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IV JORNADAS DEL CONSEJO ESCOLAR DE ANDALUCÍA EL PACTO SOCIAL POR LA EDUCACIÓN Posibilidades y límites de las reformas educativas. Necesidad de un Pacto Social por la Educación JOSÉ A. PÉREZ TAPIAS Universidad de Granada POSIBILIDADES Y LÍMITES DE LAS REFORMAS EDUCATIVAS: NECESIDAD DE UN PACTO SOCIAL POR LA EDUCACIÓN 1. Reformas y contrarreformas en momentos críticos para la educación La necesidad de un pacto social por la educación emerge en momentos en que se acentúa el vaivén entre reformas y contrarreformas ante la situación de crisis por la que atraviesa el sistema educativo. La educación es un terreno muy sensible, crucial en la dinámica social, “clave de futuro” – decimos todos-, con muchos protagonistas interviniendo en ella. Por todo eso es acuciante la necesidad de conseguir un consenso básico sobre cómo y sobre qué fundamentos, con qué medios y tras qué finalidad orientar la educación. Si se plantean reformas, y también contrarreformas, del sistema educativo es porque se percibe, en una dirección u otra, necesidad de cambio. La palabra “crisis” que utilizamos en referencia al sistema educativo y a las prácticas que en su marco se desarrollan, expresa la consciencia, aunque sea difusa, de que las cosas no pueden seguir como nos han venido dadas. Es cierto que llevamos mucho tiempo hablando de la crisis de la educación –recordemos, como botón de muestra, un magnífico texto de Hannah Arendt, precisamente con ese mismo título 1 -, y que el término “crisis” se desgasta por el continuado uso que hacemos de él, como moneda que corre de mano en mano, perdiendo sus perfiles pero sin dejar de ser imprescindible en nuestro trato con una realidad muy compleja. Cuando la escuela como institución pasa por momentos difíciles, cuando los modelos de enseñanza y la organización escolar resultan cuestionados, cuando el currículo concita muchas dudas sobre la pertinencia de sus elementos, cuando la autoridad docente se ve en entredicho, cuando no está claro qué hacer en educación..., es obligado reconocer que pasamos por momentos de crisis. Si hay desajustes institucionales, si las prácticas reclaman revisión, si los objetivos no están claros..., es que estamos inmersos en una situación en la que es ineludible un discernimiento crítico acerca de lo que hay y de lo que hacemos para reorientar la acción educativa. Puede que alguien piense todavía que es exagerado o que se debe a un injustificado dramatismo, que por fuerza se expresaría con lenguaje grandilocuente, el hablar de crisis de la educación. Basta recordar, sin ir más lejos, que desde hace casi dos décadas hemos estado hablando de educación en valores y tratando de reorientar por ahí la práctica educativa. La literatura al respecto ha sido muy abundante, numerosísimos los cursos realizados, intensos los debates que han tenido lugar... 2 Habría que revisar, ciertamente, los resultados obtenidos y evaluar los logros con ecuanimidad. Pero lo que se puede subrayar en este momento es que todo lo que ha girado en torno a la educación en valores ha sido, y aún lo es, síntoma de los momentos de crisis en los que nos vemos situados. La temática de los valores de la educación aflora cuando se han perdido de vista los que venían sosteniéndola desde tiempo atrás, dado que en cualquier caso no hay educación sin valores, es decir, que no sea ya, en un sentido u otro, “educación en valores”. Al echar en falta valores que de suyo venían orientando la educación, es cuando surge la pregunta en torno a ellos, en torno a los que quedan atrás y a los que han de reemplazarlos. La reflexión y el debate sobre los valores plantean 1 Dicho texto, de 1960, se halla recogido en H. Arendt, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 1996, 185-208. 2 Cabe reconocer un lugar destacado al muy difundido libro de V. Camps, Los valores de la educación, Anaya, Madrid, 1994. Hay que recordar, para superar miopías provincianas, que la producción en torno a los valores ha sido muy intensa en numerosas latitudes. Fue muy significativa la obra del francés Olivier Reboul, Los valores de la educación [ed. original 1992], Idea-Books, Barcelona, 1999. 1

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IV JORNADAS DEL CONSEJO ESCOLAR DE ANDALUCÍA EL PACTO SOCIAL POR LA EDUCACIÓN

Posibilidades y límites de las reformas educativas. Necesidad de un Pacto Social por la Educación

JOSÉ A. PÉREZ TAPIAS Universidad de Granada

POSIBILIDADES Y LÍMITES DE LAS REFORMAS EDUCATIVAS:

NECESIDAD DE UN PACTO SOCIAL POR LA EDUCACIÓN 1. Reformas y contrarreformas en momentos críticos para la educación La necesidad de un pacto social por la educación emerge en momentos en que se acentúa el vaivén entre reformas y contrarreformas ante la situación de crisis por la que atraviesa el sistema educativo. La educación es un terreno muy sensible, crucial en la dinámica social, “clave de futuro” –decimos todos-, con muchos protagonistas interviniendo en ella. Por todo eso es acuciante la necesidad de conseguir un consenso básico sobre cómo y sobre qué fundamentos, con qué medios y tras qué finalidad orientar la educación.

Si se plantean reformas, y también contrarreformas, del sistema educativo es porque se percibe, en una dirección u otra, necesidad de cambio. La palabra “crisis” que utilizamos en referencia al sistema educativo y a las prácticas que en su marco se desarrollan, expresa la consciencia, aunque sea difusa, de que las cosas no pueden seguir como nos han venido dadas. Es cierto que llevamos mucho tiempo hablando de la crisis de la educación –recordemos, como botón de muestra, un magnífico texto de Hannah Arendt, precisamente con ese mismo título1-, y que el término “crisis” se desgasta por el continuado uso que hacemos de él, como moneda que corre de mano en mano, perdiendo sus perfiles pero sin dejar de ser imprescindible en nuestro trato con una realidad muy compleja. Cuando la escuela como institución pasa por momentos difíciles, cuando los modelos de enseñanza y la organización escolar resultan cuestionados, cuando el currículo concita muchas dudas sobre la pertinencia de sus elementos, cuando la autoridad docente se ve en entredicho, cuando no está claro qué hacer en educación..., es obligado reconocer que pasamos por momentos de crisis. Si hay desajustes institucionales, si las prácticas reclaman revisión, si los objetivos no están claros..., es que estamos inmersos en una situación en la que es ineludible un discernimiento crítico acerca de lo que hay y de lo que hacemos para reorientar la acción educativa.

Puede que alguien piense todavía que es exagerado o que se debe a un injustificado dramatismo, que por fuerza se expresaría con lenguaje grandilocuente, el hablar de crisis de la educación. Basta recordar, sin ir más lejos, que desde hace casi dos décadas hemos estado hablando de educación en valores y tratando de reorientar por ahí la práctica educativa. La literatura al respecto ha sido muy abundante, numerosísimos los cursos realizados, intensos los debates que han tenido lugar...2 Habría que revisar, ciertamente, los resultados obtenidos y evaluar los logros con ecuanimidad. Pero lo que se puede subrayar en este momento es que todo lo que ha girado en torno a la educación en valores ha sido, y aún lo es, síntoma de los momentos de crisis en los que nos vemos situados. La temática de los valores de la educación aflora cuando se han perdido de vista los que venían sosteniéndola desde tiempo atrás, dado que en cualquier caso no hay educación sin valores, es decir, que no sea ya, en un sentido u otro, “educación en valores”. Al echar en falta valores que de suyo venían orientando la educación, es cuando surge la pregunta en torno a ellos, en torno a los que quedan atrás y a los que han de reemplazarlos. La reflexión y el debate sobre los valores plantean 1 Dicho texto, de 1960, se halla recogido en H. Arendt, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 1996, 185-208. 2 Cabe reconocer un lugar destacado al muy difundido libro de V. Camps, Los valores de la educación, Anaya, Madrid, 1994. Hay que recordar, para superar miopías provincianas, que la producción en torno a los valores ha sido muy intensa en numerosas latitudes. Fue muy significativa la obra del francés Olivier Reboul, Los valores de la educación [ed. original 1992], Idea-Books, Barcelona, 1999.

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explícitamente lo que ha venido dándose implícitamente, tratando de cubrir un vacío que en educación no puede mantenerse, pues si no son unos, son otros los que entran en juego en la acción educativa.

La crisis de la educación tiene, pues, mucho que ver con la pérdida de vigencia de

determinados valores que antes servían de referencia y su reemplazamiento por otros nuevos, lo que suele ocurrir por la vía de los hechos antes de que la elaboración teórica entre en juego. Ésta viene reclamada desde un punto de vista ético por la necesidad de reorientarse en una situación de crisis en la cual, más que un vacío de valores, lo que se produce es una colisión entre axiologías distintas y contrapuestas, exactamente un desajuste chirriante entre los valores antes proclamados desde determinadas concepciones normativas (fueran de cuño religioso, político o de otra matriz cultural) y los valores fácticamente vigentes que ahora se hacen notar con inusitada fuerza sin intermediación ideológica, desplazando con su empuje a los anteriores. Son los valores consolidados desde una realidad social en la que la lógica económica del mercado marca en definitiva las pautas a las que de hecho se atienen individuos y colectividades. La resistencia que emerge desde el ámbito educativo a reducir la educación a una formación regida exclusivamente con los valores impuestos por el mercado capitalista, lleva a percibir la crisis que entraña el choque entre las distintas escalas de valores en la época de la que Weber pronosticó el “politeísmo axiológico”.

Detectar como crítica una situación no es algo negativo –que es como suelen entenderse los

momentos de crisis desde los enfoques nostálgicos con que tantas veces se abordan (“cualquier tiempo pasado fue mejor...”)-, sino que lo negativo o lo positivo se abren como posibilidades en las respuestas que se den a lo diagnosticado como crisis. Arendt pone el acento en ello cuando, tras insistir en que “la esencia de la educación es la natalidad”, dado que su objetivo es la incorporación a nuestro mundo humano de quienes con su nacimiento vienen a él, reflexiona como sigue sobre el vacío que se abre ante nosotros en los momentos de cambio, en los que nuestros viejos modos de enjuiciar la realidad social y promover la socialización de los que llegan se muestran como insostenibles “pre-juicios”:

“La desaparición de prejuicios sólo significa que ya no tenemos las respuestas en las que habitualmente nos fundábamos, sin siquiera comprender que en su origen eran respuestas a preguntas. Una crisis nos obliga a volver a plantearnos preguntas y nos exige nuevas o viejas respuestas pero, en cualquier caso, juicios directos. Una crisis se convierte en un desastre sólo cuando respondemos a ella con juicios preestablecidos, es decir, con prejuicios. Tal actitud agudiza la crisis y, además, nos impide experimentar la realidad y nos quita la ocasión de reflexionar que esa realidad brinda”3.

Ya Hannah Arendt nos advertía que la crisis de la educación no podía separarse de la crisis cultural en la que se producía. Ambas cosas van siempre relacionadas, pues la educación, más allá de las urgencias económicas sobre las que gravita la supervivencia, es lo más importante que cualquier sociedad tiene que resolver mediante sus recursos culturales si quiere asegurar la perdurabilidad de ella misma y de sus miembros. En una época como la nuestra, a la que desde hace tiempo hemos denominado postmodernidad, expresando así la experiencia colectiva de un cambio profundo en la misma modernidad en la que se ha configurado la cultura occidental, no podía esperarse otra cosa sino que la educación, y para más señas nuestro sistema educativo, ese invento tan “moderno”, entrara en crisis4.

La modernidad, apoyándose en una concepción de la razón que encontró en la ciencia experimental su forma más lograda de ejercicio, a la vez que halló en la racionalización de la dinámica económica como modo de producción capitalista su campo más rentable de acumulación de

3 H. Arendt, “La crisis de la educación”, art. cit., 186. 4 Para una breve síntesis sobre la problemática educativa en tiempos de postmodernidad, puede verse J.A. Pérez Tapias, Claves humanistas para una educación democrática, Anaya, Madrid, 1995 (2ª ed. en 2000), cap. 1.

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beneficios, sometió a juicio la tradición y las instituciones heredadas del pasado para reestructurar a partir de todo ello el orden social. La reubicación de comunidades religiosas y de todo tipo, así como de la familia en cuanto institución asentada sobre “vínculos primarios”, fue la otra cara de la consolidación del Estado y del mercado como nuevos polos del eje sobre el que construir el orden social según la predominancia atribuida a los “vínculos secundarios”, entendidos como artificiales y consonantes con la autonomía desde la que se entendían los individuos emergentes. La escuela se configuró como institución central de un sistema educativo sobre el que recayó la tarea de formar a los ciudadanos del Estado, para cohesionar las nuevas sociedades más allá de las anteriores comunidades, y de preparar y disciplinar a los productores demandados por el nuevo mercado, más allá de los anteriores intercambios, muy localmente conformados y atenidos a los valores de uso de los bienes según necesidades más inmediatas. La escuela, además, ha de cumplir con la tarea de realizar el acoplamiento entre exigencias del sistema y demandas del “mundo de la vida” en el que permanecen inmersos los individuos, de complementariedad entre transmisión de conocimientos y suministro de sentido, de conjunción entre el eje societario Estado-mercado y el eje comunitario familia-Iglesia(s), aun en sociedades metidas en procesos de secularización. La institución escolar se sitúa así en el centro de todo un entramado organizativo de importancia clave en la estructura social; hablamos por ello del sistema educativo como de un producto propio de la modernidad, a diferencia de los cauces por los que se realiza la educación en las sociedades premodernas –todas las sociedades tienen que resolver la problemática educativa, pero no todas lo hacen mediante un sistema educativo-.

La experiencia de la postmodernidad, bien expresada con antelación por Marx y Engels en El

manifiesto comunista cuando veían que, con la expansión del mercado capitalista, “todo lo sólido se desvanece en el aire”, es que el orden social de la modernidad se resquebraja por las contradicciones de su propia dinámica5. La modernidad que cuestionó lo antiguo resulta cuestionada desde sí misma, mas de forma tal que no podemos dejar de ser modernos en medio de ese autocuestionamiento6, que es lo que lleva a entender la postmodernidad como “modernidad tardía”, “segunda modernidad” o “modernidad reflexiva”7, la cual acomete el juicio sobre sí misma desde el conocimiento crítico acumulado8. Mas el caso es que en esa vuelta reflexiva, encontramos un Estado que presenta un notable déficit de legitimidad, una familia afectada por trances de profunda reestructuración, unas comunidades religiosas inmersas en fuertes crisis de identidad, al no reencontrar su papel, incluso otras instituciones intermediarias como partidos y sindicatos, también sometidas a cuestionamientos insoslayables. El mercado es lo único que goza de buena salud, y más precisamente el mercado de capitales, que lleva la batuta económica en esta fase de capitalismo financiero, terriblemente especulativo al volcarse en la rentabilidad inmediata de los valores bursátiles, desplegado al hilo de la globalización en curso propiciada por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.

Si todo el entramado institucional en el que se situaba el sistema educativo está profundamente

alterado, éste también ha de estarlo por fuerza. A ello le corresponde además el desmantelamiento de referencias culturales que habían sido decisivas para la tarea educativa en el medio escolar moderno, como la confianza en la razón, la función aglutinante de la idea de ciudadanía –bien es verdad que planteada en clave de nacionalidad-, la construcción de un relato histórico en términos de progreso, etc. Al auge unilateral de un mercado cada vez más omniabarcante y omnívoro le corresponde la crisis

5 Cf. M. Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad [ed. original, 1982], Siglo XXI, Madrid, 1988. 6 La paradoja de la postmodernidad consistente en que en medio de ella “no podemos no ser modernos” está muy bien recogida por el sociólogo italiano A. Melucci, Vivencia y convivencia. Teoría social para una era de la información, Trotta, Madrid, 2001, 25 ss. 7 Cf. A. Giddens, Consecuencias de la modernidad [ed original 1990], Alianza, Madrid, 1997, 44 ss. 8 Sobre la “modernización reflexiva” como característica de una “segunda modernidad”, nos remitimos a la magnífica obra de U. Beck, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad [ed. original 1986], Paidós, Barcelona, 1998, Tercera Parte.

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incluso de las ideologías seculares que en gran parte ocuparon socialmente el lugar de las viejas religiones, pero no para ir a parar al final de las ideologías interesadamente proclamado, sino para desembocar en un reciclaje ideológico marcadamente tecnocrático, en el que a la postre aparece toda una reelaboración de la legitimidad del capitalismo como ideología neoliberal con pretensiones de “pensamiento único”.

La escuela acusa este desajuste de las piezas del orden social al que nos venimos refiriendo

cuando hablamos de postmodernidad, desajuste que hoy por hoy se nos hace aún más descoyuntador en tanto la globalización en curso se muestra no sólo tremendamente ambigua, sino terriblemente unilateral al desplegarse como unificación del mundo en cuanto mercado global muy competitivo, que excluye despiadadamente a quienes no son relevantes –individuos y pueblos- ni como productores ni como consumidores. Está claro en tal contexto que el sistema educativo heredado de la modernidad ha llegado a su límite y necesita reformas en profundidad. Pero no es fácil porque, aparte otras cuestiones estructurales, en el punto de partida de los cambios constatamos que dicho sistema se encuentra afectado por una seria crisis de credibilidad al fallar hoy para las mayorías como cauce de promoción social. Eso se traduce en una desautorización del sistema que es muy difícil de remontar –raíz de la tan mencionada crisis de autoridad del profesorado-, que conlleva una fuerte desvalorización de todo lo relacionado con la educación, encubierta no obstante por una mal disimulada “hipocresía social” que lleva a hablar constantemente en el espacio público de la educación como lo prioritario, para una y otra vez ver cómo los hechos desmienten las declaraciones públicas –y no nos referimos sólo a las que se formulan explícitamente en el ámbito político- con el sacrificio de lo supuestamente prioritario ante las urgencias de otros requerimientos, normalmente económicos9.

Enfocando nuestra atención hacia la situación concreta de la educación en España, podemos

coincidir en que la reforma planteada por la LOGSE (Ley orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo) partía de la constatación de que era necesario acometer en nuestro sistema educativo una serie de transformaciones para ponerlo, más allá de cuestiones periféricas y de momentos coyunturales, a la altura de las circunstancias. Dicha ley, con buen criterio, no sólo contemplaba modificaciones en la enseñanza, sino enmarcar todo ello en una “educación en valores” que, tal como se señalaba en su Preámbulo, tomaba como referentes los valores comunes, susceptibles de ser aceptados por todos, de la convivencia democrática. Los logros debidos a la aplicación de esta ley de reforma educativa -impulsada por el PSOE y aprobada en 1990 con el apoyo de todos los partidos con representación en el Parlamento español a excepción del Partido Popular, que se abstuvo-, no deben ser en modo alguno infravalorados, incluido todo lo que conlleva la profundización en la universalización de la educación obligatoria y la prolongación de la misma hasta los 16 años. Por otra parte, somos conscientes de que la implantación de la LOGSE, que apenas ha visto culminado su desarrollo al día de hoy, ha ido haciendo que afloren determinados problemas que requieren ser abordados con lucidez y decisión, tratándose en unos casos de problemas planteados por su aplicación en contextos no existentes cuando se diseñó la reforma –por ejemplo, todo lo relativo a una educación intercultural, urgida con más fuerza cuanto más numerosa y diversa es la población inmigrante en nuestra sociedad-, y en otros, de problemas generados por su misma puesta en práctica como disfunciones no previstas –por ejemplo, absentismo escolar como reacción a una obligatoriedad no querida por los alumnos y no valorada por los padres en muchos casos-. También podemos estar de acuerdo en que a la LOGSE le ha faltado una “evaluación continua” más atenta, mayor financiación para que su implantación hubiera sido más exitosa, así como una más cuidada “pedagogía” con sectores del profesorado que no han acabado de asumirla –lo que se traduce en problemas que van desde la didáctica hasta la carencia de la necesaria dosis de entusiasmo (suele designarse como desmotivación) sin la cual cualquier reforma educativa naufraga-.

9 Cf. U. Beck, La sociedad del riesgo, op. cit., 187-195.

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Todo lo señalado debe entrar en un equilibrado balance de conjunto en cuanto a la implantación de la LOGSE que aún está por realizar –hay buenos análisis, apoyados en estudios empíricos, pero acotados a aspectos parciales, como hay también análisis muy sesgados, diseñados para reforzar prejuicios que están lejos de ser meras hipótesis de trabajo-. Con todo, yendo a cuestiones más de raíz, cuando la realidad se aborda con perspectiva materialista-histórica, es decir, de realismo crítico, si se quiere decir con lenguaje no tan cargado de connotaciones filosófico-políticas, no es el menor problema de la LOGSE la contradicción de fondo entre la manera en que se plantea la educación y la forma en que funciona la economía en el seno del sistema en que estamos inmersos. Dicho de otra manera: la LOGSE pretende educar para la convivencia en un contexto de una fuerte competencia –competitividad extrema, a decir verdad-. En la realidad de los hechos, la competencia engulle a la convivencia. Y si es verdad que políticamente hay que “domesticar” –no asfixiar- un mercado que tiende a desbocarse llevando al extremo su lógica excluyente, hay que reforzar desde la misma política económica la opción educativa que encuentra su norte en la potenciación de la lógica inclusiva de la democracia. Si políticamente no se articulan mercado y democracia, atribuyendo de manera efectiva la primacía a la segunda, la dura realidad de unas condiciones económicas que inciden en el ámbito educativo y las prácticas que se dan en él acaba ahogando las ingenuas pretensiones de educación para la convivencia y, en términos ético-políticos más explícitos, de educación para la ciudadanía –por supuesto que la convivencia ni empieza ni termina con el ejercicio de la ciudadanía democrática-.

Con la contradicción de fondo que hemos señalado, que no es la única que podríamos mencionar, se explica que la LOGSE se planteara como respuesta a la crisis del sistema educativo, pero que no haya llegado en su aplicación hasta las raíces de la misma. Podemos reconocer que éstas se sitúan en unos niveles estructurales en los que ninguna ley de educación, por buena que sea, puede incidir por sí sola. La educación es imprescindible para abordar la crisis cultural en la que nos movemos, por lo que cabe decir que sin educación todo lo demás falla; pero también hay que afirmar que, si todo lo demás no se tiene en cuenta, la sola educación fracasa. Hay que moverse, pues, con enfoques más amplios a la vez que más críticos, para ver que, efectivamente, en nuestro sistema educativo estamos confrontados con serios problemas, pero que éstos ni empezaron con la ley aún vigente ni se van a terminar con ella, cuando se modifique o deje de estar en vigor. En todo caso, la LOGSE, con sus logros y sus carencias, ha sido un remedio insuficiente –y no, ni mucho menos, un veneno mortal- para un sistema educativo en profunda crisis. La cuestión actualmente planteada es que, como ante cualquier patología, se emprenda la alocada carrera por aplicar remedios más traumáticos y, a tenor del viejo refrán, nos encontremos con que el remedio sea peor que la enfermedad –lo cual es reformulado en clave de humor por la tan mentada ley de Murphy cuando pronostica que todo lo que puede empeorar, empeora-. Es lo que puede pasar, y las señales emitidas permiten entrever que pasará, con la anunciada Ley de Calidad promovida desde el Gobierno, que no sólo presenta los rasgos propios de un planteamiento políticamente conservador –lo cual no habría de sorprender dada la ubicación política del partido que sostiene al Gobierno que propone la ley-, sino que se anuncia y perfila como ley para una apresurada “contrarreforma”, puesto que explícitamente se presenta contra la reforma en su día promovida mediante la LOGSE. Salta a la vista, con la penuria de los interesados análisis con los que se critica la reciente legislación educativa y se le anotan a su cuenta todos los males de la educación en España, que la “contrarreforma” en marcha es ideológica y no pedagógica. Como ni siquiera hay detrás un planteamiento pedagógico serio al que la anunciada ley pueda remitirse, se evita hasta hablar de “reforma”. De todos modos, puestos a hablar en serio de reforma educativa hay que hacerlo con cautela, y bien viene para ello pensar con perspectiva histórica, lo cual nos permitirá además entrar en el debate actual entre reforma y contrarreforma con más conocimiento de causa. Veamos.

2. Las reformas educativas en perspectiva histórica

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Posibilidades y límites de las reformas educativas. Necesidad de un Pacto Social por la Educación

No estamos en el punto cero de la historia. Si hablamos de reforma educativa, debemos, por tanto, abordar la cuestión en perspectiva histórica, sabiendo que la memoria es buena aliada del juicio crítico y de la prospectiva más acertada.

En un sentido más limitado de la expresión, podemos hablar de reformas educativas que se han realizado dentro de un modelo determinado, con pretensiones acotadas a un contexto muy definido y planteadas a partir de circunstancias muy particulares. Así, en España, por ejemplo, podríamos comentar la reforma que supuso la famosa Ley Moyano –la Ley de Instrucción Pública promovida por el ministro Claudio Moyano, que entró en vigor en 1857, y declaraba obligatoria la enseñanza primaria-; o, ya avanzado el siglo XX, lo que fue el proyecto educativo de Fernando de los Ríos cuando asumió la cartera de Instrucción Pública en el Gobierno de la República –proyecto inspirado en los principios de la Institución Libre de Enseñanza, y desgraciadamente truncado en su realización por la dictadura franquista tras la Guerra Civil10-; o lo que significó en el tardofranquismo la Ley General de Educación impulsada por Villar Palasí, la cual, desde 1970, en que entra en vigor, se prolonga en su vigencia hasta la aprobación de la LOGSE en 1990 –marcando, pues, la educación en España a lo largo de toda la transición y durante las primeras décadas de democracia-.

Igualmente podríamos detener nuestra atención, no ya en reformas articuladas políticamente a través de leyes, sino en los planteamientos de quienes han lanzado propuestas significativas de reformas educativas y que, de una forma u otra, han incidido tanto en la reflexión pedagógica como en la acción educativa. En España, de nuevo, habría que destacar la figura de Francisco Giner de los Ríos, cuyas reflexiones, además de señalar las pautas de la Institución Libre de Enseñanza, anticiparon enfoques pedagógicos que después se han consolidados y han sido ampliamente compartidos11. Remontando el alcance de nuestra retrospectiva, habría que recordar a figuras tan destacadas de la pedagogía y la filosofía de la educación como Pestalozzi12 o Montessori13, Makarenko14 o Freinet15, Alexander S. Neill16 o Paulo Freire –a quien tanto debemos en el redescubrimiento de la educación como práctica dialógica y en la concepción del proceso educativo como proceso de liberación17-.

Pero tanto esos cambios promovidos a través de diferentes reformas legales como las mencionadas aportaciones innovadoras en los campos de la pedagogía y la filosofía de la educación se inscriben en un marco más amplio. Diríase que se trata de valiosas aportaciones dentro de un mismo paradigma. Grandes reformas en educación, entendiéndolas como “cambio de paradigma” –nos permitimos inspirarnos en la sugerente y ya “clásica” obra de Thomas Kuhn sobre La estructura de las revoluciones científicas18-, no ha habido tantas a lo largo de la historia. Lo que hemos citado hasta 10 Una buena síntesis de las ideas pedagógicas de F. de los Ríos la encontramos en su obra El sentido humanista del socialismo [ed. original 1926], Castalia, Madrid, 1976, 248-257. 11 Cf. F. Giner de los Ríos, Educación y enseñanza, en Obras completas, vol. XII, Espasa-Calpe, Madrid, 1933; y también sus Ensayos menores sobre educación y enseñanzas, recogidos igualmente en los volúmes XVI, XVII y XVIII de sus Obras completas. 12 Puede verse el significativo escrito, configurado como colección de cartas, de J.H. Pestalozzi, Cartas sobre educación infantil [ed. original 1819], Tecnos, Madrid, 1996. 13 Cf. M. Montessori, Formación del hombre, México, Diana, 1986. 14 De Anton S. Makarenko puede verse su Poema pedagógico (Planeta, Barcelona, 1977), o la recopilación de textos suyos publicada bajo el título Una antología (Nuestra Cultura, Madrid, 1981). 15 De Célestin Freinet cabe recordar Por una escuela del pueblo (Laia, Barcelona, 1972) y Técnicas Freinet de la escuela moderna (Siglo XXI, Madrid, 1980). 16 Cf. A. S. Neill, Summerhill [ed. original 1960], FCE, México, 1963. 17 Pueden destacarse P. Freire, Pedagogía del oprimido [ed. original 1969], Siglo XXI, Madrid, 1992, e Id., La naturaleza política de la educación. Cultura, poder y liberación [ed. original 1985], Paidós, Barcelona, 1990. 18 Cf. T. S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas [1962], FCE, México/Madrid, 1989. Hay que aclarar que utilizamos la noción de paradigma introducida por Kuhn, pero no exactamente de la manera en que la entiende él cuando la aplica a las “revoluciones científicas”. En nuestra caso, al hablar de paradigmas

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Posibilidades y límites de las reformas educativas. Necesidad de un Pacto Social por la Educación

ahora son reformas parciales y aportaciones innovadoras que se inscriben en el paradigma educativo de la modernidad, el cual fue teorizado fundamentalmente por Rousseau. Anteriormente, en lo que hoy reconocemos como tradición occidental, todo se había inscrito en el paradigma educativo de la antigüedad, del cual podemos encontrar su mentor más relevante en Platón. Hoy, en tiempos a los que aplicamos el rótulo de postmodernidad, quizá lo que se esté fraguando sea un nuevo paradigma –el paradigma educativo de la postmodernidad-, y de ahí la insuficiencia de las reformas acometidas y la inútil regresión de las contrarreformas intentadas. Pero vayamos por partes, deteniéndonos en un breve análisis de dichos paradigmas y de las respectivas reformas a que dio lugar su instauración –curiosamente, en educación, aun refiriéndonos a grandes cambios, hablamos de “reformas” y nos retraemos en cuanto a expresiones como “revolución educativa”, lo cual es indicio de que somos conscientes de que en educación los verdaderos cambios son difíciles, lentos y, a la vez, de largo alcance una vez que se consolidan: estamos pisando un terreno de alta complejidad-.

a) Reforma de la “paideia” griega En el mundo antiguo, las pautas educativas sufrieron un cambio sustancial cuando, en el seno de la cultura griega, se dejó atrás el modelo homérico. Homero, como codificador de las tradiciones míticas que venían de lejos, las prolongó a la vez que las racionalizaba, plasmando en la Ilíada y en la Odisea los ideales de una cultura de guerreros que inspiraron por mucho tiempo la educación de los jóvenes en la Grecia antigua. Esta “educación homérica” pervivió hasta esa “primera ilustración” del mundo griego en cuyo seno fueron criticadas las tradiciones míticas provenientes del pasado19. Con ella se abrió paso una nueva forma de ejercicio de la racionalidad, como racionalidad discursiva que ya no opera como racionalidad narrativa, que dio lugar no sólo a la maduración de la filosofía que nacía como episteme –como “ciencia”, como saber universal y necesario sostenido sobre la fuerza de los argumentos y no sobre la autoridad de la tradición-, sino también a unos nuevos planteamientos pedagógicos20. Al hilo de la nueva concepción de la ética y de la política que se abría paso, se fue consolidando un nuevo modelo educativo, marcadamente orientado a la formación humanista del carácter, que permanecería como signo distintivo de la paideia griega21. Los sofistas fueron los abanderados de los cambios pedagógicos, pero la definición del nuevo modelo educativo quedó fundamentalmente en las manos del Platón que polemizaba con ellos, pues les criticaba los excesos de su convencionalismo a la vez que, por el otro extremo, recusaba el anquilosado modelo homérico, que permanecía vinculado al pasado y a sus mitos22.

educativos, no se puede sostener la “inconmensurabilidad” entre ellos, cosa que defiende Kuhn respecto a los paradigmas científicos, que se desplazan unos a otros cuando aparece uno nuevo. Esto cuadra con el hecho de que no solemos hablar de “revoluciones educativas”, sino de “reformas educativas”, pues en el campo de los asuntos humanos, y concretamente de las ciencias sociales que los estudian –como de la filosofía-, no ocurre que un paradigma anterior sea del todo suplantado por uno nuevo que se acepta universalmente. Las cosas son más complicadas por el hecho de que los diferentes paradigmas se hallan vinculados a ideologías subyacentes que, por otra parte, les exceden y de ese modo también prolongan su perdurabilidad. (Sobre estos matices son muy atinadas las observaciones que encontramos en G.H. von Wright, Explicación y comprensión [1971], Alianza, Madrid, 1979, 172, n.12). 19 Cuando hablamos de “primera Ilustración” tenemos presente el diagnóstico filosófico-histórico de la civilización occidental elaborado por M. Horkheimer y T.W. Adorno, La dialéctica de la Ilustración [ed. original 1946], Trotta, Madrid, 1994. 20 Sobre la “educación homérica”, puede verse H.-I. Marrou, Historia de la educación en la antigüedad [ed. original 1955], Eudeba, Buenos Aires, 1970, cap. I. 21 Cf. W. Jaeger, Paideia. Los ideales de la cultura griega [ed. original 1936], FCE, México, 1962. 22 Así se reconoce por los historiadores de la filosofía y de la educación, por más que se ensalce la figura destacada, pero menor, de Isócrates (cf. H.-I. Marrou, Historia de la educación en la antigüedad, op. cit., cap.VII). En cuanto a la confrontación entre Platón y los sofistas, con las repercusiones de sus respectivos planteamientos en el terreno educativo, puede verse la síntesis ofrecida por T. Calvo, De los sofistas a Platón: Política y pensamiento, Cincel, Madrid, especialmente 174 ss.

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No es el momento de ahondar en el inmenso legado de los diálogos platónicos, pero sí podemos permitirnos algunas referencias a ese escrito central entre los suyos que es La República, concebido como un tratado sobre la justicia. Platón, desde una idea de justicia entendida fundamentalmente como “armonía” –relación armónica de los hombres (y las clases sociales) en el seno de la ciudad, a la que ha de ser correlativa la armonía en cada hombre entre cada uno de sus componentes (las tres partes del alma: inteligible, irascible y concupiscible)-, plantea desde un punto de vista normativo cómo ha de ser la organización de la polis. Y es en función de ella como piensa todo lo relativo a una educación que, en definitiva, concibe como educación del ciudadano –la plena humanidad se identificaba con la ciudadanía, de la que por otra parte quedaban excluidos esclavos, mujeres y niños: límites de su época que Platón de ninguna manera sobrepasa-. Al perfilar los objetivos y métodos de su educación para la ciudadanía, Platón se consolida como mentor del paradigma educativo que, desde Grecia, o más exactamente Atenas, acaba instaurándose en la Antigüedad clásica, desplazando al anterior modelo homérico. Se afianza así una profunda reforma educativa frente a la educación tradicional de una cultura mítica que venía de atrás.

En las páginas de la República, Platón se pregunta reiteradamente cómo ha de ser la educación. No deja de hacerlo con cautela, habida cuenta de las dificultades que entraña cualquier reforma educativa –ya hace veinticinco siglos, pues el tema no es nuevo-: “¿Cuál va a ser nuestra educación? ¿No será difícil inventar otra mejor que la que largos siglos nos han transmitido?”23. El objetivo es la formación del carácter, lo que entraña un largo proceso educativo que Platón entiende como “ascensión hacia el ser”, recorrido que identifica con la “auténtica filosofía” –a cuyo final han de llegar los “guardianes”, todos los que se dediquen a la cosa pública-. Se pregunta, pues, aludiendo a la alegoría de la caverna: “¿De qué manera se formarán tales personas y cómo se les podrá sacar a la luz?”24. Se trata, como dice en el capítulo VII, de “liberarse de las cadenas” y “curarse de la ignorancia”, tanto para alcanzar “la verdad con respecto a lo bello y a lo justo y a lo bueno”25, como para ser un “hombre libre”, lo cual ya ha de anticiparse a lo largo del proceso educativo mismo: “no hay ninguna disciplina que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud”26. De principio a fin, los principios en torno a la justicia marcan la pauta, pues “tenemos desde niños [...] unos principios sobre lo justo y lo honroso dentro de los cuales nos hemos educado obedeciéndoles y respetándoles a fuer de padres”27, y en la educación del ciudadano conforme a ellos se hallará la respuesta a la cuestión de “cómo diremos que debe ser ese hombre”28. La enseñanza del verdadero conocimiento y la educación según criterios de justicia verificarán para Platón que “será sabio el hombre virtuoso”29. Éste, por lo demás, será el que realice la justicia en el seno de la ciudad, fuera de la cual no cabe, en la concepción antropológica y sociopolítica de Platón, de carácter marcadamente “comunitarista”, la virtud. Así, quien afirma que “en la ciudad buena era donde precisamente podría hallarse la justicia”, escribe a continuación que “el hombre justo no diferirá en nada de la ciudad justa en lo que se refiere a la idea de justicia, sino que será semejante a ella”30.

Tenemos, pues, un proyecto educativo cuyo objetivo es la formación del ciudadano, configurando su carácter en torno a la virtud y potenciando su entendimiento para el conocimiento de la verdad para el que prepara la filosofía (episteme, en contraposición al mito). El marco educativo es la polis, la ciudad, y el presupuesto pedagógico básico es la armonía individuo-comunidad, desde la

23 La República (trad. J.M. Pabón y M. Fernández-Galiano, Alianza, Madrid, 1990), 376 e. 24 Ib., 521c 25 Ib., 520c 26 Ib., 536e 27 Ib., 538b 28 Ib., 541b 29 Ib., 409e 30 Ib., 434e-435b

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cual se piensa la justicia como categoría ético-política fundamental. Para más señas, la reforma educativa platónica se inscribe en la época de la transmisión del saber que se apoya, no ya en una comunidad con sus rituales y la figura central del chamán o el sacerdote, sino en la figura magistral del sabio de impronta moral –Sócrates no deja de ser la referencia de Platón-, y encuentra su soporte en el texto escrito sobre pergamino y libros artesanales. La escritura, paradójicamente a través de Platón y sus diálogos, cargados de nostalgia de oralidad, da paso a una nueva forma de pensar, mediante una imparable desmitificación, haciendo posible el nacimiento de la filosofía y la aparición de nuevas prácticas educativas31: el paradigma educativo de la “ilustración griega” se consolidará para marcar la tradición occidental durante siglos.

Debemos mucho a los logros conseguidos bajo el paradigma educativo platónico: la transmisión del saber ganado con la potencia de la razón discursiva que opera en la filosofía, la educación moral de la ciudadanía, el horizonte de una sabiduría de índole moral... Pero el modelo arrastra limitaciones que a la postre conducirían a su agotamiento. Una de ellas, derivada de la concepción del conocimiento en la que se basaba, vendría dada por su intelectualismo y su privilegización de la teoría como saber incontaminado por lo empírico, bloqueado para la articulación con la técnica; otra, por la contradicción entre pretensiones universalistas, en el campo del conocimiento y en el ámbito moral, y realizaciones muy recortadas por particularidades excluyentes –por ejemplo, cuando en el ámbito político no contaban esclavos, mujeres y niños-.

Hay razones para pensar que el modelo platónico de educación encuentra continuidad más allá de la Antigüedad clásica. En el marco del teocentrismo de la cristiandad medieval, a partir del pensamiento de Agustín de Hipona, cuando un cristianismo helenizado que se apoyó en Platón antes de “bautizar” a Aristóteles se convirtió en marco ideológico del mundo occidental tras la caída del Imperio romano, el paradigma educativo de cuño platónico se vio sometido a un fuerte reciclaje. Sus elementos básicos se reelaboran desde mentalidad teocéntrica, manteniéndose el orden estructural: la comunidad de referencia deja de ser política para ser religiosa –situándose tras la imagen de la “Ciudad de Dios”-, la justicia se ve reemplazada por la gracia en un cristianismo espiritualizado –coartada de una Iglesia mimetizada con el “orden temporal”- y el hombre virtuoso pasa a concebirse en términos del hombre salvado. El lugar de la filosofía lo ocupa la teología como saber apoyado en una revelación divina, y la sabiduría de los filósofos cede el puesto al magisterio ejercido por el clero. Queda lejos la Academia y proliferan los monasterios. Luego llegan las universidades, anunciando bajo régimen teocrático gérmenes de secularización que anticipan el Renacimiento... Pero esa pervivencia del viejo paradigma bajo la férula del teocentrismo se prolongará hasta finales de la Edad Media. Por el camino, se asimila el dualismo de extracción griega, pero, por otro lado, aun con notable etnocentrismo, se gana en perspectiva igualitaria y universalista, aunque recluyendo lo ganado en terrenos ideológicos muy acotados.

b) Reforma de la “escuela moderna” A partir del “giro antropológico” del Renacimiento empieza a fraguar un nuevo paradigma. En la filosofía moderna será el paradigma de la conciencia, que tiene en Descartes su momento constituyente. La centralidad del sujeto pensante, reforzada desde la primacía atribuida a la conciencia por el principio del cogito, se inserta en un contexto cultural en el que se produce el nacimiento del individualismo propio de las sociedades burguesas emergentes, el inicio del capitalismo, la aparición del Estado nacional, el avance del proceso de secularización -consolidando la distinción entre razón y fe y la separación entre Iglesia y Estado-, el despegue de la ciencia experimental, la elaboración filosófica del racionalismo y su reverso intelectual, el empirismo... Y así se configura todo un mundo

31 Iluminadora al respecto es la obra de G Colli, El nacimiento de la filosofía[ed. original 1975], Tusquets, Barcelona, 1977.

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nuevo que encuentra en el Nuevo Mundo de América el ensanchamiento de las fronteras de lo conocido y a unos otros desconocidos, a los que se considera ajenos a la civilización y que al ser calificados como “bárbaros”, o peor, “salvajes”, quedaron expuestos a la declarada “legítima” colonización de sus tierras y al aplastamiento de sus culturas, cuando no al genocidio. El universalismo de la reflexión filosófica sobre la naturaleza humana y la altura de las reflexiones iusnaturalistas sobre la dignidad de todo hombre no lograron frenar ni el expolio ni la destrucción provocados por las nuevas formas de imperialismo. Comenzaba lo que hoy llamamos globalización...

Los impulsos de la Modernidad desembocan en la Ilustración, la Ilustración propiamente dicha, la del siglo XVIII, que en relación a aquella primera del mundo griego podemos denominar “segunda Ilustración”. Es el momento en que el pensamiento utópico se expresa en clave de filosofía de la historia y en que la idea de progreso cataliza los empeños emancipadores de la razón ilustrada, los cuales, desde la autonomía del individuo afirmada desde la razón práctica al modo kantiano, se proyecta a las metas intrahistóricas de una “sociedad racional” –que después planteará la entonces emergente tradición socialista como “sociedad sin clases”-. Y en el marco de esta “segunda Ilustración” tiene lugar el segundo gran momento de reforma educativa, esto es, la aparición y posterior consolidación de un nuevo paradigma, el paradigma educativo de la modernidad, del cual podemos decir que tiene en la escuela su centro de gravedad y que desde él estructura todo un entramado institucional al que llamamos sistema educativo. La cabeza visible del nuevo paradigma es, sin duda alguna, Jean-Jacques Rousseau.

El autor del Emilio, o de la educación, obra publicada en 1762, no sólo es un pensador original, sino un personaje muy singular, tan singular que su peculiar desubicación social le presta un punto de vista especialmente idóneo para desarrollar un pensamiento marcadamente crítico con la realidad social de su tiempo. En ese sentido, Rousseau es un ilustrado que aplica a la Ilustración la razón crítica que ella aupaba32. Por ello, el pensador ginebrino es especialmente duro en la crítica de las instituciones -y con más énfasis aún en lo que se refiere a la propiedad-, a las que considera, tal como de hecho han venido a configurarse tras siglos de historia, corruptoras de la naturaleza humana, pues acaban pervirtiendo sus mejores posibilidades. No obstante, el Rousseau que mirando hacia el pasado es un pesimista histórico, en cuanto al futuro se nos presenta como un optimista antropológico. Piensa que la humanidad no está perdida, que la realidad social puede regenerarse y la historia reconducirse. Para ello es clave acabar con la desigualdad, como propone en su discurso Sobre el origen de la desigualdad entre los hombres; es fundamental encarrilar de manera radicalmente democrática el orden social, como expone en El contrato social al promover un nuevo enfoque republicano de la política subrayando el valor de una ciudadanía participativa; o es conveniente conducir la institución matrimonial de otra manera, según podemos leer en La nueva Eloísa. Pero la piedra angular de todo el edificio que diseña está en la educación. Como buen ilustrado confía en las posibilidades de la educación para que la humanidad dé de sí lo mejor de sí misma, claro está que mediando una reforma en serio que encauce la educación por cauces en los que no se pervierta la naturaleza humana. Como buen heredero de Descartes, también Rousseau, aun dejando atrás el racionalismo con su revalorización de los sentimientos y de las pasiones, insiste en le necesidad de un buen método: se trata de método pedagógico.

El influjo de Rousseau llega directamente hasta nosotros. La pedagogía contemporánea se mueve todavía, básicamente, dentro del paradigma rousseauniano. Basta rastrear las líneas maestras de su pensamiento por las páginas del Emilio para corroborar que nuestras ideas fundamentales en torno a la educación provienen de ellas. En esa obra crucial, su autor nos presenta la educación como el “arte

32 Una buena visión global del pensamiento de Rousseau la seguimos encontrando en R. Grimsley, La filosofía de Rousseau [ed. original 1973], Alianza, Madrid, 1978.

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de formar hombres”33, lo cual supone, por una parte, que “nacemos capaces de aprender”34, y, por otra, que se puede enseñar el “oficio de vivir”35. Todo ello implica un punto de vista normativo o perspectiva moral conforme a la cual se orienta la educación como “proyecto” –el hombre es criatura inacabada, y de él depende su trayectoria- que tiene por objeto el “cultivo” de lo humano36. Tal cultivo ha de tener en cuenta todas las dimensiones de la realidad humana: razón y sentimientos, individualidad y socialidad, dotes naturales y herencia cultural... Aunando todo ello, “la obra maestra de una buena educación –señala el padre de la pedagogía moderna- es hacer un hombre razonable”37, pero en esa tarea de humanización no hay que quemar etapas, sino –como subraya de continuo Rousseau, anticipándose a Piaget- acompañar al niño en la maduración de sus capacidades. Tal es la paciente vía de una educación que además de la instrucción –planteada desde la necesidad de “aprender a juzgar bien”38- es progresiva “educación en la virtud”39 –impensable al margen de los hábitos y las pasiones que se configuran en torno al carácter40-. Para lograr sus objetivos hay que inducir el aprendizaje de la compleja articulación de exigencias de libertad y anhelos de felicidad. El hombre de la Modernidad no puede concebir la educación sino como educación para la autonomía, consistente en “preparar con tiempo el reino de su libertad y el empleo de sus fuerzas, dejando a su cuerpo el hábito natural, poniéndolo en condiciones de ser siempre dueño de sí mismo, y de hacer en todo su voluntad tan pronto como tenga una”41. Pero no hay que olvidar que el hombre es ser social, que la naturaleza pone a todos en situación de igualdad y que, por tanto, hay que aprender a “vivir libre” a la vez que a ejercitar las “virtudes sociales”, de todo punto necesarias en el seno de unas relaciones en las que el hombre ha de afirmarse como ser moral42. Todo ello es lo que se desprende de la doble condición de “hombre y ciudadano”43 de un sujeto para quien el primer deber es “ser humano”44. La tarea educativa, cuya complejidad reclama un método adecuado, necesita por tanto ser esclarecida y orientada por un saber a la vez pedagógico y moral que el mentor del paradigma educativo moderno concibe como “ciencia de los deberes del hombre”45.

Es fácil reconocer en esas propuestas rousseaunianas muchos de los planteamientos que siguen inspirando nuestras prácticas educativas. Su modelo educativo, pensado como proyecto para la formación integral del hombre, sigue siendo referente imprescindible. La confianza ilustrada de Rousseau respecto a las posibilidades de la educaión, se puede decir que demasiado optimista en cuanto a las potencialidades positivas del hombre vinculadas a una buena voluntad que se supone en demasía, llega hasta nosotros. El empeño de una educación orientada a la vez por exigencias de libertad y requerimientos de igualdad, mientras que también se propone capacitar para el ejercicio de una razón crítica a la vez que madura la afectividad y acompasar demandas del individuo y condiciones de una vida social moralmente orientada..., es el empeño pedagógico de un Rousseau que a la vez que gran filósofo de la educación es teórico radical de una democracia de corte republicano. Ciertamente, todo muy próximo a nosotros, al fin y al cabo herederos no sólo de la Ilustración, sino también de la Revolución francesa que tuvo en la obra del ginebrino una de sus principales fuentes de inspiración.

33 Emilio, o de la educación (trad. de Mauro Armiño), Alianza, Madrid, 1990, 28 y 35. 34 Ib., 68 35 Ib., 40 36 Cf. Ib., 30 y 34 37 Ib., 107 38 Ib., 274 39 Cf. Ib., 101 40 Cf. Ib., 272 ss. 41 Ib., 71 42 Cf. Ib., 278 ss. 43 Cf. Ib., 258 44 Cf. Ib., 92 45 Cf. Ib., 54

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Tras las huellas de Rousseau se configura la pedagogía moderna, la que con su aliento inspira un sistema educativo organizado estructuralmente en torno a la escuela, como espacio de formación para individuos cuya existencia social transcurre en un marco que ya no es el de las antiguas comunidades. La realidad social se teje entre los polos societarios del Estado nacional y el mercado capitalista, por una parte, y los polos comunitarios de religiones y familias, por otra: forman unos ejes de coordenadas en cuyo entrecruzamiento se sitúa una escuela que se apoya sobre el libro de la galaxia Gutenberg, ya muy lejana de la Academia platónica, con sus diálogos recogidos en libros artesanales. Se trata, además, de una institución escolar tendencialmente pensada para una educación universal y de corte igualitario –el igualitarismo refuerza las pretensiones universalistas, por más que los hechos vayan muy por detrás de la tendencia que el pensamiento impulsa-. Y cabe recordar que las ideas de Rousseau en torno a una “religión civil” dibujan también la trayectoria de una escuela que deja de ser confesional para abrirse como espacio de la educación laica en la que todos puedan aprender el doble oficio de ser hombres y ciudadanos a un tiempo.

Rousseau, como después Kant -y no sólo en su Pedagogía, sino en toda su obra, en la que la educación, como formación de un “hombre libre”, es considerada clave desde su ética y su filosofía de la historia46-, como también otros ilustrados cuales, por ejemplo, Schiller o Lessing, era muy consciente que el proyecto de la modernidad, tal como se elaboraba en la Ilustración, gravitaba sobre la educación. La sociedad políticamente organizada en Estado que aspiraba a ser democrático (según Rousseau) no podía desentenderse de ningún modo de la educación; todo lo contrario, había de ser su indiscutible prioridad para mantener un contrato social del que dependían los frutos de autonomía y justicia que habían de madurar en el ámbito político a partir de las semillas de libertad portadas por la naturaleza humana. La educación se afirma como via regia de los proyectos emancipadores de transformación social y cambio político, además de cauce para el proyecto individual de cada cual en cuanto a autorrealización personal (felicidad).

Pero a lo largo de la experiencia de la modernidad se evidencia que la educación no lo puede todo, a la vez que se constata que el paradigma pedagógico de extracción rousseauniana lleva dentro tensiones que, en tanto no se resuelven, acaban generando contradicciones que se vuelven contra el modelo educativo que a él se debe. El paradigma de la reforma educativa impulsada por la Ilustración moderna también cuenta, pues, con importantes limitaciones. La educación moderna aspira a la formación integral de la persona, capacitándola para su plena autonomía como sujeto y encaminándola a su más plena autorrealización, mas por otra parte es una educación que se organiza como sistema, o mejor como subsistema del sistema social en función de los requerimientos políticos del Estado, de las necesidades de cohesión de la sociedad y de las demandas económicas del mercado. Se trata de dos líneas que a veces se encuentran, pero que con frecuencia se separan y a veces se oponen, lo que ocurre sobre todo cuando el sistema educativo lleva la socialización a extremos muy utilitaristas desde el mercado, o muy autoritarios desde el Estado, por ejemplo. La escuela –como se aprecia por la mirada crítica de Foucault- se convierte entonces en la institución disciplinaria de carácter moderno que es parte importante de la represión culturalmente organizada para mantener el orden social. Es cuando tales situaciones llegan más lejos cuando aparece la contradicción interna al sistema entre sus objetivos universalistas y sus límites particularistas. Se trata de formar al hombre y al ciudadano, pero no todos en una sociedad son “igualmente ciudadanos”, por lo que a la postre resulta que no todos cuentan con las mismas posibilidades de desarrollar sus potenciales humanos. Tales contradicciones son las que el sistema ha tratado de corregir cuando se ha ido configurando como sistema educativo universal, con enseñanza obligatoria, etc., pero de manera tal que las correcciones intentadas por un

46 La reconocida deuda de Kant con Rousseau se explicita especialmente en sus planteamientos sobre educación: “Kant confiaba a la educación –junto con el gobierno y la religión- un papel destacado en el ‘plan’ normativo que habría de servir de ‘hilo conductor’ hacia una civilización y un progreso sin desviaciones fatales” (J. Rubio Carracedo, “Rousseau en Kant”, en J Muguerza y Roberto Rodríguez Aramayo (eds.), Kant después de Kant, Tecnos, Madrid, 1989, 354.

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lado se veían recortadas en sus efectos por nuevas contradicciones que aparecían por otro –entre enseñanza pública y enseñanza privada, llevando al terreno educativo las tensiones entre una sociedad civil (de clases, pongamos por caso) y un Estado que pretende legitimarse según principios universalistas (aunque en los hechos queden lejos de aplicarse con criterios igualitarios)-.

En el fondo el sistema educativo moderno acusa la tensión interna entra una modernidad que se entiende a sí misma fundamentalmente desde la razón moral, pero que luego se realiza a través de procesos de modernización en los que prima la razón instrumental o estratégica, dejando de lados los fines, incluso los públicamente proclamados. Las vías tecnoeconómicas, en contexto capitalista, por las que avanzan los procesos de modernización obligan a dejar en la cuneta lo que el cálculo de beneficios o la lógica que imponen los medios hacen que se considere como estorbo. Eso llega a extremos tales como, en la práctica educativa, marginar afectos y sentimientos, por más que la retórica al uso hable de educación con pretensiones de integralidad. La fragmentación del saber corre a la par que la escisión del sujeto y que la división en clases de la sociedad, quedando para la melancolía pedagógica el recuerdo impotente de un ideal educativo al servicio de la persona en su conjunto, de la sociedad como un todo armónico o del saber como un edificio unitario. Baste recordar los efectos en educación de una especialización creciente del saber, no compensada de modo suficiente por otras vías, sino al revés, ahondados por un “especialismo” creciente que encontró su primera manifestación en la ya rancia separación entre ciencias y letras.

No cabe duda de que la “escuela moderna” tuvo un papel innovador y muy fructífero en los procesos de modernización, justo como institución representativa de la modernidad frente a un pasado que aún se hacía notar con un peso muy conservador. Como señala el pedagogo argentino Juan Carlos Tedesco, la misma confianza en la educación y en la “educabilidad” de las personas era algo distintivo de la modernidad47. Mas precisamente eso es lo que se ve zarandeado en la postmodernidad, tiempo de crisis en que también se constata en educación “el agotamiento del paradigma de la modernización”48. A la ya señalado sobre el cuestionamiento por múltiples frentes de la modernidad generada por la cultura occidental en los últimos siglos, hay que sumar la incidencia en el ámbito educativo de los cambios políticos que afectan al Estado, de las transformaciones sociales que repercuten en la familia y las iglesias, y de las profundas remodelaciones del mercado, más la “revolución de las nuevas tecnologías” con todo lo que arrastra, para contemplar una situación nueva en la que el modelo encarnado en la escuela propia de la modernidad se halla seriamente en entredicho. Tedesco lo expresa así:

“Este modelo ha entrado en crisis porque la familia ya no cumple como antes su papel, porque la sociedad y la economía exigen roles cambiantes y un desempeño que compromete el conjunto de la personalidad y no sólo la competencia técnica, y porque las propias aspiraciones de los ciudadanos demandan una atención más personalizada. La disociación entre desarrollo integral de la personalidad y competencias técnicas para el trabajo impuestas por el modelo fordista de producción está desapareciendo, así como los criterios clásicos de representación y de participación ciudadana”49.

La situación es complicada porque si, por un lado, se exige una educación en la que se articulen mejor exigencias de conformación de la personalidad y requerimientos de competencia profesional, por ejemplo, resulta que, por otro lado, aparecen nuevas escisiones, como la que se profundiza entre quienes ven que su etapa formativa desemboca en una ubicación social adecuada, vinculada a un trabajo digno, y aquellos otros que ya ven abortado su proceso educativo por su 47 Cf. J.C. Tedesco, El nuevo pacto educativo. Educación, competitividad y ciudadanía, Anaya, Madrid, 1995, 34. 48 Cf. Ib., 119 ss. 49 Ib. , 125

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ubicación en un lugar social subalterno a la que le atará más un trabajo precario o, aún peor, la caída en zonas de marginalidad. Así, la llamada “divisoria digital” presenta, según las posibilidades de acceso y aprovechamiento de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, una nueva forma de desigualdad social que afecta al ámbito educativo y, en parte, también se reproduce desde él si no se hace todo lo posible para evitarlo.

Pero, con todo, profundizando hasta el fondo de la cuestión, en la actual crisis de la educación, atravesando síntomas periféricos y contradicciones más vinculadas a coyunturas sociohistóricas concretas, el problema de la educación contemporánea, en el que se hace patente el cuestionamiento de raíz al que se ve sometido el paradigma moderno, es, como bien dice Tedesco, la “ausencia de sentido”, lo que hemos llamado perder el hilo en la transmisión de sentido que, más allá de la enseñanza de determinados contenidos, ha de suponer la práctica educativa que cada generación tiene que hacer con las que le siguen:

“La crisis de la modernización basada en el dominio unilateral de la racionalidad ha provocado lo que se percibe como ausencia de fines, ausencia de sentido hacia el cual orientar la acción social. La inseguridad acerca del destino de las trayectorias tanto sociales como individuales constituye uno de los rasgos más visibles de la actual sociedad. Esta carencia es particularmente importante para la educación, ya que pone en crisis la creencia según la cual tenemos algo que transmitir a las nuevas generaciones y, además, queremos hacerlo”50.

La dificultad para transmitir un sentido que parece haberse esfumado es el problema de fondo

de una educación que hoy ya necesita sin dilaciones replantearse desde un nuevo paradigma.

c) Reforma de la educación en la postmodernidad No vamos a insistir en el perfil que presenta la postmodernidad, cuyos rasgos nos permiten referirnos a nuestro tiempo con esa denominación. Recordemos una vez mas, no obstante, que es una época de incertidumbres en la que el entramado institucional e ideológico de las sociedades modernas se ve sometido a revisión. La historia de esas sociedades –al fin y al cabo la historia de Occidente, arrastrando consigo a toda la humanidad-, con todo lo ocurrido a lo largo del siglo XX en cuanto a destrucción bélica, regímenes totalitarios, campos de concentración, genocidios, catástrofes ecológicas..., suministra, a pesar de los logros positivos que puedan computarse por otro lado, motivos de sobra para cuestionar el progreso, la fe en la razón, la inocencia de nuestra tecnología, etc. No debe coger de sorpresa la crisis de la modernidad. Ésta, viniendo de atrás, se ve además acentuada en las últimas décadas del siglo recién despedido, desde que el informacionalismo como nuevo paradigma tecnológico desplaza al viejo industrialismo y propicia una nueva fase del capitalismo: la del capitalismo financiero que se desarrolla en la nueva escala del mercado global. Ese marco de nuestras realidades planetarias es en el que ahora nos movemos, en una situación de interdependencia en la que no hay ningún “afuera” sobre el que descargar nuestros restos o nuestros excedentes –como hacía la modernidad en sus procesos de modernización, echando fuera lo sobrante, expandiendo mercados o colonizando sociedades-. La insistencia en un “mundo sin fronteras” es sintomática, a pesar de las fronteras que siguen existiendo y que muestran lo que de retórica bienintencionada tiene ese lema, de dos caras interrelacionadas de la facticidad de nuestro mundo: el mercado (de capitales) omnipresente es lo único que existe de hecho sin fronteras, llevando la dinámica tecnoeconómica hasta el límite, porque ya no hay más fronteras que rebasar. Está claro, pues, que nuestro marco de referencia no es la comunidad de la polis, ni la sociedad organizada estatalmente, por más que siga habiendo comunidades y Estados.

50 Ib., 124

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Un mercado global, que interrelaciona a todos a la vez que excluye a las mayorías, sociedades con nueva estratificación de clases y con la pluralidad más compleja de su multiculturalidad, el despegue de la información y la comunicación –sobre las bases de las llamadas nuevas tecnologías- como fuerzas productivas de primera magnitud con enorme potencia de modelamiento cultural, que a los optimistas les hace hablar optimistamente de la “era de la información” o de la “sociedad del conocimiento”, son los nuevos vectores que configuran esta época postmoderna en la que la educación está convocada a una profunda revisión de sus pautas, objetivos y métodos.

Ya anticipamos la crisis del sistema educativo, que se concentra de manera especial en la acumulación de interrogantes en torno a la escuela como institución central, al papel del profesorado, a los métodos y contenidos de lo que hay que enseñar, a los medios para incentivar y orientar el aprendizaje, a los valores en función de los cuales hay que poner en práctica todo ello, al sentido, en definitiva, que cabe transmitir. Se nos impone la evidencia de que el paradigma educativo de la modernidad se nos ha descompuesto y que, en consecuencia, hace falta instaurar uno nuevo que nos permita articular respuestas a cuestiones claves como éstas:

- cómo articular los saberes, para lograr un conocimiento crítico que es más que mera acumulación de información;

- cómo utilizar las nuevas tecnologías sin fetichismo tecnológico; - cómo enseñar ciencia, sin cientificismo;

y avanzando más hacia el núcleo de la tarea educativa, podemos seguir cuestionándonos:

- cómo estructurar la propia personalidad sin egocentrismo insolidario; - cómo realizar el aprendizaje de la convivencia sin regresiones autoritarias o gregarias.

La pregunta crucial es cómo transmitir sabiduría en torno al sentido de la humanidad compartida en que todos podamos reconocernos. No es exagerado decir que nos haría falta una figura profética como la de Rousseau en el siglo XVIII, o un magisterio humanista como el de Platón en la Antigüedad –tras Platón latía la herencia de Sócrates-; no es descabellado pensar que en tiempos de postmodernidad habría que acometer una “tercera ilustración”, que recogiera la herencia inacabada de la modernidad para reorientar sin las perversiones acumuladas los procesos de modernización, incluidos los que habrían de tener por objeto las instituciones y prácticas educativas. En todo caso, no cabe pensar que estamos bajo mínimos con todo por hacer; van despuntando tenuemente los esbozos de un nuevo paradigma educativo, pero aún falta mucho para que se perfile el nuevo modelo que andamos buscando. Entre tanto, conviene no perder de vista algunas lecciones de la experiencia histórica. Una de ellas es que en todos los casos de reformas educativas, éstas se han incoado respondiendo a situaciones nuevas, socialmente complejas, en las que transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales han modificado sustancialmente la realidad. Es decir, en educación las reformas no son gratuitas o azarosas, pues en terreno tan difícil y sensible se está lejos de innovar por la innovación misma. En esas nuevas situaciones se abrían siempre posibilidades también nuevas, con vías inéditas de actuación, que son las que pasan a explorarse también desde nuevos métodos pedagógicos y recursos didácticos modificados o, sencillamente, antes inexistentes –como el libro en determinados momentos, o el ordenador y la informática en la actualidad-. Pero hay que subrayar que las reformas en todos los casos han tenido sus límites. Nos referimos a límites estructurales respecto a lo que en cada caso estaba a su alcance conseguir. Tales límites han inducido que las reformas quedaran por detrás de sus objetivos, cuando no ha resultado que se han acrecentado ciertas limitaciones a partir de dichos límites, sobre todo cuando un voluntarismo excesivo ha impedido reconocerlos. Es más, la tensión entre posibilidades reales y

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límites estructurales ha derivado, cuando no se ha trabajo bien esa misma tensión, hacia contradicciones fuertes, que se vuelven contra los objetivos de la educación o la lógica del sistema con que se pretende hacer viable la consecución de sus objetivos –por ejemplo, la contradicción entre una educación moral de carácter universalista y una “educación” en los hechos cortada por el molde de las desigualdades de clase o los meros requerimientos del sistema económico-. A la luz de la experiencia acumulada, en tanto se conforma un nuevo paradigma que hoy echamos en falta, podemos contar con algunas conclusiones provisionales que hay que tener presente en nuestro debate. Así, sabemos que la educación es clave y fundamental, sin ella social y culturalmente no se consigue nada (en términos de verdadera humanización), pero a la vez hay que subrayar que sólo con ella tampoco se va muy lejos. Es decir, es imperdonablemente “idealista” plantearse los cambios socialmente necesarios sólo desde la educación, como es tremendamente ingenuo planteárselos sólo en la educación. Por tanto, es necesario ser conscientes de las posibilidades y límites con que se halla confrontada la acción educativa en cada caso, y ello atendiendo a las diferentes escalas de la realidad (interpersonal, familiar, comunitaria, social, política, planetaria).

Atendiendo a la realidad, hoy contamos, por ejemplo, con las amplísimas posibilidades que presentan las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, pero también es obligado ser conscientes de sus límites y, para ser más concretos, de su ambigüedad y de su ambivalencia. Por todo ello es muy importante analizar qué hacer en educación, con qué objetivos y con qué medios, al igual que es imprescindible analizar desde qué condiciones. Así, apuntando a la realidad en la que estamos inmersos, de nada sirven buenos discursos acerca de la tan urgente como importante educación intercultural, si no la hacemos viable en el marco de una “política de la interculturalidad”: no es posible un efectivo diálogo intercultural, tampoco en el medio escolar, si quienes han de protagonizarlo se hallan en posiciones terriblemente asimétricas, por no darse el mínimo de condiciones de vida digna –esto es, por vivir en condiciones económicas de explotación laboral, condiciones sociales de marginación, condiciones políticas de falta de reconocimiento de derechos humanos, etc-.

3. Contrarreformas antieducativas desde el discurso neoliberal de la “calidad” En los actuales tiempos de mudanza, una manera de reaccionar a la percepción generalizada de que la educación se encuentra en crisis es afrontarla de forma regresiva, en vez de ir entretejiendo dialógica y pacientemente los mimbres de lo que puede desembocar en una auténtica reforma educativa inspirada en un nuevo paradigma. Sin ir más lejos, es lo que está ocurriendo en España con el atropellado debate sobre la Ley de Calidad propuesta por el Gobierno del Partido Popular. En este caso, a la presentación del anteproyecto de la ley le ha precedido toda una campaña tan inteligente como interesadamente planteada de desprestigio de la reforma impulsada por la LOGSE y de injusta descalificación del sistema educativo español en general. Como se partía de la experiencia previa de lo ocurrido con el sorpresivo anuncio, fugaz tramitación parlamentaria y atropellada aprobación mediante “rodillo parlamentario” de la Ley Orgánica de Universidades, justificada a costa de acusaciones masivas de endogamia en el profesorado, de descalificaciones sumarias de los rectores de las universidades públicas españolas, de menosprecio de la docencia y la investigación que dignamente se llevan a cabo, de infravaloración del alumnado..., cuando llega el momento que se estima adecuado para acometer la “contrarreforma” que ha de acabar con la LOGSE no se escatiman esfuerzos para la argumentación falaz, el análisis sesgado y la más descarada propaganda contra la realidad de la educación en España. Los métodos son tales que es obligada su denuncia aun a riesgo de parecer que se dejan atrás los modos usuales de la argumentación en el ámbito académico. La injusticia del ataque es tal que queda excusada cierta vehemencia en la respuesta. En todo caso, lo que cuenta es la fuerza de los argumentos. Hay que insistir en no olvidar que la anunciada Ley de Calidad es contra la LOGSE. Ya hicimos un apretado balance de lo que ha supuesto la LOGSE, del análisis que es necesario hacer de

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ella en cuanto proyecto educativo, en cuanto reforma legal y en cuanto realización efectiva, con logros y déficit. Como proyecto, su positiva intención de respuesta a una situación de crisis la valoramos como necesaria, pero insuficiente –cabe apreciar que la LOGSE no tuvo en cuenta ciertos límites fácticos, y de ahí su “idealismo” y su parálisis ante contradicciones aparecidas en su implantación-. Como reforma, fue ampliamente debatida, recogiendo aportaciones de movimientos pedagógicos de amplia trayectoria, pero en los hechos ha acusado un insuficiente seguimiento crítico. Respecto a logros, como dijimos, no hay que escamotearle los que le corresponde en cuanto a extensión de la educación obligatoria, atención a la diversidad, replanteamiento del curriculum, democratización de los centros, etc. Mas son esos logros los que se ven distorsionados por un mal enfoque del llamado “fracaso escolar” –hay ciertos niveles de fracaso, pero no de modo generalizado como interesadamente se quiere hacer desde criterios infundados y datos muy cuestionables, manejados arbitrariamente-, al igual que también se ocultan tras la demagogia respecto a problemas reales de convivencia escolar en determinados centros y zonas, pero que son magnificados como una “violencia escolar” cuya ola llegaría por igual a todos los rincones del sistema educativo –atención: en la vertiente de la enseñanza pública-. Es verdad, por lo demás la existencia ya comentada de dificultades de financiación, mas no se deben sólo a eso las insuficiencias detectadas.

Pero en todo caso, lo que se muestra a las claras en una campaña anti-LOGSE que pasa por encima de matices, de análisis serios, de debates pedagógicos, de discusión pública serena, es que ha sido desatada por una derecha política que de ninguna manera ha “digerido” esa ley, desde que se opuso a ella en solitario cuando se debatió en las Cortes. Igualmente se nota en demasía que ha sido una ley aceptada de mala gana por una derecha social y económica que, cuando ve que le estorba, la recusa a las claras. Para colmo, ha sido una ley que ha terminado siendo muy contestada por significativos sectores del profesorado –afectados en sus intereses y expectativas, no suficientemente formado para lo que la reforma exigía, y con escasa motivación para soportar los desajustes que a veces se han producido en la aplicación de la reforma por su lado más duro (indisciplina, indolencia del alumnado, comportamientos agresivos...). A todo ello, ahí están los padres, en muchos casos con pretensiones que obviamente trasladan a sus hijos y que apuntan en dirección opuesta a los objetivos de la reforma LOGSE y a sus valores básicos. Resulta así en conjunto que, con ocasión de los problemas aparecidos en la implantación de la LOGSE o de los que ésta no soluciona –los cuales de ninguna forma hay que negar, ocultar o minimizar-, se aprovecha la coyuntura para impulsar sin miramientos una contrarreforma en dirección opuesta que no atiende a los problemas planteados en educación, sino a objetivos políticos e intereses sociales que se mueven en otra órbita.

No hay que ser muy avezado en análisis político para darse cuenta de la motivación

estrictamente política de una “contrarreforma” que es notoriamente ideológica y para nada pedagógica. ¿O –preguntemos- qué concepción de la educación hay detrás, qué elaboraciones teóricas avalan el anteproyecto de Ley de Calidad? Y cuando decimos que se trata de contrarreforma ideológica, hablamos de “ideología” en el sentido marxiano de la expresión, es decir, nos referimos a la ideología como discurso articulado socialmente y que, bajo la apariencia de explicación de la realidad, su verdadera función es la de encubrir, justificar y legitimar esa realidad –en este caso la realidad de una política educativa en la que la Ley de Calidad se inscribe como elemento crucial-.

Lo que se esgrime en defensa de tal ley es la necesaria calidad educativa que habría que

conseguir una vez que ya no es objetivo político la extensión cuantitativa del sistema educativo. Acompaña a tal justificación la sutil apreciación que se induce con ella acerca de que ha sido esa extensión cuantitativa lo que ha menguado la calidad del sistema, algo que se da a entender, pero que no llega a explicitarse, y menos aún a demostrarse. Eso pertenece a lo que el discurso oficial deja encubierto en la penumbra, porque quienes lo formulan representan a sectores sociales que, incluso habiéndose beneficiado hasta ahora del sistema, ahora demandan otras cosas, las cuales se formulan en términos de “calidad”. Pero si esa calidad se pretende como contrapartida a la universalización, ésta se está cuestionando, en definitiva por el hecho de que con ella colisionan los “intereses de clase” de quienes rechazan enfoques igualitarios –a lo sumo todo queda en invocación retórica de “igualdad de

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oportunidades”-, para buscar nuevas ventajas asimétricas desplazando una vez más las desigualdades hacia arriba –que es, por lo demás, lo que siempre ha hecho el sistema educativo51-.

Ante la Ley de Calidad –que mejor haríamos en referirnos a ella como “Ley Castillo”, en

referencia a la ministra que la promueve, para no conceder de entrada más de la cuenta en cuanto a la calidad invocada-, tal como se presenta políticamente y se apoya socialmente por determinados sectores, se verifica la hipótesis de que la “mayoría satisfecha” rechaza la igualdad. No es para extrañarse, ya que forma parte de la “cultura de la satisfacción” el hecho de que quienes se han beneficiado de políticas sociales, alcanzado ciertos logros que se han traducido en su ascenso social, pasen a defender su status y modo de vida, conservando posiciones incluso frente a los meros intentos de que sean más quienes las compartan52. Por lo demás, a la “cultura de la satisfacción” de sociedades acomodadas, a veces, como es el caso de la sociedad española, con un marcado tono de “nuevos ricos”, se suma un notorio vacío en cuanto a proyectos educativos, correlativo a la crisis de proyectos políticos. Es este vacío el que –como atinadamente señala Gimeno Sacristán- “ha sido ocupado por las demandas de los sectores sociales más activos y por el mercado”53.

No cabe duda de que la propuesta neoliberal en torno a la calidad encuentran eco en la actual

“mayoría satisfecha” que en España busca traducción a sus expectativas a través de la derecha política que encarna el Partido Popular. Pero es una mayoría en gran parte inconsciente a la que habrá que advertir que no todos los que se incluyen en ella podrán disfrutar en igual medida y por el mejor lado de las ventajas que esperan de la contrarreforma en marcha: no todos los alumnos, hijos de esa supuesta mayoría, van a caer en el mejor de los itinerarios, no todos los profesores van a estar colocados en los mejores centros –y los habrá de primera, segunda y tercera categoría, incluso en la red pública-, no todos los padres van a amortizar con el mismo éxito sus inversiones en “capital humano” o a ver cumplidas sus expectativas en igual medida –comenzando por el hecho de que no todos podrán elegir centro con las mismas oportunidades, ¡faltaría más!-. A la postre, desengañados muchos, quizá conserven lucidez y coraje para reconocer que las “mayorías satisfechas” siempre se resuelven en “minorías dominantes”.

A partir de los contenidos ya conocidos de la previsiblemente futura Ley de Calidad se puede

argumentar con fuerza que, efectivamente, es una ley profundamente regresiva. Es más, traduce al plano normativo del derecho una actitud retrógada que no es nueva. Como afirma Álvaro Marchesi con acierto, “la sociedad ha cambiado pero se añora la educación del pasado”54. Claro es que esa nostalgia la incuban y alientan los sectores sociales dominantes, que consiguen mediáticamente hacerla pasar como propia de la sociedad en su conjunto. Ocurre, además, que en este caso ni si quiera se disimula que se pretende una vuelta atrás, recuperando pautas ya extinguidas (oposiciones a cátedras de instituto) e incluso una terminología que en su mismo uso no deja ver que es de hecho imposible que las cosas vuelvan a ser como antes (terminología de la “reválida”, induciendo a las mentes incautas de personas mayores de cuarenta años que la reválida que se implante será como las que ellas hacían en su cada vez más lejana adolescencia).

El carácter regresivo de la ley que se proyecta queda bien perfilado por las características que

se desprenden de su articulado. Se trata de un planteamiento socialmente segregador, insistente en métodos de selectividad previsiblemente con fuertes consecuencias discriminatorias, como se desprende de la forma en que se anuncia la mencionada reválida –inteligentemente expuesta como recambio de unas pruebas de selectividad que desaparecen, mas para potenciar sutilmente la selección-, y aún más como se ve venir desde el diseño de los “itinerarios” –respecto de los cuales se trata de hacer ver, distorsionando cínicamente las cosas, que son al fin y al cabo un mejor forma de atender a

51 Cf. M. Fernández Enguita, La escuela a examen, Pirámide, Madrid, 1997, 67 ss. 52 Sobre este punto puede verse J.K. Galbraith, La cultura de la satisfacción, Ariel, Barcelona, 1992. 53 J. Gimeno Sacristán, Educar y convivir en la cultura global, Morata, Madrid, 2001, 25. 54 A. Marchesi, Controversias en la educación española, Alianza, Madrid, 2000, 234.

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la diversidad-. Vuelve a aparecer en escena una justificación meritocrática de todo esto que, tras una fachada igualitarista, oculta con el barniz de la “cultura del esfuerzo” las desigualdades que consagra, individualizando perversamente problemas estructurales y desplazando la responsabilidad hacia quienes los padecen –al injusto enfoque socioeconómico de que “quien es pobre es porque no trabaja”, le corresponde en el terreno educativo la visión de que “el fracaso escolar lo padecen quienes quieren”, quienes “no quieren estudiar”-. Por eso, respecto a una meritocracia ya defendida desde antiguo que hoy se presenta como alternativa a la “aristocracia del dinero” –la de la “sangre” es públicamente impresentable- bien cabe tener en cuenta palabras como éstas de Wallerstein, que no pueden ser más certeras y oportunas:

“Lo diferente en la civilización capitalista han sido dos cosas. Primero, que el proceso meritocrático ha sido proclamado como una virtud oficial en lugar de ser meramente una realidad de facto. La cultura ha sido diferente. Y, segundo, ha crecido el porcentaje de la población mundial para el que tal ascenso ha sido posible. De todas maneras, aunque haya crecido, la promoción meritocrática ha seguido siendo algo propia de una minoría. Y es que la meritocracia es un falso universalismo. Proclama una oportunidad universal que, por definición, sólo es significativa si no es universal. La meritocracia es, intrínsecamente, elitista”55.

El sistema que saldrá regresivamente transformado con la ley que se propone volverá a ser más jerarquizado –contra los signos de los tiempos, que anuncian como más viables y eficaces formas de organización en red-, como se entrevé con nitidez a través de las formas de organización escolar y de estructuración del profesorado que se establecen. Es más, lo que se anuncia respecto a la futura ley no se recata en cuanto a modos autoritarios, en cuanto que abiertamente se plantean cambios antidemocráticos, aduciendo que la educación se ha visto negativamente afectada por un democratismo excesivo. Desde tal diagnóstico, se refuerzan las funciones directivas como funciones gerenciales, estableciendo un cuerpo de directores, y se anulan capacidades decisorias que habían sido dadas por la normativa anterior a los Consejos Escolares. La idea de “participación democrática” en educación es fuertemente recusada por la Ley de Calidad. Esta ley cuya discusión nos ocupa es inocultablemente economicista. En ella, de hecho, la educación se ve polarizada en torno a la formación de cara a un oficio o profesión –es imperdonable confundir ambas cosas, pues se trata de “oficios” para unos y “profesiones” para otros-, según demandas del mercado. Éste, con su carácter fuertemente competitivo, marca la pauta, establece criterios y mucho nos tememos que, en verdad, señale los principios. Y no sólo es cuestión de que el mercado determine una educación reducida a formación para concurrir exitosamente en la dura lucha de la competencia –de ahí el desquiciado enfoque respecto a los “contenidos”, los “niveles”, los datos estadísticos respecto a rendimientos en determinadas materias, etc.-, que además logra acaparar la atención de padres obsesionados por la inversión en “capital humano” –contable entre los intangibles, según se dice- que hacen en sus hijos, sino que la lógica del mercado contamina la organización y práctica de la educación, y no sólo desde la gestión que se señala para la misma según criterios de eficiencia empresarial –ahí está el novedoso tema de los “controles de calidad”- .

La educación, o más exactamente la formación, se presentaba desde el Documento de Bases que anticipó el Ministerio como “artículo de primera necesidad”, a lo cual se hacía derivar un discurso que empezaba hablando del derecho a la educación. Tal deriva no es en modo alguno inocente, como no es casual que en el articulado de la Ley, como una y otra vez vamos leyendo, se cuente entre los “principios de calidad del sistema educativo” el que éste responda a los “intereses y expectativas de los alumnos”, sin matizar nada más, como si cualesquiera intereses y expectativas fueran igualmente legítimos y justificables. En nuestra realidad social, ¿desde dónde se estructuran en más alto

55 I. Wallerstein, El futuro de la civilización capitalista, Icaria, Barcelona, 1999, 61-62.

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porcentaje los “intereses y expectativas”? Desde el mercado, no nos engañemos, que es lo que ahora vuelve a pretenderse con construcciones ideológicas de las más sutiles.

La educación en la que piensa la Ley de Calidad no concede énfasis alguno a la educación

para la ciudadanía democrática. Todavía se menciona la convivencia y el respeto al pluralismo –aunque se insiste en el pluralismo religioso para luego menoscabarlo con la discriminación anticonstitucional que supone el tratamiento otorgado a la asignatura de religión, con un confesionalismo introducido en la escuela descaradamente a favor de la Iglesia católica56-. La “educación en valores” en la que se insistió desde la LOGSE se ve menospreciada. Después de todo, a quienes ponen el acento en la mejor formación para los míos (de mi familia, de mi clase social..., y así se acabará diciendo de mi comunidad cultural, etc.) no interesa nada una educación en verdad regida por criterios igualitarios de una moral universalista, capaz de atender a las legítimas diferencias, pero no claudicante ante las injustificables desigualdades. Pero ocurre en el fondo que la contrarreforma que entraña la Ley de Calidad, dado que su marco de referencia de hecho no es la sociedad democrática, sino el mercado capitalista, global para más señas, no piensa en la educación para la ciudadanía, sino en la formación de quien ha de producir y consumir, y a ser posible organizándose el autotrabajo según se expresa a través de la mitología de los “emprendedores” –eufemismo para plantear la necesidad de que los trabajadores pasen a ser autónomos y de ahí a empresarios, por cierto “pequeños empresarios” sometidos a las reglas del juego de las grandes empresas-. No se piensa, por tanto, en referencia al ciudadano, sino en referencia a quien se comporta como cliente, y acude al sistema educativo buscando un buen producto (prestaciones de “calidad”). El Estado, a lo sumo, tiene que funcionar como “empresas de servicios comunes”, subcontratando si es posible –“externalizando”, como se edulcoran la dinámica de privatizaciones-, lo cual viene siendo teorizado desde mucho tiempo atrás por los adalides del neoliberalismo como Estado mínimo57. En el ámbito educativo es esa concepción economicista en función de sujetos reducidos a clientes lo que más perjudica a la escuela pública, respecto a la cual la futura Ley de Calidad da más giros a la tuerca para convertirla en subsidiaria respecto de la escuela privada.

En definitiva, a través del economicismo que denunciamos, lo que aparece en la Ley de

Calidad es precisamente una noción de “calidad” que es ella misma ideológica, una buena capa que todo lo tapa (discriminación, intereses no confesables, sometimiento al mercado, etc.). La cuestión de fondo es, por tanto, esa “cultura de calidad” que difunde el pensamiento neoliberal como algo neutro, siempre positivo, incuestionable..., pero que debe suscitar nuestra más inconformista sospecha. Coincidimos, por tanto, plenamente con Juan M. Escudero, de la Universidad de Murcia, cuando escribe:

“Respecto a la calidad, por tanto, y precisamente por todas sus promesas dichas u omitidas, se ha desarrollado una actitud de escepticismo y sospecha, que corre paralela y en pugna de esa otra más crédula, sea por ingenuidad, o más pragmática, tal vez por intereses no siempre declarados. La actitud de sospecha que también concita lleva a denunciar que el emblema de la calidad de la educación, como discurso y lenguaje catalizador y dominante en las políticas de reforma en curso, es en alguna medida el reflejo y la traslación a los ámbitos escolares de

56 Pienso que la acción educativa no puede pasar por alto la dimensión religiosa, pues ha de promover que cada individuo madure críticamente su posición personal en ese terreno. Incluso coincido con Juan C. Tedesco cuando sostiene que la escuela no puede desentenderse de la comprensión del fenómeno religioso (cf. El nuevo pacto educativo, op. cit., 129). Eso no quita, sino todo lo contrario, estar claramente en contra del abuso eclesiástico que supone la estrategia confesionalista de ganar espacio en el sistema educativo para mantener, bajo las concedidas apariencias de disciplina académica, pretensiones de adoctrinamiento religioso bajo control de una rígida organización clerical. Para más detalles, me remito a J.A. Pérez Tapias, “Una visión laica de lo religioso”, en VV.AA., Laicidad en España. Estado de la cuestión a principios del siglo XXI, Ed. Concejalía de Educación, Motril (Granada), 2001, 127-140. 57 Cf. R. Nozick, Anarquía, Estado y utopía [ed. original 1974], FCE, México, 1988.

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modos de hablar, pensar y codificar la realidad que han crecido y se han desarrollado en otros entornos culturales y socioeconómicos más amplios, siempre tan influyentes sobre los sistemas educativos, sus prioridades y sus modos de funcionamiento”58. El problema que se plantea con dicha noción es que su utilización es muy difícil que se vea

descargada de las adherencias ideológicas con que llega al ámbito educativo, cuando se trasplanta a él tal como proviene del campo empresarial –algo que todo el mundo reconoce59-. No basta la voluntad de emplear un término desde otras perspectivas y supuestos distintos del campo semántico del que proviene para que ello se logre, máxime si la procedencia no es sólo de un determinado campo semántico, sino de un campo semántico atravesado por intereses sociales y económicos que acaban impregnando el lenguaje que se utiliza. Por ello, incluso cuando se quiere usar expresamente la noción de “calidad” desde enfoques opuestos al neoliberalismo y desvinculándola del contexto económico de nacimiento, hay que adelantar muchas cautelas. Buen ejemplo de ello nos lo ofrecen Álvaro Marchesi y Elena Martín, que defienden que “un concepto más amplio de calidad debe incorporar la atención preferente a los grupos de alumnos con mayor riesgo de bajo rendimiento o de abandono escolar, a aquellos que se encuentran en situaciones de desventaja por tener algún tipo de discapacidad [...] o por estar en situaciones sociales o culturales desfavorecidas”, subrayando que desde esa perspectiva “la calidad incluye la equidad como uno de sus rasgos distintivos”60; pero que antes de intentar esta reequilibradora ampliación del concepto de calidad no dejan de reconocer las dificultades de una noción cuyo perfil semántico es más que sumamente equívoco:

“Bajo el concepto de calidad coexisten motivaciones, estrategias y finalidades diferentes. El énfasis en la excelencia de aquellos alumnos más capaces persigue mejorar la calidad de la enseñanza. El esfuerzo por conseguir una educación satisfactoria para los alumnos con problemas de aprendizaje tiene como objetivo igualmente una enseñanza de calidad. La competitividad entre los centros docentes para conseguir el favor de los padres y su elección cuando han de decidirse por un colegio es, para unos, una estrategia válida para mejorar la calidad de la enseñanza, mientras que para otros conduce a que la escuela olvide sus objetivos educativos y se aleje de los criterios básicos que definen la calidad”61. Este ir y venir entre sentidos positivos del término “calidad” y sentidos negativos del mismo –

está claro que su controvertido uso está cargado de connotaciones valorativas- no encuentra fácil salida para decantarlo sin equívocos hacia un significado sin lastre economicista. Así se aprecia igualmente en este texto que transcribimos a continuación, extraído de un interesante libro, muy significativamente titulado Transformar la educación en un contrato de calidad:

“Si bien es verdad que la calidad surgió en el ámbito de la empresa privada, también lo es que cada vez son más los servicios públicos que la incorporan a su gestión, especialmente en educación, y es lógico porque los servicios públicos son de todos y sus objetivos se orientan al bien general. De no ser así daremos la razón a los defensores de la privatización. La calidad no es patrimonio exclusivo de lo público ni de lo privado, sino de todos aquellos que la asumen como propia. [Ante el debate ideológico de la calidad] ¿quiere esto decir que no es posible hablar de calidad educativa? No, sencillamente quiere decir que, cuando hablemos de calidad educativa, debemos concretar en qué términos se plantea el debate. En nuestro caso concreto lo centraremos en la calidad referida a centros sostenidos con fondos públicos, lo que nos obligará a contestar a la siguiente pregunta: ¿Cómo abordar la calidad de estos centros si

58 J.M. Escudero, “La calidad de la educación: grandes lemas y serios interrogantes”, Acción pedagógica [San Cristóbal de Táchira, Venezuela] , vol. 8 (nº 2, 1999), 6-7. 59 Un botón de muestra: G. Zaballa, Modelo de calidad en educación Goien. Camino hacia la mejora continua, Universidad de Deusto, Bilbao, 2000, especialmente 12 ss. 60 A. Marchesi y E. Martín, Calidad de la enseñanza en tiempos de crisis, Alianza, Madrid, 1998, 33. 61 Ib., 31.

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no parten de un perfil de cliente, no seleccionan a su alumnado ni establecen criterios elitistas en sus procedimientos educativos? El simple hecho de enunciar la pregunta nos obliga a reconocer que los usuarios de los centros sostenidos con fondos públicos también tienen derecho a la calidad”62. Las personas que han escrito estas líneas son conscientes de que el discurso de la calidad, tal

como nos llega al ámbito educativo, favorece a la enseñanza privada, y que para referirlo a la pública hay que hacer un notable esfuerzo de recontextualización. El problema que no se atisba en el texto es que el plegamiento bienintencionado al discurso de la calidad, más que favorecer a la escuela pública, juega a favor de la privatización de lo público por los sutiles mecanismos de la organización empresarial de la gestión, la inconsciente entrada en un juego muy competitivo, el sometimiento a la mitificación de la eficacia –“escuelas eficaces”- que, acompasado por criterios economicistas, pronto cae bajo la tiranía de la eficiencia –obtención de rendimientos al menor coste-63. El que nuestras reservas no son gratuitas queda confirmado por los hechos: en nombre de la calidad, la ley elaborada por la derecha española en el poder da vía libre para la selección del alumnado según expediente incluso a la hora de admitirlos en centros públicos. Aparte el perjuicio que recaerá sobre muchos –como siempre, sobre los más débiles-, la otra consecuencia ya es previsible: la competencia entre los mismos centros de la red pública, en vez de acentuar la responsabilidad que las Administraciones educativas tienen contraída con todos ellos, la cual no hay por qué ver en contradicción con su autonomía organizativa.

Contamos con datos más que suficientes para pensar que, hasta ahora, con el discurso de la

calidad se ha colado la calidad como ideología. Desde posiciones de izquierda, que actualmente se autocomprenden como antineoliberales, la difusa percepción de que algo ocurre en ese sentido se expresa mediante la utilización de la fórmula “calidad para todos” o “calidad con equidad”. Pero hay que decir que este recurso es de todo punto insuficiente, pues con él no se sale del campo contrario, lo que se evidencia cuando tan ingenuamente se sigue hablando no ya de calidad solamente, sino además de excelencia, con lo que estamos en la misma situación, sólo que en edición corregida y aumentada, de una noción no suficientemente precisada en sus criterios, que vale para demasiadas cosas y que contamina ideológicamente lo que toca, máxime cuando su pretendido uso inocuo nos llega mediante traducciones de literatura sobre la materia de procedencia normalmente anglosajona y, para más señas, estadounidense –no pasemos por alto, pues, que viene de culturas políticas matrices del neoliberalismo dominante-.

No vale, por tanto, yuxtaponer equidad a calidad, pensando que con ese contrapeso ya hemos

resituado la calidad en una perspectiva adecuada. De nuevo, la tozuda realidad viene a poner los hechos ante los ojos de quien quiera ver: en la Ley de Calidad que comentamos, a todas luces de corte neoliberal, para contrarrestar las tímidas críticas formuladas desde una izquierda que invoca la equidad se ha acudido a un expediente tan bien conocido como el de arrebatar la bandera al contrario, en este caso introduciendo la mención a la equidad en el primer artículo como uno de los principios de calidad. La labor crítica tendría que pasar ahora a la más prolija tarea de confrontar unos principios con otros y contrastarlos siguiendo todo el articulado para ver cuáles son los criterios de calidad efectivos que a través de esta legislación se hacen operativos. Es seguro que no es la equidad, que en tanto afirmada por un lado, de inmediato se ve negada por otros.

Todo esto que venimos diciendo corrobora la observación del citado Juan M. Escudero, acerca

de que “la naturaleza de una determinada versión de la calidad no puede quedar sólo plasmada en las declaraciones de principio, en las retóricas que estipulen nominalmente sus propósitos y aspiraciones

62 R. Rey y Juana M. Santa María, Transformar la educación en un contrato de calidad, Cisspraxis, Barcelona, 2000, 56-57. 63 Al respecto, cf. J. Le Mouël, Crítica de la eficacia. Ética, verdad y utopía de un mito contemporáneo, Paidós, Barcelona, 1992.

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[...] sino también por las decisiones políticas, estratégicas y relativas a los recursos que la acompañan”64. Pero aún más, todo ello activa una saludable “voluntad de sospecha” –dicho al modo del pensador francés Paul Ricoeur- ante lo que está operando como una eficacísima operación de encubrimiento. Desde ese prima, suscribimos unas palabras de Santos Guerra como las que siguen, tan cabales como irónicamente incisivas:

“Una de las formas de plantear el discurso de la calidad es la simplificación de sus definiciones y la utilización posterior de sus resultados en beneficio de una determinada concepción de la sociedad y de unas capas de la misma. La simplificación de los planteamientos, el reduccionismo clarificador se convierten en coartada de los poderosos. Poner objetivos cuantificables, evaluar su consecución mediante pruebas estandarizadas, hacer clasificaciones elementales, realizar procesos atributivos interesados, distribuir los recursos mediante criterios coherentes con los resultados... He aquí una forma de hacer triunfar una rigurosa racionalidad. La ciencia es neutra, los números cantan. La calidad total, el control de calidad, los círculos de calidad: expresiones que dan vueltas en la órbita de la sociedad neoliberal y que se convierten en trampas mortales –como dice Freire- para ‘los desheredados de la tierra’”65.

En el fondo, el problema en el que nos mete la ideología de la calidad , tal como se extiende por nuestras sociedades en general y por los ámbitos educativos en particular, es que la lógica del mercado penetra aún más en terrenos en los que había contado con cierta resistencia. Y la cuestión es que el mercado, además de reclamar disciplina productiva y hoy también una buena respuesta como consumidor, más actualmente la capacidad para acomodarse a la flexibilidad del mercado de trabajo, exige determinados conocimientos y habilidades según los casos, y poco más; es decir, como afirma Tedesco, “el mercado no es capaz de generar una propuesta educativa”66. Por eso, razón de más para no dejarnos engañar por las palabras y hablar, respecto a una Ley de Calidad muy sensible a las demandas del mercado, de contrarreforma antieducativa. En este punto bien nos podemos alinear también junto al filósofo Theodor W. Adorno cuando, temiendo una nueva barbarie de cuño tecnocrático, declaraba que “la competencia es, en el fondo, un principio opuesto a una educación humana”67. 4. Urgente necesidad de un pacto social por la educación Ante presuntas reformas educativas que vanamente se presentan como tales, cual es el caso de la que estamos comentando y calificando como “contrarreforma”, lo primero que se echa en falta es una total ausencia de debate en serio. Suele ocurrir tanto más cuanto más arrogantemente actúe el poder político promotor de los cambios, que en contextos democráticos procede en estos casos con un mal uso de la mayoría parlamentaria –el famoso “rodillo parlamentario”- o de las posibilidades del poder ejecutivo por “vía decreto”, que cercenan el necesario diálogo entre los implicados. Éste, en el caso de las reformas educativas, es absolutamente indispensable, además de por razones de principio, por motivos estratégicos para que las trasformaciones pretendidas sean viable. Toda reforma educativa acometida sin diálogo político, al que llevar las argumentaciones pedagógicas, tiene pronosticado su fracaso, para el cual basta el mero discurrir burocrático de las cosas sin implicación alguna de los afectados –alumnos, profesores y padres-. En este sentido son muy acertadas las apreciaciones al respecto formuladas por Ángel Pérez Gómez en su conocido libro sobre La cultura escolar en la sociedad neoliberal:

64 J.M. Escudero, “La calidad de la educación: grandes lemas y serios interrogantes”, art. cit., 21. 65 M.A. Santos Guerra, “Las trampas de la calidad”, Acción pedagógica, vol. 8 (nº 2, 1999), 79. 66 J.C. Tedesco, El nuevo pacto educativo, op. cit., 35. 67 T.W. Adorno, Educación para la emancipación [ed. original 1963-1970], Morata, Madrid, 1998, 110.

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“La enorme paradoja [...] es la radical ineficacia de los cambios y reformas impuestos desde fuera y sin la voluntad y el convencimiento de los agentes involucrados. Los cambios así implantados o exigidos no suponen el incremento de la calidad de las prácticas ni el desarrollo individual e institucional, sino simplemente la modificación superficial de las formas, rutinas y lenguajes [...] La dependencia política y económica del sistema educativo está provocando de forma permanente modificaciones y reformas legales, institucionales y curriculares en función de los cambios de gobierno o de los requerimientos de las crisis y transformaciones económicas, pero en el fondo, la calidad de los procesos educativos sigue inalterable, porque ni los docentes ni los estudiantes se sienten implicados en un cambio radical, en un proceso de búsqueda y experimentación reflexiva de alternativas a la cultura escolar en la que viven”68. Lo que en positivo se saca de estas palabras cargadas de lucidez se puede enunciar diciendo

que cualquier reforma educativa requiere para su viabilidad un acuerdo básico entre todos los que están convocados a participar en ella. Y como se trata de una cuestión que afecta a toda la sociedad, pues la educación es su más importante “clave de futuro”, y al apostar por un modelo educativo estamos inclinando la balanza hacia un determinado modelo de sociedad, resulta que el acuerdo del que hablamos hay que extenderlo y profundizarlo para que efectivamente se articule como pacto social por la educación. Esto es tanto más pertinente y urgente plantearlo cuanto más escamoteado se halla un verdadero debate en torno a la educación.

Los argumentos a favor de un pacto social por la educación son de diversa índole. Ya hemos

señalado que a su favor hay que contar el largo plazo en el que trabaja la educación -desde el hoy inmediato en que tiene lugar la acción educativa-, su incidencia en la convivencia social y su relevancia para el futuro. Todo eso aconseja la búsqueda de un consenso básico entre participantes en la educación, sectores sociales, fuerzas económicas, partidos políticos, comunidades religiosas... en las líneas fundamentales de la educación que queremos para nuestras sociedades y todos sus miembros.

Pero además de ese tipo de argumentos caben otros que hay que hacer valer desde la misma

práctica educativa. Ésta es dialógica, no hay educación sin práctica activa del diálogo, y todo diálogo en serio, aun para sostener nuestras discrepancias, requiere un consenso básico en torno a supuestos fundamentales –y no sólo lingüísticos, sino también morales- que han de darse para que el ejercicio del diálogo sea posible. Todo diálogo, si de verdad lo es, se asienta en el “pacto” fundamental entre los interlocutores acerca de reconocernos recíprocamente como tales, a la vez que sobre la aceptación compartida, por más que sea tácita, de que nos comprometemos a aplicar la necesaria buena voluntad para entendernos y avanzar en nuestros consensos acerca de cuestiones respecto a las que pretendemos un conocimiento verdadero o un acuerdo en cuestiones de justicia. Pues bien, si la educación es en esencia “diálogo educativo”, y si todo diálogo implica un acuerdo básico, entonces la educación conlleva la necesidad de un consenso en lo fundamental que, a la escala de la sociedad en su conjunto que se plantea el problema de la educación por la que ha de apostar, tiene que expresarse a través de un gran pacto social por la educación69.

Conviene aclarar que un pacto social por la educación –para el cual, además, no partimos

tampoco de cero, sino con experiencia histórica de acuerdos sociales importantes en educación en determinadas coyunturas cruciales- no es el resultado de una mera negociación estratégica, por más que haya componentes de negociación en la manera de alcanzarlos. No se puede reducir a un pacto estratégico porque un pacto social como el que proponemos es sobre cuestiones de principio, respecto a las cuales hay que alcanzar el compromiso de respetar el acuerdo aparte de las variaciones que se

68 A. Pérez Gómez, La cultura escolar en la sociedad neoliberal, Morata, Madrid, 1998, 143. 69 Insistimos en esta argumentación desde las aportaciones de la ética dialógica de K.O. Apel (véase su libro Teoría de la verdad y ética del discurso [ed. original 1987], Paidós, Barcelona, 1991, especialmente 147 ss.) y de J. Habermas (de quien puede verse su obra Conciencia moral y acción comunicativa [ed. original 1983], Península, Barcelona, 1985.

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den en las correlaciones de fuerza entre los protagonistas. Esas cuestiones de principio son equivalentes en el terreno de la educación al núcleo ético común que entrañan las constituciones democráticas, que hace referencia al respeto incondicional a derechos humanos que deben ser inviolables, al que se hayan obligadas las democracias constitucionales, los partidos políticos que intervienen en la dinámica democrática y, en definitiva, los ciudadanos que asumen la democracia como sistema político, con los valores morales que ya van implícitos en sus mismos procedimientos.

El pacto social por la educación, además de no ser reducible a pacto estratégico, por mucho

que sea conveniente e incluso necesario, tampoco se agota por otro lado en un mero pacto político. Es más que un pacto político, aunque haya que encauzarlo a través de acuerdos políticos mediante los cuales han de alcanzar concreción las medidas concretas en que el pacto social ha de verificarse. Y hay que subrayar que un pacto social por la educación no es un pacto definitivo sobre materia educativa, sino un acuerdo sobre líneas fundamentales y principios básicos –desde el presupuesto de que son comunes los valores de la educación y la democracia- a partir de los cuales hay que encauzar un debate sobre educación que siempre ha de estar vivo, también para que emerjan de él las diferentes alternativas pedagógicas.

En España, hasta este año 2002, hemos venido funcionando con un pacto social tácito desde la

fase constituyente. Se consolidó en España un sistema mixto con doble red de enseñanza, pública y privada, con la destacada característica de que la mayor parte de la privada es “privada concertada” (centros de iniciativa social con financiación pública, sujetos a las condiciones que para ellos señala la legislación). Ese pacto social se tradujo en el tratamiento que se dio a la educación en la Constitución de 1978, como se mantuvo también expresándose a través de la LODE o Ley Orgánica del Derecho a la Educación, aprobada el 3 de julio de 1985. La LOGSE o Ley orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo, diseñada para actualizar y concretar todo lo relativo al derecho a la educación a través de la reorganización del sistema educativo, con su entrada en vigor el 3 de octubre de 1990, de ninguna manera puso en peligro el acuerdo básico de la sociedad sobre educación, sino todo lo contrario70. Sin embargo, éste no es el caso ante la situación planteada por la Ley de Calidad que ya ha iniciado su andadura, que desde su anuncio, dados los contenidos con que se presenta, ha supuesto una amenaza seria para el pacto con que la sociedad española venía funcionando en materia de educación. La ley de la que ya se ha avanzado su anteproyecto trae consigo una fuerte presión privatizadora, una ruptura del equilibrio en el sistema educativo entre exigencias de convivencia democrática y necesidades del mercado, una inaceptable regresión confesionalista, y una peligrosa inversión de los términos que trastoca la correlación escuela pública-escuela privada, amenazando con condenar la primera a una subsidiaridad que en manera alguna va a beneficiar a la “salud democrática” de la sociedad. El futuro democrático de nuestras sociedades complejas necesita de una escuela pública digna, a la altura de los compromisos educativos que ha de asumir –lo cual hay que defenderlo sin que implique ninguna animadversión hacia la escuela privada-.

Los problemas que pesan sobre el sistema educativo y la responsabilidad que respecto a él

tienen todos los agentes sociales, reclaman reelaborar y hacer explícito un nuevo pacto social por la educación. Estamos totalmente en sintonía con Juan C. Tedesco cuando hace hincapié en “el acuerdo educativo como base de la reforma”71. Sin él las condiciones adversas para encauzar nuestra acción educativa en una dirección humanizante se harán sentir aún más intensamente y los límites de lo que podamos hacer en educación se nos echarán encima de forma más constriñente. La conciencia de nuestras posibilidades, a la vez que de las limitaciones desde las que operamos, urgen a alcanzar el

70 Nos remitimos aquí a la apreciación de una persona con ganada reputación de imparcial y ecuánime como José M. Martín Patino, por ejemplo en su reciente artículo “Aquellos tiempos tranquilos de la educación selectiva” (El País, 24.5.02), donde comienza afirmando: “Estoy seguro de que la historia de la educación valorará las grandes decisiones políticas formuladas en la LODE, LOGSE y LOPEG. Contribuyeron decisivamente a universalizar los principios de comprensividad y de escolarización obligatoria hasta los 16 años”. 71 J.C. Tedesco, El nuevo pacto educativo, op. cit., 183.

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pacto del que hablamos. Éste es necesario y posible, pero ahora lo limitado de lo que podamos conseguir puede que se nos presente como atosigante falta de tiempo para lograr el pacto que buscamos. Pero no es porque el tiempo necesario se haya agotado, como cuando imparablemente queda atrás el verano para dar paso al otoño, sino que en este caso si atosiga la falta de tiempo como límite es porque “no se deja tiempo”. Hay sectores sociales interesados en que sea así, como posiciones políticas muy arrogantes que expresamente están haciendo que sea así, porque no quieren un pacto social por la educación. Ocurre sencillamente, y en el fondo, que a la competitividad de un mercado muy duro le sobra una educación socialmente pactada en su sentido humanizador y profundamente democrático.

Por otra parte, para batallar eficazmente ante la opinión pública a favor de pacto social por la

educación que consideramos de todo punto necesario, frenando la dinámica que no sólo no contribuye a él, sino que quiebra lo que de pacto quedaba, hay que poder hacerlo desde alternativas pedagógicas y de política educativa consistentes, y en este punto el panorama actual deja bastante que desear. La lluvia fina de la ideología neoliberal que lleva décadas empapando a nuestras sociedades, minando la conciencia democrática de la ciudadanía y provocando el deslizamiento político de una izquierda que no se halla, pone difícil remontar airosamente, en perspectiva emancipadora y en dirección solidaria, la situación en que estamos.

Si es necesario el pacto social por la educación, pero resulta que lo necesario es imposible

conseguirlo, ¿qué hacer? Cuando lo necesario es imposible, estamos ante lo trágico –así era para los griegos, como podemos recordar volviendo al inicio de nuestro recorrido histórico-. No podemos sucumbir a lo trágico, como si nos doblegáramos a un supuesto destino, mitificado como todo destino, mas ahora bajo la férula de un pretendido “pensamiento único” al que no hay que dejar solo. Por ello, lo que para un griego sería trágico a nosotros nos queda dramatizarlo de la mejor manera posible. Eso es lo coherente con la democracia, con sus valores y con sus procedimientos, para provocar que la situación madure política y socialmente de modo que sea posible el pacto social por la educación que defendemos como necesario.

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