receta para hacer un hombre lobo
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1 despedida cruda. 1 reparto una pizca desigualado. Luna llena a cucharadas. 1 portazo a traición, sin vacunar.TRANSCRIPT
RECETA PARA HACER UN HOMBRE LOBO
Ingredientes
1 despedida
1 reparto desigual
Luna llena
1 portazo a traición, sin vacunar
Preparación
-Ya lo has recogido todo.
Quería sonar a duda y a pregunta, pero
ha sido una afirmación clara.
- Sí.
- ¿Has elegido tú sola los libros?
- La mayoría eran tuyos. Iba a coger
alguno de los que traje yo, porque sé que no
te gustan. Pero me he acordado de que
nunca los leí y de que sólo me gustaron
cuando me los leías tú en voz alta, para que
pudiera dormir. Me llevo toda mi ropa, si a
ti no te importa.
- ¿También la interior?
- No, sólo la que llevo puesta. La otra
puedes quedártela. No sabré qué hacer con
ella. Me llevo el paraguas nuevo y la taza del
desayuno.
- No llueve.
- No es para ahora, ni para mañana. He
guardado un cubierto y un cuchillo. El cepillo
de dientes lo cojo por si lo necesitas, pero te
dejo el estropajo y el papel de aluminio.
- Me parece bien. ¿Cuánto te ha costado
recogerlo todo?
- Una hora desde que he decidido que iba
a dejarte.
- Una hora es bastante tiempo si uno
decide cambiarlo todo de repente.
- Sí, yo también lo creo.
- Ahora sólo queda repartirnos el resto
del tiempo y los lugares. Si te parece, esta
hora quédatela tú. No quiero verla por aquí
cuando me ponga a ordenarlo todo de
nuevo.
- Está bien. ¿Y qué hacemos con todo lo
demás?
- No sé, lo que tú prefieras, a mí me da
igual.
- Entonces, si no te importa, yo prefiero
quedarme con los días. Encuentro mucho
mejor las cosas que se pierden.
- Como quieras. A mí no me gusta
encontrarme con nada cuando sé que lo he
perdido. No soy hombre de sorpresas. Me
quedaré entonces la noche y no buscaré
más.
- Yo haré todo lo posible para no perder
nada que no venga a molestarte. - respira
hondo, lo mira y dice – Bien.
- Bien – Responde él mirando por la
ventana de la galería, frente al fregadero y
de espaldas a ella.
- Pues creo que me marcho ya. A no ser
que quieras irte tú.
- No, está bien así. Puedes llevártelo
todo. Déjame los platos sin fregar y algunos
trapos sucios en la lavadora. Con eso será
suficiente.
- Adiós. – dice ella con voz remolona.
- ¡Lina! – Hace una pausa después del
nombre que siempre le pareció de gata -
¡Una cosa más!
Ella se vuelve desde la puerta, con la
nariz brillante y los ojos temblando.
- ¿Cómo vamos a repartir los sitios?
- ¿Los sitios?
- Sí, los sitios. Dime dónde iré ahora
para no encontrarte…por si alguna vez
salgo de día.
- Ah… - el suspiro se cae al suelo y
rueda hasta parar debajo de una silla.
- ¿Te importa si yo me quedo La
Dramagora? Me gustaría ir a cenar alguna
noche para que no estés.
- Quédatelo. Yo intentaré comprarme la
comida en el Nustoguovo y cocinarme a lo
Loren o a la Magniani. ¿Quieres quedarte
con la Sala Russafa?
- Me pilla a deshora, abren muy tarde
para mis días. Quédatela tú, te vendrá
mejor.
- ¿Te importa si también me quedo el
café jazz? Me gustaría ir a oír música, por
ejemplo algún domingo.
- Todo tuyo. Tengo allí demasiados
recuerdos y no quiero que me hagan
llevármelos. Yo me quedo el Sur y la
Luthier para comprarme una guitarra que se
siente conmigo en el sofá y me haga reír.
- Yo el supermercado árabe y el Niño
Llorón. Para lo mío no hace falta sofá y me
vendrá bien tener cerca a alguien más triste
que yo.
- Está bien. Creo que ya está todo – dice
ella tratando de que se asome una lágrima y
le corra por la mejilla.
- No, todavía no. Falta una última cosa.
Quisiera quedarme todas las librerías.
- ¿Todas?
- Tú no lees, y si nos encontramos allí
seguramente me pedirás que te lea algo en
voz alta, para que puedas dormir. Y yo lo
haré porque todavía no habré aprendido a
negarte nada, y a ti te gustará que mi voz te
haga eco en el estómago y resuene
haciéndote cosquillas en la garganta.
Querrás volver a hacer el amor conmigo allí
mismo, como siempre que no podías
dormir, y tendré que quedarme otra vez
contigo por haber encontrado algo que daba
por perdido.
- Claro – admite comprensiva. Creo que
tienes razón. No me acercaré al Ubik, ni a
la Querubin, ni a la Cosecha Roja, la
Gramola, ni la Slaughter House.¿Me dejo
alguna?
- No quiero que vayas tampoco a la
Cuchufleta ni a la Exlibris. Por favor,
prométemelo.
- Te lo prometo – dice ella con esa cara
de niña que a él le gustaba tanto que pusiera
cuando iba a cambiar las reglas del juego.
- Pues adiós
- Adiós – le dice él ya de espaldas al
fregadero y a la ventana, mirando a la
puerta de la calle – Es curioso, de todo lo
que te llevas sólo hay una cosa por la que
sería capaz de pelear y maldecir.
- ¿Qué es? – Dice ella temiéndose que le
pida otra lágrima, porque sabe que no lleva
más sueltas. La última había sido sólo la
calderilla que le había quedado después de
despedirse del hijo del cartero y de la planta
del rellano.
Él se acerca muy lentamente pero sin
dejar de mirarla a los ojos, tan al fondo a la
derecha que ella teme que descubra que
también se ha llevado los cuadros. Cuando
llega a su altura cierra la puerta, la gira con
un movimiento rápido. Se queda frente a
ella, como haría un replicante que sólo
sospecha que lo es porque sueña con
corderos eléctricos y unicornios, dejándola
creer que por fin va a poder darle el último
beso que llevaba tanto tiempo preparándole
a fuego lento. Pero Ernesto cae sobre sus
rodillas y ella empieza a temer que se dé
cuenta también de lo de las lámparas. La
contempla desde el suelo, con la cara de un
niño que no quiere irse a dormir todavía.
- ¿Podrías dejarme la ropa interior que
llevas puesta?
Por toda respuesta ella le coge la cabeza
entre las manos y luego se sujeta la punta
del vestido.
Él observa el trofeo un momento, antes
de guardárselo en el bolsillo. Esperaba que
fueran sus favoritas, quizás la próxima vez.
- Espera. No quiero que cojas frío.
Se aleja unos pasos y vuelve con una
bufanda fina que le enrolla alrededor de
cada pierna. La ata por delante, para que no
se constipe. Se despide del nudo, de la
bufanda , apoya la frente y cierra los ojos
para descansar un momento.
Sólo al final de un rato oye aullar a la
puerta al cerrarse con fuerza. La mitad del
corazón de Ernesto se va detrás, alcanzado
por un mordisco. Mientras sostiene el color
rojo entre las manos, mira la puerta y se
pregunta por qué nunca pensaron en
vacunarla, en previsión de que un día
alguno de sus portazos pudiera tener la
rabia. Con los ojos cerrados todavía,
recoge la bufanda que ahora cuelga del
perchero, al lado del sombrero. Se envuelve
el pecho en ella para frenar esa corriente de
aire frío que entra por el hueco. Vaga por la
casa apoyado en la pared, buscando algún
rincón que le sujete la cabeza y le ayude a
lamerse el fondo de la herida.
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Fotografia: patossa.com