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Yolanda Colom MUJERES EN LA ALBORADA Ediciones del Pensativo Colección Nuestra Palabra

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Yolanda Colom

MUJERES EN LA ALBORADA

Ediciones del Pensativo Colección Nuestra Palabra

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Revolucionaria y educadora guatemalteca con experiencia de varios lustros en docencia no oficial ni institucional entre sectores sociales marginados, oprimidos y explotados.

Durante once años militó en el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y por nueve años en Octubre Revolucionario. P osteriorm en te ded icad a al trabajo editorial y divulgativo de la obra literaria y política de Mario Payeras, dirigente revolucionario, filósofo y escritor, fallecido en 1995. Cofundadora y miembro del equipo de formación de la Fundación para la Democracia Manuel Colom Argueta.

A dem ás del p resen te libro , ha elaborado artículos, conferencias y docu­m entos, muchos de los cuales se han pu blicad o en p eriód ico s y rev istas culturales y políticas dentro y fuera del país. Entre ellos: "Aparatos ideológicos del e s ta d o " (1 9 7 1 ), " C r ite r io s y m etodología de a lfab etizació n para capacitar a dirigentes y activistas sociales como alfabetizadores" (1974), "Insurgencia y contrainsurgencia en Guatemala" (1984). T am bién ha e lab o rad o n u m ero sas ponencias y artículos sobre la obra política y literaria de Mario Payeras, así como sobre la exp erien cia revolu cio n aria guatemalteca.

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MUJERES EN LA ALBORADA

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Yolanda Colom

MUJERES EN LA ALBORADA

Guerrilla y participación femenina en Guatemala 1973-1978

Testimonio

Ediciones del Pensativo

Colección Nuestra Palabra

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© Ediciones Artemis Edinter Primera edición 1998 © Yolanda Colom 1998

© Ediciones Puerto, Puerto Rico Segunda edición: 2000 © Yolanda Colom 2000

© Ediciones del Pensativo,Tercera edición 20075a. Avenida Norte No. 29 Antigua Guatemala Guatemala, Centroamérica Teléfono: (502)7832-0729

Fax: 7832-1477

Correo electrónico: delpensativo@gmail. com Página web: www. delpensativo. com

© Yolanda Colom 2007Diseño de portada: Hanna C. Godoy CóbarPortada: Arnoldo Ramírez Amaya, noviembre 26 de 2006ISBN: 99922-65-31-0

Diagramación: Nancí Franco Luin Correcciones: Hanna C. Godoy Cóbar Cuidado de edición: Gabriela Grijalva

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A la memoria de los revolucionarios caídos en silencio por la vida y la justicia en Guatemala.

A la memoria de Benedicto, quien me introdujo en mundos de amor, belleza, sabiduría.

A la memoria de Mario Payeras revolucionario universal, por sus sueños y sus ejecutorias.

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AGRADECIMIENTO

Este libro no se habría escrito sin la iniciativa y el estímulo de Norma Stoltz Chinchilla —Profesora y directora del programa sobre estudios de la mujer en la Universidad Estatal de California, en Long Beach — y de Bobbye Ortiz (+1990) — Editora asociada de Monthly Review y destacada activista de Women 's Intemational Resource Exchange, WIRE, de Nueva York —. Para ellas mi profundo agradecimiento por hacerme ver el valor humano, social y político de dar a conocer algo de mi experiencia como ciudadana y revolucionaria guatemalteca. Partes completas de este trabajo son respuesta a sus inquietudes e interrogantes.

La autora

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NOTA DE LA AUTORA*

MetamorfosisAsí como los caracoles guardan el eco del mar, así mi corazón ha retenido sus memorias, sueños y muertos. En el libro Mujeres en la alborada consigno un fragmento de esas memorias, sueños y muertos; una fracción de la gesta revolucionaria armada en el inicio de su segundo ciclo; una ínfima partícula de lo acontecido en las mon­tañas y selvas del noroeste. La mayor parte, la epopeya de la población civil de aquella región, que resistió a los embates del ejército con piedras, palos y machetes, está por escribirse.

Con la elaboración de este libro cerré un ciclo de más de veinte años de militancia vertiginosa e ininte­rrumpida. En 1973 inicié el abandono de mi identidad para sumergirme en el anonimato y la clandestinidad. Y sólo comencé a retomarla en enero de 1995, a raíz de la muerte sorpresiva de mi compañero. Ese hecho nos sacó abrupta e inesperadamente de un anonimato de lustros: a él muerto, a mí cuando vivía esa tragedia personal.

De ahí que lo narrado en este libro fue vivido por Haydeé, Lucía, Manuela y Violeta. Fue escrito por Isabel y Carmen. Y ha sido firmado por Yolanda.

Irrupción de la política en mi vida y opción por la mi­litancia revolucionaria armadaLa política irrumpió en mi vida sin buscarla, sin desearla. Con ráfagas vigorosas y bruscas se volvió preocupación temprana, aunque no tenía vocación para ella. Aspiraba a

* Palabras de la autora en la presentación de la primera edición de este libro. Revisadas en enero de 2006.

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una Guatemala digna y justa; a una sociedad más huma­na, más feliz, más avanzada. Y con la fijación de tal ideal fui uniendo mi destino al de quienes más necesitan ese cambio y al de quienes comparten las mismas aspiracio­nes. De ahí que mi compromiso con la gesta revolucio­naria lo determinó el drama social de nuestro país.

En mi experiencia fueron la teoría y la práctica revolucionarias las que me proporcionaron el conoci­miento para comprender nuestra realidad social, y la alternativa para participar en su transformación de ma­nera organizada.

Pertenezco a una generación de revolucionarios latinoamericanos forjada en un período de terrorismo de Estado, de crisis del sistema político y de luchas por la defensa de los más elementales derechos humanos, laborales y ciudadanos que fueron anegadas en sangre, muerte y exilio. Pertenezco a una de tantas generaciones guatemaltecas que hemos atestiguado cómo los corazo­nes que laten por la justicia, la verdad y la dignidad son acosados a muerte. Y cómo el terror, la corrupción y la intolerancia de los poderosos han hecho escuela dentro de nuestra sociedad.

Los revolucionarios de mi generación nos rebela­mos ante regímenes autoritarios, corruptos y violentos; nos rebelamos ante el asesinato de miles de guatemaltecos que se ganaban la vida honrada y dignamente; nos rebela­mos ante la persecución, tortura y asesinato de centenares de dirigentes, trabajadores, estudiantes e intelectuales demócratas que actuaban dentro del marco de la ley; nos rebelamos ante un sistema económico que reproduce la miseria, la ignorancia y la violencia; nos rebelamos ante una sociedad cuyas capas medias y altas permanecían indiferentes — cuando no justificaban — el despiadado e indiscriminado atropello de los más elementales derechos

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humanos y ciudadanos contra sus compatriotas. Nos rebelamos por dignidad, ideales y sentido del deber. Y hacerlo implicó para nosotros entregar mucho más que la vida y vivir mucho más que la muerte; trabajar al límite de la resistencia humana prolongadamente; arriesgarlo todo, renunciar a todo: a nuestros seres más queridos, a nuestra identidad y preparación profesional, a nuestros recursos y bienestar material; a nuestro descanso y tran­quilidad. Lo dimos todo a cambio de nada en beneficio propio porque creíamos en la posibilidad de construir una sociedad mejor para todos.

Poseemos experiencia, capacidad de trabajo con vocación de servicio, memoria de nuestros muertos, amor por la vida y la libertad; y un corazón que sigue latiendo por un mundo mejor.

Nuestro aliento libertario no se nutre de triunfos o derrotas. Nuestra fuerza reside en las convicciones que nos mueven, en la transparencia con que actuamos y en el empe­ño que ponemos por transformar los sueños en realidad.

Las armas de fuego, de la clandestinidad y de la guerra de guerrillas las tomamos, en primer lugar, para defender la propia vida. En segundo lugar, para defen­der los ideales y darlos a conocer. En tercer lugar, para empuñarlas contra los cuerpos represivos y aquellos poderosos que recurrían o propugnaban por la violencia contra quienes disentían de sus posiciones, intereses y privilegios ilimitados.

Ninguno de nosotros estábamos locos ni perver­tidos para seguir tal camino habiendo otras alternativas. Tomar las armas y optar por la vía armada nos violentó en lo más profundo de nuestra calidad humana y voca­ción de paz. Nos violentó en nuestras relaciones afectivas y aspiraciones personales. Nos sometió a nosotros y nuestros seres queridos a rigores materiales y psíqui-

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cos indescriptibles y duraderos, cuyas consecuencias seguimos experimentando todavía. Pero no dudamos en dar el paso, ni nos arrepentimos, ni fue tiempo perdido, dadas las motivaciones, las circunstancias y el momento en que lo hicimos.

Rebelarse en armas cuando los detentadores del po­der violan persistente e impunemente las leyes y nuestros derechos más elementales no es un error ni un crimen. Mucho menos un hecho inmoral, injusto o inútil. Para nosotros era un derecho y un deber. Nuestro único delito ha sido atrevernos a abandonar a quienes más queríamos; atrevernos a arriesgar su vida y la nuestra; atrevernos a renunciar a nuestro bienestar y tranquilidad; atrevernos a desafiar al sistema imperante con la sola fuerza de nuestros sueños, dignidad y convicciones "aunque sólo fuera para ganarle al magno océano de la ignorancia, la miseria y el horror un palmo" (Mario Payeras).

Causas, significado e interpretación de las rebeliones socialesEn Guatemala han circulado durante décadas la versión oficial y los análisis de quienes denostan a los movi­mientos popular y revolucionario con la lucidez de la ideología dominante, incluidos académicos extranjeros. De manera que sistemáticamente han sido divulgadas y asimiladas las versiones de lo que ellos quisieran que fuéramos los revolucionarios: delincuentes, resentidos sociales, irresponsables, fanáticos de ideologías "extra­ñas", manipuladores de los pueblos indígenas y de los jóvenes, provocadores, cobardes.

Pero tales calificativos no corresponden sino a quie­nes, detentando el poder y estando obligados a defender el Estado de Derecho, lo violan para imponer privilegios de minorías, fraudes electorales y financieros, latrocinio,

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crímenes de Estado. De ahí que la responsabilidad mayor por las consecuencias de la rebelión social, así como de la situación actual del país, recae, no cabe duda, en quienes han detentado y siguen detentando el poder.

Aducir neutralidad o equilibrio para juzgar como igualmente responsables al ejército —respaldado por el aparato del Estado y las clases poderosas— y a las fuerzas rebeldes — expresión organizada de los débiles y agredidos por aquellos — es condescender y defender al Estado y a las minorías acaudaladas que representa. Tal posición descontextualiza histórica, económica, política y socialmente los hechos. Y no considera las proporcio­nes del desigual enfrentamiento, ni los móviles de uno y otro contendiente. Pretender tal enfoque es falsear la historia. La simplificación que de los hechos conlleva es pragmática y fácil, pero no contribuye a comprender lo sucedido ni a extraer las enseñanzas indispensables.

Tales enfoques ven la violencia de la acción revolucio­naria y popular. Es más, les adjudican la causa de la violen­cia en general, de los males sociales y del atraso del país. Sin embargo, los generadores históricos y estructurales de la violencia social y política han sido las clases poderosas y el Estado que ellas han conformado. Y no sólo lo han sido de la violencia armada — con su fuerza bruta, tecnológica y de inteligencia contrainsurgente—, sino peor aún: lo son de la violencia de los salarios de hambre y de las humi­llaciones a la dignidad de los trabajadores; de la opresión hacia los indígenas; del latrocinio y de la intolerancia polí­tica y cultural. Todas ellas formas de violencia cotidianas, silenciosas y letales que crean el caldo de cultivo para las rebeliones. Pues los levantamientos sociales son reaccio­nes históricas de los débiles cuando los gobernantes no atienden equilibradamente las necesidades de los diversos sectores sociales; y, además, cierran las vías legales y pací­ficas para demandar el cumplimiento de la ley.

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Las rebeliones sociales son hechos colectivos que trascienden individuos, voluntades y análisis teóricos. Y que confirman, una y otra vez, que no puede haber paz y desarrollo sin trabajo, educación, justicia y dignidad para todos.

Las guerrillas eminentemente campesinas e indí­genas, como las descritas en Mujeres en la alborada, no se explican por el influjo de alguna ideología particular, no surgen de la noche a la mañana, no son producto de manipulaciones o engaños. Son la expresión política más aguda de una situación social explosiva, provocada por un sistema económico que tiene a la mercancía, al dinero y a la acumulación privada de bienes como su razón de ser, y no al bienestar y a la dignidad humanas.

De ahí que las rebeliones, tragedias sociales no deseables, no pueden valorarse ni comprenderse desde el punto de vista de su utilidad, moralidad, legalidad, éxito o fracaso.

Nuestra posición ante la derrota revolucionaria y nuestra integración a la vida legalPara quienes vivimos consciente y consecuentemen­te nuestro compromiso, aceptar la derrota de la gesta revolucionaria no significa renunciar a nuestros ideales y principios. No significa renegar ni avergonzarnos de lo actuado. No significa aliarnos ni servir al adversario. No significa creer en el sistema imperante. Significa reflexionar sobre lo actuado y extraer lecciones para el presente y el fu­turo. Significa reconocer que una de las causas del fracaso radicó en nuestros propios errores y limitaciones. Significa volver a exponer la existencia por la justicia y la dignidad; ahora sin las armas del anonimato, la clandestinidad, la organización. Significa hacerlo en circunstancias también adversas; pues ser crítico, sustentar principios y servir causas justas es difícil en toda circunstancia y lugar.

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Si aceptar la derrota revolucionaria requiere entereza y dignidad, trabajar por la democracia en las condiciones actuales lo requiere de la misma manera. De ahí que nos presentamos con las alas del ideal desplegadas al viento y con la dignidad firme ante la aurora detenida. Nos presen­tamos con amor y amistad ante el hijo, a quien privamos de nuestro cariño, cuidados y sustento en aras del ideal de ayer, de hoy y de siempre. Nos incorporamos al esfuerzo democratizador con la misma vocación de servicio y dis­posición para trabajar por toda causa que apunte hacia una sociedad mejor. Han cambiado las circunstancias y las formas de lucha; no los ideales, las convicciones, ni las necesidades sociales.

Razones para compartir estas vivenciasEscribí Mujeres en la alborada movida por el sentido del deber hacia aquellos que aspiran a un mundo mejor y creen en las enseñanzas de la experiencia social acumu­lada. Para aquellos que saben que los hechos sociales son fenómenos complejos y contradictorios que trascienden a individuos y dirigentes. Y como aporte al rescate de la memoria perseguida, acosada y traicionada por no pocos. Pero también lo escribí en oposición a los partidarios del "borrón y cuenta nueva", a los usurpadores, detractores y represores de la palabra rebelde.

En el libro me concentro en los años que van de 1973 a 1978. Y me refiero a la experiencia vivida en el altiplano occidental, montañas de los Cuchumatanes y selvas de El Ixcán y El Petén. De ahí que los relatos son reflejo de la primera época de una gesta que quiso abrir camino hacia algo mejor para Guatemala, pero que años después perdió el rumbo y fracasó por causas múltiples en sus objetivos medulares.

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La experiencia de escribir el libroEscribir este libro significó volver a vivir los hechos con una intensidad psíquica y emocional extenuante. Dolor y alegría, miedo y valor, rabia y ternura, odio y amor aflora­ron en mí con fuerza tan desbordante que, con frecuencia, debí suspender su escritura por horas, días, semanas. Vivir los hechos en aquellos años no implicó el desgaste de escribirlos. Vivirlos entonces fue maravilloso porque nos desbordaban los sueños, el entusiasmo, las certezas, la juventud, el amor. Además, vivíamos el ascenso de la lucha e ignorábamos la envergadura del precio social y personal que pagaríamos por nuestros ideales y osadía. Revivirlo lustros después fue durísimo porque estábamos ante la derrota del sueño, ante el desencanto de oportu­nismos y traiciones de excompañeros, ante el auge del neoliberalismo y viviendo el exilio y la soledad política.

Definitivamente, la experiencia no es sólo producto de lo logrado, de lo aprendido y de lo vivido al cabo de una vida; sino también es el camino, el proceso y los es­fuerzos que conllevó llegar a donde se está.

Guatemala, 1998

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PRESENTACIÓN

Mujeres en la alborada es uno de los libros que podemos leer para conocer Guatemala y entender su presente. Es un material imprescindible para investigar la historia de las guatemaltecas. Lo que Yolanda Colom relata es ya parte del pasado, y en eso radica su importancia, porque es un capítulo fundamental en las vidas de muchas de esa generación, nacida a mitad del siglo XX. Es la narración de hechos y momentos cruciales del país, y de sus mujeres en particular.

A manera de etnografía, sin pretenderlo quizá, une la descripción subjetiva y el análisis sociológico, para darnos un panorama muy detallado de la comuni­dad guerrillera y su entorno, del paisaje de la selva, sus habitantes y secretos. Nos lleva a ver muy de cerca la mentalidad que muchas jóvenes de entonces compartían a través de ideales, valores y sueños. Entre líneas y a las claras, encontramos descripciones sobre las condiciones de vida de las mujeres, tanto del campo como de los cen­tros urbanos, y aunque la lente sea personal, no faltan los exámenes objetivos de la realidad. Sus apreciaciones y juicios coinciden con corrientes de pensamiento comunes en la Latinoamérica de entonces. En este sentido, es una obra de su tiempo.

La Revolución, como forma de vida y opción política fue un horizonte moral para quienes la convir­tieron en eje de sus vidas. La militancia en condiciones de clandestinidad, con las carencias y los riesgos que ello planteaba, es expuesta aquí por una de sus protagonistas, quien la desmenuza y la rearma como mosaico. El papel que ella y sus más cercanos compañeros tuvieron dentro de su organización, las discusiones, las acciones armadas,

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las políticas propuestas, ponen al descubierto un mundo desconocido u oculto, que hoy es preciso analizar y cono­cer. En estas páginas hay reflexiones y dudas que están sin resolver. La crítica y la autocrítica dejan abierta la puerta a una evaluación siempre necesaria.

Los testimonios de quienes se involucraron en distintas organizaciones políticas, sea como estudiantes, sindicalistas, campesinas u obreras en los años setenta y ochenta, comparten rasgos y escenarios que nos muestran una parte de la historia de Guatemala que no estaba docu­mentada. Las anécdotas, la alusión a costumbres, dichos, nombres y lugares, nos ubica en una época en la que hubo movilizaciones y cambios sociales que le abrieron la puer­ta a prácticas culturales distintas. El abordaje de la autora, su lenguaje, así como las vivencias que relata, dan cuenta de un intento colectivo de construir otra Guatemala.

Si bien para entonces ya muchas mujeres en el mundo luchaban por liberarse de la opresión patriarcal, aquí todavía predominaba un sistema semifeudal, tanto en la estructura económica, como en la ideología y sus formas de expresión. Parecen increíbles las formas en que se trataba y consideraba a las mujeres, sobre todo en los medios más conservadores. En el cuadro que Yolanda pinta con maestría, no faltan las ventas de muchachas, los robos de novias, las golpizas, los abusos. Lo bueno es que éstas se contrastan con las luchas y actitudes que asumen otras contra la discriminación y por la justicia.

Semejantes empresas no estuvieron exentas de obstáculos ni de yerros. La marcha hacia la victoria añora­da fue dura, el desenlace y la derrota, dolorosos. Muchas muertes y pérdidas acompañaron los pequeños triunfos y avances, el balance que podemos hacer hoy tiene esos referentes. Sin embargo el espíritu militante, rebelde y contestatario, trajo consigo transformaciones individua­les y sociales que hoy encontramos en las familias, en las organizaciones y en los movimientos que sobrevivieron a

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la confrontación con los poderes materiales y simbólicos, cuestionándolos y retándolos.

Si vamos ahora a las áreas geográficas que apa­recen en el libro, los cambios saltan a la vista: caminos asfaltados, teléfonos celulares, construcciones modernas y contaminación de los ríos están sustituyendo la belleza de los bosques milenarios, con sus mariposas y aves. Poblaciones que una vez abrigaron a familias indígenas fueron arrasadas, cientos de cementerios y tumbas queda­ron desperdigados por aquellos parajes naturales. Jóvenes que entonces estaban apenas en la alborada de sus vidas, dispuestas a todo, hoy son adultas maduras, con una carga acumulada de saberes y experiencias. La injusticia contra la que se combatía, la violencia, el deterioro ambiental, la miseria siguen afectando a la mayoría de la población. Muchas revolucionarias que empuñaron las armas antes, hoy tienen en sus manos otras herramientas. La conciencia de tener derechos y la capacidad de luchar por ellos sigue iluminando el futuro.

Ana María Cofiño Antigua, marzo 2008

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MARIPOSAS DEL SUEÑO

Luego de un proceso de varios años, tomé la decisión de renunciar a mi status social, a los títulos universitarios y a mi aspiración de obtener riqueza material. En mis circunstancias personales esa era la única manera de ser consecuente en la práctica con lo que ya pensaba y creía. Escogí a cambio aprender fuera de los marcos conven­cionales y unir mis esfuerzos con aquéllos que, junto al pueblo trabajador, construían en mi país el camino hacia la emancipación.

Los partidos políticos me decepcionaban. Habían nacido de la intervención yanqui de 1954 y del fanatismo anticomunista de la guerra fría. Eran politiqueros y elec­toreros; corruptos y cómplices por su silencio, cuando no directamente responsables, de la represión contra el pueblo. Ninguno representaba los intereses de obreros, campesinos y capas medias trabajadoras. La adhesión de sus miembros era, frecuentemente, oportunista o coyun­tural. Los dirigentes de unos y otros se podían intercam­biar sin que nada de fondo los modificara. Pues, unos más otros menos, todos eran conservadores, ajenos a los intereses populares y nacionales. Y los intentos por crear partidos democráticos y con simpatía popular eran blo­queados. Por eso aspiraba a incorporarme al movimiento revolucionario. No veía otra alternativa. Sin embargo, no sabía cómo ni con quiénes lo podía lograr. No conocía a militantes de entonces y el movimiento revolucionario se encontraba en su primer reflujo. El comandante guerrille­ro Luis Turcios Lima había sido asesinado en octubre de 1966, en un provocado accidente automovilístico; Marco Antonio Yon Sosa lo había sido a manos del ejército mexi­

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cano en mayo de 1970. Y el terror contrainsurgente logró desarticular bases y guerrillas en el oriente del país.

A comienzos de la década de los setentas, cuando volví de una estancia en Europa, gobernaba Guatemala el coronel Carlos Arana Osorio, representante de los civiles y militares más represivos y reaccionarios del país. Entonces no tenía bases objetivas para suponer que seguía existiendo el movimiento revolucionario; no conocía acciones ni pronunciamientos de organización alguna. Sin embargo, confiaba en que habían sobrevivido a la ofensiva contrainsurgente y que resurgirían en cual­quier momento. Pero el tiempo pasaba y la oportunidad de participar no se presentaba, así que algunos amigos que compartíamos las mismas inquietudes integramos un pequeño grupo. Nos dedicamos a estudiar teoría política, el acontecer nacional y experiencias revolucio­narias de otros países. Llevábamos poco tiempo de existir cuando nos abordaron la Organización del Pueblo en Armas — ORPA— y el Ejército Guerrillero de los Pobres— EGP —. Ambas agrupaciones se encontraban en la etapa de trabajo silencioso. Ninguna era conocida y aún faltaba tiempo para que iniciaran su actividad pública. Las dos organizaciones se preparaban para reivindicar los intereses de sectores sociales que ningún partido legal representaba desde 1954: campesinado pobre, población indígena, obreros, semiproletarios y sectores de capas medias. Opté por incorporarme al EGP.

Pocos años antes me había casado y por decisión común con mi pareja no tuvimos familia de inmediato. Por un lado la particularidad de nuestras inquietudes laborales y políticas, y por otra nuestra precariedad económica, hacían imposible conciliar las primeras con la responsabilidad que entrañan los hijos, especialmente para la mujer. No habría podido estudiar, viajar y trabajar como lo hice en esos años cruciales para mi formación si

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hubiera tenido hijos de inmediato. Además, tenía concien­cia de los riesgos que en Guatemala conlleva la militancia revolucionaria. No sólo para quien la ejerce, sino para sus seres queridos, aun cuando ellos no tengan nada que ver con las decisiones y actividades del militante. A la fecha han sido asesinados u obligados al exilio familiares y amigos que eran contrarios a su militancia o que nada sabían al respecto. Principalmente si tales personas eran democráticas o mostraban simpatía hacia el luchador social. Y esto sucede también con familiares y amigos de activistas y dirigentes del movimiento popular que nada tienen qué ver con la revolución, pero que son conse­cuentes e íntegros en su lucha reivindicativa. Y en aquel entonces dudaba de mí misma en cuanto a si tendría el valor de seguir activa una vez tuviera hijos. De ahí que también decidiéramos tenerlos sólo cuando estuviéramos ideológicamente sólidos, de manera que, pasara lo que pasara, no renunciaríamos a nuestras convicciones ni al compromiso militante adquirido. Pero no fue fácil pos­poner varios años la maternidad. La contradicción nos afloraba periódicamente, obligándonos a reiterar una y otra vez la decisión. Los niños me gustan y tenía ilusión de tener una familia numerosa. Por otra parte, me decía a mí misma que debía tenerlos porque la participación revolucionaria no se puede condicionar a que seamos o no madres, y la mayoría de mujeres tenemos hijos en al­gún período de nuestra vida. De manera que cuatro años después de casada di a luz un varón. Me alegró mucho que fuera hombre, pues consideraba que para él sería menos dura la vida en caso me viera forzada a dejarlo.Y yo tendría más valor para renunciar a él y confiarlo a terceros si esa situación se daba.

Si bien estaba feliz con mi hijo, antes del primer mes se me había derrumbado la imagen idealizada de la maternidad que inconscientemente había interiorizado.

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Me parecía agotador dar de mamar frecuentemente de día y de noche, cambiar pañales a cada poco, sacar el aire al bebé luego de que comía. Sentía que era la de nunca acabar, a pesar de que mi madre y mi abuela estaban al lado y que yo no lavaba los pañales ni realizaba tareas domésticas esos días. Pues nos habíamos trasladado a casa de mis padres y allí había personal de servicio. Por ese entonces nosotros vivíamos en el altiplano central. Fue con la maternidad que me di cuenta cuán acostumbrada estaba a una actividad independiente e intensa fuera del hogar; y no dejaba de sentirme maniatada. Sin embargo, esa situación duró poco, porque al mes de nacido ya llevaba a mi hijo conmigo a todas partes. Y si por fuerza mayor no podía hacerlo, lo dejaba al cuidado de alguna familiar o amiga. Con cariño y solicitud, pero también con firmeza, lo enseñé desde pequeño a ser sociable y alegre; a no aferrarse a una sola persona, incluida yo; a permanecer en la cuna o en el corral la mayor parte del tiempo, incluso cuando familiares o amigos nos acom­pañaban. No permití que lo acostumbraran al chineo ni que al primer chillido lo cargaran. En un lapso pequeño logré que se entretuviera contento en su espacio, hubiera o no gente a su alrededor. Le platicaba y jugaba mucho con él, pero sin sacarlo del encierro. Pronto partiríamos al altiplano, lejos de familiares y amigos; trabajábamos y no tendríamos quién nos ayudara con él, ni con las tareas domésticas. Si nuestro hijo se acostumbraba a ser mimado, sufriría mucho cuando no lo pudiéramos consentir.

En el curso del primer año de militancia desempeñé diversas tareas: apoyo logístico y de comunicaciones en función del frente guerrillero en el norte de El Quiché; apoyo en servicios y seguridad a miembros de la Dirección Nacional y veteranos fichados, en algunas de sus movili­zaciones y reuniones de trabajo, aunque entonces no tenía idea de cuáles eran sus funciones ni sus años de militancia.

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Mucho menos cuáles eran sus identidades y dónde vivían. Siempre los recogí y dejé en diversos puntos de la ciudad o del país. Y los apoyaba en locales y con vehículos que yo misma obtenía para el efecto. También realizaba activida­des de formación política y cultural con compañeros de extracción obrera y campesina provenientes de distintas partes del país. Varios de ellos habían sido combatientes o colaboradores en los años sesenta. Trabajaba con dos o tres en grupo si se conocían entre sí y laboraban juntos. De lo contrario lo hacía por separado con cada uno y en diferentes sitios. Por otra parte, conociendo la dirección mi experiencia docente, me encomendó la elaboración de un método de alfabetización que pudiera ser imple- mentado en la montaña. El analfabetismo campeaba de la mano con la miseria; pero el deseo de superación era generalizado y urgente la necesidad de elevar el nivel cultural de nuestros miembros y bases.

En aquel entonces, cada quien sufragaba los gastos, obtenía los recursos y resolvía por sus propios medios cuanto problema enfrentara en el cumplimiento de sus funciones. A nadie se nos ocurría pedirle recursos o dinero a la organización. Éramos nosotros quienes la sosteníamos e impulsábamos en cuanto podíamos, y no a la inversa. Y le poníamos empeño a la tarea que fuera: gris, peligrosa, solitaria. La Dirección Nacional, conociendo las necesi­dades y nuestras capacidades, decía a cada quien lo que debía hacer. Y ello frecuentemente no coincidía con los deseos personales. A menudo debíamos subordinar los intereses familiares o laborales a los de la organización. Nos poníamos al servicio del proyecto revolucionario sin reservas, sin trabas, sin condiciones. Firme y cons­cientemente nos asumíamos parte protagónica de él. En aquellos tiempos, aceptar la militancia significaba aceptar ser corresponsable de los aciertos y errores, de los éxitos y fracasos, de los peligros y las renuncias. Así se levantó

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el proyecto del EGP en su fase anónima y en sus primeros años de accionar público.

Algunas tareas las realizábamos en común con mi compañero, pero otras eran diferentes para cada uno. En estos casos no conocíamos lo que el otro hacía, dónde ni con quiénes. Pero ambos cumplíamos actividades en la ca­pital y en diversos puntos del país. El trabajo remunerado daba margen para ello. Por eso lo habíamos escogido entre otras posibilidades mejor pagadas y más cómodas, pero que nos aprisionaban en rutinas y horarios que chocaban con las tareas que teníamos.

A través del trabajo y de las actividades militantes conocí diversas regiones del país. También me relacioné con personas de muy diversas procedencias sociales, culturales y políticas. Y desde entonces aprendí a valorar la diversidad militante y su recíproca complementación; pues diversas funciones, tareas y circunstancias requieren características y capacidades diferentes. Asimismo, com­prendí que el trabajo de la organización, para ser eficaz, requería de todos: sentido de responsabilidad, disciplina de trabajo y preocupación por la seguridad; así como también respeto mutuo y discreción. De lo contrario, el trabajo se atrancaba, se desarticulaba, se duplicaba; y la indispensable buena relación entre los militantes se dete­rioraba, afectando negativamente el trabajo del conjunto. En especial, el chisme y los prejuicios son nefastos. Ade­más, no existe el militante ideal que todo lo puede, que no se equivoca, que carece de debilidades, que le simpatiza a todos. De una u otra forma fui aprendiendo qué quería decir "ser de carne y hueso" y "estar determinado por la extracción social y el entorno". Ninguno entrábamos formados como militantes, sino que nos forjábamos en un proceso con altibajos y contradicciones y en el que necesitábamos invertir toda la conciencia, el esfuerzo y la sencillez de que fuéramos capaces. El empeño por su­

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perarse, además, debía ser constante; como constante es el riesgo de acomodarse, envanecerse, ser rebasado por los acontecimientos.

En el curso de medio año, sin abandonar las otras tareas, elaboré el método de alfabetización que me solici­taron. El trabajo abarcaba dos dimensiones: la parte moti- vadora e instructiva para aquellos que lo utilizarían —casi todos campesinos, comerciantes ambulantes, artesanos pobres, dirigentes comunales, jóvenes guerrilleros — y la parte propiamente metodológica y de contenido adecuado para el ámbito de las montañas del noroeste. Para realizar dicha labor me apoyé en los postulados de Antón Maká- renko, pedagogo soviético de principios de siglo, quien dio nacimiento al método universalmente conocido que lleva su nombre. Recién instaurado el poder de los soviets en la Rusia Zarista, el nuevo gobierno le asignó a este maestro de escuela el gigantesco trabajo —sin recursos, sin dinero, sin infraestructura adecuada— de reunir y educar para la vida y para el trabajo a niños y adolescen­tes huérfanos, abandonados, ladronzuelos. Muchachos que abundaban como producto del régimen zarista, de la guerra civil y de la primera guerra mundial. Este maestro bolchevique, sin especialización ni asesoría, se entregó de lleno y de por vida a su nueva responsabilidad. Su gesta pedagógica está plasmada en varios libros, dos de ellos no­velados: Poema pedagógico y Banderas en las torres. También recurrí a Paulo Freire, educador brasileño comprometido con la emancipación de los sectores populares, quien dio origen a una nueva pedagogía. Su primer libro, Pedagogía del oprimido, apareció en 1969; lo leí recién editado y seguí desde entonces la evolución y la polémica alrededor de sus planteamientos.

Elaborar ese método fue un reto y una carrera contra reloj, porque esperaba a mi hijo y quería concluirlo antes de su nacimiento. Lo logré una semana antes. Algunos me­

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ses después, a mediados de 1974, la dirección me propuso visitar el frente guerrillero para impartir un cursillo sobre el método que les había presentado. No me lo dijeron dos veces, inmediatamente acepté. Me parecía una oportuni­dad maravillosa. Por un lado conocería algo de la vida revolucionaria en aquellas latitudes y, por el otro, iba a someterse a la prueba de la práctica mi trabajo educativo. En ese entonces, numerosos revolucionarios procedentes de las capas medias urbanas considerábamos —tal vez por romanticismo y por simplificar la gesta revolucionaria cubana— que la militancia en la montaña era la máxima e insustituible expresión de la realización revolucionaria. Sin embargo, muy pocos vimos colmado nuestro sueño porque también había necesidades de trabajo en la ciudad y en otras partes del país.

Para realizar la visita al frente necesitaba varias sema­nas. Mi hijo estaba pequeñito y debía dejarlo con alguna familiar o amiga, sin levantar sospecha alguna sobre la razón que me movía a hacerlo. El trabajo no le permitía al papá asumir él solo su cuidado; pero juntos lo resolvimos y comencé los preparativos.

En esta etapa no fue fácil la convivencia familiar. La relación con padres y hermanos era a menudo con­tradictoria y difícil debido a que desde chica no seguí los patrones de comportamiento comunes a mi género y medio social. Pero el hecho de haber sido buena estu­diante y responsable en todo cuanto hacía amortiguaba los choques. Y ellos veían que estaba contenta con mi vida y segura de lo que hacía.

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DESPERTAR EN LA ZONA REINA

Cuando realicé mi primera visita al destacamento gue­rrillero, llevaba un año con la compañía inseparable de una cápsula de cianuro. Se nos daba a los militantes de entonces con la orientación de ingerirla en caso de caer en manos de los cuerpos represivos. Era vieja historia, aunque no tan absoluta como llegó a ser muy pronto, que en Guatemala no hay presos políticos, ni consignados a los tribunales por acusaciones de rebelión contra el régi­men. El secuestro, la tortura y una muerte atroz eran la respuesta inequívoca del régimen para todo demócrata, luchador popular o militante revolucionario consecuente y firme. Por eso me parecía natural y necesaria tal com­pañía, y siempre tuve el cuidado de llevarla a mano y en lugar seguro. Sin embargo, desde que la recibí, me inva­dió una sensación de fatalismo respecto a que mi muerte era inminente. No dudaba que me la tragaría si me veía obligada a hacerlo, pero la odiaba tanto como al sistema contra el que luchaba, porque amaba la vida y quería servir al pueblo de la única manera en que es posible: viva, sana y libre.

En la semana previa al viaje observé que la cápsula cambió color, tornándose de blanca en amarillenta. Me preocupaba que no fuera ya efectiva. Pero absorbida por los preparativos olvidé preguntar a qué se debía su transformación. De todas maneras la llevé a la montaña.Y en la primera oportunidad que tuve se la mostré a uno de los responsables del destacamento para ver si me despejaba la duda. "Tira esa mierda lejos, ahora, y olvídate de ella" me dijo enojado, y prosiguió: "Habría que tragarla para saber si sirve o no, hasta ahora sólo uno lo ha hecho y por error". Resulta que cierto compañero

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cayó en una redada policial, práctica común en la capital del país, en la que sin excepción se llevaban detenidos a todos los hombres que en un momento dado estaban en el área que se había decidido "limpiar", supuestamente de delincuentes. El compañero tenía sus documentos en orden y no era conocido, pero inexperto y sabiéndose conspirador, temió ser descubierto. Así que llegando a las instalaciones policiales se tragó la cápsula y se sentó en un rincón a esperar la muerte. Estaba sufriendo retor­tijones de estómago cuando por altavoz anunciaron que quedaba libre. Con dificultad y asumiéndose en agonía se paró, recibió sus papeles que habían sido requisados en la detención y salió a la calle. Desesperado buscó ayuda con compañeros, pero la misma no fue necesaria porque los retortijones habían cesado y fuera del susto no tenía nada. Vivió y nunca más tuvo problema alguno por haber ingerido el cianuro. Sin embargo, a partir de entonces, las opiniones sobre lo procedente o no de utilizarla se divi­dieron. Lo cierto es que tiré mi cápsula en el momento en que el compañero me dijo que lo hiciera. Y desde entonces, salvo en momentos de peligro, dejé de sentir el inmenso peso de la muerte.

Dada la forma en que fui preparada para ejercer el magisterio, no concebía el éxito del cursillo sin contar con material didáctico, especialmente si el curso iba a ser breve y los participantes eran inexpertos. Además, que­ría dejarles recursos para que cada uno dispusiera de lo básico en su respectivo lugar de trabajo. Me era inconce­bible, por ejemplo, carecer de pizarrón, ilustraciones y de luz para trabajar de noche. Pero sabiendo que debíamos caminar y que no tenía capacidad para llevar a cuestas todo lo que necesitaba, pregunté si podían resolverlo. La respuesta fue que podía llevar hasta setenta libras de material didáctico. Ese era el peso que, según el dirigente de la ciudad que me lo dijo, podría cargar el compañero

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que me conduciría hacia el campamento guerrillero. Así que preparé abundante material. El equipo personal, in­cluido un mecapal, me sería entregado en el momento de viajar. Por experiencia no dejaban en manos del novato decidir qué era lo indispensable, pues todo principiante de origen urbano consideraba necesarios objetos que ni él ni nadie aguantaban a cargar. Entre ellos estaban toallas, papel sanitario, zapatos o botas de repuesto, una tercera mudada, desodorante, jabón, pasta dental, baterías de repuesto. Algunos de estos artículos eran sustituidos así: la toalla por un pañuelo paliacate que se retorcía cada vez que se saturaba de agua y que tenía múltiples usos; el papel sanitario por hojas y musgo; la pasta dental, de uso colectivo cuando la había, por ceniza.

Llegado el día de partida me dirigí al sitio acordado. No sabía entonces quién o quiénes llegarían a recogerme, cómo era el vehículo ni hacia dónde nos dirigiríamos. Mucho menos en qué lugar y a qué hora emprenderíamos la caminata. Eran medidas elementales de seguridad que todos acatábamos con discreción y disciplina. Me reco­gieron puntualmente. Éramos cuatro, dos hombres y dos mujeres. Tres íbamos al destacamento y uno regresaría a la capital. Desde el anochecer cayó una lluvia torrencial que no cesó sino al amanecer. El viaje fue largo y culminó a media noche en una localidad en el norte de El Quiché. Al aproximarnos al punto se nos orientó descender rá­pido y arreglar las cargas sin hablar y sin encender luz. Mientras eso hacíamos, de la oscuridad y del aguacero surgieron tres compañeros. Dos de ellos volvían a la ciu­dad, luego de una temporada en el destacamento, y un tercero sería nuestro guía y quien transportaría el mate­rial educativo. Sin embargo, quien me autorizó llevar los recursos no tomó en cuenta que este compañero llegaba a encontramos cansado y sin haber comido, pues durante dos días y sus noches acompañó a los que salían, en una

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marcha especialmente lenta, debido a que uno de ellos se había fracturado un tobillo. El compañero, por lo tanto, sólo tomó parte de las cosas. Por iniciativa propia sumé el resto a mi carga. Partimos en silencio, sin luz, a paso rápido. La lluvia, la oscuridad y el terreno tortuoso nos dificultaban el avance, aunque los dos primeros asegura­ban la secretividad de nuestra presencia. Habíamos hecho contacto frente a un puesto de la Guardia de Hacienda, en ese entonces única representante de los cuerpos represivos en dicho poblado.

Caminando por callejas y veredas siempre en ascenso y empantanadas, pasábamos entre casas cuyos perros nos ladraban agresivos. Había trechos en los que a cada paso las botas se hundían completamente en el fango, haciendo ventosa, de manera que al intentar dar el siguiente paso el pie se salía del calzado que quedaba atascado. Entre dos teníamos dificultad para sacarlo. En otros tramos dábamos dos pasos hacia delante, para luego deslizamos de regreso sin poder sujetarnos a nada. Todo era lodo, agua y oscu­ridad. Y para completar el cuadro nos extraviamos dos horas, al cabo de las cuales nos encontramos en un punto recorrido con anterioridad. Debimos repetir uno de los trayectos con más lodazales para corregir la dirección.

El compañero que llegó a nuestro encuentro y el que venía desde la capital eran veteranos del destacamento e iban armados, la compañera y yo, no. La seguridad descan­saba en múltiples factores y no tenía caso que, sin mayor experiencia y en aquellos tiempos de anonimato de la organización, portáramos armas en tales circunstancias.

Caminamos dos noches continuas, deteniéndonos antes de la alborada, para escondernos entre la maleza las horas de luz y reanudar la marcha al oscurecer. Debía ser así pues atravesábamos sembradíos de maíz, a los que llegaban a laborar los campesinos. Y aunque se había iniciado el trabajo organizativo entre algunos de ellos,

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por seguridad no debíamos evidenciar la ubicación ni los movimientos del destacamento. De ahí que permanecimos quietos y silenciosos más de doce horas. No comimos y estuvimos en tensión debido a los perros —cada campe­sino tiene, cuando menos, uno que lo acompaña a todas partes— que varias veces llegaron a merodear nuestro escondite. Si un animal insistía, el dueño atendería sus ladridos, seguro de que había encontrado algo que me­recía investigación. Afortunadamente logramos pasar inadvertidos. Al oscurecer, después de que los lugareños volvieron a sus casas, reanudamos la marcha en dirección inversa a la suya. Un poco antes del segundo amanecer alcanzamos la orilla de la montaña, donde podíamos caminar de día y sin riesgo de encontrar gente. Descansa­mos unas horas dentro de un cobertizo abandonado y al despuntar el día, siempre sin probar bocado, proseguimos nuestro camino. A partir de entonces avanzamos a rumbo, sin seguir trazo alguno; estábamos en territorio conocido por nuestros compañeros. Una vez dentro del bosque, quien había ido a nuestro encuentro se adelantó, al paso rápido propio de los veteranos. El cansancio y el peso de la carga se multiplicaban al avanzar despacio, pero todo novato sólo puede hacerlo así las primeras veces. Este silencioso compañero era campesino pobre, indígena achí, oriundo de Baja Verapaz, veterano de las bases de Rabinal de los años sesenta y fundador del destacamento del EGP. Padecía tuberculosis pulmonar y sus hijos vivían de lustrar zapatos en la capital. Poco después salió tem­poralmente de la montaña para curarse de ese mal.

Al dar aviso en el campamento nuestro guía, dos compañeros acudieron a encontrarnos. Nos hallaron en una húmeda vereda de mimbreros donde el musgo cubría el tronco de los árboles y alfombraba el suelo. Los recién llegados tomaron nuestras cargas y nos dieron a beber chocolate frío. Cayendo la noche llegamos a nuestro desti­

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no. Habíamos hecho el recorrido en el triple de tiempo que utilizaban los veteranos. Estábamos aproximadamente a 3, 000 m SNM, en las estribaciones del macizo montañoso de la Zona Reina, parte a su vez del sistema orográfico de Los Cuchumatanes. Se trataba de un campamento en el corazón de un bosque tropical húmedo y muy frío, instalado en una pendiente pronunciada de exuberante vegetación, donde la niebla lo envolvía todo.

Mi estado físico era calamitoso: dos noches sin dormir, más de 48 horas sin comer, sudada y enlodada de pies a cabeza, empapada de agua helada, con una uña en cada pie arrancada de raíz, con dolor de cabeza por la presión del mecapal y con varias mataduras en la espalda, producidas por el pizarrón que por falta de experiencia para cargar me coloqué directamente a cuestas. Mi estado anímico era insuperable: me sentía feliz. Haber llegado, no importaba cómo, era lo que contaba.

Por aquel tiempo, y a pesar de estar en guardia al res­pecto, tenía idealizada a la agrupación a la que me había incorporado después de años de búsqueda. Pensaba que era extensa y estructurada, y que tenía claridad sobre los problemas fundamentales de nuestra sociedad. Nadie me había dado motivos para considerarlo así y en el tiempo que llevaba militando más bien había visto indicios de lo contrario. Además, había leído sobre diversas gestas revolucionarias en la historia de la humanidad y todas eran similares en cuanto a la precariedad de las organiza­ciones rebeldes. Pero inconscientemente trocaba realidad por deseos.

Al ver al grupo, gracias a dicha idealización, supuse que era uno entre los muchos que integrarían la orga­nización. Y que habrían en esas inacabables montañas, cuando menos, unos veinte como ese. Sólo tiempo des­pués, ya incorporada a la guerrilla conocería la realidad: era parte importante del único destacamento que tenía la

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organización. Varios de sus integrantes eran fundadores de ella y del destacamento; algunos eran miembros de la Dirección Nacional y veteranos de los años sesenta otros. Conocí a estos compañeros cuando todavía andaban muy remendados, flacos, pálidos. Verlos en tan lamen­table estado fue impactante. Sólo haciendo esfuerzos de abstracción lograba persuadirme de que eran mis compa­ñeros de lucha y uno de los baluartes de la revolución en mi país. Pero más desconcertantes fueron los hechos que presencié durante mi estancia. Por ejemplo, cuando el compañero indígena que nos había conducido, todavía con la misma mudada y visiblemente agotado —había caminado y cargado, sin comer y casi sin dormir, más de ochenta horas—, dirigiéndose a la colectividad preguntó: "¿Dónde están los Conciertos de Brandenburgo? " Y luego de que alguien le extendiera un casete, se tiró en el suelo cuan largo era, a escuchar con deleite aquellos conciertos de Bach. O cuando otro de ellos, el más pálido y ojeroso, me pidió con la mayor sencillez imaginable que al volver a la civilización le hiciera los siguientes favores: llevar flo­res a la tumba de su abuela, quien lo crió y había muerto cinco años atrás, mientras él se encontraba ausente; que obtuviera para él la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak y que le mandara una barra de chocolate.

Con el tiempo supe que el gusto por Bach se debía a dos razones: durante meses sólo habían tenido ese casete de música, llevado por alguien de la ciudad; y los violines que se escuchaban en dichos conciertos les hacían recordar a los compañeros indígenas su propia música, interpretada con esos mismos instrumentos de cuerda. Y quien gustaba de Dvorak era amante y conocedor de la música clásica.

Lamentablemente, mi cabeza no tenía alcance para vincular aquellas necesidades humanas con la rebelión armada, con guerrilleros palúdicos y con bosques cente­narios de niebla y frío perennes.

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Me bastó convivir unas semanas con ellos para darme cuenta que el sentido del humor era generalizado— aunque no faltaban el enojado y el gruñón del grupo — y que poseían destacadas cualidades humanas y militantes. Muchas de las cuales sólo se forjan en la defensa prolon­gada de ideales bajo circunstancias adversas. Esas en las que es preciso renunciar no sólo a la propiedad, sino a los seres más queridos, a la identidad personal, al sol. Esas en las que se dejan la salud y la juventud para siempre, en el empeño por hacer valer los derechos de los más pobres y de los más oprimidos. El peligro, la enferme­dad o la muerte en cualquiera de sus expresiones eran simples accidentes de trabajo para estos compañeros. Y la pobreza material un resultado normal del oficio que a ninguno preocupaba.

Fue ante esa realidad que comencé a comprender los alcances del compromiso revolucionario en un país como el nuestro. Realidad que no me desanimó, sino que me motivó para dar todavía más de mí, y a respetar pro­fundamente a todos aquellos que se entregan de manera generosa a la causa de los explotados.

A varios se nos orientó usar gorra pasamontañas para ocultar nuestros rasgos faciales. Y a las horas de comer teníamos el cuidado de sentamos en círculo y de espaldas hacia el centro para no vernos la cara mientras comíamos. Realizábamos trabajos diferentes y no había razón para que por un breve cursillo nos identificáramos entre sí. Era regla elemental de seguridad que frecuente­mente se violó en tiempos posteriores.

Los rayos y el calor del sol no penetraban a ningu­na hora, aunque el cielo estuviera despejado, pues las copas de los árboles se superponían unas a otras. De ahí que siempre estuviéramos en penumbra y con la ropa húmeda por el contacto inevitable con la vegetación y la presencia de lluvia. Los compañeros que allí habitaban

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llevaban años alimentándose de maíz; pues esa gramí­nea era lo que cultivaba la población en mayor cantidad. Preparaban un puré con harina gruesa de ese grano. Así abundaba el maíz y su preparación era más rápida que la de las tortillas o los tamales. Sin embargo, la obtención de un quintal implicaba la movilización de varios com­pañeros durante días, contando con el apoyo de la gente. Para acceder al agua se descendía una ladera empinada y lodosa de doce a quince metros de profundidad. Al fon­do, entre abundantes helechos, se formaba un pequeño remanso de agua helada y cristalina que caía en cascada desde muy alto.

A la mañana siguiente de nuestro arribo, luego del desayuno, pregunté a uno de los responsables en dónde iba a trabajar. "Bueno, donde quieras. Prepara el lugar y avísanos cuando estés lista" fue su respuesta. Volví la vista. a todas partes y caminé por diversos rumbos del campa­mento, pero no encontré un metro cuadrado plano y claro. Todo era en declive y la vegetación tupida. El suelo de las champas, donde dormían varios juntos para conjurar el frío, y el área de la cocina, habían sido aplanadas a fuerza de arrancarle bocados a la ladera. No había más que hacer otro tanto para el "salón" de trabajo. Así que tomé el ma­chete y empecé a descombrar un pedazo. Algunos de los compañeros me observaban a distancia, callados y serios. Quién sabe qué pensaban. En la caminata de entrada había usado machete por primera vez en mi vida.

Cuando terminé con el desmonte procedí a sacarle tierra a la vertiente, para hacer una terraza de dos por tres metros. Debí arrancar con las manos piedras, troncos y raíces. Para entonces un compañero de los que observaba desenvainó su machete, sin decir palabra avanzó hacia donde me encontraba y silencioso me ayudó a concluir el trabajo. Era indígena. Tiempo después supe que también era achí, campesino pobre, veterano de las bases rabina-

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leras y fundador del destacamento guerrillero. Con la realización de este trabajo comprendí que, como en otros aspectos de la lucha, había que construir todo desde el principio y vincular el trabajo manual con el intelectual. Y que en aquellas condiciones realizar cada tarea conllevaba trabajo físico, además de las capacidades específicas.

Con un piso y un techo de plástico, el "salón" estu­vo listo. En la actividad participaron cuatro compañeros y dos compañeras. Dos de los hombres eran dirigentes comunales de los poblados más grandes de la zona ixil; hablaban español tan bien como su idioma materno. Los otros dos eran fundadores del destacamento y trabajaban en organización entre los ixiles. Una compañera, pequeña y frágil, era campesina de la costa sur y veterana del grupo de Yon Sosa; había llegado sólo para recibir el cursillo. Luego volvería a sus tareas organizativas en las planicies cálidas del sur guatemalteco. La otra compañera se había incorporado hacía un par de meses al destacamento y era veterana de la resistencia urbana.

Posteriormente, el material para alfabetizar se reprodujo en nuestra imprenta clandestina, y se distri­buyó entre la organización. Pero varios años después la experiencia pedagógica sintetizada en él, fue subestimada y distorsionada por compañeros sin criterio docente, que trabajaban en áreas rurales. En lugar de enriquecerlo y mejorarlo gracias a la práctica, se le empobreció. En 1983 estaba extraviado o abandonado más por negligencia que por fatalidad. Ese año se me orientó que hiciera de nuevo el trabajo; pero no se me aportó la experiencia de su aplicación ni conté con el material original. Quienes me lo demandaron subestimaban el trabajo que conllevaba su elaboración en esas condiciones. Otras tareas militantes absorbían mi tiempo y no lo hice.

En los ratos libres realicé ejercicios de tiro real por segunda vez en mi vida. La primera lo había hecho meses

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atrás en los alrededores de la capital. También me ense­ñaron a desarmar y armar una carabina M-1 con los ojos vendados; y me hicieron ver que siempre debía hacerse sobre un pedazo de tela o de plástico, colocando las piezas en el orden que se quitaban. Este hábito mostraba su vali­dez en los momentos de emergencia y oscuridad, y cuando el arma se utilizaba entre la vegetación. Finalmente, me dieron a leer un material sobre táctica militar guerrillera que, a pesar de mis esfuerzos no logré entender esa vez. Entonces no sabía de teoría militar, salvo lo referente a operaciones de contrainsurgencia. Durante varios meses, leer y escuchar sobre teoría militar me produjo el efecto de un somnífero. Y lo mismo me sucedió, sólo que por más tiempo, con la filosofía. Yo buscaba acción y no es­tudio; pero desde el inicio el segundo fue tan vital como la reflexión sobre nuestra práctica.

Abandonamos el campamento una tarde de junio. La caminata fue más rápida que cuando entré porque más que nada descendimos y no llovía; tampoco llevábamos carga y había luna llena. Entre la una y las cuatro de la madrugada, luego de nueve horas de marcha, dormimos en el portal de una cárcel de aldea, donde nos protegieron la niebla y el frío. Antes del amanecer reanudamos la marcha pasando cerca de casas de madera y tejamanil, ro­deadas de hermosas hortensias. Todos dormían a nuestro alrededor, y los perros no sintieron nuestro paso. Entre aroma de flores llegamos a la vera de un camino donde nos mudamos de ropa. Luego, las mujeres abordamos el vehículo que llegó a recogernos a la hora convenida. El compañero guía retornó al campamento y nosotras aban­donamos la región. Tenía ilusión de ver a mi hijo, quien estaba cumpliendo cinco meses de edad.

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EN SILENCIO Y SECRETO

En aquellos primeros años, cuando en la conducción de la organización dominaban los criterios políticos y los acon­tecimientos no nos habían desbordado, directamente y por diversos medios se adquiría información sobre la realidad concreta de los lugares donde buscábamos echar raíces. De ahí que, luego de trabajar en Quetzaltenango y Toto- nicapán, con mi compañero buscáramos un empleo que nos permitiera instalarnos en Huehuetenango, El Quiché o Alta Verapaz. Nos interesaban los municipios norteños de tales departamentos, pues era donde se irradiaba el trabajo político y organizativo del destacamento guerrillero del EGP. Y a nosotros nos correspondía proporcionar a nues­tros dirigentes — quienes se encontraban en la montaña o clandestinos en las ciudades — un panorama económico, político y cultural de esas zonas.

Logramos establecernos en la zona ixil, localizada en las montañas de Los Cuchumatanes, al norte de El Quiché. Sus cabeceras municipales eran pequeños pobla­dos, compuestos de casas de adobe y teja o de ranchos de paja, tejamanil y palizadas. Difícilmente llegaban a tener tres mil habitantes cada una. La mayoría de la población vivía dispersa en decenas de aldeas, caseríos y parajes, unidos unos a otros por veredas. Salvo en Cotzal, no había caminos interiores para el tránsito de vehículos. Todas las localidades estaban bordeadas por bosques centenarios de pino, pinabete, encino y ciprés. Son lugares siempre verdes, húmedos y sumamente quebrados, donde llueve más de ocho meses al año. En las partes más altas de Los Cuchumatanes, al norte de esas cabeceras, hay un sinfín de quebradas y ríos que, al unirse en su ruta hacia la vertiente del golfo, forman los grandes ríos selváticos: el

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Ixcán y el Xaclbal, afluentes del Lacantún que corre en tierra mexicana; el Copón y el Tzejá, afluentes del Chixoy, río limítrofe entre El Quiché y Alta Verapaz.

El empleo nos daba posibilidades de entablar relacio­nes con autoridades y con exponentes del poder local. Y también nos vinculaba con empleados públicos en las áreas de salud, educación y servicios. De manera que tuvimos acceso a lugares y recursos de interés. Por otra parte, consultamos estadísticas, fotografías y mapas que tuvimos al alcance sin llamar a sospecha sobre nuestro tra­bajo militante. La regla de oro fue no mostrar interés por el quehacer político ni por la problemática social. Evitamos y declinamos relaciones con luchadores sociales y población pobre, salvo por razones de vecindad y cortesía. Estos vínculos los cultivaban compañeros indígenas, miembros del destacamento. Y su trabajo no tenía relación directa con el nuestro. Es más, no nos conocíamos entre sí.

Observamos acuciosamente la cotidianidad, los días de mercado, las festividades y su calendarización; el movimiento comercial, el ciclo agrícola y migratorio. Recorrimos cabeceras municipales, aldeas y caseríos. No pocas veces, la gente nos tomó por gringos o pastores evangélicos y nos pidieron "moni" (money) y "píchur" (picture).

Poco a poco desentrañamos cuál era la estructura del poder local y cuáles eran sus vínculos con el poder fuera de la región. Pero para lograrlo tuvimos que vivir situaciones desagradables, aparentar valores propios de dominadores, callarnos la boca.

A pesar de tener conocimiento sobre la rapacidad y la violencia de quienes se enriquecen a costa del trabajo, la dignidad y la vida ajenas, nos resultaba golpeante, hasta increíble, ver los niveles que alcanzaba en esas regiones. Había terratenientes y contratistas que seguían usando el cepo y el látigo para castigar a los indígenas que come­

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tían alguna falta o que no pagaban pequeñas deudas. Y lo hacían con la mayor naturalidad y certeza de estar en su derecho. Había usureros que como garantía de pago de cantidades pequeñas con intereses leoninos —del 5 al 20 por ciento mensual, incluso semanal—, exigían joyas ancestrales, productos agrícolas, escrituras o documentos de casas y terrenos; o demandaban la servidumbre de es­posa e hijos mientras se saldaba la cuenta. Personalmente presencié un caso de estos cuando, cierto día, pagaba la renta de nuestra casa a la propietaria. Ella era comerciante, propietaria de varias fincas y casas, prestamista. Tenía entonces más de sesenta años; era blanca nacida en la región y viuda de un terrateniente y contratista. Sus hijos eran profesionales, vivían en la capital y habían viajado por el mundo. Ella no quiso salir del poblado donde nació. Habitaba un caserón de esquina, frente a la plaza, acom­pañada de fieles servidores indios. En esa oportunidad vi y escuché cuando un campesino misérrimo le pedía más días de plazo para pagarle un préstamo. Había llegado acompañado de su mujer e hijos pequeños. La usurera res­pondió que estaba bien, siempre que le dejara a la esposa y sus niños sirviéndole en la casa. El hombre se fue solo. Muchas deudas eran imposibles de pagar y el indígena no sólo perdía pertenencias, casa, terreno o familia, sino que permanecía trabajando de por vida para el acreedor. Algunas deudas eran hereditarias.

Los hermanos Brol Galicia, propietarios de la finca San Francisco en San Juan Cotzal, habían despojado de sus tierras a numerosos campesinos; también se habían apropiado de tierras comunales, valiéndose de trampas, engaños y compra de autoridades. Desde años atrás desarrollaron el colonato, pero pasadas varias décadas decidieron despedir a los mozos colonos sin darles in­demnización, compensación alguna o alternativa. Los trabajadores suplicaron sin lograr nada. Los patrones

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insistieron en que abandonaran los ranchos que habitaban en terrenos de la finca. Los campesinos no se movieron... ¿A dónde podían ir si nacieron y trabajaron allí toda la vida?; ¿si el salario devengado no les alcanzó sino para medio comer?; ¿en dónde más podían laborar si no había fuentes de trabajo en la zona y la finca usurpaba tierras comunales? En respuesta, los finqueros derrumbaron las viviendas con todo lo que tenían dentro. Para ello se valieron de empleados de confianza, verdaderos esbirros. Los indígenas rescataron lo que pudieron de entre los escombros, y construyeron improvisadas champas donde habían estado sus viviendas y huertos. Así continuaron su resistencia pacífica, silenciosa, desesperada. La represión se ensañó entonces en ellos y numerosos dirigentes indios de la región fueron perseguidos y asesinados.

A comienzos de los setentas, la finca San Francisco ocupaba la mayor parte del municipio de Cotzal. Tenía una extensión aproximada de 111 caballerías (4, 749. 69 Has. ) y pretendía expandirse todavía más. No sólo des­pojaba impunemente, al igual que otros terratenientes de la región, sino que hacía encarcelar a quienes se resis­tieran a abandonar sus tierras y buscaran formas legales de hacer valer su derecho. La finca producía alrededor de 30 mil quintales de café y era una de las mayores productoras de ese grano a escala nacional. Sus propie­tarios compraban autoridades, violaban mujeres indias y vivían cómodamente en cabeceras municipales aledañas o en la capital del país. En el medio burgués pasaban por personas honorables y distinguidas. Pero en la zona ixil, capitalistas como ellos producían heridas profundas que abonaban el terreno para la lucha de todos aquellos que no se resignaban a tan injusto destino.

Las mayores fuentes de enriquecimiento y mo­vilidad social en la zona eran la contratación de fuerza de trabajo migratoria y el comercio. El sistema de con­

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tratación fue introducido a través de agentes ladinos de origen español, italiano, mexicano, entre otros. Y consistía en que estas personas, que estaban vinculadas a una o más plantaciones de la costa y bocacosta, se establecían en regiones apartadas para contratar fuerza de trabajo barata en los periodos de cosecha. Cada agente ganaba una comisión proporcional al número de jornaleros que le aportaba a las fincas. Tal suma de dinero era, en realidad, una parte del salario de los trabajadores. Estos eran mo- nolingües en su idioma mayense, analfabetos, no estaban organizados y fácilmente eran engañados y maltratados. Durante décadas, cuando no había caminos hacia la re­gión, se desplazaron a pie desde sus lugares de origen hasta las plantaciones, recorriendo 150 y más kilómetros por cuenta propia. El sistema de contratación vinculó esas regiones con el resto del país; generó el acaparamiento de tierras indígenas en manos de ladinas; sentó las bases del empobrecimiento acelerado de la población en esas montañas. El cultivo del café a escala de exportación sig­nificó para los indígenas de esa región peonaje por deuda, colonato a distancia, paludismo, entre otras cosas.

Por su parte, en camiones propios, los comercian­tes sacaban productos agrícolas locales obtenidos a bajo precio para venderlos al doble o triple en mercados ma­yores; e introducían productos industriales y agrícolas procedentes de las ciudades y otras regiones. Visitando las tiendas principales constatamos que los productos que consumían los habitantes de esas montañas se reducían a: hilos, telas, tintes textiles, calzado y artículos plásticos; ropa de partida, sombreros, frazadas; sal, azúcar, panela, chile, refrescos, licor, tabaco, candelas, fósforos; herra­mientas agrícolas elementales, clavos, linternas, baterías; abonos químicos, láminas para techar. En aquel tiempo no detectamos que se vendieran localmente radios de

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transistores, televisores o bicicletas, por ejemplo. Tampoco vimos farmacias.

En una o dos generaciones, contratistas y comercian­tes prosperaban vertiginosamente. Y cuando ya no podían multiplicar su riqueza en la zona se trasladaban a la cabe­cera departamental, o a la capital del país. O enviaban a sus hijos a realizar estudios o a emprender negocios a esos lugares. No pocas familias — de renombre nacional por su riqueza —, acumularon así su capital. Basta remontarse a los abuelos, si mucho a los bisabuelos, para comprobar esa verdad.

Había ricos que antes de dar trabajo a un indígena, que de ello dependía para sobrevivir, le exigían disponer de la esposa o de las hijas para tener relaciones sexuales con ellas. El mestizaje por esas y parecidas razones era numeroso, inequívoco y se remontaba a finales del siglo pasado, cuando los ladinos empezaron a llegar.

La masa indígena poseía o arrendaba tierras cansa­das, quebradas o en laderas pronunciadas. Trabajaba con su propia fuerza para lograr cosechas magras, las que no alcanzaban sino para alimentarse una parte del año. Las fuentes de trabajo escaseaban y en las pocas que existían eran comunes los salarios de ocho, diez y quince centa­vos por jornada de ocho y más horas, aunque algunos llegaban a ganar hasta cincuenta centavos por jornal. No había séptimo día, ni pago por horas extras; mucho menos aguinaldos o prestaciones laborales. Los ingresos monetarios de la población mayoritaria nunca llegaban a veinte quetzales mensuales por familia. En esas condi­ciones el costo de la vida y los impuestos, especialmente el boleto de ornato, eran resentidos con agudeza por la población paupérrima.

En las épocas de migración a la costa y bocacosta, presenciamos cómo los trabajadores eran hacinados de pie, tratados con grosería y tapados con lonas sucias o

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impregnadas de insecticida. Así hacían un trayecto de ocho o más horas entre su localidad de origen y la finca de destino. Muchos viajaban con su esposa y sus hijos porque todos contribuían al trabajo, o porque no quedaba alimento alguno en la vivienda. El capitalista y su contratista, algunas veces indígena y numerosas veces ladino, no velaban sino por su ganancia. Ni la enfermedad ni la debilidad a causa de las condiciones del transporte liberaban al indio de su deuda. Y, salvo excepciones, en las fincas los alojaban y alimentaban infrahumanamente. Eran altas las tasas de mortalidad y de enfermedad entre los trabajadores migratorios. Los ingresos que percibían los empleaban para adquirir maíz, sal y ropa principalmente.

La región ixil, agrícola en su totalidad, dejó de ser autosuficiente en maíz desde las primeras décadas de este siglo, cuando comenzó el acaparamiento de tierras en manos de los ladinos, quienes produjeron para ven­der fuera de la región. Aunque el poder estaba en manos de ladinos, habían algunos indígenas poderosos aliados a ellos. Sin embargo, la estratificación económica de la población india era escasa.

En las cárceles de las cabeceras departamentales se encontraban prisioneros numerosos indígenas. No pocos estaban detenidos por haber denunciado la usurpación de tierras propias o comunales; por haber sido sorpren­didos cortando leña —único combustible al que tienen acceso — en áreas restringidas o de propiedad ajena; por no haber pagado alguna deuda. Frecuentemente, estos prisioneros no hablaban español, no conocían las leyes, no tenían defensor ni traductor, no conocían su delito. Y podían pasar años encerrados. Mientras tanto, los usurpa­dores de tierras gozaban de libertad y usufructuaban sus nuevos dominios; los traficantes de madera sacaban de áreas restringidas o sin autorización, camiones con trozas de árboles centenarios ante la vista de las autoridades; y los

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usureros expoliaban sin cortapisas a sus deudores. En las zonas norteñas de los departamentos de Huehuetenango, El Quiché y Alta Verapaz no había hospitales ni centros de salud. En algunas cabeceras municipales había una clíni­ca pública pobremente equipada, atendida por personal ladino — un médico y una enfermera — que no hablaban el idioma local, que no se auxiliaban de traductor y que proporcionaban una atención rutinaria, discriminadora y, no pocas veces, deshumanizada. Varias veces fui a consulta a estas clínicas a causa de malestares propios o de mi hijo. Invariablemente él y yo éramos los únicos ladinos entre numerosos pacientes indígenas. La mayoría eran mujeres, niños y ancianos que llegaban caminando y sin comer des­de aldeas remotas. Se veían cansados y tristes. Sus ropas lucían raídas y sucias. Casi siempre guardaban silencio y con paciencia de siglos hacían fila para ser atendidos, es­peranzados en alguna cura para su mal de miseria. A veces ellos mismos o el personal médico me decían que pasara adelante; que no hiciera la cola que hacían todos. A unos y a otros les parecía extraño que agradeciera, pero que no aceptara y esperara mi turno. Al ser recibida me decían cosas como: "Hubiera pasado antes, ellos están acostum­brados a esperar"; o "son indios, no se preocupe". Cuando comentaba algún caso grave al médico o a la enfermera, me respondían que no había prisa porque, de todas maneras, no podían hacer nada; que eso era de todos los días. Yo comprendía lo limitado de sus recursos y el hecho de que eran la última ramificación de un aparato estatal ineficaz, y dentro de un sistema explotador y discriminador. Pero me indignaba su actitud pasiva y conformista y el trato que daban a las personas.

En la región había pocas escuelas primarias y la mayoría se localizaba en la cabecera municipal y aldeas vecinas. No pocas veces un solo maestro atendía dos y tres grados simultáneamente. No había textos, material

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didáctico ni bibliotecas. Los profesores solían ser ladinos que no hablaban el idioma local y que, casi siempre, eran discriminadores y terriblemente machistas. No existían escuelas secundarias ni técnicas.

Para todo observador atento era perceptible la pro­funda división entre indios y ladinos. La opresión de los segundos sobre los primeros era evidente. Donde casi la totalidad de la población era india, hablaba un idioma mayense y era analfabeta, la mayoría de las autoridades eran ladinas, sólo hablaban español y la educación se impartía en castellano. La espiritualidad indígena era ca­lificada de idólatra, de pagana; sus guías espirituales eran llamados brujos. La fiesta local principal era celebrada por separado y las autoridades sólo daban apoyo económico a los eventos ladinos. Los indígenas eran mayoritariamente trabajadores manuales, sirvientes, deudores. Los ladinos eran casi siempre autoridades, patrones, grandes y media­nos propietarios. Los ladinos se comportaban igualados y confianzudos con las autoridades; los indígenas eran respetuosos, incluso sumisos ante ellas. Los ladinos eran tratados con deferencia y respeto en oficinas y estable­cimientos de todo tipo; los indígenas con autoritarismo, desprecio, desgano. Al ladino se le trataba de usted; al indio, de vos. Los pocos indígenas que lograban formarse como técnicos, maestros o profesionales emigraban en busca de mejores oportunidades.

Nuestra actividad era intensa. Cuando no estába­mos explorando la región, haciendo alguna entrevista u observando un hecho, estábamos sistematizando la información. Y nuestra jornada laboral se multiplicaba porque debíamos atender el trabajo remunerado, las tareas domésticas y a nuestro hijo. Sin embargo, duran­te dos o tres horas diarias contábamos con el apoyo de una joven ixil, quien lavaba nuestra ropa y cuidaba por ratos al niño. Fue imposible prescindir de sus servicios,

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puesto que todo hogar ladino tenía, cuando menos, una empleada. Y la misma dueña de la casa la llevó sin que se lo demandáramos. Cata era una muchacha vivaz, no pasaba de los quince años y vivía en las afueras del poblado. Visitamos a su familia algunas veces invitados por sus padres. A ella le gustaba llevar a nuestro hijo a la espalda, sujetado con su perraje; y así corretear por callejas y veredas. Al niño le gustaba el juego; a mí me daba temor que rodaran los dos por el suelo. Pero luego de varias carreras me acostumbré y para alegría de todos no hubo accidente alguno. Igualmente felices fueron mis experiencias de recomendar a mi niño, por uno o más días, a vecinas ladinas e indígenas. Lo cuidaban con amor y preferencia, pues él era "regalado": se iba con todas las personas y reía con facilidad. También era gordito, activo y cometón; eso le gustaba a la gente.

Cuando nos instalamos en la región ixil yo tenía más de diez años de conducir vehículos. Adolescente aún, aprendí a hacerlo con pericia y en muy diferentes circunstancias. Y, desde entonces manejé con frecuencia en poblados y carreteras del país. Tenía experiencia e inde­pendencia para hacerlo. Sin embargo, al conocer el tramo entre Sacapulas y los poblados ixiles consideré que no me atrevería a manejar allí; mucho menos de noche, con lluvia o con niebla. Tuve miedo de recorrer sola, o acompañada de mi hijo, ese camino estrecho, lodoso y flanqueado de precipicios. Era una ruta solitaria que carecía de pobla­ción, señalizaciones, servicios mecánicos, gasolineras. Había tramos en los que, al encontrarse con otro vehículo— generalmente camiones y c a m i o n e t a s -, uno de los dos debía maniobrar en retroceso decenas de metros, hasta localizar un punto donde justamente, entre barranco y paredón, los automotores cupieran uno al lado del otro para continuar su ruta. Pero los vehículos patinaban en el lodo y con frecuencia la neblina o la lluvia no permitían

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la visibilidad más allá de dos o tres metros. El tráfico era escaso, pero suficiente para requerir ese tipo de maniobra dos o tres veces. Sin embargo, más tardé en sentir esos temores que en recorrer ése y peores caminos.

En poco más de un año transporté a varios miem­bros del destacamento. Salían a reuniones de trabajo o a curarse. Durante el trayecto conversábamos poco y sobre cuestiones generales, pues no debíamos dar evidencias ni preguntar sobre el trabajo, vida y funciones respectivas. El traslado de compañeros, el trasiego de recursos y el trans­porte de comunicaciones se procuraban realizar en viajes diferentes. Era una regla de oro no juntar dos o más mi­siones, pues en el caso de tener problemas —de la índole que fueran — serían más las implicaciones y dificultades. Los contactos que realicé para llevar a cabo estas tareas fueron puntuales, rápidos, sin saludos ni pláticas de por medio. Eran tareas eminentemente operativas en las que la disciplina, la discreción y la precisión eran fundamen­tales. Las instrucciones las recibía de mi responsable, no del pasajero de turno.

Sólo dos veces tuve dificultades con los compañe­ros que transporté. Una de ellas fue con un compañero indígena, fundador del destacamento y veterano de los sesenta. Debíamos hacer el trayecto desde la capital hasta un punto localizado entre Sacapulas y Nebaj. Llevábamos dos horas de camino cuando él se aproximó a mí y acto seguido me rodeó los hombros con su brazo. Me encabroné y firme, pero calmadamente, le pedí que lo retirara y volviera a su puesto. Él se sonrió y no se movió. Entonces orillé el vehículo, paré el motor y mascando las palabras le dije que o se corría o allí mismo se bajaba; que yo estaba cumpliendo la tarea de llevarlo a un punto y nada más. Se me quedó mirando con cara de incrédulo, pero se corrió. Mi expresión de indignación no se prestaba a dudas. Tiempo después nos volvimos a encontrar en algunos contactos y

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tareas y, luego, coincidimos en el destacamento. Fuimos buenos compañeros de trabajo. En otra oportunidad, ya estando próximos al punto de descenso, un compañero ladino me pidió que lo condujera a otro lugar. Este quedaba bastante retirado y fuera de la ruta programada. Le expliqué que llevaba otras instrucciones, que debía reportarme a determinada hora en la capital y que ir a donde él proponía introducía problemas de seguridad no contemplados. Pero él insistió. Le dije entonces que lo lamentaba y lo dejé donde me habían orientado. Se quedó contrariado y, quizás, molesto conmigo. Informé sobre el incidente y me respondieron que había hecho lo correcto; pues el compañero tomó la iniciativa sólo pensando en acortar significativamente su marcha, pero sin considerar aspectos de seguridad míos. Este compañero también era veterano de la lucha.

Eran tiempos de militancia intensa, de entrega total a la construcción de la organización y al impulso de la lucha por una Guatemala nueva. Nosotros no éramos excepción, sino expresión de la membresía de entonces, reclutada y probada con cuidado. Años después, durante el auge revolucionario, los criterios y procedimientos de reclutamiento se relajaron y las compuertas de la organización se liberalizaron. La consecuencia fue una cauda de graves errores políticos y militares, y el aparecimiento de traidores e infiltrados en nuestras filas.

En un momento dado se nos orientó abandonar la región, habíamos cumplido nuestra misión y no era conveniente que continuáramos allí. Debimos garantizar una retirada normal desde el punto de vista laboral y de sta­tus. Para entonces, gracias al trabajo de otros compañeros, la organización había echado raíces entre la población y se aprestaba a realizar las primeras acciones públicas. Hasta entonces todo había sido hecho en silencio y secreto.

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MUJER NUEVA COMO GALLINA NUEVA

Mi conocimiento sobre la situación de la mujer en el alti­plano se fue dando por oleadas. Fueron aproximaciones sucesivas en las que mi capacidad de captación y reflexión se dio en correspondencia con la experiencia que acu­mulaba sobre la vida y mi país. Éramos niños cuando mi padre intentó levantar una algodonera en Retalhuleu. En ella pasábamos los meses de vacaciones escolares año con año. Así conocimos de los trabajadores migratorios que levantaban las cosechas de exportación. A la finca llegaban todosanteros, de la etnia mam. A mí me llamaron la aten­ción dos costumbres de ellos que entonces no comprendía: que en la calurosa costa sur usaran sus trajes, propios para tierras muy frías; y que varios fueran polígamos. El traje lo usaban por identidad étnica; pero también porque su pobreza no les permitía obtener ropa apropiada para el calor. Uno de los trabajadores polígamos se llamaba Diego Pu y anualmente llegaba con sus cuatro esposas y toda su prole. Él se instalaba en un rancho próximo a las galeras de los trabajadores que migraban solos. La primera mujer era la de mayor edad y autoridad; ella organizaba y mandaba a las demás. El ambiente doméstico era tranquilo y el modo de dirigirse unas a otras, fraternal. Sus edades estaban entre los 15 y los 35 años aproximadamente.

Con mis hermanos visitábamos la ranchería porque era el único lugar habitado a nuestro alcance y allí había otros niños. Y conocíamos por su nombre a los trabajadores que llegaban año tras año. Yo veía que todos eran muy pobres, y movida por la curiosidad le pregunté a Diego Pu por qué tenía tantas esposas e hijos. Me respondió que las mujeres sembraban y cosechaban el maíz que cultivaban en tierras de la finca para su pro­

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pia manutención; que ellas se ayudaban unas a otras en el oficio de la casa y en el cuidado de los niños; y que siendo varias nunca se sentían solas. En cuanto a los hijos me respondió que desde pequeños servían para trabajar y más tarde para mantenerlo, cuando él fuera viejo y no pudiera valerse por sí mismo.

Años más tarde tuve oportunidad de vivir en di­versos lugares poblados principalmente por indígenas. Cuando llegué a cada uno de los pueblos donde residí no tenía amigos ni conocidos. Además era ladina y extraña para sus habitantes. Pero fue viviendo en esa región que a mi acendrado gusto por usar perrajes, huípiles y listones de colores se fue sumando un sentimiento de identidad y solidaridad con las mujeres indígenas que, sin embargo, no encontró cómo expresarse de inmediato. Ni ellas ni yo estábamos organizadas alrededor de preocupaciones comunes de ningún tipo, ni el trabajo respectivo nos colo­caba en condiciones de acercamiento igualitario. A pesar de ello, mientras desarrollé mi labor cultivé relaciones con personas y familias indígenas de distinto nivel social.

Con frecuencia me movilizaba en transporte públi­co para ir de un pueblo a otro. Sin temor a equivocarme afirmaría que los choferes y ayudantes del servicio de transporte extraurbano están entre las personas más discriminadoras y verdaderamente insolentes hacia los indígenas. Y no vi diferencia en el comportamiento de los ladinos o los indígenas ladinizados que ejercen dichos oficios. Ordenan, gritan, empujan, maltratan; se burlan, hacinan y no pocas veces engañan a los indígenas que pagan por ese servicio. Mientras tanto, con los ladinos, especialmente si son mujeres, autoridades o personas adineradas, son serviles.

Los domingos me gustaba viajar a Totonicapán, para recorrer el mercado de dicha cabecera departamen­tal. Anteriormente lo había visitado, atraída por el colo­

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rido y la belleza de las artesanías que se exhibían; pero también extasiada por los trajes de la multitud indígena que se vestía de pájaros, flores y arcoiris. No obstante, fue hasta que viví en esa región que cobré conciencia de la envergadura de la dualidad cultural de mi país. Me identificaba con ambos mundos. Había nacido y crecido en el ladino, pero simpatizaba y me sentía fuertemente atraída por el mundo indígena. Estaba a gusto en su me­dio y experimentaba orgullo por compartir con ellos un mismo suelo. Pero en ese mercado y entonces me sentí extranjera en mi tierra. Por momentos me dedicaba a observar y escuchar a las personas que en él estaban. La vista se me perdía en todas direcciones y por largos ratos no lograba ver ladinos. Todos a mi alrededor hablaban quiché. Y no faltaba quien se dirigiera a mí llamándome gringa con la mayor naturalidad. Este calificativo me ofendía doblemente porque era guatemalteca y me sentía orgullosa de serlo; y porque rechazaba la política de los Estados Unidos hacia el Tercer Mundo y censuraba la tolerancia o indiferencia de sus ciudadanos para con ella. Pero el hecho de que me sucediera varias veces me dejó pensando sobre la realidad guatemalteca. Y comprendí que para estos compatriotas era yo tan extraña en su mundo como cualquier extranjero.

Volví a alfabetizar después de varios años de no hacerlo. Esta vez a dos señoras quichés que me lo pidieron. Vivía en un pueblo indígena con pocos ladinos, donde cada grupo étnico realizaba su vida social por aparte. La segregación era tal que incluso había cementerios separados para unos y otros. De ahí que el recelo mutuo fuera acentuado y raras las relaciones interétnicas en términos de igualdad y amistad. El hecho de que estas mujeres me buscaran era un signo de confianza y una oportunidad para cultivar mi acercamiento humano y social con ellas, cuyo mundo específico me era desconocido. Eramos

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vecinas. María y Chencha vivían de preparar comida y de confeccionar coloridos adornos de papel de china para vender. Nuestra relación había comenzado alrededor de dichas actividades, pero pronto las trascendió. Nos visitábamos y apoyábamos mutuamente en aspectos domésticos y de salud. Varias veces compartí con ellas tamalitos y atol de elote en su cocina, mientras conversaba con la familia. La madre de ellas vivía preocupada por la salud del esposo, quien ya viejo seguía migrando a las plantaciones de la costa sur. Y cada vez que lo hacía volvía enfermo de paludismo o intoxicado por las fumigaciones y los abonos químicos. Incluso hubo ocasiones en que alguien les avisó que lo fueran a recoger a alguna parte, porque no podía caminar de la debilidad. Chencha esperaba a su primer hijo. María tenía dos patojitos que se llamaban Rafael y Judith. Tenían cinco y tres años respectivamente. A diferencia de numerosos niños en situación de pobreza que había conocido, éstos eran vivaces y desenvueltos. Me visitaban con frecuencia por su propia iniciativa. Cada vez que les abría la puerta el varoncito me decía en perfecto español: "Venimos a platicar". Sus padres no les enseñaban quiché, aunque era el idioma que usaban los adultos de la casa para comunicarse entre sí. Tampoco los vestían con sus trajes, mientras que los mayores sí lo hacían. Me di cuenta que numerosos indígenas que vivían en los poblados —comerciantes, maestros, intelectuales entre ellos— razonaban que si los hijos hablaban español y se vestían como ladinos, tendrían mejores posibilidades de estudio y de trabajo cuando fueran mayores. Y sufrirían menos la discriminación social. Sólo entre la burguesía indígena, especialmente la quetzalteca, y en algunos sectores medios encontré personas con una actitud firme por hacer valer sus costumbres y su origen étnico.

Tanto en la región de Quetzaltenango y Totoni- capán como en la zona ixil, a donde me trasladé a vivir

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al año siguiente, el ideal de mujer que prevalecía entre los indígenas era que fuera "galana". Es decir, hermosa, bien dada, robusta; que no fuera ni gorda ni delgada. Pues ello se consideraba signo de salud, de fertilidad, de capacidad para dar hijos fuertes y de resistencia para el trabajo. Asimismo, les gustaba que fuera alta y llevara el cabello largo. Y junto a estos aspectos físicos debía tener las siguientes cualidades: ser virgen, ser "honrada" (recatada y no coqueta; que no hubiera tenido novio; que no platicara con diversos muchachos, sino sólo con quien iba a ser su marido); que fuera laboriosa y buena cocinera. También debía ser obediente, paciente y humilde. Era importante que perteneciera a una "buena familia". Es decir a una que sustentara costumbres acordes a los valores del gru­po étnico y que fuera de reconocida honorabilidad. De la mujer casada se decía que se le admiraba si era un poco gorda, sin manchas en la cara; y si tenía numerosos hijos —especialmente varones— y sus hijas eran trabajadoras.

Se asumía que toda mujer debe obediencia y ser­vicios al hombre, sea éste su padre, hermano, marido o hijo. También debía estar bajo su tutela o autoridad. Por ejemplo, la mujer campesina sólo se vinculaba a otras per­sonas a través o acompañada de ellos. Lo único que podía hacer sola era ir al río, a la pila o a la toma de agua para lavar la ropa o acarrear el líquido; hacer leña en el monte e ir al molino de nixtamal cuando lo había. O sea que po­día ir a donde estuviera sola o a donde sólo frecuentaran las mujeres y los niños. La mujer debía concentrarse en atender los oficios domésticos y la familia, al tiempo que debía evitar el trato con personas desconocidas, especial­mente si eran hombres.

Múltiples veces visité el mercado de San Francisco el Alto en el departamento de Totonicapán, cuya actividad económica de los viernes era la mayor de cuanta plaza había en la zona y donde el mercado de animales era el

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único en la región. En cierta oportunidad, cuando recorría este último vi a un anciano indígena acompañado por una niña. Me llamó la atención porque no tenía animal alguno para vender y no parecía estar comprando. Me aproximé a él y luego de saludarlo le comenté algo sobre la intensa actividad comercial. Al ver que el señor no se encerraba en sí mismo, continué la plática y le pregunté qué lo traía al mercado. Me dijo que daba a su nietecita, la niña como de cinco años que estaba a su lado, a cambio de un quintal de maíz. Incrédula y desconcertada le pregunté por qué lo hacía. Ante mis ojos estaba a la venta —realmente en trueque — un ser humano, una niña. ¿En pleno siglo XX y en mi país? No podía creerlo. El hombre me respondió casi llorando que estaban solos, que a él ya nadie lo empleaba por estar viejo y enfermo. Hacía días que no comían y él consideraba que ella estaría mejor con cualquier otra per­sona, pues por lo menos tendría sustento. Mientras tanto, él podría alimentarse algunas semanas con el maíz que le dieran a cambio. Este cuadro rural me trajo a la mente los miles de niños y ancianos de ambos sexos que sobrevivían en la capital mendigando, recogiendo desperdicios en los basureros, haciendo trabajos humildes a cambio de comida. ¿Cuántos más vivían dramas similares a lo largo y ancho del país? Conocía el mundo de la beneficencia estatal y burguesa. En el mejor de los casos se trataba de paliativos desbordados por la envergadura de las necesidades sociales. Entonces me asaltaron numerosas interrogantes sobre un sistema económico que producía miles de casos similares y los dejaba a la deriva. ¿Quién tenía derecho a juzgar a este anciano acorralado por el hambre y la desesperanza? ¿Una niña, por el hecho de na­cer en un hogar misérrimo, merecía el único destino de ser entregada a quien fuera a cambio de ser alimentada? ¿Qué debía y podía hacer yo? Me retiré llena de contradicciones y sintiendo un odio terrible hacia quienes tenían en sus

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manos la conducción del país y vivían en la opulencia a costa del trabajo ajeno, la especulación y la apropiación de los recursos nacionales.

Al lado de ese cuadro de miseria aparecían ante mis ojos otros, los menos, de prosperidad y vitalidad. Y en gene­ral, hechos que mostraban la diversidad del mundo indígena y de las formas en que se percibían a sí mismos y a su cultura quienes pertenecían a él. Bastaba con ver a mi alrededor para captar la complejidad del problema. Por ejemplo, la casa que ocupábamos pertenecía a una familia de la burguesía indíge­na. Sólo nos quisieron alquilar dos piezas con acceso al baño y a la pila. Otra pieza la rentaban a un matrimonio ladino de la localidad y la parte principal de la casa, incluyendo la cocina, permanecía deshabitada la mayor parte del tiempo. Pues cada mes los propietarios viajaban desde Santa Cruz de El Quiché para pasar un fin de semana en la casa. Tenían propiedades y negocios en Totonicapán, El Quiché y la ca­pital. Los hijos habían asistido a colegios católicos privados, y quienes habían terminado la secundaria estudiaban en la universidad nacional. Las mujeres de todas las generaciones usaban sus trajes permanentemente, y todos hablaban con fluidez quiché y español. Un abismo económico entre esta familia y el anciano que cambiaba a su nieta por maíz. Pero ambos casos eran expresión de un mismo grupo étnico. Y la discriminación ladina afectaba a unos y otros.

Tina, en cambio, se absorbía en la lucha por el dia­rio vivir. Aunque era joven aparentaba más edad de la que tenía. Hablaba poco español y no la desvelaban los problemas de la identidad ni de la discriminación. Su energía y preocupaciones se agotaban en el trabajo por la subsistencia. Ella pasó por la casa ofreciendo sus servicios, pues lavaba ropa ajena. El esposo se encontraba en la costa sur, vendiendo su fuerza de trabajo en las plantaciones de agroexportación, y tardaría en volver varios meses. Era la rutina laboral de ambos, año tras año, sin que sus

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condiciones de vida mejorasen un ápice. No poseían tie­rra y eran analfabetas. Sus ingresos daban para malvivir. Con Tina acordamos que lavaría nuestra ropa una vez por semana. Los precios que daba eran: 2 , 5 y 10 centavos por pieza chica, mediana y grande, respectivamente. Tina tenía dos hijos y cierto día le pregunté por ellos pues nun­ca los llevaba. Resultó que se quedaban solos de lunes a sábado, desde las siete de la mañana hasta la una o dos de la tarde, cuando ella volvía. Los niños tenían año y medio y cinco años. Le expresé mi inquietud por lo peligroso de su medida, pues mientras visité las salas de medicina y cirugía de niños del Hospital General de la capital, un alto porcentaje ingresaba por accidentes domésticos. Y las quemaduras provocadas por los fogones donde se cocina en las viviendas pobres eran frecuentes. Tina respondió que para evitarles accidentes los dejaba amarrados de la cintura a un pilar del corredor; que la longitud del lazo les permitía moverse sólo donde no había peligro y que la soga del grandecito era un poco más larga, de manera que alcanzara una jarrilla de atol. El fogón lo dejaba apa­gado. Lo dijo con sencillez y naturalidad, explicándome estoicamente que no tenía otra alternativa. Carecía de familiares, vivía en las afueras del pueblo y su trabajo la llevaba de una a otra casa durante cada jornada.

Con el tiempo Tina me invitó a su hogar. Pasó a buscarme al terminar de lavar en otra casa. Recorrimos varias calles hasta llegar a un callejón que ascendiendo una ladera se perdía en los milperos. Su vivienda era la última; aislada de las demás. Al entrar había un patio en declive sin planta alguna, y al fondo una casa de adobe y teja con piso de tierra. Vi a los niños amarrados en el corredor; estaban sucios y sentados en el suelo. Lo primero que la madre hizo fue desatarlos y abrazarlos amorosa­mente, mientras les hablaba en su idioma. Luego vio si habían tomado el atol. Los patojitos tenían mirada triste

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y eran poco expresivos. La pobreza y la soledad los había permeado quizás para siempre. Pero Tina estaba resigna­da; su propia infancia no había sido muy diferente. No pude sino pensar en la mía y aquélla que esperaba poder ofrecer a mi hijo. Las nuestras eran las de la minoría, las deseables para todos; pero que no conocían los miles de niños que crecían silenciosos en los cuatro puntos cardi­nales del país. Sólo el azar nos hacía nacer en uno u otro mundo. No me era posible ignorar esto, encerrarme en mi vida personal y hacer crecer a mi hijo en el pequeño mundo de los privilegiados, dando la espalda a la realidad que nos rodeaba.

A diferencia de Tina, Chepa provenía de las capas medias. Su familia se había dedicado por generaciones a la alfarería vidriada y su especialidad eran las piezas en miniatura. Esta amiga pertenecía a un reducido grupo de indígenas conscientes de su situación de discriminados. La mayoría de sus integrantes eran maestros y denota­ban desconfianza hacia el ladino, defendían su cultura y eran críticos del régimen opresor. Años atrás, Chepa se había recibido de maestra de educación primaria, pero no encontró trabajo en su profesión. Se trataba de una muchacha responsable, discreta, inteligente. Era bilingüe y usaba su traje con orgullo. Cuando la conocí laboraba en la tienda de una cooperativa textil en Quetzaltenango. Originaria de otro poblado, viajaba diariamente a su lugar de trabajo. No fue fácil ganar su confianza y su amistad. Pero después de numerosos encuentros, unos por trabajo y otros por iniciativa mía, la comunicación se estableció entre nosotras y Chepa me invitó a su casa. Quería presen­tarme con sus papás y mostrarme el taller de alfarería, por cuyos productos yo había mostrado admiración. Cuando llegué Chepa me introdujo con sus padres, pero pronto se retiró con su madre a la cocina. Fue su papá quien me llevó a conocer el taller que estaba en el mismo predio de la

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casa. Con entusiasmo me explicó lo referente a la materia prima y al proceso de elaboración de las vasijas de barro. En la bodega, listas para entregar, tenía verdaderas obras de arte. El señor había trabajado desde niño en ese oficio y conocía en teoría y práctica cada una de sus fases. Por el tiempo que los visité contaban con varios operarios, y el propietario se dedicaba a supervisar y comercializar la producción.

Al medio día me pasaron al comedor donde me sorprendió ver sólo dos puestos, uno para el señor y el otro para la visitante. Mi amiga y su madre nos sirvie­ron en silencio, retirándose a la cocina. Allí comieron al mismo tiempo que nosotros. Me di cuenta de ello desde el principio y sugerente le dije al anfitrión por qué no comíamos todos juntos. No me contestó. Ni siquiera me volvió a ver cuando le hablé. Aunque era costumbre en extensos sectores del campo que sólo el jefe de familia comiera y conversara con una visita, yo pensaba que en casa de Chepa ya no era así porque pertenecían a un sector urbano medio en el que esa práctica se estaba abando­nando. Además conocía el pensamiento de Chepa con relación a ciertas costumbres. Pero estaba equivocada, pues el predominio masculino en esa casa estaba intacto. Me sentí mal y experimenté incomodidad al ser atendida por Chepa y su mamá en esas condiciones. En ningún momento de la visita pude conversar con ellas.

Conocía por lecturas y narraciones sobre la costum­bre existente en numerosos lugares del campo guatemal­teco de vender a las niñas y jovencitas en matrimonio. Las particularidades que revestía esta práctica variaban de un lugar a otro, pero la razón de fondo era la misma: el nacimiento de una mujer no era bienvenido y a las hi­jas se las consideraba una carga en la economía familiar. Mientras tanto, el nacimiento de un varón era motivo de alegría, de ceremonias especiales y de mejores atenciones

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a la parturienta, especialmente en su alimentación. El matrimonio concertado por los padres es una costumbre indígena y campesina, heredada por generaciones y tole­rada por el conjunto social. Algunas veces se da libertad a la muchacha para decidir si quiere o no casarse con el solicitante; pero generalmente se le induce o presiona para que lo acepte. Las ceremonias y ritos que la caracterizan en cada lugar o grupo étnico guardan la misma esencia: los padres del muchacho, el hombre maduro interesado, o alguna persona respetada de la comunidad en nombre de ellos, visitan varias veces a los padres de la muchacha para pedirla, para establecer los plazos de la entrega y para determinar lo que deberán pagar por ella. El pago puede ser simbólico o real y hacerse en forma, por ejem­plo, de chocolate, aguardiente o trabajo. También puede consistir en una cantidad de dinero. Entre 1974 y 1977, una muchacha casadera podía obtenerse en la zona ixil o en el Ixcán por Q60. 00. En el mismo periodo una vaca costaba Q90. 00 en esa región. Si el pago era en trabajo, el muchacho se trasladaba a vivir a la casa de los padres de la novia para realizar labores agrícolas y domésticas para ellos. El periodo de estancia oscilaba entre seis meses y dos años. Pero leer y escuchar al respecto no me había revelado el drama humano que frecuentemente protago­nizaba la niña o jovencita involucrada.

Cierto día se presentó en mi casa una niña, hija de un matrimonio conocido. Sorprendida por la inusual vi­sita le pregunté qué la motivaba. Seria me dijo: "dejame con vos. Yo te ayudo en la casa y sólo me das comida". E inmediatamente agregó que la escondiera de sus papás. Pensé que había cometido alguna falta o perdido algo de valor. La duda se me despejó cuando me narró que la noche anterior escuchó que sus padres tomaron la decisión de venderla a un hombre que había mostrado interés por ella. Su padre decía que ya les había costado mucho dinero

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criarla y que era hora de que algún hombre la mantuviera. La niña tenía doce o trece años. Al terminar de explicar su situación rompió a llorar desconsoladamente, y entre sollozos repitió que no quería irse con ningún hombre, que deseaba seguir en la escuela y que si la iban a vender prefería irse de su casa y trabajar para sostenerse. Me era imposible ocultarla. La localidad era pequeña, todos nos conocíamos y ella no podía pasársela eludiendo a quienes me visitaran, ni encerrada entre cuatro paredes. Tam­poco podía asumir una responsabilidad que me traería problemas con sus padres, la comunidad y las autorida­des. Pero sobre todo porque la situación de esta niña no era excepcional sino común. Mi valoración personal al respecto no podía ni debía ser impuesta; tampoco sería aceptada por el simple hecho de exponerla. Pero hablé con los padres de la niña y ella también lo hizo con ellos. Creo que pensaron un poco más al respecto, pero no los volví a ver ni conocí el desenlace del caso.

En el contexto de las ceremonias de pedida y de casa­miento, donde participan padres, familiares y personas destacadas de la comunidad, se les dan consejos a los contrayentes. Son reveladoras algunas de las recomenda­ciones dirigidas al novio: a la mujer no se le debe pegar aunque cometa faltas, porque no es bueno hacerlo; no se le debe atormentar; se le debe hablar con buena volun­tad, con verdad; se deben evitar los pleitos y los gritos; el hombre no debe tener querida ni debe emborracharse; si hay problemas entre los dos deben separarse en paz y cada uno buscar otra pareja.

Si la mujer resultaba estéril se le podía devolver y recuperar el dinero pagado por ella. No sé qué criterios utilizaban para determinar que la esterilidad era femenina y no masculina. De hecho se sancionaba el adulterio de la mujer, pero se toleraba el del hombre. Definitivamente se censuraba el casamiento sin el consentimiento de los

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padres. Es más, sin la decisión de ellos. Sin embargo, cada vez con más frecuencia se daban este tipo de matrimo­nios, especialmente en capas medias y altas. La mayoría de mujeres y hombres tenían a lo largo de su vida varias uniones matrimoniales. Pero cualquiera fuera el caso, eran numerosos los testimonios sobre maltratos del hombre hacia la mujer.

La niña que había buscado refugio conmigo y miles más, estaban desahuciadas por el sistema de opresión heredado de múltiples fuentes —sistemas económicos, religiones, prácticas culturales; regímenes políticos, mise­ria, ignorancia —. A mi juicio no se trataba de intervenir en soluciones casuísticas y aisladas que no tocaban el fondo del problema, ni movilizaban a las principales afectadas.

Conocí numerosas mujeres que llevaron una vida marcada por el maltrato del hombre, y el miedo, la angus­tia y las penalidades derivadas de ello. La mayoría sufrió esa situación toda su vida, algunas optaron por separarse después de años de soportarla. A otras les costó la vida y el sufrimiento ilimitado de los hijos. El caso de Candelaria y su madre llora sangre. Y no puede quedar en el silencio porque siguen dándose problemáticas similares.

La madre de Candelaria provenía del sector quiché más adinerado, y su familia poseía grandes extensiones de tierra, comercio, ganado, aves de corral, recuas de mu- las y vehículos. Y tenía numerosos mozos a su servicio. El padre de Candelaria, por el contrario, era campesino pobre y artesano de la palma y los sombreros. Aunque se cumplieron todas las costumbres y ceremonias, se habían casado con la oposición de la familia de ella y, de hecho, entre los parientes políticos persistió el rechazo hacia él, quien bebía en exceso y se violentaba. En ese estado acostumbraba a golpear a su esposa. Además era exigen­te en el hogar sin aportar para el gasto. La señora había heredado buena cantidad de tierra cultivable, aunque a

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sus hermanos varones les dieron bastante más que a ella. También recibió capital en el momento de casarse. Pero reiteradamente la sorprendieron las disposiciones que el marido tomó para acabar con los bienes. Él gastó la he­rencia de ella, y sus propios ingresos, principalmente en licor, en una amante y en artículos para su uso personal. De manera que los hijos crecieron en un ambiente de em­pobrecimiento ascendente y conflictos familiares. Luego de separarse temporalmente del marido varias veces y ya empobrecida, la madre lo abandonó definitivamente, quedándose con los ocho hijos que procrearon. Esta señora les dijo a sus hijas que su error había sido desobedecer a sus padres, quienes querían casarla con otro hombre.

Estando en cuarto año de primaria, Candelaria fue retirada de la escuela por la madre para que le ayudara en los oficios domésticos y en el cuidado de sus hermanos. Se casó a los quince años fundamentalmente por presiones de la madre, quien le decía que ya estaba en edad de buscar alguien que la mantuviera. En el medio urbano donde vivían ya se daba alguna rebeldía por parte de las jóvenes indígenas ante los padres y las costumbres matrimoniales. Sin embargo, Candelaria y sus hermanas obedecieron a la mamá con el razonamiento de que no querían contrariarla. Pero también por escapar de un hogar conflictivo en un medio donde el matrimonio era el único camino accesible para la mayoría de mujeres. De ahí que Candelaria se hiciera novia de un maestro de educación primaria de 23 años que era quiché y trabajaba. Cuando la madre de Candelaria supo que su pretendiente era profesor, se es­meró en atenderlo y le concedió facilidades para ver a su hija. Además, le dio un trato superior del que le daba a los otros yernos, aunque éstos eran trabajadores y respetuo­sos de sus otras hijas. La señora pensaba que el candidato de Candelaria era mejor porque tenía estudio.

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El primer año de vida en común la pareja marchó bien. Pero pasado ese tiempo él cambió su comportamien­to y empezó a maltratar a Candelaria. También comenzó a reunirse con los amigos para beber, a comprarse buena ropa y dejó de aportar dinero al hogar. Su agresividad aumentó cuando ella le demandó el dinero para pagar las rentas atrasadas de la casa y comprar alimentos para los hijos. Él se negó a dar los recursos, aunque tenía salario regular. Ante esa situación, Candelaria decidió trabajar. Se dedicó a preparar y vender arroz con leche en el mer­cado local. Sin embargo, el marido la hostilizó porque no quería que saliera de la casa, "ya que podía conocer a otro hombre". Pero siguió sin aportar el sustento fami­liar, aunque se cuidó de aparentar que era un hombre responsable. Además llevó a sus amigos a la casa para que Candelaria les proporcionara alimentos. Pero cada vez que ella le decía que no tenía comida para darles él se enojaba y la golpeaba. También la celaba con ellos. Las palizas se volvieron frecuentes y ella se dejaba pegar. Y siempre que podía, ocultaba los hechos ante la familia y la comunidad. Pero Candelaria comenzó a beber, sin­tiendo al mismo tiempo remordimiento por hacerlo. Sin embargo, no descuidó a los hijos y trabajó sin descanso para procurarles su alimentación.

Así las cosas, llegaron a tener cuatro hijos. Cuando Candelaria tenía seis meses de embarazo de su quinto hijo y 25 años de edad, el marido llegó borracho y discutieron. Él la emprendió a golpes con tal violencia que hizo abortar a su esposa allí mismo. Familiares la llevaron al hospital departamental, pero no la recibieron aduciendo que estaba grave. Entonces la trasladaron a la capital del país, a 170 kilómetros de distancia. Pero Candelaria murió a las pocas horas de haber sufrido la criminal golpiza. Nadie acusó al agresor ante las autoridades. Los parientes de la víctima razonaron que luego de lo que había hecho seguramente

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asumiría sus responsabilidades familiares; mientras que si era encarcelado, los hijos no tendrían de qué vivir. El hombre no pagó su crimen ni ante la ley ni ante la co­munidad; siguió ejerciendo la docencia y no asumió la responsabilidad de los hijos. Fue la abuela materna, a la edad de setenta años y traumada por la tragedia, quien los tomó bajo su cuidado.

En esa región, como en muchas otras partes, el hom­bre tenía derecho a decidir por la mujer, a mandarla, a re­gañarla y golpearla a discreción. Hacerlo o no dependía de cada hombre. Y había quienes no lo hacían, estableciendo una relación de respeto, comprensión y cooperación. Pero lo primero estaba socialmente permitido. Las agresiones podían darse por las más variadas "razones". Por ejem­plo, si no lo atendía como y cuando él quería; si le alzaba la voz o disentía con lo que él afirmaba; si cometía algún error o se atrasaba en sus tareas; si los niños lloraban o se enfermaban. Ya no digamos si la mujer le reclamaba las borracheras, el descuido de la familia o la existencia de una amante. No pocas veces también padres y her­manos procedían en forma similar con hijas y hermanas respectivamente. Pues se consideraba que sólo ejerciendo la fuerza el hombre hace valer su autoridad y que toda mujer quiere por las malas. Era común que una vez con­sumada la agresión, a la víctima se le asistiera para aliviar su dolor. Pero no se cuestionaba el hecho violento contra ella, ni se le aconsejaba defenderse, denunciar al maridoo abandonarlo. Más bien se suponía que algún motivo tendría éste para agredirla; que "algo" habría hecho la mujer para despertar su ira. Naturalmente, en estado de embriaguez la agresividad del hombre aumentaba. Por eso las mujeres solían esconder machetes, instrumentos de labranza, cuchillos y palos en tales circunstancias. La ma­yoría de ellas le tenía miedo a los hombres y raramente se defendía cuando era agredida. Temían que les fuera peor

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y que de todas maneras el hombre impusiera su voluntad. Reclamarle una paliza al hombre era ganarse otra.

Cuando una mujer se cansa de tanto maltrato; cuando se defiende físicamente y dice sus verdades al hombre; cuando se hace de amante o abandona al mari­do; cuando busca refugio en casa de sus padres, no suele encontrar comprensión ni apoyo a su proceder. De hecho se considera que debe tener paciencia, pensar en que los hijos "necesitan un padre", mantenerse fiel a cualquier precio. En parte estas consideraciones descansan en una realidad aplastante para la mujer indígena campesina y, en general, para la mujer de los sectores pobres: casi siempre está embarazada o criando, rodeada de hijos menores de edad; no conoce más oficio que el doméstico; no habla el castellano, no lee ni escribe; no tiene fuentes de capacitación ni de trabajo al alcance; no cuenta con respaldo legal ni con prestaciones sociales; no dispone de recursos ni ingresos suficientes para sostenerse a sí misma y sacar adelante a los hijos. Pero, con las excepciones del caso, las relaciones maritales también se dan en un marco de valores dual y de prejuicios, dentro de una dinámica de dominio y sometimiento que se retroalimenta y que no se cuestiona.

Si un hombre no acostumbraba agredir a su esposa, se comportaba de manera respetuosa con ella y la consul­taba, no faltaba quienes lo censuraran. Le decían que no era hombre, que llevaba corte en lugar de pantalón. Entre estas personas había hombres y mujeres. Y hubo casos en que suegras o madres instigaban al hombre para que le pegara a la hija o a la nuera, diciéndole que así debía hacer "para tener autoridad ante ella", "para que fuera él quien mandara en la casa".

En las alcaldías municipales se presentan querellas matrimoniales con frecuencia. La mayoría por maltratos hacia

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la mujer o porque el hombre no aporta el sustento familiar. En aquel entonces estas denuncias eran escuchadas por las autoridades indígenas locales, quienes contribuían con con­sejos y medidas concretas a su tratamiento o solución. Pero en los juzgados de familia de las cabeceras departamentales, atendidos generalmente por personal ladino y masculino, prestaban atención a las denuncias por maltratos a la mujer, sólo cuando ésta se presentaba con quebraduras y verdade­ramente desfigurada por la paliza.

Sólo hasta que media mucha confianza las muje­res expresan su sentir sobre su situación matrimonial y sexual. Entre otras cosas manifiestan que no les gusta llenarse de hijos, que quisieran practicar algún método anticonceptivo aunque el hombre se opone; que viven con el temor de quedar embarazadas de nuevo, pero que se ven obligadas a satisfacer al hombre; que les son desagradables las relaciones sexuales con los maridos que las maltratan.

Otro de los problemas que afecta a la mujer es el alcoholismo de los hombres, pues es causa de pleitos y agresiones, de merma del sustento familiar y de recargo de trabajo en ella. Por sus alcances, el alcoholismo cons­tituye un flagelo social. Con el agravante de que debido a la inmensa pobreza se consume principalmente cuxa, licor de fabricación casera. Originalmente, esta bebida la hacían de panela con maíz, cebada u otro cereal, en ollas de barro. Pero con el empobrecimiento acelerado de las últimas décadas y la penetración industrial, la cuxa se comenzó a fabricar en toneles de metal oxidable, fermentándola con substancias químicas que acortan el tiempo de preparación. Esto ha sido dañino para la salud colectiva porque se abusa en el uso de dichos recursos, sobre cuyo manejo y riesgos no se tiene el conocimiento ni el control necesarios. Por otra parte, el consumo de

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licor se multiplicó a partir de los años ochenta, cuando las desapariciones, las masacres y los traumas derivados de ellas afectaron a cientos de comunidades indígenas. Entonces ya no sólo los hombres sino también las mu­jeres y los jóvenes se alcoholizaron. Supe de numerosas personas que fallecieron por consumir en exceso la cuxa fermentada con químicos. Pero la gente decía que había que beber para olvidar las matanzas y los sufrimientos y que había que gozar las fiestas porque a lo mejor iban a morir pronto en manos del ejército.

Pero también conocí, por narraciones de sus protago­nistas, destellos de lucha de mujeres indias por abrir cauce a cambios en su vida. A finales de los años cincuenta, por ejemplo, lograron sus primeras conquistas en el área de Santa Cruz del Quiché. Pequeñas a la luz de nuestras aspiraciones; inmensas a la luz de sus puntos de partida, pues quienes se lanzaron por su consecución debieron sufrir chismes —sobre todo de mujeres mayores —, mal­tratos y palizas, así como realizar esfuerzos económicos. Entre esos primeros logros estuvieron los siguientes: poder llevar el nixtamal al molino eléctrico y liberarse de su molida manual; poder arreglarse y peinarse todos los días y no sólo cuando iban a misa o al mercado; usar espejos para verse y arreglarse.

Entre 1964 y 1968 numerosas mujeres de Santa Cruz y sus alrededores empezaron a participar en los clubes de amas de casa impulsados por Desarrollo de la Comu­nidad. Muchos esposos las apoyaron en este proyecto, pero no pocas debieron hacerlo a sus espaldas y algunas participaron en desafío abierto a la oposición de su pare­ja. Los hombres que se oponían decían que sus mujeres no entendían e iban a descuidar sus responsabilidades familiares. Pero en realidad era porque las celaban y no querían que salieran de la casa y participaran en activi­

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dades, mayormente si ellos no estaban presentes y sí lo estaban otros hombres. Sin embargo, la participación más significativa de las mujeres se dio alrededor de los años setenta, en las reuniones mixtas que realizaban los sindi­catos campesinos de trabajadores migratorios. Ellas parti­cipaban con entusiasmo, opinando sobre soluciones a los problemas que enfrentaban los trabajadores migratorios y sus familias. Mostraban mucha disposición a realizar todo tipo de tareas y eran portadoras de mayor combatividad que los hombres para reclamar, por ejemplo, la libertad de algún dirigente encarcelado. Destacaban por no mostrar miedo ante las autoridades civiles ladinas; querían dar su opinión y declarar a favor del detenido. Pero no hablaban español y alegando esa razón la autoridad, siempre ladina y monolingüe, no les permitía intervenir.

Supe asimismo que a comienzos de la década del setenta, la Acción Católica incorporó a las mujeres a tareas fuera del hogar y de sus comunidades. Aunque la mayoría eran tareas tradicionalmente hechas por ellas y en función de eventos religiosos, les dieron la oportunidad de salir de la casa, visitar otras localidades, conocer a otras personas y proyectar su trabajo hacia la comunidad. Al principio numerosas mujeres no aceptaron, argumentando que no tenían permiso del esposo y no sabían si lo iban a obtener. Esta limitante y las quejas que algunas se atrevieron a exponer respecto al maltrato que recibían de sus maridos, llevaron a que las más audaces y lúcidas plantearan la necesidad de organizarse por sí mismas, independientemente de las actividades de Acción Católica. Apoyadas por la iglesia impulsaron un programa de radio que logró salir al aire durante un año aproximadamente. Se llamaba Voz de la mujer en el hogar y era dirigido y transmitido por mujeres indígenas en lengua quiché. Los temas abordados fueron: aseo personal, enfermedades de la

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mujer, valoración de sí misma, importancia de combatir el miedo a los hombres, los derechos de la mujer y recetas de cocina. El impacto del programa trascendió las expectativas de las organizadoras.

Numerosas mujeres, incluso de aldeas lejanas, escuchaban el programa y se las arreglaban para mandar cartas de felicitación y de agradecimiento, así como solici­tudes y preguntas sobre diversos temas. El programa era un estímulo, una esperanza, una ventana al mundo; una compañía, una escuela para miles de campesinas disper­sas en las montañas. Pero algunas mujeres, especialmente de edad avanzada, fueron beligerantes en expresar su desacuerdo con el programa. Consideraban que estaba divulgando ideas "malas" porque iban contra las costum­bres, contra las obligaciones de la mujer y la autoridad del hombre. También afirmaban que no era honesto que mujeres hablaran por la radio y ante grupos de personas; que esas actividades correspondían a los hombres. Decían que, cuando más, las mujeres podían hablar en activi­dades y temas religiosos. Unos hombres expresaron su desacuerdo con el tema de los derechos de la mujer ante el hombre y la sociedad, "porque el hombre es la cabe­za de la familia como Cristo es la cabeza de la iglesia. "Y hubo opositoras y opositores que fueron más lejos, propagando que quienes impulsaban el programa eran prostitutas, que estaban dando mal ejemplo a las mujeres y que sus maridos no tenían los pantalones puestos. No pocos hombres dijeron que el programa era responsable de que tuvieran que golpear a sus mujeres para que de­jaran de escucharlo. Se generaron tantos problemas que se vieron obligadas a suspender la emisión.

En las cabeceras municipales de la región ixil, al­gunos hombres opinaban que para casarse preferían a mujeres de las aldeas, porque eran más trabajadoras, me­nos exigentes y más sumisas que las del pueblo. Aunque

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formalmente se censuraban las relaciones sexuales extra- matrimoniales y el concubinato, éstos existían. Y como en tantas partes, se daban más de lo que se aceptaba abier­tamente. El concubinato interétnico, especialmente entre hombre ladino y mujer indígena, era frecuente. No así el matrimonio interétnico. Numerosas mujeres desaproba­ban estas relaciones. Las ladinas porque recelaban de las indígenas y veían en ellas una competencia desleal. Las indígenas porque las consideraban expresión del abuso y utilización de los ladinos hacia ellas. Pero se aceptaban socialmente si el hombre reconocía la relación, asumien­do las responsabilidades económicas para con la mujer y los hijos que tuvieran. Los hombres ladinos veían tales relaciones no sólo con tolerancia, sino con complacencia. Incluso las consideraban muestra de hombría.

También conocí casos de poligamia de hombres ladinos e indígenas, quienes mantenían a cada una de sus esposas y proles en el mismo pueblo. La poligamia en la zona ixil era tolerada si el hombre asumía la responsabi­lidad económica de mantener a cada núcleo familiar. Y hacerlo era factor de prestigio social. Y entre los indíge­nas ricos había algunos que tenían amantes ladinas o se casaban con ellas. En estos casos, los hombres impedían que sus hijos hablaran el idioma indígena y que usaran el traje correspondiente a su grupo étnico.

La violación de mujeres indias a manos de hombres ladinos era frecuente en la zona ixil. Y generaba amargura, rabia y odio entre los afectados. Pero no se denunciaba por razones obvias: los violadores eran los poderosos de la zona y la denuncia sólo acarrearía mayores problemas a la víctima y sus familiares. Había ladinos ricos, como Enrique Brol en Nebaj, famosos por la cantidad de hijos que engendraron con mujeres indígenas. Se valían de la fuerza, el chantaje, el engaño y la miseria de la gente. Cuando se establecieron destacamentos militares en la

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zona las violaciones se multiplicaron, especialmente contra mujeres cuyos familiares hombres migraban para trabajar o eran perseguidos.

Como fenómeno social, hasta donde pude observar y averiguar, en el primer lustro de los setentas no existía prostitución en la región. Alguna vez supe de una mujer chajuleña que discretamente ofrecía a una hija jovencita y a una mujer adulta a hombres que no eran del lugar a cambio de unos centavos. Y en Nebaj conocí a una joven ladina que ejercía la prostitución abiertamente. Originaria de otra parte se había instalado allí con su madre y con su pequeño hijo a comienzos de esa década. Los hom­bres interesados la visitaban en su pequeño cuarto que daba directamente a la calle. Sólo la frecuentaban ladinos empleados temporalmente en la región y guardias de Hacienda. Por ese tiempo no había destacamento militar todavía. Por fuerana, ladina y prostituta era segregada y carecía de relación social alguna. Conversé con ella varias veces, pues pasaba frente a su cuarto, en cuyo exterior se paraba largos ratos. Vivía miserablemente y era una mu­jer triste. No se maquillaba y vestía como cualquier otra mujer pobre del pueblo. Se alegraba cuando me detenía a platicar con ella y me demostró su gratitud por hacerlo. Se sentía sola y mal, pero veía con fatalidad su vida. Supe que años después, cuando se instaló un destacamento militar en el poblado, se hizo informante del ejército. Pa­radójicamente, al poco tiempo fue torturada y asesinada por los militares.

Alguna vez supe también que, de cuando en cuando, llegaban hombres o mujeres desconocidos buscando jovenci- tas para llevarlas a trabajar a la capital. Ofrecían colocarlas como sirvientas en casas capitalinas. Pero en realidad las conducían a burdeles donde los propietarios les pagaban por llevarlas. Sin embargo, la información era vaga. Me enteré, asimismo, que a finales de los años sesenta había

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varias mujeres indígenas que en Santa Cruz del Quiché ejercían el comercio carnal. Eran señoras abandonadas, separadas o viudas que vivían con sus hijos y llevaban una vida normal en el pueblo. Pero discretamente introducían hombres en sus casas a cambio de dinero. Entre ellos se sabía quiénes eran o ellas contaban con mujeres que les conseguían clientes. Pero no había bares, burdeles ni prostitución callejera o profesional.

Sé que, posteriormente, con la presencia militar y la acción contrainsurgente del ejército la vida de la región se trastrocó; que su acción punitiva conllevó violaciones masivas durante años; que numerosas mujeres, viudas o huérfanas a causa de la represión, fueron objeto de abusos sexuales por parte de la tropa y de hombres de la zona organizados en Patrullas de Autodefensa Civil; que de esas relaciones resultaron cientos de embarazos e hijos no deseados. Y que al poco tiempo de haber comenzado las masacres y la tierra arrasada en el altiplano surgió la pros­titución callejera de mujeres, jovencitas y niñas indígenas en la ciudad de Guatemala y en otras partes del país.

Por los días en que nos instalamos en la zona ixil un militante indígena, miembro del destacamento, volvía de la capital a dicha zona. Se trasladaba en autobús público en compañía de una militante ladina, quien se integraría a la guerrilla. Veterana de los años sesenta, tendría alrede­dor de 35 años. Era rubia, de ojos azules y robusta. Salvo ella, en la camioneta todos los viajeros eran indígenas. Llevaban buena cobertura en caso de topar con un control militar u otro problema de seguridad. Y el compañero conocía la zona y sabía las condiciones para moverse con relativa seguridad en ella. Sin embargo, cuando llegaron al final de la ruta, unos comerciantes ixiles que hacían también el viaje se aproximaron al guerrillero. Al igual que ellos, el compañero tenía dientes de oro, reloj de pulsera, buena ropa y pasaba de treinta y cinco años. Creyéndolo

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uno de su oficio le preguntaron en tono confidencial: "¿Tu mujer? " —refiriéndose a la compañera —, "Sí" res­pondió seguro nuestro compañero, hombre avezado en situaciones imprevistas y sabedor de que ninguna mujer se movía por ahí con un hombre que no fuera su marido. "¿Cuánto te costó? " le preguntaron entonces los curiosos.Pero el veterano de la lucha y fundador del destacamento no estaba al día en el precio de las mujeres. Y sus pará­metros para valorarnos habían cambiado hacía muchos años. Sin embargo, para no denotar una forma de pensar distinta en momento tan delicado, se aventuró a decir que le había costado doscientos quetzales. Pero no tardó en escuchar un comentario inesperado: "Te jodieron, mano", le dijeron. "¡Si están a sesenta, hombre, y puras patojas! ". Disimulando su incomodidad, él se despidió de ellos. Luego, ambos acomodaron sus pertenencias y a paso rápido se perdieron por las callejuelas del lugar. Caía la noche y les aguardaban largas horas de marcha nocturna. El comienzo en la zona no fue alentador para la militante.

Por nuestra parte recorrimos diversas aldeas de la zona ixil. Debimos hacerlo a pie, pues era la única manera de desplazarse en esas montañas. En cierta oportunidad íbamos una compañera de la organización, mi compañero y yo hacia la aldea Cocop, al este de Nebaj. Cuando había­mos caminado un buen trecho, nos detuvimos en la tienda de un paraje. El tendero era un anciano indígena.

Pedimos aguas gaseosas y procedimos a beberías. Mientras nos refrescábamos, dirigiéndose al compañero el señor le preguntó si nosotras éramos sus esposas. Él respondió que una era su esposa y la otra una amiga de los dos. Pero el señor se rió denotando incredulidad y repitiendo que ambas debíamos ser sus esposas pues, de lo contrario —observó—, no andaríamos con él por esos lugares. Luego de otra negativa con la consabida

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explicación, el compañero desistió de persuadirlo y se dedicó a saciar la sed. Sin embargo, el anciano continuó la plática: "vendeme una" le dijo serio. Su interlocutor, algo molesto, le respondió que no, porque las mujeres no se venden ni se compran. El señor, como si nada, le insistió persuasivo: "vendeme una". Entonces el compañero, ya en plan de bromear, le dijo que estaba bien, pero que quería saber qué le ofrecía a cambio. "Ese gallo que anda allí" respondió, señalando un hermoso gallo colorado. Ese era nuestro valor de cambio, pues no éramos vírgenes ni menores de veinte años. Y el hecho de ser ladinas, sanas y todavía en los veinte no aumentaba nuestro valor ante ese viejo ixil. Mi marido, señalando a nuestra compañera, le dijo al hombre que se la daba. Pero el anciano, al tiempo que me volteó a ver, replicó de inmediato: "No, vendeme la otra". Por ver hasta donde llegaba el campesino, mi compañero le respondió: "Te engañaría si te doy la que querés, porque seguro se te va y sólo vas a perder tu gallo". Pero el anciano se rió a carcajadas y le dijo taimado y seguro: "No... no se va. Mujer nueva como gallina nueva: la amarrás bien a un palo y así le das de comer por varios días hasta que se acostumbre. Con el tiempo la soltás y seguro que se queda". Y continuó diciendo, siempre dirigiéndose al compañero, cómo las mujeres somos buenas frazadas para el frío; que para chamarra del hombre servimos.

El trabajo revolucionario me parecía progresivamen­te más complejo y urgente por cualquier lado que lo viera y el sistema imperante irremediablemente putrefacto. Pero al mismo tiempo veía lo difícil y prolongado de todo cambio que significara justicia, humanización, felicidad. Dolorosamente comprobaba que varias generaciones de mujeres compatriotas estaban condenadas a seguir su­friendo, porque no alcanzarían a vivir su emancipación. Si mucho algunas vivirían parte de la lucha por la libe­ración de futuras generaciones. La gesta revolucionaria

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estaba llena de contradicciones y altibajos, pues éramos hombres y mujeres formados en el sistema a transformar quienes impulsábamos la lucha. Y las mujeres éramos muchas veces portadoras de ideas y prácticas opresivas hacia nosotras mismas.

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PRUEBAS DE FUEGO PARA EL CORAZÓN

En abril de 1975, meses antes de incorporarme al desta­camento guerrillero de las montañas del noroeste, la organización me orientó viajar a la ciudad de México y permanecer en ella varios meses. Debía contribuir en la captación de relaciones políticas y solidarias cuando nuestra organización todavía estaba en el anonimato. Y también colaborar en la formación política de compatrio­tas, la mayoría mujeres con hijos, que se integrarían en breve al trabajo en el interior. Diferentes circunstancias de índole familiar, derivadas de la persecución o asesinato de sus padres o esposos, las habían llevado a vivir lejos de Guatemala. Pero estaban al tanto de la realidad del país, querían volver al terruño y eran receptivas al mensaje revolucionario de nuestra organización.

Me despedí de algunos familiares, arreglé maletas con lo indispensable y partí llevando conmigo a mi peque­ño hijo. Llevaba instrucciones de hospedarme en un hotel determinado, en donde me buscarían los próximos días. No llevaba ninguna referencia más, ni conocía a persona alguna en el país vecino.

En esta nueva etapa trabajé bajo la dirección de un veterano de la lucha revolucionaria. Era el compañero Antonio Fernández Izaguirre, quien había sido dirigente estudiantil, activista político y escritor en los años del gobierno democrático de Jacobo Arbenz. En aquel enton­ces también dirigió el periódico Vocero Estudiantil En la década de los sesenta participó en la resistencia urbana y luego fue fundador del Ejército Guerrillero de los Po­bres. Estuvo entre los quince compañeros que integraron el destacamento que se asentó en el norte del Quiché en 1972. Había sido destinado a México para desarrollar el

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trabajo de solidaridad. Se trataba de un compañero con amplia cultura, de pensamiento político y revolucionario profundo, respetuoso de todos nosotros. Su modo de ser era sencillo, discreto, austero; le gustaba la poesía y la música clásica. Su lugar de origen era Cuilco, remoto muni­cipio del departamento de Huehuetenango. Lo conocí acompañado de su esposa y de sus pequeñas hijas. El 4 de junio de 1981 fue detenido y desaparecido en un operativo de inteligencia en la costa sur. Se pretendió hacer creer que había caído por errores operativos elementales en un retén militar. Pero obviamente se debió a otras razones: trabajo de infiltración en nuestras filas o traición de algún miembro de la organización.

Meses antes de partir, aunque habíamos seguido trabajando como equipo para la organización, mi com­pañero y yo habíamos roto nuestra relación de pareja. Con esa ruptura terminaban cinco años de matrimonio entre nosotros. Nos habíamos conocido meses antes de mi graduación como maestra, participando en activida­des de formación y proyección social en "El Cráter", una agrupación de jóvenes dirigida por religiosos que, a partir de la doctrina socialcristiana, estudiaba la realidad social del país. Él tenía las mismas inquietudes sociales que yo, estaba próximo a concluir sus estudios universitarios y trabajaba. También me apoyaba en las diversas activida­des que yo desarrollaba. Así que compartiendo aspiracio­nes sociales y manteniendo cada uno espacios propios, la relación se estableció y avanzó.

Nuestro casamiento fue un dolor de cabeza para mi familia. Aunque tenía amistades y me relacionaba socialmente con numerosas personas, no anuncié mi ca­samiento ni invité a mis amistades. Quise algo diferente de lo que es la costumbre, evitar gastos a nuestras fami­lias y ahorrar dinero para viajar de inmediato a Europa, donde mi compañero estaba becado. Así que realizamos

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nuestro matrimonio en una capilla modesta sin decorados, sin música y sin trajes de boda. Sólo nos acompañaron familiares muy próximos. Cumplimos con lo esencial de las leyes religiosa y civil, sin las convenciones sociales. Respeto y comprendo a quienes recurren a ellas, pero a mí me son ajenas.

A lo largo de nuestra relación compartimos experien- cias felices, pero también tuvimos dificultades que finalmente condujeron a la ruptura definitiva. Así que el viaje a México no sólo era una tarea más que asumía con responsabilidad, sino que lo consideraba oportuno en el aspecto personal. Necesitaba estar lejos de mi excom­pañero y de la familia, especialmente porque los meses siguientes al rompimiento fueron conflictivos, dolorosos, desagradables.

Las tareas en México eran de carácter temporal para mí, porque me habían asignado a la montaña, modalidad de militancia a la que siempre había aspirado. De ahí que emprendiera el viaje con entusiasmo y tranquilidad.

En México mis jornadas de trabajo pronto fueron agotadoras. Cumplía tareas que implicaban visitar diver­sas personas, estudiar y preparar reuniones; realizaba ejer­cicios físicos para estar en condiciones de incorporarme a la guerrilla; compartía tareas domésticas en la casa donde vivía y atendía a mi hijo. A él lo llevaba conmigo a todas partes. Pesaba entonces más de 25 libras y yo tenía una mochila especial para llevarlo a la espalda y acomodar su ropa y alimentos del día. Pero cargarlo de siete de la ma­ñana a siete de la noche diariamente resultó agotador para ambos. Nos movíamos en una ciudad grande y siempre en autobuses y metro repletos de gente. Por las noches, luego de bañarlo, darle de comer y acostarlo, lavaba los pañales y preparaba el trabajo del día siguiente.

Vivíamos siete personas —cuatro adultos y tres niños— en un apartamento de dos dormitorios en la co­

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lonia Roma. Sobrevivíamos todos con el salario de una compañera, quien trabajaba de secretaria en una oficina. Ella era viuda de un revolucionario de los años sesenta, secuestrado por el ejército frente a ella y sus pequeños hijos, una noche lejana en la ciudad de Guatemala. Tortu­rado y asesinado apareció días después en el oriente del país. Traumada por el acontecimiento y temiendo por sus hijos, viajó al exterior. Había sido bailarina y en giras de su grupo conoció diversos países; también era maestra de educación primaria. Pero las vicisitudes del exilio la lleva­ron a emplearse varios años como obrera en una fábrica. Cuando la conocí, sus hijos salían de la adolescencia y me llamó la atención la forma como se relacionaba con ellos. Había amor inmenso unido a respeto, confianza y amistad. Entre ellos no habían tabúes ni secretos. Eran relaciones de estable suavidad y sencillez que se mantuvieron en los años posteriores, aun en el marco de una situación familiar y económica muy difícil, dramática no pocas veces. Pero nunca les escuché quejas ni reclamos a la vida militante a la que los tres se entregaron por años. Ejemplarmente los supo encauzar por el camino revolucionario y el amor a Guatemala. Ha sido una mujer eficaz y valerosa en sinfín de tareas operativas de alto riesgo. Con firmeza y modestia ha pasado las pruebas del fuego, la prisión y la tortura; así como aquellas de las inacabables tareas grises que conlleva una militancia prolongada.

En los días de México nuestra colectividad consistía en cinco adultos, dos adolescentes y cinco niños meno­res de seis años. Nos vestíamos fundamentalmente con ropa usada que nos proporcionaban algunas relaciones. Nuestra alimentación era frugal, debido a la estrechez económica, aunque tomábamos leche en abundancia, la cual nos era donada por una colaboradora. Llevábamos una vida sencilla y laboriosa con paseos dominicales en los parques de la ciudad.

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Ante mi cúmulo de trabajo, una de las compañe­ras y los dos jóvenes —un hombre y una mujer— me ayudaron una temporada con el cuidado del niño. Pero ellos también necesitaban tiempo para estudiar y realizar otras actividades. Así que al cabo de algunas semanas, el responsable del grupo me comentó que había una familia obrera que estaba en disposición de cuidar a mi hijo. La propuesta era que él viviera con ella de lunes a viernes y yo lo tuviera el fin de semana. Le manifesté mi acuerdo y al día siguiente me acompañó a la casa de dichas personas. Fue así que conocí a una familia y a un barrio obrero de la ciudad de México, pues las relaciones que yo atendía eran intelectuales que vivían en zonas residenciales al sur de la ciudad.

Se trataba de una familia extensa y muy pobre. Vivían juntos abuelos, hijos e hijas casados y nietos. En un espacio pequeño habían construido, poco a poco y con materiales diversos, varios cuartos que daban a un patio común. En éste corrían aguas negras a flor de tierra y se criaban juntos niños y animales domésticos. Cuando vi aquel cuadro de pobreza sentí algo terrible de sólo pensar en dejar a mi hijo allí. Temía que enfermara entre aquella promiscuidad y falta de higiene. Había diez niños entre hermanos y primos; el mayor no pasaba de ocho años. Mi hijo sería el más pequeño, el número once. Durante el día permanecían al cuidado de la abuela Sara y de Carmen, su hija menor, quien tenía dieciséis años y asistía a la escuela por las tardes. La familia sabía que éramos revolucionarios guatemaltecos y por eso se solidarizaba con nosotros. Se mostraron felices cuando llegamos y nos invitaron a comer con ellos. Pasamos el día juntos. No sólo no esperaban ni aceptaron ayuda económica alguna por los gastos que mi hijo les ocasionaría, sino que deseaban saber exactamente qué quería que le dieran de comer, cuáles eran sus horarios y mis costumbres para cuidarlo. Yo estaba sufriendo un

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choque interno con la realidad material que veía; pues fue hasta ese momento que me di cuenta que una cosa era mi disposición personal a enfrentar esas y peores condiciones de vida en aras de la revolución, y otra estar dispuesta a someter a mi hijo de año y medio a ellas, sobre todo sin estar a su lado. Sentí que el mundo se me caía encima, pero hice esfuerzos enormes —los suficientes para tran­quilizarme y no denotar temores—, y traté de razonar con sensatez. Les manifesté lo mucho que valoraba su solidaridad, que agradecía su apoyo y que atendieran a mi hijo exactamente igual que a los demás niños. Y por dentro me decía persuasivamente: "Si estos diez pequeños chorreados y vivaces están bien, ¿por qué no lo habría de estar el mío? ". Sin embargo, al caer la tarde me despedí y alejé de la vivienda con un nudo en la garganta.

Era la prueba más dura a la que me sometía hasta ese momento de mi vida. Podía haberla rechazado, pues no era una obligación sino una propuesta. Las otras compa­ñeras vivían con sus hijos pequeños al lado y si mis tareas eran más, o yo asumía mayores compromisos, era porque tenía capacidad y disposición para hacerlo. Y de ninguna manera porque me las exigieran o me presionaran.

Ha habido diversas formas de participar en el movi­miento revolucionario. Se podía colaborar periféricamen­te, asumiendo tareas que permiten llevar una vida familiar y laboral normal, por ejemplo. Aunque las contingencias de la lucha podían dar al traste con tal estabilidad en cualquier momento. Pero la necesidad de que hubiera militantes profesionales —dedicados constantemente a la organización, que acumularan experiencia en diversos campos del trabajo, que asumieran tareas y funciones que requieren disponibilidad permanente, que antepusieran las necesidades de la lucha a las propias— caía por su peso. Si los proyectos políticos que se desarrollan den­tro del sistema y que disponen de recursos abundantes,

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necesitan un contingente de partidarios profesionales, la causa revolucionaria los necesita en mayor número, tiempo y dedicación.

Cada quien decidía la modalidad que quería según su disposición y posibilidades. Sin embargo, era una tradi­ción que las mujeres fuéramos casi siempre colaboradoras. Una especie de retaguardia de los padres, los hermanos, los novios, los maridos, los hijos y hasta los amigos. Y las formas de colaborar se reducían, salvo excepciones, a rea­lizar tareas domésticas, mandados y compras para núcleos de militantes; a criar y educar a los hijos propios y ajenos; a escribir a máquina, reproducir y trasladar materiales escritos; a cuidar enfermos y heridos; a trasladar mensajes y encubrir actividades que otros realizaban. No desprecio esas tareas. Al contrario, sé que son necesarias y las valoro profundamente. Y es estimulante que numerosas mujeres y hombres las hagan en función de la causa popular y revolucionaria. Pero yo no aspiraba a esa perspectiva. Y la posibilidad de militar manteniendo a los hijos consigo no sólo lleva riesgos calculados de caer en manos de los cuerpos represivos junto con nuestros seres más queridos, sino que me parecía una decisión injusta, incluso egoísta para con mi hijo. Pues la militancia revolucionaria en las condiciones de clandestinidad y confrontación que se Kan impuesto en Guatemala es muy dura. Más tempra­no que tarde se convierte en inestabilidad habitacional y laboral, en desplazamientos geográficos, en actividades que chocan con la dinámica familiar y social habitual. Además somete a los niños a una disciplina estricta por razones de seguridad; y a desatenciones de nuestra parte, forzadas por las prioridades del trabajo organizado. Si tal régimen de vida es difícil para quienes lo asumimos conscientemente, ¿cómo no lo va a ser para nuestros ni­ños? No quería ese régimen de vida para mi hijo, preferí buscarle otras alternativas y correr otro tipo de riesgos.

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Sin embargo, la forma en que los militantes resolvemos la situación y perspectiva de nuestros hijos es una deci­sión personal. Cada quien procede como puede y mejor le parece. Y respecto a ello existen tantos puntos de vista como padres, circunstancias y etapas de la lucha hay.

Todavía me estremezco cuando me recuerdo de esos momentos. Me dolió y me costó mucho esa decisión, pero no dudé en tomarla. No lo lamento ni me arrepiento. En circunstancias similares lo volvería a hacer. Para mí era una cuestión de consecuencia militante desde cualquier ángulo que la enfocara. A mi niño también le costó adap­tarse. La primera semana, aunque comió bien, lloraba mucho por las noches y se bajaba de la cama que compar­tía con varios niños. Entonces se refugiaba debajo, en un rincón donde dormían unos perritos. Allí lo encontraban por las mañanas. La familia me lo dijo preocupada el primer fin de semana que llegué por él. Si bien me causó mucho pesar, mantuve la decisión de que siguiera con ellos, en la medida que estaban dispuestos a probar otro tiempo. Por mis estudios sabía que todo cambio implica un período de adaptación y conocía el límite normal para un niño. Pensé que sólo si mi hijo lo rebasaba tomaría la decisión de regresarlo conmigo y plantearía una reducción de actividades. Pero no fue necesario. En el curso de la segunda semana dejó de entristecerse, durmió en la cama colectiva y se integró al grupo familiar sin reservas. Se llenaba de felicidad e impaciencia cuando me veía llegar a recogerlo; pero se quedaba tranquilo y jugando cuando lo regresaba. Al concluir mi estancia en México lo recogí definitivamente. Se habían encariñado con él y me pedían que se los dejara, con mayor razón si en breve yo me iría para la montaña. Él también era afectuoso con ellos y había adquirido la maña de que si no era el primero a quien la abuela besaba al volver del mandado, le armaba teatro. Durante esa temporada se desarrolló mucho: aprendió

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a jugar en grupo, a defenderse cuando lo agredían; a correr, a subir y bajar pequeñas gradas; empezó a tomar café y a comer poquitos de chile con tortilla, alimentos que no figuraban en su dieta anterior. E imitando a los mayorcitos, dio por pedir dinero para comprar dulces en la tienda del barrio. No se enfermó para nada y lo recogí tan gordito y risueño como lo había llevado. Bastó una dosis de antiparasitario para que sacara las lombrices de la panza.

En esta experiencia, como en muchas otras antes y después, comprobé la constante de generosidad y solidaridad de las familias trabajadoras, sin distingo de fronteras ni grupos étnicos. Rasgos sólo comparables en su magnitud con la pobreza en que viven. Años después la militancia me llevó de nuevo a México y acompañada de mi hijo quise visitar a esta inolvidable familia obrera. Pero en la transformada ciudad de doce años después, mi memoria no fue capaz de localizar la vivienda. Varias veces me dirigí al área y recorrí las calles conocidas sin éxito. Posteriormente averigüé que la familia se había dispersado hacía años y que ninguno de sus miembros vivía más en esa dirección.

Cuando el viaje de regreso a Guatemala fue in­minente, pedí a mis padres que viajaran a encontrarse conmigo en México. Ellos atendieron mi llamado con prontitud. Entonces les expliqué mi compromiso revolu­cionario, pero les dije que trabajaría en el exterior para que se preocuparan menos. Y les pedí que se hicieran cargo de mi hijo por dos años. Ellos sabían que el papá estaría cerca y que lo atendería con cariño y responsabilidad; pero tenía las limitaciones propias del trabajo remunerado y de la militancia. Por eso necesitábamos de su apoyo.Y yo me sentiría más tranquila si se quedaba con ellos, cerca de su papá y en nuestro país. El plazo de dos años lo establecí a partir de mi idealismo de entonces. Si bien

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me parecía una eternidad en el plano de la relación con el niño, también me parecía una pequeñez en comparación con las necesidades de la lucha y del pueblo trabajador de mi país. Ingenuamente creía entonces que en ese tiempo, más o menos, la revolución habría cobrado fuerza y estaría en las puertas del triunfo. O que, por lo menos, habrían tantos militantes que yo podría conciliar la militancia con la familia. De manera que retomaría el cuidado de mi hijo para no separarme más de él.

Mis padres se volvieron al país terriblemente tristes por esa nueva separación que yo determinaba; y por la perspectiva de vida por la que me veían optar. Les daba terror que algo me sucediera. Sin embargo, mi papá me dijo que se sentía orgulloso y que saludara los compañe­ros de su parte. Aunque preocupada por el dolor de mis papás, esa y muchas veces más en los años posteriores permanecí serena y segura de lo que hacía. Confiaba en que se repondrían con el tiempo y me alegraba que mi hijo estuviera cerca de su papá, quien lo quería y extrañaba mucho. Una semana después de despedirme de ellos en México, volví discretamente al país y me alojé en una casa clandestina. Estando allí, el padre del niño me lo llevó para que lo tuviera conmigo los dos últimos días de estancia en la ciudad. Nos separamos con alegría, como lo haríamos en adelante después de cada encuentro.

Al progresivo alejamiento de mi medio social años atrás, se sumó mi ruptura con todos los lazos familiares. Hacia ninguna de esas separaciones me animaron senti­mientos de rechazo o desapego. Al contrario, dejaba un mundo donde había sido feliz y privilegiada. Renunciaba a mis seres más queridos, a las amistades y a numerosas personas apreciadas sin despedidas ni explicaciones. Personas por las cuales mis sentimientos de afecto siguen intactos a la vuelta de los años. Pero para entonces mi identificación y compromiso con los sectores populares

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y la organización pesaban más en mi conciencia. Sin em­bargo, eventualmente me sorprendo pensando en lo feliz que sería encontrarme de nuevo con familiares y amigos. Quién sabe cuáles sean sus recuerdos de nuestra relación; quién sabe si todavía piensen en mí. Pero me gustaría verlas. En todos estos años no me comuniqué con ellas; podría haberlo hecho, pero temía exponerlas o generarles inquietudes a las que no podía responder. Estando activa en el movimiento revolucionario, especialmente cuando estas personas no lo sabían, me parecía una impruden­cia que podría acarrearles problemas. Por eso opté por romper de tajo, a sabiendas del dolor, la incomprensión o el desconcierto que ello significó para no pocos. Y tam­bién asumí con plena conciencia las implicaciones que representaba dejar un hijo pequeñito. Nuestro drama y nuestros problemas no eran mayores ni más importantes que los del pueblo al cual me debo.

Pero esas rupturas fueron y siguen siendo dolorosas. Si las realicé y las mantengo es porque las características de mi experiencia militante y las circunstancias políticas de mi país así lo aconsejan. A la fecha han pasado die­ciocho años de separación. Los dos años iniciales se han multiplicado por muchos.

Mi padre no supo que había vuelto al país, y mucho menos que estaba en la montaña, aunque vivía la incertidumbre de mi ubicación. Murió nueve meses después de nuestra despedida, a la edad de cincuenta y ocho años. Estuvo hospitalizado de gravedad varios días, y no lo supe porque la familia no podía localizarme. Al poco tiempo de su deceso, una de mis cuñadas murió en un accidente automovilístico. Además del dolor que esta nueva pérdida representó para, la familia, para mi mamá implicó hacerse cargo temporalmente de cuatro nietos me­nores de tres años, incluido mi hijo. Esto le hizo más difícil asimilar mi distanciamiento y militancia política. Además

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debió enfrentar esa responsabilidad por varios años sin tener el pensamiento ni la compañía de mi padre. Creo que ella también albergó la esperanza de que yo volviera a ver al niño, a quedarme con él. Pero los años pasaron y no pude hacerlo. Los acontecimientos se desenvolvieron con tal complejidad y vertiginosidad que mi compromiso militante se profundizó de igual forma.

Mi hijo ha crecido lejos de mí ininterrumpidamente. Actualmente es un hombre y forja su destino a través del trabajo, del estudio y de sus propias aspiraciones. No ha heredado ningún recurso material ni financiero de sus pa­dres ni de familiar alguno. Depende de su propio esfuerzo para salir adelante. Sé que le está costando, pero me siento orgullosa de él. Hasta donde me ha sido posible he estado al tanto de su vida, salud y vicisitudes; aunque no ha po­dido ser con la frecuencia deseada. A dieciocho años de haberme separado de él creo que ambos hemos sido afortu- nados. Tanto ha sido así por su desenvolvimiento positivo en todos los aspectos básicos, como por el sinnúmero de personas —conocidas y desconocidas, revolucionariaso no, compatriotas y extranjeras — que le han brindado cariño, cuidados, alegrías y bienestar material. Es más, siento un profundo agradecimiento hacia todas ellas, pues además de darle lo que yo no he podido, le han infundido respeto y cariño por mi persona; o cuando menos, se han reservado ante él sus propias opiniones.

Creo que tengo un hijo que ha sabido ser fuerte ante la adversidad que le ha tocado vivir; que ha sabido darse a querer y adaptarse a muy diversas y difíciles si­tuaciones; que ha estudiado lo suficiente para cursar sus estudios sin retrasos, a pesar de los cambios de familia, escuela, país, idioma y calendarios escolares. Y, al mismo tiempo, ha sido cariñoso y respetuoso conmigo, aunque con las contradicciones y altibajos propios de nuestras

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circunstancias. Nuestros breves y ocasionales encuentros han sido felices y las despedidas naturales, como si nos fuéramos a encontrar de nuevo en pocas horas.

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UNA MAÑANA DE OCTUBRE

En el viaje que emprendí hacia el altiplano noroccidental días después no fui de piloto como en otras ocasiones, sino de acompañante; y sería yo quien descendería del vehículo en algún punto. Conducía un viejo amigo, compañero de inquietudes sociales y peripecias contestatarias desde los años estudiantiles. Nos habíamos incorporado al EGP en la misma época. Él provenía de una familia oriental, de raigambre campesina y comerciante, allegada al MLN, el partido anticomunista más caracterizado. Pero emigró a la capital para realizar estudios universitarios y se había graduado hacía poco tiempo. Instalado definitivamente en la urbe, él y su compañera optaron por el camino de la lucha revolucionaria.

Eran muy pocos los que, proviniendo de las ciu­dades, se incorporaban y persistían en la montaña. Los pocos que lo hacían generalmente permanecían algunas semanas, o meses a lo sumo. No lograban adaptarse a los rigores de la lucha en esas latitudes; y tampoco soportaban la lejanía de sus seres queridos y de la vida citadina. Pero en la montaña había múltiples tareas y actividades que era necesario desplegar y en las cuales podía colaborar. De ahí que estuviera determinada a pasar las pruebas que fueran necesarias como militante y como mujer.

Esa vez llevábamos un lote de armas largas que tenían el mismo destino que yo: el destacamento. Debíamos pasar un puesto de control militar y para esa fecha ya habían tenido lugar las primeras acciones político-militares públicas en El Ixcán y Los Cuchumatanes. íbamos tranquilos pero silencio­sos. Cuando llegamos al retén nos detuvieron como era usual con todo vehículo que pasara, especialmente en horas de oscuridad. Preguntaron a dónde íbamos y, sin pedir que

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descendiéramos o abriéramos el vehículo, alumbraron y observaron su interior por las ventanillas. Nos dieron paso y continuamos nuestro camino.

Era época de lluvias, pero ese día estuvo despejado y la noche se presentó sin amenazas de agua. Cuando estuvimos próximos al lugar de contacto me quité los zapatos, me puse dos pares de calcetines y luego botas de hule. Estas eran el calzado que mejor resultado daba en las andanzas del destacamento; a la vez tenía demanda entre la población de la región porque eran resistentes y baratas. Inmediatamente acomodé mi equipo, incluida una mochila, dentro de una sábana maletera y le coloqué a ésta un mecapal de cuero. La primera parte de la mar­cha sería en área poblada y, si bien era hora en que todos duermen, ocasionalmente se encontraban por los cami­nos comerciantes ambulantes, trabajadores migratorios u otras personas. Por eso debía vestirme como lo hacían los campesinos indígenas de la zona y cargar a la usanza local. Revisé mi arma, una escuadra 45, y la coloqué en mi cintura, escondida bajo la camisa. La llevaba cargada y con seguro. En el cinturón de cuero colgué un machete envainado. Poco antes de llegar al punto de desembar­co, observamos las señales que significaban proceder. Respondimos a las mismas y continuamos hasta el lugar exacto. Allí el compañero detuvo el vehículo, apagando motor y luces. Descendimos rápidamente, tomé el equi­po y me alejé unos metros hacia donde no fuera visible desde el camino. Simultáneamente el compañero sacó el armamento, mientras varios compañeros que estaban tendidos entre el monte se incorporaron silenciosamente. Terminado el descenso de la carga, quien me condujo al punto subió al vehículo y se retiró.

No reconocí a ninguno de los compañeros con quienes me quedé y pronto me di cuenta que no eran miembros del destacamento, sino compañeros de la po­

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blación. Pues hablaban quedamente en ixil y, en lugar de trasegar las armas monte adentro y preparar con presteza las cargas, las tomaban de una en una y se las intercam­biaban unos a otros en la misma orilla de la carretera. Tan próxima a ellos me encontraba que alcanzaba a distinguir que las contemplaban con admiración y emoción. Estaban tranquilos y platicando quién sabe qué en su idioma. Al ver que ninguno organizaba la retirada de punto tan peligroso, pregunté al que estaba más cerca quién era el responsable del grupo. En castellano me respondió: Taltu­za. Pregunté dónde estaba este compañero y dirigiéndome a él, que también estaba embebido con el armamento, le dije que distribuyera el cargamento y emprendiéramos la retirada con prontitud. Y que más adelante, donde estuviera despoblado, nos detuviéramos a comer.

Animadamente, Taltuza dio órdenes en ixil. Todos se repartieron la carga equitativamente, la protegieron del sereno y de las miradas extrañas y se la colocaron a mecapal sobre la espalda. Luego se formaron uno tras otro. Taltuza me ubicó al centro de la columna, próxima a él, y dio orden de emprender la marcha. Éramos alre­dedor de doce.

Sobre el mecapal llevaba, al igual que todos, som­brero de petate de ala recta y cinta negra. Mi pelo largo iba recogido bajo la copa. Esa noche fue la primera de numerosas marchas en las que iría sola como mujer, como ladina y como capitalina. Casi siempre sobresaliendo del grupo por mi estatura. La organización en esas montañas era y sería eminentemente campesina e indígena.

En esa oportunidad llevé como carga lo que serían mis bienes terrenales: un toldo, una hamaca y una mochila de popelina nailon; dos mudadas de ropa, un suéter y una chumpa livianos; un pequeño poncho de Momostenango; un paliacate, una gorra pasamontañas, una boina verde olivo y toallas sanitarias lavables; tres metros de plástico

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y dos bolsas grandes del mismo material; una linterna, una lima para afilar; un plato y un pocilio de peltre; una cuchara de acero inoxidable; un cepillo de dientes, un peine y un encendedor recargable; dos agujas y un cono de hilo nailon; dos cuadernos y un lapicero. También llevaba un reloj que mi padre me regaló la última vez que nos vimos y una navaja suiza, compañera inseparable desde mis años adolescentes de Muchacha Guía. Y mi equipo militar: un cinturón, dos cartucheras con sus respectivos depósitos cargados, una funda para pistola, una brújula, equipo de limpieza de armas y la pistola que llevaba al cinto. Ya estando en la montaña elaboraría mi propio arnés y recibiría una granada de mano y un fusil.

Debíamos avanzar en columna cerrada, sin encen­der luz y sin hablar. Recorrimos una hondonada poblada de casas dispersas y dividida, de este a oeste, por un río pequeño. Los perros de las viviendas próximas a la vereda ladraban hostiles a nuestro paso. Al otro lado de la hoya alcanzamos la base de una gigantesca montaña, que en los mapas aparecía como una de las cumbres más altas de la región. Habiendo quedado atrás el área habitada, el responsable ordenó detener la marcha. Después de unos minutos la reanudamos por una senda que se veía transitada de siglos. Por trechos, de tanto uso, el suelo estaba hundido entre los altos bordes que indicaban el nivel original del piso. Esta parte de la marcha, toda en área despoblada, fue un ascenso constante y sin tregua, en un perfecto zigzag que comenzó al pie de la montaña y concluyó cuando alcanzamos la cima. Fue un tramo agota­dor que iniciamos a 1, 500 m SNM y que alcanzó su punto más alto pasados los 2, 700 m SNM. Fueron alrededor de tres horas de marcha a paso lento, pero sostenido y sin parada alguna. Debíamos llegar a nuestro destino antes del amanecer y el tiempo apremiaba. Y aunque descansar normaliza la respiración agitada por el esfuerzo, el clima

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de esas latitudes enfría en cuestión de segundos el sudor, haciendo indeseable el descanso. En la cumbre sentimos un frío intenso, así que envueltos en la niebla emprendi­mos el descenso por la vertiente norte de la montaña.

En las pendientes la respiración recobra el ritmo normal, pero la tensión de las piernas, debido al cuida­do de afianzar cada paso en graderíos irregulares y sin visibilidad, hacen que el esfuerzo físico sea tan grande como en los ascensos. Además, las piernas tiemblan por el cansancio acumulado y las sienes deshabituadas al mecapal, y la espalda a la carga, duelen crecientemente.

Una hora después de haber iniciado el descenso llegamos a un área poblada. No distinguía sino algunas cercas, pero el ladrido de perros era señal de la proximi­dad de viviendas. Minutos antes del amanecer traspasa­mos una barda y penetramos en una casa de adobe y teja. Adentro había un fogón en el suelo y dos mujeres estaban a su alrededor. Una de ellas era indígena y dueña de la casa; la otra era mulata y militante organizadora. Mis compañeros de viaje depositaron sus cargas en el suelo, se despidieron ceremoniosamente y se dispersaron por múltiples veredas buscando sus hogares. Sólo entonces me percaté que todos eran hombres maduros, curtidos por el trabajo y los sufrimientos. En el preciso momento en que la compañera indígena me extendía una escudilla con caldo de gallina y tortillas calientes, amaneció en las afueras.

Con la compañera pasamos el día escondidas y alertas en un lugar discreto de la vivienda, para no per­turbar la vida de la misma ni dar motivo a problemas de seguridad para sus moradores. Al poco tiempo de haber caído la noche, en la casa se presentó el compañero in­dígena que me había conducido en la primera visita a la guerrilla un año atrás. Ahora trabajaba como organizador en la zona ixil y tenía la responsabilidad de conducirme

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a otro lugar esa misma noche. Él tomó parte de mi carga, nos despedimos de la gente de la casa y bajo una lluvia torrencial emprendimos camino. A paso rápido, sin encender luz y calladamente, bordeamos el poblado de Cotzal. Al detectar la aproximación de alguien debíamos escondemos entre el monte de los costados, y allí esperar a que el desconocido se alejara. La oscuridad y la tempestad mantuvieron en secreto nuestra presencia.

Las armas, salvo las de uso nuestro, quedaron atrás. Serían transportadas en viaje separado por com­pañeros de la población distintos a los que las habían llevado al punto anterior. En el nuevo lugar las recibirían miembros del destacamento.

Luego de cinco horas de camino, llegamos a otra casa. Estábamos empapados y enlodados a pesar del plás­tico con que nos cubrimos. Era la una de la madrugada y hacía frío intenso. En el corredor del frente nos esperaba, acuclillado junto a una fogata, el dueño de la vivienda. Su esposa y sus hijos dormían en la única habitación que había. Luego de saludarnos solícitamente, nos condujo junto al fuego para secarnos y para que nuestros cuerpos recobraran su calor. Nos ofreció refresco caliente que tenía en una jarrilla sobre el fuego. Se trataba de unos polvos industriales con sabor artificial que se vendían en sobres de papel. En la ciudad se tomaban fríos y azucarados al medio día o en horas de calor. Esa noche los tomamos calientes y sin azúcar. Una vez que nuestra ropa estuvo seca, el compañero nos guió a la troje, donde dormimos unas horas sobre tablas de pino. Había multitud de pul­gas, pero el cansancio logró que conciliáramos el sueño a su pesar.

El plan contemplaba que allí estuviera aguar­dándonos otro compañero, miembro del destacamento y originario de la zona. Y que quien me condujo hasta allí se retirara de inmediato a otra parte. Pero ese compañero,

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nuevo recluta, no llegó. Preocupado, el cuadro organi­zador no quiso retirarse y dejarme sin saber qué había sucedido con él. Temprano por la mañana apareció quien no había llegado a la cita. Se había emborrachado y llegaba en lamentable estado. Se acostó a dormir donde pudo y así pasó el día. Nosotros permanecimos quietos y silenciosos en la troje. Limpiamos las armas y mantuvimos el oído atento a cualquier sonido extraño o señal de alarma. Los compañeros de la casa realizaron sus actividades habi­tuales y al atardecer le dieron caldo al compañero indis­puesto. Luego mi acompañante habló con él. Se trataba de un joven fornido que dijo estar listo para emprender camino en cuanto cayera la noche. Así que reacomodé mi carga y me despedí de quienes se quedaban.

El alcoholismo, mal profundamente arraigado en nuestra sociedad, era enemigo de nuestro esfuerzo emancipador. Durante varios años fue la causa número uno — durante más de cinco años la única — de caídas en manos enemigas, de fallas en el trabajo y de problemas de seguridad en la montaña.

Llovía de nuevo, aunque levemente, y debíamos hacernos acompañar por un macho cargado con provi­siones. Así que el guerrillero, cargando a mecapal por delante, jalaba al animal; y yo, detrás de ambos, cargada a la vez con mis bártulos, arriaba a la bestia como podía. Atravesamos un plan sembrado de milpa y tomamos un extravío extraordinariamente empinado y lodoso. Resba­lábamos una y otra vez mientras tratábamos de asirnos a matas y raíces. Lo hacíamos a tientas, pues la regla de oro seguía siendo no encender focos. Pero el macho, que nos desconocía a ambos, se resistía a caminar e insisten­temente se atrancaba y trataba de volver hacia atrás. Era el primero y único medio de transporte propiedad del destacamento. Había costado Q60.00 —lo mismo que

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una mujer joven— y estaba al cuidado del campesino cuya vivienda acabábamos de abandonar. Era prime­ra vez que se le encomendaba transportar carga sin ir acompañado de su cuidador. Así que después de batallar infructuosamente con él y estando todavía próximos a la casa, el compañero me propuso que retuviera al peculiar transporte conmigo, mientras él se volvía en busca de ayuda. Sentí la espera eterna porque sabía que la marcha requería varias horas de oscuridad para atravesar una zona densamente poblada. Al cabo de un rato aparecie­ron mi acompañante y el responsable del macho. Con su cuidador al lado avanzó obediente y rápido, hasta donde lo permitía la pendiente que escalábamos. Era la ruta más corta, pero la más escabrosa, que bordeando Cotzal por el norte llegaba a un punto periférico de Chajul. Final­mente alcanzamos una cumbre, y ya bastante al norte de este poblado caminamos por planes y filos cubiertos de llano y sin fango. Avanzamos entonces por un camino de herradura, ancho y trajinado, que conducía al noroeste del municipio.

Amaneciendo llegamos a un punto donde el com­batiente detuvo la marcha. Descargamos al mulo y nos despedimos de nuestro acompañante, quien volvió a su casa seguido por el expreso. Nosotros nos apartamos del camino penetrando en un bosque denso. Rompi­mos monte con el cuerpo, tratando de no dejar huella, y acarreamos hacia lugar seguro los bultos. Contenían maíz, sal y azúcar. Los protegimos cuidadosamente con plásticos, de manera que ni la lluvia ni la humedad del suelo y la vegetación los dañaran. Había amanecido. Nos adentramos en la montaña a paso rápido, guiándonos por el sentido de orientación del compañero. A las ocho de la mañana arribamos a un campamento y, sin presenta­ciones ni saludos, varios compañeros fueron enviados a

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recoger lo que acabábamos de esconder. Sólo entonces se nos ofreció bebida caliente y se me indicó donde colocar mis cosas. Más tarde convocaron a una reunión en la que se me presentó al grupo; cada quien saludamos y dimos nuestro nombre clandestino.

La mayoría de los presentes eran, como yo, nuevos reclutas; veteranos del destacamento había dos o tres. Los demás se encontraban en rumbos y tareas distintas. Los novatos, salvo el caso de una compañera también proveniente de la ciudad, eran jóvenes ixiles. Dos de ellos habían recibido su bautismo de fuego participando en el ajusticiamiento de Luis Arenas —El Tigre de Ixcán —, terrateniente feroz y explotador de ixiles. Pero algunos todavía portaban honda y, cuando les correspondía su turno de guardia, no faltaba quien aprovechara la ocasión para tirarle piedras a los pájaros, en lugar de ejercer la vigilancia del caso. La mayoría hablaba poco castellano y, a excepción de uno, no sabían leer ni escribir. Provenían de las capas campesinas más pobres.

Ese primer día de campamento me bañé y cambié ropa, luego de tres días sin poder hacerlo. Acomodé mis pertenencias donde me indicaron y entregué algunos en­cargos. Entre estos estaban el Recurso del Método, de Alejo Carpentier y Cien años de Soledad, de García Márquez. Enseguida, el responsable del día me explicó la situación operativa y las medidas de seguridad que debíamos ob­servar. También me dio a conocer los criterios de organi­zación de la colectividad y el horario de actividades.

Al segundo día me incorporaron a la rutina militar y doméstica, tareas en las que participábamos todos sin distingo de edad, antigüedad, funciones o sexo. Sólo la enfermedad que botaba al suelo era razón de exonera­ción. Y ese mismo día, por orientación del responsable, comencé la labor de alfabetización. No teníamos entonces

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cuadernos ni materiales de lectura, así que echamos mano de cualquier papel: de cajetillas de cigarros, de etiquetas de latas, de restos de periódicos.

Era época de cocuyos, coleópteros que emiten luz intensa en la oscuridad. Quien no sabe de su existencia o no los ha observado en circunstancias de vida silvestre, los confunde fácilmente con luz de linterna. Pero esto, como muchísimas cosas más, no se lo explican a una. Es la prác­tica la que lleva a saberlo. Así que la primera noche que hice guardia no tenía idea sobre ellos. Y el conocimiento de las luciérnagas no basta para explicarse este fenómeno luminoso tan potente y grande. Observando cuidadosa­mente el sector que me habían indicado comencé a verlos a lo lejos. Entre la vegetación aparecían y desaparecían, algunos dirigiéndose hacia donde me encontraba. Afi­naba mis oídos para detectar si algún ruido acompañaba la luz, pero no escuchaba sino sonidos de la naturaleza. Entonces razonaba en el sentido de que ningún soldado o desconocido avanzaría a esas horas de la noche con luz hacia nosotros. Pero no dejaba de tener miedo y mantenía el arma sin seguro, lista para disparar. Así pasé la hora de turno, atenta y silenciosa en mi puesto, viendo luces por aquí y por allá o escuchando ruidos extraños, aunque propios del bosque tropical húmedo donde me encontra­ba. Me sentí feliz cuando llegó el relevo.

En esos primeros días, estando de guardia diurna, también me desconcertó el rugido del mono aullador. Su poderosa voz — después lo supe — se escucha a kilómetros de distancia, dando la impresión de estar muy próxima a quien la oye. Pero confunde porque su sonido parece el de un enorme felino. Sólo la experiencia lleva a distin­guir un rugido del otro. Sabía que no había jaguares en esas cumbres, pero no conocía de la existencia de tales monos. Y mientras lo averigüé no dejé de sentir escozor esa primera vez. Aprovechando el desconocimiento que

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sobre la naturaleza teníamos, los veteranos no perdían oportunidad para jugar bromas a los nuevos, incluidos los jóvenes campesinos, quienes no se habían adentrado en la montaña más allá de sus milperíos.

En ese agrupamiento comenzó mi aprendizaje de sobrevivencia en la montaña, del arte guerrillero y de la vida colectiva del destacamento. Entre otras cosas apren­der a juntar fuego con leña siempre húmeda sin papel, ocote ni combustible alguno; moler maíz seco; edificar construcciones rústicas; afilar machete; acomodar hamaca y toldo recurriendo a la ingeniosidad y la habilidad de apoyarse en una naturaleza que debíamos dañar lo menos posible. De manera que, al abandonar el lugar, nuestra huella fuera imperceptible o posible de borrar. Aprender a orientarse en el terreno; a distinguir diversidad de mo­vimientos, huellas y ruidos propios de la vegetación y los animales, de aquéllos producidos por los seres humanos; a desplazarse silenciosamente, sin lastimar las armas, sin permitir que la carga se trabe en el montarral, sin caer. Pero lo que más se me dificultó fue reprimir la risa, aque­llas carcajadas espontáneas que nacen libres y felices del corazón. Reía mucho y no pocas veces me llamaron la atención. Y es que esa expresión humana podía delatar nuestra presencia y ocasionar problemas de seguridad. La razón caía por su peso, pero la rebelde costumbre del espíritu le jugaba la vuelta una y otra vez. Quizás fue la privación que resentí más entonces; y la primera que me reveló en toda su dureza la realidad de la lucha en las montañas. Sin embargo, una vez disciplinada esa mani­festación de alegría, no faltaron las tormentas eléctricas, las lluvias torrenciales o el ruidoso caudal de un río que nos permitieron reír y cantar a todo pulmón.

Desde el momento que conocí a la guerrilla me per­caté de que debíamos renunciar también al sol, al cielo azul y al firmamento. De la realidad allende las copas de

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los árboles nos llegaban los relámpagos, los truenos y los diluvios; pero no el arcoiris ni las estrellas. De ahí que la ocasional filtración de un rayo de sol fuera motivo de júbi­lo colectivo y de organización de turnos para usufructuar su calor y su luz.

Fue allí donde por primera vez comí ratón de montaña. Abundaban en el lugar y varios de los jóvenes reclutas los cazaban, y asados a las brasas se los comían. Así complementaban su nueva dieta de harina de maíz que sustentaba bastante menos que las tortillas. Uno de ellos, solícito pero también midiéndome — al fin y al cabo era mujer, ladina y capitalina para ellos—, me ofreció uno que acababa de asar. No dudé en aceptarlo y lo engullí tranquila haciéndome a la idea de que se trataba de pollo.. "Hazañas" como ésta no se podían descartar en un colec­tivo tan heterogéneo y joven, especialmente cuando una provenía del sector acomodado y opresor de la sociedad. Gané puntos ante la juvenil y observadora concurrencia. Pero no ante los veteranos, quienes reprobaban por exa­gerado, decían, cazar y comer ratones.

Una mañana de octubre de 1975 comenzaron para mí nuevos caminos de lucha social y aprendizaje sobre la vida y mi país. Tenía entonces 28 años y permanecería tres más en el destacamento guerrillero sin salidas ni descanso alguno.

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EN LOS MONTES DE JUIL

A partir de mi llegada a la montaña contamos con cuatro meses de relativa tranquilidad. Pues comenzando febrero el ejército desencadenó una ofensiva en la sierra. Mientras tanto, tuve tiempo para habituarme a la vida del destaca­mento. Emprendimos la marcha, mientras la retaguardia se quedó borrando las huellas de nuestra estancia, para luego alcanzamos a paso rápido. Aunque a pocas horas de lugares densamente poblados, nos movíamos en una zona de silencio, penumbra y humedad. El frío y la niebla eran permanentes en ese bosque centenario. Nos detuvimos algún tiempo en una hondonada. Allí continué alfabeti­zando y participé por primera vez en un operativo de se­guridad llamado descubierta; así como en la construcción de un tapexco grande para almacenar provisiones. Pronto iniciaríamos una etapa de entrenamiento y reorganización del destacamento y nos correspondía crear condiciones para recibir a los compañeros que ascenderían a la sierra provenientes de la selva del Ixcán.

Nos habíamos estacionado en un sitio poco seguro porque entre nosotros iba un compañero enfermo, cuya condición física no permitió desplazarnos más lejos de las áreas trajinadas por mimbreros. Era fundador del desta­camento y miembro de la Dirección Nacional. Unos días después, cuando reunió fuerzas, continuamos la marcha. Apenas cuatro meses antes había estado postrado con pulmonía; precisamente mientras dirigía el operativo contra el terrateniente más odiado y temido de la región. Ahora llevaba varios días con temperatura de 40°, fuer­tes dolores de cabeza y extrema debilidad. Así estuvo varias semanas sin que supiéramos qué mal le aquejaba. Muchos años después supimos que se trató de una bruce-

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losis. Pero en aquel entonces todo lo que pudimos hacer fue bajarle la fiebre a ratos con alcohol y antipiréticos; y darle de beber un pocilio de incaparina diariamente. Este alimento, cuando lo teníamos, se reservaba para los enfermos y convalecientes. No podíamos introducirla en grandes cantidades porque su preservación no se lograba en nuestras condiciones ambientales.

Los últimos días de octubre nos instalamos en un tercer lugar. Allí esperamos la llegada de quienes en las planicies selváticas habían realizado operaciones. A su arribo nos reuniríamos los alzados en armas en las mon­tañas del noroeste. Sólo estarían ausentes los cuadros organizadores. Varios eran fundadores del destacamento y la mayoría eran indígenas provenientes de la misma re­gión. Estos compañeros permanecerían en sus escondites trabajando con la población organizada.

Al momento de la llegada del contingente de la selva, yo cubría la guardia sobre el área de acceso de cualquiera que siguiera nuestro trillo. Me habían instruido sobre la probabilidad de su arribo en el curso de mi turno; pero debía mantenerme alerta porque igualmente podrían no ser ellos quienes aparecieran. Estaba sabida de lo que de­bía hacer a partir de detectar la aproximación de cualquier persona. Ubicada en alto, desde la posición de observación se divisaba, a lo lejos, un palo largo tendido sobre un río encallejonado. Era un paso obligado para todo aquel que en nuestra dirección quisiera cruzar tal obstáculo. Debía observarlo atentamente y esperar a que quien lo atrave­sara se aproximara al área de vigilancia para pedir seña y proceder en consecuencia. Sin embargo, las numerosas personas que súbita y velozmente pasaron sobre el tronco desaparecieron entre la maleza y no se aproximaron a mi posición. Tampoco percibí movimiento alguno ni escuché ruido de vegetación agitada por su avance en todo mi

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sector de observación. Y si bien la velocidad del paso y tas enormes cargas a mecapal me hicieron suponer que se trataba de los compañeros, no tenía certeza de ello. De ahí que, pasado el tiempo prudencial durante el cual debieron acercarse, me entró duda sobre qué hacer. Había orden estricta de no abandonar la guardia por ningún motivo; pero las señales previstas para comunicarme con el cam­pamento no correspondían a tal circunstancia. Así que corrí ladera arriba para reportar el hecho a la dirección. Al estar narrando lo sucedido me percaté que desde un costado me observaban dos desconocidos barbados con sendos pocilios de bebida humeante en las manos. Una vez terminé, uno de ellos me dijo con sorna que gracias por avisar, pero que eran ellos quienes se aproximaron. Luego bromeó que si de mí dependía la seguridad an­daríamos mal. No me hizo gracia y seria le pregunté por qué no ascendieron por el frente. Me respondió que, por su propia seguridad, prefirieron evadir la entrada lógica para penetrar al campamento por el lado contrario. Y agregó que era medida precautoria por aquello de que fuera el ejército y no nosotros quienes los estuviéramos esperando.

Luego del feliz reencuentro de unos y la presenta­ción de otros, y después de dos días de descanso para los recién llegados, nos desplazamos a otra parte. En el nuevo punto permanecimos tres meses en intensa actividad y con algunos sobresaltos por señales de peligro.

En los días próximos a la Navidad me llegó carta del padre de mi hijo. Me contaba en detalle sobre él, tranquili­zándome al respecto; me participaba el nuevo rumbo que había tomado su corazón y me enviaba un poemario cuya dedicatoria decía: "Para la guerrillera de corazón proletario/' Me alegraron la carta y el libro porque signi­ficaban que la etapa conflictiva de nuestra ruptura había

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sido superada. En cuanto a las festividades de fin de año, lo único que las distinguió de los demás días fue que en lugar de café o atol, bebimos leche en la cena.

Casi todos los integrantes del destacamento eran trabajadores pobres —campesinos desposeídos o mini- fundistas, artesanos, pequeños comerciantes y obreros agrícolas—; indios y ladinos provenientes de la costa sur, del oriente y de múltiples lugares de las sierras y selvas del noroeste. Pocos habían asistido a la escuela primaria y todos se iniciaron en el trabajo desde la infancia. Y tanto entre los alzados en armas como entre la población orga­nizada había de todas las filiaciones políticas y religiosas. Desde miembros del MLN hasta viejos simpatizantes del régimen arbencista y de las guerrillas de los sesenta. No faltaba quien expresara serio y convencido frases como ésta: "Soy del MLN, pero mi vanguardia es el EGP". Co­nociendo los procedimientos y las circunstancias en que la población trabajadora se afilia a los partidos electoreros, o participa en diversos credos religiosos, y trabajando constantemente a su lado, sabíamos que ni una ni otra filiación afectaba la prioridad y secretividad de su relación con nosotros. Quienes proveníamos de las ciudades y de las capas medias no llegábamos al diez por ciento, inclu­yendo a los fundadores que todavía se encontraban en la montaña. Y las mujeres éramos cinco: dos campesinas y tres provenientes de las capas medias de la capital. Nos habían precedido dos compañeras de origen urbano, ve­teranas de las guerrillas anteriores. Pero una permaneció sólo seis meses y estaba de vuelta en la ciudad; y la otra, quien por entonces estaba de organizadora en Cotzal, sólo permanecería un par de meses más en el frente. Era una compañera muy vital y animosa, con ascendencia negra, cuyo seudónimo de entonces era Sandra. Ella cayó en un operativo de inteligencia contrainsurgente en la ca­pital a finales de 1981 o comienzos de 1982. Al igual que

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muchos otros casos, está desaparecida sin que sepamos si fue muerta o permanece en alguna de las cárceles clan­destinas. Tenía entonces un hijo y una hija.

Varios días dedicó la dirección de la montaña a la estructuración del crecido destacamento, que se había multiplicado varias veces en el curso del último año. Habían quedado atrás los tiempos en que quince revo­lucionarios eran todo su caudal. Y habían pasado cuatro años desde su fundación. Entonces se crearon organismos nuevos, se reglamentó la vida cotidiana en sus múltiples aspectos, se impulsaron entrenamientos y se implemento un intenso abastecimiento y almacenamiento de recursos. Las estructuras recién establecidas iniciaron de inmediato su trabajo y a partir de la práctica se fueron afinando sus funciones. Había movimiento y actividad febril porque, al mismo tiempo que nos organizábamos internamente, nos preparábamos para emprender acciones en áreas densamente pobladas de la zona ixil. Y preveíamos como reacción a ellas operativos contra nosotros.

Para entonces, según llegué a saber más tarde, la orga­nización desplegaba trabajo organizativo en tres planos es­tratégicos: la montaña, el llano y la ciudad, conceptos que significaban regiones de desarrollo político y militar. El plano estratégico de la montaña estaba entonces formado por un solo frente —el del norte y centro del Quiché —, integrado por zonas de bases populares organizadas en la selva y en la tierra fría. El trabajo político abarcaba or­ganización interna, organización de la población, educa­ción básica y formación política, propaganda y relaciones internacionales. El trabajo militar incluía organización de unidades militares permanentes y de fuerzas irregulares locales, adiestramiento de ambas y operativos diversos. Finalmente, desplegábamos actividades relativas a la logística y a las comunicaciones. En el periodo de mayor

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desarrollo —1978-1981 — la organización llegó a tener en actividad cinco frentes y dos zonas guerrilleras.

Estábamos ubicados por encima de los 2, 500 m SNM, en los meses más fríos del año cuando también llueve. Vivíamos con la ropa generalmente húmeda. Todo lo que cada uno poseíamos para protegernos era un suéter, una chumpa y un poncho livianos. Pues por las constantes movilizaciones, llevando siempre nuestras pertenencias a cuestas, no podíamos disponer de ropa gruesa ni nu­merosa. Por eso el frío inducía a algunos, especialmente a los originarios de tierras cálidas, a buscar la proximidad del fuego cada vez que tuvieran oportunidad. Pero al poco tiempo varios de ellos comenzaron a tener dolores reumáticos y moretones en las piernas. Y a más de alguno se le había derretido la punta de las botas y se había que­mado un dedo del pie por acercarse excesivamente a las llamas. En nuestras circunstancias, la experiencia había demostrado que tales dolencias provenían de sentarse continuamente en lugares húmedos y de aproximarse demasiado al fuego. De ahí que fuera obligatorio el uso de pequeños plásticos para colocarlos donde nos sentáramos; y se había orientado mantenerse a distancia del fogón. Lo primero se cumplía sin problemas; todos portábamos a mano un pedazo de nailon donde sentarnos, aunque fuera por unos segundos. Pero de la lumbre no había manera que se alejaran varios compañeros. Y las recomendaciones de Servicios Médicos no eran atendidas por los afectados, a pesar de los dolores y las molestias que padecían.

Luego de fracasar varias veces para persuadirlos, nos percatamos que los reticentes eran jóvenes con rasgos machistas acentuados. Así que quienes integrábamos los equipos de Educación y Servicios Médicos —todas mujeres— decidimos darles argumentos a su medida, sabiendo que los tales no eran ciertos. En reunión colectiva y guardando la seriedad del caso les explicamos que el

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calor del fuego, a la distancia en que ellos se colocaban, provocaba esterilidad e impotencia sexual. Santo reme­dio. Es más, todos los aludidos —y también otros que no estaban implicados — no sólo dejaron de aproximarse al fuego, sino que para cocinar se colocaron sobre el pantalón un grueso costal de fibra de henequén.

La dirección conocía el problema de salud y el reitera­do fracaso en convencer a quienes lo padecían. Nuestra picara y eficaz ocurrencia le causó gracia y no nos desdijo de inmediato. Sin embargo, por aparte — aunque sin dejar de reírse por el éxito rotundo y por lo divertido de las esce­nas y los comentarios de la colectividad al respecto — nos llamó la atención por recurrir a argumentos que no eran verdad. Y al colectivo se le explicó lo correspondiente. La aclaración, sin embargo, no predispuso a los afectados, ni mermó la autoridad de nuestros equipos de trabajo. Todos siguieron cumpliendo la orientación, pero el uso del costal se instituyó por largo tiempo. "No vaya a ser" decían precavidos los compañeros.

Por ese tiempo participé en mi primera misión de abastecimiento, pues un grupo fue enviado a un día de camino para recibir abastos. La ruta que emprendimos no se basaba en trazo alguno, ni era conocida para la mayoría de nosotros. Sólo el seguimiento de un acimut determinado nos llevaría al punto deseado. Debido a los obstáculos que presentaba fue bautizada Ruta de Mambises por sus exploradores. Efectivamente, aquel trayecto era difícil como pocos, pero bello: tenía tramos ple tó ric os de begonias blancas y rosadas, orquídeas, caídas de agua cristalina y helechos exuberantes. Desplazarse por ella significaba descolgarse, arrastrarse, pasar sobre palos resbalosos. En ciertos lugares escalamos verticalmente en tierra suelta y pedregosa sin donde asirse; entonces debíamos tener el cuidado de no resbalar ni desprender piedras que pudieran golpear a quienes ascendían debajo

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de uno. También avanzamos por laderas tortuosas; cuan­do menos, caminábamos en terreno siempre quebrado. Por toda carga llevábamos poncho, toldo y plástico para tendemos en el suelo por la noche; también maíz para alimentarnos. De manera que pudiéramos transportar recursos al máximo de nuestra capacidad. Sin embargo, el desplazamiento no era menos duro por eso. Sudábamos abundantemente, la respiración era agitada y nuestros rostros estaban encendidos por el esfuerzo. Ibamos em­papados de sudor y humedad. Después de varias horas de avance ininterrumpido hicimos un alto. Pero bastó un momento de inmovilidad para que el sudor se nos helara sobre la piel, haciéndonos temblar. De tal suerte que preferimos reanudar la marcha, sintiendo que el aire nos faltaba y que el corazón estaba a punto de estallar. El esfuerzo era tal que escuchábamos nuestros latidos.

Culminando la tarde llegamos al punto de espera y de inmediato nos dedicamos a recoger leña, construir una champa común para dormir, techar la cocina. Estábamos hambrientos, cansados y con frío, pero de buen ánimo. Algunos compañeros fueron destacados para explorar el lugar donde nos dejarían las vituallas y otros los relevarían en la guardia. Pues no hacían contacto con la población sino uno o dos de nosotros. El resto nos arremolinábamos en la cocina, único lugar cubierto donde podíamos permanecer de pie, y protegernos de la tempestad que se desencadenó esa noche y que cesó varios días después. Nos orientaron hacer un agujero en el suelo y juntar fuego dentro de él; al retirarnos bastaría con enterrarlo para quitar su rastro. Pero donde quiera que escarbábamos brotaba agua como la que corría en la superficie. Además la leña estaba saturada de humedad y los más hábiles para encender fuego fracasaban una y otra vez. Hasta la media noche logramos comer e irnos a dormir.

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El siguiente día fue de espera infructuosa, pues al­gún contratiempo impidió a nuestros compañeros llegar a la cita. Tampoco lo hicieron a la reserva prevista vein­ticuatro horas después. Entonces, el mando envió a un combatiente en dirección inversa a la que debían recorrer los compañeros. Este mensajero indagaría sobre las causas del atraso y las perspectivas de la transportación de ios recursos. A otros dos nos envió de vuelta al campamento para informar del retraso que la tarea experimentaba; y de la decisión suya de permanecer en el punto el tiempo que fuera necesario. Arribamos al campamento anocheciendo. Enlodada y empapada de pies a cabeza, y luego de varios días sin bañarme, lo hice en la quebrada que corría en nues­tro asentamiento. Para entonces la niebla y la oscuridad cerraban la visibilidad y el frío calaba los huesos.

Desde años atrás, cuando solicité la incorporación al destacamento, aspiraba a formarme como combatiente. Es decir, adiestrarme militar y operativamente de acuerdo a los requerimientos que exigía el arte guerrillero en la montaña. Dada mi procedencia urbana esta capacitación requería, entre otras cosas, abundante práctica sobre el terreno. Pues era la única manera de conocerlo y recorrerlo con independencia y agilidad; de cultivar el sentido de orientación; de aprender a desplazarse con sigilo; de desa­rrollar todos los sentidos para detectar a tiempo al ejército o a extraños. Aspiraba a participar en la base y ello me parecía un reto suficiente. En la ciudad y en México me había despedido con alegría de papeles, libros, máquina de escribir, reuniones prolongadas, oficinas y salones de clase, convencida de que el tiempo de ellos había pasado para mí y que no tendrían nada qué ver con mi actividad en la montaña.

No sólo no aspiraba a asumir responsabilidades, sino que deseaba no tener ninguna más allá de las correspondientes al combatiente de base. Pensaba así

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porque estaba consciente de mi calidad de novata en el frente, así como de mis límites políticos y militares. Por otra parte, quería ganar a partir de la práctica y el esfuer­zo propio mi lugar en ese medio guerrillero, campesino, indígena y masculino. Tenía claro lo que en él significaba proceder de capas medias, ser mujer y capitalina. No idea­lizaba mi nuevo medio de trabajo al respecto y no quería funciones que complicaran mi proceso de adiestramiento e integración.

Sin embargo, estos propósitos personales chocaron de entrada con la realidad social de las montañas y las necesidades de la organización allí. Para comenzar, mis características físicas no me permitían la movilidad que a la luz del día por caminos, veredas y poblados podían tener mis compañeros oriundos del campo sin hacerse notar, fueran indios o ladinos, hombres o mujeres. Por otro lado, mi condición de alfabeta, maestra, organizadora espontánea y militante con cierto nivel político me coloca­ba en una situación de obligada responsabilidad, tuviera o no funciones asignadas. Las cuales de todas maneras me fueron dadas muy pronto. Comencé castellanizando, alfabetizando y apoyando a mis compañeros en la ejer- citación de la lectura y la escritura. Al mes ya compartía con otra compañera la responsabilidad de la formación política e ideológica de los miembros del destacamento y de los cuadros organizadores surgidos de la población. Estos últimos llegaban periódicamente al destacamento para reunirse con la dirección, a la cual informaban y consultaban. Pero con nosotras estudiaban temas que la dirección orientaba, que los mismos compañeros deman­daban y que nosotras considerábamos procedentes según cada caso. Paralelamente a este trabajo, y respondiendo a las necesidades que surgían, la dirección elaboraba materiales de formación que nosotras reproducíamos a máquina, desarrollábamos y explicábamos vinculando

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su contenido a la realidad concreta donde trabajaban nuestros compañeros. Los primeros materiales que se escribieron trataban los temas de quiénes éramos, por qué y para qué luchábamos, cuáles eran nuestros criterios de reclutamiento, cómo debíamos organizamos y qué prin­cipios debían regirnos; cómo caracterizábamos a nuestro país; qué era y cómo debíamos impulsar la autodefensa de la población y qué era la propaganda armada. Esta última era la modalidad de acción que pensábamos desplegar ampliamente, en una primera fase de actividad pública en las zonas densamente pobladas.

En aquellos años ya circulaban entre la población comentarios sobre nuestra presencia. Eran en su mayoría producto de la imaginación de la misma gente o fruto de la desinformación del ejército. Entre los primeros, por ejem­plo, se decía que éramos perseguidos por la ley, prófugos que nos resistíamos a ser sometidos por la autoridad de los ricos; que éramos luchadores por una causa justa pero que seríamos vencidos por ser pobres y pocos; que éramos gente honrada que no hacía daño a los trabajadores y que castigaba a los poderosos; que teníamos capacidad para convertirnos en troncos, animales o plantas para no ser descubiertos; que éramos fuertes y altos, y que ingería­mos pastillas que quitaban el hambre. El ejército, por su parte, propagó ideas tendentes a desprestigiarnos. Fue un vano afán por descalificarnos porque todas sus variantes eran torpes y denotaban desprecio por la inteligencia y el sentido común de la población. Decía, por ejemplo, que éramos extranjeros que invadíamos el país y traíamos ideas ajenas a los intereses de los guatemaltecos; que éramos ladrones, delincuentes, asesinos. O comunistas dirigidos y financiados desde el exterior, cuyas inten­ciones eran, entre otras, que las esposas e hijas de cada quien fueran de todos los hombres; arrancar a los niños del seno familiar para educarlos en contra de los padres;

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obligar a todos a vestirse igual y comer lo mismo; acabar con la religión; quitar a los pobres su casa, su ropa y sus herramientas de trabajo.

Con la propaganda arm ada pretendíam os presentamos a la población y decirle directamente quiénes éramos y por qué luchábamos con las armas en la mano. En la selva esa forma de lucha se había desplegado con éxito, y al respecto se contaba con experiencia. En la sierra, el ajusticiamiento del Tigre de Ixcán, con su mitin explicatorio en idioma ixil, era su principal antecedente.

Al mes de incorporarme a la guerrilla, no sólo me encontraba absorbida en actividades de educación básica y formación política, sino que también cumplía con mis obligaciones colectivas de subsistencia. Por otro lado, participaba en las actividades militares rutinarias como eran los entrenamientos, ejercicios, simulacros de planes de emergencia, guardias diurnas y nocturnas, exploraciones, entre otras. De manera que no sólo tenía el día ocupado desde el amanecer hasta entrada la noche, sino que cuando todos se retiraban a dormir — y mientras me duraron las energías de reserva—, todavía trabajaba un par de horas alumbrándome con candela. Sentada en el suelo, usando la mochila por respaldo y mis piernas por mesa, corregía ejercicios, ponía muestras, reproducía materiales a máquina —único recurso de impresión a nuestro alcance y que sólo dos o tres sabíamos usar con destreza y calidad ortográfica —; también consignaba lo que en el terreno militar iba observando y aprendiendo. Estaba especialmente interesada en sistematizar los conocimientos militares guerrilleros y antiguerrilleros acumulados por los veteranos, para que los mandos y los cuadros organizadores dispusieran de un manual básico que facilitara y mejorara el aprendizaje de todos. Pues entonces todavía regía el empirismo, la improvisación y la casuística en el adiestramiento.

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Cierta mañana mientras trabajaba oí que machetea­ban un árbol ladera arriba de donde me encontraba. Como escuchaba el ruido muy cerca salí a indagar, pues la caída natural era en dirección a mi lugar. Un compañero del mando había solicitado permiso para tumbar un gigantes­co encino y proveernos de buena leña. La impresión que tuve fue de que el árbol me alcanzaría al caer; entonces le pregunté al talador si no era prudente que me pusiera a buen resguardo y retirara mi toldo y mochila del lugar. Molesto me respondió que cómo podía creer que él bota­ría tal árbol sin estar seguro de que no me caería encima. Atenida a su experiencia campesina, volví bajo mi toldo y con la máquina sobre las piernas continué escribiendo. Sin embargo, mantuve la inquietud sobre el alcance de la frondosa copa. Pasado un rato el árbol se cimbró y, súbitamente, cayó con toda la fuerza de su peso. Ante el ensordecedor crujido, al tiempo que la ramazón extrema caía encima de mí, no alcancé a reaccionar. La rapidez del hecho y el estupor que me produjo lo imposibilitaron. Sin embargo, al ver que mi techo se había desbaratado, pero que yo no había sufrido daño alguno, opté por reacomodarme entre las ramas y continuar mi trabajo. Mientras tanto, los compañeros que metros abajo estaban en la cocina salieron de ella alarmados por el retumbo, y vieron cómo el árbol alcanzaba mi puesto. Pasado el susto general y viendo que yo estaba bien, algunos hicieron comentarios sobre mi supuesto valor y sangre fría. Uno incluso agregó: "Ni siquiera dejó de escribir a máquina". Pero yo estaba asustadísima y pensando en lo absurdo de morir en un accidente así.

En el destacamento de ese entonces se conformaron, desde el inicio, pautas de convivencia que rompían con los patrones prevalecientes en nuestra sociedad, en lo referente a la división del trabajo según procedencia clasista, pertenen­cia étnica o sexo. Asimismo con relación a la contraposición

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entre trabajo intelectual y trabajo manual; y también en lo concerniente a las condiciones de vida de quienes dirigen o cumplen funciones de responsabilidad a determinado nivel y los miembros de la base. En la dirección había claridad e interés por impulsar cambios en estos aspectos. Las mujeres, por ejemplo, con el hecho de incorporamos al destacamento nos liberábamos de las tareas domésticas, maritales y familiares, de por sí absorbentes y cotidianas. Es decir, allí no había segunda jornada de trabajo para noso­tras, ni relego a nuestras funciones tradicionales. Desde el punto de vista de género disponíamos del mismo tiempo, derechos y obligaciones que los hombres para adiestramos, formamos y participar en todas las actividades propias del oficio revolucionario en la montaña. Y todos nos encontrá­bamos fuera del marco familiar, social y laboral donde nos habíamos desenvuelto hasta el momento de integramos al destacamento. Por lo tanto, estábamos libres de com­promisos y presiones de tales medios. En general, éramos pocos los que teníamos pareja e hijos; y entre las mujeres yo era la única con descendencia.

En cambio, esta situación nos ofrecía una perspectiva de vida y de trabajo radicalmente nueva. A las mujeres nos planteaba el reto de desarrollar funciones, habilidades y conocimientos nuevos en los campos de la política, lo militar, lo agrícola y lo organizativo. Como también en lo relativo a la sobrevivencia en la sierra y en la selva con un mínimo de recursos; y a la incursión en actividades tradicionalmente masculinas en nuestro medio, como son la caza y la pesca. Y ello en el marco de una organiza­ción revolucionaria en la que algunos de sus dirigentes y militantes cuestionábamos valores como el machismo, la opresión de la mujer, la doble moral, el tabú sexual, el mito de la virginidad, entre otros. Pero esta lucha en nuestra organización apenas comenzaba a someterse a la prueba de la práctica, en un proceso contradictorio de logros

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parciales y reversibles. Las mujeres teníamos el derecho de reclamar nuevos valores y comportamientos. Pero de la conciencia, transformación y lucha nuestra dependía en buena medida que ese proceso avanzara. De nuestro esfuer­zo, capacidad de aprendizaje y desempeño se derivarían las responsabilidades que nos asignaran. Pero también dependía del proceso de transformación de los hombres dentro de la organización, quienes eran mayoría.

Un elemento básico de nuestra labor formativa era hacer ver que la lucha por una vida digna no es sólo un de­recho y una necesidad; sino también una responsabilidad que entraña deberes, disciplina y sacrificios. Entre ellos estudiar, superarse culturalmente y cambiar numerosas costumbres e ideas que heredamos de la sociedad actual y que son trabas para nuestro proceso emancipador. Sin embargo, subestimábamos entonces la profundidad de los efectos de la opresión, de la miseria y del aislamiento de la región. No comprendíamos — y hacerlo habría significado el desánimo o la parálisis probablemente —, que para ser irreversibles las convicciones y la cultura revolucionaria deben surgir sobre un sustrato de cultura universal, y so­bre una experiencia colectiva de lucha que las masas con las que trabajábamos no tenían aún. Así como acompañar­se de una fuerza política y militar dirigente que tampoco nosotros habíamos alcanzado en aquel entonces. Pero la situación de apremio material y espiritual en ese sector social, y el carácter autoritario y represivo del régimen no daban base para procesos lentos y evolutivos. Había que asumir los riesgos y las contradicciones de la naciente gesta revolucionaria.

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MUJERES DE OBSIDIANA

Como parte de la labor formativa entre la población simpatizante, la organización realizaba diversas activi­dades. Por temporadas éstas se sucedían unas a otras. A campamentos específicos llegaban los más decididos y discretos para construir la organización y difundir las ideas revolucionarias en sus localidades. Participé por primera vez en estos eventos algunos meses después del cursillo sobre alfabetización, en 1974.

En esta ocasión el campamento estaba localizado en rumbo diferente, en una cumbre. Llanos, pajonales y bosques de pinabetes de nostálgico aroma conformaban el paisaje. El agua sólo se presentaba en forma de llovizna, escarcha y rocío; debiéndose acopiar de musgos, hojas y recipientes que durante la noche eran depositarios de este líquido vital. Con paciencia colectiva lográbamos reunir diariamente la cantidad indispensable para preparar la comida y la bebida. Imposible lavar ropa o bañarse. Era noviembre y aunque el sol alumbraba varias horas, el frío calaba nuestros huesos día y noche. Para conciliar el sueño era necesario acomodarse unos junto a otros, bajo toldos plásticos, y colocar comales con brasas al rojo vivo junto a los pies. Noche a noche nos dormíamos escuchando los lúgubres y lastimeros aullidos de los coyotes que mero­deaban el campamento.

Estábamos a una altura aproximada de 3, 000 m SNM y rodeados de población. Por cualquier lado que se descendiera, luego de horas de caminata, se llegaba a tierras cultivadas y viviendas campesinas. Y muy cerca de nuestra posición se localizaban varias cabeceras muni­cipales. Por eso los movimientos del grupo se hacían con sigilo. Sin embargo, la presencia de tropas, autoridades o

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extraños en los alrededores la conoceríamos con el tiempo suficiente para tomar las medidas del caso. La población organizada velaba por nuestra seguridad.

Miembros del destacamento había cuatro o cinco. Participantes éramos alrededor de setenta; la mayoría eran indígenas. Habíamos cuatro mujeres: dos ladinas de capa media urbana, una campesina ladina y una campe­sina indígena. Esta compañera era madre de dos niños y esposa de un dirigente local, quien se quedó al frente del hogar para que ella abriera el sendero que años después recorrerían centenares de mujeres de la región. Esta pareja era entonces una excepción. Para llegar al campamento se había quitado por primera vez su traje y se había puesto pantalones y botas. También hubo casos en que participaron conjuntamente hijo, padre y abuelo. Y entre los presentes había varios ancianos, cuyo entusiasmo y esperanza los hacía soportar las penalidades de las condi­ciones en que trabajábamos. Invariablemente lamentaban no tener la energía de la juventud para luchar por su dignidad y emancipación social. Y nunca faltó quien nos preguntara por qué habíamos llegado hasta entonces. A uno de ellos, a quien diariamente había que frotarle el cuerpo con alcohol y colocarle mucho fuego cerca para evitar que se helara, quisimos persuadirlo de volver a su casa, pues temíamos que muriera de frío. Imposible. No estaba dispuesto a perder la primera oportunidad que la vida le brindaba para comprender el por qué de su miseria y cómo hacer para romper las cadenas que por generaciones los sujetaban. Todos llegaban con un modesto aporte de maíz, sal o pinol para el sustento de la colectividad, única manera de poder alimentar a tanto participante. Casi todos vestían su única mudada, raída y remendada múltiples veces; la mayoría eran descalzos o se habían calzado por primera vez con botas de hule

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para asistir al cursillo. Se protegían del frío con sacos y suéteres tan viejos y agujereados como sus trajes.

Las charlas y el entrenamiento se daban en castella­no e ixil. Las primeras las impartíamos diversos compañe­ros; el entrenamiento lo dirigió uno solo. Se trataba de un indígena veterano de los sesenta, entrenado en guerrilla y contraguerrilla. Como todos los indígenas fundadores del destacamento, era originario de Baja Verapaz. Fue uno de los compañeros clave para levantar el trabajo en la región ixil.

En la organización existía el planteamiento de que las mujeres debíamos participar en la sociedad y en la lucha revolucionaria en términos de equidad con el hombre. Sin embargo, en aquellos años de trabajo inicial era difícil persuadir a las primeras bases populares sobre ello. Cuando les preguntábamos por qué no participaban más mujeres, nos respondían que ellas no podían porque estaban criando a sus hijos; que debían cuidar la casa y los animalitos que poseían; que eran débiles y no aguantaban a caminar entre la montaña, ni soportarían el frío de las cumbres. También decían que la mujer es chismosa y no guarda el secreto. Y afirmaban que la guerra es cosa de hombres. Les preguntábamos cómo se explicaban que estuviéramos varias mujeres allí. Y les contábamos que algunas teníamos marido e hijos; que el primero nos apoyaba en las tareas del hogar para poder asistir. Pero alguno replicaba: "Sí, tenés razón, pero vos sos ladina y estás estudiada. Eso es aparte, pero aquí es otra cosa". Insistíamos con el ejemplo de las compañeras campesinas, quienes se estaban alfabetizando con la organización. Pero no había manera. Las ideas y las costumbres de siglos pesaban como su pobreza.

En ese tiempo, la organización no tenía materiales de formación política. No los había para la militancia, mucho menos para la población que se organizaba en

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función de la guerra de guerrillas. Esos primeros cursi­llos y largas conversaciones con la población fueron el punto de partida para elaborar la serie de materiales que, a partir del año siguiente, se produjeron en la montaña. Cuando comenzamos teníamos ideas generales y básicas sobre diversos temas; pero también las había nebulosas y encontradas. En ese cursillo una de las charlas se refería a la opresión y emancipación de la mujer. Fue la que me asignaron.

Entre otras cosas, les decíamos que las mujeres valía­mos igual que los hombres porque ambos éramos huma­nos y trabajadores; que teníamos corazón e inteligencia como ellos; que las mujeres constituíamos la mitad de la población y era necesario que participáramos también en la lucha de los pobres; que para triunfar necesitába­mos apoyarnos y superarnos unos y otras. Les hacíamos ver cómo el trato que numerosos hombres daban a las mujeres no era ni digno ni justo y que la costumbre de maltratarnos y despreciarnos debía abandonarse; que no éramos mercancía para que nos vendieran y compraran, sino que teníamos derecho a decidir nuestras vidas, y con quién y cuándo casarnos; que era necesario comenzar los cambios en cada casa, en cada localidad; que para lograrlo era necesario que las mujeres hablaran por sí mismas lo que pensaban de su situación, y que ellas decidieran cómo participar de acuerdo a su conciencia y a su situación particular. También les decíamos que era necesario que las mujeres se alfabetizaran y participaran en las charlas y cursillos. Y les enumerábamos las múltiples tareas y fun­ciones que podíamos desempeñar, incluyendo los aportes de niñas y ancianas.

Finalmente, invitábamos a los participantes a co­mentar lo expuesto. Pero al concluir esta exposición se hizo un silencio prolongado. Todos estaban serios, pasaba el tiempo y nadie pedía la palabra. Me sentí incómoda

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pero permanecí callada y expectante. Un compañero pidió la palabra y se puso de pie; era dirigente de los presentes. Vi el cielo abierto, pues no era fácil que estos compañeros hablaran ante quienes no fuésemos de su comunidad, ni indígenas. Menos aún si sus interlocutores éramos muje­res hablando sobre su opresión contra nosotras. Con su intervención tendría una referencia objetiva para evaluar el resultado inicial de nuestra exposición. Este compa­ñero comenzó diciendo: "La compañera tiene razón", luego enumeró con sorprendente fidelidad las razones que habíamos dado para fundamentar la igualdad y la participación de la mujer. Me sentía feliz, pues los plantea­mientos se habían entendido y un dirigente me daba la razón. Y esto era clave para determinar la actitud de los demás. Sin embargo, mi felicidad duró un suspiro, pues serio y tranquilo prosiguió: "De ahora en adelante, pues, ya no les vamos a pegar a nuestras mujeres con machete, porque a veces bolos, en vez de darles planazos, les damos filazos y las herimos. De ahora en adelante, cuando nos enojemos con ellas, sólo les vamos a pegar con varejón de guayaba".

Su intervención me quedó grabada como marca de hierro candente. Nadie más pidió intervenir y la charla terminó. Era el primer encuentro de varios de nosotros con la población receptiva al mensaje revolucionario y deseosa de participar bajo la conducción de la organi­zación. Estábamos conscientes de la explotación y de la opresión que todos ellos sufrían, lo cual los hacía sensi­bles a todo proceder que pudiera parecerles insistencia, presión, regaño. Si no teníamos tacto, podían retirarnos su confianza. Además éramos las primeras mujeres que en esa vasta región iniciábamos, de palabra y de acción, la lucha por nuestra equiparación. Y también las primeras que reivindicábamos nuestro derecho a la rebelión contra toda forma de opresión y explotación. Así que sólo los

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exhorté a seguir pensando sobre el tem a. Pero por dentro estaba d esconsolad a. ¿Es que debíam os conform arnos con que la reiv indicación fem enina inicial en esta región fuera que "só lo le peguen a una con varejón de guayaba"? N ecesitábam os hablar directam ente con las m ujeres, pero ¿cóm o y dónde podíam os hacerlo si no llegaban a nuestros cam pam entos y todavía no había condiciones para que nosotras v isitáram os sus casas?

Para entonces había leído algo sobre la opresión de la m ujer y su participación en las luchas de liberación. E specialm ente lo había hecho sobre la experiencia viet­nam ita, donde el partido d irigente logró constitu ir un verd ad ero ejército político in tegrad o por m ujeres. Por otra parte, algunas m ilitantes de entonces m anteníam os la guardia en alto, pues sabíam os que ni hom bres ni m ujeres entrábam os transform ados a la lucha revolucionaria. Y nos dábam os cuenta cuán difícil era para los com pañeros, incluso con años de m ilitancia, cobrar conciencia sobre su papel de opresores y cam biar su m entalidad. Y m ás aún, cam biar sus prácticas al respecto. D e una u otra m anera, en uno u otro m om ento, afloraba la subestim ación hacia nosotras. S in em bargo, d esan im ada m e d irig í a in for­m ar a uno de los responsables sobre la actividad recién concluida. Sin extrañarse m e dijo que desgraciadam ente ése era el punto de partida de nuestro trabajo; que era dram ático, incluso trágico, pero que era la realidad; que nuestro pueblo estaba sum ido en el atraso que producen la explotación y la opresión de siglos. N o podíam os pedirle que com enzara de m ás adelante, pues si lo forzábam os a hacer lo que todavía no com prendía, el avance sería aparente y se derrum baría m ás tem prano que tarde; que con esos explotados y oprim idos de nuestro país teníam os que im pulsar la revolución o no habría revolución; que seguram ente, com o había su ced id o en otros aspectos, m ás de alguno seguiría pensand o en el asunto y que,

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poco a poco, gracias al conjunto de nuestro trabajo, irían reaccionando positivamente. Lo escuché en silencio y me retiré pensando en cuán difícil y lento sería el proceso de transformación social al que estábamos abocados, pues no sólo debíamos luchar contra un adversario poderoso, sino contra prácticas inhumanas y erradas en el seno del pueblo. Y esto requería desplegar un titánico trabajo cultural, político y organizativo entre nuestras bases, sin recursos y perseguidos.

El entusiasmo y el deseo de derrocar al régimen nos hacían aprender los conocimientos operativos propios del combatiente en tiempo récord. Pero el vital aprendi­zaje de las complejidades de la política y de la realidad guatemalteca, así como la formación de la conciencia revolucionaria, eran lentos y contradictorios.

En los recorridos que tiempo después realizamos, ganando corazones y mentes para la revolución social, conocí a mujeres de muy diversa experiencia, forma de verse a sí mismas y actitud ante la vida. Aunque todas eran campesinas, había diferencias y particularidades entre ellas. Malín, por ejemplo, era una kanjobal de cin­cuenta años. Cuando la conocimos era abuela, vivía con su tercer marido y acababan de adoptar a una niñita. Luego de encontrarnos varias veces, accedió a narrarme su vida. Era la menor de nueve hermanos huérfanos de padre des­de su tierna edad. La madre, viuda, decidió permanecer sola y dedicarse a sacar adelante a los hijos. El marido les había dejado tierras y la casa de madera y tejamanil donde vivían. Estas propiedades estaban a cuatro horas a pie de San Mateo Ixtatán. La mamá de Malín era extraor­dinariamente laboriosa y emprendedora; nunca estaba sin oficio. Fabricaba ollas de barro, confeccionaba redes, mecapales y lazos de chech — una especie de maguey cuya fibra ella misma procesaba —; liaba cigarros, tejía parte de la ropa familiar, criaba animales domésticos, sembraba

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una hortaliza y cocinaba los alim entos para su num erosa prole. D esde que el esposo m urió orientó a todos los hijos, hom bres y m ujeres, al trabajo agrícola.

A ño con año botaron m ontaña, prepararon la tierra, sem braron, deshierbaron y cosecharon. Por tem poradas la m adre contrataba m ozos porque los h ijos no se daban abasto. Pero en ningún m om ento los exoneró del trabajo. Fue así que M alín y sus herm anas, a diferencia de las otras m uchachas de los alrededores, aprendieron agricultura y llegaron a m anejar con destreza el m achete, el hacha, el azadón, el garabato y la p iedra de afilar. La fam ilia tam bién tenía un rebaño con ciento cincuenta ovejas que pastaba en sus tierras, cuyo estiércol u tilizaban com o abo­no. C om enzaron com prando una pareja cuando estos ani­m ales costaban Q 5.00 cada uno. Y a partir de ella lograron una rep roducción sana y abundante. Por lo general, los perros solos pastoreaban el hato, lo conducían al cam po por las m añanas y lo regresaban al corral cuand o atar- decía. C om o las tierras eran propias y extensas, no había peligro de que las ovejas dañaran siem bras ajenas.

La rutina de M alín y sus herm anos fue levantarse de m adrugada a realizar las labores agrícolas; volver a la casa alrededor de las once de la m añana para desayunar y en el trayecto cortar leña. H acían de tres a cinco viajes seguidos cargados con ella, hasta reunir de diez a quince tercios diarios. Pues la m adre consum ía el com bustible de pino para la com ida fam iliar y para la fabricación de trastes de barro. Tam bién acarreaban agua desde un pozo retirado. C ada herm ano hacía tres viajes al m edio día y tres al atardecer, llevando una tinaja cargada a m ecapal. Sólo el acarreo del agua les consum ía alrededor de tres horas diarias. La m adre les pegaba cada vez que rom pían una vasija, en ese ir y venir por terreno quebrado. Al repri­m irlos les decía: "P ara que no se acostum bren a quebrar". Una vez por sem ana, de siete a doce del día, lavaban su

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ropa en el río más próximo y allí se bañaban. Por su parte, la madre y la hermana mayor caminaban todos los miér­coles al mercado de San Mateo y permanecían allí hasta el medio día del jueves. Y los domingos toda la familia iba al pueblo. En ambos casos salían entre cinco y seis de la mañana, para llegar a la plaza a las diez u once. El regreso lo emprendían a la una de la tarde para arribar a su casa entre las cuatro y las cinco. Todos iban cargados porque llevaban a vender verduras, huevos, manojos de fibra de chech, mecapales; también lazos, redes, ollas, cigarros y lana. Vendían en pequeña escala y no siempre llevaban de todo. Del mercado regresaban con panela, fósforos, sal, carne de res y parte de su ropa, la cual compraban a los solomeros.

Malín me confió que, aunque siempre comieron bien y variado; aunque vivieron en una casa buena y tuvieron tierras en abundancia, trabajaron sin descanso toda su niñez y adolescencia. Y que, al igual que sus her­manos, nunca asistió a la escuela porque su madre decía que era más importante trabajar. Pero además, el centro educativo quedaba retirado y el camino hacia él era con­siderado peligroso para las jóvenes. Afirmó que para ella fue triste sólo trabajar, no asistir a la escuela y únicamente hablar su idioma. Desde pequeña quería aprender castilla y alfabetizarse. Dijo enfática que si la hubiesen enviado a estudiar no se queda en esas montañas: "Busco mi vida lejos, me voy a conocer otras partes y otras gentes". De ahí que los consejos de una vecina surtieran efecto en los oídos de Malín. Esa mujer le recomendó que se casara, pues así dejaba de trabajar y un hombre la mantenía. A ella le pareció buena la idea, así que a los quince años se huyó con un hombre que le doblaba la edad. Con él se fue a vivir a Suchitepéquez, en la costa sur, donde fueron mozos colonos durante doce años. Ganaban entre 25 y 30 centavos diarios, realizando labores agrícolas en una

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finca. Allí tuvieron cuatro hijos, de los cuales sobrevivie­ron dos. La comadrona que la atendió cobraba Q30. 00 por atender el alumbramiento y cuidar al niño y a la parturienta durante veinte días. Como la mayoría de los rancheros vecinos eran quichés, Malín aprendió bastante de ese idioma, el cual le gustaba mucho. También llegó a expresarse en castellano y a relacionarse por igual con trabajadores indios y ladinos.

Una vez al año Malín viajaba a su tierra de origen, para la fiesta de Santa Cruz Barillas, municipio vecino a San Mateo de donde era originario su marido. Sin embargo, Malín se cansó de esa vida porque el esposo le pegaba, bebía mucho y era "mujelero". Así que un buen día, cuando ella tenía 27 años, sin decirle nada lo abandonó. Con sus dos hijos y un atado de ropa tomó una camioneta que hacía la ruta a Huehuetenango. Buscó a su madre, quien seguía viviendo donde mismo. Pero pasados cinco meses se volvió a huir con otro hombre. Esta vez con un viudo que le llevaba quince años y tenía tres hijos. Entonces la madre le quitó a la hija mayor; sin embargo, el padre de la niña se la robó al poco tiempo y no la volvieron a ver. Con el segundo esposo vivió en Momonlac, al norte de San Mateo, donde él tenía sus tierras. Malín tuvo dos hijos más; le daban buen trato y todo lo necesario para los gastos familiares. Pero a los cinco años de vivir juntos, el marido se hizo de amante. Malín se lo reclamó y le exigió que se decidiera por una de las dos; pero él persistió en la doble relación. Enton­ces a ella le dieron muchos deseos de matarlo y para no cometer ese delito decidió abandonarlo. Acompañada de sus hijos volvió a la casa materna. El marido la buscó varias veces para pedirle que regresara, pero ella se negó. El hombre se fue, pero la visitó periódicamente para ver a sus hijos y llevarle el dinero de su manutención. Esta vez se quedó con la madre tres años. Aunque la pretendieron

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otros hombres no quiso casarse de nuevo, porque pen­saba: "Sólo cacho más hijos; saber si los que me buscan mataron a su mujer". Además decía: "Tengo manos para trabajar y las manos de la mujer pueden tanto como las del hombre".

Cierto día su actual esposo, quien era viudo y tenía un hijo, la fue a pedir acompañado de su padre. Ella se negó porque tenía hijas adolescentes y temía que él "se enchamarrara" con ellas. Y si eso sucedía Malín no dudaría en matarlo. Así que mejor siguió sola. Pero este pretendiente persistió con gran paciencia. Y algo insólito dentro de la costumbre indígena: la pidió nueve veces— generalmente se desiste a la tercera— a pesar de las reiteradas negativas. Finalmente lo aceptó. Con este ma­rido llevaba catorce años de casada cuando la conocimos. Malín estaba muy contenta porque era una experiencia distinta a las anteriores: el esposo era fiel, no bebía y se llevaba bien con todos los hijos, a quienes atendía y res­petaba por igual. El compañero de Malín era hijo de un principal y, a su vez, dirigente comunal nato, promotor de salud y depositario de tradiciones y conocimientos ancestrales de su grupo étnico. Era un hombre lúcido, discreto, emprendedor. Pero como estaba dedicado al servicio de la comunidad, lo cual no le reportaba ingresos y sí le absorbía su tiempo, Malín volvió a trabajar la tierra al lado de sus hijos. De joven lograba hacer tres cuerdas— de 20x20— diarias con azadón; cuando la conocimos hacía una y media con machete y coa. En ninguno de sus matrimonios se realizaron las costumbres de su etnia; sencillamente se fue con su hombre.

Malín era excepcional dentro de su comunidad, donde todas las mujeres eran monolingües, no sabían trabajar el campo y eran dependientes del esposo. Cuando la conocí pensaba que no era conveniente huirse con un hombre, ni casarse de catorce o quince años como ella lo

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hizo. Consideraba que las mujeres, además de saber el ofi­cio doméstico, necesitaban instruirse y aprender a trabajar para ganar su propio dinero. Decía que una mujer debía saber valerse por sí misma, de manera que si el hombre le pegaba o la dejaba por otra, se podía ir sin temor de que los hijos pasaran hambre. Hasta si sale bueno el hombre hay que saber trabajar, afirmaba, porque se puede morir o, como su marido, sirven a la comunidad sin ganar dinero. Pase lo que pase, agregó, la mujer que habla castilla y sabe trabajar sale adelante. Y varias veces repitió que lo que una gana con sus manos no se lo quita nadie.

Malín lamentaba que sus hijas se hubieran casado de quince y dieciséis años, desoyendo sus consejos, pues seguía predominando la costumbre de hacerlo a esa edad.Y la gente hablaba mal de las mujeres que no se unían jovencitas a un hombre. Decían que seguramente tenían mañas o eran putas. También me contó que a la mens­truación se le llama "alegramiento" en su idioma, pero no supo explicar por qué.

Otra mujer cuya vida me impresionó fue la abuela Xib. Era, a diferencia de Malín, una mujer ixil de más de setenta años y viuda desde tiempo atrás. Como muchos campesinos pobres, Xib no sabía la fecha de su nacimiento, y toda su vida transcurrió en los límites de la aldea, aun­que durante la juventud frecuentó el mercado municipal. Entonces llevaba hierbas y algunos huevos para vender y regresaba con candelas y sal; a veces también con panela. Las visitas al pueblo siempre fueron en compañía del padre y luego del esposo. Xib sólo se identificaba con los indígenas de su comunidad y de las aldeas vecinas. No tenía conciencia de pertenecer a un grupo étnico deter­minado, ni conocía el nombre del mismo. Tampoco sabía que había otros grupos y que todos pertenecían a un país llamado Guatemala.

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Cuando conocimos a Xib, eran sus hijas y nietas, a su vez acompañadas de algún hombre de la familia, quienes recorrían los quebrados senderos que de la aldea serpenteaban hacia el pueblo. Hacía varios años que ya no podía recorrer esa distancia; por lo que pasaba su vida en la casa. Allí se ocupaba recogiendo leña, cuidando animales domésticos, alimentando el fogón. Su niñez y su adolescencia transcurrieron como las de la mayoría de mujeres campesinas de la comarca: cuidar hermanos menores, acarrear agua, lavar trastos y ropa, desgranar maíz, tejer y recolectar hierbas silvestres. Por escuela tuvo la casa y por actividad única los oficios domésticos. Ado­lescente la casaron con el hombre que pagó a su padre la suma que éste consideraba que valía su hija. El precio se estableció basándose en los gastos que la manutención de Xib había ocasionado. Y a partir de la edad, la virginidad y la laboriosidad de la muchacha. Xib "pasó a ser mujer" con un hombre al cual conoció cuando la entregaron a él. A su lado siguió haciendo los mismos oficios que hacía en la casa paterna y procreó numerosos hijos. No tuvo más matrimonio que ése.

Mujeres campesinas tan diferentes entre sí como Malín y Xib se sumaron al esfuerzo revolucionario en las montañas del noroeste. Movidas por resortes internos muy diversos, aportaron lo que pudieron al esfuerzo colectivo. Primero fueron casos aislados, luego se fueron multiplicando. Pero a todas las motivó el respeto que la guerrilla les expresó, la confianza que depositamos en ellas y el respaldo que dimos a sus inquietudes y reclamo de dignidad y superación. Ellas encontraron en la lucha revolucionaria y en la organización una perspectiva que le dio sentido a sus vidas y a sus tareas cotidianas, aun­que éstas siguieron siendo en buena medida las propias de su condición de mujer campesina. Por aquel entonces era lo que podíamos lograr; que fueran parte y tuvieran

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un lugar en la lucha, de cuyo desarrollo dependía que las siguientes generaciones de mujeres conquistaran nuevas y superiores demandas.

Poco a poco y por propia voz, las mujeres fueron expresando lo que pensaban y querían para ellas. Las tres demandas que primero levantaron fueron la alfabetiza­ción, la lucha contra el maltrato de los hombres y contra el alcoholismo. La castellanización y el aprendizaje de la lectura y la escritura fue, de todas, la primera. Ellas nos explicaron que "la castilla" sirve para encontrar trabajo, para entender el uso de los remedios, para valerse por sí mismas cuando salen de su zona. Por ejemplo, decían: "Si el marido es bolo y me pega no lo puedo dejar porque no hablo castilla. Sin la castilla no puedo buscar trabajo; no puedo irme a otro lado. Los hijos me quedan a mí, ¿cómo los voy a mantener? ¿quién me va a dar trabajo con hijos si ni castilla sé? Ni de sirvienta puedo trabajar". Y agregaban que si se separaban del marido, los demás hombres de la aldea ya no las tratarían honradamente, porque ellos no veían con respeto ni seriedad a las mujeres divorcia­das o viudas. Sólo buscaban aprovecharse de ellas. Y razonaban que ante esa problemática necesitaban estar en capacidad de irse para otra parte. También pidieron leyes que prohibieran el maltrato de los hombres hacia ellas y que se castigara a aquellos que no las respetaran.Y la lucha contra el alcoholismo estaba relacionada con la anterior reivindicación, porque acentuaba la violencia de los hombres. Tiempo después empezó a surgir entre las mujeres más conscientes la reivindicación de que hombres y mujeres fuéramos valorados y juzgados social y moral­mente a partir de una misma escala de valores.

En muchos casos fue nuestra organización la que primero intercedió en favor de estas demandas; llamó la atención a los agresores e incluso los sancionó cuando eran miembros de la organización de base. Lo mismo

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hizo en relación con el alcoholismo y con los matrimonios forzados cuando la mujer afectada pedía apoyo.

A finales de la década del setenta se hizo necesario que la población organizada elevara la calidad de la auto­defensa, pues el ejército aumentó las acciones represivas contra el campesinado de las regiones donde operábamos, Entonces las mujeres también debieron prepararse para defender la familia, la vivienda y la economía doméstica. Poco a poco, el entrenamiento y las tareas de defensa se incorporaron a la cotidianidad de más y más mujeres. Los responsables locales seleccionaban un sitio adecuado don­de ellas recibían charlas y adiestramiento. Asistían jóvenes y viejas, solteras y casadas, viudas y divorciadas. Los ni­ños las acompañaban, mientras los hombres realizaban la vigilancia periférica del lugar. Las mujeres con sus trajes multicolores se arrastraban, tendían y rodaban. No faltaba la defensa personal con machetes, palos y piedras; ni los primeros auxilios, el transporte de heridos y la construc­ción de refugios y escondites. La alegría y el esfuerzo eran características de estas actividades. Malín y Xib formaron parte de esos grupos en sus respectivas zonas. Ninguna de ellas participaba en el adiestramiento, pero sí en las charlas y en la observación de la preparación de las demás mujeres. Haciendo esfuerzos que sólo se explican por la fuerza moral y la esperanza de un futuro mejor para ellas y su gente, llegaban hasta el secreto lugar. Sin embargo, en una oportunidad la abuela Xib lloró amargamente. La causa de su llanto era que lamentaba ya no ser joven. Ella dijo: "Soy vieja y no sirvo para nada; quisiera combatir contra el ejército de los ricos, pero mi cuerpo está cansado. ¿Por qué no vinieron hace años? Un hombre o una mujer que nos trajera estas ideas de libertad, este ejemplo de lucha". Ella sabía que el esfuerzo sería prolongado, que muchos no alcanzaríamos a vivir la emancipación. Pero

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le era más duro carecer de la energía cuando por más de setenta años había vivido en la pobreza extrema y some­tida sin esperanza alguna.

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LENGUAS, SANGRES, ORÍGENES

Desde niña conocí la discriminación al indígena, y de ahí que estuviera familiarizada con algunas de sus manifesta­ciones, especialmente las disfrazadas de paternalismo. Había tenido trato personal con ellos a lo largo de mi vida, pero en circunstancias en que ellos laboraban para mi familia o para personas allegadas. Los trabajos que realizaban eran los más duros y peor remunerados, como oficios domésticos, recolección de basura, cargadores. La mayoría de familiares y amigas tenían más de algún empleado o empleada indígena. Las mujeres usaban sus trajes, pero pocos hombres lo hacían. Dilataban años, a veces la vida entera, trabajando para la misma familia.Y si se retiraban volvían periódicamente de visita. En el seno de mi familia se nos enseñó a saludarlos, respe­tarlos y obedecerlos, ya fuera en casa propia o ajena. Según faltáramos a ese proceder, recibíamos desde un moderado llamado de atención hasta una reprimenda enérgica; y en todo caso conllevaban la enmienda de la falta o la solicitud de disculpa a la persona ofendida. Igual comportamiento debíamos observar con todo trabajador subalterno. Sin embargo, estos criterios educativos eran la excepción y no la regla en mi medio social. Además no estaban en contradicción con la mentalidad que los veía como personas menos inteligentes o necesitadas de protección y conducción.

Antes de incorporarme a la guerrilla había tenido poca relación en términos de igualdad o amistad con compatriotas indígenas: clientes de mi papá, a quienes él invitaba a nuestra mesa cuando llegaban a verlo a la capital; algunos amigos quichés y cakchiqueles que eran artesanos, maestros o profesionales. Pero hasta que viví

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en el altiplano me fue evidente que, a pesar de la estra­tificación económica del sector indígena, todos eran y se comportaban como discriminados de una u otra manera.Y es que autoridades, población ladina en general e in­dios ladinizados ejercían una opresión cotidiana, grosera e insultante, contra ellos; la cual consideraban normal e inmutable. Y no es que en esa región la discriminación fuera mayor que en otras partes del país, sino que en mi experiencia particular fue allí donde la capté con toda su crudeza; donde me hirió sistemáticamente el alma. Durante mi estancia no pocas veces intervine cuando un indígena era despreciado o maltratado en mi presencia. La sangre me hervía de indignación; me sentía humilla­da en su persona; me daba vergüenza que eso sucediera en mi país. Y al mismo tiempo me invadía la angustia y la impotencia al contemplar la tolerancia ilimitada de la víctima y la indiferencia de los demás testigos. En todos los casos que vi, el agredido soportó silencioso y sumiso el abuso a su más elemental dignidad humana y ciudadana. Quién sabe qué sentía y pensaba; quién sabe qué hablaban entre ellos. Pero yo deseaba que se defendieran, que no se dejaran, que se levantaran contra quien los denigraba. Pero nunca vi un caso de éstos.

Hasta que me integré al destacamento en las montañas del noroeste tuve oportunidad de convivir y trabajar en términos equitativos con ellos. Y fue en el contexto revolucionario donde los vi comportarse de una manera activa ante la opresión. Sin embargo, en el seno del destacamento experimentábamos el choque clasista y las barreras culturales. De manera que requeríamos de esfuerzos colectivos e individuales para superarlos. Comprendernos, ayudarnos y transformarnos no era fá­cil para ninguno. Y más debíamos esforzarnos por tener tacto y paciencia quienes contábamos con mayor cultura política y procedíamos de capas y sectores de clase si no

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explotadores, sí privilegiados y tradicionalmente opre­sores. Pues quienes por generaciones recibieron órdenes de patrones y autoridades hostiles, a la vez que sufrieron de ellos múltiples atropellos, llevaban a flor de piel la sensibilidad y la desconfianza clasista y étnica.

Nuestra colectividad también estaba penetrada por el atraso político y el analfabetismo propios de la región. Entre los principales rasgos de nuestros compañeros estaban el pensamiento mágico, la visión localista, el empirismo, el machismo, la subestimación de la mujer, la hostilidad defensiva del indio hacia el ladino. Sin embar­go, constatábamos los cambios positivos que se registra­ban y valorábamos el proceder de nuestros compañeros en otros aspectos. Pues eran también rasgos destacados la generosidad, la modestia, la laboriosidad, el valor, la voluntad de superación, la paciencia y la entusiasta entrega a la lucha revolucionaria. Entre los combatientes de origen campesino era raro el afán de figuración o las pretensiones personales de poder. Rasgos, en cambio, bas­tante comunes en personas provenientes de la pequeña burguesía, especialmente la intelectual, y que tanto daño producen en el medio revolucionario.

Procediendo de un medio social donde las cuali­dades enunciadas no predominan, el ejemplo de estos compañeros nos enseñó mucho sobre el potencial humano y social que encierra el pueblo trabajador. Y que puestos al servicio de la lucha revolucionaria y de una sociedad de nuevo tipo representan una garantía de la capacidad popular para salir adelante en la construcción del futuro propio y del país. Estos rasgos, además, fueron una re­ferencia para nuestro propio esfuerzo de superación. De todos ellos, la generosidad y la modestia fueron las que más me conmovieron e hicieron reflexionar.

Con el tiempo fuimos percibiendo diferencias entre los miembros del destacamento procedentes del

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cam pesinado pobre. Por ejem plo, los indígenas de m ayor edad habían tenido num erosas experiencias laborales y sociales con ladinos. De ahí que fueran m ás susceptibles en el trato con quienes lo éram os. Les costaba tratarnos de igual a igual, p lantearnos clara y d irectam ente una crítica, un m alestar, un desacuerdo. Al m ism o tiem po tenían m ás interiorizada la cultura propia y los valores que ella postula, conociendo m ejor sus problem as com unales y a su gente.Y por lo m ism o poseían m ás criterio para captar y explicar las ideas de la revolución, para organizar y persuadir sobre la necesidad de luchar. Casi siem pre tenían un profundo sentim iento religioso y reservas para ejercer la violencia en com bate, pero sí la dem andaban y aprobaban. A diferencia de ellos, los jóvenes nos voseaban o tuteaban sin reparo alguno a los pocos días de conocernos; rápidam ente se expresaban con soltura y se relacionaban de igual a igual con los dem ás. G eneralm ente no tenían arraigo religioso alguno o lo abandonaban espontáneam ente. Pero conocían poco de su cultura, su com unidad, la vida. Y m ás allá de su localidad no tenían identidad étnica con el grupo al que pertenecían; m ucho m enos con otros grupos étnicos. Casi todos eran solteros y su nostalgia por la fam ilia era poca u ocasional. Sin em bargo, fueran adultos o jóvenes, si habían laborado asalariadam ente en las plantaciones de la costa sur, o habían com erciado m ás allá de su zona de origen, com p rend ían fácilm ente la d iferencia entre ser rico y ser ladino. Es decir, tenían conciencia de lo que era la explotación, y atisbos de la d iferenciación clasista para percibir que tam bién había indios ricos. Sabían que num erosos ladinos eran trabajadores y pobres com o ellos m ism os; que por lo tanto debían unirse entre sí en la lucha em ancipadora y, en ese m arco, hacerles ver que debían abandonar su com portam iento discrim inador. Pero para el indígena autoconsum idor, o que realizaba todas sus activi­dades en las m ontañas del noroeste, decir ladino era lo

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mismo que decir explotador y discriminador. Y esta visión la generalizaban a todo el país/ siéndoles complicado, cuando no imposible, deslindar la calidad de explotador de la de discriminador.

Sólo gracias a un intenso trabajo político fue factible transformar la conciencia étnica localista en conciencia de todo el grupo cultural al que pertenecían y, más aún, a nivel del conjunto de grupos étnicos indígenas y del pueblo trabajador. Al principio ninguno se asumía como chuj, mam, quiché, sino como mateano, todosantero, za- cualpeño, según fuera el nombre de su pueblo de origen. Numerosos compañeros ixiles, por ejemplo, desconocían el término de ixil para designar al grupo étnico al que pertenecen. Más costó todavía cultivar la conciencia de pertenencia a un país concreto y de sus derechos ciu­dadanos. Y mientras esto se lograba debíamos estar al pendiente de roces y actitudes negativas dentro de la colectividad. Por ejemplo, algunos que provenían de la costa sur o de cabeceras municipales, discriminaban a quienes eran oriundos de aldeas y parajes. Los nebajeños se consideraban superiores a los de Cotzal y Chajul; los cotzaleños le tenían ojeriza a los de Chajul por viejos pro­blemas de posesión de tierras y se burlaban de la forma en que los de Nebaj hablaban su mismo idioma. He aquí un incidente ilustrativo del grado de fragmentación de la identidad étnica y clasista que encontramos cuando iniciamos el trabajo. Un compañero cotzaleño, luego de realizar su ejercicio durante una práctica de tiro, retuvo el arma y giró sobre sus talones sin dejar de apuntar. Buscó un objetivo imaginario y sonriendo dijo: "Ora sí. Nomás que se me ponga un chajuleño enfrente y le doy". También percibimos que los compañeros indígenas provenientes de una misma localidad — no así los ladinos—, se guardaban lealtad mutua por encima de los demás compañeros y or­ganismos superiores. Y sólo cuando su conciencia política

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se desarrollaba, ese comportamiento cambiaba a favor de la lealtad a la organización en primer lugar.

Había asimismo una enorme diferencia en el modo de hablar entre indígenas y ladinos, y entre aquellos que procedíamos de la ciudad y del campo. Con frecuencia no se trataba de una forma correcta y otra incorrecta. Todas tenían rasgos positivos y deseables de generalizar y otros que debíamos desechar o sencillamente comprender. Pero dado el trasfondo social de las vivencias de cada quien, estas formas de hablar tenían efectos condicionados clasis­ta y culturalmente. Y sus manifestaciones afloraban entre nosotros. Los compañeros indígenas hablaban suave y quedo; eran parcos y modestos al expresarse, aun cuando hubieran tenido una actuación valiente o destacada. No resaltaban su individualidad. Tampoco gesticulaban con el rostro ni con las manos, mucho menos con el cuerpo. Permanecían quietos y tranquilos mientras hablaban o discutían. No afirmaban ni negaban nada categórica ni claramente; más bien dejaban sentir duda, ambivalencia o no tomaban la iniciativa para proponer algo. Decían, por ejemplo, "puede que sí, puede que no", "tal vez", "saber". Lo hacían incluso en asuntos en que eran ellos los únicos que podían opinar o que tenían más elementos para de­cidir. O repetían lo que un responsable decía, temiendo contrariar o equivocarse, más que por coincidir. A ellos había que pedirles que fueran más amplios para informar, que dieran su punto de vista con más seguridad, que se manifestaran si estaban en desacuerdo con algo. En cam­bio, numerosos compañeros ladinos dramatizaban cuando informaban o se expresaban verbalmente; adornaban los acontecimientos, eran repetitivos o exageraban los hechos para resaltar peligros, dificultades y desempeños propios. A ellos había que pedirles que fueran concisos, objetivos y calmados. Al inicio, cuando no tenían suficiente confianza, los campesinos evitaban ver a los ojos, haciéndolo al suelo

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o hacia un punto distante. Quienes procedíamos de la ciu­dad generalmente hablábamos con energía o enfatizando una u otra idea, rápido, buscando los ojos del interlocutor. Además, a pesar de que hacíamos esfuerzos constantes por hablar clara y sencillamente, se nos colaban vocablos y construcciones gramaticales incomprensibles o difíciles de entender para nuestros compañeros. Pero todos los la­dinos teníamos identidad como guatemaltecos.

Personalmente, al hacer esfuerzos por modificar mi modo de hablar no dejaba de resentir la autorrepre- sión que ello significaba a mi espontaneidad y particular manera de ser. Las cuales en otros contextos sociales no requerían de cambios. Pero en el destacamento hasta eso era necesario modificar en aras de la cohesión y comuni­cación del grupo.

En entrenamientos y en numerosas actividades, rotativamente, unos y otros hacíamos de mandos y de combatientes, de responsables y de base. Pues aprender a mandar era tan importante como aprender a obedecer. Pero según se fuera indígena o ladino, hombre o mujer, se tendía a una sola de las dimensiones. Por otra parte, exigíamos que las voces de mando fueran enérgicas, ágiles, seguras. Sin embargo, los indígenas adultos no lo hacían así por arraigo en valores de su cultura. Había que estimularlos, reiterarles por qué debían dar tales voces con fuerza, sin pena de herir o enojar, sin pedir favor. A no pocos compañeros ladinos, incluyendo fundadores, les costaba obedecer a mandos más jóvenes, indígenas o femeninos. Y, en general, reconocerles su lugar y méritos. Unos y otros debíamos hacer esfuerzos de distinto tipo y tener éxito no era fácil.

Como mujeres, lo que más nos afectaba eran el machismo y el patriarcado campesino que manifestaba la mayoría de compañeros. En teoría era posible comprender esos rasgos dadas las características de nuestra sociedad.

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Pero en la práctica cotidiana no era fácil tenerles paciencia.Y si bien la d irección de la m ontaña prom ovía nuestra participación y desarrollo, estos com pañeros, entre los que había algunos veteranos, nos subestim aban y recelaban de nuestro desem peño. A unque estos problem as solían abor­darse en colectivo, el reconocim iento del fenóm eno y los cam bios de m entalidad iban a la zaga de la nueva práctica. Las costum bres del pensam iento sedim entadas por años y generaciones m ostraban ser m ás tenaces que nuestras ejecuciones, que nuestras certezas recién adquiridas y que nuestros com unes ideales por una sociedad nueva.

En la relación entre hom bres y m ujeres ocurrieron problem as com o éste. A los pocos días de reunificado el destacam ento, varios com pañeros procedentes de la selva consideraron que dos com pañeras citad inas teníam os un proceder incorrecto y descarado hacia ellos. A ju icio suyo, les insinuábam os relaciones am orosas, incluso a varios a la vez. Para que la situación se aclarara y nuestras relaciones tom aran su ju sto nivel, se les pidió a tales com batientes que expusieran las razones que los llevaban a pensar así. El problem a realm ente era que nosotras nos relacioná­bam os con todos con iniciativa y desenvoltura. No sólo por nuestra form ación y experiencia vital, sino porque los asum íam os com pañeros de trabajo. Pero resultaba que en su m undo cam pesino ninguna m ujer, m enos recién conocida, procedía de tal m anera con ellos, y de hacerlo hubiera perdido su prestigio social.

En el destacam ento, unos procedían de com u nid a­des donde la poligam ia era aceptada, incluso m otivo de p restig io social. Es m ás, ten íam os com pañeros que en sus com u nid ad es e jercían la poligam ia. Eran hom bres respetados por su gente, discretos, entregados a la lucha. O tros eran originarios de zonas donde a las m ujeres se les vendía y com praba para el m atrim onio sin contar con su punto de vista. M ientras otros m ás eran de lugares

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donde se hacía el ritual de pedida y compra-venta, pero a partir de que la mujer y el hombre estaban enamorados, y planteaban su voluntad de unión. Había compañeros— los capitalinos y costeños, por ejemplo — que venían de medios donde abundaba y se recurría a la prostitución femenina, a la pornografía y a los clubes nocturnos. Y algunos los habían frecuentado. Para ellos era factor de prestigio varonil ser versado en dichos temas. Mientras tanto, otros combatientes pertenecían a regiones donde por generaciones no se conocía la prostitución ni la por­nografía. Es más, ni siquiera conocían el significado de esos conceptos. Había compañeros para quienes ver a una mujer desnuda de la cintura para arriba era natural y no representaba motivo de excitación, murmuración o morbosidad. Pues en sus lugares de origen las mujeres suelen bañarse y lavar ropa en los ríos de esa manera. O pasan así todo el día debido al calor. Y en general, las mujeres del campo amamantan a los hijos en público y en cualquier circunstancia, mostrando sus senos con la mayor naturalidad imaginable. Pero había otros para quienes ver a una mujer así era motivo de desasosiego.

Unos pocos tenían pareja dentro del destacamento; otros tantos, en algún punto del frente o su periferia. La mayoría no la tenía. Y las concepciones y expectativas sobre el amor y el sexo variaban mucho. Para unos era una cuestión primaria, posesiva, pragmática; para otros era algo más complejo. Y en todo caso estaban permeadas por las variantes culturales y la experiencia. Nuestra situación era complicada en este aspecto, la convivencia incipiente y el proceso de transformación ideológica lento, desigual y no pocas veces caótico. ¿Correspondía darle a la transformación en esta dimensión — donde más que la razón, entran en juego los instintos, los sentimientos y las costumbres generacionales—, el mismo énfasis que a lo referente a la conciencia de clase, al espíritu combativo

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frente al adversario, a la actitud de servicio hacia el pueblo, a la entrega ilimitada que la pertenencia al destacamento exigía? Sencillamente era imposible. Humana, cultural y políticamente estaba fuera de nuestro alcance. Los ritmos de la conciencia no dan para tanto. Lo que se lograba al pretenderlo era abrumar y confundir. De hecho era ponernos una camisa de fuerza. Por inexperiencia y conservadurismo lo intentamos al principio, asumiendo como cultura y moral deseables las de unos pocos.

En cierta oportunidad, por ejemplo, alguien descu­brió que un compañero guardaba imágenes de una mujer desnuda. Provenían de una revista Play Boy que, años atrás, un visitante citadino llevó por iniciativa propia a la montaña. A quien involuntariamente se dio cuenta—un hombre —, le pareció que atesorar dichas ilustra­ciones no era el ejemplo que se esperaba de un luchador revolucionario. Así que lo informó y planteó su punto de vista en una reunión. El portador de los recortes era un joven ladino, obrero agrícola de la costa sur y uno de los primeros en sumarse, en 1974, al grupo fundador del destacamento. La primera reacción de la colectividad fue pedir que se mostraran las imágenes en la reunión. Indudablemente más por razones terrestres que por ser necesario para opinar, como argumentaban algunos. Numerosos compañeros nunca habían visto, desnuda o vestida, a una mujer como las que aparecen en revistas de ese tipo. Y humanos al fin, no resistían la curiosidad por conocer el "cuerpo del delito". El criticado, en un principio preocupado por su incómoda situación, captó al vuelo que en la reunión prevalecía un ambiente liberal, tranquilo y de juvenil curiosidad. Y no el que lo había lle­vado al banquillo de los acusados. Así que cuando le tocó responder a la crítica dijo con picardía: "¿No ven que es pobre como nosotros? Ni siquiera tiene ropa para ponerse

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encim a. P or eso la ando llev and o ." C arcajad a general. Pero le d im os la razón a quien criticaba. Creo que en el fondo la m ayoría no deseaba que tales figuras fueran a ser consum idas p or el fuego com o algu ien sugería. Por lo menos no antes de ser apreciadas por sus ojos. A m í m e dio risa el desenlace inform al y festivo del asunto, porque aquello era un hecho aislado y sin im plicaciones. Pero en aquel entonces dábam os bandazos, y teníam os num erosas confusiones sobre cóm o abordar y encauzar esa bella di­m ensión del ser hum ano que engloba la atracción sexual, el m isterio del am or. Los criterios norm ativos que fueron prevaleciendo partieron, m ás bien, de las necesid ad es de convivencia arm oniosa y d iscip linada del d estacam ento y de su relación con la población.

Lo que sí im pulsam os fue la lucha contra el m al­trato y el d esp recio hacia la m ujer; contra la ignorancia y la vu lgarización de lo sexual. Por in iciativa fem enina incorporam os la educación al respecto en las activ idades culturales. Y a las com pañeras que se fueron integrand o las instru im os en el uso de anticonceptivos y las dotam os de los m ism os. Pues m ás tem prano que tarde, todas esta­blecíam os relación am orosa con algún com pañero. Y así no nos exponíam os fatalm ente al em barazo y la pareja podía d isfrutar su relación sin ese tem or. T am bién abo­gábam os porque toda relación am orosa se estab leciera basándose en el respeto, la sinceridad y la libertad m utuas. Exigíam os que quien enam orara a algu ien le exp resara con honradez cuál era su situación en ese aspecto. N o se valía el engaño ni las m edias verdades. D em and ábam os asim ism o que los im plicados subord inaran sus in tereses com o pareja a los del destacam ento y la organización; que respetaran en todo m om ento las m edidas de seguridad y que la relación no significara su aislam iento del colectivo; que m antuvieran el interés por superarse. M otivábam os

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especialmente a las mujeres para que pusieran empeño en su formación y capacitación.

Todos aquellos que establecieran o terminaran relaciones amorosas debían informar del hecho a la co­lectividad o al organismo correspondiente, según fuera el caso. De manera que no diera lugar a chismes o equívocos, y los organismos superiores lo tomaran en cuenta.

En cuanto a las mujeres que nos integrábamos al destacamento, era requerimiento no resultar embaraza­das. Pues de ser así debíamos salir del grupo y del frente para tener al hijo y criarlo, causando complicaciones a nuestra precaria situación operativa. Sin embargo, con el pasar de los años varias parejas quisieron tener des­cendencia. Entonces lo plantearon a la dirección de la montaña, de manera que ésta previera las implicaciones en los planes. Para los enamorados no había ningún trato preferencial en cuanto a su ubicación geográfica, orgánica u operativa. Los criterios rectores eran las necesidades de la organización y las aptitudes de cada quien.

Por las circunstancias más variadas, como pueden ser la seguridad, la topografía, la precariedad material, las inclemencias del tiempo, no existía en el destacamento la vida privada ni los espacios exclusivos. Y los momen­tos de soledad eran eso, momentos, y no precisamente cuando una los necesitaba. Quienes habíamos vivido con esos valores y posibilidades debimos adaptamos. Pues el hecho de que fuéramos compañeros de lucha no traía por añadidura que una se sintiera cómoda ni en confianza en una serie de aspectos de la vida, mucho menos de la íntima. Las parejas, por ejemplo, raramente podíamos aco­modarnos solas en algún lugar, o éste tenía tan próximos a los demás que resultaba simbólica nuestra privacidad. Y no pocas veces, durante días y semanas, dormíamos en champas colectivas muy juntos unos a otros porque era la única manera de soportar el frío; o porque el terreno

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nos obligaba a ello. De manera que amores, discusiones personales, estados de ánimo, eran presenciados por la colectividad. No obstante, se resultaban haciendo y percibiendo con naturalidad y discreción.

A mi juicio, en esto tenía que ver de manera determi­nante el hecho de que la mayoría de los presentes eran indígenas y, en general, campesinos pobres, cuyas familias viven en un solo cuarto, carecen de infraestructura de servicios y son ajenos a los valores de privacidad, espacios propios y exclusividad a escala individual o de pareja. Por otra parte, desconocían los prejuicios y tabúes de las convenciones sociales burguesas y de la moral cristiana. Pero también porque el campesinado indígena es discreto y reservado; y nuestra colectividad estaba absorbida por otras preocupaciones.

Las separaciones de una pareja por razones de trabajo, de salud o a causa de un parto, podían durar meses o años. Estas situaciones eran frecuentes y, por lo general, imprevistas. Este fue mi propio caso, tanto en ese frente como en otros donde trabajé antes y después. Unas parejas sobrevivían. Generalmente las más maduras y consolidadas en el momento de la separación. Otras se desintegraban al acumularse el tiempo de lejanía. La mi­litancia revolucionaria en las condiciones de la montaña o de la vida clandestina urbana somete a las personas a continuas pruebas y tensiones. Por ello, más allá de los sentimientos e intenciones no pocas relaciones amorosas sucumbían. O los enamorados perdían a su pareja en el fragor del combate o en los operativos de inteligencia contrainsurgente. Pero nuevas relaciones surgían cons­tantemente, pues la atracción, el amor y la camaradería son más fuertes que la adversidad y el dolor.

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LA OFENSIVA DE LA SIERRA

Me correspondió sistematizar los primeros instructivos militares para mandos y cuadros organizadores en la montaña. Para lograrlo recurrí a los conocimientos que sobre el tema tenían los fundadores y miembros de la Dirección Nacional que estaban con nosotros. Cada uno de ellos tenía capacidad y experiencia, pero no la habían sistematizado. Su principal empeño por aquellos días estaba concentrado en la elaboración estratégico-política que permitiera construir los frentes guerrilleros asentados en organización popular. De ahí que quienes nos incorpo­rábamos recibiéramos explicaciones distintas — en lo rela­tivo a cuestiones operativas—, según fuera el compañero que nos instruyera. Por lo general se trataba de órdenes o enseñanzas parciales o con énfasis distintos, insuficientes para comprender a cabalidad y desempeñar con eficiencia las tareas y operaciones militares. Es más, debido al em­pirismo había incluso incoherencias y contradicciones en algunas orientaciones, aunque quienes las impartieran fueran hábiles guerrilleros. Este hecho, además de provo­carme inseguridad me preocupaba, pues con el número que ya éramos urgían adiestramientos sistemáticos e instrucciones militares completas e inequívocas. Así que hice la propuesta a la dirección y, una vez aprobada, me aboqué a la elaboración de un cuestionario a partir de la práctica y mis observaciones de casi tres meses en el des­tacamento. Luego trabajé individualmente con cada uno, confrontando y complementando las respuestas. Después de varias rondas de trabajo bilateral logré estructurar y ordenar varios temas: armamento, criterios de seguridad en diversas situaciones y operativos, métodos guerrilleros y antiguerrilleros de lucha, infraestructura de guerra

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y de autodefensa civil, estructura y armas del ejército guatemalteco, entre otros. Luego los plasmé a mano e ilustré con gráficas y dibujos en un cuaderno. Una vez terminado, sometí el trabajo a la revisión de la dirección. Entonces nuevas ideas les vinieron a la mente, de manera que el material se enriqueció más allá de las interrogantes iniciales. Los compañeros coincidieron en su utilidad y me orientaron dotar al Mando Militar del destacamento del primer ejemplar.

Mientras tanto, las informaciones sobre la presencia y los preparativos del ejército en la región ixil se multipli­caban y llegaban constantemente a nosotros. En la selva, sin embargo, sus acciones punitivas habían comenzado meses atrás, luego de nuestras primeras acciones de pro­paganda armada y golpes al poder local enemigo. Entre las brutalidades de los militares contra la población civil de El Ixcán estuvo el asesinato a finales de 1975 de Raisa Girón, joven maestra de la costa sur que trabajaba en Santa María Tzejá. Buscando empleo supo de una plaza disponible en ese parcelamiento. Allí un sacerdote im­pulsaba el cooperativismo entre los campesinos y éstos demandaban educación para sus hijos. El azar quiso que en una propaganda armada en ese parcelamiento, ella reconociera a uno de nuestros dirigentes. Eran origina­rios del mismo pueblo y realizaron juntos sus estudios primarios y secundarios. Desde entonces no habían vuelto a saber uno del otro y ella no tenía relación alguna con nuestra organización. Lo cierto es que agradada por el encuentro con un conocido en aquella selva, lo saludó y conversó con él unos minutos. Allí no había destacamento militar, pero sí orejas fanatizados y embrutecidos por el ejército, los cuales la denunciaron como guerrillera en el puesto más próximo. Poco después, durante un viaje de esta maestra a la capital, fue asesinada con saña; su cuerpo apareció apuñalado cerca del puente de El Incienso. Los

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niños del parcelamiento no volvieron a tener maestro; ninguno quería correr la suerte de su antecesora. Raisa Girón: joven, mujer, maestra, ciudadana guatemalteca, hija anónima del pueblo, cayó víctima temprana del ejér­cito contrainsurgente. Que no quede en el olvido.

En aquellos meses nos movíamos al norte de Chajul, entre las pequeñas localidades de Juil, Pal y Xaxboc. Era una de las zonas más altas de Los Cuchumatanes en el departamento de El Quiché, solo superada por la cumbre de Clavellinas entre Cunén, Cotzal y Nebaj. De aquellas aldeas, Juil era la más importante para la población ixil, porque allí estaba su lugar sagrado principal. A él pere­grinaban guías espirituales, principales y población en general. Incluso era visitado por gente procedente de lejos y perteneciente a otros grupos étnicos. El punto religioso más importante se ubicaba sobre un sitio arqueológico y en él se adoraba a una deidad relacionada con el origen del maíz y el calendario ritual. Posteriormente, entre los años de 1981 y 1983 — principalmente bajo el régimen de Ríos Mont—, Juil, Pal y Xaxboc fueron arrasadas por el ejército, al igual que otras aldeas de Chajul, gran cantidad de las de Cotzal y todas las de Nebaj, salvo su cabecera municipal que como las otras fue duramente castigada.

En los primeros días de febrero de 1976, la captura y traición de Fonseca, compañero organizador, aceleró la ofensiva contrainsurgente en la sierra. Esta provocó cambios en nuestros planes, nos puso a la defensiva y desencadenó golpes contra la población organizada de Chajul. Supimos de la captura de Fonseca inmediatamen­te. Desde ese momento levantamos preventivamente el campamento, donde pocos días antes había estado traba­jando y estudiando con nosotros. Desde la nueva posición, dos compañeros de la dirección con dos acompañantes se desplazaron hacia Cotzal, para reunirse con los orga­nizadores, tomar las medidas necesarias para preservar

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a la población que nos apoyaba y ver las posibilidades de rescatar a nuestro compañero. Caminaron a paso de avance las horas de oscuridad, pero cuando llegaron camiones del ejército descargaban tropa y los oficiales se afanaban dando órdenes para iniciar operaciones de inmediato. Fonseca estaba resguardado por numerosos soldados y era imposible rescatarlo. Por su dedicación al trabajo, su entrega a la lucha y sus esfuerzos de supera­ción era especialmente querido por nosotros. Hasta que fue capturado supimos de su debilidad por el licor, pues tanto él como los compañeros procedentes de su localidad nos lo habían ocultado.

Fonseca sucumbió al cuarto día de torturas. Entregó a varios compañeros chajuleños, quienes ante él fueron fusilados. Luego guió al ejército hacia el campamento que ocupábamos al momento de su caída, así como a los depósitos que había conocido.

Su captura y traición fueron los primeros golpes que recibimos directamente contra el destacamento. Este hecho sacudió nuestras conciencias en relación con la envergadura del compromiso asumido y al riesgo real de la tortura y la muerte solitaria en manos del ejército, modalidad de combate en la que muy pocos piensan cuando se incorporan y que en nuestro país es frecuente. Algunos combatientes se mostraron magnánimos con el traidor y no faltó quien lo justificara por el hecho de mediar la tortura. Era necesario, por lo tanto, reforzar la labor política en esos aspectos y revisar el compromiso de cada quien. De ahí que la dirección sistematizara lo que entonces llamábamos Diez Puntos, que eran las reglas a cumplir por todo aquel que se integrara a la organización en la montaña. De hecho los manejábamos, pero no se les había dado cuerpo, ni habíamos hecho un compromiso individual y explícito sobre su base. Entre ellos estaba el secreto que debíamos guardar sobre nuestra organi-

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zación, incluso si salíam os de ella; y la pena de m uerte para quien desertara, traicionara o abandonara el puesto de com bate p oniendo en grave peligro a sus com pañeros. La d irección habló ind iv id ualm ente con cada uno y nos anuncio tiem pos difíciles. D ebíam os reflexionar y ratificar nuestro com prom iso sobre la base de esos diez puntos, o retirarnos de la organización librem ente y en paz. Todos los p resentes reiteram os nuestra p erm anencia, in d u d a­blem ente con un grado m ayor de conciencia.

C uando ocurrió el terrem oto del 4 de febrero de 1976, h ab itáb am o s un b o sq u e de árb o les cen ten ario s de cuyas ram as colgaban m echones de m usgo. Q uienes dorm íam os en el suelo sentim os sus fuertes oscilaciones verticales e im aginam os en la oscuridad a los gigantes inclinarse sobre nosotros. P asados unos instantes, que sentim os eternos, la tierra se m eció h orizontalm ente y volvió a la quietud. Por los rad iop eriód icos de la m añ a­na conocim os que el sism o había afectado trágicam ente a num erosos poblados y que a nosotros sólo nos habían llegado las v ibraciones telúricas periféricas. Escu cham os con especial atención las transm isiones radiales que daban cuenta de los resultados, así com o de los acontecim ientos generad os p or el v io len to sacu d im iento . El fen óm en o natural había revelado de m anera descarnada las en or­m es d esigualdades sociales, pues sus efectos se habían concentrado sobre la población pobre. Y a los pocos días, con la afluencia de la ayuda internacional, se evidenciaron m ás la ineficiencia y la corrupción gubernam entales. Pero tam bién nos d im os cuenta de que la desgracia m ultip licó la organización popular.

A l p oco tiem p o d el h ech o rec ib im o s n o tic ia s y apreciaciones porm enorizad as de nuestros com pañeros de la ciudad. Y por esos m ism os días grabam os para ellos el H im no al So ld ad o G uerrillero.

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Días después, al mando de un compañero indígena, quien fungía como responsable militar del destacamento, integré una patrulla cuya misión era explorar la ruta, los alrededores y el área de un campamento de retaguardia para evaluar la conveniencia o no de trasladamos a él. Se llamaba Augusto César Sandino, contaba con un ranchón de palma y con buzones abundantemente abastecidos. Estaba al noreste de nuestra posición, bastante alejado de los puntos poblados. Su accesibilidad era dificultosa para el ejército y su zona era conocida operativamente por nu­merosos compañeros. Para entonces habían transcurrido dos semanas desde la traición de Fonseca, y aunque él conoció el lugar cuando se fundó, se pensó que lo dejaría de lado porque raramente usábamos un campamento más de una vez. También supusimos que, de haberlo delatado, el ejército ya lo habría visitado y eso lo sabríamos con la exploración. Desde donde estábamos se llegaba en un día de camino, haciendo la mayor parte del trayecto a rumbo, rompiendo monte con el cuerpo.

Luego de avanzar varias horas, salimos a una vereda de mimbreros que corría sobre el lomo de una montaña y que se perdía, como muchas, entre los matorrales. Cami­nando a paso rápido pronto nos desviamos para tomar un trillo que descendía ladera abajo. Era un sendero peculiar porque no corría sobre tierra firme, sino suspendido a uno o dos metros por encima del suelo. Resistentes matas y arbustos, tupidos y enmarañados entre sí, impedían la penetración del machete hasta su base. De ahí que sólo en la parte superior de ellas fue posible labrar el paso. Al desplazamos daba la impresión de estar haciéndolo sobre un colchón mullido y elástico. Caminar sobre esa superfi­cie no era fácil, pues se dificultaba mantener el equilibrio y evitar tropezones. Por otra parte, eran numerosas las ramas caídas que, al no poder pasar la espesura vegetal, se constituían en obstáculos formidables que obligaban a

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escalar, reptar o inclinarse constantemente. Estando por terminar este tramo escuchamos voces humanas y ladri­dos de perros que se aproximaban en dirección contraria sobre el mismo trillo. Las características del terreno y de la vegetación nos impedían salir de la senda para escon­dernos. Inevitablemente debimos volver sobre nuestros pasos, recorriendo ladera arriba el difícil trecho. En veinte minutos desandamos una distancia que habíamos recorrido en el doble de tiempo. Pura adrenalina. Final­mente alcanzamos un punto donde, divididos por mitad hacia ambos lados del camino, rodamos sobre el follaje. Agazapados y conteniendo la respiración esperamos que pasaran las personas, a las cuales no pudimos ver por estar nosotros debajo de su nivel. Siguieron de largo sin percatarse de nuestra presencia. Supusimos que se trataba de mimbreros que retornaban a sus localidades. Luego de unos minutos reanudamos la marcha y un par de horas más tarde llegamos a nuestro destino.

Dos jornadas después volvimos al campamento base, luego de constatar que no había presencia militar y que tampoco la hubo con anterioridad. Recibido el informe, la dirección y el mando decidieron el traslado al lugar recién explorado. Sin embargo, a los pocos días Fonseca condujo al ejército hacia allí.

La madrugada del 3 de marzo de 1976 me corres­pondió la penúltima guardia nocturna que era de tres a cuatro. En esa época del año amanecía alrededor de las cinco y cuarto. De manera que a las cinco comenzaban los turnos diurnos. Por precaución especial, dada la ofensiva militar, éstas consistían en guardias-emboscadas, inte­gradas por varios compañeros. Esa madrugada había niebla espesa, aunque el frío no tenía la intensidad de los meses anteriores, porque se había instaurado la prima­vera. Llevaba media hora en el puesto cuando enfrente y relativamente cerca, escuché ruido de hojarasca, como si

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alguien se arrastrara en mi dirección. Apuntando al lugar esperé atenta para cerciorarme y precisar su ubicación. Efectivamente, el crujir de hojas secas se repitió, esta vez avanzando hacia mí a unos diez metros de distancia. Siempre apuntando hacia el objetivo pedí la seña con voz enérgica. Silencio. Fuerte tensión. Nuevamente el ruido. Estando a punto de disparar razoné que ningún humano avanzaría haciendo tanta bulla luego de haberle pedido la señal. Entonces, casi a mis pies vi un armadillo enor­me que buscaba el alimento diario. El corazón me latía fuertemente, pero me felicité por no haber disparado. Hubiera provocado una emergencia no sólo innecesaria, sino peligrosa en nuestras circunstancias. Informé al relevo sobre el incidente y regresé al campamento, pero no logré conciliar el sueño. Faltando varios minutos para las cinco pasaron al lado los compañeros de la primera guardia-emboscada del día. Poco después los siguió una patrulla, al mando de un miembro de la dirección, que por ese rumbo saldría en misión. Antes de media hora y al tiempo que esta unidad entraba veloz al campamen­to, escuchamos varios disparos. Resulta que detectaron tropa del ejército que había dormido cerca de nosotros, sobre el trillo de la cumbre. Nuestros compañeros vieron a los soldados cuando se levantaban. Los militares no se dieron cuenta que habían sido descubiertos y más tarde avanzaron en nuestra dirección. Alertada por la unidad que se replegó, el grupo de guardia los esperaba.

El deber de nuestros compañeros era contenerlos por unos minutos, el tiempo indispensable para evacuar el campamento. La posición de nuestra emboscada era operativamente desventajosa, de abajo hacia arriba en lugar desprotegido, donde sólo contaban con camuflaje y el factor sorpresa. Como no era un lugar propicio para ataques, la tropa se aproximó desaprensiva. En el mo­mento de las primeras detonaciones nos aprestábamos

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a desayunar. La orden fue suspender la comida, apagar el fuego y levantar el campamento de acuerdo al plan establecido. Acostumbrados a utilizar hasta el último grano y viviendo permanentemente con hambre, nadie nos atrevimos a botar la comida. Aun cuando existía la posibilidad de que le quedara al adversario. Nos retiramos muy cargados y algunos llevando, además de su mochi­la, la de algún combatiente de la contención. Lo hicimos ágilmente pero con cautela y orden. Llevábamos arma en porte y tiro en recámara, en previsión de que hubiese tropa apostada en otras direcciones.

Estando casi todos en el punto de reunión apareció un compañero con la olla rebosante de frijoles en la mano. Sólo su habilidad para desplazarse en terreno tan que­brado y el espíritu de triunfo explicaban esta ocurrencia. Era uno de los mejores del grupo, diestro guerrillero y gran cantor. Divertido nos dijo que a esos cabrones no les íbamos a dejar el desayuno servido y que tampoco lo íbamos a desperdiciar. Y acto seguido repartió el alimento en raciones iguales. A poca altura nos sobrevolaba un helicóptero, pero la vegetación nos brindaba resguardo y la orden era no evidenciar nuestra posición. Pronto aparecieron los de la contención, sofocados por la carrera que como venados hicieron desde el otro lado de la hon­donada. En su retirada atravesaron el campamento recién abandonado y uno de los combatientes vio la olla de salsa picante recién preparada. Sin pensarlo dos veces rescató el recipiente al vuelo, y con el preciado condimento en la mano se reincorporó al grupo, quien celebró el gesto. Este joven ixil había causado con su primer disparo un muerto al ejército.

Nuestra defensa le causó varias bajas a la tropa; pero su velocidad para tenderse salvó a Fonseca, quien desarmado y descalzo encabezaba la columna. Pocos meses después se fugó del ejército y buscó contacto con

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el destacamento. Quería proporcionar, según dijo, la in­formación que acumuló mientras estuvo cautivo y recibir de nuestras manos el castigo que merecía por su traición, de manera que su ejemplo no fuera seguido por otros. Luego de grabar su declaración, fue ejecutado por una escuadra de combatientes ixiles. No alcanzaba los veinte años de edad. Nos golpeó profundamente su traición; pero nuestro corazón sufrió igualmente con su muerte. El proceder de Fonseca y su castigo ejemplar nos revelaron en toda su crudeza el lado trágico y las contradicciones propias del proceso emancipador.

Como el combate fue a pocos pasos del campa­mento, creimos que el ejército entraría al mismo. Sin embargo, dos meses después una unidad nuestra realizó un reconocimiento y encontró todo como lo dejamos. Las bajas infligidas por la contención habían sido suficientes para disuadir al ejército de avanzar y no volver más a dicho lugar.

Nos retiramos haciendo frecuentes paradas con el fin de explorar la ruta que seguíamos. Caminábamos a rumbo y borrando huellas, especialmente en las proximidades de un camino transitado que debimos cruzar. Más adelante, aprovechando que había niebla y llovía, nos detuvimos a cocinar. Pero colocamos vigilancia en varias direcciones y guardamos silencio absoluto. Por la noche no acampamos, sino en fila, tal como íbamos en la marcha, dormitamos sentados unos junto a otros con mochila y equipos puestos. Llovió toda la noche y cada quien se protegió del agua con trozos de plástico. No cenamos y despuntando el día reanudamos la marcha sin probar bocado.

Nuestras posiciones, descubiertas sucesivamente por el ejército, daban la impresión de que nos retirábamos hacia el noreste. Pero en realidad maniobrábamos en el terreno buscando el sureste, adentrándonos en territorios de la Zona Reina. Para lograrlo sin ser vistos debimos

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realizar marchas nocturnas en caminos trajinados de día por la población y la tropa. En la oscuridad nos guiábamos unos a otros con luciérnagas o pedacitos de esparadrapo blanco colocado en la parte posterior de las mochilas. De día avanzábamos por terrenos escarpados y tupidos de vegetación, evitando los caminos y sus proximidades. Por ciertos lugares logramos ascender usando hasta los dientes para aferramos a raíces y ramas. Dormíamos una noche en cada lugar y en esas breves paradas impartíamos charlas sobre temas de interés general. Uno de ellos trató sobre la Revolución Cubana: su gesta, sus logros y sus dificultades. Esa vez nos alimentamos de hierbamora, planta silvestre que abundaba en las orillas del río donde nos detuvimos. Durante esos días me impresionó, por la destreza y el espíritu que suponía en esas circunstancias, el compañero que llevaba una guitarra descubierta en la mano izquierda, y a la cual no le dio golpe ni rasguño alguno.

En ese entonces, nuestro armamento era sólo de infantería, un verdadero muestrario de armas largas y cortas; varias con defectos significativos. Y las dotaciones de municiones eran reducidas; generalmente no había más de las que llevábamos encima. Por eso se les cuidaba como a la propia vida; y nuestros ejercicios de tiro eran en seco, con triangulación. El uso del parque estaba a tal punto racionado que la regla era: tiro que se dispara, tiro que pega en el blanco. Los ixiles decían: Mal bac chich, mal soldado sacami. Las armas eran asignadas según funciones y desempeño durante un tiempo más o menos largo. Sin embargo, para determinadas misiones permutábamos o cedíamos nuestro fusil por días o semanas. Varios de no­sotros portábamos, además, un arma corta y una granada de fragmentación. Pero, al igual que las armas largas, cuando algún compañero requería de ellas las cedíamos

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bajo orientación del mando. Diariamente, al atardecer y por grupos las limpiábamos, porque la tierra o el lodo, la humedad y la intemperie las dañaban constantemente. Los combatientes nuevos y, más adelante, los visitantes o refugiados temporales, utilizaban armamento de madera que ellos mismos fabricaban, el cual debían portar y cuidar como si fuera verdadero. Raramente se daban casos de descuido o irresponsabilidad al respecto. Por otra parte, éramos estrictos en las medidas de seguridad para su uso, arme y desarme. Y por ningún motivo se permitía jugar, hacer malabarismos o bromear con ellas. Mucho menos amenazar. En aquel entonces no tuvimos ningún accidente serio y tiros escapados los hubo muy pocos.

Nuestro entrenamiento, operaciones y táctica eran eminentemente defensivos; de ahí que cada vez que era posible evitábamos al ejército. Era lo que nos correspondía hacer, dado el incipiente desarrollo político de la organi­zación y la muy desigual correlación de fuerzas militares. Pero no era fácil proceder así. Numerosos combatientes y algunos fundadores eran partidarios de buscar el combate frontal cuanta vez se nos pusiera al alcance. Querían la acción militar por sí misma, descontextualizada de los planes globales de la organización y de nuestra realidad en el frente. Consideraban que era una cobardía evadir al ejército; que era fácil ganarle; que debíamos castigarlo de inmediato por las atrocidades que cometía contra el pueblo. Decían que era el tiempo de combatir y no de hacer política; que después del triunfo habría tiempo para ésta. De ahí que no contemplaran las consecuencias que ello pudiera tener hacia la población de las proximidades y para el destacamento mismo: su trabajo organizador y politizador, sus vías logísticas, sus comunicaciones. Eran los mismos compañeros que subestimaban la formación política y el trabajo organizativo entre la población. Inclu­

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so desestimaban la teoría militar. Con voluntad, combati­vidad y heroísmo pretendían suplir los complejos factores de la correlación de fuerzas política y militar.

Luego de una cuidadosa exploración, realizada por un miembro de la dirección y un combatiente experimen­tado, nos establecimos por varias semanas en un nuevo sitio. Este tenía buenas condiciones para la defensa y era de difícil acceso. Para trasladarnos a este lugar descendi­mos a una garganta y, luego de avanzar por ella durante un tiempo, iniciamos el ascenso por el lado opuesto, casi en posición vertical. Una veintena de metros arriba nos introdujimos, siempre en fila india, en el cauce de una quebrada que caía en pendiente pronunciada. Temeraria­mente escalamos entre sus aguas y sobre enormes piedras lisas sin vegetación de donde asirnos. Constantemente debíamos apoyarnos para elevarnos de un nivel a otro o para saltar de roca en roca, teniendo siempre un preci­picio detrás. Pero de esa manera evitamos dejar huella. Habiendo ascendido muy alto, abandonamos la catarata y continuamos la marcha por tierra firme. Nos detuvimos poco antes de alcanzar la cima. Alguien dijo entonces: "Si el ejército logra llegar acá le ponemos marimba". Mate­rialmente no había metro cuadrado plano, ni siquiera inclinado. Era como estar incrustados en una pared. Con nuestros machetes arrancamos tierra a la vertiente para instalar la cocina y los puestos de dormir. Varios, con ra­zón, sembraron sólidas estacas a la orilla de sus lugares, de manera que si dormidos cambiaban de posición los palos los detenían para no despeñarse.

Nos urgía reactivar las comunicaciones con los centros poblados de la región y la capital, así como re­anudar nuestras actividades habituales. Estas últimas las realizamos en pequeña escala porque a la mayor parte nos absorbían las medidas de seguridad o las misiones fuera del campamento. Estando allí llegó la primera compañera

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ixil que se incorporó a la organización. Era originaria de Nebaj y madre de familia. Menuda, de tez clara; discre­ta, despierta y esforzada en el estudio. Era hermana de un combatiente y compañera de otro. Permaneció dos o tres meses entre nosotros y luego volvió a trabajar como organizadora a su pueblo.

Bajo operaciones los cocineros se levantaban a las dos de la madrugada. De manera que antes del amanecer desayunábamos y recogíamos la ración del medio día. Además, encendíamos el fogón rodeado de toldos verde olivo, para que su luminosidad no fuera visible desde ninguna parte. El maíz se nos terminó pronto y el que consumimos los últimos días era prácticamente polvo con gorgojos que así mismo cocinábamos. Su sabor era amargo pero el hambre lo era más. Nos quedamos sólo con sal y un poco de harina de trigo; así que diariamente recolectábamos tzitzil, hierba comestible de altura que abundaba un centenar de metros abajo del campamento. Con ella nos alimentamos mañana y noche durante más de dos semanas. Y a medio día ingeríamos una pequeña tortilla de harina acompañada de agua.

No macheteábamos para nada y recogíamos leña de ramas caídas que partíamos con las manos. El agua la tomábamos de un pequeño nacedero en el área de nuestro asentamiento. El clima era agradable y durante varios días, temprano por la mañana nos sobrevoló un hermoso quetzal. Además, escuchábamos infinidad de trinos de pájaros, que sólo cesaban cuando el manto de la noche nos cubría. Daba la sensación de estar dentro de una jaula de aves canoras. Ni antes ni después volvimos a escuchar el canto de tal variedad y cantidad de aves. Era un verdadero deleite. Sin embargo, varios compañeros, apremiados por el hambre, cazaban con honda ejemplares de estos pequeños seres que nos alegraban la vida. Desde que me incorporé fue ese el primer período de hambruna

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propiamente; y a varios compañeros les afectó el alma, incluso enfermándolos físicamente. El descubrimiento de este fenómeno nos enseñó que pueden darse enfer­medades y malestares físicos producidos por nuestra mente. En la experiencia de la montaña, estos males se dieron fundamentalmente a causa del hambre, del miedo y de amores imposibles. Sin embargo, el entusiasmo y la fortaleza que prevalecían entre la mayoría, lograban que los afectados superaran sus crisis.

Varias veces escuchamos gritos o machetazos de mimbreros que se llamaban entre sí en las montañas aledañas. Y explorando el filo arriba de nuestra posi­ción, compañeros nuestros oyeron detonaciones a unos dos kilómetros de distancia. Pero no tuvimos problemas serios de seguridad, ni escuchamos vuelos de aviones o helicópteros como otras veces.

Cierta mañana se desprendió de la cima una roca enorme que se precipitó sobre el campamento. Con un grito alguien nos alertó; pues la piedra caía velozmente en nuestra dirección. Pero con mi compañero sólo tu­vimos tiempo de agazaparnos en el pequeño corte de nuestro puesto. Sin embargo uno o dos metros antes de alcanzarnos, la peña dio un salto sobre nuestras cabezas. Incrédulos la vimos rebotar pocos metros abajo y rodar hasta el fondo de la barranca, acompañada de un retumbo. La posibilidad de la muerte se nos presentaba en moda­lidades nunca imaginadas por nosotros.

Poco antes de abandonar ese peculiar resguardo, un noticiero radial dio cuenta del atentado contra mi tío Manuel Colom Argueta, quien gracias a su reacción rápida y agresiva frustró la intención de los asesinos, que sólo lograron herirlo. Pocos años antes había sido alcalde de la capital del país, y en esas fechas dirigía el único partido cívico de oposición al régimen. Sin embar­go, los militares persistieron en su objetivo y tres años

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después, el 22 de marzo de 1979, le dieron muerte. Por la envergadura, el operativo parecía montado contra un delincuente o narcotraficante peligroso. Sin embargo, se trataba de un plan de la inteligencia militar contra un ciudadano y opositor político; hombre de diálogo y res­petuoso de la ley. Sólo la impunidad con que actúan los cuerpos represivos del Estado y el objetivo de aterrorizar a la ciudadanía explican que, a lo largo de tres cuadras transitadas y a plena luz del día, persiguieran al político demócrata, quien en desesperada huida hizo el supremo esfuerzo por salvar la vida. Decenas de personas fueron testigos estupefactos de la cacería humana, de las decenas de balazos que le acertaron y del tiro de gracia que uno de los esbirros se aproximó a darle. Nadie quiso atestiguar, y dos hermanos y una hermana de la víctima debieron salir al exilio por amenazas de muerte. Se habían atrevido a responsabilizar al gobierno y al Alto Mando del ejército por el asesinato. Miembros connotados de la burguesía y de los partidos de derecha festejaron el hecho en círculos íntimos. Decenas de miles de ciudadanos manifestaron su repudio al crimen durante el sepelio, y señalaron como responsables a los cuerpos represivos del Estado y a las fuerzas reaccionarias del país. Nosotros nos reafirmamos en el camino elegido, y frente a éste y similares hechos de sangre de carácter político, cientos de guatemaltecos optaron por la vía armada, miles la apoyaron y muchos más la comprendieron.

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BAJO EL CERCO ENEMIGO

A varias semanas del combate de marzo nos encontrá­bamos al noreste de Chajul, por el rumbo de Pal y Xaxboc. Aunque siempre en bosques nublados, el clima era benigno y había más presencia de flores, frutos y animales, pues reinaba la primavera. Era la breve época en que nuestros campamentos eran placenteros en sus condiciones materiales, pues no se formaban los lodazales malolientes de la temporada de lluvias, la estación más prolongada del año. Acampábamos entonces en una hondonada de vegetación exuberante y bella, al lado de una quebrada cristalina que, a metros de distancia, desembocaba en una corriente de agua mayor. En ésta solíamos lavar ropa y bañarnos. Algunos de nosotros volvimos a ver quetzales en las inmediaciones y ocasionalmente escuchamos el rugido de los monos saraguates. En los alrededores cazamos pavas y monos araña, y recolectamos vegetales como la pacaya, el jaboncillo y la madre maíz. Esta última es raíz profunda y tuberosa que, pelada y cocida, se parece a la papa. Extraerla y prepararla es trabajo laborioso, pues es voluminosa y anudada como pocas. Abunda en regiones del altiplano donde es sustituto del maíz cuando éste escasea. De ahí su nombre. Nos la enseñaron a comer los compañeros chujes procedentes de San Mateo Ixtatán, quienes nos narraron que con frecuencia su gente recurre a ella para no morir de hambre. Numerosas veces a partir de entonces, nosotros también desenterramos la madre maíz para subsistir. Sin embargo, los alimentos que nos daba la montaña no eran suficientes para la cantidad de bocas que éramos. Más bien eran complemento o sustituto providencial de nuestra precaria dieta, y adquirirlos

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suponía que diariamente varios compañeros dedicaran la jornada completa a la recolección y a la caza.

Por esos días se habían agotado el maíz y el azúcar; aunque quedaba sal, aceite, chile, frijol y café. Resentíamos la falta de los primeros porque nos proporcionaban más energía, y sólo la harina de maíz nos hacía sentir llenos un rato. Y los víveres existentes debíamos racionarlos a tal grado que permanentemente teníamos hambre. Así que además de procurarnos alimentos silvestres, echábamos mano de cáscaras, huesos y chingaste de café que, como todo, se repartía por partes iguales.

Sorpresivamente, cierta mañana escuchamos un lejano ruido de aviones y estruendo periódico de bom­bas. El retumbo se oía en el oeste y no se aproximó. Una semana después, siempre por la mañana, se acercó a nuestra posición un helicóptero cuyo sonido se mezclaba con estallidos recurrentes. Apresuradamente recogimos la ropa que secábamos al sol. Segundos después la nave sobrevoló el lugar y a pocos metros de nosotros dejó caer la carga agresora. Su accionar, sin embargo, era más de efecto psicológico que real, puesto que las granadas y bombas que lanzaba no llegaban al suelo. Estallaban al contacto con las copas de los árboles. Por la ruta que siguió y los indicios que conocimos posteriormente, llegamos a la conclusión de que el ejército había bombardeado, indiscriminadamente, las márgenes de las corrientes de agua visibles desde el aire de la zona donde estábamos. Por eso, más que de los bombardeos, nos cuidábamos de la infantería y los paracaidistas. Teníamos la información de que habían ocupado los pequeños poblados y casas aisladas que bordeaban la montaña donde nos movíamos, y que desde esos puestos incursionaban a su interior. Por lo general sólo se aventuraban a recorrer los caminos de herradura, donde nos tendían emboscadas infructuosas. Nosotros no solíamos movernos por ellos, salvo algunos

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compañeros oriundos de la zona cuando cumplían tareas solitarias de civil. Pero manteníamos la guardia en alto.

Cierta vez un correo nuestro que avanzaba a paso rápido por un camino vecinal, se topó cuerpo a cuerpo con una columna de soldados que, en dirección contra­ria, patrullaba el camino. Mutuamente se sorprendieron en una curva. Entonces el ejército detenía, registraba e interrogaba a todo aquel que encontrara transitando. E independientemente del resultado de su investigación, solía capturar a las personas y casi nunca se volvía a saber de ellas. Nuestro compañero, de manera instantánea y con voz enérgica les gritó una orden que los desconcertó por unos segundos. Fue el tiempo que necesitó para lan­zarse veloz por un costado del camino; y bajo un tiroteo a ciegas de la tropa se escabulló y continuó su ruta entre la maleza. Reacciones ingeniosas y audaces como ésta fueron frecuentes y determinantes para salir de aprietos no pocas veces.

Las emboscadas en casas, siembras y trojes aisladas eran vieja y universal táctica antiguerrillera. Pero no las podían ocupar todas ni siempre, a riesgo de dispersar y fijar inútilmente sus fuerzas. Así que tomando las medi­das del caso era posible descubrirlos, evadirlos o jugarles la vuelta. Sin embargo, algunas veces sí se produjeron tiroteos entre ellos y nosotros en esas circunstancias. En las cabeceras municipales establecieron puestos fijos, controles en las vías de acceso y vigilancia a la población, especialmente los días de mercado. Entonces hombres de civil desconocidos tomaban fotografías de grupo e individualizadas a la gente en la plaza; y observaban qué y cuánto adquiría. Cualquier compra de víveres que sobrepasara unas pocas libras era motivo de captura e interrogatorio. Con mayor razón la adquisición o trans­portación de recursos como botas de hule, medicamentos, papel, sal.

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En general conservábamos la ventaja operativa y política sobre el ejército, aunque nos hubiera quitado la iniciativa táctica militar. Por un lado, nuestro proceso de enraizamiento entre la población y de aprendizaje operativo lo aventajaban, porque nuestra presencia en la región era anterior a la suya. A diferencia del ejército, no­sotros veíamos a la población como seres humanos, como compatriotas y como trabajadores. Teníamos genuino interés por conocer su realidad y su pensamiento; nuestra práctica era servirla; respetábamos sus costumbres, sus creencias, sus recursos. Deseábamos la vida, la justicia y la felicidad del pueblo. Los militares llegaban como superiores, haciendo alarde de fuerza y poder. Despre­ciaban a la población afectando su dignidad humana y sus derechos ciudadanos; ignoraban o se burlaban de sus creencias y penalidades; desconfiaban de ella y la amenazaban constantemente. Su interés era controlarla y agredirla. No se identificaban con ella precisamente porque era pobre, muchas veces indígena y trabajadora. Es más, abusaban de la población en muchas formas: destruyendo sus siembras, robando sus pertenencias, obligándola a prestarles servicios y venderles o regalarles alimentos —a sabiendas de que ello significaba dejarla sin qué comer—; gratuitamente acusaban a la población de encubrirnos; violaban mujeres; torturaban y asesinaban a personas respetadas y queridas de las comunidades por su honradez, laboriosidad, servicio desinteresado en pro del bien común; o por su sabiduría ante la vida.

Nosotros nos incorporábamos voluntaria y cons­cientemente a la lucha; nuestra dirección y mandos esta­ban con nosotros, compartiendo vida, trabajo y riesgos; nos trataban con respeto, confianza, compañerismo. El ejército, en cambio, reclutaba por la fuerza y discrimina- damente; ideologizaba en el anticomunismo más fanático que se pueda imaginar y en el desprecio a la vida y la dig­

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nidad humanas. La tropa era adiestrada para obedecer sin pensar, para reprimir y matar a su propio pueblo. Tropa y oficiales de baja graduación iban a la acción enviados por altos oficiales que no se movían de sus escritorios en la capital o en las zonas militares. Los mandos procedían como capataces o patrones frente a la tropa, siendo sus cómplices en los atropellos contra la población.

Por nuestra parte, teníamos presente su entre­namiento antiguerrillero de escuela; reconocíamos su superioridad técnica, logística, financiera; y no despre­ciábamos su disposición combativa. Mientras tanto, los oficiales subestimaban nuestras motivaciones patriotas y sociales, nuestras capacidades políticas y operativas, nuestra moral. El ejército se confiaba en que representaba a una institución poderosa e impune, destinada por eso mismo a vencer y a tener razón. Nosotros dependíamos mucho menos que él del apoyo logístico desde fuera de la región. Habíamos logrado sistematizar una alimentación frugal y un equipo práctico, adecuados a las circunstancias en que trabajábamos. Ellos utilizaban equipos pesados, excesivos y fabricados con material inadecuado. Por otro lado, nosotros éramos los mismos siempre, por lo que lográbamos acumular experiencia en lo político y en lo militar. El ejército, por el contrario, rotaba mandos y tropa, porque no aguantaban más de dos o tres meses las condiciones de lucha en la montaña.

Durante la ofensiva, que ya sumaba varios meses, preparé tres cuadernos militares. Debía tenerlos listos con la mayor brevedad posible. Cumplir la tarea en esos términos suponía trabajar exclusivamente en ello. Para el efecto me eximieron por primera y única vez de toda otra tarea y actividad. De ahí que, salvo las horas de co­mida, escribía en mi puesto desde que aclaraba hasta que anochecía. Sentada en el suelo, recostada en un bordo y con mis piernas por mesa pasé varias semanas. Aunque

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dicho trabajo me dio la posibilidad de mejorar el folleto, en general fue una labor repetitiva. Entonces no había quien me ayudara o relevara de esa tarea. Posteriormente ya fueron otros compañeros quienes lo multiplicaron. Pero desde entonces fue enviado a otros frentes, ya que numerosos temas y criterios eran válidos para cualquier parte donde trabajáramos.

Felizmente pudimos suspender por primera vez, aunque temporalmente, las guardias nocturnas. Hasta ese momento habíamos realizado tal medida sin interrupción; y a varios de nosotros nos había partido sistemáticamen­te las horas de sueño, porque nos las habían asignado invariablemente entre las doce de la noche y las cuatro de la madrugada. Las demás prácticas de seguridad se mantuvieron inalterables.

Los primeros días de mayo mi alegría se ensombreció. Era costumbre del destacamento escuchar diariamente las noticias, cuyo horario coincidía con nuestras comidas. Esa vez transmitía el radioperiódico El Independiente y desayu­nábamos. Me estaba llevando la primera cucharada a la boca cuando escuché los nombres de hermanos y tíos. En ese momento no sabía que mi padre había estado enfermo de gravedad, pero intuí que se trataba de él. La repetición de la noticia me lo confirmó. Había sido enterrado la víspera y mi familia agradecía las muestras de condolencia a centenares de personas de las capas medias y populares que habían asistido espontáneamente al sepelio. Años después supe que estuvo consciente hasta el último momento y que entonces hablaba de mí con mi madre. No sé qué pensó a causa de mi ausencia y mi silencio. Era la mayor de todos sus hijos y la única de la enorme y gregaria familia que no se hizo presente. Pasados dieciséis años conocí numerosos artículos que a raíz de su deceso aparecieron en la prensa nacional. Y por mi madre supe entonces que, desde que me alejé de

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ellos, mi padre, amante de la música en marimba, dejó de escucharla para siempre.

Egresado del Instituto Central para Varones, mi pa­dre fue conocido por su desempeño profesional y político honesto, incorruptible. Siendo estudiante participó en la gesta de 1944 y en la década democrática fue dirigente de la Asociación de Estudiantes Universitarios y diputado. Adversario de los colaboradores comunistas del régimen arbencista, cooperó con el gobierno de Castillo Armas como subsecretario de Agricultura. Durante los gobier­nos de Ydígoras Fuentes y Peralta Azurdia fue opositor, y acusado de conspirar contra ellos lo apresaron varias veces. Nuestra casa fue cateada por el ejército y mi padre estuvo bajo vigilancia de la Policía Judicial en repetidas ocasiones. Por él conocí a Luis Turcios Lima cuando éste era el máximo dirigente de las Fuerzas Armadas Rebeldes. Momentos antes de que él llegara a nuestra casa me dijo que era un guerrillero, un luchador valiente por la justicia social y un patriota.

Mientras crecimos nos explicó que su única herencia sería la educación primaria y secundaria que con sacrificio nos había dado en colegios católicos de prestigio. Y nos aconsejó que viviéramos dignamente de nuestro propio esfuerzo y nunca a costa del trabajo o las necesidades ajenas. Enemigo de las apariencias y de la opulencia, solía afirmar que el dinero y los recursos eran para satisfacer las necesidades básicas con decoro y para compartirlos; no para acumularlos u ostentarlos. Sus hijos, efectivamente, no heredamos de él dinero ni bienes. Salimos adelante en base al esfuerzo propio. Heredamos, sin embargo, la gratitud y la simpatía que al morir él, numerosas personas proyectaron en nosotros.

El acontecimiento de su muerte me causó un dolor terrible. De inmediato se me hizo un nudo en la garganta y se me quitó el hambre. Por no soltar el llanto en medio

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del grupo — que no tenía idea de lo que pasaba, pues sólo dos o tres compañeros conocían mi identidad —, me retiré apresurada, pero con el plato de comida, a mi puesto. Al rato llegó Benedicto, quien me encontró comiendo y tra­tando de controlarme. El ejército nos tenía bien jodidos, y mi razonamiento fue que no debía dejar de alimentarme estando en tales aprietos, ni dejarme vencer por la tristeza. Pues necesitábamos acumular energía para responder a las exigencias de la situación. Entonces le pedí a mi compañero que me dictara lo que estaba transcribiendo esos días. Era lo mejor que se me ocurría para conjurar el dolor. El material contenía un esbozo biográfico de Ho Chi Minh, dirigente del pueblo vietnamita al que ad­mirábamos profundamente. Había sido escrito por uno de nuestros dirigentes de la montaña para la formación de los combatientes. Escribiendo me encontraron los compañeros que llegaron a solidarizarse conmigo.

Diversas patrullas salieron en misión. Una de ellas se dirigió a la vivienda solitaria de un colaborador para obtener maíz. Pero regresó sin lograrlo porque el ejército tenía emboscada la casa. Los compañeros detectaron el operativo y de las narices de los militares se escabulleron velozmente, evitando el choque y la persecución. Una vez pasada la tensión, contaron divertidos lo que la adrenalina había hecho por ellos. De la compañera ixil que pasaba experiencia con nosotros dijeron que volaba como pájara sobre palos y obstáculos, los mismos que poco antes le ha­bía sido muy trabajoso transitar. Otra unidad fue enviada al campamento que abandonamos a raíz de la llegada del ejército. Su misión era averiguar si éste había descubierto nuestros depósitos. Este grupo tuvo éxito, pues no topó con fuerzas adversarias, encontró nuestros buzones como los habíamos dejado y retornó con abundante maíz y otros recursos vitales. Mientras tanto, dos compañeros de otra unidad se extraviaron por varios días, después de

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un tiroteo que sostuvieron con el ejército en un milperío. Sanos y salvos, aunque enflaquecidos, aparecieron varias jornadas después. Durante su peripecia sobrevivieron co­miendo maíz tostado con agua, porque no tenían molino ni olla para preparar harina. Y en sus circunstancias no correspondía cazar.

Uno de los objetivos en ese período fue reanudar los entrenamientos y cursillos de formación, tanto para los miembros del destacamento como para nuestras bases so­ciales. De ahí que una vez reabastecidos y habiendo toma­do control operativo de la zona, llegó al campamento un grupo de compañeros de la población. Para lograrlo bur­laron los controles militares y cruzaron el cerco estratégico que el ejército nos tenía montado. Nuestros visitantes eran campesinos ixiles, muy pobres, hombres maduros y jefes de familia curtidos por el sol y el trabajo. Algunos de ellos eran dirigentes comunales o habían ejercido funciones públicas. Llegaban cargados de entusiasmo, esperanzas y algunas libras de sal y maíz para contribuir a su propio sustento. Uno de estos compañeros llevó a su hijo de doce años. Nadie logró disuadirlo de esta decisión. Quería que el niño conociera a los combatientes de los trabajadores y comenzara a familiarizarse con las ideas de la revolución, antes de que fuera dañado por la explotación y la opresión. Contemplamos con qué ternura aleccionó a su heredero de esperanzas sobre las verdades de la vida del que nace pobre; y sobre la necesidad de luchar por la dignidad y la felicidad. Este compañero seleccionó el nombre de Jazmín como seudónimo de lucha. Los apelativos de animales y de flores estaban entre los preferidos de nuestros com­pañeros en esas montañas. El lugar del campamento de los visitantes se había establecido contiguo al nuestro, de manera que sólo conocieran y fueran conocidos por aquellos compañeros que trabajaran directamente con ellos. Durante su estancia conversaron largamente con

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la dirección, recibieron un cursillo de formación políti­ca y participaron en un entrenamiento de autodefensa civil. Este ponía énfasis en los métodos represivos y de inteligencia que el ejército utilizaba contra la población; así como en las medidas preventivas y defensivas para contrarrestarlas. El día que volvieron a sus localidades, los despedimos con canciones revolucionarias, que el destacamento entonó para ellos desde el otro lado de la quebrada que separaba nuestros asentamientos.

Días antes, tres de nosotros, dos mujeres y un hombre, exploramos un nuevo lugar para trasladarnos cuando se fueran los visitantes. Era medida elemental de seguridad. Temprano por la mañana emprendimos la marcha, llevando sólo nuestras armas y una ración de harina envuelta en hojas. Luego de avanzar varias horas a paso rápido localizamos un sitio apropiado. Recorrimos el área y sus alrededores para determinar la disposición que allí podía tener nuestro asentamiento e hicimos dis­cretas señas para reconocerlo cuando volviéramos con la columna. Pero súbitamente, el compañero fue mordido por una bejuquilla verde a la que no vio cuando macheteó muy cerca de ella. Con prontitud la otra compañera le sajó en cruz las heridas provocadas por los colmillos de la serpiente, y entre las dos le presionamos la piel de los alrededores para que expulsara la sangre envenenada. Pero la mano donde había sido mordido y el brazo co­rrespondiente, se le acalambraron aceleradamente. Está­bamos preocupados porque entonces no sabíamos que la potencia del veneno de esta culebra era pequeña, sólo eficaz para matar animales chicos. Y a lo largo de esos años nunca tuvimos antiofídicos. Pero nos tranquilizamos cuando el calambre y el dolor no pasaron del hombro, y minutos después cedieron hasta permanecer solamente en el lugar de la dentellada. Esta bejuquilla alcanza los

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tres metros de largo y vive principalmente en el ramaje de los árboles, aunque ocasionalmente desciende al suelo.

Durante esa tarea, instruida por el compañero, comencé a identificar los cortes de machete en la vege­tación: el tiempo aproximado que tienen de existir, la dirección del desplazamiento de quien los ha hecho, el posible motivo por el cual fueron realizados. Retornamos anocheciendo al campamento y el día que partieron los compañeros de la población, emprendimos camino hacia el sitio reconocido.

Dispuesto el campamento y orientadas las explo­raciones del caso, la dirección y el mando se abocaron a organizar el ataque al cuartel militar instalado en la al­dea Xaxboc como parte del cerco estratégico. La idea era ejecutar el plan de inmediato. Así que al día siguiente un miembro de dirección, un cuadro local y dos combatientes emprendieron camino hacia dicha aldea para explorar ruta, alrededores y características del objetivo. Mientras tanto, los demás construimos la infraestructura básica y nos dedicamos a las tareas preparatorias de la acción. Varias de ellas incumbían sólo a quienes participarían, pero en otras debíamos participar todos. Una de éstas era la elaboración de la comida para el tiempo que duraría la operación, pues la unidad no tendría condiciones para co­cinarla, ni para adquirirla en otra parte. Era necesario ela­borar tamales de viaje, alimento duradero y sustentador, pero laborioso de preparar. Varios de nosotros debimos dedicar tres días y parte de las noches a dicha tarea. El trabajo implicaba acopiar abundante leña para mantener encendidos varios fogones a lo largo del día y parte de la noche, recolectar hojas y bejucos para el empaque, soasar las hojas una por una y por ambas caras, cocer numerosas ollas de maíz con cal, lavar el maíz cocido y, enfriado, pasarlo por molinos manuales para convertirlo en masa; agregarle a ésta sal y aceite en cantidades abundantes y

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mezclarlos con las manos amasando pacientemente. Los tamales se envolvían en hojas de maxán, de sal, de cuero, de lengua de vaca, de bijagüe, de ojo de venado o de otra que hubiera en los alrededores y fuera apropiada para el caso. Luego se amarraban con bejuco y se colocaban en las ollas para cocinarse. Posteriormente se les ponía a enfriar y a secar al aire libre, sobre plásticos, protegidos de la lluvia. Cada tamal era de una libra aproximadamente y equivalía a un tiempo de comida por combatiente. Pero cada pieza consumía, cuando menos, el cuádruple de maíz que una ración equivalente de harina, y requería una cantidad de aceite y sal que para la harina nos duraba semanas. Pasados varios días de febril actividad abandonamos el campamento en dirección a la aldea. Y a cierta distancia nos estacionamos quienes no participaríamos en el ata­que ni cumpliríamos otra misión fuera del campamento. Protestamos por la exclusión de las mujeres, aunque era real nuestra inexperiencia, no conocíamos la zona para movernos con independencia y aún nos faltaba capaci­dad para desplazamos con velocidad, especialmente en el paso de obstáculos. Por otra parte, de por sí iban más combatientes de los necesarios.

Nos quedamos cinco mujeres. De ahí que alguien bautizara dicho lugar como "campamento de las mujeres". Quedaron a nuestro resguardo dos menores. Uno tenía doce años y estaba de paso, acompañando al padre, quien volvería por él días después, luego de concluir una tarea. Al otro recién lo habían incorporado, a raíz de que dos generaciones de su familia se integraron a las guerrillas locales y organismos clandestinos. Y no querían que este joven de 16 años, el único menor de edad, se quedara solo en el pueblo. Eran casos excepcionales las familias como ésta y se suponía que el muchacho pasaría experiencia con nosotros. Luego de unas semanas volvería a su región, al lado de sus familiares. Teníamos con nosotros los equipos

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de numerosos compañeros, documentos, comunicaciones, dinero, parque y recursos varios de primera necesidad. Instaladas en lo alto de una quebrada que corría a gran profundidad, debimos hacer dos turnos de vigilancia diurna cada una e incluir a los menores también.

Al segundo día, mientras hacía guardia, el joven enviado temporalmente desertó. Nos dimos cuenta con rapidez porque supervisábamos periódicamente el turno de estos jovencitos, incluso nos quedábamos por ratos con ellos. Al principio creimos que estaría en los alrededores siguiendo a algún animal o que habría sufrido algún accidente. Su comportamiento no había dado evidencia de tristeza ni descontento; más bien se veía animado, co­municativo y colaborador. Dividiéndonos el terreno a la redonda, las cinco mujeres fuimos en su busca. Alrededor de una hora después, una de todas localizó el arma larga que tenía asignada. Estaba recostada en un árbol dentro de un pajonal. Pero de él sólo estaba la huella que se dirigía al filo de la montaña. La deserción era evidente y el hecho nos tomó por sorpresa. Estábamos indignadas porque podía haber esperado un día más y plantear su regreso sin conflicto ni complicaciones. Y censuramos acremente a quienes autorizaban este tipo de incorporaciones. Era de suponer que se dirigiría a su localidad en busca de familiares o conocidos; y que lo haría por caminos, pues no sabía desplazarse a rumbo. Había riesgo de que caye­ra en manos del ejército. Nos reunimos para determinar las medidas a tomar, pero estábamos en un brete. Para comenzar no nos podíamos mover del sitio porque era el único punto de contacto con nuestros compañeros. Construir un escondite en el área no era procedente ni había tiempo para hacerlo. Permanecer como si nada hu­biera pasado tampoco nos convencía. Así que decidimos trasladar los recursos comprometedores o insustituibles a un escondite natural lejos del campamento. Nosotras

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mismas nos encargamos de buscarlo y acondicionarlo. Luego, por turnos, trasladamos el cargamento. Durante horas fuimos y venimos de un punto a otro. Parte del re­corrido lo realizamos dentro de la quebrada para no dejar huella. Fue la primera vez que una compañera campesina y yo nos pusimos a la espalda un quintal en cada viaje. A partir de entonces, bromeando, algunos compañeros nos llamaron las quintaleras.

Cuando colocábamos la última carga en el escondite, escuchamos ruido como de pasos humanos acercándose. Suspendimos todo movimiento y deteniendo la respi­ración permanecimos alertas, mientras aprestábamos las armas. El rumor se acrecentó y pronto comenzaron a pasar entre el monte, a pocos pasos de nosotras y sin detectarnos, los compañeros que volvían del combate por otra ruta. Entonces les hablamos. Tan sorprendidos como nosotras, no se explicaban qué hacíamos allí. Por casualidad habíamos coincidido en un momento preciso y en un lugar exacto en aquellas montañas interminables, donde unos se podían aproximar o retirar de un área sin coincidir jamás con otros. Les informamos lo ocurrido, pero consideraron que, dada la distancia a la que estaban los puestos más próximos del ejército, podíamos dormir tranquilos en el mismo lugar y abandonarlo al amanecer según los planes.

Los compañeros volvieron sin contratiempos, pero sólo hostigaron el cuartel, gastando parque sin recupe­rarlo. Y no sabían los resultados de su acción. Estaban agotados por el esfuerzo físico que implicó el desplaza­miento de ida y vuelta por montaña — aproximadamente 40 kilómetros— en el término de treinta y seis horas. El "campamento de las mujeres" estaba a media cuesta de una pequeña cordillera vecina a la de Xaxboc. Nuestros compañeros habían descendido hasta el fondo, vadearon uno de los afluentes del río Copón y desde allí ascendie-

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ron hasta alcanzar otra cumbre a cuyo pie, por el lado contrario al nuestro, se contemplaban los milperíos y las casas de Xaxboc.

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ADIÓS A LOS CUCHUMATANES

Desde el principio procedimos a adiestrar a otros com­pañeros para delegar en ellos lo referente a la castellaniza- ción, alfabetización, ejercitación de la lectura y la escritura, aritmética y geografía. Esto era necesario no sólo para descargarnos del exceso de trabajo, sino para garantizar una atención regular y sistemática a todos. Especialmente cuando se ausentaban por alguna misión que los tenía días o semanas lejos. Pero también lo hacíamos para colecti­vizar la conciencia y la práctica de aprender y enseñar; así como para realizarlas en cualquier circunstancia por difícil y cansada que fuera. De lo contrario no habría progreso porque el ir y venir, separarnos y reunimos, eran permanentes. Sin embargo, estos logros no dismi­nuyeron la intensidad de nuestra labor; pues conforme la colectividad se desarrollaba y su proyección se extendía, los temas políticos y militares debían retomarse a mayor complejidad con unos y de manera elemental con otros. Por otra parte, los tópicos que necesitábamos abordar trascendían en mucho tales temas.

Periódicamente se incorporaban nuevos compañe­ros, mientras quienes iban destacando por su experiencia y desarrollo político eran trasladados a diferentes lugares del frente para asumir responsabilidades. O se ausentaban frecuentemente para cumplir misiones delicadas y tareas de apoyo al funcionamiento de la dirección, especialmente en comunicaciones pedestres y acompañamiento cuando sus miembros se desplazaban independientemente del destacamento.

La escucha de noticias, que al principio era ininteligi­ble para la mayoría, poco a poco se realizó con interés y progresiva comprensión. Y ello introdujo nuevos temas

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de estudio: estructura del Estado, organismos internacio­nales; expresiones organizativas de los diversos sectores sociales; acontecimientos en otras partes del país y del mundo, entre otros. El uso del diccionario para buscar significados, en lugar de preguntar por ellos, se extendía paso a paso. Pero debía ser apoyado porque frecuente­mente la explicación escrita les resultaba también incom­prensible. También impulsábamos la lectura en voz alta. Entre los primeros libros leídos colectivamente estuvieron Pasajes de la Guerra Revolucionaria del Che Guevara, Relatos Vietnamitas sobre su lucha antiimperialista y una biografía de Ho Chi Minh. Simultáneamente al desarrollo de estas actividades se multiplicaron las interrogantes. Los compa­ñeros preguntaban el significado de infinidad de vocablos y conceptos a cualquier hora y en toda circunstancia. En mi vida no he visto más sed de conocimientos y alegría por aprender que en aquel destacamento guerrillero.

Ciertamente nuestra vida era animada e intensa. De ahí que, aunque lo extrañara mucho y pensara diariamen­te en mi pequeño hijo, no me quedaba tiempo ni energía para tristezas por su lejanía; tampoco para preocupaciones familiares o nostalgias de ningún tipo. Más bien sentía optimismo respecto a su bienestar y su capacidad de salir adelante sin mi presencia. Estaba segura del cariño de mi familia y consciente de su preocupación; pero a la vez asumía el riesgo de perderlos afectivamente. Sin embargo, confiaba en que algún día comprenderían las razones que me movieron a dejarlos y optar por una vida de militancia revolucionaria. Por otra parte, la conciencia del valor humano y político del trabajo que realizábamos, más allá de que se alcanzara o que yo viviera el triunfo, era determinante en mi estado de ánimo. Todos los que allí estábamos habíamos renunciado a seres queridos y a una vida "normal"; la mayoría lo había hecho dejando en extrema pobreza y soledad a su familia. Aunque todos

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convencidos de que esa miserable situación no la podían remediar solos ni a corto plazo; sino que les era indispen­sable organizarse para luchar unidos por todos los medios a su alcance, con los sacrificios que ello conllevara. Mi situación, desde ese punto de vista era, entonces, menos dura que la de numerosos compañeros. Además vivía un intenso amor con Benedicto; de manera que, también por ese feliz y duradero acontecimiento de mi vida, contaba con reservas internas para largo.

No obstante todo ello, en repetidas ocasiones pro­testé por mi exclusión de diversas actividades a causa del recargo de mis responsabilidades. Finalmente, en una oportunidad, los compañeros de la dirección me replicaron molestos que la alternativa no era hacer cada quien lo que quisiera, mucho menos cuando no se le necesitaba a uno en ello. Sino que debíamos hacer lo que la organización requería de cada quien y para lo cual te­níamos mejores capacidades, en el marco de la realidad concreta donde nos desempeñábamos. Me reiteraron que combatientes y colaboradores que cumplieran deter­minadas tareas los había en cantidad y cada día eran más; pero los cuadros políticos revolucionarios no se reprodu­cían al ritmo requerido. Pues de los pocos cuadros que surgían, muchos eran asesinados, obligados al exilio o neutralizados mediante el terror, incluso cuando apenas despuntaban. Sabía que tenían razón, así que después de varios meses de manifestar periódicamente mis reclamos no volví a insistir. Y procuré, como hasta entonces, realizar mis funciones con entusiasmo y dedicación.

En todo el tiempo que permanecí en el destacamento no se incorporaron compañeros con preparación cultural y política que pudieran apuntalar o sustituirnos en nuestra labor. Sé que había compañeros políticamente capaces que deseaban sumarse al trabajo en las montañas. Pero en ese entonces, la Dirección Nacional prefirió asignarlos

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a otros frentes. Me quedó claro entonces que, si bien la decisión de militar en una organización era personal y voluntaria —media vez se llenaran los requisitos exigi­dos —, las funciones y las tareas que cada quien cumpliera las decidía la organización a través de los organismos y mecanismos correspondientes. Pues efectivamente no hay organización que funcione sin cabeza que dirija, sin especialización y su correspondiente división del trabajo; y sin disciplina y entrega de todos sus miembros.

A finales de mayo emprendimos la marcha hacia la selva. Atrás dejamos el altiplano ixil, donde permane­cieron los activistas y cuadros organizadores, así como las incipientes guerrillas locales. Nos encontrábamos próximos a Chajul y debíamos desplazarnos hacia las estribaciones de la cordillera de Los Cuchumatanes, al norte de Xejuyeu y Amacchel para iniciar el descenso a la selva. Nos aprestamos entonces a cruzar el macizo mon­tañoso de sur a norte, lo cual significó recorrer decenas de kilómetros desde el amanecer hasta el anochecer durante quince días. Escalamos cumbres, descendimos abismos y salvamos acantilados interminables. Nos descolgamos en paredones, nos deslizamos por gigantescos derrumbes; vadeamos ríos turbulentos y atravesamos zanjones pro­fundos sobre palos inseguros. Hubo días que nos pareció subir al cielo y bajar al centro de la tierra sin avanzar un ápice en la dirección deseada. En cada cima que conquis­tábamos oteábamos el horizonte en busca de la selva; pero sólo divisábamos más montañas, cuya prolongación en lontananza ofrecía bellas tonalidades de verde, azul y vio­leta. Debimos remontarlas todas en jornadas extenuantes para contemplar al fin el océano vegetal.

En el agotamiento de cada ascenso sin tregua, sobre terrenos que no concedían un metro plano, para darnos ánimo nos proponíamos avanzar diez pasos más. Al lo­grarlo establecíamos otra meta similar hasta que sumados

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los esfuerzos caminábamos miles de metros. El secreto era no alzar la vista para ver lo que faltaba ascender; pues con sólo mirar aquellas alturas se le escapaba la energía a cualquiera. La vanguardia rompía monte con el cuerpo y todos juntos hacíamos camino al andar, pues la mayor parte del trayecto la realizamos a rumbo. Sólo en peque­ños tramos, donde era inevitable hacerlo, avanzábamos por caminos. Entonces lo hacíamos de noche o tomando especiales medidas de seguridad. Pero avanzar por ellos no era mucho mejor, pues nos trabábamos en los raiceros y nos atascábamos en los lodazales que caracterizan las veredas de herradura la mayor parte del tiempo.

Sintiendo el cansancio físico del mundo encima, mientras el mecapal nos ceñía fuertemente la frente, ca­minábamos silenciosos a paso uniforme y sostenido, como autómatas. En los pocos y breves descansos muchos nos dormíamos en el mismo instante en que nos sentábamos. Queriéndonos dar energía, en cierta oportunidad nos repartieron una cucharada de miel silvestre a cada uno. Pero estábamos tan débiles que en lugar de reanimarnos, sufrimos mareo e incluso embriaguez momentánea. Sin embargo, ese día y los demás, caminamos de sol a sol.

Ser miembro del destacamento guerrillero, núcleo ge­nerador de diversos frentes del noroccidente, significó en esos años vivir en nomadismo constante, a la intemperie y padeciendo hambre. E invariablemente implicó llevar a cuestas nuestras pertenencias y alimentación. Entonces raramente alguna mochila pesaba menos de cuarenta li­bras y frecuentemente la mayoría sobrepasaba el medio quintal. En aquel tiempo los miembros del destacamento nos desplazamos a lo largo y ancho de un territorio aproxi­mado de 3, 000 Kms2 que abarcaban sierras y selvas de los departamentos de Huehuetenango, El Quiché, El Petén y Alta Verapaz. Salvo en su periferia, no había caminos aptos para automotores y en su totalidad estaba alejado

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de cabeceras departamentales o pueblos de importancia. Allí no se conocía la luz eléctrica, el telégrafo, el teléfono. Mucho menos otras manifestaciones de la tecnología moderna. Tampoco se tenía noción de lo que podía ser un médico, una farmacia, un hospital. Había poca, y muy pronto controlada, circulación de mercancías; algunas de ellas preciosas para nosotros: sal, botas de hule, baterías, ropa, cuadernos.

A menudo realizamos exploraciones. Unas veces para buscar paso, otras para evadir población descono­cida y no pocas para detectar si la tropa merodeaba el lugar. Sudábamos abundantemente y los primeros días eliminábamos sal al punto que la piel se nos cubría del mineral blanco. Pero a partir de cierto momento ya sólo emanábamos agua insípida e incolora.

Cuando la noche estaba por llegar acampábamos en cualquier parte, hubiese o no agua cerca. En cierta oportunidad, el líquido vital nos quedó a dos horas de camino, de manera que varios compañeros debieron vaciar sus mochilas y llevando consigo bolsas plásticas grandes, fueron en su busca al fondo de una garganta aledaña. Volvieron entrada la noche con el agua suficien­te para preparar la cena y el desayuno. No pudimos ni lavarnos las manos para comer. Estábamos en un filo de baja y escasa vegetación, donde abundaba el pajón. En el sitio donde dormimos había un echadero reciente de venado. Y en los alrededores se encontraban numerosas excavaciones con fragmentos de cerámica cromada, par­cialmente expuestos. A pesar del cansancio daba tenta­ción escarbar la tierra, aunque no pudiéramos llevar con nosotros lo que descubriéramos. Pero nos conformamos con observar y hacer conjeturas sobre ellos. En la zona ixil llamaban camagüiles a estos tiestos antiguos, y camagüileros a quienes se dedican a desenterrarlos y venderlos. No pocos campesinos pobres se procuraban ingresos para

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adquirir maíz con esa actividad; sus compradores eran ladinos locales o extranjeros.

Más adelante debimos detenernos en el corazón de un bosque centenario, donde los troncos de los árboles estaban cubiertos de musgo saturado de agua. Aunque no llovía, el ambiente era de niebla y humedad; sin em­bargo, no encontramos corrientes ni nacederos de agua a nuestro alrededor. Entonces buscamos aguadas o charcos de lluvia que pudieran proveernos la necesaria para coci­nar. Localizamos un agujero, aparentemente natural, cuyo diámetro no pasaba de medio metro. Tenía agua hasta el borde, pero estaba llena de limo y la cubría una capa densa, verde y naranja, resbalosa al tacto. Era agua hedionda y llena de bichos. Participé en su acopio porque estaba de cocinera ese día. La colamos en ollas auxiliándonos con pañuelos paliacates, de manera que los animalejos y la ligosidad fueran retenidos por ellos. Con el agua "filtrada" preparamos los alimentos. Entonces lamenté conocer sobre la existencia de microorganismos y recordé los análisis de agua sin purificar que realizábamos en microscopios cuando asistíamos a la secundaria. Hubo compañeros que desesperados por la sed bebieron el líquido tal cual estaba en el agujero. Varios de nosotros nos valimos del musgo empapado para beber unas gotas de agua y asearnos. Hacía días que no teníamos oportunidad de hacerlo. Esa vez debimos guardar la ropa sucia dentro de envoltorios de hojas asegurados con bejucos.

Jornadas después nos sorprendió la noche en el lecho de un amplio río, afluente del Copón, que por esos días llevaba poco caudal. Nadie tenía ánimo de escalar la ladera a oscuras para llegar a un punto incierto. Por lo que acampamos sobre la húmeda arena confiados en que no era temporada de crecientes, siempre intempestivas e imprevisibles en su envergadura. Para aislarnos del sue­lo, con Benedicto colocamos en forma de colchoneta una

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hoja de quequexque que medía alrededor de dos metros de largo y uno y medio en su parte más ancha. Cuando nos aproximamos a la mata para cortarla nos sentimos verdaderamente diminutos. Nunca volví a ver hojas así de grandes. Esa noche pudimos contemplar la bóveda celeste estrellada y libre de nubes. Hacerlo nos descansó y proporcionó indescriptible placer. ¡Tan pocas veces te­níamos acceso a ella! Pasé buen rato escrutándola... casi bebiéndola; y tuve tanta suerte que presencié el espectá­culo fugaz de una lluvia de meteoritos. Luego me entre­tuve conversando con algunos compañeros, y mientras tanto acopié material orgánico fósil, cuya particularidad era emitir luz violeta en la oscuridad. Fue entonces que conocí ese fenómeno, al observar diseminadas luminosi­dades desconocidas. Con ellas formé un haz de luz que por unos días sumé a mi carga. De día no era más que un puñado de desecho vegetal ingrávido, pero de noche proporcionaba placer contemplar su brillo. Raras veces volví a presenciar ese fenómeno.

Caminando por un filo detectamos huellas frescas de mamíferos silvestres, entre ellos de danta. Pero no logramos ver a ninguno. También encontramos aves de mediano tamaño y en determinados tramos se autorizó su caza, siempre que se hiciera desde la columna en marcha y sin detenernos. En esas condiciones destacaron los vetera­nos, quienes eran diestros para localizarlas y, sin quitarse el mecapal ni la carga, disparaban un solo y certero tiro. El ave era recogida por algún voluntario que la desplu­maba sin dejar de caminar, aprovechando que el cuerpo del animal aún estaba caliente. En la próxima estación, los cocineros la incorporaban al menú de la cena.

El pase de voces durante las marchas era dificultoso debido a la diversidad de lenguas maternas, al poco do­minio que del castellano tenían numerosos compañeros y a la baja comprensión sobre la importancia operativa

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de la información y las órdenes durante los desplaza­mientos. A todo lo cual se sumaba el cansancio físico. Esta persistente deficiencia nos llevó a incluir dentro de las actividades de formación un juego de salón llamado "teléfono". Durante una temporada lo practicamos dia­riamente, para ejercitarnos en pasar mensajes verbales de manera fiel, clara y audible. La actividad era una diversión en la que constantemente debíamos sofocar la risa para garantizar el obligado silencio. Pero nos ayudó a mejorar la comunicación durante las marchas. De todas formas no faltaron los mensajes que sufrieron metamorfosis al pasar de boca en boca y que, según las circunstancias y el contenido que resultaba, provocaban preocupación, eno­jo o risa. Durante cierta marcha, la punta de vanguardia pasó la voz: "Hay una espoleta de granada junto al río". Pero a medio camino, cuando llegó a un miembro de la dirección, la frase era: "Hay un esqueleto de ganado junto al río". El dirigente replicó al mando de la vanguardia que se sujetara a la orden de sólo pasar aquellas voces que tuvieran que ver con la seguridad y la operatividad de la marcha. Y los de adelante se enojaron porque aseguraban que eso estaban haciendo.

Después de varias jornadas atravesamos el camino de herradura que de Chel conduce a Cabá. Y luego de dos días llegamos a los alrededores de Amacchel. Allí varios compañeros lograron comprar víveres, entre ellos un puerco y un pavo. Pero la gente que los vendió se mostró reservada. Como la zona estaba poblada y cultivada, no establecimos campamento, sino que dormitamos unas horas sentados y sin quitarnos el equipo sobre la vereda que obligadamente debíamos seguir. Reanudamos la marcha pasadas las doce de la noche, cuando todo en el alrededor era sueño y silencio. Así dispusimos de varias horas de oscuridad para salir del área habitada. En las marchas nocturnas no utilizábamos luz alguna y cami­

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nábamos muy juntos unos a otros. Si había luna llena y el cielo estaba despejado veíamos un poco; pero general­mente avanzábamos a tientas, guiados por compañeros diestros. Adelante cruzamos el camino de Chel hacia Amacchel y continuamos rumbo noroeste, buscando evadir los ríos grandes que dan nacimiento al Tzejá; pero evitando aproximarnos también a los que dan nacimiento al Xaclbal. El rumbo a seguir se determinaba basándose en mapas, brújula y experiencia de quienes habían hecho ese trayecto varias veces. Pero encontrar el paso preciso era un verdadero arte, no exento de sabiduría y suerte.

Sorpresivam ente, al conquistar una cumbre, contemplamos maravillados la selva inconmensurable. A nuestros pies nacía el universo verde que buscábamos y se perdía en lontananza como un océano. Entonces nos despedimos de Los Cuchumatanes, del frío y de los bosques de niebla y silencio. Los compañeros que ya co­nocían nuestro destino estaban jubilosos, pues afirmaban que allí las marchas eran menos extenuantes por lo plano del terreno; que el agua se encontraba en abundancia por doquier; que nuestra alimentación mejoraría porque se daban tres cosechas al año y contábamos con numerosa población organizada. Además, decían que había caza y pesca generosa. Sin embargo, desde la cima donde nos encontrábamos faltaban dos días de camino para pisar suelo selvático. Todavía debimos atravesar numerosas elevaciones menores y el esfuerzo físico debió mantenerse al máximo.

El último campamento de montaña lo establecimos a una altitud entre 300 y 600 m SNM y allí mismo caza­mos cuatro monos saraguates. A un número equivalente de compañeros nos asignaron su destace. Para el efecto nos dividimos en parejas y cada una tomamos dos ani­males. Auxiliados por nuestro tacto, machetes y navajas, realizamos el trabajo en completa oscuridad. Pues había

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anochecido y no podíamos darnos el lujo de utilizar lin­ternas para esos menesteres. Las baterías se obtenían con dificultad y debíamos reservarlas para cuestiones políticas, operativas y de salud. Trabajamos de pie dentro de un riachuelo para tener agua a la mano y apoyar la carne en las piedras para cortarla. Fue la primera vez que destacé un mamífero y no fue agradable hacerlo con uno tan pa­recido a nosotros. A este semejante se le llama también mono aullador o rugidor. Los había escuchado numerosas veces, pero los contemplé hasta ese día. Se trata de monos grandes y robustos entre los cuales unos son negros y otros pardos, de pelaje largo y sedoso. Los machos tienen barba y llegan a medir hasta 70 u 80 centímetros de estatura; su cabeza es grande y tienen una especie de caja de resonan­cia en la garganta, la cual se ensancha cuando rugen. Sus extremidades son cortas y gruesas. Viven en grupos hasta de veinte ejemplares en las copas de los árboles más altos y sólo es posible localizarlos por sus fuertes rugidos cuando se está próximo a ellos. A diferencia del mico araña, el saraguate es de movimientos lentos y se desplaza a una velocidad menor que aquél. Por eso es más fácil cazarlo una vez localizado, pero suele pasar desapercibido por lo tranquilo que es.

Después de entregar la carne a los cocineros, procedi­mos a enterrar las pieles y a lavarnos con arena y lodo. Al terminar instalé mi puesto de dormir y me alejé del campamento quebrada abajo. Decenas de metros adelante tomé un baño mientras preparaban la cena. Remojarme al final de la jornada me compensaba el trajín del día. No sólo por el contacto con el agua, el rumor de la corriente y los suaves sonidos del bosque; sino también porque solía ser el único momento solitario en el contexto de una vida permanentemente colectiva.

Por aquellos días no nos imaginábamos que varios años después, el ejército masacraría y arrasaría todas

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las aldeas, caseríos y parajes que bordeaban el macizo montañoso que entonces cruzábamos llenos de esperan­za y confianza en una vida digna y feliz para nuestro pueblo. A pesar de que conocíamos los métodos con­trainsurgentes de la década de los sesenta en el oriente del país y a lo largo de la guerra de Vietnam, entre otras experiencias, sobrestimábamos entonces la capacidad de la población y de la organización para enfrentarlos. Las aldeas de Chacalté, Juil, Joncab, Xemal, Tziajá, Pal, Chel, Juá, Xeputul, Cabá, Amacchel, Xejuyeu, Xaxboc, Bisich, Xolchichén, como todas las que han sido víctimas de la brutalidad del ejército, son para nosotros seres humanos y conciudadanos a los cuales nos debemos para siempre; y crímenes de lesa humanidad que no deben olvidarse jamás. En unas localidades teníamos compañeros organi­zados, en otras no. Pero todas fueron castigadas. En ellas, centenares de seres humanos fueron quemados vivos; decenas de niños fueron destrozados contra los árboles y las rocas; muchísimas mujeres fueron violadas, obligadas a abortar y asesinadas con saña; centenares de personas fueron torturadas y ametralladas. Ello ha sido parte del precio que cobra el sistema capitalista por el despertar de la conciencia de un pueblo explotado y oprimido por él como los más del mundo. Sin embargo, ni el horror ni sus traumas han logrado silenciar a estos compatriotas que hoy, en múltiples organizaciones, formas de lucha y lugares, reclaman digna y firmemente sus derechos humanos, ciudadanos, laborales y étnicos.

No logramos llevar al pueblo a la conquista del poder político que era nuestro objetivo fundamental. Pero se acabaron los tiempos en que estos guatemaltecos soportaban callada y pasivamente lo que gobernantes, explotadores y opresores hacen con ellos desde tiempos inmemoriales.

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LA FURIA AMOROSA DE LA SELVA

En las jornadas de descenso recogimos jocotes jobos y zapotes que encontramos a nuestro paso. También nos alimentamos con pacayas y cogollos de palmito, el cual denominaban ternera los compañeros de la selva. Si en las ciudades es una delicadeza de la mesa, en la monta­ña es alimento del pobre. Numerosas veces a partir de entonces lo comimos asado o cocido en sustitución de la harina de maíz.

El primer día de marcha en terreno selvático me engusané. Fue impactante porque asociaba los gusanos en la carne humana sólo con la muerte. Sin embargo, logré adaptarme, pues de la plaga de colmoyotes, que cuando menos duraba de junio a enero, nadie escapaba. Era milagroso pasar varios días sin sufrirlos, pero de la temporada nadie salía indemne. Algunos llegamos a tener quince y más simultáneamente. Las larvas de este pertinaz parásito, invisibles a simple vista, se introducen en poros, piquetes o infecciones de la piel. En el momento no producían molestia alguna, pero alojados en la dermis, cabeza adentro y cola hacia la superficie, se dedicaban a consumir nuestra persona. Al principio causaban come­zón, igual a la del piquete de los mosquitos y por eso no los distinguíamos. Pero con el pasar de los días sentíamos una mordida periódica, parecida a un pellizco, señal cierta de su presencia. Para librarse de este gusano era necesario asfixiarlo, rasurando la piel del área afectada y sellando el orificio de entrada con hoja y leche de cojón, o con esparadrapo. De esa forma se le impedía respirar. Según el tamaño que hubiera alcanzado para entonces, tardaba horas o días en morir. Durante la agonía produ­cía mordiscos más fuertes y continuos. Al cesar éstos se

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quitaba el sello y presionando fuertemente la piel, salía. Pero cuando el colmoyote se infectaba o se introducía en abscesos se nos dificultaba detectarlo. Mientras tanto, el infeliz crecía a nuestras costillas, llegando a medir dos y más centímetros, y le nacían cerdas negras. Se albergaba en cualquier parte de nuestra humanidad, siendo difíci­les de extraer en lagrimales, pechos, testículos y cuero cabelludo.

Los días iniciales en la jungla fueron suficientes para percatamos de la cantidad y variedad de espinas que allí existen; y para cobrar conciencia de que en la sierra no las sufríamos. Llegamos a las planicies selváticas acos­tumbrados a asirnos o reclinarnos en cualquier planta o lugar. Sólo a fuerza de pinchazos desterramos esa mezcla de instinto y hábito, procurando observar y reflexionar antes de actuar. Aunque en nuestras circunstancias ello era difícil. Algunas se enterraban tan profundamente o en puntos tales que era imposible extraerlas. Otras provo­caban heridas sin adherirse. Destacaban por dañinas las púas de lancetillo y güiscoyol, palmáceas que crecen en colonias a la sombra de árboles frondosos, en lugares casi siempre empantanados o encharcados. Las del lancetillo no se alojan porque están firmemente asidas a la palma que las produce; son muy resistentes, anchas y planas. Parecen puntas de pequeñas lanzas. Pero causan un dolor intenso y duradero como si tuvieran alguna ponzoña. El fruto del lancetillo, un coquito con almendra blanca que comíamos cuando teníamos hambre, también está cubier­to de espinas. Las del güiscoyol son agujas cilindricas y finas. Al igual que las primeras, crecen abigarradas en troncos y hojas, midiendo cinco y más centímetros de largo. Invariablemente se alojan en quien choca con ellas. La presencia de güiscoyolares es indicio de la proximidad de río grande.

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Una niñita rubia y dulce, hija de colaboradores que vivían en la profundidad de la selva, asumió por ocurren­cia propia la tarea de extraernos espinas. Cuando visitá­bamos su casa nos preguntaba a cada uno si las teníamos. Ante las respuestas afirmativas exclamaba suspirando: "¡pobrecito! ", y procedía a sacarlas con inusual pericia. Esta mujercita no pasaba de los siete años de edad.

Al tercer día de marcha llegamos a un área poblada en las proximidades del río Xaclbal - nombre que en ixil significa lavadero—. Procurando no dejar huella cami­namos en el cauce de un río pedregoso y sombreado. Tierra adentro acampamos y previsoramente instalamos la cocina en un promontorio, para que no la inundaran las lluvias torrenciales de la temporada. Cierto día, mientras comíamos alrededor de la construcción, de un agujero próximo al fogón salió una serpiente coral. Más tardó el animal en arrastrarse fuera de la tierra que un machete en cortarle la cabeza. La disposición de sus anillos rojos, amarillos y negros era inconfundible. Aunque no pasan de medir un metro de longitud, son culebras ágiles y nerviosas que poseen un veneno de acción neurotóxica mortal en cualquier dosis.

Desapareció el hambre entre nosotros, pues la pobla­ción nos brindó abundante yuca y malanga, las cuales nosotros mismos le arrancamos a la tierra. Las raciones eran tan copiosas que ninguno alcanzaba a terminarlas; entonces guardábamos parte para la media mañana o la tarde. La cacería se instauró y en los días siguientes comenzaron a llegar otros productos agrícolas. Resuelto el apremiante problema de la alimentación y tomado el control de la situación operativa, cada organismo trabajó en lo suyo y de nuevo nuestro campamento se convirtió en epicentro de actividad. En la primera reunión general evaluamos la marcha recién concluida. En el aspecto político sobresalió un planteamiento: la colectividad

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resintió que durante el desplazamiento se suspendiera la formación política y cultural. La cual, se dijo, era es­pecialmente necesaria cuando la intensidad del esfuerzo físico y el rigor material se prolongaban por varias jor­nadas. Se debían destinar entonces de dos a tres horas diarias para ella, de manera que la caminata fuera menos extenuante y la colectividad se sintiera estimulada por la perspectiva de su superación intelectual. El reclamo evidenció que no podíamos dejar de alimentar la con­ciencia política ni en esas circunstancias. Efectivamente, durante el tiempo que nos tomó la marcha — dieciocho días— la dirección y el mando concentraron su atención en el avance, la seguridad del contingente guerrillero y la solución del problema alimentario. El haber cruzado una zona inmensa y poco habitada, donde no teníamos base de apoyo, cercada además militarmente, determinó esta carencia. Sin embargo, al suspender la vida política y cultural, al mismo tiempo que se acentuó la exigencia en el esfuerzo físico se afectó la moral colectiva, pues las nacientes conciencias eran frágiles. Realizar las labores de formación habría requerido detenernos a media tarde aumentando los días de camino, y reduciendo la despensa vital con la incertidumbre de si obtendríamos o no los víveres necesarios. Era una contradicción, pero debíamos encontrarle salida en el futuro.

Entre otras tareas formé parte de una patrulla envia­da por abastecimiento. Tres mujeres íbamos en el grupo. Salimos por la tarde bajo lluvia pertinaz, pero moderada, llevando sólo mochila, toldo y plásticos. Luego de caminar a rumbo algunas horas nos detuvimos a cientos de metros de una vivienda; y dos compañeros se dirigieron hacia ella para establecer contacto. Los demás nos dedicamos a cavar una fosa de dos metros cúbicos, auxiliándonos de manos, machetes y barretas, que allí mismo fabricamos con árboles jóvenes de madera dura. Luego, con los toldos

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instalamos un techo amplio, colocamos debajo un piso de lienzos de plástico, y alertas esperamos a que avanzara la noche. Entonces nos aproximamos a la casa en silencio. Ya dentro saludamos a la familia, la cual nos brindó una bebida que fue toda nuestra cena. Luego trasegamos cen­tenares de mazorcas hasta nuestra posición. Al terminar nos dedicamos a deshojar y desgranar los frutos. Tuzas y olotes volaban al agujero, mientras un volcán de grano crecía en medio del grupo. Conversamos animadamente y cuando concluimos cada quien llenó su mochila, pro­tegiendo cuidadosamente el maíz para que el agua no lo dañara. A varios se nos formaron ampollas en los dedos a causa de la cantidad desgranada. Habíamos acopiado alrededor de seis quintales. Afanados en esta tarea se nos fue la noche, y estando próximo el amanecer recogimos el albergue provisional. Tapamos y apisonamos el agujero hecho y resembramos sobre éste y el lugar que ocupamos diversas plantas. Después nos retiramos silenciosos y a paso rápido hacia el campamento. Al arribar acomodamos el producto a buen resguardo, desayunamos y nos incor­poramos a las actividades cotidianas. Habíamos pasado más de veinticuatro horas de pie, pero descansaríamos hasta la noche; en las horas de luz debíamos estar todos movilizados.

Un correo que llegó por esos días portaba entre la correspondencia una carta dirigida a quienes estábamos de responsables en el "campamento de las mujeres". Era del puño y letra del muchacho ixil que se había fugado de él. Nos saludaba fraternal y respetuosamente, patentizaba su preocupación por lo que había hecho y pedía disculpas. También informaba que había sido reprendido por su proceder de parte de los compañeros a donde llegó y por sus familiares. Y explicaba que el motivo de su fuga había sido la tristeza que sentía por la lejanía de su abuelita, quien lo había criado. Su padre, dirigente comunal, había

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sido asesinado por los terratenientes del lugar cuando él era pequeño. Finalmente narraba que estaba contento e integrado a las guerrillas locales. Meses después de esta misiva, ya probado y más consciente, fue enviado en una misión al destacamento. Permaneció una temporada estu­diando las ideas de la revolución y pasando experiencia. Posteriormente volvió a donde estaban sus raíces.

Cierto atardecer tomamos un medicamento antihel­míntico, pues la desparasitación intestinal era una necesi­dad periódica para nosotros. Al caer la noche me retiré a descansar, pero tuve la impresión de que me afiebraba y que la piel y los músculos se estiraban causando un dolor particular y desconocido. Pronto tuve alta temperatura, mientras la pulsera del reloj y la ropa me apretaban. Des­perté a mi compañero, quien alumbrando con la linterna dijo que no se me distinguían nariz, cuello ni orejas y que los ojos estaban hinchados. Inmediatamente me fue inyectado un antihistamínico, repitiéndose la medida durante varios días. Débil, asueñada y sin poder usar las botas por la hinchazón, permanecí acostada más de una semana. Había resultado alérgica al remedio, mientras na­die más tuvo problema alguno. Años después me explicó un médico que tuve suerte, pues pude morir, ya que las reacciones alérgicas de esa envergadura pueden cerrar las vías respiratorias y matar por asfixia. Pero entonces yacía en tierra con mi primer problema de salud en la montaña, sin tener idea de ese riesgo.

Por esos mismos días un compañero achí se extra­vió cuando volvía de la guardia al campamento, pues se distrajo observando un tapir y perdió el sentido de la orientación. Cuarenta y ocho horas de hambre e in­temperie le valió su curiosidad. Y a dos compañeros que salieron a explorar los sorprendió una tormenta eléctrica cuando se aprestaban a cruzar un río, cayéndoles un rayo a corta distancia, por la espalda. El fenómeno les produjo

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quemaduras leves en las nalgas y sordera temporal. Tu­vieron suerte, pero el susto que llevaron fue grande. Esta manifestación meteorológica nos hacía sentir indefensos. Los rayos solían penetrar hasta el suelo y su relámpago iluminaba cegadoramente a ras del piso, retumbando en nuestros oídos su ruido atronador. El fenómeno era fre­cuente porque vivíamos entre densa vegetación, donde llovía nueve meses del año.

Mientras el destacamento continuó estacionado formé parte de una unidad de avanzada a otra zona de la selva. Iba en ella un miembro del mando y yo como responsable de formación. Tres mujeres formábamos parte del grupo. Nuestra marcha debía durar jornada y media, pero resultó de tres porque nos extraviamos. El primer día, cuando nos detuvimos a esperar el resultado de una exploración, una compañera se alejó varios metros. Algunos la vimos saltar dentro de un zanjón. Sin embar­go, más rápido de lo que había desaparecido resurgía del lugar con cara de susto. Había caído junto a una boa constrictor que asustada por su intempestiva presencia se puso en alerta. Hábilmente un compañero le inmovilizó la cabeza a la mazacuata, mientras otro se la cercenó de un tajo. Luego arrastraron al ofidio de más de tres metros a donde estábamos congregados. El cuerpo del animal se contorsionaba mientras la vida se le iba. Esta culebra es la mayor de todas en las selvas mesoamericanas por su longitud y grosor; y mata por constricción, impidiendo respirar a la víctima con la presión de sus anillos. De una sola vez tiene veinte o más hijos de treinta centímetros cada uno, los que nacen aptos para valerse por sí mismos. Su piel se asemeja a hojarasca seca y las mayores llegan a medir alrededor de cinco metros de longitud. No tiene veneno alguno y es pacífica, lenta y dormilona. Inofensi­va, esta boa puede aprender a convivir con los humanos, cumpliendo la función de eliminar ratones y otras pla­

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gas domésticas. Pero su tamaño y los mitos a partir de su capacidad devoradora — puede tragar enteros hasta un mono araña o un venado cabrito joven— inducen irreflexivamente a eliminarla sin razón.

Inmediatamente alguien sugirió que la incorporá­ramos al menú de la cena, pero ninguno quería sumarla a su pesada carga. Representaba doce libras o más. Y no faltaba quien temiera que aun sin cabeza se enrollara en su cuello. Medio en broma y medio en serio, los compañeros se propusieron unos a otros para llevarla. Aceptó hacerlo un costeño, no sin antes amarrarla fuertemente con beju­cos. No pocas veces, quienes le seguían en la marcha lo alarmaron anunciándole que el animal rompía el amarre, y en algún momento llegó a tirar la mochila con todo y la carne apetecida, provocando la risa colectiva.

El combatiente que hacía de guía destacaba entre los que mejor se orientaban. Le bastaba pasar una vez, de día o de noche por una ruta, para reconstruirla a paso soste­nido sin ayuda de brújula, cortes de machete o la posición del sol, al cual además raramente veíamos. Sentido nato de orientación y práctica sobre el terreno eran la base de su extraordinaria cualidad. Pero esta vez se confundió porque aparecieron una brecha y maquinaria que pocas semanas antes no estaban. Topar con ellas en medio de la selva virgen fue desconcertante y pensó que había errado el rumbo. Luego de intentar encontrarlo por otras partes, llegó a la conclusión de que la ruta original era la correcta. Para cerciorarse buscó un buzón que teníamos por el área. Efectivamente, lo localizó; la carretera pasaba a pocos metros de él. Para entonces avanzaba la oscuri­dad y debimos acampar. Ya instalados nos dedicamos a limpiar las armas, mientras los cocineros preparaban la fastuosa cena.

El atardecer de la segunda jornada nos sorprendió avanzando en terreno cenagoso. Salir de él implicaba cru­

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zar un zanjón peligrosamente crecido. Nos aproximamos a la correntada, buscando equilibrio sobre raíces aéreas de árboles similares a los mangles de agua salada. Con facilidad resbalábamos y se nos enredaban los pies en el raicero. Salvar el obstáculo llevó casi dos horas, luego de las cuales y a oscuras acampamos en la margen opuesta. Temprano al otro día el zanjón era irreconocible, pues su caudal impetuoso estaba transformado en un hilo de agua que no llegaba a los tobillos. Igual pudo haber subido más y anegar la ribera donde estábamos o seguir estable durante días en su turbulencia. Los árboles de la ribera abandonada la víspera parecían arañas gigantes, con las raíces al aire y afianzadas en suelo fangoso. El comporta­miento de las crecientes era imprevisible.

Cuando los ríos de la selva se embravecen, entrada la época de lluvias, inundan extensas áreas, arrastran árboles de toda talla y cuanto encuentran a su paso. Son impo­nentes y peligrosos por su desenfreno; algunas veces nos arrancaron compañeros para siempre y otras nos hicieron pasar momentos de suspenso y miedo. Pero al ceder el in­vierno vuelven a su cauce normal, y la vida se reorganiza a su alrededor. Sin embargo, nuestro trabajo requería que los cruzáramos tanto en época de seca como de crecientes. Para lograrlo nos valíamos de diversos medios y de la sabiduría sobre su estructura y comportamiento. A veces usábamos cayucos que nosotros mismos fabricábamos y que escondíamos en las proximidades. Otras ocasiones utilizábamos las canoas y la pericia de compañeros de la población. Cuando el cruce debía hacerse en vados conocidos por el ejército o donde podíamos ser vistos por orejas o población no ganada, tomábamos precauciones especiales. En otros casos los cruzábamos nadando asidos a nuestras mochilas, las cuales sabíamos hacer flotar con todo su cargamento dentro; o pasábamos sujetándonos

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a lazos o bejucos. Quienes sabíamos nadar apoyábamos a los que no sabían o pasábamos el equipo de los demás. De cualquier manera, la travesía debía hacerse diagonal­mente a favor de la corriente, debiendo abrir o cerrar el ángulo según la fuerza y la anchura del río. La distancia entre el punto en que entrábamos al agua y el lugar donde salíamos podía ser de decenas o centenas de metros. En los cayucos era preciso sentarse en el fondo mojado, no pocas veces anegado en lodo con sanguijuelas, colocar la mochila entre las piernas y equilibrar cuidadosamente peso y movimientos. Sólo los canaleteros o remeros per­manecían de pie. Cualquier inclinación hacia un costado podía provocar el vuelco de las estrechas e inestables embarcaciones. Varias veces atravesamos los grandes ríos crecidos en ellas, conducidos incluso por niños o adolescentes, dueños desde temprana edad de la pericia de la navegación en los ríos selváticos. En ocasiones había posibilidad de tumbar un árbol y pasar sobre su tronco y ramaje. En esos casos los mejores hachadores se turnaban en el oficio. Y otras veces sencillamente debimos esperar horas o días a que la creciente bajara.

En aquella oportunidad reanudamos la marcha a la mañana siguiente. Al medio día nos encontramos con los organizadores de la zona y con los combatientes re­clutados durante la ausencia del destacamento. Debíamos impulsar entre unos y otros la formación política y el adiestramiento militar. También estaba previsto que visi­táramos algunos hogares, nos informáramos de primera mano sobre la situación del área y sobre las vivencias de quienes habían terminado por lanzarse a esas selvas en busca del porvenir que no encontraron en sus lugares de origen, ni en otros rumbos del país. Nos correspondía asi­mismo recabar información operativa y crear condiciones materiales para la futura llegada del destacamento.

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La selva seguía revelando sus secretos. En el nuevo hogar nos recibió un coro de ranas-toro que todas las tardes, a la misma hora, escuchamos durante el tiempo que permanecimos allí. El primer día me desconcertaron respecto a nuestra posición, porque emiten un sonido similar al del ganado vacuno, dando la impresión de ser tales y, por lo tanto, de encontrarnos próximos a un potrero o corral. Sin embargo, sabía que estábamos alejados de asentamientos humanos. Fue inútil que me afanara en localizar un ejemplar. Al canto de los batracios se superponía la sinfonía monótona y estridente de las chicharras macho. Eran millares de ejemplares que de manera persistente y sucesiva producían un fuerte sonido. El ruido de estos insectos me era familiar debido a las temporadas que durante mi niñez y adolescencia pasé en el campo. Pero siempre estuve en casas rodeadas de terrenos descombrados o de jardines que se anteponían al monte virgen, siendo posible sustraerse a su bullicio. Pero esta vez me encontraba en la mansión del chiquirín, experimentando lo que era escucharlos ininterrumpidamente porque era su temporada. Pronto me percaté de que su chirrido me desesperaba, mientras parecía no afectar a mis compañeros. Cuando llevaba alrededor de diez días, el sonido hería mis oídos y yo sentía enloquecer. Este hecho me hizo reflexionar sobre lo inimaginable que resultaban ser las pruebas y las circunstancias de lucha a las que nos veíamos expuestos. No habían afectado mi estabilidad psíquica la lejanía e incomunicación con mi hijo y mis seres queridos; tampoco los problemas ideológicos, políticos y organizativos que enfrentábamos; mucho menos el peligro, las hambrunas, los esfuerzos físicos extraordinarios, la carga a mecapal, las incomodidades sin fin. Pero estos animalitos inofensivos estaban logrando derrotarme. ¿Cómo explicarme y explicar que su chirriar me hacía dudar de mi capacidad

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para trabajar en la selva? Pero en los días precisos en que calladamente enfrentaba este dilema, algo se operó en mi cerebro, de manera que el agudo ruido dejó de molestarme para siempre.

Pasadas unas semanas nos abatió el paludismo. Dos terceras partes de quienes nos encontrábamos concentra­dos caímos enfermos con diferencia de horas o días. Quie­nes quedaron en pie apenas tuvieron alcance para moler, cocinar y atendernos. Éramos literalmente un hospital a cielo abierto, vulnerable ante cualquier emergencia. Afor­tunadamente las epidemias fueron raras, pero la malaria fue un verdadero azote. Quizás todos la padecimos varias veces. Y desde entonces, nos repitió periódicamente, aun cuando estuviéramos en climas templados y hubiesen pasado años. Y no pocas veces dio lugar a escenas conmo­vedoras. Cierta vez, por ejemplo, un compañero quiché cayó enfermo y en varios días no probó bocado, debido a la náusea y los vómitos que le provocó. Estábamos reunidos cuando este combatiente apareció tambaleante y pálido. Sujetándose a un palo susurró: "¿Permiso para interrumpir?", fórmula de cortesía que acostumbrábamos. Luego agregó con voz trémula que pedía autorización para salir de cacería porque tenía hambre y quería comer carne. Todos lo observamos atónitos; era obvio que no estaba en condiciones ni de levantarse de la hamaca. Le ordenaron volver a su puesto y acostarse; al colectivo se le solicitaron dos voluntarios para ir de cacería al terminar la reunión. Para la cena nuestro compañero tomó caldo y comió carne de pava.

No sólo nuestras dificultades, sino también nuestras fuentes de alegría eran inacabables: vivir la fraternidad colectiva, el amor de nuestra pareja, la travesura de algún compañero. Contemplar una estrella fugaz, una alfombra de flores en primavera, una escuadrilla de guacamayas

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en alto vuelo. Escuchar el trino de pájaros cantores, la al­garabía de las bandadas de pericos, la visita bullanguera de los monos araña.

Desde entonces la selva se me reveló imponente, bella, apasionante; alternativamente me exasperó, me alucinó, me cautivó. La selva retiene para sí la mayor parte de sus misterios y dicta leyes y costumbres a quien la habita. O se le respeta con humildad y paciencia, o se sucumbe devorado por ella. Es un universo de mariposas y verdor feraz que nos compenetra por completo: senti­dos, sentimientos, pensamientos. La selva atrae irresis­tiblemente a quien ha vivido en ella etapas cruciales de su existencia y se integra para siempre a su ser. Aunque nuestra estancia en ella no tuvo nada de paradisíaca, de vez en cuando la belleza y la tranquilidad de la naturaleza se imponían al trabajo, a las plagas y al estado de alerta permanente. Sueño con volver a ella; pero la miseria del campesinado y la acción depredadora del capitalismo y de la contrainsurgencia están acabando aceleradamente con esas formas vegetales primigenias. Hoy probablemente aquellos lugares recorridos por nosotros sean una ilusión, un pasado, una leyenda.

Nuestro eje conceptual entonces era crear una organización político-militar que fuera a la vez el germen de un partido político y el de un ejército popular. Y así lo exponíamos en nuestra labor de formación. Sin embargo, progresivamente nos dábamos cuenta que gestar un parti­do político, por lo menos en el frente que construíamos, era imposible porque carecíamos de los cuadros correspon­dientes. Y el medio social donde nos desempeñábamos era atrasado políticamente. En tanto que nuestro crecimiento en combatientes, activistas y bases de apoyo era acelerado, los cuadros políticos seguían siendo los mismos y eran cada vez menos en relación a la expansión de nuestro

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radio de acción. También carecíamos de cuadros militares propiamente. Es decir, de compañeros que conocieran la teoría militar en su esencia, complejidad y relación con la política. Nosotros sólo teníamos compañeros conocedores del arte guerrillero y poseedores de entrega, voluntad y arrojo extraordinarios. De ahí que, al mismo tiempo que era clara la urgencia de contar con una columna vertebral política que fuera el alma de nuestra organización, veía­mos la imposibilidad de lograrlo con el recurso humano que éramos y podíamos ser en las montañas del noroeste. Pero muy pocos teníamos conciencia de este problema. La subestimación de la política era generalizada dentro de la organización, incluso en la capital donde al principio cifrábamos nuestras esperanzas. Numerosos compañeros consideraban que hacer política —y por lo tanto, pensar, dirigir y actuar políticamente — era perder el tiempo. Y orientar a las masas a que impulsaran luchas amplias, amparadas en una ley que sólo existía en el papel, era mandarlas al matadero. Más bien decían que debíamos armarlas para que arrebatáramos el poder y que luego habría tiempo para prepararnos y formar el partido. En la configuración de este pensamiento influían varios factores. Entre ellos la práctica conservadora, politiquera y oportunista de los partidos políticos existentes; la im­punidad y la intolerancia del régimen que provocaban el exilio o el asesinato de aquellos intelectuales, políticos y luchadores sociales que levantaran banderas de democra­cia y justicia social; la herencia militarista y cortoplacista de las guerrillas de la década anterior; y, finalmente, la influencia foquista cubana.

A nuestro juicio, las armas y lo militar tenían enton­ces un límite porque nos era prioritario ganar, organizar y politizar a un número mayor de población; así como formar y adiestrar a los integrantes del destacamento

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guerrillero, templamos para soportar por años los rigores de la vida a la intemperie, conformamos con raciones de hambre y cuidarnos de no comprometer la seguridad de los pobladores que crecientemente nos apoyaban. A ve­ces las contradicciones se agudizaban críticamente entre algunos de nosotros. Los menos consideraban que con la sola acción armada en aquel contexto de atraso político, de localismo étnico-cultural, de aislamiento nacional de las comunidades donde incidíamos y con la precariedad de armamento y parque que seguíamos teniendo, no llegaríamos muy lejos en el frente nuestro. Y en cam­bio provocaríamos una reacción del sistema superior a nuestras fuerzas políticas y militares que no podríamos enfrentar en términos globales. Consideraban que la cuestión no era simplemente combatir contra el ejército no importaba dónde, cómo ni con qué resultados como algunos proponían. La lucha interna era ardua, pero en aquel entonces logramos preferenciar la preparación de la autodefensa de la población organizada, y los planes y criterios para la realización de la propaganda armada. También se trabajó en función de la neutralización de orejas y comisionados militares que delataban y entre­gaban gente —organizada o no— al ejército. A ellos les dábamos tres oportunidades para rectificar su proceder. Los buscábamos personalmente y tratábamos de persua­dirlos con razonamientos que daban resultado positivo la mayoría de las veces. El tercero y último aviso se les hacía delante de su esposa, hijos y familiares. Asimismo, logramos priorizar la expansión del trabajo político-orga­nizativo hacia el sur de El Quiché, el suroeste del Petén y los departamentos de Alta Verapaz y Huehuetenango. Así establecimos bases en un amplio territorio que permitió mayor movilidad a la guerrilla, y posibilitó la difusión de nuestras ideas entre un número mayor de población.

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Nos abocamos además a multiplicar las vías logísticas y de comunicación. Trabajamos en la introducción de armamento, medicamentos y recursos básicos para estar en condiciones de pasar a nuevas fases de desarrollo y actividad militar.

Sin embargo, el equilibrio era precario entre no­sotros. Algunos veteranos con influencia entre los com­batientes mantenían la presión y no dudaban en tomar iniciativas militares de hecho. Por otra parte, la misma población nos demandaba armas y acción bélica. Tanto dentro como fuera de la organización necesitábamos una cultura política superior, capaz de comprender las com­plejidades y precedencia de la política; así como también impulsar el conocimiento de la ciencia militar —y no simplemente del arte guerrillero— y las implicaciones de uno y otro nivel en la lucha por el poder. Y en ambos aspectos estábamos poco menos que en pañales.

A dos meses de trabajar en esta zona la había­mos recorrido parcialmente. Y nuestra unidad había desplegado para entonces toda su capacidad laboral y organizativa, sistematizando hasta donde le era posible la labor de alfabetización, politización y adiestramiento militar. También habíamos realizado tareas productivas y de abastecimiento, así como exploraciones de nuevos lugares de campamento.

En esos trajines conocí el proceso de producción del achiote y del cardamomo; experimenté la laboriosidad que implica levantar una cosecha de frijol y conocí por observa­ción el arte y paciencia de la cacería del jaguar.

Una tarde lluviosa apareció la columna guerrillera que habíamos precedido y en ella llegó Benedicto. Era costumbre que al arribo o partida de un grupo todos acu­diéramos a recibirlo o despedirlo. Quienes llegaron esa vez saludaron como era usual, con apretones de manos y efusivos abrazos a quienes los recibíamos, manteniendo el

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orden de la columna y cargando aún sus mochilas. Estos reencuentros eran motivo de preparativos de recepción, de alegría general, de expectativas sobre los avances del trabajo respectivo, de intercambio de noticias. Los cami­nantes generalmente estaban hambrientos y extenuados, pero tenían la certeza de que quienes estaban "en casa" les esperaban con solicitud. Entrar a un campamento era hacerlo al hogar, a la civilización, al confort: instalaciones básicas, cocina, leña, techo, víveres y, sobre todo, com­pañeros de ideales y lucha. A la pregunta de "¿cómo les fue? " solían responder: "llegamos". Y era que los peli­gros, las dificultades y los esfuerzos eran siempre tales que llegar, no importaba a través de qué vicisitudes, ni en qué condiciones, era lo importante. En esa oportuni­dad, cuando mi compañero se aproximaba en fila hacia donde yo estaba, observé que manipulaba el depósito de su granada. Extrañada por el hecho en las circunstancias en que nos encontrábamos, fijé la vista en sus manos más que en el alegre rostro que me dirigía. Mi sorpresa fue mayor cuando, luego de varios intentos, logró sacar del interior una diminuta tortuga verde y amarilla que, asida de una patita, me extendió como regalo. Ese día era mi cumpleaños. La granada, mientras tanto, había ido a dar al fondo de la mochila. Nos abrazamos y besamos como suelen hacerlo quienes amándose han pasado separados una temporada.

Por una breve semana la tortuguita formó parte de la colectividad. Pero teniendo la jungla por morada era previsible que no le pareciera atractivo vivir dentro de un viejo bote de hojalata, única manera de no perderla de vista y de protegerla de las pisadas de aquella muchedumbre. Así que un buen día, mientras me encontraba de guardia huyó de la prisión para volver a donde pertenecía. Lamen­té perder mi regalo pero me alegró su libertad.

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Años atrás, en un bosque de nubliselva del corazón de Los Cuchumatanes, por azares de la lucha nos cono­cimos con Benedicto. A raíz de ese primer encuentro él escribió estos poemas:

Motivos del elefante

Me he preguntado muchas vecesdónde reside la necesidad de tu vida en mis actosy la razón de que estando tú lejosarda bajo la lluvia la pólvora de mi alma.Porque mi condición de elefanteque ha vivido sin amor y que no olvidahace que me avergüence un poco de mi propia ternura.De ahí que sólo se me ocurra comparartea una estrella de papel plateado,a un aeroplano amarillo de dos alas,a una flor.

El hombre le dice barrilete a su amor

No te quiero nada más por tu semblante de barrilete volado en primavera; ni por tu condición de muchacha con el alma bulliciosa de pájaros;ni porque tengas el tiempo lleno de mariposas.Yo te quiero más bien por viejas razones de hombre: porque era a ti a la que sin saberlo había querido hallar siempre en las gaviotas; porque era tu alegría la que durante la niñez buscaba los domingos en los circos llovidos, y porque cualquiera sabe que es triste inmensamente existir sin amor.

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Habíamos recorrido caminos y procesos diferentes para llegar a ese punto de militancia y geografía. Y para entonces ambos habíamos decidido dedicar nuestras vi­das a la revolución guatemalteca y al internacionalismo proletario. El amor irrumpió inesperadamente, en medio del trabajo y las vicisitudes de la vida guerrillera y clan­destina. Surgió sin promesas ni condiciones, dispuesto a la renuncia pronta en aras de la lucha en que estábamos empeñados. Nació en libertad y espontaneidad, ajeno a las leyes y convenciones sociales. Pero iniciamos nuestra vida como pareja cuando me integré al destacamento.

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EN LA CASA DEL JAGUAR

Al poco tiempo de haberse multiplicado el destacamento, y cuando la dirección de la montaña debió dirigir diver­sas estructuras y cuadros del naciente frente, se decidió transformar el carácter del mando de sólo militar a po­lítico-militar. La práctica había revelado esa necesidad, pues éramos una colectividad que se regía por criterios y métodos políticos para reclutar a sus miembros, para organizar y dirigir su vida interna, y para proyectarse a la población de las zonas donde se movilizaba. Y su trabajo era en función de objetivos políticos. Al mismo tiempo, debía valerse de una organización y medios militares para llevar a cabo su labor y defenderse del adversario. Para darle ese carácter se fusionaron el mando existente y el equipo de formación que, de hecho, llevaba la conducción política del destacamento. El nuevo organismo trabajó, como los anteriores, bajo la orientación y supervisión de la dirección, la cual siguió desempeñando sus funciones desde el seno de nuestra colectividad. El mando fue el instrumento ejecutor y garante de la realización de los planes y decisiones superiores.

A partir de su recomposición, el nuevo organismo centralizó la labor de formación política. Sin embargo, para implementar múltiples funciones y actividades de la colectividad, este órgano continuó apoyándose en los demás equipos, tales como servicios y seguridad, abas­tos, servicios médicos, alfabetización. Estos tenían vida propia y margen para desplegar iniciativas dentro de su campo. Su funcionamiento era colectivo, pero cuando el destacamento se dividía, ellos también lo hacían. Estos organismos y todos los integrantes del destacamento con­formaban una estructura propiamente militar, consistente

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en escuadras integradas a unidades mayores, con sus res­pectivos mandos y funciones militares en campamentos, marchas, operativos y misiones políticas. Esta estructura también se readecuaba según estuviéramos concentrados o dispersos, pero siempre existía y todos sabíamos cuál era nuestro lugar y responsabilidades en diversas circunstan­cias. De manera que las estructuras funcionaban en toda situación bajo un mando centralizado, pero colectivo y supervisado por la dirección.

El grado de disciplina existente entre nosotros era alto. No sólo desde el punto de vista militar, sino de nuestro desempeño político y en todos los órdenes de la vida cotidiana. Nos regíamos por reglas, horarios y cos­tumbres conocidas por todos y cuya razón de ser había sido fundamentada a la colectividad y demostrada por la práctica. Su cumplimiento era de obligación general. La disciplina se asumía como necesaria, siendo raras las ocasiones y los casos en que se requerían llamados de atención o recordatorios. Las sanciones eran excepcionales y en general no éramos partidarios de ellas, prefiriendo la labor de persuasión, el ejemplo de los responsables y la fuerza moral de la colectividad hacia cada uno de sus integrantes. Teníamos horario para toda actividad y cual­quier iniciativa personal requería autorización.

Los primeros en levantarse, siempre antes del amane­cer, eran las guardias diurnas, los moledores y los cocine­ros. Pues al despuntar el día ya debía haber vigilancia en determinados puntos y estar listo el desayuno. Con el alba se levantaba la colectividad, recogía los equipos de dormir y los guardaba en las mochilas, las cuales manteníamos listas para cualquier eventualidad. Luego llevábamos platos a la cocina, recogíamos leña y nos presentábamos a formación. En ésta pasábamos lista, revisábamos el estado de las armas y anunciábamos las actividades y asignación de las tareas del día. Luego desayunábamos escuchando

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noticias y a las ocho de la mañana iniciábamos el trabajo. Salvo tareas o situaciones extraordinarias que lo impo­sibilitaran, se suspendían las labores al medio día para comer y descansar. Por la tarde desplegábamos activida­des por tres o cuatro horas, según fuera la duración de la luz solar. Al finalizar la tarde estaba autorizado escuchar música durante una hora, en el radio colectivo. Entre la base se rotaba la decisión sobre cuál estación sintonizar, pues los gustos eran tan diversos que iban de los sones indígenas al rock, pasando por música ranchera, tropical y romántica entre otras. Esa era también la hora del baño y del lavado de ropa.

Salvo situaciones de excepcional seguridad, nos bañábamos con rapidez y silenciosamente, o controlando el volumen de la voz. Cuando las condiciones de segu­ridad y las características del terreno lo permitían, se establecían bañaderos separados para hombres y mujeres. Era una demanda femenina que pocas veces fue posible satisfacer. Pero tuvimos lugares verdaderamente bellos: agua abundante, corrientes mansas o pozas cristalinas, vegetación exuberante y fondos de arena blanca o roca. Otros, sin embargo, eran de agua y cauce fangosos, de acceso difícil y rodeados de vegetación hostil. Disfru­tábamos los bañaderos agradables. Pero en uno que frecuentamos resultó que cuando llegábamos al lugar, aparecía una manada de micos araña que armaba gran bullicio, observándonos con insistencia. No se callaban ni se retiraban, sino cuando nos vestíamos y retornábamos al campamento. Cambiamos la hora del baño, lo hicimos con sigilo y nada. Invariablemente comenzaba el jolgorio de los primates cuando nos desnudábamos. Y la verdad es que la manera de vernos y su parentesco con los humanos nos hacía sentir incómodas. Aunque nos reíamos mucho, bromeando y comentando sus miradas y piruetas. Y a ellos nos dirigíamos reclamándoles su indiscreción y escándalo,

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mientras les tirábamos agua. Ellos, a su vez, nos lanzaban hojas y pequeñas ramas. Seguramente los árboles próxi­mos les proporcionaban el alimento cotidiano y nuestra presencia en su territorio los incomodaba.

Al aproximarse la noche cenábamos y más tarde realizábamos la última actividad del día. Podía tratarse de la evaluación de algún operativo militar o tarea política entre la población; de críticas y autocríticas de la colecti­vidad; de algún tema cultural o comentario de noticias, por ejemplo. Esta reunión la concluíamos entonando canciones revolucionarias, generalmente a las nueve o diez de la noche, hora a la que nos retirábamos a dormir. Quedaban de pie las guardias y algún cazador nocturno cuando la seguridad lo permitía. Pues en ciertos lugares y épocas merodeaban animales noctámbulos. Entre ellos destacaban por su abundancia unos mamíferos pequeños, de cola larga y prensil, cara redonda, ojos grandes y orejas pequeñas. Su pelaje era denso, sedoso y café claro, casi dorado. Vivían en los árboles y los llamábamos micoleo- nes. Solíamos cazarlos encandilándolos con linterna. Para localizarlos era preciso que en el campamento reinaran la oscuridad y el silencio. Un compañero de dirección que gustaba de esta cacería, solía abastecernos de carne cuan­do algún animal trasnochador velaba nuestro sueño.

No conocíamos días de descanso ni vacaciones. Los fines de semana o los días festivos pasaban desapercibidos. Sin embargo, quienes tenían sólo responsabilidades de base solían disponer de algún tiempo libre en el día. Y lo utilizaban para descansar, leer, conversar. Pero quienes teníamos responsabilidades mayores sólo reposábamos las horas de sueño. Y, aún así, el tiempo de trabajo nos parecía poco, porque las demandas de la lucha eran superiores a nuestra capacidad.

Por temporadas volví a trabajar con cuadros organizadores salidos de la población regional. Con

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ellos constaté, como lo había hecho dentro del des­tacamento — y años después lo haría con los combatientes urbanos—, que lo más difícil para la mayoría de nosotros era utilizar la fuerza contra otros seres humanos. A mayor calidad humana y política, más difícil ejercerla. La violencia no nacía espontáneamente en nosotros, ni era motivo de orgullo o satisfacción. Tal dificultad no se debía al miedo por perder la vida que, de una u otra manera se siente, pero que es superado gracias a las convicciones y al sentido del deber. Sino por el hecho de segar la vida de otros. Sólo porque las vías legales para demandar justicia no funcionaban o nos eran vedadas mediante el terror y la impunidad del régimen es que la ejercíamos. Pero ninguno nos recreábamos de recurrir a ella. A la acción armada o a cualquier tarea riesgosa íbamos con entusiasmo y determinación de cumplirla costara lo que costara; y el hecho de salir airosos de un combate o de una difícil situación operativa era motivo de alegría. Entre nosotros se reconocía el desempeño firme y valiente en la confrontación con el adversario; pero se hacía con modestia y parquedad. Y en aquel tiempo éramos cuidadosos en la elección de los objetivos a golpear. Procurábamos no dañar a terceros y cuando había riesgo de hacerlo suspendíamos el operativo. De la misma manera procedíamos en la recuperación de recursos. Percibir en alguno de nosotros gozo o morbo por la muerte de adversarios, o por el sufrimiento de sus seres queridos, era indicio de deformaciones ideológicas graves, de falsos valores, de reclutamientos mal hechos, de infiltración.

Entre los planes de entonces estaba extender nuestro trabajo hacia el departamento de Alta Verapaz, poblado principalmente por campesinado keqchí. Por razones operativas debíamos comenzar por la zona noroccidental, dentro de la Franja Transversal del Norte, donde altos

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oficiales poseían enormes extensiones de tierra y la transnacional petrolera Shenandoah tenía un enclave. Como primer paso fue enviada una patrulla, entre cuyos integrantes iba una mujer. Esta unidad debía abrir una ruta propia a través de la selva virgen, hacer las primeras exploraciones del terreno y localizar las áreas pobladas más próximas a las márgenes del río Chixoy. A la vuelta de unas semanas los compañeros retornaron con la información que permitió enviar por varios meses a una columna del destacamento. A ella fui asignada.

A diferencia de los demás grupos, al nuestro le to­caría trabajar en condiciones muy adversas: sin bases de apoyo, lejos de población organizada, sin vías de abasteci­miento directo y sin comunicación con la capital. Irían en esta columna un miembro de dirección y dos del mando. Cuando tuvimos todo listo, justo la noche antes de partir, Benedicto enfermó gravemente. Alta temperatura, vómi­tos incontenibles, diarrea y náusea lo atacaron por varios días. No retenía alimento alguno, ni siquiera agua hervida. Se debilitó al punto de quedar postrado en pellejo y hue­sos. Este contratiempo nos obligó a posponer la partida, mientras las demás columnas emprendieron su camino. Estábamos acampados en un terreno cenagoso que, por la putrefacción de la vegetación pisoteada de tanto ir y venir, se había convertido en un lodazal maloliente. Con frecuencia comparé nuestros campamentos con chiqueros o corrales; mientras pensaba hasta dónde éramos capaces adaptarnos a vivir movidos sólo por ideales.

Desde que los quince fundadores del destacamento entraron al Ixcán en enero de 1972, y hasta comienzos de 1979 por lo menos, no hubo médico ni enfermera con nosotros, ni en todo el frente que se conformaba. Quienes integraban nuestro equipo de servicios médicos eran en aquel entonces una compañera graduada de la facultad de Medicina de la Universidad de San Carlos, sin expe­

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riencia, y dos jóvenes campesinas atraídas por el oficio, que se alfabetizaron y aprendieron sobre la marcha el ABC de la higiene y los primeros auxilios. Este equipo conocía del cuidado y medicamentos apropiados para las enfermedades y malestares frecuentes entre nosotros: gripe, paludismo, reumatismo, infecciones de la piel, hongos, mosca chiclera —leishmaniasis—, parasitismo intestinal, alergias, golpes, heridas menores. Pero no estaba en capacidad de reconocer y atender otras. Y en la colectividad, especialmente entre los veteranos, había algunos que sabían inyectar, suturar, extraer muelas. De manera que nuestras referencias médicas fundamentales fueron el libro Donde no hay doctor, de David Werner, y un vademécum. Cuando nos aquejaba alguna enfermedad desconocida o para la cual no teníamos medicamentos, nos encomendábamos a la buena suerte y esperábamos a que la resistencia del organismo, el reposo y la voluntad sanaran al enfermo. Muchas veces funcionó; otras fue necesario sacar del frente al afectado o llevar desde la ciudad a un médico experimentado. Sin embargo, estas alternativas no solían estar a nuestro alcance. A causa de ello, por ejemplo, murió uno de nuestros dirigentes en la selva. Esto sucedió poco después de mi salida del frente.

Cuando Benedicto pudo sostenerse en pie y caminar llevando solamente su arma corta, enfilamos hacia nues­tro destino. Durante días avanzamos por selva virgen, acampando a media tarde para estudiar unas horas. Es­tuvimos en lugares sin indicios de haber sido habitados ni recorridos por brecheros, caucheros o cazadores. Con frecuencia veíamos familias de monos araña y saragua­tes, manadas de coches de monte y de jagüillas; cazamos numerosas aves, principalmente pajuiles y pavas; y detec­tamos huellas de distintas especies. Recorrimos diversos tipos de terreno y vegetación, varios de ellos difíciles

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por su hostilidad. Los navajuelares, por ejemplo, esta­ban cubiertos por una enredadera de hojas lanceoladas, cortantes en sus bordes y cubiertas con una pelusa que se adhiere persistentemente a ropa y piel. Invade áreas donde predomina la vegetación baja, cubriéndolo todo. De ellos salíamos con la cara y las manos cubiertas de finas y ardorosas cortadas. En zonas pantanosas, pobladas de güiscoyoles, nos espinamos ferozmente. En jimbales que se erigían como densas murallas de tres y más metros de altura, debimos abrir túneles a ras del suelo y avanzar a rastras, evitando sus púas curvas que desgarraban ropa y equipo. Pero otros tramos eran fáciles y en ellos cami­nábamos con rapidez.

Al cabo de una semana ubicamos el lugar apropia­do para establecer nuestro campamento de retaguardia y primer centro de operaciones hacia la Alta Verapaz. Estábamos a una jornada de las primeras viviendas. Como era época de lluvias, acondicionamos esta base bajo aguas torrenciales. Descombramos pequeños y dispersos espacios para que no fueran detectados por la aviación. En unos sembraríamos maíz, frijol, yuca, plátano y té de limón; en otros edificamos de inmediato infraestructura rústica para diversos usos. Debimos abrir brechas en múltiples direcciones desde las construcciones hasta los manacos que nos proveyeron las hojas para techar. La cubierta completa de un ranchón fue realizada por cinco mujeres, todas novatas en ese arte.

Concluida el área de campamento, nos dedicamos a las tareas en su periferia: siembras, construcción y abastecimiento de buzones, exploraciones, construcción de embarcaciones. Entonces nos ausentábamos del hogar durante la jornada o por varios días. Al retornar solíamos encontrar huellas de jaguar. Las cebollas de sus patas esta­ban impresas por doquier, pues el felino no dejaba lugar sin visitar. Nunca logramos verlo, aunque varias veces

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sentimos su olor o encontramos deyecciones recientes. Y muchas veces lo escuchamos rugir en los alrededores. El jaguar es el felino más grande de América y pesa entre 150 y 250 libras. Es activo de día y de noche, y su poderosa voz se escucha a distintas horas, especialmente en los meses de diciembre, enero y febrero. Al escasear el alimento en su hábitat incursiona en áreas pobladas para cazar reses, puercos de castilla, perros. No suele agredir al ser huma­no, como sí lo hacen especies de otros continentes. Pero puede llegar a hacerlo si es atacado, está herido o tiene crías en las proximidades.

En cierta ocasión, un compañero que sabía imitar la voz del jaguar respondió al llamado de un ejemplar en celo que al anochecer merodeaba el campamento. Para regocijo de todos se estableció un verdadero "diálogo" entre la bestia y el guerrillero. El juego duró buen rato, hasta que los rugidos verdaderos se aproximaron tanto a nuestras hamacas que aquéllos que estaban ubicados en la periferia empezaron a temer por su integridad. Pues una cosa es conocer el comportamiento del animal en teoría y observarlo entre rejas, y otra estar en su casa grande y a oscuras. El travieso compañero, sentado a la orilla del fogón, persistió en el juego deseoso de ver hasta dónde se aproximaba su interlocutor. Entonces el regocijo se fue transformando en risitas nerviosas, primero, y luego en franco enojo de aquellos que demandaban al combatien­te "dejar de rugir". Prudente e ingenuamente, no pocos elevaron sus hamacas a un par de metros del suelo.

En aquellos meses de febril e ininterrumpida activi­dad, sin frutos ni compensaciones palpables, durante las exploraciones prolongadas suspendíamos el avance a las dos o tres de la tarde. De manera que dispusiéramos de tiempo y energía para alimentar nuestras mentes y forta­lecer las conciencias. A las actividades formativas en tales circunstancias las llamábamos cursillos en movimiento.

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En una ocasión, haciendo un reconocimiento a través de selva cerrada y hostil, cargados al máximo, llevábamos a cuestas los víveres indispensables para toda la misión. Sabíamos que al cabo de varias jornadas llegaríamos a un área habitada, pero no era conveniente todavía que la población se percatara de nuestra presencia. A lo largo de la travesía nos atosigaron nubes de dos especies de mosquitos, plagas que estaban en su apogeo. Un día de tantos, cuando detuvimos la marcha, sentí desfallecer. Sólo recogí leña y solicité que se me excusara de dirigir la actividad de formación. Necesitaba recostarme porque ya no daba más. Habiendo obtenido el permiso, expliqué al colectivo por qué no trabajaría esa tarde. Entonces no había quien me sustituyera. Pero cada compañero lleva­ba consigo tareas y materiales de estudio acordes a sus particulares necesidades. De ahí que les orientara realizar trabajo individual.

Me retiré a instalar mi puesto y me tumbé en la hamaca. Pero no habían pasado quince minutos cuando diversos compañeros empezaron a visitarme. Uno pedía muestra, otro que le revisara la tarea concluida; aquél pedía un nuevo material de lectura, éste la explicación de algún concepto. Y no faltó quien se aproximara sólo a platicar. Así que tendida hice lo que pude por resolver sus demandas. Cuando llevaba alrededor de una hora intentando descansar, y apenas comenzaba a superar la crisis de agotamiento, alguien comenzó a susurrar desde su puesto: "que-re-mos for-ma-ción, que-re-mos for-ma-ción... ". Enseguida se sumaron otras voces, hasta que todos con sonrisa traviesa repetían la demanda en coro. La mayoría eran muy jóvenes, y desde su lozanía y hambre de conocimientos consideraban que una hora era suficiente para la recuperación de mi organismo. Derro­tada por el sentido del deber me senté, sacando energía de los rostros que me observaban alegres y expectantes.

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Me puse Las botas y el equipo militar y me levanté. Unos chiflaron, otros aplaudieron y en un suspiro se apiñaron sentándose en troncos, ramas y suelo. Fue la primera y última vez que por extremo cansancio intenté excusarme de cumplir con mi trabajo.

Durante esa misma exploración, como sucedía en numerosas marchas, Benedicto iba concibiendo un mate­rial político. En este caso el tema era la tierra. Pero siendo veterano del destacamento, llegaba tan extenuado a cada punto que no le quedaban energías para escribir lo que durante la caminata había sistematizado en la cabeza. Para entonces llevaba seis años viviendo en la montaña. Tenía sólo 36 años pero las enfermedades, las hambrunas, el esfuerzo físico sostenido —los miembros de dirección y los veteranos caminaban y cargaban como todos—, y las preocupaciones propias de su función, habían mer­mado drásticamente su salud. En esa oportunidad no llevábamos máquina de escribir. Entonces me pidió que por las noches, después de cenar, consignara a mano lo que él me dictara. Era la única que en la colectividad podía escribir con la velocidad en que las ideas fluían de su mente. Sabía que la producción intelectual suele perderse o mutilarse si no se anota conforme surge. Por esa razón y porque necesitábamos apremiantemente ela­boraciones sobre tal materia, no pude negarme. Así que lo apoyé varias noches. A la luz del fogón o sosteniendo una linterna con la mano izquierda, sentada como podía en el suelo o en algún tronco, tomaba nota sobre mis piernas. Los moscos me dejaban la cara y las manos rojas y acalenturadas de tanto piquete, pues abundaban tanto que prácticamente me cubrían la piel. Y por mantener el ritmo del dictado no tenía tregua para espantarlos. Se trataba de una especie que se adhiere persistentemente y succiona la sangre hasta hincharse de ella y perder la capacidad de vuelo. De ahí que culminara cada jornada

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con una hora de trabajo desesperante y extenuante. Pero sólo así se evitó que el esfuerzo conceptual que tanto necesitábamos se perdiera, o no pudiera reconstruirse con toda su riqueza días después. El material se concluyó durante esa exploración y fue titulado: Ocupaciones Revo­lucionarias de tierras - ORT- . Entre otras cosas planteaba la necesidad social de que la tierra perteneciera a quien la trabaja; que su redistribución debía acompañarse de otras medidas económicas, laborales y técnicas para ser efectiva; que mientras lográbamos cambiar el régimen social era una necesidad ocupar tierras ociosas aptas para la agricultura, que pertenecieran al Estado o a particulares; que cada ocupación debía ir precedida de un estudio del caso y de la organización de los campesinos. Ese material constituyó la primera aproximación política a la temática agraria que se hizo en nuestra organización.

De una u otra forma, todos trabajábamos al máximo de nuestras capacidades, sacando energía fundamental­mente de las convicciones y la voluntad de transformar nuestra sociedad. El estado de ánimo que prevalecía era de jovialidad y compañerismo. Pero a veces algún accidente o contratiempo al final de la jornada bastaba para contra­riarnos. A mí, algunas contingencias me hacían sentir que eran el colmo de la desgracia. Por ejemplo, espinarme en la oscuridad y tener que esperar la claridad del día siguiente para poder extraer las púas; que al anochecer la mosca verde llenara de larvas mi chamarra teniéndola que usar así por no poder limpiarla sin visibilidad. O buscar con apremio un lugar para aliviar la vejiga y coincidir en el punto exacto con una serpiente. La clave para una co­existencia pacífica con estos ofidios radica en no tocarlos, pisarlos o atacarlos. Y evitar hacer movimientos bruscos o ruido cerca de ellos. Pero no siempre logré actuar así. Estando en otro campamento busqué acceso al arroyo próximo, pero su ribera estaba cubierta de jimba. Cuando

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logré despejar el paso hacia el agua, fui por ropa limpia y volví al río. Sin embargo, a medio sendero me encontré con una bejuquilla verde que avanzaba en dirección con­traria, inaugurando la ruta que me había costado tanto abrir. No había espacio para las dos. O ella o yo. La noche comenzaba a caer y contrariada por su inoportuna presen­cia le hice un gesto agresivo, al tiempo que le reclamé su intrusión en mi camino como si me fuera a entender. La bejuquilla espantada por mi proceder se puso en guardia, levantando la parte anterior del cuerpo y sacando la len­gua bífida amenazante. Nos quedamos mirando una a la otra, midiéndonos por unos instantes. Naturalmente debí ser yo quien retrocediera y la dejara pasar cortésmente. Si bien su veneno no es mortal, produce daño y dolor local que no me hacía ninguna falta.

Durante la penetración a la Alta Verapaz, la caza, pesca y recolección fueron actividades cotidianas en las que por turnos participábamos en parejas. Debíamos recurrir sistemáticamente a ellas porque nuestras vías de aprovisionamiento eran excesivamente largas, y si nos dedicábamos a utilizarlas no haríamos otra cosa que trabajar para comer. Y faltaba tiempo para que los compa­ñeros que ganaríamos en el futuro próximo comenzaran a abastecernos.

Un buen cazador en nuestras circunstancias debía saber orientarse, manteniendo la atención en la búsqueda de la presa; conocer las costumbres, gustos alimenticios, huellas, olor y sonidos característicos de los animales; tener, por lo tanto, olfato, vista y oídos agudos. Y natural­mente, saber desplazarse con sigilo y tener buena puntería, no pocas veces bajo el acoso de plagas y sin estar el objetivo quieto ni visible. Se autorizaban dos tiros por cazador. La regla era "animal por tiro disparado. " Generalmente utilizábamos rifles 22 y escopetas calibre 12, 16 y 20. Y una

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jomada completa solía ocuparse para obtener la carne. Pero había días de suerte en los que rápidamente lográbamos resultados. También hubo ocasiones en que los animales llegaron al campamento. Es más, a la misma cocina y no uno sino varios ejemplares. Entonces abundaban las bro­mas del colectivo y los alardes de los mejores tiradores: "Dispará con los ojos cerrados", "no gastés bala, mejor lazalo", "¿cuál puerco quieren, éste o aquél?", "¡hacete a un lado cocinero porque en la olla va a caer el pajuil! ", "¿quieren comer pava o mono?". Y acto seguido caían dos, tres y más piezas. Los animales que más comimos fueron venados cola blanca y huitzitzil — cabrito—; tamborcillos o coches de monte, jagüillas, monos rugidores, tepezcuintles, micoleones, pizotes, armadillos, pajuiles, pavas, guancolo- las y diversas serpientes. Pero ocasionalmente también nos alimentamos con dantas, jaguares, monos araña, viejos de monte, brazo fuerte — también llamado oso hormiguero—, iguanas, tortugas entre otros. Y alguna vez probamos el rey zope, la garza, el loro. Aunque nuestra sobrevivencia dependía frecuentemente de cazar lo que tuviéramos al alcance, este recuento me hace cobrar conciencia de que también nosotros contribuimos a la depredación.

Un buen pescador sabía identificar los puntos de las corrientes donde suelen agruparse los peces; así como la época en que algunas especies descienden los ríos me­nores, pasando por puntos donde casi no hay agua y sí numerosas piedras. Asimismo debía tener paciencia para permanecer horas quieto y silencioso en un mismo lugar, soportando estoicamente la plaga de turno. Como solía­mos pescar en áreas donde nadie más lo hacía, los peces mordían fácilmente —a veces sin necesidad de camada—; o los capturábamos en gran número con atarraya. Y en determinadas oportunidades emboscábamos machacas o macabiles, cuando éstos descendían las corrientes.

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En tales casos nos ubicábamos machete en mano en las partes bajas y pedregosas, luego del descenso de alguna creciente. Preferíamos pescar mojarras y machacas, pero no despreciábamos los juilines, bagres, pezcoches y pezla- gartos. Pescábamos en ríos pequeños y medianos, pues los grandes los evitábamos por razones de seguridad. Sin embargo, cuando los cruzábamos por las noches o en las madrugadas del verano, quienes nos transportaban se valían de tridentes para capturar con gran destreza peces, cangrejos, langostinos y camarones, los cuales nos obsequiaban generosamente. Pero la pesca más frecuen­te era con anzuelo. Los pescadores disponían de dos de estos instrumentos, pues obtenerlos era tan difícil como cualquier otro producto industrial. De ahí que debiéramos garantizar su preservación. La regla era "anzuelo trabado, anzuelo rescatado". Como varios meses del año el agua estaba turbia y llena de palazones, espineros y matas que las crecientes arrastraban, los anzuelos se enredaban va­rias veces en una jomada. Por eso era necesario que uno de los pescadores supiera nadar. Esta ingrata tarea implicaba exponer el cuerpo a las plagas y sumergirse múltiples ve­ces. Unas para seguir con el tacto la cuerda hasta localizar el arponcillo; otras directas al punto donde se encontraba éste para destrabarlo. A cada salida del agua debíamos vestirnos con la velocidad del rayo para reducir los pi­quetes que, según la temporada, podían ser de tábano o de alguna especie de mosquito. Entre éstas destacaban el mosquito transmisor del paludismo, el transmisor de la leishmaniasis — mosca chiclera—, el vector del colmoyote y un mosco minúsculo que llamábamos jején. En tiempo de lluvias, además, no abundaba la pesca. Pero en verano aportábamos ensartas que proporcionaban raciones sus­tanciosas para uno o más tiempos de comida.

Un buen recolector era aquél conocedor de plantas, frutos, semillas, raíces y hongos comestibles; aquél que

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tenía habilidad para reconocer sus hábitats y temporadas de producción. También debía tener sentido de orienta­ción. Nuestras limitaciones alimenticias fueron tales en esa temporada, que recurrimos a la recolección de guapinol, coquito de corozo, piñuela y cogollo de manaco, que normalmente despreciábamos.

Pero la mayoría lográbamos cazar, pescar y recolec­tar nuestro sustento gracias a la abundancia, a la suerte y al empeño que poníamos. La costumbre era que quienes realizaban esas tareas entregaban el producto listo para ser cocinado. Cuando las piezas eran numerosas se sumaban voluntarios, que nunca faltaban, al destace o limpia. Esta labor la realizábamos con rapidez porque enjambres de moscas verdes aparecían donde había animales sacrifica­dos y depositaban en ellos cientos de larvas que en pocos minutos se convertían en gusanos blancos que infestaban la carne. Algunas veces los buscadores del alimento silves­tre no volvieron porque se extraviaron. Y esto le sucedió incluso a quienes mejor se orientaban, pues al concentrar la atención en el objetivo solían hacerse movimientos y cambios de dirección que la memoria no registraba. Afortunadamente todos los extraviados aparecieron días después, luego de pasar peripecias cuya narración era el deleite de la colectividad.

Superada la fase in icial —establecim iento, abastecimiento para una larga temporada, reconocimiento del terreno, apertura de rutas secretas hacia las áreas po­bladas y realización de los primeros contactos—, pasamos a una segunda fase de trabajo. Esta consistía en una labor de reclutamiento selectivo, organización y politización de la población pobre. Entonces pequeñas patrullas nos establecíamos en lugares secretos próximos a las vivien­das y los trabajaderos para abordar a los campesinos en el momento oportuno. Mientras tanto, otros avanzaban en las exploraciones de áreas más pobladas, recabando

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información de todo tipo y abriendo nuevas rutas hacia las urbes. Alcanzado cierto grado de arraigo entre la pobla­ción, dejábamos a varios miembros del destacamento como organizadores. Con el tiempo y el trabajo sostenido llegábamos a crear estructuras clandestinas locales y redes de colaboradores. Entonces partíamos hacia otras zonas a repetir el mismo ciclo.

La noticia de nuestra presencia se irradiaba entre la población pobre. Y desde lugares lejanos recibíamos cartas conmovedoras que llegaban de mano en mano. Luego de contarnos las penas e injusticias que sufrían, nos pedían enviar a uno de nosotros a sus localidades con el compromiso, por parte de ellos, de "alimentarlo, alojarlo y protegerlo", para que les enseñáramos las ideas de la revolución y cómo organizarse para la defensa de sus derechos. La mayoría de los problemas tenían que ver con usurpaciones de tierras por parte de terratenientes y autoridades; con abusos y crímenes de los comisionados militares; con trámites y gestiones que no prosperaban. Nosotros estábamos lejos de poder satisfacer esas deman­das. Con grandes dificultades avanzábamos paso a paso en los lugares aledaños a nuestra ubicación. Entonces nos embargaba un sentimiento de impotencia.

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MÁS ALLÁ DE LOS CAMINOS

Varios meses después de trabajar separados, los miembros del destacamento nos reunimos de nuevo. Fue nuestra columna la que, esta vez, debió desplazarse más días para llegar al punto de reunión. Dejábamos atrás una etapa de enormes esfuerzos y trabajo cuyos frutos tardarían en evidenciarse. Habíamos laborado en condiciones especial­mente precarias: raciones magras, intenso trabajo físico y trasiego de pesadas cargas, largos desplazamientos y difíciles exploraciones del terreno, desgaste extremo de ropa y calzado. No pocos teníamos los pies infestados de hongos, porque el agua les penetraba constantemente a causa de las lluvias torrenciales, los numerosos aguaño­nes y el deterioro del calzado. Y para eliminar ese mal se necesita sequedad, ventilación y sol que durante esa tem­porada no pudimos satisfacer. Además, los antimicóticos se nos agotaron. Así que al iniciar la marcha de retorno mis pies estaban llagados, enrojecidos y con el roce de las botas me ardían como si estuvieran quemados.

A fines de noviembre de 1976, semanas antes de reunificarnos, nos enteramos del supuesto accidente aéreo del padre Guillermo Woods, de la orden de Maryknoll. Trabajaba con parcelarios de origen huehueteco asentados en El Ixcán, donde residía. No tenía relación alguna con nosotros, pero estaba identificado con los campesinos y tenía vínculos en la capital y en Estados Unidos, de donde era originario. De allí que fuera un testigo inconveniente de las atrocidades que el ejército comenzaba a ejecutar en la región.

Cierto día tuve un altercado con un compañero indígena. Él estaba encargado de apoyar en sus necesida­des básicas a un enfermo de su misma etnia. Pero esa vez,

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en lugar de llevarle la comida en cuanto estuvo servida, como acostumbrábamos, se dedicó a comer la propia y colocó descuidadamente el plato del compañero donde le saltaba fango de las pisadas de quienes nos movilizá­bamos por ahí. De manera que le llevaría la comida fría y pringada de lodo. El compañero no era novato, y él mismo había sido atendido con solicitud cuando lo necesitó. Y en aquel mundo de privaciones y peligro, el compañerismo y el respeto entre nosotros jugaban un papel destacado para mantener la unión y la moral en alto. Su actitud me indignó tanto que muy enojada le hice ver su desconsi­deración. Él se molestó por el llamado de atención, y de mal modo llevó la comida al enfermo, murmurando quién sabe qué cosas. Al día siguiente partió con una patrulla por varios días y no se despidió de mí, evitándome adrede. La tarde en que la unidad retornó al campamento me encon­traba copiando a máquina unos materiales de formación. Lo hacía en mi puesto y, por la urgencia de terminarlos antes del anochecer, no me levanté a recibirla como era costumbre. Pero pronto vi aparecer a este compañero en el trillo que unía mi lugar con la cocina. Con la mochila aún a cuestas avanzaba sudoroso y a paso rápido hacia mí, con una flor blanca en la mano. La llaman mariposa, y en efecto parece un ramillete de esos bellos lepidópteros. La produce una mata que crece en lugares sombreados y húmedos, cerca de fuentes de agua. "Tomá, te la traje a vos" fue todo lo que me dijo, con voz imperativa y rostro adusto, y se retiró por donde había llegado. Me conmovió su gesto porque era un compañero altivo. Además, no era usual en el destacamento llevar flores a alguien. Los enamorados o amigos solían obsequiarse frutos silvestres o caramelos atesorados después de alguna repartición. El incidente de días atrás me había dejado sabor amargo, tanto por su proceder ante el enfermo como por la forma en que me dirigí a él delante de todos. La presencia de

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la flor me decía que la concordia había vuelto a nuestra relación. Paco era un joven ixil moreno y fornido, de mirada directa y traviesa. Recién integrado mostraba un acendrado localismo. Inteligente, inquieto, extrovertido; pronto destacó por aguerrido y audaz. Me había corres­pondido enseñarle a leer y escribir, y también observar su evolución de combatiente y futuro mando. Es de los compañeros que más retengo en la memoria por su viva­cidad. Lo recuerdo deletreando y llevando el dedo índice debajo de las palabras que descifraba; o avanzando con aquellas mariposas blancas en la mano. En 1981, antes de alcanzar los 23 años de edad, murió en el Frente Augusto César Sandino, ubicado en el altiplano central.

Fuimos la primera columna en llegar al campamento anfitrión. En él se encontraba el grupo que había queda­do en la zona de más antiguo y sedimentado trabajo de organización. Por lo tanto, con mejores condiciones de abastecimiento, comunicación y seguridad. Estaba bajo la conducción de un miembro de la Dirección Nacional, de un veterano del destacamento y del responsable de organización en esa zona. Nadie del mando había sido asignado a ese grupo por considerarse que los compa­ñeros mencionados suplirían su función y, en cambio, la presencia de sus integrantes era más necesaria en los otros grupos. La responsabilidad de este agrupamiento era consolidar política y organizativamente la zona, extender el trabajo a las áreas aledañas y fortalecer los corredores logísticos. Y, naturalmente, impulsar el trabajo de formación dentro del contingente guerrillero. Pero un vistazo al campamento y pocas horas de convivencia fue­ron suficientes para darnos cuenta que el trabajo no había sido realizado. El panorama que ofrecía esta colectividad era decepcionante. La desmovilización era completa: sin medidas de seguridad, las armas no siempre se llevaban consigo; se escuchaba música simultáneamente en varios

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radios y a cualquier hora; no se levantaban los puestos de dormir y las pertenencias de cada quien estaban de cualquier manera; no se desplegaban actividades de formación de ningún tipo, ni siquiera de alfabetización; tampoco habían realizado adiestramiento militar. No había horario para levantarse y cada quien hacía lo que quería durante el día. La comida abundaba y algunos productos se consumían al gusto. Efectivamente, estaban en el punto con mejores posibilidades de abastecimiento, pero también habían invertido bastante tiempo y esfuer­zos en ello, en detrimento del trabajo que tenían asignado. Los responsables se habían dedicado fundamentalmente a abastecer en grande al grupo, a impulsar vida social con la población, especialmente visitando muchachas y organizando fiestas; le habían dedicado buen tiempo al descanso y a la cacería mayor. Quienes recién llegamos todavía alcanzamos a comer carne de jaguar y de danta por la que ningún residente mostraba interés.

Este grupo tenía a su favor, y lo hacía sentir, el de- rribamiento de un helicóptero del ejército pocas semanas atrás. Casualmente se les había puesto a tiro durante una propaganda armada y lo atacaron. Cuando el aparato cayó a tierra varios compañeros desenfundaron sus machetes y le asestaron golpes, comprobando con admiración y beneplácito que el filo de los mismos penetraba el metal en varios puntos. La integridad de la tripulación —dos oficiales— había sido respetada y se le liberó luego de conversar con ella. Pero la nave fue desmantelada de lo que podía ser de nuestra utilidad y curiosidad. De los cin­turones de seguridad, por ejemplo, se hicieron numerosos arneses y mecapales que llamamos de helicóptero.

Los otros grupos habíamos realizado trabajo en zo­nas débiles o nuevas, cuyos frutos tardarían en palparse. Y el régimen de vida que habíamos llevado era contrastante con el del anfitrión. Aunque contaba con el respaldo de la

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dirección, incluyendo al responsable de ese grupo, para el mando fue incómodo retomar el control del conjunto reunificado y hacer valer de nuevo la disciplina política y militar reglamentaria e igual para todos. No pocos com­batientes, especialmente novatos o conflictivos de uno y otro grupo, comentaban entre sí los hechos y compara­ban. Y algunos lamentaron no haber sido asignados al grupo relajado. Los que habíamos cumplido con nuestro trabajo, sobreponiéndonos a las difíciles circunstancias y exigiendo a nuestras colectividades esfuerzos enormes, estábamos indignados y preocupados ante este choque de concepciones y estilo de trabajo. No eran nuevas las diferencias, pero sí primera vez que cristalizaban en toda su crudeza. Y esto agudizó las contradicciones en el seno del destacamento, especialmente entre el compañero de la dirección y el veterano que habían quedado allí y los otros dirigentes y el conjunto del mando. Los hechos nos daban la razón en numerosos aspectos, pero pocos com­pañeros tenían conciencia de los problemas de fondo. Y sólo los miembros de dirección y una parte del mando los criticamos. Varios que desaprobaban su proceder se abstuvieron de expresarlo para evitar su malquerencia.Y numerosos miembros de la base simpatizaban con los compañeros cuestionados, porque eran obsequiosos, dicharacheros y temerarios en las acciones militares. El mando, sin embargo, restableció el régimen de seguridad, la disciplina de trabajo, las actividades de formación y, a través del equipo de abastos, la racionalización en la ad­ministración de los recursos. En pocos días nuestra vida colectiva retomó su cauce habitual.

La reunificación y el funcionamiento colectivo de los organismos de conducción y de los equipos, que habían estado disgregados, introdujeron nueva fuerza política y moral a todos; las actividades que implementamos esti­mularon y generaron entusiasmo; el abastecimiento básico

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se estabilizó para todos, mejorando la dieta, la vestimenta y el calzado de quienes habíamos vivido meses de pre­cariedad. Algunos de nosotros desechamos pantalones irreconocibles de tanto parche que tenían superpuesto. Y estrenamos botas quienes las teníamos rotas. Reorganiza­do el destacamento nos trasladamos a otro lugar.

El nuevo campamento estaba ubicado en un área con numerosos vestigios de construcciones antiguas. Contaba con una hermosa y sombreada poza, donde impulsamos clases de natación y sometimos a prueba pequeñas balsas. Normalmente quienes procedían de la costa y la selva sabían nadar; pero quienes provenían del altiplano no. También construimos infraestructura para implementar diversas actividades. Reanudamos los cursillos de forma­ción para dirigentes comunales, quienes llegaron a pasar una temporada con nosotros. También reiniciamos los cursillos de combatientes y cuadros organizadores.

Lo primero que ubicaron los combatientes jóve­nes en el nuevo punto fue un bejuco fuerte que sirviera de columpio para la diversión colectiva. Casualmente lo encontraron junto al puesto de cocina y su línea de oscilación pasaba sobre el torrente que corría a su lado. Antes de haber concluido las disposiciones de instalación, y todavía acalorados por la marcha, comenzó el retozo. La mayoría nos columpiamos, aunque fuera una vez, so pena de perder créditos y ser llamado viejo por la mucha­chada. Prevalecía la idea de que ser viejo era sinónimo de aburrido y triste.

En los cursillos utilizamos antiguos y nuevos materia­les de formación, elaborados a partir de las necesidades que enfrentábamos en la práctica y de los objetivos que como organización nos proponíamos. Entre los documen­tos nuevos estaban: Nuestra Concepción Militar, Diez Ideas Principales del EGP, Las clases y la lucha de clases, Nuestra Revolución, El Poder Local, Los Hombres y las Abejas (sobre

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nuestro estilo de trabajo), Las Ocupaciones Revolucionarias de Tierras, La Reforma Agraria, Cómo es nuestra sociedad y qué debemos hacer para cambiarla, Estructura del Estado Guate­malteco, La Táctica Guerrillera, Las Tres Abuelas que se fueron a la Montaña (basado en una leyenda chuj). También re­produjimos extractos de textos como El Hombre y el Arma, de Vo Nguyen Giap y documentos sobre la formación de los cuadros del Presidente Ho Chi Minh. Sin embargo, hacíamos nuestro trabajo en función de desarrollar y sustentar la guerra de guerrillas. Forma de lucha a la que le dábamos prioridad; mientras que fue menor la labor de impulsar formas de lucha reivindicativa y propiamente política. Este hecho, sin embargo, no estaba determinado sólo por nuestra mentalidad, sino también porque tal era la demanda de la población. Querían la lucha armada, pues cada vez que habían impulsado luchas reivindica­tivas y políticas, respaldándose en la ley y la justicia, no sólo habían fracasado sino los habían reprimido.

Entre los libros que circulaban por esos días recuer­do: El Poema Pedagógico, de Antón Makárenko; El Águila y la Serpiente, de Martín Luis Guzmán; El Mundo del Mis­terio Verde y La Mansión del Pájaro Serpiente, de Virgilio Rodríguez Macal; Espartaco y Mis Gloriosos Hermanos, de Howard Fast; El Viejo y el Mar, de Ernest Hemingway; El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry; La Rebelión de los Colgados, Puente en la Selva, El General y Gobierno, de Bruno Traven; País de las Sombras Largas, de Hans Ruesch; México Insurgente, de John Reed.

En relación con el trabajo de formación entre los combatientes, el mando decidió preferenciar a aquellos compañeros de reciente incorporación o que habían pasado el último período sin preparación política ni fun­cionamiento orgánico. De manera que las tareas prácticas y operativas recayeran durante las primeras semanas en los compañeros más conscientes y sólidos. Sin embargo,

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alrededor de este criterio se suscitó una confrontación entre miembros del mando y unos veteranos con respon­sabilidades organizativas en la región. Ellos opinaban que lo primero que debíamos hacer con los nuevos era incorporarlos a las tareas prácticas fuera del campamento "para que se chingaran". Mientras que priorizar su for­mación política era para estos compañeros algo así como otorgarles un derecho o un privilegio que no se habían ganado en la práctica. Decían resentidos: "A nosotros nadie nos dio formación cuando comenzamos y nos llevó la gran puta"; "quien más se ha chingado tiene más de­rechos y autoridad" y cosas por el estilo. Querían hacer de las deficiencias y errores pasados, virtudes. Olvidaban qué necesitaba más nuestra organización; evidenciaban celos y temor de ser superados por la nueva generación de guerrilleros. Efectivamente, quienes así opinaban eran compañeros firmes, valientes, entregados. Pero eso no era suficiente para responder a los retos que enfrentábamos como luchadores y políticos revolucionarios. Por otra parte, los nuevos éramos sus compañeros, no sus rivales; éramos refuerzo al trabajo que los desbordaba. Y todos necesitábamos elevar nuestra calidad política.

Contradictoriamente, esos veteranos demandaban para los trabajos que dirigían a quienes mayor desarrollo político iban alcanzando. Y cuando el destacamento se encontraba lejos de sus puestos de trabajo, nos enviaban a los nuevos reclutas para que les diéramos formación y pasaran experiencia organizativa con nosotros. Al mismo tiempo, estos compañeros estaban inconformes con que dos mujeres, y no veteranos, formáramos parte del mando del destacamento. Consideraban que el mismo debía ser exclusivamente militar y que a ellos les correspondía esa función. No contemplaban las dimensiones ideológica, política y organizativa que también entrañaba esa función en todo orden de la vida colectiva. Tampoco apreciaban

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las funciones organizativas, netamente políticas, que ellos tenían asignadas. Este descontento afloraba una y otra vez en situaciones informales, actitudes y estilos de trabajo. Y a veces también en interferencia de funciones. Su oposición oblicua y su periódica hostilidad nos llegó a encabronar varias veces a las mujeres del mando.

Por ese tiempo mi hijo cumplió tres años de edad. Llevaba casi dos sin verlo y por las dificultades en la comunicación sólo sabía esporádicamente de él, a través de cartas que su padre me enviaba. En ellas me contaba extensamente sobre el niño y me exhortaba a no preocu­parme por su situación y desarrollo. También me adjun­taba hojas garabateadas por él. Pero por los riesgos que entrañaban los correos clandestinos, sólo me envió una o dos fotografías suyas. Yo las contemplaba por unos días y luego las enterraba en alguna parte, porque no teníamos lugares seguros ni de retorno. Y no pocas fotos habían caído en manos del adversario. Tampoco conocía su voz, ni su modo de ser. No sabía cómo corría y reía. Cuando trataba de imaginarlo en sus cambios físicos y evolución de su personalidad, sólo lograba recordarlo como era cuando lo dejé. Sin embargo, confiaba en que crecía sano, contento, rodeado de cariño. Y quizás aprendiendo a quererme de alguna manera. Por mi parte, cada vez que tenía oportu­nidad le mandaba dibujos, cartas, recuerdos del hábitat donde me encontraba: plumas coloridas, colmillos, pieles o algún juguete rústico. Y mientras llegaba el día de reen­contrarnos, me vestía de madre con su recuerdo.

A las pocas semanas de habemos reunificado, un grupo de combatientes pidió autorización para realizar un baile. Era una demanda nueva y había opiniones encontradas en los organismos responsables sobre cómo proceder. Quienes opinaban en contrario del permiso consideraban que tal práctica no debía ser admitida en una unidad guerrillera porque relajaba la disciplina; que

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autorizarlo era ceder ante quienes en el pasado reciente se habían desmovilizado e incumplido con sus responsa­bilidades; que permitirlo podría acarrearnos problemas políticos tanto dentro de la organización, como entre la población. Quienes opinaban a favor consideraban el hecho de que habíamos logrado reencauzar satisfactoria­mente a la colectividad y retomar la conducción general, según nuestros lineamientos y acuerdos orgánicos; que en el destacamento prevalecía un ambiente de disciplina, laboriosidad y camaradería general; que la actitud positi­va en el nuevo contexto de quienes solicitaban el permiso era un hecho; que la colectividad había estado trabajando duro y sostenidamente y tenía derecho a darse un gusto. También se consideró que la juventud guerrillera, como cualquier otra, necesitaba actividades de esparcimiento; que vivíamos en circunstancias de permanente rigor, lo cual hacía más necesaria la recreación. Y la fiesta que demandaban era una forma de lograrlo. Pero también se consideró la precariedad de la correlación de fuerzas internas. Por lo que autorizar el baile podía contribuir a neutralizar ciertas posiciones que nos acusaban de negar la alegría, contraponiéndola hábilmente a la disciplina. Podíamos ser flexibles en este asunto sin afectar el curso y los parámetros esenciales de nuestro trabajo. El baile se aprobó esa y otras veces.

Personalmente no era partidaria de los bailes en nuestras circunstancias. Pero, aunque inicialmente me manifesté en contra, finalmente estuve de acuerdo por las razones que se dieron durante la discusión. El evento consistía en que al final del día en lugar de la acostumbra­da reunión política o cultural, se autorizaban una o dos horas de música y quienes lo desearan participaban en el convivio. Con mi compañero estuvimos presentes en ese primer baile, aunque varios responsables no lo hicieron y criticaron nuestro proceder. El ambiente era de alegría

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y entusiasmo. La danza no era nuestro fuerte pero nos incorporamos a ella. Esa vivencia me ayudó a flexibili- zar el pensamiento ante ciertas situaciones humanas y sociales que vivíamos. Cobré conciencia de que el baile era una forma, accesible para nosotros, de satisfacer entre la juventud del destacamento necesidades del espíritu y del cuerpo. Y fue evidente que tal actividad mitigaba las fuertes dosis de tensión y privaciones de nuestra vida cotidiana. Por otra parte, siempre fueron eventos espo­rádicos que, en lo que me tocó conocer, no implicaron violación de medidas de seguridad, abandono de tareas, ni relajamiento de la disciplina. Además, somos un país con población mayoritariamente joven —por debajo de los 20 años—, Y no hay lucha posible por un futuro me­jor sin la participación masiva y decidida de los jóvenes, incluso de los niños. Ojalá no tuviera que ser así, pero esa es nuestra realidad.

Recuerdo, por lo que me hicieron reflexionar, fragmentos de la letra de algunas canciones que esa vez se bailaron con más entusiasmo. Una decía: "¿Qué pasa en el mundo y en la humanidad que el joven de ahora no puede vivir en paz?... " y la interpretaba un conjunto lla­mado Los Guaraguao. Otra decía así: "Oye, abre tus ojos, mira hacia arriba, disfruta las cosas buenas que tiene la vida... ". Esa noche se bailaron desde sones hasta rock, en medio de la risa y la picardía más desbordantes de las que tengo memoria. Al retirarnos a dormir comentamos con mi compañero lo inimaginable de numerosas situaciones que, como ésta, debíamos experimentar y sopesar dentro del oficio. En realidad nos atañía todo lo que se refería al ser humano y su vida en colectividad.

Otras veces, hasta lo aparentemente más inverosímil se convertía en motivo de acaloradas discusiones, no exen­tas por ello de sentido del humor. En cierta oportunidad, por ejemplo, alguien de la población nos encargó un mono

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araña para mascota. Como nuestra conciencia ecológica era nula, solíamos atender estas ocasionales solicitudes cuando la situación lo permitía. Un buen día, ya lejos de la vivienda del solicitante, matando a una mona unos compañeros capturaron un monito araña que todavía mamaba y era incapaz de valerse por sí mismo. Decían que era la edad ideal para domesticarlo. Si bien a algunos nos desagradó el hecho por cruel, no fue sino un senti­miento pasajero y contradictorio. Pues la perspectiva de complementar nuestra dieta con carne, sumada a nuestra inconsciencia ecológica, neutralizaba la reflexión al res­pecto. Sin embargo, poco tiempo después, un miembro de dirección trazó la política de no seguir matando animales, sino por extrema necesidad alimentaria. Y de ninguna manera para obtener mascotas o simplemente porque estaban a tiro como sucedía algunas veces.

Debimos andar con el simio varios meses, antes de que alguna patrulla nuestra pasara por la casa del campesino. Sin embargo, sobraron voluntarios, todos varones, para criar y educar al huésped. Este chillaba como bebé y sólo se tranquilizaba si estaba prendido a la melena de alguno durante el día, y si dormía en el regazo de otro durante la noche. En este último caso fue nece­sario ponerle un trapo grueso a modo de pañal, porque invariablemente se orinaba y zurraba sobre su tutor. Pero había otras implicaciones: sólo teníamos harina de maíz y no había modo de que el monito la quisiera probar; y en las formaciones, reuniones y entrenamientos, más tem­prano que tarde el mono concentraba la atención de los presentes con sus travesuras y actitudes. Tales actividades se volvían risas y comentarios traviesos en los que hasta los más serios y disciplinados terminaban envueltos. El mando intervenía para poner orden, pero no pasaba mu­cho tiempo sin que el jolgorio se hiciera presente de nuevo. Entonces hasta la dirección se involucraba, y se armaba

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la discusión alrededor de la presencia de este congénere en un destacamento guerrillero: ¡Suéltenlo y que se vaya a la chingada! dijo un dirigente. No, porque está muy pequeño para valerse por sí mismo y moriría, replicó alguien del colectivo. Vean que el compañero que nos lo encargó es muy bueno, agregó otro. Entonces amárrenlo a un palo en la orilla del campamento, donde no sabotee nuestro trabajo. No porque chilla y hasta se puede ahorcar, respondía una voz. ¡Que se ahorque! gritaba alguno. No seás desgraciado, él no tiene la culpa de que lo hayamos traído con nosotros, contestaba indignado otro. Ya van varios días y no quiere comer harina de maíz, intervenía con preocupación alguien. Cuando le apriete el hambre lo va a hacer, así como lo hemos hecho nosotros, excla­maba otro más. Yo creo que debiéramos darle una cuota de leche diaria como se hace con el compañero herido y con el convaleciente, decía convencido alguno. Eso no puede ser porque sólo tenemos un bote de a libra, no hay otra cosa qué darles y ambos están muy débiles. Claro, afirmábamos unos, cómo vamos a comparar la vida y la salud de dos revolucionarios con la de un mono. Pues tiene tanto derecho como ellos porque su madre ha sido víctima nuestra, replicaba alguien.

A todo esto, unos ya estaban enojados por la disper­sión en el asunto del mono; mientras otros se divertían a lo grande poniéndole leña a la discusión. Y el monito, quien para entonces ya tenía su propia mochilita, toldito y hamaquita, miraba hacia uno y otro lado con sus ojos muy abiertos, como si entendiera que en aquel mereque­tén se jugaba su futuro. Entre los que no participaban en la batahola y sólo observaban pacientemente a la espera de que se reanudara la actividad interrumpida, estaba el compañero mam que había adoptado al mono. Era el combatiente de más pequeña estatura y más callado entre nosotros. Su esposa estaba privada del habla y vivía con

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sus hijos y familiares en un rancho próximo al río Ixcán. Fue él quien pacientemente le confeccionó su equipo mi­litar y estuvo siempre pendiente de con quién andaba el huésped durante el día o en las noches.

Lo cierto es que el primate era el chinchín de varios combatientes y se llenó de mañas como un niño consen­tido. Sobrevivió al trauma de su prematura separación de la madre; aprendió a comer harina y otros alimentos humanos mientras le llegó la edad de comer frutos, co­gollos y hojas como los adultos de su especie. Para que no siguiera perturbando nuestra actividad diaria se le amarró a un árbol en la periferia del campamento durante el día. Pues, obviamente, se prohibió su presencia en toda actividad, salvo las comidas y horas de descanso. Al caer la noche se le trasladaba al puesto de dormir de su padre adoptivo, quien a veces lo acostaba en su hamaquita y lo mecía desde lejos por medio de una liana, ya que nues­tras actividades continuaban hasta entrada la noche. El mono se quedaba tranquilo en ambos lugares, siempre que no percibiera la proximidad de alguien. Bastaba que escuchara una voz o que sintiera pasos para empezar a chillar como condenado, hasta que lo abrazaban o ins­talaban en alguna cabellera. No faltó quien exclamara contrariado ante vivencias como éstas: "¡Sólo a nosotros nos pasan estas cosas!" o "¿Qué desgracia o problema no nos toca vivir? ".

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LAS NIÑAS DE LA BANDERA

A partir de 1975, el ejército lanzó crecientes ataques contra la población civil de la selva. Y su presencia aumentó con el desarrollo de nuestras acciones y de la lucha política de la población contra la represión. Mientras tanto, nosotros no contábamos con zonas liberadas, ni estábamos en capaci­dad de lograrlas. El ejército podía movilizarse, instalarse y operar en cualquier lugar en cuestión de horas. Reprimía basándose en listas elaboradas por comisionados militares y orejas locales. Nunca verificaba la información. La pala­bra de estos individuos determinaba la condena a muerte de cualquier persona. Y con frecuencia anotaban nombres por las más variadas razones, no pocas veces movidos por intereses personales, económicos y de poder. En virtud de esta política contrainsurgente comenzaron los secuestros, torturas y asesinatos. Los parcelamientos de Xaclbal y Santa María Tzejá fueron de los primeros afectados.

Nuestra seguridad descansaba en la información que la población organizada y el ejército nos proporcionaban. Este último con el bullicio aéreo, las huellas, el ruido, el movimiento de vegetación que producía a su paso. Así como a través de los múltiples indicios que dejaba donde acampaba, descansaba o se emboscaba. En los primeros años era bastante torpe para operar. Sin embargo, la conducción operativa estaba en manos de oficiales fanáticos y brutales que veían a la población civil como enemiga suya. Nuestra preservación dependía asimismo de la sigilosidad, del estado de alerta permanente y de la disciplina que observábamos. También de la mayor velocidad con que nos desplazábamos en relación a la tropa. Esta nunca logró igualamos, ni calcular con objetivi­dad nuestra rapidez, capacidad de carga y resistencia.

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En 1976 la población de la selva inició las denuncias a nivel nacional. Participaron varias mujeres que habían perdi­do a sus seres queridos. Pero pocas veces se logró que estas luchas repercutieran y lograran sus objetivos — salvo el de foguear a los participantes — debido a lo lejano y aislado de la región y a que sus protagonistas eran campesinos e indígenas pobres de las zonas periféricas del país. Casi nadie ponía atención a sus denuncias y problemática social. A la ciudadanía, a la prensa y a los políticos no les preocuparon entonces los crímenes cometidos contra esos guatemaltecos marginales y misérrimos. No vieron en ellos el germen del terror de Estado que pronto no los respetaría a ellos tampoco. Defender el derecho a la vida y a la tierra de esos compatriotas era, desde entonces, cuestión de principios ciudadanos.

Entre las movilizaciones locales que en aquellos años se impulsaron hubo una motivada por el secuestro de un parcelario. No era la primera vez que el ejército, amparándose en la oscuridad y en la fuerza, secuestraba en la selva. Y que, temprano, al día siguiente, llegara un helicóptero a recoger a la víctima que luego desaparecía. Esta vez, la población decidió sobreponerse al miedo y exigir la liberación del campesino. De manera que la misma noche del hecho varios vecinos se desplazaron a los parcelamientos aledaños para informar y solicitar apoyo. Al amanecer se había congregado una multitud que enfiló decidida hacia el cuartel. A la cabeza iba la esposa de la víctima. Al llegar al puesto militar formaron una muralla humana a su alrededor y demandaron la liberación del secuestrado. Los militares rastrillaron sus armas y apuntaron amenazadoramente hacia la gente. Y, como siempre, negaron una y otra vez ser los respon­sables. Pero la firmeza de los manifestantes y el valor de la mujer lograron rescatar al parcelario, quien efectiva­mente estaba cautivo allí. Y es que cuando los soldados

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apuntaron contra la multitud, la esposa de la víctima dio varios pasos al frente, quedando muy cerca de la boca de los fusiles, se descubrió el pecho y retadoramente le dijo al oficial que dispararan; que todos sabían que el ejército asesinaba al pueblo; y los llamó cobardes, repitiendo una y otra vez con el pecho desnudo: "¡Disparen!". El valor de esta mujer analfabeta y descalza elevó el enardecimiento de los manifestantes, quienes arremolinados en torno al puesto militar insistían en la devolución del campesino. El oficial debió hacer cálculos de que si desencadenaban una masacre ellos mismos no saldrían vivos de allí, pues la multitud superaba en número y en valor a los soldados. De manera que optó por liberar al secuestrado.

Entre los perseguidos había algunos vinculados a nosotros, los menos. Pero el ejército hostigaba y provocaba indiscriminadamente. Varios hombres debieron abando­nar su hogar para salvar la vida y en esas viviendas la mujer hizo de cabeza de familia. Entre ellas hubo quienes, con el apoyo de la comunidad, aumentaron la producción de la parcela. También algunas familias abandonaron la región atemorizadas, pero la mayoría se resistió a dejarla porque allí estaba su última esperanza de poseer tierra. Entonces, fueran o no bases de la guerrilla, comenzaron a esconderse cada vez que el ejército los agredía. Pero como no tenían conocimiento del terreno selvático, ni víveres para sobrevivir en él, el destacamento se constituyó va­rias veces en refugio temporal para algunos pobladores. Llegaban aterrorizados y hambrientos; la mayoría descon­certados ante las acusaciones y desmanes de la tropa.

La esposa de un compañero no quiso abandonar la región. Deseaba permanecer en ella para no perder contacto con su marido y sus hijos mayores — una mujer y un hombre — que se habían integrado al destacamento. La que más pronto se sumó a la lucha fue la muchacha. Estuvo entre las primeras mujeres incorporadas y de las que más

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tiempo ininterrumpido permaneció en la montaña. Allí aprendió a leer y escribir, se adiestró en primeros auxilios y participó en el Equipo de Servicios Médicos. Luego se incorporó el padre, quien llegó a desempeñar funciones de cuadro medio, siendo durante un tiempo miembro del mando. Al año se sumó el muchacho, quien se formó como combatiente y posteriormente como mando de una unidad militar. Eran ladinos originarios del oriente del país. Antes de instalarse en la selva habían peregrinado en busca de tierra donde vivir y cultivar. Sólo lo lograron en El Ixcán. Habían llegado en la década del sesenta con un hijo y una hija; en la selva les nacieron cuatro niñas. Fueron de los primeros en tenderle la mano al destacamento original. Sabían lo que era pasar penalidades y pusieron a disposición de los revolucionarios su parcela, su pobreza y su vida. Se empeñaron en producir más de lo que necesitaban para compartir el fruto con quienes luchaban. Tal nivel de producción sólo lo lograron con la fuerza de trabajo de niños y adultos. La seguridad de la madre y las cuatro niñas llegó a ser insostenible con el tiempo.

La dirección analizó el problema con el padre y los hijos mayores. Se les presentaron varias opciones. Ellos pidieron que la esposa y las hijas se adentraran en lo profundo de la selva y se instalaran en un lugar remoto con nuestra ayuda.

La salida del rancho fue difícil, pues el ejército lo tenía emboscado. Esperaba que el esposo o alguno de los hijos llegaran de visita. O que la señora se desplazara para contactarlos en algún punto. Se debió montar un operativo para rescatarlas; hubo balazos y persecución del ejército. En la retirada la unidad guerrillera se dividió sin pretenderlo. La madre, las hijas y algunos combatientes se extraviaron. El resto de la unidad no logró recontactarlos y oscureciendo volvió al destacamento sin ellos. Pasamos horas de angustia e incertidumbre. La búsqueda se reanu­

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dó al amanecer. Felizmente, al filo de la noche siguiente aparecieron sanas y salvas junto a nuestros compañeros. Habían pasado la noche acurrucados y en silencio entre el monte, mientras el ejército merodeaba su escondite. Eran cinco mujercitas, pues la madre era bajita y delgada. Y las niñas tenían 2 , 5 , 7 y 10 años aproximadamente. Salvo una, eran flaquitas y pequeñas en relación con su edad. Tenían ojos de asombro y habían salido con lo que tenían puesto. Estaban descalzas. Nos retiramos inmediatamente, pues el ejército rastreaba el área y debíamos evitar un choque con él. La marcha se emprendió bajo lluvia torrencial, y salvo la niña de dos años, quien fue transportada por su padre encima de la mochila, las demás caminaron igual que nosotros. Nos partía el alma verlas, empapadas y enlodadas, abriéndose paso con sus pies desnudos y salvando obstáculos inacabables. Sólo al tercer o cuarto día de marcha, cuando nos detuvimos en lugar seguro, pudimos improvisarles ropa y caites. Mi compañero hizo las sandalias de la más pequeña, utilizando, como los demás, el hule de la parte superior de sus botas.

A la madre y a las grandecitas se las inició en la alfabetización. Les dimos cuadernos y lápices, y traba­jamos diariamente con ellas. A la compañera se le había asignado un arma desde que llegó y a la mayor alguien le fabricó un fusil de madera. Las pequeñas improvisaron muñecas de palo, que sólo la imaginación y su ternura permitían reconocer.

Finalmente ubicamos un lugar apropiado para instalarlas. Quedaba a un día y medio de camino de nues­tro último campamento. Múltiples exploraciones y el co­nocimiento que teníamos de la selva daban garantía para su seguridad. Cualquier incursión del ejército la sabríamos con antelación y la población civil no se aventuraba en esas soledades. Sin embargo, las instruimos en hábitos guerri­lleros y les enseñamos los secretos de la sobrevivencia en

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el mundo verde. Construimos para ellas un rancho, donde acondicionamos un fogón y varios tapexcos para dormir. Descombramos un espacio pequeño a manera de patio. A cierta distancia de la vivienda construimos un depósito y lo abastecimos con las provisiones que teníamos: aceite, sal, maíz y azúcar. Les proporcionamos un rifle 22 y un anzuelo; un machete, una lima para afilar, un molino, dos ollas, trastes y cobijas. A la madre y a la niña mayor se las inició en el arte de la caza, la pesca y la orientación. Mientras tanto, seguimos avanzando en la lectura y la escritura. De manera que pudieran estudiar por su cuenta durante una temporada. También aprendieron algunas canciones y juegos infantiles. Por iniciativa de la madre, o quizás de los hijos mayores, programaron sus actividades cotidianas, influenciados sin duda por la vida del desta­camento, pero dándole su sesgo particular. Cada mañana al levantarse, se formaban en el patio, izaban una bandera de Guatemala hecha de pedazos de ropa usada, hacían ejercicios y practicaban el plan de emergencia. Luego asignaban a cada quien las tareas del día y, por último, cantaban una canción. Lo hacían con un entusiasmo e inocencia que conmovía.

Las dejamos en el corazón de la selva y retomamos a nuestras ocupaciones. Para entonces habían transcurrido dos meses desde que abandonaron la parcela. Durante ese tiempo nos dimos cuenta que el tamaño de la madre era inversamente proporcional a su valentía, determinación y laboriosidad. Nunca la vimos decaída ni insegura. La mayor de las niñas, una morenita delgada y agraciada, se convirtió pronto en una hábil cazadora. En poco tiempo cobró varios coches de monte, un armadillo y numerosas aves. Quería integrarse al destacamento, pero le hicimos ver que le faltaba edad. Y le prometimos que cuando creciera lo consideraríamos de nuevo si todavía persistía en la idea.

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Cuando meses después las visitó una patrulla nuestra, pudimos comprobar que estas cinco mujeres se las habían arreglado para vivir en la jungla. Entre las innovaciones que encontramos estaba una hortaliza. Para hacerla habían aprovechado las semillas que al poco tiem­po de establecidas les llevó el padre. El las visitó con un compañero más. En una canoa con víveres y otros recur­sos remontaron un río, tratando de abrir una ruta hacia la vivienda. Luego caminaron dos o tres días, llevando cada quien más de un quintal a la espalda. Nosotros lle­gamos después guiados por la hija guerrillera, quien hizo de punta de vanguardia durante las jornadas de marcha que nos aproximaron al refugio. No había trillo ni señal alguna en la mayor parte del trayecto, pero nos condujo al punto sin errar el rumbo. Tenía entonces dieciocho años de edad.

Seis meses después se les sacó de la región, pues proveerlas era dificultoso. Y no era prudente descombrar para sembrar, porque estarían vulnerables al control aéreo. Entonces se despidieron de sus familiares y de quienes compartíamos con ellos las vicisitudes de la lucha para volver a su lugar de origen. La madre se integró a la organización en otro frente de trabajo. Y años después la niña cazadora, convertida en una joven, se incorporó al destacamento.

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EL HURACÁN INTERIOR

Los acontecimientos evidenciaban que se aproximaba la confrontación armada y una escalada represiva contra la población. Pero numerosos cuadros intermedios y combatientes subestimaban la envergadura y las repercusiones. Además, no se veía claro entre nosotros la supeditación de lo militar a lo político, ni predominaba la capacidad para relacionar el accionar de nuestro frente con el conjunto de la organización y del proceso de lucha. Por otra parte, la práctica demostraba que las mismas personas no podíamos continuar abocándonos simultáneamente a tareas políticas y militares. Pues unas y otras necesitaban dedicación completa y especializada. Pero para deslindar los organismos y las funciones era preciso alcanzar fases de desarrollo más altas. Nos urgía, asimismo, crear unidades militares y preparar mandos que se dedicaran exclusivamente a combatir y a disputarle el control del terreno al adversario. Sin embargo no estábamos en capacidad de lograrlo, pues no acumulábamos recursos humanos calificados. Y aunque introdujimos varios lotes de armas, no fue posible uniformar ni mejorar cualitativamente el armamento. Por otra parte, estaba el frente que construíamos. Y a lo largo y ancho de su territorio era necesario estructurar organismos políticos y militares diferenciados del destacamento que los forjaba. El frente estaba constituido por el conjunto de organismos locales y regionales que dirigían a los colaboradores y simpatizantes, y de los cuales la guerrilla obtenía reclutas, abastecimiento e información.

En efecto, desde 1975 el originario destacamento guerrillero de los fundadores se había incrementado numéricamente, al recibir en su seno a cuadros de

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distintas especialidades, a nuevos reclutas y aún a cuadros organizadores locales que pasaban experiencia. Al iniciar la nueva etapa de propaganda armada, en junio de 1975, la dirección de la montaña se había propuesto convertir el destacamento originario en una fuerza móvil estratégica que fuera a su vez organizadora del frente, adiestradora de combatientes y cuadros en las distintas zonas de operaciones, y que ante todo constituyera una más poderosa unidad de combate. Los dos objetivos primeros se habían cumplido satisfactoriamente, pero la agrupación no había sido capaz de constituirse en la fuerza militar superior, aunque había realizado dos ataques exitosos. Al contrario, al crecer espontánea y desordenadamente,— con refugiados, cuadros organizadores que no pudieron permanecer en sus localidades, compañeros mal reclutados—, la guerrilla madre había perdido agilidad, capacidad combativa y libertad de movimiento, y su solo abastecimiento era trabajoso y complicado bajo situación de ofensiva enemiga. Por otra parte, el manejo de la teoría militar entre los dirigentes era desigual, y no contábamos aún con una línea militar propia. Esa contradicción del desarrollo fue el marco de los conflictos y divergencias internas que estallaron en el curso de 1977, los cuales se agudizaron al reunirse de nuevo las columnas dispersas.

Un aspecto del conflicto se originaba en el hecho de haber creado un numeroso agrupamiento de combatientes, cuando las grandes necesidades organizativas y políticas del frente y del crecimiento obligaban a la dirección y a los prin­cipales cuadros a concentrarse en labores de construcción organizativa, de formación política y de logística. Pero, como hemos consignado, las contradicciones también se originaban en el choque de diferentes concepciones político-militares y estilos de trabajo entre los dirigentes y entre los cuadros. A ello se sumó la heterogénea e insuficiente calidad política de los combatientes, quienes,

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además, se multiplicaban geométricamente, mientras los cuadros no se reproducían y, en cambio, se dispersaban dentro del frente. El destacamento erogaba constantemente compañeros a costa de su propia calidad. Inicialmente confiamos en que el frente urbano nos proporcionaría recurso humano calificado políticamente, pero no sucedió así. No teníamos entonces la capacidad política y organizativa correspondiente a los objetivos que nos proponíamos y a las dificultades que enfrentábamos. De ahí que tampoco lográramos asir la complejidad de la reali­dad que pretendíamos subvertir. Nuestros límites eran superiores a nuestros alcances en relación a los ideales que nos movían. En lo personal, permanentemente descubría verdades que no sospechaba o que tenía encasilladas en marcos estrechos que debía romper a fuerza de reflexión y sensatez. O verdades que se transformaban en su contrario, según fueran las circunstancias en que se daban los hechos. Si no eran unos errores, eran otros los que debíamos rectificar y evitar. Necesitábamos estar dispuestos a transformar y profundizar ideas y valores constantemente, muchas veces a ritmos vertiginosos y sin tregua. Lo más difícil era ser crítico con uno mismo, pues se necesita más fortaleza y rectitud para ello que para criticar a otros. Y mayor valentía y firmeza de principios que para enfrentar al adversario de clase.

Las bases igualitarias de convivencia, la participación equitativa en las tareas manuales y en la defensa militar del grupo, así como el compañerismo prevalecientes contribuían a limar y superar las tensiones que inevitablemente se suscitaban. Pero no eliminaban —porque no dependen de la voluntad ni de las intenciones— las causas que las producían. Así que, a pesar de la experiencia que acumulábamos y de las bellas vivencias de humanidad que protagonizábamos, estallaron los primeros hechos conflictivos. La superación inmediata se logró mediante la

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salida de la montaña y de la Dirección Nacional de uno de sus integrantes. Era fundador del destacamento y veterano de la Sierra de las Minas. Desde tiempo atrás, varios de nosotros teníamos crecientes contradicciones con él. Y ello afectaba cada vez más el trabajo. Sin embargo, la mayoría de compañeros no se percataba de tales diferencias. Más bien veían nuestras discusiones y roces como asunto de organismos superiores, o como producto de problemas personales. Debido a su estilo demagógico, dicho dirigente gozaba de mucha aceptación entre la base. La correlación de fuerzas numérica, si de eso se hubiera tratado, le favorecía indudablemente a él y a quienes lo rodeaban.

La situación había llegado a un punto crítico sin que pudiéramos actuar con probabilidades de éxito. Y él violaba acuerdos, ignoraba planes y saboteaba los esfuerzos conjun­tos en ese sentido, priorizando la promoción de su persona. Pero dicho compañero protagonizó un incidente que dio la oportunidad para actuar. Si bien no era novedad que incurriera en este tipo de proceder, sí era la primera vez que la colectividad se sentía afectada y se involucraba en la discusión. Este conflicto permitió a los otros compañeros de la dirección confrontarlo globalmente en el seno del organismo. En esa situación la mayoría del grupo no le daría el apoyo que él indudablemente buscaría. A partir de allí se logró que la Dirección Nacional abordara el caso y que, independientemente de lo que resolviera, satisficiera la demanda de que dicho compañero saliera del frente cuanto antes.

Quienes estábamos conscientes de que el problema con él abarcaba la totalidad de su concepción, sabíamos que la colectividad se había distanciado de su persona por el incidente concreto. Y de ninguna manera porque cuestionara sus ideas políticas y militares. De ahí que temiéramos que, al pasar de los días, quienes compartían el pensamiento y estilo suyo causaran nuevos problemas.

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Efectivamente, pocos meses después afloró otra crisis. Esta vez desencadenada por un veterano manipulador y militarista. No era de la dirección, ni era miembro del destacamento. Tenía asignado el trabajo de organización en una zona, pero frecuentaba el destacamento para infor­mar y consultar a la dirección. Él era trabajador agrícola de origen, costeño, dotado de admirable inteligencia y bueno para conversar. Cierta vez, estando de visita, hizo labor entre algunos compañeros de la base. Y en una reunión de las que solíamos realizar, él y su compañera—quien sí era del destacamento— pidieron la palabra para plantear señalamientos y descontentos, cuya respon­sabilidad pretendieron adjudicar a mi persona, pero que a todas luces concernían a la conducción global del trabajo y a la dureza que la lucha en la montaña le imprimía a nuestra vida. Sus protestas fueron retomadas por algunos compañeros de la base que, exaltados y agresivos como los instigadores, insistieron en que la responsabilidad de lo que señalaban era mía. La mayoría eran jóvenes costeños, indios y ladinos, que se autodenominaban "Los Puntudos" y que se caracterizaban por su machismo y guerrillerismo. Pero también se expresaron así algunos compañeros sin estos rasgos.

Lo que confusa y coléricamente expusieron no me incumbía personalmente. Entre otras cosas dijeron que el destacamento estaba aislado de la población porque "se refundía" en la selva, en lugar de "estar pegado" a la gente. Que sólo hablábamos de luchar, pero que llevába­mos meses sin combatir contra el ejército. Que se les hacía cargar mucho y pasar hambre. Pero quienes protestaban no se caracterizaban por valorar el trabajo político y organizativo entre la población. Más bien utilizaban ese argumento para ponerle manto a sus verdaderas razones: "estar pegado" a la población significaba para ellos comer abundantemente y variado, cargar menos o no hacerlo y

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alternar con muchachas. Sabían que el destacamento no acostumbraba a estacionarse junto a la población porque los riesgos para ella y para nosotros aumentaban signi­ficativamente. Tenían conocimiento de que cerca de la población estaban los organizadores y que la comunica­ción con ellos era regular. Y conocían el trabajo que hacía el destacamento en función de la población.

De mis defectos y errores reales no mencionaron uno solo. Pero la carga emotiva y virulenta estaba dirigida contra mí. Ante su proceder, los compañeros de la dirección y del mando intervinieron con lucidez y ecuanimidad para encauzar la discusión. Pero no les prestaron atención. Los dirigentes mencionados también intentaron asumir la responsabilidad de lo que les correspondía a ellos; y llamaron a la reflexión y a la compostura. Pero fue peor. Los descontentos se enardecieron aún más, diciendo que la dirección y el mando querían impedir que se me criticara. Luego de periódicos intentos por hacerlos entrar en razón, se optó por dejarlos hablar todo lo que quisieran. De manera que los inconformes vociferaron y repitieron múltiples veces las mismas cosas. Varias de ellas subjetivas y falsas desde cualquier punto de vista. No se preocupaban por fundamentar, persuadir ni proponer alternativas o soluciones. La mayoría de la colectividad no intervino; se limitó a observar y escuchar silenciosamente.

Por mi parte, permanecí atenta y tranquila las doce horas ininterrumpidas que duraron los ataques de este grupo. Sabía cuáles eran mis puntos débiles, los había reconocido oportunamente y no me caracterizaba por negarlos. Además, hacía esfuerzos por superarlos pues estaba convencida de su necesidad. No me sorprendió la irresponsabilidad ni la animadversión de los dos instigadores. Nuestras diferencias eran numerosas y viejas. Sí me sorprendió la confusión y la ligereza de algunos compañeros de la base. Pero confiaba en que los

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miembros de la dirección percibían el fondo del conflicto y lograrían finalmente encauzar una solución. No tenía caso intentar intervenir. Si a los compañeros de la dirección y del mando les habían impedido exponer sus puntos de vista y centrar la discusión, mucho menos me permitirían hablar a mí.

El descontento era fuerte y el papel agitador del veterano y su pareja evidente. Ni por su contenido, ni por su forma se trataba de críticas según las definía uno de nuestros materiales internos, estudiados y aceptados supuestamente por los presentes. Decíamos que la crítica es un método para señalar errores y deficiencias, para buscar sus posibles causas y contribuir a su superación. También afirmábamos que debía exponerse fraternal y constructivamente, concentrándola en cuestiones funda­mentales y debidamente argumentadas.

Los planteamientos daban evidencias de cansancio por la dureza de la vida en la montaña y rechazo a la concepción con que se conducía el trabajo global del destacamento. Y principalmente denotaban confusiones e incomprensiones profundas sobre el hacer revolucionario y sobre nuestros lineamientos políticos como organiza­ción. Pero fueron exteriorizados de manera caótica y dis­torsionada, buscando personificarlos en alguien a quien culpar. Y no tratando de buscar las razones que hacían dura la vida que llevábamos y muy lento el desarrollo de nuestro trabajo.

Estos compañeros intervinieron de las seis de la tarde a las seis de la mañana del día siguiente. No per­mitieron ni un alto para cenar. Y al final no propusieron ni pidieron nada. No teníamos antecedentes en la tónica, en el contenido, ni en la duración. Tampoco volvimos a vivir situaciones similares en el tiempo que todavía permanecí en la montaña, que fue más de un año. Pero ese hecho constituyó, para los pocos que pudieron enten­

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derlo, una señal de alarma. Un llamado de atención sobre los riesgos de desborde dentro de nuestras propias filas. Años después, con otros compañeros en el escenario de la montaña, se vivieron situaciones más graves por su envergadura e implicaciones.

El día siguiente se dio libre. Salvo el cumplimiento de las consabidas medidas de seguridad y de las tareas de subsistencia, los miembros del destacamento pudieron dedicarse a lo que gustaron. La dirección se reunió para analizar los acontecimientos y tomar decisiones. Afortunadamente, por esos días, convocados por los dirigentes del frente, llegaron a la montaña dos compañeros más de la dirección. Su sede era la capital, pero estaban presentes para abordar la crisis de dirección y coordinar el trabajo general.

Pensativa, pasé el día en mi puesto. En ese momento no lograba comprender el por qué de tamaño descontento si se suponía que estábamos allí voluntariamente y de manera consciente; si teníamos por costumbre abordar en colectivo problemas, descontentos y temas diversos con franqueza y compañerismo; si era posible pedir traslados o bajas, cuya única condición era garantizar el secreto sobre lo que se conocía; si el trabajo y las dificultades estaban a la vista de todos. No comprendía por qué la virulencia y el trabajo de zapa. Mucho menos por qué había sido yo el catalizador. Estaba sorprendida y preocupada, me sentía golpeada moralmente y cansada por el desvelo. Pero no experimentaba tristeza, inseguridad, ni resentimiento alguno. Me ocupé revisando trabajos de formación.

Eran alrededor de las diez de la mañana cuando se aproximó a mi puesto uno de los combatientes que con mayor agresividad me había atacado. Llegó corriendo y, sonriente, me invitó a nadar al río. Sabía que me gustaba el agua y que, cuando podía, me zambullía con ellos. Pero esa mañana mi ánimo no estaba para retozar. Mucho

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menos para alternar con quienes me habían atacado tan injustamente. Me excusé con él, mostrándole los cuadernos que en ese momento examinaba y le di las gracias. Pero él se contrarió y me dijo resentido que en realidad estaba enojada con él porque me había criticado la noche anterior. Entre otras cosas me había acusado de haber tratado de matar de hambre a una patrulla. No fue posible persuadirlo de que sencillamente no tenía deseos.

Al caer la noche llegó Benedicto a nuestro lugar. No nos habíamos visto durante el día. Nos saludamos cariñosamente y él estuvo especialmente tierno y animoso conmigo. Y me dijo bromeando: "¡Vaya cumpleaños el que te tocó!". Ese día amanecí cumpliendo años y él era el único que lo sabía. Pero no hablamos sobre la reunión de la víspera, ni le pregunté sobre su actividad. Era costumbre entre nosotros no abordar privadamente lo que se veía en nuestros respectivos organismos. Como militantes no nos correspondía hacerlo sino en las reuniones orgánicas; y como pareja no nos convenía ocupar en cuestiones de trabajo los pocos ratos que estábamos juntos. Mucho menos tratándose de problemas. Preferíamos hablar de otras cosas, descansar o simplemente amamos. El me conocía bien y se caracterizaba por ser crítico y exigente con mi desempeño militante, pero era invariablemente camaraderil y solidario. Sabía que entre mis cualidades destacaba la fortaleza. Pero estaba consciente de que la prueba había sido dura.Y sin decir palabra alguna, me expresó su comprensión, animándome serenamente a que confiara en que las aguas recobrarían su nivel de nuevo.

Para esa noche, los combatientes organizaron un baile. Algunos de ellos fueron a buscarme para que asistiera, pero no quise ir. De nuevo, el razonamiento de varios agresores fue que me negaba porque estaba enojada por las críticas.

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Con mi compañero nos acomodamos en nuestra respectiva hamaca, que colgaba sobre un tapexco "matrimonial", donde teníamos nuestras mochilas y el equipo militar. Este debidamente colocado al alcance de la mano. Nos dimos las buenas noches y nos dispusimos a dormir. Pronto me invadió un sueño pesado, pero cuando estaba por perder la conciencia y dormirme, me asaltaron fuertes impulsos por tomar mi pistola y pegarme un tiro. Me despabilé extrañada por esa sensación desconocida e inexplicable para mí, y sacudí la cabeza, queriendo espantar el absurdo y desagradable deseo. Intenté conciliar el sueño de nuevo, pero al relajarme y adormecerme, apareció con mayor fuerza. Preocupada alejé el equipo militar del alcance de mi mano e hice un inventario de las razones que tenía para no proceder así. Sin dificultad alguna hice un listado mental, abarcando razonamientos ideológicos, políticos y afectivos. Estos últimos se concentraban en el hijo que había dejado lejos y en mi compañero. Pero ello no bastó para eliminar el impulso que se posesionaba de mí al comenzar a vencerme el sueño. Entonces desperté a mi pareja, quien dormía profundamente. Pidiéndole que no se preocupara, le narré calmadamente lo que me pasaba. Y agregué de inmediato que no lo haría porque había numerosos motivos para no hacerlo, pero que necesitaba mantenerme despierta. Abrazándome tranquilo me pidió que se los enumerara y así lo hice. Me respondió que así era; que no me faltaba ninguna razón habida y por haber. Y que eran más que suficientes para no hacerlo. En cambio, eran motivo para vivir, para seguir luchando y para ser feliz. Luego me dijo que mi actitud en la reunión había sido correcta, lo mejor dentro de las circunstancias. Finalmente me reiteró que confiara en que el problema se resolvería. Previo a compartir con él lo que me sucedía, le hice prometer que a nadie se lo contaría. Temía que unos

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no lo comprendieran, que otros lo utilizaran para hacerme daño y que se preocuparan quienes me apreciaban.

Antes de dormimos le pedí que pusiera mis armas de su lado. Nos bajamos de las hamacas al tapexco. Allí, abrazada por él y atándome mentalmente las manos, me dormí profundamente hasta la mañana siguiente. Así logré que la tempestad en el alma no me venciera y nunca más volví a sentir impulsos suicidas. No cabía duda que los hechos me habían afectado más de lo que yo tenía alcance para comprender, aunque externamente no lo manifestara. Por primera vez una vivencia adversa desestabilizaba mi equilibrio interno. Una especie de huracán interior había dejado mi fortaleza en harapos. Me había involucrado en la lucha porque aspiraba a una humanidad superior. Participaba en la gesta de los desposeídos confiada en el poder oculto y dormido de éstos, en su capacidad de reaccionar al estímulo emancipador y lanzarse a la conquista de su propia felicidad. Sabía que toda lucha arrastra contradicciones y conflictos; unos heredados del sistema donde surge y otros propios de lo nuevo que se abre paso. Pero no imaginaba las repercusiones negativas que ellos podían tener en mí. Una de las ironías de la vida me había sometido a tal prueba en manos de mis compañeros; y no del adversario como podía imaginarse. Quizás por eso mismo el golpe había sido tan fuerte. Era necesario aprender la lección política y esforzarme más por ser menos idealista.

Al amanecer esa experiencia autodestructiva quedó soterrada en mi memoria bajo otras, bellas y estimulantes. Evoco su recuerdo y lo comparto porque el hecho es ilustrativo de las tensiones a que estábamos sometidos. Y expresa una de las múltiples reacciones que teníamos ante ellas. Sin embargo, desde aquella noche lejana en la selva, comprendí las complejidades y los límites psíquicos del ser humano. Y, naturalmente, mis propios límites. También

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comencé a comprender a los suicidas. Hasta entonces consideraba un acto de valor y firmeza el suicidio ante la certeza de caer en manos de cuerpos represivos como los de mi país. O el que se ejecuta cuando se padecen enfermedades dolorosas e incurables. Pero pensaba que los demás suicidas eran sencillamente cobardes o débiles de carácter, pudiendo no serlo a fuerza de valor y voluntad ante las adversidades. Me di cuenta que el fenómeno es complejo; que abarca quién sabe qué dimensiones de la mente, del estado de ánimo, de la química del cuerpo.Y que en nuestro ser se pueden operar mecanismos de comportamiento que pasan por encima de la voluntad, la razón y las convicciones.

Al segundo día, el mando fue convocado a reunión por la dirección. Haciendo las consideraciones del caso, dicha instancia nos comunicó que nuestro organismo había sido disuelto y que sus integrantes volvíamos a la base. Que, a partir de ese momento, ella retomaba la conducción directa del destacamento. También había decidido suspender indefinidamente la actividad formativa que impulsábamos las mujeres del mando, quedando tal trabajo suspendido. Nos explicaron que esas drásticas medidas eran necesarias para retomar el control de la situación y evitar un desborde de consecuencias impredecibles. Pero también para obligar a reflexionar a numerosos compañeros que se habían dejado confundir y manipular; o que, dándose cuenta del proceder inconsecuente de los inconformes, permanecieron callados, contribuyendo así a que la situación se polarizara peligrosamente. Se nos dijo que era una medida injusta hacia los miembros del mando; pero políticamente necesaria, dada la envergadura del pro­blema y la fragilidad del equilibrio. La dirección nos dio a entender que nos tocaba hacer de chivos expiatorios, pero que en medio de las circunstancias era el costo menor. Nos recordó que hacía apenas unos días habíamos logrado lo

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más importante: la retirada del compañero de dirección que generaba los problemas mayores. Pero que no se había resuelto del todo el problema porque era evidente que otros pensaban y procedían como él en varios aspectos. O representaban también focos de conflicto. Los compañeros hombres del mando aceptaron conformes la decisión. Yo me sentí liberada de una función que había aceptado por disciplina y que había cumplido con responsabilidad y entrega. Es más, me sentí contenta de volver a la base. Pero la otra compañera no comprendió la profundidad del conflicto, resintió su remoción y me culpó de la misma.

Los veteranos que trabajaban como organizadores en la selva —uno de ellos el instigador — no constituyeron organismo alguno y quedaron, como antes, subordinados a la dirección. Pero creo que se congratularon de la remoción del mando y se sintieron recompensados. Sin embargo, lue­go de que se comunicaron los cambios, la pareja inconforme reclamó oblicuamente a la dirección no haber tomado "me­didas suficientes". Estábamos desayunando cuando se ex­presaron así. Entonces, con incontenible cólera, uno de los dirigentes les respondió: "¿Qué quieren, fusilamientos? " Ellos se quedaron callados. Lo cierto es que en el veterano había resentimiento y celos de autoridad acentuados res­pecto al mando. Ninguno de sus integrantes teníamos sus años de participación, éramos más jóvenes que él; además de que dos éramos mujeres y de procedencia urbana, cosa que le chocaba profundamente. No valoraba su propio rol como organizador, y, militarista como era, aspiraba a ser mando. Varios años después, cuando fue nombrado comandante, su invariable estilo improvisador, liberal y personalista marcó la forma de conducción y de trabajo de todo un frente guerrillero. El funcionamiento de diversas unidades y organismos bajo su responsabilidad, sobre todo provenientes de la ciudad, se caracterizó por el extremo liberalismo, la indisciplina y la subestimación del enemigo.

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Se permitió la embriaguez, se violaron normas básicas de seguridad; se implemento una política de dispendio y falta de control sobre los recursos financieros, incurriéndose por parte de él mismo y algunos cuadros y combatientes en diversos actos de corrupción. Se distorsionó la moral combativa y se abandonó la disciplina política y orgánica. Tal cuadro de cosas contrastaba no sólo con la tradición de responsabilidad y disciplina practicada en los primeros años del destacamento, sino también con la práctica obser­vada en otros frentes de trabajo nuestros. Meses después de haberse insubordinado a la Dirección Nacional, y aunque se le advirtió a tiempo que estaba atrapado en una celada, este compañero cayó víctima de su propia subestimación del aparato de inteligencia contrainsurgente. La víspera del golpe de Estado de 1983, fue acribillado en una emboscada al sur de la ciudad de Guatemala.

No cabe duda que en las crisis emergen verdades ocultas que muy pocos tienen la lucidez de ver, el valor para aceptarlas y la capacidad para contribuir a salir de ellas. Pues siempre es necesario analizar el contexto y considerar los antecedentes, más allá del papel personal de los involucrados. Y es que dichas verdades aparecen velada y caóticamente. Y quien se queda en las aparien­cias, la mayoría, no logra comprenderlas ni contribuir a su superación.

En esa oportunidad el destacamento abandonó el campamento bajo lluvia torrencial. Era tiempo de crecidas e inundaciones, de manera que saliendo del lugar debimos cruzar el primer zanjón turbulento. Era estrecho, pero no se tocaba fondo. Para agilizar el paso tendimos una soga de lado a lado; y tres voluntarios atravesamos las armas de todos. Enfilamos hacía los ríos Xaclbal e Ixcán, reco­rriendo una amplia zona de parcelamientos. Avanzába­mos de noche y descansábamos de día. Y cotidianamente escuchamos el estruendo del cañoneo del ejército hacia

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distintos puntos de la selva, donde creía que podíamos estar. En varias oportunidades pasamos o nos detuvimos próximos a la tropa que nos buscaba. Entonces no nos quitábamos la mochila, y permanecíamos concentrados en completo silencio. En varias jornadas no tuvimos acceso a fuentes de agua ni pudimos instalar hamacas. La única actividad que realizamos fue la alfabetización. Para algunos de nosotros fue un acontecimiento volver a comer naranjas en esos días.

Finalmente alcanzamos la orilla oeste del río Ixcán, nos adentramos en la maleza varios kilómetros y acampamos.

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DANZA DEL VENADO

El destacamento estuvo agrupado varios días más, pero luego fue dividido en columnas con tareas en territorios distintos. Me integraron al grupo que penetraría Huehue­tenango. Entonces nos separamos con Benedicto. Durante siete meses a partir de entonces trabajamos en lugares distantes, sin posibilidad de comunicamos sino un par de veces, por carta.

Con el argum ento de los responsables de organización de que el ejército nunca llegaría a donde nos encontrábamos porque estaba retirado, era de difícil acceso y había poca población, nos instalamos cerca de viviendas amigas. Estos compañeros incluso afirmaron que era zona liberada porque la población estaba con nosotros. Pero no consideraban otro factor esencial: la capacidad para defenderla militarmente. En ese lugar ejecutamos tareas prácticas y, al concluirlas, cada columna tomó su rumbo. Abandonamos el campamento sin borrar huella ni supervisar el espacio ocupado, contraviniendo hábitos del destacamento. Los mismos responsables lo consideraron innecesario. Sin embargo, pocas semanas después, el ejército localizó dicho lugar y lo revisó detenidamente. Encontró un tiro de carabina abandonado por descuido y otros indicios de nuestra reciente estadía. Luego interrogó y hostilizó a la población aledaña, y montó emboscadas en los caminos esperando sorprendernos. En una oportunidad atacó a campesinos que volvían de la siembra. Los trabajadores fueron sorprendidos por el fuego de las armas cuando, cansados de la jomada agrícola, volvían a sus ranchos. Como resultado quedó gravemente herido un niño de diez años, mientras los jóvenes y los adultos huyeron entre la maleza; y permanecieron

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enmontañados, sin atreverse a volver a sus casas. Mientras tanto, las mujeres que oyeron la balacera y esperaron inú­tilmente la vuelta de sus seres queridos, decidieron ir en su busca. Fue así como encontraron al niño tirado en la vereda, desangrándose y gimiendo. Y rastros de sangre que se perdían en la vegetación. Retornaron con el herido, angustiadas por la desaparición de los demás.

A partir de entonces el sitio fue visitado frecuente y sorpresivamente por un oficial acompañado de tropa. Se aproximaban silenciosamente de día o de noche; siempre desde distinto punto. Rastreaban los alrededores de las casas y sorprendían a las mujeres y a los niños en el río, cortando leña, en el huerto. A las primeras las interrogaban sobre la presencia de "hombres malos", "bandidos", "guerrilleros". A los niños que encontraban solos les preguntaban sobre el paradero del padre y sobre las actividades de la madre. En ambos casos se valían de un soldado traductor. Las mujeres les respondían invariablemente que los únicos hombres malos y bandidos que conocían eran ellos. Y los niños permanecían en silencio o se alejaban corriendo. Como el afectado por la emboscada era un grupo familiar, había numerosas mujeres. Todas estaban indignadas y dolidas por el ataque a sus hombres, quienes seguían desaparecidos, mientras un niño permanecía tendido con un brazo destrozado. No había quien lo curara y temían que muriera. Ante la impertinencia del militar, la mujer más vieja le dijo en mam: "Ya mataste a nuestros hombres, están desaparecidos. ¿Vas a trabajar la milpa para nosotras? Heriste al niño y se va a morir, ¿qué querés? ustedes son matagente, son comegente". Y franqueándole la puerta del mísero rancho le gritó imperativa y sollozante: "¡Entrá y hartátelo! ¡Hartátelo de una vez si eso querés! Ustedes nos han traído la desgracia. Somos gente, no somos animales. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Vos nos vas a mantener?" Mientras tanto, las demás mujeres lloraban y gritaban a

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la tropa, con los niños abrazados o apretados contra sus piernas. El soldado que hablaba el idioma dudaba para traducir. No se atrevía a decirle al oficial lo que las mujeres expresaban, pero aquél insistió en que lo hiciera. Al escuchar la traducción se desconcertó y dirigiéndose a los soldados les dijo: "¿Ya vieron?, la chingamos porque eran campesinos y no guerrilleros esos que emboscamos." Pero a las mujeres les aseguró que no habían sido ellos. El oficial entró a ver al niño y dijo que necesitaba hospitalización. Ofreció llevarlo en helicóptero a la capital, pero las mujeres desconfiaron de sus intenciones y no aceptaron. Temían que lo desaparecieran y así se lo dijeron. Agregando que si de verdad quería curarlo que lo hiciera allí, delante de ellas. Entonces le dieron los primeros auxilios y lo vendaron. Luego se retiraron y no volvieron a molestar. Pero al niño hubo que sacarlo en parihuela. En días de camino, los vecinos que lo transportaron alcanzaron el altiplano de Santa Cruz Barillas. La víctima salvó la vida; sin embargo, perdió su brazo.

Luego de varios días de penalidades a causa de las heridas, el hambre y la vida a la intemperie, los hombres se aproximaron cautelosos a sus viviendas. Pero durante un tiempo siguieron escondidos en la montaña alimen­tados por las mujeres. De estos hechos nos enteramos posteriormente, porque para entonces nos movíamos en otra zona.

Mientras tanto, en la región ixil se habían instalado varios cuarteles. En los días libres los soldados se emborrachaban y violaban mujeres con la tolerancia, incluso el estímulo, de los oficiales. Desde el establecimiento de la tropa habían sucedido numerosas agresiones. De ahí que no pocas mujeres estuvieran alertas, especialmente cuando el marido se ausentaba. Una joven esposa, cuya pareja se encontraba en la costa, vivía en un rancho solitario en las afueras de Chajul. Era tarde en la noche

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cuando escuchó pasos que se aproximaban a la vivienda, y entre las cañas que hacían de pared distinguió al soldado que resueltamente se dirigía a su casa. Entonces tomó el machete y alzándolo con las dos manos se paró al lado de la puerta. Estaba espantada pero decidida a defenderse. Así que no bien entró el violador, quien de una patada abrió la puerta, ella le descargó el machetazo. Lo hizo con tal fuerza que le partió la cabeza. Con el soldado muerto a sus pies, ¿a quién acudir? ¿al ejército que centralizaba el poder en la región? ¿a las autoridades civiles ladinas que apañaban las mismas prácticas en terratenientes y comerciantes ricos? ¿a un abogado que cobraba cantidades que ella no podía pagar, que vivía lejos en la cabecera departamental y que terminaba sirviendo a los poderosos por corrupción o por miedo? No. En su lucidez no tuvo más camino que apresuradamente encargar a los hijos con unos familiares, mandar aviso al marido para que no volviera al rancho y esconderse. Esta mujer no estaba organizada con nosotros, tampoco desplegaba actividad reivindicativa alguna. Pero por defender su dignidad de la única manera que estaba a su alcance, fue acusada de guerrillera y declarada culpable de asesinato contra "un defensor de la patria". De lo contrario, dijo el ejército, ¿por qué se esconde? A raíz de los abusos y crímenes militares, numerosa población buscó vínculo con nosotros. Eramos su única alternativa de comprensión, respeto y apoyo para rehacer sus vidas sobre nuevas bases.

Semanas antes de tales acontecimientos, cuando el destacamento se dividió, nuestra columna permaneció en la zona acopiando víveres, pues nos desplazaríamos a donde no contábamos con base de apoyo. Estuvimos acampados a la orilla de un rastrojo, apenas unos metros adentro de la vegetación. En varias oportunidades permanecí sola horas o días enteros; no participaba en el trasiego, debido a que se hacía de día por caminos. Aunque atenta a ruidos

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y movimientos extraños, una vez contemplaba el claro de la siembra ya cosechada. Había en él un inmenso palo quemando, el único que permaneció de pie después de la roza; tendría alrededor de veinte metros de altura y carecía de ramas. En su cúspide se posó una hermosa rapaz, quizás un águila o un milano, que se dedicó a escrutar el suelo. Súbitamente se lanzó en picada y, apenas llegó a tierra, se elevó de nuevo; llevaba entre sus garras a una serpiente que se contorsionaba. Volvió el ave al mismo tronco y ávidamente picoteó y devoró a su presa.

Nuestra columna emprendió la marcha cargada al máximo. En el trayecto escalamos un cerro que alcazaba los 600 metros de altura y poseía varios kilómetros de ancho. Era abrupto y de suelo calcáreo, y en el terreno se encontraban multitud de rocas con aristas filudas. Su vegetación era exuberante, pero no cerrada ni hostil; y el ambiente fresco, húmedo y sombrío. Usar esa ruta nos permitió evadir áreas habitadas, cultivadas y surcadas de caminos para aproximarnos a las vegas del río San Ramón, en los linderos de los Cuchumatanes.

Me adentré, entonces, en una etapa tranquila y de poca actividad en comparación con la dinámica anterior y posterior. Por primera vez desde que me incorporé al destacamento tuve tiempo para leer algunos libros. Y como desconocía la teoría militar, días atrás había echado a mi mochila De la guerra, de Karl von Clausewitz y El arte de la guerra, de Sun Tzú. De su estudio resultaron sendos materiales con las ideas principales para la formación colectiva. También pude descansar, incluso disfrutar días de completa soledad.

Con pocas semanas de diferencia vi las mazacuatas más grandes de mi vida. La primera de ellas estaba enroscada durmiendo y tenía el vientre muy abultado. Sin verla di el paso, asentando un pie junto a su cuerpo; un compañero próximo me alertó, al tiempo que intentó

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dispararle. Pero se lo impedí porque el reptil estaba quieto. Sin embargo, en un parpadear de ojos, otro combatiente le asestó un machetazo. En el sueño la boa constrictor fue sorprendida por la muerte. Se imponían la inconsciencia y el desconocimiento sobre los animales del lugar donde trabajábamos. El segundo ejemplar de esa especie se atravesó en nuestro camino. Salió de la maleza al trillo cuando estaba por dar el siguiente paso. Al ver surgir su cabeza sostuve el pie en el aire para no pisarla. Esta vez la dejamos seguir su curso y nosotros continuamos el propio. Pasó tranquila, sin alterar su ruta ni prestarnos atención.

Por entonces también presencié a quemarropa la caza de una rana por una serpiente. Sentada sobre mis piernas en un tercio de leña, junto al fuego, removía la harina para la cena y conversaba con un compañero. Era el mayor de edad entre nosotros y había dejado mujer e hijos para integrarse al destacamento. Campesino medio, ladino huehueteco de mal genio y desconfiado, era firme, valiente y disciplinado. La lujuriante vegetación nos rodeaba a sólo dos metros de distancia y de allí salió la serpiente, zumbando en el aire, en dirección a mi rostro. Delante de ella, dando saltos descomunales por la altura, pero cortos en su avance, una ninfa del bosque —ranita arborícola verde y rosado— se dirigía hacia donde yo estaba. El hecho sucedió en fracción de segundo; sin embargo, como un rayo, el compañero desenvainó el machete y junto a mi rostro lo descargó en la cabeza de la víbora. Esta, al mismo tiempo, había prensado a su víctima entre las fauces. No sabría decir qué me dejó más estupefacta: si la serpiente que se lanzó sobre mí por obtener su alimento o el sorpresivo machetazo que me silbó en la cara. Lo cierto es que seguí removiendo la harina, mientras los dos animales yacían inertes a nuestros pies. La culebra era una ranera verde, caracterizada por ser veloz y agresiva.

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En el grupo iban chujes y kanjobales —grupos étnicos del área—, así como ladinos originarios de ese departamento. Los indígenas se habían incorporado años atrás, siendo en ese entonces monolingües y analfabetas. Ahora regresaban bilingües y dominando el alfabeto, como pioneros del trabajo político entre su gente. Pero también íbamos revolucionarios de otras partes del país. Dos éramos mujeres y nuestra presencia daba confianza a la población en las visitas iniciales. El responsable del grupo era un veterano ladino, proletario de la costa sur y uno de los que había trabajado como organizador en El Ixcán y como pionero de la penetración a Huehuetenango. Era valiente y sencillo, poco comunicativo y nervioso; su salud estaba sensiblemente afectada por los años de montaña y tensión. La otra compañera era su pareja. Pocos años después tuvieron dos hijos. Pero cuando es­taba recién nacido el segundo, la compañera, su madre, un hermanito, los dos niños y un combatiente herido, a quien ellas cuidaban, desaparecieron en un operativo de inteligencia contrainsurgente. Esto sucedió en la costa sur a finales de 1981. No volvimos a saber de ellos.

Virginia era una muchacha inteligente, alegre, de risa fácil y contagiosa; valiente ante el peligro y laboriosa. Pero cuando se encontraba con una araña pedía auxilio a su compañero. Originaria de la costa sur, su madre era ladina y su padre cakchiquel. Habían migrado al Ixcán en la década del sesenta y estaban entre los primeros parce­larios que le tendieron la mano a nuestros compañeros.

Instalados en la nueva zona, antes de iniciar el trabajo político fuimos y venimos a nuestro punto de partida, a trasegar víveres que habíamos acopiado. Necesitábamos reservas para una temporada porque nuestra labor se distorsionaba cuando era acompañada de transacciones comerciales, o de solicitud de servicios para obtener artículos en los mercados de la región. Por otra parte,

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la colectividad trabajaba mejor cuando el hambre no apremiaba. Varias veces me correspondió hacer el trayecto en ese acarreo. En la primera oportunidad nos enviaron a un chuj, a un cakchiquel y a mí. La sigilosidad, la información y el secreto de la población organizada eran la base de nuestra seguridad. El margen de riesgo estaba determinado por los rastreos sorpresivos que realizaba el ejército. En uno de esos viajes, por ejemplo, avanzamos detrás de la tropa sin saberlo. Hasta el día anterior estuvo peinando el área y no tuvimos la información sino cuando llegamos a nuestro destino. El azar había estado a nuestro favor.

Próximos al punto de llegada, disminuimos la veloci­dad y redoblamos el estado de alerta. En las inmediaciones encontramos a la abuela rajando leña. Nos saludamos con alegría compartida, tomé el hacha de sus manos y terminé de hacer el trabajo mientras conversábamos. Los compañe­ros, por su parte, se adelantaron al rancho. Había avanzado la tarde, por lo que platicamos brevemente con la familia, mientras comíamos una escudilla de hierbas con tortillas. Nos adentramos en la montaña para pasar la noche y amaneciendo volvimos a la vivienda, donde encontramos a las mujeres moliendo maíz y avivando el fuego. Tomamos atol, nos despedimos y emprendimos el regreso. Dos de nosotros llevábamos un quintal a cuestas.

Cerca del medio día, el compañero que iba a la van­guardia se detuvo y en silencio aguardó a que lo alcanzara. Entonces señaló hacia un punto de la maleza y me pidió autorización para disparar. Un venado cabrito dejaba ver su cabeza entre la vegetación a pocos metros de nuestra posición. Si bien el área estaba tranquila y la detonación de un rifle 22 es leve, el permiso obedecía a que cazar al animal representaba echarnos más peso encima, y el tirador afirmaba que no podía con una libra más. Sin embargo, el deseo de cobrar su primera pieza era manifiesto y la expectativa de comer carne esa noche era de los tres. Así

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que el compañero chuj y yo asumimos compartir la nueva carga. El tirador, sin quitarse el mecapal, disparó una vez. El huitzitzil dio una voltereta en el aire y desapareció. Botamos las mochilas y corrimos en dirección a donde había estado. Encontramos sangre y a unos metros de su ubicación anterior, el animal estaba inerte. El tiro había entrado por la paleta derecha, dándole en el corazón. Era un macho que pesaba alrededor de cuarenta libras.

El compañero chuj me dio parte del maíz que llevaba y en su lugar acomodó al venado. Entonces nuestras cargas sobrepasaron el quintal y el cazador debió ayudamos a ponernos de pie. Nos faltaban cinco horas de ascenso en terreno rocoso para llegar al único punto donde había agua. Recorrimos el trayecto jadeantes y sudorosos, sin­tiendo una fuerte presión en el cuello y los hombros. Pero avanzamos a paso sostenido, haciendo un solo descanso para comer los tamalitos que llevábamos de almuerzo. La alegría del cazador y el festín próximo nos dieron la energía para resistir. Anocheciendo llegamos al lugar y a oscuras recogimos leña y buscamos material para un tapexco. Mientras los compañeros destazaban el venado, construí la tarima y encendí el fogón, procurando producir brasa abundante. Ya saladas colocamos las tiras de carne sobre el enrejado y cocinamos las visceras en una olla.

Mientras cuidábamos el fuego que debía mantenerse vivo, pero moderado, el compañero chuj sintonizó una estación radial donde tocaban sones. Acto seguido nos invitó a danzar para celebrar la caza del huitzitzil. Ambos aceptamos y, formando un círculo, bailamos la hora que duró el programa y que fue el tiempo que tardó en asarse la carne. Por vez primera vi bailar son al joven tirador. Aunque llevaba sangre india en sus venas, solía rechazar tal tipo de música y se burlaba de quienes gustábamos de ella.

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Alrededor de la media noche comimos los lomos con placer indescriptible. Luego instalamos toldos y hamacas; y mientras mis compañeros se dispusieron a descansar, yo me dirigí al arroyo. Pero al dar el primer paso entre el agua me mordió un cangrejo. Aunque logré despren­derlo pronto y el daño sufrido fue leve, me enojé con mi suerte porque creía merecer un final de jornada mejor. Me imagino lo que sintió el crustáceo cuando lo desperté de un pisotón en su casa. Sin embargo, el agua fresca y la tranquilidad de la noche compensaron el cansancio del día. Me bañé sin prisa. Mi compañero me reñía por hacerlo a oscuras, pero con frecuencia la alternativa era no hacerlo a ninguna hora. Nunca le hice caso y, salvo esa noche con el cangrejo y otra con una planta urticante, no tuve sorpresas desagradables. Y habría perdido encanto esta reivindicación irrenunciable si la hubiera realizado pensando en los peligros que me acechaban.

Una vez tendida en la hamaca, me dormí pensando con amor en el hijo que crecía lejos y en el compañero ausente.

El trabajo en el altiplano huehueteco se había iniciado tiempo atrás. Se lo debíamos a tres veteranos, quienes solitarios ascendieron desde la selva y, apoyándose en algunos contactos, realizaron durante meses una labor discreta. Habitaron con familias misérrimas, compartiendo su pobreza y esperanza por una vida digna. Establecieron relación con varios dirigentes comunales, quienes antes de que nuestra columna penetrara, realizaron visitas al destacamento. Por otra parte, combatientes y bases de apoyo de la selva, originarios del altiplano huehueteco, llevaron el mensaje de la revolución en sus visitas familiares o viajes de trabajo. De manera que generamos un fermento al que era necesario darle continuidad. Sin embargo, las semillas estaban dispersas e inconexas. Nos correspondía comenzar a darles unidad territorial y organizativa, así

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como profundizar el trabajo político iniciado. De ahí que desde el bajío de los municipios de Barillas y San Mateo Ixtatán, creando organización donde no la había, debíamos garantizar el ascenso a los Cuchumatanes.

La zona donde nos adentramos estaba escasamente habitada. Parte de la población era flotante porque vivía temporalmente en sus comunidades de tierra fría, descen­diendo periódicamente a las zonas bajas del norte, para sembrar maíz en terrenos baldíos o trabajar en las fincas que allí había. Muchos migraban con la familia y vivían en galeras de palma, sin paredes; y cada vez que partían llevaban y traían piedra de moler, molino y demás enseres domésticos, porque la pobreza no les permitía tenerlos en ambas partes. Y tanto la población que descendía a la selva como la que permanecía en el altiplano, necesitaba recurrir a los alimentos silvestres para mejorar su dieta. En las áreas frías habitadas por kanjobales, por ejemplo, eran de consumo común las hierbas como el tzitzil y el tzoloj; mientras que en las tierras cálidas recurrían al temí o quilete, al quixtán, al guxnay — espiga de flor — y al momón. Recolectaban diversos hongos que en su idioma llamaban champá, colchic, rirí y xilom. O frutillas de árboles como las del buxté que son pequeñas, dulces y amarillas; o las semi­llas del ujuxte o ramón que las comen tostadas. También aprovechaban la "papa extranjera", fruto de enredadera silvestre que crece en las rozaduras. Y por el mes de junio, en algunos lugares del altiplano huehueteco se alimentan con un gusano verde, largo y grueso que abunda en los troncos de árboles como el cajetón y el caulote, de cuyas hojas se alimenta. Estos gusanos, cuando sobreviven a la captura de la población hambrienta, se convierten en lindas mariposas blancas. Los llaman lol y se los comen asados con tortilla. Previamente les quitan la cabeza, la cola y las tripas, quedando un cuerito grasoso que se lava y salado se

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asa en el comal. A varios compañeros les tocó experimentar este bocado. Y no todos soportaron la prueba.

Numerosas personas sólo tenían la ropa que llevaban puesta y que lavaban cada vez que se bañaban. Y no pocos andaban tan remendados que no se sabía qué había sido la prenda original. A veces heredaban la ropa parchada de pa­dres a hijos y de hermanos mayores a menores. Abundaba el paludismo, la tuberculosis, el parasitismo, la anemia, los abscesos, los granos, las várices y los problemas dentales. Para obtener ocote, sal, fósforos, por ejemplo, quienes habitaban en la parte selvática debían caminar durante días. Y con frecuencia se recurría al trueque porque no tenían moneda circulante.

Visitábamos a la población tratando de no interrumpir las labores del campo y cuando el hombre se encontrara en casa. Ninguna mujer nos recibiría si el jefe de familia no estaba presente, y ninguno de ellos confiaba en nosotros si llegábamos estando él ausente. Nos aproximábamos despacio y teniendo cuidado porque las armas no resaltaran, para evitar que la gente se asustara. Luego de saludar a todos, pedíamos permiso al jefe de la familia para hablar con él. Aunque tuviéramos hambre no pedíamos ni aceptábamos comida. Así no desvirtuábamos nuestro motivo, ni dábamos a pensar que la necesidad nos llevaba hacia ellos. Nos presentábamos y explicábamos lo que hacíamos y pensábamos; conversábamos sobre las particularidades de la zona o de la población de la cual eran parte. Mientras tanto, las mujeres continuaban las labores domésticas que sólo terminaban entrada la noche, cuando el nixtamal del día siguiente quedaba cocido. Si había oportunidad, algunos de nosotros nos incorporábamos al trabajo casero; o jugábamos con los niños y les improvisábamos algún juguete. Las mujeres nos observaban calladas, unas riendo, otras serias. Pero todas extrañadas del hecho insólito de ver a hombres y

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mujeres, indios y ladinos, realizar con destreza los oficios de la mujer campesina, cargando a mecapal y hablándoles con conocimiento de su realidad. Con visitas similares agotamos tardes y noches de años enteros.

Al participar desde el destacamento en las visitas do­miciliarias, me relacioné desde otra perspectiva con las cam­pesinas. No eran las mismas que traté cuando trabajaba abierta y legalmente, pero pertenecían al mismo mundo.Y cuando las conocí, ni ellas ni los hombres mostraban inquietud sobre la opresión de la mujer. Y las mujeres guardaban silencio la mayoría de las veces. Pero poco a poco algunas se animaron a hablar. A las revolucionarias nos preguntaban si éramos casadas, si el marido andaba con nosotras, si teníamos hijos. Y hacían gestos de admiración o de sorpresa cuando respondíamos que sí, que no siempre andábamos con el esposo y que nuestros hijos estaban al cuidado de otras personas. También querían saber si no temíamos vivir entre numerosos hombres y si nuestra pareja estaba en la unidad presente. Cuando me desplazaba sola entre decenas de compañeros, especial­mente entre población que por primera vez veía a una guerrillera, las mujeres solían llamarme aparte. Y aunque me preguntaban y contaban sobre diversas temáticas, nunca faltaba la pregunta relativa a si andaba con mi marido. Cuando les respondía que no, se reían incrédulas o se desconcertaban. Yendo entre tantos hombres les parecía imposible que mi pareja no fuera alguno de todos.Y cuando les reiteraba que mi compañero estaba en otra parte, algunas me compadecían. Una vez, al preguntarles por qué se expresaban así, si estaba trabajando contenta por la revolución, me replicaron que era muy duro cocinar y lavar ropa de tantos hombres. Al aclararles que no era así, exclamaron más conmovidas que, entonces, seguramente tenía que acostarme con todos. Otras veces el razonamiento

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espontáneo las llevaba a afirmar convencidas que yo era maestra o enfermera y por ese motivo andaba con ellos.

Por donde quiera encontramos población laboriosa, sumida en una miseria inimaginable, analfabeta y enferma. Sin embargo, muchos de estos compatriotas, a quienes acudíamos llenos de ánimo y convicciones de lucha, nos tenían lástima al principio. Cuando les pedíamos opinión sobre nuestros planteamientos, no faltaba quien nos demostrara compasión.

La primera vez que nos expresaron lástima me desconcerté. Nunca se me había ocurrido que pudiéramos ser objeto de dicho sentimiento; mucho menos por parte de población que vivía igual o peor que nosotros. Pero así sucedió al principio con algunos que nos apoyaron, y nosotros tardamos en darnos cuenta. Creíamos que lo hacían porque comprendían y compartían nuestras ideas, cuando en realidad era por solidaridad humana.

Seguramente guiados por ese sentimiento, ciertos colaboradores quisieron comprar a una de nuestras compañeras en Alta Verapaz. Luego que el destacamen­to se retiró de allí, había quedado encargada, con otros compañeros, de impulsar la organización de los primeros núcleos de población keqchí. Vivió con una familia de las más entusiastas y dispuestas, que se ofreció para alojarla, alimentarla y esconderla. De día, nuestra compañera per­manecía dentro del rancho, ayudando en los quehaceres domésticos. Al oscurecer se desplazaba a otras partes para realizar su labor y a media noche, o por la madru­gada, volvía para descansar. Cuando esta combatiente se despidió de la familia para reintegrarse al destacamento, el hombre de la casa le dijo que a todos les dolía que vol­viera al monte porque allí era puro sufrir. Luego agregó: "¿Tenés que regresar a la montaña por fuerza? ¿Cuánto querrán los compañeros por vos? Yo te compro y te vas para donde querrás, a buscar mejor vida a otra parte. "

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En los años iniciales de trabajo tales razonamientos no eran excepcionales. La labor que entonces realizábamos calaba en varios aspectos, pero muy poco en la cuestión de género. Luego del desencanto inicial que experimentamos, los gajes del oficio por nuestra condición de mujeres se convirtieron en motivo de bromas que nos daban ánimo para ponerle más empeño al asunto.

Para numerosa población, sin embargo, llegamos a representar no sólo su única esperanza de alcanzar una vida digna, sino también una autoridad, independientemente del triunfo o del fracaso de nuestra causa. Pues éramos sus consejeros en un sinfín de cuestiones; apoyo eficaz para resolver problemas concretos, o fuerza de trabajo voluntaria para ayudarlos en las tareas agrícolas, en la construcción de viviendas. Constituíamos una escuela, la única a su alcance, donde los jóvenes se superaban.Y es que las familias que tenían parientes o conocidos entre nosotros, percibían el progreso espiritual y material desde la primera visita de aquél. Éramos sus amigos, sus vecinos y sus ocasionales compradores o socios económicos. Incluso rompíamos la monotonía y la sole­dad de su vida. Y era que, si bien éramos iguales a ellos en pobreza, nos distinguíamos por la mayor acumulación de conocimientos, el modo de vida y los propósitos.

De ahí que también fuéramos un imán para no pocos jóvenes y padres de familia. Les atraía la vida en colectividad y el trato fraternal que privaba entre nosotros; el modo respetuoso y la actitud de escuchar que les expresábamos; la convicción que mostrábamos sobre la necesidad de luchar por una sociedad justa. Intuían en nuestra vida compensaciones que la suya no les daba. Quienes impulsaban a sus hijos e hijas a unirse con nosotros decían cosas como éstas: "mejor sufrir y peligrar luchando por una vida mejor, que por padecer ésta"; "la necesidad obliga a luchar; el que tiene hambre no tiene

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por qué rajarse"; "lo que se arrebata por hambre a un rico no es robo, es lucha por la vida. " Efectivamente no tenían nada qué perder, salvo la vida. Pero ésta se las arrebataba la enfermedad, la desnutrición, la represión patronal o militar.

El destacamento guerrillero llevó a miles de campesinos pobres la primera esperanza de emancipación social y el primer ejemplo de honestidad política y entrega desinteresada al servicio del pueblo. Por eso, una vez ganada, la población anteponía a sus propios riesgos y penalidades nuestra seguridad. Y nunca escuchamos que desearan dádivas o prebendas. Demandaban tierra, títulos de propiedad, trabajo, salarios decorosos; trato digno, escuelas, caminos, atención médica.

Pero esta compleja relación, que suponía enorme confianza hacia nosotros la lográbamos a pulso, paso a paso, con indescriptible paciencia y sin no pocos altibajos y sinsabores. Por el mes de diciembre de 1977, pasamos los fríos más terribles que hayamos conocido en la selva. Durante el día sufríamos un calor sofocante; pero avanzada la noche la temperatura se desplomaba quién sabe cuántos grados. En el piso no podíamos dormir porque estaba lodoso, y si llovía se formaban corrientes que lo empapaban todo. En la hamaca nos helábamos.Y entonces no teníamos, como en otras temporadas, papel periódico ni plástico extra. Estos materiales eran la solución para el frío de las noches. El arte residía en ponerse papel periódico junto a la piel en la espalda, el pecho y los pies. Luego colocarse la camisa y bolsas plásticas entre el papel y los calcetines. Finalmente instalar sobre la chamarra y la hamaca un plástico que llegara hasta el suelo. De ahí que varias noches continuas nos levantáramos ateridos y desvelados para juntar fuego y acurrucamos a su alrededor. Uno a uno íbamos asomando a la cocina, donde en vela esperábamos el

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amanecer. A veces conversábamos animadamente; otras permanecíamos silenciosos, deseando que tales fríos terminaran pronto.

Fue durante esa temporada cuando experimenté la soledad y la falta de comunicación por primera vez en mi vida. No sólo porque pasé días solitaria en el mundo del misterio verde, sino porque no tenía con quien compartir un sinfín de inquietudes y reflexiones aunque estaba rodeada de compañeros. También fue entonces cuando comprendí por qué numerosos campesinos y campesinas son reservados y parcos para hablar.

Cierto día sentí el impulso de dibujar y pintar. No lo hacía desde 1966. Añoraba a Benedicto y, a falta de podernos comunicar, leía con frecuencia los poemas que él escribiera años atrás en esas montañas. Entonces quise expresar gráficamente algunos de ellos. Lo hice de un tirón, rápidamente. No sólo porque las imágenes se agolpaban en mi cabeza, sino porque la inusual quietud en que se encontraba el campamento acabaría en cualquier momento. Recurrí a los únicos materiales que tenía a mano: papel bond, lápiz y marcadores de colores. Al igual que los poemas, independientemente del tema y la calidad, mis dibujos no pudieron sustraerse al impacto que la flora y la fauna tropicales produjeron en nosotros.

Después de conocernos en las montañas de la región ixil, nos encontramos en breves y esporádicas tareas. Militábamos, entonces, en frentes diferentes. Sin embargo, desde el primer encuentro nos comunicamos de manera fluida y natural, como si nos hubiésemos conocido siempre.

De él me atrajeron su modo de ser modesto, franco, tranquilo; la suavidad de su trato y su sentido del humor, especialmente sobre sus propias desgracias; su rectitud y generosidad; su lejanía de todo lo que pudiera ser prepo­tencia, rivalismo, figuración. De él me gustaron su cuello

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grueso y sus manos fuertes, anchas y callosas que indistin­tamente escribían versos, se abrían paso a filo de machete o hacían una caricia tímida. De él me desconcertaron los tesoros que llevaba consigo: la figurita de lotería popular que representa la estrella; tres papeles de china con la suerte de un canario de feria; una bolsa plástica con carros de colores; un recuerdo de la que fuera su novia cubana, a quien abandonó para incorporarse a la lucha. Y también un cuento para niños hecho por él mismo, que trataba de un gigante que comía naranjas y tenía una muela de hielo. De él me impresionó su profunda sensibilidad. Me conmovieron el niño observador, navegante y explorador que llevaba dentro; su habitual retraimiento y silenciosa forma de ser; su inmensa necesidad de amor, como si el desamor lo hubiese acompañado demasiado tiempo. De él me sorprendieron la importancia que dio a mi presencia en su vida, los poemas que me escribió luego de conocernos y su delicada forma de expresar ternura, amor, respeto.

Por eso lo fui queriendo. O quizás porque vive maravillado de la vida y del cosmos; o porque es penetrante para captar las contradicciones de la realidad y del comportamiento humano. Sin embargo, al principio opuse resistencia al sentimiento que me brotaba; deseaba concentrarme en la militancia que había asumido por propia e independiente decisión. Y porque no quería ataduras con hombre alguno, pues la experiencia matrimonial me había dejado sabor amargo. Pero, como suele suceder, los sentimientos y la atracción tuvieron su propia dinámica; y no atendieron las leyes de la razón, ni los esfuerzos de la voluntad. Para mi felicidad, aquéllos se impusieron a éstas y el amor inundó mi vida.

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LA FUERZA DE LOS SUEÑOS

Una tarde me declaró su amor. Días atrás me anunció que deseaba hablar conmigo, pero llegado el momento se retractaba. Como era común que los compañeros me buscaran para conversar, no presté especial atención esta vez. Sin embargo, cierto atardecer llegó a mi puesto; entonces lo invité a sentarse en un tronco próximo. Se acomodó juntando las manos y bajando la vista, luego guardó silencio. Pasado un rato lo animé a plantear lo que deseaba, pero siguió callado. No insistí y permanecí silenciosa a su lado. Al cabo de un tiempo, sin dejar de apretar una mano contra la otra y clavando la mirada al frente, dijo que nos respetaba mucho a Benedicto y a mí.Y calló de nuevo. Lo vi afligido y sin saber qué hacer. Entonces comprendí de qué se podía tratar y le reiteré que expresara con confianza lo que quería. Aseguró que lo haría si le daba mi palabra de no quitarle la amistad nunca y por ninguna razón; e insistió en que respetaba a mi pareja. Continuó diciendo que entendía las explicaciones respecto a que los integrantes del destacamento éramos libres de establecer las relaciones amorosas que quisiéramos, siempre que lo hiciéramos con honradez y respeto entre los implicados y hacia la colectividad. Y que no se valía tener dos o más relaciones simultáneamente, porque la experiencia demostraba que ello generaba conflictos que afectaban la cohesión y el trabajo. Luego agregó enfático y viéndome a los ojos: "Pero yo te quiero. ¿No será que el compañero puede ser tu marido y yo tu novio?, ¿no será que sí se puede? " Años atrás había escuchado frases parecidas dos o tres veces. Era el dilema humano de tantos amores y atracciones sexuales que nacen fuera de las convenciones sociales. Conversamos sobre el tema, la

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vida y las circunstancias en que luchábamos. Entrada la noche nos despedimos con un apretón de manos y una sonrisa de mutua comprensión. Aunque sabía que con el tiempo le pasaría ese sentimiento hacia mi persona, me dio pena su tribulación y la situación de soledad amorosa de tantos en el frente.

Aquella noche, a raíz de ese hecho, evoqué dos consejos, de cuya sinceridad y buena fe no puedo dudar; consejos que se grabaron en mi memoria por el desconcierto que en su momento me causaron. Tiempo atrás, cuando abandoné la plaza de maestra en un remoto municipio de Huehuetenango, la madre de un alumno escribió en una tarjeta de agradecimiento: "Viva doscientos años y tenga dos mil hijos". Y un albañil y marimbista de edad avanzada, al despedirme, me dijo persuasivo y circunspecto: "Seño, no se conforme con un solo marido. Usted bien puede con cuatro. "

El compañero que esta vez me declaró su amor era un joven chuj, originario de los páramos de San Mateo Ixtatán y proveniente de una familia misérrima por generaciones. Desde la infancia y hasta que se incorporó al destacamento, pastoreó rebaños ajenos. De ahí que había pasado la mayor parte de su vida silencioso y solitario en las cumbres de los Cuchumatanes. No había conocido más hábitat que ese y nunca asistió a la escuela. Aprendió castilla, se alfabetizó y politizó con nosotros. Poseía un corazón preñado de ternura y generosidad, bajo una piel áspera, maltratada por la intemperie. De mirada esquiva, raramente veía a su interlocutor a los ojos. Era retraído, sencillo, de trato suave. Poco para la risa y observador penetrante. Y tras un rostro impasible ocultaba una susceptibilidad y emotividad excepcionales. Se distinguía por su entrega, rectitud y lealtad. Esta vez el sentimiento amoroso, como nos sucede a todos más de alguna vez en la vida, lo había desbordado, chocando con las reglas establecidas

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y haciendo tambalear su sistema de valores. Los sueños tenían gran importancia para él y con frecuencia los narraba, interrogando sobre su posible significado. Y es que en la cultura indígena se consideran premonitorios o explicatorios del destino y de situaciones personales o sociales. En numerosas comunidades había personas especializadas en su interpretación. Indudablemente, los sueños son experiencias del alma que pueden reflejar muchas cosas: deseos, temores, preocupaciones, ilusiones, compensaciones. Pero el pensamiento predominante en dicha cultura le agregaba elementos particulares que trascendían esa dimensión.

En nuestra colectividad guerrillera la mayoría de los sueños que se narraban eran recurrentes en su esencia. Por ejemplo, que a la hora del combate el arma no disparaba y si lanzaba el proyectil, éste caía amorfo y blando a un par de metros de distancia. Que teniendo deseos de gritar para pedir auxilio o alertar a alguien, la voz no nos salía. Que al correr para alejarnos de algún peligro no lográbamos avanzar. Que teníamos comida, generalmente aquélla que más nos gustaba, pero nunca alcanzábamos a comerla porque despertábamos en el preciso momento de llevárnosla a la boca. No hablábamos de los sueños con frecuencia; pero cuando el tema surgía estas problemáticas predominaban. Y no tenía qué ver la procedencia social, ni la conciencia o cultura que se tuviera; sino más bien el peso que en nosotros tenían los peligros y las privaciones cotidianas. Pues el miedo era un acompañante tan tenaz como el amor. Someter al primero y buscarle cau­ce al segundo eran un reto permanente. Y la narración de estos sueños en algún descanso u hora de comida, suscitaba bromas que desencadenaban la risa de todos. Era común que mientras más difícil fuera la situación en que nos encontrábamos, o más preocupado estuviera el protagonista de tales representaciones mentales, más risa

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nos causaran las desgracias que sufríamos en la vida real y en los sueños.

Adelita tenía catorce años cuando se enamoró de uno de nuestros compañeros. Era una muchacha mexicana, cuya familia simpatizaba con nuestra causa y apoyaba en lo que estaba a su alcance. Vivía en una casa solitaria, próxima a la línea fronteriza, por lo que mantenía relaciones sociales y comerciales con los parcelarios guatemaltecos. El padre era campesino medio y pagaba fuerza de trabajo para las labores agrícolas. Adelita era hija única, consentida y sin responsabilidades. No sabía leer ni escribir y cifraba en el matrimonio su felicidad y destino único. Los padres veían con beneplácito su relación con el guerrillero guatemalteco, quien le correspondía en el amor.

Cierta vez integré una patrulla que se dirigió hacia una vivienda fronteriza. Esta tenía por vecindad, aunque a varias horas de camino, la casa de la novia. Nos instalamos en el patio a desgranar el maíz que debíamos transportar; pues había tranquilidad operativa y el rancho estaba aislado. Para tener visibilidad hacia una vereda que conducía a la línea divisoria, me senté de espaldas a la construcción. A cincuenta metros de distancia terminaba el sitio y comenzaba la vegetación feraz. Allí se adentraba el sendero. El sol caía a plomo y veíamos reverberar el calor por la evaporación abundante. Asueñada por lo sofocante de la atmósfera me restregué los ojos y sacudí la cabeza, creyendo ver alucinaciones. Pero las imágenes permanecieron sin que lograra comprender. Tomé mi carabina y avancé al encuentro de quienes para entonces había reconocido. Adelita había surgido de la exuberancia tropical ataviada con un vestido largo, rosado, el cual alzaba con delicadeza; llevaba el pelo largo recogido y adornado con flores; calzaba zapatos blancos de tacón y sus manos iban cubiertas con guantes. Su madre apareció detrás, también vestida de fiesta. Las saludé y atónita las

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interrogué por las galas. Adelita me respondió sonriendo que cumplía quince años y que el novio le había prometido visitarla. Pero como su amigo chapín les avisó que ese día estaríamos en su casa, se dirigieron hacia allí pensando encontrarlo entre nosotros. Habían caminado horas entre el fango y la espesura verde, con gran arte para no estropearse, sólo pensando en el guerrillero amado. Pero el novio se encontraba lejos, cumpliendo tareas de la revolución y no pudo cumplirle. El desconsuelo de la muchacha fue equivalente a la ilusión que por semanas alimentó la promesa del enamorado. Sólo para él se había engalanado. Inmediatamente sus ojos se inundaron de lágrimas y la congoja se apoderó de ella. Esa vez sentí la pena de amor ajena como propia. El esmero que había puesto en arreglarse y el esfuerzo que habían invertido para llegar a donde estábamos, me tenían impresionada.

Las invitamos a descansar y las hicimos reír con nuestras bromas cariñosas. Pero al volver por donde habían llegado parecían llevar la pesadumbre del mundo encima. Se perdieron entre árboles gigantescos, lianas y helechos para desandar el camino hacia su hogar solitario. El nombre de Adelita se lo pusimos nosotros en asociación a las adelitas de la revolución mexicana. El idilio duró el tiempo que nuestro compañero alcanzó a vivir, pues dos años después perdió la vida en la toma de Chisec, en Alta Verapaz. Era responsable de la operación y en la oscuridad, supervisando los grupos de contención, cometió el error — creyendo que nuestros compañeros lo habían reconocido — de cruzar el sector de fuego de uno de ellos. Un proyectil de G-3, disparado por arma nuestra, le perforó la arteria femoral. Fue imposible contener la hemorragia y murió desangrado en cuestión de minutos. Con su deceso pagábamos cara nuestra inexperiencia militar y perdíamos a un organizador eficaz, de conciencia firme, sencillo y jovial. Armando se había incorporado a

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mediados de 1974, animado por un tío que era veterano. Originario de una barriada capitalina, era hijo de una prostituta y un policía nacional. Fue de los primeros en incorporarse al destacamento original. Cuando murió apenas alcanzaba los veintiún años de edad.

Una noche pedí a un compañero que me contara sobre su vida y su pueblo. Pero a diferencia de la mayoría, me respondió: "Siempre querés que te demos nuestra vida, pero vos nunca nos das la tuya. " Y no me la contó. Efectivamente nunca hablaba de mi vida con ellos, pero hasta entonces ninguno me había preguntado al respecto.Y la dirección se había opuesto a que quienes proveníamos de capas acomodadas la narráramos. Consideraba que por no haber vivido los sufrimientos de los explotados y oprimidos carecía de valor para la colectividad. Yo, por disciplina y discreción, más que por falta de voluntad, me había abstenido de compartirla. Con su reclamo este compañero indígena nos demostraba que nuestra historia personal sí tenía valor para ellos. Significaba darnos de otra manera, confiarles nuestra vida que para ellos era un misterio. Era mostrarles un mundo desconocido, distinto al suyo, pero parte de la realidad que juntos pretendíamos transformar. Esa noche permanecí silenciosa, pensando, y me sentí mal. Aprendía mucho escuchando a mis compañeros, quienes con gran paciencia respondían mis preguntas e inquietudes. ¿No tenían ellos derecho y capacidad para aprender de la mía?

Pasados varios meses las columnas nos dimos cita. En las proximidades de la concentración descubrimos aguas borbollantes que fluían en un arroyo y en múltiples afloramientos que lo bordeaban. El ambiente estaba saturado por el vaho y un olor sulfuroso. Y en los alrededores, sobre árboles secos y troncos podridos, había agrupamientos de iguanas que nuestros compañeros cazaron con honda para enriquecer la dieta colectiva.

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Para entonces había perdido parte del pelo y mis dientes estaban tan sensibles que no soportaba masticar alimentos como la tortilla tostada o la caña de azúcar. También experimentaba punzadas en la espalda, como si se tratara de alfilerazos; aunque esta molestia desaparecía al inyectarme Complejo B-12 periódicamente. Y cada vez que llevaba a cuestas más de cincuenta libras, lo cual solía suceder, se me comenzaron a inflamar y endurecer los ganglios de la base de la cabeza, el cuello y las axilas. Mientras cargaba no lo notaba, pero cuando nos deteníamos y el cuerpo se enfriaba, me invadía un dolor intenso que se irradiaba a toda la cabeza y a los hombros.Y mi cuello permanecía rígido, como con tortícolis, por uno o dos días. Entonces no soportaba el roce de la hamaca ni la proximidad de la ropa. Pero bastaba con no cargar un par de días para que la inflamación y el dolor cedieran. Los años de esfuerzo y alimentación precaria comenzaban a repercutir en mi organismo; aunque todavía sin afectar mi desempeño cotidiano.

Por esos días, la fuerza de sus sueños llevó a un combatiente a solicitar dinero para comprar a una muchacha. Entusiasmado y seguro de que no habría objeción lo planteó con desenfado. Y contento agregó que, como el padre estaba organizado y era muy consciente, había rebajado el precio de Q80. 00 a Q60. 00. Como los padres del muchacho vivían en otra región, nada mejor en su esquema de valores que la dirección ocupara su lugar. Aunque el tema de la compraventa de mujeres había sido abordado, la costumbre ancestral resurgía como retoño en árbol podado, todavía con las raíces intactas en la mentalidad de algunos compañeros. Fue necesario retomar colectivamente el tema y convencer al solicitante de que no debíamos reproducir esas prácticas, sino sus­tituirlas por nuevas. Pero quedaba la tarea de hablar con los padres de la novia, pues habían afirmado que si no

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era pagada no la daban, "porque su hija no era cualquier cosa para regalarla". En ese y otros casos, aunque se logró suprimir la transacción con labor persuasiva, la dirección debió asumir el papel de los padres y hacer las visitas a la usanza campesina para que la familia de la muchacha quedara conforme.

Estando de paso por una localidad, me detuve en casa de una familia cuya hija mayor estaba con nosotros. Pasé a darles noticias de ella y a saber cómo estaban. Era la media noche de un sábado y todos dormían; pero la señora salió muy contenta a saludarme. Llevaba un recipiente con leche y abrazándome amorosamente me lo ofreció, diciendo lo mucho que le alegraba que hubiera pasado precisamente esa noche. Los sábados, me dijo, compraban leche que bebían el domingo por la mañana. Se mostraba feliz porque ese día la tomaría yo en lugar de ellos. Traté de negarme a aceptar el presente, pero fue imposible. Se trataba de una familia muy pobre y su segunda hija, de dieciocho años, padecía tuberculosis muy avanzada; tosía con coágulos de sangre y estaba pálida y débil. Ella anhelaba sumarse a nosotros y llorando nos había suplicado que la aceptáramos. Pero en ese estado no podíamos hacerlo; carecíamos de condiciones para propiciar su curación y no soportaría nuestro régimen de vida. La muchacha sufría por su impedimento. A cambio, la incorporamos a las tareas de apoyo en la localidad.

Esperábamos a compañeros de la ciudad y a un contingente de nuevos reclutas. En éste había seis mujeres y el hecho no tenía precedentes. Eran jóvenes campesinas originarias de las montañas del noroeste. La noticia causó revuelo entre los combatientes. Diligentes remendaron ropa y mejoraron su presentación; aumentó la dedicación al estudio y a las tareas; las armas y los machetes relumbraron más que de costumbre. Cuando arribó el grupo, la caballerosidad y la servicialidad se hicieron notorias para

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con las nuevas. Era evidente la competencia por ganar el corazón, o cuando menos, la admiración de las recién llegadas. Y abundaron los voluntarios para instruirlas en el manejo de las armas y las tareas del campamento. No faltaron los accidentes por derroche de valor y destreza; ni las bromas y apuestas sobre quiénes serían los afortunados. Varias destacaron rápidamente, por encima de los varones que se incorporaron simultáneamente, en dedicación a las tareas, disciplina y progreso en el estudio. Luego de una temporada, dos volvieron como organizadoras a sus zonas; posteriormente, otras destacaron por su valentía y agresividad en el combate. Pero hubo una que a los pocos días evidenció que sólo le interesaba coquetear; de manera que se le envió de regreso a su casa.

Con los años varias mujeres más desarrollaron dotes de activistas y organizadoras. También surgieron dirigentes populares y cuadros políticos femeninos a diversos niveles. La mayoría de ellas pasan desapercibidas pero no por ello su capacidad y aporte es menor. Nuestro trabajo pionero de aquellos años es uno de los factores que propiciaron esta irrupción de la mujer campesina en la lucha social y política guatemalteca. Parte de nuestros sueños de entonces se han hecho realidad.

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EL ÁRBOL DE LA VIDA

Emprendimos la marcha hacia el río Chixoy, y durante un descanso algún dirigente bromeó: "Cuando triunfemos vamos a poner puestos de refrescos y cervezas frías en todas estas picas. " Y el montón replicamos jubilosos: "Síiii", imaginando que bebíamos tales delicias en ese instante. Pero un lúcido exclamó malhumorado: "¿Y qué putas vamos a estar haciendo aquí después del triunfo? Sólo eso nos faltaba. " Al concluir el penúltimo día de marcha estábamos extenuados y silenciosos. Por mi parte, además, resulté con ampollas y rozaduras en los pies; algo había fallado con mis calcetines. Así que con presteza recogí leña y me retiré a descansar; me tocaba cocinar el día siguiente y debía madrugar. Apenas comenzaba a ceder el dolor de las ampollas y el agotamiento de la caminata, cuando se aproximó un compañero quiché. Se había incorporado hacía pocos meses y se caracterizaba por su timidez, bondad y seriedad. Entusiasmado me invitó a bailar, agregando que ya tenía autorización. Le respondí que estaba muerta de cansancio y le pregunté si no lo estaba él también; salvo los que tenían tareas, todos estábamos tumbados procurando reponer energías para la jomada siguiente. Dijo que lo estaba, pero que en la radio tocaban sones de su tierra y quería bailarlos. Entonces le propuse que invitara a otra compañera y le hice bromas en relación a las jóvenes recién llegadas. Pero insistió: "Vení vos, vení un ratito nomás." Ya no me invitaba, me rogaba. Le mostré mis pies lastimados y le expliqué que al día siguiente madrugaba. Sólo se sonrió y me miró con ojos tristes, al tiempo que exclamó: "¡Ay vamos, con vos quiero bailar! "Y saltaba como un niño impaciente porque el primer son había concluido y yo no me movía de la hamaca. Entonces

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ya no pude negarme a sus ojos de tristeza que, aún cuando Mario reía, no lo abandonaban. Me coloqué las botas y el equipo militar, y probé el filo de mi machete, pues aceptar la invitación conllevaba chapear mano a mano un pedazo de terreno. Como éramos sólo nosotros, bastó con despejar un par de metros cuadrados. Quienes descansaban en las proximidades sacaron la cabeza de la hamaca e incrédulos preguntaron si en serio pensábamos bailar. Ante nuestra afirmación nos llamaron locos de remate. Pero cuando colgamos el radio en una rama y dimos los primeros pasos, uno de ellos iluminó la flamante pista con un pedazo de hule ardiendo. Y varios de los que nos llamaron dementes se sentaron a ver; y, poco a poco, algunos se calzaron y con su fusil al hombro se sumaron al baile. Cuando terminó el programa radial éramos cuatro parejas las que reíamos bañadas en sudor y alegría. El iniciador de la locura estaba verdaderamente feliz. Mario era originario de Zacualpa, municipio al sur de El Quiché. Hablaba con fluidez quiché y español, y sabía leer y escribir. Tranquilo y callado, hacía pocas preguntas, pero éstas solían implicar respuestas difíciles. Recién incorporado se extravió a raíz de un choque con el ejército. Sin embargo, se mantuvo oculto entre la maleza; logró localizar un buzón que teníamos por el área y, escondido en sus alrededores, se alimentó con azúcar. Durante tres días sufrió las inclemencias de la intemperie porque en la escaramuza perdió su equipo. Los compañeros que salieron en su búsqueda lo encontra­ron sereno y confiado en que daríamos con su paradero. Lo primero que hizo cuando se reintegró al grupo fue disculparse por haber consumido azúcar de la colectividad sin autorización. Cuando las acciones político-militares de la organización se expandieron hacia el sur de El Quiché, Mario fue incorporado al contingente de combatientes experimentados que se desplazó hacia dicha región. Pocos años después de haber convivido con nosotros en el

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destacamento, Mario fue abatido en la retirada que siguió a la propaganda armada que el EGP realizó en Santo Tomás Chichicastenango en julio de 1981.

En aquella marcha salvamos el río Chixoy en el curso de varias noches. Lo cruzamos en pequeños grupos precedidos de exploradores. Del otro lado proseguimos hasta alcanzar el río San Román, en cuyas proximidades nos establecimos. Desde esa posición una unidad se desplazó hacia el sur para recoger un lote de armas. Dos mujeres fuimos integradas al grupo.

El trayecto que entonces recorrimos era accidentado porque incluía un güiscoyolar pantanoso, varias brechas con maquinaria trabajando y un par de carreteras. Y éstas debíamos atravesarlas a plena luz del día para avanzar con la rapidez que las circunstancias requerían. Una de ellas debimos cruzarla en diagonal, forzados por las características del terreno y la vegetación. Se nos dio la orden de hacerlo en columna cerrada, cuando los grupos de contención dieran la señal. Yo iba al centro, pero empecé a rezagarme a media travesía. La retaguardia comenzó a rebasarme, preocupada por salvar el obstáculo lo antes posible, pues esa carretera era patrullada por el ejército. Un miembro de la vanguardia, que había llegado a la orilla contraria, vio que me quedaba sola y veloz volvió sobre sus pasos. Se colocó a mi lado, me quitó la mochila y prácticamente me jaló, animándome a sacar fuerzas. Fuimos los últimos en alcanzar la espesura. No sé qué hubiera hecho si él no me ayuda; probablemente me hubiera sentado a media carretera sin importarme nada. Estaba extenuada. Valentín se llamaba este compañero y destacaba por su nobleza y espíritu solidario; no fue casualidad que él acudiera en apoyo de alguno de nosotros. Moreno, alto y delgado; de pelo crespo largo, sus ojos negros eran de mirada profunda y dulce. Siendo de origen proletario, migró desde la costa sur al Ixcán

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cuando su familia obtuvo una parcela. Dos años después de que realizamos esa misión, en junio de 1979, fue abatido por el fuego enemigo en la aldea Tzetún, ubicada al sur de Rubelolom y de Playa Grande. Una unidad nuestra realizaba propaganda armada en esa localidad keqchí, y cuando emprendió la retirada el ejército le salió al encuentro. Valiente, pero inexperto en el combate — como la mayoría —, se lanzó contra los atacantes a pecho descubierto, disparando su fusil ametralladora. Cayó herido en un altozano, en medio del fuego cruzado; rescatarlo era imposible. Nuestra unidad se retiró sin más bajas por una vía alterna.

A Valentín lo crucificó el ejército en las afueras del poblado. Para el efecto instaló una cruz de madera y le puso guardia durante los días que las aves de rapiña tardaron en devorarlo. Mientras tanto, advirtió a los moradores de Tzetún y de los lugares aledaños que eso mismo haría con todos los que se levantaran en armas o apoyaran a los rebeldes. Valentín ofrendó su juventud con la frente en alto, de cara al sol, y en algún lugar crece orgulloso su hijo postumo.

De los compañeros que entonces íbamos en esa unidad, varios más perdieron la vida en los años venideros. Eider, siendo oficial guerrillero, murió en el parcelamiento de Cuarto Pueblo, en enero de 1981. Allí se intentó entonces una operación de aniquilamiento y recuperación contra el destacamento militar. Pero aunque la guerrilla destruyó a la tropa acantonada —más de cien efectivos—, no pudo pasar al asalto debido a la intervención de la Fuerza Aérea. Esta bombardeó y ametralló el escenario del ataque. Como resultado, Eider fue alcanzado en la cabeza por un proyectil en el momento de la retirada, muriendo instantáneamente. Eider era jovial y de agradable carácter, le gustaba hacer bromas. Destacaba por su lealtad, disciplina y capacidad operativa. Era ladino, hijo de parcelarios migrados de la

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costa sur. Cuando murió llevaba cinco años incorporado a la lucha. Arzú, otro de nuestros compañeros de entonces, dio la vida en Alta Verapaz, cerca de los pozos petroleros de Rubelsanto. Por circunstancias imprevistas debió combatir aislado de su columna. Atrincherado en su posición, lo aniquilaron cuando agotó su dotación. Proveniente de la costa sur, Arzú fue reclutado en la capital, desde donde se incorporó al destacamento en 1974. Llegó muy joven e indisciplinado, con rasgos acentuados de machismo. Al principio dio problemas por su relación conflictiva con otros combatientes y por atentar contra la despensa colectiva. Sin embargo, con el tiempo se disciplinó y dio muestras de ser sensible, valiente y de moral resistente ante la dureza de la vida en la montaña. Ladino, moreno de pelo crespo, denotaba la presencia de sangre negra en sus venas.

Aníbal era un compañero originario de San Juan Co­tzal. Hablaba con fluidez su idioma, el keqchí y el español; por ello su presencia fue clave en la penetración guerrillera a la Alta Verapaz. Con experiencia en las tareas solitarias entre la población civil, se llegó a confiar y desmovilizar en su realización. Finalmente fue descubierto y abatido mientras realizaba una de estas misiones. Aníbal era muy inteligente, ágil y dispuesto para el trabajo; simpático, con gran sentido del humor y dotado para narrar y actuar. Solía hacernos reír con su graciosa forma de contar las peripecias propias y ajenas. Enseñado por un compañero de la dirección, aprendió a jugar ajedrez con extraordinaria aptitud. Al igual que Valentín, Eider y Arzú, no llegaba a los 24 años cuando lo sorprendió la muerte.

Durante aquella marcha, los compañeros de la ciu­dad que transportaban los pertrechos, llegaron puntuales a la cita. Sin palabras ni saludos, nos entregaron el arma­mento y se retiraron. Nosotros acomodamos las cargas con presteza y nos alejamos del sitio. Avanzamos varias

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horas a tientas, hasta localizar unas cuevas que nos servían de escondite. Allí preparamos nuestra cena y dormimos. Amaneciendo emprendimos camino a paso ligero para salvar los mayores obstáculos cuanto antes.

Días después, nos sacudió la noticia de la caída de tres dirigentes nuestros en la costa sur. Murieron en combate cuando el ejército, en un operativo de inteligencia, copó la vulnerable construcción donde se encontraban reunidos, coordinando trabajo político y acciones militares. Fue el 17 de enero de 1978, en San Bernardino, departamento de Suchitepéquez. Uno de ellos, Alejandro, integraba la dirección del frente de la costa sur. En la década de los años sesenta había combati­do en la guerrilla de Luis Turcios Lima, en la Sierra de las Minas. Era campesino pobre, ladino, originario de Zacapa y fundador del destacamento guerrillero en las montañas del noroeste. Había sido trasladado años atrás para impulsar, con otros compañeros, la construcción de la organización en la costa sur. En el momento de su caída era miembro de la Dirección Nacional. Destacaba por no perder de vista los intereses de la clase trabajadora, por su firmeza revolucionaria y su sencillez. Lo sobreviven varios hijos. El segundo caído, Jorge, era campesino indígena pobre, originario de Rabinal, en Baja Verapaz. Durante los años sesenta había estado próximo a Pascual Ixpatá (Emilio Román López), dirigente de Rabinal y cuadro guerrillero. Jorge fue también fundador del destacamento y se caracterizó por su espíritu revolucionario, firmeza de principios, valor y dinamismo en el trabajo. Al momento de caer era dirigente regional en la zona ixil junto con Cecilia, quien igualmente perdió la vida en dicha acción contrainsurgente. Ella era originaria de Jalapa, pero estudió magisterio en la capital. Desde muy joven se incorporó a las tareas de apoyo para la guerrilla Edgar Ibarra, de la Sierra de las Minas, en la década de los sesenta. Fue fundadora

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del EGP en el frente urbano Otto René Castillo. Destacaba por sus firmes convicciones y principios; por su austeridad, disciplina y sencillez. Cecilia tenía una hija pequeña, quien crecía al cuidado de otros compañeros.

Varias mujeres que en los albores de la década del setenta empuñamos las armas revolucionarias, heredamos el ejemplo de una hermana de Cecilia: Nora Paiz Cárcamo, quien fuera herida y capturada en combate, en la Sierra de las Minas, junto con Otto René Castillo, en marzo de 1967. Ambos fueron conducidos al campamento militar de Los Achiotes y luego a la base militar de Zacapa. Durante cuatro días ella fue violada y ambos mutilados, apaleados y quemados vivos el 19 de marzo. Nora y, un tiempo antes, Rogelia Cruz, fueron de las primeras revolucionarias guatemaltecas que cayeron vivas en manos del ejército y sufrieron su brutalidad. Los pormenores del cautiverio y asesinato de Nora se conocieron porque uno de los torturadores, impresionado por la firmeza y la dignidad de Nora, buscó a la madre para narrarle los hechos y conducirla a la fosa clandestina donde estaba semienterrado lo que quedaba de ella. La familia rescató un mechón de pelo y algunos huesos. Con la información y los restos de Nora, su madre denunció públicamente la atrocidad de los militares. Pero ya entonces su impunidad era una realidad tan palpable como sus crímenes. De carácter inquieto, inquisitivo y alegre, Nora tenía 23 años en el momento de su asesinato. Su nombre, como el de Cecilia —Clemencia Paiz Cárcamo— resonarán en nuestra memoria como ejemplo de amor a la libertad y a la dignidad de nuestro pueblo.

A lo largo de ocho días llovió torrencialmente y sin tregua alguna. Y durante las noches de tormenta la temperatura descendió drásticamente. Para conjurar el frío debimos protegemos con papel periódico y plásticos. Al cesar el diluvio escuchamos rumor de maquinaria pesada

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rumbo al sur. El ruido era inconfundible y avanzaba en nuestra dirección. Se enviaron exploradores de inmediato y ellos reportaron que un convoy de buldozers avanzaba en línea recta, botando árboles gigantes y todo lo que encontraba a su paso. Evacuamos apresuradamente, pues el acimut de la brecha pasaba por nuestra cocina. Al día siguiente las máquinas depredadoras arrasaron el lugar y continuaron su marcha inexorable. La tecnología del "progreso" devoraba, con brechas petroleras y caminos con función contrainsurgente, las selvas guatemaltecas.

En mayo de 1978 escuchamos la noticia sobre la masacre de Panzós, municipio oriental de Alta Verapaz. Más de cien indígenas keqchíes fueron asesinados por el ejército en la plaza del poblado, cuando pacíficamente demandaban justicia ante las autoridades. Sus tierras estaban siendo usurpadas por terratenientes. Entre los asesinados estuvo una anciana dirigente llamada Adelina Caal de Makín —Mamá Makín—, quien iba a la cabeza de su gente. Fue la primera masacre contemporánea contra la población indígena que trascendió a la opinión pública. Un preludio de lo que el régimen desencadenaría generalizadamente pocos años después.

Pasada una temporada retomamos al Ixcán, y desde allí parte del destacamento ascendió al altiplano ixil. Por esos días pidió su baja Lin, indígena pocomchí, originario de San Cristóbal Verapaz. Alto y robusto, llevaba cuatro años en el destacamento, pero resentía la dureza de la vida en la montaña. Las hambrunas y los momentos de peligro lo afectaban anímicamente al punto de postrarlo algunas veces. De ahí que su desempeño tuviera altibajos. Finalmente, al volver de una estancia en la capital pidió su retiro de la organización para dedicarse a la vida privada. Encontró trabajo en una fábrica del sur de la ciudad; pero los criterios de clase y la conciencia social que adquiriera en el destacamento, lo llevaron a integrarse al sindicato de

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la empresa. Pronto fue promovido por sus compañeros a la dirección del mismo, pues su capacidad organizadora y política destacaba, aunque él no se lo propusiera. En las luchas populares de octubre de 1978, detonadas por el alza al precio al pasaje urbano, varios sindicatos decidieron participar. Entre otras actividades, instalaron barricadas para interrumpir el tránsito. Pero las fuerzas represivas atacaron con armas de fuego a los trabajadores que se negaron a retirar los obstáculos. Lin murió de un balazo en la frente, cuando se irguió a responder con pedradas la orden de desalojo. Pocos días antes había solicitado su reincorporación a la organización.

Corrían los primeros días de junio y un grupo salió en misión. Al regreso, los combatientes que lo integraban, confiados y queriendo aligerar la marcha, abandonaron la ruta secreta y buscaron un camino de herradura. Su idea era avanzar por él un trecho y, una vez estuvieran a la altura de nuestra posición, quebrar el rumbo y retomar el trillo. Pero al poco tiempo chocaron con una patrulla militar que, en dirección contraria a ellos, realizaba un rastreo. En el tiroteo que se entabló resultó muerto el compañero nuestro que encabezaba la fila. Fernando era un joven moreno y delgado de origen cakchiquel. Él y su hermano, huérfanos desde pequeños, fueron llevados por unos familiares al Ixcán. Desde muy jovencitos pidieron ingresar a nuestras filas y allí se hicieron hombres. El espíritu de este compañero estaba golpeado por la discriminación y la pobreza; de ahí la susceptibilidad que evidenciaba en el trato. De personalidad difícil, pero entregado, deseaba superarse y anhelaba afecto y comprensión. Con frecuencia nos buscaba para conversar o simplemente estar cerca haciendo sus propias cosas. Cuando lo invadía la nostalgia añoraba volver a su pueblo de origen en los días de la fiesta patronal; entonces escuchar la marimba y los cohetes de

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vara, comiendo los tamalitos que por esos días se preparan. Esa era, nos confesó, su idea de felicidad.

Entre nosotros era una tentación permanente utilizar caminos vecinales y brechas, porque el avance por ellos era más rápido y menos agotador que rompiendo monte. De ahí que cuando se desplazaban pequeñas unidades sin mandos suficientemente disciplinados y alertas, se solía desobedecer la regla. Esta unidad violó varias medidas de seguridad durante el cumplimiento de su tarea; y desde que hicieron contacto con la población, dieron pistas de su presencia y movimientos. Por otra parte, tuvieron indicios directos e información sobre complejas operaciones militares en la zona donde se movían. Sin embargo, no las tomaron en cuenta cuando el cansancio se apoderó de ellos. Luego del choque, la unidad logró retirarse a través de un navajuelar. Los combatientes llegaron con la cara y las manos cortadas, pero no los había alcanzado ninguna bala de la lluvia que les descargaron. Estábamos a media hora del sitio, de manera que cambiamos posición. En ese momento no sabíamos si Femando estaba herido o muerto. De ahí que se destacara una patrulla al lugar de los hechos. Los compañeros lograron colocarse a pasos de distancia de la emboscada enemiga sin ser detectados. Nuestro compañero yacía en el mismo lugar donde había caído.

Un colaborador que pasaba por el lugar vio cuando un helicóptero descendía en las proximidades y de él bajaba un oficial. El compañero lo juzgó de alta graduación porque era un hombre mayor, sólo portaba arma corta en estuche de cuero, era barrigón y le costaba caminar entre los obstáculos. Este militar observó detenidamente al guerrillero, ordenó recoger su equipo y dejar el cadáver a flor de tierra. Luego se retiró, llevándose las pertenencias de Fernando.

Siguiendo órdenes la tropa esperó allí en previsión de que lo intentáramos rescatar. Pero la correlación de

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fuerzas era muy desigual, no contábamos con parque de reserva y no nos convenía llamar la atención sobre una zona donde desplegábamos actividades organizativas y logísticas que se frustrarían si el ejército acrecentaba sus operaciones. Recuperamos los restos de Femando quince días después, cuando el ejército se retiró. Su esqueleto era todo lo que quedaba, pues insectos y aves de rapiña lo habían consumido. Al sepultarlo se le rindieron los honores guerrilleros. Fernando está enterrado bajo cedros y caobas, en aquella selva donde aprendió a amar la libertad de su pueblo por encima de todo.

La vida para nosotros es búsqueda de una humanidad mejor; es amor a la dignidad y a la justicia; es compromiso con el pueblo trabajador. Por eso, ante la muerte de nuestros compañeros, el mejor homenaje era continuar la lucha con mayor entusiasmo y capacidad. No había lugar para la tristeza. De cada golpe era necesario sacar lecciones que mejorasen nuestra operatividad, y hacer las reflexiones del caso. Si bien todos estábamos dispuestos a dar la propia vida, debíamos preservarla hasta donde fuera posible, reduciendo nuestros errores y deficiencias. Pues sólo vivos aportamos nuestro esfuerzo a la emancipación social. Pero en toda confrontación que llega a medios violentos es inevitable pagar un precio en sangre. Nuestros compañeros, al igual que miles de luchadores guatemaltecos, abonan con la suya el árbol de la vida de nuestro pueblo. Su muerte no ha sido en vano y siempre los llevaremos vivos en la memoria como ejemplo y estímulo para las presentes y futuras luchas.

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OTRA MAÑANA DE OCTUBRE

Bajo la conducción de la dirección, el destacamento continuó rigiéndose por los criterios, estilo de trabajo y organización establecidos cuando existía el mando político- militar. Y nuestra colectividad siguió erogando recursos humanos a costa de su propia calidad. Por ejemplo, la primera unidad militar propiamente dicha de las montañas del noroeste se formó con los combatientes más conscientes y experimentados de nuestro agrupamiento. Y su dirección fue confiada a un miembro del ex mando. Era 1978 y fue un acontecimiento feliz porque este logro suponía que podríamos enfrentar sistemáticamente al ejército y especializar compañeros en el arte militar.

Me correspondió seguir trabajando en la reproducción de materiales, elaboración de planes de cursillos y en la realización de los mismos. Entonces realizaba mi labor sentada en la hamaca y usando la mochila por mesa. Pero cierta mañana oí el rumor creciente de hojarasca y palos que crujían. Al prestar atención reconocí el inconfundible maremágnum de las hormigas arrieras, que avanzaban en dirección a mi puesto. Cuando estuvieron próximas me retiré a su periferia y observé cómo pasaron sobre mi lugar sin desviarse. En pocos minutos abandonaron el área y el ruido se perdió entre la vegetación. En manchas impresionantes de varios metros cuadrados, estas hormigas se desplazan siguiendo un rumbo invariable.Y en su ruta aniquilan cuanto insecto, larva o huevecillo encuentran; ninguno de ellos por grande y agresivo que sea, se salva de su voracidad.

Varios miembros de la Dirección Nacional con sede en la capital se encontraban en el frente, reunidos con sus homólogos de la montaña. Terminaba mis actividades

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del día cuando me llamaron para comunicarme que a la mañana siguiente salía temporalmente del frente. Había una tarea cuya responsabilidad querían que asumiera y sobre la cual me instruirían en la capital. Fue un balde de agua helada; no concebía mi salida sino con el triunfo o la muerte. Me encontraba contenta e identificada con ese medio de trabajo; y hacía sólo seis meses que nos había­mos reencontrado con Benedicto. No obstante, respetaba las decisiones del organismo superior y me disciplinaba a ellas.

Muy temprano me despedí de mi pareja; no sabíamos entonces cuánto duraría esta nueva separación, ni si volveríamos a encontrarnos. De los compañeros me despedí como lo hacíamos todos; sin saber a dónde, a qué ni por cuánto tiempo se ausentaba quien partía. Había llovido durante semanas, pero ese día amaneció escampado. Partiría con una patrulla hasta las márgenes del río Chixoy; allí haría contacto con otra unidad para proseguir mi camino. El trayecto hacia el gran río no llevaba más de cinco horas, pero teníamos un contacto de reserva en el atardecer.

Las dos horas iniciales avanzamos rápidamente en te­rreno firme. Sin embargo, a partir de entonces empezamos a encontrar crecidas, cuando no salidas de madre, todas las corrientes de agua. Y pronto el suelo se presentó anegado hasta en treinta centímetros de altura. A pesar de estos contratiempos avanzábamos con buen tiempo; pero progresivamente el agua subió hasta alcanzar los cinturones y la base de las mochilas. Entonces nos los quitamos para colocarlos sobre nuestras cabezas y continuamos la marcha. Pero al quedar bajo el agua las referencias de orientación, el avance se hizo lento e inseguro su rumbo. Había oleaje suave en dirección contraria a la nuestra y el nivel del agua ascendió hasta llegamos al pecho y al cuello, según la estatura de cada quien. Para entonces, las plagas

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y los insectos refugiados en las ramas y troncos flotantes, nos acosaban. Así avanzamos toda la tarde y la oscuridad comenzó a envolvemos sin arribar al punto de contacto y sin encontrar dónde acampar. Fue entrada la noche cuando alguien localizó un altozano donde el agua sólo cubría alrededor de veinte centímetros. Allí colgamos hamacas y equipos lo más alto posible, pues para entonces amenazaba con llover. Intuíamos que estábamos cerca del Chixoy, pues tal inundación sólo la podía producir ese gigante; pero no teníamos idea de nuestra ubicación exacta. Nos acostamos empapados y hambrientos; también tensos por el peligro de que las aguas subieran. Poco tiempo después, varios compañeros murieron en la costa sur, arrastrados por una creciente que los sorprendió mientras dormían en las proximidades de un río.

No llovió por la noche y al amanecer el desborda­miento había cedido. Mientras unos compañeros exploraron para determinar nuestra ubicación, otros recogimos leña y preparamos el desayuno. Feliz sorpresa fue descubrir que estábamos a un centenar de metros de donde debíamos haber llegado. Comimos animados y secamos nuestra ropa al calor de la fogata. Me despedí de la unidad y sola me dirigí a las márgenes del río. Allí me esperaba un niño, cuya familia conocíamos de tiempo atrás. Él me informó que el ejército pasó días antes en patrullaje por la ribera oriental, pero que se había retirado. Las aguas corrían turbulentas y achocolatadas, llevando enormes troncos como si se tratara de palillos de dientes. Con admirable pericia, el compañerito de once años me cruzó al otro lado en un cayuco de dos metros de largo. Seguro y tranquilo, el pequeño navegante lanzó la canoa a la correntada y parado en la parte trasera maniobró con el canalete, aprovechando la energía del caudal. Desembarcamos centenares de metros río abajo y tomamos una vereda que bordeando el río llevaba a su casa. Los compañeros que me esperaron

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la víspera no dejaron mensaje alguno. De todas formas me dirigí al punto de contacto y esperé un rato previendo que volvieran. Efectivamente, se presentó un compañero de la unidad que me aguardaba. Se alegró de verme pues, me dijo, temían que algo grave nos hubiese ocurrido. El mismo mando, cuando no llegamos a la reserva, decidió rastrear en dirección inversa nuestra ruta. De ahí que debiéramos esperar su retorno.

Partimos con el tiempo al límite y al tercer día, mien­tras la unidad acampó, con un combatiente nos dirigimos al punto donde me recogerían. Debimos pasar toda la noche acurrucados y silenciosos, soportando una plaga de jején, pues los compañeros no asistieron a la hora convenida. Por la carretera, a cuyo costado estábamos, transitaban vehículos particulares, campesinos y patrullas del ejército. A la reserva llegaron puntuales quienes debían conducirme.

Otra mañana de octubre, con la palidez característica de quien ha vivido en la penumbra varios años, y el olor a humo de quien ha permanecido cerca de fogatas ese mismo tiempo, salí del frente. Entonces no imaginaba que para mí concluía una etapa de militancia revolucionaria y que los azares de la lucha no me llevarían de vuelta a esa región.

El primer período de estancia en el destacamento estuve permanentemente dentro de la montaña. Mis visitas a las localidades fueron siempre nocturnas. De ahí que no me percatara de los cambios que experimenté física y psicológicamente a causa de vivir en la penumbra, entre densa vegetación y en el ámbito del destacamento. Me di cuenta hasta que visité de día lugares descombrados y viviendas. Las primeras veces que salí a terrenos donde el sol alumbraba directamente me fue imposible abrir los ojos. Intentarlo me produjo un copioso lagrimeo, ardor de ojos y dolor de cabeza, aun cuando diera la espalda al sol

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y los protegiera con las manos. Forzosamente debía volver a la espesura del bosque. Igualmente perdí el equilibrio al caminar por primera vez en terreno plano sin vegetación. Escuchar cantar a un gallo, después de meses de sólo oír animales silvestres, significó mucho más que la expresión sonora de un animal doméstico. Me dio la impresión de retomar contacto con mi mundo originario. Sentí nostalgia por los lugares habitados, mis seres queridos, la ciudad, los caminos. Sentarme en una silla y comer en una mesa me produjo una sensación extraña. Y cuando me ofrecieron azúcar para endulzar mi bebida al gusto, no me atreví a tomar sino la cucharadita rasa que recibíamos en el destacamento. Instintivamente sentí que no tenía derecho a más porque afectaría las necesidades de otros. ¿Qué experimentaría al retomar a la urbe?

Abordé el vehículo, al tiempo que el combatiente se perdía entre la maleza llevando mi equipo militar de vuelta. Me cambié ropa y calzado mientras el auto avanzaba y me explicaban la cobertura y el plan de emergencia. En el primer arroyo que encontramos pedí que nos detuviéramos. Hacía dos días que no tocaba agua.

Llegué a la capital entrada la noche, luego de seis años de no vivir en ella. Me sentí extraña y me ofendieron el ruido de los vehículos, la música a fuerte volumen, los anuncios luminosos, la infinidad de bagatelas y modas del consumismo. Y mientras avanzábamos por calles iluminadas y bulliciosas, mi mente evocaba con nostalgia verdes manaqueras y sonidos de la naturaleza. Y no me apeteció ninguna comida ni golosina de las que durante años ansié con obsesión.

octubre de 1993

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EPÍLOGO

Luego de veinte años de militancia puedo afirmar que el periodo en la montaña — altiplano y selva noroccidentales — es mi experiencia revolucionaria principal. Ha sido, es y será decisiva en mi vida para apreciar al ser humano, la naturaleza, la lucha social, mi pueblo. Fue una suerte vivirla, sobrevivir a ella y reflexionar sobre ella.

Nos fuimos a la montaña para contribuir a que la población paupérrima rompiera su inmovilidad política y su fatalismo; para que luchara por su dignidad y felicidad otra vez. Amamos y dimos todo de nosotros sin límites ni condiciones, frente a un sistema que cerraba a sangre y fuego las vías legales y pacíficas. Sin embargo, nuestro empeño fue sobrepasado por los acontecimientos. Años después fracasamos por factores múltiples. El régimen lanzó una ofensiva de masacres y tierra arrasada en 1982 y 1983, ante la cual no logramos sostener el avance del proceso revolucionario. Ni entonces ni después la guerra irregular que impulsamos llegó a desarrollar con el rigor debido el arte militar. Los frentes guerrilleros que habíamos construido en las montañas del noroeste fueron desarticulados. Numerosas localidades donde construimos organización fueron borradas del mapa, otras fueron diezmadas y la región fue militarizada. Mientras tanto, las actividades políticas y militares de la organización no lograron dar el salto de calidad que las circunstancias requerían para derrotar las sucesivas ofensivas del ejército y liberar territorios. Y por preservar personalismos en la dirigencia, la organización que se conformó se negó a conducir el esfuerzo guerrillero con una fuerza política. Y al negar la necesidad de un partido, negó el papel dirigente de la política sobre lo militar,

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desarrollando un estilo de conducción autoritario y uti­litario respecto a los militantes, combatientes y bases. Peor aún, persistió demasiados años en la acción militar, después de que los hechos demostraron la derrota de su estrategia y la desarticulación de sus frentes, negándose a evaluar los acontecimientos. Proceder que la llevó a perder, progresivamente, el apoyo de la mayoría de la población que la sustentaba.

Sin embargo, la guerra de guerrillas y toda forma de rebelión popular, se gestan y desarrollan a partir de causas estructurales y rezagos acumulados en detrimento de la justicia, dignidad y la calidad de vida de las mayorías. Por ello no pueden ser sometidas ni eliminadas de manera definitiva por las fuerzas represivas del Estado, a menos que se erradiquen tales causas y rezagos acumulados. Mientras tanto, los desbordes violentos se darán de una y mil maneras, independientemente de que tengan o no carácter revolucionario o perspectiva de éxito; pues más que un problema militar y legal, son expresión de proble­mas humanos, socioeconómicos y políticos que afectan a la inmensa mayoría de guatemaltecos.

Veintiocho años después de la experiencia revolu­cionaria que aquí se consigna es preciso decir que la lucha revolucionaria sigue en reflujo profundo; que las selvas y los bosques primigenios descritos están desapareciendo arrasados por la contrainsurgencia, invadidos por colonos paupérrimos, traficantes ilegales de madera, narcotrafi- cantes, petroleras y mineras transnacionales. Lo que sigue inmutable es la opresión sobre los indios y las mujeres, la precaria existencia del campesino, la ancestral intran­sigencia del régimen dominante. Hay, indudablemente, un mundo nuevo que construir en Guatemala.

Si la forma de lucha que domina en estas páginas ha perdido vigencia, no ha ocurrido lo mismo con los propó­sitos que nos guiaron. No son los éxitos o los reveses que

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contienen estos relatos los que cuentan en definitiva, sino la verdad que encierran y nuestra fidelidad de hoy al ideal que los hizo posible ayer.

enero de 2006

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GLOSARIO(Lo que no aparece en un diccionario manual común)

Achí: Grupo étnico de origen maya que habita en Baja Ve- rapaz. Nombre del idioma que habla este grupo étnico.

Buzón: Depósito escondido para almacenar recursos.

Cakchiquel: Grupo étnico de origen maya que habita en los departamentos de Chimaltenango, Sololá, Sacatepé- quez, Guatemala, Suchitepéquez y Escuintla. Nombre del idioma que habla este grupo étnico.

Camioneta: En Guatemala autobús; transporte público de pasajeros.

Cojón: En Guatemala, arbusto tropical, cuya savia es blanca y pegajosa como goma.

Corte: Pieza de tela, de 3 y más metros de largo, que enrollado en la cintura usan como falda las mujeres indígenas.

Chineo: Acción de cargar en brazos a un niño para arrullarlo o mimarlo.

Chorreados: Sucios.

Chuj: Grupo étnico de origen maya que habita al norte de Huehuetenango. Nombre del idioma que habla este grupo étnico.

Chumpa: En Guatemala chaqueta.

Incaparina: Harina alimenticia muy nutritiva, elaborada a base de maíz y soya, enriquecida con vitaminas. La in­caparina fue producida por el Instituto de Nutrición para

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Centro América y Panamá — INCAP—, con el fin de paliar los altos índices de desnutrición en el área.

Ixcán: Planicie selvática al norte de Huehuetenango y El Quiché, fronteriza con México. Región de parcelamientos, latifundios y tierras estatales.

Ixil: Grupo étnico de origen maya que habita las montañas más altas de El Quiché, al sur de la región de Ixcán. Idioma que habla este grupo étnico.

Jimba: Especie de bambú con espinas en gancho, que crece inclinado, formando arcos enmarañados que caen hasta el suelo.

Jodido: Fastidiado. Difícil, complicado.

Kanjobal: Grupo étnico de origen maya que habita al norte de Huehuetenango. Nombre del idioma que habla este grupo étnico.

Keqchí: Grupo étnico de origen maya que habita en los departamentos de Alta Verapaz, Petén e Izabal. Idioma que habla este grupo étnico.

Mam: Grupo étnico de origen maya que habita en los departamentos de Huehuetenango, Quetzaltenango y San Marcos. Idioma que habla este grupo étnico.

Manaqueras: Terrenos selváticos cubiertos única o principalmente de manacos o manacas (Attalea cohune, Mart), especie de palma cuya hoja es utilizada para techar viviendas. También llamada corozo o palmiche.

M azacuata: (Boa constrictor imperator), boa de las regiones selváticas mesoamericanas. No ataca al hombre,

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alimentándose de pequeños mamíferos y pájaros. Algunos ejemplares alcanzan cinco metros de longitud.

Mimbreros: Recolectores de mimbre en los bosques húmedos.

Momostenango: Municipio del departamento de Toto­nicapán, especializado en el pastoreo de ovejas y en la fabricación de frazadas de lana.

Mozos colonos: Trabajadores permanentes que residen en terrenos de la finca donde laboran.

Oreja: Espía de los cuerpos represivos del Estado.

Oriente: Región este del país que abarca los departa­mentos de Santa Rosa, El Progreso, Zacapa, Chiquimula, Jalapa y Jutiapa. La mayoría de su población es mestiza o blanca, pero también la habitan los grupos étnicos chortí, pocomam oriental y xinca.

Oriental: En Guatemala se le llama así a quien es origi­nario del oriente del país.

Paliacate: Pañuelo grande de algodón, de colores y diseños vistosos. Se usa abundantemente en el campo y entre los sectores trabajadores urbanos. Es de origen mexicano.

Patojitos, patojos: En Guatemala niños.

Pava: (Penélape purpurascens), ave trepadora silvestre de las regiones tropicales de Centroamérica, de canto estri­dente y carne muy apreciada.

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Peinar, peinado: Acción de rastrear, de buscar indicios que conduzcan al descubrimiento de algo o de alguien.

Perraje: Lienzo tejido de lana o de hilo, algunas veces bordado, con el que se cubren del frío, del sol o de la lluvia las mujeres indígenas y campesinas en Guatemala.

Pica: Trillo, vereda angosta. Rastro leve señalizado con pequeños cortes o quiebres en la vegetación.

Pinol, pinole: Harina de maíz tostado con la que se prepara una bebida.

Pocomchí: Grupo étnico de origen maya que habita en los municipios sureños de Alta Verapaz y en Purulhá, municipio norteño de Baja Verapaz. Idioma que habla este grupo étnico.

Quetzal: Unidad monetaria guatemalteca. Antes de 1985 un quetzal equivalía a un dólar.

Quiché: Grupo étnico de origen maya que habita en los departamentos de El Quiché, Totonicapán y Quet­zaltenango. Idioma que habla este grupo étnico.

Ropa de partida: En Guatemala ropa barata, elaborada masivamente para consumo del campesinado pobre y capas bajas urbanas.

Sábana maletera: Lienzo de tela de aproximadamente 1mt2 que se usa para envolver y cargar recursos.

San Mateo Ixtatán: Municipio norteño de Huehuetenango, colindante con México.

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Santa Cruz Barillas: Municipio norteño de Huehuetenango, colindante con México.

Solomero: Originario de San Pedro Soloma, municipio de Huehuetenango.

Su chitepéquez: D epartam ento de la costa sur guatemalteca.

Tapexco: Construcción rústica con varas y horcones que se usa en lugar de cama o de mesa.

Tercio de leña: Atado de leña que una persona adulta puede cargar a la espalda con mecapal. Tres tercios hacen una carga, medida usada para comercializar la leña.

Todosantero: Originario del municipio Todos Santos Cuchumatán, en el departamento de Huehuetenango.

Trabajadero: Nombre que en algunas regiones del país se da a las parcelas agrícolas.

Zunza: Fruto tropical silvestre de semilla grande y carne amarilla y dulce. Árbol que la produce.

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CONTENIDO

Nota de la autora................................................ 9Presentación......................................................... 17Mariposas del sueño.......................................... 21Despertar en la Zona Reina.............................. 29En silencio y secreto........................................... 41Mujer nueva como gallina nueva................... 53Pruebas de fuego para el corazón................... 81Una mañana de octubre.................................... 95En los montes de Ju il.......................................... 107Mujeres de obsidiana......................................... 123Lenguas, sangres, orígenes............................... 139La ofensiva de la sierra..................................... 153Bajo el cerco enemigo........................................ 169Adiós a los Cuchumatanes............................... 185La furia amorosa de la selva............................ 197En la casa del jaguar........................................... 217Más allá de los caminos.................................... 235Las niñas de la bandera..................................... 249El huracán interior............................................. 257Danza del venado.............................................. 273La fuerza de los sueños..................................... 291El árbol de la v ida............................................... 301Otra mañana de octubre................................... 313Epílogo.................................................................. 319Glosario................................................................. 323

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Talleres Gráficos Serviprensa, S. A.

en el mes de agosto de 2008.Fue diseñado con la tipografía Book Antigua

de 80 gramos, es de 1,000 ejemplares.

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Tal vez el mérito principal de esta obra sea contener las vicisitudes de una guerrilla centroamericana por las selvas lluviosas, recreadas por la palabra genitora de una mujer.

Por eso el rigor, la veracidad y la ternura de Mujeres en la alborada. Nacida en una familia de profesionales de la clase media de la ciudad de Guatemala; educada en un colegio de religiosas norteamericanas en su país y militante revolucionaria por veinte años, Yolanda Colom rinde en estas páginas testimonio de la participación de la mujer en la lucha guerrillera y narra los años que siguieron al ciclo fundacional del Ejército Guerrillero de los Pobres en el norte de Quiché. Disidente de su organización matriz desde 1984, la autora declara: "Nos fuimos a la montaña para contribuir a que la población paupérrima rompiera su inmovilidad política y su fatalismo; para que luchara por su dignidad y felicidad otra vez. Amamos y dimos todo de nosotros sin límites ni condiciones frente a un sistema que cerraba a sangre y fuego las vías legales y pacíficas".

La maestra juvenil de Cuilco, depar­tamento de Huehuetenango; la solidaria testigo de la gesta popular bajo el gobierno de Salvador Allende; la adepta de Dom Hélder Cámara y de su obra social por los pobres de Olinda y Recife, no escribió Mujeres en la alborada para hacer literatura, sino para compartir su experiencia con las nuevas generaciones y reafirmar la necesidad de luchar por un mundo más humano. Sin embargo, sus palabras se incrustan en los hechos y logran que de los recuerdos broten almendras de luz.

© Am oldo Ramírez Amaya, 2006.