mientras los vientos del otoño · mago del windows, dragón del dos. de no ser por él habría...

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  • Mientras los vientos del otoñodesnudan los árboles, las últimascosechas se pudren en los pocoscampos que no han sidodevastados por la guerra, y por losríos teñidos de rojo bajan cadáveresde todos los blasones y estirpes. Yaunque casi todo Poniente yaceextenuado, en diversos rinconesflorecen nuevas e inquietantesintrigas que ansían nutrirse de losdespojos de un reino moribundo.George R. R. Martin continúasumando hordas de seguidoresincondicionales mientras desgrana,

  • con pulso firme y certero, una delas experiencias literarias másambiciosas y apasionantes que sehayan propuesto nunca en elterreno de la fantasía. Festín decuervos, como la calma queprecede a la tempestad, desarrollanuevos personajes y tramas de unretablo tenso y sobrecogedor.

  • George R. R. Martin

    Festín decuervos

    Canción de hielo y fuego - 4

  • ePub r1.7betatron 03.08.14

  • Título original: A Feast for CrowsGeorge R. R. Martin, 2005Traducción: Cristina MacíaIlustraciones: James Sinclair

    Editor digital: betatronCorrección de erratas: Batera, Xarxa,Coco, Garland, Postnuke, xtrangi,Elros33, oxobuco, AITBW, helike,CarreyCCePub base r1.1

  • PRESENTACIÓN

    ¿Hace cuánto tiempo esperábamosalgo así? Una saga inteligente, atractiva,formidablemente escrita y dotada de unacapacidad adictiva superior a la de lametanfetamina. ¿Cómo puede ser unéxito de ventas una obra que parece másextensa que la Biblia de Jerusalén? ¿Porqué es imposible dejar de leer? ¿Por quéte arrastra la historia como un proyectilteledirigido? ¿Cuál es el secreto?George R. R. Martin no es un escritorcomo los demás. Su fuente deinspiración no proviene tan sólo del

  • mundo de la espada y brujería, ni deluniverso Tolkien, ni siquiera de laciencia ficción. Tampoco se trata de suprofunda investigación sobre laInglaterra feudal y la guerra de las DosRosas. Su motor es otro. Estoy hablandode la televisión por cable.

    Es difícil de reconocer para lossectores más ortodoxos del público,pero las series de televisión están a lacabeza de la creación audiovisual desdehace ya unos años. El cine no consigueadaptarse al ritmo secuencial que exigeel espectador medio, acostumbrado a unbombardeo ininterrumpido de imágenesy estímulos. Las cosas van demasiado

  • deprisa para que entreguemos nuestropreciado tiempo libre, cada día másescaso, a una narración tradicional,autoconclusiva, con personajes de arcoevolutivo cerrado. Necesitamos grandesemociones, porque nuestro umbral depercepción cada día es más alto. Por esotriunfan las series de televisión: porqueno se encuentran atadas, en principio, acerrar sus tramas. Siempre puede haberuna temporada más que te permitaresolver los conflictos que generaste enla anterior. En segundo lugar, lospersonajes tienen un tiempo infinito paradesarrollar su carácter. Un personajepuede sorprender en cada capítulo con

  • un cambio de trayectoria, y como no hayun protagonista diferenciado, cabe laposibilidad real de que este muera. Esogenera una tensión extraordinariamentemás poderosa que en el formato«planteamiento-nudo-desenlace»habitual, porque, literalmente, puedeocurrir cualquier cosa.

    Y ahí llega GRRM con sus juegos detronos. Diez años en Hollywood lepermiten recoger la informaciónsuficiente para intentar lo que para todoses algo nuevo: trasladar la manera deestructurar un episodio de televisión asu formato adorado: la saga de fantasía.Cada novela es como una temporada de

  • la serie. Cada temporada estáprotagonizada por varios personajes;cada personaje protagoniza un capítulodiferenciado. Los capítulos son siemprebreves, de lectura rápida, y de unaduración determinada (aproximadamente10-20 páginas). Eso facilitaterriblemente la lectura, que siempre esamena, al pasar, por corte directo, de unpersonaje a otro. Diríamos que estemontaje permite avanzar sin tiemposmuertos, consiguiendo un ritmotrepidante.

    Pero el éxito de GRRM no secircunscribe a su talento formal, a suhabilidad para articular una narración

  • compleja en sí misma, es decir, a sucapacidad de realización, edición yproducción de la serie; también es unsoberbio guionista. Cada novela tiene unpunto de giro que obliga literalmente aempezar la siguiente. Los personajes noparecen tener una filiación moraldefinida. Los que son hipotéticamentelegales tienden a un comportamientocaótico. Los claramente malignossorprenden por su neutralidad. Todosparecen ser cualquier cosa menosbuenos, y eso hace maravillosamenteverosímil la historia y deliciosamentedivertida la lectura. Ya llevamos tres.Tienes en tus manos el cuarto y parece

  • que nos esperan tres más. Da lasensación de que Tyrion nos acompañaráhasta la muerte, hasta la suya o hasta lanuestra. Mi adorado enano, inteligente ycruel, aficionado al amor y alsufrimiento, feo y despiadado, noble ypendenciero. Él es mi preferido, nopuedo negarlo. Sí, hay docenas depersonajes inolvidables: los grandiososStark, empezando por Jon Nieve, y supadre, que en paz descanse. Esasmujeres maravillosas: Cersei,Brienne… No quiero contaros nada deesta última entrega. Echo tanto de menosa Tyrion… Seguro que lo sabéis todo dehaberlo leído en Internet. Si no es así,

  • mucho mejor. Coged el libro y encerraosen un lugar cómodo y silencioso. Ollevaos el libro a cualquier parte y leedhasta en el metro. Disfrutadlo como si setratase de un amor de verano. Dulce,apasionado, efímero, como todo lobueno. Sabéis que se va a acabar, y esoos angustia, incluso os aterroriza, perotambién sabéis que dentro de un tiempovolveréis, por muy largo que sea elinvierno. Promete ser muy, muy largo. Ydespués, cuando este libro se acabe, queno cunda el pánico: pronto danzaremoscon los dragones a la luz de la luna…

    ÁLEX DE LA IGLESIA

  • A Stephen Boucher,mago del Windows, dragón

    del DOS.De no ser por él habría

    escritoeste libro con lápices de

    colores.

  • Este ha sido jodido.Ofrezco de nuevo mi gratitud y

    reconocimiento a esas almasperseverantes, mis supervisoreseditoriales: Nita Taublib, JoyChamberlain, Jane Johnson y en especialAnne Lesley Groell, por su apoyo, susentido del humor y su inmensatolerancia. También agradezco a misamables lectores todos sus mensajes decorreo electrónico de apoyo, así comola paciencia. En particular, inclino miyelmo ante Lodey de los Tres Puños;Pod el Conejito Diabólico; Trebla yDaj, los Reyes del Trivial; laencantadora Caress del Muro; Lannister

  • el Mataardillas, y el resto de laHermandad Sin Estandartes, esa ebria yalocada compañía de valientescaballeros y damas adorables que añotras año tras año organizan las mejoresfiestas de la Worldcon. Y suenenfanfarrias en honor de Elio y Linda,quienes parecen conocer los SieteReinos mejor que yo; la base de datosde concordancia de su web westeros.orges una gozada y una maravilla que meayuda a mantener la coherencia de laserie.

    Y gracias a Walter Jon Williams porsu guía en nuevas mares océanas; a SageWalker por las sanguijuelas, las fiebres

  • y los huesos rotos; a Pati Nagle por elHTML, los escudos giratorios y surapidez a la hora de subir mis noticias, ya Melinda Snodgrass y Daniel Abrahampor servicios que van mucho más alládel deber. Voy saliendo del paso con unpoco de ayuda de mis amigos.

    Para Parris no me bastan laspalabras: me ha soportado tanto en losdías buenos como en los malos, durantetodas y cada una de estas condenadaspáginas. Sólo me cabe decir que nopodría cantar esta Canción sin ella.

  • Prólogo

    —Dragones —dijo Mollander.Cogió del suelo una manzana

    arrugada y se la pasó de una mano aotra.

    —Lánzala —le dijo Alleras elEsfinge, apremiante.

    Sacó una flecha del carcaj y lacentró en la cuerda del arco.

    —Cuánto me gustaría ver un dragón.—Roone era el menor de todos, tan sóloun chiquillo regordete al que aún lefaltaban dos años para llegar a la edadviril—. No sabéis cuánto me gustaría.

  • «Y a mí me gustaría dormir abrazadoa Rosey —pensó Pate. Cambió depostura en el banco, inquieto. Tal vez lachica fuera suya al amanecer—. Me lallevaré lejos de Antigua, al otro lado delmar Angosto, a una de las CiudadesLibres». Allí no había maestres; allínadie lo acusaría.

    Alcanzó a oír la risa de Emma, quese colaba a través de los postigoscerrados de una ventana situada másarriba, mezclada con otra voz másgrave, la del hombre al que estabaatendiendo. Era la mayor de las mozasde El Cálamo y el Pichel, cuarenta añoscomo poco, pero aún conservaba cierta

  • belleza pulposa. Su hija Rosey teníaquince años y acababa de florecer.Emma había decretado que la virginidadde Rosey costaría un dragón de oro. Patehabía ahorrado nueve venados de plata yun cuenco de estrellas de cobre ycalderilla, pero de gran cosa le iba aservir. Le resultaría más fácil empollarun dragón de verdad que ahorrarmonedas suficientes para obtener uno deoro.

    —Si querías dragones, nacistedemasiado tarde, chaval —le dijoArmen el Acólito a Roone. Armenllevaba en torno al cuello una tira decuero engarzada con eslabones de

  • peltre, cinc, plomo y cobre, y por lovisto pensaba, como la mayoría de losacólitos, que lo que tenían los novatossobre los hombros era un nabo, no unacabeza—. El último murió durante elreinado de Aegon III.

    —El último de Poniente —insistióMollander.

    —Tira la manzana —volvió aapremiarlo Alleras.

    El Esfinge era un joven atractivo.Todas las mozas lo mimaban yconsentían. Hasta Rosey le rozaba aveces el brazo cuando le servía vino, yPate tenía que apretar los dientes y fingirque no se daba cuenta.

  • —El último dragón de Poniente fueel último dragón, y punto —insistióArmen—. Eso lo sabe cualquiera.

    —¡Venga, esa manzana! —pidióAlleras—. ¿O te la vas a comer?

    —Venga.Arrastrando el pie zambo,

    Mollander dio un saltito, giró sobre símismo y lanzó la manzana hacia labruma que pendía sobre el Vinomiel. Deno ser por el pie habría sido caballero,igual que su padre. Fuerza para ello lesobraba, como demostraban aquellosbrazos gruesos y hombros anchos. Lamanzana voló lejos, veloz…

    … pero no tanto como la flecha que

  • surcó el aire tras ella: cuatro palmos devara de madera dorada con plumas decolor escarlata. Pate no la vio acertar ala manzana, pero sí oyó el impacto, unligero chunk que despertó ecos al otrolado del río antes de que llegara el ruidode la fruta contra el agua.

    Mollander silbó.—Le has sacado el corazón. Qué

    belleza.«No tanta como la que tiene Rosey».

    Pate adoraba aquellos ojos coloravellana, aquellos pechos incipientes, lamanera en que le sonreía al verlo.Adoraba los hoyuelos que tenía en lasmejillas. A veces servía las bebidas

  • descalza para notar la sensación de lahierba en los pies. Eso también loadoraba. Adoraba su olor limpio yfresco, la manera en que se le rizaba elpelo detrás de las orejas. Hasta adorabalos dedos de sus pies. Una noche, lamuchacha le había dejado que se losmasajeara y jugara con ellos, y Patehabía inventado una historia divertidasobre cada dedo, todo con tal de que nodejara de reírse.

    Tal vez fuera mejor no cruzar el marAngosto. Con el dinero que habíaahorrado podía comprar un burro; Roseyy él lo montarían por turnos yrecorrerían Poniente. Cierto era que

  • Ebrose no lo consideraba digno deleslabón de plata, pero Pate sabíaentablillar un hueso y aplicarsanguijuelas para unas fiebres. Elpueblo llano le agradecería su ayuda. Siaprendía a cortar el pelo y afeitar, hastapodría trabajar de barbero.

    «Con eso me bastaría —se dijo—, situviera a Rosey». Rosey era todo lo quedeseaba en el mundo.

    No siempre había pensado lo mismo.En otros tiempos soñó con ser elmaestre de un castillo, al servicio dealgún señor generoso que lo honraríapor su sabiduría y le regalaría unhermoso caballo blanco para

  • agradecerle sus servicios. Qué alto, quéorgulloso cabalgaría, sonriendo desdearriba a la gente sencilla cuando se lacruzara en los caminos…

    Una noche, en la sala común de ElCálamo y el Pichel, después de lasegunda jarra de una sidramonstruosamente fuerte, Pate habíaalardeado de que no sería novicio todala vida.

    —Cierto —fue la respuesta a gritosde Leo el Vago—. Algún día serás un exnovicio que se dedicará a criar cerdos.

    Apuró los posos de la jarra. Enaquel amanecer, el porche iluminado conantorchas de El Cálamo y el Pichel era

  • una isla de luz en un mar de neblina. Ríoabajo, el distante Faro de Hightowerflotaba en la humedad de la noche comouna nebulosa luna anaranjada, pero laluz no bastaba para animarlo.

    «Ya tendría que haber venido elalquimista». ¿Había sido una bromacruel, o le habría sucedido algo? Nosería la primera vez que se ledesmoronaba la buena suerte nada másrozar a Pate. En cierta ocasión se habíaconsiderado afortunado porque elarchimaestre Walgrave lo había elegidopara que lo ayudara con los cuervos, sinsiquiera imaginar que muy poco másadelante también estaría sirviéndole las

  • comidas, barriendo sus habitaciones yvistiéndolo por las mañanas. Segúndecía todo el mundo, lo que Walgravehabía olvidado sobre la cría y cuidadode los cuervos era más de lo que lamayoría de los maestres llegaba a saberen toda su vida, de manera que Pate diopor supuesto que lo mínimo a lo quepodía aspirar era un eslabón negro. PeroWalgrave no estaba dispuesto a dárselo.Si permitían al anciano seguirostentando el título de archimaestre, erasólo por cortesía. Había sido GranMaestre, pero en aquellos tiempos, sutúnica ocultaba a menudo la ropainterior sucia, y medio año atrás, unos

  • acólitos lo habían encontrado en labiblioteca llorando porque no sabíavolver a sus habitaciones. El maestreGormon ocupaba el lugar de Walgravebajo la máscara de hierro. El mismoGormon que en cierta ocasión habíaacusado de robo a Pate.

    En el manzano que se alzaba junto alagua, un ruiseñor empezó a cantar. Eraun sonido agradable, un grato cambiotras los gritos roncos y los graznidosincesantes de los cuervos que cuidabatodo el día. Los cuervos blancosconocían su nombre y en cuanto lo veíanse lo empezaban a decir entre ellos,«Pate, Pate, Pate», hasta que le entraban

  • ganas de gritar. Aquellos enormespájaros blancos eran el orgullo delarchimaestre Walgrave. Quería quedevorasen su cadáver cuando muriese,pero Pate tenía la sospecha de que se loquerrían comer a él también.

    Tal vez fuera aquella sidramonstruosamente fuerte (aunque nohabía ido con intención de beber,Alleras había estado pagando rondaspara celebrar su eslabón de cobre, y elsentimiento de culpa le daba sed), perocasi sonaba como si los trinos delruiseñor dijeran «oro por hierro, oro porhierro, oro por hierro». Cosa de lo másextraño, porque era lo mismo que había

  • dicho el desconocido la noche en queRosey los reunió. «¿Quién eres?», lehabía preguntado Pate, y la respuesta delhombre fue «Un alquimista. Sétransformar el hierro en oro». Y derepente tenía la moneda en la mano, lahacía bailar por encima de los nudillos,y el amarillo dorado brillaba a la luz dela vela. En un lado se veía un dragón detres cabezas, y en el otro, la cara dealgún rey muerto. «Oro por hierro —recordó Pate—, no hay mejor negocio.¿La quieres tener? ¿La amas?».

    —No soy ningún ladrón —lerespondió al hombre que se decíaalquimista—. Soy novicio en la

  • Ciudadela.El alquimista inclinó la cabeza.—Si lo reconsideras, volveré a estar

    aquí dentro de tres días, con mi dragón—se limitó a decir.

    Habían pasado tres días. Pate habíaregresado a El Cálamo y el Pichel,aunque aún no estaba seguro de lo queiba a hacer, pero en lugar del alquimistase encontró con Mollander, Armen y elEsfinge, con Roone pisándoles lostalones. Si no se hubiera unido a ellos,habría resultado sospechoso.

    El Cálamo y el Pichel no cerrabanunca. Llevaba seiscientos años en suisla del Vinomiel y ni un solo día había

  • dejado de atender a los clientes. Aunqueel alto edificio de madera se inclinabahacia el sur, igual que los novicios seinclinaban a veces después de una jarra,Pate daba por hecho que la tabernaseguiría en pie y en marcha seiscientosaños más, despachando vino, cerveza yaquella sidra monstruosamente fuerte amarineros, hombres del río, herreros,bardos, sacerdotes y príncipes, y a losnovicios y acólitos de la Ciudadela.

    —Antigua no es el mundo —declaróMollander en voz demasiado alta.

    Era hijo de un caballero y no podíaestar más borracho. Desde que le llególa noticia de la muerte de su padre en el

  • Aguasnegras, se emborrachaba casitodas las noches. Incluso allí, enAntigua, lejos de las batallas y a salvotras los muros, la guerra de los CincoReyes los había afectado a todos,aunque el archimaestre Benedict nodejaba de señalar que no había sidonunca una guerra de cinco reyes, ya queRenly Baratheon había sido asesinadoantes de la coronación de BalonGreyjoy.

    —Mi padre decía siempre que elmundo es más grande que el castillo deningún señor —siguió Mollander—. Losdragones deben de ser lo mínimo que sepodría encontrar en Qarth, Asshai y Yi

  • Ti. Las historias que cuentan esosmarineros…

    —… son historias que cuentan losmarineros —lo interrumpió Armen—.Marineros, mi querido Mollander. Bajaa los muelles y te apuesto lo que sea aque te encontrarás marineros que tehablarán de las sirenas que se hantirado, o de como pasaron un año en elvientre de un pez.

    —¿Y cómo sabes que no es verdad?—Mollander caminaba a trompiconespor la hierba en busca de más manzanas—. Para estar del todo seguro de quemienten tendrías que haber estado tú enel vientre del pez. Cuando un marinero

  • cuenta una historia, vale, te puedes reír,pero cuando los remeros de cuatrobarcos diferentes cuentan en cuatroidiomas el mismo cuento…

    —El cuento no es el mismo —insistió Armen—. Dragones en Asshai,dragones en Qarth, dragones enMeereen, dragones dothrakis, dragonesque liberan esclavos… Los cuentos sontodos diferentes.

    —Sólo en los detalles. —Cuantomás bebía, más testarudo se poníaMollander, que ya era obstinado inclusosobrio—. Todos hablan de dragones yde una reina joven y hermosa.

    El único dragón que le interesaba a

  • Pate era de oro amarillo. ¿Qué le habríapasado al alquimista?

    «Tres días. Dijo que estaría aquí».—Tienes otra manzana al lado del

    pie —le indicó Alleras a Mollander—,y aún me quedan dos flechas en elcarcaj.

    —A tomar por culo el carcaj. —Mollander recogió la fruta—. Esta tienegusanos —se quejó; de todos modos, lalanzó al aire. La flecha acertó en lamanzana justo cuando empezaba adescender y la partió limpiamente endos. Una de las mitades cayó en eltejado de una torreta, rodó hasta otrotejado inferior, rebotó y no golpeó a

  • Armen por un palmo—. Si partes por lamitad un gusano, te salen dos gusanos —los informó el acólito.

    —Si con las manzanas sucediera lomismo, nadie pasaría hambre —señalóAlleras con una de sus sonrisasesbozadas.

    El Esfinge sonreía siempre, como sisupiera un chiste secreto. Eso le daba unaspecto pérfido que le pegaba muy biencon la barbilla puntiaguda, el pico delnacimiento del pelo y la densa mata derizos negros como el azabache.

    Alleras sería maestre algún día.Sólo llevaba un año en la Ciudadela yya había forjado tres eslabones de su

  • cadena. Armen tenía más, sí, peroobtener cada uno le había llevado unaño. Aun así, también sería maestrealgún día. Roone y Mollander seguíansiendo novicios de cuello desnudo, peroRoone era muy joven, y Mollander eramás aficionado a la bebida que a lalectura.

    En cambio, Pate…Llevaba cinco años en la Ciudadela;

    apenas tenía trece cuando ingresó, y aunasí, su cuello seguía tan desnudo comoel día en que llegó de las tierras dePoniente. Se había consideradopreparado en dos ocasiones. La primerase había presentado ante el archimaestre

  • Vaellyn para demostrar su conocimientode los cielos, pero lo único que logrófue averiguar cómo se había ganado elsobrenombre de Vinagre. Le hicieronfalta dos años para reunir valor eintentarlo de nuevo. En la segundaocasión se sometió al juicio delarchimaestre Ebrose, un ancianobondadoso conocido por la suavidad desu voz y la gentileza de sus manos, peropara Pate, los suspiros de Ebroseresultaron tan dolorosos como las pullasmordaces de Vaellyn.

    —La última manzana y te cuento loque sospecho de esos dragones —prometió Alleras.

  • —¿Qué vas a saber tú que no sepayo? —gruñó Mollander.

    Divisó una manzana en una rama, dioun salto, la arrancó y la lanzó. Alleras sellevó la cuerda del arco hasta la oreja ygiró con elegancia para seguir latrayectoria del objetivo. Liberó la flechajusto cuando la manzana empezaba acaer.

    —Siempre fallas la última —comentó Roone. La manzana cayó alagua intacta—. ¿Lo ves?

    —El día en que se aciertan todas esel día en que se deja de mejorar.

    Alleras soltó la cuerda del arco y loguardó en la funda de cuero. El arco

  • estaba tallado en aurocorazón, unamadera rara y fabulosa procedente delas Islas del Verano. Pate habíaintentado tensarlo una vez sin conseguirnada.

    «El Esfinge parece esbelto, peroesos brazos delgados tienen fuerza»,reflexionó mientras Alleras pasaba unapierna al otro lado del banco para llegara su copa de vino.

    —El dragón tiene tres cabezas —anunció con su suave y pausado acentodorniense.

    —¿Es un acertijo? —quiso saberRoone—. En las leyendas, las esfingessiempre hablan con acertijos.

  • —No es ningún acertijo.Alleras bebió un trago de vino. Los

    demás trasegaban picheles de la sidramonstruosamente fuerte a la que debía sufama El Cálamo y el Pichel, pero élprefería los vinos extraños y dulces dela tierra de su madre. Esos vinos no eranbaratos ni siquiera en Antigua.

    Fue Leo el Vago quien le puso aAlleras el apodo de Esfinge. Una esfingees un poco de esto y un poco de aquello:cara humana, cuerpo de león, alas dehalcón… Igual que Alleras. Su padre eradorniense, y su madre, una isleña delverano de piel negra. Él también tenía lapiel oscura como la teca. Y, al igual que

  • las esfinges de mármol verde queflanqueaban las puertas principales de laciudadela, los ojos de Alleras eran deónice.

    —Los únicos dragones de trescabezas son los que se ponen en losescudos y en los estandartes —afirmócon rotundidad Armen el Acólito—. Esuna variante heráldica, sólo eso. Yademás, todos los Targaryen han muerto.

    —No todos —replicó Alleras—. ElRey Mendigo tenía una hermana.

    —Yo creía que le habían estampadola cabeza contra la pared —dijo Roone.

    —No —dijo Alleras—. Losvalerosos hombres del León de

  • Lannister le estamparon la cabeza contrala pared a Aegon, el hijo pequeño delpríncipe Rhaegar. Nosotros hablamos dela hermana de Rhaegar, nacida enRocadragón antes de que cayera lafortaleza. Le pusieron por nombreDaenerys.

    —Daenerys de la Tormenta. Ya meacuerdo de quién dices. —Mollanderalzó el pichel bien alto; se oyó elchapoteo de la sidra que quedaba—.¡Brindo por ella! —Bebió de un trago,dejó de golpe el pichel vacío, eructó yse limpió la boca con el dorso de lamano—. ¿Dónde está Rosey? Nuestrareina legítima se merece otra ronda de

  • sidra, ¿no os parece?Armen el Acólito tenía cara de

    alarma.—Baja la voz, idiota. Con esas

    cosas ni se bromea. Nunca se sabe quiénpuede estar escuchando. La Araña tieneoídos en todas partes.

    —Venga, Armen, que te meas en loscalzones. He propuesto un brindis, nouna rebelión.

    Pate oyó una risita. Una voz suave ytaimada los sorprendió desde atrás.

    —Ya sabía yo que eras un traidor,Patachula.

    Leo el Vago avanzaba desgarbadopor la entrada del viejo puente de

  • tablones, con ropa de seda de rayasverdes y doradas y una capa corta deseda negra abrochada en el hombro conuna rosa de jade. A juzgar por el colorde las manchas, el vino que le habíagoteado por la pechera había sido untinto robusto. Un mechón de cabellorubio ceniza le cubría un ojo.

    Mollander se puso nervioso nadamás verlo.

    —A la mierda. Lárgate. Aquí no tequeremos.

    Alleras le puso una mano en elhombro para calmarlo, y Armen fruncióel ceño.

    —Leo, mi señor, tenía entendido que

  • seguías confinado en la Ciudadela, queaún te quedaban…

    —Tres días. —Leo el Vago seencogió de hombros—. Perestan diceque el mundo tiene cuarenta mil años.Según Mollos son quinientos mil. ¿Quéson tres días en comparación? —Aunqueen el porche había una docena de mesasvacías, Leo fue a sentarse con ellos—.Venga, Patachula, invítame a una copade dorado del Rejo y puede que no lecuente a mi padre lo del brindis. Lastabas se han vuelto contra mí en elSuerte Caprichosa, y me he gastado elúltimo venado en la cena. Cochinillo ensalsa de ciruelas, relleno con castañas y

  • trufas blancas. Algo hay que comer.¿Qué habéis cenado vosotros,muchachos?

    —Carnero —masculló Mollander.No parecía nada satisfecho—. Hemoscompartido una pierna de carnerohervido.

    —No me cabe duda que os hasaciado el apetito. —Leo se volvióhacia Alleras—. El hijo de un señordebería ser generoso, Esfinge. Tengoentendido que has conseguido el eslabónde cobre. Brindaré por ello.

    Alleras le devolvió la sonrisa.—Sólo invito a mis amigos. Y no

    soy el hijo de un señor, ya te lo he dicho.

  • Mi madre era comerciante.Leo tenía los ojos color avellana,

    con el brillo del vino y la malicia.—Tu madre era una mona de las

    Islas del Verano. Los dornienses sefollan cualquier cosa que tenga unagujero entre las piernas, sin ánimo deofender. Eres negro como el carbón,pero tú al menos te bañas. No se puededecir lo mismo de nuestro amigo, elporquerizo de las manchas. —Hizo ungesto vago en dirección a Pate.

    «Si le pego en la boca con el pichel,le saltaré la mitad de los dientes», pensóPate.

    Pate Manchas, el porquerizo, era el

  • protagonista de un millar de anécdotaspicarescas; se trataba de un patán torpey de buen corazón que siempre se lasarreglaba para quedar por encima de losseñores rollizos, los caballerosarrogantes y los septones pomposos quelo mortificaban. Su estupidez ocultabauna especie de astucia rudimentaria; alfinal de las historias, Pate Manchassiempre acababa sentado en el trono deun gran señor, o encamado con la hija dealgún caballero. Pero no eran más quecuentos. En el mundo real, a losporquerizos jamás les iba tan bien. Aveces, Pate pensaba que su madre debíade haberlo odiado mucho para ponerle

  • aquel nombre.Alleras ya no sonreía.—Te vas a disculpar.—¿De verdad? —dijo Leo—. No sé

    si podré; tengo la boca tan seca…—Cada palabra que dices arroja

    más vergüenza sobre tu Casa —lereplicó Alleras—. La misma vergüenzaque cae sobre la Ciudadela por el hechode que seas uno de los nuestros.

    —Ya lo sé. Así que invitadme a vinopara que ahogue la vergüenza que siento.

    —Te arrancaría la lengua de raíz —le espetó Mollander.

    —¿En serio? ¿Y cómo os iba acontar luego lo que sé de los dragones?

  • —Leo se encogió de hombros otra vez—. El mestizo ha acertado: la hija delRey Loco está viva, y ella misma haempollado a los tres dragones.

    —¿Tres? —se asombró Roone.Leo le dio unas palmaditas en la

    mano.—Más de dos y menos de cuatro. Yo

    que tú no optaría aún al eslabón de oro.—Deja en paz al chico —le advirtió

    Mollander.—Qué Patachula más caballeroso.

    Como quieras. Todos los hombres detodos los barcos que se han acercado amenos de cien leguas de Qarth hablan deesos dragones. Unos cuantos hasta dicen

  • que los han visto. Al Mago le pareceverosímil.

    Armen frunció los labios en gesto dedesaprobación.

    —Marwyn no está bien. El propioarchimaestre Perestan te lo diría.

    —El archimaestre Ryam también lodice —aportó Roone.

    Leo bostezó.—El mar es húmedo, el sol es

    cálido, y los animales del bestiarioaborrecen al mastín.

    «Tiene un mote para todo el mundo—pensó Pate. Pero no se podía negarque Marwyn tenía más aspecto de mastínque de maestre—. Siempre parece que

  • va a morder». El Mago no era igual quelos otros maestres. Se decía por ahí quegustaba de la compañía de putas y demagos errantes, que hablaba conibbeneses velludos y con negros isleñosdel verano en sus propios idiomas y quehacía sacrificios a dioses extraños enlos pequeños templos de marinos quesalpicaban los embarcaderos. Lo habíanvisto en los bajos fondos de la ciudad,en las peleas de ratas y en burdelesnegros, en compañía de cómicos,bardos, mercenarios e incluso mendigos.Algunos hasta rumoreaban que, en ciertaocasión, había matado a un hombre apuñetazos.

  • Cuando Marwyn retornó a Antiguatras pasar ocho años en el estecartografiando tierras lejanas, buscandolibros perdidos y estudiando con brujosy portadores de sombras, VaellynVinagre le había puesto el apodo deMarwyn el Mago, que no tardó enextenderse por Antigua, para enfado deVaellyn.

    —Deja los hechizos y las oracionespara los sacerdotes y los septones, ydedícate a aprender verdades en las quese pueda confiar —le había aconsejadoa Pate en cierta ocasión el archimaestreRyam; pero el anillo, la vara y lamáscara de Ryam eran de oro amarillo,

  • y en su cadena de maestre no habíaningún eslabón de acero valyrio.

    Armen miró con desprecio a Leo elVago.

    —El archimaestre Marwyn cree enmuchas cosas raras —dijo—, pero notiene más pruebas que Mollander de laexistencia de esos dragones. Sólo soncuentos de marineros.

    —Te equivocas —replicó Leo—. Enlas habitaciones del Mago arde una velade cristal.

    Se hizo el silencio en el porcheiluminado por antorchas. Armen suspiróy sacudió la cabeza. Mollander se echóa reír. El Esfinge escudriñó a Leo con

  • sus grandes ojos oscuros. Roone parecíadespistado.

    Pate sabía algo sobre las velas decristal, pero nunca había visto unaencendida. Eran el secreto peorguardado de la Ciudadela. Se decía quehabían llegado a Antigua, procedentesde Valyria, un millar de años antes de laMaldición. Tenía entendido que habíacuatro, una verde y tres negras, y todaseran largas y retorcidas.

    —¿Qué es eso de las velas decristal? —quiso saber Roone.

    Armen el Acólito carraspeó.—La noche anterior al día en que

    pronuncia los votos, todo acólito tiene

  • que guardar vigilia en la cripta. No se lepermite llevar ningún tipo de antorcha,lámpara, candelabro, farol… Sólo unavela de obsidiana. Tiene que pasarse lanoche a oscuras, a menos que sea capazde encender esa vela. Los hay que lointentan. Los tontos, los testarudos, losque han estudiado eso que llamanmisterios superiores… Casi siempre secortan los dedos, porque los bordes delas velas son afilados como navajas,según se dice. Y luego tienen queesperar al amanecer con las manosensangrentadas y meditando sobre sufracaso. Los más listos se tumban adormir o se pasan la noche rezando y ya

  • está, pero no hay año en que no lointente alguno.

    —Sí. —Pate también había oídoaquellas historias—. Lo que no entiendoes de qué sirve una vela que no da luz.

    —Es una lección —explicó Armen—. La última lección que tenemos queaprender antes de ponernos la cadena demaestre. La vela de cristal representa laverdad y el aprendizaje, dos cosasinfrecuentes, hermosas y frágiles. Tieneforma de vela, para recordarnos que unmaestre debe proyectar luz allá dondepreste sus servicios, y es afilada pararecordarnos que el conocimientotambién puede ser peligroso. Los sabios

  • pueden volverse arrogantes en susabiduría; un maestre, en cambio, debeser humilde siempre. La vela de cristaltambién nos recuerda eso. Así, muchodespués de pronunciar los votos,ponerse la cadena y marcharse a servir,el maestre recordará la oscuridad de suvigilia, recordará que no pudo hacernada para encender la vela… Porque,incluso con conocimientos, hay cosasque no son posibles.

    Leo el Vago soltó una carcajada.—Querrás decir que no son posibles

    para ti. Yo he visto la vela encendida.—Has visto alguna vela encendida,

    eso no lo dudo —replicó Armen—.

  • Puede que fuera una vela de cera negra.—Sé muy bien qué vi. La luz era

    rara, brillante, mucho más que la decualquier vela de cera o de sebo.Proyectaba sombras extrañas, y la llamano parpadeó en ningún momento, nisiquiera cuando entró el viento por lapuerta abierta que había a mi espalda.

    Armen se cruzó de brazos.—La obsidiana no arde.—Vidriagón —intervino Pate—. La

    gente llama vidriagón a la obsidiana.No sabía por qué, pero el detalle le

    parecía importante.—Es verdad —reflexionó Alleras el

    Esfinge—, y si de nuevo hay dragones

  • en el mundo…—Dragones y cosas más sombrías

    —dijo Leo—. Las ovejas grises hancerrado los ojos, pero el mastín prefierever la verdad. Se están despertandopoderes antiguos. Las sombras se agitan.Pronto se cernirá sobre nosotros una erade maravillas y horrores, una era dedioses y héroes. —Se estiró y esbozó susonrisa perezosa—. Yo diría que esobien vale una ronda.

    —Ya hemos bebido bastante —replicó Armen—. Se nos echa encima elamanecer, y el archimaestre Ebrosehablará hoy de las propiedades de laorina. Si alguien quiere forjar un

  • eslabón de plata, más le vale noperderse esta charla.

    —No seré yo quien os impida ir a lacata de meados —replicó Leo—. Laverdad, yo prefiero el sabor de undorado del Rejo.

    —Si hay que elegir entre los meadosy tú, me quedo con los meados. —Mollander se levantó—. Vamos, Roone.

    El Esfinge cogió la funda del arco.—Yo también me voy a la cama. Me

    imagino que soñaré con dragones yvelas de cristal.

    —¿Os marcháis todos? —Leo seencogió de hombros—. Bueno, al menosse queda Rosey. A lo mejor voy a

  • despertar a nuestro caramelito y la hagomujer.

    Alleras vio la expresión en el rostrode Pate.

    —Si no tiene un cobre para pagarseuna copa de vino, menos va a tener undragón para pagar por la chica.

    —Eso —dijo Mollander—.Además, para convertir a una niña enmujer tendría que ser un hombre. Vencon nosotros, Pate. El viejo Walgrave sedespertará cuando salga el sol. Tenecesitará para que lo lleves al retrete.

    «Si es que hoy se acuerda de quiénsoy». El archimaestre Walgrave no teníaproblemas para distinguir un cuervo de

  • otro, pero la gente se le daba peor. Enocasiones confundía a Pate con un talCressen.

    —Todavía no —respondió a susamigos—. Me quedo un rato más. —Aúnno había amanecido del todo. Elalquimista podía acudir, y Pate teníatoda la intención de estar allí por siacaso.

    —Como quieras —dijo Armen.Alleras miró a Pate durante largo

    rato; luego se colgó el arco de unhombro esbelto y siguió a los demás endirección al puente. Mollander iba tanborracho que tenía que caminar con unamano en el hombro de Roone para no

  • caerse. La Ciudadela no estaba lejos avuelo de cuervo, pero ellos no erancuervos, y Antigua era un auténticolaberinto de callejuelas tortuosas,encrucijadas y calles llenas de baches.

    —Id con ojo —oyó decir Pate aArmen mientras la bruma del río losengullía a los cuatro—. La noche eshúmeda, y los guijarros estaránresbaladizos.

    Cuando se hubieron marchado, Leoel Vago miró a Pate con gesto hoscodesde el otro lado de la mesa.

    —Qué pena. El Esfinge se halargado con toda su plata y me haabandonado con Pate Manchas, el

  • porquerizo. —Se desperezó y bostezó—. Y dime, ¿cómo está nuestra pequeñaRosey?

    —Duerme —replicó Pate, cortante.—Desnuda, seguro. —Leo sonrió—.

    ¿De verdad crees que vale un dragón?Un día de estos lo tengo que comprobar.—Pate no era tan idiota como pararesponder. Y a Leo no le hacía faltaninguna respuesta—. Supongo que, unavez la haya abierto, el precio bajarátanto que hasta los porquerizos os lapodréis permitir. Me tendrías que darlas gracias.

    «Te tendría que matar», pensó Pate,pero no estaba suficientemente borracho

  • para tirar por tierra su vida. Leo teníaentrenamiento con las armas; se sabíaque era mortífero con el puñal y laespada de jaque. Y, aunque Pateconsiguiera matarlo, también le costaríala cabeza. Él sólo tenía un nombre; Leo,dos, y el segundo era Tyrell. Su padreera Ser Moryn Tyrell, comandante de laGuardia de la Ciudad de Antigua. MaceTyrell, señor de Altojardín y Guardiándel Sur, era su primo. Y el Anciano deAntigua, Lord Leyton, del Faro, entrecuyos muchos títulos se contaba el deProtector de la Ciudadela, era banderizode la Casa Tyrell.

    «Ni caso —se dijo Pate—.

  • Únicamente dice esas cosas parahacerme daño. —Hacia el este, lasneblinas eran cada vez más claras—. Elamanecer —comprendió—. El amanecerha llegado, y el alquimista, no. —Nosabía si reír o llorar—. Si lo devuelvotodo y nadie se entera, ¿sigo siendo unladrón?». Otra pregunta para la que notenía respuesta, como aquellas que lehabían planteado Ebrose y Vaellyn.

    Cuando se levantó del banco, lasidra monstruosamente fuerte se le subióa la cabeza de golpe. Tuvo que apoyaruna mano en la mesa para recuperar elequilibrio.

    —Deja en paz a Rosey —dijo a

  • modo de despedida—. Déjala en paz, ote mato.

    Leo Tyrell se apartó el mechón depelo del ojo.

    —No me bato en duelo conporquerizos. Lárgate.

    Pate se volvió y atravesó el porche.Sus pisadas resonaron contra lasplanchas desgastadas del antiguo puente.Cuando llegó al otro lado, el cielo ya seempezaba a teñir de rosa.

    «El mundo es grande —se dijo—. Sicomprara el burro, podría recorrer loscaminos y senderos de los Siete Reinos,me dedicaría a poner sanguijuelas y aquitar liendres a la gente. Podría

  • enrolarme en cualquier barco comoremero y atravesar las Puertas de Jadepara llegar a Qarth y ver esos dragones.No tengo por qué volver con Walgrave ycon los cuervos».

    Pero, sin saber por qué, sus pies seencaminaron hacia la Ciudadela.

    Cuando el primer rayo de luztraspasó las nubes del este, lascampanas matutinas empezaron a repicaren el septo del Marinero, abajo en elpuerto. El septo del Señor se le unió alcabo de un instante; luego, los SieteSantuarios desde sus jardines, al otrolado del Vinomiel, y por último, el septoEstrellado que había sido sede del

  • Septón Supremo durante mil años antesde que Aegon tocara tierra enDesembarco del Rey. Era una músicaimpresionante.

    «Aunque no tan dulce como la de unsimple ruiseñor».

    También se oían cánticos por debajodel repicar de las campanas. Todas lasmañanas, con la luz del alba, lossacerdotes rojos se reunían para dar labienvenida al sol en el exterior de sumodesto templo, junto a los muelles.Porque oscura es la noche, y los terroresla pueblan. Pate los había oído gritaraquellas palabras un millar de veces: lepedían a R’hllor, su dios, que los

  • salvara de la oscuridad. En cuestión dedioses, a él le bastaba con los Siete,pero tenía entendido que StannisBaratheon rezaba junto a las hoguerasnocturnas. Hasta había puesto en suestandarte el corazón llameante deR’hllor en lugar del venado coronado.

    «Si consigue sentarse en el Trono deHierro, todos tendremos queaprendernos la canción de lossacerdotes rojos», pensó Pate, aunquesabía que no era probable. TywinLannister había destrozado a Stannis y aR’hllor en el Aguasnegras; no tardaríaen acabar con ellos, y pondría en unapica la cabeza del aspirante ilegítimo de

  • los Baratheon, sobre las puertas deDesembarco del Rey.

    A medida que se disolvían lasnieblas nocturnas, Antigua cobrabaforma en torno a él, emergía de lapenumbra como un fantasma. Pate nohabía estado nunca en Desembarco delRey, pero sabía que era una ciudad decañas y barro, un entramado de callesenlodadas, tejados de paja y chozas demadera. Antigua era de piedra: todas lascalles, hasta el más triste callejón,estaban empedradas. Y al amanecer, laciudad era más hermosa que en ningúnotro momento. Al oeste del Vinomiel,las casas de los gremios bordeaban la

  • ribera como una hilera de palacios. Ríoarriba, las cúpulas y torres de laCiudadela se alzaban a ambas orillas,conectadas por puentes de piedra llenosde habitaciones y estancias. Río abajo,bajo los muros de mármol negro y lasventanas en forma de arco del septoEstrellado, las mansiones de los píos searracimaban como niños en torno a lospies de una anciana rica.

    Y más allá, donde el Vinomiel seensanchaba para transformarse en elCanal de los Susurros, se alzabaTorrealta, con sus almenaras brillantespese al amanecer. Desde el lugar dondese encontraba, en la cima de los riscos

  • de la isla Batalla, su sombra cortaba laciudad como una espada. Los nacidos ycriados en Antigua sabían la hora por susombra. Había quien decía que, desde lacima, se divisaba hasta el Muro. Tal vezpor eso, Lord Leyton no había bajadodesde hacía más de un decenio yprefería gobernar su ciudad desde lasnubes.

    Por el camino del río adelantó a Pateun carromato de carnicero que llevabadetrás cinco cochinillos que no dejabande chillar. Al apartarse para dejarlepaso, esquivó por poco el contenido delorinal que una mujer vaciaba desde unaventana.

  • «Cuando sea maestre en un castillo,iré a caballo», pensó. En ese momentotropezó con un guijarro y se preguntó aquién quería engañar. Nunca tendría unacadena; nunca se sentaría a la mesa deun señor; nunca montaría en un grancaballo blanco. Se pasaría los díasescuchando los graznidos de los cuervosy quitando manchas de mierda de la ropainterior del archimaestre Walgrave.

    Estaba con una rodilla en tierra,sacudiéndose el lodo de la túnica,cuando la voz lo saludó.

    —Buenos días, Pate.El alquimista estaba junto a él. Pate

    se levantó.

  • —Tres días… Dijiste que irías a ElCálamo y el Pichel.

    —Estabas con tus amigos, y no mepareció oportuno entrometerme en unmomento de camaradería. —Elalquimista llevaba una capa de viaje concapucha, marrón, indefinible. El solnaciente asomaba a su espalda sobre lostejados, de manera que costaba ver elrostro bajo la capucha—. ¿Has decididoya qué eres?

    «¿Por qué me obliga a decirlo?».—Creo que soy un ladrón.—Ya me lo parecía.Lo más difícil había sido ponerse a

    cuatro patas para sacar la caja fuerte de

  • debajo de la cama del archimaestreWalgrave. Era muy sólida y teníarefuerzos de hierro, pero la cerraduraestaba rota. El maestre Gormonsospechó que la había roto Pate, pero noera verdad. El propio Walgrave habíaforzado la cerradura porque habíaperdido la llave.

    En el interior, Pate había encontradouna bolsa de venados de plata, unmechón de pelo rubio atado con unacinta, un retrato en miniatura de unamujer que se parecía a Walgrave (hastaen el bigote) y un guantelete decaballero hecho de escamas de acero.Según Walgrave, había pertenecido a un

  • príncipe, aunque no recordaba a cuál.Cuando Pate lo sacudió, la llave cayó alsuelo.

    «Si la cojo seré un ladrón», recordóhaber pensado. La llave era vieja ypesada, de hierro negro; por lo vistoabría todas las puertas de la Ciudadela.Los archimaestres eran los únicos quetenían llaves como aquella. Los demásllevaban la suya encima o la escondíanen lugar seguro, pero si Walgravehubiera escondido la suya, no la habríanvuelto a ver jamás. Pate se habíaapoderado de la llave, y estaba ya casien la puerta cuando se volvió para cogertambién la plata. Un ladrón era igual de

  • ladrón tanto si robaba poco como sirobaba mucho.

    «Pate —había graznado uno de loscuervos blancos—. Pate, Pate, Pate».

    —¿Traes el dragón? —le preguntó alalquimista.

    —Si tú traes lo que te pedí…—Dámelo. Quiero verlo. —Pate no

    tenía la menor intención de dejarseengañar.

    —El camino del río no es el lugaradecuado. Vamos.

    No tuvo tiempo de pararse a pensar,de sopesar las posibilidades. Elalquimista se alejaba. Pate tenía queelegir entre seguirlo y perder para

  • siempre tanto a Rosey como el dragón.Lo siguió. Mientras caminaban se metióla mano en la manga y palpó la forma dela llave, a salvo en el bolsillo ocultoque se había cosido. Las túnicas de losmaestres estaban llenas de bolsillos; lohabía sabido desde niño.

    Tuvo que apresurarse paramantenerse a la altura del alquimista,que caminaba a zancadas largas.Bajaron por una callejuela, doblaron unaesquina y cruzaron el viejo Mercado delos Ladrones por el callejón Cogetrapos.Por último, el alquimista se metió enotra callejuela aún más estrecha que laanterior.

  • —Ya está bien —dijo Pate—. Nohay nadie. Que sea aquí.

    —Como quieras.—Lo que quiero es mi dragón.—Desde luego.La moneda apareció como surgida

    de la nada. El alquimista la hizo caminarpor sus nudillos, igual que cuando Roseylos había reunido. A la luz de la mañana,el dragón centelleaba al moverse y dabaa los dedos un aura dorada.

    Pate se la quitó de la mano. Sintió eloro cálido contra la palma. Se la llevó ala boca y la mordió, como había vistoque hacía la gente. A decir verdad, noestaba seguro de a qué tenía que saber el

  • oro, pero no quería quedar como unidiota.

    —¿La llave? —solicitó elalquimista con tono educado.

    Pate titubeó sin saber bien por qué.—¿Qué buscas? ¿Algún libro?Se decía que varios de los viejos

    pergaminos valyrios que había en lascriptas eran las únicas copias quequedaban en el mundo.

    —Lo que busco no es asunto tuyo.«Ya está —se dijo Pate—. Lárgate.

    Vuelve corriendo a El Cálamo y elPichel, despierta a Rosey con un beso ydile que es tuya». Pero se quedó dondeestaba.

  • —No. Muéstrame la cara.—Como quieras. —El alquimista se

    bajó la capucha.Era sólo un hombre, su rostro era

    sólo un rostro. El rostro de un jovennormal, con mejillas regordetas y unasombra de barba. Una cicatriz antigua ytenue le cruzaba la derecha. Tenía lanariz ganchuda y una mata espesa depelo negro con rizos prietos alrededorde las orejas. Pate no lo había vistonunca.

    —No te conozco.—Ni yo a ti.—¿Quién eres?—Un desconocido. Nadie. De

  • verdad.—Ah. —Pate se había quedado sin

    palabras. Sacó la llave y se la puso en lamano al desconocido; sentía la cabezaembotada, brumosa. «Rosey», serecordó—. Bueno, ya está.

    No había recorrido ni mediocallejón cuando los guijarros delempedrado empezaron a moverse bajosus pies. «La piedra está húmeda yresbala», pensó, pero no se trataba deeso. Sentía que el corazón le martilleabaen el pecho.

    —¿Qué está pasando? —dijo. Laspiernas se le habían convertido en agua—. No lo entiendo.

  • —Y nunca lo entenderás —dijo unavoz con tristeza.

    Los guijarros se alzaron pararecibirlo. Pate trató de pedir ayuda agritos, pero también le falló la voz.

    Su último pensamiento fue paraRosey.

  • El Profeta

    Aeron Pelomojado estaba ahogandohombres en Gran Wyk cuando lellevaron la noticia de que el rey habíamuerto.

    La mañana era fría y desapacible; elmar tenía el mismo color plomizo que elcielo. Los tres primeros hombres habíanofrecido sus vidas al Dios Ahogado sintemor alguno, pero la fe del cuarto eradébil, y cuando sus pulmones pidieronaire desesperadamente, empezó aforcejear. Aeron, metido hasta la cinturaen la espuma de las olas, agarró por los

  • hombros al muchacho desnudo y lemetió la cabeza bajo el agua cuandotrató de tomar una bocanada de aire.

    —Ten valor —le dijo—. Venimosdel mar, y al mar hemos de volver. Abrela boca y bebe la bendición del dios.Que tus pulmones se llenen de agua; asímorirás y podrás renacer. Es inútil quete resistas.

    Tal vez el chico no lo oyera con lacabeza bajo las olas, o tal vez hubieraperdido por completo la fe; el caso fueque empezó a patalear y debatirse deuna manera tan desaforada que Aerontuvo que pedir ayuda. Cuatro de sushombres ahogados se metieron en el

  • agua para sujetar al muchacho.—Señor Dios que te ahogaste por

    nosotros —rezó el sacerdote con unavoz tan retumbante como el mar—,permite que tu siervo Emmond renazcadel mar, como renaciste tú. Bendícelocon sal, bendícelo con piedra, bendícelocon acero.

    Por fin terminó todo. Ya no salíanburbujas de la boca del muchacho, y susmiembros habían perdido toda la fuerza.Emmond quedó flotando en las aguasbajas, pálido, frío, en paz.

    Entonces advirtió Pelomojado que,en la playa de guijarros, junto a sushombres ahogados, había tres jinetes.

  • Aeron conocía a Sparr, un anciano derostro afilado y ojos llorosos cuya voztemblorosa era ley en aquella parte delGran Wyk. Lo acompañaban su hijoSteffarion y otro joven, ataviado con unacapa color rojo oscuro ribeteada depiel, que se sujetaba al hombro con unbroche ornamentado con la forma delcuerno de guerra negro y dorado de losGoodbrother.

    «Uno de los hijos de Gorold», supoel sacerdote nada más verlo. La esposade Goodbrother le había dado tres hijosvarones de buena estatura después deuna docena de hijas; se decía que nohabía manera de distinguirlos. Aeron

  • Pelomojado ni se dignó intentarlo. Ya setratara de Greydon, de Gormond o deGran, no tenía tiempo para él.

    Gruñó una orden brusca, y sushombres ahogados cogieron el cadáverdel muchacho por los brazos y laspiernas para llevarlo a tierra. Elsacerdote los siguió; su único atuendoera un taparrabos de piel de foca. Volvióa la orilla chapoteando, empapado y conla piel de gallina, y pisó la arenahúmeda y fría y los guijarros pulidos porlas mareas. Uno de sus hombresahogados le tendió una gruesa túnica detejido basto con estampado de cuadrosazules y grises, los colores del mar, los

  • del Dios Ahogado. Aeron se puso latúnica y se soltó el pelo. Era una melenanegra, empapada; no la había tocadonavaja alguna desde el día en que el marlo elevó. Le caía por los hombros comouna capa harapienta, nudosa, hasta másallá de la cintura. Aeron tenía porcostumbre entretejerse tiras de algas enlos mechones, y también se adornaba asíla barba enmarañada y sin recortar.

    Los hombres ahogados habíanformado un círculo en torno al chicomuerto y estaban rezando. Norje le subíay bajaba los brazos mientras Rus,arrodillado a horcajadas sobre él, lebombeaba el pecho, pero cuando llegó

  • Aeron, todos le abrieron paso. Separólos labios fríos del muchacho con losdedos y le dio a Emmond el beso de lavida, una vez, y otra, y otra, y otra, hastaque el mar le brotó de la boca como untorrente. El chico empezó a toser yescupir, parpadeó y abrió unos ojosllenos de miedo.

    «Otro que vuelve». Se decía que erauna señal del favor del Dios Ahogado.Los demás sacerdotes perdían unhombre de cuando en cuando; le habíasucedido incluso a Tarle el Tres VecesAhogado, al que se consideraba tansanto que hasta fue elegido para coronara un rey. En cambio, a Aeron Greyjoy,

  • nunca. Él era Pelomojado, el que habíavisto las estancias acuosas del dios yhabía vuelto para contarlo.

    —Levántate —le dijo al chico, quevomitaba agua, al tiempo que le dabapalmadas en la espalda desnuda—. Tehas ahogado y has vuelto entre nosotros.Lo que está muerto no puede morir.

    —Sino que se levanta. —El chicosufrió un violento ataque de tos y vomitómás agua—. Se levanta otra vez. —Cadapalabra le costaba un sufrimiento, peroasí era el mundo: para vivir, todos loshombres tenían que luchar—. Se levantaotra vez. —Emmond se puso en pie aduras penas—. Más grande. Más fuerte.

  • —Ahora perteneces al dios —ledijo Aeron.

    Los otros hombres ahogados lorodearon, y cada uno le dio un puñetazoy un beso para recibirlo en lahermandad. Uno lo ayudó a ponerse unatúnica basta de cuadros azules, verdes ygrises; otro le entregó un garrote demadera de deriva.

    —Ahora perteneces al mar, así queel mar te ha armado —le dijo Aeron—.Rezamos para que esgrimas el garrotecon valor contra todos los enemigos detu dios. —Después, el sacerdote sevolvió hacia los tres jinetes, que losobservaban sin descabalgar—. ¿Habéis

  • venido a que os ahoguemos, misseñores?

    Sparr carraspeó.—Ya me ahogaron de pequeño —

    dijo—. Y a mi hijo también, el día de sunombre.

    Aeron soltó un bufido. No le cabíaduda de que Steffarion Sparr había sidoentregado al Dios Ahogado pocodespués de su nacimiento. Y tambiénsabía cómo: una pasada rápida por unapila de agua marina que apenas llegó amojar la cabeza del bebé. No era deextrañar que otros mandaran sobre loshijos del hierro, sobre los mismos queotrora habían extendido sus dominios

  • hasta dondequiera que se pudiera oír elbatir de las olas.

    —Eso no es un ahogamiento —lesreplicó a los jinetes—. Quien no muerede verdad no podrá levantarse de entrelos muertos. ¿A qué habéis venido, si noes a demostrar vuestra fe?

    —El hijo de Lord Gorold os traenoticias. —Sparr señaló al joven de lacapa roja, que no aparentaba más dedieciséis años.

    —¿Cuál eres tú? —le preguntóAeron con tono brusco.

    —Gormond. Gormond Goodbrother,para servir a mi señor.

    —A quien tenemos que servir es al

  • Dios Ahogado. ¿Has sido ahogado,Gormond Goodbrother?

    —Sí, Pelomojado, en el día de minombre. Mi padre me ha enviado abuscaros para que vayáis a hablar conél. Tiene que veros.

    —Pues aquí estoy. Dile a LordGorold que venga a regocijar sus ojos.

    Aeron cogió el pellejo de cuero quele tendió Rus después de llenarlo deagua marina. El sacerdote quitó elcorcho y bebió un trago.

    —Tengo que llevaros a la fortaleza—insistió el joven Gormond desde sucaballo.

    «Tiene miedo de desmontar, no se le

  • vayan a mojar las botas».—Y yo tengo que cumplir la misión

    del dios. —Aeron Greyjoy era unprofeta. No estaba dispuesto a tolerarque un señor cualquiera le diera órdenescomo si fuera un siervo.

    —Gorold ha recibido un pájaro —dijo Sparr.

    —El pájaro de un maestre; viene dePyke —confirmó Gormond.

    «Alas negras, palabras negras».—Los cuervos vuelan sobre la sal y

    la piedra. Si hay noticias que meafecten, comunicádmelas ya.

    —La noticia que traemos únicamentela podéis oír vos, Pelomojado —dijo

  • Sparr—. No es un asunto del que puedahablar delante de estos otros.

    —«Estos otros» son mis hombresahogados, siervos del dios, igual que yo.No tengo secretos para ellos, ni tampocopara nuestro dios, junto a cuyo marsagrado nos encontramos.

    Los jinetes se miraron.—Díselo —indicó Sparr, y el joven

    de la capa roja reunió todo su valor.—El rey ha muerto —dijo sin más

    rodeos.Cuatro palabras, cuatro palabras

    breves, pero el propio mar seestremeció cuando vibraron en el aire.

    Había cuatro reyes en Poniente, pero

  • Aeron no tuvo que preguntar a cuál serefería. Era Balon Greyjoy y nadie másquien gobernaba en las Islas del Hierro.

    «El rey ha muerto. ¿Cómo esposible?». Aeron había visto a suhermano mayor hacía apenas una luna,cuando regresó a las Islas del Hierrotras el asedio de la Costa Pedregosa. Elpelo entrecano de Balon se habíatornado casi blanco durante la ausenciadel sacerdote, y tenía los hombros másencorvados que cuando zarparon losbarcoluengos. Pero por lo demás, el reyno le había parecido enfermo.

    Aeron Greyjoy había edificado suvida sobre dos pilares poderosos.

  • Aquellas cuatro palabras, aquellascuatro palabras breves, acababan dederribar uno de ellos.

    «Sólo me queda el Dios Ahogado.Rezo por que me haga tan fuerte eincansable como el mar».

    —Decidme cómo ha muerto mihermano.

    —Su Alteza estaba cruzando unpuente en Pyke cuando se cayó. Seestrelló contra las rocas.

    La fortaleza de los Greyjoy sealzaba en una punta de tierra y unmontón de islotes; las torres y torreonesse cimentaban en gigantescos montículosde piedra que surgían del mar. Unía todo

  • Pyke un entramado de puentes en formade arco de piedra tallada, y largostramos cimbreantes de cuerda decáñamo y planchas de madera.

    —¿Rugía la tormenta cuando cayó?—preguntó Aeron con brusquedad.

    —Sí —le respondió el joven.—Fue el Dios de la Tormenta quien

    lo derribó —proclamó el sacerdote. Elmar y el cielo llevaban mil millares deaños guerreando. Del mar habían nacidolos hijos del hierro y los peces que lossustentaban hasta en los días más fríosdel invierno; en cambio, las tormentassólo acarreaban infortunios y aflicción—. Mi hermano Balon nos volvió a

  • hacer grandes, y eso le granjeó las irasdel Dios de la Tormenta. Ahora está yaen las estancias acuosas del DiosAhogado, y las sirenas atienden todossus deseos. Nos corresponde a nosotros,los que quedamos atrás en este valleseco y lúgubre, terminar su inmensalabor. —Volvió a poner el corcho alpellejo de agua—. Hablaré con tu señorpadre. ¿A qué distancia estamos deCuernomartillo?

    —A seis leguas. Podéis montar atrásen mi caballo.

    —Iré más deprisa si voy solo. Dametu caballo, y que el Dios Ahogado tebendiga.

  • —Llevaos mi caballo, Pelomojado—le ofreció Steffarion Sparr.

    —No. Su montura es más fuerte. Elcaballo, chico.

    El joven apenas titubeó un instanteantes de desmontar y tenderle lasriendas a Pelomojado. Aeron puso unpie negro y descalzo en el estribo ysubió a la silla. No le gustaban loscaballos, eran bestias de las tierrasverdes que debilitaban a los hombres,pero las circunstancias lo obligaban acabalgar.

    «Alas negras, palabras negras».Sentía que se fraguaba una tormenta, looía en las olas, y las tormentas nunca

  • llevaban nada bueno.—Reuníos conmigo en Guijarra, al

    pie de la torre de Lord Merlyn —lesdijo a sus hombres ahogados al tiempoque obligaba al caballo a girar.

    El camino era escarpado, un ascensopor colinas entre bosques y desfiladerospedregosos, apenas un sendero que enocasiones desaparecía bajo los cascosdel caballo. Gran Wyk era la mayor delas Islas del Hierro; su extensión era talque las fortalezas de algunos señores nose habían edificado junto al sagradomar. La de Gorold Goodbrother era unade ellas. Sus torreones se alzaban en lascolinas de Peñafuerte, tan lejos del reino

  • del Dios Ahogado como se podía estaren aquellas islas. El pueblo de Goroldse afanaba en las minas de este, en lapétrea oscuridad subterránea. Algunosmorían sin haber visto jamás el aguasalada.

    «No es de extrañar que esta gentesea hosca y extraña».

    Mientras cabalgaba, Aeron pensó ensus hermanos.

    Nueve hijos había engendrado laentrepierna de Quellon Greyjoy, elSeñor de las Islas del Hierro. Harlon,Quenton y Donel habían nacido delvientre de la primera esposa de LordQuellon, una Stonetree. Balon, Euron,

  • Victarion, Urrigon y Aeron eran hijos dela segunda, una Sunderly de Acantiladode Sal. Quellon contrajo nupcias portercera vez con una muchacha de lastierras verdes, que le dio un hijoenfermizo y retrasado llamado Robin, elhermano al que más valía olvidar. Elsacerdote no guardaba recuerdo algunode Quenton ni de Donel, que habíanmuerto cuando eran aún muy niños. DeHarlon sí se acordaba; aunque entrenieblas difusas, tenía en la mente unaimagen con el rostro gris y rígido quehablaba siempre en susurros en unahabitación sin ventanas, cada vez másdébiles a medida que la psoriagrís le

  • convertía en piedra la lengua y loslabios.

    «Algún día celebraremos unbanquete de pescado en las estanciasacuosas del Dios Ahogado, los cuatrojuntos, y también Urri».

    Nueve hijos había engendrado laentrepierna de Quellon Greyjoy, perosólo cuatro habían vivido lo suficientepara llegar a adultos. Así eran las cosasen aquel mundo frío, donde los hombrespescaban en el mar, cavaban en la tierray morían, mientras las mujeres paríanniños de vida breve en lechos de sangrey dolor. Aeron había sido el último delos cuatro krákens, y también el más

  • patético; Balon, en cambio, era el mayory el más osado, un muchacho decidido eintrépido que sólo pensaba endevolverles la gloria de antaño a loshijos del hierro. A los diez años escalólos Acantilados de Pedernal hasta latorre encantada del Señor Ciego; a lostrece era capaz de manejar los remos deun barcoluengo y bailaba la danza deldedo mejor que cualquier otro hombrede las islas; a los quince había navegadocon Dagmer Barbarrota hasta losPeldaños de Piedra y se había pasado elverano saqueando. Allí mató porprimera vez, y también tomó a sus dosprimeras esposas de sal. A los diecisiete

  • años, Balon capitaneaba ya su propiobarco. No se podía pedir más de unhermano mayor, aunque la verdad eraque nunca había mostrado nada que nofuera desprecio hacia Aeron.

    «Yo era joven y pecador; sudesprecio era más de lo que merecía.Más vale el desprecio de Balon elBravo que el afecto de Euron Ojo deCuervo. —Y si el tiempo y el dolorhabían amargado el temperamento deBalon a lo largo de los años, cierto eratambién que lo habían hecho másdecidido que ningún otro hombre—.Nació como hijo de un señor y muriócomo rey, asesinado por un dios celoso

  • —pensó Aeron—, y ahora se acerca latormenta, una tormenta mayor queninguna que hayan visto estas islas».

    Hacía ya horas que había oscurecidocuando el sacerdote divisó las afiladasalmenas de hierro de Cuernomartillo,que se alzaba hacia la media luna. Lafortaleza de Gorold era pesada yvoluminosa, construida con grandesbloques de piedra extraídos delacantilado que descendía en picado trasella. En la base de las murallas, lasentradas de las cuevas y las antiguasminas se abrían como negras bocasdesdentadas. Al ser de noche, laspuertas de hierro de Cuernomartillo

  • estaban ya cerradas y atrancadas. Aeronlas golpeó con una piedra hasta que elestrépito despertó a un guardia.

    El joven que le abrió era la vivaimagen de Gormond, cuyo caballo habíamontado.

    —¿Cuál eres tú? —preguntó Aeroncon tono brusco.

    —Gran. Mi padre os está esperando.La estancia era húmeda, llena de

    corrientes y de sombras. Una hija deGorold le ofreció al sacerdote un cuernode cerveza; otra atizó un fuegomortecino que dejaba escapar más humoque calor. El propio GoroldGoodbrother estaba hablando en voz

  • baja con un hombre delgado, vestido conuna túnica gris de buena calidad, quellevaba al cuello la cadena de metalesdiversos que lo identificaba comomaestre de la Ciudadela.

    —¿Dónde está Gormond? —preguntó Gorold al ver a Aeron.

    —Vuelve a pie. Decidles a lasmujeres que se retiren, mi señor. Y lomismo al maestre. —No le gustaban losmaestres: sus cuervos eran criaturas delDios de la Tormenta, y tampococonfiaba en sus curaciones después delo de Urri.

    «Ningún hombre que tal se considereelegiría una vida de sumisión, ni forjaría

  • una cadena de servidumbre, ni lallevaría en torno al cuello».

    —Gysella, Gwin, marchaos —ordenó Goodbrother—. Tú también,Gran. El maestre Murenmure se quedará.

    —Se marchará —insistió Aeron.—Estáis en mis estancias,

    Pelomojado. No os corresponde a vosdecir quién se queda y quién se va. Elmaestre se queda.

    «Este hombre vive demasiado lejosdel mar», se dijo Aeron.

    —En ese caso, seré yo quien se vaya—replicó.

    Los juncos secos crujieron bajo lapiel agrietada de las plantas descalzas

  • de sus pies cuando dio la vuelta y echó aandar hacia la salida. Por lo visto habíarecorrido un largo camino para nada.

    Aeron estaba ya casi junto a lapuerta cuando el maestre carraspeó.

    —Euron Ojo de Cuervo se hasentado en el Trono de Piedramar.

    Pelomojado se giró. De pronto hacíamás frío en la estancia.

    «Ojo de Cuervo está a medio mundode aquí. Balon lo expulsó hace dos añosy juró que, si regresaba, le costaría lavida».

    —Contádmelo todo —dijo con vozronca.

    —Echó anclas en Puerto Noble al

  • día siguiente de la muerte del rey, yexigió el castillo y la corona en sucondición del mayor de los hermanos deBalon —dijo Gorold Goodbrother—.Ahora ha enviado cuervos para exigir alos capitanes y los reyes de todas lasislas que acudan a Pyke, se arrodillenante él y le rindan homenaje como reylegítimo.

    —No. —Aeron Pelomojado no separó a medir sus palabras—. Sólo unhombre piadoso puede sentarse en elTrono de Piedramar. Ojo de Cuervo noadora a más dios que su orgullo.

    —Vos estuvisteis en Pyke hace poco;hablasteis con el rey —insistió

  • Goodbrother—. ¿Os dijo algo Balonsobre su sucesión?

    «Sí». Habían hablado en la Torre delMar, mientras el viento aullaba contralas ventanas y las olas batían en la basesin cesar. Balon había sacudido lacabeza desesperado cuando Aeron lehabló del único hijo que le quedaba convida.

    —Como me temía, los lobos lo hanhecho débil —fueron las palabras delrey—. Le pedí al dios que le quitase lavida para que no se interpusiera en elcamino de Asha.

    Aquello era la perdición de Balon:se veía reflejado en su hija, tan

  • indómita, tan decidida, y creía que lopodría suceder. En aquello seequivocaba, como había tratado deexplicarle Aeron.

    «Ninguna mujer gobernará jamás alos hijos del hierro, ni siquiera unamujer como Asha», le había insistido,pero cuando Balon no quería escucharalgo era como si estuviera sordo.

    Antes de que el sacerdote pudieraresponder a Gorold Goodbrother, elmaestre volvió a carraspear y se puso afarfullar.

    —Por derecho, el Trono dePiedramar le corresponde a Theon, y siel príncipe está muerto, a Asha. Esa es

  • la ley.—Esa es la ley de las tierras verdes

    —replicó Aeron con desprecio—. ¿Y anosotros qué nos importa? Somos loshijos del hierro, los hijos del mar, loselegidos del Dios Ahogado. No nosgobernará una mujer, igual que no nosgobernará un impío.

    —¿Qué pasa con Victarion? —preguntó Gorold Goodbrother—. Está almando de la Flota de Hierro. ¿Creéisque Victarion aspirará al trono,Pelomojado?

    —Euron es el hermano mayor… —empezó a decir el maestre.

    Aeron lo hizo callar con una mirada.

  • Tanto en las pequeñas aldeas depescadores como en las imponentesfortalezas de piedra, aquella mirada dePelomojado bastaba para hacer que a lasdoncellas les temblaran las rodillas ylos niños salieran chillando a la carreraen busca de sus madres, y por supuesto,allí bastó para acallar al siervo de lacadena al cuello.

    —Euron es el mayor —dijo elsacerdote—, pero Victarion es el másdevoto.

    —¿A qué llegaremos? ¿Habrá guerraentre ellos? —preguntó el maestre.

    —El hijo del hierro no derramará lasangre del hijo del hierro.

  • —Muy piadoso por vuestra parte,Pelomojado —apuntó Goodbrother—.Lástima que vuestro hermano no opinelo mismo. Mandó ahogar a SawaneBotley por decir que el Trono dePiedramar le correspondía a Theon porderecho.

    —Si lo ahogaron, no se derramósangre —replicó Aeron.

    El maestre y el señor intercambiaronuna mirada.

    —Tengo que enviar un mensaje aPyke cuanto antes —dijo GoroldGoodbrother—. Quiero vuestro consejo,Pelomojado. ¿Cómo ha de ser? ¿Depleitesía o de desafío?

  • Aeron se acarició la barba.«He visto la tormenta, y su nombre

    es Euron Ojo de Cuervo».—Por ahora no enviéis más que

    silencio —le dijo al señor—. Tengo querezar antes de tomar una decisión.

    —Rezad cuanto queráis —intervinoel maestre—, pero eso no va a cambiarla ley. Theon es el heredero legítimo, ydespués de él, Asha.

    —¡Silencio! —rugió Aeron—. Loshijos del hierro llevan demasiadotiempo escuchándoos a vosotros, a losmaestres de la cadena, que no paráis deparlotear sobre las tierras verdes y susleyes. Ya va siendo hora de que

  • volvamos a escuchar al mar. Ya vasiendo hora de que escuchemos la vozde dios. —Su propia voz retumbó en lasala llena de humo, tan poderosa que niGorold Goodbrother ni su maestre seatrevieron a replicar.

    «El Dios Ahogado está conmigo —pensó Aeron—. Él me ha mostrado elcamino».

    Goodbrother le ofreció unahabitación cómoda en el castillo parapasar la noche, pero el sacerdote rehusó.Rara vez dormía bajo el tejado de uncastillo, y jamás tan lejos del mar.

    —Ya tendré comodidades en lasestancias acuosas del Dios Ahogado,

  • bajo las olas. Nacimos para sufrir, paraque el sufrimiento nos haga fuertes. Loúnico que necesito es un caballodescansado para volver a Guijarra.

    Goodbrother lo complació de buenagana; hasta le ordenó a su hijo Greydonque lo acompañara para mostrarle alsacerdote el camino más corto parallegar al mar a través de las colinas.Aún faltaba una hora para el amanecercuando se pusieron en marcha, pero lasmonturas eran robustas y seguras, y pesea la oscuridad, el viaje no fue largo.Aeron cerró los ojos y rezó en silencioantes de empezar a adormilarse en lasilla de montar.

  • El sonido le llegó quedo, suave; erael chirrido de una bisagra oxidada.

    —Urri —musitó al tiempo que sedespertaba lleno de temores.

    «Aquí no hay ninguna bisagra,ninguna puerta. No está Urri».

    Un hacha arrojadiza le habíaarrancado la mitad de la mano a Urricuando tenía catorce años, mientrasjugaba a la danza del dedo en ausenciade su padre y sus hermanos mayores,que habían partido a la guerra. Latercera esposa de Lord Quellon era unaPiper del Castillo de la PrincesaRosada, una muchacha de pechosgrandes y fofos, y ojos pardos de

  • cervatillo. En vez de curar la mano deUrri según las Antiguas Costumbres, confuego y agua marina, se lo encomendó asu maestre de las tierras verdes, queaseguró que le podía coser los dedosamputados. Así lo hizo, y despuésempleó pócimas, cataplasmas y hierbas,pero la mano se pudrió y las fiebres seapoderaron de Urri. Cuando el maestrese decidió a amputarle el brazo, ya erademasiado tarde.

    Lord Quellon no regresó de suúltimo viaje; el Dios Ahogado, en suinmensa bondad, le concedió el don dela muerte en el mar. El que regresó en sulugar fue Lord Balon, junto con sus

  • hermanos Euron y Victarion. CuandoBalon se enteró de lo que le habíapasado a Urri, le cortó tres dedos almaestre con un cuchillo de cocina y leordenó a la esposa Piper de su padreque se los volviera a coser. Lascataplasmas y las pócimas le sirvieronde tanto como a Urrigon: murió entredelirios febriles, y la tercera esposa deLord Quellon no tardó en seguirlocuando la comadrona le sacó del vientreuna hija muerta. Aeron se alegró; habíasido su hacha la que hirió la mano deUrri mientras bailaban la danza del dedojuntos, tal como hacían siempre losamigos y los hermanos.

  • Sólo con recordar los años quesiguieron a la muerte de Urri volvía asentir vergüenza. A los dieciséis añosdecía ser un hombre, pero en realidad noera más que un odre con piernas. Sededicaba a cantar, a bailar (pero nuncala danza del dedo; esa no la volvió apracticar), hacía chistes, gastaba bromasy se burlaba de todos. Tocaba la flauta,hacía juegos malabares, montabacaballos y era capaz de beber más quecualquier Wynch, más que cualquierBotley y también más que la mitad delos Harlaw. El Dios Ahogado leconcede un don a todo hombre, incluso aél: no había nadie capaz de mear durante

  • más tiempo ni llegando más lejos queAeron Greyjoy, como demostraba entodos los banquetes a los que asistía. Encierta ocasión apostó su nuevobarcoluengo contra un rebaño de cabrasa que era capaz de apagar el fuego deuna chimenea con la única ayuda de supolla. Aeron disfrutó de festines a basede cabra durante todo un año y le puso asu barcoluengo el nombre de TormentaDorada, aunque Balon amenazó concolgarlo del mástil cuando averiguócómo era el mascarón que su hermanopretendía poner en la proa.

    Al final, el Tormenta Dorada sehundió ante las costas de Isla Bella

  • durante la primera rebelión de Balon,destrozado por un imponente galeón decombate llamado Furia, cuando StannisBaratheon le tendió una trampa aVictarion y acabó con la Flota deHierro. Pero el dios, que tenía otrosplanes para Aeron, lo llevó hasta laorilla. Unos pescadores lo tomaronprisionero, lo encadenaron y lo llevarona Lannisport, donde se pasó el resto dela guerra enterrado en las entrañas deRoca Casterly, demostrando que loskrákens eran capaces de mear más y máslejos que los leones, los jabalíes y lospollos.

    «Aquel hombre ya murió. —Aeron

  • se había ahogado y había renacido delmar como profeta del dios. Ningúnmortal podía asustarlo ya; tampoco laoscuridad… ni los recuerdos, los huesosdel alma—. El sonido de una puerta quese abre, el chirrido de una bisagraoxidada. Euron ha vuelto». Noimportaba. Él era el sacerdotePelomojado, el amado del dios.

    —¿Habrá guerra? —le preguntóGreydon Goodbrother a medida que elsol empezaba a iluminar las colinas—.¿Una guerra de hermano contrahermano?

    —Sólo si lo desea el Dios Ahogado.Ningún impío se sentará en el Trono de

  • Piedramar.«Ojo de Cuervo peleará; de eso no

    cabe duda. —No había mujer capaz dederrotarlo, ni siquiera Asha. Lasmujeres estaban hechas para luchar susbatallas en el lecho del parto. Y Theontampoco le servía de nada; aunqueestuviera vivo, no era más que unmuchacho de sedas y sonrisas. Sí, habíademostrado su valía en Invernalia, peroOjo de Cuervo no era un niño tullido.Las cubiertas del barco de Euronestaban pintadas de rojo para disimularmejor la sangre que las empapaba—.Victarion. Victarion tiene que ser el rey;si no, la tormenta acabará con todos

  • nosotros».Greydon se separó de él cuando el

    sol brillaba ya alto en el cielo; tenía queir a llevar la noticia de la muerte deBalon a sus primos de las torres deFosa, Torreón Picodecuervo y Lago delCadáver. Aeron continuó solo, subió porlas colinas y descendió a los valles,siempre por un camino pedregoso que sehacía más ancho y frecuentado a medidaque se acercaba al mar. Se detenía arezar en cada aldea que cruzaba, asícomo en los patios de los señoresmenores.

    —¡Nacimos del mar y al mar hemosde volver! —les decía. Su voz era

  • profunda como el océano, y retumbabacomo las olas—. El Dios de laTormenta, en su ira, arrancó a Balon delcastillo y lo estrelló contra las rocas.Ahora celebra sus banquetes bajo lasolas, en las estancias acuosas del DiosAhogado. —Alzó las manos—. ¡Balonha muerto! ¡El rey ha muerto! ¡Pero unrey regresará! ¡Porque lo que estámuerto no puede morir, sino que se alzade nuevo, más duro, más fuerte! ¡Un reyse levantará!

    Algunos de los que lo escuchabandejaban los picos y los azadones paraseguirlo, de manera que, cuando pudooír otra vez el sonido de las olas, había

  • una docena de hombres que caminabatras su caballo, todos tocados por eldios y deseosos de ahogarse.

    En Guijarra vivían varios miles depescadores cuyas casuchas parecíanamontonarse en torno a la base de unafortaleza cuadrangular con un torreón encada esquina. Unos cuarenta hombresahogados de Aeron lo esperabanacampados en una playa de arena gris,con tiendas de piel de foca y cabañasconstruidas con madera transportada porel mar. Tenían las manos endurecidaspor el salitre, llenas de marcas de lasredes y los sedales, encallecidas porremos, picos y hachas; pero en ese

  • momento, aquellas manos esgrimíangarrotes de madera de deriva, duracomo el hierro, pues el dios los habíaarmado con su arsenal submarino.

    Habían construido un refugio para elsacerdote justo en el límite de la mareaalta. Se metió en él de buena ganadespués de ahogar a sus nuevosseguidores.

    «Dios mío —rezó—, háblame en elrumor de las olas, dime qué debo hacer.Los capitanes y los reyes aguardan tupalabra. ¿Quién debe suceder a Balon?Cántame en la lengua del leviatán paraque sepa su nombre. Dime, oh señor quehabitas bajo las aguas, ¿quién tendrá la

  • fuerza para combatir la tormenta enPyke?».

    Aunque el viaje a caballo hastaCuernomartillo lo había dejado agotado,Aeron Pelomojado era incapaz dedescansar en el refugio de madera contechumbre de algas negras. Las nubesocultaron la luna y las estrellas comouna capa; la oscuridad era un mantogrueso, tanto sobre el mar como sobre sucorazón.

    «Balon quería que lo sucedieraAsha, carne de su carne, pero una mujerno puede gobernar a los hijos del hierro.Tiene que ser Victarion. —Nueve hijoshabía engendrado la entrepierna de

  • Quellon Greyjoy, y de ellos, el másfuerte era Victarion, más toro quehombre, tan intrépido como obediente—. Y ese es el gran peligro. —Elhermano pequeño le debe obediencia almayor, y Victarion no es hombre quevaya a izar las velas contra la tradición—. Pero no siente ningún afecto haciaEuron desde la muerte de la mujer».

    En el exterior, por encima de losronquidos de sus hombres ahogados y elaullido del viento, alcanzaba a oír elbatir de las olas, el martilleo de su dios,que lo llamaba al combate. Aeron saliódel pequeño refugio a la noche gélida.Se irguió desnudo, alto, pálido,

  • descarnado, y desnudo se adentró en elmar de sal negra. El agua estaba helada,pero no se estremeció con la caricia desu dios. Una ola se estrelló contra supecho y lo hizo tambalear. La siguientele rompió por encima de la cabeza. Sesaboreó la sal de los labios y sintió aldios a su alrededor mientras leretumbaban los oídos con la gloria de sucántico.

    «Nueve hijos engendró laentrepierna de Quellon Greyjoy, y yo fuiel más patético de todos ellos, débil yasustadizo como una niña. Pero ya no.Aquel hombre se ahogó, y el dios me hahecho fuerte. —El frío mar salado lo

  • rodeó, lo abrazó, se le metió bajo ladébil carne humana y le tocó los huesos—. Huesos —pensó—. Los huesos delalma. Los huesos de Balon, los huesosde Urri. La verdad está en nuestroshuesos, porque la carne se pudre,mientras que los huesos permanecen. Yen la colina de Nagga, los huesos de lasala del Rey Gris…».

    Fue un Aeron Pelomojado flaco,pálido y tembloroso el que volvió a laorilla, un Aeron más sabio que el quehabía entrado en el mar. Porque habíaencontrado la respuesta en sus huesos yveía claro el camino que se abría antesí. La noche era tan fría que su cuerpo

  • parecía humear mientras se dirigía haciael refugio, pero un fuego ardía en sucorazón y, por una vez, consiguióconciliar un sueño que no fue perturbadopor el chirrido de las bisagras.

    Cuando despertó, el día eraluminoso y soplaba un viento fuerte.Aeron desayunó un caldo de almejas yalgas cocinado sobre leña arrastrada porel mar. Nada más terminar, Merlyn bajóde su torreón con una docena deguardias para ir a buscarlo.

    —El rey ha muerto —le dijoPelomojado.

    —Ya lo sé. Recibí un pájaro. Yacaba de llegar otro. —Merlyn era un

  • hombre calvo, gordo, flácido, que sehacía llamar lord, al estilo de las tierrasverdes, y se vestía con prendas de piel yterciopelo—. Un cuervo me convoca enPyke y el otro en Diez Torres. Loskrákens tenéis demasiados brazos; ¿quéqueréis? ¿Que me divida? ¿Qué medecís vos, sacerdote? ¿Adónde deboenviar mis barcoluengos?

    Aeron frunció el ceño. Diez Torresera el territorio del señor de Harlaw.

    —¿Habéis dicho Diez Torres? ¿Quékraken os llama allí?

    —La princesa Asha. Ha puestorumbo a casa. El Lector ha enviadocuervos para convocar a todos sus

  • amigos a Harlaw. Dice que Balon teníaintención de que ella ocupara el Tronode Piedramar.

    —Será el Dios Ahogado el quedecida quién ocupará el Trono dePiedramar —replicó el sacerdote—.Arrodillaos para que os bendiga. —Lord Merlyn se dejó caer de rodillas;Aeron quitó el corcho del pellejo y lederramó un chorro de agua marina por lacalva—. Señor Dios, que te ahogastepor nosotros, permite que tu siervoMeldred renazca del mar. Bendícelo consal, bendícelo con piedra, bendícelo conacero. —El agua corrió por las mejillasrechonchas de Merlyn, y le empapó la

  • barba y el manto de piel de zorro—. Loque está muerto no puede morir —terminó Aeron—, sino que se levanta denuevo, más duro y más fuerte. —CuandoMerlyn se levantó para retirarse lodetuvo con un gesto—. Quedaos yescuchad, para que podáis repetirle almundo la palabra del dios.

    A un metro de la orilla, las olasrompían contra una roca de granitoredondeada. Aeron Pelomojado se subióa ella para que todos sus discípulospudieran verlo y escuchar lo que les ibaa decir.

    —Nacimos del mar y al mar hemosde volver —comenzó, como en tantos

  • cientos de ocasiones—. El Dios de laTormenta, en su ira, arrancó a Balon desu castillo y lo estrelló contra las rocas;ahora celebra sus banquetes bajo lasolas. —Alzó las manos—. ¡El rey delhierro ha muerto! ¡Pero vendrá otro rey!¡Porque lo que está muerto no puedemorir, sino que se levanta, más duro,más fuerte!

    —¡Un rey se levantará! —gritaronlos hombres ahogados.

    —Un rey se levantará. Así será.Pero ¿quién? —Pelomojado escuchó uninstante, pero únicamente lerespondieron las olas—. ¿Quién seránuestro rey?

  • Los hombres ahogados empezaron ahacer chocar los garrotes de madera dederiva.

    —¡Pelomojado! —gritaron—.¡Pelomojado rey! ¡Aeron rey!¡Queremos a Pelomojado!

    Aeron sacudió la cabeza.—Si un padre tiene dos hijos, y al

    uno le da un hacha y al otro una red,¿cuál quiere que sea el guerrero?

    —¡El hacha es para el guerrero! —le gritó Rus—. ¡La red es para el quepesca en los mares!

    —Así es —dijo Aeron—. El diosme enterró bajo las olas y ahogó al serindigno que fui. Cuando me devolvió a

  • la superficie me había dado ojos paraver, oídos para oír y voz para proclamarsu palabra, para que fuera su profeta yenseñara su verdad a los que la hanolvidado. No seré yo quien ocupe elTrono de Piedramar… ni tampoco EuronOjo de Cuervo. Porque he escuchado aldios, y el dios dice: ¡ningún impío sesentará en mi Trono de Piedramar!

    Merlyn cruzó los brazos ante elpecho.

    —¿Quién será entonces? ¿Asha? ¿OVictarion? ¡Decídnoslo, sacerdote!

    —El Dios Ahogado os lo dirá, perono será aquí. —Aeron señaló el rostroblanco y seboso de Merlyn—. No

  • debéis mirarme a mí, ni a las leyes delos hombres, sino al mar. Izad las velasy moved los remos, mi señor; tenéis queir a Viejo Wyk. Vos, y también todos loscapitanes y reyes. No acudáis a Pykepara inclinaros ante el impío, ni aHarlaw para confabular con mujeresintrigantes. Poned rumbo a Viejo Wyk,donde se alzaron las estancias del ReyGris. Os convoco en nombre del DiosAhogado, ¡en su nombre os convoco atodos! Dejad los salones y las chozas,los castillos y los torreones, ¡regresad ala colina de Nagga para celebrar unaasamblea de sucesión!

    Merlyn se lo quedó mirando

  • boquiabierto.—¿Una asamblea de sucesión? No

    ha habido una verdadera asambleadesde hace…

    —¡… demasiado tiempo! —exclamóAeron con aflicción—. Pero en elamanecer de los tiempos, los hijos delhierro elegían a sus reyes, nombraban almejor de entre todos ellos. Ya va siendohora de que volvamos a las AntiguasCostumbres, porque sólo eso nosvolverá a hacer grandes. Fue en unaasamblea de sucesión donde se eligió aUrras Pie de Hierro como Gran Rey y sele ciñeron las sienes con una corona demadera arrastrada por el mar. Sylas el

  • Chato, Harrag Hoare, el Viejo Kraken…Todos fueron elegidos por una asamblea.Y de esta asamblea de sucesión surgiráun hombre que acabará el trabajo que hacomenzado el rey Balon, un hombre quenos hará recuperar la libertad. Novayáis a Pyke, ni a las Diez Torres deHarlaw; yo os digo: ¡id a Viejo Wyk!Buscad en la colina de Nagga y en loshuesos de la cámara del Rey Gris,porque en ese lugar sagrado, cuando laluna se ahogue y resurja, nombraremos aun rey digno, a un rey piadoso. —Volvióa alzar las manos huesudas—.¡Escuchad! ¡Escuchad las olas!¡Escuchad al dios! Nos está hablando,

  • oíd lo que nos dice: ¡sólo la asambleapuede elegir al rey!

    La multitud respondió con un rugido;los hombres ahogados entrechocaron losgarrotes.

    —¡Una asamblea! —gritaron—.¡Una asamblea, una asamblea! ¡Sólo laasamblea puede elegir al rey!

    El clamor era tal que, sin duda, Ojode Cuervo alcanzó a oír los gritos enPyke, y el malévolo Dios de laTormenta, en sus estancias nubosas. YAeron Pelomojado supo que habíaobrado bien.

  • El capitán de losguardias

    —Las naranjas sanguinas estándemasiado maduras —señaló elpríncipe con voz cansina mientras elcapitán empujaba su silla a la terraza.

    Después de aquello, no dijo unapalabra más durante horas.

    Lo de las naranjas era verdad. Unascuantas se habían reventado contra elsuelo de mármol rosado, y el olor,dulzón y penetrante, llenaba las fosasnasales de Hotah cada vez querespiraba. Sin duda, el príncipe, sentado

  • allí entre los árboles, en la silla rodanteque le había hecho el maestre Caleotte,con cojines de plumón de ganso yestrepitosas ruedas de hierro y ébano,también percibía el olor.

    Durante largo rato se oyó sólo elruido de los chapoteos de los niños enlos estanques y en las fuentes, y decuando en cuando un plop sordo cuandouna naranja se reventaba contra el suelode la terraza. Entonces, desde el otroextremo del palacio, le llegó el sonidolejano de unas botas contra el mármol.

    «Obara». Reconocía sus zancadas,largas, apresuradas, furiosas. En losestablos situados junto a las puertas, su

  • caballo tendría espuma en la boca ysangraría por culpa de las espuelas.Siempre cabalgaba a lomos desementales, y se la había oído alardearde que podía dominar a cualquiercaballo de Dorne… y también acualquier hombre. El capitán oyótambién otras pisadas, rápidas y ligeras:el maestre Caleotte tenía queapresurarse para mantenerse a su ritmo.

    Obara Arena siempre caminabademasiado deprisa.

    «Persigue algo que nunca podráalcanzar», le había dicho el príncipe asu hija en cierta ocasión, y el capitán