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Revista Doble Vínculo Año 1 - Nº1, ISNN 0718-7815 1

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Revista Doble Vínculo Año 1 - Nº1, ISNN 0718-7815 1

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Revista Doble Vínculo

Año 1 - Nº1, ISNN 0718-7815

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Revista Doble Vínculo

ISNN 0718-7815, Año 1 - Nº1

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El proyecto de la revista Doble Vínculo nace el año 2007 y es concretado el año 2009 ante la urgencia de generar espacios colectivos de

reflexión y exposición de trabajos sociológicos realizados por estudiantes del Instituto de Sociología de la Universidad Católica de Chile.

Se trata de un espacio autónomo, gestionado por estudiantes interesados en indagar las distintas dimensiones y transformaciones de la realidad

contemporánea de Chile, Latinoamérica y el Mundo, desde un trabajo riguroso y crítico que pueda utilizar las distintas herramientas del análisis

sociológico.

Las opiniones expresadas en los artículos son las de los propios autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de la Revista Doble

Vínculo.

Para fomentar la reflexión, discusión y difusión, los artículos están disponibles de forma gratuita en la página web de la organización

(www.cesouc.cl/doblevinculo).

Publicación de los estudiantes de sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile

ISSN 0718 – 7815 (electrónica) ISSN 0718 – 7750 (impresa) Diseño de portada y contraportada: Marcela Seguel Fotografía portada: Juan Sebastián García Corrección formal: Nieves Plaza P. y Isabel San Juan V.

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Año 1 - Nº1, ISNN 0718-7815

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Revista Doble Vínculo

PENSAR LATINOAMÉRICA Nº1

Año 1

Director Comité Editorial Pedro Seguel

Comité Editorial

Cristobal Escobar Rodolfo Martinic Julián Moraga

Francisco Olivos Francisco Salinas

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Revista Doble Vínculo

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INDICE

Rito y palabra. A 25 años de Cultura y modernización en América Latina

Pedro Morandé

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Tropa de Elite, de José Padilha

Idelbar Avelar (Traducción A. Fielbaum y P. Sierra)

Altazor y el vértigo de la escritura

Ashley Müller y Francisco Salinas

América Latina en juego: una aproximación a la sociología del deporte

Francisco Olivos

Patrimonialismo en el paraíso: República Dominicana bajo el régimen de Trujillo

Nicolás Soto

Crítica, sacrificio y cultura: El universalismo oculto de la sociología latinoamericana en la obra de Pedro Morandé

Francisco Mujica

El espacio público en disputa: modernidad, política, movimientos sociales y acción colectiva

Malik Fercovic y Juan Sebastián García

La transformación de la empresa chilena. Una modernización desbalanceada [Reseña]

Darío Rodríguez

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Rito y Palabra

A 25 años de Cultura y modernización en América Latina1

Pedro Morandé Court2

Antes que nada quisiera agradecer a la revista

y al grupo de estudiantes que está detrás de este

nuevo proyecto, la oportunidad de hablar sobre el tema

de la cultura latinoamericana.1 2

En general, no acepto casi nunca, por pudor,

hablar sobre lo que he escrito. Como a ustedes le

consta, jamás en un curso he dado a leer un texto

escrito por mí. Si otros colegas lo dan a leer, me alegro

mucho, pero yo no lo hago. Sin embargo, dado este

hermoso proyecto de la revista virtual, quise hacer una

excepción.

Primero quisiera explicarles el contexto de este

libro porque, como se ha dicho, tiene ya 25 años y, en

cierto sentido, muchos aspectos ya están obsoletos.

Presenté y defendí mi tesis doctoral el año 1979 en

Alemania. Su tema central era el sincretismo religioso

en América Latina y analizaba la relación que se había

producido en nuestra cultura entre la palabra y el rito.

1 Artículo en base a una presentación en el ciclo de

Conferencias sociológicas UC: “Latinoamérica y la impronta del desarrollo”, el día 10 de junio del 2009. 2 Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia

Universidad Católica de Chile.

Como le suelo decir a todos los estudiantes de

doctorado, las tesis doctorales son escritas para sus

correctores. En esto creo que hay que ser muy

pragmático. En mi caso, el corrector era un distinguido

profesor alemán experto en América Latina. La

sensación que me quedó es que en el extranjero saben

muchas cosas de América Latina, incluso aquellas que

nosotros mismos no sabemos. Pero una cosa es saber

como experto y otra muy distinta es sintonizar con la

cultura latinoamericana y comprender su significado.

Dada esta insatisfacción, decidí que la tesis

doctoral tenía que quedar así, como había sido escrita

en alemán. No la traduje nunca, como suele ser

habitual. Sólo escribí un pequeño resumen, que con el

nombre “Ritual y Palabra. Aproximaciones a la

religiosidad popular latinoamericana” fue publicada en

la Universidad de San Marcos en Lima y que circuló

también entre nosotros en una versión policopiada.

El libro Cultura y Modernización en América

Latina representaba, entonces, la primera oportunidad

de escribir con libertad para mí mismo y no para el

corrector. Es evidente que el texto daba por supuesta

mi tesis doctoral, porque trabajaba a partir de ella. Sin

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embargo, como digo, se publicó solamente en

Alemania.

La segunda circunstancia que quería

mencionar es que fue escrito a comienzos de los años

80s. Se publicó el año 1984. Ustedes recordarán que

en esos años se produjo una gran crisis financiera en el

país, donde quebraron prácticamente todos los bancos

y el Estado tuvo que intervenirlos para capitalizarlos,

generando un original sistema para llevar adelante ese

proceso. Eran años de total silencio de la sociología.

En el plano social se estaban preparando, en germen,

algunas protestas de estudiantes y de pobladores,

especialmente, que años más tarde estallaron,

estimulando el surgimiento del proyecto político de la

Concertación. Pero en ese momento estaba aún

inestructurado.

En el plano intelectual, predominaba un

pensamiento puramente económico. Los temas se

plateaban y resolvían en un horizonte más bien

tecnocrático, sin referencia ninguna a la cultura

latinoamericana. Algunos llegaron a plantear la idea de

que, dada su estrategia de desarrollo, Chile no

pertenecía más a América Latina. Incluso apareció en

el diario un dibujo-mapa en que Chile, desgajado de

América Latina, avanzaba como una isla rumbo a

Oceanía, hacia Australia o Nueva Zelanda, que eran

los modelos que se admiraban en ese momento. El

libro fue escrito, entonces, con un afán que podríamos

calificar de contestatario. Por una parte, autocrítico del

silencio de la sociología y del agotamiento de sus

paradigmas. Por otra, crítico del punto de vista

tecnocrático que predominaba sin contrapeso entre los

economistas que dirigían la marcha del país. Pero

pretendía también, propositivamente, contribuir con una

mirada cultural sobre América Latina al debate acerca

de las estrategias o modelos de desarrollo.

El libro tiene esencialmente tres partes. Una

primera, que me parecía indispensable, dedicada a

rescatar a nuestros ensayistas latinoamericanos. Con

mirada muy de corto plazo, solemos situar el origen de

la sociología en el momento en que se institucionaliza

en las universidades con cátedras de sociología y

centros de investigación. Pero en verdad, desde Bolívar

hasta José Vasconcellos, por nombrar a dos grandes,

Latinoamérica ha sido muy rica en reflexión social

acerca de su propia historia, de sus posibilidades de

desarrollo y de sus limitaciones. Tal reflexión se

realizaba, evidentemente, desde paradigmas que no

siempre comprendemos en la actualidad, como la

contraposición entre civilizado y bárbaro, del siglo XIX

que popularizó la obra de Sarmiento y de otros autores.

Mi idea era tratar de ponerse en continuidad con esa

enorme cantidad de pensadores ensayistas,

identificando los momentos más importantes de su

reflexión. En primer lugar, el momento fundacional de

los Estados. Después, el revisionismo crítico y el

modernismo, que se produce con el cambio de siglo,

cuyo testimonio se encuentra en el famoso libro de

Rodó que reelabora la distinción de Sarmiento con las

figuras de Ariel y Talibán, pero también en el desarrollo

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de la intelectualidad mexicana que antecedió a la

revolución, culminando en Octavio Paz, un escritor ya

contemporáneo.

Esa es la primera parte. Justamente, hay una

frase de Octavio Paz que bien podría ser el epígrafe

de todo el libro, que cito en el texto, y que inspiró

también mí tesis doctoral. Esa frase dice: “Si bien la

conquista fue para los españoles un hazaña, para los

indígenas fue un rito”. Fue una frase que me impactó

mucho, precisamente porque estudiaba entonces la

religiosidad popular, comprobando su carácter

esencialmente ritual. Tomé como inspiración esa

afirmación para analizar en qué sentido se podría

comprender toda la historia cultural de América Latina

en términos rituales, antes que en términos ideológicos,

como es la forma en que habitualmente se la considera

desde perspectivas más ilustradas.

La segunda parte corresponde a una crítica al

desarrollismo, expresión que resume las categorías

dominantes que teníamos para interpretar los dilemas

del desarrollo y que culminaban con la visión

tecnocrática de los economistas. Mi principal punto de

referencia para la crítica, aunque también hay otros, fue

el libro “Ideologías del desarrollo y dialéctica de la

historia” de Franz Hinkelammert, quien fue un profesor

muy destacado del Instituto de Sociología y del Ceren y

que influyó muchísimo en mi formación. Poco después

de aparecer mi libro apareció otro de él, que se llamó

“Crítica a la razón utópica” que completaba el anterior

incluyendo el pensamiento de varios economistas

influyentes de la época. Lamenté enormemente no

haber conocido antes este texto. Hubiese cambiado

bastante el proyecto de mi libro. Con todo, le hice una

larga recensión y Franz me mandó una carta

diciéndome que había entendido el texto mejor que él

mismo. Mi crítica a las categorías de la sociología de

entonces está muy influida por Hinkelammert.

Después, vienen unos capítulos de esta

segunda parte dirigidos a los propios economistas,

aunque confieso que están escritos con una cierta

autocensura, en el sentido que, siendo su pensamiento

el dominante, la crítica no podía ser demasiado

explícita. Expongo para ello una teoría del sacrificio,

puesto que la tesis fundamental en boga era que tanto

la cultura tradicional latinoamericana, especialmente su

cultura popular, como las dificultades económicas por

las que atravesaban los desempleados y los más

pobres debían ser considerados entre los costos del

desarrollo y cualquier país que quisiera desarrollarse

tenía que incurrir en ellos. De ahí que, desde el

horizonte ritual, una crítica al pensamiento de los

costos del desarrollo debía ser sacrificial. Una teoría

sobre el sacrificio es siempre una teoría sobre el tributo

y, por lo tanto, de los costos que se distribuyen

impositivamente sobre la población.

Finalmente, los dos últimos capítulos, que

pueden ser considerados como la tercera parte del

libro, proponen una línea interpretativa de la

constitución y desarrollo de la cultura latinoamericana.

No podría decir en absoluto que tal interpretación es

exhaustiva. Era sólo un primer libro. Esta línea de

interpretación se resume en las dos palabras que ya se

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pronunciaron en la presentación: que la cultura de

América Latinan es barroca y mestiza. Agregaba una

tercera palabra, católica, precisamente por mis estudios

de la religiosidad popular latinoamericana. La palabra

católica molestó a mucha gente durante mucho tiempo,

porque la interpretaban como una suerte de concesión

confesional. Pero tal compresión resulta inadecuada,

porque mi tesis doctoral había estudiado el sincretismo

religioso latinoamericano y el modo particular cómo el

catolicismo se había sintetizado, en el emergente

mestizaje, con las culturas de los pueblos originarios.

Como todos sabemos, detrás de las imágenes

popularmente veneradas, de la virgen, de los santos,

etc., hay también divinidades legendarias de los

pueblos originarios que convergieron por su significado,

por la coincidencia del calendario o por el lugar

geográfico específico en que se realiza su culto. No se

puede hacer una interpretación cultural de América

Latina ignorando el papel que en ella juega su

religiosidad popular.

Ahora bien, ¿cuáles son los rasgos

fundamentales que sintetizan estas palabras? En

primer lugar, ¿qué significado puede tener la expresión

barroco desde el punto de vista sociológico? Me parece

que es muy importante para clarificar qué se entiende

por cultura moderna. Desde la lógica de la Ilustración,

especialmente en filosofía, pero también en la

sociología, se ha entendido el mundo moderno a partir

de las ideologías modernas, con la consecuencia de

que no podría haberse constituido la sociedad moderna

sino hasta el momento en que los filósofos de la

Ilustración plantearon una filosofía moderna. Detrás de

esta visión está la idea, que suelo calificar como el

prejuicio de los filósofos, que la realidad es una idea

que se hace real, es decir, que la realidad hay que

juzgarla a partir del proyecto que la ha pensado con

anterioridad. Como ustedes saben, los sociólogos

solemos tener más bien el prejuicio contrario, es decir,

que la realidad antecede al pensamiento sobre ella y

que, muchas veces, cuando el pensamiento logra

desplegarse la realidad ya cambió, debiéndonos

contentarnos con un pensamiento histórico sobre algo

que ya no existe.

En cambio, a mi me parece que la modernidad

surge fundamentalmente con la imprenta y la

masificación de la cultura escrita. Esta es una hipótesis

que he podido profundizar muchísimo en estos 25

años, no en último término a partir de las teorías de

Luhmann. Así, entiendo el barroco como la primera

cultura moderna que se da en Occidente, cuya

característica principal es su mediación entre la

tradición oral y la escritura a través de la imagen y de la

representación. Un ícono, en el ámbito del habla

castellana, de esta cultura barroca es el siglo de oro

español, cuyas grandes producciones son obras de

teatro. El Gran Teatro del Mundo de Calderón, creo que

resume muy exactamente lo que es el Barroco. O

recuérdese las figuras legendarias del Quijote y Sancho

Panza con las que Cervantes tematiza expresamente la

tensión entre oralidad y escritura. El Quijote es

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considerado un loco porque ve el mundo a través de

los libros de caballería y sus vecinos, para mantenerlo

cuerdo, deciden quemarle la biblioteca. Sancho Panza,

en cambio, vive del pragmatismo de la oralidad y de la

sabiduría de los decires. Y sin embargo, ambos tienen

que aprender a convivir y a apreciar su respectiva

sabiduría. Esta, creo, es la esencia del Barroco.

1492 fue el año en que llegó Colón a América,

pero fue también el año en que se publicó la primera

gramática de la lengua castellana, realizada por el

padre Nebrija. Cuenta la leyenda que fue donde los

reyes católicos y les dijo que esa sería el arma con que

gobernarían sus nuevos dominios.

En América Latina también se desarrolló esta

conciencia. En mis investigaciones para la tesis

doctoral, me encontré con la mitología de Inca Ri o Inca

Rey, que es la mitología del retorno del Inca, donde se

plantea dramáticamente este mismo tema a propósito

del encuentro hispano-aborígen. Les recuerdo el

famoso episodio del encuentro entre Pizarro y

Atahualpa en Cajamarca. A Atahualpa le pasan un

libro, posiblemente la biblia o un misal, lo toma, se lo

pone en la oreja y lo mueve para hacerlo sonar. El libro

permanece mudo, lo arroja al suelo y lo condenan por

ello. Entonces, dice este mito que el Inca murió porque

no sabía leer.

Es decir, desde el comienzo se planteó la

visión de una cierta opacidad recíproca, digamos así,

entre las tradiciones orales y rituales, por una parte, y

la tradición escrita, por otra. Pese a las diferencias

propias del contexto, era lo mismo que se había

producido en Europa. En el siglo de oro esta opacidad

se refleja en términos positivos. Su lado negativo, en

cambio, queda expresado en la llamada lucha contra la

herejía, puesto que ella comienza justamente cuando

las personas que cultivaban su religiosidad en lengua

oral, se sienten motivadas a poner sus creencias por

escrito, las que ahora deben ser contrastadas con la

escritura docta de los teólogos y canonistas, quienes

juzgan a estos neófitos como herejes. El proceso de

convivencia y ajuste entre oralidad y escritura tiene,

entonces, su conflictividad. Su armonización no es

espontánea, sino que toma muchísimo tiempo.

El barroco en América Latina fue posible por el

Concilio de Trento y por la prohibición de la Corona de

que los reformados vinieran a América. Como se sabe,

la reforma de Lutero había reivindicado tanto la “sola

escritura” y su libre interpretación, como la “sola fe”,

que ponía al cristianismo fuera del marco ritual o

cúltico en que había estado en la edad media. Con

estas prohibiciones, el encuentro entre los

evangelizadores y las culturas aborígenes de nuestras

tierras se dio esencialmente en el plano del rito y de la

representación teatral, de la imaginaría, de la

construcción de templos, de la pintura. Podría hablarles

horas de distintos ejemplos en esta materia, pero les

menciono solamente dos, por su importancia. En primer

lugar, la aparición de la virgen de Guadalupe que

ocurre precisamente en el lugar en donde se veneraba

a la diosa Tonantzin, que es la madre común. Es decir,

era la figura equivalente a la Pachamama del mundo

andino. La construcción del templo y la devoción se

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produce en el mismo sitio que ya era lugar de romería

de los pueblos prehispánicos. Segundo ejemplo. Una

de las custodias más hermosas que he visto en

América Latina, de oro con incrustaciones de diamante

y de marfil, está en el Cusco, que era el centro del culto

solar en el incario. Esta custodia, que mide más o

menos un metro cincuenta de alto, simboliza en su

centro un gran sol. Entonces la predicación era:

“venimos a predicar a Cristo, el verdadero sol”. Estos

dos ejemplos muestran cómo se produce una

continuidad simbólica. Se da también, evidentemente,

una resignificación o reinterpretación de su significado,

pero dentro de una continuidad esencial. Todos

aquellos, entre los presentes que han tenido conmigo el

curso de sociología del símbolo saben que existen ritos

que son universales. A través de ellos se produjo la

síntesis cultural y también a través del rito algunas

diferencias y conflictos.

¿Cuáles fueron las dos grandes diferencias?

En primer lugar, el culto a los muertos, porque los

españoles exigían que hubiesen cementerios generales

fuera de la ciudad y los pueblos aborígenes enterraban

a sus muertos en sus propios hogares, donde estaban

sus huacas, sus lugares de adoración. Como sabemos,

acostumbraban también la momificación de los muertos

para que pudieran participar en las fiestas de su

respectiva familia. El segundo motivo de conflicto fue el

oro, porque nunca los pueblos originarios de América

Latina consideraron ni el oro ni la plata como medios

de pago, como se hacía en Europa, sino que

fabricaban con ellos objetos cúltico-rituales y

funerarios. En los dos más grandes museos del oro que

existen en América Latina, que son los de Lima y

Bogotá, las piezas que se exhiben fueron sacadas

mayoritariamente de las tumbas. o sea ninguna era

considerada medio de pago. En cambio, como ya

estaba en desarrollo la monetarización de la economía

europea, los españoles tomaron el oro y se lo llevaron

a Europa como medio de pago. Esos fueron, a mi

parecer, los dos grandes conflictos.

La huella del carácter barroco de nuestra

cultura y de su necesidad de mediar entre el culto, la

oralidad y la escritura quedó registrada en el arte, en la

religiosidad popular y en la literatura. Como se muestra

hasta en nuestra literatura actual, ella es también

esencialmente barroca, en el mismo sentido que les

estoy explicando. Para mí resultó particularmente

importante la tesis del profesor Jorge Guzmán, de la

Universidad de Chile, expuesta en el libro “Diferencias

Latinoamericanas” donde muestra justamente que en la

novela del boom, pero también en la poesía de

Gabriela Mistral, por ejemplo, el protagonista es la

cultura oral y no la cultura escrita. El caso de “Cien

años de soledad” es bastante paradigmático, porque al

final de la historia Melquíades aparece con un texto

donde estaba escrito todo lo que iba a suceder con la

historia de cuatro generaciones que viven en la pura,

pero ello sólo lo sabe el lector al concluir la novela.

La cara propiamente social de esta síntesis

barroca entre palabra y rito, es el mestizaje. El

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mestizaje fue posible en la mayor parte de América

Latina, allí donde todavía la organización de los

pueblos originarios era mayoritariamente de carácter

segmentado, como decimos los sociólogos, es decir,

ordenados en clanes y linajes familiares. Cuando esto

ocurría, era bastante común entregar las hijas en

matrimonio a los todavía extraños con el propósito de

establecer alianzas. En cambio, en los centros cúlticos

que habían desarrollado ya una organización jerárquica

por encima de las familias, se produjo más bien una

ruptura e incluso se condenó el mestizaje, como lo

muestra la famosa crónica de Huaman Poma de Ayala,

quien escribe justamente al rey, reclamando que el

mundo se ha vuelto al revés y que él disponga que

vuelva sobre su eje, porque en el lugar que le

corresponde al Inca, que es el centro que une los

cuatro cuadrantes del universo, ahora está el

gobernador español y en el lugar que corresponde a la

función sagrada, están ahora los que sólo saben

“cuidar chanchos”.

Evidentemente, las tesis sobre el barroco no

son exclusivamente mías. La historia, y

particularmente, la historia del arte ha estudiado

profusamente el barroco americano. Sólo asumo la

responsabilidad por la interpretación del mismo en

términos de la búsqueda de mediación entre palabra-

oralidad, rito y escritura, como también asumo la

responsabilidad sobre la tesis de que el encuentro

entre la cultura hispano-lusitana y las culturas

aborígenes de América se produjo antes en el plano del

rito que en el plano ideológico-teológico. Como por un

lado, nuestros pueblos eran ágrafos y, por otro, se

quería evitar cualquier penetración del protestantismo,

acentuándose por influencia del Concilio de Trento la

dimensión cúltica-sacramental de la misión, el

encuentro fue esencialmente cúltico-ritual. Hago esta

aclaración pensando en algunos distinguidos

contradictores que he tenido, y que han insistido en

interpretar el catolicismo latinoamericano como

teología. Nunca hemos tenido en América Latina un

hereje teológico, con la excepción del Padre Lacunza y

su milenarismo, pero el texto condenado fue escrito

cuando ya estaba en Europa. Tampoco hemos tenido

ni un Voltaire, ni un Feuerbach, ni un Schleiermacher,

que hicieran una crítica a la teología misma desde los

intereses sociales que supuestamente defendía. Todas

las disputas que se han dado en la relación de la

religión y el poder civil, han sido en el plano ritual o en

plano económico-administrativo, como por ejemplo, en

nuestro caso, el conflicto del sacristán.

Pues bien, este es un breve resumen de la

tesis propositiva de mi libro sobre la visión de la cultura

latinoamericana. Surge entonces la pregunta: ¿Cuánto

de ella sigue aún vigente? En mi opinión, aunque por

decir esto algunos dicen que soy esencialista, la

estructura básica de la relación entre ritual, palabra oral

y escritura no ha cambiado sustancialmente. Es cierto

que ha habido una campaña de alfabetización de la

población de América Latina, para tratar de expandir la

cultura escrita. Pero todos sabemos que no obstante

estos esfuerzos, la mayoría continúa siendo

funcionalmente analfabeta, es decir, sabe leer pero no

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entiende lo que lee y su fuente fundamental de

conocimiento, de conversación y de generación de

ideas sigue siendo la cultura oral de los decires.

Siempre hemos estado más cerca de Sancho Panza

que del Quijote.

Basta escuchar lo que habitualmente se habla

en la televisión o en la radio espontáneamente: cada

cuatro palabras se intercala un dicho. Esto no ha

variado sustancialmente con el tiempo. Por cierto, hay

otras cosas que han variado. Se han instaurado las

universidades, la ciencia, ciertas formas de

racionalización económica, etc., pero pienso que la

lectura que todavía hacemos del mercado, por ejemplo,

es más cercana a nuestras interpretaciones barrocas

originales que a una teoría de la complejidad.

Naturalmente, todo este tema debe ser materia

de análisis histórico-empírico. Pero me parece que lo

esencial del barroco se ha mantenido e incluso

potenciado con los medios audiovisuales. Somos

exportadores de melodramas, de telenovelas barrocas

hasta en su versión estereotipada, con la evidente

necesidad de representar el gran teatro del mundo.

Pero el saber que se representa está siempre vinculado

a lo que alguien dice o revela. Todos los capítulos de

los melodramas terminan en algún decir de alguien que

sorprende y su significado queda en suspenso para el

próximo capítulo. En nuestra comprensión del deporte,

del fútbol, por ejemplo, ¿no lo entendemos acaso como

una gran fiesta barroca? Por lo mismo, no siempre

tiene la funcionalidad necesaria para ser eficiente, pero

convoca a grandes multitudes que se identifican con la

sociedad, con el país, con la región. En suma, la cultura

audiovisual ha potenciado enormemente la tradición

barroca y ha disminuido, a mi parecer, la débil

influencia de las corrientes ilustradas que alcanzaron a

expresarse a fines del siglo XVIII, durante el siglo XIX y

la primera mitad del siglo XX. Si estas afirmaciones

corresponden a los hechos querría decir que las tesis

del libro, por lo menos en su línea gruesa, sigue

vigente. Evidentemente hay que reconocer que

estamos en un mundo crecientemente globalizado, en

el que, queramos o no, tenemos que integrarnos en

una cierta medida. Pero como todos sabemos, América

Latina, de alguna manera, se resiste a ello. Pienso en

Bolivia, Ecuador, Venezuela, Argentina, Paraguay,

Perú, donde se han manifestado ciertas resistencias a

aceptar acríticamente un modelo puramente funcional

de globalización y han intentado una relectura de la

situación con mayor o menor éxito. Es indispensable,

en todo caso una comprensión de la cultura que

complemente o pueda corregir, cuando corresponda,

una visión unilateralmente económica de la realidad.

Termino señalando que el año 1996 la revista

“Persona y Sociedad”, que era entonces de ILADES,

hoy Universidad Alberto Hurtado, y que dirigía Jorge

Larraín, me invitó a escribir un artículo haciendo un

balance de la discusión sobre la identidad cultural

latinoamericana en los años que habían transcurrido

desde la publicación de mi libro. Agradezco que ahora

me hayan dado la oportunidad de hacer otro tanto.

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Tropa de Elite, de José Padilha

Idelber Avelar1

(Traducción del portugués de Alejandro Fielbaum S. y Pedro Sierra V.)

Las motivaciones para traducir el presente texto son

varias. En primer lugar, se trata de un lúcido

comentario, producido por uno de los más importantes

críticos culturales latinoamericanos. Su trabajo resulta

ampliamente conocido en Chile, al punto que la edición

española de Alegorías de la derrota: la ficción

postdictatorial y el trabajo del duelo fue realizada por

Cuarto Propio (2000). No obstante, el texto aquí

traducido parece más cercano a las discusiones que

ha expuesta en The letter of violence. Essays on

narrative, ethics and politics (Palgrave Macmillan,

Nueva York, 2004). La preocupación allí trazada por la

relación entre narrativa y violencia es aquí llevada al

análisis del filme Tropa de Elite, dirigido por José

Padilha. Estrenado el 2007, un año después el filme

gana el prestigiosa premio del Oso de Oro de Berlín.

No sólo destaca por ser uno de los filmes

latinoamericanos más observados en los últimos años,

sino también por su polémica exposición de las

relaciones entre violencia3 y marginalidad en la

sociedad brasilera –temática, por cierto, recurrente en

otras películas brasileras recientes, tales como Cidade

de Deus (2002) Carandirú (2004) o Prohibido prohibir

(2008). Tal característica exige su atención, en el

marco de las discusiones desplegadas en la presente

revista.

El texto en portugués puede hallarse en el blog

del autor (www.idelberavelar.com), espacio que se ha

erigido como una destacada tentativa de resituar la

vocación pública del pensar en las actuales

reconfiguraciones massmediáticas. Allí pueden

encontrarse libremente distintos trabajos del autor,

cuya gentileza en la autorización de la presente

traducción agradecemos profundamente. Resulta

interesante la coexistencia desplegada, en tal sitio, de

notables investigaciones académicas con reflexiones

sobre temas que van del fútbol a la política, pasando

por la música y los cigarrillos. Estas últimas

3 Ph.D de la Duke University. Profesor de Literatura

latinoamericana en la Tulane University.

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yuxtaponen el rigor intelectual de Avelar con una

tonalidad más informal, harto más asequible al público

ajeno a las discusiones académicas en las cuales ha

intervenido tan prolíficamente. El texto aquí traducido

es ejemplo de tal gesto. Hemos intentado mantener tal

estilo, como parte de la imposible y necesaria fidelidad

del ejercicio del traducir.

Tropa de Elite es el tema del momento. La vi y

la hallé un filmazo (filmaço) –con algunas

simplificaciones bien brutales, sin las cuales habría sido

aún más efectiva en lo que pretende. Pero es un

filmazo. En primer lugar, como película presentada

desde el punto de un policía no corrupto, de un batallón

especial, que cree sinceramente en lo que hace, Tropa

de Élite es una novedad muy bienvenida en la

cinematografía sobre el tema. La discusión está

dándose, y no sería bueno limitar [las posiciones] a una

barra derechista que apoya al Capitán Nascimiento, y a

otra que lo rechace, simplistamente, desde la izquierda

–la película es mucho más rica que eso.

Se acusa a la película de ser manipuladora y

maniqueísta. Las dos acusaciones son falsas. En

primer lugar, la belleza de cualquier arte narrativo es

crear un narrador “manipulador”, es decir, una voz lo

suficientemente creíble que nos lleve, nos convenza a

salir del mundo real sean dos, o diez horas, y entrar en

ese mundo alternativo. Dostoievski hacía eso:

santurrona, zarista y latero, imaginaba protagonistas

rebeldes que convencían a cualquier anarquista o

revolucionario que los leyese. Padilha crea al Capitán

Nascimento, jefe de una isla de credibilidad en un

universo de policías que reciben propina de los

traficantes, policías que trasladan cadáveres para

adulterar estadísticas, policías que saquean los

vehículos que usan para trabajar, oficiales que exigen

propina de cualquier soldado que se vaya a tomar

vacaciones. Sólo olvidando el 70% de la película es

posible leerla como celebración de la fuerza policial. Es

una autopsia de la podredumbre. En este mar de lodo,

el BOPE4 es el lugar del punto de vista. Y desde allí es

que se cuenta la historia. El BOPE tortura y mata, pero

no se corrompe ni asesina indiscriminadamente.

¿Genera identificación con parte del público? Claro.

¿Sanciona la película ese punto de vista

inequívocamente? De ninguna forma. Pensar así sería

escoger no ver una serie de cosas que están allí.

El filme es esencialmente honesto al usar la

voz en off del Capitán Nascimento, como narrativa

distanciada de aquellos eventos. “Manipulador”, en el

mal sentido de la palabra, habría sido crear una voz en

off supuestamente “neutra”, “documentando” aquella

ficción y, en el fondo, repitiendo la ideología del Capitán

Nascimento y del BOPE como la única posible; A fin de

4 Se refiere al Batalhão de Operações Policiais Especiais,

unidad sobre la que versa el filme.

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cuentas, ahí ésta se legitimaría por el aura de verdad

del narrador no diegético, no participante de la trama, el

narrador “Dios”. Padilha hace lo contrario: expone al

personaje no sólo en la tela sino también en la

narración y comentario de la película. Él está ahí para

ser evaluado, juzgado, también escrutinado. Si el

espectador abdica de esta tarea, claro, es problema

suyo. Habrá quien abdique para celebrarlo como

Rambo. Habrá quien abdique para condenar.

Es difícil la tarea del espectador que quiere

abrazar la ideología del Capitán Nascimento porque, a

fin de cuentas, mientras Nascimento estuvo allá fue

implacable e incorruptible, pero tuvo que salir. Porque o

sino, probablemente, no habría vivido para criar a su

hijo. Digo que “tuvo que salir”, claro, porque ahora él

nos narra el filme en off, ya supuestamente sustituido

por Matías, si vamos a leer simbólicamente –como creo

que debemos hacerlo- el último disparo de la película,

el disparo iniciático, de incorporación al batallón, que

Matías descarga en la cara del traficante “Baiano” (y en

la del espectador, ya que la cámara es colocada en el

suelo, encima del arma, invitándonos a la condición de

ser asesinados).

Matías es el único negro (preto) que no es

parte del paisaje. La elección es interesante porque

todo el conflicto es la sustitución del Capitán narrador,

para el cual, después del brutal entrenamiento, quedan

dos candidatos: Neto, el valiente burro que termina

muriendo en la favela con un tiro en la espalda, y

Matías, que es inteligente pero está “ablandado” por la

convivencia con los pequeños burgueses de la

Facultad, lugar donde él aún utópicamente cree que el

derecho y la institución policial son sinónimos,

contiguos, fácilmente armonizables. En esa ingenuidad

él no está solo: A fin de cuentas, estudia en una

Facultad donde el profesor y los alumnos (todos ellos

blancos, a excepción de un mulato claro al fondo)

conforman una clase inverosímil en la que se sueña

que Foucault alguna vez habló de aparatos represivos

de Estado.

Pero no pidamos exactitudes francesas en una

película de ficción hecha en un país donde el

columnista de la mayor revista semanal afirma que,

para Foucault, la locura era una construcción discursiva

(¿dónde leíste eso, Reinaldinho?). Lo que me

incomoda en las escenas de la facultad en Tropa de

Elite es la artificialidad con que todos se ponen contra

Matías con argumentos simplistas acerca de la policía y

la violencia. Padilha estereotipa allí el discurso anti

violencia policial, así como estereotipa a las ONGs, al

mostrar a un director que ya ofrece a Matías material

electoral de un senador desde el primer minuto en que

visita la sede. Hay algunos abusos como ese. El filme

habría sido aún más poderoso si hubiese introducido

un mínimo de complejidad en los veraderos

antagonistas de Nascimento: Los “burguesitos-

prensados” (burguesinhos-baseado), no tan diferentes

al “semi-burgués-empastillado-para-dormir” que es el

propio Capitán, un total vicioso de las drogas

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farmacéuticas cuando la situación apremia. Es por esto

que, a pesar de tales abusos, la película no resbala al

maniqueísmo: No lo permite la complejidad de sus

personajes y su mirar ácido sobre lo conflictivo que es

el par tráfico/seguridad pública en Río.

Incluso el personaje de Fernanda Machado es

complejo. Ella es la única mujer del filme que no es

parte del paisaje. Burguesita, exquisita y con

conciencia “social”, colabora en la ONG de la favela de

forma no muy diferente a como Nascimento –y después

Matías- trabajan en BOPE: Con total fe en lo que hace.

Ella cae, incluso, de la misma forma que Nascimento:

Él descubre que es imposible mantenerse en BOPE y

criar a su hijo, ella descubre que es imposible ser

burguesa con “conciencia social" en la favela sin

colaborar con el tráfico (o sin traicionar a la comunidad

colaborando con el policía). Cuando ocurre la

aproximación romántica entre ella y Matías, el

espectador sabe que está destinada al fracaso: el único

espacio en que están unidos como iguales, la Facultad,

se hace un lugar irrelevante. La “burguesita-blanca-

izquierdista” y el “negro(preto) de pueblo ascendente

vía policía” (y, sueña él, a través de la Facultad) no se

pueden amar: la verdad está en la favela, y allí ellos

ocupan espacios irreconciliables. Es tontería acusar la

voz del Cap. Nascimento de ser “manipuladora” en una

película en que dos jovencitos, el único negro (preto) y

la única mujer, tampoco encuentran ningún camino,

romeoyjulietamente fracasando en la favela.

Tropa de Elite es un filmazo porque hace

incómoda la posición de todo el mundo. Trae una voz

en el oído y no exenta de contradicciones. Es el

Capitán Nascimento, claramente, quien nos dice al

principio que sólo hay tres salidas para un policía en

Río: Retirarse, corromperse o ir a la guerra. Inmune a la

segunda, el opta por la tercera a lo largo de la película

pero es obligado a escoger el retiro cuando nace su

hijo. Ese momento de paternidad es lindo, hay que

decirlo. Fue allí que más me identifiqué con él: La

retirada como gesto de amor.

Es verdad que Nascimento insiste con el

burguesito que consume en grupo quien, al comprar

drogas allí, mató a la ocasional víctima del tiroteo en la

favela. En este sentido sí, el filme presenta fuertemente

el punto de vista de que es el burguesito marinhuanero

quien sustenta el tráfico: Pero creer en esa tesis es

creer que la voz del filme es la de Nascimento

hablando con el burguesito, la de Matías hablando con

los alumnos de la Facultad. Yo, nuevamente, me

rehusaría a reducir lo que el filme dice a lo que el

personaje dice. Nascimento también es el responsable

directo por la muerte de “fogueteiro”, pobre que, bajo

tortura, denuncia el “puente” de carga y es, después,

claro, rápidamente ejecutado por los traficantes.

Nascimento sabe que, al extraer, bajo tortura, una

delación y después no ofrecer protección policial a su

delator (dedo-duro), él efectivamente lo mató. Vive ese

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remordimiento en vísperas de ser padre y le pregunta a

la madre del joven si acaso él era su único hijo.

¿Cuál es la relación de causalidad más

directa? ¿La que liga al burguesito marihuanero al

tráfico o la que liga la actuación del BOPE a la muerte

de sus colaboradores? Poner esa pregunta, con tal

grado de complejidad, es un gran mérito de la película.

Altazor y el vértigo de la escritura

Ashley Müller5

Francisco Salinas6

Resumen

En este estudio se revisa de modo interpretativo el poema Altazor de Vicente Huidobro, se

busca mostrar la poética de dicho autor como manifestación cultural de la elite

latinoamericana de principios de siglo XX, anclada en el texto escrito y en los problemas

universales de un hombre exasperado por la incertidumbre de la guerra y las nuevas

tecnologías. Nos centramos en la interpretación de símbolos, particularmente en los

elementos autorreferentes y heterorreferentes de la obra. Con lo anterior, pretendemos

mostrar dicho texto como una obra imaginativa y sensible, situada en el seno de una cultura

escrita.

5 Estudiante de pregrado en sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

6 Estudiante de pregrado en Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile..

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Palabras claves: Vicente Huidobro, Poesía, Literatura, América Latina.

Introducción

Con la propuesta de Huidobro, particularmente

con Altazor o el viaje en paracaídas (1931), se intenta

romper con los convencionalismos y tradiciones

imperantes en la estética literaria de principios del siglo

XX en América Latina. En la obra se presentan rasgos

de un proceso de diferenciación de la literatura como

sistema definido por sí mismo (Luhmann, 2003), a su

vez, se pone de manifiesto una sensibilidad latente en

su época, una intuición de que algo no funciona en el

quehacer del hombre, que algo se está haciendo de

modo incorrecto. El lenguaje se descompone, junto con

las ilusiones de un hombre que, tras la Gran Guerra ve

la Segunda venir, vibrando ante «los dirigibles que van

a caer».

En este texto, analizamos los componentes

estético-formales y el modo en que se abordan los

temas centrales que definen la autonomía de Altazor en

cuanto obra de arte. Además, atendemos a la

heterorreferencia que se presenta como contexto a la

obra, aquello a lo que remite el poema. Estudiamos

también un ámbito sincrético entre texto y contexto,

donde surgen cuestiones tales como la experiencia

frente a la muerte y la vida, además el viaje como

síntesis de ambos.

Pero, fundamentalmente, lo que aquí se revisa

es la posibilidad de que sea a una muerte del lenguaje

aquello a donde nos lleva Altazor, o si más bien, nos da

cuenta de cierto reposicionamiento de lo escrito por

sobre lo oral, a modo de reincorporación de la

distinción naturaleza/cultura dentro del polo de la

cultura escrita. Analizamos lo anterior, tomando en

cuenta que Huidobro en Altazor propone una ruptura

con el lenguaje, y que la destrucción del lenguaje no

pasa por matarlo con palabras, pues de ello se obtiene

todo lo contrario: se le afirma como imperecedero.

Altazor y el lenguaje

Como problema de investigación, planteamos

que Altazor es un poema sumamente autorreferente y

con una fuerte autocomprensión respecto a su propia

finitud, en tanto que el autor parece ver que el lenguaje,

la poesía y las palabras que lo nutren son limitados en

su expresión. Esta limitación, al parecer, tiene su

anclaje en la finitud del poeta, quien como hombre

consciente, sabe del irrevocable destino que es la

muerte y lo frágil que son sus actos y creaciones. El

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poeta es un pequeño Dios, tiene capacidad de crear

mundos, pero no de crear algo trascendente e inmortal.

El problema, en definitiva, estaría dado por la

incapacidad que muestra el hablante-poeta para dar

cuenta de un acto trascendente; ante esto, recurre a

matar al lenguaje como medio para conseguirlo, no

obstante, se elimina a sí mismo al hacerlo, resaltando

más aún su finitud.

Creemos que hay un punto ciego en el

hablante poético de Altazor. Pretende trascender,

matando el lenguaje de una vez por todas y, sin

embargo, su acto no logra lo que busca, pues un

observador de segundo orden puede revivir el lenguaje

en su lectura, junto con revivir la autoconciencia del

poema respecto a la propia finitud. Tomando en cuenta

esto, nuestra hipótesis es que el lenguaje finito de

Altazor es infinito por la riqueza de significaciones

posibles que de él emergen, en tanto que, puede ser

infinitamente reinterpretado por distintos lectores.

Que sea posible la presente lectura de Altazor,

nos muestra que la muerte del lenguaje no es tal, pues

trasciende al universo del poema. Cada vez que

alguien lee Altazor, el lenguaje revive con distintos

matices, interpelando nuevas sensibilidades. La

desarticulación y descomposición del lenguaje dentro

del poema no pasa de ser una ficción; esto ocurre

debido a que esta tiene lugar dentro de los márgenes

de lo escrito, donde el registro permite permanentes

reinterpretaciones. La pretensión de destruir un

lenguaje, tal vez, sería posible de satisfacer en el

marco de la cultura oral, aquella sin registro ni visión

lineal del tiempo, en un ataque por la espalda a la

sincronía del habla.

Principales símbolos de la obra

¿Qué significa Altazor? ¿A qué alude Huidobro

con un título como Altazor o el viaje en paracaídas?

Etimológicamente, podemos ver que Altazor es una

palabra compuesta por Alt y azor, en donde “alt” da

cuenta de las alturas y “azor” del nombre de una

especie de pájaro. Según Jaime Concha, Altazor

correspondería a un semipájaro de las alturas que,

además estaría envuelto en ciertos rasgos humanos,

tales como los sentimientos, problemas y deseos.

Altazor sería entonces un híbrido entre ángel y pájaro,

poseedor del don del vuelo. Afirma, el mismo autor,

que, incluso Altazor debe ser imaginado como una

figura casi mitológica, semejante a la del mito de Ícaro

(Concha, 2003, p. 1588). Concordamos con dicho autor

respecto a las semejanzas existentes entre el deseo de

Ícaro de ir más alto y de enfrentarse trágicamente con

la muerte como destino de lo humano. Sin embargo, a

diferencia de Ícaro, Altazor es consciente de su fin y de

lo irremediable de la caída, no espera llegar al paraíso,

él asume su condición mortal. A pesar de su angustia

por ello, intenta disfrutar del descenso, de la inminente

caída; la criatura baja, jugando y haciendo piruetas en

el aire. Eso es su vida.

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El viaje en paracaídas introduce, en cierto

sentido, la presencia de la tecnología moderna, porque

este viaje en descenso al que se lanza Altazor es en un

artefacto diseñado para detener las caídas y hacerlas

más suaves. La palabra paracaídas se compone de

dos palabras: i) para, que tiene dos significados, uno

correspondiente a la de preposición “para” y el otro a

parar o detener, y ii) caída, en tanto que caer o

descender. En el sentido usual, el paracaídas cumple la

función de amortiguar el choque con la tierra, sin

embargo, en Altazor, pensamos que el significado

indicado es el de ser un artefacto diseñado “para” la

caída, es decir, algo que es usado en pos de lanzarse.

Altazor es un ser poético que nace en la era en

que muere el cristianismo, un mundo en el que

Nietzsche ya se adelantó a declarar la caída de los

valores trascendentales del ser, un mundo donde «No

hay bien no hay mal ni verdad ni orden ni belleza»;

sobre esto nos habla Concha, quien ve como “Huidobro

se conecta aquí [en Altazor] con Nietzsche y su dictum

definitivo «Dios ha muerto»” (Ibíd. p. 1591). Si Dios

deja de existir como ser legislador de la tierra y la

naturaleza, el poeta abdica a su intento de reflejar

miméticamente dicho espacio, el cual deja de ser

sagrado. Intenta, entonces, tomar las riendas del

asunto al convertirse él mismo en un “pequeño Dios”.

Este poeta que se ha tornado el sucesor de

Dios, busca crear mundos nuevos donde desplegar su

poder. Sin embargo, en Altazor el poeta se muestra

como doblemente finito y su pequeñez divina

sobresale: es finito en tanto está limitado por la muerte

y por su dependencia respecto a la mujer como pilar de

su creación. El poeta va creando en su viaje por la vida,

pero siempre consciente de la muerte que cercena la

potencialidad creadora que este tiene a largo plazo. A

su vez, el Canto II muestra como toda la creación

depende en última instancia de la amada, de la musa

inspiradora, sin la cual «Las estrellas a pesar de su

lámpara encendida/ Perderían el camino/ ¿Qué sería

del universo?». Todo esto nos da cuenta de un poeta

pequeño Dios, infinitamente finito e incapaz de

sostener un mundo por siempre en sus pequeñas

manos.

El poeta comienza a jugar con el lenguaje

tratando de mostrar su poderío, no obstante, este se le

vuelca sumamente complejo y escapa de sus manos; lo

que parecía un simple juego se transforma en

disolución. Juega con símbolos infinitos, nunca puede

llegar a poseerlos del todo, inventa palabras y luego las

desmenuza, no hay control sobre los significados. Se

pierde. El poeta en su paracaídas parece morir junto

con el lenguaje; ambos caen al abismo, el lenguaje se

vuelve inmanejable para un poeta limitado por su

finitud. Él, a pesar de su voluntad creadora, no puede,

sino caer.

Lenguaje conformado en Altazor

Vemos en Altazor una obra que está inmersa

en el contexto de un sistema artístico que, en términos

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luhmannianos, se encontraría ya bastante diferenciado

en cuanto a sus funciones respecto de otras esferas

sociales (Luhmann, 2003). En este sentido, es un

poema que se centra antes en la forma que en los

contenidos mismos a los que refiere; estos últimos

llegarían a ser secundarios frente a la majestuosidad

que presenta la caída y muerte del lenguaje en la obra.

Dicha idea se anuncia constantemente, a modo de

prolepsis, en versos que aparecen en cantos anteriores

a la desintegración del lenguaje; así se enuncian cosas,

tales como: «Altazor morirás», «Altazor desconfía de

las palabras» o «Después nada nada/ Rumor de frase

sin palabra». Esto da cuenta de una fuerte

autorreferencialidad del poema, en tanto que en sí

mismo refiere a aquellos elementos que le constituyen.

Sin embargo, la autorreferencia de una obra

literaria no refiere simplemente a la intratextualidad que

presenta, más bien da cuenta de la capacidad que esta

tiene de resaltar en su forma. En este punto, cabe

destacar lo bien logrado que es Altazor en estos

términos; estallan en cada página versos irregulares,

sin rima ni estructura clara, palabras que suelen

incursionar por distintos rincones de la página, en

donde no se sigue ningún patrón definido de versos por

estrofa. Además, hay una llamativa tendencia hacia lo

entrópico, que resalta y cambia la apariencia del poema

en el transcurso de todo el libro. El lenguaje usado se

va transmutando al avanzar en las páginas: se juega

con las palabras y la sonoridad que generan al leerse,

muestra un carácter prosaico a ratos, en momentos

acude al uso de la corriente de la conciencia y,

finalmente, se recurre a matar el lenguaje, como

recurso en donde se desgranan las palabras hasta

dejar libre a versos compuestos de puras vocales y

signos lingüísticos básicos.

El poema se sitúa inicialmente en un temple

anímico de tipo grandilocuente. Es como si el poeta

quisiera ambientar al lector en un espacio solemne

donde se va a dar un gran paso, en tanto que la

estética se llevará a uno de sus límites. Partiendo de la

imagen del Cristo muerto, la obra nos lleva a tener la

experiencia de caer junto al logos y sus cambios. Estos

cambios que sufre el lenguaje, van degenerando la

grandilocuencia que en otrora resaltaba y queda de

manifiesto la duda e inseguridad de un hablante que, a

partir de un juego, termina por padecer la catástrofe

cósmica de su mundo creado.

El hablante poético de la obra es quien

proclama ser «Altazor, el gran poeta», un ser que

cuenta sobre su viaje en paracaídas desde las alturas

hasta el abismo donde la muerte lo espera. Se

acompaña de elementos aéreos y alturas siderales,

que lo siguen como paisaje a su movimiento por el

mundo huidobriano (Ibíd. p. 1586), pero este “gran

poeta”, va teniendo cada vez más conciencia de su

muerte mientras el viaje avanza, pues es la muerte la

que «se acerca como el globo que cae». El hablante

entonces se confunde, se vuelve múltiple y difuso, pero

con una multiplicidad en la que nunca deja de ser

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Altazor, se habla a sí mismo y dialoga sobre su miedo

al colapso, proceso al que finalmente abdica explicar,

llegando simplemente a experimentarlo de modo

vertiginoso. A ratos, el hablante también toma la voz de

otros individuos, así incursiona en hacer hablar a

figuras, tales como el Creador o la Virgen.

El poema está lleno de imágenes creadas y de

escenas imaginables, muchas de las cuales resaltan

por su belleza y/o originalidad. Así, «Mi paracaídas se

enredó en una estrella apagada que seguía su órbita/

concienzudamente, como si ignorara la inutilidad de

sus esfuerzos», «El río corre como perro azotado» o un

«…pecho que grita y un cerebro que sangra», son

imágenes creadas que permiten anclar ciertas

sensaciones y pensamientos en figuras inteligibles para

el lector de la obra, pero ambientados, muchas veces,

en espacios “creacionados”, imposibles de subsistir

fuera del poema.

Altazor juega con los elementos de los que se

nutre como creación, los articula de un modo que

rompe con los estándares formales de la poesía

tradicional imperante hasta su época; la búsqueda de

una creación propia que trascienda la esclavitud hacia

la naturaleza, lo hace rebasar los envases donde

podría enfrascar su poesía. Sin embargo, el poema se

sitúa desde un registro culto, de alguien con educación

en letras y poseedor de amplio conocimiento de

mundo. Como vanguardista, rompe con los cánones

estéticos de la época anterior, pero no por ello se aleja

del mundo letrado en pos del oral y empírico como

luego lo hiciese Nicanor Parra.

El uso que Huidobro hace de la poesía dentro

de Altazor tiende a ser docto y con varias alusiones

metalingüísticas. Es un texto que hace observaciones

de segundo y tercer orden, se plantea a ratos como un

crítico de viejos movimientos artísticos

latinoamericanos como son el romanticismo o el

modernismo. Así, al referirse a la poesía en sí, «Poesía

aún y poesía poesía/ Poética poesía poesía/ Poesía

poética de poético poeta/ Poesía/ Demasiada poesía»,

responde con distancia, declarándose “Anti poeta”,

aquel que se opone a lo dado, insertando la locura, el

juego y lo dinámico en un ambiente de época regido

por una tradición inmóvil y “formalmente correcta”.

La autorreferencia de la obra está dada, en

definitiva, por un lenguaje escrito que reluce a modo de

una “materia conformada”, la cual es la condición sino

qua non para el carácter alegórico de Altazor (a revisar

en el siguiente punto). Pensamos, aludiendo a la

concepción de lo bello en Heidegger (2005), que el

modo estilístico concreto de situar la forma en Altazor

es aquello que le da la fuerza y constitución como

entidad, la cual se sustenta por sí mismo gracias a su

modo lúdico de expresión del lenguaje.

Aspectos alegóricos de Altazor

Es dentro de un contexto bélico, donde se

expresa plenamente la magnitud en la cual es usada la

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racionalidad del hombre. Todo el despliegue

tecnológico presente en la guerra: aviones, avances en

comunicaciones, armamentos y una gran serie de

adelantos propios de la era moderna son, sin embargo,

utilizados para que países vecinos se maten los unos a

los otros. Lo racional se torna irracional. Es en medio

de la cuna de la cultura escrita, de una Europa en la

cual se origina la racionalidad moderna, donde

paradójicamente acontece un desastre que desorienta

la posición del hombre en el mundo. Esto se manifiesta

en lo que nos dice el hablante de Altazor: «Mi madre

hablaba como la aurora y como los dirigibles que van a

caer. / Tenía cabellos color de bandera y ojos llenos de

navíos lejanos»; lo bélico se sitúa como algo familiar en

él, quien ve en la madre algo que le remite a la guerra y

los armamentos forjados por la técnica moderna, el

hogar deja de ser fuente de estabilidad y confianza,

convirtiéndose en fuente de inseguridad.

Por otro lado, la historicidad en la cual se

escribe Altazor tiene relación directa con el contexto

literario en la Europa de la época. En la obra, vemos

que, de hecho, las tendencias literarias de las

vanguardias europeas son mucho más relevantes que

la tendencia al naturalismo positivista presente en

Latinoamérica (Godoy, 1982, pp. 496-500), que no

captan la nueva sensibilidad artística naciendo en el

mundo. Huidobro se acerca a las vanguardias

europeas en su manifiesto Non Serviam, donde se

declara no dependiente ni servidor de la naturaleza

para hacer poesía, por lo tanto, se aleja de la

naturaleza, lo cual lo acerca a la cultura, en especial

escrita, pues allí es donde puede dedicarse a crear. Al

contrario de lo que se ha realizado típicamente en el

continente americano, cuya experiencia literaria se

encuentra anclada, en primer término, a la naturaleza y,

en segundo, a la cultura oral. Huidobro sitúa al poeta

como un pequeño Dios, ser capaz de crear nuevos

mundos, autónomos frente al peso de la realidad.

Ahora bien, dentro de los movimientos de

vanguardia, uno de los que más notablemente influyen

y se manifiestan en Altazor es el Creacionismo fundado

por el propio Vicente Huidobro. El Creacionismo es un

–ismo que consiste en la creación e incorporación de

nuevas técnicas dentro de la poesía, el cual nace como

modificación del valor convencional del lenguaje,

logrando de tal manera el ideal creacionista de

expresión de lo “único”, cosa que se manifiesta como

algo separado de toda representación (Pizarro, 1997, p.

28). Como sostiene el propio autor: “El poema

creacionista se compone de imágenes creadas, de

conceptos creados; no escatima ningún elemento de la

poesía tradicional, sólo que, aquí, esos elementos son

todos inventados sin ninguna preocupación por lo

real…” (Huidobro, 2003c, p. 1340).

Huidobro juega con el lenguaje y crea

libremente con él, se aleja de la naturaleza e inventa

mundos nuevos, autorreferentes a su propia voluntad

(Huidobro, 2003d, pp. 1294-1295). El poeta ejerce algo

así como una voluntad de poder, un querer que se

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sobrepone, incluso sobre la realidad de las cosas, las

cuales nihiliza para luego implantar las formas que él

mismo desea darles. Tomando en cuenta el contexto

bélico en que se sitúa la obra, hace mucho sentido que

la voluntad sea el modo en que el artista logra sacar

fuerzas de la debilidad, la pena y la flaqueza. Lo

anterior, queda muy bien expresado en las palabras de

un filósofo nacional: “la voluntad de poderío aparece

así resituada en la frontera entre la afección que

produce en nosotros aquello que nos ocurre, y nuestro

poder para graduar dicha afección, recrearla y utilizarla

de materia prima en nuestros actos de singularización”

(Hopenhayn, 2005, p. 209).

Otro punto de heterorreferencia por considerar,

es que Latinoamérica, el propio origen de Huidobro, no

es aparentemente tomado en cuenta por el hablante en

la obra. Las referencias sobre América Latina dentro de

Altazor son poco considerables y tampoco está claro si

efectivamente se da cuenta de Latinoamérica en algún

momento certero de la obra, o se habla en general de

cualquier lugar. Al parecer, el autor tiene una tendencia

a ordenar mundos con un carácter universalista,

cercano a una cosmovisión global, en la cual se harían

pocas referencias regionalistas. No obstante, hay

argumentos que plantean lo contrario, que ven como en

la obra del artista se hace patente la libertad, tema

recurrente en la literatura continental del Romanticismo

en adelante:

“No creemos que la poesía deba ser una

transcripción anecdótico y descriptiva de las

costumbres, geografía de América. Nada más

lejos a veces que el realismo de la verdadera

realidad. Pero hay en la obra de Huidobro,

como señala el crítico Jorge Elliott, una

libertad, un pleno aire tan vivo que se puede

atribuir a su condición de hombre americano.

Con razón sus admiradores españoles lo

compararon con el otro renovador de la poesía,

que fuera Rubén Darío” (Teillier, 1963).

A nuestro parecer, la libertad no es un tema

central en el poema, más bien lo es la construcción de

un mundo que enfrenta la carencia de origen.

Planteamos que en Altazor no se muestran rasgos

efectivos de latinoamericanidad; quizás las referencias

al continente sean mudas y por negación, tal vez, en un

no aceptar las raíces y la propia tierra. Esto puede

verse como propio de una identidad en la negación de

todo origen, cosa típica de la cultura criolla-

latinoamericana, compuesta por individuos de la elite,

quienes escaparían a aceptar su verdadera condición,

la mestiza (Morandé, 1984, p. 18). Huidobro pertenecía

a dicho grupo y quizás por una afición hacia lo escrito y

lo europeo, se aleja de todo residuo de oralidad,

algarabía, religiosidad popular o cualquier otro ícono

cultural de nuestro continente. Lo latinoamericano de

Huidobro es no querer ser tal.

Encontramos en la obra también otros factores

contextuales relevantes. Relacionado con el tiempo y

contexto del autor, se muestra el Cristianismo como

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carga de negatividad. Lo anterior, se relaciona con la

creciente secularización y resguardos ante la doctrina

de dicha religión de parte de varios grupos de la

sociedad; el hablante poético adhiere a dicha postura:

«Morirá el cristianismo que no ha resuelto ningún

problema/ Que sólo ha enseñado plegarias muertas/

Muere después de dos mil años de existencia/ Un

cañoneo enorme pone punto final a la era cristiana/ El

Cristo quiere morir acompañado de millones de almas/

Mil aeroplanos saludan la nueva era/ Ellos son los

oráculos y las banderas». El Cristianismo se muestra

como impotente; la religión representativa de la Europa

occidental ya no es fuente ilimitada de esperanzas para

el hombre, ella no detiene las matanzas ni otorga

sentido a la vida. La religión sume en un clima de

angustia al hombre: «Vivir vivir en las tinieblas/ Entre

cadenas de anhelos tiránicos collares de gemidos/ Y un

eterno viajar en los adentros de sí mismo/ Con dolor de

límites constantes y vergüenza de ángel/ estropeado/

Burla de un dios nocturno».

El hablante poético de Altazor se encuentra

solo, en una soledad producto del abandono divino, de

la muerte que desorienta al hablante en un mundo que

se desordena. Esto también puede verse como ruptura

de la unidad entre los trascendentales del ser, de la

pérdida de armonía que existía antes de la muerte de

Dios. Esto lleva a que Altazor se sienta solo: «Estoy

solo/ La distancia que va de cuerpo a cuerpo/ Es tan

grande como la que hay de alma a alma/ Solo/ Solo/

Solo/ Estoy solo parado en la punta del año que

agoniza». Vemos que la soledad del poeta es también,

en parte, la soledad a la cual se enfrenta la humanidad,

la cual se ve abandonada a su suerte, carente del

amparo de un Dios omnipotente que le ayude. Sin Dios

no hay razón para seguir creyendo en la tradición, se

produce un giro en el arte hasta entonces conocido;

surgen los movimientos vanguardistas como una forma

de contestación ante la realidad, donde Vicente

Huidobro encuentra una aparente solución. Sitúa al

poeta como un pequeño Dios, pero un Dios limitado; el

poeta es ante todo humano, es decir, un ser finito que,

a la vez, es capaz de crear, de trascender dentro de un

ámbito infinito, a saber, del lenguaje.

Un último punto de heterorreferencia por

destacar en la obra es el relacionado a los procesos

modernizadores. No se alude mucho a esto, que es

más propio de la literatura del siglo XIX; no obstante,

en Altazor se dan ciertos atisbos respecto al proceso

de urbanización en versos, tales como «Gigantescas

ciudades del porvenir», «Los parques públicos

plantados de árboles frutales» y «Las plazas y

avenidas populosas». Aparece la imagen de la ciudad

acompañada por el desarrollo tecnológico, al cual alude

constantemente cuando se refiere a artefactos e

invenciones. Sin embargo, nuevamente no

encontramos pistas dentro del poema que refieran a

esta urbanización como algo latinoamericano, más bien

pareciese dar cuenta de esto como algo más general,

propio de un mundo universal.

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Referencias híbridas en Altazor

En el poema como un todo, encontramos en la

dicotomía vida / muerte, conceptos presentes tanto a

nivel autorreferencial como heterorreferencial, los

cuales sintetizan ambos niveles de análisis del texto. A

partir de la autorreferencia, vemos que en el poema la

desarticulación de las palabras simboliza la muerte del

lenguaje, finalizando el poema con grupos de letras

vocales que no poseen un significado claro en un

sentido denotativo. A nivel heterorreferente, se

presenta la muerte como el sino inevitable al cual los

seres humanos nos enfrentamos; como antítesis del

regalo ontológico de la vida: «Traedme una hora que

vivir/ Solo en las afueras de la vida». La vida se

enfrenta de modo trágico, se muestra como un orden

limitado, destinado a sucumbir ante las fuerzas

dionisiacas que le superan (Nietzsche, 2003, pp. 56-

57). Si bien la vida se representa, analógicamente,

como un viaje, es, a su vez, un viaje en paracaídas que

impide una caída libre o precipitada hacia el fin. Así lo

dice una voz que sella el destino de Altazor: «Altazor

morirás Se secará tu voz y serás invencible/ No ves

que estás cayendo/ Y vas a la muerte derecho como un

icerberg que se desprende/ La lucidez polar de la

muerte/ Las rocas de la muerte se quejan al borde del

mundo».

Por otro lado, la vida es lo que posibilita la

existencia del poeta pequeño-dios, quien crea un

mundo, dando y quitando vida al interior del poema;

sus facultades divinas se manifiestan en la pretensión

de destruir el lenguaje. Sin embargo, la vida es finita y

dicho término desequilibra al potencial creador del

poeta; la finitud humana se presenta como destino

inevitable del viaje, la muerte. Muerte y vida entendidas

en un viaje paracaidístico, se relacionan en etapas:

«Cae en infancia/ Cae en vejez». Se debe ingresar a la

vida para poder morir; el nacimiento de Altazor, su

introducción al viaje en paracaídas, lo sujetan

inevitablemente a la muerte: «La caída eterna sobre la

muerte/La caída sin fin de muerte en muerte».

La heterorreferencia presente en el poema, se

enmarca también bajo el contexto histórico en el cual

fue escrito Altazor: el período de entre guerras. Durante

los años anteriores, el continente europeo había sido

víctima de una brutal aniquilación humana, la cual se

origina desde la cuna de la racionalidad occidental.

Vicente Huidobro viajó a Europa en este contexto, cosa

que se plasma en su obra. No solo se impregna de un

estilo innovador de hacer poesía, el que trae a América

Latina, sino que también cuenta del sin sentido de la

masacre dada en la Primera Guerra Mundial. La muerte

por la guerra y la creciente desvalorización de la vida

es algo que también se refleja en su escritura: «En la

tumba guerrera del esclavo paciente / Corona de

piedad sobre la estupidez humana / Soy yo que estoy

hablando en este año 1919/ Es el invierno / Ya la

Europa enterró todos sus muertos / Y un millar de

lágrimas hacen una sola cruz de nieve».

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Desde este contexto se entiende que Huidobro

no haya manifestado un mayor anclaje en la visión

modernista latinoamericana presente en esa época; en

lugar de tener fe en el progreso, encontramos en

Altazor desconfianza respecto a lo venidero. El futuro

parece tener cierta carga negativa, es un tanto

desesperanzador, lo que viene no es más que una

inexorable caída hacia la muerte. El camino de la vida

es hacia abajo, la autorreferencia de la muerte

entonces se hace presente en la caída, en la vivencia y

experimentación de la propia muerte, que padecen el

hablante y el poeta.

El viaje es el tema central de Altazor, está

presente en todos los cantos del poema, introducido

desde el comienzo del prefacio: « Una tarde, cogí mi

paracaídas y dije: «Entre una estrella y dos

golondrinas.» He aquí la muerte que se acerca como la

tierra al globo que cae». El viaje se inicia cuando el

hablante toma su paracaídas y se deja caer: « Mi

paracaídas comenzó a caer vertiginosamente. Tal es la

fuerza de atracción de la muerte y el sepulcro abierto».

/ « Tomo mi paracaídas, y del borde de mi estrella en

marcha me lanzo a la atmósfera del último suspiro».

Lo anterior, nos muestra como se inicia el viaje dentro

del poema junto con la incertidumbre de arrojarse hacia

el abismo y abandonar la estabilidad de una estrella y

su órbita.

El viaje se puede apreciar desde los dos

niveles de análisis que hemos empleado en este texto.

A un nivel autorreferente, corresponde al sendero

seguido por el poema, encaminado hacia una

progresiva desarticulación del lenguaje; a uno

heterorreferente, a la conexión establecida entre viaje y

muerte, entendible como destino humano. Ambas

trayectorias ocurren al pasar por varias etapas al

interior del poema. Las etapas del viaje que emprende

el hablante se nutren de diversos ritmos y momentos a

través de los cantos, los cuales se manifiestan en

diversas temáticas y estructuras de composición

cambiantes. El viaje por el lenguaje se presenta como

aquello donde el poeta-creador puede jugar con las

reglas de lo posible e inventar nuevas formas de

expresión lingüística. Sin embargo, los límites para

crear se encuentran determinados por los términos del

viaje: «La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú

quieres creer», la vida tiene ciertas reglas básicas que

ni un pequeño Dios puede manipular; la voluntad de

poder como potencia se ve mermada por la propia

condición humana.

De modo análogo a la vida, el viaje tiene una

limitada duración, ningún viaje es eterno. No obstante,

así como en la vida constantemente anticipamos

sucesos, dentro del viaje que emprende Altazor, se dan

también indicios de lo venidero: «Vamos cayendo,

cayendo de nuestro cenit a nuestro nadir y dejamos el

aire manchado de sangre para que se envenenen los

que vengan mañana a respirarlo». Tanto el viaje como

la vida se viven en cierto tiempo y espacio, que

inevitablemente dejará de existir en el futuro. Entonces,

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el final del poema puede mirarse como una total

desarticulación de las palabras, quedando solo sonidos

vocales: «Io ia/ ( i i i o )/ Ai a i ai a i i i i o ia ». Coincide

el fin del viaje con el choque del poeta-hablante-Altazor

contra la tierra, ambos están, a su vez, totalmente

ligados a la destrucción del lenguaje con sentido.

Un último punto surge como puente entre la

autorreferencia y heterorreferencia del poema, la figura

de la mujer como musa inspiradora del poeta, imagen

que sustenta el mundo creado. El poeta le canta y

recalca su importancia: «Mujer el mundo está

amueblado por tus ojos/ Se hace más alto el cielo en tu

presencia /La tierra se prolonga de rosa en rosa/ Y el

aire se prolonga de paloma en paloma». El mundo al

que refiere el hablante aquí no es el mundo real, es el

inventado por el poeta; esa creación que él sostiene en

sus manos solo a condición que ella exista, pues la

mujer lo nutre: dándole vida, espacio y tiempo.

Todas las formas y contenidos que maneja el

poeta en sus manos penden de un hilo. La mujer es la

que da cierto sentido a la creación en todos sus modos

de aparecer: como mirada, como recuerdo, como

presencia, como cuerpo, labios y pies; ella es el calor

que permite la vida, el florecimiento y el movimiento, sin

ella todo es caótico: «Heme aquí en una torre de frío/

Abrigado de recuerdos de tus labios marítimos/ del

recuerdo de tus complacencias y de tu cabellera». La

mujer permite que el poeta no muera de frío en sus

viajes solitarios; su sola imagen le da motivos para vivir

y seguir adelante en la caída. Él, agradecido le dice: «Y

borras en el alma adormecida/ La amargura de ser

vivo».

Conclusiones

Vemos en Altazor un protagonista que trata de

trascender en una caída; busca matar el lenguaje en un

golpe en que él mismo desaparece como manifestación

finita. El hablante poético es consciente de su finitud e

intenta proyectar un sentido desde las bases no sólidas

de entes finitos como el hombre, la mujer, el poema y el

corto trayecto del viaje/vida. Dios está ausente, el poeta

intenta reemplazar su lugar absoluto con otros

elementos, pero no lo consigue, pues sus herramientas

son sumamente limitadas. Aparece, entonces, la caída

como algo inminente y vertiginoso, donde todo muere y

desaparece. La creación del pequeño Dios se le

escapa de las manos al poeta, en tanto que el

problema de la finitud de lo humano y sus efímeros

actos se ponen en primer plano, como fuerzas

superiores a la voluntad creadora de este.

Pensamos que la trascendencia de Altazor,

aquello infinito que tiene, no radica en el modo en que

el poeta articula la muerte del lenguaje en la obra, sino

más bien en otros dos tópicos: en el modo que encarna

en lo humano la tragedia de ser consciente en vida

respecto a la propia muerte, y en la riqueza simbólica

que posee, en tanto que signo con sobredosis de

significados e interpretaciones posibles. El viaje, como

símbolo del trayecto entre la vida y la muerte, es aquel

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elemento heterorreferente primordial del relato, con el

cual se interpela al lector con algo que le es familiar y

extraño, algo que angustia en su ambigüedad. La

autorreferencia, en tanto, articula las opacidades

intestinas que permiten interpretaciones diversas en

distintos interlocutores, quienes en diversos contextos

se enfrentan a la obra que Huidobro intentó dar una

realidad propia y fornida.

El registro escrito permite reinterpretaciones

infinitas de distintos lectores sobre una misma obra. La

voluntad de desintegrar el lenguaje se vuelve algo

inconmensurable con la cultura escrita, un tercero

siempre puede interpretar el texto mientras exista la

fuente originaria o una copia de ella. A pesar de lo

anterior, el querer matar al lenguaje es algo que puede

ser imaginable en un contexto oral. El habla es

absolutamente perecedera frente al paso del tiempo, ya

que no tiene registro, y no puede ser recuperada sino

en la grabación. Una conversación o una experiencia

original se pierden para siempre después de ser

vividas, solo quedan testigos e interpretaciones de

interpretaciones, en donde la experiencia original

comienza a ser trastocada y cambiada (Ricoeur, 1983,

pp. 13-14). A diferencia del lenguaje escrito, en el habla

hay una tendencia al olvido en tanto que no hay

registro ni acceso directo a la fuente originaria. La

historia es testigo de muchas lenguas que han

desaparecido junto con la cultura que las creó.

Sin embargo, hay una ambivalencia entre la

pretensión de matar el lenguaje y el escribir sobre su

muerte; una muerte definitiva es imposible. Altazor y

sus contenidos son indefinidamente recuperables como

elementos a interpretar por quienes lo leen. De hecho,

el querer matar el lenguaje es algo que llama la

atención de los lectores e incita a hacer más

interpretaciones, por lo tanto, es algo que termina por

hacer más vivo el lenguaje. Huidobro es lejano a la

oralidad, él a pesar de rescatar cierta sonoridad en

exclamaciones y juegos de palabras, intenta siempre

mantenerse ajeno a la tradición imperante entre los

literatos regionalistas latinoamericanos anteriores a él;

busca alejarse de todo lo relacionado con folklore,

criollismo o naturalismo positivista (Godoy, 1982, pp.

496-500). La cultura oral es rehuida, ni siquiera se

considera en la obra, lo único que importa al autor es la

escritura desde su génesis hasta la muerte, la cual se

hace carne en el hombre y sus pensamientos.

La poesía de Altazor da cuenta, en primer

lugar, de la distinción que hace la cultura respecto a la

naturaleza y, en segunda instancia, de una distinción

hecha por lo escrito frente a lo oral, dada desde la orilla

de la cultura. Altazor es un ave que se posa sobre la

escritura y su autorreferencialidad, se aleja de lo oral

en pos de lo escrito e intenta llevar al límite de lo

posible todo lo que puede hacerse solo enfocándose en

lo letrado. Así, hace referencia a temáticas poéticas,

filosóficas, religiosas, tecnológicas e históricas,

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aludiendo a otros autores de modo implícito y explicito,

tales como Nietzsche y los románticos.

Lo anterior, se muestra como signo de que, al

menos, el sistema artístico es uno que comienza a

presentar rasgos de independencia respecto a otras

áreas societales, en tanto comienza a nutrirse

autónomamente, según sus propias lógicas, leyes y

lenguaje. Sin embargo, la diferenciación pareciera tener

en su base la mezcla a nivel de los elementos

materiales que constituyen la obra como tal; en Altazor,

por ejemplo, está la mezcla de vocales y otras

libertades en la escritura en que se manifiestan

caracteres sincréticos que posibilitan la preponderancia

de la forma sobre el contexto. Un análisis de los

procesos de hibridaje que subyacen a la obra y sus

procesos diferenciadores requerirían de un mayor

análisis, no obstante, se articula como un tema

sumamente relevante para estudios de sociología del

arte a futuro. El poco énfasis en dichos elementos

puede ser, quizás, una de las mayores debilidades del

presente estudio.

Sin embargo, el objetivo aquí nunca fue el ser

exhaustivos, sino ver esta obra concreta como signo

histórico, pues cada vez que alguien lee Altazor, puede

revivir la sensibilidad naciente a principios del siglo XX

del hombre frente al mundo, redescubrir las búsquedas

de vanguardia por romper con un mundo monolítico

que pretendía estar ordenado, y de la incursión en

juegos del lenguaje, en ambientes lúdicos y a ratos

impredecibles. Esta obra nos muestra las hazañas de

un lenguaje escrito que busca independizarse de su

entorno, generando una epopeya con un héroe alado

que se inmortaliza en las distintas interpretaciones que

los lectores hacemos sobre él, que «Cae/

Cae eternamente».

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América Latina en juego:

una aproximación a la sociología del deporte7

Francisco Olivos Ravé8

Resumen

Este artículo es una aproximación a la sociología del deporte. Su principal objetivo es

entregar herramientas para que los estudiantes puedan satisfacer sus inquietudes

intelectuales por el deporte y revertir el desinterés por él como campo de estudio en el

escenario científico nacional. Presenta, en primer lugar, el surgimiento y estado de la disciplina

a nivel mundial y en Latinoamérica. Además, se explican tres de los principales enfoques

teóricos utilizados en la especialidad: figuracional, bourdieano y marxista. Finalmente, se

argumenta porque se puede considerar a Chile un país futbolizado, se establece la

importancia que tiene el fútbol en la constitución de identidades a nivel continental, y cómo el

proyecto modernizador del deporte más popular de América Latina se puede entender como

un acto sacrificial a la luz de Cultura y Modernización en América Latina (1987) de Pedro

Morandé.

Palabras claves: Sociología del deporte, América Latina, fútbol, identidad, sacrificio.

7 Agradezco los comentarios de Nieves Plaza P. y Susana Fernández S.

8 Estudiante de Pregrado de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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América Latina en juego: una aproximación a la sociología del deporte

“¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la

devoción que le tienen muchos creyentes y en la

desconfianza que le tienen muchos intelectuales”. Esta

frase de Eduardo Galeano (1999:36), perfectamente

podría explicar qué motiva este artículo. En primer

lugar, la contradicción entre el interés intelectual de los

estudiantes (los creyentes) por discutir el fenómeno

deportivo como fenómeno social y el desconocimiento

que se tiene de las principales perspectivas teóricas

utilizadas en la sociología del deporte. Y, en segundo,

el bajo interés de los investigadores nacionales por el

deporte como objeto o campo de estudio, a excepción

de algunos trabajos de Bernardo Guerrero (1992, 2004,

2005); Eduardo Santa Cruz (1996, 2005); y Miguel

Cornejo, Karina Mellado y Pablo Melgarejo (2000); o

las investigaciones sobre las hinchadas del fútbol (ver,

por ejemplo, Recasens, 1999). Es una situación

paradojal, donde la nueva generación de

investigadores –los estudiantes- tiene una inquietud por

estudiar el deporte; no obstante, este interés no se

replica en los investigadores consolidados, por lo tanto,

el principal objetivo de este paper, es entregar

herramientas para que esos estudiante puedan

satisfacer sus inquietudes y revertir el desinterés por el

deporte como campo de estudio. Así, este artículo

presentará, en primer lugar, un panorama general de

la disciplina y su estado en Latinoamérica; en segundo,

los principales enfoques y perspectivas teóricas de la

especialidad y, finalmente, algunas reflexiones sobre

fútbol, identidad y sacrificio en Chile y en nuestro

continente.

Para el sociólogo iquiqueño Bernardo Guerrero

(2005), la desatención de no solo la sociología, sino

que del conjunto de la ciencias sociales en Chile por

abordar de manera sistemática el fenómeno deportivo

radica en tres posibles causas: primero, Chile no es un

país futbolizado; segundo, la sociología en Chile fue

siempre una sociología política; y tercero, una visión de

“lo popular” –dentro de lo que estaría el deporte- como

un fenómeno que no es digno de estudiar. Más allá de

discutir estas posibles causas, se puede pensar en una

cuarta: existe en el imaginario colectivo, la

representación de la academia como lo antideportivo

por antonomasia; por esta razón, y si pensamos que

los valores influyen en la elección de qué investigar, el

deporte se ubicaría en un lugar periférico.

Consciente de la posibilidad de caer en un

reduccionismo o ser acusado de una simplicidad que

no permita comprender a cabalidad los planteamientos

de las distintas perspectivas, es necesario constatar

que esta es “una aproximación” en un doble sentido. En

un primer sentido, es “una” aproximación y no “la”

aproximación, dejando espacio para el disenso de

cualquiera de los lectores y, principalmente, por la

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decisión de presentar, en función del espacio, las

perspectivas figuracional, bourdieana y crítica, dejando

de lado la feminista, la funcionalista y la

postestrucutralista en razón de que los primeros tres

son los que predominan en el corpus teórico y práctico

del campo de estudio; y, en un segundo sentido, que

no deja de estar relacionado con esto último, es una

“aproximación” porque es un tratamiento general que

permitirá el acercamiento y no la profundización de la

materia.

1.- Primer tiempo: orígenes e institucionalización de

la especialidad

A comienzos del siglo XX, Max Weber discutía

la oposición de los puritanos ingleses hacia el deporte

en su clásica obra Ética protestante y espíritu del

capitalismo (2003), y casi una década antes Thortein

Veblen escribió sobre los deportes escolares

americanos y de deportes como el hurling9 en su

conocido libro Teoría de la clase ociosa (1974). No

obstante, ninguna de esas obras puede ser

considerada un estudio sociológico sobre el deporte per

se (Dunning, 2004). Será solo en 1921, cuando sale a

la luz el nombre de sociología del deporte, fue Heinz

Risse, alumno de Theodoro Adorno, quien publicó un

trabajo con el título en alemán de Soziologie des Sport,

sin embargo, fue conminado a abandonar el campo de

9 Deporte medieval considerado uno de los antecesores del

fútbol moderno.

estudio por la baja relevancia desciplinar (en Dunning,

2004). 10

A pesar de estas aproximaciones al deporte

como fenómeno social, Dunning (2004) y Pilz (1998)

consideran la consolidación, institucionalización y

despegue definitivo de la especialidad con la formación,

en la década de los 60s, del International Committee for

the Sociology of Sport (ICSS), hoy la International

Sociology of Sport Association (ISSA), junto con esto la

creación de la International Review of Sport Sociology,

ahora la International Review for the Sociology of Sport,

que sirvió de plataforma a través de la cual se

difundieron las teorizaciones e investigaciones en el

campo emergente11.

Cuando Dunning (2004) hace el balance de la

sociología del deporte comenzado el nuevo milenio, ve

en la guerra de paradigmas el motor del progreso del

campo: varias formas de funcionalismo, de marxismo,

de feminismo, la teoría del conflicto, weberianismo,

interaccionismo simbólico, etc. permitieron que

avanzara el conocimiento en el campo, corroborando,

según Dunning (2004), empíricamente la famosa frase

de Marx “sin conflicto, no hay progreso”. Sin embargo,

10

Otros aportes importantes posteriores fueron los de

Huizinga, desde el punto de vista histórico-filosófico; el de

Stone, desde la interacción simbólica; y de Rigauer, desde el

punto de vista del marxismo (Dunning, 1992b). 11

Nombres asociados a esta tarea de conseguir el

reconocimiento del deporte como objeto legítimo de estudio

son los de Guenther Lüschen, Gregory Stone, Peter

McIntosh, Andrzej Wohl, Norbert Elias y Eric Dunning.

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en este balance no se tiene en cuenta la idea de que es

posible pensar que no solo el conflicto permitió este

progreso, sino que también la complementareidad entre

los paradigmas; entonces, lo correcto podría ser

reformular la frase de Marx diciendo: sin conflicto o

complementareidad, no hay progreso. Dunning (2004),

de la misma forma, realiza una comparación entre el

Handbook of Social Science of Sport editado por

Lüschen y Sage en 1981 y el Handbook of Sport

Studies, editado por Coakley y el mismo Dunning en el

2000, mostrando la hegemonía casi absoluta del

estructural-funcionalismo en el primero y una pluralidad

de enfoques en el segundo, que puede ser producto de

lo que denomina guerra de paradigmas. Además, hay

un aumento de contribuciones de mujeres en el

segundo, y al observar la nacionalidad de los

investigadores, se evidencia que mientras en el

Handbook de Lüschen y Sage los investigadores

provienen de 6 países, en el de Coakley y Dunning las

contribuciones son de investigadores de 13

nacionalidades diferentes.

A pesar de la tendencia hacia la

heterogeneidad presentada en el progreso de la

disciplina hacia el siglo XXI y el optimismo de Dunning

hacia el futuro, es imprescindible señalar para nuestros

objetivos, que no existe ni en el Handbook de 1981 ni

en el del 2000 una contribución de algún investigador

de procedencia latinoamericana. Lo que lleva a la

pregunta de qué ha pasado en Latinoamérica y cómo

este proceso se puede observar en nuestro continente.

A primera vista, si pensamos en que América

Latina suele ser un eco de lo que ocurre en el primer

mundo, la sociología del deporte debería haberse

desarrollado en Latinoamérica con no mucha

posterioridad a la institucionalización de la disciplina, de

la que nos habla Dunning (2004) y Pilz (1998), en la

década de los 60s; sin embargo, solo encontramos las

obras pioneras del brasileño Da Matta y del argentino

Archetti dos décadas después. El problema principal

para Alabarces (2000) radicaba no tanto en el

desinterés, sino más bien en el carácter periférico,

aislado y desarticulado entre sí que ocupaban las

investigaciones. Y solo hasta fines de los 90s, se logra

la institucionalización de la disciplina en nuestro

continente, a través del Grupo de Trabajo Deporte y

Sociedad de la CLACSO, donde el citado Alabarces

jugó un rol preponderante. Si seguimos la idea de que

en el mundo la sociología del deporte logró su

despegue gracias a la creación del ICSS, podemos

decir que en Latinoamérica se consigue a fines de los

90s con la instauración de este grupo de trabajo y las

subsecuentes publicaciones y simposios

transnacionales que trajo aparejado. Esto permitió

afirmar a Alabarces, en los albores del nuevo milenio,

“que parecemos asistir al fin de esa ceguera” (2000:12)

en la que nuestra intelectualidad parecía estar inmersa.

Mención aparte, merecen los trabajos

realizados hasta ese momento en la narrativa o en la

ficción sentimental memorística, que no pueden ser

considerados académicos (Alabarces, 2000; 1998), sin

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embargo muestran la importancia del deporte –casi

sinónimo de fútbol- en la socialización, como vehículo

de identificación colectiva y de integración en nuestro

continente. El fútbol a sol y sombra de Eduardo

Galeano (1999) es un emblema de este tipo de

trabajos. Según Alabarces (2000; 1998), este tipo de

miradas fueron una de las razones para el bloqueo

inicial de las ciencias sociales para estudiar el deporte,

porque ahí los límites entre el amor incondicional y el

rechazo exasperado se señalaron en la frontera que

separa la ingenuidad del prejuicio; ese prejuicio para él

es el populismo. Afirmaciones como la señalada por

Galeano (1999), que cuando la selección uruguaya de

fútbol ganó las Olimpiadas de 1924 y 1928 ocurrió un

segundo descubrimiento de América, muestran el

carácter populista de estos trabajos, sin negar su valor

como obras literarias.

Si bien es cierto, los participantes de la

emergencia del campo en América Latina provienen de

distintas disciplinas –lo que nos obliga a hablar ya no

de sociología del deporte, sino que de ciencias sociales

del deporte-, existe un modelo heurístico común que,

junto con igualar casi totalmente deporte con fútbol,

consiste en considerarlo como un espectáculo colectivo

con gran intensidad dramática y ampliamente

mediatizado (Villena, 2003a). Existe, por lo demás, una

gran plétora de autores citados, de los cuales resaltan

Pierre Bourdieu, Emile Durkheim, Clifford Geertz, Victor

Turner y Benedict Anderson, que a pesar de diferir en

sus escuelas tienen en común su orientación

antropológica. Esto puede ser explicado probablemente

por el hecho de la predominancia, indicada por Villena

(2003a), de los estudios sobre procesos de formación

de identidades socioculturales y la investigación

cualitativa sobre la cuantitativa. Los trabajos del

enfoque figuracional de sociología del deporte o del

marxismo no son utilizados como referentes teóricos

importantes (Villena, 2003a), a pesar de lo que ocurriría

en el escenario internacional.

2.- Entre tiempo: principales referentes teóricos

Enfoque figuracional de Sociología del Deporte

Uno de los principales enfoques en sociología

del deporte, que ha contribuido con un importante

corpus teórico, investigaciones y a la

institucionalización de la especialidad sociológica

desde la década de los 60s, es el desarrollado en el

Departamento de Sociología de la Universidad de

Leicester. Es usual que el enfoque figuracional sea

llamado enfoque “eliasiano”, atribuyendo la principal

responsabilidad a Norbert Elias; no obstante, y a pesar

de tener como base la teoría del proceso de civilización

y formación del Estado, esto desmerece el trabajo

realizado por otros investigadores como Pat Murphy,

Ivan Waddington, entre otros, pero sobre todo el de

Eric Dunning, quien es hoy una de las referencias

mundiales de mayor gravitancia en la sociología del

deporte (Gastaldo, 2008).

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37

Según Dunning (1992a), son pocos los

sociólogos de la corriente principal que han teorizado o

investigado algún aspecto del deporte12. Para ilustrar

esto señala como síntoma que Anthony Giddens, en su

tesis de maestría presentada en la London School of

Economics en 1961, estudiaba la sociología del

deporte, sin embargo, después de aquella tesis nunca

ha vuelto a hacer referencia al deporte.

El descuido por este fenómeno se explica por

lo que Elias llamaba evaluaciones heterómanas, es

decir, que pese al compromiso con la objetividad, los

paradigmas dominantes a los que adhieren los

sociólogos tienden a limitarlos a los aspectos más

serios y racionales de la vida (Dunning, 1992a). Esto a

pesar de la importancia que el deporte tiene para la

sociedad, que se fundamenta para Dunning (1992b) en

tres aspectos: primero, es una de las principales

fuentes de emoción placentera; segundo, se ha

convertido en uno de los medios de identificación

colectiva fundamentales; y tercero, es una de las claves

que da sentido a la vida de las personas.

Para poder comprender este enfoque es

imprescindible partir por conceptualizar lo que Elias

(Dunning, 1992a) entiende por figuración o

configuración, esto es un tejido de personas

interdependientes, ligadas entre sí en distintos niveles

y varias formas. A pesar de la simplicidad de la

explicación, permite pensar el deporte como una

figuración y que la forma ideal de estudiar su dinámica

12

A excepción de Pierre Bourdieu y Gregory Stone.

es observarla como un equilibrio de tensiones entre

opuestos en todo un complejo de polaridades

interdependientes (por ejemplo, la polaridad entre el

ataque y la defensa o entre la elasticidad y rigidez de

las reglas), pensando en que esta figuración es

esencialmente una actividad organizada en grupo -dos

personas ya son consideradas un grupo- y centrada en

el enfrentamiento de, al menos, dos partes, guiado por

reglas conocidas, las que definen los límites de la

violencia permitidos (Elias, 1992a). En esta figuración

interactúan los individuos o equipos que cooperan entre

sí en rivalidad más o menos amistosa, los agentes de

control como los árbitros o las instituciones como la

FIFA y, por supuesto, aunque no siempre, los

espectadores13.

Como ya fue señalado, el deporte en la sociedad

contemporánea presenta la función de producir

principalmente una emoción placentera, esto producto

de que se erigen como experiencias miméticas, donde

las tensiones y excitaciones son controladas y

resueltas gratamente, contrarrestando las tensiones por

sobreesfuerzos impuestos por la sociedad. (Elías,

1992c). El término mimético hace referencia a que las

emociones que provoca el deporte guardan relación

con las que se experimentan en situaciones de vida

real (Elias y Dunning, 1992).

13

Esto los convierte en actores, por lo que podríamos hablar

de una dualidad actor/espectador. Todos sabemos el papel

que desempeña una hinchada en un partido de fútbol.

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38

Junto con ser un enfoque figuracional también

constituye un enfoque desarrollista, en el sentido de

hacer hincapié en los procesos a largo plazo que

pueden observarse y explicar la sociogénesis de los

fenómenos, lo que definiría la predilección por la

explicación histórica del deporte. En un panorama

general, Elias expone el proceso de civilización, y el

punto central de esta teoría es que ha producido en las

sociedades de Europa Occidental, entre la Edad Media

y los tiempos modernos, un refinamiento de los

modales y estándares sociales, unido a un incremento

continuo de la presión social sobre los individuos para

que ejerzan un mayor autocontrol, y al nivel de la

personalidad; esto se manifestaría como un aumento

de la importancia de la conciencia y del superego en la

regulación del comportamiento de las personas

(Dunning, 1993); en palabras de Elias (1997), “el

campo de batalla se traslada al interior” (p. 459). Este

proceso de civilización depende de la monopolización

de los medios de violencia y esto, por su parte, facilita

la pacificación interna y el crecimiento económico

(Dunning, 1993). En el marco de este proceso se

genera lo que Elias llama deportivización de los

pasatiempos (1992a), que los diferenciaría de los

deportes de la Antigüedad Clásica y de la Edad Media.

Según Defrance (2006), Elias presenta la génesis de

un habitus social – utilizando el clásico concepto de

Bourdieu- que marca la vida social, incluyendo las

prácticas deportivas, de los países industrializados y

urbanizados contemporáneos.

Bourdieu: Deporte, habitus y clase social

El francés Pierre Bourdieu posiblemente sea

unos de los sociólogos contemporáneos más prolíficos

e influyentes en la disciplina y, como fue señalado, se

ha convertido en uno de los referentes teóricos más

importantes en los estudios de sociología del deporte

en Latinoamérica, que podríamos enmarcar dentro de

un enfoque antropológico.

Sus trabajos, donde trata el deporte per se,

permiten observar a la clase social como un

componente importante para entender la complejidad

del campo deportivo y sus prácticas; no obstante, como

señalan Washington y Karen (2001), sus trabajos

también pueden ser aplicados a otras categorías

sociales, como raza y género.

Bourdieu (1993) entiende el deporte como un

campo social –con sus respectivas prácticas- y como

tal es relativamente autónomo, con su propio tempo,

sus propias leyes evolutivas y sus propias crisis, de la

misma forma que lo son el lenguaje, la política, la

música o la alimentación. Los individuos aprehenden

los objetos a través de los esquemas de percepción y

de apreciación de su habitus –sistema de disposiciones

duraderas y transferible que generan y organizan la

prácticas (Bourdieu, 2007)-, determinando diferencias,

por ejemplo, entre las apreciaciones o percepciones de

los beneficios de las prácticas, en este caso las

deportivas o de los costos económico, culturales o

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corporales que puede traer aparejada. Por lo tanto,

toda práctica deportiva estaría determinada por las

disposiciones del habitus y de la relación con el propio

cuerpo, que es una de las dimensiones de este. Vemos

como la clase social dominante prefiere deportes en

donde el contacto con el otro se reduce al mínimo

posible, como en el golf, donde entre los oponentes no

existe ni siquiera la mediación de una pelota como en

el fútbol (Bourdieu, 1988). Incluso, la misma definición

de la función social de la práctica y actividad deportiva

será siempre objeto de lucha, ya sea entre las

fracciones de las clases dominantes o entre las

distintas clases (Bourdieu, 1993). Como epítome, por

tanto, Bourdieu (1988) argumenta que la función del

sociólogo consistirá en determinar aquellas

propiedades sociales que permiten que un deporte esté

en sintonía con los gustos, preferencias o intereses de

alguna categoría social específica.

De la misma forma que Elias y Dunning,

Bourdieu (1993) se pregunta por la génesis de este

campo deportivo. El principal cambio se dio en el siglo

XIX en las public schools inglesas, establecimientos

educativos de las elites de la sociedad burguesa, al

apropiarse de los juegos populares (vulgares),

cambiando su significado y función. Ahora, los deportes

eran actividades desinteresadas, aspecto capital del

ethos de la elite burguesa, el amateurismo encarna

este principio regidor de la filosofía aristocrática del

deporte, pero que, además, permite la afirmación de

las características viriles de los futuros líderes; era la

actividad deportiva una piedra angular en la formación

del carácter de los jóvenes de las elites.

Hoy el deporte lleva inscrita la esencia de las

características que lo originaron como práctica

diferente de los juegos populares. Sobre todo en el

sentido de su función distintiva y de ganancia de

distinción en deportes como el polo o el golf. No

obstante, para Bourdieu (1993) la ganancia de

distinción aumenta si tomamos el binomio formado

entre práctica deportiva y el consumo de espectáculo

deportivo, condición sine qua non para comprender el

fenómeno deportivo contemporáneo. Señala, por

ejemplo, que la probabilidad de realizar alguna práctica

deportiva después de la adolescencia disminuye a

medida que descendemos en la jerarquía social, pero

aumenta la probabilidad de ver por TV un espectáculo

deportivo (Bourdieu, 1993). Aquí se deja en evidencia

la subsecuente evolución del amateurismo de las elites

a un espectáculo producido por profesionales para

consumo de las masas.

Teoría marxista del deporte

Jean-Marie Brhom (2006) se refiere a su propia

obra como una tesis prohibida y copiosamente

censurada, lo que podría explicar la dificultad de

acceder a las fuentes de esta perspectiva teórica, en

especial traducciones al español. Nombres como los de

Rigauer, Vinnei y el citado Brhom, son los estandartes

del enfoque marxista en sociología del deporte.

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En este enfoque, el deporte es una parte

integral de la superestructura que reproduce las

características funcionales y normativas del capitalismo

arraigadas en el sistema de producción, comunicación,

socialización, etc. (Rigauer, 2000), es un microcosmos

de la alienación, la opresión y la explotación (Brhom,

2006); Rigauer (en Fernandez, 2006) lo explica porque

el deporte y el trabajo se estructurarían en el mismo

esquema de acción, por ejemplo, en la mecanización

del movimiento humano.

Esta perspectiva surge en la segunda mitad del

siglo XX apoyada por organizaciones socialistas,

comunistas y gobiernos como el de la Unión Soviética

(Rigauer, 2000), en un contexto de polarización

producto de la Guerra Fría, del cual el deporte no

estuvo exento. No obstante, para Dunning (2004), es

en la década de los 70s y principios de los 80s cuando

toma mayor popularidad, siendo contrapeso a la

perspectiva funcionalista: es la clásica contraposición

funcionalismo-marxismo.

Es evidente para los autores el gran significado

político del deporte (Rigauer, 2000; Brhom, 2006).

Siendo crítico de su contenido ideológico, después del

“mayo del 68”, Brhom (2006) propone tres hipótesis

que serán la base de sus planteamientos: primero, la

institución deportiva es una aparato ideológico del

Estado, que busca la sumisión y la reproducción de la

estructura de dominación, “el deporte debe ser

aplastado, igual que la máquina del Estado” (Brhom,

1993:48); segundo, es un proceso de producción de

rendimiento14 equivalente al plusvalor; y, tercero, el

deporte como proceso de mercado está siendo abatido

por las calamidades del mercado capitalista, los

mismos clubes deportivos funcionan como firmas

comerciales, la relación entre dirigentes y deportistas

es una relación de asalariados.

Dando una explicación a los orígenes, el

deporte sería un resultado del quiebre histórico de la

revolución industrial y su expansión respondería a la

lógica imperialista. Y de la misma forma que para

Bourdieu, posee significados distintos para cada clase

social (Brhom, 1993), para la burguesía sería un

pasatiempo y para el proletariado una forma de

recuperación física.

El deporte tendría la función de legitimar el

orden social proveniente de su idea de progreso lineal,

fundada en la mejora ininterrumpida del rendimiento.

Para Brhom (1993) esto se produce, además, por

cuatro razones principales: primero, la gente se

identifica con los campeones que representan la idea

de la posibilidad de ascenso social mediante el deporte;

segundo, actúa como un opio del pueblo que oculta la

lucha de clases; tercero, racionaliza los mitos de la

sociedad burguesa como la competitividad económica

o la jerarquía de las relaciones de producción que

estarían representadas en el deporte y; por último, a

través de su propia estabilización ideológica.

14

El dopaje se explicaría por la supervaloración de rendimiento característica del deporte moderno (Brhom, 2006)

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Como todo paradigma crítico, establece líneas

de acción para solucionar las problemáticas del

deporte moderno, entre ellas Brhom (2006) señala el

rechazo a la selección física como principio de

jerarquización, que sería la verdadera violencia del

deporte, en especial hacia la mujer y los ancianos, y

que en los programas de educación física no solo debe

existir la orientación hacia el rendimiento y la

competencia, sino que una formación teórica en

historia, antropología, economía y sociología del

deporte; en definitiva, debe existir una educación física

integral. Además del principal objetivo de destruir el

aparato de competición deportivo (Brhom, 2006), que

incluiría instituciones como el Comité Olímpico o la

FIFA, según Brhom (1993), “la única liberación posible

solo puede tener lugar con la llegada del comunismo”

(p. 55).

3.- Segundo tiempo: identidad, sacrificio y football

fútbol

¿Chile es un país futbolizado? Me atrevería a

decir que sí, a pesar de lo que señalan otros autores

(Guerrero, 2005). Tal vez un clásico entre Universidad

de Chile y Colo-Colo sea muy distinto a uno entre Boca

Junior y River Plate tanto dentro de la cancha, como en

las graderías o fuera de los estadios; tal vez, no

podemos ufanarnos de que nuestra selección tenga

tantos pergaminos como la selección brasileña o la

argentina, ni tampoco de que nuestro panteón de

héroes del fútbol esté tan superpoblado como el de

otros países. No obstante, estos criterios que para

muchos llevan a responder negativamente a la

cuestionante, existen otros que permitirían afirmar

efectivamente que Chile es un país futbolizado o para

los incrédulos que, al menos, está mucho más cerca de

serlo que de no serlo.

Las eliminatorias del último mundial de futbol

disputado el 2006 en Alemania están en el recuerdo de

los chilenos como una de las de peor rendimiento de su

selección. Según el diario La Tercera (2005, octubre

14), Chile terminó aquellas eliminatorias antepenúltimo,

después de Perú y Bolivia; fue la selección que menos

goles marcó (18); tuvo la mayor cantidad de tarjetas

rojas (6); y, sin embargo, fue el combinado que más

espectadores llevó a los encuentros, promediando

54.152 personas por partido. El rendimiento no fue

óptimo, y nos llevó a realizar unas de las peores

campañas de una selección en un proceso eliminatorio,

pero, a pesar de los magros resultados, los hinchas no

dejaron de asistir al estadio para apoyar a su selección,

siendo los primeros en Sudamérica bajo este criterio.

Entonces, ¿se puede decir que Chile no es un país

futbolizado?

Según cifras del Gran Censo del 2006

realizado por la FIFA, un 7,4% de la población de

Sudamérica juega fútbol, misma cifra para Centro

América y el Caribe. Cuando este porcentaje es

desagregado y es analizado por país, podríamos

pensar que Brasil, Argentina o México liderarían la lista,

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y es así en términos absolutos para Brasil y México. Sin

embargo, en términos relativos es Costa Rica el país

con un mayor porcentaje de su población que juega

fútbol (27%), seguido por Guatemala (16%) y Chile

(16%). En cambio, ni Brasil, ni México, ni Argentina

superan las dos cifras (7%, 7,9% y 6,7%

respectivamente). Entonces, ¿se puede decir que Chile

no es un país futbolizado?

A pesar reforzar la idea anterior, el último

argumento posee serias objeciones metodológicas, que

no son superadas con la estandarización porcentual.

Pasa por el hecho de que se le dio a cada federación la

autonomía para definir qué consideraba “una persona

que jugara fútbol”. Pero, el mismo Gran Censo (2006)

de la FIFA presenta otro criterio más objetivo y menos

cuestionable. Si observamos la cantidad absoluta de

jugadores registrados en las federaciones de fútbol de

cada país a nivel mundial (gráfico 1), la lista es liderada

por Alemania (6.309.000), seguida por Estados Unidos

(4.187.000) y Brasil (2.142.000), y la selección chilena

ocupa la decimonovena posición (478.000), siendo

junto con Brasil los únicos países latinoamericanos en

los primeros veinte lugares. Podríamos decir, entonces,

que Estados Unidos también es un país futbolizado,

pero es de conocimiento popular que no; sin embargo,

si pensamos en que su población es casi de 300

millones es lógico que esté en los primeros lugares en

cuanto a los estadísticos absolutos. Pero, más allá de

debilitar nuestro argumento lo refuerza, porque a pesar

de que la población de Estados Unidos es 18 veces

más grande que la nuestra, la de Brasil 12 veces y la

de Alemania 5, la Asociación Nacional de Fútbol está

entre las con mayor cantidad de jugadores registrados

en el mundo.

Los argumentos a favor de la importancia que

tiene el fútbol en nuestra sociedad pueden ser muchos

más, pero dado el espacio es imposible seguir

planteándolos. Solo pensemos en un último argumento:

la relevancia del fútbol en la constitución y actualización

de las identidades locales. La importancia que según

Bernardo Guerrero (1992, 2002, 2004 y 2005) tiene el

fútbol para la identidad cultural iquiqueña apunta en

esa dirección. Esto también podría ser pensado para

Cobreloa y la región minera.

Pero ¿qué ocurre con el fútbol a nivel

continental? Para Villena (2003b), el fútbol adquirió en

todos los países de América Latina, exceptuando

Nicaragua, el carácter de una pasión y tradición,

obviamente unos más y unos menos. Sobre todo en

Argentina y Brasil, donde el peso de este deporte es

desmesurado, no solo por la forma en que permea la

sociabilidad, sino porque también ha contribuido a una

narrativa de mitos y héroes en un discurso de nación

(Alabarces, 2006). Sin embargo, casos como los de

Uruguay no dejan de ser emblemáticos, porque se

formó como nación sin tener una unidad o un pasado

común, uniendo las culturas de las distintas

migraciones europeas. Es así como según Faccio

(2006), se recurre a la representación de “La garra

Charrúa” en momentos en que Uruguay era una

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potencia mundial en el fútbol, otorgando un elemento

simbólico de exclusividad y distinción que permitiría

formar una identidad de nación. Porque como señala

Alabarces (2006), el fútbol es “un lugar donde se

despliegan algunas de las operaciones narrativas más

pregnantes y eficaces para construir identidades” (p.

149).

Tal como señalara Dunning (1992b), la

identificación colectiva es una de las principales

funciones sociales del deporte y, además, un número

importante de autores coinciden, de una u otra forma,

en que la formación de identidades en el fútbol se

basa en la alteridad, en la formación de un “nosotros”

y un “ellos”, de un antagonismo que lo fundamenta

(Alabarces, 2006; Ferreiro, 2003; Ramírez, 2003;

Guerrero, 1992), pero, a la vez, una diferencia que

permite a los individuos sentirse parte de un colectivo,

es su función de integración.

Esta función de constitución y actualización de

identidades que posee el fútbol, se hace patente en

distintos niveles: en los barrios, en las ciudades,

regiones, países o incluso a un nivel continental.

Vemos, por ejemplo, la construcción de identidades

regionales en Ecuador fundadas en la territorialidad, en

factores étnicos-raciales e históricos, es el antagonismo

de Quito y Guayaquil (Ramírez, 2003). A nivel de país,

para Archetti (2001), las diferencias de estilo de jugar al

fútbol permiten hablar de un “estilo nacional”, siendo el

deporte en general “un espejo donde verse y ser visto

al mismo tiempo” (p. 14), cristalizado en personajes

como Maradona o Pelé.

Que Argentina y Brasil sean los dos grandes

referentes futbolísticos de nuestro continente es una

cuestión indesmentible, sin embargo su estilo de juego

–mas no sus frutos- puede ser atribuido a un estilo

propiamente latinoamericano de jugar al fútbol, incluso

por un mismo efecto mimético. Un lugar común en la

historiografía deportiva latinoamericana es el

desembarco del fútbol a fines del siglo XVIII y principios

del siglo XIX traído por los ingleses tanto a Centro

América como a Sudamérica y el resultado fue una

apropiación cultural y por tanto, una redefinición de

cómo jugar fútbol, no en sus reglas sino que en el

estilo. Es el momento de la “latinoamericanización de

fútbol”, es la aparición de la gambeta, de la bicicleta, de

la rabona, del “pase corto” o del “10” inexistente en el

fútbol europeo, obviamente a algunos le rindió mejores

resultados que otros, pero definen una forma común de

jugar al football fútbol. Es el nacimiento del fútbol-arte

en oposición al fútbol-máquina europeo.

Con el camino que hasta ahora se ha

delineado, existe una pregunta más por hacer: ¿Qué

pueden tener en común esta importancia del fútbol en

nuestro continente y el sacrificio? Ambos son

fenómenos sociales totales. Pedro Morandé (1987) dice

del sacrificio:

“Pertenece a la esfera del ritual y de la

praxis, como a la esfera del discurso, de

la conciencia, de la ideología […]

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involucra a todas las actividades que la

diferenciación funcional de la sociedad ha

ido institucionalizando a lo largo de la

historia” (p.89)

¿Acaso no podríamos reemplazar la palabra

sacrificio por fútbol? Al igual que el sacrificio el fútbol ya

existía en sociedades arcaicas (aunque no es su forma

moderna); el fútbol puede ser visto como un complejo

ritual, veamos solo el intercambio de banderines o el

cántico de los himnos; para Antezana (2003) el fútbol

se vive verbalizándolo, situándolo en la esfera del

discurso; para cualquier marxista el fútbol es un

aparato ideológico del Estado; la diferencia de género

se manifiesta en el fútbol o este mismo trabajo muestra

como algunos intentamos pensar el fútbol y otros

jugarlo. Incluso, el sacrificio se puede manifestar en la

misma práctica futbolística, en primer lugar como ética

deportiva15 o segundo, especialmente en nuestro

continente, en tensión con su dimensión identitaria.

Expliquemos esta segunda relación que es un poco

más difícil de establecer.

El técnico César Luis Menotti que llevó a la

selección Argentina a consagrarse campeón mundial

de fútbol el año 1978 señaló, tras la final que la “victoria

consagraba una filosofía que no estaba sustentada por

el sacrificio, porque el día en que el fútbol sea solo eso

y trabajo dejará de ser un juego” (en Archetti, 2001:36-

15

Wacquant (2006) dice de los boxeadores profesionales:

“La moral propia de los boxeadores está encapsulada en

una sola palabra: “Sacrificio” […] se filtra e inunda las vidas

de los boxeadores dentro y fuera del gimnasio” (p.39). Esto

podría ser aplicado a cualquier deportista profesional.

37). Menotti hacía referencia a una libertad fundante de

una filosofía deportiva o llamémoslo un ethos

futbolístico latinoamericano. Para algunos, como Bayce

(2003)16, es necesario terminar con estos elementos

del fútbol porque son estereotipos neomíticos

endógenamente creados que frenan el desarrollo, la

difusión y competitividad del fútbol. La individualidad, la

creatividad y la picardía deben ser sustituidas por una

introyección del sacrificio en el sentido de Morandé17

(1987), que permita la funcionalidad del colectivo. De

esta manera, se sitúa la discusión del futuro de esta

práctica deportiva en un plano desarrollista, porque hay

que asumir ciertos costos para lograr su modernización

y es ahí, como Morandé (1987) señalaba sobre los

proyectos desarrollistas en la década de los 80s, donde

se manifiesta la dimensión sacrificial de estas

propuestas, porque la víctima sacrificial que asume

sobre sí los costos y remover los obstáculos para llevar

a cabo el desarrollo de la práctica deportiva es el ethos

futbolístico latinoamericano. Es el sacrificio que asume

una parte para los beneficios del todo social.

Pero, lo mismo ocurre con aquellos intentos de

industrializar el fútbol en nuestro continente o en la idea

de eliminar las hinchadas organizadas sin pensar que

16

El autor hace referencia al caso específico de Uruguay, no

obstante, siguiendo sus argumentos, se puede plantear lo

mismo para los demás países latinoamericanos.

17 Sacrificarse significa también, en este sentido, poner en

paréntesis las propias convicciones morales en aras de los

superiores intereses de la funcionalidad del sistema

Morandé, 1987:130)

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son partes irreemplazables de esta construcción y

actualización de identidades. O bien, representan la

única manera de integración de jóvenes que son

marginados en otros espacios de la sociedad civil. Es la

violencia el justificativo para este sacrifico, pero sin

pensar en que la violencia no es una cuestión

concomitante a las barras, sino que lo es a la sociedad

y en los estadios solo se manifiesta.

En definitiva, cualquier intento de

modernización del fútbol debe tener en cuenta que es

un intento sacrificial, porque parafraseando a Archetti

(2001), de estas historias se nutre, también, la historia

de un continente.

3. Reacciones o tercer tiempo: a modo de

conclusión

Ver la final de los 100 metros planos del

mundial de atletismo de Alemania 2009, nos permite

poner en práctica los elementos presentados en este

artículo. Todo el mundo tenía los ojos puestos sobre

Usain Bolt, que se podía consagrar definitivamente

como el hombre más rápido de la historia. Y,

efectivamente, así lo hizo al bajar el record mundial en

once centésimas. La importancia que se le da hoy a los

records representa aquel paso del amateurismo al

profesionalismo señalado por Bourdieu (1993). La

perspectiva marxista podría explicar cómo esta presión

por los records indujo el dopaje del histórico atleta

estadounidense Ben Johnson en 1988, que cada final

de los 100 metros trae a la memoria. Desde otro punto

de vista, ¿qué podría significar para el pueblo

jamaicano lo logrado por Bolt? Al igual como Archetti

(2001), señala la importancia de Maradona, Monzón y

Fangio para delinear imágenes de la Argentina y los

argentinos, podemos pensar que Usain Bolt pasando a

ser un héroe nacional también lo hace para Jamaica y

los jamaicanos. En fin, este ejemplo práctico nos

permite visualizar como, la sociología del deporte, a

partir de su explosivo desarrollo en la década de los

60s hasta hoy, nos entrega las herramientas para

analizar el fenómeno complejo que constituye, como

diría Bourdieu, el campo deportivo y sus prácticas.

Sobre el despegue de la subdisciplina en

América Latina, se mostró cómo a partir del grupo de

trabajo Deporte y Sociedad de la CLACSO se logró

sistematizar y difundir lo que comenzara algunas

décadas atrás en Europa. Pero es importante señalar la

relevancia de continuar trabajando para que no sea en

vano lo hasta aquí logrado. Por ejemplo, dada la

predominancia señalada por Villena (2003a) de los

estudios sobre identidades socioculturales e

investigaciones cualitativas, es evidente que no existe

ese conflicto/complementariedad que permitió el

progreso de la disciplina en el primer mundo, Es

necesario el desarrollo de investigaciones con

enfoques teóricos y metodologías que complementen lo

hasta ahora realizado, como serían las de Manuel

García Ferrando (2006) en España, con un carácter

eminentemente cuantitativo inexistentes en

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Latinoamérica, pero, necesarias para que siga

progresando la especialidad en América Latina.

Hasta aquí, se ha intentado presentar una

aproximación que se espera sea una guía para la

sociología del deporte, no solo para el autor de este

artículo, sino que en general para los estudiantes con

inquietudes sobre el deporte como fenómeno social,

para poder hablar al fin de una escuela chilena de

sociología del deporte. La plausibilidad de pensar

Latinoamérica a través del deporte, en especial de su

práctica deportiva más popular que es el fútbol, es una

de las cuestiones que se espera haber demostrado,

porque como muy bien nos interpela Morandé (2009,

junio), “¿qué es el fútbol, sino una fiesta barroca?”, y…

¿qué es América Latina, sino barroco y fiesta?.

Gráfico 1. Cantidad de jugadores federados en miles por país

Fuente: Elaboración propia a partir de datos del Gran Censo de la FIFA 2006.

0 1.000 2.000 3.000 4.000 5.000 6.000 7.000

Iran

Chile

Suecia

Austria

España

Polonia

República Checa

Ucrania

China

Rusia

Canada

Japón

Holanda

Sudáfrica

Inglaterra

Italia

Francia

Brasil

Estados Unidos

Alemania

Cantidad de Jugadores

Registrados (en miles)

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ISNN 0718-7815, Año 1 - Nº1

47

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Crítica, sacrificio y cultura:

el universalismo oculto de la sociología

latinoamericana en la obra de Pedro Morandé

Francisco Mujica Coopman18

Resumen

Se ha caracterizado a la sociología latinoamericana a partir de una supuesta carestía crónica de

universalismo, a la hora de reflexionar sobre su inserción en la sociedad moderna. La constante

apelación a conceptos como “cultura” o “ethos”, impediría a la sociología latinoamericana dar cuenta

de fenómenos de altísima generalidad y característicos del mundo contemporáneo, tales como

secularización, diferenciación o racionalización. Sin embargo, una exegética más concienzuda e

imparcial de la obra de Pedro Morandé nos conduce a descubrir un universalismo oculto en su

noción de sacrificio, así como en el estatuto socio-cultural que Morandé concede a esta dimensión

social.

Palabras claves: Sacrificio, racionalización, universalismo, cultura, sociología latinoamericana.

18

Sociólogo PUC. Autor –junto al Dr. Darío Rodríguez- de “Ciencia y religión en la sociedad mundial”, en esta misma publicación.

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50

Una de las más frecuentes y virulentas acusaciones

que ha debido enfrentar la sociología latinoamericana ha

sido su supuesta falta de universalismo; condición que la

volvería incapaz de captar procesos de una generalidad

social y abstracción sociológica, tales como para ser

descritos a través de los conceptos de “cultura” o “ethos”.

Como sintetizan Chernilo y Mascareño (2005: 21): “la

sociología latinoamericana ha visto lo universal como un

horizonte que debe ser negado por la fuerza de una

particularidad sustentada en la liberación política,

convencionalismo moral o eticidad esencialista.”

A pesar de que la acusación no carece de

fundamentos, una observación más detallada -y menos

mezquina- nos lleva a encontrar en la obra de Pedro

Morandé (1987, 1992) una reflexión sociológica de una

universalidad y abstracción igual de decididas –y logradas-

que las que han caracterizado a la sociología angloeuropea

(Parsons 1982, Habermas 2000, Luhmann 2007).

El sendero que traza Morandé (1987) para iniciar su

reflexión remite a los diagnósticos de la modernidad que

realizan la Escuela de Frankfurt y Habermas (1981) en su

relectura de Parsons. Más específicamente, revisa el ideario

de los movimientos populares y juveniles latinoamericanos

de las décadas del 60 y 70, inspirados en las tesis de la

reversibilidad de razón y mito, de Adorno y Horkheimer

(1994), y en la unidimensionalización humana de la cultura,

la política y la sociedad de Marcuse (1987).

La institucionalización social de criterios de acción

estratégica, constituye para Adorno y Horkheimer el eje de

las problemáticas de la sociedad industrial moderna.

Mientras en la visión mitológica o religiosa del mundo, el

hombre era un derivado de un creador u orden natural, y

permanecía anclado a las condiciones impuestas por ese

orden (lo que se escenificaba con el rito y se llevaba a la

práctica en la figura del sacrificio), la cosmovisión moderna –

basada en el principio de subjetividad- contrasta

específicamente con la autoconcepción clásica del hombre

(Adorno y Horkheimer 1994, Clastres 1996).

El principio de subjetividad se caracteriza por la

pretensión del hombre de autocomprenderse y

autoentronizarse como el origen de los órdenes natural y

social. La creación de riqueza desde el trabajo racionalizado,

así como el Estado de derecho en política y la ciencia

positiva moderna en su concreción técnica; son los

dispositivos que realizarían la liberación con respecto al

orden natural (Habermas 1989). Como oposición, el

sacrificio es el reconocimiento explícito del hombre frente a

la naturaleza de la imposibilidad de su indeterminación

(Adorno y Horkheimer 1994).

Para lograr la anhelada indeterminación con

respecto al orden natural, el sujeto se relaciona con los

entes que se le oponen como objetos. Es decir, se atribuye

la capacidad de manipularlos, de convertirlos en

instrumentos para la realización de fines que los objetos

mismos no tienen inscritos en sí (Horkheimer 1969). Sin

embargo, la distinción entre fines y medios no es sustantiva

y en ello recae la paradoja del principio de subjetividad

(Adorno y Horkheimer 1994).

Mientras en la concepción mítica del mundo el

sacrificio era una forma de obtener el favor de los dioses,

mediante la magia (lo que implicaba el abierto

reconocimiento de la superioridad del orden natural y el afán

humano por instrumentalizarlo), la concepción subjetiva

busca predisponer o transformar a la naturaleza (para lograr

fines) a través de la ciencia y la técnica. Ciencia y magia

son, entonces, equivalentes; la razón no es una superación

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del mito como pretendía serlo, sino una nueva variedad del

sacrificio. ¿Dónde está la dimensión esclavizante de la

razón? Se encuentra en la metáfora de Ulises.

Odiseo representa al hombre que gracias a su

iniciativa y razón estratégica, logra liberarse del origen

(Itaca) y recorrer el mundo. Sin embargo, en su afán de

sobreponerse (y negar), el sacrificio para obtener el favor de

los dioses termina introyectándolo y le ordena a sus propios

ayudantes que lo amarren al mástil para no hacer caso al

canto de las sirenas (que representan el llamado de los

poderes originarios de la naturaleza) (Habermas 1989). Es

así que la atadura con respecto al orden natural no es

superada por el paso del mito a la razón, sino revertida:

mientras en el mundo clásico venía desde afuera hacia

dentro (de la naturaleza al hombre en la obligación

sacrificial), la razón estratégica y la subjetividad la hacen

operar desde adentro hacia afuera; las propias técnicas y

herramientas diseñadas por el hombre para liberarse se

convierten ahora en su yugo. No es difícil adivinar a lo que

Adorno y Horkheimer (1994) apuntan: las nefastas e

inesperadas consecuencias ecológicas del progreso

científico, la posibilidad inédita de la eliminación de la

humanidad a partir de la tecnificación bélico-política, la

insólita pauperización de sectores de la sociedad derivada

del capitalismo, así como las primeras experiencias

históricas de holocaustos y procedimientos para la

eliminación masiva; son testimonios de la esclavización a la

que puede llegar la universalización del principio de

subjetividad y la institucionalización social de la razón

estratégica.

Más aún, no solamente son los episodios del

totalitarismo, la alienación mercantil y la burocratización los

que dan cuenta de la reversibilidad de mito y razón. La

introyección del sacrificio en la cultura angloeuropea se

expresa cotidianamente en la erosión que generan en la

subjetividad las formas de vida racionalizadas, como lo son

la neurosis, la histeria, el autismo, el estrés, el alcoholismo y

las psicopatologías propias del siglo XX. Al pretender negar

el sacrificio con respecto al orden natural, el sujeto traspasa

la esclavitud a su interioridad; lo que se expresa en formas

sistemáticamente distorsionadas de conducta y conciencia.

Detrás de los logros de la modernidad ilustrada

(eliminación del particularismo jurídico, institucionalización

legal de un marco de valores para garantizar la cohesión

social e industrialización de la producción, como forma de

garantizar un estándar de bienestar material mínimo al

conjunto de la población) se escondería -para Marcuse

(1987)- el gran costo de desplazar la discusión sobre la

legitimación de las formas de vida y el desdibujamiento de la

centralidad antropológico-humanista del proyecto moderno.

La ciencia y la técnica en la vida social finalmente

serían formas de imposición de un oculto dominio político,

por lo que las relaciones sociales se van aproximando cada

vez más a un marco institucional funcionalmente necesario,

lo que se valida socialmente mediante una apología del

progreso (Habermas 1984).

La primacía social de la razón instrumental exige

erradicar de la política a las cuestiones prácticas: cuando

prima la tecnocracia como forma de hacer política

desaparece el cuestionamiento de los criterios éticamente

vinculantes de la esfera pública (Habermas 1984). Es así,

que la política en las sociedades modernas se dirige a una

resolución de tareas técnicas, a la vez que, ellas mismas se

van convirtiendo en condición de la erosión del marco socio-

institucional; marco que las hizo posibles en un principio

(Marcuse 1987, Morandé 1987).

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Sacar a los ciudadanos de la discusión de

cuestiones morales, tiene grandes implicancias. Por un lado,

el asentimiento con respecto a las formas de dominio tiende

a volverse irrelevante o testimonial. Asimismo, las

exigencias adaptativas de la economía impiden que se

articule de la forma clásica la oposición entre trabajo y

propiedad. El conflicto ya no es explicitable (porque no tiene

la oposición requerida de la estructura de clases), lo que

decanta en una lucha por la adquisición de formas de

estatus y de compensación de necesidades frivolizadas. El

resultado general de la ideología tecnocrática es la

despolitización del mundo sociocultural de la vida, derivado

de la presión social hacia la adopción de determinadas

formas de vida regidas por procedimientos de

racionalización científico-técnicos, con lo que nos podríamos

estar acercando peligrosamente a formas de control

neurobiológico de la personalidad, las reglas del lenguaje, la

opinión pública, la interacción y la reproducción (Habermas

1984, Heidegger 2000, Marcuse 1987, Sloterdijck 2001).

Las tendencias a la tecnificación de la cultura,

también tienen un correlato claro: América Latina. El

testimonio más fehaciente es el proyecto desarrollista entre

las décadas del cincuenta y setenta (Morandé 1987, 1992).

El diagnóstico desarrollista apela al argumento de

la miseria latinoamericana. El diagnóstico cepaliano

(Cardoso y Faletto, 2003) descubrió una desigualdad crónica

de los términos de intercambio, como derivado de la división

internacional del trabajo (en la medida que América Latina

era un productor endémico de materias primas). Basándose

en este diagnóstico, la élite ilustrada -de corte racional-

parsoniana (Morandé, 1987)- buscó transformar a la

sociedad latinoamericana para alcanzar el anhelado

desarrollo, caracterizando a América Latina a través de la

distinción sociedad tradicional/sociedad moderna (Germani,

1971).

Esta élite adopta una posición propia de una razón

ilustrada que carece de base en América Latina, ya que la

historia de nuestra cultura y sus especificidades revelan una

carestía crónica para la emergencia del principio de

subjetividad, que es requisito sine qua non para la

racionalidad ilustrada (Habermas 1989). No olvidemos que

la inexistencia de reforma protestante y de formas de

difuminación del texto escrito, así como la pobreza de la

industrialización y la debilidad congénita de nuestro Estado

de derecho; bloquearon sistemáticamente las condiciones

socio-históricas necesarias para la concreción de procesos

de subjetivización en América Latina (Fajnzsylber 1983, Paz

1994).

Si la racionalidad ilustrada es la pretensión de

justificar las estructuras sociales desde el discurso subjetivo

(como diría Habermas, “ideología”), la cultura

latinoamericana –carente de procesos de subjetivización-

encuentra su síntesis y especificidad en el encuentro ritual y

en el plano de la presencia (Morandé 1987, 1992). No es

casualidad, por consiguiente, que los indígenas

experimentaran la conquista como el cumplimiento ritual de

una profecía (Morandé 1987). Tampoco es casualidad que la

emergencia del sujeto social propio de Latinoamérica no

aparezca fruto de una decisión política, de una necesidad

económica o a través de una semántica justificatoria, sino

que se concrete en el encuentro del hombre español con la

mujer indígena: la prohibición de la venida de mujeres y el

esfuerzo eclesiástico para prevenir la sodomía solo dejan la

posibilidad histórica del mestizaje para explicar la

especificidad de la cultura latinoamericana (Morandé 1992).

No obstante, la élite ilustrada latinoamericana, no solo

desconoce las exigencias que imponen al transformador

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social las categorías espacio-temporales y las

especificidades culturales, sino que conceptualiza las

tradiciones culturales como obstáculos para el desarrollo

(Morandé 1987).

Para lograr su afán interventor iluminista, el primer

movimiento de esta élite es negar su origen: reniegan de su

sustrato mestizo y se inventan una condición criolla (o de

clase alta) que calce con sus pretensiones de imponer una

legitimación iluminista, que supere al subdesarrollo

tradicionalista de nuestro continente (Morandé, 1987). A

pesar de que el mestizaje sea una realidad completamente

indesmentible, la élite tecnocrática-desarrollista de América

Latina apunta a su supuesto origen hispano puro. No

obstante, no está demás decir que de la dinastía Habsburgo

-que realizó la colonización- nunca vinieron a América linajes

de alcurnia (Morandé, 1992).

A pesar de la fuerza de los hechos, la ideología

neo-iluminista de la élite tecnócrata-aspiracionista

latinoamericana, se niega a ver qué hay en la base real de

Latinoamérica. En primer lugar, en un continente sin

industrialización (y, por consiguiente carente de

proletarización) no existe economía monetarizada, y, por lo

mismo, no aparecen las estructuras y propiedades del

trabajo racional moderno (Morandé 1992). Es así que, por

ejemplo, la inserción en el trabajo no se da por productividad

relativa sino por fidelidad debida al patrón. Por lo mismo, el

pago por el trabajo realizado en la hacienda se hace a partir

de la estructura de la fiesta, invitando al peón a participar en

ella (Morandé 1987). No es casualidad la cantidad

exponencial de feriados del calendario latinoamericano

comparado con las demás culturas.

Hasta el momento hemos comparado la crítica de la

sociología angloeuropea del proceso de racionalización con

la llevada a cabo por la sociología latinoamericana;

especialmente a partir del pensamiento de Pedro Morandé

(1987, 1992). Ciertamente, conceptos como “ethos

latinoamericano”, “cultura”, “síntesis ritual”, “fiesta” o

“hacienda”, son construcciones ideales pertinentes para

descripciones de tipo particular, por lo que estarían

impedidos para apostar hacia una sociología que pretenda

dar cuenta de procesos de orden universal. ¿Dónde se

encuentra, entonces, el universalismo de la reflexión

sociológica latinoamericana que la obra de Morandé

ejemplifica? El universalismo oculto de la sociología

latinoamericana está en su análisis del fenómeno sacrificial.

Mientras el resultado de la negación del sacrificio

en la cultura europea es la frivolización de la vida y la

desmoralización de la esfera pública (que se expresa en las

formas de anomia que el psicoanálisis denomina “patologías

del acto” –la drogadicción o el consumismo compulsivo, por

ejemplo- y en el descenso sistemático de las formas de

participación, asociatividad y de inscripción electoral)

(Habermas 1984), el resultado de la negación del sacrificio

en América Latina tiene una doble manifestación.

Por un lado, los regímenes dictatoriales, las

violaciones a los derechos humanos y los altísimos costos

sociales derivados de la monetarización forzada del neo-

iluminismo latinoamericano (Morandé 1992), resultaron para

la élite ilustrada una confirmación de que su diagnóstico

cultural de la sociedad latinoamericana era, finalmente, una

ensoñación (Morandé 1987). El proyecto desarrollista del

criollismo tecnocrático-aspiracionista latinoamericano, no fue

más que una forma de transferir el sacrificio, en su

pretensión de negar la raigambre cultural-popular de la

religiosidad latinoamericana -que para el neo iluminismo no

era más que un resabio fetichista de la sociedad tradicional-,

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los sacrificados son justamente la “masa inculta y alienada”

que la élite desarrollista pretendía encauzar hacia el

desarrollo a través de la erradicación social de la dimensión

sacrificial de la cultura.

Si el proyecto ilustrado de eliminar el sacrificio en la

cultura angloeuropea concluye con su introyección en la

subjetividad, en la cultura latinoamericana lo hace ratificando

paradojalmente su indispensabilidad: quienes buscaban

despojar a la realidad social del sacrificio -la élite criolla

tecnocrática- fueron justamente los victimarios rituales (a

través de las violaciones a los derechos humanos y la

mercantilización de las relaciones laborales resultantes del

desarrollismo) de quienes sí reconocían, a través de su

religiosidad, la dimensión sacrificial que toda cultura

contiene.

Es por esto, que luego de los procesos de

“promoción popular” o de “concientización” (Morandé 1987)

–que terminan abruptamente con regímenes dictatoriales a

mediados de los setenta- emerge autónomamente una

religiosidad popular que demuestra la actualidad y potencia

de su raigambre cultural, a pesar de las pretensiones

neoiluministas (Morandé 1987). Esta religiosidad expresa sin

tapujos toda su originalidad: acepta abiertamente su

condición sacrificial y popular.

La segunda expresión cultural frente a la negación

racionalista del sacrificio en América Latina, es un regreso al

origen social. Este regreso es simbolizado en el culto

popular mariano (Morandé 1987)- y en el regocijo del

sacrificio festivo, expresado en la carnavalesca adoración a

la figura de la madre y en las formas sensualistas del culto

religioso (Morandé 1992). En términos de análisis

sociológico, la reacción popular latinoamericana frente al

neoiluminismo es un rechazo (no explícitos en términos de

categorías conceptuales) de la ética funcional del proyecto

moderno, de la supuesta identidad de valores y estructura

que establece el neoiluminismo; y un regreso al sustrato

cultural originario propio de la cultura latinoamericana: la

fiesta, el trabajo sacrificial y el manto renovador de la figura

de la madre (Morandé 1987).

Aunque muchos intelectuales neodesarrollistas

pretendan negar la realidad sacrificial para salvar su

racionalismo, la historia y los hechos no mienten: la

diferenciación social (Luhmann 2007) –actual criterio del

orden social en su conjunto- tiene también una dimensión

sacrificial; a cambio de una extrema especialización en las

prestaciones sociales y sus rendimientos, se renuncia a la

sensación de pertenencia social total. Esta veta sacrificial de

la sociedad contemporánea constituye una muy buena

hipótesis inicial para el estudio de los problemas de

configuración de la identidad individual, tan frecuentes en

nuestros días (Habermas 1981).

El Estado del bienestar es, asimismo, una forma

especialmente actual del sacrificio ritual, en el caso de la

sociedad angloeuropea. También lo fue la reacción de la

cultura popular latinoamericana en su regreso a las formas

sacrificiales de manifestación religiosa, y que constituye un

indesmentible testimonio de la presencia universal de la

dimensión sacrificial en toda sociedad.

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El espacio público en disputa:

modernidad, política, movimientos sociales

y acción colectiva.

Malik Fercovic19

Juan Sebastián García20

Resumen

En el presente ensayo se analiza desde una perspectiva sociológica, la problemática de los nuevos movimientos

sociales y la acción colectiva en el contexto de la sociedad contemporánea, poniendo especial atención al caso

latinoamericano. En este marco, se afirmar que los movimientos sociales se caracterizan por cuestionar,

permanentemente, tanto a nivel del discurso como de su praxis política, la legitimidad, producción y reproducción

de diversos espacios sociales y políticos. Así, se analiza, en primer término, las dificultades que plantean

actualmente el despliegue histórico de la modernidad para la política y la acción colectiva. Enseguida, se

consideran las características principales del espacio público-en cuanto espacio donde se ejerce el poder y

donde al mismo tiempo se resiste a él- y su importancia como marco general en el que se desenvuelven la acción

política y los movimientos sociales. Posteriormente, se presenta una combinación de abordajes sobre los

movimientos sociales que buscan complementar diversas miradas, atendiendo especialmente a las raíces de la

capacidad de la acción colectiva y de la formación de identidades sociales, así como a la relevancia de la

estructura de oportunidades políticas para el surgimiento y mantenimiento de la acción colectiva. Para finalizar, se

revisa el caso de los Zapatistas, en el sur de México, como ejemplo de la necesidad de abordar el problema de

los movimientos sociales y la acción colectiva desde enfoques y miradas diversas y complementarias.

Palabras claves: política, movimientos sociales, acción colectiva, identidades sociales, Latinoamérica.

19

Estudiante de pregrado en sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. 20

Estudiante de pregrado en sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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“Lo característico de un movimiento social es que no tiene un lugar específico para hacer política, sino que a partir

de un núcleo de constitución de sujetos, organización y acción colectiva, empieza a transitar, a politizar los

espacios sociales con sus críticas, demandas, discursos, prácticas y proyectos” (Luis Tapia, 2008).

Apertura: modernidad, política y acción colectiva

Desde nuestra perspectiva, el problema de la política y la

acción colectiva en la sociedad actual debe considerar para

su estudio un contexto más general, que dice relación con el

despliegue de una modernidad tardía o la emergencia de la

postmodernidad, y sus repercusiones sobre el conjunto de

las prácticas sociales que caracterizan nuestra era

contemporánea. Tal como ha señalado Peter Wagner,

nuestra época se caracteriza porque “el foso entre la

organización de las prácticas sociales, los límites del orden

político y las modalidades de la formación de la identidad es

más amplio y los recursos sociales y cognitivos con que

salvar la distancia, más escasos que en situaciones

parecidas de hace aproximadamente cien años” (Wagner,

1997, pp. 317-318). Siguiendo la argumentación de Wagner,

nuestra época globalizada se puede comprender como el

resultado de la crisis de la “modernidad organizada”, en la

cual la capacidad de acción política estaba anclada en el

Estado nacional soberano y en su idea de la representación.

Pero dado que en la actualidad ambas cosas están siendo

fuertemente cuestionadas, la política se enfrenta a una

encrucijada radical. Por un lado, la idea misma de política

depende de los conceptos de delimitación y trazados de

fronteras (entre lo público y lo privado), de pertenencia y de

representación. Por otro, las prácticas sociales a las que la

política se refiere pueden llegar a ser cada vez más a-

tópicas, esto es, a no tener lugar, de modo que no sea ya

posible encontrar ningún espacio definible para la praxis

política. Este nuevo contexto social se caracteriza porque

“falta un “ajuste” entre las fronteras entre las comunidades

reales y el espectro de sus prácticas” (Ibid, p. 322), o, dicho

de otro modo, por la combinación de la pérdida de un

lenguaje político y la pérdida de una conexión entre la

capacidad de acción política y el ámbito adecuado de lo

político. Ahora bien, el restablecimiento de una cierta dosis

de ajuste entre identidades sociales, fronteras políticas y

prácticas sociales es -afirma Wagner- uno de los

presupuestos para la creación de la capacidad de acción

colectiva. Para poder evaluar el potencial de este

acoplamiento, debe traducirse el problema de la

contingencia a planteamientos históricos y sociológicos, e

intentar determinar desde ellos los “vínculos de asociación”

reales entre los hombres (Offe, 1996)21.

En consecuencia, Wagner destaca que el dilema actual de lo

político hace relativamente explícita la demanda de una

nueva definición del concepto mismo de política. Wagner

sugiere que los tipos de identidad de los nuevos

movimientos sociales no pueden comprenderse en un

concepto modernista o liberal22 de lo político, pues este ha

abordado la política a través de la opción de la “evasión”, y

21

Si bien consideramos fundamental vincular el problema del aumento de la contingencia propia de nuestra época, así como su traducción a los planteamientos históricos y sociológicos que puedan explicar la encrucijada actual de lo político, escapa a las pretensiones del presente ensayo dar una respuesta a este problema. 22

Por autores liberales entendemos principalmente la obra de importantes intelectuales como John Rawls y Robert Nozick, Ronald Dworkin, entre otros.

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no de la “confrontación” (según la expresión de Hirschman).

En lugar de abordar en conjunto los problemas comunes, se

desarrollan posibilidades que desplazan la realización de la

vida recta y ordenada a otras actividades “no políticas” o

mediante emigración a otros espacios. De ser así, en la

actualidad parecería retornar con fuerza el problema

planteado por Hannah Arendt sobre vaciamiento del espacio

propiamente político o público, es decir, de aquel espacio

que permite la conservación o creación de condiciones

sociales a través de las cuales los miembros de una

sociedad pueden llegar a entenderse y a intercambiar

puntos de vista sobre todas las cosas que les son comunes.

El tamaño de esta Koiné -el espacio de lo común- depende

de las prácticas corrientes y del resultado de la

comunicación sobre ellas. Sin embargo, desde nuestra

perspectiva en el marco de una sociedad global, las diversas

prácticas y la acción colectiva, no obstante su carácter -en

ocasiones- difuso y las limitaciones y restricciones que le

imponen aquellas actividades o “espacios no políticos”,

retornan siempre como dimensión política. Esta forma de

comprender la política, tal como la concibe Chantal Mouffe,

significa poder distinguir entre “<lo político> (polemos),

ligado a la dimensión de antagonismo y de hostilidad que

existe en las relaciones humanas, antagonismo que se

manifiesta como diversidad de las relaciones sociales, y <la

política> (polis), que apunta a establecer un orden, a

organizar la coexistencia humana en condiciones que son

siempre conflictivas, pues están atravesadas por <lo>

político” (Mouffe, 1999, p. 21)23.

23

. Las palabras entre paréntesis son para clarificar las raíces etimológicas de la distinción de Mouffe. Esta autora considera que la política corresponde a “un espacio cuya formación es expresión de las relaciones de poder, y éstas pueden dar lugar a configuraciones interiores muy distintas. Esto depende del tipo de interpretación dominante de los

Bajo nuestra mirada, entonces, la vida política nunca podrá

prescindir del antagonismo, ya que -como lo entiende

Mouffe- atañe a la acción pública y a la formación de

identidades colectivas. Precisamente, en ello radica la

importancia y la influencia decisiva de los movimientos

sociales, mientras que con su organización y acción

colectiva expresan, permanentemente, la necesidad de

problematizar y cuestionar la legitimidad, producción y

reproducción de diversos espacios sociales entre los cuales

se encuentran fundamentalmente aquellos espacios

asumidos como “no políticos” o que deben situarse al

margen de toda consideración política que pueda afectar el

desempeño de una tecnocracia supuestamente “neutra”. En

su análisis nos apoyaremos en la observación de las

prácticas sociales, atendiendo especialmente a las raíces de

la capacidad de la acción colectiva y de la formación de

identidades sociales. De este modo, entenderemos que,

como se verá más adelante, toda acción colectiva es

portadora de la dimensión hegemónica indisociable de las

relaciones sociales, en la medida que siempre se las

construye según formas asimétricas de poder. En cualquier

caso, como ha sostenido Offe, consideramos que los nuevos

movimientos sociales son propiamente modernos, puesto

que tienen como principio que la historia y las

transformaciones sociales son fruto de la acción del hombre,

principios de legitimidad y de la forma de hegemonía que ahí se instaure. Pasar por alto esta lucha por la hegemonía imaginando que sería posible establecer un consenso resultante del ejercicio de la<razón pública>(Rawls) o de una <situación ideal de la palabra>(Habermas), es eliminar el lugar del adversario y excluir la cuestión propiamente política, la del antagonismo y el poder(…)Contra cierto tipo de pluralismo liberal que escamotea la dimensión de lo político y de las relaciones de fuerza, se trata de restaurar el carácter central de lo político y de afirmar su naturaleza constitutiva. (p.24)

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más que un producto de determinismos estructurales (Offe,

1996).

Espacio público, los lugares de la política y los

movimientos sociales

Para Luis Tapia “las sociedades no dejan de moverse en el

tiempo. Para gobernar ese movimiento se hace política

dentro de cada sociedad y entre sociedades” (Tapia, 2008,

p. 55). De este modo, podemos entender que la política es

una práctica que resulta del movimiento de lo social en el

tiempo. Esto implica dirección y gobierno; la política es una

de las prácticas de producción y reproducción de los

diversos órdenes sociales y, en este sentido, productora y

reproductora de sus propios espacios. Ahora bien, desde

nuestro punto de vista resulta fundamental preguntarse por

el espacio social y sus características, en el cual se

desenvuelve dicha práctica política. Al respecto, es

importante notar que una de las características principales

del espacio público es la conceptualización de este espacio

como el lugar donde el poder se ejerce y se ejercita; la idea

de que una relación de poder sustenta la coexistencia del

equipamiento colectivo y su funcionamiento (Forquet &

Murard, 1976).

No obstante la importancia del ejercicio del poder en el

espacio público, desde nuestra mirada, este es un terreno

en constante disputa. Como ha argumentado Salcedo, no

hay un espacio mítico, sino lugares de cuyo uso se apropian

algunos actores sociales, expropiando a otros; mientras

unos controlan, otros compiten por ese control, o lo resisten.

De este modo, observando a los movimientos sociales

desde la discusión que este autor realiza sobre espacio

público, nos encontramos con una lectura entre la

microfísica del poder (Foucault) y la microfísica de la

resistencia (De Certau) (Salcedo, 2002). En este sentido, la

creación del espacio social es considerada una dialéctica de

conflicto entre fuerzas hegemónicas, y discursos y prácticas

alternativas de resistencia. La hegemonía social naturaliza

los usos sociales propuestos por los grupos dominantes,

generando “conductas o modos de habitar inconscientes, al

tiempo que las prácticas de resistencia proponen nuevos

sentidos y usos para el espacio” (Ibíd. p. 18). Sin embargo,

tal como sostiene Salcedo, debe quedar en claro que las

prácticas de resistencia no se encuentran al nivel de las

prácticas socio-espaciales hegemónicas. Así, “mientras el

inconsciente espacial se hace equivalente a lo hegemónico,

las prácticas de resistencia se dan en los márgenes,

alterando los sentidos y usos espaciales pero sin constituir

discursos totalizantes que nos propongan un conjunto de

practicas completamente diferente, basado en premisas y

valores diferentes a los hegemónicos”(Ibídem).

El historiador Gabriel Salazar enfatiza la misma idea de

resistencia social, considerando que los flujos de historicidad

presentes en los movimientos sociales “hacen política a su

manera: fuera, en los bordes, o en los intersticios del

sistema institucional” (Salazar & Pinto, 1999: p. 188).

Conviene destacar que esta visión refuerza una valorización

de la historicidad de los fenómenos sociales y de la

construcción del espacio social en el cual los movimientos

sociales se despliegan y actúan. En este sentido, para

entender los nuevos movimientos sociales se requiere

analizar con una perspectiva histórica los procesos socio-

espaciales que les dieron origen, así como la función social

y simbólica que ellos cumplen.

Sobre la base de esta matriz conceptual, entenderemos que

los lugares de la política “son una configuración que resulta

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de las propensiones determinadas por el conjunto de las

estructuras sociales y principalmente por el modo en que las

acciones políticas responden a estas, definiendo para sí

mismas las condiciones institucionales de intervención en la

articulación y dirección de sus sociedades” (Tapia, 2008: p.

56). Mientras que la forma de la sociedad y sus fuerzas

hegemónicas definen los lugares de la política, los

escenarios de su institucionalización y los de la acción

legítima y reconocida, los movimientos sociales comienzan

a configurarse cuando la acción colectiva empieza

desbordar los lugares estables de la política, tanto en el

seno de la sociedad civil como en el Estado. Estos se

mueven a través de la sociedad, buscando solidaridades y

aliados en torno al cuestionamiento sobre los criterios y

formas de distribución de la riqueza social y de los principios

de organización de la sociedad, el Estado y el gobierno. Es

por esto que Tapia considera que “los movimientos sociales

son una forma de política que problematiza la reproducción

del orden social, de manera parcial o general (Ibídem)”. Así,

los movimientos sociales suelen hablar de algo que no tiene

lugar en la sociedad, sobre la ausencia de algo deseable,

cuya consecución se busca y conquista en el movimiento y

en la reforma de los espacios políticos existentes. En suma,

la constitución de los movimientos sociales es un

desplazamiento de la política “de los lugares

institucionalizados de la misma, al campo de tránsito entre

ellos y al de la fluidez”. Al mismo tiempo, es un modo de

politización de lugares sociales o conjunto de estructuras y

relaciones sociales que habían sido “neutralizadas” o

despolitizadas y, por tanto, legitimadas en su forma de

organización de ciertas desigualdades (Ídem, p. 57).

Los movimientos sociales

Teniendo en cuenta los diversos aportes teóricos y marcos

conceptuales que podemos considerar relevantes para

generar una amplia discusión, hemos optado por abordar la

problemática de los movimientos sociales combinando y

articulando distintas corrientes y enfoques de diversos

autores que han tratado este tema. Se nos puede objetar

que, el no adherir a un marco teórico o concepción

particular, y optar en su lugar por una combinación de

enfoques, nos conducirá a ciertas contradicciones

insoslayables. Sin embargo, consideramos que este análisis

de los movimientos sociales, como visión integradora de

diversos planteamientos, nos ayudará a comprenderlos y

estudiarlos desde una amplia perspectiva. Es, quizás,

debido a la complejidad inherente a los movimientos

sociales, que se nos presenta como una opción válida y

necesaria abordar este tema desde diversas miradas.

Son los aportes del sociólogo Alain Touraine los que nos

han dado los elementos claves para analizar los

movimientos sociales (Touraine, 1973; 2000). Lo propio de

estos nuevos movimientos es que se sitúan y comprenden

en el marco de una sociedad más extensa. En ellos está la

fuente potencial y el núcleo de renovación colectiva de la

sociedad. Son movimientos que desarrollan tanto el

concepto como la petición de cambios sociales aún

mayores, basándose en la creación de identidad allí donde

no hay ninguna. En síntesis, se trata de un proceso de

creación que promueve la capacidad de acción colectiva.

Asimismo, Touraine pide que se renuncie a una idea de la

sociedad que se apoya en los fundamentos y prácticas

coherentes, para trabajar con nociones más ligadas a los

procesos, más fluidas y más orientadas a la acción.

Rechaza, a la vez, las ideas de la individualización

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propugnadas por autores que se mueven en la teoría de la

modernización. Advierte, en cambio, la formación, en el seno

de las comunidades europeas occidentales, de nuevos

colectivos y la creación de comunidades, reales o

imaginadas, que preparan identidades y trazan fronteras.

Este autor considera que existe un conflicto central entre el

sujeto y su lucha contra la mercantilización de las relaciones

sociales, por un lado, y su lucha contra el poder autoritario,

por otro. Existe un problema de identidad y autonomía, que

el sujeto enfrenta en la modernidad, a través de los

movimientos sociales. El concepto de movimiento social se

basa en un enfoque historicista, entendido como la creación

de una experiencia histórica. “Pero dicho concepto siempre

ha implicado, y con la misma fuerza, una referencia al

sujeto, es decir, a la libertad y a la creatividad de un actor

social amenazado con la dependencia y la alienación por las

fuerzas dominantes que lo transforman en agente, ya sea de

la voluntad de esas fuerzas o de una necesidad considerada

natural” (Touraine A. , 2000, pp. 361-362).

La tipología utilizada por Touraine para definir un

movimiento social, consta de tres principios básicos: la

identidad del movimiento, el adversario del movimiento y la

visión o modelo social del movimiento, u objetivo social,

según la denominación de Manuel Castells (Castells, 2001,

94). La identidad es entendida, por este último, como “el

proceso de construcción del sentido, atendiendo a un

atributo cultural, o un conjunto relacionado de atributos

culturales, al que se da prioridad sobre el resto de las

fuentes de sentido” (Ibíd., p. 28). Las identidades se

diferencian de los roles; las primeras organizan el sentido,

los segundos las funciones. Estas son construidas por los

individuos y la sociedad, en su conjunto, en base a los

materiales que les entrega la historia, la biología, las

instituciones y todo lo que los rodea en un momento y lugar

determinado. En otras palabras: “cómo se construyen los

diferentes tipos de identidades, por quiénes y con qué

resultados no puede abordarse en términos generales y

abstractos: depende del contexto social” (Ibíd. p. 32). Es

clave para nuestro análisis entender que la identidad social

es construida siempre bajo el marco de las relaciones

sociales de poder, o de la disputa del espacio público a la

que hace referencia Salcedo, lo que da paso a considerar

tres formas de identidad: la identidad legitimadora,

proveniente de las instituciones dominantes; la identidad de

resistencia, referida a los actores que se encuentran al

margen de la esfera de dominación; y la identidad proyecto,

producida por actores que buscan la transformación social.

Al respecto, como nos recuerda Mouffe, consideramos

fundamental subrayar la importancia de la noción derridiana

de “exterior constitutivo” en la formación de las identidades

de los actores colectivos, puesto que nos ayuda a afirmar la

primacía de lo político. “Esta noción -que alimenta una

pluralidad de movimientos estratégicos que, como las

concibe Derrida, son posibles gracias a indecidibles tales

como “suplemento”, “trazo”, “diferencia”, etc.-, indican que

toda identidad se construye a través de parejas

jerarquizadas: por ejemplo, entre forma y materia, entre

esencia y accidente, entre negro y blanco, entre hombre y

mujer” (Mouffe, 1999, p. 15). De este modo, la idea de

“exterior constitutivo” remarca el hecho de que la condición

de existencia de toda identidad se construye por medio de

la afirmación de una diferencia, de una determinación de un

“otro” que le servirá de “exterior”, y que nos permite

comprender la permanencia del antagonismo propio de lo

político, así como de sus condiciones de emergencia. En

este sentido, se puede decir que, en el ámbito de las

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identificaciones colectivas, en las que siempre se trata de de

la creación de un “nosotros” por la delimitación o un trazado

de fronteras con un “ellos”, permanentemente existe la

posibilidad de que la relación nosotros/ellos se transforme

en una relación amigo/enemigo, vale decir, en el centro de

un antagonismo específicamente político. Y Mouffe indica

que “esto se produce cuando se comienza a percibir al otro,

que hasta el momento se lo consideraba según el simple

modo de la diferencia, como negación de nuestra identidad y

como cuestionamiento de nuestra existencia. A partir de este

momento, sean cual fueren las relaciones nosotros/ellos, ya

se trate del orden religioso, étnico, económico o de cualquier

otro, se convierte en político en el sentido schmittiano de la

relación amigo/enemigo” (Ibíd., p. 22).

Por su parte, la identidad de un movimiento social tiene que

ver con el sentido, entendido éste “como la identificación

simbólica que realiza un actor social del objetivo de su

acción” (Castells, 2001, p. 29). El proceso de construcción

del sentido es central en la conceptualización de identidad,

lo que nos induce a pensar que la construcción de la

identidad del movimiento social tiene un papel protagónico

en el análisis de los mismos. De este modo, cuando los

actores sociales se identifican simbólicamente con el

objetivo de su acción, han construido ya gran parte de lo que

es un movimiento social. Al depender de la identidad, las

posibilidades del adversario se reducen a quienes no entren

en contradicción con el sentido del movimiento, al igual que

con la lógica de los objetivos sociales de este. Sobre este

mismo punto, Offe afirma que lo destacable de los nuevos

movimientos sociales es que sus actores ya no se

autoidentifican con los códigos tradicionales basados en las

clases sociales, sectores políticos o estratos económicos.

Más bien, se codifica “el código del universo político en

categóricas provenientes de los planteamientos del

movimiento, como sexo, edad, lugar, etc.”(p. 180). A pesar

de esta especificidad de los nuevos movimientos sociales,

Offe afirma que “los nuevos movimientos sociales se

componen básicamente de tres segmentos: “la nueva clase

media, especialmente aquellos elementos que trabajan en

profesiones de servicios humanos y/o en el sector público;

(…) Elementos de la vieja clase media , y (...) una categoría

de la población formada por gente al margen del mercado de

trabajo o en una posición periférica respecto a él (tal como

obreros en paro, estudiantes, amas de casas, jubilados,

etc.)”(Ibíd. p. 181). En contraparte, se encuentran la clase

obrera industrial y los que manejan el poder económico y

administrativo de las sociedades capitalistas, quienes se

encuentran cómodos con el orden establecido y miran con

desconfianza los planteamientos de los nuevos movimientos

sociales.

El segundo principio de la tipología de los movimientos

sociales propuesto por Touraine refiere al adversario, que es

el “principal enemigo del movimiento, según lo identifica este

de forma explícita” (Castells, 2001, p. 94). Sin embargo,

definir al adversario es un tema complejo y que muchas

veces imposibilita a los movimientos a actuar o rebelarse ya

que no saben contra qué o quién se manifiestan o rebelan.

A pesar de que al poseer una identidad de movimiento las

posibilidades de un adversario se reducen, “la incapacidad

para identificar al enemigo es lo que lleva a la voluntad de

resistencia a girar en círculos paradójicos (…). Sufrimos la

explotación, la alienación y el comando como enemigos,

pero no sabemos donde localizar la producción de la

opresión.” (Negri & Hardt, 2000, p. 295) La solución que Offe

brinda respecto a esto, dice relación con los valores de los

nuevos movimientos sociales, los cuales no han cambiado

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en el transcurso de los años. De este modo, los movimientos

sociales pueden ser agrupados en dos grandes conceptos:

autonomía e identidad; aspectos que se oponen a ideas

como la manipulación, el control, la dependencia, la

burocratización y la regulación. “Todos los planteamientos

principales de los nuevos movimientos sociales parten de la

idea de que la vida misma- y los niveles mínimos de “buena

vida” según definen y sancionan los nuevos valores- están

amenazados por la ciega dinámica de la racionalización

militar, económica, tecnológica y política, no contando

además las instituciones dominantes políticas ni militares

con suficientes barreras ni con la suficiente fiabilidad para

evitar que se traspase el umbral del desastre.” (Offe, 1996,

p. 217). De cierta forma, el adversario de los nuevos

movimientos sociales para Offe son los valores de la “vieja

política”, tales como la razón instrumental, el consumo, la

autoridad y el orden.

En cuanto al tercer y último principio de la tipología de los

movimientos sociales, a saber, el objetivo social, podemos

señalar que “hace referencia a la visión del movimiento del

tipo de orden social, u organización social, que desearía

obtener en el horizonte histórico de su acción colectiva.”

(Castells, 2001: 94). Para Castells “los nuevos movimientos

sociales, en su diversidad, reaccionan contra la globalización

y contra sus agentes políticos, y actúan sobre el proceso

continuo de informacionalización cambiando los códigos

culturales de las bases de las nuevas instituciones

sociales.”(Ibíd. 131). Por su parte, Offe plantea que “en el

caso de los nuevos movimientos sociales, la exigencia de

autonomía no se centra en libertades económicas (libertad

de producción, consumo y contratación), sino en la

protección y preservación de valores, identidades y formas

de vida frente a la imposición política y burocrática de un

cierto tipo de orden “racional”” (Offe, 1996: 186). Ambos

autores problematizan el contrapunto que se genera entre

globalidad/localidad, siendo este conflicto lo que produce la

controversia y bandera de lucha de los nuevos movimientos

sociales en la actualidad. Cada uno de los movimientos

sociales es particular, y está inserto en un contexto y tiempo

determinado. Sin embargo, surgen como una respuesta a la

globalización, donde la mercantilización de las relaciones

sociales y el autoritarismo de las instituciones políticas no

dejan espacio para la expresión política de los elementos

locales.

Hasta aquí el análisis ha consistido en la construcción de los

tres principios que definen a los movimientos sociales,

según la tipología propuesta por Touraine. Principios que

hemos complementado y combinado con los planteamientos

de Claus Offe, Manuel Castells y Chantal Mouffe.

Sin embargo, hasta ahora hemos analizado el interior de los

movimientos sociales, por lo que consideramos relevante ver

otras perspectivas que nos ayuden a complementar y

enriquecer los abordajes revisados. En este sentido, la

sociología política de Sidney Tarrow busca integrar la

perspectiva racionalista estadounidense con el enfoque

europeo de los nuevos movimientos sociales, haciendo

hincapié en los factores políticos como elementos

fundamentales para entender los movimientos sociales

(Tarrow, 1997). Este autor defiende el modelo del proceso

político al explicar los movimientos sociales. El surgimiento y

desarrollo de los movimientos depende, en gran medida,

según esta perspectiva, de las oportunidades políticas que

ofrece el sistema institucional en el que se lleva a cabo la

acción colectiva. De este modo, el concepto de estructura de

oportunidades políticas resume el conjunto de factores

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políticos que pueden favorecer u obstaculizar la acción de

los movimientos sociales.

Para Tarrow la acción colectiva está siempre presente. Los

movimientos sociales afrontan el problema de la acción

colectiva -de carácter social y no individual, como persisten

en creer algunos-en lo referente a cómo coordinar

poblaciones desorganizadas, autónomas y dispersas de

cara a una acción común y mantenida, y al mismo tiempo,

dotarla de significado. Los movimientos resuelven el

problema “respondiendo a las oportunidades políticas, a

través del uso de formas conocidas, modulares, de acción

colectivas, movilizando a la gente en el seno de redes

sociales y a través de supuestos culturales compartidos”

(Ibíd., p. 33). Desde este abordaje, se adhiere a las

movilizaciones como respuesta a las oportunidades

políticas, buscando crear, mediante la acción colectiva, otras

nuevas oportunidades: los “movimientos sociales explotan

recursos externos (oportunidades, pactos, sobreentendidos

y redes sociales) para coordinar y mantener la acción

colectiva” (Ibíd. p. 48).

Tarrow entiende a la estructura de oportunidades políticas

como “dimensiones consistentes del medio político, que

fomentan o desincentivan la acción colectiva” (Ibídem).

Dicho concepto pone énfasis en los recursos exteriores del

grupo, pudiendo ser explotados, incluso, por luchadores

débiles o desorganizados. “Los movimientos sociales se

forman cuando los ciudadanos corrientes, a veces animados

por líderes, responden a cambios en las oportunidades que

reducen los costes de la acción colectiva, descubren aliados

potenciales y muestran en qué son vulnerables las elites y

las autoridades”(Ibíd. p. 49). Ahora bien, los cambios más

destacados en las estructuras de oportunidades políticas

surgen de una serie de factores políticos mutuamente

vinculados. Entre ellos destacan la apertura del acceso al

poder, los cambios en los alineamientos gubernamentales,

la disponibilidad de aliados influyentes, y las divisiones

dentro de las élites y entre las mismas. Por su parte, si bien

las estructuras del Estado crean oportunidades estables a

las cuales tienen acceso los diversos actores sociales -sobre

todo aquellos que ocupan posiciones dominantes-, son las

oportunidades cambiantes en el seno de los Estados, las

que ofrecen las oportunidades que incluso los interlocutores

pobres en recursos pueden emplear para crear nuevos

movimientos.

Por otro lado, es importante destacar que, a partir de nuevos

enfoques, algunos teóricos han señalado que los modelos

tradicionales de racionalidad instrumental no siempre

explican con satisfacción la participación de los individuos en

la acción colectiva (Goodwin et al, 2003). Es desde esta

constatación que se estima conveniente considerar a las

emociones, las que son traídas de vuelta a la investigación

en ciencias sociales –habiendo sido excluidas durante

décadas y han sido útiles en el entendimiento de conceptos

claves como identidades colectivas o redes sociales, y por

supuesto, reclutamiento y participación. Desde este punto de

vista, las emociones también se producen en las

interacciones sociales, por lo cual se expresan en

significados compartidos socialmente, convenciones, valores

culturales y creencias, que inciden en la valoración del

entorno y en la motivación de la acción. Las emociones, en

tanto, se configuran y se forjan en el orden social, son

“resultados reales, anticipados, recolectados o imaginados

de las relaciones sociales, y por eso, pueden dar pistas de

características estructurales como el status y el poder” (Ibíd.,

p. 6).

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Sin embargo, se debe aclarar que estas emociones solo

explican por qué existen lazos de amistad y redes sociales

fuertes en los movimientos sociales, pero no hablan de las

condiciones objetivas que permiten la emergencia de los

mismos (estructura de oportunidad, presión social, presencia

de organizaciones establecidas, etc.) (Otero Bahamon,

2006). Esta salvedad nos indica que el interés por las

motivaciones individuales y por las emociones no implica

que se desconozca la existencia de condiciones

estructurales. Al contrario, al enfocarnos en la forma cómo

los actores “sienten” la participación, estamos dando

oportunidad para encontrar allí indicios de cómo

experimentan los constreñimientos y limitaciones propias de

lo social y del ejercicio del poder que, como se ha

argumentado, nunca son determinantes ni definitivos, sino

que están en constante definición y redefinición por los

diversos actores sociales en juego.

Llegados a este punto, resulta significativo reconocer -como

ha observado el sociólogo Boaventura de Sousa Santos- la

dificultad de que los nuevos movimientos sociales puedan

ser explicados por una teoría sociológica y una matriz

conceptual única. “Una definición genérica como la que por

último nos proponen Dalton y Kuechler –“un sector

significativo de la población que desarrolla y define intereses

incompatibles con el orden político y social existente y que

los prosigue por vías no institucionalizadas, invocando el uso

de la fuerza física o de la coerción -abarca realidades

sociológicas tan diversas que a la postre, es muy poco lo

que se dice de ellas” (De Sousa Santos, 2001, p. 313).

Además, como plantea De Sousa Santos, si consideramos

que en los países de Europa Occidental y Estados Unidos la

enumeración de los nuevos movimientos sociales incluye

típicamente a los movimientos ecológicos, feministas,

pacifistas, antirracistas, de consumidores y de autoayuda; la

enumeración en América Latina -donde también es corriente

la designación de movimientos populares o nuevos

movimientos populares para diferenciar su base social, que

es característica de los movimientos en los países centrales

(la “nueva clase media” de Offe)– es bastante más

heterogénea. En las últimas décadas , esta incluye, entre

otros, al poderoso movimiento obrero democrático y popular

surgido en el Brasil, liderado por Luís Inácio da Silva (Lula) y

que luego derivó en el Partido de los Trabajadores; el

Sandinismo que surgió en Nicaragua como un gran

movimiento social de carácter pluriclasista y plurideológico;

las nuevas experiencias de “paros cívicos nacionales”, con

la participación de partidos políticos, sindicatos y

organizaciones populares (grupos eclesiásticos de base,

comités de mujeres, grupos estudiantiles culturales, etc.) en

Ecuador, en Colombia y en el Perú; las diferentes formas

que asume la lucha popular en el Perú, tanto a nivel de los

barrios (“pueblos jóvenes”) como a nivel regional (Frentes

Regionales para la Defensa de los Intereses del Pueblo); los

movimientos de invasiones en Sao Paulo; las invasiones

masivas de tierras por los campesinos de México y otros

países; los intentos de autogestión en los tugurios de las

grandes ciudades como Caracas, Lima y Sao Paulo; los

comités de defensa de los Derechos Humanos y las

Asociaciones de familiares de presos y desaparecidos,

habiendo surgido estas dos últimas iniciativas, básicamente

de los movimientos sociales; los nuevos movimientos

indígenas que han planteado en los últimos años potentes

reivindicaciones de reconocimiento étnico y demandas de un

nuevo trato con los Estados nacionales, particularmente en

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el Altiplano boliviano y en la sierra peruana y ecuatoriana,

pero asimismo en el sur chileno24, etc.

El caso de los Zapatistas en México

Del mismo modo que Castells, quisiéramos llevar todos los

planteamientos sobre movimientos sociales antes expuestos

a un ejemplo concreto, como es el caso de los Zapatistas de

Chiapas, en México. Como ha expuesto este autor, el

proceso de construcción de identidad en dicha zona fue

profundo y se desarrolló en un gran período, involucrando a

una serie de actores sociales de muy diferentes

características culturales y étnicas. Ahora bien, para el

estudioso de los nuevos movimientos indígenas en América

Latina, José Bengoa, las causas de más reciente data que

ayudan a explicar los orígenes del conflicto dicen relación

con el desplazamiento forzoso de indígenas de la región, en

su mayor parte desarraigados de sus comunidades

originales. Por múltiples razones históricas, en los últimos

treinta años, numerosas familias indígenas debieron emigrar

desde sus tradicionales comunidades a lo que se conoce

como Las Cañadas en la selva Lacandona. Entre ellas

destacan, principalmente, la construcción de represas

motivó la expulsión de indígenas desde sus hábitats

tradicionales, la sobrepoblación de las comunidades, las

invasiones de tierras comunales por parte de terratenientes;

en suma, se trata de un conjunto de problemas, muchas

veces sobrepuestos. Asimismo, es importante mencionar los

24

Respecto a este último caso, es notable el trabajo realizado por José Bengoa (2007) que ha reposicionado en el debate académico y político un tema que-a pesar de su relevancia- ha figurado como marginal en el contexto de los nuevos gobiernos democráticos de la región. Este autor brinda una versión actualizada del panorama histórico y antropológico de los años recientes, entregando nuevas pistas para entender los conflictos que atraviesan hoy los pueblos originarios.

planes de colonización del propio gobierno del estado de

Chiapas, con el objetivo de “bajar la presión social” existente

en las áreas más densamente pobladas. (Bengoa, 2007, pp.

106-107). No obstante estas dificultades, las familias

indígenas tendieron en su mayoría a reasentarse y

solicitaron a las autoridades títulos de dominio sobre sus

nuevas tierras, demandas que fueron postergadas o

rechazadas. En este contexto, se fue creando un ambiente

de gran incertidumbre que, a juicio de Bengoa, fue la cuna

de numerosos movimientos reivindicativos. De este modo,

en las comunidades de la región de San Cristóbal de las

Casas y sus alrededores, se gestó un arduo trabajo

comunitario, forjándose sólidas redes sociales donde los

actores sociales en las interacciones comprometían sus

emociones y fuertes lazos sociales. Se logró que diversos

grupos étnicos con diversas culturas se identificaran entre

ellos, creando de esta manera una nueva identidad

indígena. En cualquier caso, como enfatiza Bengoa, “la

novedad del movimiento zapatista es la participación activa y

protagónica de tzeltales, tzotziles, tojolabales y diversos

grupos indígenas con plena conciencia de su pertenencia

étnica” (Ibíd., p. 109).

Como se puede observar, los elementos que componen a

este movimiento social no son los propuestos por Offe. Sin

embargo, este autor considera de manera más global que

los movimientos sociales están compuestos por los grupos

opuestos al sistema económico y político dominante.

Ciertamente, este es el caso de los Zapatistas: indígenas

que quedaron al margen y no fueron escuchados por las

nuevas políticas económicas del gobierno mexicano. “Así

pues, esta nueva identidad india se construyó mediante su

lucha y llegó a incluir a varios grupos étnicos. “Lo que

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tenemos en común es la tierra que nos dio la vida y la lucha”

(declaración de los zapatistas)” (Castells, 2001, p. 101).

Una vez que la identidad del movimiento es definida, surge

la pregunta sobre el adversario del movimiento. Como se

argumentó anteriormente, al definir la identidad del

movimiento se define implícitamente su adversario. En el

caso de los Zapatistas, y como dice su declaración, fue la

tierra la que les dio la vida y, a la vez, es esa misma tierra la

que les dio su lucha. Castells indica que la identidad es el

sentido simbólico que le dan los actores a sus objetivos

sociales. Al identificarse los Zapatistas como un movimiento

social, identifican a su adversario y también el objetivo social

que persiguen como movimiento. Así y todo, debe notarse

que en el discurso Zapatista no hay una apuesta en

provecho de la toma del poder tal y cómo esta se concibió

en muchas de las vanguardias del siglo XX.

Por otro lado, debe tenerse presente que los Zapatistas no

hablan solo a la clase obrera: se dirigen a la humanidad. La

humanidad remite “a todos los “sin” cuya dignidad ha sido

pisoteada. Los sin-techo, los sin-trabajo, los sin-derechos,

los sin-papeles y, de forma más general, todos los grupos

discriminados (inmigrantes, indígenas, homosexuales) y las

mujeres, que son las primeras víctimas de los destrozos de

la globalización” (Taibo, 2007, p. 51). De este modo, el

movimiento Zapatista se inserta en la tensión globalidad-

localidad antes descrita, ya que, si bien su acción directa se

sitúa localmente, sus reivindicaciones y demandas se dirigen

a todos los discriminados y víctimas de la actual

globalización en curso, alcance que es posible en gran parte

apoyándose en las nuevas tecnologías de la comunicación,

analizadas por Castells. Para este, “las células

revolucionarias de la era de la información se construyen

sobre flujos de electrones.”(Castells, 2001, p. 130) El

movimiento Zapatista ha tenido muy presente este punto y la

comunicación vía internet es primordial para este colectivo

insurgente: “Lo interesante del fenómeno es que para su

lucha Marcos se ha valido más que de las armas, de su

retórica y de Internet” (Viegas, 2006, p. 5). Y es este uno de

los frentes de lucha más importante que han ganado los

Zapatistas frente al gobierno mexicano

Luego de definir la tipología de Touraine para un movimiento

social y las principales características del movimiento

Zapatista, es necesario para el análisis de estos

movimientos tomar en cuenta las estructuras políticas y las

oportunidades que estas ofrecen a los actores sociales, los

que buscan sus objetivos y oportunidades políticas. La

estructura de oportunidades políticas propuestas por Tarrow

nos brinda una aproximación para analizar este tema. Como

es sabido, los Zapatistas se levantaron a principios de los

noventa protestando en contra de la aprobación del TLC

que negociaba el gobierno Mexicano con los Estados Unidos

(NAFTA). “Como un símbolo, eligieron reaccionar el mismo

día de entrada en vigencia del tratado de libre comercio

entre México, Estados Unidos y Canadá, ya que la revuelta

es también contra los devastadores efectos de la

globalización y el neoliberalismo.”25(Viegas, 2006, p. 4). En

este contexto, cobran mayor sentido palabras del sub

comandante Marcos, antes de la rebelión de Chiapas:

“nosotros vamos a aprender a vivir en la montaña, a

25

Por lo demás, como recalca Bengoa “la cuestión simbólica es quizás la más importante de estos nuevos movimientos. El 12 de octubre de 1992 en la marcha de la ANCIEZ a San Cristóbal de Las Casas, se había tirado al suelo al suelo la estatua de Diego de Mazariegos, el conquistador y fundador de esa villa considerada tradicionalmente como un enclave “chapetón”, esto es, hispánico en los Altos de Chiapas (...) pesadas estatuas de bronce caían el piso, estrepitosamente amarradas por sogas y tiradas por descendientes de los antiguos ofendidos. (Ibíd., 110)

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aprender a pelear, y a esperar que algún día la revolución

estalle en México” (Le Bot, 1997, p. 58). Así, no es

apresurado pensar que los Zapatistas se encontraban

esperando el momento adecuado para rebelarse, tomando

en cuenta las oportunidades políticas presentes en el

sistema político; los Zapatistas esperaron el momento

adecuado para alzar su voz de protesta de modo que esta

fuera escuchada en todo el mundo.

Por su parte, el PRI, partido político en el poder, el cual no

contaba con el apoyo del conjunto de la élite mexicana, vio

como una amenaza este levantamiento Zapatista que

protestaba por el TLC y por la derogación del artículo que

defendía la economía agrícola de las comunidades

indígenas. El levantamiento insurgente era una amenaza, al

no ser bien visto mundialmente el hecho de que el gobierno

mexicano no escuchara los planteamientos del movimiento

Zapatista, lo que conllevaba un riesgo para la aprobación en

curso del TLC con los Estados Unidos. Es dentro de este

contexto político, sumado a la imagen de corrupción y

desgaste que arrastraba el PRI dentro de México, lo que

posibilitó que el movimiento Zapatista pudiese expresarse y

ser escuchado. El 27 de enero de 1994 el gobierno

mexicano llegaba a un acuerdo, producto de una

negociación con los Zapatistas sobre temas relacionados a

la reforma política, derechos de los indígenas y diversas

demandas sociales. De esta forma, lo propuesto por Offe:

“los movimientos son incapaces de negociar porque no

tienen nada que ofrecer como contrapartida a las

concesiones que le les pueden hacer a sus exigencias”,

quedaría puesto en tela de juicio, debido a que los

Zapatistas sí estuvieron dispuestos a negociar (Offe, 1996:,

p.179). Sin embargo, esto podría deberse a lo que Castells

trata como la pretensión de los Zapatistas de transformarse

en un movimiento político, donde dejarían de lado sus

exigencias y entrarían al espacio de las negociaciones

políticas. Pero, tal como nos recuerda Tarrow, si bien en un

comienzo la organización y movilización son condiciones

necesarias para el éxito de los movimientos sociales y sus

acciones, posteriormente, para los gobiernos es más eficaz

reducir estas condiciones que aplicar la represión directa. En

este sentido, la legitimación e institucionalización de la

acción colectiva, es el medio de control social más eficaz

para atenuar el éxito de estos grupos. Y son probablemente

estas razones las que explican el relativo declive o la

pérdida de vitalidad del movimiento Zapatista, en años más

recientes.

Sin perjuicio de lo anterior, cabe subrayar que la propuesta

indígena Zapatista implica una revisión muy profunda de las

bases constitutivas del Estado-Nación mexicano, en tanto

que cuestiona la unidad que lo sustenta, esto es, “la unidad

étnica, racial y cultural”. En este sentido, la autonomía

obtenida por los indígenas chiapanecos a través de sus

luchas reivindicativas, “es un marco que fija el horizonte

hacia donde se trata de caminar. Pasarán muchos años

hasta que se concreten formas eficientes de autogobierno

que permitan el autodesarrollo indígena. No obstante, la

revuelta zapatista ha puesto en la mesa la nueva agenda”

(Bengoa, 2007, p. 112).

Cierre

Retomando el argumento central, expuesto a lo largo del

desarrollo de este ensayo, resulta relevante comprender que

la problemática de los movimientos sociales y la acción

colectiva debe analizarse y situarse en un marco más

amplio, que dice relación con los actuales dilemas que

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enfrenta lo político en la sociedad contemporánea. La acción

colectiva está siempre presente y la importancia de los

movimientos sociales radica, precisamente, en la capacidad

que estos tienen de incidir de diversas formas en espacios

sociales y en escenarios políticos en constante definición y

redefinición; problematizando y resignificando la

reproducción del orden social establecido y a las fuerzas

hegemónicas que lo dominan. Los lugares de la política y

sus fronteras son permanentemente modificados por la

acción de los movimientos sociales, en un contexto de

luchas y disputas por el espacio público y político, y por la

institucionalización de la acción legítima y reconocida.

Mediante la constitución de sujetos sociales, su organización

y acción colectiva, los movimientos sociales transitan y

politizan los espacios sociales con sus críticas, demandas,

discursos, prácticas y proyectos.

Al igual que Castells, consideramos que desde una

perspectiva analítica no podemos juzgar normativamente a

los movimientos sociales, sino que estos son la respuesta de

ciertos grupos a una estructura política y económica

dominante. En palabras de Castells, los movimientos

sociales “son síntomas de nuestra sociedad.” (Castells,

2001, p. 93). Los movimientos se generan a partir de una

identidad colectiva, definiendo a un adversario y a un

objetivo social, no obstante surgen siempre enmarcados en

un espacio público en disputa por el poder. Los movimientos

sociales se oponen al paradigma político y a los valores

dominantes, y pretenden, de alguna u otra forma, que sus

valores y objetivos sean compartidos, asumidos o aceptados

por la sociedad en su conjunto. Como lo planteaba Offe, si

un movimiento social tiene éxito y logra impactar a las

instituciones políticas y económicas dominantes, logrará

apropiarse de ese espacio público y convertirse en el nuevo

paradigma político. Los movimientos sociales surgirán toda

vez que las estructuras de oportunidades políticas así lo

permitan, y son un componente central dentro de la

constante disputa del espacio público; sí logran estos sus

objetivos sociales, se convertirán en el nuevo paradigma y

dependerá de otros actores sociales que se opongan a este

nuevo paradigma el surgimiento o no de nuevos

movimientos sociales.

Asimismo, es relevante hacer mención a la relativa

continuidad histórica y a los flujos de historicidad presentes

en los movimientos sociales, no obstante las

particularidades que exhiben en nuestra era contemporánea.

Como nos recuerda el politólogo Carlos Taibo: “las raíces de

la mayoría de los problemas para que los movimientos

procuran respuestas hoy en día deben buscarse en

tensiones políticas, económicas, ecológicas, sociales y

nacionales de largo aliento, que nos reconducen a menuda a

épocas alejadas en el tiempo” (Taibo, 2007, p. 53).

De igual modo, nos parece importante destacar que las

características y praxis de los nuevos movimientos sociales,

tiende a reafirmar la opción de comprender la pareja “lo

político/la política” como nociones en permanente tensión,

que si bien apuntan, por un lado, a establecer un orden,

implican continuamente, por otro, un espacio social que

organiza constantemente la coexistencia humana en

condiciones que son siempre conflictivas, ya que

persistentemente están atravesadas por las expresiones del

antagonismo, y la definición y delimitación de adversarios y

enemigos que son propios de lo político.

Para finalizar, es significativo recalcar que el dinamismo,

multiplicidad y complejidad que son inherentes a las

prácticas y movimientos sociales en un mundo globalizado,

impide comprenderlos desde una perspectiva única, siendo

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siempre necesario analizar y estudiar los movimientos

sociales en condiciones históricas concretas y específicas,

así como complementando y combinando diversos enfoques

y miradas.

Referencias Bibliográficas

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La transformación de la empresa chilena. Una modernización

desbalanceada. [Reseña]

Claudio Ramos, 2009. Santiago: Editorial Universidad Alberto Hurtado

Darío Rodríguez Mansilla

Este libro presenta los resultados de una

investigación empírica acerca de un tema de indudable

relevancia: los cambios experimentados por las empresas

chilenas en un período caracterizado por la transformación.

Era evidente que la globalización acelerada de la

economía chilena había traído consigo cambios de

importancia en las empresas. Sin embargo, faltaban

investigaciones empíricas que permitieran calibrar su

magnitud. Aunque son muchos los estudios de casos

hechos en el marco de las tesis de magíster de diversas

disciplinas, faltaban investigaciones cuantitativas que

permitieran conocer la dimensión de las transformaciones de

las empresas chilenas. El trabajo de Claudio Ramos

contribuye a llenar ese vacío.

No es solo que las organizaciones se vean

afectadas por el cambio de la sociedad o que la

globalización de la economía las obligue a buscar modos de

adaptarse. Las organizaciones son también la sociedad y los

cambios de esta han sido conducidos, profundizados y

expandidos por organizaciones. La globalización de la

economía es la globalización de las actividades de

empresas y organizaciones de diverso tipo, así como la

modernización del país no ha ocurrido en el vacío social,

sino que ha sido también el producto de las decisiones que

constituyen a las organizaciones como sistemas. Como

señala Claudio Ramos, todos los cambios que podemos

observar en las distintas instituciones de la sociedad, están

reflejados, “como en un juego de espejos en todas las

dimensiones de la sociedad; así ello ocurre también en el

plano del trabajo y la empresa”.

Claudio Ramos observa con gran rigurosidad los

cambios de la empresa chilena, consciente de su

importancia y, por ello, afirma “que estamos en presencia de

una discontinuidad histórica. Se ha ido abriendo frente a

nosotros una brecha que nos va separando de una forma de

existencia organizacional todavía no muy lejana en años,

pero tremendamente distante en términos socioculturales.”

La variedad de los cambios es tan grande, que todavía

parece prematuro anticipar un concepto adecuado que los

englobe y los caracterice. Por eso el autor opta por hablar de

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“postfordismo”, en un sentido general que no suscribe todo

lo que diversos autores han incluido en él. La elección de un

concepto amplio, con escasa connotación descriptiva,

demuestra la intención rigurosamente científica de evitar la

“falacia de la concreción apresurada”, contra la que

advirtiera Whitehead. No implica, sin embargo, el abandono

de la búsqueda de regularidades, “discernibles y

tematizables”, que es lo propio de la indagación

científicamente orientada.

Los objetivos de la investigación que comentamos

son tres:

1. Investigar la magnitud del cambio de las

empresas chilenas y la extensión de las

pautas “postfordistas” en ellas.

2. Discernir las formas particulares en que

estas pautas se han ido consolidando.

3. Investigar el modo en que dichos cambios

llegan a los trabajadores.

El universo de investigación comprende 12.410

empresas medianas y grandes, manufactureras y de

servicios. Se estudiaron dos muestras de ese universo. Una,

de 32 empresas que fue estudiada en profundidad y otra

formada por 168 empresas. La investigación de campo se

llevó a cabo entre fines del año 2001 y comienzos del 2004.

Esto explica por qué algunos temas que hoy en día

adquieren relevancia aparecen totalmente desperfilados en

el texto. A modo de ejemplo, al momento de realizarse esta

investigación la responsabilidad social no tenía mayor

importancia para los ejecutivos entrevistados y “está casi

totalmente ausente de la explicitación que hacen los

gerentes sobre su estrategia” (Ramos, 2009:59). Si se

recuerda, la planta de celulosa Arauco comenzó a funcionar

en enero del año 2004 y la muerte de los cisnes del río

Cruces desencadenó una crisis a fines de ese año, lo que

condujo a una serie de acciones por parte de la empresa, la

comunidad de Valdivia, el Estado, organizaciones

ambientalistas, etc., que ha posicionado el tema de la

licencia social de la empresa.

Los principales resultados de esta investigación

muestran que, conforme con la tendencia mundial, hay una

gran atención puesta en el entorno y las identidades

organizacionales son más fluidas. Además de estas dos

características compartidas con los lineamientos mundiales,

las empresas chilenas tienen una marcada orientación

internacional. Hay una tendencia a la concentración de la

propiedad y la formación de redes nacionales e

internacionales de propiedad. La internacionalización de las

empresas también ha seguido la línea de adquisición de

empresas en países vecinos, que son integradas a la red.

Esto indica que los empresarios chilenos todavía prefieren

mantenerse en su barrio, lo que no corresponde al perfil de

desterritorialización de la empresa postfordista, aunque el

estudio también da cuenta de una empresa que ya opera en

forma totalmente globalizada, con dirección chilena,

producción china y comercialización en Sud y Norteamérica.

Coincidente con investigaciones acerca de la

cultura y el influyente estudio de Desarrollo Humano que

conduce bianualmente el PNUD, el papel de la confianza,

como mecanismo de coordinación, es débil. Se compensa

con la fortaleza de la propiedad, lo que Ramos considera un

“remanente fordista” en el desarrollo postfordista de redes.

La gestión estratégica se ha generalizado, aunque

principalmente en los niveles más altos de la estructura y

con dificultades para extenderse a niveles inferiores lo cual,

según el autor “impide aprovechar más cabalmente los

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conocimientos internos que posee la empresa” (Ramos,

2009:96).

Particularmente importante es la constatación que

hace el estudio de la forma en que se constituyen y operan

las redes de subcontratación, en la que falta la visión global

de compartir un negocio común. Las relaciones de

subcontrato carecen de responsabilidades mutuas más allá

que el contrato de servicios y algunas comparten la

propiedad. Nuevamente aparece el tema de la falta de

confianza y su reemplazo por la propiedad, como

mecanismo de coordinación. Algunas empresas comparten

información con sus proveedores, generando verdaderas

redes interempresas. Este punto tiene especial relevancia si

se piensa que, como estrategia de desarrollo para Chile, se

ha postulado que sería posible constituir clusters en torno a

actividades de exportación en los que podrían participar,

incluso, empresas de tamaño pequeño o microempresas,

pero inscribiéndose en un proyecto de producción-

exportación plenamente compartido, vale decir, con altos

estándares de calidad y compromiso.

En cuanto a los trabajadores, las empresas han

buscado la flexibilización, la que puede provocar mayor

precariedad laboral. Hay prácticas de reducción del personal

y control de las contrataciones lo que ha conducido a

dotaciones ajustadas y polivalencia laboral. Entre ambas,

estas dos últimas producen sobrecarga de trabajo. Aunque

la capacitación laboral ha aumentado, todavía no existe

nada parecido a la gestión del conocimiento y la

capacitación tiende a ser inorgánica, esto es, sin diagnóstico

previo de competencias ni planificación de lo requerido en la

materia. En materia de recompensas ha aumentado la

proporción variable de la remuneración, lo cual, a partir de

sueldos base extremadamente bajos para los trabajadores,

significa “un incremento de la incertidumbre e involucra el

aumento de la presión del trabajo y deriva en precarización

laboral”.

La mayoría de los trabajadores se muestra

insatisfecha con el entrenamiento recibido y desea mayores

oportunidades de capacitación y uso de sus conocimientos.

La retroalimentación sobre el desempeño es pobre y el

trabajo se ha intensificado, lo que repercute negativamente

en la salud de los trabajadores. Tampoco se aprovecha el

aporte de los trabajadores para la reflexividad

organizacional. Las sugerencias son canalizadas por las

vías jerárquicas y, dado que los ejecutivos están ausentes

del lugar de trabajo, no logran ser adecuadamente

aprovechadas.

Entre los trabajadores hay una percepción

generalizada de injusticia de las recompensas, que son

vistas como arbitrarias, poco transparentes e inadecuadas

respecto al aumento de productividad. Todo esto lleva a que

Ramos considere que “la democratización al interior de las

empresas es un proceso todavía en gran medida pendiente.”

Este interesante estudio constituye un aporte

empírico a la comprensión de la empresa chilena. Esta

arrastra elementos del pasado combinados con factores

propios de un modelo postfordista. La configuración

resultante es, en palabras de Ramos, “marcadamente

desbalanceada”. Presenta una enorme diferencia respecto a

la empresa de hace algunas décadas, pero muchas de sus

innovaciones más importantes son utilizadas de un modo

distorsionado para reforzar rasgos sumamente tradicionales,

“cuyas raíces socioculturales e institucionales los hacen muy

resistentes al cambio.”

Junto con aplaudir la publicación de este trabajo

llamado a convertirse en referencia obligada para

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comprender la empresa chilena en los primeros años del

siglo XXI, surge la necesidad de continuar repitiendo el

esfuerzo de indagación empírica, para contar con un registro

de los cambios que se suceden sin interrupción. La creciente

incorporación de la mujer al trabajo; la inclusión de la

responsabilidad social a los temas relevantes de la gestión;

la redefinición del peso del trabajo en el sentido de la vida; la

llegada al mundo laboral de una generación que ha nacido

con la tecnología a su alcance; la demanda mundial por el

talento; la redefinición de la política; la pérdida de

importancia de las fronteras nacionales; el creciente

desinterés por la carrera funcionaria; la multiculturalidad de

los colectivos laborales de empresas; la enorme capacidad

coordinadora de los teléfonos celulares; etc., son cambios

que ya están afectando el modo de conducir la gestión. Las

transformaciones que se están produciendo ahora y las que

vendrán en el futuro próximo deberían quedar también

registradas en trabajos como el de Claudio Ramos, porque

sus efectos van a determinar nuevas condiciones para la

sociedad y el modo en que se van a organizar las

actividades productivas y de servicios.

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