-Había una vez una ciudad muy, pero muy especial en la que vivían muchos niños y niñas, también muy especiales.

-Ellos se divertían con los juegos más sencillos e inimaginables; esos que los niños se inventan y que los hacen felices.

-Jugaban a subir las escaleras del cerro Santa Ana de una sola carrera, tanto así que cuando llegaban a la cima casi lo hacían sin aliento, pero felices de haber cumplido su misión, pues ya arriba disfrutaban del viento

golpeando en su cara y de divisar su bella ciudad desde lo alto del cerro.

-Otros en cambio, paseaban por las orillas del estero Salado y se acercaban a las barandas para divisar los manglares que la bordeaban y observar las garzas que se posaban entre los árboles dando la sensación de ser motas de algodón muy, muy blanco.

-Estos niños pedían a sus padres que los lleven a conocer cada rincón

y hacían largas caminatas para observar los monumentos de la ciudad.

-Jugaban también a aprender de

memoria los nombres de sus calles y competían entre ellos para saber quién conocía más.

-Siempre asistían a la biblioteca porque querían descubrir lo valioso que era conocer la tierra en la que vivían.

Era una ciudad en la que los niños se reunían en las aceras afuera de sus casas y jugaban al trompo, a los ensacados, a las bolillas, a 50 el palo, las quemadas, y otros juegos que sus abuelos les habían enseñado.

-Esta ciudad se llamaba Guayaquil y los niños habían aprendido a quererla y a cuidarla. En cada rincón ellos se convirtieron en sus guardianes, porque sabían que si no lo hacían, corrían el riesgo de que la ciudad se volviera fea, aburrida y peligrosa y eso de ninguna manera lo iban a permitir.

-Ellos descubrieron que el secreto estaba en la actitud positiva de la gente, que la amaba pero que a veces, no sabía cuál era la forma correcta de actuar, entonces eran ellos los llamados a dar el ejemplo y una verdadera lección de amor.

Autoría: Rosa Elena Pogo Romero