesario sumar vectorialmente todas sus velocidades rela­tivas, lo cual es imposible. Lo único que sí resulta factible es definir {no medir) el movimiento absoluto por la suma vectorial de sus movimientos relativos. Supóngase una nave que se desplaza por el mar en una Tierra considerada en reposo absoluto. Si el navegante se mantiene en la misma región del barco, dire­mos que se halla en reposo relativo con respecto al barco, pero en movimien­to con respecto a la Tierra, ya que viaja junto con el barco de un puerto a otro. En cambio, si nuestro viajero a su vez se mueve dentro del barco, su movi­miento en relación con la Tierra será el resultado de sumar vectorialmente ambos movimientos (el suyo respecto del barco y el del barco respecto de la Tierra). En ese supuesto podría cuantificarse el movimiento resultante, es decir, se podría medir su velocidad absoluta, pues no hay dificultad en conocer la velocidad con la que el viajero se desplaza dentro del barco, ni tampoco la velo­cidad con la que el barco lo hace en relación con la Tierra. Pero téngase en cuenta que la velocidad hallada no sería absoluta si el sistema de referencia (la Terra, en este caso) no permanece absolutamente inmóvil.

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Por el contrario, si también la Tierra se mueve, entonces será preciso sumar a las dos velocidades anteriores la de la propia Tierra en relación con el Sol. En el caso de que este astro estuviera en reposo absoluto aquí terminaría el tema, pero, suponiendo que el Sol se moviera con respecto a las estrellas, ten­dría de nuevo que añadirse este sumando (la velocidad del Sol relativa a las estrellas). A continuación, una vez más habrá que considerar si las estrellas están en reposo o en movimiento, ya que, si tampoco éstas se mantuvieran estáticas, debería agregarse su velocidad a la serie de las velocidades anteriores. Es evidente que la suma capaz de arrojar como resultado la velocidad absoluta del navegante sólo podría concluir si pudiéramos identificar un sistema en repo­so absoluto. Ahora bien, a Newton le asiste la razón cuando afirma que “es posi­ble que en la realidad no exista ningún cuerpo que esté en total reposo, al que referir lugar y movimiento” (Newton, 1987: 130). Luego no es posible calcu­lar velocidades absolutas.

Toda materia por definición es móvil, de manera que nada autoriza a atri­buir a las estrellas el estado de absoluta inmovilidad (a no ser por razones de pura conveniencia práctica). Dicho estado sólo puede ser predicado del espa­cio, lo cual quiere decir que el movimiento absoluto de un cuerpo ha de esta­blecerse adicionando los diferentes movimientos relativos en el espacio abso­luto. En el ejemplo anterior el movimiento verdadero y absoluto del navegante constará de su movimiento en relación con el barco, más el de éste en relación a la Tierra, más el de ésta en relación al Sol, y así sucesivamente hasta llegar al movimiento del último sistema de referencia con respecto al espacio absolu­to. Tal como se ha aludido anteriormente, dicho movimiento puede ser así definido, pero no medido, de modo que hablaremos de movimiento absoluto, pero no de velocidad absoluta, y ello por dos motivos. Primero, porque el núme­ro de sumandos sería ilimitado (¿cuál sería el “último” sistema de referencia mate­rial a añadir a la serie de los anteriores?). Segundo, porque no es posible medir ningún movimiento en relación a un espacio absoluto que no es perceptible. Toda medida de distancias, así como de intervalos temporales, es relativa.

Llegados a este punto es posible que el lector se esté preguntando por qué introducir el espacio y el tiempo absolutos si carecen de toda operatividad al no permitir la medida de velocidades absolutas. El tema, desde luego, fue muy debatido durante los más de doscientos años que transcurrieron desde la publi­cación de los Principia hasta que la formulación de la teoría relativista de Eins- tein pusiera fin a ambos absolutos. En vida de Newton, además del filósofo racionalista G. W. Leibniz ya mencionado, el empirista G. Berkeley también se opuso por razones muy distintas a la realidad de espacio y tiempo absolu­

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tos, poniendo en juego argumentos que preludian los que a finales del siglo XIX empleará E. Mach (Berkeley, 1993 y Mach, 1949).

Sin embargo, tanto el propio Newton como sus seguidores creían disponer de importantes argumentos a su favor, que, simplificando la cosas, podrían redu­cirse a dos clases. Unos se refieren al espacio y tiempo verdaderos en cuanto prerrequisitos de la ley de inercia. Otros tienen que ver con la imposibilidad de relativizar aquellos estados mecánicos en los que intervienen fuerzas (ace­leraciones), de modo que, al menos para dichos estados, se hace necesario defi­nir marcos absolutos de referencia.

Quien expuso con más claridad la primera clase de argumentos no fue el propio Newton, sino Leonhard Euler, del que nos ocuparemos en el próximo epígrafe. En cambio, la segunda clase de ellos se contiene en los Principia, y concretamente en las páginas del “Escolio a la Definición VIH” que venimos comentando y al que regresaremos en el epígrafe 6.6.

6 .5 . Espacio, tiempo e inercia en Leonhard Euler

La ley de inercia o primera ley de la Naturaleza establece la perseverancia de todo cuerpo en su estado de reposo o de movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que se vea obligado por fuerzas impresas a modificar dicho estado. El problema que se plantea es el del sistema de referencia respecto del cual se ha de determinar tanto el reposo como la rectilinealidady uniformidad del movi­miento inercial. Pues, si se trata -tal como piensa Newton— de una ley de vali­dez universal, el mencionado sistema de referencia no puede ser relativo. Es evidente, por ejemplo, que un movimiento sobre la superficie de la Tierra que parezca rectilíneo a un observador vinculado a dicho planeta, no sería así des­crito por otro observador que siguiera esa trayectoria desde otro planeta, ya que en este segundo caso no participaría del giro de aquélla. De manera que, si se quiere dar un significado inequívovo y exacto al principio de inercia, será necesario referir el comportamiento de los cuerpos al espacio absoluto (y al tiempo absoluto).

Ésta es la tesis defendida por el gran matemático suizo Leonhard Euler (1707-1783), acérrimo defensor de las posiciones newtonianas en esta cues­tión (e implacable crítico de los partidarios tanto de Descartes como de Leib- niz) en una famosa memoria presentada ante la Academia de Ciencias de Ber­lín más de veinte años después del fallecimiento de Newton, concretamente en 1748, con el título Réflexions sur 1‘espace et le temps (Reflexiones sobre el espa­

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ció y el tiempo. En: Euler, 1985: 39-51). En dicha memoria, Euler manifiesta explícitamente que, si el principio de inercia puede considerarse como una “verdad indiscutible” bien establecida por la mecánica, entonces no cabe sino admitir la realidad del espacio y del tiempo absolutos (sobre la noción de espa­cio en Euler, véase Euler, 1985: 19-28 y Rioja, 1984: 298-313).

Analizando en primer lugar la noción de reposo, Euler criticará (cuando había transcurrido ya un siglo desde la muerte de Descartes) que dicha noción pueda ser adecuadamente definida si se toman como término de referencia los cuerpos circundantes de aquél cuya posición se trata de determinar. Pues, tal como planteó Newton con todo acierto, un cuerpo puede mantener su posi­ción con respecto a los que lo rodean, bien porque unos y otros permanezcan en reposo (por ejemplo, en un agua estancada), bien porque todos ellos se mue­van conjuntamente, no modificando sus distancias relativas (debido a que el agua hubiera empezado a correr; ése sería el caso de la Tierra cartesiana en el éter). Ahora bien, en este último supuesto sería necesario que una fuerza actua­ra sobre el cuerpo, ya que, de lo contrario, debido a la propiedad de la mate­ria que llamamos inercia, el mencionado cuerpo permanecería en reposo tan­to en un agua estancada como en un agua que fluye (aquí la propia corriente sería la que ejercería una fuerza de empuje sobre el cuerpo en cuestión).

En consecuencia -concluye Euler- la conservación de su estado de reposo no se rige por los cuerpos que lo rodean inmediatamente. De ello se deriva que lo que se denomina tu g a ren mecánica, no admite la explica­ción de la metafísica [cartesiana], según la cual el lugar no es sino la rela­ción del cuerpo con respecto a los que lo rodean (Euler, 1985: 44).

Mediante este principio [de inercia] se establece que un cuerpo que se encuentre en algún lugar sin movimiento, permanecerá en él perpetua­mente, a menos que sea desplazado por alguna fuerza extraña. En este caso, por tanto, el cuerpo permanecerá siempre en el mismo lugar por relación al espacio absoluto (Euler, 1985: 42).

La inercia no se rige por los cuerpos vecinos, y también hay que excluir que sean cuerpos alejados, como las estrellas fijas, los que dirijan esa inercia de la materia. La conservación del estado de los cuerpos no puede estar goberna­da por la relación de unos cuerpos por otros.

Si en vez de atender al reposo, consideramos ahora el movimiento unifor­me en la misma dirección, Euler extrae idéntica conclusión en lo que al espa­cio y al tiempo se refiere. “Pues, si el espacio y el tiempo no fueran más que la

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relación entre cuerpos coexistentes, ¿qué sería la misma dirección!" (Euler, 1985: 48). No sería posible determinar ésta mediante cuerpos que a su vez se mue­ven y cambian de dirección entre sí.

Es así evidente que la identidad de dirección, que constituye un requi­sito muy esencial en los principios generales del movimiento, no podría en absoluto ser explicada por la relación o el orden entre cuerpos coexistentes. Es necesario, por tanto, que haya algo más aparte de los cuerpos, que sea real y a lo cual se vincule la idea de una misma dirección. No cabe duda de que esto es el espacio, cuya realidad acabamos de establecer (Euler, 1985: 49).

En definitiva, si se quiere dar un significado preciso a la idea de una direc­ción fija que los cuerpos tratan de seguir en su movimiento debido a su iner­cia, resulta imprescindible acudir a un marco absoluto de referencia como es el espacio. Esto por lo que respecta a la dirección. Pero lo mismo puede decir­se de la uniformidad del movimiento, la cual proporciona pruebas no sólo en favor de la realidad del espacio, sino también del tiempo. Digámoslo con pala­bras del propio Euler.

Pues ya que el movimiento uniforme describe espacios iguales en tiem­pos ¡guales, pregunto, en primer lugar, qué significa espacios iguales, según la opinión de aquellos que niegan la realidad del espacio. [...] Pensamos que, cuando un cuerpo recorre espacios iguales, la igualdad de los espacios no depende en absoluto de los demás cuerpos que lo rodean, y que per­manece siendo la misma sean cuales sean los cambias a los que estén expues­tos los demás.

Lo mismo sucede con la igualdad de los tiempos, pues, sí el tiempo, tal como se pretende en metafísica [se refiere a cartesianos y leibnizianos), no fuera sino el orden de sucesión, ¿cómo se haría inteligible la igualdad de los tiempos? [...]

No se trata aquí de nuestra estimación de la igualdad de los tiempos, que sin duda depende del estado de nuestra alma; se trata de la igualdad de los tiempos durante los cuales un cuerpo que se mueva con movimiento uni­forme, recorre espacios iguales. Puesto que esta igualdad no podría ser expli­cada por el orden de las sucesiones, como tampoco puede serlo la igualdad de los espacios por el orden de los seres coexistentes, y puesto que dicha igual­dad forma pane esencial del principio del movimiento [principio de inercia], [...] nos veremos, pues, obligados a reconocer, como ha sucedido con rela­ción al espacio, que el tiempo es algo que subsiste fuera de nuestro espíritu, o que el tiempo es algo real, lo mismo que el espacio (Euler, 1985:50 y 51)-

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Espacio y tiempo absolutos se convierten así en requisitos imprescindibles del comportamiento inercial de los cuerpos o, también, en condiciones nece­sarias de la validez de la ley de inercia. Tanto el reposo como la rectilincalidad y uniformidad del movimiento inercial requieren un sistema de referencia no relativo, capaz de definir de modo unívoco respecto de qué se determinan los estados de los cuerpos cuando sobre ellos no se ejerce fuerza alguna. Pero de nuevo aquí nos enfrentamos al problema de la imposibilidad de detectar empí­ricamente esos marcos absolutos de referencia. Según se ha puesto de mani­fiesto con anterioridad, no podemos medir ni posiciones absolutas ni veloci­dades absolutas en el espacio y en el tiempo.

A ello se añade que, en virtud del principio galüeano de relatividad, movi­miento inercial y reposo son estados equivalentes en términos mecánicos y, por tanto, en sí mismos indiscernibles (en esto basó GaHIeo su defensa de la posibilidad del movimiento de la Tierra, a pesar de que nosotros, sus habi­tantes, no lo percibamos). No cabe plantear ningún tipo de prueba o experi­mento que permita decidir cuándo un sistema material permanece inmóvil o cuándo avanza por el espacio en línea recta y con velocidad uniforme. A pesar de ello, hay que deducir que para Euler, al igual que para Newton, constitu­yen estados absolutos y verdaderos de los cuerpos que difieren uno de otro, puesto que no es lo mismo permanecer en el mismo lugar del espacio que reco­rrer regiones sucesivas de éste con movimiento inercial. La cuestión, sin embar­go, es que, al no haber procedimientos empíricos que nos permitan distinguir el movimiento inercial del reposo, estamos condenados por principio a no alcan­zar sino movimientos relativos, los cuales sólo convencionalmente se diferen­cian del reposo (dependen de la elección arbitraria del sistema de referencia).

En resumen, espacio y tiempo, en cuanto marcos absolutos de referencia, otorgan significado unívoco a los términos que forman parte del enunciado de la ley de inercia. Pero carecen de todo valor operativo cuando se trata de establecer una diferencia mecánica entre dos estados inerciales como son el reposo y el movimiento uniforme y rectilíneo. Por tanto, aun cuando pudie­ra darse una incompatibilidad de fondo entre la defensa, por un lado, de dos sistemas de referencia absolutos y privilegiados como son el espacio y el tiem­po, y, por otro, el principio de relatividad galileano (que propugna la validez de cualquier sistema inercial de referencia), de hecho tal incompatibilidad no se da en la mecánica newtoniana debido a que no es posible hacer uso de esos marcos de referencia en ninguna operación de medida de longitudes, tiempos y velocidades. No obstante, el problema teórico queda planteado; y no es de extrañar que la opción de Einstein en favor de la generalización del principio

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de relatividad trajera consigo la eliminación del espacio y tiempo absolutos en la teoría que se ocupa de los movimientos inerciales, esto es, en la teoría espe­cial de la relatividad.

El tema, sin embargo, adopta perfiles muy diferentes cuando abandona­mos el ámbito de los movimientos que se realizan en ausencia de fuerzas, como son los inerciales, y pasamos a analizar los acelerados. Newton lleva a cabo este análisis en el “Escolio a la Definición VIII” de los Principia.

6.6. Aceleración y fuerza en los Principia

La noción de movimiento incrcial aparece en la filosofía natural de la Edad Moderna como una nueva clase de movimientos incompatible con la distin­ción aristotélica entre movimiento natural y violento. En el volumen prime­ro de la presente obra ( Teorías del Universo, vol. I, cap. 4 .°, epígrafe 4.1.6) se dio cuenta del modo como Galileo se sirvió de esta idea en el contexto de la discusión con los detractores de la movilidad terrestre. El hecho es, en contra de lo que pensaban aristotélicos y ptolemaicos, que del movimiento de la Tie­rra no han de derivarse efectos mecánicos apreciables, por lo que resulta vano tratar de demostrar el reposo de ésta acudiendo a la carencia de dichos efec­tos. Graves y proyectiles se comportarán de igual manera en una Tierra en reposo que en una Tierra en movimiento, de modo que de la observación de estos fenómenos mecánicos nada puede concluirse acerca del estado de aqué­lla. O, dicho en términos más generales y adecuados que los del propio Gali­leo, todo fenómeno mecánico sucederá de igual modo en un sistema en repo­so que en un sistema en movimiento uniforme y rectilíneo. Ni el movimiento inercial ni el reposo generan efectos mecánicos. De ahí que no podamos dis­tinguir uno de otro. (En el caso concreto de Galileo, es manifiesto que aplicó a la Tierra criterios que sólo convienen, estrictamente hablando, a los sistemas inerciales. Sin embargo, ello no le impidió neutralizar con gran acierto las obje­ciones físicas que, desde la Antigüedad, se habían esgrimido contra el movi­miento de la Tierra.)

Pero más aún, al igual que el reposo no requiere causa, según todo el mun­do admite, el movimiento inercial tampoco. En el planteamiento aristotélico todo movimiento exige un motor o causa, y la persistencia del movimiento supone asimismo la persistencia de la causa. Por tanto, la acción de una fuer­za constante ha de producir un movimiento constante. Tras las aportaciones de Galileo, Descartes y Newton, entre otros, sólo la modificación o cambio

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de estado, no la conservación de éste, remite a una causa, de modo que un movimiento constante (el cual implica conservación de la dirección y del módu­lo de la velocidad, o sea, movimiento rectilíneo y uniforme) es indicio de la total ausencia de fuerza o causa de movimiento. Pues la acción constante de una fuerza produce una aceleración constante, no un movimiento constante.

Todo ello apunta a lo siguiente. Mientras que el movimiento inercial care­ce de causa y efecto, siendo indiscernible del reposo, con la aceleración no ocu­rre lo mismo. Los movimientos acelerados de ningún modo son equivalentes al reposo en la mecánica newtoniana (esta difícil equivalencia no se establece­rá hasta la teoría general de la relatividad de Einstein). Lo cual, por otro lado, coincide con nuestra experiencia ordinaria y el sentido común. (Todos los par­ques de atracciones basan su éxito en las grandes “emociones” que nos deparan los movimientos acelerados; desde luego, el negocio de unas atracciones “ ¡ner­ciales”, si ello tuviera algún sentido, sería ruinoso.) Y la aceleración no es equi­valente, mecánicamente hablando, al reposo porque tiene causay produce efec­tos. O expresado en otros términos, el principio de relatividad galileano se aplica únicamente a sistemas ¡nerciales, no a sistemas acelerados (o no ¡nerciales).

A partir de aquí el razonamiento de Newton es el siguiente. No podemos descubrir directamente movimientos absolutos en el espacio absoluto y en el tiempo absoluto porque estos últimos no se dejan detectar empíricamente. Ahora bien, podríamos pensar en algún procedimiento indirecto que permi­tiera afirmar la realidad de dichos movimientos. Sabemos que no lograremos determinar cuándo un cuerpo se halla en estado de reposo o de movimiento inercial absoluto atendiendo a algún supuesto efecto que derive de uno de los dos estados y no del otro, porque, pese a ser reales y absolutos, son indiscer­nibles y carentes de todo efecto mecánico. De modo que, en el caso de los movimientos ¡nerciales, hemos de resignarnos a no poder distinguir jamás cuándo son relativos (mero cambio de lugar en relación a términos o cuerpos de referencia arbitrariamente elegidos) y cuándo son absolutos (paso de un lugar absoluto a otro lugar absoluto).

Pero, cuando se trata de aceleraciones, la cosa cambia por completo. Aquí sí disponemos de un método indirecto para acceder al estado absoluto de los cuerpos, y con ello a la realidad del espacio y del tiempo absolutos. En con­creto, la presencia de fuerzas impresas será indicio seguro de la existencia de movimientos absolutos (acelerados). Esto es lo que Newton argumenta en su “Escolio a la Definición VIII” de los Principia.

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Las causas, por las que los movimientos verdaderos y los relativos se distinguen mutuamente, son fuerzas impresas en los cuerpos para produ­cir movimientos. El movimiento verdadero ni se engendra ni se cambia, a no ser por fuerzas impresas en el mismo cuerpo movido; en cambio, el movimiento relativo puede generarse y cambiarse sin fuerzas impresas en tal cuerpo (Newton, 1987: 131).

Allí donde se imprima una fuerza sobre un cuerpo, obtendremos como resultado un estado real y verdadero, que no se reduce a la variación de la posi­ción con respecto a otros cuerpos elegidos arbitrariamente como sistemas rela­tivos de referencia. Dicho estado real y absoluto puede ser descubierto no por el conocimiento directo de su relación con el espacio y tiempo absolutos, sino gracias a su causa, que no es sino la fuerza que se ha imprimido sobre ese cuer­po del que decimos que ha cambiado de lugar.

A la mera modificación de la posición la denomina Newton movimiento relativo (acelerado, si es, por ejemplo, en círculo), mientras que reserva el nom­bre de movimiento absoluto (acelerado o aceleración absoluta) para el estado resultante de la aplicación de una fuerza. La distinción no es ociosa en la medi­da en que uno y otro estado pueden coincidir, pero no tienen por qué hacer­lo. Supongamos que sobre el cuerpo A se ejerce una fuerza igual a la que se ejerce sobre B, de modo que ambos rotan sin que sus posiciones relativas cam­bien entre sí. En ese caso, A se hallará en un estado de reposo relativo (con res­pecto a B), pero al mismo tiempo su rotación será real, y no meramente con­vencional y arbitraria, pues no depende de la elección de B (o de cualquier otro cuerpo) como término de referencia. ¿Cómo sabemos que es real? Por­que, por mucho que variemos el sistema de referencia, siempre puede consta­tarse la existencia de ciertos “efectos” producidos por dicha rotación.

En opinión de Newton, el carácter real y verdadero de las rotaciones abso­lutas es puesto de manifiesto por la presencia de determinados efectos que no desaparecen por el mero hecho de que se modifique el sistema de referencia. Estos efectos no son otros que la tendencia de los cuerpos que giran a apar­tarse de los centros de rotación. O dicho de otro modo, las rotaciones abso­lutas engendran fuerzas centrifugas.

Los efectos por los que los movimientos absolutos y los relativos se dis­tinguen mutuamente son las fuerzas de separación del eje de los movi­mientos circulares. Pues en el movimiento circular meramente relativo esas fuerzas son nulas, pero en el verdadero y absoluto son mayores o menores según la cantidad de movimiento (Newton, 1987: 131).

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Resulta, por tanto, que, cuando se trata de aceleraciones y no de movi­mientos inerciales, es posible plantear una distinción dinámica entre movi­miento relativo y movimiento absoluto a partir de las causas y efectos de los movimientos, esto es, gracias a las fuerzas centrípetas y centrifugas respectiva­mente. El cambio de posición o de distancia de un cuerpo con respecto a otro no es el criterio del que debamos servirnos para determinar estados absolutos; se hace imprescindible recurrir a la noción de fuerza como modo indirecto de conocer dichos estados. Pues, tal como se ha dicho líneas atrás, puede darse cambio de posición sin que se dé movimiento, y al contrario.

El movimiento verdadero ni se engendra ni se cambia, a no ser por fuerzas impresas en el mismo cuerpo movido; en cambio, el movimiento relativo puede generarse y cambiarse sin fuerzas impresas en tal cuerpo. Basta con imprimirlas solamente en los otros cuerpos respecto a los que se da la relación para que, cediendo éstos, cambie la relación dada en que con­siste el movimiento o reposo relativo de aquel cuerpo. Por otra parte, el movimiento verdadero siempre se cambia por fuerzas impresas en el cuer­po movido, mientras que el movimiento relativo no se cambia necesaria­mente por estas fuerzas impresas. Pues si dichas fuerzas se aplican de tal modo hacia los demás cuerpos respecto a los que se da la relación que se conserve el lugar relativo, se conservará la relación en que consiste el movi­miento relativo. Puede, pues, cambiarse todo el movimiento relativo mien­tras se conserva el verdadero y absoluto; por tanto, el movimiento verda­dero en absoluto puede consistir en tales relaciones (Ncwton, 1987: 131).

Esto adquiere todo su sentido cuando se piensa en la Tierra cartesiana (o en cualquier otro planeta), arrastrada en círculo alrededor del Sol por las partes de la materia del elemento fluido o éter que la envuelven por doquier. ¿Se mueve la Tierra en el éter? Es manifiesto que, al desplazarse conjuntamente, mantienen sus posiciones relativas y, por tanto, la Tierra se halla en estado de reposo relati­vo con respecto a la materia que la circunda. En cambio, con respecto al Sol sí hay cambio de posición y, en consecuencia, movimiento. Luego con respecto al Sol su estado es de movimiento relativo. Ahora bien, ¿cuál de los dos es el verda­dero estado de la Tierra, el de reposo o el de movimiento? Lo que equivale a pre­guntar: ¿cuál el verdadero sistema de referencia, el éter o el Sol?

La respuesta cartesiana decantándose en favor del éter es, a juicio de New- ton, arbitraria, además de insatisfactoria, por generar paradojas como las ana­lizadas por él en su obra de juventud De Gravitatione (de las que se ha dado cuenta en el epígrafe 6.3). Si Descartes tuviera razón y el sistema objetivo de

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referencia fuera el éter, el estado de la Tierra verdadero (o “filosófico”, como lo denomina el filósofo francés) sería el de reposo, mientras que el estado apa­rente, relativo (o “vulgar”) sería el de movimiento. Pero entonces se daría un completo divorcio entre el estado real del cuerpo y la aparición de fuerzas.

Así, partiendo de la Tierra cartesiana en reposo relativo en el éter, bastaría con imprimir una fuerza no sobre la Tierra, sino sobre el éter, que obligara a éste a detenerse, para que dejara de tener lugar el desplazamiento conjunto de ambos. Paradójicamente, es entonces cuando diríamos que se produce cam­bio de posición de la Tierra con respecto a la materia que la circunda y, en con­secuencia, que se mueve. Este movimiento terrestre sería el resultado, por tan­to, de la acción de una fuerza impresa sobre el sistema de referencia, en vez de sobre el propio móvil.

O cabe que la fuerza se ejerciera sobre la Tierra, pero de modo tal que se aplicara una fuerza igual sobre el éter. Nos encontraríamos en ese caso con que no se produciría el menor cambio de relación, a pesar de constatarse la pre­sencia de fuerzas. O sea, habría que asociar las fuerzas impresas al estado de reposo, y no al de aceleración.

También es posible que fuera la Terra la que recibiera la acción de la fuer­za impresa hasta llegar a detenerla, sin que dicha acción se ejerciera asimismo sobre el éter circundante. Sorprendentemente, nos veríamos abocados a con­cluir que es entonces cuando la Tierra se mueve, si lo único a tener en cuen­ta es el cambio de relación entre ella y su sistema de referencia.

¿Tiene sentido decir que con sólo detener el éter la Tierra pasaría a mover­se o que, por el contrario, es al detener la Tierra en el éter cuando ésta se move­ría? No, piensa Newton. Las rotaciones reales y absolutas van ligadas a las fuer­zas impresas en cuanto causas que las producen. Pero aún hay más. Según se ha comentado líneas atrás, dichas rotaciones absolutas, y sólo ellas, engendran ciertos efectos a los que llamamos fuerzas centrífugas. Luego, de la observa­ción de la presencia o ausencia de la tendencia del cuerpo que gira a alejarse del centro de rotación, es posible deducir cuándo una rotación es relativa o absoluta.

Para reforzar este argumento, Newton se sirve del ejemplo seguramente más famoso de cuantos utilizó a lo largo de su obra. Se trata del conocido expe­rimento del cubo, que reproducimos literalmente.

Los efectos por los que los movimientos absolutos y los relativos se dis­tinguen mutuamente son las fuerzas de separación del eje de los movi­mientos circulares. Pues en el movimiento circular meramente relativo estas

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fuerzas son nulas, pero en el verdadero y absoluto son mayores o menores según la cantidad de movimiento. Si se cuelga un cubo de un hilo muy lar­go y se gira constantemente hasta que el hilo por el torcimiento se ponga muy rígido y después se llena de agua y se deja en reposo a la vez que el agua, y entonces con un empujón súbito se hace girar continuamente en sentido contrario y, mientras se relaja el hilo, persevera durante un tiempo en tal movimiento, la superficie del agua será plana al principio, al igual que anres del movimiento del vaso, pero después, al transmitir éste su fuer­za poco a poco al agua, hace que ésta también empiece a girar sensible­mente, se vaya apartando poco a poco del centro y ascienda hacia los bor­des del vaso, formando una figura cóncava (como yo mismo he experimentado) y con un movimiento siempre creciente sube más y más hasta que, efectuando sus revoluciones en tiempos iguales que el vaso, repo­se relativamente en él. Muestra este ascenso el intento de separarse del cen­tro del movimiento, y por tal intento se manifiesta y se mide el movimiento circular verdadero y absoluto del agua, y aquí contrario totalmente al movi­miento relativo. Al principio, cuando mayor era el movimiento relativo del agua en el vaso, ese movimiento no engendraba ningún intento de separa­ción del eje; el agua no buscaba el borde subiendo por los costados del vaso, sino que permanecía plana, y por tanto su movimiento circular verdadero no había aún empezado, pero después, cuando decreció el movimiento rela­tivo del agua, su ascensión por los costados del vaso indicaba el intento de separarse del eje y este conato mostraba su movimiento circular, verdade­ro y siempre creciente y al final convertido en máximo cuando el agua repo­saba relativamente en el vaso. Por tanto, este conato no depende de la tras­lación del agua respecto de los cuerpos circundantes y, por tanto, el movimiento circular verdadero no puede definirse por tales traslaciones. Unico es el movimiento circular verdadero de cualquier cuerpo que gira, y responde a un conato único como un verdadero y adecuado efecto; los movimientos relativos, en cambio, por las múltiples relaciones externas, son innumerables, pero, como las relaciones, carecen por completo de efec­tos verdaderos, a no ser en tanto que participan de aquel único y verdade­ro movimiento (Newton, 1987; 131 y 132).

Los movimientos circulares relativos no engendran fuerzas centrífugas, los absolutos, en cambio, sí. El comportamiento de un líquido en un recipiente en rotación permite poner esto de manifiesto. Tomemos un cubo suspendido de su asa por una cuerda, la cual se retuerce fuertemente obligando al cubo a girar en un cierto sentido. Una vez hecho esto se llena de agua y se sujeta a fin de evitar que la cuerda comience a dar vueltas en sentido contrario. Se trata,

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por tanto, de partir del reposo tanto del agua (móvil a estudiar) como del cubo (sistema de referencia elegido para determinar el estado del móvil). A partir de aquí interesa analizar el proceso en dos etapas diferentes.

En la primera de ellas, la cuerda comienza a soltarse y, por tanto, el cubo a girar, sin que la superficie del agua muestre la típica superficie cóncava pro­pia de los fluidos en rotación. Por el contrario, se mantiene plana, exactamente igual que ocurría cuando cubo y agua no habían empezado a girar. Ello se debe a que el cubo no ha comunicado todavía su movimiento al agua, razón por la cual ésta no muestra tendencia alguna a apartarse del centro de rotación ni se derrama fuera de los bordes del recipiente. ¿Cuál es el estado mecánico del agua en esta primera etapa? Puesto que el movimiento del cubo no se ha trans­mitido al agua, habrá que concluir el reposo de ésta, lo que explica la carencia de fuerzas centrífugas. Pero, si nos atenemos al cambio de relación como cri­terio de movimiento, agua y cubo no comparten una misma velocidad angu­lar, lo que quiere decir que no se desplazan conjuntamente. Luego el agua, con respecto al cubo, está en movimiento. Ahora bien, el estado real del agua ven­drá definido por lo que no es convencional, por lo que no depende de la elec­ción arbitraria del sistema de referencia. La ausencia de fuerzas centrífugas es indicio de una rotación puramente relativa y aparente; sólo cuando dichas fuer­zas comiencen a hacer acto de presencia nos hallaremos ante una rotación ver­dadera y absoluta. En conclusión, por tanto, al comienzo de nuestro experi­mento el agua se halla en un estado de movimiento relativo (con respecto al cubo) y de reposo absoluto.

Si continuamos observando el fenómeno, advertiremos que, poco después, el agua empieza a rebasar las paredes del cubo, al tiempo que la forma de su superficie se hace cóncava. Ello quiere decir que el movimiento del cubo ya ha sido comunicado al agua, o sea, que ésta ha abandonado su reposo inicial y ha emprendido un movimiento de giro acompañando al cubo en su rota­ción. Cuando las velocidades angulares de agua y cubo sean las mismas, no habrá el menor cambio de posición relativa. Luego, en esta segunda etapa, el agua se hallará en estado de reposo relativo con respecto al cubo (lo mismo que la Tierra cartesiana en el éter). Pero ahora la aparición de fuerzas centrífugas será el signo inequívoco de que nos encontramos ante un movimiento circular absoluto.

El paralelismo entre el ejemplo de Newton y el caso de la Tierra (o el res­to de los planetas) en el sistema cosmológico de Descartes es manifiesto. De ahí que, tras el largo texto anteriormente citado, concluya lo siguiente.

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De donde, incluso en el sistema de los que quieren que nuestro cielo [o vórtice] gire bajo el cielo de las estrellas fijas y arrastre consigo a los pla­netas, los planetas y cada una de las partes del cielo que reposan relativa­mente a sus cercanías celestes, se mueven verdaderamente. Pues cambian sus posiciones relativas (al revés de lo que ocurre con las verdaderamente en reposo) y a la vez que son arrastrados con sus cielos participan de sus movimientos y, como partes de todos que giran, intentan alejarse de sus centros (Newton, 1987: 132 y 133).

El hecho de que los planetas se mantengan en reposo relativo en sus res­pectivos vórtices o remolinos de materia etérea no impide que su estado real y absoluto sea el de movimiento. De lo contrario, no manifestarían esa ten­dencia a alejarse del centro de dichos vórtices que Descartes mismo ha plas­mado en una de sus tres leyes de los movimientos. Luego la Tierra, hablando en términos filosóficos y no meramente vulgares, se mueve.

Para concluir el razonamiento newtoniano sólo queda contestar un inte­rrogante. Allí donde hay fuerzas, hay movimientos verdaderos. Pero todo movi­miento supone un sistema de referencia. ¿Cuál es el sistema de referencia de los movimientos que tienen a las fuerzas como causas y como efectos? El espa­cio y el tiempo absolutos. Las fuerzas centrípetas y centrífugas han sido sólo el procedimiento indirecto del que Newton se ha servido para lograr su obje­tivo: poner de manifiesto la realidad del espacio y del tiempo. Mas allá del infi­nito conjunto de relaciones que pueden establecerse entre los cuerpos, espa­cio y tiempo existen como realidades independientes, y no deben confundirse con sus medidas sensibles. El espacio y el tiempo verdaderos y absolutos no se identifican con las longitudes y los tiempos que obtenemos como resultado de nuestras operaciones de medida. Al menos éste fue el influyente punto de vista del “muy ilustre varón Isaac Newton, honra insigne -en palabras de Edmund Halley- de nuestro siglo y de nuestro pueblo".

A nadie sorprenderá, en consecuencia, la declaración de principios con la que su autor finaliza el “Escolio a la Definición VIII” .

A inferir, sin embargo, los movimientos verdaderos de sus causas, de sus efectos y diferencias con los aparentes y, al revés, sus causas y efectos a partir de los movimientos, ya verdaderos, ya aparentes, se enseñará más extensamente en lo que sigue. Pues para este fin compuse el tratado siguien­te [refiriéndose a los Principie.l] (Newton, 1987: 134. La cursiva es nuestra).

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Teorías del Universo II

6.7. La Tierra acelera: en defensa del realismo heliocéntrico

Desde la Antigüedad, en el seno de la astronomía y de la cosmología se ha librado una batalla entre los partidarios y los detractores del movimiento de la Tierra. Tras siglos de predominio indiscutible de la hipótesis avalada por aristotélicos y ptolemaicos según la cual la Tierra permanece inmóvil en el cen­tro del mundo, a mediados del siglo XVI la obra de Copérnico supuso un pun­to de inflexión en el desarrollo de la astronomía. En efecto, inició un cambio de sentido en el equilibrio de fuerzas entre geocéntricos y heliocéntricos, casi imperceptible al principio, pero muy evidente siglo y medio después.

En el volumen primero de esta-obra se ha analizado en detalle las vicisitu­des por las que hubo de atravesar el heliocentrismo en la segunda mitad del siglo XVI, antes de comenzar a ser aceptado siquiera por una minoría como una hipótesis verosímil. A sí, salvo excepciones, desde 1543, fecha de la publi­cación de la obra de Nicolás Copérnico De Revoíutionibus Orbium Coelestium, y durante décadas, se leyó la mencionada obra sin atender a sus implicaciones físicas y cosmológicas. En la medida en que la nueva astronomía proporcio­naba un conjunto de procedimientos de cálculo adecuados para computar y predecir los movimientos celestes (y, sobre todo, para contribuir a la necesa­ria reforma del calendario), podía asumirse el copernicanismo desde una posi­ción netamente instrumentalista.

Esto quiere decir que, tanto para católicos como para protestantes, íiie per­fectamente posible hacer uso de la hipótesis de una Tierra orbitando alrede­dor del Sol a fin de poder dar mejor razón de las apariencias celestes, sin tener que asumir por ello que realmente las cosas sucedieran así. La denominada interpretación de Wittenberg, muy difundida entonces por las universidades ale­manas, constituyó un buen ejemplo de ello (véase Teorías del Universo, vol. I, cap. 2, epígrafe 2.6). En concreto, la cuestión a dirimir era si la proposición que afirmaba el movimiento de la Tierra podía considerarse falsa, aunque útil, de modo que fuera lícito emplearla en tanto que pura hipótesis matemática, o bien si, además, era verdadera, lo cual obligaría a reexaminar todas las afir­maciones de la física aristotélica que resultaran incompatibles con ella.

En principio, tanto los reformistas protestantes como los contrarreformis- tas católicos optaron por una interpretación instrumentalista que dejaba las manos libres para servirse de la hipótesis heliocéntrica, en el caso de que tal cosa resultara conveniente a los fines de la astronomía. Pero lo fundamental es que dicha interpretación permitía seguir manteniendo posiciones realistas geo­céntricas, las cuales eran mucho menos arriesgadas desde el punto de vista de

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la interpretación de la Biblia y de los postulados de la filosofía aristotélico- escolástica.

Algunos nombres, como los de Thomas Digges, William Gilbert o Giorda- no Bruno, sobresalieron por su carácter de excepción al defender puntos de vistas realistas heliocéntricos con anterioridad al siglo XVII. En verdad, el Sol es el cuer­po central y la Tierra la que se traslada a su alrededor. Sin embargo, la auténtica transformación de los planteamientos físicos y cosmológicos que habían impera­do desde la Antigüedad vino de la mano de autores que publicaron su obra a lo largo de la primera mitad del siglo XVII: Kepler, Galileo y Descartes ( Teorías del Universo, vol. I, caps. 3.° y 4.°, y el capítulo 3.° de este volumen).

Ahora bien, en relación con todo este tema, la cuestión que aquí interesa destacar es la siguiente. En cierto sentido, la obra de Newton representa la cul­minación del heliocentrismo copernicano interpretado en los términos menos instrumentalistas y más realistas que quepa concebir. Pues, cuando la concep­ción newtoniana general del movimiento, analizada en el anterior epígrafe 6.6, se aplica al caso concreto de la Tierra, la conclusión sólo puede ser una: la Tie­rra se mueve, y lo hace con un movimiento verdadero y absoluto.

Sabemos, no obstante, que ni Newton ni nadie estaría en condiciones de hacer esta afirmación si dicho movimiento fuera inercial. Pero la Tierra se mue­ve aceleradamente. Lo que significa, en el marco de su mecánica celeste, que sobre ella se ejercen fuerzas centrípetas. Y también que ha de engendrar fuer­zas centrífugas. Es esta consideración dinámica, a diferencia de la insuficiente perspectiva cinemática, la que permite, en su opinión, afirmar rotundamente la verdad de la proposición que afirma la movilidad terrestre.

Esto se traduce en una afirmación que puede ser contrastada empírica­mente. Si la Tierra es verdaderamente una esfera en rotación, deberán deri­varse ciertos efectos perceptibles, como los referidos a su forma geométrica. A partir de su teoría de la gravitación, Newton predice entonces que la forma de la Tierra y del resto de los planetas ha de ser no la de una esfera perfecta, sino la de un esferoide achatado por los polos. Efectivamente, en el Libro III de los Principia (Proposición XVIII, Teorema XVI y Proposición XIX, Problema III) ofrece un argumento sobre el que se debatirá ampliamente a lo largo del siglo XVIII. Si los planetas carecieran de movimiento de rotación, deberían adoptar la figura de una esfera debido a la igual gravitación de las partes por todos los lados. Ahora bien, ese movimiento circular realmente existente hace que la gravedad disminuya en el ecuador y que las partes que se alejan del eje de rota­ción (fuerzas centrífugas) intenten ascender allí originando un aumento del diámetro ecuatorial y una disminución del eje al descender hacia los polos

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(Newton, 1987: 646 y 647). Luego la Tierra (y el resto de los cuerpos celes­tes) ha de tener un diámetro más corto entre el polo Norte y el polo Sur que en la dirección este-oeste. Es decir, no será una esfera perfecta, sino un esfe­roide achatado con un paralelo máximo en el ecuador. Mirada desde fuera, parecerá estar achatada por los polos.

El asunto era del mayor interés, entre otras razones porque de los presu­puestos de la física cartesiana se deducía lo contrario. La Tierra, en reposo rela­tivo en el éter y en movimiento relativo en torno al Sol, debería más bien adop­tar la forma de un esferoide alargado con la distancia entre los polos mayor que el diámetro del ecuador, a consecuencia del impulso proporcionado por el mencionado éter. Luego la cuestión de la forma de la Tierra se situaría, por razones obvias, en el centro de las disputas entre cartesianos y newtonianos a lo largo del siglo XVIII (de este tema se dará cumplida cuenta en el volumen tercero de la presente obra).

La confirmación de una u otra hipótesis exigía trasladarse a lugares de lati­tudes muy alejadas (ecuador y polo), para lo cual se organizaron las corres­pondientes expediciones. Autores como el matemático francés Pierre Louis Moreau de Maupertuis (1698-1759) y el también matemático de igual nacio­nalidad Alexis Claude Clairaut (1713-1765), entre otros, trataron de contrastar empíricamente la hipótesis de Newton acerca de la forma de la Tierra. Para ello emprendieron en 1736 viaje a Laponia, a fin de medir un grado de meri­diano cerca del polo Norte. Charles Marie de La Condamine haría lo propio en el ecuador, en concreto en el virreinato del Perú. Los resultados obtenidos confirmaron la predicción newtoniana, pero eso corresponde ya a un capítu­lo de la historia posterior a la muerte de Newton.

La rotación de la Tierra no afecta de modo sensible a la caída de los gra­ves o a los movimientos de los proyectiles, de modo que los argumentos de Galileo en contra de los escolásticos son correctos, si bien sólo por aproxima­ción (véase Teorías del Universo, vol. I, epígrafe 4.1.6). Es cierto que todo com­parte el movimiento de la Tierra, lo que implica la necesidad de hacer inter­venir una componente horizontal de los movimientos en la dirección oeste-este, componente que Galileo consideró inercial. Pero, sí se trata del movimiento que los móviles terrestres comparten con la Tierra, éste ni es uniforme ni es rectilíneo. Bien es verdad, sin embargo, que a efectos prácticos puede consi­derarse como tal, dada la escasa longitud de los desplazamientos de dichos móviles en relación con el diámetro terrestre.

Aun cuando Newton no lo diga explícitamente, a lo anterior no tiene nada que objetar. Pero sí quiere dejar claro que la Tierra, por ser una esfera en rota­

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ción, produce ciertos efectos mecánicos que no tendrían lugar en el caso de que el mundo tuviera una estructura geocéntrica, esto es, si la Tierra estuvie­ra en reposo en el centro de todos las órbitas planetarias. Tales efectos no se aprecian en la caída de los graves desde una cieña altura (torres o barcos, según los ejemplos galileanos), pero sí, por ejemplo, en la modificación de su forma geométrica. (La oscilación del plano del péndulo de Foucault será otro famo­so efecto atribuido a la rotación terrestre, que será estudiado a mediados del siglo X IX por este físico francés.)

En definitiva, los Principia de Newton representan la culminación de una concepción realista heliocéntrica de la astronomía posibilitada por el carácter dinámico de su teoría, esto es, por el hecho de poner en conexión los movi­mientos con las fuerzas que los producen. El estado de la Tierra no es el de reposo, como pretenden los geocéntricos, sino el de movimiento acelerado. Aho­ra bien, según se ha puesto ampliamente de manifiesto, aceleración y reposo no son estados equivalentes (ni lo serán hasta la teoría general de la relatividad). Luego una astronomía geocéntrica y una astronomía heliocéntrica tampoco pue­den serlo. Lo que está en juego no es la mayor o menor utilidad del sistema ptolemaico frente al copernicano o al contrario (como pretendían los sectores filosóficos y teológicos más apegados al antiguo mundo), sino su verdad Y de la teoría de la gravitación resulta que el sistema copernicano es verdadero, mien­tras que el sistema ptolemaico es falso. En principio, la que acelera es la Tierra, no el Sol (esta afirmación será matizada en el próximo epígrafe).

Como bien muestra el astrónomo Hoyle (1982: 1992-1994), la anterior afir­mación tiene pleno sentido en la medida en que hay una importante propiedad física que aparece en el planteamiento heliocéntrico, y no en el geocéntrico. En efecto, en el sistema solar la ley de gravitación o ley del inverso del cuadrado pre­dice órbitas planetarias diferentes según se tome la masa del Sol o la de la Tierra como masa central, de modo que describe dos tipos de mundos distintos e incom­patibles. ¿Cuál de ellos es el nuestro? Las predicciones sólo concuerdan con la obser­vación cuando se aplican a un mundo en el que las órbitas planetarias tienen (apro­ximadamente) por centro al Sol, y no en modo alguno a la Tierra. Luego la ley inversa del cuadrado nos obliga a elegir una descripción heliocéntrica.

Hasta aquí pareciera que definitivamente con Newton se cierra el impor­tante tema del movimiento de la Tierra sobre el que tantas páginas se ha escri­to y por el que incluso hubo quien llegó a perder la vida o la libertad. Con sangre, sudor y lágrimas tal vez hayamos logrado al fin aprender que habita­mos un mundo heliocéntrico y que la vieja idea de una Tierra central inmó­vil debe ser abandonada.

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Y, sin embargo, visto desde el siglo XX, hoy menos que nunca podemos considerar más “verdadera” una descripción que otra. La razón de esto des­borda los límites de este libro, pero quizá sea oportuno mencionar siquiera el tema en tan sólo algunas líneas. Según se ha indicado con anterioridad, en el contexto de la mecánica newtoniana, al no ser equivalentes aceleración y reposo, tampoco lo serán las dos astronomías que se basan, una, en el reposo de la Tierra y otra, en el movimiento acelerado de ésta. Se trata de estados mecánicos discernibles que permiten decantarnos en favor, bien de la teoría que defiende el reposo de la Tierra, bien de la que defiende la aceleración de ésta. La teoría de la relatividad general de Einstein, sin embargo, al ampliar la validez del principio de relatividad para sistemas tanto inerciales como no iner- ciales, establecerá la equivalencia entre un sistema en reposo (en un campo gravitatorio) y un sistema acelerado (en un campo carente de gravedad). Lo cual quiere decir que los mismos fenómenos mecánicos han de tener lugar en uno y otro sistema, de manera que ningún observador podrá decidir el estado de su sistema a partir de la observación de los fenómenos que acontecen en él. Al igual que le sucedía al observador galileano, de la contemplación de la caí­da de un grave o del movimiento de un proyectil, por ejemplo, no podrá con­cluir si su sistema se mueve o no. La importante diferencia con respecto al caso clásico consiste en que, si entonces no se podía diferenciar el movimiento iner- cial del reposo, ahora lo que habrá perdido todo significado físico es la distin­ción entre aceleración y reposo.

De esto deriva algo fundamental para el tema que nos ocupa. A partir de la teoría de la relatividad, no será posible establecer el carácter absoluto de nin­gún tipo de movimiento, ni inercia! ni acelerado. Todos los estados son relativos y, en consecuencia, los sistemas de referencia también. Ello supone algo que aquí no es posible analizar: las propias fuerzas de gravitación han de ser relativiza- das, para lo cual será necesario abandonar la métrica euclídea del espacio o, mejor, del espacio-tiempo. Y si esto ocurre con las fuerzas centrípetas, otro tanto cabe esperar de las centrífugas (la relativización de las fuerzas centrífu­gas ya había sido planteada por el físico austríaco Ernst Mach a finales del siglo X IX [Mach, 1949]). Pero, dejando esta cuestión de lado, únicamente interesa subrayar esa relativización de todos los movimientos llevada a cabo por Eins- tein, en virtud de la cual cabe afirmar tanto el movimiento de A con respecto a B, como el de B respecto de A, incluso en el caso de que el movimiento en cuestión sea acelerado.

Aplicado lo anterior a la Tierra y al Sol, evidentemente supone que ya no tendrá sentido afirmar que es la Tierra la que “verdaderamente” acelera en rela-

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ción al Sol, y no al contrario. Cualquier elección del sistema de coordenadas es siempre posible. Lo cual, a su vez, obliga a replantear el asunto de la verdad del sistema copernicano. ¿Puede seguir afirmándose en el siglo XX que la teo­ría de Copérnico es verdadera y la de Ptolomeo falsa? Respondemos con las siguientes palabras de Hoyle:

La relación entre las dos imágenes [la copernicana y la ptolemaica] se reduce a una mera transformación de coordenadas, y uno de los principios de la teoría de Einstein es que dos formas cualesquiera de mirar el mundo, relacionadas entre sí por una transformación de coordenadas, son entera­mente equivalentes desde el punto de vista físico. Más aún, el método para calcular el efecto de la gravitación cambia en la teoría de Einstein a una for­ma que es igualmente válida para todos los modos afínes de expresar un problema. [...] Desde el punto de vísta matemático, el problema de los movimientos planetarios sigue siendo más fácil de abordar con la imagen heliocéntrica. [...] [Pero] hoy día no podemos decir que la teoría de Copér­nico es “cierta” y que la de “Ptolomeo” es falsa, en ningún sentido físico significativo. Las dos teorías [...] son físicamente equivalentes entre sí. Lo que podemos decir, sin embargo, es que difícilmente hubiéramos llegado a saber esto si durante más de cuatro siglos los científicos no hubieran opta­do por el punto de vista de Copérnico. El sistema de Ptolomeo hubiera resultado estéril, por ser demasiado difícil avanzar por este camino (Hoy­le, 1982: 196).

Conviene advertir que no se estaría interpretando adecuadamente el tex­to citado de Hoyle si se llegara a la conclusión de que la aportación de Eins­tein significa algo así como una vuelta a las posiciones instrumentalistas de siglos atrás. No se trata de que la cosmología sea un mero saber útil, y por ello sus descripciones son equivalentes. A lo que más bien conduce es a sostener que, para poder dotar a las leyes físicas de la mayor generalidad posible (es decir, para que sean invariantes en relación a sistemas de referencia tanto iner- ciales como no inerciales), es preciso relativizar todo sistema de referencia. Lo que implica la radical eliminación de los movimientos absolutos en un espa­cio y en un tiempo absolutos.

Pero dejemos la teoría de la relatividad general para volver a Newton. En el marco teórico de la mecánica clásica, la fuerza centrífuga terrestre se conci­be como un efecto dinámico de la rotación de la propia Tierra, estando dicha rotación originada a su vez por la acción sobre ella de una fuerza centrípeta de

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naturaleza gravitatoria. Es, pues, posible discernir dinámicamente el estado de movimiento absoluto (acelerado) de nuestro planeta y afirmar, tal y como Copérnico había planteado en contra de aristotélicos y ptolemaicos, que la Tierra se mueve.

6.8. Consideraciones finales cosmológico-teológicas

El sistema newtoniano es inequívocamente heliocéntrico. Ahora bien, ¿lo es en el mismo sentido que el de Copérnico? La astronomía geocéntrica pre- copernicana había referido todos los movimientos planetarios, e incluso astra­les, a un cuerpo inmóvil, la Tierra. La obra del astrónomo polaco había inver­tido los términos, proponiendo intercambiar los lugares de la Tierra y el Sol entre sí. Donde antes teníamos una Tierra en reposo, ahora encontramos un Sol tan estático en el centro de la esfera del mundo como lo estaba su anterior ocupante.

También para Kepler el Sol permanece en reposo, si bien en uno de los focos de las órbitas elípticas que ahora describen los planetas (conforme esta­blece su primera ley). Es decir, se atribuye a este astro la inmovilidad que antes se predicaba de la Tierra, concediéndosele a lo sumo movimiento de rotación, pero sin perder la ubicación mencionada ( Teorías del Universo, vol. I, cap. 3.°, epígrafe 3.3.6). Se dispone, en consecuencia, de un cuerpo en reposo respec­to del cual definir los movimientos de los planetas y demás cuerpos celestes. Lo cual permite afirmar con verdad que es la Tierra la que se mueve alrededor del Sol, y no al contrario.

En cambio, en el sistema cartesiano no hay nada que se encuentre en repo­so absoluto. Ni de la Tierra ni del Sol cabe predicar dicho reposo. Todos los cuerpos celestes se ven arrastrados por alguno de los remolinos o vórtices, cam­biando constantemente de relación, tanto con respecto a los astros del propio vórtice, como con respecto a los de los vórtices vecinos. Únicamente podrá hablarse de reposo relativo en el caso de que dos móviles se desplacen con­juntamente. La cosmología de Descartes, por tanto, es inequívocamente helio­céntrica (es indiscutible que el Sol ocupa el centro del sistema planetario, al igual que las demás estrellas se sitúan en el centro de sus respectivos vórtices), pero la afirmación según la cual la Tierra está en movimiento no tiene el mis­mo sentido que en Copérnico. Ciertamente, es la Tierra la que gira alrededor del Sol de modo que, con respecto a éste, se halla en movimiento relativo. Aho­ra bien, no olvidemos que el propio Sol no está en reposo en el centro del uni­

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verso, entre otras cosas porque un universo ilimitado no tiene centro. Al no haber nada en reposo absoluto, todo movimiento es relativo. Así, al menos en principio, el estado de la Tierra bien podría ser definido tomando el Sol u otro cuerpo cualquiera como sistema de referencia. (El hecho de que este filósofo elija el éter ya ha sido suficientemente comentado y, en todo caso, no viene exigido por los principios teóricos de los que parte.)

Al lector de los Principia de Newton se le ofrece una descripción diferen­te. En virtud de las universales fuerzas de gravitación, todas las partes de mate­ria se atraen recíprocamente, es decir, todo gravita hacia todo. Por consiguiente, nada permanece en reposo (ni en movimiento inercial), sino que la constan­te presencia de fuerzas allí donde hay masas permite afirmar que todo acelera, incluido el Sol. Pero, entonces, ¿en qué sentido se ha afirmado anteriormen­te que es la Tierra la que acelera y no el Sol?, ¿por qué defender que el sistema newtoniano es heliocéntrico?

La fuerza de atracción, responsable de las aceleraciones, es directamente proporcional a las respectivas masas gravitatorias; y puesto que la masa del Sol es ciento setenta mil veces la de la Tierra, ese astro será movido ciento seten­ta mil veces menos por la Tierra que al revés. Pero ninguno de los dos queda­rá inmóvil. Si atendemos, no obstante, al punto geométrico denominado cen­tro de gravedad (que en un sistema de dos cuerpos se situará más cerca de aquél cuya masa sea mayor y en esa proporción), puede afirmarse que, así como ambos cuerpos girarán alrededor de dicho centro, éste permanecerá en repo­so o se desplazará con velocidad uniforme en línea recta. La Tierra y el Sol, en consecuencia, tendrán un movimiento orbital en torno a su común centro de gravedad, si bien la órbita de la primera será mucho mayor. Éste es el sentido que en la obra de Newton adquiere la afirmación según la cual la Tierra es la que se traslada alrededor del Sol, y no a l contrario (sobre este tema véase: Bart- hélémy, 1992: 135 y 136).

Resumiendo, por tanto, ni la Tierra, ni el Sol, ni su centro de gravedad común están en reposo. Ésta es la conclusión a la que el ilustre inglés llega en contra de la mayor parte de sus predecesores. Pero aún podríamos formularnos un último interrogante: ¿acaso no hay nada en el sistema solar que esté en reposo?

Cada uno de los cuerpos del sistema solar está en movimiento puesto que gravitan unos hacia otros sin excepción. Ahora bien, ¿qué decir del centro de gravedad común del Sol, planetas y satélites, esto es, del centro de gravedad del sistema solar o sistema del mundól

En el Corolario IV a los Axiomas o Leyes del movimiento Newton sostiene lo siguiente:

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El centro de gravedad común de los cuerpos en interacción (excluidas las acciones o impedimentos externos) o reposa o se mueve uniformemente en línea recta (Newton, 1987: 143. La cursiva es nuestra).

Debido a que las acciones de los cuerpos entre sí no alteran el estado de su centro de gravedad común, éste no experimentará aceleración alguna, de modo que conservará su estado inercial. Pero, en virtud de la equivalencia cinemática de los movimientos, dicho estado tanto puede ser de reposo como de movimiento uniforme y rectilíneo. El principio de relatividad galileano no permite romper esta equivalencia. En otros términos, no podemos llegar a saber si el centro de gravedad del sistema del mundo está inmóvil o se despla­za con velocidad constante en línea recta.

Nada más debiera haber añadido Newton al respecto. Y sin embargo, nos sorprende aseverando en el Libro III (Proposición X, Hipótesis 1.a), en con­tra de lo anteriormente dicho, que “el centro del sistema del mundo está en repo­so" (Newton, 1987: 641. La cursiva es nuestra). Rompiendo la equivalencia mecánica entre reposo y movimiento inercial, ahora defiende, por tanto, que el centro común de gravedad de la Tierra, el Sol y los planetas (se excluyen las estrellas) no se desplaza uniforme y rectilíneamente, sino que permanece inmó­vil (en algún lugar del espacio absoluto). Mucho se ha comentado acerca de esta opción newtoniana por el reposo, carente tanto de fundamento teórico como de evidencia empírica. Para Copérnico, Kepler o Galileo era el Sol el que carecía de movimiento; para Newton se trata sólo de un punto geométri­co, pero al menos así parece satisfacerse la necesidad de identificar algo fijo en el espacio absoluto.

Tal vez haya que buscar las razones de esta peculiar tesis en las convicciones metafísicas y teológicas del polifacético autor inglés. Los observadores humanos están siempre ligados a sistemas de referencia relativos, de manera que, por así decir, se ven obligados a contemplar el gran espectáculo del mundo únicamente desde una cierta perspectiva regida por el principio galileano de relatividad. Ello supone que, desde su pequeño ángulo de observación, no es posible superar la indistinción entre reposo y movimiento. Pero en la mecánica newtoniana esto no es todo. Hay también una visión absoluta que se realiza, no desde tal o cual localización, sino desde todos los lugares y desde todos los momentos. Esta visión, sin embargo, está reservada a un observador privilegiado capaz de tomar como marcos de referencia el espacio y el tiempo absolutos.

Del universo cabe un ¡limitado número de miradas posibles (tantas como sistemas inerciales de referencia), que vendrán especificadas por las determi­

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naciones relativas de posiciones, tiempos y movimientos; o cabe también una única mirada desde la inmensidad de un único espacio y desde la eternidad de un único tiempo. Es evidente que Oios y sólo £1, en tanto que observador absoluto, es capaz de abarcar todos los puntos de vista en la medida en que puede estar presente en todos los lugares y en todos los tiempos. No limitado a ésta o aquella localización, contempla la verdadera realidad del mundo crea- do desde todos los ángulos, obteniendo así la más objetiva y consumada for­ma de conocimiento del universo que quepa concebir.

Siendo consecuentes con el planteamiento newtoniano, la posibilidad de llegar a saber si el centro de gravedad del mundo está en reposo o en movi­miento debiera de estar reservada al observador absoluto, esto es, a aquel que se halla vinculado al espacio y al tiempo absolutos. Afirmar el reposo, como hace Newton en el Libro III de los Principia, supone rebasar el tipo de dis­curso que es legítimo a un observador relativo. Así, en cierto modo podría decirse que, con tal afirmación, este fílósofo natural se habría situado en la perspectiva del mismísimo Dios.

Parece pertinente poner en relación este desmesurado planteamiento con las convicciones metafísico-teológicas que arraigaron en él durante los años de estudiante en Cambridge bajo la influencia de More y que no le abandonaron nunca. El espacio es la expresión de la omnipresencia de Dios y el tiempo lo es de su eternidad. Es atributo exclusivo de un Ser Superior estar a la vez en todos los lugares perpetuamente, pudiendo así actuar sobre todas las partes del universo. Lo cual pone claramente de manifiesto que Newton establece un estrecho lazo de unión entre el espacio y el tiempo verdaderos y Dios como observador absoluto. Esto es lo que expuso en el De Gravitationey lo que vol­vemos a encontrar en el Escolio General añadido a la segunda edición de los Principia.

[Dios] es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente, es decir, dura desde la eternidad hasta la eternidad y está presente desde el principio has­ta el infinito: lo rige todo; lo conoce todo, lo que sucede y lo que puede suceder. No es la eternidad y la infinitud, sino eterno e infinito; no es la duración y el espacio, sino que dura y está presente. Dura siempre y está presente en todo lugar, y, existiendo siempre y en todo lugar, constituye a la duración y al espacio. [...] Dios es uno y el mismo dios siempre y en todo lugar. Es omnipotente no sólo virtualmente sino sustancialmente: pues lo virtual no puede subsistir sin la sustancia. En él se hallan contenidas y se mueven todas las cosas, pero sin mutua interferencia. Dios nada sufre por el movimiento de los cuerpos: éstos no experimentan resistencia alguna por la

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omnipresencia de dios. Está reconocido que un dios sumo existe necesaria­mente: y con la misma necesidad existe siempre y en todo lugar (Newton, 1987:783 y 784).

Conforme a la célebre analogía empleada por Newton en la Cuestión 28 de la óptica, el espacio infinito es como el sensorio divino, esto es, como el lugar en el cual Dios percibe y comprende todas las cosas por su presencia inmediata (Newton, 1977: 320). Pero esto no significa que le sea menester un órgano para percibir el conjunto de lo creado, sino, al contrario, que lo cono­ce por su sola omnipresencia. La consecuencia física de esta omnipresencia divi­na a todas las cosas es la inmensidad del espacio infinito. Dicha inmensidad no es Dios, pero se funda en Él, hasta el punto de poder considerar el espacio como un atributo divino. En ese sentido, decir que todos los seres están con­tenidos en el espacio, implícitamente supone reconocer que todo se halla en el Ser Supremo. Y lo mismo cabe afirmar con respecto al tiempo, el cual no es sino la traducción en términos físicos de la eternidad divina. La totalidad de las criaturas está en el espacio y en el tiempo o, también, metafísicamente hablando, está en Dios. Esto es lo que Newton ha manifestado en el texto ante­riormente citado: “En Él se hallan contenidas y se mueven todas la cosas” .

El observador privilegiado del universo que es su Creador puede discernir siempre y en cualquier circunstancia entre movimiento inercial y reposo, inclu­so cuando se trata del centro de gravedad del mundo. Pues para Él, y sólo para Él, no rige el principio galileano de relatividad. Culmina así un largo proceso en el que, primero, fue el observador humano el que pudo disfrutar de la repre­sentación de los desplazamientos celestes desde un confortable sistema en repo­so, la Tierra. Este universo geocéntrico de aristotélicos y ptolemaicos sin duda es el que ha prevalecido durante un periodo de tiempo mayor. A mediados del siglo XVI, Copérnico trasladó el sistema de referencia a un Sol tan carente de movimiento como la antigua Tierra. Esta vez la atalaya de observación se ale­jaba del espectador terrestre, pero al menos podía intentarse con éxito la empre­sa de describir el mundo tal y como se vería desde un Sol en reposo.

Siglo y medio después, Newton pone de relieve el hecho de que no es posi­ble atribuir ese estado a ningún sistema material de referencia (si bien, a efec­tos prácticos de medida, adoptó como sistema en reposo el de las estrellas fijas). Todo observador relativo ha de conformarse con admitir la indiscernibilidad entre movimiento inercial y reposo, pudiendo a lo sumo identificar rotacio­nes absolutas. Únicamente un observador absoluto estaría en condiciones de eludir las consecuencias del principio galileano de relatividad. En nuestro siglo,

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Einstein pondría fin al utópico sueño de plantear una visión absoluta del uni­verso, ligada a un sistema de referencia inmóvil. Pero Newton nunca dejó de perseguir esa fantástica meta que a los antiguos geocéntricos no hubiera resul­tado ajena. Después de todo, los paraísos perdidos nunca dejan de añorarse, y una estática Tierra reposando eternamente en el centro del mundo es sin duda uno de ellos.

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Epílogo

Y así este libro finaliza con el análisis de la teoría mecánica del universo formulada por Newton en 1687. Atrás queda para siempre el cosmos esférico y geocéntrico concebido por los griegos y heredado por medievales y rena­centistas. Desde la publicación del De Revolutionibus de Copérnico, a media­dos del siglo XVI, la sustitución del viejo mundo por otro de características enteramente diferentes resultó una tarea tan necesaria e inevitable como difí­cil y compleja. Al siglo del Barroco correspondería protagonizar la aventura de alumbrar un nuevo universo en el marco de una concepción mecanicista de los procesos y operaciones que acontecen en la Naturaleza.

La antigua división del cosmos en dos regiones bien definidas y cualitati­vamente distintas, el Cielo y la Tierra, tuvo que ceder el paso a una radical homogeneización de ambas. Si es el Sol el que ocupa la posición central y la Tierra, en cambio, resulta ser un planeta más, ya no había razón para seguir manteniendo dos planteamientos físicos diferentes, uno celeste y otro terres­tre, tal como propugnaban la física y la cosmología aristotélico-escolásticas, todavía presentes en la universidad del siglo XVII. Nada impedía pensar en una sola clase de materia, ya fuera ésta la extensión cartesiana o la masa newtonia- na. Asimismo, los movimientos celestes o terrestres deberían estar regidos por las mismas leyes generales, cuya validez sería independiente de la parte del mundo a la que se aplicaran o del orden de magnitud de los cuerpos.

Todo ello constituyó un ambicioso programa a desarrollar en filosofía natu­ral, capaz de integrar hallazgos parciales debidos a Kepler, Galileo, Descartes o Huygens, entre otros. Dicho programa es el que Newton aborda en sus Phi- losophiae Naturalis Principia Mathematica, de modo que cabe hablar de una auténtica síntesis newtoniana basada en su famosa ley de gravitación univer­sa l Frente al antiguo cosmos jerárquicamente organizado desde la periferia hasta el centro, los hombres y mujeres de finales del siglo XVII tuvieron que

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empezar a acostumbrarse a un “universo” localizado en el espacio y en el tiem­po infinitos, en el que todos los cuerpos, sin distinción de naturalezas, se hallan sometidos a una recíproca atracción a distancia.

Según se ha indicado en diversos lugares de esta obra, Newton aplicó su ley de gravitación al sistema que forman el Sol, los seis planetas entonces conocidos y sus correspondientes satélites (en el siglo XVII se descubrieron cuatro de Júpi­ter y cinco de Saturno). Únicamente rebasó los límites del sistema solar a pro­pósito de los cometas. En conjunto, por tanto, puede decirse que su obra supo­ne un avance decisivo en el conocimiento de la estructura ¿leí sistema solar. Hay, así, dos características de la astronomía newtoniana que conviene subrayar.

En primer lugar, se trató de una astronomía planetaria, y no astral, tal como venía siendo desde los tiempos de Platón. Ello supone que los objetos de estu­dio eran fundamentalmente los planetas, no las estrellas. Sólo el desarrollo de nuevos telescopios mucho más potentes permitió acceder a estos lejanos e inex­plorados seres celestes. En segundo lugar, dicha astronomía no fue acompa­ñada de una teoría acerca del origen del universo. Si bien las primeras conje­turas científicas acerca de la formación tanto del sistema solar como del universo estelar tendrán como soporte teórico la teoría newtoniana, el asunto no emer­gerá hasta la segunda mitad del siglo XVIII (Hooke y sus reflexiones cosmogó­nicas basadas en la observación de cometas será una de las pocas excepciones). En la obra del propio Newton no existe la menor alusión a una posible con­figuración del universo, en un tiempo remoto, distinta de la actual. Tampoco hace referencia a otros hipotéticos y desconocidos “mundos” más allá del sis­tema solar al estilo, por ejemplo, de lo defendido por Giordano Bruno.

Es cierto que en Descartes hemos hallado, en la primera mitad del siglo XVII, una cierta concepción genética del mundo según la cual la ordenación de éste es la consecuencia necesaria de la actuación de principios mecánicos. Resulta, enton­ces, que, incluso en el hipotético caso de que Dios hubiera creado partes de mate­ria caóticamente dispuestas (lo cual nos apartaría del relato bíblico), la vigencia de la leyes naturales habría conducido a que esas partes de materia hubieran forma­do estrellas, planetas, satélites y cometas tal como hoy los conocemos. Pero todo ello no era sino una pura “fábula”, según el término empleado por el propio Des­cartes, que más pretendía mostrar la eficacia de esos principios mecánicos que con­tar la verdadera historia del universo. El hecho es que en ese siglo se carecía del mínimo bagaje teórico y experimental imprescindible para formular hipótesis cos­mogónicas, o también para aventurarse fuera de los límites del sistema solar. Así, las ideas barrocas acerca del origen del universo no pasaron de ser metáforas des­tinadas a explicar la variedad de objetos estelares.

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Epilogo

Damos así por concluido el volumen segundo de la presente obra con la filo­sofía natural de Newton. Le seguirá un tercero que, por la naturaleza misma de los hechos, ha de presentar un perfil diferente. El sistema newtoniano supone un punto final en relación a la destrucción del antiguo cosmos vigente durante más de veinte siglos (con el largo paréntesis de la Alta Edad Media), pero también el inicio de nuevas y más precisas investigaciones. Si lo narrado hasta aquí ha cul­minado en la construcción de un marco teórico general de carácter mecánico, pro­cede ahora descender al detalle de los datos que permitieron poner a prueba ese marco general verificando alguna de sus predicciones y afianzando la validez de una teoría que, en vida de Newton, no había hecho sino dar sus primeros pasos.

Por tanto, el volumen tercero se inicia en el siglo XVIII. El ilustre inglés murió en 1727, si bien su fecundidad intelectual se había extinguido bastan­tes años antes. A otros aguardaba la tarea de escudriñar los secretos del uni­verso teniendo como herramienta la teoría de la gravitación newtoniana. Atrás quedaba la construcción de grandes sistemas físico-filosóficos propia del siglo XVII (como ha sido el caso de Descartes o del propio Newton), para atender a partir de este momento a algo no menos importante: la resolución de gran cantidad de problemas concretos, dispersos y fragmentarios, tanto de índole matemática como empírica, que facilitaron un conocimiento más preciso de los fenómenos celestes y condujeron a hallazgos de carácter astronómico y cos­mológico absolutamente novedosos. En concreto, contar lo acontecido a lo largo de los dos siglos siguientes a la desaparición de Newton es el objetivo del volumen tercero. En él se pretende evitar un tratamiento bastante habitual en las obras de este estilo, consistente en transitar con una velocidad ciertamen­te sospechosa por el periodo que abarca desde la obra de este autor hasta la cosmología de comienzos del siglo XX. Parecería que la investigación del uni­verso hubiera sido casi inexistente durante los siglos XVIII y XIX, pero ni los ilustrados fueron meros epígonos de Newton, ni los decimonónicos única­mente el precedente de la gran macrofísica del siglo XX.

Con respecto al siglo de la Ilustración, conviene decir que, en efecto, esa época no se caracterizó por erigir una nueva teoría global acerca del universo, sino por tratar de poner a prueba el newtonianismo en aspectos diversos rela­cionados con los astros pertenecientes e, incluso, no pertenecientes al sistema solar. Por otro lado, si bien es cierto que la ciencia ilustrada estuvo bajo la influencia de la figura de Newton, el mecanicismo cartesiano no murió súbi­tamente. Su abandono gradual, no sin resistencia, fue consecuencia de la fal­ta de confirmación que tuvieron sus pronósticos; exactamente lo contrario de lo que sucedió con el sistema mecánico de su contrincante británico.

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Lo anterior no pretende sugerir, sin embargp, que ei asentamiento y triun­fo de la obra mecánica newtoniana fue tan espectacular e indiscutible como muchas veces se ha querido presentar. De hecho, su posición fue sometida a crítica por parte de muchos matemáticos y mecánicos de la época, quienes no dejaron de compararlo con el otro sistema cosmológico, el cartesiano. Los filó­sofos Leibniz y Fontenelle, el matemático francés Varignon o el holandés s’Gra- vesande son algunos de los nombres propios más relevantes. Ello dio lugar a interesantes polémicas, con repercusiones en la política científica e institucio­nal de la época, que convendrá analizar al comenzar una narración de la astro­nomía y cosmología ilustradas.

En conjunto, puede afirmarse que, a partir del siglo XVIII, se obtienen espectaculares resultados en el conocimiento de la estructura del universo gra­cias al desarrollo de una doble vía de investigación, cuyas raíces hemos encon­trado ya en el XVII. Nos referimos a la conjunción de una vertiente teórica, con un marcado carácter matemático, y otra práctica, ligada a la observación y la experimentación, de las que el volumen tercero dará cumplida cuenta. Con respecto a la primera de estas vías, baste indicar el importantísimo pro­ceso de transformación de la mecánica celeste en cuanto ciencia de carácter geométrico (que aún era en Newton) a su expresión en términos analíticos. Des­de los tiempos de la Academia de Platón la astronomía había quedado estre­chamente ligada a la geometría. En consecuencia, de Eudoxo a Kepler, pasan­do, desde luego, por Ptolomeo y Copérnico, ésa fue la ciencia matemática utilizada sin excepción para calcular y predecir los movimientos planetarios. En el siglo XVII tuvo lugar la invención del cálculo infinitesimal por Leibniz o el método de fluxiones por Newton; y, sin embargo, en la redacción de los Principia este último no se sirvió del procedimiento matemático por él crea­do años antes. Muy al contrario, ateniéndose al modo tradicional de hacer astronomía, escribió su obra en forma enteramente geométrica.

Sin embargo, con posterioridad a la publicación de los Principia, comen­zó la tarea de convertir la mecánica geométrica en mecánica analítica. Al ser­virse de ecuaciones más que de figuras, fue posible abordar problemas de cál­culo mucho más complejos, tales como el de las perturbaciones planetarias, directamente relacionado con el problema de los tres cuerpos (cálculo de la tra­yectoria de tres cuerpos, en interacción recíproca, como, por ejemplo, el Sol, la Luna y la Tierra). En efecto, la cuestión residía entonces en encontrar el sis­tema de ecuaciones que describiera simultáneamente el movimiento de tres cuerpos cualesquiera. Resulta, por tanto, que la versión de diferenciales e inte­grales, con la que hoy se conoce la mecánica newtoniana, comenzó a fraguar­

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Epilogo

se gracias a la labor de grandes matemáticos ilustrados como, Pierre Louis Moreau de Maupertuis, Alexis Claude Clairaut, Jean le Rond D ’Alembert o Leonhard Euler. Esta tarea tuvo su culminación en la obra de dos matemáticos y astrónomos cuya biografía se adentra ya en el siglo XIX: el italiano de ascen­dencia francesa Joseph Louis de Lagrange y el francés Pierre Simón Laplace.

Paralelamente a la creación y consolidación de la mecánica analítica, encon­tramos en el siglo XVIII (fundamentalmente en las islas Británicas) la conti­nuación de un tipo de actividad ya iniciado en el siglo XVII, según se ha visto a lo largo de los capítulos 1 y 2 del presente volumen. Se trata del desarrollo de una astronomía observacional o de posición, muy ligada al arte de la navega­ción, en la que confluyeron temas astronómicos, cartográficos, náuticos y tam­bién artesanales. Estos últimos estuvieron referidos, sobre todo, a la construc­ción de instrumentos cronométricos y de observación, tales como relojes mecánicos aptos para una medición exacta del tiempo y telescopios capaces de observar objetos cada vez más lejanos. Especial mención merece en ese senti­do el papel de los artesanos ilustrados, constructores de estos aparatos ópticos, que lograron evitar las principales aberraciones cromáticas gracias a la calidad de sus vidrios y poner a disposición de la astronomía náutica y observacional un gran número de telescopios. No es de extrañar, en consecuencia, que su trabajo permaneciera estrechamente ligado a los grandes observatorios que sur­gieron en el siglo XVIII, siguiendo el modelo de los de París y Greenwich.

Gracias a este progresivo perfeccionamiento del telescopio fue posible des­cubrir nuevos planetas (Urano, en el siglo XVIII; Neptuno, a comienzos del XIX; Plutón, en la primera mitad del siglo XX) y satélites (hacia 1880 el núme­ro de satélites observados ascendía a diecinueve). Además, la hazaña de divi­sar más y más cuerpos condujo a localizar un conjunto de ellos entre Marte y Júpiter, de los que hasta entonces no se tenía ni sospecha. El primero de ellos fue Ceres, al que seguirían otros, todos ellos de tamaño muy pequeño, que recibieron los nombres de Pallas, Vesta y Juno. En conjunto, fueron llamados asteroides o planetoides. Si el hallazgo de los cuatro primeros se remonta a 1801, hoy en día se han contabilizado más de mil seiscientos.

El lector contemporáneo conoce por los medios de comunicación los per­manentes esfuerzos de los científicos por proveerse de potentes telescopios que les permitan acceder a regiones del universo cada vez más distantes en el espa­cio y en el tiempo. La construcción, por tanto, de modelos teóricos acerca del universo ha resultado inseparable de la historia tecnológica de la fabricación de aparatos mecánicos y ópticos (relojes y telescopios). A ello se unirá, en el siglo XIX, la introducción de nuevas técnicas como la fotografía astronómica,

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que han ¡do multiplicando asombrosamente el número de pobladores de la bóveda celeste.

Todo lo anterior no podía por menos que suscitar algo del mayor interés: la m ed ición d e l tam año d e l sistem a solar. El simple descubrimiento del planeta Urano, cuya órbita estaba mucho más distante que la de Saturno, llevó a William Herschel a duplicar la extensión del mencionado sistema solar en la segunda mitad del siglo XVIII. El asunto, no obstante, era complejo debido a la difi­cultad de calcular paralajes y distancias estelares. En general, las mediciones estuvieron asociadas a los tránsitos de los planetas delante del Sol, los cuales debían observarse desde dos puntos de la Tierra suficientemente alejados.

Hasta ahora nos hemos movido dentro de los límites del sistema solar. Pero, por supuesto, la curiosidad de los hombres del siglo XVIII no se ceñía a él. Como cabe esperar, también enfocaron con su telescopio las lejanas estre­llas. Precisamente, esa lejanía había motivado que, durante tantos siglos, las hubieran considerado equidistantes del observador, para lo cual las habían dis­puesto en la famosa esfera estelar que envolvía el mundo. Pero el hecho es que, al paso que se iban logrando telescopios de mayor alcance, el universo de las estrellas comenzó a adquirir unas proporciones sobrecogedoras. Con la llega­da del siglo XIX tendrá lugar un imparable proceso de agrandamiento del uni­verso estelar que, en la obra de Herschel, condujo del sistema solar a las nebu­losas pertenecientes a lo que comenzó a ser nuestra Galaxia. Un siglo después se pasaría de éstas a las nebulosas extragalácticas, tal como las denominó su des­cubridor, el astrónomo norteamericano Edwin Powell Hubble en la tercera década del siglo XX, o simplemente galaxias, en plural, según propuso con for­tuna el también norteamericano Harlow Shapley, subrayando con ello que la nuestra no es la única.

Puesto que finalizando este siglo XX se tiene constancia de millones de gala­xias, es manifiesto el gigantesco salto dado desde la astronom ía p la n eta ria , en cuyo marco se ha desenvuelto prácticamente toda la astronomía desde la Anti­güedad hasta el siglo XVIII (y, por tanto, el primer y segundo volumen de esta obra), a la astronom ía estelar y galáctica que se inicia a partir de entonces y cuya última página, por supuesto, está lejos de ser escrita.

Planetas, satélites, cometas, asteroides, estrellas, galaxias: el conocimiento de la estructura del universo experimentó un enorme progreso a lo largo de los dos siglos posteriores a la muerte de Newton, que se tradujo en la mejor determinación de sus órbitas, comenzando por las más próximas al Sol, en el descubrimiento de nuevos cuerpos celestes, en un incremento de las distan­cias interplanetarias c interestelares, etc. Pero no sólo este tema de la estruc­

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tura u ordenación de los cuerpos celestes en su configuración actual mereció la atención de los astrónomos. Según se ha mencionado con anterioridad, es en el siglo de la Ilustración cuando surgen las primeras hipótesis acerca de la formación y evolución del universo.

En la medida en que la observación telescópica había disuelto lo que pare­cían ser ciertas estrellas en esa especie de niebla estelar que denominaron nebu­losas\ ello facilitó la formulación de dichas hipótesis en el sentido de permitir pensar el origen del universo a partir de una nebulosa inicial. Autores intere­sados en este tipo de problemas fueron el pastor protestante inglés Wright, el matemático alemán Lambert o el filósofo Immanuel Kant. Pero sin duda la hipótesis nebular más conocida fue la de Laplace, contenida en su obra Expo- sition du Systeme du Monde (1796) y referida a la constitución del sistema pla­netario. Algo más de un siglo después, precisamente el estudio de la naturale­za de las nebulosas iba a traer consigo no sólo la idea de evolución del universo como un todo, sino también la de diferente estado evolutivo de esos cuerpos celestes que los antiguos griegos habían creído inmutables.

Hay, por otro lado, una importante cuestión que hasta ahora no ha sido planteada y que tiene que ver con la naturaleza física o la composición química de los astros. ¿De qué están hechos? La contestación de Aristóteles, tantos siglos vigente, era sencilla: mientras que en la Tierra los cuerpos estaban formados a partir de los cuatro elementos, en el Cielo todo estaba compuesto de éter. Evi­dentemente, esta respuesta se inscribía en el marco de esa típica división del mundo en dos regiones, la celeste y la terrestre, sobre la que se basaba toda su física. La conversión de la Tierra en un planeta, la observación de la orografía de la Luna, similar a la de la Tierra, la constatación de las manchas solares y otros fenómenos ya detectados por el telescopio de Galileo, habían contribui­do a eliminar esa distinción, privando de fundamento al tipo de cosmología que partía el cosmos en dos regiones cualitativamente distintas. Pero una cosa es suponer que en todos ios lugares deberíamos encontrar el mismo tipo de materia, como ya plantearon los autores mecanicistas del siglo XVII, y otra muy distinta llegar a determinar cuál es su constitución física y química.

Habrá que esperar a mediados del siglo XIX para comenzar a encontrar una solución a este problema. Lo mismo que sucederá con otros temas, será la luz, la mensajera de los cielos, la clave que abrirá la puerta a nuevos conocimien­tos en relación con la cuestión física mencionada. En este caso el espectrosco­pio fue el instrumento apto para tal fin. En 1814, el ingeniero bávaro Joseph von Fraunhofer encontró rayas espectrales en la luz blanca o luz procedente del Sol. Algunas décadas después se dieron dos procesos paralelos de notable

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repercusión en el tema que nos ocupa. El número de elementos químicos fue aumentando hasta finalmente llegar a constituirse la tabla periódica de los ele­mentos de Mendeleiev. Pues bien, por una parte, el químico alemán Robert W. von Bunsen y el físico de igual nacionalidad Gustav R. Kirchhoff (ambos inventores del espectroscopio en 1860) descubrieron que cada elemento quí­mico, cuando emite luz en el estado de incandescencia, posee un espectro de rayas característico y diferente del de los demás, que viene a ser algo así como una seña de identidad irrepetible de carácter óptico.

Por otra parte, se produjo el proceso inverso. Una vez obtenido un nuevo espectro, se planteó buscar el elemento químico, hasta entonces desconocido, que le correspondía. Esto es lo que aconteció en 1868, cuando el científico inglés Lockyer, al analizar la luz solar, separó un espectro que no pertenecía al de ningún elemento terrestre. Lo llamó “helio” en razón de su procedencia, el Sol. Nos hallamos ante un descubrimiento astronómico que tuvo repercusio­nes en la Tierra, puesto que llevó a buscar y encontrar ese nuevo elemento en nuestro planeta en una época en que ya se sabía que tendría que ser muy abun­dante en las estrellas. El artífice de ese hallazgo fue el químico escocés William Ramseyen 1895.

La espectroscopia resultó ser una herramienta fundamental para conocer la composición de la materia estelar. Junto a ella hay que destacar los estudios del austríaco Christian Doppler, en 1842, sobre la variación de las frecuencias de la luz cuando se mueve la fuente emisora. Dichos estudios habían sido rea­lizados a partir del denominado “efecto Doppler” o variación de las ondas acús­ticas a consecuencia del movimiento. Pese a su cierta imprecisión, los relati­vos a las ondas luminosas jugaron un importante papel al revelar que la luz que se recibe en el punto receptor -la Tierra-, procedente de las estrellas -la fuente emisora-, experimenta esa variación de frecuencia. Pues ello podía inter­pretarse como indicio de un permanente desplazamiento de éstas, es decir, de un proceso de alejamiento de unas de otras y del propio observador, que sus­citaba las más inquietantes dudas.

Con esto entramos en lo que será el eje del gran debate cosmológico que cierra un capítulo de la cosmología y abre otro en las primeras décadas del siglo XX. La pregunta que está en el centro de la polémica es ésta: ¿qué son las nebu­losas? Lo cual a su vez implica plantearse interrogantes como los siguientes. ¿Son cuerpos celestes uniformes e iguales unos a otros o bien es posible reali­zar una taxonomía de nebulosas diferentes y relacionadas entre sí? ¿Pueden todas ellas resolverse en estrellas? ¿Hay algo fuera de nuestra Galaxia, la Vía Láctea, o todo lo observado en los cielos pertenece a su estructura? ¿Están

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sometidas a transformación y evolución en el tiempo? ¿Cómo interpretar su aparente movimiento?

Nada de esto tenía, ni tiene todavía hoy, fácil respuesta. Sin embargo, la utilización de telescopios cada vez más potentes, el uso de nuevas técnicas de observación (como la fotografía astronómica) o el refinamiento del análisis espectral permitieron comprender la complejidad de unos objetos, las nebu­losas, que desde finales del siglo XVIII habían sido objeto de gran discusión. Su mejor conocimiento dio lugar, algo más de un siglo después, a la intro­ducción de algunos temas con importantes consecuencias cosmológicas.

En 1911, el astrónomo americano Very logró demostrar que la nebulosa Andrómeda tenía una dimensión similar a la de la Vía Láctea, lo cual le llevó a conjeturar que todas las nebulosas de espectro continuo (es decir, las que envían luz de las mismas características que la luz solar) eran exteriores a nues­tra Galaxia. De ahí que recibieran el nombre de nebulosas extragalácticas, o sim­plemente galaxias, una vez que la nuestra pasó a ser una más. Aun cuando dicha hipótesis no logró demostrarse hasta 1923 gracias al enorme telescopio utilizado por Edwin Powell Hubble, en todo caso ello constituyó un salto cua­litativo en el proceso de ampliación de los limites espaciales del universo que se había iniciado en el siglo XVI al cuestionarse la esfera de las estrellas fijas.

De un mundo reducido a nuestro sistema solary rodeado por equidistan­tes estrellas no mucho más alejadas de Saturno que éste de Júpiter se pasó, pri­mero, al sistema galáctico o sistema de la Via Láctea, en el que el Sol es una estre­lla junto a otras muchas y ni siquiera ocupa el centro; segundo, a los sistemas extragalácticos, una vez constatado que no todos los cuerpos celestes están con­tenidos en la Vía Láctea. Con todo ello las distancias cósmicas resultaron ser tan fantásticas que se eligió el año luz como unidad de medida (a modo de puro ejemplo puede indicarse que la nebulosa más próxima, Andrómeda, se halla nada menos que a 800.000 años luz de la Tierra).

Por otro lado, fenómenos como la variación periódica del brillo que mos­traban algunas nebulosas y, sobre todo, el corrimiento al rojo de sus espectros (iefecto Doppler) llevó a atribuirles un doble movimiento de rotación y trasla­ción. En efecto, si la variación de frecuencia de la luz que nos llega de ellas se interpreta (al igual que en el caso de las ondas acústicas) como prueba de des­plazamiento de la fuente emisora, ello querrá decir que las galaxias están some­tidas a un proceso de recesión o alejamiento unas de otras conocido como efec­to Hubble, en honor del astrónomo americano. Él mismo planteó la posibilidad de que la velocidad de alejamiento de las galaxias fuera proporcional a su dis­tancia {ley de Hubble). Cuando esa distancia fuera muy grande, dicha veloci­

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dad de alejamiento alcanzaría la de la luz, en cuyo caso ninguna información podría llegar a obtenerse de las lejanas galaxias, las cuales constituirían de este modo los llamados universos-isla.

También se debe a Hubble la primera taxonomía física de las diferentes galaxias en función de su luminosidad y su magnitud absoluta. Estableció así nueve clases diferentes, entre las que se encuentran las cefeidas clásicas, las supemovas, las novas, etc. En relación a estas últimas, ya en la penúltima déca­da del siglo XIX el estudio de las explosiones novas (o explosión de estrellas ya existentes, que es en lo que consisten propiamente las mal llamadas “novas”) había dado lugar a que numerosos astrónomos plantearan la hipótesis de que esa diversidad de astros fuera el indicio de una diferencia en su estado evoluti­vo. Ello querría decir que la variedad de ellos que observamos representaría fases diversas de una historia del universo. Los inmutables seres celestes de los antiguos habrían pasado a evolucionar temporalmente, lo cual es una carac­terística que siglos atrás estaba reserva a los seres vivos (individualmente con­siderados, no sus especies, que se creían tan fijas como el propio cosmos).

En resumen, por tanto, el “gran debate” de principios del siglo XX giró en torno a la determinación de las distancias galácticas y la posibilidad de obje­tos extragalácticos, a la permanente recesión de unas galaxias con respecto a otras, a su evolución cosmogónica. En la discusión participarían científicos de la talla de Arthur Stanley Eddington, Albert Einstein o Edwin Powell Hubble, entre otros. El primer volumen de las Teorías del universo se inició con la con­cepción griega del cosmos, según la cual éste estaba limitado en el espacio y carecía de origen en el tiempo. Cuando el volumen tercero finalice, las fron­teras espaciales se habrán ensanchado indefinidamente a partir de un tiempo inicial. La cosmología de la época se hallaba en las puertas de considerar el sis­tema newtoniano como inadecuado para este nuevo universo. A partir de entonces sería otra historia.

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2 8 4

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índice de autores y materias

A

aberración, 2 7 ,3 3 ,3 5 ,4 4 Académie Montmort, 164 Acadímie Royale des Sciences, 43,84,85,89,164 Accademia dei Lincei, 164 Accademia del Cimento, 164, 166 Ad ViteUionem paralipomena (Kepler), 25,30,

35Aristóteles, 59.62, 111, 112, 113, 119, 232 ascensión recta, 106 astrolabio, 7 6 ,7 7 ,9 4 ,9 5 Auzout, A., 60,91

B

Bacon, F., 86-89Véase Nueva Atlántida

Barrow, I., 230, 231, 234, 236 Bartbolin, E., 49 Beeckman, I., 113 Berkeley, G., 241, 243 Brahe, T., 4 2 ,47 ,49 , 59, 63, 110, 163 Borelli, G. A., 166-168,173, 177,193. 218 Boyle, R., 160 Bruno, G., 113,115, 257 Buot, J., 90

C

Campan!, G., 47Cassini, G. D., 47,48,57,58,60,90,103,218 Clairaut, A. C., 258 Clarke, S., 240, 241

Clavius, Ch., 39 clepsidra, 73 ,99cometas, 59- 62 ,141 ,142 , 217,218 Copérnico, N., 42, 55, 145, 148,155,156,

262,264 Cotes, R., 223

D

De Gravitatione (Newton), 180, 228, 231-238 declinación, 106Descartes, R., 121-152, 173, 193. 202, 228

Véase Dioptrique Véase El MundoVéase Los Principios de la Filosofía cantidad de movimiento, 137 cosmología, 138-145 el movimiento y sus leyes, 132-138 gravedad y fuerza centrifuga, 160-163 inercia (rectilínea), 132-136, 154 luz, 144,145relatividad del movimiento, 148-152,232,233 teoría de la materia, 127-130, 144, 145 vórtice, 131, 134

Dioptrice (Kepler), 33, 34 Dioptrique (Descartes), 23, 35, 36 Disssertario cum Nuncio Sidéreo (Kepler), 29-33 Divini, E., 47,91

E

eclíptica, 105El Mundo o el Tratado de la Luz (Descartes),

123-126

Page 281: Rioja, Ana y Ordoñez, Javier - Teorias del Universo Vol. II. De Galileo a Newton.pdf

Teorías del Universo II

Eratóstenes, 6 9 ,7 6 ,7 9 estereografía, 80 Estrabón, 69 Euler, L„ 244-248

F

Finé, O., 95,96Flamsteed, J., 92, 106, 186, 187 Fontana, F., 48 Frisius, R. G., 95,96

G

Galileo, 38 ,97 ,98 , 113,151,193, 247,248 Véase Sidereus Nuncius gravedad y fuerza centrífuga, 156-159 telescopio, 27-29

Gilbert, W., 52,160, 257 gnomon, 7 3 ,76 ,96 Gregory, J.. 36 Gresham College, 164 Grimaldi, F. M., 47

H

Halley, E., 6 2 ,107 ,183 ,184 .187 , 196 Harriot, Th., 113Hevelius, J.. 40 ,4 4 ,4 9 ,5 0 ,5 2 .5 5 ,5 7 .5 8 ,6 0 Hiparco de Rodas, 53, 72, 95 Hooke, R., 62,173-178,181-184,193,194 Huygens, Ch„ 45, 46, 56, 57-58, 168-173,

193, 194fuerza centrífuga, 168-172 gravedad, 172, 173 reloj de péndulo, 99, 100

J

Janssen, Z., 22, 23 Júpiter (satélites), 47, 56, 57

K

Kepler, J „ 60, 183Véase Ad Vitellionem paralipomena Véase DioptriceVéase Disssertatio cum Nuncio Sidéreo gravedad, 159, 160Newton y las leyes de Kepler, 207-217 perfeccionamiento del telescopio, 29-34

L

La Condamine, Ch. M., 258latitud, 7 1 ,7 4 ,7 6 ,9 3 , 94Lcibniz, G. W„ 185, 186, 240,241,243Los Principios de la Filosofía (Descartes), 126longitud, 71 ,75, 76, 96-98, 102-107Longomontanus, 48loxodromia, 82Lipperhey, H., 22, 23Luna, 52, 53

M

Mach, E., 241,244,260 Matius, J., 22, 23 Maupcrtuis, R L. M. de, 258 Mayr, S., 26 Mercurio (fases), 58,63 meridiano, 7 0 ,7 5 ,9 2 , 105 Mercator, G., 81, 82 Mersenne, M., 35, 36 More, H., 229 ,230 ,234 ,236 ,265 Morin, J. B., 98

N

Newton, L, 37,62, 136,179-225,231-244, 248-267Véase Philosophiae Natumlis Principia Ma- thematica.Véase De Gravitatione. acción a distancia, 218-225

2 8 6

Page 282: Rioja, Ana y Ordoñez, Javier - Teorias del Universo Vol. II. De Galileo a Newton.pdf

índice de autores y m aterias

biografía, 179-187 cantidad de movimiento, 202 espacio y tiempo, 231-244, 263-267 fuerza de atracción, 207-213, 215, 220 fuerza centrípeta, 193-197,200,206-213 fuerza de inercia, 201, 202 ,219 ,222 gravedad, 213-215 masa, 201, 215Principia, definiciones y leyes del movi­

miento, 199-206Principia, “Escolio a la Definición VIII”,

238-244,248-255 Principia, Libro I, 206-213 Principia, Libro III, 213-218

novas, 56, 63Nueva Atldntida (Bacon), 86-89

O

Observatorio de Greenwich, 72, 84, 91-93, 104,165,186

Observatorio de París, 84, 89-91, 102, 165 Oldenburg, H., 37 ,165 ,182 Ortelius, A., 82

P

paralaje, 55,58, 6 1 ,6 3 ,6 4 paralelo, 70 Petit, P., 60Philosophiae Naturalis Principia Mathematica

(Newton), 197-199 Picard, J., 90,91 Porta, G. della, 25 ,30 , 86 portulanos, 78 ,79 proyección azimutal, 81 proyección cilindrica, 81 Ptolomeo, 75, 76

R

Rheita, A. M., 48 Riccioli, G. B., 46 ,47

Romer, O., 49, 103Roya! Society, 85 ,86 , 89, 92, 164

S

Saturnoanillos, 46 ,47 , 57,58 satélites, 47, 58

Scheiner, Ch., 54 Severinus, Ch.

Véase LongomontanusSidéreas Nuncius (Galileo), 18, 21, 26, 29, 52 Snell, W., 33,35 socinianismo, 191 Sol (manchas), 53, 54

T

telescopio (invención y perfeccionamiento), 21-38

Titán, 46 ,47, 57 tiempo local, 73,76,97-102 tiempo verdadero, 97, 98-102 trópico de Cáncer, 74 trópico de Capricornio, 74

U

unitarismo, 191

V

Venus (fases), 57, 58,63 Vinci, L. da, 52

W

Wallis, C. G., 202Wren, Ch., 92, 183, 196, 202Wright, E., 82

2 8 7

Page 283: Rioja, Ana y Ordoñez, Javier - Teorias del Universo Vol. II. De Galileo a Newton.pdf

sín tesis

O O J

ilosofía, física, matemáticas, astro­nomía, cosmología, óptica e incluso música son algunos Je los sainares que Kan configurado las respuestas a los

interrogantes históricamente plantea­dos sohre uno de los objetos de inves­tigación más difíciles y enigmáticos: el universo.

Tras haber analizado en el volumen

primero el desarrollo de las principales teorías desde los antiguos pitagóricos

hasta Caldeo, este segundo volumen examina la configuración del cosmos

durante el siglo X V I!, tomando como punto de partida este autor y finalizan­

do con la obra de Isaac Newton. Un tercer volumen descubrirá el periodo

que separa al gran astrónomo ingles de E. P. Hubble, lo cual nos situará

ya en el siglo XX