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Existe un enorme arsenal de libros sobre todos los aspectos del fascismo, así como varios estudios sobre el mismo originales del propio Benito Mussolini. De entre los escritos por historiadores ingleses, el más célebre es el de F. W. Deakin, La brutal amistad (Grijalbo, 1966) Y, como es lógico, aparecen atisbos del dictado en las memorias, cartas y estudios históricos de toda una hueste de dirigentes del período de la guerra, entre ellos Churchill y Lord Avon. Con todo, sigue sabiéndose muy poco de Mussolini en su vida familiar... o de las mujeres relacionadas con él.Nadie estaría mejor calificado para llenar este hueco que el hijo mayor del dictador, Vittorio. Aunque por aquel entonces era muy joven, fue encargado por su padre de importantes misiones. Y sigue estando en estrecha relación con su madre y hermanos, con lo que puede significar "estrecha relación" para una familia italiana.Uno de los dones más preciados que poseyó su padre fue el de la palabra. Autorizado orador y periodista de por vida, Mussolini fue editor del semanario socialista La lotta di classe y, más tarde, de Avanti!, periódico del partido socialista italiano. Fundó también otro semanario, II Popólo d'Italia, que se convertiría en órgano oficial del fascismo, y a lo largo de muchos años colaboró en la prensa norteamericana. El Duce gustaba tanto de ejercitar este don que en plena guerra encontró tiempo para escribir un libro dedicado a su hijo mediano, Bruno, muerto en un accidente de aviación, como también redactó innumerables artículos y cartas.En cierto aspecto, Vittorio ha heredado esta faceta de su padre, puesto que también él es periodista y escritor. En este libro, el primero que se traduce al inglés, se centra en las tres mujeres que su padre amó: Donna Rachele, la condesa Edda Ciano y Clara Petacci, es decir, la esposa del Duce, su hija y su amante, respectivamente. Sobre estas tres mujeres se abatió la desgracia.A la hermosa Clara, que hubiera podido escapar con sus padres y encontrar la salvación en España, le tocó sufrir una muerte violenta: ella y Mussolini fueron muertos por disparos de metralleta a quemarropa, a manos de los guerrilleros, que acabaron con ellos en un angosto camino de montaña cerca del Lago de Como; sus cadáveres fueron trasladados a Milán y colgados cabeza abajo de una viga en un surtidor de gasolina de la Piazzale Loreto.A Donna Rachele, la esposa fiel, le tocó afrontar la viudedad y un período de reclusión en la cárcel.Y a la impetuosa Edda, esposa del conde Ciano (ministro de Asuntos Exteriores de Italia y, después, embajador en el Vaticano), le correspondió una doble pérdida. Ella también quedó viuda, pero las circunstancias en que se produjo la muerte de su marido —fue fusilado por la espalda por un pelotón de fusilamiento, sentado en una silla con las manos atadas al respaldo de la misma—, la llevaron a odiar al dictador que fue su padre, por lo menos durante cierto tiempo, convencida como estaba de que hubiera podido salvar al conde.Galeazzo Ciano fue uno de los diecinueve hombres que, en el Gran Consejo Fascista, en las primeras horas del 25 de julio de 1943, votó en favor de la famosa moción Grandi. Diño Grandi, que con anterioridad a la guerra había sido embajador de Italia en Londres, propuso en su moción que, ya que la dictadura había conducido al pueblo y a la nación italiana al desastre y ya que era cierta la derrota en manos de los aliados, el Duce debía renunciar a sus poderes dictatoriales y el rey (Víctor Manuel III) debía hacerse cargo del mando de las fuerzas armadas. En la tarde del 25 de julio, Mussolini tuvo una audiencia con el rey, que insistió en la dimisión del Duce. Al salir Mussolini de Villa Sa-voia, fue detenido por los carabinieri. El mariscal Badoglio fue nombrado jefe del gobierno.Mussolini fue encarcelado, primero en la isla de Ponza, más tarde en la isla más remota de Madalena, próxima a Cerdeña. Finalmente, por temor a que fuera rescatado por los alemanes, fue trasladado a un ho

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Vittorio Mussolini

Mussolini: Mujeres trágicas en su vida

EDICIONES GRIJALBO, S. A. BARCELONA - BUENOS AIRES - MÉXICO. D. F

Título original

MUSSOLINI

DUE DONNE NELLA TEMPESTA

Traducido por

ROSER BERDAGUÉ

de la 1.a edición de Amoldo Mondadori Editore, Milán, 1961

Primera edición 1974

Impreso por Gráficas Diamante, Zamora, 83, Barcelona, 5

Digitalizado por Triplecruz. Disculpen cualquier posible error durante la digitalización

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN ......................................................................................................................... 3 1. LA MUERTE GRAVITABA SOBRE NOSOTROS......................................................................... 5

EL DUCE ME CONFÍA UNA MISIÓN ESPECIAL........................................................................ 9 2. ESTÁIS LOCOS, LA GUERRA ESTA PERDIDA....................................................................... 11 3. EDDA ESCAPA MILAGROSAMENTE A LAS «SS»................................................................... 17

VÍA LIBRE PARA LA ULTIMA AVENTURA ............................................................................... 19 EL DUCE EXPERIMENTA UN MIEDO SUPERSTICIOSO A LOS LAGOS .............................. 21

4. MI MADRE SE ENFRENTA CON CLARETTA PETACCI........................................................... 23 5. MI HERMANA INTENTÓ MATARME ......................................................................................... 38 6. EDDA SE ENAMORA................................................................................................................. 44

GALEAZZO CIANO NOS GUSTÓ EN SEGUIDA...................................................................... 48 EDDA ELIGIÓ CON ENTERA LIBERTAD ................................................................................. 49

7. MI HERMANA ENCUENTRA MARIDO ...................................................................................... 50 LOS JARDINES DE ROMA SE DESNUDAN PARA LA HIJA DEL DUCE ................................ 53 "LA MUJER MÁS IMPORTANTE NO ABANDONA SHANGHAI" .............................................. 54

8. NUESTRA VIDA AL OTRO LADO DEL MAR ............................................................................. 56 UN PRODIGIOSO SALVACONDUCTO ME PERMITIÓ ESCAPAR.......................................... 58 ME RECONOCIERON AL MOMENTO, PERO DISIMULARON................................................ 60

9. QUISIERA AHORA VOLVER A VERLOS A TODOS................................................................. 63 10. UN NECESARIO «AGIORNAMENTO».................................................................................... 66 ÍNDICE DE ILUSTRACIONES ....................................................................................................... 69 MUSSOLINI MUJERES TRÁGICAS EN SU VIDA................................................................................... 71

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INTRODUCCIÓN

Existe un enorme arsenal de libros sobre todos los aspectos del fascismo, así como varios estudios sobre el mismo originales del propio Benito Mussolini. De entre los escritos por historiadores ingleses, el más célebre es el de F. W. Deakin, La brutal amistad (Grijalbo, 1966) Y, como es lógico, aparecen atisbos del dictado en las memorias, cartas y estudios históricos de toda una hueste de dirigentes del período de la guerra, entre ellos Churchill y Lord Avon. Con todo, sigue sabiéndose muy poco de Mussolini en su vida familiar... o de las mujeres relacionadas con él.

Nadie estaría mejor calificado para llenar este hueco que el hijo mayor del dictador, Vittorio. Aunque por aquel entonces era muy joven, fue encargado por su padre de importantes misiones. Y sigue estando en estrecha relación con su madre y hermanos, con lo que puede significar "estrecha relación" para una familia italiana.

Uno de los dones más preciados que poseyó su padre fue el de la palabra. Autorizado orador y periodista de por vida, Mussolini fue editor del semanario socialista La lotta di classe y, más tarde, de Avanti!, periódico del partido socialista italiano. Fundó también otro semanario, II Popólo d'Italia, que se convertiría en órgano oficial del fascismo, y a lo largo de muchos años colaboró en la prensa norteamericana. El Duce gustaba tanto de ejercitar este don que en plena guerra encontró tiempo para escribir un libro dedicado a su hijo mediano, Bruno, muerto en un accidente de aviación, como también redactó innumerables artículos y cartas.

En cierto aspecto, Vittorio ha heredado esta faceta de su padre, puesto que también él es periodista y escritor. En este libro, el primero que se traduce al inglés, se centra en las tres mujeres que su padre amó: Donna Rachele, la condesa Edda Ciano y Clara Petacci, es decir, la esposa del Duce, su hija y su amante, respectivamente. Sobre estas tres mujeres se abatió la desgracia.

A la hermosa Clara, que hubiera podido escapar con sus padres y encontrar la salvación en España, le tocó sufrir una muerte violenta: ella y Mussolini fueron muertos por disparos de metralleta a quemarropa, a manos de los guerrilleros, que acabaron con ellos en un angosto camino de montaña cerca del Lago de Como; sus cadáveres fueron trasladados a Milán y colgados cabeza abajo de una viga en un surtidor de gasolina de la Piazzale Loreto.

A Donna Rachele, la esposa fiel, le tocó afrontar la viudedad y un período de reclusión en la cárcel.

Y a la impetuosa Edda, esposa del conde Ciano (ministro de Asuntos Exteriores de Italia y, después, embajador en el Vaticano), le correspondió una doble pérdida. Ella también quedó viuda, pero las circunstancias en que se produjo la muerte de su marido —fue fusilado por la espalda por un pelotón de fusilamiento, sentado en una silla con las manos atadas al respaldo de la misma—, la llevaron a odiar al dictador que fue su padre, por lo menos durante cierto tiempo, convencida como estaba de que hubiera podido salvar al conde.

Galeazzo Ciano fue uno de los diecinueve hombres que, en el Gran Consejo Fascista, en las primeras horas del 25 de julio de 1943, votó en favor de la famosa moción Grandi. Diño Grandi, que con anterioridad a la guerra había sido embajador de Italia en Londres, propuso en su moción que, ya que la dictadura había conducido al pueblo y a la nación italiana al desastre y ya que era cierta la derrota en manos de los aliados, el Duce debía renunciar a sus poderes dictatoriales y el rey (Víctor Manuel III) debía hacerse cargo del mando de las fuerzas armadas. En la tarde del 25 de julio, Mussolini tuvo una audiencia con el rey, que insistió en la dimisión del Duce. Al salir Mussolini de Villa Sa-voia, fue detenido por los carabinieri. El mariscal Badoglio fue nombrado jefe del gobierno.

Mussolini fue encarcelado, primero en la isla de Ponza, más tarde en la isla más remota de Madalena, próxima a Cerdeña. Finalmente, por temor a que fuera rescatado por los alemanes, fue trasladado a un hotel enclavado en la cumbre de una montaña de los Apeninos. Pero Hitler había encargado ya a Otto Skorzeny, comandante de una unidad especial de comandos SS, de la misión

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de liberar al Duce. El 12 de septiembre de 1943, ocho planeadores y un pequeño avión Storch aterrizaban en la ladera de la montaña. Mussolini, escoltado por Skorzeny triunfante, fue llevado a Alemania. Entre tanto, el ocho de septiembre, el gobierno de Badoglio se había rendido a los aliados y los alemanes, enfurecidos, habían ocupado Roma.

Una vez restablecido Mussolini en el poder por obra de los alemanes, con sede para este nuevo gobierno en Saló, junto al Lago de Garda, los fascistas más puristas pidieron venganza contra los hombres que habían suscrito la moción Grandi. De los diecinueve firmantes, trece habían desaparecido: el propio Grandi había huido a Lisboa. Por consiguiente, hubo un juicio contra seis hombres, entre ellos el conde Ciano, yerno del Duce.

Este es el escenario que sirve de fondo a los hechos que Vittorio Mussolini describe en su libro. El vio a su padre angustiado entre su supervivencia política (que exigía la muerte de Ciano) y los apasionados e indignados ruegos de su fogosa hija, su primogénita, la calificada por muchos de hija favorita, luchando por la vida de su esposo. Vittorio conocía el arrebatado temperamento de su hermana, que en cierta ocasión se había levantado contra Hitler y Von Ribbentrop.

Si la suerte del conde Ciano produjo una profunda herida en la familia Mussolini, la relación del Duce con Clara Petacci fue causa de nuevas congojas. Vittorio fue testigo del efecto que este hecho producía en su madre y dio el valeroso paso de hablar con su padre del asunto. La amarga conversación que con él sostuvo le demostró, según relata en su libro, que Clara no era como tantas otras mujeres de las que el Duce había conocido y abandonado después: ella era un caso especial. Se muestra franco en relación con la vida amorosa de su padre y revela que su madre no se enteró del asunto de Clara hasta una época sorprendentemente tardía, por lo que el impacto que le produjo la noticia fue todavía más grande.

Yo quería conocer al hombre, autor del libro que yo estaba traduciendo. Habíamos acordado tomar una copa en el hotel de Bolonia donde me alojaba, una tarde de abril del presente año. Poco después de las siete de aquel día, sonó el teléfono de mi habitación y el recepcionista me anunció: "El Dr. Mussolini le aguarda en el vestíbulo."

Bajé las escaleras. Necesitaba tiempo para ordenar mis ideas. Me aguardaba al pie de las escaleras, con la vista dirigida hacia arriba, como si supiera que no utilizaría el ascensor. Yo me dirigí hacia el hijo mayor del hombre que por espacio de veintiún años fue el jefe supremo de Italia y el primer dictador del mundo occidental en el siglo xx. Vittorio Mussolini iba vestido con un traje gris a rayas, muy bien cortado, y en la mano que tenía a la espalda sostenía un sombrero de fieltro marrón. Le acompañaba su distinguida esposa.

Desde que abandonó Italia a finales de 1946 se ganaba la vida como periodista. Al morir su padre de muerte tan terrible, para Vittorio Mussolini terminó una vida y comenzó otra nueva: una vida tranquila, de familia, en su mayor parte transcurrida en la Argentina. Pero ser el hijo, la hija o la esposa de un soñador revolucionario que, por una rara combinación, posee además un definido instinto de poder, constituye un destino muy especial. Conocer a Vittorio Mussolini y leer su libro es adquirir conciencia de lo que puede significar tal destino.

GRAHAM SNELL

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1. LA MUERTE GRAVITABA SOBRE NOSOTROS

No hace mucho tiempo que vino a verme un editor norteamericano para pedirme que escribiera la vida de mi padre. Me pareció que tenía prisa para llegar a un acuerdo, como si temiese que pudiera adelantársele algún competidor, lo que para mí resultó en extremo curioso.

—Hace por lo menos treinta años —le dije— que se está narrando la vida de Mussolini en libros y publicaciones de todo el mundo. Yo mismo he escrito una biografía. Al igual que mi madre. Y otras cien personas más. ¿Qué cree usted que puede añadirse ya?

El hombre me miró impasible:

—Por lo menos durante cincuenta años más —me respondió— la gente seguirá leyendo con el mismo interés cualquier opinión referente a Mussolini. Mussolini está más vivo hoy que ayer.

Debo decir que tales palabras me complacieron, y más viniendo de un norteamericano, aun cuando no acepté la oferta. Considero que tal vez sea tarde para repetir una crónica, pero pronto aún para intentar una historia. Cierto es que el tiempo ha hecho ya algo de justicia y estoy seguro de que todavía la hará. Pero es posible que nosotros no lleguemos a tal día. ¿De qué serviría, pues, empujar al tiempo, rebuscando en las vidas de los demás, para encontrar nuevas acusaciones o nuevas defensas?

Pero tal vez haya algo diferente, digno de ser contado : otra historia, la de mi familia, hecha de hombres y mujeres como todos los demás, a pesar de llevar el apellido Mussolini, nombre imposible ya de olvidar o eludir. Yo recuerdo a todos los protagonistas de esta historia, sus alegrías y sus dolores. Porque fueron también los míos, a lo largo de tantos años de vida en común. Aunque, por encima de todos, recuerdo a mi madre y a mi hermana Edda. En la actualidad vivo en Buenos Aires y ellas en Italia. Miles de kilómetros nos separan y en cambio nos une un afecto más profundo aún, y a veces, cuando me siento a la mesa con mi mujer y con mis hijos, me sorprendo buscando la mirada de mi madre y de mis hermanos, como si se encontraran en otra habitación de mi casa. Es entonces cuando recuerdo con más emoción los días en que nos sentábamos en la mesa de Villa Torlonia, junto a mi padre, escrutando su rostro para descubrir el cansancio y el hilo de sus pensamientos, como hace cualquier mujer o cualquier hijo cuando el cabeza de la familia regresa del trabajo. Solía comerse alrededor de las dos, en una sala de planta ovalada en la que abundaban las esculturas. Mi padre comía poco: una pequeña ración de pasta sin salsa, pan integral, verduras hervidas, ensaladas variadas, fruta. Delante de él tenía siempre una gran salsera en la que sumergía directamente el apio, las habas, el hinojo, sus manjares preferidos, que comía crudos. No tomaba vino ni café y comía con increíble rapidez. No tenía la más mínima debilidad por I mesa; a menudo se negaba a ocupar su puesto en ella si no tenía ante sí todos los platos que componían la comida diaria, desde el primer plato hasta la fruta.

pero llegó un día en que todo esto no tuvo ya importancia alguna y, por primera vez, vi a mi padre aguardar a que le sirvieran. Un día diferente a todos los demás, que todavía recuerdo hoy con indecible angustia: el 19 de septiembre de 1943, en Munich. Hacía una semana que mi padre había sido liberado y, desde el 25 de julio, era la primera vez que volvíamos a reunir-nos todos sanos y salvos, aunque sólo de momento. Éramos diez: mi padre, mi madre, yo, mis hermanos Romano, Anna María y Edda, Galeazzo Ciano y sus tres hijos, Fabrizio, Marzio y Raimonda. Acabábamos todos de llegar a Munich. Edda y Galeazzo se encontraban allí desde hacía un mes aproximadamente, en espera de poder marchar a España; yo, desde hacía unos días, llegado de Koenigsberg, donde me encontraba desde el 28 de julio, para reunirme finalmente con mi padre recién liberado en el Cuartel General del Führer; mi madre, Romano y Anna María, finalmente, habían llegado de Rímini, a bordo de un avión alemán, precisamente el día anterior.

Los alemanes habían estado muy amables con nosotros. A mi madre le habían ofrecido grandes ramos de flores y, para preparar nuestro encuentro, el Ministerio de Asuntos Exteriores

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había puesto a nuestra disposición toda una planta del Karl Palast, viejo y suntuoso palacio patricio de Munich. Todavía veo aquel comedor inmenso, sus altos ventanales, sus lámparas, sus enormes pinturas flamencas llenas de animales y de flores, pintados con cálidos tonos entre la bruma misteriosa del fondo, sus alfombras sobre las cuales se deslizaban, silenciosos e impecables, los ordenanzas con chaqueta blanca. Mi padre se sentó en la cabecera de la mesa, en un butacón antiguo. Iba de paisano, con traje oscuro, el nudo de la corbata atado con prisas y pocos miramientos. Había una ventana a espaldas de él y la disposición de la luz disimulaba sus rasgos que, aun así, se ofrecían alterados por el cansancio y el dolor. Estaba más delgado y apesadumbrado; sólo sus ojos, imperiosos y profundos, conservaban todavía algo de su fuerza.

Pasados unos minutos, los ordenanzas sirvieron la sopa: un caldo de verdura más bien claro. Mi padre lo probó apenas, sin apetito. Estaba como absorto en sus remotos pensamientos, alejado de nosotros y acaso incluso de sí mismo. A su derecha, mi cuñado Galeazzo conservaba su habitual actitud de superioridad y de despego que tanto despechaba a mi madre.

Llevaba un traje gris claro, de corte perfecto, y por el bolsillo de la chaqueta asomaba un blanco pañuelo, en desenvuelta elegancia. Iba cuidadosamente peinado, con las uñas perfectamente recortadas. Llegó incluso a arrancarnos alguna sonrisa al comentar conmigo la modestia de aquella comida que, después de aquel caldo de verdura, se componía únicamente de un ánade, unas pocas patatas hervidas y un trocito de una espantosa mantequilla sintética de color amarillo. El y mi padre habían tenido una conversación antes de sentarnos a la mesa. Mi padre sabía perfectamente que el voto del Gran Consejo había sorprendido e indignado a la masa fascista y de modo especial a los alemanes, por lo que la postura de Galeazzo nada tenía de cómoda. Con todo, mi padre ya había perdonado. Otros problemas más importantes tenía por resolver, aunque menos personales, y de momento se disponía a servirse de su autoridad con Hitler para que su yerno saliera indemne de aquella trampa que estaba a punto de cerrarse sobre él. En cuanto a Ga-leazzo, creo que no valoraba del todo el sentido y sobre todo las consecuencias de lo que había hecho con los demás miembros del Gran Consejo. Se negaba a creer que en aquel momento era el hombre más odiado de Italia, puesto que los fascistas le achacaban la responsabilidad política del golpe de Estado y la personal de haber hecho posible la caída del régimen instaurado por el padre de su mujer, en tanto que los antifascistas lo acusaban de haber estrechado los lazos con los alemanes; y éstos lo tenían por directamente responsable de la ruina política y militar de Italia, con todo lo que aquella ruina había representado ya y estaba representando para ellos.

Mientras comíamos, de vez en cuando asomaban por la puerta altos oficiales y diplomáticos alemanes. Los oficiales, casi todos pertenecientes a las SS, estaban convencidos de que mi padre no se habría sentado a la misma mesa con su yerno y me parece que se asomaban al salón con la secreta esperanza de asistir a alguna escena violenta. No ocurría lo mismo con los diplomáticos. Siempre he pensado que los diplomáticos son seres totalmente diferentes del resto del género humano. Tal vez por la misma necesidad de su misión, tal vez por una propensión innata, sea cual fuere el país al que pertenezcan, siempre se ponen más en favor de los ajenos a su propia patria, considerándose amparados por especiales protecciones. Tuve de ello buena prueba aquel mismo día. Miraban a Ciano con ojos muy distintos de los militares. Diría incluso que parecían complacidos viendo que uno de los suyos, un diplomático, había tenido una parte tan importante en una catástrofe de aquellas proporciones, aunque fuera en perjuicio de la causa común; por otro lado, hay que recordar que precisamente aquellos días, en la férrea Alemania, estaban madurando los planes que conducirían al atentado contra el Führer.

Si apartaba los ojos de mi padre y de mi cuñado para posarlos en mi hermana y en mi madre, la sensación que me embargaba era más intensa y dolorosa todavía. Alguien dijo que, en los momentos supremos de la existencia, el hombre consigue dividir su personalidad, en tanto que la mujer continúa siendo mujer total. Ahora comenzaba a convencerme de tal afirmación. Junto a mí, Edda trataba de engullir en silencio algún que otro bocado, inmersa en unos pensamientos que excluían todo cuanto no se relacionara con la seguridad de su marido. Su instinto, más aún que la misma resistencia que oponían los alemanes a los proyectos de una fuga a España de toda la familia Ciano, la conducía a identificar en Alemania al verdadero y mortal peligro que amenazaba a

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su familia. Galeazzo, inmediatamente después de la conversación sostenida con mi padre, había querido infundirle valor demostrándole la seguridad de su inocencia y por tanto de la comprensión y protección del Duce, aunque en aquel momento, para Edda, el Duce, el Führer, la guerra, la alianza, eran palabras vacías de significado. Huir, esto era lo que había que hacer, por lo que todo aquel que opinase de diferente modo se convertía automáticamente para ella en enemigo: hasta mi propio padre, que estaba jugándose cuanto conservaba de políticamente más precioso, es decir, la confianza de sus últimos partidiarios y el apoyo de sus aliados alemanes, precisamente en un intento de salvar al marido de su hija. Hasta el mismo Galeazzo, que había aceptado el retorno a Italia para hacer frente serenamente a los acontecimientos. Galeazzo me había dicho: «Al fin y al cabo, conservo todavía la graduación de teniente coronel de aviación. Me enviarán al frente y allí verán si soy capaz de luchar por mi país y por el Duce.» Pero Edda, si desconfiaba de Alemania, también desconfiaba de Italia. Sabía que Galeazzo no podía contar ya con el apoyo de nadie, ni siquiera con el de Alessandro Pavolini, que había sido uno de sus más fieles amigos. Los fascistas que habían vuelto junto a mi padre exigían que los traidores del 25 de julio pagasen duramente su culpa. Ciano se contaba entre ellos, Ciano debía pagar. Esta era la opinión general en aquel momento y Edda lo sabía; por ello se disponía a luchar contra quien se le pusiera por delante.

Recuerdo que en el curso de aquella comida, aparentemente muy tranquila, la mirada de Edda se encontró alguna vez con la de mi madre. Callaban o hablaban de cosas intrascendentes, porque en presencia de mi padre nadie de nosotros tenía el valor de discutir, pero las consecuencias de aquel 25 de julio no podían sino separarlas. Edda estaba aislada en su problema y mi madre, encerrada a su vez en otra serie de problemas, estaba exasperada por otros resentimientos, torturada por mil interrogantes que recorrían en uno y otro sentido toda la escala de su sensibilidad, confundiendo en una angustia única las consideraciones políticas y las preocupaciones personales.

El veinticinco de julio había constituido el derrumbamiento de toda una lucha a la que no sólo mi padre sino ella también habían dado pasión, sacrificio, esfuerzos, temores, esperanzas en el curso de toda una vida y había sido, en cambio, el triunfo de los «otros», de todos aquellos que pertenecían a un mundo radicalmente diferente del suyo, un mundo mudable y convencional, donde nadie se hubiera permitido nunca resolver una cuestión a gritos o a golpes, si el caso lo exigía, sino donde todos rebosaban reverencias y sonrisas para apuñalarse después más fácilmente por la espalda. Había un hombre que, para mi madre, parecía resumir todas estas características, y este hombre era Badoglio. Por este motivo lo odiaba profundamente, reconociendo en él la expresión de una hostilidad que, por espacio de tantos años, había sido genérica e inaprehensible pero que, en su momento dado, le había obligado a quitarse el antifaz.

Pero, ¿cómo era posible?

Por este motivo mi madre, poco inclinada por su carácter a comprender las sutilezas políticas, no podía sino encontrarse en la barricada opuesta a la de Galeazzo. El veinticinco de julio, sin duda alguna, se estaba preparando desde hacía tiempo, condicionado y predispuesto por un juego complejo de causas y efectos lejanos, pero, como ocurre siempre que se produce un acontecimiento decisivo en la historia, había sido precisa una causa ocasional para desatar el mecanismo de la conjuración, causa que había sido precisamente el voto del Gran Consejo. ¿Acaso Galeazzo no había votado en favor del orden del día de Grandi?

El pequeño trozo de pato asado, acompañado de patatas hervidas, había quedado terminado y mi padre, con un gesto habitual en él, recogía las migas de pan. Junto a él, Galeazzo, después de haber pasado levemente una punta de la servilleta por sus labios, bebía lentamente un vaso de vino del Mosela. Edda y mi madre guardaban silencio y los miraban fijamente.

Los niños, que hacía ya demasiado rato que se mantenían quietos por obligación, sentados a la mesa, cansados de no poder hablar, comenzaron a dar señales de inquietud. «Será mejor que vayan a jugar», dijo mi madre. Y al momento se pusieron en pie. Mi hermana Anna María, que entonces tenía catorce años, quitó la servilleta a Marzio, que escapaba con ella prendida en el pecho. «¡Qué terremoto está hecho este niño!», comentó mi madre y todos, en aquel momento,

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volvieron a sonreír. Hasta mi padre, que pareció apartarse de sus pensamientos para seguir con la mirada aquellas criaturas inocentes, por fortuna incapaces todavía de valorar en toda su dramática perspectiva aquella apariencia de paz que nos rodeaba.

Uno de los hombres que nos servía se presentó con la bandeja del café, un café largo y claro, a la alemana. Lo bebimos en silencio, mientras mi padre seguía recogiendo lentamente las migas de pan. Ahora que se habían ido los niños, la mesa parecía más triste. Yo contemplaba las sillas, los restos de comida en los platos, los trozos de pan que habían quedado, los vasos vacíos y me sentía el corazón en un puño. Por un momento tuve la curiosa impresión de estar soñando. «Tal vez —pensaba—, todo esto no sea verdad. Ahora me despertaré y todo cambiará.» Pero no soñaba.

Entró un oficial alemán, que se inclinó al oído de mí padre, para murmurar unas palabras. Mi padre se levantó. Se trataba una vez más del regreso del Duce a Italia y de la sede que tendría el nuevo gobierno fascista. Mi padre quería regresar a Roma, lo quería por instinto. Sin preocuparse del enorme peligro que ello hubiera supuesto para la ya problemática vida del nuevo gobierno, mientras los aliados estaban avanzando hacia el centro de Italia. Los militares alemanes eran de opinión totalmente diferente y esgrimían, sobre todo, la objeción de que Roma era ciudad abierta. Sin embargo, yo creo que, más que nada, temían la presencia del Duce en la capital del que había sido su imperio. Sabían qué inmensas dotes de recuperación poseía todavía su aliado y, por consiguiente, qué posibles dificultades comenzaban a perfilarse en los planes que tenían de apoderarse de Italia y de asumir el mando de todos los sectores de la vida nacional sin el menor resquicio posible de autoridad italiana. Según los militares, mi padre no debía permanecer en Italia, para así tener ellos las manos más libres en este país y debo decir que fue únicamente Hitler el que logró imponerse, aunque no fuera sino cediendo en la elección de la capital de la nueva República, que de todos modos no hubiera sido Roma.

En aquellos meses, la sorda resistencia de los generales alemanes a la voluntad de Hitler se había desencadenado en todas sus proporciones, tanto más amplias cuanto menos posible por las apariencias, hubiera sido darse cuenta cabal de ellas.

Entre los mil problemas, sin duda superiores a la capacidad de resistencia de un hombre corriente, que le correspondía a mi padre resolver en el acto de reconstitución del nuevo gobierno, el de la capital era el primero, aunque no el más arduo. Mucho más difícil que éste, tanto porque le atañía directamente en la intimidad de sus afectos como porque atañía a las facetas más delicadas de su prestigio frente a los alemanes y a los mismos fascistas, que habían vuelto a ocupar sus puestos de combate, era la decisión sobre la suerte de Ciano. Todo cuanto había sido posible humanamente hacer en aquellos primeros días de la recuperada libertad en territorio alemán, había sido hecho por mi padre. Había garantizado al Führer que él respondía personalmente de su yerno y abrigaba gran confianza en las seguridades que le había dado Hitler. Galeazzo confiaba también en la actuación de mi padre. Mi madre estaba apartada de este problema. Entre el futuro destino de su yerno y, por tanto, el porvenir de su hija y de sus nietos y la ardiente sorpresa de aquel rostro que para ella había sido una amarga desilusión, mi madre no veía más que lo que se refería a su marido, es decir, el único hombre que de verdad contaba. Los demás, todos incluidos, debían asumir virilmente la responsabilidad de sus propios actos.

Mi padre nos saludó a todos con un gesto cansado. Al salir él, Edda y Galeazzo se levantaron también para regresar a la villa de Almashausen, donde los alemanes los habían alojado. Los niños estaban jugando en un salón contiguo, donde habían encontrado un piano.

Me acuerdo de que Romano estaba tocando un boogie-woogie al piano, por supuesto a la buena de Dios, puesto que todas sus experiencias musicales hasta aquel momento se reducían a los cuarenta y cinco días de Badoglio, período en que había estado encerrado en la Roca delle Camínate y no había tenido más pasatiempo que un viejo piano. Me precipité corriendo a interrumpirlo. El jazz le gustaba enormemente, como también a mí, pero era demasiado joven para darse cuenta de que las circunstancias políticas desaconsejaban que se interpretara música enemiga, tanto más en nuestras condiciones de huéspedes de los alemanes.

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Cogió mi intervención al vuelo y, como para reparar el daño, atacó riendo una fantasía de valses. Regresé del salón en compañía de los hijos de Edda. Mi madre los besó uno tras otro y saludó a mi hermana, Galeazzo se dirigió a la puerta. Allí se detuvo y dijo bruscamente: «¡Vamos!». Edda y los niños le siguieron.

Poco después oí el ruido de un coche que se alejaba.

En el gran comedor no había quedado más que mi madre. Toda mi vida recordaré la expresión de sus ojos en aquel momento. Estaban fijos en el vacío, lejanos, sin una sola lágrima. Mi madre siempre fue una mujer fuerte, pero tal vez aquel día hubiera sido mejor que llorase, desesperadamente, sin reservas, como una mujer cualquiera, y yo sabía por qué.

El veinticinco de julio mi padre había sido destituido como jefe del gobierno, víctima de una conjuración. Pero aquellos mismos días para mi madre se había desmoronado también como marido, puesto que fue entonces cuando se enteró de sus relaciones con Clara Petacci.

Muchas veces, reflexionando sobre este capítulo concreto de la historia privada de mi familia, me sorprende que mi madre fuera la última en enterarse de una cosa que era dominio público y que había incluso trascendido al extranjero. Y mucho más porque mi madre poseía la extraordinaria habilidad de captar todo tipo de noticias que concernían a mi padre, llegando incluso al extremo de disfrazarse para averiguarlas. Eran las supercherías de algún jerarca, eran los plañidos de un ama de casa, eran los supuestos rumores que circulaban entre los altos militares o las grandes damas de la aristocracia: todo quedaba registrado gracias a la sensibilidad y a la atenta agresividad que mi madre había ido agudizando tras tantos años de lucha política, sin tregua y sin cuartel, al lado de mi padre. Y precisamente en este caso, es decir, cuando era ella la que estaba en juego, nadie más que ella, parecía como si una burlona conjuración del silencio gravitase sobre su buen olfato.

Quisiera aclarar que, pese a que este punto de vista probablemente no será aceptado más que por los hombres, mi padre nunca privó de nada a mi madre ni a nosotros por causa de ninguna mujer, ni siquiera de Clara Petacci, y que nunca mermó el respeto y el afecto que lo ligaban a mi madre y a nuestra familia, pese a que esta última aventura tuviera, por muchas circunstancias y por su trágico final, un alcance mucho mayor que las demás. Estas fueron numerosas durante la vida de mi padre, al igual que en la vida de muchos hombres, y no quiero citar ejemplos, por muy conocidos que sean, de los que se dividieron el poder en Italia, precisamente porque no me tengo por un moralizador, es decir, muy contrariamente a lo que ellos se juzgaban tanto en tiempos de mi padre como después.

Recuerdo que fue Edda la que, por vez primera, me dio a entender que mi padre tenía sus aventuras. Yo era entonces un niño y la noticia me afectó terriblemente, como por lo demás supongo ocurrirá a cualquier niño que se entere de que su padre, por el mismo hecho de ser su padre, pueda gustar a otra mujer que no sea su madre. Edda, al igual que mi madre, era muy estricta en este aspecto.

EL DUCE ME CONFÍA UNA MISIÓN ESPECIAL He dicho antes que mi padre se sentía fascinado por mujeres más bien feas y que, al aceptar

sus favores, demostraba poseer muy mal gusto. Pero entonces no me detenía en este aspecto de la situación. El solo pensamiento de que otra mujer, ya fuera guapa o fea, tendiese las manos sobre el patrimonio afectivo de mi familia, me llenaba de rabia y de miedo y, al mismo tiempo, redoblaba mi amor hacia mi madre, a la cual me proponía defender a toda costa, tratando sobre todo de impedir que se enterase de nada.

El mío fue un padre afectuoso y generoso y también —aunque sé muy bien, como decía antes, que sólo los hombres sabrán comprender mi punto de vista— fue un buen marido. Yo mismo que, transcurridos los años y esfumados aquellos confusos temores de la infancia, había aprendido a ver y a comprender con mayor profundidad estos problemas humanos, jamás he concedido

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excesiva importancia a ninguna de estas aventuras, ni siquiera a la de Clara Petacci. Desde el principio estuve al corriente de aquellas relaciones y mi única preocupación fue siempre la de que mi madre no tuviese que añadir ésta a las muchas y graves preocupaciones que la atenazaban. De todos modos, esperaba que terminase pronto, como había ocurrido en otras ocasiones. Pero, con el paso del tiempo, llegaría á convencerme de que los lazos que ataban aquella mujer a mi padre eran en verdad muy firmes y que ella constituía un caso especial.

Los hechos, por otra parte, me darían la razón y lo que más me indignaba en este asunto era que los enemigos de mi padre pudiesen hacerle todavía más daño hablando de escándalo. La política, o para decirlo mejor, cierto género de política, se sirve abundantemente de estos medios y yo me daba perfecta cuenta de las proporciones que estaba adquiriendo el caso Petacci, impulsado por ciertos intereses y ciertos hipócritas fervores.

Pero era lógico que para mi madre el caso fuese completamente diferente, exclusivamente femenino. La radio y los periódicos habían divulgado la noticia de que Clara Petacci, encarcelada inmediatamente después de la detención de mi padre, había sido puesta en libertad. Ello significaba la posibilidad o acaso la certidumbre de un nuevo encuentro de ella con mi padre, tan pronto como éste retornase a Italia.

Yo intuía que éstos eran los pensamientos de mi madre en el opresor silencio de aquel enorme comedor, y no podía sino comprenderla. Al otro lado de una puerta, en la sala que hacía las veces de improvisado despacho, el Duce y algunos colaboradores italianos y alemanes estaban estudiando la constitución del nuevo gobierno y la elección de la nueva capital. Estaba plenamente seguro de que en aquellos momentos todas las energías y toda la atención de mi padre se dirigían únicamente a este objetivo, acaso guiado por la conciencia de que había que seguir hasta el final.

Pero mi madre no podía compartir estas opiniones. Detrás de la puerta ella no veía sino a la otra, a la mujer que en aquel momento se consumía en el ansia de volver a ver a mi padre y de volver a ofrecerle todo su amor.

Hubiera querido ponerme junto a mi madre, acariciarla, decirle que todo aquello no tenía importancia, aunque de nada habría servido. Mi madre estaba sola y debía quedar sola, con toda su desesperación de mujer. Yo no podía sino permanecer a su lado, en silencio. Los ordenanzas estaban terminando de levantar la mesa. Miraba mecánicamente aquellas manos enguantadas de blanco que retiraban los platos, las bandejas, los vasos. Finalmente, uno se llevó el mantel y otro puso sobre la mesa una larga estola de damasco. La alisó con ligereza, con breves y rápidos toques.

De nuevo nos quedamos solos, mi madre y yo.

En aquel momento se abrió la puerta del despacho y un oficial alemán me hizo una seña invitándome a entrar. Encontré a mi padre muy preocupado «Los alemanes —me dijo tan pronto como nos dejaron solos— nos miran con aire de sospecha. A veces tengo la impresión de que dudan incluso de mí, como si el veinticinco de julio lo hubiese organizado yo o, por lo menos, lo hubiese autorizado. Debido a esto, es lógico que nos vigilen, a la espera de pruebas decisivas, y la primera es precisamente el proceso a los miembros del Gran Consejo que votaron la moción Grandi. Con los fascistas las cosas van todavía peor, porque son más intransigentes que los alemanes. De momento, la única solución es que Galeazzo regrese a Italia.»

Yo no dije más que: «Esperemos que así sea». Hacía aproximadamente dos meses que me encontraba con los alemanes y conocía al dedillo cómo pensaban, igual que sabía cómo pensaban los fascistas. No había nada que hacer. La muerte caminaba ya por el tejado de nuestra casa. Todavía repetí: «Esperémoslo». Y me despedí. Mi padre me había encargado una misión personal. Una hora después, subía a un caza bombardero de la Luftwaffe rumbo a Roma.

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2. ESTÁIS LOCOS, LA GUERRA ESTA PERDIDA

«El golpe de Estado del veinticinco de julio ha situado a Italia frente a la traición más grande que recuerda la Historia. Una siniestra conjuración entre el rey y algunos generales, jerarcas y ministros, que más que nadie se habían aprovechado del fascismo, hería al régimen por la espalda y creaba el desorden y la desorientación en el país, precisamente en el angustioso período en que el enemigo ponía sus plantas en el suelo patrio. Si la traición del rey puede dejarse a merced del juicio del pueblo y de la Historia, es de justicia que la traición de aquellos que no hicieron honor a su deber de ciudadanos ni tampoco a su juramento de fascistas, sea severamente reprendida y castigada. Así lo reclama la conciencia de las masas fascistas traicionadas, el recuerdo de los mártires caídos. Tampoco pueden quedar impunes las violencias y ultrajes con que algunos, aprovechándose de la imprevista autorización y complicidad de quien se había hecho con el Poder, atacaron las cosas y personas del régimen, teniéndolo por caído y enterrado. Por ello se ha dispuesto el siguiente esquema de decreto...»

Alargué la mano hacia la pequeña radio que tenía sobre la mesilla de noche y busqué otra emisora. Sabía de qué se trataba. El día anterior, veintisiete de octubre, el Consejo de Ministros de la R.S.I. había aprobado la constitución de tribunales extraordinarios en todas las provincias, así como un tribunal especial y extraordinario. El deber de dichos tribunales consistía en juzgar a los fascistas que hubiesen «ya fuera con palabras, escritos u otros medios, denigrado el fascismo y sus instituciones y llevado a cabo violencias contra personas y cosas relacionadas con los fascistas.»

La pena para los «traidores a la Idea» era la muerte.

Palabras duras. Que quedarían sólo en palabras para los tribunales provinciales, que en la práctica no aplicaron sino pocas y suaves condenas. Pero en lo tocante al tribunal especial, la cosa era muy diferente.

La presión de la masa fascista contra los miembros del Gran Consejo que habían aprobado la moción Gran-di se había hecho insostenible. En todas las Federaciones de Fascios reconstituidas, se cerraban las asambleas con la demanda de un castigo ejemplar.

El veintiocho de octubre, en un ambiente que retrotraía el recuerdo de los días de terror jacobino, la asamblea del fascio republicano de Bolonia había votado una moción en la que se pedía que la Constituyente reconociese a «Víctor Manuel III culpable del delito de lesa patria, por haber cometido actos encaminados a someter el territorio del estado a la soberanía de otro estado extranjero y enemigo y a menoscabar su independencia.» Se pedía, pues, «la condena a muerte y la confiscación de los bienes de todos los pertenecientes a la Casa de Saboya, a excepción de la familia del heroico duque de Aosta, la condena a muerte y confiscación de los bienes de Badoglio, Ambrosio, Roatta y demás generales y almirantes que demostraron ser cómplices de la infame traición, y la condena a muerte y confiscaron de bienes para todos, indistintamente, los diecinueve firmantes de la orden del día de Grandi.» La alusión a Ciano, que había sido detenido pocos días antes, al bajar del avión que lo había devuelto a Italia, era evidente. Tal como temía, la suerte de mi cuñado estaba decidida y sólo un milagro podía salvarlo. Debo decir que Edda creyó en este milagro hasta el último momento. Gritó, lloró, amenazó, se levantó contra todos, incluso contra mi padre, incluso contra mi madre. Para todos nosotros, aquéllos fueron días terribles.

Al abandonar Alemania, mi padre volvió a ocupar su puesto de mando, primero en la Rocca delle Camínate y después en Gargnano, junto al lago de Garda, adonde había trasladado su gobierno. Yo había sido elegido secretario de los fascios republicanos en Alemania y me movía como una lanzadera entre Roma, Gargnano, Munich y Berlín. Se sabía que Hitler y los demás jerarcas alemanes me tenían estima y simpatía. Y esto tuvo un peso decisivo en los que me eligieron —fue la primera elección de carácter democrático en la que tomaba parte— para ocupar el cargo de secretario de los fascios en Alemania, con la misión delicadísima de ocuparme de los refugiados italianos, cada días más numerosos y desorganizados, y de los obreros libres. Edda, que

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había ido a Roma tan pronto como se enteró de que Galeazzo había sido detenido, también estaba al corriente de mis buenas relaciones con los alemanes y contaba conmigo para poner en práctica su plan: un plan del que lo único que intuíamos todos era el objetivo final, si bien se nos escapaban gran parte de los pasos que mi hermana tenía estudiados y decididos en lo más secreto de su voluntad excepcional.

Fue precisamente durante aquellos días cuando Edda vino a verme. Hoy, con la perspectiva del tiempo transcurrido, sé que la tranquilidad con que me habló aquella vez formaba parte de su plan y era una parte importante del mismo. Tendría, pues, que llegar a la conclusión de que Edda jugaba conmigo poniendo en juego su astucia, aun tratándose de mí, y, desde cierto punto de vista, así era. Pero, de todos modos, no le guardo rencor. Por el contrario, ha crecido todavía más la admiración que siento por ella, por la inmarcesible coherencia con que había elegido su camino de mujer y lo seguía sola, contra todos, incluso contra los que la amábamos.

—No puedo vivir sin los niños —me dijo—. Y debes ser tú quien los vaya a buscar. Tú eres amigo de los alemanes. A tí no te pueden decir no. Te lo ruego, Vittorio, tráeme a los niños.

Edda, al igual que mi padre, ha poseído siempre la singular cualidad de convencer a la gente mirándola fijamente a los ojos. Sin arrogancia napoleónica; sólo gracias a una extraordinaria intensidad, casi —aunque resulte curioso decirlo tratándose de ellos dos— con dulzura.

—De acuerdo, iré. Pero ya los conoces. Te ofrecen flores, pero no ceden ni un milímetro si no quieren.

Edda apagó, nerviosa, el cigarrillo y se me quedó mirando.

—Sí, claro..., las flores. ¿Te acuerdas?

Había sido el tres de septiembre. Edda y Galeazzo, confiando en la promesa de Dollman, habían ido a Alemania convencidos de poder seguir para España, aunque desde el primer momento habían tenido la impresión de haberse metido en una trampa. Por esto Edda había solicitado ser recibida directamente por Hitler.

La entrevista fue concedida al momento y aquella rapidez permitía suponer que, aunque no fuera más que formalmente, la amistad del Führer hacia mi familia e incluso hacia Edda no había mermado en absoluto. El encuentro se había verificado en el pequeño salón del tren personal de Hitler, parado delante de su cuartel general, a un centenar de kilómetros de Koenigsberg, en medio de un inmenso bosque que se extendía alrededor de los lagos Masuri, casi en la frontera con Lituania. Yo también estuve presente, ya que me habían pasado a recoger a último momento con un coche, cosa que me hizo pensar en todo menos en la posibilidad de encontrarme con mi hermana. Edda me habló del acuerdo entre Galeazzo y Dollman. Lo poco que había entendido del estado de ánimo de los alemanes no me hizo ocultar mis preocupaciones a Edda, convencido de que se había metido verdaderamente en la boca del lobo. Pero no nos fue posible continuar la conversación, porque un oficial nos introdujo inmediatamente en presencia del Führer y de Von Ribbentrop. Tan pronto como entramos en el saloncito, ofrecieron a mi hermana dos magníficos ramos de flores con una felicitación por su cumpleaños. Ni Edda ni yo habíamos recordado la fecha. Pero ellos sí, porque el ceremonial alemán era impecable, hasta en los momentos de mayor gravedad. Nos sentamos en un cómodo diván de cuero de color oscuro. Aquellas flores nos habían devuelto la alegría, como si fueran un buen presagio, aunque muy pronto volveríamos a la realidad. Conforme Edda comenzaba a exponer sus deseos de partir con Galeazzo y los niños hacia España y manifestaba la sorpresa que en cierto modo le producía que la promesa de Dollman tardase en realizarse, cambiaba la expresión del rostro de Hitler y de Von Ribbentrop.

«El destino del conde Ciano —dijo Von Ribben-trop—, es excelente y en consonancia con su rango.» ¿Había algo de qué lamentarse? Von Ribbentrop, muy gentil, parecía dispuesto a despedir a toda la servidumbre de la villa de Almashausen, donde se hospedaban Edda y Galeazzo, y era bien claro que lo hacía adrede para provocar a mi hermana, sabiendo que, en aquel momento, era fácil hacerle perder la calma. Edda advirtió que fingían no entenderla, por lo que perdió los estribos.

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Dijo que se consideraba prisionera, igual que su marido, y que Hitler tenía el deber de ponerlos inmediatamente en libertad. Von Ribbentrop, tanto más melifuo cuanto más encolerizada estaba Edda, repitió que no había motivos para salir de Almashausen, donde el conde Ciano podía esperar, acompañado de su consorte, hija dilecta del mejor amigo del Führer, la próxima e indefectible victoria de las fuerzas alemanas.

Edda había perdido ahora hasta su más elemental prudencia. Lo miró a la cara como si quisiera comérselo vivo y le gritó que la guerra estaba perdida, a no ser que firmase la paz con uno de los dos enemigos, por ejemplo con Rusia.

En este punto intervino Hitler, tocado en lo más vivo: «¿Es posible casar el agua con el fuego? —rugió—. ¡ Seguiremos luchando contra el bolchevismo hasta el último hombre!»

Mis intervenciones para infundir más calma no dieron ningún resultado satisfactorio, aunque todos volvieron a la compostura. Rogué entonces a Von Ribbentrop que volviese a examinar el caso tan pronto como le fuese posible y Von Ribbentrop me tranquilizó de una manera bastante vaga, repitiéndome tozudamente su punto de vista acerca de las comodidades que ofrecía a toda la familia Ciano la villa de Almashausen.

Pensando de nuevo en aquel día y en la fría indiferencia de Von Ribbentrop comprendía que, al pedir que se devolvieran los hijos de Edda, tropezaría con el mismo muro de pretextos y de mentiras que, por otra parte, debía admitirse que no eran injustificados del todo. ¿Acaso no estaban bien los hijos del conde Ciano, junto a los míos y a su abuela, en el castillo de Hirshberg? No podía decirse que no estuviesen seguros ni que les faltase algo.

Yo mismo había sido varias veces huésped de aquel castillo y debo reconocer que allí parecía no existir la guerra. Este castillo se encontraba a unos ochenta kilómetros de Munich y estaba totalmente a salvo de los peligros de las incursiones aéreas. Alrededor del castillo se desplegaba un escenario encantador, hecho de bosques y de lagos, en los que abundaba excelente pescado. Los niños se divertían pescando todo el día y, cuando volvían a casa, tenían un hambre de lobo. En este sentido el castillo de Hirshberg era un sitio ideal, sobre todo teniendo en cuenta las privaciones que en ocasiones habían sufrido los niños. El campo que lo rodeaba ofrecía carne, caza, leche, huevos. Mi madre, que no se encuentra a gusto si no se dedica a las labores de la casa, había adquirido la costumbre de bajar personalmente a la cocina y preparar comida al estilo italiano para todos: purés, bistecs, costillas, repostería.

El personal que estaba de servicio en el castillo pronto había comenzado a valorar las favorables perspectivas que presentaba aquella situación por lo que a suministro de alimentos se refería. La orden consistía en tratar lo mejor posible a la familia del Duce y muchos, por no decir todos, experimentaban este deber de la hospitalidad con un entusiasmo tanto más grande cuanto mayores eran las posibilidades de ahorrarse los cupones de la tarjeta de racionamiento e incluso llevarse algún paquete a sus casas.

Todos estos extremos hubieran tenido que aconsejar a Edda renunciar a los niños que, estando en Italia, a su lado, hubieran estado con toda seguridad en peores condiciones que en aquel castillo, pero yo siempre he tenido la profunda convicción de que las madres hablan una lengua enteramente diferente del lenguaje de los hombres y de sus mismos padres, por lo que me limité a hacer observar a Edda que se trataba de una empresa difícil.

«Para ti —me dijo con un abrazo—, no hay nada difícil.» Así, pues, salí para Berlín, donde me alojé en el Adlon, magnífico hotel situado junto a la puerta de Brandenburgo, que albergaba a algunos miembros del cuerpo diplomático y a los altos funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. A las pocas horas de mi llegada solicité ser recibido por el subsecretario de Asuntos Exteriores alemán, naturalmente sin decirle cuál era el verdadero motivo de mi viaje y reservando la cuestión para hablar de ella entre otras cosas, sin darle excesiva importancia. Esta ingeniosa política mía no tuvo ningún resultado.

Nuestra conversación, que, se verificó en un bunker subterráneo del hotel, mientras

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centenares de aviones ingleses bombardeaban furiosamente la ciudad, prosiguió muy bien hasta el momento de referirme a los hijos de Edda y al deseo de ésta de tenerlos a su lado. Al llegar a este punto el alemán quedó en suspenso, como si un timbre invisible hubiese empezado a dar la señal de alarma. El celo con que me describió los terribles bombardeos que sufriría Italia, como si yo no los conociese por experiencia, y, en cambio, la idílica tranquilidad del castillo de Hirshberg, fue la respuesta indirecta pero no menos precisa que me hizo comprender la inutilidad de insistir. Apesadumbrado ante el fracaso y preocupado sobre todo por lo que esto podría significar, regresé a Italia, donde di cuenta de la situación a Edda.

—Entonces, ¿qué? —me preguntó en cuanto me vio.

Traté de explicarle cómo había que proceder para no ejercer una presión excesiva, aunque no fuera más que para no hacer entrar en sospechas a los alemanes, y evitar que se pusieran en guardia, pero Edda no se avenía a razones.

—Me prometiste que me traerías a mis hijos y debes traérmelos —me dijo, mirándome fijamente a los ojos.

No sé decir por qué, pero me sentí molesto. Siempre he querido a Edda y puedo incluso afirmar que a veces la he temido y siempre la he admirado. En aquel momento, aun sin comprender toda la importancia que para ella tenían sus hijos, el problema en que me veía envuelto era el de no quedar por debajo de sus esperanzas, el de no quedar en una postura poco lucida. Por este motivo, decidido ahora a jugármelo todo a una carta, aunque fuera solicitando de mi padre que interviniera en la cuestión, a los pocos días volví a emprender el camino hacia Alemania. Me acompañó Orio Ruberti, cuñado del pobre Bruno y amigo mío directo. Íbamos en un Aprilia, al que había añadido un remolque para cargar el equipaje de los niños. Salimos de Gargnano y, siguiendo el itinerario que había hecho tantísimas veces, llegamos a Bolzano, al Brennero después y a Innsbruck y Munich. De camino comprendí que era preciso cambiar de táctica y apuntar desde el primer momento a la carta más alta. Debía hacer la petición como si procediese directamente del Duce; de otro modo me apuntaría un nuevo fracaso.

Efectivamente, una vez en Munich me presenté ante un alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores y le hice saber que el Duce deseaba que su familia regresase a Italia, principalmente para eliminar la impresión de precariedad que nuestro regreso fragmentario pudiera producir en la opinión pública.

—Cuando el pueblo sepa —le dije— que toda la familia Mussolini se encuentra al lado del Duce, aumentará la sensación de seguridad, muy necesaria dadas las circunstancias actuales.

El razonamiento tuvo el efecto deseado. El funcionario no quiso ninguna responsabilidad personal, aunque me aseguró que no obstaculizaría mis iniciativas y que fingiría ignorarlas. Muy amable, se encargó de conseguir la gasolina necesaria para proseguir el viaje y me dejó seguir. Transcurridas escasas horas, cargaba con los niños, disgustados al tener que separarse de mis hijos, con los que se pasaban el día jugando y divirtiéndose de lo lindo, y también a la abuela, atenta a sus mínimos deseos, y emprendí rumbo a Innsbruck. Iba a la máxima velocidad y recuerdo que de vez en cuando me volvía a mirarlos porque ni yo mismo creía haber logrado llevar a la realidad los deseos de Edda. Después del Brennero y cuando me encontraba cerca de Bolzano escuché la alarma, quedándome apenas tiempo para detenerme en las afueras de la ciudad. Así fue como yo y los niños, con los ojos desencajados por la sorpresa y el terror, asistimos a un intenso bombardeo realizado por las «fortalezas volantes» norteamericanas, que hacían llover sobre la ciudad una mortífera cortina de bombas. Tan pronto como los aparatos enemigos se hubieron alejado, recorriendo las calles asoladas por las explosiones y siniestramente iluminadas por los incendios, abandonamos Bolzano y, a última hora de la jornada, llegábamos a Villa Feltrinelli. Edda nos recibió con gran alegría. Miró a sus hijos, los besó uno tras otro y, después, estrechándome la mano, me dijo con sencillez:

—Gracias, Vittorio.

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Esperaba verla entregarse a cálidas efusiones, habida cuenta de la insistencia con que me pidió volver a tener a sus hijos y del disgusto con que recibió la noticia de mi primer fracaso. En cambio, Edda me reservaba una vez más una gran sorpresa, que me desorientaría a través de extrañas conjeturas. Pero al poco tiempo podría comprenderlo todo. El plan de Edda, que estaba probando lo imposible con tal de poder arrancar a su marido de la condena del tribunal especial de Verona, habría podido verse comprometido en el caso de seguir sus hijos en Alemania, expuestos a posibles represalias.

Con sagaz previsión, Edda había querido antes que nada liberar a sus hijos de manos de los alemanes para ponerlos en lugar seguro y, entonces, estar en mayor libertad de actuar.

Fue precisamente durante aquellos días, próximos al fatal once de enero, que Edda se decidió a dar el paso definitivo, pidiendo un diálogo con mi padre. Creo que este día fue el siguiente a la Navidad. Edda había ya puesto a prueba el terreno, enzarzándose en una larga discusión con mi madre, y ésta había tratado inútilmente de demostrarle que ahora ni siquiera el perdón del Duce lograría evitar a Galeazzo aquel proceso que imponía la despiadada razón de Estado, tanto más cuanto que de la suerte del yerno de Mussolini se obtendría la prueba de la inflexibilidad de la nueva ley republicana.

Yo no estuve presente en la conversación sostenida entre Edda y mi madre, si bien me enteré de ella al poco rato de salir Edda de la estancia donde se sostuvo.

—Ha sido terrible —me confió Gina, la viuda de Bruno—, son dos mujeres que luchan para salvar cada una a su marido y que no pueden entenderse. El destino nos trastoca a todos, Vittorio.

Desgraciadamente, eran palabras a las que sobraba la razón. En torno a la cárcel de Verona se había estrechado, sofocante, el cerco de la justicia revolucionaria. Tal vez no fuese más que cuestión de esperar unos días, unas horas quizá. Yo tenía la plena certidumbre de que nadie podía detener ahora la máquina que se había puesto en marcha, y me sentía invadir por una pena infinita hacia todos, hacia mi padre sobre todo, para quien el sacrificio de Galeazzo constituiría la última, la más grave de todas las vicisitudes que le había deparado la guerra.

Edda, en cambio, seguía esperando. En medio de su lúcida frialdad, Edda se daba cuenta de que no disponía más que de una carta, la de la extorsión, y que ahora había llegado el momento de ponerla en juego. ¿Así que alemanes y fascistas deseaban la muerte de su marido? Pues bien, que valorasen si era mejor condenar a muerte a Galeazzo o sufrir las consecuencias de la publicación de su diario, al cual los alemanes atribuían una importancia política que tal vez no tuviera y que, por consiguiente, era incapaz de influir en la suerte decidida de la guerra. Pero nada podía detener a Edda. Sus hijos, en manos de gente segura, estaban a punto de emprender el camino de Suiza, y todas las consecuencias que pudieran derivarse de los actos de ella sólo a ella la afectarían, por lo que era libre y responsable.

Con tan desesperanzada seguridad, penetró Edda en el despacho donde mi padre la estaba aguardando. Yo hubiera querido impedir aquella conversación, que sabía que iba a resultar terriblemente penosa para ambos, pero llegué tarde. Edda tenía ya la confirmación de que mi padre, aquel hombre que durante más de veinte años había representando la omnipotencia, comenzaba a doblegarse bajo los golpes que le asestaba algo todavía más fuerte que él. Nada impediría que los jueces de Verona llevasen a término lo que consideraban su deber. Fue por ello que estalló la cólera de Edda, desdeñando las inquietantes heridas que sus palabras pudieran abrir en el alma de mi padre.

—Todos estáis locos —la oí gritar—, ¡todos locos! La guerra está perdida. ¡ De nada sirve que os hagáis ilusiones! Los alemanes resistirán unos meses más, pero sólo unos meses. Tú ya sabes lo mucho que he querido que ganásemos, pero ahora ya no hay nada que hacer. ¿No te das cuenta? Y es en estas condiciones que se condena a Galeazzo...

Aunque por aquel entonces siguiese yo un camino totalmente opuesto al de Edda, debo reconocer que ni a mí me sobraban las razones para contradecirla. Con todo, me reconfortaba el

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convencimiento de que, aparte del resultado, había que tener fe en los ideales por los que habíamos comenzado a luchar y por los cuales tanta gente había sacrificado su vida. Entre ellos se contaba mi hermano Bruno.

En aquel momento se abrió de un golpe la puerta del despacho de mi padre y por ella salió Edda. Estaba trastornada y temblaba, pese a que en sus ojos seguía viéndose la indomable voluntad de seguir luchando.

—¡ Ya lo veremos! ¡ Ya lo creo que lo veremos! —exclamó, con una lentitud tal que me dio miedo.

Inmediatamente después, abandonó la villa.

Desde lejos, desde el jardín, llegaban hasta mí las voces excitadas y alegres de los niños, que jugaban a la pelota con los soldados de la guardia republicana.

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3. EDDA ESCAPA MILAGROSAMENTE A LAS «SS»

Desde aquel día en que la había visto salir del despacho de mi padre, conturbada y amenazadora, no había vuelto a saber de Edda. Tenía la certidumbre de que mi hermana no esperaba pasivamente a que se dictase la suerte que incumbía a Galeazzo y que, hasta el último instante, lucharía con todos los medios a su alcance. No imaginaba yo de qué cartas disponía en la práctica. Sabía que la Gestapo había estrechado su cerco alrededor de ella y que las SS no la perdían de vista un solo momento. Esto aumentaba mis preocupaciones, por mucho que yo supiese que, para mi hermana, la multiplicación de obstáculos y de enemigos constituía un constante incentivo para luchar con mayor ahínco y menor prudencia. Pero en aquellos días terribles Edda no era mi única preocupación.

Había terminado el año 1943 y había comenzado un nuevo año, un año decisivo. Las fuerzas de la RSI se organizaban con bastante rapidez y desde Alemania llegaban noticias que nos tranquilizaban en relación con los avances conseguidos en el campo de las armas secretas. Sin embargo, la presión ejercida por los enemigos, victoriosos en todos los frentes, era cada vez más acusada y, por lo que respectaba a Italia, se iba perfilando cada vez más nítida la calamidad de una guerra civil. Incluso el que, como yo, había elegido su camino siguiendo una sola lógica, la que hacía que hubiese que luchar hasta el fin por el honor de Italia, no podía sino vivir en un estado de continua y extenuante tensión. Cualquier instante podía ser el definitivo. Todos íbamos como arrastrados por un mismo huracán, si bien ninguno de nosotros sentía una angustia que se refiriese exclusivamente a él. Reconocía la mía en el rostro de mi padre y de mi madre, cada día más marcados por el dolor y el cansancio. Edda había desaparecido, pese a que notábamos su constante presencia, el peso de aquella desesperación que había volcado sobre nosotros, como si fuésemos los responsables directos y despiadados de ella.

—Hará una de las suyas —me confiaba mi madre— y entonces los alemanes se vengarán de ella. Para tu padre esto sería el final.

Pero yo le contestaba:

—No lo creas; todo se arreglará. A los alemanes les importa demasiado que no se publique el diario de Galeazzo. Ya verás como cederán. Y entonces estarán todos salvados, ellos y los niños.

Mi madre me escuchaba y me miraba sin decir palabra. Sabía que ni yo mismo creía lo que le contaba para consolarla. La condena de los «cinco de Verona» era segura, como igualmente era seguro que si mi padre, con su autoridad, hubiese detenido el curso de la justicia, el fascismo que acababa de renacer hubiera recibido un golpe mortal del cual se hubieran aprovechado inmediatamente los alemanes para descargar su mano, ya pesada de por sí, sobre nuestro desventurado país. En medio de estas angustias transcurrieron aquellos primeros días de enero, después de los cuales la tragedia llegó a su último acto. Los jueces de Verona emitieron la sentencia capital contra De Bono, Ciano, Gottardi, Marinelli y Pareschi. La sentencia debía ejecutarse al amanecer del once de enero.

Fue a las dos de la madrugada de aquel mismo día, mientras los condenados aguardaban la muerte en los vacíos y alucinantes pasillos de los Descalzos, que un mensajero alemán llamó, excitado, a la puerta de la casa del jefe de las SS en Italia, el general Karl Wolff. Wolff fue a abrir en pijama y el mensajero, en actitud de aguardar respuesta, le entregó un sobre. Era una misiva dirigida a Mussolini y, con toda intención, había sido dejada abierta.

«Si mi marido no llega sano y salvo a Suiza dentro de tres días haré que se publique lo que, como sabes bien, puede reportar tu ruina y la de los alemanes. Los documentos se encuentran en sitio seguro. Las pruebas son irrefutables. Edda.» Wolff volvió a poner la carta en el sobre, la cerró con todo cuidado y la restituyó al mensajero, encargándole que la llevase sin pérdida de tiempo a Villa Feltrinelli. Por aquel entonces Wolff tenía su residencia en Fasano, lugar no muy lejano de

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Gargnano, junto al Garda. El desafío final de Edda, la muerte que estaba a punto de cruzar el umbral de los Descalzos, el drama de mi padre y de nosotros todos, eran cosas que no creo interesasen demasiado al general Wolff, quien desde hacía tiempo, precisamente en aquella misma villa, a espaldas de mi padre y del propio Hitler, estaba sentando las bases para un acuerdo con los angloamericanos tendente a la rendición de todas las fuerzas germánicas desplazadas a Italia. Wolff estaba muy interesado en aparecer como el más fiel secuaz del Führer y el forjador más consciente de la venganza fascista, de la que el proceso de Verona constituía un elemento de vital importancia.

«A las cinco de la mañana, una hora antes de que se cumpliese la sentencia capital —diría Wolff al cabo de cierto tiempo—, oí sonar el teléfono. El Duce había recibido, sin duda alguna, la carta de Edda y quería conocer mi punto de vista. Por dos veces le hice saber que Hitler me había dado la orden de desinteresarme del proceso, por ser una cuestión que competía exclusivamente a la autoridad italiana, y me pareció que el Duce no estaba demasiado convencido de este punto. Me preguntó qué haría si estuviese en su sitio y yo no pude ocultarle que, dada la gravedad de las circunstancias provocadas por el voto del Gran Consejo y dada la reacción popular frente a los firmantes de la moción Grandi, consideraba peligroso conceder la gracia solicitada por los condenados. El Duce quedó un momento en silencio y después me preguntó qué esperaba de él, en mi opinión, el Führer. Comprendí que mi respuesta era de una gran responsabilidad, por lo que me apresuré a informarle que Hitler dudaba de que se cumpliese la condena de muerte. Sabía que esta respuesta lo heriría en lo más vivo y superaría sus perplejidades. El Duce, en efecto, quedó algo impresionado, pero se rehízo muy pronto, preguntándome qué pensaría de ello Himmler. Le contesté que Himmler también estaba convencido de que había que dar un ejemplo: el más severo. Me dio las gracias y se reservó la posibilidad de volver a estudiar la situación, para tratar de encontrar una salida.»

Wolff ha dicho siempre que estaba convencido de que mi padre, tan pronto como se puso al teléfono, escuchó la voz de su corazón y ordenó posponer la ejecución. No sé si es verdad. Todo cuanto se refiere a aquellas últimas y trágicas horas es extremadamente confuso, y hasta las más inverosímiles historias podrían tener un fondo de verdad. Según una de ellas, por ejemplo, fueron los propios alemanes quienes organizaron in extremis la huida de Ciano de la cárcel de los Descalzos. El marqués Emilio Pucci, que fue durante aquellos días el amigo más desinteresado y valiente de Edda, escribió en un artículo que Galeazzo, el tres de enero, había enviado a su mujer una carta en la cual le informaba que los alemanes habían decidido ponerlo en libertad, cualquiera que fuese la decisión de los jueces. Edda debía encontrarse el siete de enero a las nueve de la noche en el kilómetro diez de la autopista entre Verona y Brescia, punto en el que coincidirían para seguir después el viaje hacia Suiza. Esta carta había sido escrita con el consentimiento de los alemanes, pero, al mismo tiempo, Galeazzo había enviado otra, por medio de una persona de confianza, en la que rogaba a mi hermana que se trasladase inmediatamente a Roma para recoger, de un escondrijo que únicamente conocían ellos dos, algunos volúmenes escritos a máquina que recogían las minutas de importantes documentos concernientes a encuentros con diferentes personajes y que, por ello, ostentaban el nombre de Conversaciones, y que existía otro fajo de documentos, más importantes aún, etiquetados con el título de Alemania. Serían el precio de la libertad.

A las ocho de la tarde del siete de enero, mientras Edda y el marqués Pucci enfilaban la carretera hacia Verona, el coche en que iban sufrió una avería. Al cabo de una hora Edda debía encontrarse a diez kilómetros de Verona para reunirse con Galeazzo. Pucci detuvo un coche que iba hasta Brescia y que podía llevar una sola persona. Subió Edda, decidida a llegar a toda costa. A partir de Brescia continuó en una moto y, después a pie, corriendo en medio de la oscuridad hasta tropezarse con un obrero que iba en bicicleta y que la montó en la barra. Edda llegó al pilar que señalaba el kilómetro diez hacia las diez de la noche. No había nadie. Sola y agotada estuvo esperando, hora tras hora, hasta las cinco de la madrugada del día siguiente. Y, entonces, todas sus energías se vinieron abajo. Mi hermana comprendió que, una vez más, había sido víctima de un juego. Pasó entonces un camión que se dirigía a Verona y se dejó conducir por él. Aguardó unas

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horas en la estación del ferrocarril, exhausta por el sueño y el frío. Después, se presentó al mando de la Gestapo. Lo único que le dijeron fue que «los superiores habían decidido no dar la libertad al conde Ciano». Al poco tiempo, un amigo alemán me confiaba que aquel día Hitler estuvo a punto de ceder a las presiones de ciertos jerarcas nazis, amigos de Ciano, pero que Von Ribbentrop, enemigo jurado de mi cuñado, hizo que se precipitaran las cosas.

Edda regresó a Ramiola y allí recibió una carta de Galeazzo, que éste había conseguido enviarle en secreto. «Edda mía —decía la carta—, mientras tú todavía vives con la feliz ilusión de que seré puesto en libertad dentro de pocas horas y que de nuevo todos volveremos a estar juntos, para mí comienza la agonía. Dios bendiga a nuestros hijos. Y a ti te pido que los eduques en el respeto de aquellos principios del honor que yo aprendí de mi padre y que habría podido inculcarles si me hubieran dejado vivir.»

Era el final. En un acto de última y desesperada rebeldía, Edda decidió escapar a Suiza con los documentos, confiando al marqués Pucci su postrera amenaza: la carta para mi padre que se hizo llegar al general VVolff- Después confeccionó un cinturón en el que, una vez eliminadas las cubiertas, podía dar cabida a cinco de los siete volúmenes que constituían el diario. Se ciñó aquel cinturón, debajo de un vestido grueso y ancho y confío a un amigo de la clínica de Ramiola, en la que se alojaba, los dos volúmenes restantes. El marqués Pucci fingió salir para Parma pero, después de escasos kilómetros, viró cautelosamente de nuevo hacia Ramiola, enfilando una carretera secundaria. En aquel mismo momento Edda fijaba en la puerta de su habitación, con una chincheta, una hoja de papel en la que había escrito: «Estoy muy cansada. Ruego que no se me moleste bajo ningún pretexto.» Los secuaces de la Gestapo, tranquilizados por haberla visto regresar, comían en la cocina de la clínica. Mi hermana bajó furtivamente a la cantina, abrió una portezuela que servía para la descarga del carbón destinado a las calderas de la calefacción y huyó a campo traviesa. Al cabo de unos pocos minutos el coche del marqués Pucci volvía a salir a toda marcha, camino de Milán y de Suiza.

Mientras Edda estaba viviendo esta última y emocionante fase de la aventura, en Gargnano se esperaba que, de un momento a otro, llegaría la noticia de la ejecución de los condenados. El día diez pasó sin que registrase ninguna novedad. Al amanecer del siguiente día circuló de pronto la noticia de que el Duce había ordenado que se pospusiera la ejecución y de que había convocado al Consejo de Ministros, probablemente para ordenar un nuevo proceso que dejase a salvo las apariencias. También se propaló la noticia de que Hit-kr personalmente había pedido a mi padre, en el curso de aquella noche, la absolución de los condenados. No eran sino mentiras, no sé si más piadosas que despiadadas. Avanzada ya la madrugada de aquel día, llegaron en coche a Gargnano un oficial de la SS y un oficial de las Brigadas Negras, que confirmaron la noticia, recibida ya por teléfono, de que un pelotón de treinta soldados de la guardia republicana se había encargado de la ejecución de la sentencia. Galeazzo estaba muerto.

VÍA LIBRE PARA LA ULTIMA AVENTURA Pese a que desde hacía tiempo había renunciado a toda esperanza por lo que a él se refería y

pese a darme cuenta de que el final de Galeazzo y demás condenados dependía de algo que estaba por encima de nosotros todos, la noticia cayó sobre mí como un mazazo, por sorpresa. Fui instintivamente a Villa Feltrinelli, como buscando refugio. Encontré allí a mi madre, que planchaba en la cocina. Tenía los ojos enrojecidos y la boca cerrada, en una mueca de dolor.

—¿Te has enterado? —murmuré—, ahora sí que todo ha terminado. ¡ Pobre Edda!

—¡ Pobre Edda! —murmuró—, y siguió planchando mecánicamente una camisa de Romano, con aquella meticulosidad que le era propia. Después se estremeció. Me miró fijamente igual que cuando yo, siendo niño, hacía una travesura.

—Y tú, ¿qué haces aquí? —me dijo con aspereza—. ¿Por qué no has ido todavía a ver a tu padre?

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Me marché corriendo. El despacho de mi padre, en la Villa de las Ursulinas, estaba a pocos pasos de donde vivíamos nosotros. Era casi mediodía.

Todo me parecía tremendamente triste, tanto a mi alrededor como dentro de mí. Al llegar a la villa de las Ursulinas vi a un grupo de oficiales de la guardia que hablaban en voz baja entre sí. Al reconocerme callaron, saludándome al estilo romano. Por la expresión de sus ojos y su silencio supe qué pensaban. Hacía dos horas que se había cerrado, con los ataúdes de los cinco condenados de Verona, una partida muy grave y dolorosa. Ahora el camino quedaba expedito para nuestra última aventura. El fascismo volvía a su origen republicano y social, a los despiadados tiempos de la lucha sin cuartel, aunque fuera escasa la esperanza de vencer.

Entré en la villa. Aquí y allá, ministros, subsecretarios, funcionarios, todos ponían la misma cara, como si se sintieran tranquilizados al ver finalmente cumplido un acto de justicia aunque, al mismo tiempo, parecían como roídos por un misterioso remordimiento. Me dijeron que mi padre no quería recibir a nadie. Llamé a la puerta y entré sin esperar.

Era una estancia no demasiado amplia, con una gran ventana que miraba al lago. Mi padre estaba sentado junto a la ventana, en una butaca baja. Lo miré con ansiedad, tratando de descubrir en su rostro algún resto de energía. Estaba deshecho. La tensión de los últimos días, llevada hasta su mismo límite tras las trágicas horas de aquella noche interminable sin sueño, la absurda esperanza de dar con una solución y la tremenda realidad de la sentencia ya consumada lo habían sumido en un estado de postración. Llevaba la barba crecida. Desde la noche anterior vestía el sencillo uniforme de la milicia, sin distintivos ni condecoraciones, y el cuello de su camisa negra me pareció desmesuradamente ancho. Me acerqué a él y lo besé, como bacía siempre, procurando no traicionar la emoción que me oprimía el corazón en aquel momento, para que así tuviese la impresión de que yo sabía soportar virilmente el dolor.

—Papá, ¿tienes alguna orden para mí esta mañana? —logré decirle, sin mirarlo. Se quedó un momento en silencio, con la vista fija en el lago.

—He sabido —me respondió lentamente— que Edda ha huido de Ramiola. Probablemente habrá tratado de refugiarse en Suiza, donde había enviado previamente a sus hijos. Los alemanes están furiosos. Han enviado tras ella por lo menos a cien agentes de la Gestapo y de las SS. Habría que dar con ella antes de que la encuentren. Si la descubren, con todo lo que lleva hecho, no sé cómo terminará. Ya ha sufrido demasiado, Vittorio.

Yo estaba paralizado por una sensación de indecible angustia. Todavía resonaba en mí la voz áspera de mi madre diciéndome: «Y tú, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no has ido todavía a ver a tu padre?» Pensaba en Edda, que en aquellos momentos huía perseguida por los alemanes; veía a mi padre, que, de toda aquella tragedia, era ahora la víctima más auténtica y atormentada, y yo no sabía qué hacer. Seguimos así, mudos, no sabría decir cuánto tiempo. Hasta que mi padre pareció revivir, como si en él renaciera aquella su antigua vitalidad.

—¿Qué ambiente se respira? ¿Qué dicen? —me preguntó.

—Es triste, papá. Ahora que Galeazzo y los demás están muertos, casi todo el mundo se muestra descontento y hay quien dice que ha habido una severidad excesiva, que podía evitarse el derramamiento de sangre; pero si tú lo hubieses impedido se te hubieran echado encima, acusándote de comprometer el prestigio de la República para salvar al marido de tu hija o de doblegarte a la extorsión de Galeazzo con sus diarios. —Así es —dijo mi padre—. Ahora sienten el remordimiento. Parecen leones con sus melenas, sus uñas y sus zarpas. Cuando rugen es como si quisieran comerse hombres y bestias. Pero luego no comen más que hierba.

Movió la cabeza con amargura. Desde hacía algunos años sus ojos comenzaban a abrirse a muchas cosas y a muchos hombres en los que había creído ciegamente y que, con excesivo optimismo, había juzgado superiores. Volví a llevar la conversación sobre el caso de Edda, convencido de que, saliendo de la inercia para actuar, para hacer lo que fuese, hallaría algún remedio para calmar el dolor que sentíamos mi padre y yo. —Si me fuera en seguida tal vez podría

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alcanzar la en Como. Si de verdad se dirige a Suiza es seguro que pasa por Como y hace una etapa en la villa de los P. Son los únicos amigos dignos de confianza que tiene Edda en aquella zona. Si la encuentro y me entrega los documentos, puede irse tranquilamente a Suiza, porque nadie la buscará. ¿No te parece? Mi padre asintió con la cabeza: —Ve. Si lo consigues puede ser un bien para todos. Di a Edda...

Se interrumpió, como si no se atreviese a confesar sus sentimientos. Lo comprendí y me incliné sobre él una vez más para darle un beso.

—Diré a Edda que la queremos todos, papá. ¡ Puedes estar tranquilo!

Mi padre me miró fijamente.

—Manten los ojos bien abiertos y no salgas solo. Busca a una persona decidida que te acompañe. Y llevad armas. No me sorprendería que algún alemán o fanático italiano te siguiese los pasos. Nunca se sabe.

EL DUCE EXPERIMENTA UN MIEDO SUPERSTICIOSO A LOS LAGOS Me acarició la mejilla, con un gesto habitual en él, y siguió mirando al lago. Mi padre, desde la

infancia, había siempre sentido una especie de supersticioso temor a los lagos.

«No son mar ni río —decía—. Me dan la impresión de traición. No sé por qué.» Ahora, precisamente, se encontraba delante de un lago, tétrico y gris bajo un cielo de plomo. Frente a la ventana se perfilaba el monte Baldo, cubierto de nieve. Verona se encontraba detrás de aquella montaña y, acaso en aquel mismo momento, según exige la tradición, alguien quemaba las sillas a las que habían sido atados los ajusticiados. No podía esperar más tiempo. Ordené a un ayudante que llenase el depósito de la gasolina. Transcurrida media hora, abandonaba la Villa de las Ursulinas. Conducía aquel mismo Aprilia negro en el que, dos meses antes, había trasladado desde Hirschberg a los hijos de Edda. Pasé velozmente por las calles del pueblo, llenas de gente friolera que hablaba formando grupos, con el rostro sombrío. Correr, hacer algo, aunque no fuera más que ocuparse del volante, del cambio de marchas, era para mí un alivio que me arrancaba de aquel mortal entorpecimiento que marcaba aquella jornada funesta. Ni siquiera me daba cuenta de que estaba persiguiendo a mi hermana, decidido a ponerme a toda costa en su camino: éste era el objeto de mi misión, si bien para mí no tenía ninguna importancia en aquel momento. A las pocas horas, después de Milán, enfilé la autopista de Como. Tenía el presentimiento de que Eddrs había pasado por allí hacía poco rato e imaginaba en contraria en la villa de los P., a pocos kilómetros de Chiasso. Antes que nada quería abrazarla, hacerle patente que me sentía próximo a ella en aquella hora terrible. Después, en seguida nos pondríamos de acuerdo. Edda no tenía ya motivos para publicar los documentos. El tiempo aplacaría su ira y ella comprendería que aquel acto no podía tener más que una sola consecuencia: agravar todavía más la situación de nuestro padre y de nuestro gobierno, favoreciendo a los alemanes y a los antifascistas por igual. Estaba seguro de poder recuperar aquellos documentos. Tan pronto como los tuviera en mi poder, llevaría a Edda hasta la frontera y la ayudaría a ponerse a salvo.

Llegué a Como de noche y me dirigí a la villa de los P. Llamé suavemente a la puerta, pero nadie acudía a abrirla. Finalmente, se abrió una ventana sobre mi cabeza. Dije que era Vittorio, que abriesen.

En seguida me hicieron entrar. Por un lado parecían verdaderamente contentos de verme —éramos muy amigos y no nos veíamos desde hacía más de un año— pero, por otro, se mostraban como preocupados por algo que, sin embargo, no tenían el valor de confesarme. Comencé a pensar que tal vez Edda ya había estado en su casa y había vuelto a partir. Hablamos de diferentes cosas, con relativa serenidad. Ellos también se habían enterado de la muerte de Galeazzo y evidenciaban un sincero pesar. Valiéndome de una excusa, invité al hijo de mis anfitriones, que tenía pocos años más que yo, a que saliera conmigo un momento al jardín. Tenía necesidad de hablarle abiertamente

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de lo que mi corazón ya no podía ocultar. «¿Dónde está Edda?», le pregunté a bocajarro. Quiso disimular. Me dijo que hacía mucho tiempo que no la veía, mientras me observaba con una especie de confuso temor, como si pensara que yo podía hacerle algún daño. Entonces, poniéndole una mano en el hombro, le expliqué brevemente la situación. No era a los fascistas a los que debía temer Edda sino a los alemanes, si le daban alcance y encontraban los documentos que llevaba encima.

Mi amigo consultó el reloj. Parecía como si hiciese un rápido cálculo. Y después me miró, aliviado.

—De nada sirve contarte mentiras, Vittorio. Edda ha estado aquí y ha salido muy poco rato antes de que tú llegaras. Ahora es seguro que ha llegado a Suiza. Ya no pueden capturarla.

Esto suponía el fracaso de la misión que se me había encomendado y probablemente toda una nueva serie de contratiempos para nosotros. De pronto sentí desplomarse sobre mí todo el cansancio de aquella terrible jornada, al tiempo que percibía como un oscuro presentimiento de desgracia. Y, aun así, flotaba en todo aquello una sutil y absurda felicidad. Desde la oscuridad del jardín miraba hacia Chiasso, cuya iluminación fulguraba cual un espejismo. Allí no se conocía la oscuridad. Allí la gente no bajaba a los refugios y los hombres no salían de sus casas pensando, aterrados, en que tal vez alguien les disparase por la espalda. Allí estaba la paz. Ahora, Edda y los niños vivirían por fin en paz.

Pero, ¿qué haría mi hermana, ahora que no tenía nada que perder?

Contemplaba, fascinado, aquella luz y no sabía qué respuesta dar. Mi amigo me pasó un brazo por la espalda.

—Ha sido lo mejor, Vittorio —me dijo afectuosamente—. Y ahora, volvamos a casa. Los míos estarán preocupados.

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4. MI MADRE SE ENFRENTA CON CLARETTA PETACCI

Como habían previsto muchos, el fusilamiento de los cinco condenados de Verona, considerado dentro del torbellino de los hechos, constituyó una triste, aunque inevitable, mancha sobre el pasado que, sin embargo, permitió una reanudación inmediata de todas las actividades políticas, militares y sociales de la República. En Italia y, más que en ningún sitio en Alemania, el fascismo había demostrado que iba en serio, aun a costa de los más duros sacrificios, por lo que este ejemplo, que surgía directamente de lo alto, constituyó un compromiso para todos. Los ministerios reconstituidos nuevamente volvían a funcionar y la intervención de los alemanes constituía para nosotros un problema difícil y continuo que empezaba a verse frenado. Desde hacía varios meses el frente se había detenido en Cassino, lo cual aseguraba una relativa tranquilidad, ya que era probable que el alto mando aliado considerarse problemático remontar toda Italia, donde la resistencia de las tropas alemanas y de los primeros destacamentos de la RSI era tan poderosa como encarnizada, y era posible que prefiriese abrir el frente auténtico en los Balcanes o, como ocurrió después, en Francia.

Se decía que era cuestión sólo de tiempo y cada día de más que se aseguraba a los técnicos alemanes representaba una nueva esperanza de vencer la carrera de las armas secretas o de encontrar una solución política para el conflicto.

La vida de mi familia en Villa Feltrinelli también había adquirido un ritmo casi normal. Un informador nos había traido noticias de Edda desde Suiza. Estaba internada en una clínica, donde se recuperaba del agotamiento nervioso que las recientes desdichas y los largos meses precedentes le habían procurado. A menudo pensábamos en ella y, en medio del dolor provocado por todo cuanto nos había ocurrido, nos confortaba, por lo menos, la seguridad de que ahora los hechos de la guerra no podrían herirla ni a ella ni a sus hijos. Mi padre también se había repuesto, gracias a los cuidados del Dr. Zacharias, el médico que le había enviado el Führer. Mi madre, como siempre, seguía ocupándose en la casa. Romano había reiniciado sus estudios y se preparaba para la licenciatura en cultura clásica, mientras que Anna María había sido enviada a una clínica alemana, a un centenar de kilómetros de Berlín, para curar las secuelas de la parálisis infantil que había padecido hacía algunos años. Se trataba de una clínica militar, especializada en la reeducación de los soldados mutilados o minusválidos. Recuerdo que en aquella clínica se realizaban verdaderos milagros. Una vez fui a ver a mi hermana y volví a casa lleno de esperanzas. Aquella tanda de curas se desarrollaron felizmente y tuvieron gran importancia para que Anna María se reincorporase a un estado casi normal. En Villa Feltrinelli vivía también Gina, la viuda de Bruno, y con ella la pequeña Marina. En cuanto a mi mujer y a mis hijos, los había instalado en una villa próxima a Gardo-ne y, siempre que estuviese en Italia, los veía todos los días. Mi madre, pues, hubiera podido gozar de una relativa tranquilidad después de los acontecimientos ocurridos durante aquellos últimos tiempos.

Como máximo, hubiera podido tener alguna preocupación para poner en la mesa comida para todos, dados los tiempos difíciles que estábamos atravesando y dada la intransigencia de mi padre en materia de alimentación. Desde que había estallado la guerra, los escrúpulos de mi padre en este aspecto eran tantos que rozaban lo absurdo.

—Debemos ser los primeros en soportar estos sacrificios —repetía mi padre cuando mi madre le mostraba las pocas cosas que había logrado comprar con las tarjetas de racionamiento.

—Siempre serás el mismo —le recriminaba mi madre—. Los únicos que en Italia vivimos con las tarjetas somos nosotros. Deberías ver lo que comen tus ministros, tus generales y tus jerarcas.

Mi padre se negaba a darle crédito. Y entonces mi madre, perfectamente informada e indignada además, le hacía una lista de los kilos de harina a la semana que iban a parar a casa de tal y las garrafas de aceite que había visto entrar en casa de cual. «Y nosotros —concluía— somos los más imbéciles.» Mi padre, ante aquellos juicios tan expeditivos y, dicho sea en honor de sus

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colaboradores, no siempre ciertos, no sabía cómo reaccionar. Miraba severamente a mi madre, acaso con la esperanza de inculcarle mayor respeto, pero ella en aquel momento no era más que una matrona de la Romana que no tenía miedo ni del diablo. Y así sucedía que mi padre, después de reafirmar sus principios, no tenía más recurso que inspeccionar con aire de sospecha los armarios y la despensa para comprobar que, cuando menos en su casa, no había quien le engañara. Todavía recuerdo que una tarde, levantándose sobre las puntas de los pies, pasaba cautelosamente la mano por los estantes más altos de la despensa, como si la presencia de cien gramos de mantequilla o un trozo de manteca en aquel lugar, comprados en el mercado negro, representasen un perjuicio efectivo para la suerte que pudiera caber a la guerra.

Hay que decir que todos los de casa compartíamos aquellos escrúpulos, si bien dentro de límites razonables. Recuerdo que aprovechábamos el Consejo de Ministros para reunimos mi madre, Romano, Gina y yo, y concertar nuestros planes de aprovisionamiento, seguros entonces de que mi padre estaba comprometido y no podría aparecer. Yo era especialmente aficionado a la mantequilla, Romano a la harina, a la carne y a los fiambres. En aquellos tiempos no era nada difícil encontrar el camino que conducía al mercado negro, tanto más cuando nos encontrábamos en pleno campo. Pero el problema que nos acuciaba, a veces terriblemente, era el del dinero. Me doy cuenta de que para la mayor parte de los italianos todas estas cosas han de resultar increíbles.

Normalmente, a la figura del dictador se asocia como secuela lógica la idea de una desmesurada riqueza, equiparable cuando menos a la facilidad con que puede dar una orden cualquiera y verla cumplida. En la práctica, las cosas ocurren de una manera muy distinta.

En nuestra casa el dinero no abundó nunca. Mi padre hubiera tenido derecho a unos honorarios considerables en su calidad de ministro y de diputado, pero renunció a los mismos tan pronto como subió al poder, y no quiso volver a oír hablar de ellos. Mi padre jamás llevó billetero. Me acuerdo de que, cuando de niños nos hacíamos acreedores a un premio (que, por supuesto, preferíamos fuese en dinero contante), mi padre se dirigía a mi madre y era ella quien nos lo daba. Mi madre administraba sabiamente el dinero procedente del Popólo d'Italia, pero, como todo el que proviene de trabajos periodísticos, acostumbraba no tener una regular continuidad. Sucedía por ello que algunos meses, aun teniendo la seguridad de poder salir a flote, mi madre se encontraba corta de dinero, hecho que solía producirse en otoño, cuando los periódicos acusan la carestía publicitaria del verano y cuando todavía está muy lejos la campaña invernal. Pensando en estos períodos de vacas flacas, mi madre acostumbraba comentar, cuando nos sentábamos a la mesa, lo que ocurría en las agencias periodísticas norteamericanas, pues admiraba los generosos estipendios destinados a los que tenían la suerte de colaborar en ellas.

Mi padre, aunque se hacía el desentendido, la entendía a la legua. Y le contestaba con generalidades, explicándole las diferencias que distinguían la prensa norteamericana de la italiana. Dotado de una memoria de elefante, mi padre citaba los tirajes de los periódicos más importantes de los Estados Unidos, los gastos de las empresas periodísticas, los ingresos procedentes de la publicidad, las subvenciones que los grandes trusts tenían interés en proteger, y a menudo se detenía en el problema de la libertad de prensa en los países de régimen autoritario. A mi madre se le acababa pronto la paciencia.

—Benito —le decía lentamente—, es hora de ponerse a escribir.

Ante salidas como ésta, solíamos echarnos todos a reír, mi padre más aún que nosotros. Y era frecuente que, después de transcurridas dos horas de haber salido mi padre de Villa Torlonia, telefonease para decirle que el artículo había sido enviado y que quedase tranquila. Los norteamericanos pagaban bien aquellos artículos y, lo que es más, pagaban en seguida. Y hay que decir que ésta era la única cosa que mi madre estimaba de los Estados Unidos.

Una vez constituida la República Socialista y cerrado el Popólo d'Italia, e interrumpida desde hacía años la colaboración con las agencias norteamericanas, el problema económico volvió a hacerse notar. Al pasar de jefe del gobierno a jefe del Estado, mi padre siguió oponiéndose a las ofertas de salario, si bien ahora no era ya posible prescindir de ellas. Y mi madre, desde su casa,

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encontró un natural aliado en los ministros de la República que, como es humano, precisaban de unos emolumentos y que presionaban a mi padre para que también él los aceptase. Mi padre, pues, aceptó una dotación civil, más bien modesta, a la que renunció sin embargo en 1944. Recuerdo que, con los que éramos en casa y con el coste de la vida en aquella época, apenas si bastaba para cubrir los gastos. No se disponía de lo suficiente para hacer frente a los precios, cada día más abusivos, de los acaparadores. Pero, desgraciadamente, éste no era el pensamiento más negro al que se entregaba mi madre, para la cual había llegado el momento tal vez más dramático y ciertamente más doloroso de toda su vida.

Mi padre había regresado a Italia y Clara Petacci había vuelto a su lado. El amor, indudablemente enorme, que sentía esta mujer por mi padre, no le habría permitido vivir lejos de él, pese al poco tiempo que mi padre podía dedicarle, acorralado entre las presiones del Estado por un lado y las necesidades de nuestra familia por otro. Clara Petacci se había trasladado, pues a una villa de Gardone, a poca distancia de la nuestra.

Desde este punto de vista, la situación había retornado a su punto inicial, incluso a un punto peor que el de antes. Políticamente, la presencia de Clara Petacci en el lago de Garda, junto a mi padre, no hay duda que constituía un estorbo. Era muy significativa la protección que parecían dispensarle los alemanes, al igual que algunos ministros, como Buffarini. Sin duda creían que Clara Petacci tenía en aquel momento alguna influencia sobre mi padre que ni ella misma aspiraraba a tener y que, de hecho, no tenía.

Debido a esta convicción, que la propaganda de Badoglio había difundido, montando y orquestando el escándalo, los fascistas republicanos más fanáticos veían a Clara Petacci como un ultraje y como un peligro. La imagen de un jefe fácilmente gobernado por una mujer, que además no era ni siquiera su esposa, constituía para ellos una realidad absoluta, para la cual no buscaban ni siquiera pruebas. Hasta yo mismo había sido víctima, en cierto sentido, del contagio colectivo. Veía en aquella mujer un elemento tal vez menospreciable en tiempos normales, pero que podía hacerse muy peligroso dadas las circunstancias excepcionales que vivíamos. Por este motivo, una mañana, decidido a jugarme el todo por el todo, me hice anunciar a mi padre en la Villa de las Ursulinas para vaciar en él todo el saco de mis preocupaciones y mis amarguras.

Recuerdo que aquélla fue una de las escasísimas conversaciones en que mi padre y yo hablamos de hombre a hombre, sin ningún vínculo de jerarquía familiar ni política. Procurando ser ecuánime a la vez que lo mas ordenado posible, pero notando en cada palabra que le decía el embarazo que me embargaba, le expuse todo lo que se iba diciendo sobre él y ella en tono de chanza y le rogué que, para el bien de todos, sacrificase también el amor de aquella mujer haciendo que se alejara de Gardone a la mayor brevedad posible.

Mi padre me escuchó con gran seriedad; no se mostró contrariado por haberme entrometido en sus cuestiones personales, ni tampoco demostró ignorar todo cuanto yo creía haberle revelado. Su primer comentario fue algo amargo:

—Con todas las dificultades que debemos superar y con todo lo que estamos pasando en estos momentos —me dijo, como hablando consigo mismo—, todavía hay gente que se interesa por estas menudencias.

A través de estas palabras me pareció entender que él no concedía excesiva importancia a su relación con Clara Petacci, y aproveché la ocasión para afirmar que, en este caso, no debía ni siquiera constituir un sacrificio demasiado grande el alejarla de su lado.

Mi padre no me contestó en seguida. Tuve la impresión de que, como suele ocurrir cuando un hombre entrado en años y experimentado habla con un muchacho, no me consideraba todavía capaz de valorar de una manera equilibrada determinadas situaciones: lo cual, por otra parte, era verdad. Tuve de ello una confirmación porque, inmediatamente, mi padre se preocupó de tranquilizarme sobre los aspectos que pudiéramos llamar familiares de la situación, reafirmando que nada había cambiado ni cambiaría en relación con mi madre ni con los nuestros.

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Después me habló de ella, de Clara, con mucha humanidad, con mucha calma y, sobre todo, con el respeto que un hombre de verdad debe a una mujer que, aparte de todo lo que pueda ser, lo ama de veras. Tuve la impresión de que Clara Petacci representaba para él un afecto verdaderamente profundo, incluso porque tal vez fuese la primera mujer de entre todas las que habían pasado por su vida que lo amaba desinteresadamente, aunque no representase en absoluto ni un peligro para la familia ni mucho menos para la política. A medida que mi padre iba hablando, yo me sentía cada vez más pequeño y, de acusador, pasaba a ser casi acusado, y más cuando dijo que me agradecía lo que le había dicho y que, por su parte, no tenía motivos para no pedir a Clara que se fuera de Gardone.

Me fui poco satisfecho de aquella amarga victoria. Al cabo de dos días de aquella conversación, un oficial de la guardia me entregó una carta. Era de Clara. Al punto comprendí que mi padre se lo había contado todo. Eran siete páginas escritas a mano con una caligrafía diminuta y sensible. Recuerdo que me echaba en cara no haber sabido elevar mi juicio a un plano superior al trivial y haber creído que su amor por mi padre no era más que una fuente de contratiempos y mezquindades.

«Yo nada pido a su padre y sepa que por él lo daría todo, incluso la vida», decía la carta. Por desgracia, no habría de pasar mucho tiempo para que yo comprobase que no se trataba solamente de palabras. Con tono algo más sereno, que rebosaba algo que no podía ser sino sinceridad, Clara me decía que mi padre vivía en un ambiente de deslealtad y de traición y que por este motivo tenía necesidad, sobre todo, de reposo y de confianza.

«Las pocas horas que logramos arrancar a la dura realidad de las cosas y de los hombres —decía—, las paso consolándolo de todas las amarguras y dolores. Pero él también quiere que me vaya de aquí. De ser esto necesario, obedeceré. Pero no vaya usted a creer que esto sea una ventaja para su padre porque, cuando yo me vaya, todavía se encontrará más solo, sin un amigo y sin nadie.»

Al primer momento estas palabras me hirieron, puesto que constituían un juicio gratuito sobre el amor que yo sentía por mi padre. Y, en cambio, pensándolo bien después del tiempo transcurrido y después de aprender a juzgar de manera más humana toda esta cuestión, debo admitir que, en parte, ella no se equivocaba y que no siempre un hombre, en momentos excepcionales de su vida, encuentra en su familia y entre las personas de su misma sangre el consuelo que le dispensa una persona totalmente extraña, llegada a su lado por uno de los mil caminos misteriosos del amor.

Los acontecimientos, sin embargo, se estaban precipitando. Mi madre, sin que nosotros nada supiésemos, se había decidido a hacer frente a su rival, ordenándole que se fuera. Mi madre no había simpatizado nunca con los términos medios. Muchas mujeres, contando entre ellas a mi hermana Edda, son capaces de luchar desesperadamente por su marido, y no discuto que sea algo muy noble, puesto que el marido, el padre de sus hijos, constituye la propiedad más sagrada de una mujer. Con todo, luchar por el marido no es lo mismo que luchar por el hombre, aparte de que este hombre pueda ser a la vez el marido. Acaso parezca ésta una distinción sutil, aunque no lo es en realidad, ya que constituye la expresión de todo un modo de sentir, de pensar y de vivir, aquél por el cual las mujeres de Romana, al referirse al marido, dicen «e'mi om», y lo demás sobra. En este caso, pues, mi madre no trataba en forma alguna de explotar, en contra de su rival, su posición ventajosa de esposa y madre. Era mujer y quería seguir siendo mujer, mujer enamorada y, por consiguiente, celosa y decidida a luchar hasta el fin. Incluso ocultando sus celos bajo los pretextos políticos más catastróficos, pese a que la política fuese un componente natural de su sangre, pero siempre afrontando la situación con valeroso realismo. Sabía que al final siempre había sido ella la que había vencido, por mucho que otras mujeres ofreciesen a mi padre belleza, sensibilidad o cultura superiores a su devoción apasionada pero primitiva.

Esta vez mi madre luchó con las mismas armas, segura de volver a salir victoriosa. La conversación sostenida en la villa de Clara Petacci fue dramática, desesperada casi. Finalmente, las dos quedaron en su misma situación, como era lógico prever, aunque en la práctica mi madre se apuntara un éxito porque Clara, transtornada, optó por partir.

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Pero no sería sino un éxito temporal, que se pagaría a un precio muy caro. Por vez primera, mi madre había encontrado a alguien que la combatía con sus mismas armas: las de un amor completo. La crisis fue, pues, inevitable. Por vez primera en mi vida, a excepción de los días en que nacieron Romano y Anna María, vi a mi madre en la cama, presa de un violento choque nervioso. Los médicos se alarmaron, temiendo que se produjera un colapso. Para mi padre, que se había enterado inmediatamente del encuentro por un telefonazo de Clara, el golpe fue casi igualmente duro. Todo el día estuvo llamando por teléfono, temiendo Que mi madre no quisiera recibirlo. Después, hacia la noche, le envió una nota en la que le preguntaba si podía verla. Recuerdo que mi madre se animó y que, en un alarde de ingenua política femenina, me encargó dijera a papá que lo vería aunque algo más tarde. Aprovechó el tiempo poniendo orden en la estancia y arreglándose ella un poco. Estaba agotada y consternada a un tiempo, casi irreconocible.

Mi padre llegó casi de inmediato, dolorido y emocionado. Arrimé una silla junto a la cama de mi madre y los dejé solos, esperando que encontrasen unos momentos de paz. Estuvieron juntos toda la tarde. Desde la estancia contigua, de la que no lograba moverme, no captaba más que alguna palabra suelta. Casi siempre era mi padre el que hablaba, con su voz grave y cálida.

Poco a poco comprendí que se habían encontrado en sus recuerdos. Los años duros, pero felices, de su amor, de aquella tarde lejana de noviembre de 1909, cuando mi padre fue a buscarla a su casa para llevársela consigo. ¿Quién era entonces mi padre? Un revolucionario más pobre que una rata, que la gente escuchaba como a un profeta y que la policía vigilaba como si se tratase de un peligroso elemento subversivo. Un hombre intranquilo y terrible, que cuando mi madre se permitió contrariarlo en su perentoria exigencia de seguirlo, le apuntó un revólver y le anunció que la mataría a ella y a su familia y que se quitaría la vida él después.

Lo había seguido y, a lo largo de los años, había sido su compañera valiente y fiel, situándose en la sombra cuando las cosas iban bien y volviendo a su lado siempre que había que sufrir y que volver a luchar. El matrimonio, que para casi todas las demás mujeres constituye una seguridad y, como tal, es el único vínculo que justifica una dedicación completa, para mi madre no era sino una formalidad, a la que acabó por someterse sólo porque la posición de mi padre así lo exigía. Con anterioridad a aquel momento, no había querido ni siquiera oír hablar del asunto. «Los hombres no se atan con papeles sellados», decía mi madre, y debo reconocer que, en cierto sentido, hay que darle la razón.

Ilustración 1. 13 de septiembre de 1943. El Duce sale del Junker que lo condujo al cuartel general de Hitler, pocas horas después de su liberación por los comandos alemanes. En la foto, su hijo Vittorio (el autor de este libro) le

saluda gozoso en presencia de Hitler

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Ilustración 2. El jardín del castillo de Hirschberg, cerca de Munich, donde se alojaron varios miembros de la

familia Mussolini por espacio de unas cuantas semanas des-pués del 8 de septiembre de 1943. En la fotografía puede verse al Duce, a su esposa Rachele y a los hijos de Vittorio Mussolini: Guido (a la derecha) y Adria.

Ilustración 3. Berlín, 1938. La condesa Edda Ciano (hermana del autor) en una recep-ción dada en su honor por

Goebbels.

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Ilustración 4. Primavera de 1944, en Gargagno, lago de Garda. El líder italiano recorre en bici-cleta los caminos del

jardín de la Villa Feltrinelli, donde la familia Mussolini vivió durante los seiscientos días de la República Social Italiana.

Ilustración 5. Clara Petacci, amante de Mussolini, en 1938

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Ilustración 6. La familia de Mussolini, poco después de la Marcha sobre Roma (28 de octubre de 1922). De

izquierda a derecha: Edda, Rachele Mussolini, Bruno y Vittorio.

Ilustración 7. Mussolini en su escritorio de Villa delle Orsoline, Gargagno, lago de Garda, preparando la transmisión de un mensaje radiofónico. A su derecha está Daquanno, del Ministerio de Cultura Popular

(Propaganda). A la izquierda, Fernando Mezzasoma, ministro.

Ilustración 8. Verona, enero de 1944. El Tribunal Especial que juzgó a los firmantes de la moción Grandi del 25 de

julio de 1943, que provocó la caída del régimen fascista.

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Ilustración 9. Gargagno, lago de Garda, 1944. El Duce abandona la Villa Feltrinelli. Un miembro de la Guardia

Republicana (izquierda) y un soldado de las SS presentan armas.

Ilustración 10. Invierno de 1916. Durante un permiso, el cabo Benito Mussolini visita a su hijo recién nacido,

Vittorio, fotografiado aquí en brazos de Rachele Mussolini. La pequeña Edda (a la derecha) contaba entonces siete años.

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Ilustración 11. En Cattolica (región natal de Mussolini, en la Romana), 1925. Mussoli-ni y su hija Edda pasean por

la playa.

Ilustración 12. En la Villa Torlonia (residencia de la familia Mussolini en Roma), el líder fascista y su hija Edda

esperan la llegada de los invitados a la recepción celebrada con motivo de la boda de Edda con el conde Galeazzo Ciano (abril de 1930)

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Ilustración 13. Los novios, después de casarse en la iglesia de San Giussepe, se en-caminan a San Pedro de Roma, si-guiendo una antigua tradición romana según la cual los recién casados deben besar los pies de una

estatua de bronce del Apóstol.

Ilustración 14. Edda Ciano en un acto de la Cruz Roja en el frente griego, 1941.

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Ilustración 15. Villa delle Orsoline, lago de Garda, donde Mussolini tuvo su despacho durante los seiscientos días

de la República de Saló.

Ilustración 16. Villa Feltrinelli, lago de Garda, último hogar del Duce.

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Ilustración 17. Londres, hacia 1938. Guglielmo Marconi saluda a condesa Edda Ciano en una recepción dada en su honor. En el centro, la esposa del embajador italiano en Londres, Diño Grandi (fue Grandi quien en julio de

1943 presentó al Gran Consejo Fascista la moción que condujo a la detención y encar-celamiento de Mussolini)

Ilustración 18. Rachele Mussolini a la edad de ochenta años.

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Ilustración 19. Predappio (el municipio de la Romana donde nació Mussolini), el 30 de agosto de 1957. El cadáver

de Mussolini es entregado a su familia a los doce años de su muerte. De pie, de izquierda a derecha: el conde Vanni Teodorani-Fabbri y su esposa Rosa, hija de Arnaldo Mussolini; la condesa Edda Ciano; el comendador

Augusto Moschi, primo de Rachele Mussolini; Marzio Ciano; Rachele Mussolini; Romano Mussolini, hijo menor del Duce. No pudieron asistir al acto Vittorio Mussolini, por hallarse en Argentina, y Anna María Mussolini, que

estaba enferma

Ilustración 20. Roma, 1960: en la iglesia, con motivo de la boda de un familiar. De izquierda a derecha: María

Teresa Baccherini (hija de la hermana del Duce, Edvige), Rachele Mussolini, Edda Ciano y Donna Carolina (madre de Galeazzo Ciano).

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Ilustración 21. En Villa Carpena, Forli, casa de Rachele Mussolini. Se celebra el ochenta y un aniversario de la

viuda del Duce. La condesa Ciano y su hijo Vittorio contemplan cómo la anciana apaga las velas (10 de abril de 1971).

Pero ahora a la puerta de su casa llegaba un peligro que no podía alejarse ni con papeles sellados ni con su devoción. El problema consistía en saber si verdaderamente su marido ya no la quería por causa de otra mujer.

Aquella tarde mi madre, con su profunda intuición, comprendió que no había perdido a mi padre. No hay duda de que se trataba de una circunstancia extraordinariamente difícil, incluso bajo este punto de vista, pero tal vez fuese pasajera como otras veces. Daba fe de ello la ternura de mi padre, aquella permanencia suya junto a mi madre con tanta humildad, con un afecto tan sincero.

Mi madre fue siempre una mujer práctica que nunca ha avanzado más que un paso tras otro. Aquella tarde había podido comprobar que, de momento, la otra se iba y mi padre volvía. Le bastaba esto para proseguir la lucha tan pronto como se lo permitieran las fuerzas.

Al cabo de dos días, mi madre ya estaba en pie, volvía a trabajar en las labores de la casa, igual que antes, más que antes. Yo estaba a punto de salir de viaje hacia Alemania, tenía preparadas mis cosas y estaba aguardando el coche. Estaba paseando por el jardín de Villa Feltrinelli pensando quién sabe en qué, casi sereno, cuando de pronto descubrí a mi madre que saltaba una cerca y bajaba por un talud. Yo sabía que por allí crecía achicoria, muy del gusto de mi padre, y la contemplé sonriendo. Sin hacer ruido, salté como ella y la sorprendí por la espalda sin que se diera cuenta.

—¿Y bien? —le dije—, ¿qué haces aquí?

Cazó al vuelo que quería irritarla y me miró con aire de resentimiento.

—Estoy cogiendo achicoria. Ya sabes que a tu padre le gusta.

—Vuelves a las andadas, ¿no? —le dije—. Hace treinta años que gritas y lloras, y, después, llega él, te hace cuatro carantoñas, tú te las crees y sales corriendo a buscar achicoria...

Mi madre escondió una mano en el delantal donde llevaba la achicoria, como tratando de defenderla.

—Vosotros, los Mussolini —me espetó—, sois todos iguales.

Y, echándose a reír, volvió a inclinarse sobre la tierra y a hurgar entre las hierbas.

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5. MI HERMANA INTENTÓ MATARME

Desde que sabíamos que Edda había cruzado la frontera y se encontraba en Suiza, al abrigo de cualquier posible represalia, estábamos a la espera de que, de un día a otro, hiciera una de las suyas. Galeazzo había sido ajusticiado y la publicación del diario, que mi hermana había tratado hasta el último momento de permutar por la salvación de su marido, no podía ya remediar lo irremediable. Con todo, teníamos la plena seguridad de que Edda publicaría de inmediato aquella documentación, sólo para mantener en pie la amenaza. Así nos lo había prometido, por otra parte, antes de abandonar Italia, y sabíamos que el tiempo transcurrido no bastaba para amortiguar los efectos de tan recientes y dolorosas vicisitudes. Los aficionados a la captación de emisoras de radio suizas y angloamericanas tenían el encargo de seguir con particular atención todo cuanto hiciese referencia a mi hermana. De vez en cuanto nos daban cuenta de haber escuchado alguna breve noticia relacionada con ella: que se recuperaba lentamente, que no salía nunca de la clínica donde estaba alojada con sus hijos. Pero nada más. El diario de Ciano hubiera podido encontrarse en las librerías de todo el mundo occidental de haberlo querido ella así. En cambio, parecía que ni siquiera existía. Han pasado los años y tengo ahora la certidumbre de que Edda obró así por mi padre, pese a que durante aquel desgraciado peligro lo juzgara un enemigo y, como tal, lo acusara y ofendiera; incluso lo odiara tal vez. Edda no conoce las fases intermedias entre el amor y el odio, pero también es mujer de buen sentido y que sabe qué es hacer justicia. Los documentos emprendieron el viaje a Nueva York en el año 1945, cuando mi padre había muerto ya y la guerra estaba ya perdida.

Era una contradicción generosa, típica de su carácter. Pero para comprenderla, al igual que muchas otras reacciones desconcertantes de Edda, habría que escribir un grueso volumen. Pocas mujeres de nuestro siglo han llevado una existencia más movida, más intensa, más dramática que ella. De pocas mujeres se ha hablado tanto como de ella, antes y ahora, y, como suele ocurrir en tales casos, con menos conocimiento de los hechos y mayor fantasía; cabría añadir, incluso, con peor gusto, aunque esto dependa tal vez del hecho de que, cuanto más difícil de comprender es un personaje, más fuerte es la tentación de mitificarlo. Y si, además, se aprovechan las contingencias políticas, en virtud de las cuales únicamente el bando victorioso tiene derecho a hacer historia, entonces se llega fácilmente a la calumnia y al insulto gratuito. Para mí, en Edda no hay nada misterioso, y puedo decir que la conozco bien, porque es profundo el afecto que nos une.

Cuando yo vine al mundo, el 28 de septiembre de 1916, mi hermana estaba cursando el primer grado elemental. Ella había nacido el primero de septiembre de 1910 y, a partir de aquel día, había comenzado a situarse por propia voluntad en una postura totalmente singular. Es muy posible, que, en el caso de ciertos hijos, las malas lenguas pongan en duda la paternidad. ¡Pero, madre, no hay más que una!, como suele decirse. En el caso de Edda, en cambio, sucedía lo contrario. Durante años y años y pese a todas las pruebas que dio la vida de mi familia y especialmente mi madre, que considero la más directamente interesada en este asunto, la fábula de una Edda de padre conocido y de madre desconocida siguió circulando por los salones y periódicos de todo el mundo. Incluso en febrero de 1945, cuando todos los países estaban comprometidos en el supremo esfuerzo del conflicto, hubo un periódico suizo que ingenuamente publicó la noticia de que Edda no era hija de mi madre. Y me acuerdo de que mi padre, aunque habían transcurrido más de treinta años desde las primeras insinuaciones al respecto, experimentó una amargura nueva y profunda, mientras que mi madre, como tenía por costumbre, no se dignó dirigir ni una mirada al periódico. Podría perfectamente pasar por alto estas argumentaciones que, por lo absurdas, no son ni siquiera dolorosas para mí, y me bastaría para desmentirlas aportar como prueba el comportamiento de mi madre. No hay que haber visto más que una vez a mi madre para comprender que en su casa la hija de otra mujer no hubiera puesto nunca los pies. Mi madre no es ningún personaje de novela del siglo pasado, un ser capaz de dejar una piedra tan pesada en el fondo de su corazón y, a partir de aquel momento, comenzar a fingir y seguir así durante todo el resto de su vida. En ciertas ocasiones, cuando los celos la desencadenaban en contra de mi Padre,

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la oí echarle en cara las cosas más insignificantes y es evidente, que de haber dispuesto de una carta tan poderosa, como la presencia en casa de una hija ilegítima, mi madre la habría jugado. Pero vale la pena abrir un paréntesis a propósito de esta cuestión, porque hasta la historia más increíble suele tener un fondo de verdad aparente y, por ello, de verosimilitud.

Se ha dicho que Edda era hija de una judía rusa, precisando los más informados que se trataba de Angélica Balabanoff. Es verdad que la Balabanoff y mi padre se conocieron de manera efectiva e íntima a la vez. Se conocieron en Suiza, donde la Balabanoff, que era quince años mayor que mi padre, era un personaje de primer plano en los ambientes revolucionarios internacionales. Aquella mujer experimentó en seguida una viva simpatía por mi padre y está fuera de toda duda que en él no admiraba únicamente la combatividad política de su temperamento anarcoide. Con ayuda de la Balabanoff, mi padre se ganaba la vida haciendo traducciones del alemán, lengua que entonces conocía muy poco, pero que ella dominaba. Entre tanto, la Balabanoff trataba de orientarlo hacia el marxismo, sabiendo muy bien que con él ganaría un elemento de gran valor para su causa política. Cuando mi padre regresó a Italia, la Balabanoff lo siguió, colaborando con él en Avanti! hasta el principio del intervencionismo. Mi padre, mi madre y Edda vivían entonces en el número 18 de la Vía Castelmorrone y la Balabanoff en el 9. Todas las noches, al regresar del periódico, mi padre y la rusa seguían el mismo camino y a menudo departían juntos. De aquí probablemente proviene el rumor que hace hija de la Balabanoff a Edda, pese a que por aquel entonces Edda tenía como mínimo cuatro años y pese a que la propia Balabanoff hablara de ello abiertamente en su libro, publicado en las ediciones clandestinas de Avanti! y cuyo solo título «El traidor Mussolini» da idea de por sí de lo bien dispuesta que se sentía hacia mi padre. En un pasaje de dicho libro cuenta: «...Lo acompañaban una mujer modesta, humilde y callada, y una niña desnutrida, con un vestido transparente, empapado por la lluvia que caía a cántaros: —Es mi compañera Rachele y mi hija— nos dijo al presentárnolas. El espectáculo de aquellos dos seres me incitó a la piedad y a una gran indignación contra Mussolini...»

Aparte de esto, hay un viejo socialista, Ugo Barni, y como él muchísima gente que vivía en Forlí en 1910, que conocieron a mi madre cuando estaba encinta de Edda. Otro que podría dar fe de las confidencias de mi padre y de las visitas de mi madre con Edda en sus brazos recién nacida es Pietro Nenni, el actual dirigente del Partido Socialista. Mi padre y Nenni terminaron en la cárcel por haber fomentado entonces la huelga general promovida contra la guerra de Libia. En un mitin socialista mi padre había pronunciado un discurso extremadamente violento que terminó incitando a las mujeres a tenderse en la vía del tren para impedir el paso de los vagones cargados de soldados. «Veremos si tienen valor para aplastar a las madres y a las esposas de los soldados» había gritado mi padre, y la turba, que ya entonces comenzaba a ser presa del magnetismo que emanaba, se había precipitado a la estación atropellándolo todo a su paso. Nenni, que entonces era jefe del partido republicano de Forlí, también había incitado a la gente a impedir la salida de los vagones de soldados, en tanto que la policía, rechazada por los huelguistas, se había desahogado contra él y contra mi padre. Enemigos políticos hasta aquel momento, Nenni y mi padre se hicieron amigos entrañables al estar encerrados en la misma celda. La mujer de Nenni visitaba a menudo a mi madre y a Edda y, juntas, compartían el poco dinero y los muchos dolores y esperanzas que les deparaban aquellos difíciles tiempos. En los días de visita, llevando algún paquetito autorizado por las normas carcelarias y al mismo tiempo muchas cartas prohibidas por ellas —porque mi madre y la mujer de Nenni sabían ya cuanto hay que saber de cárceles y entraban y sacaban cuanto querían—, las dos mujeres y la niña iban a ver a los reclusos. Aquella amistad, cimentada en una comunidad de ideales, pero sobre todo en una simpatía recíproca, se prolongó durante más de diez años y buena prueba de ello es el hecho, hoy casi increíble, de que Pietro Nenni fuese mi padrino y el de Bruno. Edda, entonces, tenía seis años. No estaba, pues, en edad de razonar pero sí en edad de sentir y, entre sus sentimientos, el más intenso era el que la ligaba a los privilegios de ser hija única, aun siendo pocos, dada la miseria reinante.

La idea de que pudiera venir otro niño a compartir con ella tales privilegios era como una pesadilla para Edda. Comprendía que se vería obligada a cederle algo tan precioso como el afecto de sus padres, especialmente el de mi padre y de sus amigos: la gente de aquel curioso mundo de

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revolucionarios, periodistas, pintores, exaltados; las mesas de los cafés llenos de humo y de discusiones, los bancos de las imprentas sucias y ensordecedoras, las reuniones de los intervencionistas que a menudo terminaban entre las cargas de la policía a caballo. Pegada a los pantalones de mi padre, corriendo a su lado para que su paso se mantuviera igual al de los mayores, para no molestar, para no quedar excluida, Edda asimilaba aquel ambiente de día y de noche, hacía de él un todo único con mi padre, algo fascinante que no podía ni debía repartir con nadie. La Vía Castelmorrone se encontraba entonces en las afueras de Milán. Teníamos dos habitaciones en el último piso, el cuarto, porque mi padre no podía vivir en un piso más bajo por no tolerar los pasos de los inquilinos que pudiera tener más arriba. Era un caserón enorme y ruinoso, lleno de gente mísera, como nosotros o peor aún. Edda estaba siempre en la calle, jugando con otros niños, y mi madre le estaba siempre riñendo porque atrapaba piojos.

En aquella casa vivía también la abuela materna, una vieja alta y seca, que se pasaba el día trabajando y que alimentaba una desmesurada admiración por mi padre, hasta el punto de declararse casi siempre contra mi madre. En aquella extraña casa, donde probablemente debía haber retrete pero donde indudablemente no había cuarto de baño porque mientras vivimos en ella nos llevaron siempre a las duchas municipales, vivía desde unas cuantas semanas con anterioridad a mi nacimiento otro personaje que se había hecho muy importante: un gallo. Nos lo habían enviado desde Romana, en previsión del feliz acontecimiento. Sin embargo, como suele acontecer con los felices acontecimientos, los cálculos habían fallado por exceso y, pese a que yo fuese puntual en cuanto al horario, todos creían que llegaba con retraso. El gallo se dejó, pues con vida y en pocos días se ambientó perfectamente, volviéndose cada vez más gordo y más arrogante. Para Edda aquél era un maravilloso juguete. Siempre iba tras ella, le daba de comer, lo acariciaba, hablaba con él, lo reñía. Pero en cuanto llegué yo a este mundo se hizo necesario que el gallo partiese para el otro. Mi abuela envió a Edda fuera de casa con una excusa cualquiera, cogió el gallo y le torció el pescuezo. Mi madre tuvo su caldo, pero mi hermana tuvo el mayor desengaño de su infancia. Ahora, después de tanto tiempo, Edda y yo hablamos alegremente de aquellos días lejanos y me confiesa que llegó a odiarme con todas sus fuerzas. Era por mi culpa que se había sacrificado a aquel gallo y, como si no bastase aún, todos los vecinos subían a verme y a llenarme de elogios. Era algo que superaba ya todos los límites, y en la fantasía de mi hermana fue madurando, con coherente espontaneidad, el deseo de matarme. Son palabras aterradoras, aunque reflejen también una reacción completamente normal en casos de este tipo. En todas las familias los primogénitos han pasado más o menos intensamente por estos complejos.

Después de ir probando el terreno con toda una sarta de despechos y represalias, no contándose como última entre ellas la absurda pretensión de querer también ella mamar de mi madre, para que no fuese yo solo el que disfrutara del privilegio, Edda pasó finalmente a la ofensiva. Mi abuela tenía por costumbre tomarme en sus brazos después de haber mamado yo, con el fin de facilitarme la digestión. Salía del cuarto de mi madre y se metía en la cocina, acunándome todo el tiempo, sentada ante los fogones. En una de tales ocasiones, mi hermana apartó con el pie el escabel en que se disponía a sentarse mi abuela. Con un grito, la abuela fue a dar en el suelo y, tanto más cuanto que, para ahorrarme a mí el golpe, me apretó entre sus brazos, renunciando a la última defensa que le brindaban las manos. Mi abuela comprendió los motivos de aquel acto y estoy plenamente convencido de que le dolieron mucho más que el golpe que se había llevado que, dicho sea de paso, no tuvo consecuencias graves. Volvió a ponerse en pie, me puso en la cama, volvió a la cocina y dio a mi hermana la lección que se merecía. En aquel mismo momento apareció mi madre, que me tomó en brazos igual que si fuera un fardo. Se dio cuenta inmediatamente de la situación, volvió a poner en brazos de la abuela a mi pequeña e indefensa persona y suministró una segunda ración de coscorrones a Edda. A partir de aquel momento, Edda no volvió a tratar de atentar a mi incolumidad. Por otra parte, al cabo de muy poco tiempo volvió a hablarse de niños puesto que esta vez mi madre esperaba a Bruno. Bruno nació dieciocho meses después de mí, en abril. Fue el único hijo que no nació en septiembre, el mes en que nacimos todos, Edda, yo, Romano y Anna María, coincidencia que ha brindado ocasión para que tomásemos un poco el pelo a nuestros padres en este aspecto.

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Al llegar Bruno, mi hermana se convenció de que lo mejor era llegar a un acuerdo con los recién llegados. Para los tres volvió a renovarse esta misma circunstancia cuando, en 1927, nació Romano. Ya éramos mayores, y nuestra desaprobación se limitó a emitir, el día del feliz acontecimiento, una apreciación colectiva sobre el hermanito: «¡Qué feo! Parece un mono...» Pero al cabo de un año comprobamos que nuestros padres eran incorregibles. Iba a nacer Anna María. Decidimos, pues, que lo mejor era una alianza de los cinco, pese a que los más pequeños todavía estaban en edad de jugar. Edda seguía siendo el jefe reconocido de esta alianza, como siempre lo había sido.

Hubo un tiempo en que yo, Edda y Bruno adoptamos el nombre de «Los tres mosqueteros», reflejo directo de una película basada en aquella novela. Después nuestros gustos experimentaron un cambio. A Dumas le sucedió Salgari y buscamos los nombres en los héroes de sus libros. Aún en la actualidad a veces mi hermana me llama Yáñez y yo la llamo a ella Sando-kan. Salgari ha subsistido siempre en las cotas que marcaban nuestro entusiasmo, aunque ya nos dedicásemos a literaturas de géneros diferentes. Al igual que todos los muchachos de aquella época, devorábamos las entregas de Nick Cárter, Petrosino y, más especialmente, de Lord Lister, el caballero ladrón, por lo que nos veíamos enérgicamente censurados por mi madre, quien se consideraba muy por encima de nosotros porque leía una publicación extraordinaria publicada por entregas que se titulaba Sonia o el martirio del pueblo ruso. Eran unos fascículos grandes, del tamaño de medio periódico, llenos de figuras de dramática ingenuidad. Siempre he pensado que Sonia o el martirio del pueblo ruso debió dar bastante dinero a su editor, porque se trataba de una historia que no terminaba nunca, igual que ocurre con los cartoons de Jane y Superman que aparecen en los periódicos norteamericanos. Los folletines iban amontonándose uno sobre otro hasta alcanzar proporciones increíbles. Voluntariosa, valiente, llena de recursos y de soluciones, Edda no era sólo el jefe natural mío y de Bruno sino también de todos los chicos y chicas del vecindario. íbamos a jugar a los jardines y en lo que en la actualidad se llama Plaza Marengo y a veces también —aunque en este juego participaban únicamente ciertos elementos seleccionados en virtud de su habilidad o del desprecio que demostraban por el peligro— en el tejado de nuestra propia casa. Los tejados y los desvanes eran nuestras Dolomitas y la «cordada» nuestra diversión tanto más intensa cuanto más peligrosa era. Fue Edda quien la inventó. Por turno, había que colocarse a horcajadas en el tejado, sosteniéndose con una mano en una chimenea y dando la mano a un segundo niño, quien la daba a un tercero y así sucesivamente hasta que el último lograba asomarse por el goterón. Por supuesto que desde allí no podía verse mucha cosa más que desde una ventana, pero esto importaba muy poco frente a la conciencia de haber hecho algo severamente prohibido y, sobre todo, muy arriesgado.

Sólo cuando nos hicimos mayores, es decir, cuando nos hicimos una idea algo menos aproximada del valor que tiene la existencia de uno y del deber que se tiene de conservarla, nos dimos cuenta de la locura de aquel juego. Comprendimos, pues, que era algo imposible.

Mi padre, que sentía gran antipatía por las escuelas privadas, quiso que nos inscribiésemos en la escuela pública, para estar en contacto con los hijos de los proletarios. Así comenzamos nuestra vida de estudiantes en las clases elementales de Vía Palermo, en tanto que Edda frecuentaba el instituto Parini, en Vía Fatebene-fratelli. Mi hermana entró en el Parini el 16 de octubre de 1920. Mi padre pagó dieciocho liras por la matrícula, más veinticinco liras por la primera cuota de los gastos escolares. En los registros de dicha escuela Edda figura, en la citada fecha, con el número de orden 26 en la lista de alumnas de bachillerato, sección G. Pese a ser una niña muy movida, delgada, pálida e inquieta, Edda pasó siempre regularmente los exámenes y con buenas calificaciones. Durante mucho tiempo conservamos en casa la papeleta escolar de Edda referente al año 1921-1922: Edda obtuvo 7,7 en italiano, 8,7 en latín, 8 en historia, 7 en geografía, 8 en francés, 7,7 en matemáticas, 10 en educación física (ésta era en realidad la única calificación que la enorgullecía) y 8 en conducta. Los profesores concordaban en afirmar que Edda era muy lista, aunque todos se lamentaban de que, debido a su carácter, no pudiese dar todo lo que prometía su brillante inteligencia. La infancia, especialmente durante los primeros años, tuvo un peso decisivo en la formación de este carácter. «Me acuerdo —explicó un día Edda, provocando el escándalo

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entre un grupo de señoras— de que iba al campo con mi madre, descalza, para recoger verdura. Iba vestida de andrajos y siempre arrastraba un hambre espantosa. No conocí los grados intermedios en la escala de la existencia porque, desde los más bajos, me elevé a los más altos, de un solo golpe. Era una pobre desharrapada y en la actualidad me cuento entre las mujeres más admiradas de Europa.»

En realidad, aquellos tiempos fueron los más difíciles y aventureros que puedan imaginarse. Mi padre se había consagrado a la política y, en nombre de ella, de manera regular, terminaba en la cárcel a los pocos días de haber salido de ella. No se producían ingresos, excepto alguna colaboración en periódicos que con frecuencia eran prohibidos antes aún de que se pudiera pagar a sus colaboradores. Fue en Forlí, en la época en que los socialistas se decidieron a fundar el semanario La lotta di classe, donde mi padre tuvo ocasión de contar con un salario. El presidente de la facción socialista de la ciudad anunció a la asamblea la propuesta de nombrar director del nuevo semanario a Benito Mussolini, señalándole un salario de ciento cincuenta liras al mes. La asamblea, enteramente favorable a mi padre, dio su aprobación, preocupándose únicamente de asegurar las fuentes suficientes para garantizar dicho salario, encontrando una solución en la distribución de los gastos entre la Cámara del Trabajo, la sección del partido y la administración del periódico, asignándoseles cincuenta liras a cada uno. Todo hubiera ido estupendamente si mi padre, anteponiendo como siempre su prestigio político a sus intereses no hubiese opuesto la negativa más definitiva.

Los compañeros quedaron sorprendidos y protestaron. Le recordaron que tenía una compañera y una hija y todos ellos observaron que, debido a que mi padre no se había casado en la iglesia ni tampoco había hecho bautizar a su hija, tenía más derecho a la solidaridad socialista. Tras una larga discusión, mi padre acabó por aceptar ciento veinte liras, cosa bien escasa teniendo en cuenta, sobre todo, las necesidades que imponía a mi padre la vida política. Al cabo de muy poco tiempo mi padre se trasladó a Milán como director de Avanti!, quedando entonces mi madre sola en Forlí con mi hermana. Los compañeros socialistas las ayudaban como podían. Mi madre trabajaba en casa: lavaba, planchaba, amasaba pan y Edda la ayudaba cuando había algo que hacer, consagrando el resto del tiempo a vagabundear por las calles y los campos.

Finalmente, mi padre pudo reunir a su familia en Milán, si bien los tiempos siguieron siendo duros, por lo menos hasta que se fundó // Popólo d'Italia. Comenzó entonces un período de mayor bienestar o, para hablar con más propiedad, de menos miseria. Mi madre ya no debía ir de casa en casa tratando de juntar unas pocas liras, aunque no por ello Edda crecía en un ambiente más tranquilo. Bruno y yo todavía éramos pequeños. Edda estaba sola.

Dominaba el ambiente que tenía a su alrededor, a los demás muchachos e incluso a su padre, a quien a veces respondía con insospechada arrogancia. Pero no tuvo una infancia feliz. Algo nefasto, tal vez el peso de la miseria, de los padecimientos, de los miedos que habían gravitado sobre la casa, seguían separándola de los demás.

Se había tenido prueba de ello en el instituto. Una segunda prueba, ésta definitiva, se tuvo algunos años más tarde, cuando mi padre decidió ponerla en un colegio. Por aquel entonces habían cambiado muchas cosas en la historia de nuestra familia y de nuestro país. Mi padre había asumido el poder y nosotros habíamos sido trasladados a Roma para ir a ocupar Villa Torlonia. Nuestra llegada fue tempestuosa, porque mi madre se tropezó con una camarera, una tal Cesira Corrocci, que no le iba la zaga en cuanto a genio. Y ello tal vez porque era guapota o por su carácter algo indulgente, alentada con la protección de mi padre. El despido fue inevitable. Cesira fue a protestar con mi padre, quien preguntó a mi madre por qué motivo despedía a aquella muchacha, que hasta el momento había desempeñado tan bien sus funciones. «Esa chica —respondió con orgullo mi madre—, no me gusta y no hay más que hablar. Tú puedes mandar en Italia pero en mi casa mando yo. Esa mujer debe irse.» Mi padre, como buen marido, no quiso escudriñar más a fondo y Cesira tuvo que hacer las maletas.

Edda crecía, por lo menos en años, ya que en lo que respecta a su aspecto exterior nada tenía de una verdadera señorita. Sin coquetería alguna, seguía llevando un atuendo en extremo

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sencillo, al que no exigía sino la comodidad de poder correr, saltar y trepar como un muchacho. Sus compañeras se extasiaban ante las medias largas, mientras que ella llevaba calcetines, orgullosa de sus piernas blancuzcas y arañadas, haciendo sarcásticos comentarios sobre «las estúpidas que se creen mujeres». Pero mi padre y mi madre, sobre todo ahora que nuestra familia se había encumbrado tan rápidamente, estaban preocupados. El problema de dar una educación más completa a su primogénita, incluso con vistas a un futuro matrimonio, era ahora inaplazable. Así fue cómo, después de muchas discusiones, se decidió enviar a Edda a Florencia, para que asistiese a las clases del colegio de Poggio Imperiale donde, hacía pocos años, había cursado estudios la princesa María José, futura reina de Italia. Al recorrer las listas de dicho colegio se encontraban los nombres más ilustres de toda la aristocracia mundial. Hijas de reyes, de príncipes, de millonarios de todas las naciones iban al Poggio con la convicción de que, aparte del dominio absoluto de una lengua italiana purísima, las muchachas sumarían las ventajas de nuevas amistades de alto rango, muy útiles en la futura vida de la sociedad. Mis padres probablemente no se dieron cuenta exacta de los peligros que representaba para Edda un salto tan brusco desde el ambiente en que vivía. Edda tenía quince años y era una muchachuela incorregible, simpática pero sin grandes esperanzas de mejorar. En cierta ocasión había tratado de imbécil —dicho sea de paso, con razón sobrada— a un prefecto que le había besado la mano en el curso de una recepción. Lo que pudiera ocurrir al catapultarla repentinamente entre la crema de la juventud más refinada del mundo era algo que sólo Dios sabía en aquel momento. Al poco tiempo también lo supimos nosotros. Desde Florencia llegaban noticias alarmantes. Recién ingresada en el colegio, había llamado pelucona y vieja bruja a la directora del internado, María Patrizi, uno de los nombres mejor sonantes de la aristocracia florentina. Pese a la discreta vigilancia que mi padre había dispuesto, Edda había encontrado el medio de mantener correspondencia con las únicas amigas a las que tenía por tales, es decir, las compañeras del Parini de Milán, especialmente con dos de ellas, que la habían comprendido y que la querían, que toleraban sus defectos y admiraban sus cualidadas. Anna Scaglia y Anita Perrone. Fue en connivenvia con ellas que Edda estuvo acariciando la idea durante meses y meses de evadirse de aquel colegio en el que se sentía tolerada por el solo hecho de ser la hija del Duce. Pero debería ser la propia Edda quien se daría cuenta de no tener demasiadas posibilidades de éxito, lo cual le hizo renunciar de mala gana a la empresa. «Querida amiga —escribió en aquella ocasión a una de sus amigas—, estoy muy contenta de saber que te acuerdas de mí. No puedes imaginarte la necesidad de afecto que aquí se siente. Si se pide una palabra de bondad que no sea la falsa piedad de moda aquí en Poggio Imperiale, no se encuentra. Me gustaría poder volver a vuestra clase para arreglarlo todo o para compartir con vosotras la negra suerte, caso de que no lo lográsemos. Tu proyecto de fuga, meditado y ponderado, no estaría mal, pero no me es posible. Si yo fuese otra lo haría en seguida, pero soy una Mussolini. No puedo. ¡Qué nerviosismo!» Esto era lo que pensaba mi hermana a los quince años. Pero todos estos problemas de administración normal que hacían referencia a los estudios y a la educación de Edda, demostrarían ser muy pequeños frente a otra serie de inevitables problemas más delicados y, dado el carácter vital de Edda, más peligrosos, por lo menos en opinión de mis padres.

Mi hermana era ya mayor y para ella había comenzado aquel período extraño y maravilloso que todo hombre y toda mujer recuerdan como la época del enamoramiento.

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6. EDDA SE ENAMORA

La «historia» referente al enamoramiento de mi hermana del jefe de estación de Cattolica suscita en mí una sonrisa. Por aquella época de 1925 no disfrutaba de la confianza de Edda, por lo menos en este terreno. Es natural, por otra parte, ya que seis años de diferencia, que es el período de tiempo que nos separa, si entre los adultos pueden parecer una pequenez, constituyen un abismo entre una jovencita y un niño. Pese a todo, yo comenzaba ya a intuir que mi hermana podía tener otros intereses personales que nada tenían que ver con nuestros juegos, si bien debo decir explícitamente que de esta «historia», al igual que de otras muchas, me enteré por haberla leído en los periódicos de los tiempos de Badoglio y de comienzos de la posguerra. Y me veo obligado a considerar harto fantasiosos a los periodistas que la escribieron, a juzgar por muchos incidentes que han referido y de los que fui testigo consciente y directo. Edda tenía muchos amigos y amigas, como es lógico ocurra en el caso de una muchacha de quince años que, al terminar el curso escolar, va a veranear a la playa. Y como lo único que yo recuerdo es verla salir con chicos y chicas mayores que nosotros, no puedo excluir que entre ellos figurase el «famoso» jefe de estación.

De todos modos debo admitir que, si hubiera ocurrido algo importante, pese a que Bruno y yo todavía éramos pequeños e inexpertos, muy pronto nos hubiésemos enterado de ello, si no por otra cosa por los lavados de cerebro que le hacía mi madre, que en este aspecto no tuvo que lamentarse nunca de nada. En cambio, hubiera constituido un problema serio para mi padre. Debo decir que, en su escrupulosa manía de erigirse con su familia en ejemplo para todo el país, mi padre tenía buen cuidado de seguirnos discretamente en todas nuestras actividades y que, en los casos en que no podía hacerlo personalmente, recurría a informadores, lo cual resultaba extremadamente fastidioso, aun cuando tuviésemos plena conciencia de obrar bien y de no hacernos acreedores a sus reprimendas. Probablemente sea verdad, pues, que precisamente a través de esta red de informadores —ignoro hasta qué punto inteligentes y honrados—, mientras mi hermana y yo pasábamos tranquilamente nuestras vacaciones de verano, sobre la mesa de despacho de mi padre en Roma comenzaron a llover ciertas informaciones.

Al volver a considerar hoy día todo aquel asunto sin animosidad alguna por mi parte sino únicamente a la luz del buen sentido y basándome en mis recuerdos, en los que no hay rastro de cosa parecida, sólo me es dado ofrecer una explicación: o se trató de un estúpido exceso de celo o fue una pequeña pero venenosa venganza de tipo político, encaminada a herir a mi padre en el aspecto personal, cosa que me parece lo más verosímil.

Sea como fuere, mi padre se preocupó. Mi madre, responsable directa del buen orden familiar, trató de hacer comprender a su marido que no tenía motivos para preocuparse. Mi padre se mostró irreductible. Aquel flirt debía terminar cuanto antes. Bastantes dolores de cabeza tenía ya en Roma para andar perdiendo el tiempo con el jefe de policía para escudriñar los informes que reflejaban los desplazamientos de un jefe de estación. En su lógico, aunque a veces también excesivo miramiento en relación con la opinión pública, mi padre adoptó la decisión radical de trasladar el joven jefe de estación a Sicilia, sin advertir que, cediendo a tan exagerada medida, dada la importancia real del caso, no hacía sino dar pábulo a los rumores más absurdos y malévolos. Considero que a Edda el hecho de no volver a ver el jefe de estación —caso de haber existido alguna vez— no le importó ni poco ni mucho. Lo que tal vez la hiriera mucho más fue el hecho de verse tratada como si de verdad hubiera hecho algo indigno, por mucho que su conciencia le dijera que no había hecho nada malo.

Esto es todo cuanto puedo decir para ilustrar este asunto que, de hacer caso a los periódicos que leí a comienzos de la posguerra, tuvo su cuarto de hora de importancia en el comadreo nacional, y me sorprende que unos periódicos tan bien informados hayan podido pasar por alto un detalle tan interesante como el que Edda recibiera una proposición de matrimonio nada menos que cuando se encontraba cursando el segundo año en la escuela elemental.

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Vivíamos entonces en Milán, en Vía Castelmorrone. El precoz pretendiente cursaba el cuarto año y vivía en el piso debajo del nuestro con su madre y una hermana. «Su madre —explica Edda—, era una mujer bien conservada, dada a hacer mover las mesas invocando el espíritu del marido difunto, y la hermana era una guapa muchacha de unos veinte años, a la que mi padre daba lecciones de matemáticas puras, lecciones que terminaron muy pronto porque mi madre no creía en la utilidad de las mismas. Me acuerdo perfectamente de que aquel niño, algo mayor que yo, fue el primero que me dijo: «Cuando sea mayor, me casaré contigo.» Me hacía muchos regalos. Había instalado una especie de teleférico entre su ventana y la mía y los obsequios me llegaban por vía aérea. Entre otras muchas cosas recuerdo muchos ovillos de lana de colores diferentes. Aunque he olvidado el rostro de aquel niño mirando hacia arriba, todavía veo aquellas bolas de colores que iban subiendo lentamente, suspendidas en el vacío. Como es natural, las robaba a su madre. Yo no le pedía nada; todo me lo daba por amor. Su placer de dar no me alcanzaba, ni tampoco experimentaba yo una especial alegría al recibir, pero era una maravilla aquel juego inestable de los colores, la angustia que de un momento a otro pudiesen caer en aquel fondo que a mí me parecía un abismo...»

Después del niño aquél, en el archivo de las conquistas de mi hermana figuraba otro singular personaje, uno al que siempre hemos llamado Fiumano por la sencilla razón de proceder de Fiume y de tener un nombre eslavo, difícil de pronunciar.

Eran los tiempos de la empresa de D'Annunzio y había muchos refugiados, procedentes de Fiume, que habían encontrado albergue en casa de familias lombardas, especialmente en Milán. Todavía recuerdo la impresión que me causaban aquellas mujeres, aquellos viejos, aquellos niños cuando pasaban por la Gallería. Se distinguían en el acto y había quien se aprestaba a acercárseles para decirles una palabra amable y quien parecía divertirse colocándoles en situación embarazosa. Yo todavía era muy pequeño para comprender, pero me acuerdo que un día volví trastornado a casa por haber visto a una señora que, después de haber contemplado con evidente desprecio a un grupo integrado por gente de esta condición, les gritó: «Esclavos», palabra que con el paso de los años debía reconocer como la ofensa más atroz que puede hacerse a hermanos de las tierras irredentas. En mi casa, donde no había sitio ni siquiera para nosotros, mi padre quiso que acogiésemos a uno de aquellos refugiados y el destino lo envió: un chico con un nombre imposible que bautizamos de nuevo con el nombre de «Fiumano». Fiumano no era más que un muchacho, pero valía por diez. Debía tener unos quince años, era más bien robusto, con grandes ojos muy negros bajo las espesas cejas. Mi madre se ocupaba más de él que de nosotros. «Debo hacerle de madre, decía, y en calidad de tal, de vez en cuando le soltaba algún pescozón. Aunque hay que decir que Fiumano merecía muchos más que los que cobraba porque, si nosotros éramos unas cabezas locas, él era además peligroso. Nosotros, a todo tirar, rompíamos algún farol a pedradas o poníamos en pie de guerra a todos los vecinos con nuestras correrías por el tejado, pero nuestras actividades, en realidad, no pasaban de aquí. Para Fiumano esto era puro pasatiempo. La cuestión de Fiume, D'Annunzio, los legionarios de Ronchi, constituían motivos suficientes para manifestar su verdadera personalidad. Fiumano, hay que decirlo, fue uno de los locos más simpáticos que he conocido nunca. Me acuerdo de que mi madre, tan pronto como se enteraba de alguna manifestación en pro o en contra de D'Annunzio, se apresuraba a encerrar en casa a Fiumano, si bien él encontraba siempre el medio de escapar. Mi madre, entonces, salía a buscarlo por las calles y nosotros la seguíamos con una inconfesada y desmesurada admiración hacia aquel muchacho, que por sí solo era capaz de provocar todo aquel barullo. Lo encontrábamos en las situaciones más increíbles y peligrosas, como una vez en que hubo una manifestación contra D'Annunzio, cerca de la Arena. Para dispersar a los manifestantes no había sido suficiente la policía y el prefecto se había visto en la necesidad de solicitar la intervención del Ejército. El comandante de la plaza envió a un escuadrón de caballería ligera que, después de intimar inútilmente a los manifestantes a que se dispersaran, se lanzó a la carga contra ellos.

En aquel momento, de un grupo de gente cargada de razón, salió Fiumano. Llevaba los vestidos rotos, le sangraba la nariz y no hacía más que gritar, como obsesionado: «Viva Fiume italiano». En medio de su entusiasmo, Fiumano no se dio ni siquiera cuenta de lo que iba a suceder

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y, tal vez tomándolos por enemigos, se dirigó osadamente contra el escuadrón de caballería ligera, que precisamente en aquel momento cargaba contra la multitud. Mi madre lanzó un grito y yo noté que el corazón me palpitaba en la garganta. A pocos pasos de donde nosotros nos encontrábamos, hermosos y terribles, los jinetes se lanzaban al galope con los sables desenvainados, en tanto la gente escapaba desordenadamente en todas direcciones. Fiumano no podía terminar más que bajo los cascos de aquellas bestias desenfrenadas; tal vez hubiera muerto, seguro que estaba herido. Pero nada de esto le ocurrió. No había transcurrido un minuto cuando Fiumano apareció a nuestro lado, reducido a un estado que partía el alma pero totalmente incólume, aparte de la sangre que le salía por la nariz, consecuencia de un puñetazo propinado en la confusión que acababa de producirse. Aparte de esto, había cruzado todo un escuadrón de caballería lanzado a la carga sin sufrir daño alguno. Tal hazaña, junto con las decorativas manchas de sangre que lo adornaban, aumentaron extraordinariamente la admiración infantil que sentíamos por Fiumano; quien, dado que Edda era la única chica de la casa, se había impuesto como deber enamorarse de ella. Mi hermana no correspondía a esa pasión, si bien tampoco afirmase que Fiumano, por ser tan espectacularmente atolondrado, le fuese indiferente.

—Me alistaré en la Marina, seré almirante y vendré a buscarte con mi acorazado —le declaraba muy serio Fiumano.

Hay que reconocer que no es perspectiva que se brinde todos los días a una muchacha la de tener un novio que vaya a buscarla a su casa con un acorazado, sobre todo si, como ella, vive en Milán. Edda, que tenía entonces y sigue teniendo un agudo sentido crítico, le señaló que el acorazado no podría llegar a Milán, si bien aquél para Fiumano no era sino un detalle de poca monta.

—A través de los Navigli se puede llegar muy fácilmente a Milán viniendo del Adriático.

Mi hermana lo escuchaba con los ojos desorbitados. Después reflexionaba un poco.

—Fiumano está loco —comentaba, y sonreía...

Que estuviese loco era algo que nadie en mi casa ponía en duda, especialmente cuando recordábamos como desapareció de nuestra vida. De vez en cuando, para demostrar por las calles su fe irredentista, Fiumano desaparecía, cosa a la que ya comenzábamos a acostumbrarnos. Pero un día Fiumano desapareció del todo y toda pesquisa encaminada a volver a dar con él resultó inútil. Mi madre estaba muy preocupada, pensando como siempre en su responsabilidad de guardiana del hijo de otra mujer. Mi padre, a decir verdad, comenzaba ya a estar un poco harto del tal Fiumano, sobre todo desde que se había enterado de las proposiciones matrimoniales presentadas por aquel desequilibrado a mi hermana. Todo aquel día y toda aquella noche estuvimos buscándolo por las calles, en el hospital, en la comisaría. Nada. A la mañana siguiente, al buscar sus zapatillas, mi padre observó un bulto enorme e inmóvil debajo de la cama. Era él. Dormía tranquilamente. Fue la última gota que desbordaría el vaso de su paciencia. Afortunadamente, la cuestión de Fiume se estaba resolviendo pacíficamente, cosa que liberó a mi padre de los últimos escrúpulos patriótricos. Fiumano hizo un paquete con todas sus cosas, juró a mi hermana que volvería a recogerla con el acorazado o a pie y se marchó para siempre. Al cabo de muchos años un amigo mío me dijo, al azar, que Fiumano se ganaba la vida tocando el violín en el teatro de una pequeña ciudad de Emilia. Esta fue la última vez que oí hablar de él. Estos eran los principales flirts de mi hermana al trasladarnos de Foro Buonaparte al número 39 de Vía Mario Pagano. Era un apartamento bastante más decoroso y además tenía ascensor, cosa que a mí y a mis hermanos nos llenaba de orgullo. Edda tenía entonces dieciséis años, cuidaba más de su persona, llevaba medias, lucía vestidos elegantes y me acuerdo de que le complacía ver que los muchachos se interesaban por ella. Fue en esta época, en el año 1928, cuando se decidió enviar a Edda a un crucero, y precisamente a la India. «Un viaje largo le irá muy bien —dijo mi padre—. Es hora ya de que se convierta en una señorita y conozca el mundo.»

El entusiasmo que provocó en casa aquella decisión fue indescriptible. Para mí y para mi hermano Bruno, el viaje de Edda a la India, precisamente a la tierra de Tremal Naik y de los zugos,

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representaba una suerte excepcional de la que nos sentíamos envidiosos. Siempre habíamos admirado a Edda y ahora todavía la admirábamos más, ya que podía ir verdaderamente a aquellos lugares tan acariciados por nuestra fantasía. Era la mejor de todos nosotros, por lo que considerábamos justo que la suerte la hubiera elegido a ella. Edda se embarcó en la motonave Tevere el 10 de diciembre de 1928. Mi padre había pagado el billete como todo el mundo, lo que entonces costaba la considerable suma de 14.765 liras. Entre los demás pasajeros se contaban el senador Ettore Conti y su esposa Gianna, a los que mi padre había confiado mi hermana. Aquel año Edda pasó las Navidades en la isla de Ceilán y estuvimos muy tristes sin ella. Al cabo de pocos días recibimos carta suya en la que nos decía que, mientras visitaba las ruinas de Anurhadapura, la antiquísima capital de la isla, había conocido a un muchacho hindú, muy guapo, llamado Sundarán.

Sundarán era un chico muy distinguido, que había estudiado en Inglaterra y era amigo de Gandhi. Desde Benarés había hecho el viaje exprofeso a Anurhadapura para conocer a la hija de Mussolini y expresarle toda la admiración de los nacionalistas hindús por el Duce, campeón de los pueblos oprimidos. Edda quedó francamente impresionada por este encuentro, totalmente inesperado dada la distancia que la separaba de Italia, Por lo que quiso describírselo a mi padre, testimoniándole el orgullo que había sentido por el hecho de ser hija suya. Para nosotros, los chicos, el problema era muy diferente: la figura de este Sundarán, que aparecía de forma tan improvisada de las ruinas de una ciudad fabulosa, tenía un regusto a Salgari que oscurecía toda consideración. Nos lo imaginábamos alto, esbelto, con una piel olivácea y unos ojos enormes y oscuros, turbante y un largo puñal, con un puño recamado de piedras preciosas, sujeto en una faja de seda. «Este es el marido que le conviene a Edda —dijo Bruno con gravedad—. Ella irá a vivir allá y nosotros iremos a verla. Iremos a la caza del tigre.» Todos estos proyectos nuestros se vinieron abajo cuando Edda regresó a casa. Le sorprendió que le preguntásemos con tanta insistencia qué aspecto tenía Sundarán y se divirtió enormemente viendo nuestra desilusión al decirnos que Sundarán iba vestido más o menos a la europea, que no llevaba ni siquiera cortaplumas y que estudiaba Derecho. Edda ya era una mujer, y nosotros unos niños. Aquel viaje había conferido al surco que nos separaba una profundidad que se colmaría únicamente cuando hubiésemos superado aquella etapa poblada de sueños para entrar en la verdadera vida. El viaje de Edda, tal como había previsto mi padre, había sido muy beneficioso. Edda se había vuelto más amable y estaba más tranquila, aunque tampoco faltaban episodios que demostraban que el fondo de su carácter seguía siendo el mismo: impetuoso y libre de prejuicios. A Edda le gustaba mucho bailar, pero no ocultaba su aburrimiento durante las recepciones, ni tampoco se callaba sus feroces opiniones ni sus «palizas» a aquellos funcionarios que, con la esperanza de hacer méritos ante el ministro de Asuntos Exteriores, se preocupaban de colmarla de exageradas amabilidades tan pronto como la veían. Dejando aparte alguna de sus inquietantes hazañas, Edda aprendió muchas cosas y, sobre todo, mejoró mucho, ya sea por los inteligentes consejos que le daría la señora Conti, ya por el mismo ambiente en que se desarrolló aquel viaje. Con un alarde de dominio, lograba refrenar las facetas más borrascosas de su temperamento y comenzaba a tener en cuenta el problema de la elegancia, hasta entonces pasado por alto; había dejado de pintarse exageradamente los labios y había aprendido a hacerse comprender en inglés, El balance podía considerarse, pues, positivo y, a partir de aquel momento, mi padre y mi madre comenzaron a pensar en la natural posibilidad de que mi hermana encontrase marido. El problema no era nada fácil. En todas las familias, hay que decirlo, la elección del probable marido para la hija entraña toda una serie de incógnitas y perplejidades, puesto que los padres saben por experiencia que es mucha la responsabilidad que tienen en aquel momento. En el caso de Edda, el asunto se complicaba, tanto por su carácter independiente, como por el hecho de no tener preferencias concretas, como también porque un hombre que hubiera podido convenir desde un punto de vista estrictamente familiar y humano, podía no encajar frente a las necesidades de orden político que mi padre debía tener en cuenta. Al regresar a Milán, Edda había asimilado una nueva manera de vivir. Era más desenvuelta, más segura de sí misma, más interesada en cosas que hasta entonces había juzgado indiferentes. Salía a menudo, acompañada de amigas y amigos que había conocido durante el crucero, frecuentaba familias de la alta sociedad milanesa y, durante un tiempo, salió con un muchacho judío. Alguna vez nosotros lo vimos también y nos produjo una impresión excelente. Era

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un chico guapo, muy simpático y de aire deportivo, que supo conquistar inmediatamente nuestras simpatías interesándose por nuestras cosas y poniéndonos a su nivel sin marcar aquella odiosa diferencia de edad que nos separaba. Por aquel entonces oí hablar de un fuerte enamoramiento de Edda inspirado por este muchacho así como de otras muchas cosas que desaconsejaban la prolongación de aquellas relaciones con él. Yo y Bruno, todavía unos niños, no sentíamos el más mínimo interés por toda aquella cuestión y, así que los mayores comenzaban a tocar el tema, salíamos a jugar al parque. Lo que recuerdo es que aquel simpático muchacho desapareció del círculo de amistades de Edda. De una manera mucho más concreta oí hablar al cabo de poco tiempo de otro pretendiente de Edda, el conde Pier Francesco Orsi Mangelli, joven noble de Romana cuya familia era conocida de mi madre y de quien siempre hemos sido buenos amigos a pesar de que aquella boda, que muchos daban por segura, se convirtió en humo de pajas. Pier Francesco, muchos años después, fue compañero mío de armas en la aviación, en la misma escuadrilla de bombardeo que tuvo su base primero en Ghedi, en la provincia de Brescia, y después en Grottaglie, cerca de Tarento, y recuerdo haber pasado en su compañía días tan intensos como felices, tanto en la alegría como en el peligro.

GALEAZZO CIANO NOS GUSTÓ EN SEGUIDA En el otoño del año 1929 nos trasladamos a Roma, en Villa Torlonia. Nos contrarió mucho

abandonar Milán, no sólo por las amistades que habíamos hecho en la ciudad sino también por aquella idea localista que aseguraba que la verdadera Italia terminaba en Florencia, idea que, con el transcurso del tiempo y gracias a una meditación más serena de los hechos, hemos cambiado radicalmente. Fue precisamente en Roma donde, al poco tiempo de nuestra llegada, oímos hablar de un nuevo partido para mi hermana. El joven en cuestión, de quien no habíamos podido averiguar más que el nombre, Galeazzo Ciano, nos gustó extraordinariamente a Bruno y a mí gracias a una característica muy importante que lo adornaba: era diplomático y residía en Shanghai, ciudad que, según nuestros cálculos, era de lo más interesante porque a cualquier hora del día o de la noche sucedían las más sorprendentes aventuras. No lo habíamos visto nunca y Edda tampoco, como tampoco él había visto nunca a mi hermana. Más tarde supimos que el nombre de Galeazzo Ciano era el que había quedado procediendo por exclusión entre muchísimos pertenecientes a todos los ambientes en que era posible buscar la unión más oportuna. Y debo decir que consideré entonces difícil que mi hermana, dado su carácter, pudiese adaptarse a una solución de este género y que, por añadidura, fuese feliz con Galeazzo, como lo fue en realidad, pese a todo cuanto se ha dicho y escrito sobre este particular.

Por supuesto que a mi hermana no le faltaban los buenos partidos. Había quien incluso había augurado una boda con el príncipe Umberto y debo decir que ésta fue la proposición más desatinada de cuantas escuché. De todos modos, aun sin pensar directamente en los herederos del trono, había muchos pretendientes emparentados con la casa real que, en opinión de algunos, hubieran podido ser tomados en consideración. Mi padre, y por supuesto mi madre, descartó siempre aquel tipo de sugerencias. Como también descartó las tendentes a una boda con un representante de la nobleza romana. Hubiera sido una decisión de pésimo gusto y, por otra parte, habría quien hubiera dicho que los Mussolini, una vez en el poder, trataban de esconder detrás de un antiguo blasón su origen campesino del que tanto mi padre como nosotros todos nos sentíamos tan orgullosos. Descartados, pues, los nobles, tanto del país como de fuera, no quedaba otra solución que buscar entre la nueva aristocracia de las armas o de la política.

Por este motivo, después de madura reflexión, las simpatías de mi padre se centraron en la familia Ciano. Costanzo Ciano era el hombre leal por excelencia, un hombre en quien mi padre tenía una confianza ciega y al que admiraba extraordinariamente. Fuerte, rudo, auténtico y al propio tiempo legendario lobo de mar, el viejo Ciano era un hombre con quien incluso mi madre simpatizaba, por reconocer en él muchas cualidades positivas del alma popular. De Galeazzo, el primogénito de Costanzo, se sabía muy poco. Antes de entrar en la diplomacia se había dedicado al periodismo e incluso se había querido iniciar en el teatro, aunque con poco éxito. Una comedia

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suya, representada por Bragaglia (al igual que muchas obras de autores noveles de aquel tiempo, como Vergani y Campanile) había sido un fracaso. Con todo, nadie discutía que Galeazzo fuese un hombre de ingenio. Lo más que se podía decirse de él era que todavía no había elegido el camino adecuado. Y precisamente parecía que acababa de encontrar este camino en la diplomacia. Muy distinto de su padre en su aspecto personal, muy refinado, siempre impecable, perfectamente vestido, con una inclinación natural hacia la vida de sociedad y una actividad muy personal que le atraía las simpatías y muy a menudo las antipatías de los que lo trataban, Galeazzo era, en todos los aspectos, el hombre ideal para la vida diplomática. Después de ingresar en la diplomacia y de ser destinado a China en 1927, Galeazzo no tardó en dar excelentes pruebas de su actuación, por lo que en los ambientes del Palacio Chigi fue objeto de muchas esperanzas. Mientras Galeazzo se encontraba en China fueron madurando las circunstancias que condujeron al noviazgo.

Durante el verano de 1928, Edda se trasladó a Levanto, para conocer a la madre y a la hermana de Galeazzo, que estaban en aquella localidad tomando baños. Edda no conocía a la condesa Ciano y la impresión que le causó fue de lo más favorable. La futura suegra quedó igualmente impresionada y, como ocurre siempre con las madres que tienen un hijo en un sitio apartado, la conversación giró en torno a Galeazzo, a sus costumbres, a sus cualidades, a su deseo de sobresalir.

EDDA ELIGIÓ CON ENTERA LIBERTAD A pesar de todas sus rebeldías, Edda posee una sensibilidad marcadamente femenina:

cautivada por las cariñosas descripciones de la madre y, empezando a interesarse por aquel muchacho que parecía estar dotado de tantas cualidades, Edda se dejó ganar por la curiosidad y quiso ver una fotografía de Galeazzo. Sorprendida, aunque halagada en el fondo, la madre de Galeazzo la satisfizo en el acto porque, al igual que todas las madres, llevaba en el bolso todo su relicario de fotografías. Galeazzo era un hombre verdaderamente atractivo, con aquel justo límite de seguridad en sí mismo capaz de interesar a una mujer excepcional como ella. Estoy convencido de que, a partir de aquel día, Edda comenzó a considerar con mayor seriedad las perspectivas de casarse con Galeazzo Ciano.

Después de verse delicadamente orientada por mis padres, Edda sabía que ahora le tocaba a ella decidir. Ni mi madre ni mi padre se hubieran interesado nunca más que ella y mucho menos la hubieran obligado a casarse con un hombre que no le hubiese agradado. Tampoco contaba con presiones favorables de parte de los padres de él, por mucho que a su madre le simpatizase a Edda. Se encontraba enteramente sola. Y en cuanto al padre, era de prever que hubiera tenido sus dudas antes de dar su consentimiento a tal matrimonio, ya que su honradez y su orgullo no le permitían hacer el papel del que quiere emparentar con el poder, aunque el Duce fuese amigo suyo.

Edda, pues, por extraño que parezca, se encontró en completa libertad de decidir. Desde aquel día hasta aquel en que formalizó el compromiso y cuando se casó más tarde, Edda demostró que su elección era consciente y apasionada. El tiempo revelaría que, además, supo elegir.

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7. MI HERMANA ENCUENTRA MARIDO

En la conversación entre Edda y la futura suegra en la playa de Levanto estuvo también presente María, la hermana de Galeazzo, que tendría un papel tan importante en los preparativos para el primer encuentro de Edda y de mi futuro cuñado. María era una chica estupenda, tímida y resuelta a la vez, amable y esquiva. Pero estaba dominada por un complejo torturador, absurdo y más tarde fatal: el complejo de engordar. Pese a ser delgada como un palillo, vivía de mendrugos de pan, de alguna que otra aceituna, y se negaba a ingerir alimentos sustanciosos. Costanzo Ciano estaba desesperado: su forma de vivir la vida y la buena mesa era la propia de un viejo, sano y alegre marinero que, por añadidura, era liornés. Amaba tiernamente a su familia y sobre todo a aquella chiquilla, a la que por instinto veía más necesitada de sus atenciones, si bien no sabía cómo remediar aquella situación sin recurrir a veces a la autoridad. María no tenía el valor de rebelarse abiertamente, por lo que se sentaba a la mesa y fingía comer, aunque, en un momento dado, con una habilidad propia de un prestidigitador, se colocaba la servilleta delante de la boca y dejaba caer el alimento debajo de la mesa.

A veces, como si no bastase todavía lo que hacía, se iba a su habitación, donde tenía oculta una botella de vinagre, y bebía algunos sorbos. A los muchachos nos gustaba mucho María. Edda la quería y ella quería a Edda, tal vez porque sus caracteres respectivos eran tan opuestos. Todo lo que Edda tenía de sociable, dinámica, agresiva, María lo tenía de hermética y de incapaz de afrontar con decisión la realidad de las cosas. De ello daría buena prueba su desgraciado matrimonio con el conde Magistrati. La boda estuvo a punto de irse a pique en el último momento por causa de la excitación y el nerviosismo de la pobre muchacha pocas horas antes de la ceremonia, obligándola a guardar cama con fiebre alta, por lo que sus padres y el desconcertado novio tuvieron que hacer milagros de afectuosa persuasión para que se decidiese a vestirse y a ir a la iglesia donde, entre otras personas, aguardaba mi padre, que era uno de los testigos. María, pues, con uno de aquellos rasgos impetuosos que caracterizan a los tímidos, decidió tomar a mi hermana bajo su protección, haciendo que conociese a su hermano en las circunstancias más favorables posibles. La ocasión se presentó a finales de 1929, cuando Galeazzo fue trasladado de China a la Embajada italiana en la Santa Sede. Según mis recuerdos, Edda y Galeazzo se vieron por vez primera en el Teatro Real de la Ópera de Roma, en el curso de una representación del Barbero de Sevilla. Durante el descanso entre el segundo y el tercer acto, Edda se dirigió al palco de los Ciano para saludar a María y a la condesa, lo cual seguramente hizo más a gusto que otras veces por estar presente Galeazzo. Tuvieron ocasión de cambiar unas pocas palabras, puesto que en aquel preciso momento mi padre, echando involuntariamente por tierra los planes de las dos muchachas, llamó a Galeazzo a su palco para conversar con él sobre los últimos acontecimientos político-militares de China. No sé si al final del espectáculo Edda y Galeazzo volvieron a verse. Yo y Bruno apenas nos ocupábamos ya de las cosas de Edda, que era una señorita y no tenía intereses comunes con nosotros como en otros tiempos. Sin embargo, nos dimos cuenta de que algo flotaba en el ambiente, puesto que Edda salía más que de costumbre, estaba más alegre en casa, se pasaba horas enteras escuchando discos y, para decirlo en pocas palabras, presentaba todos los síntomas de las muchachas enamoradas.

Nos encontrábamos en 1930 y nuestra familia gozaba por aquel entonces de un período de calma y de cierto bienestar. Desde 1925-1926, que fueron los últimos años turbios de la política interna italiana, se había llegado a la liquidación del último problema que dejara pendiente el Risorgimento, es decir, el relativo a las relaciones entre el Estado y la Iglesia. Al llegar, gracias al Concordato, a una situación honorable, se inauguraba un período de paz que permitiría la reactivación general en todos los sectores de la vida nacional, así como la realización de las más grandes y duraderas empresas del régimen fascista. El prestigio de Italia y de los italianos iba constantemente en aumento. Desde todos lados se miraba a Italia con simpatía y con admiración debido al esfuerzo realizado con tan escasos recursos para salvarse del caos de la posguerra y

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volver a ocupar su puesto en el mundo. Era la época de las primeras invasiones turísticas organizadas. Millones de extranjeros, en especial anglosajones (amplios pantalones de golf, chaquetas a cuadros, gorra, pipa, esposas con gruesas medias de hilo y faldas grises de corte recto) comenzaban a descubrir una Italia que jamás habían conocido en sus libros: Roma era la meta principal de los turistas y de las peregrinaciones que, después de los pactos lateranenses, fueron haciéndose cada vez más frecuentes y numerosas, para llegar a su cénit en las manifestaciones del Año Santo, celebrado con carácter excepcional en 1931. Afluían también a Roma las personalidades de la cultura, de las artes, de los deportes, sin contar con las políticas de nuestro país y del extranjero, y la antecámara del Palacio Venezia, donde aguardaban a ser recibidas por mi padre, calibraba a diario el pulso de este interés. Había músicos como Mascagni, Puccini, Paderevski, Respighi, Alfano, científicos como Marconi, Fermi, Aston, Beher, Compton, Millikan, Perrin, Richardson (estos últimos habían acudido a Roma con motivo del primer congreso mundial de física nuclear y sus nombres sonarían muy a menudo en la historia de la ciencia), artistas como Gemito y Pirandello, políticos como Churchill, Chamberlain, Dollfuss, Litvinov, Laval, el cardenal Pacelli, futuro Papa; hombres de teatro como Gordon Craig, deportistas como Camera. Las audiencias se efectuaban todas en el Palacio de Venecia, a excepción de Gandhi, que fue recibido además en Villa Torlonia, acompañado de su inseparable cabrita. Los chicos, ocultos tras las persianas, espiábamos a mi padre que conversaba en el jardín con aquel hombre menudo y austero, de quien emanaba tal dignidad moral. Al partir, mi padre regresó a su casa y encontró que, en nuestra inconsciencia, nos burlábamos de la cabra. Nos miró severamente. Aquel encuentro y la estima que aquel gran personaje le había confirmado con su simplicidad, le habían llegado al alma. «Este hombre y su cabra —dijo—, hacen temblar al imperio británico», y nos dejó en la duda que nos planteaba la pregunta de cómo se podía tener un peso tan grande en la Historia sin contar con ejércitos, barcos ni aviones. En medio de aquella atmósfera de confianza y de esperanza, Villa Torlonia seguía serena para todos nosotros. Alguna vez venían a vernos los Ciano, marido y mujer. Me parece que por aquel entonces todavía no se había hablado de nada referente a Edda y a Galea-zzo con mis padres, aunque los cuatro, sin necesidad de conversaciones inútiles, sabían que los muchachos darían muy pronto la confirmación de su voluntad de casarse, tan evidente en aquella época. Carolina Ciano nos infundía a mí y a Bruno una especie de reverente temor. Era una mujer hermosa, alta y delgada, con un porte noble y gentil: eran demasiadas cosas para nosotros. Costanzo Ciano, en cambio, era muy diferente. Era un hombre vigoroso, rudo, vital en extremo y representaba para nosotros la encarnación de aquellos lobos de mar que habíamos imaginado y admirado leyendo los libros de aventuras. Además, las aventuras las había tenido, y serias. Entre ellas la de Buccari, que papá nos contaba como si fuera una fábula, después de ceder a nuestra insistencia. También mi padre, que solía ser muy reservado al tratar con sus colaboradores más íntimos, se daba con él a insólitas expansiones. Uno advertía que con él estaba a gusto, que no tenía necesidad de sopesar las palabras, sabiendo qué sólida y generosa lealtad encontraba de parte de Costanzo. No de Costanzo, sino de Costanzone, como solía llamársele en casa en prueba de singular estima. Y este nombre, que a él le divertía muchísimo pasó a ser de uso general y fue incluso adoptado por los hijos de Edda a su debido tiempo.

Una tarde, al regresar a casa volviendo del cine alrededor de las ocho, Bruno y yo encontramos a toda la servidumbre en movimiento. Había invitados a cenar. El acontecimiento nos llenó de sorpresa, porque en Villa Torlonia mis padres no invitaban nunca a nadie y los únicos extraños que habían comido alguna vez con nosotros eran algunos compañeros de escuela míos o de Bruno. Fuimos a preguntarle a mi madre y ella, con aquel despego que la caracterizaba frente a cualquier manifestación de carácter mundano y que, a decir verdad, fue motivo, más de una vez, de malentendidos y de inútiles molestias, nos informó que los Cia-no vendrían a cenar. «Todos», precisó desesperada ante el número de invitados (tres en definitiva) que a ella le resultaba algo excepcional. Pero en seguida se sobrepuso y nos ordenó que fuésemos a ponernos el traje de las grandes ocasiones: pantalones cortos de color azul, chaqueta azul, camisa blanca con el cuello abierto sobre la chaqueta. Nosotros teníamos hambre y aquel hecho imprevisto nos dejó cortados. De todos modos, comenzamos a subir la escalera y, después de calcular rápidamente la distancia que nos separaba de nuestra madre, expresamos nuestro disgusto con una exclamación: «¡Uf, qué

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lata!», seguida de una huida a todo trapo, ya que por aquel entonces mi madre todavía seguía siendo muy rápida en el reparto de cachetes. «Todos» los Ciano, es decir, Costanzo, Carolina y Galeazzo, llegaron alrededor de las nueve. Nos sentamos inmediatamente a la mesa. La comida fue muy sencilla (en nuestra casa jamás hubo cocineros ni criados de categoría, sino únicamente muchachas de la Romana extremadamente trabajadoras, siempre elegidas por mi madre) y el ambiente resultó en extremo cordial, especialmente gracias a mi padre y a Costanzone, que eran sublimes cuando se entregaban a la pirotecnia de su buen humor. Yo y Bruno mirábamos todas estas cosas con cierto desdén. Gracias a diferentes indicios habíamos comprendido cuál era la finalidad de toda aquella ceremonia y los motivos de tan insólito acontecimiento. Mi hermana apenas nos miraba, como tampoco los demás, todos absortos en sus propios asuntos. Por tanto, en cuanto terminamos la fruta, miramos a mi madre para ver si era posible salir y, al obtener su aprobación, los dejamos sentados a la mesa. A los pocos días se iniciaron los preparativos para una recepción mucho más importante, la primera y la última que se dio en Villa Torlonia, que creo fue para mi madre una de las mayores tribulaciones de toda su existencia. Con intención de organizarse y viendo que era verdaderamente imposible prescindir de aquella recepción, mi madre pidió a mi padre que le diese una lista de todos los invitados. Es cosa archisabida que los hombres son los seres menos indicados para esta clase de cosas. Mi padre, sin embargo, disponía de una secretaria y de un jefe de ceremonial y consideró que salía bien librado de la situación encomendando a estas personas aquella difícil tarea. Se decidió limitar el número de invitados reduciéndolos a unos pocos íntimos y se facilitó a mi madre una lista de unas treinta personas, cantidad impresionante para ella pero, aun así, susceptible de que la afrontara con valor. Pero, como era lógico, las cosas no podían terminar así. El primero en telefonear fue mi padre, diciendo que había que invitar también a una determinada persona, puesto que de lo contrario se ofendería. Después intervino el secretario de mi padre, que aconsejó que se incluyera a tal otro, ya que de otro modo Mussolini quedaría en mal lugar. Después fue Costanzone el que dijo que, sintiéndolo mucho, era forzoso tener en cuenta también a tal y tal otro si se quería quedar bien. Las treinta personas se convirtieron en cuarenta, en cincuenta, en noventa. Al cabo de dos días, el 23 de abril de 1930, en los jardines de Villa Torlonia, «los pocos íntimos» sumaban la cifra de quinientos doce invitados. Mi madre hacía ya muchas horas que había renunciado a protestar. Mi padre, que al principio se molestaba viendo su resistencia, y que con el correr del tiempo acabó sintiéndose divertido escuchando las arremetidas de su mujer, acabó comprendiendo el fondo humano y auténtico que tenía su actitud, su antipatía instintiva por todo lo que fuesen fiestas, por todo aquello que tuviese carácter oficial, y hacia los miembros de una clase social que no era la suya. Por ello mi padre supo encontrar las palabras justas para demostrarle su solidaridad y mi madre lo compensó haciendo milagros de amabilidad y de cortesía al atender a los invitados. Los periódicos de la época describieron aquella recepción en términos que hubieran halagado a cualquier ama de casa que no fuera «donna Rachele», la cual, una vez que hubo cumplido con su deber, se desinteresó completamente de las crónicas mundanas. Había en la fiesta cuarenta y siete «excelencias», con sus respectivas esposas, que figuraban todas con el título de «donna». Estaban los embajadores, los ministros acreditados en el Quirinal y muchos de los nombres más sonados de la aristocracia italiana: el duque y la duquesa Sforza, los marqueses De Vulci, los condes Gaddi Pe-poli, los príncipes Vannutelli, los barones Blanc, los condes Macchi De Cellere, los príncipes Chigi Albani, los marqueses Misciatelli, los senadores, los diputados, los directores de los periódicos más importantes, las autoridades más nombradas. Los novios se sentaban en una mesa junto a la de mi padre, mi madre, Carolina y María Ciano, y monseñor Borgoncini Duca. Mi hermana, al decir de los periódicos, lucía un vestido de chiffon rosa imprimé, pero yo y Bruno no lo habíamos notado, interesados en pasar revista a todo aquel despliegue de invitados, divertidos al observar a todos aquellos señores con sombrero de copa (la recepción se daba al aire libre) y aquellas señoras con los horribles sombreritos cloche y las suaves y vaporosas pieles de entre las que sólo emergía el rostro, con la palidez que le daba la profusión de polvos blancos. «Parecen las cómicas de Ridolini», me decía Bruno en voz baja, dándome de vez en cuando algún codazo al pasar por delante de alguna señora llamativa o más empolvada que (las demás. Tratábamos de estar alegres, pero en realidad no lo estábamos del todo. Nosotros, al igual que todos los de nuestra casa, jamás hemos sabido desahogar nuestros sentimientos. Yo he oído comentar nacimientos y defunciones,

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éxitos y desgracias, con simples monosílabos, porque éste es nuestro carácter. Pero esto no significa que fuésemos más indiferentes que los demás; es más, creo precisamente lo contrario. Aquel día Bruno y yo nos dábamos cuenta de que habíamos perdido para siempre a Edda. Pertenecía a otro mundo, no guiaría ya nuestras expediciones por los tejados y por los bosques. Y nosotros también —cosa peor aún— entrábamos sin ella en otro período de nuestra vida. Todo esto era excesivamente complicado para que lo entendiésemos. Pero dejaba una impresión confusa, pesada, que, en un momento dado, se transformaba en melancolía. «Fíjate en él», me dijo Bruno, señalando a Galeazzo. Quedaba muy bien, en tight, nuestro cuñado. Era un guapo muchacho, que se desvivía en atenciones y sonrisas con mi hermana. Pero no era el tipo que habíamos imaginado y que teníamos derecho a pretender, porque un hombre que había estado en Shanghai no podía ser como él, tan cumplido, tan elegante, tan poco salgariano. Bruno se puso a contemplar los altísimos pinos de Villa Torlonia. Era el momento de la puesta del sol y los troncos aparecían por un lado encendidos cual brasas. El cuarteto de la Filarmónica Chigiana interpretaba melodías clásicas en honor de Edda y de Galeazzo.

—Apuesto a que Galeazzo no es capaz de subirse ni a una higuera —prosiguió Bruno, midiendo con ojos de experto aquellos árboles. Movió la cabeza y esperó mi aprobación.

—Opino como tú —le dije—, pero si Edda está contenta...

El día siguiente era jueves y ya no hubo más dudas con respecto a los motivos que la tenían contenta: se lo preguntó el párroco de la iglesia de San Giuseppe, don Giovenale Pascucci, ella contestó afirmativamente y se convirtió en la condesa Ciano.

Las horas que preceden a una boda acostumbran ser en todas las familias de zozobra y de agitación indescriptibles, pero en nuestra casa se alcanzó la cota máxima de la confusión humana debido a la contribución personal aportada por mi madre a una circunstancia difícil de por sí. Recordaré siempre que, cuando no faltaban más que unos escasos minutos para la ceremonia, mi madre todavía tenía prácticamente que vestirse y seguía dando vueltas por la casa tratando de hacer mil cosas a la vez con el resultado de no conseguir hacer ni una sola y, además, chocando a cada momento con mi padre, ya a punto con botines y guantes blancos, que buscaba afanosamente su gibus, es decir, su clac, del que Bruno y yo nos habíamos apoderado porque nos encantaba abrirlo y cerrarlo jugando a los acordeonistas. En aquella confusión, Edda representaba olímpicamente el mejor ejemplo de sangre fría de nuestra familia, con su acostumbrado sense of humour. Llevaba un vestido blanco, cortado por Montor-si, de raso magnífico, tejido expresamente en Como y adornado con un gran velo de encaje, regalo del Senado, que se recogía sobre la cabeza, sujeto por una guirnalda de perlas y de flores de azahar. Dos pajes, nerviosos y asustados, aguardaban para sostener la cola de la novia. Se advertía que sus madres los habían estado preparando para aquel instante durante días y días de penosos entrenamientos y que tenían verdadero terror de equivocarse; lo cual, en efecto, fue lo que ocurrió.

LOS JARDINES DE ROMA SE DESNUDAN PARA LA HIJA DEL DUCE Edda entró en la iglesia del brazo de su padre, bajo el arco de puñales desenvainados

formado por los Mosqueteros del Duce. Las seguían Galeazzo con la condesa Ciano, Costanzo y mi madre y los testigos: Diño Grandi, el tío Arnaldo, De Vecchi di Val Cismon, el príncipe Torlonia. El breve cortejo fue acogido por el cura párroco, que acompañó a los esposos hasta el reclinatorio, mientras las dos familias ocupaban su puesto a ambos lados del altar. La iglesia estaba llena a rebosar de flores. «Se diría —escribió el enviado del Corriere della Sera— que todos los jardines de Roma se han desnudado para enviar sus rosas, sus azaleas, sus lirios y sus lilas a la hija del Duce.»

Mi madre enviaría después todas las flores al Campo Verano, para que se colocaran en la cripta de los Caídos durante la guerra.

La gente se agolpaba en Via Nomentana. Los más afortunados conocían hasta la lista de los

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regalos: el Papa había enviado unos rosarios de oro y malaquita, el rey y la reina un brazal de oro y piedras preciosas, la cámara de Diputados un raro servicio de té, el Senado el encaje de Burano, el PNF un magnífico broche, el gobernador de Roma un brazalete de rubíes, mientras que de todas las ciudades, provincias, federaciones de los Fascios y —hoy puedo afirmarlo sin verme acusado de ser el portavoz del Ministerio de Cultura Popular— de parte de una infinidad de ciudadanos llegaban los regalos más variados, acompañados de las palabras más afectuosas, muy a menudo en forma anónima, lo cual demostraba que mi padre era verdaderamente apreciado por el pueblo. Al terminarse la ceremonia y salir los esposos con rumbo a Nápoles y de aquí a Capri, volvió a nuestra casa un poco de paz. Las habitaciones parecían un campo de batalla, mi madre padecía un espantoso dolor de cabeza, mi padre y los padres de Galeazzo estaban emocionados y conmovidos. Acudieron a cenar a nuestra casa. Al principio hablaron poco. Sin querer, todos pensaban en los dos muchachos que se habían marchado, y la cena amenazaba con terminar tristemente. Pero muy pronto mi padre y Costanzone empezaron a rememorar aquella jornada, así como todos los incidentes y contratiempos, describiendo los personajes y vestidos de los invitados, con lo que la moral experimentó un neto aumento.

"LA MUJER MÁS IMPORTANTE NO ABANDONA SHANGHAI" Cuando aquella noche Bruno y yo nos acostamos, al quitarnos el traje de las grandes

ocasiones nos sentimos invadir por una sombra de tristeza, porque aquello era lo único que todavía conservaba algo de aquella jornada tan importante. «Ella que hablaba tanto —gruñía Bruno—, ella que decía que no podía ver a los toscanos...»

Era verdad. Mi hermana —a la que habría que preguntar para saber por qué lo decía— había dicho desde niña que jamás se casaría con un toscano ni con un abogado. Y se había casado con Galeazzo, liornés y licenciado en leyes. «Es indudable que serán felices», dije resignado, frase que había oído pronunciar a una anciana y que me había complacido mucho. En realidad, Edda y Galeazzo fueron verdaderamente felices, sobre todo aquellos primeros años. Después de la luna de miel en Capri, salieron con rumbo a China, donde Galeazzo ocuparía el puesto de cónsul general. Mi hermana tiene todavía un grato recuerdo de aquel período de su vida. Primero, en Shanghai y después en Pekín, desde 1930 a 1933, encontró lo que siempre anduvo buscando: una vida intensa, agradable, variada, en un mundo totalmente diferente al suyo, al que una personalidad fuerte como la suya podía imprimir todos los movimientos que quería, como si se tratase de un enorme juguete. Tenía junto a sí a un hombre joven, satisfecho de sí mismo, de su carrera y de una mujer que en muy poco tiempo se había sabido conquistar la admiración y la simpatía de todo aquel difícil ambiente.

A principios de 1931, cuando comenzaron los primeros desórdenes en Shanghai y hubo muchos extranjeros que se apresuraron a abandonar la ciudad, Edda era la mujer de moda, aquella cuyos gustos seguía dócilmente el mundo elegante, así como sus tendencias, sus pasatiempos, sus deportes, olvidándose de que imitaba a una mujer que no se había educado en colegios de lujo sino en las míseras y crueles vicisitudes de las luchas políticas.

En aquel tiempo, el periódico local de lengua inglesa, para poner término al éxodo de los extranjeros, se valió de una única arma: publicó uno foto de Edda, a toda página, debajo del titular: «The most important woman dont leave Shanghai»; la mujer más importante no abandona Shanghai.

Precisamente en esta ciudad el primero de octubre de 1931 nacería el primer hijo de Edda, Fabrizio. No se sabe por qué le impusieron tal nombre. En casa no había nadie que se llamase así y a todos les pareció un nombre muy rebuscado, aunque al niño se le impusieran igualmente los nombres de Benito y Costanzo. Mi madre fue la persona a quien más disgustó el nombre-cito, aunque sería totalmente inútil buscar una razón objetiva. Yo pienso que, en la desaprobación de mi madre, aquel hombre que de hecho no era más presuntuoso que otro cualquiera, no era sino un pretexto para dar salida a un complejo suyo más profundo, a una constante inquietud. Mi madre ha

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sido siempre una mujer sencilla y no es ningún misterio para nadie que jamás se le ha subido a la cabeza el hecho de ser la esposa del Duce. Con su buen sentido, nunca había confiado en el éxito ni en el poder y por tanto tenía sus dudas en relación con el futuro del matrimonio de su hija. Seguramente hubiera preferido a un muchacho del pueblo, a un chico como todos, que nada tuviera que ver con la política y mucho menos con la alta sociedad internacional. Mi madre siempre se ha sentido atraída y repelida a la vez por aquel mundo y lo ha demostrado ocultando bajo el más absoluto desprecio su oscuro temor de verse juzgada por él. Esto explicará por qué Galeazzo, totalmente orientado en dirección contraria y, por necesidades impuestas por la carrera, llevado a acentuar una actitud y un tenor de vida elevado, no llegó nunca a ganarse las simpatías de mi madre. Pero quisiera aclarar que, contra lo que muchos han dicho y escrito e incluso contra lo que ha lamentado la propia Edda, esto no obedecía a una antipatía directa y personal, siendo buena prueba de ello que muchas veces mi madre se ponía de parte de Galeazzo y contra su propia hija. La situación era muy otra, se remontaba a mucho más atrás, creo yo que a aquella humillante distinción entre «señores» y pobre gente que el progreso ni siquiera hoy ha conseguido borrar. Mi madre no se ponía de parte de los «señores» y acaso, sin querer, juzgaba de manera preventiva y categórica todo cuanto procedía del otro lado de aquella frontera, que marca que sólo se puede estar en uno de los dos lados que separa. Galeazzo estaba al otro lado. Y, además, se había llevado al otro lado también a Edda. Esto no tenía nada de malo, por supuesto y, además, ésta era la vida que Edda amaba y éste era el marido hecho para ella. Pero tal vez su madre no lo comprendió nunca. Y fue por este motivo que tanto ella como Edda —y de rechazo también mi padre— sufrieron más de lo que tenía previsto su destino.

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8. NUESTRA VIDA AL OTRO LADO DEL MAR

La tarde del 28 de abril de 1945, en la enfermería del colegio Gallio de Como hacía un frío como de invierno. O tal vez era yo quien lo sentía, porque la tensión nerviosa de aquellos últimos y terribles días de nuestra aventura había sido excesiva. Había llegado al colegio la noche anterior y, desde entonces, no había logrado pegar ojo.

Estaba seguro de que, de un momento a otro, llegaría alguien para detenerme y fusilarme por el solo hecho de ser hijo de Mussolini. Es difícil decir qué siente uno en tales momentos. Durante la guerra había visto varias veces a la muerte de cerca sobre todo en aviación, donde falta incluso aquel consuelo extremo de tocar la tierra con los pies, que ya es de por sí una sensación de protección, por ilusoria que pueda ser. Pero, entonces, era otra cosa. Yo no creo en los que «nunca tienen miedo», porque el miedo es algo que sentimos todos, con la diferencia de que algunos, pese a ello, consigan cumplir con su deber en tanto que otros no lo logran. Con todo, aquél era un precio que podía pagarse, considerando que se combatía por la patria y que, de morir por ella, quedaría un nombre que se honraría y recordaría. Pero ahora no había tal recompensa y no subsistía sino el temor desmesurado, frío, el inútil temor de caer sin esperanza de poderse defender ni con un arma ni con una palabra. Y no ya frente a un extraño sino frente a hombres que habían nacido en el mismo país de uno, que me insultarían en mi misma lengua y que —lo cual es peor aún— me tendrían por enemigo suyo. Pensaba en todas estas cosas y miraba la hilera de camas de la enfermería: tubos de hierro esmaltados de un blanco rugoso y viejo. Todos estaban vacíos. Muchas veces había deseado una cama limpia y dos horas de tranquilidad, como quien desea una riqueza inasequible. Ahora que tenía tanto silencio a mi alrededor y que tanta necesidad tenía de él, apenas podía tenderme en el lecho. Junto a mí, seguramente inmersos en sus propios pensamientos, estaban Orio Ruberti y Vanni Teodorani, fieles amigos más que parientes.

Teníamos con nosotros un pequeño aparato de radio Phonola, que pusimos a todo volumen, según nos habían recomendado los padres somascos al acogernos, para así escuchar lo que decían los «otros», los que habían ganado. De pronto, alrededor de las cinco, se interrumpió la transmisión del himno guerrillero y, con voz emocionada, un locutor dijo: «Atención, atención.» Transcurrieron unos breves momentos y otra voz, ésta triunfante, comunicó que «se había hecho justicia»: Mussolini «y todos los demás fascistas que lo acompañaban» habían sido fusilados.

Yo, al igual que mucha gente, había ya previsto este final. Había sostenido que había que permanecer en Milán, acantonarse en la prefectura y resistir hasta la llegada de los angloamericanos. Fue mi padre quien quiso ir a Como y quien, al conocer la noticia (que se hizo circular con toda intención) de que los aliados arrasarían la ciudad si en ella se hacía fuerte la última resistencia fascista, había querido volver a trasladarse a Dongo. El golpe fue muy duro. Durante mucho rato quedamos en silencio, incapaces de discurrir, incapaces de reaccionar, sofocados por el peso enorme de aquella espantosa matanza que ya no se podía evitar. La primera idea que comenzó a tomar forma en mi cerebro se relacionaba con mi madre. Estaba convencido de que ella habría logrado refugiarse en Suiza con Romano y Anna María, según estaba previsto, y no sabía aún que las autoridades de la frontera de Ponte Chiasso, después de pedir instrucciones a su gobierno, habían negado la entrada a mi madre y a mis hermanos. ¡ Caso único, que yo sepa, y muy poco grato, en la historia de la tradicional hospitalidad suiza! Más adelante sabría que, por muchas incógnitas que supusiese quedarse en Italia y por grande que fuese la angustia que la torturaba en relación con la suerte de mi padre, de cuya muerte todavía no tenía noticia, mi madre casi estuvo contenta de aquella abierta y dura negativa, que la prefería a recibir la hospitalidad como una humillante limosna. Por esto, sin insistir más, mi madre, Romano y Anna María regresaron a Como y, después de haber tratado inútilmente de alcanzar la columna de mi padre, lograron refugiarse en casa de un fascista, en la que finalmente pudieron dormir, después de tres noches transcurridas casi completamente en blanco. Cuando se despertaron, había ya comenzado la caza del hombre. Inmóviles detrás de las persianas, mi madre y mis hermanos contemplaron

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cómo un muchacho salía del vecino hospital gritando y en pijama. Presenciaron cómo, en un momento, era alcanzado, rodeado y muerto. El horrible espectáculo convenció a mi madre de que había que intentar a toda costa salvar a mis hermanos, destruyendo las pocas cartas que todavía conservaba encima y que hubieran revelado al momento su identidad. Así terminaron, quemados en una estufa de hierro colado, las manuscritos de Parlo con Bruno y de Storia di un anno, algunas cartas escritas por Rommel y por Kesselring a mi padre en la etapa final de la guerra, documentos que hacían referencia a los años 1939 y 1940 y al veinticinco de julio y, finalmente, lo más doloroso para mi madre, la última carta que mi padre le había enviado la noche anterior, ante la inminencia y la conciencia del final que se acercaba. Fue una precaución inútil, puesto que, en la tarde del día veintinueve, un «comisario del pueblo» se presentó a la casa para conducir a mi madre y a mis hermanos a la Jefatura y, de allí, a las cárceles de San Donnino, donde fueron encerrados en celdas aisladas. Prefiero pasar por alto en nombre del amor a la patria todas las cosas que ocurrieron en aquel lugar, donde no fueron ahorrados a aquella pobre mujer ni a aquellos niños ningún horror ni ningún espanto que, por suerte para ellos, fueron consignados al alto mando norteamericano, donde por lo menos podían alimentar la esperanza de quedar con vida. Por lo que a mí respectaba, torturado ante la imposibilidad de actuar, colocado ante la ventana de la enfermería, esta certidumbre no la tenía más que Edda. Ella estaba en Suiza con sus hijos, podía salir a la calle, entrar en una tienda, sentarse en un bar para charlar con un amigo. Y todo esto me resultaba inasequible, aunque Suiza estaba allí mismo, a pocos pasos, como aquella noche que, en la oscuridad, había visto resplandecer las luces de Ponte Chiasso. Todo estaba allí, a pocos pasos. Mi madre, mi hermana y mis hermanos. Hasta mi padre había estado allí, no hacía más que unas pocas horas. Incluso mi mujer y mis hijos, que desde hacía algún tiempo había hecho trasladar de Gargnano a Como, aposentándolos en una casa en las afueras de la ciudad. Por lo que a los míos respectaba, estaba bastante tranquilo, porque sabía que podía contar con mi mujer, frágil en apariencia pero capaz de poner en marcha recursos de iniciativa y combatividad en los momentos de peligro. También Gina, la viuda de Bruno, se encontraba en Como con su hija Marina. Pero de todos ellos nada sabía ni nada podía saber. La radio seguía transmitiendo discursos, comunicados, himnos guerrilleros. Verdaderamente, todo había terminado. Todo menos nosotros, de momento. Hasta que volviésemos a escuchar que la radio decía de nuevo: «Atención, atención», para informar que otro de los nuestros acababa de ser fusilado. Con los dos compañeros de aquel extraño encarcelamiento, pasé algunos meses en el colegio Gallio. Había terminado el año escolar, los colegiales habían regresado a sus casas y nosotros fuimos trasladados de la enfermería a las habitaciones vacías de los escolares, con la recomendación de no salir de ellas bajo ningún motivo. Aquellos días pudimos comprobar que el hombre posee insospechadas dosis de adaptación y de resistencia. Nos habíamos convencido uno a otro de que no debíamos abandonarnos a la angustia y al desaliento, que había que reaccionar y mantenerse en forma para cualquier posible eventualidad. Para llenar aquellas horas interminables no teníamos nada salvo la radio, pero nos habíamos trazado un programa que, en torno a los dos acontecimientos importantes de la jornada, los frugales alimentos que nos traía el hermano Guglielmo, planeaba un tiempo para la conversación, el reposo y la gimnasia. Nos poníamos en fila india y desfilábamos alrededor de las camas, después de medir escrupulosamente el recorrido, hasta haber caminado un número determinado de kilómetros, indispensables para la salud de cualquier recluso.

El hermano Guglielmo era un joven piamontés de mediana estatura, cabello cortado al cepillo y sonrisa de bondad. Nos traía noticias de cuanto ocurría en el colegio y pasaba media hora charlando con nosotros. Cada día hacíamos nuevas hipótesis y proyectos. Alguien dijo que la esperanza es la enfermedad de que nadie es capaz de defenderse, y tenía razón. El hecho de que todavía no nos hubieran detenido había ido adquiriendo para nosotros el valor de una confirmación a nuestro derecho de vivir y de las hipótesis de fusilamiento, seguras en los primeros tiempos, habíamos pasado a las de una condena de treinta años, que en aquella época podía representar la pena mínima y, para nosotros, la suerte máxima a la que podíamos aspirar, a pesar de tener plena conciencia de no haber hecho nunca nada malo. Una vez atravesada la frontera entre la muerte y la vida (y hay que vivir momentos así para comprender su significado), el optimismo comenzó a fermentar en nuestros proyectos, aun estando en aquella especie de cárcel.

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Decidimos ponernos en contacto con el mando norteamericano en Milán, declarando que nos encontrábamos en el colegio Gallio. Los norteamericanos, a través de la misma persona de confianza que les enviamos, nos hicieron saber que vendrían a recogernos cuanto antes. Aquella promesa —que no sé por qué no fue mantenida— nos tranquilizó, puesto que, por múltiples indicios, sabíamos que había quien había hablado, y que nuestra presencia en el colegio no era ya un secreto para nadie, lo cual por otra parte preocupaba a los padres somascos, que sentían el temor de verse más tarde o más temprano en algún conflicto por culpa nuestra. Una falsa alarma, provocada con la llegada de algunos guerrilleros al colegio, que todos creíamos que venían en busca nuestra, pese a que no fuera ésta su intención, acabó por apresurar nuestra decisión. Llegamos a la conclusión de que era preciso organizamos y separarnos para no llamar la atención. La suerte hizo que encontráramos el camino que nos condujo a viejos amigos y, con la providencial ayuda de mi pequeño depósito de gasolina, que yo mismo había enterrado junto al refugio de mi mujer y de mis hijos, nos dispusimos para la partida. Vanni decía que quería ir a Roma; Orio, en cambio, después de muchas peripecias, iría a Rapallo. También yo, pese a que como siempre los planes se vieron malbaratados por el detalle más pequeño e insignificante, acabé por encontrarme en Rapallo, donde pude refugiarme en un orfanato. Al poco de mi llegada, también llegaron a Rapallo los míos, que se alojaron en una villa apartada. Pasé todo el otoño y parte del invierno en el orfanato, encerrado en una pequeña habitación, desde la cual oía el parloteo de los niños encerrados en las aulas.

UN PRODIGIOSO SALVACONDUCTO ME PERMITIÓ ESCAPAR Difícil es describir las dificultades y penurias de aquellos días, que yo recuerdo en cambio con

una emoción siempre renovada, ya que aquellas pobres hermanas, que se privaban de todo para alimentar a sus huérfanos, me demostraron cómo es posible vivir y ser felices en medio de la humildad y del silencio.

Un mundo se había venido abajo y yo, obligado a ocultarme aquí y allá, veía hasta qué punto era mísera y precaria mi existencia y era testigo de cómo la vida vuelve a comenzar cada mañana y de cómo se puede ennoblecerla pensando menos en uno mismo y más en los demás. Mi esposa me traía algunos días que venía a verme, ya noche cerrada, algunos trozos de cartón con los que construía pequeños automóviles y camiones que las monjas regalaban a los niños. Dado que el cartón escaseaba mucho, me había vuelto muy hábil y económico, pero las monjas me decían que los niños estaban contentos y esto me hacía un gran bien. Pese a todo, este paréntesis tampoco debía durar demasiado, puesto que un día me comunicaron que los guerrilleros sabían dónde me ocultaba y que vendrían a detenerme. Había que huir sin pérdida de tiempo. El hermano Guglielmo nos procuró dos bicicletas, que no sé de dónde sacó y con ellas, de noche, jadeando por acusadas pendientes, llegamos a Genova al cabo de unas pocas horas. Aquí vino a recogerme un amigo de Roma, que valiéndose de los más increíbles medios, se había procurado un curioso salvoconducto para su coche. Era un trozo de papel rectangular sobre el que figuraba una gran estrella roja y toda una serie de sellos ilegibles, al igual que las firmas que él mismo había garrapateado debajo de ellos. Al ver aquello me eché a reír y le dije que estaba plenamente convencido de que aquel coche, con aquel salvoconducto, no haría más de dos kilómetros sin verse detenido por la policía. Con todo, como no había mucho que escoger, salimos de Roma montados en aquel coche que mi amigo había decidido adscribir al servicio de la embajada rusa.

Contrariamente a mis previsiones, llegamos hasta Rapallo, donde saludé a mi esposa y a mis hijos y desde donde proseguimos la marcha. De vez en cuando éramos detenidos por la policía y los puestos de vigilancia nos obligaban a parar, pero el salvoconducto de mi amigo siempre daba buen resultado. En Liorna, dos gigantescos policías militares norteamericanos nos saludaron aunque sin detenerse, lo cual me hizo considerar que si las revoluciones no hay duda que son tragedias, tienen también sus lados cómicos.

En Roma encontré hospitalidad en un colegio dirigido por un simpático sacerdote francés. Me

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había dejado crecer la barba y muchas veces, para que pudiera darme cuenta del ambiente que se respiraba en el país, el director me invitaba a bajar a comer cuando tenía invitados, aunque después de hacerme poner, como medida de prudencia, un indefinible gabán negro. Entre tanto, mi esposa estaba llevando a cabo una novelesca operación. Había entrado en contacto con una organización secreta internacional que, a cambio de una fuerte suma, expedía pasaportes falsos. Cuando me expuso su proyecto, me eché a reír, ni más ni menos que cuando mi amigo me enseñó su coche con el salvoconducto ruso inventado por él. Y, a pesar de todo, llegó el pasaporte argentino, con todos sus sellos, sus timbres y sus firmas, hasta el punto de que el burócrata más escrupuloso nada hubiera tenido que objetar.

En él figuraba mi fotografía con barba, bigotes y lentes, y yo constaba como ciudadano argentino, por tanto con pleno derecho de regresar a «su» país. Me acuerdo de que, cuando mi esposa me trajo el pasaporte, me quedé sin poder articular palabra. Desde aquel día, sin embargo, he variado muchas de mis ideas sobre la capacidad femenina. Así, pues, la partida hacia

Argentina comenzó a adueñarse de mis pensamientos, aunque no lograba desvincularla del deseo de volver a ver a mi familia sólo una vez, aquella familia que las vicisitudes de la posguerra habían arrastrado tan lejos de mí y por un espacio de tiempo tan largo.

Mi madre, Anna María y Romano, después de haber permanecido bajo custodia con los norteamericanos, que se habían mostrado muy cordiales, habían sido transferidos a los ingleses, mucho más duros, que los habían enviado al campo de concentración de Terni. Allí mi madre y mis hermanos vivieron en un total aislamiento durante los primeros tiempos, si bien después fue moderándose aquel rigor y se les permitió establecer contactos con otros reclusos. Con su sorprendente vitalidad, mi madre había comenzado a organizar su vida y la de sus hijos partiendo una vez más de cero: sirviéndose como única ayuda de una escoba y una pastilla de jabón, que para mi madre han constituido siempre los elementos básicos de cualquier forma de vida civilizada. Pasados algunos meses, el mando británico trasladó a mi madre y a los chicos desde Terni a Forio d'Ischia. Aunque la pobreza era extrema, las condiciones de vida fueron allí algo mejores, gracias al afecto con que les rodeaba toda la gente de aquel puesto de mando. Pero muy pronto sobrevinieron nuevos percances. Mi madre cayó gravemente enferma, al igual que Romano, al tiempo que Anna María necesitaba una operación y no había dinero para realizarla. Pero, una vez más con su excepcional valor, mi madre saldría del apuro y conseguiría el permiso para ser trasladada a Roma.

Precisamente aquellos mismos días me aguardaba otra novedad. Mi hermana Edda, que al final del conflicto había dejado Suiza convencida de poder regresar tranquilamente a Italia, hacia donde la impulsaba el deseo de hacer algo por nosotros, había sido detenida, separada de sus hijos (que habían sido puestos bajo la custodia de Carolina Ciano) y enviada a las islas Lípari. Sin embargo, para ella al igual que para mi madre, había llegado la autorización de regresar y, por tanto, pronto podría volver a verla.

Gina, por desgracia, no estaría con nosotros. Los resistentes habían practicado un registro en su casa, donde no habían encontrado más que un ejemplar del volumen 77 bastone e la carota. Una guerrillera vestida con pantalones y armada de metralleta había arrojado con rabia aquel libro contra la pequeña Marina —que entonces tenía cinco años—, hiriéndola en una sien. A la madre de Gina le habían cortado el cabello al cero, pero finalmente se habían ido y con ellos había desaparecido todo peligro. Sin embargo, el destino tenía decidido que Marina perdiese también a su madre, la cual se ahogó de la manera más trágica y trivial que imaginarse pueda, cuando se dirigía en una canoa a la boda de una amiga suya, en la otra orilla del lago de Como. La canoa, a consecuencia de una oleada más fuerte que lo normal, se dio la vuelta y Gina, que no sabía nadar, se ahogó antes de que fuera posible auxiliarla.

Así fue cómo, por vez primera después de casi tres años, período de tiempo relativamente breve, por muy largo que a mí pudiera parecerme debido a todo lo que habíamos pasado, volvimos a reunimos todos. Habíamos elegido Pompeya como lugar más accesible para todos, teniendo en cuenta nuestras diferentes procedencias. Era un día de otoño, templado aún y sereno. Nos sentamos en un prado: mi madre, Romano, Anna María, Edda y yo. Ninguno de nosotros, como de

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costumbre, exteriorizaba la emoción que le producía aquel encuentro. Nos mirábamos, charlábamos, como si todo fuese natural, como si hiciera muy pocos días que nos hubiéramos visto, como si mi padre, Bruno, Galeazzo y Gina no hubieran desaparecido. Mi madre abrió una gran bolsa y sacó de ella los alimentos envueltos en papel parafinado: como siempre, con el mismo cuidado, con sus mismas previsiones. Prácticamente, desde 1933 cada uno seguía su propio camino. Nosotros, los chicos, habíamos crecido, nos habíamos hecho otra familia, habíamos ido a la guerra y todos habíamos tenido nuestras aventuras, todas ellas distintas entre sí, sin ni siquiera el consuelo de afrontar juntos el peligro, a excepción de Bruno y yo, inseparables hasta su muerte.

Y precisamente todo cuanto nos había ocurrido —lo vi muy claro aquel día— todavía nos había aproximado más. Al salir para la Argentina sabía que mi familia era una fuerza espiritual compacta y que ninguno de nosotros volvería ya a estar solo. Miraba a Edda, a mi hermana, la independiente, la generosa, con una nueva luz en los ojos. Ahora volvía a mi madre, se pasaban las rebanadas de pan y la fruta, con lentitud, encontrando incluso el valor de sonreírse. Todo había terminado, todo había pasado, y para la familia Mussolini empezaba una nueva existencia. Sus maridos, por los que habían luchado las dos desesperadamente habían muerto; no habían quedado más que ellas y eran fuertes, estaban dispuestas a seguir defendiéndose.

ME RECONOCIERON AL MOMENTO, PERO DISIMULARON Yo veía ahora que se defenderían juntas y que nunca más se abandonarían. Con esta alegría

dentro de mí, dejé a los seres que tanto amaba y me dispuse a partir. El 4 de diciembre salí de Roma en dirección a Genova y me presenté a la estación marítima para embarcar en el Philippa, un viejo barco con bandera panameña.

Incluso ahora, cuando me encuentro en una frontera y la policía me pide la documentación —pese a que tenga ya el pasaporte en regla, me haya afeitado la barba, y si llevo lentes no es para ocultarme sino porque veo menos que antes—, experimento una desazón indefinible. La misma que se apoderó de mí aquel día en Genova, en el momento en que el pasajero colocado delante de mí abandonó la ventanilla y el agente alargó la mano para tomar mi pasaporte, aquél en que yo figuraba como ciudadano argentino. Todos los agentes de los puestos fronterizos observan con gran atención los pasaportes y yo creo que en sus actos hay algo así como una pequeña concesión a la vanidad de sentirse verdaderamente importantes. Pero en aquel momento, para mí, una ojeada o el más mínimo titubeo no significaban más que una sospecha.

«Ahora me dirá que el pasaporte no está en regla —pensaba yo—. Ahora me detendrá. No podré partir. Estoy perdido.» No sé cuánto tiempo duró aquel suplicio. A mí me pareció eterno, aunque tal vez no durara más que unos pocos minutos. Después oí un si accomodi y tuve la presencia de ánimo de hacer como si no comprendiera, y ayudar a que me dijera en castellano: Pase adelante. Atravesé el puente, subí a bordo. Sólo entonces, apoyando los codos en el pretil y contemplando a mi esposa, que me miraba desde tierra, acompañada de los niños, comprendí que ya me encontraba seguro y les sonreí, aunque ahora mi mujer, que hasta ese momento había sabido mantener la compostura, se echó a llorar. El viaje se desarrolló regularmente. Tenía un billete de segunda clase (a la primera no pudimos llegar, dadas las estrecheces económicas), pero a los pocos días de navegación me encontré pasando la mayor parte del tiempo en primera clase, en compañía de Varzi, de Villoresi y de Canestrini, que con todo un cortejo de mecánicos se dirigían a América del Sur para realizar allá toda una serie de competiciones automovilísticas. Me reconocieron inmediatamente, a pesar de la barba y de los lentes, y quisieron que me quedase con ellos, cosa que hice, entreteniéndonos en jugar interminables partidas de poker, si bien tuvieron la delicadeza de no decir nada, ni siquiera a mí. El viaje duró veintidós días y ni una sola vez fui llamado por mi nombre (salvo por un joven comunista, compañero mío de cabina), ni conté nada referente a mí ni a los míos; ni tampoco hablé de la guerra. Se habló de todo, pero no de esto. Y debo decir que en aquellos momentos tan difíciles, sentí una inmensa gratitud hacia aquellos hombres que con tal delicadeza de espíritu y tal prontitud de reflejos habían sabido hacer más

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cómoda mi situación.

El resto de mi vida en la Argentina no corresponde ya a este relato. Apenas desembarcado, busqué trabajó y lo encontré, bajo nombre falso, y así seguí durante unos meses hasta un día en que, juzgando que había transcurrido tiempo suficiente, me presenté al jefe de policía, general Velasco, y le expuse la verdad de mi situación. En él encontré una comprensión humana y obtuve en seguida el correspondiente permiso de residencia. Al poco tiempo el consulado italiano me expedía el pasaporte, con el cual me ha sido posible viajar a Italia.

Resueltos mis problemas y quedando pendientes únicamente los comunes a todos los que emigran a tierra extranjera y tratan de vivir de su trabajo, mi existencia emprendió un nuevo rumbo, por el que sigue todavía. Al poco tiempo mi familia vino a reunirse conmigo; tuve una casa, pequeña pero cómoda, un trabajo bastante seguro, un mínimo de bienestar. Pero subsistía una profunda melancolía. Durante aquellos años, mientras yo me encontraba tan lejos de Italia, mi madre y mi hermana luchaban sin mi ayuda para salvar aquel último bien que nos pertenecía de derecho y que, sin embargo, nos era negado: los restos de mi padre.

Esta es otra historia que podría prolongarse indefinidamente. La historia de doce años, durante los cuales dos mujeres, Edda y mi madre, fueron a llamar a todas las puertas para tratar de conseguir lo que no se niega a nadie, ni siquiera a las esposas e hijas de criminales. En los cementerios de todas las ciudades, una vez aplacado el odio de partidos que había impulsado a tantos a derribar las tumbas del que había caído al otro lado de la barricada —como si la pasión política no tuviera que detenerse frente a la muerte—, comenzaban a surgir campos en que los caídos fascistas, e incluso los alemanes, tenían su tumba ante la cual poder rezar y dejar una flor. Pero para mi padre esto no parecía posible.

Mi madre había tratado de recuperar sus pobres restos, encargando de ello a Gina cuando vivía en Como, pero siempre sin resultado. Posteriormente, en abril de 1946, cuando se difundió la noticia de que el cadáver había sido robado de Musocco, intentó la gestión directamente con Nenni, entonces ministro del Interior. Mi madre recuerda que Nenni, pese a que hacía muchos años que había terminado la amistad existente y que el odio político los había separado, fue bastante cortés con ella, al igual que con mi hermana Edda, que junto con mi madre volvió diferentes veces a la carga. Pero no ocurrió lo mismo con los demás que alcanzaron el poder en el curso de aquellos años. No con De Gasperi, que en diferentes ocasiones rechazó la petición de aquellas dos pobres mujeres aduciendo el motivo de que «en Italia había demasiados fascistas»; no con Pella, que a pesar de todo tuvo la gentileza de restituir a través de Andreotti algunas cartas escritas por mi padre, correspondientes a la época en que estuvo prisionero en la isla de la Maddalena, en agosto de 1943. No con Scelba, que llegó incluso a la grosería y, lo que es peor, dejó que mi hermana aguardase una pronta restitución, que después no había de producirse, lo que —como es natural— provocó en mi madre y en Edda una pena todavía mayor. Tanto más si se recuerda que el comportamiento de los gobernantes, tan incierto, contradictorio e inútilmente misterioso, había provocado un continuo aluvión de noticias según las cuales los restos de mi padre eran localizados unas veces en un sitio y otras veces en otro, con la consiguiente sucesión de confirmaciones y rectificaciones, de esperanzas y desilusiones que rozaban lo macabro y lo ridículo.

Pero no hablemos más del caso. El 30 de agosto del año pasado mi madre ganó por fin su última batalla y recuperó para ella y para nosotros todos, en circunstancias demasiado conocidas para evocarlas, el cadáver de mi padre.

En la actualidad reposa en el cementerio de San Cassiano, junto al de mi hermano Bruno, de mis abuelos y de Gina. Ante aquellas tumbas, calmada ya la tempestad, abiertos de nuevo los ojos que cegó el polvo rojo de la guerra, mi madre y sus hijos pueden ir a rezar todos los días. Nadie lo puede impedir. Yo todavía no he estado en San Cassiano después de la restitución. El día que pueda ir, al igual que el año pasado fui de nuevo a los lugares que vieron el fin de mi padre, será un día grande para mí, no sólo por la seguridad que ha de darme aquella tumba y aquella paz en las que puede reposar mi padre sino también porque nada se hubiera conseguido si mi madre y mi hermana no hubiesen luchado y sufrido durante todos aquellos años, incluso por mí que me

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encontraba tan lejos. Me parece que aquel día pensaré en ellas todavía con mayor intensidad y con más profundo reconocimiento. Tal vez, casi, con afectuosa envidia: la que se siente delante de seres superiores al común de las gentes. Son dos de las nuestras. Las mejores, y por ello he tratado de rebuscar entre mis recuerdos y evocar, sobre todo, sus figuras. Nosotros, los Mussolini, somos muchos. Algunos ya no están, otros han crecido, otros se han transformado en hombres y mujeres; todos han tratado de superar de algún modo, con valor, la terrible prueba de la guerra, de la derrota, de la persecución. ¿Pero, dónde han ido a parar, cómo viven hoy los Mussolini?

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9. QUISIERA AHORA VOLVER A VERLOS A TODOS

Habíamos regresado todos de la Misa del Gallo, cogidos del brazo. Era la víspera de Navidad del año pasado y Roma me parecía más bella que nunca. Por sus calles, por sus gentes, por su aire de fiesta. «Es Navidad y hace frío —pensaba yo—, porque aquí hace frío en Navidad.» Cuando se experimentan demasiadas impresiones o son excesivamente intensas, uno acaba siempre por tomar en consideración hasta las cosas menos importantes. La del frío, por ejemplo. Hacía once años que vivía en la Argentina, donde la Navidad toca en pleno verano, cuando la familia está de vacaciones y los maridos se quedan en la ciudad sudando y recibiendo de Europa aquellas deliciosas postales con paisajes nevados que parecen expedidas desde otro planeta. Y, sin embargo, antes de trasladarme a la Argentina, había pasado treinta años en Italia, pero el tiempo que pasa lo cambia todo y a nosotros con ello, aún contra nuestra voluntad. Miraba a mi alrededor y no lograba creer que fuese verdad. Seguía en Roma, junto a mí se hallaba mi madre, Romano, Anna María, Edda. Y estaban también Carolina Ciano, Marzio, Mariña. Éramos una familia como todas las demás, que volvía de misa, que repetía a coro: «¡ Felices Navidades!» a los vecinos que encontraba por la calle. Subimos todos a casa de Edda, en el número nueve de Via Angelo Secchi. Edda había preparado un árbol enorme, lleno de luces y de relucientes bolas. Debajo del árbol había una cantidad enorme de paquetes y paquetitos, envueltos en papeles de colores y atados con bramante dorado. Los más bonitos, los más generosos, como de costumbre, eran los regalos de Edda. Romano, el fanático del jazz, se sentó al piano y desgranó un motivo musical'. Era la antigua, la dulce melodía de Stille nachte.

—¿Qué? —le dije—. ¿Tanto has envejecido?

Me miró de soslayo y, con aquel extraño vozarrón de hombre, tan raro para mí que lo había dejado siendo todavía un niño, me respondió: —No sé si he envejecido, pero en Navidad se puede escuchar. Es bonita.

Tenía razón. Aquella noche todo era magnífico.

El criado nos llamó a la mesa. En la cabecera de la misma se sentó Carolina Ciano, siempre elegante, cordial, juvenil. Edda y mi madre se sentaron a ambos lados con nosotros. Después de trece años era la primera vez que volvíamos a reunimos, igual que aquel día de Munich. Pero, ¡cuántas cosas habían ocurrido! Mi padre y Galeazzo no estaban con nosotros y aunque nadie quería hablar de ello, todos sentíamos aquel vacío. Era una impresión profunda, pero no torturadora. El tiempo había calmado el dolor, había borrado las huellas de la lucha y de la tragedia. El recuerdo de nuestros muertos se había transformado en la razón de un bien más completo aún, de un vínculo todavía más estrecho entre nosotros, los que habíamos quedado: Y ésta era nuestra felicidad.

«¿Y Dindina?», preguntó mi madre, por hablar de alguien que tampoco estaba, pero poTque no había podido venir a Roma. Empezamos a hablar de Dindina, la hija de Edda, que aquel día de Munich tenía apenas nueve años. Pero había crecido, se había casado y ahora vivía en el Brasil con su marido. Edda habló de ella con su acostumbrado tono alegre e irónico, tratando con el mismo de ocultar la sutil emoción que sienten todas las madres cuando hablan de una hija casada. Yo la miraba y me parecía imposible, una vez más, que fuese precisamente ella, aquella alocada hermana mía con sus calcetines cortos y las piernas llenas de rasguños y golpes, la que tenía una hija casada. Nos quedamos hablando serenamente todos juntos hasta las cuatro de la mañana. Habían transcurrido las horas y ni siquiera nos habíamos dado cuenta, evocando tantos recuerdos, unos claros y otros confusos, tantos nombres y tantos rostros. Las mujeres son las que siempre están más informadas de los hechos referentes a la familia y yo aquella noche hube de enterarme de que tenía una inmensa cantidad de parientes cuya existencia ni siquiera sospechaba. Ello se debe en parte a uno de los principios en los que mi madre creyó con mayor convicción y que puso

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en práctica con mayor firmeza: mantener alejados a los parientes, tanto los suyos como los de mi padre, para que nadie pudiese decir que Mussolini practicaba el nepotismo. «Napoleón —declaraba mi madre cuando mi padre trataba de mantener un mínimo de contacto— se perdió por culpa de sus parientes. Yo impediré que te ocurra otro tanto.»

Como siempre, mi madre era absolutista en sus juicios. Por otra parte, mi padre tenía las mismas ideas que ella. Sin embargo, para evitar las posibles acusaciones de nepotismo, tampoco quería caer en el extremo opuesto, en perjuicio de personas a las que estaba ligado por el afecto familiar.

Tengo que decir que hoy, con la perspectiva de los hechos y el tiempo transcurrido, se ha demostrado que mi madre no tenía razón. Nuestros parientes más próximos, los que en tiempos de esplendor no habían intentado siquiera solicitar de mi padre el más pequeño favor, volvieron inmediatamente a nuestro lado en el momento de la desventura, con una nobleza de alma tanto más grande cuando se trataba de gente sencilla, ciudadana o campesina, viviendo desde hacía generaciones con el problema de salir adelante trabajando mucho y ganando poco. Pero, para hablar de ellos y de nosotros, de los Mussolini que han quedado, de los que nacieron en los días oscuros de la guerra o en aquellos todavía más duros de la posguerra, muchachos y muchachas ahora, hombres y mujeres, hay que remontarse muy atrás.

Las primeras noticias seguras acerca de mi familia aparecen en la segunda mitad del siglo xvn, y se refieren al fundador de ella, Paolo Mussolini, de quien nace un tal Francesco Mussolini, que se casa con Benedetta Tartagni. En 1702, nace de este matrimonio un segundo Paolo, que se casa con María Francesca Ghetti. De ellos nace Giacomo Antonio, que se casa en primeras nupcias con María Francesca Montaguti y en segundas nupcias con Maria Paganelli. De este segundo matrimonio nace Giuseppe Domenico Gaspare en el año 1769. Se casa con Maria Angela Frassinetti, que le da un hijo, Luigi, en 1805. Luigi se casa con Maria Domenica Frig-nani, de la cual tiene un hijo, en 1834, al que se le imponen los nombres de Luigi Agostino Gaspare. Luigi Agostino Gaspare muere en 1908; de su matrimonio con Caterina Vasumi nacieron cuatro hijos, dos varones y dos hembras. Alessandro, Alcide, Albina y Fran-cesca.

Con Alessandro Mussolini, padre de mi padre, aparece una nueva profesión en la familia que hasta el momento se había siempre mantenido fiel a la tierra: la del herrero. Además, mi abuelo Alessandro nace en Collina (el once de noviembre de 1854), mientras que todos los predecesores habían nacido en Calboli o en Montemaggiore.

No resulta fácil, en absoluto, establecer cuántos Mussolini habrán nacido desde entonces ni cuántos quedan hoy, por lo que tal vez resultará más aclaratoria la indicación del árbol genealógico que, en parte, he tratado de esbozar. De vez en cuando, de los lugares más impensados del mundo, me llegan cartas de gente que lleva mi mismo nombre o que está relacionada con él de una u otra manera. La familia de mi madre, sobre todo, es numerosísima, como ocurre frecuentemente en los viejos troncos campesinos de la Romana. Pero lo que más me impresiona —para ser sincero, lo que más me conmueve— es que toda esta gente se da a conocer, muchas veces por vez primera, ahora que hemos vuelto a ser como todo el mundo y que no estamos en condiciones de favorecer a nadie más allá de las normales posibilidades de una familia burguesa, aunque poderosa por el afecto que la une.

Por este motivo, desde hace algunos años voy acariciando el proyecto de reunimos todos un día, como es costumbre entre muchas familias patriarcales. He escrito alguna carta con este fin. Las primeras respuestas que he obtenido están llenas de entusiasmo. El problema, sin embargo, sobre todo para los que residen en el extranjero, lo constituye el viaje: problema de tiempo y, más aún, de dinero, ya que éste no abunda en la familia. El lugar que he elegido es el de la Rocca delle Caminate.

La Rocca sigue siendo nuestra porque el gobierno italiano nos la ha cedido. Fue un regalo de los romañoles, que suscribieron en aquellos tiempos una lira por persona. Era bella y majestuosa con su torre antigua, sus murallas, sus salones, su faro tricolor. La guerra se desarrolló junto a ella,

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la torre quedó resquebrajada con los cañonazos de la artillería aliada, y en los salones acamparon destacamentos polacos. El saqueo fue tan completo, en aquella ocasión y después de ella, que llegaron a desaparecer incluso las bañeras de los cuartos de baño y las tuberías. Fue arrancada la madera del suelo; las puertas fueron desfondadas, así como las ventanas: un vandalismo inútil. Para volver a poner en condiciones la Rocca harían falta muchos millones, millones que ninguno de nosotros posee. No obstante, considero que, por un solo día, podría albergarnos más o menos cómodamente a todos.

Me acuerdo de cuando nos reuníamos allí todos los años, el veintinueve de julio, para celebrar el cumpleaños de mi padre. Para ciertas cosas mi padre había conservado una simplicidad de sentimientos que rayaba en lo infantil. La fiesta, las felicitaciones y los pequeños regalos de todos nosotros, una jornada pasada en entera libertad, lejos de los compromisos políticos de la capital, eran cosas que le complacían sobremanera y, por una vez, él, que siempre se olvidaba de sí mismo, autorizaba algún gesto extraordinario para festejar aquella ocasión.

Una semana antes de la fiesta solía darme personalmente cien liras. Con esta cantidad yo me iba a Faenza y compraba fuegos artificiales. Los preparaba un pirotécnico que tenía su «fragua» en un bastión de las murallas medievales y que se aprestaba para este acontecimiento sabiéndose el pirotécnico más hábil y afortunado de la Romana.

Al regresar a la Rocca, una vez depositados en lugar seguro los cohetes y las ruedas, preparaba con mis hermanos el programa del espectáculo. Me había vuelto sumamente experto y mi padre me dedicaba lisonjeros cumplidos, para contrarrestar lo que decía mi madre que, como todas las mujeres, abrigaba una instintiva desconfianza hacia todo lo explosivo. Y, aparte de eso, especulaba con cierta ironía sobre el hecho de que mi padre, conquistador de un imperio, se divirtiese tanto con los fuegos artificiales.

Mi padre, ciertamente, era un hombre sencillo, como todos los míos. El destino ha querido que durante muchos años la historia de mi familia fuese, en cambio, dramática, tumultuosa y excepcionalmente importante. Y, aún hoy, a juzgar por este termómetro sensible que es el interés periodístico, debo decir que hay millones de personas en Italia y en todo el mundo que siguen interesándose por nosotros. Pero, sustancial-mente, nosotros no hemos cambiado nunca. Ni entonces, cuando la fortuna política nos hizo poderosos, ni ahora que hemos vuelto a ocupar nuestro puesto de otra manera, a menudo en tierra extraña, buscando y encontrando en nosotros mismos fuerzas para sobrevivir a muchas amarguras y a muchas dificultades sin envilecernos. Sin olvidar el pasado, porque no es posible olvidar veinte años o más de existencia de una familia y a la vez de una nación, pero también sin recriminar y sin odiar a nadie, porque sabemos que mi padre no lo querría así. Mi padre no era capaz de odiar, y los propios antifascistas, que se han desfogado atribuyéndole todo género de culpas y defectos, jamás han podido acusarlo de dureza ni de crueldad, e incluso los fascistas —o cuando menos los más intransigentes de entre ellos— siempre le han echado en cara precisamente que perdonaba con excesiva facilidad y excesiva generosidad.

Por este motivo creo que el día en que todos nos reunamos en la Rocca será un día hermoso y sereno. Y hablo de ello, involuntariamente, como de una cosa hecha, pese a que tendrán todavía que pasar algunos años para que se convierta en realidad.

Aquel día, las horas pasarán felices. Nosotros, los muchachos de entonces, recorreremos las calles, los campos y los recuerdos de aquel lejano tiempo feliz; nuestros hijos, los muchachos de ahora, muchos de los cuales no se conocen todavía, aprenderán a conocerse y a quererse, igual que hicimos nosotros. Y, al anochecer, bajaremos todos juntos a Predappio, donde mi padre reposa por fin en paz. Rezaremos una oración ante su tumba y la de Bruno, la de los abuelos y la de Gina. Dejaremos unas flores. No será necesario decir ni hacer más.

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10. UN NECESARIO «AGIORNAMENTO»

El capítulo precedente fue escrito en 1957. Desde entonces ha pasado mucha agua bajo los puentes y considero necesario actualizar a los lectores sobre los últimos y más importantes acontecimientos acaecidos después de ese año.

Todavía no he podido satisfacer mi deseo de reunir un día a todos los parientes directos e indirectos de los Mussolini en la Rocca delle Camínate. Antes de volver a Italia pasé once años en Buenos Aires; después he estado varias veces en la patria. Y últimamente paso muchos meses del año junto a mi madre en Villa Carpena: es que Italia me está absorbiendo de nuevo y pienso trasladarme, un día no lejano, a mi casa. La Romana me atrae, su tierra y su mar me hablan al corazón y llenan mi espíritu de recuerdos, hermosos o tristes, pero siempre fragmentos de una vida transcurrida en períodos de extraordinario interés que con el tiempo asumen una importancia histórica.

Por razones económicas, mi madre se vio obligada a vender la Rocca delle Camínate. Había recibido ofertas muy ventajosas de todas partes del mundo, pero prefirió cederla por un modesto precio a la Obra Nacional de la Maternidad y la Infancia, con obligación de convertirla en un instituto para niños subnormales. Debo añadir que el compromiso contraído por la otra parte no ha sido cumplido, y la Rocca está hoy más arruinada que antes; incluso, ahora, ha sido cedida a la provincia de Forli. Por este acto, que consideramos ilegal, hemos interpuesto querella ante los tribunales competentes. Por esto, si ahora pudiera reunir a todos los parientes en la Rocca delle Caminate, ¡no sería precisamente en mi casa! Y, además, en estos años, un poco al azar, he ido encontrando a casi todos los Mussolini y parientes existentes. Somos muchísimos. Mi madre por ejemplo, tiene diez nietos y once biznietos. La fortuna nos ha sido diversa, las vicisitudes familiares diferentes, y no todos los matrimonios han sido o son felices. Pero entre nosotros existe unión, nos queremos y ninguno ha cambiado de ideas, salvo uno, hijo de un primo mío, que ahora es comunista.

Por eso puedo decir que, si bien la reunión patriarcal aún no ha tenido lugar, los sentimientos de afecto que nos unían se han reforzado y transmitido a los descendientes. En torno a mi madre, auténtico centro de atracción, convergen todos los intereses familiares. Es la autoridad máxima de la familia, y todos la respetamos con genuina devoción. Hoy cuenta 82 años, y se interesa por todo lo que ocurre en el mundo sobre todo en Italia. Yo pienso que aquí, en Villa Carpena, la vieja casona a las puertas de Forli, construida en 1924 sobre los cimientos de una casa rústica y propiedad de mamá desde hace 50 años, precisamente donde nacieron Romano y Anna María, podría celebrarse la reunión. En el fondo, ésta es nuestra verdadera casa, aquí todo se debe al trabajo solícito y tenaz de mi madre, desde las frondosas arboledas a la huerta, desde las flores al corral de gallinas. Y todos los muebles, los enseres, los ha pagado ella, y hasta dos veces, puesto que todo fue confiscado, y lo que no, robado.

Pero lo que verdaderamente me ha retenido de convocar la reunión han sido las muertes prematuras de dos primos con los que me unía un profundo afecto: Vito Mussolini, hijo de Arnaldo, hermano del Duce, y Vanni Teodorani, ya citado en el libro. Y, además, el fallecimiento, verdaderamente increíble y dolorosísi-mo, de mi hermana Anna María. Cuando la vida la sonreía en los ojos de dos bellísimas hijas, una enfermedad cruel nos la arrebató en 1968 ¡con sólo 40 años!

Hoy, han aumentado los sarcófagos de la cripta del cementerio de San Casiano. Además del de mi hermana Anna María, mi madre ya ha hecho construir el suyo en el duro granito de la vecindad de la Rocca. Corno siempre, mi madre no quiere sorpresas ni depender de la voluntad de los demás. La gente que visita la Tumba junto al sarcófago, que está semiabierto, pregunta quién hay dentro. El guarda informa entonces de la prudente previsión de doña Rachele. Pero después de la muerte de Anna, toda la familia ha sufrido un duro golpe. Muchas cosas han sido reconsideradas atemperados algunos entusiasmos, y la alegría es más recogida y discreta.

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Además, mientras nuestra familia no alimenta odio por nadie y desea sinceramente la concordia y la paz entre los italianos y el abrazo definitivo entre las dos facciones en las cuales la guerra perdida los dividió, la otra parte, la llamada vencedora, que debería mostrar mayor generosidad, sigue soplando las ascuas del fuego, reavivando la llama del odio. La prueba es el criminal atentado de la noche de Navidad de 1971, cuando manos anónimas pusieron una bomba sobre la puerta de la Capilla de los Mussolini en San Casiano. Los daños fueron considerables, pero por fortuna las tumbas han quedado intactas. Triste día de Navidad para todos nosotros, pero sobre todo para mi madre, que todos los días se acercaba al cementerio para depositar flores sobre las tumbas de sus deudos, junto a las muchas otras flores llevadas por visitantes de todas las partes del mundo. Tal vez por esto, para evitar las decenas y decenas de miles de personas que llegan hasta Predappio para rendir homenaje al Duce, pusieran la bomba. Tal vez por esto la Junta Comunal de Predappio, social comunista, sigue negándose a conceder el permiso para efectuar las reparaciones necesarias y ha cerrado la entrada a la cripta. Gente mezquina que no advierte que el juicio de la Historia desenmascara al final la mentira y la falsedad.

Por eso hay que seguir luchando, siempre. Y mi madre en primera línea, dirigiendo las operaciones. En la patria del Derecho la Justicia tarda en llegar, pero llegará, y a la prepotencia de los otros, a la calumnia y al abuso, ha de hacerse frente, físicamente o en los Tribunales.

Por eso, como previera mi padre, cuando escribió, en Vita di Arnaldo, en 1931, esta frase: «Sólo tengo un deseo, ser sepultado junto a los míos en el cementerio de San Casiano. Muy ingenuo sería si creyese que me van a dejar tranquilo después de muerto. En torno a las tumbas de los jefes de las grandes transformaciones que se llaman revoluciones, no puede haber paz. Pero todo lo que fue hecho no puede ser borrado, mientras mi espíritu, liberado entonces de la materia, vivirá, después de la breve vida terrena, la vida inmortal y universal de Dios», por eso, pues, junto a su tumba de San Casiano no hay paz, a los 27 años de su muerte. Y mi madre, mientras pueda, seguirá llevando sus flores, luchará por abrir de nuevo la cripta, saludar a los miles de visitantes que llegan hasta ese lugar apartado de Italia, alejado de las grandes vías de comunicaciones, de todas partes del mundo, a postrarse ante la tumba de 'Benito Mussolini en respetuoso recogimiento.

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Esta obra, publicada por

EDICIONES GRIJALBO, S. A.,

terminóse de imprimir en los talleres

de Gráficas Diamante, de Barcelona,

el día 25 de junio

de 1974

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ÍNDICE DE ILUSTRACIONES

ILUSTRACIÓN 1. 13 DE SEPTIEMBRE DE 1943. EL DUCE SALE DEL JUNKER QUE LO CONDUJO AL CUARTEL GENERAL DE HITLER, POCAS HORAS DESPUÉS DE SU LIBERACIÓN POR LOS COMANDOS ALEMANES. EN LA FOTO, SU HIJO VITTORIO (EL AUTOR DE ESTE LIBRO) LE SALUDA GOZOSO EN PRESENCIA DE HITLER........................................... 27

ILUSTRACIÓN 2. EL JARDÍN DEL CASTILLO DE HIRSCHBERG, CERCA DE MUNICH, DONDE SE ALOJARON VARIOS MIEMBROS DE LA FAMILIA MUSSOLINI POR ESPACIO DE UNAS CUANTAS SEMANAS DES-PUÉS DEL 8 DE SEPTIEMBRE DE 1943. EN LA FOTOGRAFÍA PUEDE VERSE AL DUCE, A SU ESPOSA RACHELE Y A LOS HIJOS DE VITTORIO MUSSOLINI: GUIDO (A LA DERECHA) Y ADRIA.................................................................. 28

ILUSTRACIÓN 3. BERLÍN, 1938. LA CONDESA EDDA CIANO (HERMANA DEL AUTOR) EN UNA RECEP-CIÓN DADA EN SU HONOR POR GOEBBELS. ................................................................. 28

ILUSTRACIÓN 4. PRIMAVERA DE 1944, EN GARGAGNO, LAGO DE GARDA. EL LÍDER ITALIANO RECORRE EN BICI-CLETA LOS CAMINOS DEL JARDÍN DE LA VILLA FELTRINELLI, DONDE LA FAMILIA MUSSOLINI VIVIÓ DURANTE LOS SEISCIENTOS DÍAS DE LA REPÚBLICA SOCIAL ITALIANA. ...................................................................................... 29

ILUSTRACIÓN 5. CLARA PETACCI, AMANTE DE MUSSOLINI, EN 1938....................................................... 29

ILUSTRACIÓN 6. LA FAMILIA DE MUSSOLINI, POCO DESPUÉS DE LA MARCHA SOBRE ROMA (28 DE OCTUBRE DE 1922). DE IZQUIERDA A DERECHA: EDDA, RACHELE MUSSOLINI, BRUNO Y VITTORIO.................................................................................................... 30

ILUSTRACIÓN 7. MUSSOLINI EN SU ESCRITORIO DE VILLA DELLE ORSOLINE, GARGAGNO, LAGO DE GARDA, PREPARANDO LA TRANSMISIÓN DE UN MENSAJE RADIOFÓNICO. A SU DERECHA ESTÁ DAQUANNO, DEL MINISTERIO DE CULTURA POPULAR (PROPAGANDA). A LA IZQUIERDA, FERNANDO MEZZASOMA, MINISTRO. ........................... 30

ILUSTRACIÓN 8. VERONA, ENERO DE 1944. EL TRIBUNAL ESPECIAL QUE JUZGÓ A LOS FIRMANTES DE LA MOCIÓN GRANDI DEL 25 DE JULIO DE 1943, QUE PROVOCÓ LA CAÍDA DEL RÉGIMEN FASCISTA. ..................................................................................................... 30

ILUSTRACIÓN 9. GARGAGNO, LAGO DE GARDA, 1944. EL DUCE ABANDONA LA VILLA FELTRINELLI. UN MIEMBRO DE LA GUARDIA REPUBLICANA (IZQUIERDA) Y UN SOLDADO DE LAS SS PRESENTAN ARMAS...................................................................................... 31

ILUSTRACIÓN 10. INVIERNO DE 1916. DURANTE UN PERMISO, EL CABO BENITO MUSSOLINI VISITA A SU HIJO RECIÉN NACIDO, VITTORIO, FOTOGRAFIADO AQUÍ EN BRAZOS DE RACHELE MUSSOLINI. LA PEQUEÑA EDDA (A LA DERECHA) CONTABA ENTONCES SIETE AÑOS. ............................................................................................................... 31

ILUSTRACIÓN 11. EN CATTOLICA (REGIÓN NATAL DE MUSSOLINI, EN LA ROMANA), 1925. MUSSOLI-NI Y SU HIJA EDDA PASEAN POR LA PLAYA. ........................................................... 32

ILUSTRACIÓN 12. EN LA VILLA TORLONIA (RESIDENCIA DE LA FAMILIA MUSSOLINI EN ROMA), EL LÍDER FASCISTA Y SU HIJA EDDA ESPERAN LA LLEGADA DE LOS INVITADOS A LA RECEPCIÓN CELEBRADA CON MOTIVO DE LA BODA DE EDDA CON EL CONDE GALEAZZO CIANO (ABRIL DE 1930) ............................................................................... 32

ILUSTRACIÓN 13. LOS NOVIOS, DESPUÉS DE CASARSE EN LA IGLESIA DE SAN GIUSSEPE, SE EN-CAMINAN A SAN PEDRO DE ROMA, SI-GUIENDO UNA ANTIGUA TRADICIÓN ROMANA SEGÚN LA CUAL LOS RECIÉN CASADOS DEBEN BESAR LOS PIES DE UNA ESTATUA DE BRONCE DEL APÓSTOL. ......................................................................... 33

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ILUSTRACIÓN 14. EDDA CIANO EN UN ACTO DE LA CRUZ ROJA EN EL FRENTE GRIEGO, 1941. .......................................................................................................................................... 33

ILUSTRACIÓN 15. VILLA DELLE ORSOLINE, LAGO DE GARDA, DONDE MUSSOLINI TUVO SU DESPACHO DURANTE LOS SEISCIENTOS DÍAS DE LA REPÚBLICA DE SALÓ. ................................. 34

ILUSTRACIÓN 16. VILLA FELTRINELLI, LAGO DE GARDA, ÚLTIMO HOGAR DEL DUCE. ................................ 34

ILUSTRACIÓN 17. LONDRES, HACIA 1938. GUGLIELMO MARCONI SALUDA A CONDESA EDDA CIANO EN UNA RECEPCIÓN DADA EN SU HONOR. EN EL CENTRO, LA ESPOSA DEL EMBAJADOR ITALIANO EN LONDRES, DIÑO GRANDI (FUE GRANDI QUIEN EN JULIO DE 1943 PRESENTÓ AL GRAN CONSEJO FASCISTA LA MOCIÓN QUE CONDUJO A LA DETENCIÓN Y ENCAR-CELAMIENTO DE MUSSOLINI) ................................................. 35

ILUSTRACIÓN 18. RACHELE MUSSOLINI A LA EDAD DE OCHENTA AÑOS. .................................................. 35

ILUSTRACIÓN 19. PREDAPPIO (EL MUNICIPIO DE LA ROMANA DONDE NACIÓ MUSSOLINI), EL 30 DE AGOSTO DE 1957. EL CADÁVER DE MUSSOLINI ES ENTREGADO A SU FAMILIA A LOS DOCE AÑOS DE SU MUERTE. DE PIE, DE IZQUIERDA A DERECHA: EL CONDE VANNI TEODORANI-FABBRI Y SU ESPOSA ROSA, HIJA DE ARNALDO MUSSOLINI; LA CONDESA EDDA CIANO; EL COMENDADOR AUGUSTO MOSCHI, PRIMO DE RACHELE MUSSOLINI; MARZIO CIANO; RACHELE MUSSOLINI; ROMANO MUSSOLINI, HIJO MENOR DEL DUCE. NO PUDIERON ASISTIR AL ACTO VITTORIO MUSSOLINI, POR HALLARSE EN ARGENTINA, Y ANNA MARÍA MUSSOLINI, QUE ESTABA ENFERMA .................................................... 36

ILUSTRACIÓN 20. ROMA, 1960: EN LA IGLESIA, CON MOTIVO DE LA BODA DE UN FAMILIAR. DE IZQUIERDA A DERECHA: MARÍA TERESA BACCHERINI (HIJA DE LA HERMANA DEL DUCE, EDVIGE), RACHELE MUSSOLINI, EDDA CIANO Y DONNA CAROLINA (MADRE DE GALEAZZO CIANO). .................................................................................... 36

ILUSTRACIÓN 21. EN VILLA CARPENA, FORLI, CASA DE RACHELE MUSSOLINI. SE CELEBRA EL OCHENTA Y UN ANIVERSARIO DE LA VIUDA DEL DUCE. LA CONDESA CIANO Y SU HIJO VITTORIO CONTEMPLAN CÓMO LA ANCIANA APAGA LAS VELAS (10 DE ABRIL DE 1971)................................................................................................................. 37

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MUSSOLINI Mujeres trágicas en su vida

Vittorio Mussolini

Mussolíni, el gran dictador popular que disciplinó al pueblo italiano, el demagogo que primero inspiró a Adolfo Hitler y que más tarde se vio arrastrado hacia el mortífero laberinto alemán. Un hombre que aún hoy suscita encontradas pasiones y que sigue siendo un enigma para mucha gente...

En esta obra, y por vez primera, se nos cuenta su vida privada. Esta crónica familiar basada en recuerdos personales, en trágicas circunstancias, tiene el calor humano y entrañable que, sólo puede darle quien ha vivido personalmente los hechos que describe: Vittorio, el hijo mayor de Mussolini.

Vittorio centra su relato en la vida de las mujeres de su padre: su madre Rachele, su hermana Edda—ambas viudas antes de terminar la guerra— y la amante del Duce, la hermosa y predestinada a la muerte Clara Petacci. Los destinos de estas tres mujeres estuvieron profundamente unidos hasta que los eslabones de la cadena fueron cortados de modo brutal por las balas de los partisanos italianos. Los cuerpos de Benito Mussolini y de su joven amante fueron colgados, cabeza abajo, en Milán para la mofa y el escarnio de un encolerizado y desilusionado populacho.

Aunque también nos ofrece muchos aspectos de la vida pública de Mussolini como político y líder de Italia, este libro es esencialmente la historia de su vida privada; una historia imprescindible para cualquier estudioso de la Segunda Guerra Mundial, pero también para todo aquel que quiera conocer al hombre de carne y hueso que se esconde tras el mito.

VITTORIO ALESSANDRO MUSSOLINI (así le llamaba su padre: Vittorio por victoria, y

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Alessandro en honor a un anónimo héroe inglés de la Primera Guerra Mundial) nació en Milán en 1916. Como delegado llevó a cabo varias misiones de importancia junto a Hitler y von Ribbentrop, especialmente en los últimos dieciocho meses de la guerra. A finales de 1946 embarcó, disfrazado, hacia Argentina, donde se dedica al periodismo y a sus negocios, aunque realiza frecuentes visitas a su casa de Forli, en la Romagna italiana.

Sobrecubierta: ESPINOSA

VITTORIO MUSSOLINI

Mussolini íntimo: un vibrante retrato psicológico que nos ayuda a comprender sus grandes decisiones políticas. Mussolini revivido por Vittorio, su propio hijo, su misma sangre. La crítica mundial ha dicho de esta obra:

"Un retrato palpitante y veraz de Mussolini, escrito por su propio hijo."

Publishers Weekly

"El conflicto entre Edda, Rachele y el propio Mussolini desde setiembre de 1943 hasta enero de 1944, es una de las historias humanas emocionantes de nuestro siglo."

The Washing

"La vida íntima de Mussolini es aún poco conocida... Nadie mas que Vittorio, su hijo mayor, para ofrecernos una imagen tan real del italiano."

Daily Telegraph