Índice - cobelediciones.com · 11 7 vicios - 7 virtudes de entrada porque dios humilló a los...

De entrada ......................................................... 11

Soberbia - Humildad .......................................... 33Avaricia - Largueza .............................................. 53Lujuria - Castidad ................................................ 71Ira - Paciencia ...................................................... 85Gula - Templanza................................................. 105Envidia - Caridad ................................................. 119Pereza - Diligencia ............................................... 135

De salida ............................................................. 147

ÍNDICE

solosomoshombres.indd 7 12/05/11 11:20

117 VICIOS - 7 VIRTUDES

De entrada

Porque Dios humilló a los impíos y salva a los hu-mildes, el profeta Sofonías nos tiene advertido de cómo la mano de Yahveh iba a volverse contra el culto de los dioses extranjeros, contra los altos dignatarios de la corte, contra los comerciantes de Jerusalén, contra los incrédulos; pero a la vez se nos hace una exhortación a la conversión en estos términos: «Buscad a Yahveh, vosotros todos, hu-mildes de la tierra, que cumplís sus normas; bus-cad la justicia, buscad la humildad; quizá encon-traréis cobijo en el día de la Cólera de Yahveh» (So 2, 3). Es decir, «Buscadme a mí y viviréis» (Am 5, 4b).

Esto me ha inducido a sacar del Salmo 9 el título de este libro. Allí leemos: «¡Levántate, Yahveh, no triunfe el hombre, sean juzgados los gentiles de-lante de tu rostro! Infunde tú, Yahveh, en ellos el terror, aprendan los gentiles que no son más que hombres».

Si Dios se hizo hombre en Jesucristo, está claro


12SÓLO SOMOS HOMBRES

que ser persona es a lo máximo que la razón hu-mana puede aspirar. No obstante, ¡ojalá que to-dos los hombres –Dios creó al hombre, macho y hembra los creó– pudiéramos descubrir en lo más profundo de nuestro ser que no somos otra cosa que hombres! Con inteligencia, sí, algunos con mucha; dotados de virtudes apreciables que él re-gala. Pero también huecos y faltos de objetividad, y tan de sin sustancia revestidos, que altivos son cuantos no tienen la más mínima conciencia de Dios –porque no la han buscado con sinceridad y se creen autosuficientes– como aquellos otros que sin duda tienen esta conciencia, pero en su fuero interno la niegan, cerrando los ojos a la más pura realidad.

El deseo de que el hombre sea consciente, y ade-más que asuma que no pasa de ser sólo un hom-bre, hecho a imagen de Dios, pero por el pecado un ser imperfecto, lleno de faltas, vicios, borro-nes y lagunas, incompleto, manco y chapucero, sería el inicio de una posibilidad de recuperación. Buena prueba de ello son todos los santos, in-cluidos los que no han alcanzado los altares, que vivieron y murieron conscientes de sus propios pecados, pero también de la gran misericordia de Dios. Santos al fin, garantía para nosotros de que alguien ha hecho suya las palabras de vida


SÓLO SOMOS HOMBRES


de Jesucristo: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se converti-rá en gozo» (Jn 16, 20), lo que supone que nues-tras tristezas van asociadas a la Pasión del Señor mientras el gozo nos viene de su Resurrección. De ahí que pueda decirse que a Dios le compla-cería muchísimo ver en cada persona una figura de su Hijo Jesucristo.

Pero tenemos un serio problema, porque muchos no creen en lo que se llama pecado. Al menos dos papas, apesadumbrados, han manifestado esta realidad. El pecado del siglo es la pérdida del sentido de pecado (Pío XII) y El pecado actualmente es una pala-bra silenciada (Pablo VI). Y lo malo es que lo sigue siendo. E incluso se niega su existencia. Es natu-ral, pues sin él el hombre pretende vivir mejor, más tranquilo. La conciencia no acusa y muchos, en su interior, piensan que es cierto aquello de que ancha es Castilla. Porque si se admite el peca-do, habrá que admitir también que Dios existe y eso obligaría a creer y a convertirse; o lo que es lo mismo: que sin Dios tendríamos demasiadas pre-guntas que se quedarían sin respuesta.

Lo que aquí puede haber de denuncia no se ex-pone desde un punto de vista negativo, sino todo



lo contrario. Lo que se pone de manifiesto no es para afearlo, ni para echarle nada en cara de na-die, sino para que pueda combatirse el mal y su-perarlo, ya que sin el arrepentimiento el perdón no podrá otorgarse. No olvidemos que el hombre desea y busca una vida libre de cuidados, plena de bienestar y lo más simplificada y cómoda po-sible. Por eso rechaza y se aleja de cuanto supone deber, orden o referentes morales; a él que le den derechos. Consecuencia de todo eso es el resque-brajamiento de la fe y la pérdida de sentido que supone el esfuerza de la voluntad. Por lo tanto, ¿para qué el pecado?

Y sin embargo, el pecado existe. Con su natura-leza y con su malicia. Más también, porque van unidos, junto al pecado siempre estará el amor de Dios para perdonarlo con su infinita misericor-dia. Con firmeza y seguridad, pero sin exigencias insalvables.

No se trata de que ahora, carguemos con nuestros defectos; bastará con que los aceptemos delante de nosotros mismos, con total sinceridad, reco-nociendo que no somos perfectos, que no pode-mos serlo y que estamos muy lejos de lograrlo por nuestras solas fuerzas. No obstante, llamados a la santidad. No se exagera nada, es pura realidad


SÓLO SOMOS HOMBRES


objetiva y desapasionada. ¡Sólo somos hombres! O tú, querido lector, ¿te habrías creído alguna otra cosa más?

¿Por qué ocurre esto?

Por la sencilla razón de que es la consecuencia lógica y natural de una desobediencia: la prota-gonizada por Adán y Eva en el Paraíso. Cuando el hombre se separa, apartándose de Dios aun-que sea momentáneamente, cuando el hombre se cree autosuficiente a todos los niveles, incluido el moral, no puede esperarse otra cosa que el caos, la desazón y la confusión. Y sobre todo la menti-ra. Entra en errores, en equivocaciones, y su vida desemboca de forma directa en el mar de los des-ajustes. ¡Sólo somos hombres!

De ahí se deriva que tengamos necesidad de com-pensarnos, de buscar excusas y escapatorias mi-les mediante las cuales nos damos satisfacciones. Y recurrimos, como si nada, al pecado en forma de soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia o pereza (los siete pecados capitales), olvidándonos de una serie de virtudes como la humildad, la lar-gueza, la castidad, la paciencia, la templanza, la caridad y la diligencia como contrapunto, para resarcirnos.



Veamos, en síntesis, los siete vicios junto con las siete virtudes, que nos demostrarán una vez más que no somos otra cosa que simples e imperfectos hombres.

1. Ahí está para recordárnoslo, por ejemplo, la excesiva estimación de las propias cualidades cuando esto lleva al desprecio de los otros. Es el orgullo desordenado lo que pone de manifiesto cuanto supone la soberbia. Nos cuesta hacer nues-tra la virtud cristiana que consiste en el reconoci-miento de lo que son nuestras limitaciones. Pero estamos hablando de la auténtica humildad, no la tachada como de garabato, o sea la falsa y afectada, y menos –siguiendo a san Agustín– la que se disi-mula, que eso también es soberbia.

2. Tenemos de la misma manera el afán excesi-vo de adquirir y poseer riquezas. Vamos, que nos enloquece ser adinerados, poderosos y envidia-dos; que los demás nos admiren precisamente por ello. No pensamos que se puede ser mucho más feliz si nos dedicásemos a dar con generosidad lo que tenemos –tiempo, disponibilidad, efecto, ca-pacidad de escuchar, dinero, etc.– sin esperar a cambio ningún tipo de recompensa. El generoso y desprendido no suele tener muy buena prensa. La largueza o la liberalidad, opuestas a la avaricia,


SÓLO SOMOS HOMBRES


seguro que nos daría mucho más juego, mejores dividendos... y no materiales.

3. En nuestra contra está el apetito desordenado de los deleites carnales, eso es la lujuria, por mu-cho que algunos pretendan ver aquí lo natural, común y ordinario a estas alturas del siglo XXI. No es bueno para el hombre, no lo ha sido ni pue-de serlo jamás, el exceso o la abundancia de algu-nas cosas. Hay una virtud, que es la castidad, que si bien hoy tiene perdido mucho prestigio entre alguna parte de la juventud, mejor nos iría a to-dos si su práctica estuviera más extendida y si la tuviésemos más en cuenta en nuestras relaciones. Muchas familias vivirían más tranquilas y ten-drían menos sobresaltos. Serían más felices.

4. La pasión del alma que nos impulsa a cometer actos de violencia contra las personas o las co-sas –en eso consiste la ira– es algo que domina a muchos y hace acto de presencia en todos alguna vez. No sabemos sujetar nuestros impulsos más primitivos y arremetemos contra el otro, sea éste quien fuere. Eso de sufrir con entereza las flaque-zas de nuestro prójimo o los infortunios de turno no lo dominamos, se nos escapa con demasiada frecuencia de entre las manos. Por eso no somos tolerantes ni tenemos una pizca de paciencia.



5. La gula, en síntesis, no es otra cosa que un ape-tito desordenado que nos lleva a cometer excesos con la comida, la bebida o con ambas cosas a la vez. La moderación, la sobriedad y la continen-cia serán, a buen seguro, armas que nos ayudarán a combatir el uso excesivo de todos los sentidos. Que en eso consiste la templanza.

6. Cuando en una persona se manifiesta un deseo fuera de lugar que la inclina a superar a otro, es decir, cuando se siente pesar por el bien ajeno, nos estamos enfrentando a la envidia. Y su reme-dio más efectivo, aunque alguien lo dude, consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al próji-mo como a nosotros mismos, que eso es la caridad. Para eso están tanto el altruismo como la limosna.

7. Por último, contemplaremos como el hombre se enfrenta a la repugnancia que experimenta al tener que trabajar –aquí se instala la pereza– o cumplir con determinadas obligaciones. Por eso tenemos que practicar la diligencia, o sea el cuida-do y la eficacia en la ejecución de todos nuestros deberes. No procedemos del cogote del rey.

A todo esto contribuyen en muy grande medida esos tres llamados enemigos del alma como son el mundo, el demonio y la carne, precisamente tan


SÓLO SOMOS HOMBRES


denostados por su antigüedad. Hoy, ¡como para partirse de risa sólo por citarlos en según que cír-culos! Así nos luce el pelo.

Sin embargo, ahí están y continúan llevando ade-lante su primordial tarea de toda la vida, dada la condición del ser humano, tarado desde el primer día desde el pecado original. Y ya ha llovido des-de aquello, sin contar el diluvio universal.

El mundo continúa llamándonos a que rechace-mos de plano la intimidad con Dios y dejemos de apoyarnos en su misericordia. En eso es en lo que claudicamos cada vez que por el pecado nos apar-tamos de él. Cada día se nos invita desde el mun-do a que nos olvidemos poco a poco de nuestro origen cristiano y, de paso, a que demos de lado a la Iglesia como sacramento de salvación. Se nos pide –casi se nos exige– que nos soliviantemos contra el mal porque, entre otras cosas, la gente de la Iglesia está ofreciendo unos no muy buenos ejemplos de coherencia a la vez que la doctrina del pensamiento cristiano deja mucho que desear, plagada como se la ve de discrepancias. Es el ar-gumento que mueve el agua al molino de nues-tros contrarios. Ahí está para demostrarlo tanto la subversión y el perturbar lo establecido que busca New Age, que pretende transformar lo que ya hay



a base de edificar un punto de vista más concorde con el ser científico actual.

Buena culpa de esta situación reside en el ateísmo imperante, en el laicismo que avanza a pasos agi-gantados, como dos de los peores males de nues-tros días. Lo apoyan, por un lado, el materialismo práctico y, por otro, las ambiciones crecientes del corazón humano. Quieren hacernos creer, sobre todo los hedonistas, que a estas altura de la histo-ria el hombre es un ser autónomo, capaz de deci-dir por sí mismo a todos los niveles existenciales lo que es bueno y lo que es malo para él.

Ése es el trabajo soterrado del mundo: que pen-semos y admitamos que no hay pecado, que la relación Dios-hombre es una utopía, que la fe es puro infantilismo y que la reacción que provoca la predicación del kerigma busca más bien al hom-bre débil, sin carácter y anímicamente necesitado de lo que sea. Pero que el hombre cabal, el bien nacido, a la persona con autoridad e independen-cia moral, con personalidad acendrada eso no le va. Como si el listo, por el hecho de serlo, tuviese privilegios que se le niegan al que no lo es.

El cometido del mundo, que va claramente con-tra el hombre religioso, consiste en hacernos


SÓLO SOMOS HOMBRES


creer que el fratricidio de Caín sobre Abel no ha tenido continuidad, que eso fue una historia –o incluso una historieta–, pero que la universalidad del pecado entre todos nosotros es algo que está suprimido y superado desde hace mucho tiempo, que ya no tiene vigencia. Al mundo, como enemi-go del alma, le interesa que nos despreocupemos del pecado, que no pensamos en él, que no nos sintamos culpables de nada.

Así, hoy nos defendemos de la misma manera y con los mismos argumentos con que Adán se defendió ante Dios por haber comido del fruto prohibido. La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí. Lo mismo hizo Eva: La serpiente me sedujo y comí. Es decir, la culpa nunca es nuestra, siempre es del otro. Ésa es la catequesis funda-mental que el mundo solapa para los cristianos. ¡Y muchos picamos siete veces siete! Ignoramos que hay una forma nueva que se basa en el co-nocido «como yo os he amado», lo que entraña un amor que va más allá de la muerte y que sale de las páginas vivas del evangelio, donde pode-mos aprender: «Amad a vuestros enemigos, ha-ced el bien a los que odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen» (Lc 6, 27-28). No digo que sean palabras sorprendente; digo que son palabras revolucionarias, ya que nos



invitan a una dimensión muy diferente de vivir el amor. Esto es lo que puede bautizarse con el nombre de amor en la dimensión de la cruz; es decir, es así como a ti y a mí nos ama Jesucristo.

Por otro lado está el demonio, quien nos dice abiertamente que Dios no nos quiere y que ésa es la causa de la infelicidad humana. Tras la des-obediencia de Adán y Eva, un canto engañoso y seductor que viene del diablo, movido por la envidia, pretende hacernos pensar y asumir que nuestras elecciones son libres y que la pretensión de la Iglesia es hacernos esclavos de sus dogmas y de su doctrina. De las obras del demonio tal vez la más grave –por las consecuencias que puede arrastrar– es «la seducción mentirosa que ha in-ducido al hombre a desobedecer a Dios».

El demonio no se frena ante nada y si buscó ten-tar al Señor –las conocidas tentaciones de Jesús en el desierto–, ¿cómo va a privarse cada día de tentarnos a nosotros, tan débiles y frágiles cria-turas sin base? A través de la fama, del prestigio, del dinero, del poder, de la envidia, del miedo, del hambre o de la avaricia, siempre tendrá la caña preparada para que nosotros piquemos en el an-zuelo o en el buen aspecto de la fruta vedada. El caso será –lo que el demonio busca– es que noso-


SÓLO SOMOS HOMBRES


tros caigamos en su engaño, en su trampa, en su mentira.

Todos sabemos que el demonio no va por direc-to, que jamás se muestra abiertamente; eso forma parte de su astucia. Aprovecha, por ejemplo, la idolatría para hacernos creer que no es preciso adorar a otros dioses en lugar de al Dios verdade-ro, pero que venerar el oro o la plata, la riqueza, la holgura o la opulencia no es idolatría, reveren-cia o fetichismo sino una postura lícita en la vida del hombre. Sin embargo, todos sabemos que eso es pura pasión, puro culto indebido. La adora-ción del becerro de oro es un buen ejemplo de paganismo. El tótem, la superstición y el amuleto, sus primos hermanos.

Que la carne encierra sus peligros es tan antiguo como el propio hombre. No en vano los seres hu-manos nacemos inclinados a un montón de ape-titos que, antes o después, nos asaltarán con la pretensión de despertar nuestras bajas pasiones y que siempre –a unos antes que a otros– acaban por pasarnos factura. Ahí es donde tiene el cam-po abonado la lujuria, la carnalidad y el liberti-naje. Buena prueba de ello son estas palabras del apóstol Pablo, que tantas veces hemos escuchado: «Ahora bien, las obras de la carne son conoci-



das: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os pre-vengo, como ya os previne, que quienes hacen ta-les cosas no heredarán el Reino de Dios» (Ga 5, 19-21).

No podemos perder de vista que el hombre y la mujer están creados para una comunión entre ellos, pero para ayudarse mutuamente, no para hacerse objeto de deseo desordenado y arbitrario, hasta el extremo de convertirse en cosa de usar y tirar o abandonar. Sólo en el matrimonio deven-drán lícitamente en una sola carne. El mandato divino es el de creced y multiplicaos; por eso el amor en el matrimonio tiende de forma natural a ser fecundo. Ésta es una razón más de las razones de peso para oponerse a que la unión entre homo-sexuales pueda convertirse en matrimonio legal. No puede ser y, además, es imposible. Por mucha ley socialista o de cualquier otra tendencia que lo ampare.

El apetito más o menos desordenado de nuestra parte carnal, o sea el uso excesivo de uno de nues-tros atributos como seres humanos, puede y debe combatirse mediante la castidad que, entre otras


SÓLO SOMOS HOMBRES


cosas viene a ser la vigilancia del curso de un río cuando el agua amenaza con desbordarlo. Y no será preciso, digo yo, explicitar nada al respecto. ¿Recursos de los que echar mano? Limpieza en el pensamiento, velar por el pudor, desadormecer la vergüenza, cultivar la inocencia, otear el honor y la dignidad personal, ejercitarse en la pureza y en la modestia a todos los niveles, más lo que quiera añadirse, que hay mucho para ello.

En definitiva, la castidad nos ayudará a vigilar mediante un oportuno control y dominio de no-sotros mismos a dirigir hacia el bien cuanto tiene que ver con los impulsos de carácter sexual. ¡La lucha contra la carne! Puede ayudar también el despejar la mente de pasiones, de pornografía y llenar el corazón de esperanza. Por supuesto, ayu-dándonos con la oración y el recogimiento.

Porque visto lo visto, queda muy claro que el ata-que del enemigo es encarnizado e inmisericorde, y que necesitamos tener muy arraigada la fe, ha-ciéndola adulta, para que nos garantice ciertas esperanzas de victoria en esta lucha cruel contra los adversarios del alma.

El tema de las tentaciones a que el hombre se ve sometido no es una fábula infantil ni una narra-



ción con finalidad moralizante. Aquí hay algo con mucho más calado, pues se trata –nada más y nada menos– que de la prueba constante a la que nos enfrentamos cada vez que se nos propo-ne tomar una determinación. ¿Blanco o negro? ¿Robo o no robo? ¿Peco o no peco? Y esto, a to-dos los niveles: social, político, religioso, familiar y profesional. No caben medias tintas; o sí o no, o dentro o fuera. A los cristianos se nos pide, por coherencia, una radicalidad irrenunciable: la de que sepamos decir, convencidos y conscientes, apártate de mí, Satanás.

¿Por qué así? Porque la Iglesia nos enseña que he-mos de confesar siempre, sin miedo, que los ído-los no pueden coartar nuestra libertad, incluidos los de las más absolutas certezas sobre la fe y las costumbres.

Necesitamos, tanto como el aire que respiramos, poseer el juicio y la inteligencia suficiente que nos permita ver la diferencia que existe entre el bien y el mal, es decir, el don del discernimiento, para que sepamos utilizar las armas de la luz en la lu-cha contra las asechanzas del mundo, el demonio y la carne. No podemos ir por la vida despistados, como bobos que no saben lo que deben hacer, porque lo que está en juego no es otra cosa que la


SÓLO SOMOS HOMBRES


vida eterna. Y sería de necios jugar con esto, an-dar distraídos en la vigilancia y dejar que nos cue-les goles por la escuadra. Con esta postura –para algunos tal vez retrógrada– no se está deseando ni pidiendo volver a ningún sitio sino que se busca no abandonar algo que siempre ha sido imprescin-dible en esta lucha. Porque no se trata de caer en el dominio de las cosas efímeras y triviales, en los planteamientos facilones o en un relativismo moral que puede llevarse por delante todo princi-pio, sino en descubrir cada día, en nuestra propia vida, la solidez de un mensaje que nos viene del evangelio y que la Iglesia guarda con celo.

Que se note hoy, como dejó dicho el cardenal Joseph Ratzinger unas horas antes de comen-zar su pontificado como Benedicto XVI, que la Iglesia está viva.

Se trata, en definitiva, de repasar algo que tenemos abandonado. (Ojalá que el abandono se deba la entrega total del alma a Dios.) Digo abandona-do, que me parece que es mejor que olvidado. El olvido se debe a la falta de memoria, mientras el abandono tiene connotaciones de dejadez, pere-za, descuido o negligencia. Al fin y al cabo, una imprudencia más, consecuencia directa de nues-tra condición de ser sólo hombres.



De ahí que estas líneas traten de hacernos re-flexionar acerca de lo que son y de lo que repre-sentan para nosotros los siete pecados capitales, que también se llaman mortales, fundamental-mente porque son origen de otros muchos peca-dos, ya que por aquéllos se quebrantan algunos de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, sobre todo los que hacen referencia a la ley del amor.

Ser sólo hombre nos ha de llamar también a una esperanza cierta: la que nos anuncia que en Jesucristo resucitado lo tenemos todo. Porque no debemos olvidar jamás que el cielo –o sea la vida eterna– no es algo que podamos conseguir por nuestros méritos, que no los tenemos, sino sabien-do que Dios es completamente gratuito, que él nos tiene ofrecida la vida.

Leemos en Libro del Eclesiástico: «Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para permanecer fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres la vida está y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará (15, 15-17)

Mientras en el Deuteronomio (30, 6-20) podemos leer: «Yahveh tu Dios circuncidará tu corazón y


SÓLO SOMOS HOMBRES


el corazón de tu descendencia, a fin de que ames a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, para que vivas. Yahveh tu Dios descar-gará todas su imprecaciones sobre los enemigos y adversarios que te han perseguido. Tú volverás a escuchar la voz de Yahveh tu Dios y pondrás por práctica todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy. Yahveh tu Dios te hará prosperar en todas tus obras, en el fruto de tus entrañas, el fruto de tu ganado y el fruto de tu suelo. Porque de nuevo se complacerá Yahveh en tu felicidad, como se complacía en la de tus padres, si tú es-cuchas la voz de Yahveh tu Dios guardando sus mandamientos y sus preceptos, lo que está escrito en el libro de esta Ley, si te conviertes a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma.

»Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para que hayas de decir: “¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica?” Ni están al otro lado del mar, para que hayas de decir: “¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica?” Sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu cora-zón para que la pongas en práctica.



»Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muer-te y desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahveh tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yahveh tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; Yahveh tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en po-sesión. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte ante otros dioses y a darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio y que no viviréis muchos días en el suelo que vas a tomar en posesión al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y a la tierra; te pongo delante vida o muerte, bendi-ción o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahveh tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él, pues en eso está la vida, así como la prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahveh juró dar a tus padres Abraham, Isaac y Jacob».

Mientras, algún advenedizo progresista y escritor de novelas, asegura que Dios es algo que vende la religión sin que Dios exista. Y es así, asegura, porque alguien necesita que a Dios lo necesiten los hombres y que esto es la superstición de las religiones.


SÓLO SOMOS HOMBRES


¿Quien pone ante ti la vida y la felicidad ahora re-sulta, al cabo de los siglos, que es farsa y patraña? Un poco de seriedad, por favor. Y que nadie se deje engañar por las apariencias, que nadie caiga en el engaño de que él no sirve, de que él es in-capaz de ayudar a los demás. Todos los cristianos deberíamos estar convencidos –y obrar en conse-cuencia– de que somos agentes de la consolación que el hombre necesita, pues ella en sí misma es invitación, acicate y ánimo, pues Dios es su fuen-te. «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la misericordia y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación nuestra para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios!» (2 Co 1, 3-4).

Porque pienso que el cristiano debe comunicar esta doctrina, pues en esto consiste el ser testigo de la resurrección de Jesucristo, invito al lector y me invito a mí mismo a que la practiquemos.


Índice - cobelediciones.com · 11 7 vicios - 7 virtudes de entrada porque dios humilló a los...

Documents