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Percepciones y Discursos sobre Etnicidad y Racismo:

Aportes para la Educación Intercultural Bilingüe

Juan Carlos Callirgos

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El estudio fue elaborado por Juan Carlos Callirgos, a solicitud de Care Perú, con la coordinación de Ana María Robles y fue concluido en mayo de 2004.

© CARE PERÚ

Director Nacional: Milovan StanojevichDirector de Programas: Jay GouldenCoordinadora Nacional de Educación: Ana María Robles

Av. General Santa Cruz 659, Jesús MaríaTeléfono: (511) [email protected], [email protected]

Percepciones y Discursos sobre Etnicidad y Racismo:Aportes para la Educación Intercultural BilingüeInvestigación: Juan Carlos Callirgos

Tiraje 1000 ejemplaresDiseño e impresión:Sonimagenes del Perú S.C.R.LTelef.: 330-4478

Dibujo de carátula: Willy ZabarburúFotos: CARE PUNONoviembre del 2006

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Indice

Prólogo

Presentación

Marco Conceptual

Informe de trabajo de campo en Puno - Perú:

Ensayo analítico del trabajo de campo: Percepciones y discursos sobre etnicidad y racismo en Bolivia, Ecuador, Guatemala y Perú

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Prólogo

Para CARE Perú, una de las principales causas de la pobreza y la inequidad en el país es el alto nivel de discriminación por género, raza y clase social, herencia de la época de colonización, y de la fundación de la República misma, pero que sigue como lastre irresuelta y traba fundamental al desarrollo del país.

Las mayores cifras de pobreza y los menores índices de desarrollo humano se encuentran justo en las zonas de Sierra y Selva donde viven las poblaciones indígenas, casi la mitad de la pobla-ción del Perú según un estudio reciente del Banco Mundial (Gillette Hall y Harry Patrinos: Pueblos indígenas, pobreza y desarrollo humano en América Latina, 1994 – 2004). La falta de acción efectiva, o de presión decidida de la sociedad mayoritaria a que cambie esta situación, se debe también a esta misma discriminación, y a actitudes en los grupos de poder que ven a la población indígena básica-mente como personas inferiores, como una fuente de mano de obra barata - y ahora también como los responsables de generar la inestabilidad social en el país.

Que el país haya permitido ver a cuatro de cada diez niños y niñas menores de cinco años en las áreas rurales sufriendo de desnutrición crónica durante los últimos diez años, sin adoptar una acción efectiva, es un indicio más de los altos niveles de discriminación y racismo que subyacen a la pobreza y la injusticia en el Perú. Éste es el mismo racismo que la Comisión de la Verdad y la Reconciliación concluyó en el 2003, había sido responsable de que se pasara por alto el hecho de que casi 70,000 personas - de las cuales tres cuartos eran de origen indígena con una lengua materna distinta al castellano - murieran en el conflicto interno entre 1980 y el 2000, sin que esto se sienta realmente en la sociedad más amplia.

El sistema educativo no ha logrado escapar a esta dinámica de exclusión, por género, etnia y lengua. La educación intercultural ha sido aislada y considerada relevante solo para poblaciones bilingües, en vez de ser aplicada de manera transversal en un país multiétnico y pluricultural. Esta exclusión está relacionada con una frágil identidad nacional y valores, y a la imposibilidad de un desarrollo inclusivo, sostenible y exitoso.

Consideramos de mucha importancia, entonces, en el marco de nuestros esfuerzos para pro-mover la aceleración de la integración de la educación intercultural bilingüe en el sistema educativo de Perú, el publicar este estudio sobre percepciones y discursos sobre etnicidad y racismo, llevado a cabo por CARE en cuatro de los países con mayor población originaria en la región de América Latina. Aunque se elaboró hace más de dos años, estamos seguros que ustedes lectores y lectoras encontrarán que no ha habido cambio significativo en el interino y que las conclusiones siguen re-levantes para los esfuerzos de muchos actores que quieren revertir el racismo y la discriminación, adentro y fuera del sector educativo.

Jay GouldenDirector de Programas

Noviembre 2006

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Nuestra experiencia de apoyo y fomento de la educación intercultural bilingüe en las es-cuelas de las comunidades de la amazonía y de las áreas andinas de Ayacucho, Ancash y Puno, nos llevó a reflexionar sobre la necesidad de realizar un estudio que brinde mayores funda-mentos para desarrollar nuevas prácticas en el trabajo pedagógico, que contribuyan a encarar la persistente situación de discriminación ét-nica y racial que atraviesa a toda nuestra socie-dad y que se reproduce en las escuelas. Esta inquietud la compartimos también en nuestras reflexiones con nuestros colegas de educación de las oficinas de Care en Ecuador, Bolivia y Guatemala, en el marco de la estrategia de educación intercultural bilingüe que impulsa-mos en la región. Por ello decidimos realizar de manera conjunta el estudio sobre Percepciones y discursos sobre etnicidad y racismo.

En esta publicación presentamos el mar-co conceptual común del estudio, el informe de campo realizado en el departamento de Puno, ubicado al sur del Perú, y un ensayo sobre los resultados del trabajo de campo llevado a cabo en los cuatro países a fines del 2003 e inicios del 2004.

Presentación

Encargamos al antropólogo Juan Carlos Callirgos la conducción de este estudio, a quien le propusimos utilizar una metodología que in-dague sobre las percepciones étnicas y raciales que tienen las personas de diferentes grupos sociales, económicos, culturales y lingüísticos, tanto los considerados “indígenas” como los “no indígenas”. En este sentido, encontrarán en el informe de Puno las percepciones que so-bre racismo y discriminación étnica, tienen los funcionarios públicos, empresarios, maestros, escolares de primaria y secundaria de escuelas públicas, privadas, rurales y urbanas, así como de jóvenes, líderes indígenas, dirigentes gremia-les, que fueron entrevistados en la ciudad de Puno y en las comunidades quechuas de Azán-garo y aimaras de Huancané.

Esperamos que este documento de tra-bajo sea útil para el debate y la reflexión, así como para gestionar un cambio significativo hacia una educación realmente intercultural, impulsado por diversos actores del Estado y la sociedad civil, especialmente líderes indígenas, políticos, educadores y comunicadores socia-les.

Ana María RoblesCoordinadora de Educación

Lima, mayo 2004.

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Introducción

El estudio de Educación Bilingüe Inter-cultural y percepciones y conflictos causados por la discriminación racial y étnica parte de la constatación de que el énfasis de las experien-cias en educación bilingüe ha estado puesto casi exclusivamente en la revaloración de las lenguas y culturas indígenas, sin incluir contenidos edu-cativos y prácticas pedagógicas que aborden la diversidad cultural y que contribuyan a fomen-tar el respecto a las diferencias étnicas así como a combatir los arraigados prejuicios raciales. En países diversos –pluriétnicos, o multiculturales, para utilizar denominaciones familiares— atra-vesados históricamente por brechas económi-cas y políticas, pero también culturales, lingüís-ticas y de discriminación racial, como aquellos en donde se proyecta ejecutar este estudio, es fundamental que la educación contribuya a que las poblaciones indígenas revaloren sus saberes y prácticas culturales, pero también que se fo-menten valores de respeto y tolerancia frente a la diferencia, tanto a niveles locales como de las sociedades en general. El proyecto parte de la percepción de que los prejuicios y la discrimi-nación étnica y racial no son fenómenos unidi-

reccionales generados y transmitidos desde las posiciones de poder –el Estado, las élites socia-les y económicas y sus proyectos culturales con pretensión hegemónica—, sino que atraviesan a la sociedad en su conjunto, manifestándose también a niveles locales y regionales de múlti-ples maneras.

El objetivo ulterior de este proyecto es brindar fundamentos para proponer lineamien-tos de políticas y orientar los procesos de diver-sificación curricular de la educación intercultural y bilingüe del nivel primario, en ámbitos regio-nales de Guatemala, Bolivia, Ecuador y Perú. Creemos, sin embargo, que la consecución de este propósito debe partir de la identificación y el análisis de las percepciones (valores y es-tereotipos) que diferentes grupos sociales de contextos regionales tienen de sí mismos y de los otros, así como sus maneras de enfrentar los conflictos causados por la discriminación racial y étnica. El estudio reconoce, entonces, la nece-sidad conocer las particularidades de las percep-ciones étnicas y raciales a nivel regional y local, aunque sin dejar de lado el marco cultural histó-

Marco Conceptual

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ricamente generado desde los centros de poder. Como paso previo a la elaboración de materiales educativos y propuestas pedagógicas, el proyec-to intenta conocer cómo se va construyendo las identidades étnicas –las construcciones discur-sivas que establecen una noción de “nosotros” y que marcan fronteras de diferenciación con “otros”— y las maneras en que se presentan las percepciones raciales a nivel local y regional.

El presente texto tiene como objeti-vo brindar herramientas teórico-conceptuales para entender la complejidad de la formación de identidades étnicas, así como recoger los principales aportes académicos sobre la pro-blemática racial. Se trata de un primer paso que permitirá la elaboración de metodologías cualitativas para recoger in situ, en diferentes locaciones, información sobre las percepciones étnicas y raciales. Este marco teórico, servirá para la identificación y el análisis de las percep-ciones (valores y estereotipos) étnicas y raciales que diferentes grupos sociales de distintos con-textos regionales tienen de sí mismos y de los otros, así como de los conflictos causados por las discriminaciones raciales y étnicas. El estu-dio en su conjunto servirá para plantear suge-rencias que orienten a complejizar la educación bilingüe intercultural. Y aunque este proyecto prestará atención a la escuela como importante escenario de reproducción cultural, tampoco se centrará únicamente en ella. No compete a este texto, por ello, reseñar los desarrollos y orienta-ciones de la Educación Bilingüe Intercultural ni de los planes o estrategias educativas. Aunque el proyecto de investigación será realizado en cua-tro países, este marco conceptual no pretende dar cuenta de los desarrollos históricos particu-lares de cada uno de ellos; se trata, simplemente, de brindar elementos teórico-conceptuales que permitan investigar las percepciones y conflic-tos étnicos y raciales en los niveles regionales y locales escogidos en esos cuatro países.

Revisión de la teoría sobre relaciones e identidades étnicas.

Durante las dos últimas décadas, varios lugares del mundo fueron sacudidos por cre-

ciente surgimiento de conflictos y movimien-tos étnicos. Mientras que muchos conflictos étnicos derivaron en cruentos y prolongados enfrentamientos armados (como los ocurridos entre serbios y croatas en la antigua Yugosla-via, chechenos y rusos en la antigua Unión Soviética, hutus y tutsis en Ruanda y Burundi, o tamiles y cingaleses en Sri Lanka), el surgi-miento y fortalecimiento de movimientos étni-cos complejizan los procesos de formación de identidades nacionales y, en casos, amenazan, la integridad y estabilidad de un número de esta-dos, remarcando los límites de las políticas de consolidación y unificación nacionales a través de la homogenización de las diferencias cultu-rales. Por otra parte, la llamada globalización y el debilitamiento de los llamados estado-na-ción ha tenido como uno de sus paradójicos resultados la emergencia de la preocupación por la construcción de significados culturales, las identidades personales y sociales, la diversi-dad cultural y la representación. Las preguntas sobre la identidad personal y social (Quiénes somos?, sobre qué bases desarrollar una iden-tidad social o nacional integrada sin negar las identidades personales y grupales y su derecho a la diferencia?) parecen ser las preguntas más características de nuestros tiempos.

En este panorama, las identidades étni-cas y las relaciones interétnicas, han adquirido una mayor importancia en el ámbito académi-co, así como en la opinión pública y la arena política. La emergencia de la etnicidad como preocupación central de un amplio número de cientistas sociales es un fenómeno reciente: los paradigmas imperantes privilegiaban los análi-sis de clase, y se consideraba que las identidades y lealtades étnicas eran “fantasmas culturales” o residuos anómalos de un pasado en extinción.1 Para muchos, éstas construcciones ideológi-cas estaban destinados a desvanecerse ante los cambios sociales, económicos y políticos a nivel nacional y mundial. La “modernización”, o el surgimiento de la conciencia de clase, se encar-garían de hacer desaparecer la etnicidad. Como señala Rodolfo Stavenhagen (1990) La etnici-dad y los grupos étnicos han sido considerados “primordiales, tradicionales, obstáculos para la modernización.... irracionales, tradicionales y conservadores”.

1 En su magnífico ensayo sobre la intersección de las subordinaciones étnicas y de género, Marisol de la Cadena (1992, 1995), confiesa que antes de realizar su trabajo de campo no había previsto tomar en cuenta los factores étnicos: creía se podían explicar las relaciones de dominación en el campo, y entre la ciudad y el campo, centrándose en las diferencias económicas entre comuneros. Asimismo, creía que la Reforma Agraria de 1969 y su retórica habrían desterrado, junto con las relaciones serviles, las desigualdades interétnicas.

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La visión de los grupos y las identida-des étnicas como elementos retrógrados, sin embargo, no termina de desaparecer. Aún se considera que la etnicidad es una persistencia del pasado, y por ello se lamenta o alienta su supuesta desaparición. Los más recientes apor-tes teóricos de las ciencias sociales han tenido que batallar contra la persistente idea del su-puesto carácter primordial de las etnicidades. En un principio, las propias ciencias sociales pensaban la etnicidad como un aspecto innato de la identidad humana. Esto es, una identidad, que surgiría de manera espontánea, basada en la pertenencia a una cultura determinada. Viendo la etnicidad como algo dado, que no requería explicación, se tendía a definir a un grupo étni-co como un grupo identificable a partir de sus rasgos culturales (la lengua, la religión, la orga-nización social). La cultura, definida como una amplia gama de actividades, símbolos, valores y artefactos, identificaría a un grupo humano y lo distinguiría de otros (Stavenhagen, 1990). La clasificación de personas y grupos locales como miembros de un grupo étnico, dependía de lo que se suponía eran los rasgos peculia-res de su cultura. En la base de esta definición, se encontraba una concepción de las culturas como entidades aisladas geográfica y social-mente, así como homogéneas a su interior.2 El razonamiento de esta posición parte de la pre-misa de que existen agregados de personas que esencialmente comparten una cultura común, y diferencias que distinguen una cultura cual-quiera de todas las otras. Ya que la cultura es una manera de describir la conducta humana se considera que existen grupos discretos de per-sonas –grupos étnicos—, que corresponden a cada cultura (Barth, 1969). Esta manera de entender la etnicidad ha recibido el nombre de enfoque “primordialista”, pues enfatiza que los grupos étnicos subsisten desde tiempos inme-moriales y los imagina como entes aislados de todo contacto.

El enfoque primordialista ha sido critica-do fuertemente debido a que no explica los orí-genes de la etnicidad, ni su desarrollo desigual y cambiante. Implica una etnicidad rígida y fija y no presta atención a los complejos procesos de interacción e identificación (inter)étnica tanto a nivel individual como grupal. Si la etnicidad fuera una característica estable, cabría pregun-

tarse qué lo hace subsistir, es decir, qué hace que las fronteras entre los grupos se manten-gan como marcadores socialmente relevantes. Por último, esta perspectiva termina “naturali-zando” los conflictos étnicos, al establecer que la etnicidad es un aspecto innato de la vida gru-pal y que actúa para aislar a las sociedades del contacto con otras (Barth, 1969; Abner Cohen, 1969; Vail, 1989; Stavenhagen, 1990; Spear y Waller, 1993; Baud, et.al., 1996).

A partir de fines de la década del sesen-ta, aparece una serie de estudios de caso que reformulan la teoría sobre la etnicidad y los grupos étnicos. Aunque sus planteamientos son diversos, todos parten de la idea de que la etnicidad es relacional, en otras palabras, que existe en cuanto los grupos humanos viven en contacto: es precisamente el continuo contacto y contraste con otros grupos lo que hace surgir la identidad étnica. El trabajo pionero del no-ruego Fredrik Barth (1969), fue el primero en remarcar que las distinciones étnicas no depen-dían de la ausencia de interacción entre grupos, por el contrario, ésta es la base sobre la que se construyen las identidades étnicas. Puesto en simple, la idea de Barth es que no existe la iden-tidad sin que existan otros.

Asimismo, Barth critica la idea de que un grupo étnico esté compuesto por personas que comparten una misma cultura. Partir de una identificación entre etnicidad y cultura, hace que el estudio de un grupo étnico se centre en lo que el investigador, desde afuera, identifique como los rasgos particulares de un grupo. En contraposición, Barth introduce la noción de que los grupos étnicos son categorías de ads-cripción e identificación construidas por los propios actores acerca de sí mismos y los de-más. Su estudio de la etnicidad pathan en Pa-kistán y Afganistán demuestra que individuos y grupos que mantienen rasgos culturales dis-tintos se consideran mutuamente como parte de una misma comunidad étnica. En ese caso particular, los criterios utilizados para crear y mantener el sentido de comunidad étnica es-tán basados en la creencia de que se comparte un antepasado común y ciertos valores mora-les provenientes de un tronco religioso com-partido. Del mismo modo, su estudio muestra a grupos que comparten rasgos culturales, ta-

2 Por lo mismo, se suponía que las diferencias culturales se debían al aislamiento geográfico y social del grupo y, que el contacto entre dos grupos, inevitablemente conduciría a la “aculturación” (Redfield, Linton, and Herskovitz 1936). Los estudios sobre aculturación se centraban en el contacto entre dos culturas consideradas “autónomas previamente. El concepto de cultura era reificado, asumiéndose una homogeneidad interna y una estructura coherente. Para una crítica, véase Wolf (1982), Clifford (1986) y Roseberry (1989).

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les como los modos de subsistencia, estable-cen diferenciaciones étnicas sobre la base de la creencia de que no comparten antepasados míticos. Lo que interesa, entonces, es identifi-car las “fronteras” socialmente construidas que demarcan la diferenciación entre “nosotros” y “los otros”: Las características que los propios actores consideran significativas para delimitar la pertenencia a un grupo u a otro. Estos mar-cadores de diferenciación varían en cada caso particular: en vez de trabajar con una tipología de formas de grupos y relaciones étnicas, Barth propone explorar los diferentes procesos que generan y mantienen los grupos étnicos como entidades diferenciadas.

Otro punto importante del trabajo de Barth es que muestra la presencia de movili-dad de individuos y grupos de un grupo étnico a otro (de ser pathan a ser baluchi, por ejem-plo). La membresía de los grupos, entonces, puede variar cuando individuos traspasan las fronteras de identificación. Esto no hace, sin embargo, que las categorías étnicas (pathan, baluchi) desaparezcan. Las distinciones étnicas no dependen de la ausencia de movilidad, con-tacto e información, sino que involucran pro-cesos de exclusión e incorporación mediante los cuales se mantienen las categorías discretas (“nosotros”-“los otros”) a pesar de la cambian-te participación y membresía en el curso de las historias de vida individuales. Los actores in-dividuales tienen cierta capacidad para mudar sus identidades, en casos de migración, alianza matrimonial, o en casos en que la “frontera” que separa a un grupo de otro cambie. Lo que se mantiene, entonces, no es el grupo en sí, sino la idea del grupo y de la diferenciación respecto a los demás.

Otros autores componen lo que se ha ve-nido a denominar la “escuela instrumentalista”. Para ellos, la etnicidad es considerada un arte-facto creado por individuos o grupos para unir a personas en torno a un propósito común. La etnicidad, desde esta perspectiva, es motivada política y/o económicamente y constituye una elección racional, consciente, de un grupo de personas que, mediante la creación de un sentido de pertenencia y de diferenciación respecto de los demás, buscan alcanzar ciertos objetivos so-ciales (Abner Cohen, 1969; Glazer y Monhiyam, 1975; Banton, 1980, 1983; Baud, et.al., 1996). La etnicidad, vista de esta manera, es cambian-te: puede activarse, fortalecerse, debilitarse, des-aparecer, de acuerdo con el contexto particular en que se desarrollan las relaciones sociales.

El estudio de Abner Cohen es uno de los ejemplos mejores logrados de esta perspectiva instrumental. El grupo Hausa que vive enclava-do en un pueblo Yoruba en Nigeria, ha creado y reforzado una identidad étnica por motivos económicos y políticos, y no como rezago del pasado. Se trata de migrantes cuya identidad es enteramente distinta a la vaga identidad Hausa existente en las diversas zonas de origen: lo que los une –lo que marca las “fronteras” respecto a los Yoruba, y a su vez hace difuminar las dife-rencias de origen entre los Hausa— es, precisa-mente, su condición de minoría migrante en una ciudad mayoritariamente Yoruba. El sentido de pertenencia y unidad en este caso también sir-ve para establecer y mantener el monopolio de una actividad comercial, reduciendo los riesgos inherentes de la misma. Cohen pone en relieve el carácter situacional de la identidad étnica: el sentido de pertenencia a una comunidad étnica depende de un contexto determinado. En cier-tas situaciones, el sentido de identidad puede difuminarse y desintegrarse. En otros, como en el caso de los Hausa en la ciudad Yoruba, emerger, reformularse y fortalecerse.

El aspecto situacional de la etnicidad también ha sido remarcada por otros autores (Mitchell, 1956; Mayer, 1971; Hicks, 1977; Ro-nald Cohen, 1978; Vail, 1989; De la Cadena, 1992, 1995; David Cohen y Odhiambo, 1992; Malkki, 1995; Dávila, 2001). Estos estudios consideran que la etnicidad es fenómeno re-lacional, continuo, fluido, cambiante, y depen-diente de contextos históricos y sociales con-cretos.

Como en el caso de Abner Cohen, los estudios de Clyde Mitchell, Philip Mayer, Lii-sa Malkki y Arlene Dávila se centran en po-blaciones migrantes que crean y refuerzan una identidad étnica, o más bien la dejan de lado para asimilarse en el nuevo contexto en que vi-ven y se desarrollan. Para poner un ejemplo, el estudio de Malkki (1995) sobre refugiados Hutu que escapan de las matanzas Tuutsi en Burundi ubicados en Tanzania, se desarrolla en dos locaciones. La primera es un campa-mento de refugiados enclavado en la selva Tan-zana y supervisado por las Naciones Unidas y el gobierno de ese país. En ese contexto de aislamiento, los refugiados Hutu construyen un sentido de pertenencia étnica sólida, sustentada en una visión de la historia –que Malkki deno-mina mitico-histórica— que los presenta como legítimos dueños de Burundi. Este contexto particular hace que refugiados Hutu de distinta

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procedencia, clase social, niveles educativos y de diferentes “culturas”, construyan un senti-do de pertenencia –marcado por la experiencia común de ser víctimas de un genocidio, de vi-vir en el exilio en un campamento con acceso restringido— que diluye las diferencias y que no podría haber surgido en el propio contex-to de origen, en Burundi. La segunda locación del estudio de Malkki es la ciudad de Kigoma, también en Tanzania, en la ribera del lago Tan-ganika. Los refugiados Hutu en esa ciudad no constituyen un grupo, habiéndose asentado en ella de manera individual y dispersa. En este caso, no existe una identidad Hutu fuerte: en realidad, los refugiados hacen un esfuerzo con-siderable por invisibilizarse en la ciudad en la que viven e integrarse a ella como cualquier ciu-dadano Tanzano más. Estos refugiados no son endógamos y en su mayoría se han convertido al Islam, la religión predominante en Tanzania. Los diferentes contextos sociales hacen, en un caso, que se recree y refuerce la identidad étnica Hutu, y en el otro, que tienda a extinguirse.

Ronald Cohen (1978) define la etnicidad como una serie de dicotomías de inclusión y ex-clusión que determinan quién pertenece y quién no pertenece a un determinado grupo, y como un conjunto de características culturales que definen la identidad compartida. Asignar a las personas a determinados grupos es un proce-so subjetivo llevado a cabo por el actor social y por los otros y depende de cuáles características son usadas para definir la identidad propia y de los demás en un momento dado. Las caracte-rísticas utilizadas para determinar las fronteras étnicas son relativas, ya que la misma persona puede ser categorizada de acuerdo a diferentes criterios en diferentes situaciones. En conse-cuencia, la formación de grupos étnicos, para Cohen, es un continuo e innovativo proceso de mantenimiento y reconstrucción de las fronte-ras que demarcan el “nosotros” de “los otros”. Al preocuparse por el aspecto atributacional de la etnicidad a nivel grupal e individual, Ronald Cohen coincide con los estudios de George Hicks (1977), John Galaty (1993) y de Marisol de la Cadena (1992, 1995). Según Hicks, la gen-te tiene la posibilidad de actuar dentro de las fronteras de varios grupos étnicos, y hace uso de esas diferentes alternativas de acuerdo a las circunstancias del momento. Para Galaty, la etnicidad es un proceso mediante el cual cier-ta identidad es asignada a individuos o grupos en virtud de propiedades percibidas, cualidades definidas o características seleccionadas. Para

él, la investigación debe centrarse en entender cuándo, cómo y por quién se atribuye una eti-queta étnica y no otra(s), en qué contexto y con qué fin. Ya que la etnicidad puede incluir o ex-cluir a individuos en contextos particulares, los individuos pueden manipular creativamente la identidad a través del manejo de los símbolos que se usan para anunciar la pertenencia étnica y que son “leídos” para identificarla y atribuirla.

El estudio de de la Cadena en la comuni-dad de Chitapampa en Cuzco, Perú, demuestra que los individuos tienen posibilidades abier-tas para construir y mezclar identidades indias y/o mestizas. No es inusual, por ejemplo, que alguien sea visto y se vea a sí mismo como in-dio en el contexto de una relación específica y que se autoidentifique y/o sea considerado por otros como mestizo en el contexto de otra: el comerciante Chitapampino que se prepara para dejar su comunidad en la mañana siendo con-siderado mestizo en su villa, es considerado in-dio al llegar a la ciudad... “ambas identidades –india y mestiza— son adquiridas y perdidas a través de procesos dinámicos y conflictivos enraizados en jerarquías implícitas, fuerte-mente establecidas y legitimadas por normas culturales regionales”. A pesar de la fluidez, que permite que las identidades se adquieran y pierdan de manera dinámica, según la ideología regional hegemónica el status étnico es fijo y las barreras que separan a indios de mestizos son infranqueables. La autora remarca que la ideología de las diferencias interétnicas puede, así, contradecir ciertos aspectos de las relacio-nes cotidianas sin que por ello pierda vigencia. En otras palabras, se tienen concepciones fijas, jerarquizadas y estereotipadas de lo que es ser indio o mestizo, pero en las relaciones cotidia-nas las posibilidades de atravesar barreras está presente.

Otros autores han remarcado el carác-ter discursivo de la etnicidad. De un lado, la etnicidad requiere de construcciones narrati-vas para crear y reforzar, de manera continua y nunca acabada, el sentido de identidad: la no-ción de un “nosotros” determinado y en con-traste con “los otros”. Estas construcciones discursivas recrean continuamente el pasado, reconstruyéndolo para así reformular las imá-genes de la identidad, muchas veces con objeti-vos políticos, económicos, o de representación concretos. (David Cohen y Odhiambo, 1992; Galaty, 1993; Rappaport, 1994; Malkki, 1995, Koonings y Silva, 1999; Castellanos, 2000; Dá-

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vila, 2001; Pajuelo, 2003). El estudio de Joanne Rappaport se centra en las prácticas discursivas construidas por los miembros de la comunidad de Cumbe, en los andes colombianos, para afir-mar su etnicidad indígena en momentos en que el contexto político nacional abre posibilidades para darle contenidos positivos a la identidad indígena y para la reivindicación de derechos concretos. La historia se manipula y recrea des-de y para el presente, constituyéndose narrativas a manera de palimpsestos “cuyos múltiples pre-sentes se superponen a los pasados que buscan representar, pasados transmitidos a través de una cuidadosa selección de palabras e imáge-nes”. No se trata de un discurso acabado, pues las identidades étnicas requieren ser continua-mente renovadas y reformuladas, en relación a los contextos sociales y políticos, así como en relación a la política al interior del grupo. De manera similar, Themis Castellanos (2000) estudia las construcciones discursivas que los medios de comunicación en castellano van ela-borando para “inventar” la identidad étnica his-pana en los Estados Unidos de Norteamérica. Estas narrativas enfatizan elementos que unen a los migrantes procedentes de los países lati-noamericanos, constituyendo una fuente posi-tiva de identidad, subrayando las peculiaridades “hispanas” respecto a las sociedad en general, y diluyendo las diferencias de procedencia, na-cionales, de clase, raciales, generacionales, etc. para crear una noción de homogeneidad, en un contexto discursivo general –en dicho país— que ahora exalta la multiculturalidad. La crea-ción histórica, en este caso, está basada en una supuesta cultura común en los países de pro-cedencia, y en las experiencias de migración y adaptación a la sociedad receptora. Cuando el marco discursivo hegemónico norteamericano enfatizaba que ese país era un melting pot (una olla en la que las identidades de procedencia se diluían), no existía un terreno propicio para de-sarrollar esas construcciones discursivas y, por lo tanto, para que existiera una “comunidad his-pana”.

Por su parte, estudios como el de Galaty subrayan que la identidad étnica se anuncia e interpreta constantemente. Ciertas “marcas” de identidad, como el vestido, el estilo de cabe-llo, ornamentos, idiomas y estilos de hablar, etc. constituyen elementos discursivos que comuni-can un estatus étnico. Las posibilidades de ma-nipulación de esos elementos son muy grandes, lo cual resalta la elasticidad de la identidad y las identificaciones étnicas. Las fronteras étnicas

varían cuando los individuos las cruzan, expan-den y reetiquetan. También están en constante negociación y pueden tener distintos significa-dos, o significados ambiguos en determinadas circunstancias.

A las identidades étnicas le están adhe-ridos prejuicios y estereotipos históricamente construidos que hacen que, en diferentes con-textos, una persona o grupo sea vista como de mayor o menos prestigio, o que sea discrimi-nada –positiva o negativamente. De manera que las divisiones sociales y económicas son expresadas comúnmente en términos étnicos. El estudio de de la Cadena remarca que las desigualdades de género se entrelazan con las ideologías étnicas, de manera que las mujeres de la comunidad de Chitapampa son percibi-das como “más indias” que los hombres. Al estar más involucrados a actividades laborales y comerciales vinculados a la cercana ciudad del Cuzco, los pobladores hombres de esta co-munidad rural transitan fronteras étnicas con mayor facilidad, y adquieren mayor status social dentro de la comunidad y dentro de la propia unidad familiar.

Las identidades étnicas y la nación

La dinámica Estado-grupo étnico debe ser explorada para entender la naturaleza y las dinámicas de las identidades y los conflictos ét-nicos. Como se desprende de la sección ante-rior, la etnicidad no puede entenderse aislada de los procesos históricos concretos regiona-les y nacionales en los que se desenvuelve. El marco estructural, político y cultural, estableci-do por Estados coloniales o nacionales, puede propiciar que las identidades étnicas se refuer-cen o pierdan potencia como ejes articuladores de identidad, demandas, o conflictos étnicos. Queda claro que un grupo étnico no existe por sí solo, sino en relación a la sociedad amplia que lo rechaza o lo integra. Para entender a los grupos étnicos, entonces, debemos considerar el marco de un sistema de relaciones étnicas, en las que el poder del Estado, sus instituciones y políticas, juega un papel preponderante.

La literatura sobre etnicidad en África, por ejemplo, demuestra que las identidades étnicas y sus fronteras no son rezagos de un pasado inmemorial, sino que fueron solidi-ficadas a partir de la penetración misionera y luego colonial europea. Mientras que las acti-

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vidades misioneras crearon lenguas uniformes, estableciendo fronteras lingüísticas previamen-te inexistentes, el establecimiento del llamado “gobierno indirecto” de los regímenes colo-niales unió a poblaciones diversas en grupos étnicos –las llamadas “tribus”—, con fronteras sociales y geográficas definidas y estables, que podían negociar con las autoridades coloniales. La fluidez de los sentidos de pertenencia, por consiguiente, fue reemplazada por identidades más fijas y estables (Abner Cohen, 1969; New-bury, 1988; Vail, 1989). El estudio de Rappa-port señala que el contexto discursivo del esta-do colombiano actual favorece el surgimiento de demandas sociales y políticas cubiertas por una retórica étnica. Esto, a su vez, viene crean-do condiciones favorables al fortalecimiento y reproducción de la identidad étnica en Cumbe.

En el caso de los Andes, los siglos de do-minación colonial (y la resistencia contra ella) han producido cientos de “grupos étnicos”, al-rededor de pueblos (reducciones) indígenas en los que se reagrupó a la población pre-hispánica a partir de las reformas toledanas (1570-1580). La mantenida presencia del cacique, como au-toridad mediadora para efectos del acceso a la mano de obra indígena, la recolección del tribu-to y para realizar funciones de administración, permitió la permanencia de esas lealtades, por lo menos hasta las reformas administrativas que siguieron a las sublevaciones de Túpac Amaru y los Katari (hacia los años 1770). Esta perma-nencia no dejaba de ser problemática, dado el carácter ambiguo de un régimen colonial que también restringía el fortalecimiento de identi-dades étnicas locales y que intentaba homoge-neizar a la población indígena bajo la etiqueta de “indios” (Spalding, 1974).

La ambigüedad no desapareció con la instauración de las repúblicas postcoloniales. Mientras que José San Martín lanzaba su fa-moso decreto mediante el cual “en el futuro, los aborígenes no serán llamados Indios o na-tivos; son hijos y ciudadanos del Perú y serán conocidos como peruanos”, el estado naciente requería del tributo indígena –que constituía una proporción considerable de los ingresos estatales— y lo mantuvo, aunque bajo la de-nominación de “contribución indígena” (Platt, 1984). El impulso homogenizador y etnocida liberal, que ha llevado a muchos a hablar de la existencia de un “colonialismo interno” en La-tinoamérica, intentó crear una cultura nacional sincrética, opuesta a las particularidades cultu-rales y a las solidaridades étnicas, y basada en lo que se consideraba la cultura “universal”. El decreto de San Martín, precisamente, subraya

el ideal liberal de “civilizar” a las poblaciones aborígenes y de integrarlas/asimilarlas en una categoría abstracta e individual, pensada en tér-minos homogenizadores, de “ciudadanos na-cionales”.

Por ello, las etnicidades en las sociedades latinoamericanas postcoloniales son fragmen-tarias, ambiguas, y marcadas por el colonialis-mo. Las etiquetas étnicas son múltiples y se mezclan y superponen entre sí a manera de un palimpsesto. Los grupos e individuos pueden autoidentificarse y ser identificados con diferen-tes “etiquetas” étnicas en diferentes contextos (locales, subregionales, regionales, nacionales) e interacciones cotidianas. Las identidades ét-nicas locales pueden ser fragmentadas y sólidas a la vez, dependiendo de la situación concreta o con quién(es) se esté interrelacionando, los individuos pueden llevar, intencionalmente o no, varias etiquetas de identidad a la vez: como miembro de un ayllu, por ejemplo Qollana, de una comunidad, de una entidad étnica mayor, por ejemplo K’ulta, de una entidad aún mayor en proceso de construcción, por ejemplo Ay-mara, y ser considerado como “indio” en un contexto urbano. El mismo individuo puede “cruzar” fronteras étnicas cotidianamente, a ve-ces manipulando ciertas “marcas” de identidad.

Los “cruces” de fronteras étnicas en mu-chas ocasiones son producidos por la existencia de discriminación étnica estructural y cotidiana: algunos individuos pueden intentar despojarse de aquellas “marcas” que los identifica como parte de un grupo étnico socialmente conside-rado inferior, para adoptar prácticas culturales o símbolos que los aleje de tales categorizaciones. Como consecuencia de las transformaciones culturales y de identificación étnica que la ex-clusión y discriminación promueven, es posible encontrar situaciones de “tránsito” o “migra-ción”. En casos, surgen etiquetas intermedias: en la comunidad de Chitapampa, por ejemplo, los comuneros respondían de una manera pe-culiar cuando se les preguntaba si una persona específica era indio o mestizo: “no es ni lo uno ni lo otro, está en proceso”. (de la Cadena, 1992 y 1995. La identidad étnica puede ser gaseosa y pasar por etapas.

Para complejizar más las cosas, las eti-quetas étnicas pueden jerarquizar a los indivi-duos dentro de comunidades, familias y parejas, como muestra el estudio de de la Cadena. A este panorama, se le debe añadir, además, las divisiones políticas impuestas por el estado (lo-calidades, distritos, provincias, departamentos, el territorio nacional), que a su vez generan va-

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riadas lealtades, identificaciones y separaciones significativas, y abren nuevas posibilidades de interacción y conflicto.

En algunos países de la región, como Ecuador y Bolivia, viene ocurriendo un fenó-meno que algunos llaman revitalización étnica (Pajuelo, 2003), o reivindicación de la india-nidad. En ambos casos, actores políticos in-dígenas irrumpen en la escena política oficial adquiriendo un peso político considerable en ella, transformándola y cuestionando los mo-delos nacionales hegemónicos. Se trata de movimientos que redefinen las fronteras étni-cas, recreando ciertas identidades étnicas y di-solviendo otras posibilidades de identificación étnicas, posibles. En Ecuador, la Confedera-ción de Nacionalidades Indígenas del Ecuador aglutina a diversas organizaciones cantonales, provinciales y regionales, convirtiéndose en un actor político nacional, reivindicando las deno-minaciones de “indio” e “indígena” y exigiendo la refundación del Estado ecuatoriano como un Estado “plurinacional”. Como señala Pajuelo (2003), “el movimiento indígena ha logrado convertirse en un actor ineludible en el esce-nario político ecuatoriano, logrando ir mucho más allá de las demandas estrictamente étnicas, al punto de ser uno de los pocos actores capa-ces de manejar una visión efectivamente nacio-nal sobre los problemas y alternativas del país”. Las demandas del movimiento indígena ecua-toriano vienen siendo plasmadas en el ordena-miento legal de dicho país, empezando por el reconocimiento constitucional de los pueblos y nacionalidades indígenas y la declaración de que el Ecuador es un estado plurinacional, en 1998. No se trata de simples cambios retóricos, sino de una verdadera lucha discursiva fundamental para la concreción de los objetivos políticos de los pueblos indígenas y que, además, conllevan la revaloración de identidades largamente mar-ginadas y discriminadas.

En el caso de Bolivia, las organizaciones aymaras y quechuas vienen utilizando la deno-minación de “pueblos originarios” en vez de la de “indios”, debido a la carga simbólica de esa denominación. Mientras campesinos quechuas han reivindicado el uso de su lengua y utilizan símbolos como la wiphala —bandera del Ta-huantinsuyu, el pututo— corneta hecha de ca-racol marino, la noción de la tierra como pacha-mama o “madre tierra”, y reivindican a la hoja de coca, en el Altiplano ha resurgido un mo-vimiento comunitario de reivindicación aymara que propone el comunitarismo aymara como alternativa frente al agotamiento e inoperancia de la sociedad “q´ara” (blanca y mestiza). Am-

bos movimientos han participado en el proceso político boliviano con una fuerza inusitada, de-cidiendo el destino de gobernantes y de coyun-turas políticas, así como logrando importantes cambios en el marco jurídico nacional.

En Guatemala, el período posterior a la sangrienta guerra interna –durante la cual el es-tado desarrollo una política contrainsurgente genocida y marcada por claros rasgos racistas y etnocidas— ha sido marcado por un proceso de revitalización étnica que también viene con-quistando espacios en la lucha política. Así, se firmó el Acuerdo

Sobre Identidad y Derechos de los Pue-blos Indígenas, adoptándose el término “Pue-blos” (Pueblo Maya, Pueblo Garífuna, Pueblo Xinka) como una manera de reivindicar la iden-tidad y derechos indígenas.

En Ecuador, Bolivia y Guatemala, se van reformulando narrativas históricas que funda-mentan su oposición a situaciones de margina-ción y opresión y que crean sentidos de iden-tidades étnicas potentes y aglutinadores. En estos tres casos, los marcos jurídicos nacionales van reconociendo la diversidad cultural y étni-ca. Las tarea más complicadas siguen siendo, sin embargo, la lucha por conseguir que los cambios jurídicos transformen en la práctica el sistema social, político y económico que margi-na y discrimina a amplios sectores de a pobla-ción, y por lograr cambios culturales en contra de los sentidos comunes hegemónicos que se expresan en prejuicios y estereotipos denigran-tes sobre las poblaciones indígenas.

Como señala Stavenhagen (1990), la ideología del estado-nación en Latinoaméri-ca ha proclamado la unidad y homogeneidad nacional como un valor supremo y frecuente-mente diseña políticas para asimilar, integrar o incorporar etnicidades no dominantes en el molde dominante. En el marco de ese proyec-to etnocida, las identidades étnicas son perci-bidas como obstáculos a la integración, como rezagos de un pasado que debe superarse en aras de la modernidad y el progreso nacionales. La definición de la comunidad nacional y del ejercicio de la ciudadanía ha excluido prácticas culturales e identificaciones étnicas no-occi-dentales. Los estados nacionales latinoameri-canos—cuyas instituciones históricamente han funcionado en castellano— han establecido un marco estructural excluyente y discriminador que subalterniza a las poblaciones indígenas o fomenta la asimilación por medio de la desin-digenización. En palabras de Renato Rosaldo (1991) el alcanzar la ciudadanía plena en el esta-

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do nación implica despojarse de una identidad cultural distintiva.

La asimilación como objetivo nacional, ha contado con la escuela como uno de sus ins-trumentos principales, pues a través de ella se presenta a un sector dominante como la única nación real, verdadera o legítima. Impartien-do sus clases en castellano, y con contenidos que niegan la presencia indígena, los saberes y prácticas culturales no hegemónicos3 (identifi-cados como atrasados e inútiles). En la escuela peruana, por ejemplo, se reproduce un imagi-nario que exalta el “glorioso” pasado incaico, contrapuesto a la imagen de un indio folklóri-co, servil y únicamente campesino (Walsh, s/f). Se borran las diferencias culturales locales y las identificaciones étnicas particulares, para cons-truir una imagen homogénea de “lo indio” y, a su vez, se remarca la diferencia entre un pasado indígena (construido como) esplendoroso y el presente.4

A través de la escuela también se tiende a recrear la ficción de la integración armoniosa de la nación, es decir, no se aborda la diversidad cultural, ni se presta atención a las identificacio-nes étnicas. Tampoco se problematiza ni abor-da a la propia escuela como espacio y escenario culturalmente diverso, de interacción muchas veces conflictiva y discriminatoria entre actores que pueden a su vez manejar, ambiguamente, identidades y bagajes culturales diversos. No abordar las dinámicas culturales en la propia escuela hace que las discriminaciones, sutiles y abiertas, se reproduzcan (Callirgos, 1995).

Este marco estructural discriminador fo-menta y se retroalimenta de las percepciones étnicas y culturales estereotipadas que desva-lorizan lo considerado indígena y alejado de lo percibido como “moderno”, “avanzado” y aceptable. El desprecio a lo percibido como in-dígena, que se manifiesta en estereotipos arrai-gados, genera internalización de sentimientos de minusvalía y deseos de dejar atrás aquellas

marcas culturales e identidades étnicas despre-ciados estructural y cotidianamente. Los deseos de “dejar de ser” indígenas –que expresan una voluntad de escapar de la discriminación—, muchas veces se expresan en demandas para que la nuevas generaciones reciban una educa-ción en castellano y acorde con la cultura he-gemónica.

La problemática racial

Felizmente, la idea de que los países lati-noamericanos constituían peculiares “democra-cias raciales” en las que las relaciones raciales eran pacíficas y los canales de movilidad social estaban abiertos para cualquier individuo, ha sido sujeta a crítica desde sectores académicos.5 La imagen idílica de la región como exenta de racismo, se basaba en su contraste con otras regiones y sociedades del mundo en el que el racismo era asumido oficialmente desde el Es-tado, aparecía en la escena oficial, o se expresa-ba cruda y violentamente en forma de lincha-mientos y segregación sancionada por las leyes: la Sudáfrica del Apartheid, la Alemania nazi, los estados del sur de los Estados Unidos en la época de la segregación, por ejemplo. En com-paración, la región aparecía como tolerante y predominantemente mestiza. Algunos sectores intelectuales latinoamericanos se encargaron de difundir la idea de que nuestras sociedades eran el resultado de la armoniosa confluencia –“sín-tesis viviente”, en palabras del connotado inte-lectual peruano Víctor Andrés Belaúnde— de las culturas indígenas y española, así como de un continuo y exitoso mestizaje racial.6 Es inte-resante señalar que este discurso de exaltación del mestizaje difiere del predominante a través del siglo XIX: en ese período, las élites latinoa-mericanas buscaron fomentar la inmigración europea para “mejorar” la raza mediante el mes-tizaje, el que produciría el “blanqueamiento” de la población (Wright, 1990). Las posiciones en contra del mestizaje han sido predominantes

3 Utilizo el término hegemonía para referirme a proyectos culturales elaborados desde los centros de poder y que por eso tienen mayor capacidad de ejecutarse mediante la coerción y/o la generación consensos. Esto no implica, sin embargo, que estos modelos y proyectos hegemónicos sean siempre ejecutados o impuestos exitosa u homogéneamente, pues generan resistencias, contestación, y negociaciones permanentes que pueden modificarlos, subvertirlos, desnaturalizarlos o neutralizarlos. Para una discusión del concepto de hegemonía, ver Mallon (1994).

4 En esto, los contenidos educativos no hacen sino reproducir construcciones discursivas de larga data: siguiendo a Rowe (1954) y Brading (1991), Thurner (1997), Méndez (1992), y Walker (1998), han estudiado cómo las elites limeñas postcoloniales se apropiaron del legado de los Incas de manera ambigua, apelando a la retórica de la grandeza Inca para yuxtaponerla a la “degenerada” población indígena con-temporánea.

5 Ejemplos paradigmáticos de caracterizaciones de Brasil como democracia racial son Freyre (1945,1946), Pierson (1942), Tannenbaum (1942) y Wagley (1952).

6 En Brasil, el más influyente difusor de la idea de la confluencia armoniosa entre las “razas” ibéricas, negra e indígena fue Gilberto Freyre. En el Perú, Víctor Andrés Belaúnde y Uriel García. En México, Vasconcelos propuso la influyente idea de que el mestizaje había creado la “raza cósmica”.

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allí donde ha sido un grupo estadísticamen-te mayoritario el que ha buscado, mediante el racismo y evitando la mezcla, mantener su es-tatus. Allí donde una minoría ha impuesto su condición de supremacía, ha elaborado una ideología exaltadora del mestizaje, como forma de poner de relieve las bondades de su propia “raza”. Es también un discurso que disfraza la desigualdad existente y que oculta la idea de que el racismo existe, propalando la existencia de una democracia o, por lo menos, de un clima de tolerancia, inexistente. A esto debe sumarse que la concepción de mestizaje mezcla ambi-guamente criterios supuestamente genéticos (digo supuestamente porque todas las pobla-ciones humanas son genéticamente “mestizas”) con criterios culturales.

Nótese que uso la palabra “raza” entre comillas para subrayar el carácter construido de la noción de raza. Las razas no existen como entidades objetivamente identificables; son ficciones sociales arbitrariamente construidas para las que se requiere un lenguaje metafórico también arbitrario. Las “razas” sólo existen en el imaginario social, muchas veces de manera gaseosa y contradictoria. Una persona puede ser percibida como perteneciente a una raza en un contexto, y a otra en otra situación o interre-lación. Las percepciones raciales no son rígidas y están influenciadas por elementos (posición social, aspectos culturales, por ejemplo) que poco tienen que ver con características genéti-cas (las que son altamente variables y, además, invisibles) o fenotípicas. Existen, sin embargo, estereotipos rígidos respecto a las “razas”. En América Latina, ha predominado la creencia de que la “raza” es variable y manipulable, sujeta a la posibilidad de “mejorar” o “degradarse” en relación al ambiente y la educación. Esto ha hecho que, sobretodo hasta la década del cua-renta del siglo XX, las políticas estatales hayan estado marcadas por objetivos racistas y expre-sadas a través de una retórica racialista.

La creencia en la existencia de una su-puesta jerarquía racial también hace que las diferencias sociales se interpreten y expresen de una manera racializada. Esto hace que, por ejemplo, se hable de las diferencias de clase como raciales y viceversa, lo cual está sintetiza-do en el dicho popular según el cual “el dinero blanquea”.

Mientras que los temas de racismo y de las problemáticas raciales en Latinoamérica se

han convertido en legítimos objetos de estudio desde la historia y las ciencias sociales, ellos también han aparecido en la escena oficial, en donde se les negaba o consideraba problemas resueltos. De esta manera, en Guatemala se ha formado una secretaría presidencial contra el racismo, y en el Perú se aprobó la ley en contra de la discriminación racial. Estos avances son ciertamente iniciales y deben ser acompaña-dos por acciones concretas, especialmente en el terreno de la educación: la erradicación de percepciones desvalorativas y de prácticas dis-criminatorias no puede realizarse “por decre-to”, pues demanda un cambio cultural de per-cepciones que vienen solidificándose a través de siglos.

La literatura sobre el tema, así como las denuncias de prácticas de discriminación abier-tas o encubiertas, demuestran que las percep-ciones raciales y el racismo, que gozaron de carta de ciudadanía hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, mantienen vigencia, aunque no aparezcan incontestadamente en la escena oficial. En otras palabras, el hecho de que el racismo no sea sancionado legalmente, que no existan partidos políticos abiertamente racistas, o de no se produzcan hechos de violencia explí-citamente racial, no quiere decir que el racismo no sea un factor que influencie la vida política, y las relaciones sociales cotidianas. La creencia de que existen razas y las connotaciones y los estereotipos que las denominaciones raciales conllevan, han demostrado ser persistentes y tener un peso social importante.

El hecho de que no existan elaboraciones intelectuales y discursos políticos abiertamen-te racistas, pero que subsistan cotidianamente los criterios y prácticas de clasificación racial, los prejuicios y las discriminaciones raciales, es producto de la ambigua convivencia de dis-cursos igualitarios y democráticos antirracistas con elementos discursivos teñidos de racismo. Mientras que se nos enseña las “verdades oficia-les” que todos somos iguales ante Dios y la ley, y que el racismo es condenable, los individuos adquirimos por medios sutiles, pero eficaces, la capacidad de clasificar y discriminar racialmen-te, así como prejuicios raciales históricamente construidos y emocionalmente cargados.7

Ya que se nos enseña que es condenable aquello que se nos inculca, las manifestaciones del racismo salen a la luz de manera encubierta, disimulada, o en situaciones de conflicto, cuan-

7 Siguiendo al lingüista Stephen Krashen, establezco la distinción entre adquisición y aprendizaje. El primero es un proceso sutil e incons-ciente por el cual uno llega a interiorizar -absorber- cierto conocimiento; el segundo es un proceso de racionalización mediado por la conciencia. Krashen considera que la adquisición es más efectiva y duradera.

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do se pierde la ecuanimidad. En el insulto, por ejemplo. En texto anterior (Callirgos, 1993), hice una analogía entre algunas expresiones de nuestro racismo y el síntoma neurótico. En éste último lo que sucede es que una pulsión o deseo inaceptable para el super-yo (instancia encargada de indicar lo que es bueno y lo que es malo en cada individuo) es reprimido y guar-dado en el inconsciente, pero la fuerza de esa pulsión es tal que pugna por hallar satisfacción, lográndolo, en el caso del neurótico, al hacerse consciente de manera disfrazada o sustitutiva. Así pues, un pensamiento inaceptable social e individualmente -como el racismo- es reprimi-do, pero éste busca salir a flote indirectamente, a escondidas, deforme, o en momentos en que los mecanismos de defensa decaen. Las expre-siones soterradas de racismo disfrazan o ate-núan una idea que de expresarse abiertamente sería inaceptable. Vemos que si el síntoma neu-rótico expresa un conflicto entre fuerzas inter-nas, estas expresiones de racismo -siendo pro-ductos sociales- pueden expresar un conflicto entre construcciones discursivas sociales de gran potencia. Este choque del discurso racis-ta adquirido desde la cuna, con el democrático, aprendido y consciente, va a ser la causa de que el racismo se exprese -vencida la censura- de formas tan diversas como encubiertas.

Un aspecto importante para entender el racismo en países predominantemente indíge-nas es que éste ha sido dirigido históricamente para estigmatizar, estereotipar y denigrar a esas mayorías. Como han señalado Portocarrero (1993) y Callirgos (1993) para el caso peruano, eso lo hace particularmente desintegrador y co-rrosivo. Las imágenes socialmente construidas de belleza, prestigio, inteligencia y status social, y que son presentadas como modelos por los medios masivos de comunicación no corres-ponden a la apariencia de la mayoría de perso-nas que viven en los países en donde se realiza-rá este proyecto. El desfase entre esas imágenes y la figura que la mayoría de peruanos observa al mirarse al espejo hace que el racismo pueda dirigirse en contra de uno mismo, que sea difícil aceptarse como se es y que el racismo actúe en el fuero interno de las personas de manera des-garradora. ¿Cuánto puede afectar, la pertenen-cia a ciertos grupos raciales, la autoestima de los actores sociales? Para esto nos sirve el con-cepto de “desesperanza aprendida”, un indivi-duo o grupo estigmatizado puede “aprender” cuales son sus límites, hasta dónde puede lle-gar. Puede tener baja autoestima, sentimientos

de inferioridad, incluso adoptar los prejuicios y estereotipos que recaen sobre él, en lo que algu-nos psicoanalistas denominan la “introyección del verdugo”. Como señala Igor Caruso (1964), la víctima de una agresión puede identificarse con el agresor. Este es un mecanismo de de-fensa y una forma de reacción social. Se acepta la visión del mundo del opresor, el oprimido ya no se apoya en el sentimiento de su propio valor, introyectando el super-yo, la escala de va-lores del opresor y saliendo al encuentro de la destrucción de sí mismo8. Laplanche y Pontalis (1984) anotan que la identificación con el agre-sor hace que el sujeto agredido reasuma por su cuenta la agresión en la misma forma, ya sea imitando física o moralmente a la persona del agresor, o adoptando ciertos símbolos de poder que lo caracterizan. Los rasgos raciales pueden ser considerados símbolos de poder. Otras re-acciones posibles son la rabia, el resentimiento, o el deseo de venganza.

Las posibilidades de conflicto personal y social se incrementan porque las percepciones y estereotipos raciales pueden hacerse presentes dentro de una misma familia. No son pocas las familias en las que se presentan diferencias de matices o rasgos físicos y en las que la discrimi-nación ingresa al ámbito del hogar, allí donde la relación de intimidad debiera destruirlo.

Pero haríamos mal en pesar que el racis-mo es unidireccional. A las construcciones dis-cursivas que inferiorizan y marginan a las pobla-ciones identificadas como indígenas o negras, o como poseedora de rasgos raciales indígenas o negros, que con tanta persistencia han sido propagadas desde las élites latinoamericanas, se le han añadido percepciones históricamente construidas –y con significados históricamente cargados— acerca de otras “razas”, incluyendo la “blanca”. Si por un lado, los rasgos raciales blancos se presentan como deseables y estética, social e intelectualmente superiores, por otro, están asociados al abuso y la explotación. Para el caso peruano, Portocarrero (1990) conclu-ye que en el mundo popular existen juicios y emociones ambiguas y contrapuestas respecto al blanco: se le ve como “rico, poderoso, feliz...; pero también sádico, explotador, satánico.” Se le considera abusivo, y se le imagina como “un ser demoníaco contra el cual toda agresión apa-rece como legítimo acto de defensa”. La mul-tidireccionalidad del racismo hace que existan percepciones estereotipadas cruzadas desde y hacia distintos sectores sociales. Lo arraigado

8 Caruso (1964) expone un ejemplo dramático: algunos judíos del Ghetto de Varsovia habían introyectado a sus verdugos a tal punto que deseaban ser como los policías alemanes, los imitaban, se saludaban con el saludo nazi y veneraban a Hitler.

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de estos prejuicios hace que el racismo se con-vierta en uno de los mayores obstáculos para la formación de una sociedad democrática, ba-sada en el respeto mutuo, la solidaridad y el un desarrollo que tome en cuenta las dimensiones personales. Así como está presente en las re-laciones sociales, el racismo impregna las ma-neras en que nos miramos a nosotros mismos, que impide el reconocimiento y la valoración de nuestro propio yo.

Si las percepciones y estereotipos raciales intervienen en la formación de las identidades personales y en las interrelaciones sociales –in-clusive en aquellas consideradas más íntimas—, cabe preguntarse cómo interviene la problemá-tica racial en la escuela. En un texto anterior basado en un trabajo de campo concreto en escuelas de sectores populares limeños (Callir-gos,1995), señalé que las percepciones raciales y el racismo son propagados en la escuela a través de expresiones sutiles y encubiertas o envueltas en humor, o agresiones lúdicas. Los diferentes actores del escenario escolar –maestros, auto-ridades y alumnos— reproducían actitudes y estereotipos raciales, los que a su vez teñían las relaciones interpersonales entre ellos.

Idealmente, la escuela debería cumplir un rol fundamental de democratización en nues-tros países. De un lado, la educación se supone vehículo de desarrollo personal y de movilidad social. De otro, la escuela debería fomentar la internalización de valores democráticos y la promoción de la tolerancia y el respeto por el otro, para que los futuros ciudadanos se reco-nozcan como iguales en derechos (sociales, po-líticos y culturales)y obligaciones. La pregunta

es si la escuela contribuye a crear las condicio-nes subjetivas para la construcción de una de-mocracia que valore la interculturalidad a nivel grupal e individual, es decir, si los procesos de socialización que tienen lugar en el ámbito es-colar revierten o impulsan el desarrollo de los valores básicos de libertad, tolerancia, solida-ridad, autonomía, afectividad y respeto a uno mismo y al otro en ambos niveles. La escuela no sólo transmite los mensajes curriculares ofi-cialmente establecidos, sino que constituye un escenario cultural con dimensiones cognitivas, afectivas y actitudinales en el que autoridades escolares y alumnos cotidianamente (re)crean y establecen rutinas, códigos y normas -explícitas o implícitas- que gobiernan sus relaciones. Los contenidos de la enseñanza tampoco se ciñen a los formalmente establecidos, pues existe un “currículum oculto”, transmitido sutil, pero efectivamente.

Partimos de constatar que vivimos en sociedades fracturadas no sólo por asimetrías sociales, económicas, regionales y culturales, sino también por percepciones étnicas y racia-les que nos escinden y que generan una cultura de recelos, miedos y desconfianzas mutuas, así como identidades personales múltiples y frag-mentadas que no siempre logramos reconciliar. Por todo esto, este proyecto busca entender las maneras en que las identidades y las identifi-caciones, así como las percepciones étnicas y raciales marcan la vida cotidiana en diferentes contextos sociales concretos, dentro y fuera de la escuela, para poder, desde ese entendimien-to, elaborar lineamientos que impacten en pro-puestas pedagógicas y materiales educativos.

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Estudio de campo en el departamento de Puno - Perú

Coordinación General:

Ana María Robles

Investigación:

Juan Carlos Callirgos

Coordinador de Campo en Puno:

Walter Rodriguez Vásquez

Investigadores de Campo en Puno:

Sara Margarita Mendoza Murillo Fredy Leuman Incacutipa LimachiEmeterio Roque Quispe Mamani

Olinda Suaña DiazEnrique Puma Suaña

Alan Ramiro Sucari MamaniJulián Mamani Condori

Lucio Benito Mamani CalisayaMarcelino Ramos Espinoza

Apoyo Institucional en Puno:

Woodro Andía Castelo – Dirctor Regional de Care PunoMarina Figueroa Díaz – Representante del Proyecto Nueva Educación

Bilingüe y Multicultural en los Andes – EDUBIMA

Digitador:

Abraham Emilio Barrientos Pacho

Logística:

Eugenia Mollocondo Sardón

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Introducción

El trabajo de campo del proyecto “Edu-cación bilingüe intercultural y percepciones y conflictos causados por la discriminación racial y étnica”, se realizó en el departamento de Puno, en una zona andina ubicada al sur del Perú. El departamento de Puno se caracteriza por ser el lugar de encuentro de dos grandes matrices culturales indígenas, la quechua y la aymara, y por ser fronterizo con Bolivia. En contraposi-ción al país en general, la población de Puno es predominantemente rural y campesina.1 Las actividades económicas predominantes son la agricultura y la ganadería, cuya relegación hace que el 78 por ciento de la población de Puno sea considerada “pobre” y que el 46,1 por cien-to esté debajo de la línea de pobreza extrema.2 En relación con el resto del país, departamento de Puno tiene una menor esperanza de vida, una tasa más alta de analfabetismo y menor do-tación de servicios (agua y desagüe, alumbrado

Informe de trabajo de campo en Puno - Perú:

1 Según las estadísticas del Instituto Nacional de Estadística e Informática, el 60.8% de la población puneña habita en zonas rurales, mientras que el 39.2% lo hace en zonas urbanas.

2 Las cifras provienen de la Encuesta Nacional de Hogares del Instituto Nacional de Estadística e informática, 2003.

público, por ejemplo). Es el departamento con más elevada tasa de mortalidad de todo el país.

Esta situación tiene como antecedente la larga existencia de un sistema de posesión de la tierra denominado latifundio, que some-tió económica y culturalmente a la población campesina. El acceso a la tierra y a la educación se constituyeron, por décadas, en las demandas más importantes de los campesinos puneños. El fin de los latifundios con la dación de la reforma agraria a fines de los años 60, no ha terminado con la exclusión económica y social del campesi-nado puneño: las poblaciones rurales son aque-llas en donde se concentran los índices de pobre-za más agudos. Es en esas zonas, además, donde se concentra el mayor porcentaje de población quechua y aymarahablante monolingüe; la po-breza extrema en el Perú tiende a tener un rostro rural, campesino y quechua o aymarahablante.

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La población del departamento es cul-turalmente diversa. La presencia de las matri-ces culturales, étnicas y lingüísticas aymara y quechua, junto con la de la hispana hacen que existan diversos grados de hibridez y contacto. Hay, sin embargo, zonas del departamento en donde existe un claro predominio de una de las matrices culturales mencionadas. La diversidad cultural y étnica, además de las experiencias existentes en Educación Bilingüe Intercultural –algunas de ellas apoyadas por CARE—, ha-cen de esta zona un ámbito particularmente apropiado para un estudio sobre percepciones étnicas y raciales.

El trabajo de campo fue realizado en tres zonas distintas. En primer lugar, en la ciudad de Puno, capital del departamento. Esta ciudad, a orillas del lago Titicaca, se ha convertido en un centro de atracción de corrientes migratorias rurales. Aunque el departamento sigue siendo predominantemente rural, viene atravesando un fuerte proceso migratorio hacia sus ciudades; en 1940, el área urbana apenas congregaba el 13 por ciento de la población total del departamen-to, mientras que en 2000 albergaba al 39.2 por ciento. La ciudad capital es, entonces, un lugar de confluencia de familias provenientes de dis-tintas regiones del departamento y, por lo tanto, de zonas culturalmente diversas.

El trabajo de campo también ha sido rea-lizado en una zona predominantemente que-chua (la provincia de Azángaro) y otra aymara (Huancané). En cada una de ellas, a su vez, tra-bajamos en las ciudades capitales de provincia (Azángaro y Huancané) y en comunidades ru-rales. Las comunidades rurales de la provincia de Azángaro donde realizamos el trabajo de campo fueron Tiruyo y Condoriri, mientras que la comunidad elegida en Huancané fue la de Azangarillo.

Debido a la diversidad lingüística de Puno, el trabajo de campo fue realizado en tres idiomas. Se contó con un equipo de diez entrevistadores puneños, quienes bajo la coor-dinación de un antropólogo también puneño, recabaron la información. La información fue luego transcrita en los idiomas originales en que se realizaron las entrevistas y grupos focales, luego traducidas y transcritas al castellano. Este proceso también estuvo a cargo del equipo de entrevistadores puneños, quienes tienen amplia

3 Los instrumentos utilizados se encuentran en el anexo número 1. El anexo número 2 muestra la realización del trabajo de campo en cada uno de las locaciones.

experiencia en recopilación de datos cualitativos mediante entrevistas, encuestas y realización de grupos focales, así como en traducciones del quechua o aymara al castellano.

Se realizaron un total de 33 entrevistas a informantes clave, además de 8 entrevistas a directores de colegio y 8 entrevistas a maestros; reuniones de grupos focales con un total de 48 maestros y otras reuniones de grupos con un total de 60 alumnos. Se realizaron 52 encuestas escritas a alumnos y 41 encuestas de percep-ciones a pobladores en general. Finalmente, se realizaron 9 entrevistas cortas a jóvenes.3

Como en toda investigación, los resulta-dos de este trabajo de campo están marcados por los procedimientos seguidos y los instru-mentos utilizados. En este caso, el uso de entre-vistas, encuestas y grupos focales hace que nues-tro trabajo se centre en el análisis discursivo. Un trabajo de campo etnográfico hubiera permitido la observación de acciones concretas cotidianas y, por lo mismo, podría conducirnos a conclusio-nes diferentes.

Los discursos imperantes sobre etnicidad y racismo

En Puno impera una percepción tripar-tita de la etnicidad según la cual la población se divide en tres grupos étnicos (quechuas, ay-maras e “hispano hablantes” o “mistis”) clara-mente diferenciables entre sí por características culturales, el idioma, y según algunos, por los rasgos físicos. Estas categorías se imaginan es-tables e impenetrables (toda persona pertenece a, o es, de una de las tres), a pesar de que no siempre son etiquetas coherentes que marcan fronteras excluyentes, estables y definibles.

Estas etiquetas, sin embargo, pueden exis-tir como categorías de adscripción independien-temente de características culturales o el idioma. Por ejemplo, una persona cualquiera en la ciudad de Puno puede autoidentificarse como “que-chua” sin que eso necesariamente implique que hable quechua o que comparta modos de vida considerados “quechua”. La adscripción se basa en un sentido de pertenencia a “lo quechua” –no importa cuán vagamente sea definido— y en la noción de que toda persona es o pertenece a uno de los “grupos”.

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De acuerdo con la ideología regional he-gemónica, las distinciones étnicas entre ayma-ras y quechuas tienen un correlato geográfico y pueden ser localizadas en un mapa. Así como el departamento de Puno está dividido en zo-nas quechuas y zonas aymaras, la ciudad capital puede dividirse en zonas diferenciadas.

Esta rígida división parece dominar el dis-curso sobre las categorizaciones e identidades étnicas, a pesar de las múltiples excepciones y de los variados significados de dichas etiquetas. Como ya se puede apreciar, las tres etiquetas sir-ven para nombrar un idioma, una supuesta cul-tura, y una categoría de identificación, y, aunque estos tres elementos se imaginan confluentes, no siempre coinciden. A veces, por ejemplo, la etiqueta “hispanohablante” se refiere a alguien catalogado como “blanco”, culturalmente “no indígena” y de élite, en otras ocasiones se utili-za para nombrar a toda persona que habla cas-tellano, independientemente de su apariencia, procedencia y estatus social. Al mismo tiempo, una persona de estatus socioeconómico alto, ca-talogado como “blanco” y perteneciente a una familia de hacendados puede autoidentificarse en alguna circunstancia como “quechua” porque aprendió tal idioma.

Identidad/identificación

Lo dicho anteriormente demuestra que, a pesar de que las categorías étnicas parecen aludir a realidades estables, fijas y claramente delimitadas, en realidad son polisémicas y flexi-bles. Es claro que las etiquetas étnicas derivan de la diferenciación lingüística; más aún, esta diferenciación, en un contexto de cercanía geo-gráfica, hace que se configuren campos separa-dos y supuestamente unidos entre sí. Así, ante la cercanía “aymara”, la categoría “quechua” adquiere una importancia mayor que en otras zonas del país, y tiende a crear una noción de “nosotros” que agrupa a personas que no nece-sariamente son homogéneas culturalmente. Las tres categorías se convierten en posibles fuentes de identidad e identificación en desmedro de otras posibles que pierden relevancia. En otras palabras, es la cercanía geográfica la que hace que la diferenciación lingüística se convierta en el marcador más importante de fronteras de identidad.

Por lo mismo, estas categorías se hacen extensivas a aspectos extralingüísticos, sirvien-do como marcadores de diferencias históricas,

culturales e inclusive “raciales”. Así, las etiquetas tienen cargas semánticas que aluden, al mismo tiempo, a idiomas, a los hablantes de esos idio-mas, a “culturas”, a identidades étnica (que no implica necesariamente modos de vida compar-tidos) y a “razas”. Idealmente, todos estos sig-nificados se superponen, o deberían hacerlo; de manera que cualquiera de estas etiquetas aludan a un conjunto lingüístico/cultural/étnico homo-géneo con una historia común.

La propia amplitud semántica de estas categorías, sin embargo, las hace flexibles y abiertas a múltiples utilizaciones en una gran variedad de contextos: la multiplicidad de sus significados no necesariamente se superponen exactamente. Se puede utilizar la misma etique-ta, por ejemplo, para identificar a dos personas que no comparten procedencia, nivel educati-vo, clase social, apariencia física ni competencia lingüística, basándose en una vaga identifica-ción afectiva. En algunos casos, la etiqueta pa-rece aludir únicamente al idioma materno, en otros, a una zona de procedencia, en otros al compartir ciertos rasgos culturales, y en casos a la adscripción e identificación. Como puede suponerse, en muchos casos convergen dos o más elementos.

Los usos y significados de estas catego-rías, entonces, son variados. De acuerdo con los resultados de los instrumentos aplicados durante el trabajo de campo, las categorías “quechua”, “aymara” e “hispanohablante” son utilizadas extensivamente en Puno, pero de dife-rentes maneras. Un ejemplo puede ayudarnos a entender la flexibilidad de las categorías étnicas: los alumnos de un colegio particular de Puno que participaron en un grupo focal, y quienes se autoproclamaron “hispanohablantes”, fueron preguntados en qué radicaba la diferencia entre ser hispanohablante y ser quechuas o aymaras. Una de las alumnas respondió: “En el lenguaje, porque nosotras hablamos el castellano y ellos además hablan quechua o aymara”. Otra alum-na se refirió que la diferencia radicaba “en la cultura...”. Finalmente, un alumno respondió que la diferencia se basaba “en el color de la piel tal vez... en la forma de pensar y expre-sarse”. Como vemos, estas distintas respuestas aluden a diferencias lingüísticas, culturales y “raciales” por separado: las etiquetas, entonces, pueden aludir a una o más características de di-ferenciación entre personas.

Esta multiplicidad de posibles significa-dos hace que las categorías étnicas puedan ser utilizadas de manera heterogénea. Para muchos de nuestros informantes, las etiquetas mencio-

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nadas aluden únicamente a particularidades lin-güísticas. La pregunta de si sus alumnos eran quechuas, aymaras o hispanohablantes, generó un interesante diálogo entre los profesores de un colegio particular de Azángaro, participantes en grupo focal:

--“Son bilingües, tenemos quechuaha-blantes y mayoría que habla castellano”. --“son hispanohablantes, hay porcentaje mínimo que son quechuas”. --“La mayoría de alumnos son quechuas, generalmente vienen del campo”--“Yo voy a discrepar... la realidad es que no son quechuas, tampoco son bilingües. Son personas del campo pero no quieren saber nada del quechua, Ellos tienen ver-güenza de hablar quechua... lo que más hablan es castellano, quechua es poco”.--“La mayoría de estudiantes provienen de hogares que son quechuas, ya llegan-do a la ciudad tienen vergüenza de ha-blar quechua, pero provienen del medio rural”.--“Los alumnos de este colegio se carac-terizan porque mayormente son quechu-ahablantes”.

Este intercambio de opiniones hace ver que, mientras la pregunta demanda una identi-ficación étnica, para la mayoría de maestros la diferenciación lingüística es más relevante. La importancia de este punto es mayor cuando se considera que la provincia de Azángaro está ubi-cada en una zona reconocida por todos como (lingüística, étnica y culturalmente) “quechua”. A pesar de que la pregunta específicamente pre-guntaba si los alumnos eran quechuas, aymaras o hispanohablantes, las respuestas indican que di-cha pregunta puede tener significados diversos y en cierta forma confusos. Intervenciones como “Son bilingües, tenemos quechuahablantes y ma-yoría que habla castellano”, “son hispanohablan-tes, hay porcentaje mínimo que son quechuas”, “...no son quechuas, tampoco son bilingües...” y “los alumnos de este colegio se caracterizan por-que mayormente son quechuahablantes” indican claramente que las categorías mencionadas en la pregunta fueron interpretadas como relaciona-das únicamente al idioma.

Los datos obtenidos durante nuestro tra-bajo de campo demuestran que el idioma es el marcador más importante de diferenciación so-

cial, el elemento más obvio e inmediato para el establecimiento de fronteras de identificación. Si bien nuestra investigación no indagó acerca de la extendida división del departamento de Puno en una zona aymara y otra quechua, ésta parece derivarse de la diferenciación lingüística. Otras diferencias notorias entre “quechuas” y “aymaras”, como en la vestimenta, por ejemplo vienen reduciéndose ostensiblemente. Aunque existen trajes “típicos” de diferentes zonas del departamento, su uso está siendo limitado a ocasiones especiales o festivas.4 El hecho de que el idioma sea el elemento más evidente para identificar a una persona, explica la gran cantidad de respuestas de nuestros informantes que vinculan la pertenencia a estas categorías y el idioma materno.

Así, ante la pregunta ¿Sus alumnos son quechuas, aymaras o hispanohablantes?, un di-rector de colegio estatal de la ciudad de Puno respondió dividiendo la población estudiantil de su plantel según el o los idiomas que habla-ban: “el 50 por ciento es netamente castellano y, del otro 50 por ciento, un 25 por ciento son quechuas con su castellano, y un 25 por ciento son aymaras con su castellano”. Nótese cómo el director utiliza la categoría de “castellano” para referirse a alumnos que utilizan ese idioma en la escuela. De ser el nombre de un idioma, pasa a ser la clasificación de un sector de la población estudiantil de su plantel. Ante la misma pregun-ta, un maestro de un colegio estatal de Azán-garo dio la siguiente respuesta: “de acuerdo al ambiente donde nosotros vivimos nuestros edu-candos son quechuahablantes generalmente. El 99% son quechuahablantes”. Y un maestro de colegio estatal de Condoriri: “aquí hablan que-chua y algunos hispanohablantes”.

De igual manera, muchos informantes se autoidentificaron mencionando en idioma que hablaban. Veamos algunas respuestas a la pre-gunta “es usted quechua, aymara o hispanoha-blante?” y a la “está contento siendo...?:

“Soy quechua... por supuesto [estoy con-tento] porque ha sido la lengua matriz en que me he formado. Además es una de las lenguas oficiales del Perú”. (ciudad de Puno, 26 años, hombre)“Soy aymara [...] Bueno, a mi me gustaría saber todos los idiomas, pero estoy con-forme con lo que sé hablar”. (ciudad de Puno, mujer 48 años)

4 No haber realizado un trabajo etnográfico prolongado, impidió presenciar y analizar los significados de las fiestas regionales, cuya impor-tancia simbólica en el establecimiento de fronteras étnicas puede ser significativo.

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“Soy aymara y estoy contenta como ay-mara porque es el idioma que yo hablo” (ciudad de Puno, mujer).“Soy aymara [...] estoy tranquilo como aymara y no tengo porqué avergonzarme porque mis padres han hablado la lengua aymara”. (ciudad de Puno, hombre)

De igual manera, ante la pregunta “¿qué significa ser quechua?”, un alumno de un cole-gio particular de Azángaro aludió al idioma: “en aquellos tiempos de los incas hablaban quechua y me siento bien”. Un compañero suyo asintió: “es muy importante porque desde la antigüe-dad se habla quechua, desde los incas”. A un alumno de un colegio estatal de Azángaro, au-toidentificado como aymara, se le preguntó qué significaba ser aymara. Su respuesta también aludió al idioma: “aymara es una lengua que tie-ne su procedencia desde antes del imperio de los incas”.

El hecho de que la diferenciación lingüís-tica sea el marcador más frecuente de fronteras de identidad hace que las etiquetas étnicas sean intercambiables con los nombres de las lenguas. Al ser preguntado por su lengua materna, el di-rector de la UGE en Azángaro, por ejemplo, respondió: “yo soy quechua” y del líder de la comunidad de Azangarillo respondió “Yo soy aymara y castellano”.

Pero la posibilidad de utilizar las deno-minaciones de las lenguas que se hablan en la zona y las etiquetas de identificación de manera intercambiable abre un amplio margen de “in-certidumbre semántica” y, por lo mismo, po-sibilita la manipulación de las etiquetas. Con incertidumbre semántica me refiero a que no siempre es claro a qué se esta aludiendo con las etiquetas que se utilizan. Al decir “yo soy que-chua”, “aymara” o “hispanohablante” se pue-de estar aludiendo a una adscripción (“yo me siento quechua, aymara o hispanohablante”, o “yo me identifico como parte de los quechuas, aymaras, o hispanohablantes”) o, simplemen-te, al idioma materno o que se habla. El pun-to es relevante, puesto que, como veremos, los idiomas quechua y aymara se encuentran bajo constante ataque y vienen siendo creciente-mente abandonados por poblaciones urbanas y en las generaciones más jóvenes. Cuando los maestros citados anteriormente debaten si sus alumnos son quechuas o no, basados en si ha-blan quechua o no lo hacen, están expresando su inseguridad respecto a la identidad étnica, cultural y lingüística en las región en la actua-

lidad. La incertidumbre o indeterminación se-mántica señalada puede bien ser un síntoma de dilemas culturales, étnicos y lingüísticos que hacen difícil utilizar etiquetas de identificación absolutamente claras. ¿Cómo identificar a unos alumnos de una escuela en Azángaro que pro-vienen de zonas rurales, cuyos padres tuvieron el quechua como lengua materna, pero que no necesariamente hablan quechua y que han adoptado un estilo de vida “urbano”? ¿Qué es ser quechua, aymara o hispanohablante?

Desde la ciudad de Puno, la provincia de Azángaro es identificada inmediatamente como una “zona quechua”. Ya en la ciudad capital de provincia, el director de un colegio particular divide a los alumnos de su plantes en “quechuas y castellano”, dando a entender que quienes hablan castellano ya dejaron de ser quechuas. En una respuesta aún más ambigua al pedido de describir a sus estudiantes, un pro-fesor del mismo plantel los divide en quienes tienen “procedencia quechua” y quienes “tie-nen como primera lengua el castellano y en-tienden el quechua pero no lo hablan”. Por su parte, el director del colegio de la comunidad rural de Condoriri también divide a sus alum-nos en quechuas e hispanohablantes. ¿Es que al hablar castellano se deja de ser quechua? A juzgar por los resultados de nuestro trabajo de campo, ser quechua no es única y necesaria-mente igual a hablar quechua, pero el abandono de los idiomas quechua y aymara son parte de un proceso mayor de cambio cultural, étnico y de urbanización que a su vez produce cambios en la manera en que las personas se identifican e identifican a los demás.

La indeterminación o incertidumbre se-mántica, decía anteriormente, permitía la ma-nipulación de etiquetas. Una persona de pro-cedencia quechua o aymara puede manipular ciertas marcas lingüísticas y culturales para au-todenominarse “hispanohablante”, de la mis-ma manera en que muchos pobladores urba-nos que hablan castellano, aunque esta fuera su segunda lengua, se autodenominan “hispanos” o “castellanos”. La división entre los ámbitos rurales y urbanos es, en muchos casos, expre-sada en términos étnicos: cuanto más urbano, menos quechua y aymara. El aspecto de clase, por supuesto, no está ausente. Es notorio, por ejemplo, que en los colegios particulares de Puno y de las ciudades de Azángaro y Huanca-né, hay menos alumnos que se autodenominan “quechuas” o “aymaras” que en sus contrapar-tes estatales.

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La manipulación de las etiquetas, sin em-bargo, puede funcionar de distintas maneras y para efectos diferentes. El caso más resaltante al respecto lo constituye uno de uno de nuestros entrevistados: un exitoso profesional de la ciu-dad de Puno e hijo de un hacendado cusqueño, que declara ser “quechua”. Su autoidentificación se basa en su lugar de nacimiento –en el depar-tamento de Cusco— y en el hecho de entender el quechua, aun si no lo habla correctamente. Hay que anotar que el entrevistado podría ser calificado como parte de una clase media-alta en Puno, que no proviene de una familia que-chua y que, en otro momento de la entrevista, utiliza la primera persona en plural para referir-se a “nosotros los hispanohablantes...” La inicial –y temporal— identificación como “quechua” de este informante muestra la elasticidad que existe en el uso –y en los significados— de las etiquetas étnicas. Al proclamarse quechua, este informante puede estar expresando una opción política de solidaridad con sectores marginados de la población, o expresando su rechazo a ser identificado como parte de una elite. De cual-quier manera, el hecho de que elija autodefinir-se como quechua (ante una entrevistadora que también se define así) muestra la factibilidad de ciertos giros semánticos y retóricos respecto a la identidad e identificación étnica.

El caso anterior también puede ser in-terpretado como la ambivalencia que surge del hecho de ser parte de una elite. Un directivo de un importante club social y gerente de una en-tidad bancaria de Puno, por ejemplo, se deno-mina de “raza aymara” y declara que “la lengua con la que yo empecé a hablar fue el aymara”. Hasta aquí pareciera que no existiera incompa-tibilidad esencial entre ser quechua o aymara y tener una posición social ventajosa, inclusive siendo parte de círculos sociales claramente de élite. Sin embargo, más adelante en la entrevis-ta, al ser preguntado por los hispanohablantes, el entrevistado adopta la primera persona en plural para describirlos: “metemos empeño, te-nemos bastante iniciativa... somos muy vivos... no somos honestos...”. La identificación entre lo quechua y lo aymara y la pobreza o, por lo menos, la incompatibilidad de lo quechua y lo aymara con lo prestigioso socialmente, es bas-tante poderosa.

De otro lado, esto no necesariamente quiere decir que los entrevistados citados hayan deseado aparecer como quechuas y aymaras “artificialmente” y que al avanzar la entrevis-ta haya brotado su “verdadera” identificación.

Una hipótesis plausible es que el aspecto situa-cional de la identidad haga que estos informan-tes en un momento de la entrevista se sitúen como quechuas o aymaras y en otros momentos como hispanohablantes. Las repuestas apuntan a la existencia de ambigüedad en el uso de estas etiquetas.

Volvamos al diálogo de los maestros azangarinos. Algunos comentarios respecto a sus alumnos, tales como “la mayoría de alumnos son quechuas, generalmente vienen del campo” y “la mayoría de estudiantes provienen de ho-gares que son quechuas, ya llegando a la ciudad tienen vergüenza de hablar quechua, pero pro-vienen del medio rural”, son más ambiguos que los referidos únicamente la diferencia lingüística, pues parecen fluctuar entre la identificación ét-nica o cultural y la identificación entre lo rural y lo urbano. Como dijimos anteriormente, en ge-neral persiste la identificación de lo rural como indígena, o como quechua y aymara y lo urbano como hispanohablante. Por lo mismo, cuando se le preguntó a un profesor de un colegio estatal de Puno si sus alumnos eran quechuas, aymaras o hispanohablantes, respondió: “hay alumnos de todos sitios, tanto del medio rural y urbano”. Con esta respuesta, el maestro parece asegurar que en su plantel hay alumnos quechuas, ayma-ras e hispanohablantes, percepción que luego es confirmada por otros maestros participantes en el grupo focal, quienes aseguraron que habían alumnos de las “zonas” quechuas y aymaras, así como de la ciudad de Puno.

Otros testimonios también apuntan ha-cia la misma identificación entre lo rural y lo quechua y aymara. Un profesor de un colegio particular de la ciudad de Puno calificaba a sus estudiantes de la siguiente manera: “son his-panohablantes, casi el 100% son de la ciudad, ¿no?... se puede decir que la mínima cantidad de alumnos provienen de la zona rural. Ante la pregunta ¿sus alumnos son quechuas, aymaras o hispanohablantes?, los profesores de un colegio particular de Huancané también hacían referen-cia a la diferenciación entre lo urbano y lo rural:

“Bueno, yo vería un 30 por ciento de ha-bla aymara, el resto es de aquí de la zona urbana”. “...yo estoy a cargo del primer grado... un 10 por ciento que hablan el aymara, el resto no, todos son de acá de la po-blación...”“Bueno, en mi caso no tengo tanto pro-blema, la mayoría son de la ciudad”

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De la misma manera, un alumno de una escuela estatal de Puno, participante en nues-tro grupo focal, se refería a las diferencias entre quechua, aymaras e hispanohablantes aludiendo a la diferencia entre la ciudad y el campo: “los castellanos nos educamos aquí en la ciudad, un aymara se educa en el campo o su distrito”.

Puno, la capital departamental, así como las capitales provinciales de Azángaro y Huanca-né, son identificadas en estos testimonios como más hispanohablantes en términos lingüísticos, culturales y étnicos, que las zonas rurales, las cuales son más claramente identificadas como quechuas y aymaras. En algunos casos, la resi-dencia en la ciudad fue expresada mediante una retórica racial. Es el caso de un alto funcionario público de Puno, quien, al ser preguntado por su raza, responde: “soy una mezcla de razas, de sangre quechua y de sangre aymara, me he acostumbrado a la ciudad, me considero mes-tizo”. Un miembro de la asociación de peque-ños y medianos empresarios también nos dijo: “los que somos de la ciudad somos mestizos, y los del campo les decían indígenas, esto por los años 60 o años 70, yo me ubicaría como un poblador más de la ciudad”. Un empresario de Puno hacía la misma ecuación “de raza hispa-no... creo que ese es el rango que corresponde. [Ser hispano me diferencia] por el color de la piel que es muy acentuado, también por vivir y desplazarme aquí en la ciudad”. Finalmente, un entrevistado en Huancané dijo ser aymara,

fundamentando su respuesta diciendo “como he nacido en el campo”.

Estas respuestas apuntan a la mezcla de consideraciones culturales, étnicas y raciales cuando se trata de la identificación. Al afirmar que era “una mezcla de razas, de sangre que-chua y de sangre aymara”, nuestro informante está revelando su ascendencia indígena y, qui-zás aludiendo a su apariencia física. De hecho, más tarde en la entrevista declara ser de “piel cobriza”. La referencia a las “sangres” quechua y aymara es, de acuerdo con los datos obteni-dos, bastante común y, a mi parecer, acorde con el lenguaje racialista con que comúnmente se conceptúa y analiza la diversidad cultural y étni-ca en la sociedad peruana. Expresa la creencia de que la diferencia entre los quechuas y ayma-ras son esenciales.5 Cuando el informante nos dice que está acostumbrado a la ciudad –donde, según sus datos, nació y ha vivido siempre—, y concluye que se considera mestizo, está ex-presando que, a pesar de su ascendencia y físi-co indígena, su identificación no recae en esas categorías. Luego, al describir a los hispanoha-blantes, utiliza la primera persona en plural para decir que “somos...” La categoría “mestizo”, es comúnmente utilizada para referirse a un indi-viduo –o a toda la población— que ha aban-donado áreas (geográficas y culturales) rurales y se ha adaptado a la ciudad. Viene a nombrar, en este caso, a un citadino de ascendencia in-dígena.

5 Varios de nuestros informantes se refirieron a la “raza aymara” y la “raza quechua”. Así, para uno de ellos, los aymara eran “una raza muy pujante”. Para otros, los quechuas “son una raza de pobladores mayoritaria en nuestra región”, y otro afirmaba estar contento siendo quechua porque “así ha sido mi raza”.

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Estas respuestas también apuntan a la existencia de una identificación de lo rural como quechua o aymara y lo urbano como hispano. La continua migración del campo a la ciudad, por lo mismo, va constituyéndose en una trans-formación no sólo física, sino también étnica y cultural. Veremos más adelante, los datos ob-tenidos durante el trabajo de campo apuntan a que la mayor discriminación en las escuelas de las ciudades de Puno, Azángaro y Huancané se dirige hacia aquellos alumnos que provienen de áreas rurales y que aún no se han adapta-do enteramente al medio urbano o aún hablan el castellano con dificultad o un fuerte acento. Son esos alumnos los que son considerados “quechuas” y “aymaras”, en contraposición a los alumnos del “medio urbano” que “son de la localidad” que ya son identificados como “his-panohablantes”, “hispanos”, o “castellanos”.

Adoptar un modo de vida urbano, jun-to con dominar el castellano, entonces, puede significar acercarse al polo identificado como hispanohablante. Las transformaciones pueden ser culturales, en el sentido de cambiar formas de vida y maneras de entender el mundo, pero también étnicas, pues puede cambiar la mane-ra de identificarse y de ser identificado por los demás. Ante las continuas migraciones hacia las ciudades y la expansión del castellano en detrimento de los idiomas quechua y aymara, la pregunta es si puede subsistir la identidad quechua y aymara a pesar del (inevitable) cam-bio cultural. Las culturas aymaras y quechuas, como todas, no han permanecido estáticas a lo largo del tiempo. La imagen de lo quechua y lo aymara como pertenecientes a lo rural, como veremos, va acompañada con su asociación con el pasado. Estático, ajeno a todo cambio, y distante en relación a los centros de poder, las etiquetas “quechua” y “aymara” parecen lejanas al prestigio y el status social.

Lo dicho anteriormente no significa que los informantes no hayan expresado orgullo por ser quechuas o aymaras. La mayoría de nuestros informantes dijeron estar contentos siendo quechuas, aymaras e hispanohablantes. Aunque la mayoría no especificó porqué esta-ba contento, algunos dijeron estar contentos por su origen,6 otros porque tenían “raíces an-cestrales”.7 Cabe señalar que una buena parte de nuestros informantes, expresó estima por

las “culturas andinas” y que, como veremos en otra sección, existe una suerte de discurso reivindicativo de “lo andino” o “lo puneño”, muchas veces considerado lo “auténticamente peruano”. Estas consideraciones aparentemen-te positivas, sin embargo, no parecen constituir una fuente exitosa de identidad para la pobla-ción en general porque se basan en imágenes romantizadas y congeladas de “lo andino” o en un pasado (prehispánico) glorioso e idealizado, pero sin referentes cotidianos. Debido a la sub-alternización colonial y postcolonial, existen escasas posibilidades de identificación positi-va con lo quechua y lo aymara, más allá de la existencia de clichés difundidos entre sectores intelectuales ni políticos.

La mención a la vergüenza de ser consi-derado quechua o aymara, además, se encuen-tra de manera aún más extendida que el orgu-llo. Cuando se pregunta directamente nuestros informantes declaran estar contentos siendo quechua o aymara; cuando se habla en terce-ra persona, se menciona la vergüenza. En este punto sucede algo similar a lo que ocurre con el racismo en el Perú: aunque todo el mundo reconoce que “otros” son racistas, nadie admite serlo.

La vergüenza de ser aymara y quechua, es necesario anotarlo, se convierte en un tema aún más recurrente en el contexto escolar. Tan-to los maestros como los alumnos de todas las localidades en las que se realizó este trabajo de campo, mencionan la marginación sufrida por los alumnos que “vienen del campo” y no do-minan el castellano. También mencionan que estos alumnos sienten vergüenza, por lo que “ocultan” o “niegan” ser aymaras y quechuas. El hecho que sea alrededor de la escuela que aparezca con mayor frecuencia el tema de la ver-güenza y el deseo de cambiar, nos hace pensar en dos hipótesis: a) que siendo un instrumento de castellanización y de transformación cultural etnocida, el ambiente que genera la escuela im-pone un mandato de desindigenización. La es-cuela es el medio primordial mediante el cual se deja de ser quechua y aymara; y, b) que exista un aspecto generacional, es decir, que el mandato de dejar de ser quechuas y aymaras tenga ma-yor presencia entre los más jóvenes. Ya que son precisamente los más jóvenes los que asisten a la escuela, estas dos hipótesis se complementan.

6 Un entrevistado en Huancané dijo estar contento siendo aymara “porque es mi origen de tierra natal”.7 El director de la UGE de Huancané nos dijo: “yo soy aymara, estoy contento, indudablemente la cuestión de tener raíces ancestrales

hace que me sienta orgulloso...”

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El asunto de la identidad, como pode-mos apreciar, es más complejo que el esquema tripartito que divide a la población en quechua, aymara e hispanohablante. Los procesos de cambio de la sociedad puneña –migraciones del campo a la ciudad, expansión de la escolariza-ción, penetración de medios de comunicación, para citar las más evidentes— hacen que existen identidades variables, múltiples, elásticas, y “en proceso”. Las maneras en que la gente se iden-tifica e identifica a los demás parecen ser más estáticas que las situaciones que supuestamente nombran o describen. Por ello, las etiquetas no pueden tener significados unívocos e impera la incertidumbre semántica. Las categorías no pueden dar cuenta de un universo complejo de posibilidades de pérdidas y adquisiciones de identidades, presentando un orden social tan estable y coherente como inexistente.

Cada vez es menos evidente quién es qué, pero, al mismo tiempo, es crecientemente difícil autoidentificarse. Como hemos visto, algunos informantes intentaron sortear estas dificultades utilizando más de una etiqueta a la vez, auto-nombrándose “quechuas” o “aymaras” e “his-panohablantes” en diferentes momentos. Otros informantes precisaron en qué sentido eran una cosa y qué sentido otra. Un dirigente de una organización campesina de la ciudad de Puno, por ejemplo al ser preguntado por los hispano-hablantes, respondió: “[los hispanohablantes] se distinguen por pertenecer a la etnia española [...], algunos somos militantes de la cultura espa-ñola pero estamos dentro de la etnia aymara”. Con esta respuesta, el dirigente campesino pare-ce reconocer que su identidad es aymara a pesar de que culturalmente no lo es. Un entrevistado varón en la ciudad de Puno se declaraba “entre aymara y misti [...]Por su cultura [me identifico] con los aymaras y por el proceso de avance tec-nológico me considero misti”.

Los procesos de cambio cultural —pro-ducidos por las migraciones, la masificación de la escuela, la masificación de los medios masi-vos de comunicación y el impacto de la llamada “globalización”—, que se enmarcan en un con-texto de histórica discriminación y aislamiento en contra de las poblaciones indígenas, hacen más difícil que las etiquetas étnicas existentes abarquen y describan todas las situaciones cul-turales y de identificación posibles. Influencias culturales –universos simbólicos y prácticas cotidianas— heterogéneas, de distinta matriz, conviven no solamente dentro de grupos –in-cluyendo las propias familias— sino también dentro de los individuos.

Establecimiento de fronteras

En esta sección nos centraremos en las percepciones étnicas y raciales. Como indica-mos anteriormente, es a través de esas percep-ciones que nos acercaremos a las maneras en que se construye la identidad: al establecimien-to de “fronteras” étnicas y raciales. Acá nos centraremos en los estereotipos que impregnan las categorías étnicas y raciales. Nos interesa, por un lado, las miradas globales que se tienen sobre los grupos, pero también las diferentes percepciones que se tienen desde distintas po-siciones sociales. Por ello, es importante identi-ficar quiénes tienen qué percepciones acerca de cuáles grupos, incluyendo la autopercepción.

Además, nos interesa conocer cómo se transmiten las percepciones. En casos, las visiones estereotipadas se manifestarán de manera abierta (como el entrevistado que, preguntado por los quechuas, afirma que ellos son de determinada manera), mientras que en otros lo harán de mane-ra encubierta (en chistes), o de manera indirecta (al responder a otra pregunta, por ejemplo).

Recordemos que así como intentamos acercarnos a las percepciones étnicas y raciales expresadas en estereotipos y prejuicios que ge-neran y expresan conflictos sociales y personales, reproduciéndolos, también nos interesa identifi-car valores culturales que refuerzan la identidad en términos positivos y que generan, o poten-cialmente pueden generar, espacios de inclusión, encuentro, diálogo y negociación entre personas y grupos que se perciben como diferentes.

La lectura de la sección anterior ya nos da algunas pistas para entender el establecimiento de fronteras: no existen fronteras claramente establecidas, ni “grupos” claramente diferen-ciables. Existen, sin embargo, percepciones acerca cómo “son” los quechuas, aymaras e hispanohablantes; nociones más rígidas y uni-versalmente compartidas que las siempre más complejas clasificaciones. En otras palabras, a pesar de que una identificación (determinar si una persona es quechua o hispana, por ejem-plo) no es evidente, y de que las etiquetas son usadas para referirse a cosas distintas (un idio-ma, una “cultura”, una adscripción étnica) y no siempre coincidentes, las categorías quechua, aymara e hispanohablante tienen cargas simbó-licas más constantes.

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De acuerdo con la información obtenida durante nuestro trabajo de campo, las percep-ciones parecen construirse en base a oposicio-nes binarias. Todo comentario acerca de los aymaras es, por lo menos potencialmente, un comentario sobre los quechuas y viceversa. Por lo mismo, la mayoría de comentarios son cons-truidos en comparaciones explícitas o implíci-tas. Así, por ejemplo, al ser preguntados por un grupo, un informante responde “son menos rebeldes que...” o, simplemente, “son menos rebeldes” o “son más sumisos que...” o “son más sumisos”. Las percepciones acerca de los hispanohablantes son, muchas veces, construi-das en oposición a las imágenes de los otros dos grupos y, como se verá luego, constituyen el cuerpo más coherente y unánime de ideas. Sucede al respecto un fenómeno similar al de las identificaciones raciales en relación con las percepciones raciales. En el Perú es difícil clasificarse o clasificar a alguien racialmente, y las etiquetas raciales tienen múltiples significa-dos. Sin embargo, las percepciones raciales (la creencia de que “los indios” son así, o que “los blancos” son así) son más constantes y acepta-das universalmente.

A pesar de que el trabajo de campo se realizó en cinco locaciones distintas, las per-cepciones acerca de los quechuas forman un cuerpo bastante uniforme. Hay que señalar que la mayoría de percepciones sobre los quechuas fueron negativas. Sorprendentemente, fueron los pobladores urbanos y rurales de Huancané, autoidentificados mayoritariamente como “ay-mara”, entre quienes recogimos un porcentaje mayor de percepciones positivas que negativas. En todas las otras locaciones predominaron vi-siones negativas sobre los quechuas.

Las percepciones negativas más mencio-nadas hacen referencia a una supuesta incom-patibilidad entre los quechuas y el progreso (son “tradicionales”, “no aceptan el progreso”, “son conservadores”), a un carácter “sumiso” (“somos humildes”, “no son rebeldes”, “somos conformistas”, “somos resignados”, “son deja-dos”, no tienen iniciativa”) y a que establecen relaciones “paternalistas” o “asistencialistas” (“esperan que les regalen”, “quieren que todo se les de”, ). En segundo término, se menciona que les “falta motivación” y que son “parcos y desconfiados”, “cerrados” y “aislados”. La ima-gen que predomina sobre los quechuas en to-das las locaciones donde se realizó el trabajo de campo (con la excepción de las zonas urbanas y rurales de Huancané) es, entonces, de pasivi-dad. La pasividad se manifestaría en el confor-

mismo, en esperar que otros intervengan para ayudar o, inclusive, para decidir por ellos, en su reticencia frente a los cambios tecnológicos y “el progreso” y en su sumisión frente a la domi-nación. Pero, mientras que la visión de pasivi-dad relacionada al progreso y el asistencialismo predomina en la ciudad de Puno, la imagen de pasividad relacionada a la sumisión prevalece en las zonas urbanas y rurales de Azángaro.

Las percepciones positivas más menciona-das por nuestros informantes hicieron referencia a la laboriosidad y la unidad (“son solidarios”, “son unidos”). En segundo término, aparecen menciones a su conocimiento y organización (especialmente de la agricultura, o el manejo del medio) y a que son “hospitalarios”, “amables” y “cariñosos”.

Llama la atención que la mayoría de men-ciones respecto a la laboriosidad, unidad y el conocimiento y organización de los quechuas hayan sido expresadas por el grupo de “infor-mantes clave”, formado por autoridades, líderes empresariales e intelectuales y trabajadores de una ONG de Puno. Es en este grupo donde tam-bién predomina la visión de los quechuas como tendentes a establecer relaciones de asistencia-lismo. Es curioso que la percepción de unidad y solidaridad de los quechuas, que también fue mencionada repetidamente en las zonas urbanas y rurales de Huancané, no haya aparecido una sola vez entre los informantes urbanos y rurales de Azángaro. Se trata, al parecer, de percepcio-nes positivas desde afuera que no forman parte de la autopercepción de aquellos que son deno-minados “quechua”.

El aspecto más saltante, sin embargo, es la visión predominantemente positiva de los quechuas que existe en las zonas urbanas y, es-pecialmente, rurales de Huancané (zona predo-minantemente aymara). Allí también recogimos algunos estereotipos negativos, similares a los encontrados en otras partes. Además, un po-blador aymara se refirió a los quechuas como “gente que engaña, cuando trabajan parecen zorros, sólo quieren más plata”. Sin embargo, también encontramos repetidas menciones a la igualdad entre aymaras y quechuas. Un líder de la comunidad de Azangarillo, al ser entrevis-tado en aymara declaró: “somos iguales, como campesinos que somos”. Por su parte, otra po-bladora de Huancané, nos dijo que aymaras y quechuas “somos tan iguales como persona” y, más inclusivamente, que “aymaras, quechuas y hispanohablantes, ciudadanos igual”. Final-

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mente, los pobladores rurales de Azangarillo que participaron de una dinámica grupal, siem-pre se refirieron a los quechuas como “herma-nos quechuas”, antes de afirmar que eran “muy unidos”, que “piensan en el progreso”, y que “no tienen miedo”. Una señora aymara, pobla-dora de Puno, también se refirió a las mujeres quechuas como las “hermanas quechuas” y las describió como “trabajadoras, rectas y.... atrac-tivas en la vestimenta”.

Es claro que la percepción de los que-chuas como pasivos tiende a ser predominante y, como veremos, se contrapone a la visión de los aymaras como más activos. Como hemos mencionado anteriormente, pareciera que las percepciones sobre quechuas o aymaras siem-pre están relacionadas entre si, y que se cons-truyen imágenes polares entre esas dos cate-gorías. Por ello, si en el caso de los quechuas predominaban las percepciones negativas, en el caso de los aymaras predominan, inmensa-mente, las percepciones positivas. En efecto, mientras que los quechuas son descritos como pasivos, las percepciones predominantes sobre los aymaras resaltan que son “emprendedores”, “dinámicos”, que les “gusta sobresalir” y “pro-gresar”. Un miembro de la Dirección Regional de Educación de Puno y que anteriormente había dicho que los quechuas esperaban “dá-divas”, mencionó que los aymaras “luchan, se preocupan por la educación, no son flojos”. Otra percepción que aparece repetidamente es que “no se dejan avasallar” y que “son rebel-des”. Además, los aymaras son descritos como “bastante más inquietos, alegres, cantores y ja-raneros”.

La visión de los aymaras es de personas abiertas al cambio, que tienen “mentalidad de superación” y que son “progresistas”. También se les percibe como rebeldes, en comparación con los quechuas, que son percibidos como su-misos ante la dominación. Varios informantes han validado sus argumentos recurriendo al ar-gumento histórico que “ni los quechuas ni los españoles los pudieron conquistar”. Las pocas percepciones negativas de los aymaras parecen señalar la tensión que produce el “espíritu de superación”. En efecto, algunos informantes afirmaron que los aymaras estaban “perdiendo su identidad”. Un empresario puneño conside-raba que la tendencia de los aymaras a involu-crarse en negocios los habían hecho “perder visión de su propia identidad”. Para un repre-sentante de una asociación de jóvenes de Puno, los aymaras deseaban “salir de Puno”. Pare-

ciera que, al tiempo que se considera que los aymaras son “abiertos al mundo”, esta apertura puede traer consigo la pérdida de su identidad. En otras palabras, el riesgo es que los aymaras, al progresar y superarse dejen de ser aymaras. La visión positiva de los aymaras parece derivar de un relativo éxito económico de comunida-des aymaras dentro y fuera del departamento de Puno. Es significativo que este éxito sea leí-do como una amenaza a la identidad aymara: vemos aquí el tipo de situaciones señaladas en la sección anterior, en las que existe una per-cepción de incompatibilidad entre ser aymara o quechua y el progreso y el ascenso social. Como veremos luego, esta percepción positiva de lo aymara tropieza frente al ideal aculturador de la escuela: es en los datos obtenidos en las escuela donde encontramos repetidas mencio-nes de “vergüenza” de ser y hablar aymara ante el mandato de adquirir el castellano y adoptar la cultura hegemónica. De acuerdo con los datos obtenidos en este estudio, en la escuela es difí-cil trascender la imagen de los aymaras como atrasados o como parte de un pasado que se debe trascender y de la identidad aymara como incompatible con el progreso.

Es interesante que las percepciones de los aymaras y de los quechuas parezcan exactamente inversas. Hay que anotar que nuestros informan-tes autodenominados quechua comparten esta visión altamente positiva de los aymaras. Entre los denominados quechua también aparece la percepción de que quechuas y aymaras “somos iguales”, basada en compartir una posición mar-ginal en la sociedad peruana. Esa percepción de igualdad entre quienes se denominan quechuas y aymaras sirve para la construcción de un “noso-tros” subalterno en oposición a los considerados hispanohablantes. A pesar de que los datos obte-nidos confirman la existencia de ciertos recelos mutuos entre aymaras y quechuas, también exis-te amplio margen para la solidaridad.

La mayoría de conflictos que han sido mencionados por nuestros informantes invo-lucran la directa participación de hispanoha-blantes; ya sea la mención a los abusos ejecu-tados por los hacendados y gamonales “mistis” en épocas anteriores a la reforma agraria, o la mención a que los hispanohablantes tratan mal a quechuas y aymaras en las dependencias del estado, o a la universal creencia de que los his-panohablantes se creen superiores y discrimi-nan a los demás. Otro tipo de conflicto, el que aparece en la escuela, está referido a las burlas y maltratos que reciben los estudiantes consi-

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derados más quechuas y aymaras por no hablar bien el castellano, por provenir de zonas rurales o por exhibir marcas (vestimenta, por ejemplo) que los identifica como quechuas y aymaras. Como veremos, los propios maestros buscan que sus alumnos “se adapten” para que mejo-ren su rendimiento en la escuela. En el caso de la escuela, lo hispanohablante aparece como deseable, a pesar de que se lo identifica como abusivo, arrogante y autoritario.

Como hemos visto, las percepciones de quechuas y aymaras parecen imágenes inver-tidas, pero existen algunas voces discordantes entre los informantes. Las percepciones sobre los hispanohablantes, sin embargo, son prác-ticamente unánimes. Las percepciones más mencionadas son las referidas a la arrogancia de los hispanohablante. Nuestros informan-tes, incluyendo aquellos que se autodenomina-ron hispanohablantes, coincidieron en utilizar expresiones y adjetivos tales como “se creen superiores”, “discriminan”, “marginan”, “son egoístas”, “creen que quechuas y aymaras son inferiores”, “son elitizados”, “son excluyen-tes”, “son dominantes”, “tratan de imponer”, “se sienten herederos de los españoles” e inclu-sive, en palabras de una informante de Azán-garo, “nos desprecian, ‘ella es una india’, nos dicen. Se burlan de nosotros”. En segundo tér-mino aparecen menciones a que los hispanoha-blantes están desconectados de la realidad del país o no se identifican con él. Así, se dice que los hispanohablantes “son alienados”, “miran al extranjero”, “imitan lo que ven en la televi-sión”, “quieren salir del país” y “tienen una vi-sión muy globalizada”. De manera relacionada, alhunos informantes consideraron que los his-panohablantes son quechuas y aymaras que ya perdieron su identidad o la esconden.

Las pocas menciones a características po-sitivas de los hispanohablantes hacen referen-cia a sus conocimientos (“tienen educación”, “saben de tecnología” y “tienen habilidades de gestión”), aunque a veces estas percepciones van acompañadas de una crítica porque “tienen conocimiento teórico, no práctico”. De otro lado, en la escuela aparecen menciones de los maestros referentes a que los hispanohablantes “se desenvuelven mejor” y “son más despiertos, más inquietos, más abiertos”, en contraposición a los alumnos quechuas y aymaras que son per-cibidos como más tímidos, cohibidos, de más bajo rendimiento y tendentes a sentir vergüenza de ser identificado como quechuas y aymaras.

Las percepciones negativas de los hispa-nohablantes, obviamente, derivan de un pasado colonial y postcolonial de dominación e injus-ticia. Si contraponemos estas percepciones con los datos obtenidos en la escuela, donde el man-dato de convertirse en hispanohablantes parece ser imperante, tendremos una visión más com-pleta de lo que son las percepciones étnicas en Puno y sus principales derroteros. Parece claro que Puno atraviesa un período de profundos los cambios sociales y culturales, los que se ha-cen más visibles entre los jóvenes. La escuela –tanto oficial como informalmente— es un es-pacio de adquisición de rasgos culturales con-siderados propios de los “hispanohablantes”, pero los modelos culturales y de identificación transmitidos por los medios masivos de comu-nicación también impactan en la conducta y las aspiraciones de la población puneña, como puede verse claramente en los nombres de mu-chos de nuestros informantes jóvenes y de los hijos e hijas de nuestros informantes mayores. Un grupo focal con alumnos de un colegio par-ticular de Puno estuvo compuesto por Kristhel, Sheyla, Jhonatan, Mary, Darwin, Paolo y Merce-des. Un grupo focal con alumnos de un colegio estatal de Puno estuvo compuesto por Nelly, Mary Luz, Efraín, Yaneth, Marilia, Darwin, Se-naida y Antonia. Un grupo focal con estudian-tes de un colegio particular de Azángaro estuvo compuesto por Any, Rocío, Wilder, Elí, Alvaro, Jessica y Walter, mientras que el grupo focal del colegio estatal de Azángaro estuvo forma-do por Doris Miriam, Yeni Elizabeth, Patricia, Huanca, Yuri, Dennis y Jesús. Los pobladores rurales de Condoriri nos contaron que sus hijos se llamaban Rolando, Edgar, Marco Antonio, Ayde, Fredy Ronald, Edson, Alaid, Edison, Eni, Meliza, Wily, Jonathan, Lizeth, Mirdon Huber, Yanet, Elvis, Rosy, Mariori, Lizbeth, Yuliza, Ye-nir Silvain, Dani, Yovan, Ronaldo, Lesly Vanesa y Franz. En Huancané, los participantes del grupo focal de estudiantes de un colegio parti-cular se llamaban Dina, José Arturo, Angélica, Ulinova, Yhesmany, Dania, César y Luz. Los del colegio estatal fueron José, Gilberto, Gaby, Richard, Lizeth, Raúl, Raquel y Lidia. Los po-bladores de Azangarillo que participaron en la dinámica grupal tenían hijos llamados Milton, Albina, Milton, Alex, Oscar, Rene, Edwin, Ur-sula, Edgar, Rene, Brigida y Wilson.

Estos nombres y las percepciones ya analizadas sobre los quechuas y aymaras nos indican que el eje de preocupaciones en Puno es el de la adaptación a lo que se considera el

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Los datos obtenidos apuntan a que la dis-criminación no proviene únicamente del sector hispanohablante, en otras palabras, que no exis-te un grupo de personas identificable que discri-mine al resto de la población. El ascenso social está claramente identificado con transformarse en hispanohablantes, pero esta mutación no es inmediata. En la ciudad de Puno, así como en otras ciudades del país, pueden observarse di-ferentes momentos en el proceso de transfor-mación; en algunos casos, las diferencias entre generaciones son especialmente notorias. Para continuar con la metáfora de la escalera social, cada escalón representa el avance progresivo de la desindigenización. Nuestra información apunta a que las personas ubicadas en cada es-calón pueden maltratar a las personas ubicadas en los escalones inferiores: no existe una divi-sión drástica entre hispanohablantes discrimi-nadores e indígenas victimizados, pues imperan las situaciones intermedias en las que la discri-minación proviene de personas más hispaniza-das hacia otras menos hispanizadas (lingüística y culturalmente).

Como vimos en las secciones anteriores, las percepciones sobre los quechuas, aymaras e hispanohablantes son bastante rígidas, pero que la asignación de etiquetas era un ejercicio bastante menos unívoco. Para algunos infor-mantes, los hispanohablantes son en su mayo-ría quechuas y aymaras que han “abandonado sus raíces”, adoptando otra identidad. Una au-toridad de la UGE de Azángaro decía que “los hispanohablantes puros son muy pocos”, para un miembro de ONG de la ciudad de Puno “no hay hispanos puros”, mientras que para otra trabajadora de una ONG de Puno, “en Puno hay poco monolingüe [...] probablemen-te ellos tienen como lengua materna siempre el aymara o el quechua pero no dicen eso [...] como su primera lengua es el castellano”. He-mos visto en la sección anterior que diferentes personas pueden estar en diferentes procesos de cambio cultural o de identidad, y que, por ejemplo, inclusive en las comunidades rurales se diferencia a los alumnos que ya hablan cas-tellano y los que todavía son quechuahablantes. Esto apunta, precisamente, a la posibilidad de “hispanizarse”.

De otro lado, varios informantes remar-can que las otrora poderosas élites puneñas, compuestas por gente “de sociedad”, de fami-lias prestigiosas y “blancas”, y que eran cono-cidos con el nombre de “mistis” ya no existen. Un dirigente de barrio de Huancané señalaba

mundo moderno o contemporáneo. Mientras que los quechuas son percibidos como cerra-dos a ese mundo o como pasivos frente a él, los aymaras son percibidos como más exitosos lidiando con él, lo cual también puede generar ansiedades de pérdida de identidad o autentici-dad. Los hispanohablantes encarnan los atrac-tivos y peligros de ese mundo: la tecnología y la educación junto con el extremo individualismo y la perdida de identidad, personal o en relación con el país. Tomando en cuenta la discusión sobre identidad en la sección anterior, mi hipó-tesis es que la imagen de los hispanohablantes no sólo se deriva de la injusticia y marginación colonial y postcolonial, sino que también cons-tituye un espejo donde se reflejan los deseos, temores e incertidumbres que generan las de-mandas que enfrentan los pobladores puneños. Tal vez porque forman parte de una de las insti-tuciones que está más imbuida en los procesos de cambio sociales, culturales y de identidad, los maestros de escuela fueron quienes más claramente expresaron las ambigüedades de la adquisición de símbolos culturales identifica-dos con los hispanohablantes. Un director de un colegio particular de Puno consideraba que los alumnos hispanohablantes querían “salir del país”, “imitaban al extranjero”, estaban bajo la “influencia de la televisión” y escuchaban “mú-sica satánica”. La vinculación con el extranjero y con la música satánica apuntan al temor a per-der la pureza y la inocencia: el mundo moderno atrae, pero aparece como temible o moralmen-te cuestionable.

Conflictos

En esta sección nos centraremos en los conflictos –desprecios, maltratos, enfrentamien-tos y discriminación— que surgen a partir de las percepciones étnicas y raciales. Como puede anticiparse luego de la lectura de las secciones anteriores, la información obtenida en Puno sobre conflictos es abundante. La existencia de imágenes de prestigio social ajenas a –o, por lo menos, distantes de— las posibilidades de la mayoría de habitantes puneños, y el consecuente mandato de cambio cultural y étnico, hace que se cree una especie de escalera social, cuyo as-censo conduce a la adquisición de los símbolos de prestigio: el castellano, el estilo de vida urba-no, y aquello identificado como la “civilización” y el “progreso” y con el consecuente creciente abandono de rasgos culturales e identificaciones étnicas consideradas indígenas.

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que “ya no hay mistis, han desaparecido... cuan-do yo era niño [...] se ha conocido a ellos a unos cuantos. Eran mandones, mandamases, explo-tadores...” Para un empresario de Azangaro, los mistis “antes habían, ahora ya no hay acá... ya se han ido a otras tierras [...ellos...] solamente orde-naban y ganaban su plata... ya no hay matones, ya no hay mistis”. Un poblador de Huancané compartía la opinión de que hoy “los quechuas viven tranquilos, los aymaras también vivimos tranquilos, hoy en día ya no hay mistis”. Un poblador de Azangarillo consideraba que los mistis sólo “se encuentran en grandes ciudada-des”, mientras que un poblador de Huancané confesó que había sufrido desprecio “cuando tenía 11 o 12 años de parte de los mistis [...] nos decían campesinos cochinos, nos insultaban.

Estos datos indican que la categoría de hispanohablante es flexible, incluye elementos lingüísticos, culturales, étnicos y de clase, pu-diendo ser adquirida paulatinamente median-te un proceso gradual de desindigenización. Al mismo tiempo, los hispanohablantes son percibidos casi universalmente como abusi-vos, discriminadores y excluyentes. Cualquiera que adquiere los símbolos de poder –el capi-tal simbólico percibido como “hispanohablan-te”— puede utilizarlos para discriminar. Hay repetidas menciones, por ejemplo, a pobladores rurales que cuando salen de su comunidad ven con desprecio a los que permanecen en el cam-po, y a maltratos contra niños escolares prove-nientes de zonas rurales que van cesando con-forme avanza su proceso de adaptación –léase, abandono de su lengua materna y exhibición de un comportamiento más “urbano”. En Puno se refieren a esta discriminación con la frase “cho-lo, cholea a cholo”, que alude a que la discrimi-nación y el maltrato fluyen cuando se construye una distancia y una jerarquía en base a la pose-sión de marcas culturales (muchas veces sutiles al desentrenado ojo de un foráneo) entre perso-nas que comparten similitudes lingüísticas, cul-turales y físicas. Un testimonio interesante fue brindado por una trabajadora en una ONG de la ciudad de Puno. Debido a su trabajo, visitaba frecuentemente una zona rural, muchas veces acompañada por una colega que era de la zona y que había logrado ser profesional después de haber migrado a la ciudad. Al regresar a la zona donde había nacido, según el testimonio, esta profesional “miraba muy por encima a los de-más. Miraba con cierta autoridad de desprecio a sus paisanas, a sus compañeros...”

La discriminación no se deriva del hecho de que los hispanohablantes sean mejores o peores personas, sino de las definiciones de lo que constituye el prestigio, lo deseable y lo con-temporáneo (y, por oposición, las percepciones de lo que es indeseable, incivilizado, atrasado, propio del pasado) y de la desigualdad social. La discriminación en Puno, como en el resto del país, es estructural. De un lado, aquello identificado como indígena está excluido del funcionamiento y la simbología del estado –a pesar de que los idiomas indígenas han recibi-do el decorativo calificativo de “oficiales”—, de sus instituciones más importantes (administra-tivas, escuela) y, en general, de la vida nacional (medios masivos de comunicación, arena polí-tica). De otro lado, lo indígena ha sido arrojado discursivamente al pasado. Las narrativas más exitosas sobre lo indígena –elaboradas tan-to desde sectores conservadores como desde sectores “progresistas” y defensores de o so-lidarios con los pueblos indígenas— difunden imágenes que aluden a a) un pasado glorioso (prehispánico); b) a la armonía de “lo andino” con la naturaleza (con lo que muchas veces se convierte a los pueblos indígenas en parte del paisaje geográfico), o c) la vistosidad y el co-lorido del “folklore” y de las fiestas (que, por definición, no son cotidianas). Estas imágenes no logran constituirse en una fuente positiva de identificación ni logran contrarrestar la po-tencia de los mandatos de desindigenización imperantes, más bien arrojan lo indígena de la contemporaneidad y la cotidianeidad.

La escalera de discriminación a la que aludimos anteriormente se produce por cuanto la discriminación estructural y sus manifesta-ciones concretas (“cara a cara”) hacen que mu-chas personas vayan abandonando las lenguas, rasgos culturales e identidades indígenas. Lo conflictos más mencionados por nuestros in-formantes fueron los vividos internamente por muchos pobladores en relación a sus rasgos indígenas. Nos referimos a la vergüenza. La mayoría de nuestros informantes reportaban –en tercera persona— que muchas personas se avergüenzan, sobretodo, de hablar quechua y aymara. El hecho de que sea la vergüenza el tipo de conflicto más mencionado confirma el desprestigio de lo que se considera indígena, así como el poder del mandato de desindige-nización. Los límites de nuestro estudio no nos permiten acceder al mundo interno de quienes sufren la discriminación y sienten vergüenza, pero es factible deducir que la discriminación causa estragos internos de importancia.

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Como señalamos anteriormente, en el contexto regional de Puno el idioma es uno de los marcadores más importantes y evidentes de identificación. Pero no sólo sirve para diferen-ciar entre quechuas, aymaras e hispanohablan-tes; la adquisición y el dominio del castellano constituye un mandato universal que divide la población entre quienes hablan bien el caste-llano y quienes no. Como veremos en la sec-ción dedicada a las lenguas nativas, el deseo de castellanización es universal (y particularmente importante para padres quechuahablantes que quieren que sus hijos sólo hablen castellano o, por lo menos, que reciban educación única-mente en castellano). Y como veremos en la sección dedicada la escuela, la discriminación contra quienes no dominan el castellano es allí extendida: la educación es en castellano y la cul-tura escolar cotidiana castiga a quienes no lo manejan.

Varios testimonios articulan los elemen-tos mencionados hasta acá, pues se refieren a conflictos internos por no dominar el castella-no y en relación con las instituciones del estado. Una mujer de Azángaro que fue entrevistada en quechua, respondió a la pregunta “esta conten-ta siendo quechua? de la siguiente manera: “...a veces. Cuando voy a otros lugares y entro a las oficinas no me siento contento porque allí nos rechazan... Además no sé hablar correcta-mente el castellano. Por eso sufrimos, en las oficinas nos rechazan... no nos atienden bien en las oficinas”. Un miembro de la APAFA del colegio de Condoriri declaró no estar contento siendo quechua “porque a la gente quechua en las oficinas a veces no nos escuchan. Ellos sólo dan apoyo a los que son más habladores”. Otro poblador de Azángaro fue más específico, afir-mando que “en las oficinas del Ministerio de Agricultura no nos atienden rápido a nosotros. La gente atiende mal, discrimina”.

Algunos testimonios no mencionan di-rectamente la existencia de conflictos inter-nos causados por la discriminación de parte de agentes del estado. Un poblador de Puno “en las oficinas son un poco creídos no quie-ren atender a la gente del campo... sólo atien-den a los que hablan bien”. Otro poblador de Azángaro nos brindó un testimonio similar, señalando que “siempre y cuando hables bien el castellano, casi no sientes un desprecio, un miramiento. Cuando el campesinado quechua casi no domina el castellano también discri-minan en las oficinas”. Sin embargo, pode-mos imaginar la impotencia y la vergüenza que

puede generar no ser tratado correctamente o igual a los demás por no poder comunicarse en un idioma ajeno. El sentimiento de maltrato y marginación tiene una carga simbólica mayor cuando se considera que este maltrato “cara a cara” es llevado a cabo desde las instituciones del estado, lo que resulta siendo una manifesta-ción concreta y descarnada de la exclusión de lo indígena de la comunidad nacional.

Es interesante que junto con la mención a la discriminación en dependencias del estado, aparezcan menciones a Lima. Siendo el centro administrativo del país, Lima es percibida como una especie de gran foco desde donde se irradia la discriminación hacia el resto del país. No se trata, sin embargo, de una percepción sin fun-damento. En primer lugar el centralismo en tor-no a la capital peruana es extremo y Lima encar-na el centro administrativo y de poder político, económico, cultural y simbólico del país. Si para algunos el maltrato es sufrido ante las depen-dencias públicas (ante las cuales la población indígena es marginada), otros recuerdan como su experiencia de maltrato más significativa una ocurrida en Lima. Un poblador de Puno cuenta que “siempre, en la ciudad de Lima, cuando ha-blamos nos dicen serrano”. El director de la es-cuela de Azangarillo considera que “al pasar por una oficina por Lima o por ahí siempre tratan de mirarlo mal a u provinciano...” Un poblador de la ciudad de Puno, que se considera aymara compartió con nosotros que “cuando salimos fuera de Puno, más que todo en la costa por la manera de hablar y vestir nos dicen que somos cholos, indios, serranos, pero nosotros valemos mucho porque somos buenos trabajadores”. Una pobladora de Huancané recuerda que “[...] cuando voy a Lima me dicen ‘de dónde eres’, algunas me quieren discriminar”. Un poblador de Huancané fue más gráfico:

“en Lima llego como cualquier campe-sino de altura y de repente me descuido de vestir, de lustrar mi zapato o me salió una palabra con mote (ellos solamente hablan una lengua, yo soy trilingüe, en-tonces yo puedo fallar), yo desprecio he tenido con esos señores [...] me dicen ‘tú eres de Puno, en Puno se congela, seguro que usted es quemadito, es chuño, eres huanaco’. Entonces son habladurías, se burlan de uno”.

Este testimonio nos es útil para aproxi-marnos a la energía que “un campesino de al-tura” tiene que invertir para no ser identificado

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como tal. Debe cuidar su manera de vestir, su calzado y su manera de hablar. Las posibilida-des de cometer un error al hablar el castellano, al tratarse ésta la segunda o tercera lengua de una gran parte de la población, son amplias. Es fácil imaginarse la tensión generada por el temor a errar, junto con el esfuerzo por es-conder el acento. Pero hay otros motivos de discriminación más difíciles de evitar. Ante la pregunta ¿ha sufrido usted desprecio? un líder de Azangarillo mencionó a su propio aspecto físico como motivo de desprecio: “sí, he sufri-do mucho en Lima [...] casi no se hacer nada, solamente sé humillarme, generalmente se fijan de nuestra cara, de nuestra habla y por eso nos dicen que somos puneños”.

Una pobladora puneña, autoidentificada como aymara y trilingue, también contó su ex-periencia en la capital recordando ser víctima de discriminación: “muchas veces siempre nos marginan. Los de la capital a los puneños siem-pre nos marginan, porque dicen ‘éstos son los aymaras o los quechuas’ [...] en cualquier traba-jo siempre dan preferencia a los de la capital [...] yo me sentía muy herida”.

Este último testimonio nos conduce a otro tipo de discriminación mencionado por nuestros informantes: aquel vinculado al mun-do del trabajo. A pesar de que muchos infor-mantes manifestaron que hablar quechua y ay-mara era una ventaja para ejercer una profesión, especialmente cuando se tenía que salir de la ciudad o tratar con población quechuahablante o aymarahablante, es claro que ésta es una ven-taja comparativa adicional al dominio del caste-llano. El problema para conseguir empleo, en el caso de la informante citada, (una mujer que habla tres idiomas!) es que su idioma principal no parece ser el castellano. Hablar con acento o utilizando estructuras distintas al castellano “oficial” revela una vinculación con lo indígena que resulta socialmente desventajoso. Como anotó un poblador de Puno, “en los trabajos prefieren a gente que hable bien el castellano”. El “buen” hablar resulta incompatible con un notorio rezago lingüístico quechua o aymara.

Por ello, como dijimos anteriormente, la adquisición y el dominio del castellano es con-siderado fundamental para muchos de nuestros informantes. Significativamente, menciones como las siguientes provienen de zonas rurales y son extraídas de entrevistas realizadas en que-chua y aymara: “Estamos atrasados en hablar el castellano” (poblador rural de Condoriri). “Los

hispanohablantes están bien y están encamina-dos. En la radio hablan puro castellano. Hasta los libros vienen en castellano” (pobladora ru-ral de Condoriri). “La gente del pueblo habla diferente a nosotros, hasta los niños del pueblo están bien” (pobladora rural de Azangarillo). “Los hispanohablantes son muy diferentes que nosotros, ellos andan bien bañados, sus hijos también están bien bañados. Nosotros vivimos en el campo y no hablamos correcto el castella-no” (pobladora rural de Condoriri).

Estos pobladores rurales cuya primera lengua es el quechua y el aymara, son cons-cientes de la desventaja social y económica que resulta de no saber hablar el castellano “correc-tamente”. Por ello, un poblador de Azangarillo confesaba que “nosotros mandamos a nuestros hijos [a la escuela] para que aprendan castella-no”. Una sección posterior se centrará en la valoración de las lenguas indígenas y el bilin-güismo. Por ahora cabe decir que existen más posibilidades de ser víctima de la marginación y el desprecio cuanto menos o peor se hable el castellano. Las referencias a lo bien encamina-dos que están los hispanohablantes, a lo bien bañados que están y a que se envía a los hi-jos a la escuela para que aprendan el castellano, indican que los informantes son plenamente conscientes de las desventajas de no dominar el castellano en cuanto a las posibilidades de asenso social.

Otro conflicto mencionado por nuestros informantes es el resultante de la existencia de tres idiomas diferentes en la zona. Según muchos testimonios, la diversidad lingüística constituye un obstáculo a la comunicación y el entendimiento entre puneños. El castellano se ha convertido en la lingua franca mediante la cual se comunican quechuahablantes y aymara-hablantes; pero la posibilidad de desconfianza y del surgimientos de conflictos está presente. Un periodista de Huancané lo fraseó de manera inimitable: “cuando son aymaras puros y que-chuas puros es como dos perritos que se ladran y no se entienden”. Algunos testimonios re-marcan la existencia de esos recelos: “hay gente del lado quechua que dicen que los aymaras son malos, igual dicen los aymaras que los quechuas son malos” (alumno de colegio estatal de puno, autodenominado quechua). “Siempre hay mi-ramientos. Hay gente de Azángaro que dice que los aymaras son malos y los aymaristas nos dirán también pues”. (pobladora de Azangaro autodenominada quechua). “He sufrido des-precio de parte de los quechuas, o sea, ellos te

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miran mal [...] por el hecho de que eres aymara no te hablan y te miran mal”. (pobladora de la ciudad de Puno autodenominada aymara). Un poblador de Huancané mencionó que los con-flictos se presentaban en ocasiones especiales, como las fiestas tradicionales en las que parti-cipaban tanto quechuas como aymaras. En esas ocasiones “cuando vienen los licores [quechuas y aymaras] empiezan a despreciarse hasta de las costumbres y tradiciones”. Un alumno de un colegio estatal de Puno mencionó que los que-chuas y aymaras “a veces se tratan mal y cada uno trata de sacar adelante su idioma”.

Debemos señalar que no todos los in-formantes coincidieron en afirmar la existen-cia de conflictos entre aymaras y quechuas. En muchos casos, especialmente entre informan-tes que se consideraban quechuas y aymaras, predominó la idea de que los conflictos exis-tían en relación con los hispanohablantes. En algunos casos, se dijo que existían problemas, pero limitados a algunas personas. Este es el caso de un poblador puneño autoclasificado como quechua, para quien “hay aymaras que piensan que los quechuas están en un nivel in-ferior; pero también hay quechuas que piensan lo mismo: que los aymaras son inferiores, son

retrasados. Pero son casos particulares y no po-demos generalizar”. En algunas oportunidades, informantes quechuas y aymaras se refirieron a los “otros” como “nuestros hermanos...”, y en otras, afirmaron que eran iguales entre sí. Existe, eso sí un espíritu de competencia que se expresa en situaciones rituales, como en las festividades que se celebran compartidas. Estas competencias sirven tanto para marcar distan-cias simbólicas (entre trajes de baile, o la calidad de la interpretación musical), pero también sir-ve para hermanar y aliviar posibles tensiones.

Los conflictos, entonces, existen en re-lación con lo “hispano”: existe una estructura social y cultural que excluye, segrega, discrimi-na e impone un mandato de desindigenización y adquisición de símbolos culturales hispanos. Esto, a su vez, produce vergüenza y deseos de transformación y superación de lo que se per-cibe como atrasado e inferior. Y esto, a su vez, pone en desventaja a quienes están más “atra-sados” en el proceso. La efectividad de la hu-millación se hace evidente en la internalización de sentimientos de desprecio que motivan el cambio, o en la adopción de un careta que pre-tende esconder, en cuanto sea posible, aquellos rasgos que delaten “indianidad”.

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Valoración de culturas indígenas

Resulta llamativo que el extendido y po-deroso mandato de desindigenización mencio-nado en las secciones anteriores coexista con construcciones narrativas en apariencia positi-vas y/o reivindicativas respecto a las culturas indígenas y a lo “puneño”. Un análisis más de-tenido, sin embargo, nos muestra la presencia de fisuras y ambigüedades en marcos discursi-vos aparentemente sólidos y coherentes como los indigenistas o andinistas de nuestros infor-mantes. Comprender la aparente paradoja de la coexistencia de discriminación contra lo que se declara valorar, también puede servirnos para comprender las principales encrucijadas cultu-rales e identitarias de la región y del país.

Durante nuestro trabajo de campo se solicitó a algunos informantes que elaboraran una breve síntesis de la historia del Perú. La manera en que se construye el pasado refleja actitudes y percepciones sobre el presente, los actores contemporáneos y las identificaciones étnicas. Las narrativas históricas sobre el país constituyen un discurso esquemático bastante simple. La similitud de las síntesis de la historia del Perú elaboradas por nuestros informantes nos permite reconstruir una síntesis arquetípica de ese discurso uniendo “retazos” de discurso hasta lograr una creación colectiva que a la vez represente a todas las narrativas personales. La mayoría de informantes empezó su narración histórica mencionando el origen puneño del imperio de los Incas. A pesar de que no existen evidencias de ese evento, las narraciones inclu-yen uno de los mitos de origen del Tawantinsu-yu como si se tratara de una verdad histórica-mente incuestionable. En todo caso, los relatos a continuación aluden a la grandeza del Imperio incaico. “Esa raza pura, que fue la más impor-tante de esta zona occidental,” formó una civi-lización que, por su desarrollo, “estaba al igual que los egipcios, que los romanos”. Durante esta época “éramos una potencia”: “hemos sido una nación bien organizada”, había abun-dancia y se expandieron “nuestras fronteras”. Además, durante el imperio “no se ha conocido la miseria”. Algunos informantes introdujeron una variación al inicio de esta narración, pues empezaron mencionando las “culturas avan-zadas” preincas, en especial las vinculadas con el área geográfica de Puno. Muchos informan-tes coinciden en referirse al período histórico prehispánico utilizando la primera persona en

plural, ya sea refiriéndose a “nuestros ancestros los incas”, afirmando que “éramos poderosos”, o calificando a todo ese período como uno en el que “fuimos autónomos”. Todos coinciden, sin embargo, en calificar la conquista no sólo como un hecho negativo, digno de condena, sino también como un hecho traumático que funda un período oscuro aún vigente.

La llegada de los “los malditos españo-les” se dio un “lamentable shock cultural” que iniciaron “quinientos años de oprobio” y que dejó nuestros “cimientos morales trastocados”. Es que “recuérdese que no vinieron lo mejor de España sino el lumpen”, “una misión de va-gos y presidiarios”. “Una población totalmen-te inculta” que “tampoco trajeron las mejores tradiciones de España” y que “no vinieron ne-cesariamente trayendo el avance tecnológico”. Lamentablemente, “llegaron los españoles a quienes sólo les importaba los metales precio-sos”. La visión negativa de los españoles, en al-gunos casos, hace que se tenga un deseo fanta-sioso y contrafáctico de cambiar la historia casi cinco siglos después. Un director de un colegio estatal de Puno, confesó (inclusive usando la primera persona) que “mi me hubiera gustado que me conquistaran los ingleses o los portu-gueses, porque esos señores supieron respetar la cultura que conquistaron... los españoles lo único que hicieron es diezmar”. Un profesor de una escuela privada de Puno cita un texto de José Carlos Mariátegui dedicado a comparar el estilo aventurero y emprendedor del pionero inglés que conquistó Norteamérica con el es-píritu católico y oscurantista del conquistador español, para lamentar nuestra mala suerte: “de aquel pionero inglés al conquistador español hay mucha diferencia, por eso que en Norteamérica se inició una gran cultura, podemos ver ahora”. Un representante de la Asociación de Pequeños y Medianos Empresarios de Puno también ex-presaba sentimientos similares: “a veces pienso que de repente hubiéramos sido conquistados por otras naciones como Estados Unidos tal vez con otro idioma hubiese sido mejor”.

Si bien es cierto que no todos los infor-mantes expresaron estos imposibles deseos de haber sido conquistados por otro imperio hace casi cinco siglos, la percepción universalmente compartida de la conquista es que “tuvimos un saqueo de nuestra riqueza material y cultural” y que se frustraron nuestras posibilidades de de-sarrollo y armonía social. Un profesor de una escuela estatal de Azángaro sintetizaba esta idea de oportunidad perdida: “ahora el Perú habría

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sido una potencia”. Con la conquista se “des-truyeron nuestras raíces” y se “rompió muchos valores”. Simultáneamente se “destroza la cul-tura” y nos “dejan taras”. Sólo queda lamentar que “a partir de entonces no tenemos una cul-tura propia, como lo tiene Japón o España”.

La mayoría de relatos históricos con-cluyen en este punto. La conquista española es considerada un evento tan decisivo y abru-mador que explica todo el desarrollo futuro. Se trata, sin duda, de una escena primaria trau-mática sobre la que la historiografía peruana y latinoamericana mantiene una continua fija-ción. Pero su alusión extensiva entre nuestros informantes nos muestra el nivel de éxito de este discurso histórico. Este discurso identifica una “época gloriosa” que señala una posibili-dad trunca; pero, además, identifica claramente a los culpables de su fin, y con ello, de las ac-tuales condiciones de pobreza e injusticia del país. La plausibilidad del discurso radica, al me-nos en parte, en que forja un discurso victimi-zador que explica los problemas del presente mediante la denuncia del mal accionar de un agente externo. El problema con este discurso es que construye una imagen positiva de “no-sotros” anclada en un pasado lejano y mítico. En segundo término, es un discurso que no deja opción a la esperanza ni invita a la acción. Sólo queda el lamentar que los hechos se dieran como sucedieron, o mantener el deseo antiu-tópico según el cual “hubiera sido mejor que nos conquistara” casi cualquiera menos quien lo hizo. La suerte esta echada: si los males del Perú tienen como causa un evento ocurrido hace casi medio milenio, las posibilidades de cambio son nulas, excepto, tal vez, a través de otro hecho violento y fundacional.

Una consecuencia adicional de este dis-curso es que alimenta la percepción de las po-blaciones indígenas como ancladas en el y por el pasado: la imagen positiva más difundida se refiere a un período ya ido, desde el cual ya no ha desarrollado más. Al ser preguntado por los quechuas, un poblador de la ciudad de Puno au-toidentificado como aymara nos dijo que ellos “traen sobre sus hombros todo un imperio”. Un dirigente campesino denomina las culturas andinas como las “culturas del tahuantinsuyo”. El fin del imperio incaico parece señalar el fin de la etapa de las culturas andinas como agentes de su propio destino: a partir de allí la imagen predominante del indio subraya su carácter pa-sivo y sumiso que sólo es dominado, violentado y abusado. El único valor de la culturas andinas,

desde esta perspectiva, es ser “herederos” de ci-vilizaciones admirables cuyo desarrollo autóno-mo se detuvo hace casi cinco siglo y que desde entonces son sólo una versión deteriorada por el colonialismo.

Otra posibilidad discursiva fue la elegida por un funcionario público de Puno. Ella fue considerar a las culturas andinas e identidades como intactas a pesar de la dominación im-perialista colonial y postcolonial. Según él, los andinos –específicamente los puneños—, son “gente que no pierde su identidad. Pese a todos los años, a todas las formas de dominación que han entrado aquí, desde los ingleses, los espa-ñoles, etc., en Puno no han logrado los mismos invasores quitar la cultura andina”. En este caso, se imagina lo andino como un dominio autóno-mo en relación con el colonialismo, mantenien-do tal vez su pureza intocada. La pregunta es si este no es más un deseo irreal en un mundo cambiante en las identidades y culturas andinas experimentan cambios dramáticos que generan dudas sobre lo que es lo andino.

La división de la historia en dos etapas, antes y después de la conquista –la primera identificada como una de autonomía, prosperi-dad y armonía, mientras que la segunda como una de dependencia, injusticia y pérdida de va-lores— va acompañada de un discurso reivindi-cativo pro-indígena. Al ser preguntados por sus opiniones sobre las culturas andinas, los infor-mantes también transmitieron opiniones alta-mente positivas. Uno de ellos dijo que conside-raba a los pobladores andinos “superhombres” por haber sido capaces adaptarse a las alturas y haber domesticado distintas especies bajo con-diciones geográficas adversas. Otros también subrayaron la capacidad de las culturas andinas de “manejar su medio” generando tecnología asombrosa y eficaz. Estos logros, sin embar-go también están anclados en el pasado, y la repetida alusión a la adaptabilidad a un medio hostil tiene como efecto simbólico convertir a las culturas andinas en parte del paisaje geográ-fico andino. Este efecto está bien expresado en referencias elaboradas por intelectuales perua-nos, por ejemplo, a la naturaleza “tectónica” de la cultura andina, entre otras. Una miembro de una ONG de la ciudad de Puno manifestó la necesidad de que “las culturas andinas se adap-ten a lo actual”, con lo cual, y tal vez sin darse cuenta, las expulsó del presente.

Ya hemos señalado que una buena parte de nuestros informantes, expresó estima por

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las “culturas andinas” y que, existe una suerte de discurso reivindicativo de “lo andino” o “lo puneño”, muchas veces considerado lo “au-ténticamente peruano”. Para la directora de un plantel particular de Puno, “en eso el Perú es tan rico como ningún otro país... el Perú tiene tanta cultura e historia, pero lamentablemen-te no se le da mucha importancia, ha habido muchos años de abandono. Yo he visto, por ejemplo en la costa, enormes centros arqueoló-gicos totalmente saqueados, no se le da la im-portancia que tiene”. Para el alcalde provincial de Azángaro “las culturas andinas faltan hoy promover, hay mucho conocimiento. Para no-sotros es una riqueza grande, el turismo puede traer una riqueza indirecta. Si nosotros no va-loramos nuestra cultura simplemente no habrá turismo...” Las definiciones de cultura mane-jadas en estos casos están directamente vincu-ladas al pasado (por ello la afirmación de que tenemos “tanta cultura e historia deriva en una alusión a restos arqueológicos”) o a un elemen-to meramente estético y “marketeable” para la atracción de turistas. Este tipo de definición de cultura parece particularmente extendida en Puno, que es considerada orgullosamente por los propios puneños como la “capital folklórica del Perú”.

Pero las menciones a lo que es “auténti-camente peruano” parecen expresar angustias respecto a situaciones antiguas y nuevas que, precisamente, cuestionan lo que es ser perua-no. Por ejemplo, un informante afirmó que el verdadero Perú “realmente nace del altiplano, del ande”. Este discurso, que empata con aquel que divide el país en el Perú “profundo” y el Perú “oficial”, existe en cuanto constituye un reclamo en relación con el centralismo coste-ño y Limeño. Pero, al mismo tiempo, su propia enunciación la revela como una situación mo-ral y emocionalmente deseable, pero alejada del mundo real y cotidiano de peruanos, andinos y puneños. En otras palabras, es un esfuerzo retórico por trascender la marginación –de los andes, de Puno— existente en relación al poder político, económico, cultural y simbólico.

Lo mismo sucede con las reivindicaciones de “lo nuestro”, “lo propio” y “lo que somos”. Su propia enunciación indica que todas esas no-ciones están siendo cuestionadas y transforma-das profundamente. Una afirmación como la de una exportadora puneña, según la cual “hay que conservar lo nuestro, lo propio” hace cuestio-narnos, precisamente qué es lo nuestro y qué es

lo propio. Las alusiones de un alto funcionario público de Puno a la necesidad de reivindicar “nuestra lengua, nuestro pensamiento, nuestro actuar, nuestra geografía, nuestros recursos” resaltan la dificultad de definir “nuestra lengua, nuestro pensamiento, nuestro actuar, nuestra geografía, nuestros recursos” en momentos en que las lenguas indígenas van siendo crecien-temente abandonadas, nuestro pensamiento y nuestro actuar es diverso y en continuo contac-to con otros, nuestra geografía viene transfor-mándose por efecto de una creciente y continua sobre explotación y nuestros recursos parecen menos “nuestros” que nunca.

Ya que definir “lo nuestro” resulta una empresa en extremo complicada, algunos infor-mantes mencionaron lo que deberíamos recha-zar por “ajeno”. El ejemplo más citado fue el rock, puesto que éste encarna las angustias pro-ducidas por “la penetración extranjera” y está vinculado al sector que más claramente atravie-sa por profundos cambios culturales y étnicos: la juventud. Un director de un colegio particular de la ciudad de Puno consideraba que sus alum-nos “imitaban” lo que provenía del extranjero, sufrían la “influencia de la televisión”, querían “salir del país”, y escuchaban “rock, música sa-tánica”. Un profesor de un colegio estatal de Azángaro también criticaba la “alineación” de la juventud influida por el rock y la televisión. El mismo señalaba que el mayor problema del Perú era el de identidad. Finalmente, un miem-bro de una ONG de la ciudad de Puno apunta-ba a los peligros de la imitación, encarnados en el alcoholismo y el consumo de drogas.

Los cambios que ocurren a escala pla-netaria en cualquier localidad son causantes de hondas angustias en países y regiones periféri-cas a los centros mundiales de poder político, económico, cultural y simbólico. No es casual que nuestras preguntas sobre las culturas in-dígenas generaran reflexiones sobre la llama-da “globalización”. Las posiciones al respecto fluctúan entre quienes se oponen firmemente a la globalización, y a quienes quisieran reconci-liar lo local y lo global. Así, un miembro de una organización campesina en Puno declaró a ra-jatabla que “no hay que aceptar la globalización que nos lleva a una ideología del urbanismo y a no hacer nada”. Por su parte, un miembro de una ONG puneña expresó que el camino era “mantener las culturas sin perder idea de lo global”.

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Estas consideraciones reflejan los pro-fundos temores que los cambios culturales generan. El pasado incaico y la supuesta au-tenticidad de “lo andino” proveen imágenes es-tables y cómodamente estáticas de una supuesta esencia nacional. Por lo mismo, no dan cuenta de la complejidad de los cambios culturales y étnicos por los que atravesamos los peruanos y los puneños.

Volviendo a la paradoja con la que abría-mos la sección, “lo andino” que se declara valo-rar y reivindicar y los andinos que son discrimi-nados estructural y cotidianamente no parecen pertenecer al mismo plano temporal. Mientras que el primero se ubica en el pasado (en las referencias al imperio incaico, a monumentos arqueológicos, a avances tecnológicos y manejo del medio logrados en la época prehispánica, en el llamativo colorido del folklore y de trajes típicos que no se utilizan cotidianamente), el segundo es actual y cotidiano. La pertenencia a distintos planos temporales hace que los in-formantes no perciban una contradicción entre ambas. Muchos de los informantes que declara-ron su admiración hacia “las culturas andinas”, también expresaron percepciones estereotipa-das y negativas, por ejemplo, respecto de los quechuas.

Al parecer, la referencia a “las culturas an-dinas” o a “lo andino” tiene una carga semántica que no coincide plenamente con la transmitida al referirse a a “los quechuas” y “los aymaras”; al ser preguntados acerca de sus opiniones sobre las culturas andinas, los informantes recurrieron a un marco discursivo (antropológico e históri-co) idealizador, mientras que en sus respuestas a cómo eran los quechuas y aymaras prevalecieron otras percepciones también hondamente arrai-gadas, pero que, como señalamos en la sección 4, se mueven en el eje de preocupaciones sobre de la adaptación a lo que se considera el mun-do moderno o contemporáneo y se les califica como menos o más activo, integrado o exitoso.

Valoración de lenguas indígenas y bilingüismo

Con las lenguas indígenas sucede algo bastante similar a lo descrito sobre las culturas indígenas: coexiste un mandato de abandonarlas con un discurso que las exalta y aprecia. Hay, sin embargo diferencias importantes. Señalamos anteriormente que la lengua era una de las mar-cas identificatorias más importantes en el con-

texto puneño. También hemos remarcado que, al formar parte del funcionamiento del estado y nación peruanas es el castellano, y no el quechua ni el aymara, el idioma más poderoso entre los tres; es el que funciona como lingua franca en-tre quechuahablantes y aymarahablantes, y es el idioma que se percibe como indispensable para funcionar y ascender socialmente.

Las lenguas indígenas, a largo plazo, co-rren el riesgo de ser abandonadas como parte de un conjunto amplio de cambios culturales y étnicos que se producen en el Perú. Los datos estadísticos a nivel nacional ya indican un claro declive en el número de sus hablantes. La mar-ginación y discriminación estructurales y coti-diana que sufren las personas quechua o ayma-rahablantes monolingües explican por qué este abandono. La sección referida a los conflictos ha hecho hincapié en los problemas internos que la marginación y la discriminación conlle-van y en la energía que se invierte en evitarlas: la adquisición y el dominio del castellano es un proceso largo y ciertamente doloroso pero que las personas están dispuestas a recorrer o, espe-cialmente, a que sus hijos recorran.

Las opiniones de nuestros informantes acerca de las lenguas quechua y aymara son positivas. La mayoría coincidió en que debían valorarse, en que era importante ser bilingüe y, en casos, trilingüe y que la EBI era positiva. La mayoría también expresó que querían que sus hijos contaran con más de una de las tres lenguas existentes en la zona. Los motivos para la valoración positiva de las lenguas indígenas son diversos. Para algunos, se trata de un asun-to de orgullo, ya sea nacional como regional y personal. Una exportadora puneña expresó que ella estaba “a favor de todo lo que se haga para conservar lo nuestro, lo propio” un poblador de Azángaro consideró que eran importantes porque “son nuestras”, y una directora de un colegio particular de la ciudad de Puno dijo, re-firiéndose a la EBI, que era “muy positiva en es-tos momentos que se habla tanto de identidad cultural... por el hecho de traer tanto turismo al Perú... es necesario que todo el Perú se eduque, se capacite en los idiomas nativos para que po-damos identificarnos a nivel del mundo... que el mundo comprenda que sabemos nuestros idiomas nativos... de esa forma demostraremos el cariño y el amor por esta tierra que nos vio nacer”.

Las menciones al orgullo que se debía tener respecto a las lenguas indígenas “por que

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son nuestras” usualmente carecen de una mi-rada estructural de la problemática lingüístico-cultural del país y la región: ¿cómo se construye el orgullo sobre la lengua nativa en un contex-to discriminador que obliga a adquirir el cas-tellano? ¿cómo construir el orgullo cuando el prestigio y el ascenso social se adquieren en, y a través del, castellano? ¿cómo, cuando ser mo-nolingüe en quechua y aymara implica estar al margen de la educación y, por lo tanto, forzado a ser campesino (considerando los niveles de pobreza entre el campesinado)? En ese difí-cil contexto, opiniones como la del alcalde de Azángaro, que afirma que hay que fomentar la educación en quechua “para revalorar nuestra cultura, recuperar los principios y valores per-didos” y como la de un pastor adventista en Azangaro para quien la EBI era importante “para que nuestra población no olvide su iden-tidad” parecen expresar deseos poco prácticos.

Otras respuestas revelan una visión más pragmática respecto a las lenguas indígenas, remarcando su utilidad en el contexto pune-ño. Un miembro de una ONG de la ciudad de Puno consideraba que saber “comunicarse en quechua da valor agregado al trabajo...” Al ser preguntada si era importante que sus hi-jos hablasen quechua o aymara, una poblado-ra puneña autodenominada aymara también mencionaba la utilidad en la esfera laboral: “Es importante porque en el trabajo preguntan si sabe hablar quechua o aymara. En comunida-des rurales es muy necesario saber los idiomas para dialogar en el lugar”. Un poblador de la ciudad de Puno, autodenominado aymara y que habla aymara, quechua y castellano, considera-ba que era indispensable que sus hijos hablaran los tres idiomas: “Es muy necesario para ellos siendo profesores les mandan al lado aymara o al lado quechua y no van a saber dialogar”. Otro poblador, autocalificado como quechua, pensaba que “para una oportunidad de tra-bajo es requisito que se pueda hablar los tres idiomas”. El alcalde de Azángaro consideraba que el quechua “sirve para comunicarse en el campo, con la gente humilde” y recordaba que saber ese idioma le había permitido acercarse a la población durante su campaña política. El director de una escuela de Huancané nos dijo que “saber las lenguas es importante [...] debe ser parte de la formación del educando y parte de la formación profesional [...] en todos los campos. Un abajo necesita hablar aymará, un ingeniero necesita hablar aymará o quechua, depende del lugar donde se desempeñe su pro-fesión”.

Estas respuestas se basan en la utilidad de ser bilingües o trilingües. Nótese que los entrevistados asocian la utilidad de los idiomas indígenas en relación con empleos que deman-den permanencia en alguna de las zonas (que-chua o aymara) o comunicación con la “gente humilde”. Estas respuestas se basan en el he-cho de que las zonas más alejadas de las ciu-dades son percibidas como más indígenas, más humildes y más quechua o aymara hablantes. Nótese también que la referencia a saber que-chua y/o aymara parte del supuesto de que se maneja el castellano. La(s) lengua(s) indígena(s) constituyen una ventaja comparativa de uti-lidad para posicionarse en el mercado laboral o para desempeñarse mejor en su profesión. Esta posición es más común, por ende, entre los informantes profesionales o que aspiran a que sus hijos sean profesionales. Una llamativa excepción fue el testimonio de una pobladora de Azangarillo, que hablando en lengua aymara nos dijo que ella quería que “para nuestros hijos debemos seguir las cuatro lenguas: castellano, quechua, inglés y aymara”.

Parece paradójico que los idiomas indí-genas sean útiles para ejercer una profesión en zonas marginadas, mientras que en esas zonas se luche por adquirir y dominar el castellano. Un miembro de una ONG puneña contó que él estaba haciendo un esfuerzo para aprender el quechua para utilizarlo durante sus salidas al campo. Mientras este joven profesional adqui-ría el quechua, veía “que las personas jóvenes [en su zona de trabajo] no lo usan... sólo las personas mayores.”

Los testimonios recogidos en zonas ru-rales son las que más enfatizan la necesidad de manejar el castellano. Las demandas de reivin-dicación de las lenguas nativas desaparecen, predominando, más bien, la demanda de que sus hijos sean educados en castellano. Al ser preguntados si querían que a sus hijos se les enseñara quechua, un grupo de pobladores de la comunidad rural de Condoriri realizó el si-guiente diálogo:

--Todos mis hijos son quechuista, me es-tán pidiendo que les enseñe aymara. Hay confusión en la escritura. Por ejemplo, cuando el profesor dicta una oración: ‘la vaca come pasto’, los niños ponen ‘la’, en castellano, ‘waca’ ponen en quechua y ‘comen pasto’ ponen en castellano. Entonces hay confusión. Se confunden porque la enseñanza es bilingüe.

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--Para mí eso no está bien. Si queremos hablar quechua en todo el Perú, debemos hablar quechua. Porque si vamos a ha-blar en Azángaro no más no está bien, no se puede generalizar. Por ejemplo, el castellano es generalizado a nivel nacio-nal. Así también debe ser el quechua. Si no, ¿para qué va a servir, si todos hablan castellano que es la lengua dominante? Y por eso no quiero que mis hijos hablen quechua. A nivel nacional debemos ha-blar castellano y a nivel internacional el inglés. Pero ¿cómo será que las autorida-des de educación nos están viendo...?--Si nuestros hijos están hablando en quechua, queremos que les enseñen en castellano, porque la mayoría habla cas-tellano....--Si somos quechuahablantes, entonces la enseñanza debe ser en castellano. Cuan-do los niños van a estar en el colegio siempre van a hablar en castellano. Aho-ra la institución CARE está enseñando quechua y los profesores en castellano y eso genera confusión. Por eso queremos que se enseñe en castellano.--Si, está bien porque deben aprender los dos idiomas. Cuando estén en el colegio seguramente ya estarán aprendiendo bien el castellano”.--Tanto quechua y castellano. Deben, a medida que van creciendo, pueden aprender el castellano. Ahora nosotros también sólo le hablamos en quechua no más entienden, pero si le hablaríamos de castellano desde pequeños, entonces sí podrían. Ahora la institución CARE está enseñando quechua, con eso se están confundiendo. No es como debería ser. Es que escribir quechua es difícil y no se escribe rápido”.

Este extenso diálogo contiene argumen-tos a los que hay que prestar especial atención, pues son las reflexiones de pobladores rurales en donde se ejecutan proyectos de EBI. Cuando uno de los pobladores argumenta que “si que-remos hablar quechua en todo el Perú, debe-mos hablar quechua. Porque si vamos a hablar en Azángaro no más no está bien, no se puede generalizar...” está identificando de manera cer-tera el problema de las lenguas indígenas: son social y culturalmente marginales respecto a la sociedad y cultura nacional peruana y, mien-tras no cambie esa injusta situación estructural, serán consideradas menos prestigiosas. El po-

blador dice que no quiere que sus hijos hablen quechua, sino castellano e inglés, porque no desea que sean marginados. En otras palabras, para él es inútil reivindicar lenguas que —ex-cepto a nivel local— no comunican, sino que, por su status minoritario o regionalmente limi-tado, aíslan.

Los pobladores parecen reclamar que los proyectos de EBI responden a inquietudes de gente ajena a su realidad social y cultural coti-diana y que, por lo tanto, no satisface sus aspira-ciones como padres. Ellos desean que sus hijos superen situaciones concretas de marginación, discriminación y aislamiento, y perciben que la educación bilingüe pone trabas a la adquisición del castellano. Se trata de un punto neurálgico que merece ser explorado con mayor deteni-miento. Pero no puede descartarse las quejas y aspiraciones de los pobladores mediante el argumento paternalista (y etnocéntrico) de que “ellos no saben” o que “hay que hacerles en-tender”. Un trabajador de una ONG de Puno parece comprender la encrucijada de los pobla-dores puneños, y se muestra escéptico en rela-ción a la EBI:

“La región y el país no está preparada para estos retos... soy muy escéptico con respecto al “impacto” que pueda tener.... Yo sé que hay resistencias de las familias a querer que sus hijos aprendan en que-chua... Porque cualquier tendencia de la familia es que fortalezcan, más que el que-chua, el castellano, sobretodo en la ciudad, y se involucren en otros idiomas como el inglés”.

Las respuestas de otros informantes par-tieron de la percepción de que la diversidad lin-güística impedía la comunicación entre puneños y era una potencial causa de conflictos. Por lo tanto, la búsqueda de la armonía social pasaba por aprender los idiomas de los “otros”. Una ama de casa puneña y bilingüe en castellano y aymara señaló que “como puneños deberíamos dominar los tres idiomas, para poder comuni-carnos”. Una pobladora de Azángaro, autode-nominada quechua aludió a los problemas ge-nerados por no entenderse: “se debería hablar los tres idiomas para evitar enfrentamientos”.

A pesar de estos argumentos, la mayoría de informantes, sobre todo los de Huancané y Azángaro, prefirió el bilingüismo –lengua na-tiva y castellano— al trilingüismo –quechua, aymara y castellano—, señalando que deseaban

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que sus hijos supieran la “lengua de la zona” y el castellano. Cuando mencionaron una tercera lengua, esta fue, mayoritariamente, el inglés.

Un llamativo argumento a favor de la en-señanza del quechua fue el de un empresario de Azángaro, según el cual éste servía “para enten-dernos mejor y para progresar. Se necesita hablar el quechua para aprender el inglés... el que sabe hablar quechua aprende más rápido el inglés, por eso acá hay muchachos que están en Esta-dos Unidos, en Italia, en Rusia. Azangarinos del campo, ni siquiera son de ciudad, son campesi-nos...” La doble utilidad del quechua lo convierte en atractivo a los ojos de este informante. Por un lado, sirve para la comunicación cotidiana y lo-cal; por otro, sirve para aprender el inglés, lengua que se identifica con el progreso.

La mayor parte de nuestros informantes se mostraron a favor de la EBI. Los motivos fueron diversos y ambiguos. Algunos recurrie-ron a los ya conocidos argumentos nacionalis-tas/regionalistas según los cuales la EBI sirve para revalorar “lo nuestro”. Otros argumentos consideraron la EBI como positiva, para la consecución paulatina de la castellanización y desindigenización. Desde esta perspectiva, la EBI serviría como un período de aclimatación en la progresiva desindigenización y adquisi-ción del castellano y la “cultura universal”. Las palabras del directivo de un importante club social y gerente de una institución financiera de Puno fueron paradigmáticas al respecto. Para él, la EBI es:

“Positivo y conveniente. Sólo en tanto el niño aprenda el idioma en el cual se genera y crea la ciencia, es decir desde el inicio no se le puede traumáticamen-te enseñarle en el idioma castellano, se le debe enseñar en el idioma materno, en el idioma madre para que así pueda comprender. Pero también en el idioma en que están todos los libros, la cultura, los grandes inventos, los avances, es de-cir el castellano y después se le enseña el inglés. Yo creo que ese debe ser el re-corrido: enseñarle en su idioma, luego el castellano y después el inglés. La globali-zación nos obliga a aprender el inglés, si no sabemos, nos quedamos atrasados”.

El aparente apoyo a la EBI desemboca en un argumento que identifica a los idiomas indígenas sólo como un primer escalón a ser

superado conforme se asciende en la adquisi-ción del conocimiento, la ciencia y la contem-poraneidad.

En la escuela

Como ya se ha señalado anteriormente, la escuela es un espacio comprometido con los procesos de cambios culturales y étnicos en el país. Por un lado, la escuela oficial impone el castellano (las experiencias de Educación Bi-lingüe e Intercultural son aún experimentales, focalizadas geográficamente y centradas en la educación primaria) e impone modelos cultura-les ajenos a las realidades de áreas como Puno. Desde la escuela oficial tampoco se hace un esfuerzo consciente por tratar los temas de la diversidad étnica y cultural en la sociedad en general, en la región, ni en las propias aulas.

La escuela se maneja sobre el supuesto de igualdad entre los estudiantes. Este aparente afán democratizador forma parte de los pro-yectos homogenizadores, tanto liberales y “pro-gresistas”, que han negado la diferencia cultural y étnica. El afán es de transmitir “conocimien-tos” supuestamente neutros culturalmente, pero que terminan por imponer modelos de vida y de identificación considerados “nacionales” o “universales” a expensas de los conocimientos e identidades alternativas. Negar las diferencias existentes en la propia población estudiantil sólo tiene sentido como parte de un proyecto cuyo objetivo es homogenizador. En el caso de Puno, a pesar de que los directores y maestros de las escuelas privadas y públicas saben que su alumnado es diverso, no abordan directamente esos temas. Como nos manifestaba una alum-na de una escuela estatal de Puno, participante en un grupo focal, a los alumnos “nadie nos ha preguntado de dónde venimos, qué idioma hablamos”. Un profesor de un colegio estatal de Huancané expresaba de manera inigualable el empeño homogenizador de la escuela: “to-dos nos sometemos al castellano, todos vamos a tener el mismo aprendizaje”

Como hemos visto anteriormente, los profesores no saben bien la composición de sus estudiantados. Un profesor de un colegio privado de Puno decía que en su plantel los alumnos “mayormente son hispanohablantes. Si hay quechuas y aymaras no lo manifiestan”. Con ello, el profesor admite que la etnicidad y la diversidad cultural son asuntos personales, no de la competencia de la escuela.

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Eso no quiere decir, sin embargo, que es-tos temas no formen parte de la vida cotidiana en el ambiente escolar. Más aún, no fomentar activamente un clima de tolerancia y respeto por las diferencias culturales, étnicas y físicas, y proponer modelos homogenizadores, hacen que el ambiente escolar cotidiano e informal sea particularmente propicio para que estos temas aparezcan sin control. Es en las escuelas donde la información obtenida se refiere a maltratos, burlas, insultos, discriminación en contra de cualquier rasgo considerado indígena, quechua y aymara, y donde más hemos encontrado re-ferencias a la vergüenza de ser considerado de esas categorías.

Es poco lo que pueden hacer los pro-fesores para ir en contra de esta situación. A pesar de que algunos mencionaron que la ley les faculta a disponer del treinta por ciento de del programa para “corregir” las deficiencias etnocéntricas y centralistas de los programas establecidos desde Lima, ellos no han sido pre-parados para enfrentar y abordar la diversidad. Fue notorio, por ejemplo, que la opinión pre-dominante entre ellos fuera que los hispano-hablantes tenían mejor desempeño, mientras que los aymaras, y quechuas, especialmente los recientemente provenientes de medios rurales, eran más tímidos, parcos y temerosos. Estas percepciones no provocan una reflexión pro-funda sobre los objetivos y métodos de la es-cuela, lo que llevaría a proponer maneras de adaptar la escuela a las realidades locales. De acuerdo con la información obtenida, lo que intentan los maestros es de lidiar con los pro-blemas de esos niños, haciéndolos adaptarse de la mejor manera posible a la escuela. Como lo expresó inigualablemente un maestro de una escuela particular de Azángaro respecto a los niños que “vienen del medio rural y están con el idioma quechua, el primer problema que en-frenta el maestro es hacerlo entender el caste-llano”. Como vemos, el problema se centra en el alumno y no en la escuela. Un maestro de un plantel particular de Huancané consideraba que, “en secundaria no hay mucho problema [...en primaria] están los problemas con alumnos que no hablan castellano”. En contraposición, en secundaria “ya todos se desenvuelven”. En otras palabras, el ideal homogenizador ya está cumplido luego de una permanencia de varios años en el plantel escolar.

Con su mejor intención, en casos los profesores intentan crear una atmósfera menos traumática para los alumnos discriminados. En

muchos casos, ellos utilizan sus conocimientos de quechua y aymara para explicarles personal-mente en sus idiomas maternos. Se tratan, sin embargo, de medidas temporales que no elimi-nan el mandato imperante de homogenización y aculturación.

Las etiquetas étnicas circulan libremente en el ámbito escolar, con una importante dife-rencia: el mandato de aculturación es tan poten-te y eficaz, que la división tripartita entre ayma-ras, quechuas e hispanohablantes tiende a ser reemplazada por una dual, ya sea entre alumnos “del medio rural” y los del “medio urbano”, o entre “hispanohablantes” o “castellanos”, por un lado, y los quechuas y aymaras por el otro. El énfasis de estas clasificaciones está en la ad-quisición del idioma castellano y de las marcas identificatorias de un estilo de vida “urbano”. Ambas clasificaciones posibles aluden a los que aun no han logrado culminar su proceso de aculturación y los que ya lo hicieron.

En el contexto escolar, además, apare-cieron repetidas menciones a etiquetas raciales, siempre para nombrar insultos, burlas y dis-criminación. Como hemos mencionado ante-riormente, las etiquetas “quechua”, “aymara” e “hispanohablante” también pueden incluir con-sideraciones raciales, por lo que las menciones a la “raza quechua” y la “raza aymara” son fre-cuentes en Puno. La información recabada en la escuela también incluye menciones al “cho-leo” –literalmente, llamar “cholos” a quienes parecen más indígenas, implica maltrato hacia quien es llamado así— y a apodos despectivos como “chuto”, “negro”, “huaco” “serrano”, “indio”, “llama con cerquillo”, y otros que ha-cen alusión al aspecto “racial” de alumnos. Sin embargo, las etiquetas raciales no parecen tener la importancia de las clasificaciones lingüístico/culturales ya mencionadas. El eje de la identifi-cación y de las percepciones, es la adquisición y manejo apropiado del castellano o no, y la ad-quisición y manejo apropiado de otras marcas culturales socialmente prestigiosas.

Respecto a las percepciones, entre los maestros de la ciudad de Puno existe una per-cepción más positiva de sus alumnos aymaras que de los quechuas. Al igual que en todas las locaciones donde se realizó nuestro trabajo de campo, los maestros puneños tienden a perci-bir a los quechuas como más pasivos y a los aymaras como más progresistas. Sin embargo, como mencionamos anteriormente, la diferen-cia entre aymaras y quechuas no es tan rele-

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vante en el contexto escolar como la diferencia entre los alumnos urbanos y los rurales, y entre quienes ya hablan castellano o aún hablan que-chua o aymara. Por ello, un maestro divide a sus alumnos en hispanohablantes, quienes “se desenvuelven mejor”, y los quechuas y ayma-ras, quienes son “tímidos”. Un maestro de una escuela estatal los separa en quienes “hablan bien el castellano”, a quienes también se refie-re como “citadinos” y los que “hablan quechua o aymara”. Por su parte, una alumna de una escuela particular de Puno divide a sus compa-ñeros de plantel en “castellanos”, que son de la ciudad, y “quechuas y aymaras” que “vienen de su distrito o del campo”. En buenas cuen-tas, en las escuelas de Puno se tiende a reducir la diferencia entre quechuas y aymaras: ambos, agrupados a veces como “rurales”, constituyen un mismo universo en relación con los hispa-nohablantes-castellanos-citadinos.

En la provincia de Azángaro, tanto en su ciudad capital como en las comunidades rurales donde se realizó el trabajo de campo, las eti-quetas empleadas tienen como eje la dualidad “campo-población”, o “rural-urbano” o la di-cotomía entre “quechuas” o “quechuahablan-tes” e “hispanohablantes” o “castellanos”. Lo que ocurre es que en estas locaciones, a juzgar por el testimonio de nuestros informantes, no existen estudiantes aymaras. En la provincia de Huancané sucede exactamente lo inverso:

según nuestros informantes, no hay alumnos quechuas en sus planteles, por lo que la dicoto-mía es entre “aymaras” o “aymarahablantes” e “hispanohablantes” o “castellanos” o entre los alumnos de “zonas rurales” y alumnos de “la ciudad” o “la población”.

Las percepciones sobre los alumnos quechuas y aymaras o “rurales” o “del campo” son coincidentes. Predomina la visión de ellos como “tímidos”, “cohibidos”, “calladitos”, “in-trovertidos”, “no se atreven a hablar” y “más reservados”. Una percepción común entre los profesores que sirvieron de informantes fue que los alumnos quechuas y aymaras “ocultaban su lengua”. Respecto a su rendimiento escolar, los maestros dicen que los quechuas o ayma-ras, rurales o del campo, tienen dificultades o “flaquean”. Como lo fraseó un maestro de un colegio particular de Huancané, tienen proble-mas “en el aprendizaje, la lectura, la escritura, y entre niños también hay críticas destructivas”. En otras palabras, el maestro nos recuerda el hecho de que los alumnos provengan de ho-gares quechuas o aymaras o de zonas rurales constituye una gran desventaja en un contexto donde se utiliza una lengua extraña para ellos, y en el que sufren de discriminación explícita de parte de sus compañeros. Otro maestro de un plantel estatal de Puno manifestaba que los alumnos quechuas y aymaras tenían “proble-mas de intelecto”.

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Algunos profesores son conscientes de que hay un problema estructural en el sistema educativo. Manifiestan, por ejemplo, que “te-nemos libros en castellano, vienen separatas, revistas, todos en castellano...” (maestro de cen-tro particular de Huancané) o que la educación “impone una cultura sobre otra” (maestro de centro particular, Azángaro). Sólo un profesor, reconoció que la aparente timidez era producto de que los alumnos provenientes del medio ru-ral “no están en su medio” y que “los alumnos de la población también serían tímidos si fue-ran a una escuela del medio rural” (colegio par-ticular, Azángaro). Lamentablemente, algunos maestros atribuyen la timidez de sus alumnos, por ejemplo, a que “los quechuas son tímidos, introvertidos, temerosos por naturaleza” (pro-fesor de colegio particular, Azángaro), o a que “sus padres le han inculcado temor” (profesor de colegio nacional, Azángaro).

La imagen de los alumnos quechuas, ay-maras o rurales como tímidos o de bajo rendi-miento se contrapone exactamente a la visión que tienen los profesores de sus alumnos hispa-nohablantes. De acuerdo a los testimonios de los profesores, ellos tienen “mejor desenvolvi-miento”, “son muy despiertos”, “abiertos”, “li-bres”, “expuestos”, tienen “mayor roce social”. Pero en este punto los hispanohablantes tam-bién generan percepciones ambiguas: los pro-fesores de un colegio privado de Puno obser-vaban que los alumnos de la ciudad “perdían su creatividad” y tenían una “mente reducida” . El ambiente urbano, junto con los avances tecno-lógicos como la televisión y el internet, según estos profesores, acostumbra a los alumnos de la ciudad al “facilismo”. En contraposición, los alumnos del campo tienen “más creatividad” e inventiva porque se desenvuelven en espacios más amplios y porque las carencias tecnológi-cas o de productos manufacturados los obliga a ser imaginativos. Como vimos en una sección anterior, un director de un colegio particular de la ciudad de Puno consideraba que sus alum-nos “imitaban” lo que provenía del extranjero, sufrían la “influencia de la televisión”, querían “salir del país”, y escuchaban “rock... esa músi-ca satánica”. Como expresamos en la sección 4 a manera de hipótesis, los hispanohablantes parecen funcionar como la encarnación de las angustias que generan los cambios sociales, cul-turales y étnicos de la actualidad.

Respecto a desprecios, maltratos, en-frentamientos, discriminación y conflictos que surgen a partir de las percepciones étnicas, de-bemos decir que la escuela es el espacio privi-legiado para estudiar estos fenómenos. El am-biente cerrado y cotidiano en una institución claramente etnocida y “civilizadora” hace las burlas y el maltrato explícito hacia quienes no conforman con el ideal cultural y étnico de la escuela estén a la orden del día. Esto produce, como es lógico, que por lo menos algunos de los alumnos discriminados tengan vergüenza e intenten adaptarse. Los profesores son cons-cientes de estas situaciones, por lo que recono-cen la existencia de burlas contra “quienes re-cién llegan con acento”, saben que hay “niños que cholean a otros”, que los “alumnos cita-dinos marginan a sus compañeros quechuas y aymaras”, y que los quechuas y aymaras tienen “vergüenza de hablar sus idiomas nativos”, “te-men quedar en ridículo”. Un profesor de un colegio estatal de la ciudad de Puno comentó que el maltrato llegaba a tales extremos que “al-gunos se llegan a retirar del colegio”.

De igual manera, los alumnos que par-ticiparon en nuestro trabajo de campo como informantes hicieron repetidas referencias a la discriminación contra quechuas y aymaras. Un alumno de un colegio particular de Puno mencionó que los hispanos “racean” a los que-chuas y aymaras. Un(a) encuestado(a) de un colegio estatal de Puno mencionó que en su colegio había “a una chica que viene del campo por su dialecto la molestan mucho y la faltan el respeto”. Otro(a) alumno(a) de un colegio de Huancané mencionan que “los hispanoha-blantes dicen “ese cholito. Eso sería discrimi-nación”, mientras que un alumno de un colegio estatal de Azángaro contaba que “en el colegio siempre hay discriminación entre los hispano-hablantes y los quechuistas. Ellos nos dicen ‘tu que te crees, cholito’, de todo nos insultan”.8 El último caso que citaremos es el de un alum-no de un colegio particular de Huancané, quien relata que “cuando yo estaba en la escuela, yo estaba en mi campo yo me vine acá, me he acostumbrado a hablar aymara. Me insultaban “aymarista, aymarista” de todo me decían. Me insultaban mis compañeros, me insultaban los que no hablaban aymara”.

En una sección anterior habíamos men-cionado que las etiquetas “quechua”, “ayma-

8 En Puno es común utilizar la denominación de “quechuista” de manera alternativa a “quechua” y “aymarista” de manera alternativa a “aymara”. Estas formas no conllevan una carga valorativa adicional.

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ras” e “hispanohablante” tenían múltiples sig-nificados posibles. Podían hacer referencia a un idioma y al hablante de él, a características culturales, a la adscripción étnica y a diferencias físicas. Esa indeterminación también se refleja en los testimonios sobre discriminación: se tra-ta de múltiples posibilidades de identificación de una persona como impropia en relación con los modelos culturales prestigiosos y, por lo mismo, de múltiples posibilidades de maltra-to, desprecio y marginación. El marcador de diferenciación más importante en la escuela, al igual que en otros ámbitos, parece ser el idio-ma. Por ello, no hablar castellano, o no por lo menos no hablarlo sin un fuerte acento que revele la procedencia quechua o aymara, resulta el motivo principal de discriminación.

El caso del alumno de Huancané men-cionado anteriormente, quien es llamado “ay-marista, aymarista” por sus compañeros es significativo, porque estos casos de burla y discriminación se dan entre personas con es-trechas vinculaciones con lo aymara y lo que-chua. Los compañeros de este alumno, muy probablemente hablen o entiendan aymara ellos mismos, provengan de hogares donde se habla aymara, o, por lo menos, tengan padres que hablen aymara.

En otros casos, los alumnos serán identi-ficados como quechuas o aymaras o como “in-dios” o “cholos” de otras maneras, por ejem-plo, por el aspecto físico. Hay que mencionar que las alusiones a estas discriminaciones apa-recen casi únicamente en los datos obtenidos en encuestas, mientras que no en entrevistas y grupos focales. Podría tratarse de una inco-modidad de tratar este tema abiertamente: el anonimato de la encuesta puede brindar ma-yor confianza para abordarlo. En todo caso, es en las encuestas donde se mencionan casos de discriminación por rasgos físicos que son con-siderados indígenas y que generan burlas que se expresan en apodos. Por ello, como men-cionamos anteriormente, existen apodos como “chuto”, “huaco” “serrano”, “indio” y “llama con cerquillo”. Hay que precisar, sin embargo, que estos no fueron muy numerosos.

Otros testimonios hacen mención a mal-tratos contra alumnos provenientes de zonas rurales. No tenemos datos precisos sobre si se refieren a alumnos que se movilizan diariamen-te desde zonas rurales hasta sus colegios en las ciudades de Puno, Azángaro y Huancané, o si se trata de alumnos que han migrado perma-

nentemente a esas ciudades. En todo caso, hay muchos testimonios de discriminación de par-te de los alumnos “de la ciudad” contra los del “campo”. De acuerdo con una alumna de un colegio particular de Huancané, algunos profe-sores de su plantel también “discriminan a los del campo... tienen favoritismo hacia algunas personas”. Se trata, sin duda, de un aspecto importante de presión hacia quienes empiezan su proceso de adaptación lingüística y cultural: la manera en que los jóvenes “recién llegados” son “bautizados” –a manera de ritos de inicia-ción— por sus compañeros, quienes muy pro-bablemente también pasaron por un proceso similar anteriormente, y de acuerdo con al me-nos un testimonio, por algunos profesores.

Otros tipos de conflictos en la escuela fueron aludidos, aunque no con frecuencia. Los alumnos de un colegio estatal de Puno mencionaron la existencia de conflictos entre quechuas y aymaras. Lo atribuían a que “no nos entendemos” y que eso podía generar con-fusiones y recelos. Un muchacho de ese cole-gio nos dijo que “un aymara y un quechua nos podemos insultar porque no nos entendemos”. Finalmente, en un colegio los alumnos negaron enfáticamente la existencia de discriminación en su plantel. Se trata de un colegio particular en Puno, cuyos participantes en nuestro grupo focal se autocalificaron unánimemente como “hispanohablantes” y que respecto a quechuas y aymaras dijeron “no conocer, ni saber nada de su realidad”. Ellos mismos, sin embargo, mencionaron la existencia de discriminación fuera de su colegio, en lugares públicos de la ciudad de Puno. Este caso es peculiar, porque los alumnos perciben su plantel como una es-pecie de “territorio liberado” de discrimina-ción. Aunque su autoclasificación como his-panohablantes que “no conocen ni saben nada de la realidad” de quechuas y aymaras refleja que también quieren percibir su plantel como libre de la presencia de quechuas y aymaras.

La diversidad étnica, cultural y lingüísti-ca es considerada a la vez problemática como una potencialidad por los profesores. Los pro-blemas son las cotidianas dificultades para que los alumnos quechuas y aymaras (o provenien-tes de zonas rurales), entiendan, se sientan có-modos en clase, y no sean maltratados por sus compañeros. En algunos casos, los maestros consideran que la diversidad genera dificultades por las propias características de los alumnos rurales. Un maestro de un colegio particular en Azángaro decía que el problema de la di-

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versidad era que “los del medio rural siempre flaquean”. Otro maestro de un colegio estatal de Huancané señaló que el bilingüismo “gene-ra mucha confusión”. En otros casos, los profesores mencionan tener “alumnos que no entienden castellano y otros que no entienden quechua” [o aymara], lo cual “dificulta la ense-ñanza” u obliga a los profesores a dividir la cla-se en grupos de trabajo. Por lo mencionado en un grupo focal con maestros de una escuela es-tatal en la ciudad de Puno, existe la práctica de dividir a los alumnos en diferentes secciones. Una profesora, que no fue desmentida por sus compañeros, relató que “en el colegio, en las secciones A, B, C son generalmente alumnos de la ciudad y en las secciones D, E y F son procedentes del medio rural”. En ese caso, las autoridades han elegido que los alumnos “pro-cedentes del medio rural” (que, tratándose de la ciudad de Puno, deben ser tanto quechuas como aymaras) estén en ambientes separados mientras pasan por su proceso de adaptación. Es obvio que el suyo no constituye un enfo-que intercultural.

La mayoría de profesores de todas las locaciones donde se realizó nuestro trabajo de campo calificaron la diversidad cultural como una ventaja o, como dijo un profesor de un colegio particular de Azángaro “tiene más ventajas que desventajas”. Algunos maestros consideraron que el aspecto positivo de la di-versidad era que los alumnos “intercambian diferentes costumbres y aprenden diferentes valores”. Un maestro de literatura de una es-cuela particular de la ciudad de Puno calificaba la diversidad como positiva porque “tienen di-ferentes literaturas orales, formas de explicar el origen de sus pueblos”. Otros consideraron una ventaja contar con alumnos provenientes del medio rural porque “conocen más geogra-fía [...] conocen más animales”. Algunos pro-fesores se limitaron a decir que tener alumnos diversos era “lindo”.

En la mayoría de los casos, sin embargo, los maestros dijeron que la diversidad era “un reto”, “era para aprovecharlo” o que “debía ser un reto para cada uno de nosotros”. Lamen-tablemente, estas menciones expresan buenas intenciones, pero no están acompañadas de alguna alternativa para tomar ventaja de esas potencialidades. A lo más, algunos profesores –como el ya citado profesor de literatura que menciona las diferentes literaturas orales— de-claran saber cómo aprovechar la diversidad en

el dictado de sus cursos. Irónicamente, es el caso del profesor de inglés de un colegio par-ticular de Huancané, quien dice aprovechar el conocimiento del aymara de sus alumnos para enseñar su materia.

Por lo mismo, aunque los profesores declaran estar de acuerdo con la educación bilingüe intercultural, y manejan un discurso que al menos aparentemente valora las cultu-ras y lenguas indígenas y locales, no tienen una idea clara de cómo hacer que la escuela incluya aspectos culturales de la zona. La Educación Bilingüe Intercultural es entendida de maneras muy diversas. Para la directora de un colegio particular de la ciudad de Puno, por ejemplo, la EBI es “muy positiva en estos momentos que se habla tanto de identidad cultural... por el hecho de traer tanto turismo al Perú... es ne-cesario que todo el Perú se eduque, se capacite en los idiomas nativos para que podamos iden-tificarnos a nivel del mundo... que el mundo comprenda que sabemos nuestros idiomas na-tivos... de esa forma demostraremos el cariño y el amor por esta tierra que nos vio nacer”. Esta visión del bilingüismo, como puede apre-ciarse, tiene poco que ver con los problemas cotidianos de la población de Puno, estando, más bien, vinculados a la imagen que el Perú puede dar al extranjero y al turismo. Tal vez por ello la alternativa de esta directora para “fomentar las lenguas nativas” sea que en su colegio se ofrezcan cursos de aymara y que-chua para que los alumnos escojan junto con un abanico de idiomas como el inglés, el fran-cés y el italiano.

Otros maestros se limitaron a decir que la EBI servía para “revalorar nuestra cultura”, o consideraron que la educación “debe ser bi-lingüe” en castellano y quechua o aymara por un asunto de identidad nacional. Desde esta perspectiva, se debe fomentar la enseñanza de los “idiomas del Perú” antes que los “extran-jeros”. Para un profesor de un colegio estatal de Huancané, esto significaba “ponerse la ca-miseta del Perú”. Un profesor de un colegio privado de Puno consideraba que la EBI era positiva “para que los quechuas y aymaras se integren, dejen la timidez, dejen los malos há-bitos que tienen”. Un profesor de un colegio estatal de Huancané pensaba que la EBI era buena “para que pasen del aymara al castella-no. Ya después pueden aprender inglés”. Otra opinión que muestra que al considerar la EBI como positiva se tienen diferentes cosas en

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mente fue la de un profesor de la comunidad de Tiruyo, para quien la EBI era buena porque “nos regalan cuadernos y materiales”.

Como vemos, prevalece una considera-ción positiva sobre la EBI, pero entendiéndo-la de maneras diversas. Aunque se le califica como positiva, no se tiene claro para qué sirve. En casos, parece ser parte de un discurso va-lorativo de “lo nacional” o “lo nuestro”. En otros, se entiende como parte de las estrategias de homogenización cultural de la escuela, es decir, como una manera de facilitar la transi-ción hacia el castellano: un escalón necesario para el ascenso hacia la castellanización y, lue-go, para la adquisición del inglés.

Un maestro de una escuela estatal en Huancané fue la única voz discordante respec-to de la educación bilingüe. Para él, los alum-nos ya sabían dos idiomas (en este caso, aymara y castellano) y la escuela no tenía función que cumplir al respecto. Refiriéndose al inglés, este maestro dijo que “la educación bilingüe siem-pre va a existir. Lo que importa es cómo hacer que ese niño adquiera también otro [idioma] nuevo”. En este caso, como en varios de los anteriores, parece predominar una percepción de la EBI como la enseñanza del idioma nativo. En ese sentido, el director de una escuela en la comunidad de Azangarillo consideraba que la EBI era necesario para que los niños aprendie-ran aymara y los padres castellano “para que tengan facilidad de comunicarse [entre ellos]”.

Aunque casi todos los maestros recono-cen que cuentan con un alumnado diverso, no hay una sola mención a la EBI como una ma-nera de promover la comprensión mutua y la comunicación entre los alumnos o como una forma de intentar comprender y reconciliar los diferentes procesos culturales por los que atra-viesan.

Un conjunto de motivos por los que varios de los profesores juzgaban que la EBI era positiva podrían calificarse como “nacio-nalistas”. Las referencias a que la EBI servía para “rescatar lo nuestro” forman parte de un marco discursivo mayor respecto a la identi-dad nacional, la historia del Perú y “lo andino”. Los profesores, casi universalmente, manejan un discurso nacionalista reivindicativo de lo que supuestamente sintetiza nuestra identidad. La visión de la historia del país constituye una narrativa que divide la historia en dos grandes

períodos: el de la “grandiosidad inca” o pre-hispánica, y el de la destrucción y dominación causadas por la conquista, cuyas consecuencias aún sufrimos. En efecto, la conquista es un evento fundacional traumático, una especie de “escena primaria” que marca nuestra exis-tencia como nación. Para una directora de un colegio particular de la ciudad de Puno la conquista “destruyó nuestras raíces... llegaron al momento de hacernos odiar todo lo que era ser indio y tener una identidad que no era nuestra y no nos pertenecía”. Para un director de un colegio particular en Azángaro, “hemos sido una nación bien organizada con nuestros antepasados incas ...no se conocía la miseria... con la conquista viene el sometimiento y ahora estamos mal”.

A este discurso se le agrega, en casos, la lamentación de que los conquistadores es-pañoles eran incultos. Para un maestro de un colegio privado de Puno, eso los diferenciaba del “pionero inglés, que hizo una gran cultura en los Estados Unidos”. Para el director de un colegio estatal de Puno, los peruanos “tu-vimos la mala suerte de ser conquistados por españoles. A mi me hubiera gustado que me conquistaran los ingleses o los portugueses, porque esos señores supieron respetar la cul-tura que conquistaron... los españoles lo único que hicieron es diezmar”.

El discurso sobre la historia tiene varias características y consecuencias importantes. En primer lugar, forma una crítica a la carencia de autonomía desde la conquista. El período prehispánico representa lo que “nosotros” o “nuestros” antepasados logramos/lograron sin dominio externo. La conquista es percibi-da como un trauma insuperable, por cuanto lo “verdaderamente nuestro” quedó subyugado o desapareció. Así, cuando los profesores –así como otros de nuestros informantes— hablan que la EBI sirve para “revalorar lo nuestro”, o indican que la educación debe promover “lo nuestro” parecen estarse centrando en el pasa-do prehispánico (en palabras de un profesor de colegio estatal de Huancané, se debía promo-ver “todo lo que nos pertenece, el bagaje cul-tural de nuestros ancestros”). Como señalaba en la sección sobre identidad e identificación, las imágenes positivas de “lo nuestro” o de “lo andino” siguen ancladas en el pasado o en el argumento poco convincente pero emocional-mente plausible de que “lo nuestro” es preferi-ble a lo “ajeno”.

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Es común que los maestros mencionen que la educación está diseñada de acuerdo con la realidad de Lima y que debería estar adapta-da a las características de la zona. En muchos casos, los docentes declaran que el docen-te mismo tiene que adecuar los contenidos a transmitir a la realidad local. Aunque no exis-ten alternativas, al menos hallamos cierta con-ciencia de que el tema merece ser abordado.

Hemos calificado a la escuela como el instrumento etnocida por antonomasia. Y he-mos visto que ejerce –formal e informalmen-te— presiones poderosas para forzar el cambio lingüístico, cultural y étnico. Lo interesante es que esta realidad convive con discursos nacio-nalistas aparentemente reivindicativos y valo-rativos de las culturas y lenguas locales. Y es que, mientras la labor etnocida actúa en el pla-no contemporáneo y cotidiano, los discursos valorativos funcionan en el pasado o en una supuesta esencia que no logra constituirse en un modelo cultural plausible que pueda com-petir con los transmitidos por los medios de comunicación y por otras vías. Por lo mismo, la escuela funciona para desindigenizar y para reforzar la idea de que lo quechua y aymara, lo andino, o inclusive lo nuestro, es parte de un pasado que ya no es más.

Reflexiones finales

Los profundos cambios por los que atraviesa la población puneña, entre cuyas causas se encuentra las migraciones hacia las ciudades, la expansión de la escuela, los me-dios de comunicación de masas y el mercado, vienen generando un panorama de intensa in-terculturalidad que se expresa en la conviven-cia de múltiples aspectos culturales (sistemas simbólicos, tecnologías, códigos y normas de comportamiento, modos de vida, valores) de distintas vertientes. Estas transformaciones tienen impactos diferenciados en los distintos sectores sociales (rurales, urbanos, grupos etá-reos), creando situaciones en las que es impo-sible hablar de la existencia de una “pureza” cultural aymara, quechua, o hispana. Por lo mismo, dichas etiquetas, que pretenden aludir a identidades fijas, son referentes relativos en una realidad cultural e identificatoria variada y múltiple.

Las percepciones y cargas simbólicas adheridas a las etiquetas identificatorias, sin embargo, son rígidas. De acuerdo con la in-formación obtenida, existe un extendido con-senso respecto a las percepciones de aymaras, quechuas e hispanohablantes. Mientras que, en general, los quechuas son percibidos como pasivos, los aymaras son considerados activos (respecto a su situación de dominación, respec-to al progreso, y a sus características de perso-nalidad). Los hispanohablantes son percibidos como progresistas y educados, pero también como explotadores e individualistas. En estas imágenes se condensan percepciones acerca de la realidad histórica y social del país y de la re-gión, en especial, sobre el poder, el progreso y la modernidad.

Estos asuntos también atraviesan la va-loración de las culturas indígenas. Los infor-mantes, en general, declaran valorar las culturas quechua y aymara: se rescatan valores como la laboriosidad, la reciprocidad y el conocimiento y manejo del difícil entorno geográfico andino. Esta valoración coexiste con ansias de pro-greso y de superación de la situación de mar-ginación económica y simbólica de la región. El progreso, la modernidad y la integración, en la sociedad peruana, sin embargo, parecen definirse de una manera incompatible con las culturas originarias. Estas son identificadas con el pasado, porque se les considera ya sea aniquiladas o estáticas a partir de la conquista. La mayoría de testimonios de los informantes valoran lo andino y a su vez lo consideran par-te del pasado. Por ello, las percepciones de los informantes parecen atravesadas por las ansie-dades que surgen de convivencia de la urgencia de superación con la necesidad de mantener y valorar las culturas e identidades quechua y aymara. La gran pregunta que se desprende de los testimonios recogidos es cómo progresar social y económicamente sin perder las cultu-ras e identidades andinas, o cómo abrazar lo considerado universal sin dejar de lado los va-lores locales.

El dilema existe debido a la situación de subalternización histórica de las culturas que-chua y aymara. El poder (político, económico y simbólico) y el prestigio social está alejado de lo considerado indígena. Por lo mismo, exis-ten pocas imágenes de identificación positiva de dichas culturas que estén vinculadas a su

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valor actual y no al pasado. La pregunta que se desprende es cómo construir identificaciones positivas y actuales de tales culturas en un con-texto concreto de subalternidad.

Es este dilema el que se expresa, una vez más, en la valoración de las lenguas quechua y aymara. Al enunciar que valoran positivamen-te esas lenguas, los informantes expresan su alta estima hacia un elemento que es parte im-portante de su bagaje cultural y marcador prin-cipal de su identidad. Al mismo tiempo, los testimonios transmiten la percepción de que esos idiomas, por si solos no constituyen un vehículo para alcanzar la prosperidad personal y la integración regional para con el resto del país. La afirmación de que las culturas y len-guas andinas deben preservarse porque “son nuestras”, acompañada del sentir que se debe hablar castellano e inclusive inglés manifiesta la necesidad de alcanzar un equilibrio entre la identidad personal y local y los requerimientos que impone la subalternización de esas cultu-

ras y lenguas. Es tal subalternización (margi-nación y discriminación estructural y cotidia-na) la que hace que el equilibrio sea difícil de conseguir.

La escuela es un espacio particularmente interesante en el que se expresan estos dilemas. La educación es percibida como un vehículo de superación y de adquisición de la ciudada-nía personal, familiar, grupal e inclusive nacio-nal. Lo que se requiere es encontrar maneras para que ese deseo de progreso coexista con el fomento de los saberes culturales subalter-nizados y de una atmósfera intercultural que fomente el respeto de las diferencias culturales y de identidad, para, así contribuir al desarrollo reconciliado de los educandos. Los profeso-res entrevistados, en muchos casos, demues-tran ser conscientes de las dinámicas culturales presentes en la escuela. Se requiere desarrollar estrategias concretas para que la diversidad sea una fuente de riqueza en el aula y en los pro-pios estudiantes.

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Los cuatro países en donde se realizó este estudio comparten una serie de características históricas y sociales. En primer lugar, los cua-tro países cuentan con poblaciones indígenas de gran peso demográfico, mayoritariamente rurales y campesinas, y que vive en condicio-nes de marginación social y económica. Estas poblaciones indígenas han estado al margen de los centros de poder político, económico y cul-tural y han sido objeto de continuos intentos de transformación cultural llevados a cabo por sus estados nacionales. Como señala el Marco Con-ceptual de este proyecto, los estados naciona-les postcoloniales han actuado guiados por un impulso homogenizador y etnocida intentando crear culturas nacionales sincréticas, opuestas a las particularidades culturales y a las solidarida-des étnicas, y basadas en lo que se consideraba la cultura “universal”. El sistema educativo ha cumplido un rol primordial en estos intentos etnocidas.

Se trata de países diversos –pluriétnicos, o multiculturales— atravesados históricamente por brechas económicas y políticas, pero tam-bién culturales, lingüísticas y de discriminación racial, que han negado a sus poblaciones los derechos de igualdad, respeto a la diferencia cultural y que han minado sus posibilidades de integración reconciliada.

En los cuatro países estudiados se han venido operando cambios recientes en sus mar-cos legales que constituyen un avance en cuan-to a la lucha contra la discriminación y el reco-nocimiento de la diversidad cultural. Mientras que la Constitución Política de la República del Ecuador, de 1998, declara al Estado ecuatoria-no como “plurinacional”, reconociendo a todas las lenguas indígenas como “oficiales”, en Gua-temala se ha instituido la Secretaría Presidencial contra el racismo, y la discriminación étnica ha sido declarada un delito. En Bolivia, la Cons-

Ensayo analítico del trabajo de campo: Percepciones y discursos sobre etnicidad y racismo

en Bolivia, Ecuador, Guatemala y Perú

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titución Política establece el carácter multicul-tural y plurilingüe del país y la Ley de Reforma Educativa de 1994 establece que la Educación Intercultural Bilingüe es una política de Estado. En Perú se ha aprobado una ley en contra de la discriminación, y su Constitución Política tam-bién reconoce la diversidad cultural del país.

Estos avances a nivel legal no han logra-do, sin embargo, plasmarse en un cambio en las condiciones de marginación y discrimina-ción de las mayorías de los cuatro países, sien-do aún cambios formales de difícil implemen-tación práctica. De otro lado, muchos de esos cambios legales se deben en parte a la presión ejercida por los propios pueblos indígenas, es-pecialmente de Ecuador, Bolivia y Guatemala, países en donde los movimientos indígenas han logrado convertirse en actores sociales y políti-cos con un peso sin precedentes. Como vere-mos en adelante, las diferencias fundamentales entre los países en donde se realizó este estu-dio se vinculan a la creciente influencia de los movimientos indígenas en las arenas políticas y culturales de esos países; son los movimientos indígenas quienes van logrando, no sin contra-dicciones y obstáculos, redefinir las percepcio-nes sobre las poblaciones indígenas y, con ello, ir cambiando las dinámicas de identificación y el establecimiento de fronteras.

Encontramos que los temas de identidad étnica atraviesan las relaciones sociales en los cuatro países en los que se realizó el estudio. Los profundos cambios sociales que se vienen operando a escala mundial y que impactan las sociedades estudiadas a niveles macro sociales y locales hacen que el tema de la identidad sea relevante no solo a nivel social y grupal, sino también personal; los imperativos culturales, económicos y sociales del mundo contempo-ráneo hacen cada vez más difícil ubicarse so-cialmente mediante la utilización de etiquetas étnicas rígidas que connotan aislamiento cultu-ral e identificatorio: cada vez parece más difícil atribuir etiquetas que nos definan enteramente. Al mismo tiempo que los cambios producen cierta incertidumbre étnica, exigen reflexionar acerca de la convivencia e interrelación de ver-tientes culturales diferentes, tanto para crear una atmósfera social de respeto y unidad, sino también para forjar sujetos reconciliados con su propia diversidad cultural.

Encontramos también que nuestras so-ciedades continúan atravesadas por desigual-dades no solamente económicas, sino también

culturales y de identificación étnica, así como por un marcado racismo hacia lo considerado indígena. Este rasgo fundamental de nuestras sociedades constituye la piedra angular que im-pide la integración de nuestras naciones.

Reflexiones sobre identidad étnica

Nuestros trabajos de campo muestran que existen etiquetas étnicas construidas his-tóricamente y que pretenden dar cuenta de las diferencias culturales y de identificación de ma-nera comprensiva. Pero las etiquetas varían de acuerdo a quien haga la clasificación: mientras que los indígenas del Quiché, en Guatemala, establecen diferencias entre kiches, kaqchique-les, ixiles, sakapultekos y uspantenkos, para una persona autodenominada “ladina”, toda esta variedad cultural y étnica está agrupada en la etiqueta “indígena”. Esto es así porque, como mencionamos en el marco teórico de esta in-vestigación, la etnicidad está vinculada a la ma-nera en que establecemos un sentido de “no-sotros”: mientras que los pobladores indígenas del Quiché construyen nociones de pertenencia que distinguen variaciones culturales y lingüís-ticas entre todos esos grupos, los ladinos, a su vez, han construido una noción de pertenencia que los separa de todos los grupos indígenas por igual. Estas nociones son variables: los pueblos kiches, kaqchiqueles, ixiles, sakapulte-kos y uspantenkos también han construido la noción de “pueblos originarios” para agrupar-se entre sí y, mediante esa construcción de un sentido de pertenencia más amplio, luchar por sus derechos como conjunto ante la sociedad guatemalteca. Desde la ciudad de Puno, Perú, se identifica a toda la provincia de Azángaro como “quechua”, mientras que en la ciudad de Azángaro, los entrevistados señalaban que “quechuas” eran solamente quienes vivían en, o provenían de, las zonas rurales de la provin-cia. En las zonas rurales de Azángaro, a su vez, los pobladores distinguen entre quienes son “quechuas” y quienes son “hispanohablantes”, lo cual pone en relieve el carácter situacional de las categorías étnicas: ellas no aluden a natura-lezas estables, sino a situaciones concretas en diferentes interrelaciones sociales.

Los cambios culturales a los que hacía-mos mención anteriormente complejizan la situación, puesto que inclusive las zonas más remotas en donde realizamos este estudio están expuestas a influencias culturales diversas, en

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particular, resultado de los medios de comuni-cación, la interacción con la sociedad nacional, y las migraciones del campo a la ciudad. De esa manera, las influencias culturales son diversas, haciéndose imposible hablar de la existencia de culturas “puras”.1 La interacción cultural, hay que anotar, no se da en condiciones de igual-dad: las vertientes culturales indígenas han es-tado en una situación de subalternización tanto en tiempos coloniales como postcoloniales, la cual les ha impedido cualquier posibilidad de desarrollo autónomo. Por lo mismo, las etique-tas de identificación indígenas han estado en cuestión: la marginación y discriminación de lo indígena hace que las formas culturales conside-radas como tales sean reformuladas y en casos abandonadas en interacción con lo considerado “nacional” u “occidental”. De esta manera, las etiquetas “quechua”, “aymara”, “kiche”, o in-clusive “indígena”, no hacen referencia, nece-sariamente, a un conjunto homogéneo cultural y lingüístico. Además de esconder realidades culturales diversas, en muchos casos, las etique-tas vienen siendo abandonadas por pobladores a los que aparentemente aluden. En algunos casos, lo indígena se pierde culturalmente, pero subsiste como categoría de identificación, com-plejizándose sus significados, en otros se pierde también como identidad.

Las etiquetas étnicas, por lo mismo, pa-recen haber perdido su capacidad de dar cuenta de realidades globales: se puede ser un kichwa ecuatoriano, o aymara boliviano y estar cultu-ralmente “integrado” a las sociedades y cultu-ras nacionales del Ecuador o Bolivia –ejercien-do profesiones “liberales”, por ejemplo—, así como se puede provenir de un sector quechua en Perú y no hablar el idioma quechua y sentir-se culturalmente “hispanohablante”. En algu-nos sectores donde se realizó el trabajo de cam-po, especialmente en Ecuador, pero también en Guatemala y, en menor medida, en Bolivia, los movimientos indígenas vienen rescatando contenidos culturales indígenas, revalorándolos y rescatando las etiquetas de identificación in-dígenas. Mientras que ésto viene recreando y reforzando esas etiquetas de identificación ante las sociedades nacionales, al mismo tiempo pone en relieve la situación de subalternización a la que son objeto: la amenaza de pérdida cul-tural está siempre presente. La “revitalización étnica” producida por el fortalecimiento de

movimientos indígenas en esos países tampo-co implica una vuelta al pasado prehispánico: los imperativos de desarrollo e integración al “mundo moderno” están siempre presentes y plantean retos sobre qué es ser indígena.

Esta encrucijada está presente en todos los países: las etiquetas de identificación son menos estables y menos comprensivas. Así, en Puno, Perú, encontramos que para algunos entrevistados es difícil utilizar las categorías de “quechua”, “aymara” o “hispanohablante” para autodenominarse. Un entrevistado, por ejem-plo, puede sentir que proviene de una familia culturalmente “aymara”, pero que, por su pro-pia historia de vida es culturalmente “hispano”. Una joven de Quiché, en Guatemala puede ya no hablar kiché y haber dejado el traje indígena y, en ese tránsito, “ladinizarse”, mientras que puede ser tratado en algunas circunstancias como “indita”. En la ciudad de Potosí, Bolivia, la situación de cambio cultural hace que sea “difícil de establecer fronteras entre indígenas y no indígenas”2, mientras que profesionales “modernos” en Guatemala y Ecuador pueden reinvindicar su carácter de “indígena” aunque no hablen idiomas indígenas y estén integrados cultural, social y económicamente a la sociedad nacional. Todas estas situaciones indican que las etiquetas son complejas y de contenidos di-versos: pueden aludir a bagajes culturales, o a categorías de identificación.

Establecimiento de fronteras

Mientras que es difícil establecer quién es quién, los estereotipos que están adheridos a las etiquetas étnicas son bastante más rígidos y muestran que lo indígena sigue siendo conside-rado mayormente inferior. En los cuatro países existen concepciones históricamente estableci-das sobre cómo son los “indígenas”: desasea-dos, rurales, haraganes, menos inteligentes, etc. En general, lo indígena está simbólicamente vinculado al pasado y se le ve como incompati-ble con el mundo moderno, con el progreso y el desarrollo. Estas percepciones guían las actitu-des hacia lo indígena y se expresan en maltratos y discriminación en las interacciones sociales, tanto a nivel macro como cotidianas. Hay que señalar, sin embargo, que estas percepciones y actitudes no solamente se dirigen desde los sec-

1 Las culturas “puras”, sin embargo, nunca han existido, pues las interacciones culturales son parte intrínseca de la historia de la humanidad.2 Informe de Bolivia.

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tores “mestizos”, “ladinos”, o “blancos” hacia los sectores “indígenas”. De un lado, existe una discriminación estructural que guía el funciona-miento de los estados nacionales de los cuatro países estudiados. De otro, la discriminación se da hacia “lo indígena” en general, proviniendo también de sectores de procedencia indígena y de cercanía a lo indígena. Esto es particu-larmente cierto en situaciones en las que el cambio cultural hace que diversas personas se encuentren “en proceso” de desindigenización y que reproducen percepciones desvalorativas de lo indígena. En algunos casos, personas que se consideran a sí mismas “indígenas” han internalizado estas percepciones desvalorati-vas sobre ellos mismos. Para complejizar las cosas, existen concepciones arraigadas sobre diferentes sectores considerados indígenas: las percepciones acerca de los aymaras en Puno o Bolivia, por ejemplo, difieren radicalmente de las percepciones acerca de los quechuas, esta-bleciendo diferenciaciones radicales entre unos y otros. En algunos casos, estas distinciones se consideran basadas en una naturaleza diferen-te y utilizan por ello un lenguaje racialista, en otros, están basadas en consideraciones cultu-rales que se suponen rígidas en inmutables.

Si bien en todos los ámbitos hemos en-contrado prejuicios negativos sobre las pobla-ciones indígenas, también hemos encontrado discursos positivos sobre las culturas indígenas: estos resaltan su pasado prehispánico, o carac-terísticas culturales como la organización y el espíritu de cooperación, el manejo de la natu-raleza y la producción agrícola. Estas valora-ciones, sin embargo, muchas veces constituyen declaraciones generales que coexisten con los prejuicios antes mencionados. El problema fundamental es que las formas culturales indí-genas siguen siendo consideradas como parte del pasado, tanto para quienes desean su des-aparición como para muchos de quienes de-fienden su valor histórico.

Los movimientos indígenas a los que hemos hecho mención vienen enfrentando los arraigados prejuicios en contra de lo indí-gena. En algunos casos, se vienen generando cambios significativos en la mentalidad, com-portamiento y discursos sobre los indígenas, pero el cambio cultural es lento y muchas veces superficial. Algunos testimonios recogidos en lugares donde los movimientos indígenas han ido logrando mayores logros, como en Gua-randa, Ecuador, subsiste una minimización de lo indígena. En otros casos, la fuerza de estos

movimientos vienen radicalizando los discur-sos anti-indígenas, en una clara manifestación de temor a sus avances.

Conflictos

Hemos Encontrado múltiples conflic-tos derivados de la situación de subalterniza-ción de las poblaciones indígenas. Ya hemos mencionado las percepciones negativas sobre lo indígena en los cuatro países en los que se realizó el estudio. En todos los ámbitos en-contramos estereotipos racistas, burlas y malos tratos, así como vergüenza, sentimientos de minusvalía o de rebeldía entre quienes sufren de discriminación. Muchas de las situaciones narradas aluden a malos tratos en dependencias del Estado, lo cual subraya la marginación de lo indígena de parte de la sociedad nacional. En otros casos, las discriminaciones y maltratos se dan en interacciones cotidianas, muchas veces de manera sutil en inclusive paternalista y hasta “diplomática”. El mundo laboral es frecuente-mente aludido como un ámbito en el que se da discriminación.

También hemos notado la mayor discri-minación hacia las mujeres indígenas, sobre quie-nes recaen, potenciándose, prejuicios racistas y etnocéntricos, con concepciones de género.

Los informantes de todos los países han compartido situaciones de maltrato y desprecio cotidiano. Pero este maltrato no sólo provie-ne de poblaciones sin ningún bagaje indígena. Como anotábamos anteriormente, personas que tienen rasgos físicos que podrían conside-rarse indígenas, o que comparten características culturales indígenas también muestran racistas y etnocentristas frente a lo indígena.

Estos fuertes prejuicios hacen que mu-chas personas sientan vergüenza en relación con sus rasgos físicos o culturales. La vergüen-za ha sido la expresión de conflicto más encon-trada en nuestro estudio. Siempre referida en tercera persona, la vergüenza hace que muchas personas intenten presentarse como no indíge-nas, ocultando sus rasgos físicos, o haciendo un esfuerzo para no revelar, por ejemplo, un acen-to o interferencia lingüística que delate proce-dencia indígena. La vergüenza, producto de la marginación y discriminación, tiene como co-rrelato el hecho de que muchos padres de fami-lia prefieran que sus hijos no hablen las lenguas indígenas, o que pongan a sus hijos nombres

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hispanos o anglos para que no sean maltrata-dos. Un alumno de una escuela del Quiché se-ñalaba que “tengo una amiga indígena pero ya no habla el idioma kiché, simplemente porque le dejaron de enseñarle en su casa porque se avergüenzan o porque ellos ya no lo quisieron aprender”. En el caso de Guatemala, país que sufriera una cruenta guerra civil con rasgos de genocidio étnico, muchos jóvenes han dejado de asumir características culturales que los dis-tinguen como indígenas.

Otro de los conflictos que recogimos en el estudio fue el recelo y la desconfianza que se da entre personas de diferente bagaje cultural. Este es el caso de Puno, en donde subsisten recelos entre quienes se consideran “quechuas” y quie-nes se denominan “aymaras”. También el caso en Ecuador, en donde hemos apreciado que per-sonas que se asumen como distintas tienden a formar grupos separados en espacios públicos que debieran ser menos conflictivos, como la es-cuela. Finalmente, también hemos encontrado actitudes racistas y de resentimiento de parte de indígenas en contra de mestizos y ladinos. Los aspectos raciales y étnicos siguen constituyéndo-se en una barrera que separa a pobladores que muchas veces comparten espacios.

Valoración de culturas y lenguas indígenas

Como señalamos anteriormente, existen arraigados prejuicios en contra de lo indígena. Ellos coexisten con discursos valorativos de lo

indígena, pero mayormente vinculados al pasa-do: los rasgos culturales indígenas parecen no ser tan apreciados por su valor intrínseco e in-clusive práctico, sino que es considerado un re-zago de un pasado aún no superado. En Puno, Perú, esto se traduce en discursos valorativos sobre el imperio de los Incas. En Guatemala, hemos encontrado testimonios que vinculan lo indígena con “gente antigua”, como si lo indí-gena fuera más aceptable para las generaciones mayores, pero no para los jóvenes.

Existe también un deseo de reivindicar las culturas originarias. Una especie de resis-tencia ante los impulsos homogenizadores del Estado y de la modernidad. En Bolivia tam-bién se han encontrado referencias valorativas sobre el pasado prehispánico, así como su con-traposición a un presente más bien sombrío. El pasado lejano aparece como más deseable que el presente o que el pasado más cercano de hu-millación y explotación.

Estos discursos que vinculan lo indígena como parte del pasado –ya sea como un pasado que no termina de esfumarse, o como de un pasado que no debería irse— apuntan hacia la encrucijada cultural que caracteriza a nuestros países: por un lado se quiere reivindicar lo in-dígena como parte de “lo nuestro”, por otro, se desea trascender las situaciones de margina-ción y pobreza que imperan en nuestros países y, especialmente entre las poblaciones indíge-nas. Para algunos, lo indígena aparece como in-compatible con el progreso y lo moderno, para otros, el reto consiste en tratar de preservar al-

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gunos valores y prácticas culturales indígenas, abriéndose y adaptándose a nuevas tecnologías y pensamientos “modernos”. En ambos ca-sos lo indígena queda expulsado del presente. Pero, además, la urgencia de compatibilizar la identidad con los imperativos del progreso y la superación de la marginación parece generar angustias de difícil resolución. Tal vez por ello aparezcan algunas voces que plantean la vuelta a un estado primordial anterior al contacto con occidente: resulta más cómodo imaginarse una vuelta a un pasado imaginado como glorioso que enfrentar los difíciles retos que enfrenta lo indígena en la actualidad.

También hemos constatado que lo in-dígena es valorado por cuanto se considera lo “verdaderamente” propio. Una y otra vez, los informantes han repetido que las culturas indígenas son “auténticamente” nacionales o, simplemente, “son nuestras”. Estas expresio-nes buscan contraponerse a lo que se percibe como una penetración foránea amenazante que va desintegrando formas de vida e identidades legítimas. A su vez, buscan oponerse a la incer-tidumbre producida por los cambios culturales y sociales de nuestros días. Esta postura, sin embargo, es muchas veces declarativa. En al-gunos casos, “lo nuestro”, o lo “auténticamen-te nuestro” es imaginado como estático, como una pieza de museo que se preserva inalterada: algunos informantes en Puno, por ejemplo, ar-gumentaron que era importante preservar las culturas andinas “para fomentar el turismo” o las vinculan únicamente a los restos arqueológi-cos prehispánicos. En otros casos, la necesidad de preservar lo “nuestro” muestra la dificultad de encontrar un balance entre la identidad y los cambios sociales y culturales.

Significativamente, existe también un discurso que vincula lo “hispano”, “mestizo” o “ladino” con la falta total de identidad o cultu-ra. En Guatemala un entrevistado declaró que ser ladino era carecer de una cultura “al menos soy indio pero no soy mestizo”.

Lo que ocurre con las lenguas indígenas es similar. Los países donde se desarrolló este estudio tienen una tremenda diversidad lingüís-tica. Al mismo tiempo, los estados nacionales constantemente han atacado el uso de las len-guas indígenas, las cuales no han formado parte de su funcionamiento administrativo. Aunque en todos nuestros países las lenguas indígenas han sido declaradas oficiales, las instituciones del estado y el sistema educativo han seguido fun-

cionando abrumadoramente en castellano. Una de las situaciones más comúnmente encontradas en nuestro trabajo ha sido la discriminación en entidades del Estado hacia quienes no hablan “bien” el castellano. La expansión de la educa-ción formal y el avance de los medios masivos de comunicación –los cuales también, en su mayo-ría utilizan el castellano— hacen crecientemente difícil la reproducción de las lenguas indígenas: el avance del castellano se ha hecho más pronun-ciado en las últimas décadas.

A pesar de ese retroceso, o tal vez a causa de él, los entrevistados declararon valorar las len-guas indígenas. El argumento de que “son nues-tras” también muestra el deseo de conservar una identidad básica aunque se admita que también se debe abrazar aspectos considerados “modernos” para poder subsistir en la actualidad. En cuanto a los idiomas, por ejemplo, se declara valorar las lenguas indígenas, al tiempo que se reconoce que se debe manejar el castellano apropiadamente para trascender la marginación. Así, por ejemplo una entrevistada en Quiché, Guatemala señaló que “es mejor hablar nuestro dialecto pero el principal es el español”.

En algunos casos, hemos encontrado que algunos entrevistados prefieren que sus hijos hablen el español. Una entrevistada en Quiché consideraba que “cuando nosotros sali-mos de la capital sufrimos por no saber hablar el español. Por eso a nuestros hijos tienen que entender bien el español, para que no sufran cuando vayan en cualquier lugar”. Los entre-vistados son conscientes que el hablar sólo una lengua indígena no es suficiente para desenvol-verse adecuadamente en su sociedad. La situa-ción de discriminación estructural hacia lo in-dígena, mencionada anteriormente, se expresa en la exclusión de las lenguas indígenas del fun-cionamiento cotidiano del estado y la sociedad nacional. Por lo mismo, muchos entrevistados sienten que el español es una herramienta indis-pensable para desenvolverse.

Las lenguas indígenas son valoradas y se reconoce en ellas un elemento cultural funda-mental. Sin embargo, para muchos vienen con-virtiéndose en lenguas de menor importancia que el español. Siendo uno de los elementos de diferenciación cultural, encontramos en todos los lugares donde se realizó este trabajo que muchas personas sienten vergüenza de hablar en su lengua. Muchas situaciones de discrimi-nación hacen referencia a no hablar el español de manera socialmente “aceptable”, ya sea con

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acento que delata una lengua materna indígena, o con interferencia lingüística.

La escuela

La escuela es percibida como un vehícu-lo de progreso tanto a nivel personal, como de los países en general. También se supone un vehículo de democratización social que otorga a todos las herramientas para forjarse su des-tino individualmente. En nuestros países, las marcadas brechas entre las escuelas privadas y públicas son testimonio de que este ideal de-mocratizador es poco más que una ilusión. La educación formal, sin embargo, sigue siendo una aspiración para la inmensa mayoría de la población. Pero la escuela en nuestros países ha sido también la herramienta principal de ho-mogenización cultural, e históricamente ha sido el vehículo etnocida de los estados nacionales en su búsqueda de forjar sociedades “integra-das”. Por lo mismo, la educación formal se ha dado, en su inmensa mayoría, en castellano, y los contenidos transmitidos han sido supuesta-mente “universales”.

Los resultados de esta investigación apun-tan a que las escuelas también constituyen esce-narios culturales con dimensiones cognitivas, afectivas y actitudinales en los que autoridades escolares y alumnos cotidianamente (re)crean y establecen rutinas, códigos y normas -explícitas o implícitas- que gobiernan sus relaciones. En otras palabras, las escuelas son microcosmos en los que se reproducen contenidos culturales de la sociedad en general. En esos escenarios culturales, de acuerdo a los datos obtenidos, se dan varias dinámicas importantes. De un lado, comprobamos que los contenidos que trans-mite la escuela en su mayor parte son ajenos a las realidades culturales de las zonas en las que se realizó este estudio. De otro, las escue-las albergan a alumnos de diversa procedencia o de diverso nivel de adaptación al castellano y a lo “occidental”. En tercer lugar, la escuela es un escenario en donde se dan diversos tipos de discriminación y maltrato, especialmente a alumnos que son considerados “indígenas”. Por último, comprobamos que la escuela, en términos generales, descuida la dimensión in-tercultural, tanto en relación con la sociedad en general, como en relación a la diversidad cultu-ral en la propia aula.

Las escuelas en las zonas estudiadas son ámbitos multiculturales, ya sea porque a ellas

asisten alumnos de diversas matrices culturales, o porque unos alumnos están más adaptados al castellano y a lo “occidental” que otros. Esta diversidad no es tratada conscientemente por la escuela, pero si redunda en expresiones de des-precio, marginación y maltrato entre compañe-ros. Estas expresiones a veces son abiertamente racistas, otras veces son burlas sutiles, o median-te sobrenombres que, de manera lúdica, hacen referencia a rasgos físicos o culturales indígenas. En algunos casos, los alumnos o los padres de familia han denunciado que los propios profeso-res discriminan entre sus alumnos, perjudicando a quienes son identificados como indígenas.

Los profesores reconocen que las aulas presentan diversidad cultural. En algunos casos, distinguen entre los alumnos “más tímidos”, o quienes llegan al colegio “asustados” al no ma-nejar el castellano o encontrarse en un ambien-te desconocido. Los profesores declaran que intentan “acoger con cariño” a esos alumnos, por ejemplo, hablándoles algunas palabras en su idioma nativo. Lamentablemente, estas si-tuaciones no son abordadas institucionalmente, pues no están previstas en planes pedagógicos. De esta manera, el objetivo de los profesores en estos casos es que el alumno se adapte: la responsabilidad entera está en él, y no en que la escuela se adapte la realidad de sus alumnos.

Las escuelas en las zonas donde se desa-rrolló este estudio no tienen herramientas para la revaloración de las culturas indígenas. Los contenidos educativos continúan siendo elabo-rados con otros modelos culturales en mente, y los profesores en muchos casos hacen grandes esfuerzos para “adaptarlos” a sus localidades. La existencia de estos esfuerzos no significa que hayan estrategias de los planteles y de las autoridades educativas en su conjunto.

Pero es en la interculturalidad en donde hay mayores vacíos. Si bien existe mayor con-ciencia de la necesidad de que la educación sea bilingüe y que los contenidos educativos deben adecuarse a las particularidades de diferentes áreas, inclusive revalorando las culturas indíge-nas, aún no hay avances significativos en el área de la interculturalidad. La diversidad cultural es una realidad en las propias aulas, pero la es-cuela tiende a hacer caso omiso a esa diversi-dad. De los testimonios de los maestros parece desprenderse que a veces ellos abordan el tema de manera informal, pero no existen estrategias para hacerlo de manera sistemática y universal. El hecho de que no existan estas estrategias

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también contribuye a la presencia de maltratos, discriminación y burlas referidas a la diferencia cultural en el ámbito de la escuela.

El caso del Ecuador es probablemente el más excepcional de los ámbitos de este estudio: allí se ha creado el Sistema de Educación Inter-cultural Bilingüe, constituyéndose en un tipo de escuela paralelo al Sistema de Educación His-pana. En estas escuelas del sistema bilingüe, de acuerdo con los datos obtenidos por este estu-dio, hay mayores posibilidades de revaloración de las culturas indígenas y de la diversidad cul-tural. Lamentablemente, este esfuerzo debe ser una política general de la educación nacional, ya que la interculturalidad compete a todos.

Lineamientos

Teniendo en cuenta los resultados de esta investigación, proponemos la construcción de una escuela que valore la interculturalidad a nivel grupal e individual, es decir, que los procesos de socialización que tienen lugar en el ámbito esco-lar impulsen el desarrollo de los valores básicos de libertad, tolerancia, solidaridad, autonomía, afectividad y respeto a uno mismo y al otro en ambos niveles. Para ello, creemos que el primer paso que debe darse es reconocer la necesidad de que los temas de la diversidad cultural y étnica sean discutidos por las autoridades vinculadas a la educación. Se requiere de una toma de con-ciencia de que la escuela no sólo es un ámbito de transmisión de “conocimientos” sino tam-bién de valores y, por lo tanto, una herramienta para la formación de sociedades reconciliadas en la diferencia. La toma de conciencia implica entender que las culturas indígenas son valiosas no sólo por su carácter ancestral, sino también por su valor actual como medios válidos de co-nocer, sentir, y actuar en el mundo. Debemos remarcar que “la cultura” no es un inevitable re-zago del pasado, sino que va cambiando y refor-mulándose de acuerdo a las condiciones en las que se desarrolla. Esto implica entender que no existen culturas estáticas: las culturas siempre están en constante construcción, adaptándose a nuevas circunstancias. Uno de los aspectos constatados por esta investigación es la vincu-lación que se establece entre las culturas indí-genas y el pasado. Se mantiene la idea de que esas culturas son similares a piezas de museo y no parte de la vida cotidiana de personas con-cretas y actuales. Por ello, se debe enfatizar en la actualidad de las culturas, su carácter práctico y cotidiano –no “folklórico”.

De otro lado, se debe reflexionar sobre las situaciones de cambio cultural. Este estudio ha constatado que en nuestras sociedades se van efectuando cambios culturales y sociales pro-fundos a partir de procesos migratorios, la ur-banización y el influjo de los medios masivos de comunicación. Esto produce diferencias cultu-rales aun en el ámbito intrafamiliar. Por lo mis-mo, las identidades étnicas van variando, siendo más de carácter fronterizo y “en proceso”. La escuela debe contribuir a que esos procesos no signifiquen la pérdida de una identidad cultural y la adquisición de una nueva. Se debe dejar atrás las concepciones duales estáticas según las cuales uno es parte de una cultura u otra, para reconocer nuestra pluralidad a nivel personal como una herramienta que nos permite desen-volvernos de manera efectiva en distintos ámbi-tos y situaciones, tal como el manejo de varias lenguas posibilita una mejor comunicación.

Además, se debe tomar en cuenta la di-versidad cultural a nivel regional, nacional y mundial para aprender a valorar culturas dife-rentes a la propia. Se debe fomentar la noción de que todas estas prácticas y saberes culturales son formas legítimas y nacionales de ser, para fomentar la noción de pluralidad. A esto se le debe añadir la diversidad cultural a niveles re-gionales y locales, pero también a nivel de las propias aulas y a nivel personal. Las escuelas y las aulas son escenarios donde convergen per-sonas diferentes y se debe respetar esas diferen-cias. Cada persona, por su parte, es una síntesis de elementos culturales de distintas vertientes. Debemos tomar conciencia de que cada indi-viduo es en si mismo intercultural. Además, se debe reconocer las distintas identidades exis-tentes a nivel nacional, regional, local y de plan-tel educativo. Es decir, de cómo se establecen criterios de pertenencia que establecen diferen-cias entre “nosotros” y “los otros” de manera continua. A este entendimiento debe seguir-le el entendimiento de que cada persona tiene múltiples maneras de identificarse individual y colectivamente, es decir, que la identidad tiene un carácter plural.

Al mismo tiempo, se debe ventilar la existencia de prejuicios y discriminación, tanto étnicos como raciales. Se trata de reconocer qué percepciones tenemos acerca de los otros y de nosotros mismos, y de reconocer que se tra-ta de concepciones e imágenes que deforman nuestra manera de relacionarnos con los demás y con nosotros mismos. Reconocer nuestras percepciones implica reconocer su carácter ar-

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bitrario y generalizador y que determinan jui-cios a priori sobre los demás, impidiendo la comunicación efectiva. Las autoridades deben tomar conciencia de cómo los prejuicios y la discriminación se manifiestan en la sociedad en general y en los propios planteles.

A este proceso de reflexión de las au-toridades educativas debe seguir un trabajo de reflexión con maestros y centros de formación de docentes para elaborar estrategias de trata-miento de esos temas en las escuelas. Creemos que estos procesos de reflexión deben realizarse a niveles locales, tomando en cuenta las parti-cularidades de cada escenario local y escolar. Proponemos talleres vivenciales en los que los propios maestros vayan tomando en cuenta es-tos temas a partir de su propia realidad. Los propios maestros son variados culturalmente y los talleres pueden servir para que reflexionen sobre la relevancia de estos temas en sus propias vidas. De lo que se trata es de empezar una la-bor de sensibilización para que el tema se vuelva relevante para la vida cotidiana en las escuelas.

Creemos que se debe conocer las particu-laridades culturales de cada plantel y cada aula. Los contextos educativos no son todos iguales y el tratamiento de estos temas debe variar en cada contexto. Los maestros deben ser espe-cialmente sensibles en cuanto a la diversidad cultural en sus aulas y en relación con las situa-ciones de marginación y discriminación que su-cedan en ellas. En muchos casos, nuestro estu-dio ha constatado que la escuela funciona como si la diversidad cultural y la discriminación no existieran. En casos, sólo se le toma en cuenta cuando existen alumnos con dificultades para el aprendizaje derivadas de su escaso dominio del castellano. Creemos que este no es el único caso de diversidad cultural que merece atención y que el objetivo no debe ser, simplemente, que el alumno se “adapte” al contexto educativo im-perante, dejando atrás su “timidez”.

Estos temas no sólo deben formar parte de los contenidos curriculares como materias en sí mismas. Las autoridades educativas deben de-sarrollar estrategias cotidianas para abordarlos y, además, para resolver las situaciones de discri-minación que se manifiesten en el plantel. No se trata de pensar en castigos, sino de fomentar una atmósfera de respeto que redunde en mejo-res posibilidades de integración entre los alum-nos y en mejores procesos de aprendizaje.

El tratamiento de muchos de estos te-mas puede insertarse de manera eficiente en los cursos que actualmente son ofrecidos en las es-cuelas. Pero los valores y conocimientos que deseamos transmitir no pueden reproducir un modelo de enseñanza en el que el maestro o la maestra “dicten” o diserten sobre ellos. Estos temas son importantes porque forman parte de nuestras vidas cotidianas. Y todos tenemos algo que aprender de las vivencias de los demás. Por lo mismo, se deben formular estrategias partici-pativas en las que las experiencias de los alumnos sean tomadas en cuenta. Las historias personales y familiares de los propios alumnos deben ser compartidas y valoradas en el contexto escolar. El aprendizaje significativo sobre estos temas se dará a partir de estrategias vivenciales y de la constatación de que el diálogo, la interrelación y la cooperación son posibles y que, además, ge-neran confianza mutua y autoestima..

Estas estrategias a nivel local deben estar acompañadas, sin embargo, de esfuerzos que impulsen cambios a nivel nacional. La discrimi-nación, como hemos señalado, está presente en el propio funcionamiento del Estado y marca las relaciones sociales a todo nivel. Creemos que se debe empezar a discutir los temas de la diversidad cultural, la identidad, el racismo y la educación in-tercultural a nivel nacional para empezar un pro-ceso de reformulación crítica de los contenidos educativos que actualmente se transmiten, pres-tando especial atención a los textos escolares.

De otro lado, se debe empezar a pensar en estrategias para impactar en otros ámbitos don-de se reproduce y fomenta la intolerancia, y las percepciones estereotipadas, en particular, en los medios de comunicación. El impacto de éstos no puede subestimarse, y todo cambio cultural requiere de una transformación de los conteni-dos que ellos transmiten. Por ello, creemos que el proceso de reflexión sobre estos temas debe incluir a más actores de la sociedad civil que ejer-zan presión sobre los medios, atacando especial-mente la presentación de estereotipos y fomen-tando ellos mismos la discusión de estos temas.

El objetivo de efectuar cambios cultura-les no rendirá frutos inmediatos. Se enfrentará a percepciones y dinámicas hondamente enrai-zadas, así como a resistencias poderosas. A pe-sar de lo difícil de los retos, y de encontrarnos a inicios del proceso de reflexión al respecto, creemos que se trata de temas ineludibles para mejorar la educación y para fomentar una so-ciedad más justa y dialogante.

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