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MI ROSTRO, UNA MIRADA FLAVIA LABBÉ MARIAN ZINK LA HISTORIA DE HUALAIHUÉ A TRAVÉS DE SU GENTE

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Este libro está centrado en las historias de vida de 10 sureños ejemplares. 10 bellos rostros ajados por el tiempo y el duro trabajo del campo. 10 profundas miradas que reflejan vivencias íntimamente ligadas al mar, el bosque, la lluvia, la familia y el calor del hogar. 10 relatos acompañados de maravillosas fotografías que, en definitiva, insinúan lo que ha sido la sacrificada experiencia de cientos de hombres y mujeres que han escogido este escondido rincón del sur de Chile, la comuna de Hualaihué, como el lugar donde sentar raíces.

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Page 1: Mi Rostro, Una Mirada. La Historia de Hualaihué a través de su Gente

MI ROSTRO, UNA MIRADA

FLAVIA LABBÉ MARIAN ZINK

LA HISTORIA DE HUALAIHUÉ A TRAVÉS DE SU GENTE

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MI ROSTRO, UNA MIRADALA HISTORIA DE HUALAIHUÉ A TRAVÉS DE SU GENTE

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“Mi Rostro, Una Mirada: La Historia de Hualaihué a través de su Gente” de Marian Zink Papic y Flavia Labbé Salza es una publicación realizada gracias al aporte del Gobierno Regional de Los Lagos, a través del Fondo

2% FNDR de Actividades Culturales 2012.

© Flavia Pía Labbé Salza, 2013© Marian Zdenka Zink Papic, 2013

© Mi Rostro, Una Mirada: La Historia de Hualaihué a través de su GenteISBN: 978-956-351-918-1

Diseño y Diagramación: Rafael Nangarí Bade Fotografías: Pablo Santa María Highet

En portada: Lucrecia González Maldonado, sector de El Manzano, Hualaihué.

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A nuestras familias

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Felicita18

Nibaldo22

Sinforosa26

Gastón30

Pilar34

Índice

PrefacioIX

IntroducciónX

Page 9: Mi Rostro, Una Mirada. La Historia de Hualaihué a través de su Gente

Pilar34

Carlos38

Eudalia42

Juan Bautista46

Olga50

Rosalba54

Agradecimientos59

Bibliografía62

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El objetivo primordial de este proyecto es dar a conocer la historia y tradiciones que se esconden detrás de los espectaculares parajes de Hualaihué. Todo esto, a través del testimonio de su gente y, de manera particular, a través de las sentidas palabras de 10 emblemáticos habitantes de este aislado rincón en el sur del mundo. Se trata de 10 rostros ajados por el tiempo y el duro trabajo del campo. 10 intensas miradas que reflejan vivencias íntimamente ligadas al mar, el bosque, la lluvia, la familia y el calor de una cocina a leña. 10 relatos que insinúan de manera dramática lo que ha sido la sacrificada experiencia de cientos de hombres y mujeres que han hecho de Hualaihué su hogar. Sus inspiradores testimonios han sido recabados por el equipo de trabajo de Revista La Tejuela desde el año 2008 y corresponden a las historias más conmovedoras y representativas de las distintas localidades que conforman esta austral comuna. Los hechos históricos más trascendentales de Hualaihué se entrelazan con las impresiones personales de nuestros entrevistados acerca de éstos y con sus propias experiencias de vida. Todo lo cual nos permite, en última instancia, crearnos una imagen más acabada e íntegra de la realidad cultural de estas comunidades meridionales. Este libro no busca ser una crónica que dé cuenta de los hechos históricos acaecidos en Hualaihué desde su fundación de manera metódica, ni tampoco una guía informativa de la comuna. La principal motivación detrás de Mi Rostro, Una Mirada: La Historia de Hualaihué a través de su Gente es, en definitiva, rescatar parte del patrimonio cultural inmaterial de la comuna y generar conciencia en torno al valor de la historia local narrada por los vecinos más antiguos de este maravilloso lugar.

Las autoras

IX

Prefacio

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a de Hualaihué –“lugar de aves acuáticas” en mapudungun- se puede describir como una historia íntimamente ligada a la naturaleza. En cada época, los habitantes de esta comuna han interactuado de diferentes formas con su entorno, lo que ha dado origen a diversas culturas: de la madera, del campo, de la pesca, de la salmonicultura. Culturas que se han ido traslapando entre sí, configurándose, poco a poco, el ethos de los habitantes de Hualaihué.

La cultura de la madera está íntimamente ligada al origen del Hualaihué que hoy conocemos. En ésta, el alerce, o lahuen en mapudungun, es el protagonista. A partir del siglo XVII comenzaron a arribar trabajadores, en su mayoría indígenas bajo el sistema de la encomienda, a extraer ésta y otras maderas nativas para abastecer a los astilleros de Calbuco. Durante el siglo siguiente, dado el crecimiento de la demanda por madera debido a la construcción de las iglesias de Chiloé y a la fundación de ciudades como Ancud y Maullín, "grupos de españoles, mestizos e indios con sus familias a cuestas llegaban cada verano para subir las escarpadas laderas en busca de los alerzales de Melipulli (hoy Puerto Montt) y en la desembocadura del Reloncaví”1. Tal era la importancia del alerce, que la tabla de esta madera se usaba como moneda en Chiloé y era conocida bajo el nombre de “real de madera”2. Pero la abundancia de esta materia prima y su creciente demanda no se tradujo necesariamente en condiciones laborales favorables. "La economía y la sociedad que se generó en torno a la explotación del alerce estuvo marcada por el dolor y la pobreza. La dependencia extrema de los dueños de barcos peruanos que no compraban con una regularidad anual y que por otro lado les imponían el precio de las tablas impidió que lograran capitalizar el esfuerzo y las privaciones que debían soportar para cumplir las metas de producción que se les establecían"3. A eso hay que sumarle el hecho de que cada vez se hacía necesario ascender más por las escarpadas laderas de las montañas, debido a que los alerzales de las

Introduccion

X

1 FOLCHI, M., RAMÍREZ, F.; 1999. La factibilidad histórico-ecológica de proteger la naturaleza. El caso del Parque Pumalín de Douglas Tompkins. Santiago, p. 3.2 URBINA, R.; 1986. Las tablas de alerce y los antiguos tableros. Santiago, p. 20.3 FOLCHI, M., RAMÍREZ, F.; 1999. La factibilidad histórico-ecológica de proteger la naturaleza. El caso del Parque Pumalín de Douglas Tompkins. Santiago, p. 3-4.

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partes bajas se iban agotando de manera progresiva. Lentamente, entre la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, fueron llegando los primeros pobladores estables a la comuna. Provenientes de Chiloé, Calbuco y otras zonas adyacentes, sus vidas no fueron muy distintas a las de sus antecesores que venían en busca del alerce.

enían que pasar días e incluso semanas en la cordillera para confeccionar sus basas y tejuelas. Pocos contaban con una embarcación propia para llevar su madera a Calbuco, Chiloé o Puerto Montt, por lo que la mayoría la entregaba a comerciantes a cambio de mercadería. Las basas y las "tejuelas largas" tenían que ser perfectas: de no ser así el trabajo de semanas era en vano y a veces ni siquiera volvían con un kilo de azúcar a sus casas.

Estos primeros colonizadores, de manera paralela a la explotación del alerce, desarrollaron “una intensa agricultura de avena, linaza, papa, trigo, arvejas, habas, zanahorias, entre otros cultivos, además de la ganadería de vacunos y ovejas”4. Así, luchando contra la sinuosa geografía y despejando los boscosos montes, se las arreglaban para sobrevivir, complementando estas actividades con la recolección de mariscos y la pesca para autoconsumo. La manera artesanal de explotar el alerce comenzó a convivir, hacia los años 60, con la explotación industrial de este árbol por parte de grandes sociedades. Fue el caso de la empresa Bosques e Industrias Madereras S.A. (BIMA), asociada a la norteamericana Simpson Timber Company, que operó en distintos lugares de Hualaihué, sintiéndose su impacto con particular fuerza en Contao. "El incremento y descenso poblacional de Contao es un testimonio claro de su auge y caída. En 1960 la población total llegaba a 427 personas, en 1970 se había incrementado a 1.126 personas, en 1982 quedaban 978, y en 1992 sólo 365”5. Con la llegada de Salvador Allende al Gobierno, los norteamericanos de Simpsons Timber Company abandonaron paulatinamente el Complejo Forestal Contao, pasando éste a manos de CORFO. La extracción del alerce vivo se frenó definitivamente en 1976, con la promulgación del Decreto de Ley Nº 490 que declaró a este árbol Monumento Natural. Durante el resto de la década del 70 y los 80, distintas firmas continuaron con la extracción del alerce muerto. “En 1978 llega la empresa de Alejandro Arrau, luego pasa a manos de SACOR (Sociedad Agrícola Corporación de Fomento y Compañía Limitada) y finalmente opera el fundo SOSUR S.A de Indus Lever”6.

XIII

4 BARRIENTOS, P., TAMAYO.M.; 2012. Recolectoras de Sueños: Mujeres en la Tierra de las Hualas. Valdivia, p. 13.5 RAMÍREZ, F.; 1996. La necesidad de avanzar hacia una Historia Ecológica de Chile. Santiago, p. 67.6 BARRIENTOS, P., TAMAYO.M.; 2012. Recolectoras de Sueños: Mujeres en la Tierra de las Hualas. Valdivia, p. 21.

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Las faenas de estas empresas terminaron definitivamente hacia fines de los 80 y comienzos de los 90, manteniéndose, hasta hoy, la explotación artesanal del alerce muerto con planes de manejo. La prohibición de explotar el alerce vivo y el fin de la extracción industrial, implicó que la gente tuviera que buscar nuevos horizontes, principalmente en la pesca, en la construcción de la Carretera Austral y, más tarde, en la salmonicultura.

i bien la pesca artesanal y la extracción de mariscos fue, desde un comienzo, un pilar de la economía familiar –de hecho, la extracción de mariscos fue otro sistema comercial que ocasionó la ocupación de Hualaihué entre el siglo XVIII y XIX- hacia fines de los 80 y comienzos de los 90 la pesca artesanal, especialmente de la merluza austral, entra en un boom. Esto coincide con la

masificación de los botes y lanchas a motor, que permiten a los pescadores llegar a aguas más profundas. En un día, podían extraer hasta 800 kilos de merluza austral, vendiendo el kilo a un promedio de $2.000 pesos. Sin embargo, la bonanza no es duradera, pues a partir de 1991 la pesca artesanal debe someterse, por ley, a las cuotas globales de captura, en una clara situación de desventaja frente a la pesca industrial. Eso, sumado al carácter cíclico de este oficio, lleva a la búsqueda de otras actividades, como lo son los centros de cultivo de semillas de choritos, que proliferan a partir del 2005. La salmonicultura apareció a principios de los 80 en Hualaihué, constituyéndose, junto a la construcción de la Carretera Austral, en uno de los principales ejes de desarrollo y crecimiento de la comuna, especialmente de Hornopirén. Chisal (Chilean Salmon, hoy Multiexport Foods S.A.) y Best Salmon fueron las primeras empresas, luego arribó Ventisqueros y otras más que se fueron sumando: Comercial Mirasol, Cía. Pesquera Camanchaca, Marine Harvest Chile, Aguas Claras, Salmones Friosur. Hoy, varias se han ido o están a medio funcionar debido a las sucesivas crisis y a las nuevas regulaciones introducidas para mejorar las condiciones sanitarias de la industria. Poco a poco, las distintas culturas confluyen y se entrelazan, existiendo también ciertos hitos que marcan irreversiblemente la historia de Hualaihué. Uno de los más importantes es, sin duda, la construcción de la Carretera Longitudinal Austral o Ruta 7, que se inició en 1976, como uno de los proyectos emblemáticos -y estratégicos- del Gobierno Militar de Augusto Pinochet. La modernización y el progreso comenzaron a aparecer con el camino, que hacia 1984 llegó a Hornopirén y en los años siguientes se extendió hasta Chaqueihua y luego hasta Pichanco. Posteriormente se fue habilitando la Ruta Costera o W-609. Un sueño que se logró gracias al trabajo de miles de hombres, civiles y

XIV

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XVI

militares (del Cuerpo Militar del Trabajo) que, a fuerza bruta, primero ayudados por bueyes y luego por maquinarias y explosivos, despejaron el tupido bosque y dieron forma a la senda. Ardua labor en la que muchos perdieron la vida. En plena construcción del camino, el 20 de septiembre de 1979, se promulgó el Decreto Ley 2867, que creó la Provincia de Palena. De acuerdo a este decreto, los distritos de Contao, Hualaihué, Río Negro (Hornopirén), Lleguimán y Queullín, pasaron a formar parte integrante de la nueva Provincia de Palena, con capital en Chaitén, cuyos límites fueron definidos por el mismo decreto. Al día siguiente se promulgó el Decreto Ley 2868, que creó oficialmente la comuna de Hualaihué. Más de un año después, el 10 de diciembre de 1980, se designó al primer alcalde de la comuna. Según estimaciones del INE, Hualaihué contaba en 1970 con una población de 5.624 habitantes. Hacia 1982 la población ascendió a 6.302 habitantes, mientras que en 2002 alcanzó los 8.210 y en 2012 los 8.720. Los servicios básicos se han masificado de manera paralela al incremento poblacional, especialmente en Hornopirén, pero aún no abarcan a la totalidad de la comuna, quedando unas pocas localidades que aún no cuentan con agua potable ni luz eléctrica. De la misma manera, el acceso a la educación y a la salud se ha acrecentado de manera exponencial. Han aumentado las escuelas, los profesores y actualmente existe un entorno facilitador de la educación (internados, transporte, etc.). En el ámbito de la salud, en 30 años el panorama ha cambiado drásticamente, existiendo hoy postas, un Centro de Salud y profesionales y funcionarios que aumentan año a año para satisfacer las necesidades de la población.

sí, en poco tiempo, los habitantes de Hualaihué, especialmente los más antiguos, han sido testigos de grandes avances y de vertiginosos cambios, que a veces nublan la visión e impiden divisar con claridad la identidad intrínseca de Hualaihué. Estos hombres y mujeres de avanzada edad forman parte del patrimonio cultural inmaterial de la comuna y guardan en su memoria aquellos rasgos culturales originarios que muchos de sus habitantes actuales han dejado en el olvido.

Por este motivo, hemos querido destacar el rol que cumplen los adultos mayores en la preservación de la identidad local de los pueblos y, de esta manera, rescatar y salvaguardar sus testimonios, relatos y experiencias de vida, como aspectos fundamentales de un amplio conjunto de tradiciones de enorme valor cultural.

Chile

Región de los lagos

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Provincia de Palena

1 Mañihueico2 Contao Rural3 La Poza4 Rolecha5 Hualaihué Estero6 El Varal7 El Manzano8 Hornopirén9 Chaqueihua

Comuna deHualaihué

CaletaGonzalo

IslaLlancahué

FiordoComau

Calbuco

Puerto MonttCochamó

Puelo

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“Hoy día estamos viviendo en un paraíso. Siempre lo he dicho. Yo le digo a la gente más joven, cuando

dice que se aburre, que antes no había trabajo, que había mucha pobreza. Que aprovechen las

oportunidades que hoy tienen”.

Felicita

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a mirada cansada de María Felicita Maldonado refleja la historia de su vida. Una de esfuerzo y desdicha, como la de muchas otras mujeres de la comuna. Ésta, su historia, se desarrolla en Puntilla Quillón, sector sur de El Manzano y que se emplaza a aproximadamente 20 km de la capital comunal Hornopirén. En sus

76 años, María Felicita Maldonado ha conocido un solo hogar: Puntilla Quillón. Su madre, oriunda de Llanquihue, se casó con un hombre nacido y criado en El Manzano, convirtiéndose en una de las primeras colonas del sector, donde se estableció cuando tenía 3 años. Cuando llegaron, el lugar estaba recién comenzando a tomar forma. Las pocas casas, levantadas por las mismas familias, eran unas precarias estructuras de palos cortados de manera desigual y techo de paja. “Vivíamos en unas chozas, esa fue la realidad que yo conocí. Hoy en día a los animales los tenemos en chozas como aquellas. Por eso yo le digo con mucha franqueza que ahora estamos viviendo en el paraíso”. La vida ciertamente era difícil. Si la comida escaseaba, no existía la posibilidad de abastecerse en el mercado particular de la esquina. No quedaba otra opción que recurrir al ingenio, esfuerzo y a la naturaleza para poder sobrevivir. Si no había mariscos, debían salir a pescar, si la pesca era mala, pues había que trabajar la tierra. Es por este motivo que los hombres y mujeres de la zona dividían su tiempo entre la mariscada, la pesca y la agricultura, convirtiéndose en expertos en estos oficios. La misma Felicita, que por lo demás era la única proveedora de su hogar, afirma que siempre tuvo la fortuna de poder alimentar a sus hijos con el fruto de su labor. “Yo recuerdo que salía a pescar, clavaba mi espinal y cuando lo levantaba, había atrapado al pez más grande. Fresquito lo partía, iba a la playa a hacer un fuego y listo: asado al palo, y ahí comíamos todos. Así crecieron mis hijos, con cosas frescas y sanas que la naturaleza nos daba”. Actualmente el sector de Puntilla Quillón cuenta con las comodidades básicas para poder llevar una vida tranquila. Pero debieron pasar muchos años para que cambiara el escenario de

precariedad en el que vivían estos colonos. Antes de contar con un camino que los uniera con El Manzano y las demás localidades, con una tienda con provisiones, con agua potable y luz eléctrica, estos denodados sureños tuvieron que encontrar la manera de surgir en una situación de aislamiento que rayaba en el abandono. “Puntilla Quillón era un lugar muy pobre y de muy poca gente. Cuando llegamos habían sólo cinco casas, todo estaba desocupado y descuidado, los campos tirados. Pareciera que en esos años las autoridades no tomaban en cuenta los lugares arrinconados de por acá”. La gente de Puntilla Quillón se dedicaba, y aún lo hace, a la pesca y a mariscar para subsistir. Contrario a lo que pudiera pensarse, no eran únicamente los hombres los que se encargaban de llevar el sustento a la mesa familiar. Las mujeres, además de estar comprometidas con la crianza de los hijos y los quehaceres del hogar, trabajaban codo a codo con los varones. “Yo pescaba sola, sin un hombre, incluso tenía mi propio bote”, cuenta Felicita. “De hecho, éramos más mujeres que hombres, todas las mujeres criábamos a nuestros hijos con el arduo trabajo de la mariscada y la pesca”. Trasladaban los productos que el mar les daba en botes a remo a Calbuco -viaje que solía demorar más de 6 horas- para venderlos allí en las fábricas. Con el dinero recaudado, compraban los víveres con los que luego emprendían la larga travesía de regreso a sus hogares. En el caso de Felicita, todo lo ganado, cosechado, pescado y mariscado era para sus hijos. Las pocas ganancias que obtenía de su trabajo eran para comprarle lo mínimo a ellos. De hecho, no fue sino hasta que alcanzó la adultez que usó su primer par de zapatos. “Yo andaba a pata pelada y no solamente yo, sino que todas las mujeres de Puntilla Quillón, simplemente porque no nos alcanzaba. Nosotras no íbamos a andar con zapatos y con eso quitarle un trozo de pan a nuestros hijos. Claro que no, primero estaban los hijos… Ellos siempre en primer lugar”. Y es que los hijos, que ella denomina “la riqueza de la mujer pobre”, fueron el orgullo de su vida. Felicita fue madre de 9, a los cuales parió sola, sin ayuda de nadie. Uno de sus hijos

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tuvo la desventura de querer nacer cuando ella se encontraba en plena faena de pesca. Sobre un pequeño bote de madera, Felicita dio a luz. “Cuando me venían los dolores [contracciones] dejaba de remar. Cuando paraban, seguía remando para avanzar y llegar a mi casita”. Sin embargo, no alcanzó a llegar. “Tuve a mi hijo ahí, cerca de la playa, me saqué uno de los vestidos que tenía puesto, lo envolví en él y seguí remando hasta alcanzar la orilla”. No es de extrañarse entonces que mire con cierto recelo la comodidad en que las madres de hoy dan a luz a sus hijos: “Ahora una mujer va a al hospital a tener su hijo, lo tiene y cuando llega a su casa dice que no se puede mover, que no puede caminar, que nada puede hacer. No sé… Yo nunca fui así”. Con la misma fortaleza con la que tuvo a sus hijos, luchó por que gozaran de una educación digna. A pesar de que ella sólo llegó a tercero básico, siempre tuvo clara conciencia del rol que jugaba la enseñanza en el futuro de una persona. Sin embargo, nunca pensó que cumpliría un papel tan importante y activo en el progreso de la educación en su comunidad. Cuando le ofrecieron formar parte del primer Centro de Madres de Puntilla Quillón, Felicita quedó perpleja. Nunca había escuchado hablar de aquello. Y además, ¿por qué a ella, que apenas sabía escribir y leer? A pesar de la incertidumbre, aceptó. Poco a poco fue descubriendo en sí misma la capacidad de generar cambios positivos en su comunidad. La capacitaron y, en sus propias palabras, aprendió a “sacar la voz y a abrir los ojos”. Una mañana, observando a sus hijos pequeños tomar el desayuno, comenzó a reflexionar acerca del futuro que les deparaba. En un impulso, y no sin cierto recelo, tomó lápiz y papel y comenzó a escribir una carta dirigida a Lucía Hiriart de Pinochet, en ese entonces Primera Dama de la República y presidenta de CEMA Chile. En la misiva volcó todos sus temores y anhelos. Describió lo compleja que era la vida de las familias de El Manzano y Puntilla Quillón y el largo camino que debían recorrer los niños para poder llegar a la escuela de El Manzano, destacando lo imperativo que era contar con un establecimiento mejor equipado en aquel lugar. “Le expliqué la enorme pobreza en la que vivíamos, que

la escuela del sector no satisfacía nuestras necesidades y que todos los niños, incluyendo los míos, no estaban aprendiendo adecuadamente a leer y escribir”. Al concluirla la releyó, rezó para que la señora Lucía la entendiera a pesar de los errores ortográficos y la fue a dejar a Puerto Montt en lancha. Inmenso fue su asombro cuando, luego de sólo 15 días, escuchó a través de la Radio Reloncaví que ella, María Felicita Maldonado, tenía una carta de la Primera Dama esperando en la Intendencia Regional. Sin pensarlo dos veces, se embarcó en la lancha a motor que pasaba a buscar pasajeros semanalmente a lo largo de la costa de Hualaihué y partió a Puerto Montt. Después de una larga travesía, una ansiosa Felicita se encaminó directo a la Intendencia a solicitar su encomienda, “y ahí estaba la carta que me mandó la señora Lucía, con una tarjetita plastificada que autorizaba la entrega de materiales para mejorar la escuela de El Manzano”. Emocionada, se dirigió al departamento de educación a hacer efectiva su tarjeta. Sin embargo, los encargados del lugar la miraron con desconfianza y le preguntaron si ella era profesora, “no soy profesora, soy madre de 9 hijos y vengo a buscar lo que se me prometió”. Así fue como partió de regreso a Puntilla Quillón con la frente en alto y una lancha cargada de madera. Material con el que se ampliaron y repararon los espacios de la entonces Escuela Nº 17 de El Manzano -que poco después se llamaría G-716-, cumpliéndose el anhelo de Felicita de entregarle a sus niños, y a todos los de la comunidad, una vida mejor que la que a ella le tocó.

on la misma energía batalló, junto a otras mujeres de su sector, para que Puntilla Quillón contara con su propia iglesia y un cementerio. “En esa iglesia está mi traspiración, mi sangre, mis lágrimas, está todo”.

A pesar de que su historia está manchada por momentos de inmensa amargura y una vida de perpetuo trabajo, Felicita, lejos de dejarse vencer por aquel infortunio, supo volcarlo en su labor de dirigenta comunitaria y, principalmente, de madre. Sin duda, su fatigado cuerpo de 76 años contiene toda la fuerza y garra de una leona de montaña, la fortaleza de la mujer sureña.

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“Lo más difícil antes eran los viajes en lancha a Puerto Montt. Cuando navegábamos, mirábamos la costa de

Huar y jamás imaginábamos que íbamos a poder ir en bus a Puerto Montt y volver el mismo día a la casa”.

Nibaldo

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ibaldo Gutiérrez ha pasado gran parte de su vida en La Poza, localidad que se emplaza en la costa norte de la comuna de Hualaihué y cuyo número de habitantes no supera los 100. Sin embargo, don Nibaldo no es oriundo de la zona, sino que nació en Riachuelo,

un pequeño poblado al interior de la Región de Los Lagos, cerca de Purranque y muy lejos del mar. Ni en sus más extraños sueños habría imaginado que el océano pasaría a formar parte esencial de su vida. Cuando viajó a Hualaihué, a los 9 años de edad, era la primera vez que veía el mar. Su padre llegó a La Poza a administrar un campo. Durante 7 años, el patrón del fundo no le pagó un peso de su sueldo. Luego, cuando el dueño murió, Francisco Gutiérrez recibió en pago, por su labor de años, un campo de propiedad de su fallecido patrón. Decidieron quedarse. Comenzaron a trabajar la tierra y poco a poco se fueron dando cuenta de la importancia que tenía el mar para los habitantes de la región. De esta manera, las olas y la brisa marina que tanto lo fascinaron de niño, se convertirían en su hábitat natural y en su fuente laboral. “Al llegar a este lugar nosotros no conocíamos el mar, quién diría que ahora tengo un montón de diplomas por la gran cantidad de lanchas que construí”.

l mar era de vital trascendencia para la subsistencia y el desplazamiento de los habitantes de Hualaihué. Antes de que existiera la Carretera Austral, el medio de comunicación por antonomasia era el mar. “En esos tiempos no había ni un solo camino, había una huellita no más, un sendero. Todo el resto era montaña y bosque”.

La gente dependía exclusivamente del mar y de su benevolencia para vender sus productos, comprar víveres, recibir correspondencia e, inclusive, trasladar a sus muertos. Ya fuera para llegar a Puerto Montt o para acceder a otras localidades costeras, era necesario surcar el Golfo de Ancud

o el Estuario del Reloncaví. Debían recorrer largas distancias para abastecerse: “Lo más difícil antes eran los viajes a Puerto Montt, pero teníamos que viajar a comprar azúcar, harina, hierba, velas y parafina para los mecheros, porque en esa época no teníamos luz. Después empezamos a comprar cosas más grandes y tuvimos un negocio ambulante, donde vendíamos hierba, azúcar, harina y muchas cosas más”.

uchas veces el mar les jugaba malas pasadas y no les permitía llegar a destino conforme a itinerario. Nibaldo recuerda con claridad una de aquellas ocasiones. “A uno de mis hijos le dio apendicitis, había mal tiempo y tardamos 3 días en

llegar a Puerto Montt en lancha velera, pensábamos que se iba a morir en el camino, realmente casi no llegamos… ¡Tanto que sufría uno!”. La relevancia que tenía el transporte marítimo para estos colonos hizo que los Gutiérrez decidieran dedicarse al arte de la navegación, a construir embarcaciones. “Una fábrica de conservas se instaló aquí en la costa. Necesitaban botes para sacar cholgas y se los encargaron a un maestro de acá de la zona. Yo tenía 14 años y me gustaba ayudarlo. Así que aprendí mirando. Me gustó tanto que me decidí a hacer mi primer bote chico. Me lo compraron altiro y me pagaron con 6 ovejas. Estaba tan contento que decidí seguir, la gente me los compró todos”.

ibaldo no tardó mucho en aprender a fabricar las tradicionales lanchas veleras, embarcación que tenía una vela mayor y una vela menor y que dependía de la sola acción del viento sobre sus velas para su propulsión. No era de extrañarse, entonces, que frente a la ausencia de viento, los

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tripulantes pudieran demorar días y a veces una semana completa en llegar a Puerto Montt. Por esto, los ingeniosos carpinteros y navegantes trataban de incluir en sus embarcaciones todo lo necesario para sobrevivir durante varios días a bordo. Las lanchas contaban con un amplio espacio en su interior, donde se guardaba la madera, los sacos de mariscos y todo lo que se fuera a comercializar.

sí lo hacía Nibaldo con su embarcación: “Cargábamos la lancha con madera para vender, pero también llevábamos gente adentro, mujeres que viajaban con sus corderos para venderlos…, hasta 12 personas podían ir adentro. Todos apretados junto con las cholgas en sartas, luche, congrios, robalos, manzanas”.

Ese mismo espacio era usado como cabina y cocina. Instalaban un brasero que servía para pasar el frío y para preparar sus alimentos. Sus necesidades las hacían sentados en la borda de la lancha, dándole la espalda al mar o en una bacinica. Lo peor era cuando se quedaban sin agua: “Cuando nos faltaba el agua era terrible, teníamos que remar a la costa a pedirle agua a quien pilláramos por ahí y después nos volvíamos a subir todos a la lancha”.

ara la construcción de sus embarcaciones, ellos mismos extraían la madera necesaria de la montaña, en lo que sin lugar a dudas era una sacrificada y extenuante labor. “Salíamos a las 6 de la mañana al monte y llegábamos como a las 8 arriba. En esa época no había motosierras, así que teníamos que subir con hachas. Podábamos los árboles, volteábamos los palos, mañío, alerce… Y de ahí bajábamos con los tablones al hombro… Era un

trabajo muy pesado, en la tarde llegábamos botados a la casa”. El arte de la carpintería marítima la aprendió Nibaldo en Hualaihué y perfeccionó en Puerto Montt. Una vez que comenzó a hacerse conocido por sus embarcaciones, decidió contratar a más gente y llegó a formar un taller con 12 personas a su cargo. “Trabajar la madera como lo hacemos nosotros es un arte, unos enseñaban a otros… Algunos veían que uno trabajaba muy bien y por eso se entusiasmaban por aprender”. A pesar de ser reconocido por su excelente trabajo como maestro de ribera, lamenta no haberse podido dedicar exclusivamente a ello. “Yo también tengo un campo, entonces había que cosechar y cuidar a los animales. Yo sé que podría haber buscado más gente, armar un taller grande y dedicarme sólo a los botes, pero no lo hice, a veces me arrepiento. Fueron muchísimas las lanchas veleras y motorizadas que construí”.

a carpintería de ribera era un oficio familiar, motivo por el cual este arte ha perdurado a lo largo de los años. Nibaldo le enseñó todo lo que sabe acerca de la construcción de lanchas a los 6 hijos varones que tuvo con su mujer, Irma Uribe Vargas. Estos llegaron a querer el oficio tanto o más que el padre. De hecho, uno de ellos tiene un taller en Coronel con más de 60 personas a su cargo. “Mi hijo tiene un salvaje taller, ha

aprendido muchas cosas, está haciendo ahora barcos de fierro, tremendos barcos, incluso salieron en la tele”. Las famosas lanchas veleras hoy ya casi no se construyen; fueron reemplazadas hace muchos años por lanchas motorizadas, más veloces y eficientes. Sin embargo, el arte de construirlas, a la antigua usanza, forma parte del patrimonio inmaterial de la región. Patrimonio que pervive en las sabias manos de Nibaldo, uno de los grandes maestros de ribera de la comuna de Hualaihué.

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“Me casé y me fui a vivir a una isla, pero echaba tanto de menos a mi familia en Rolecha que no pude ser feliz. Mala suerte tuve en mi vida, pero no importa,

Dios sabe por qué hizo las cosas”.

Sinforosa

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aría Sinforosa Árgel Villegas tiene una memoria privilegiada que no deja entrever sus 98 años de edad. Esta enjuta mujer de cabellos blancos y mirada cristalina recuerda muy bien lo dura que ha sido su vida en la Patagonia Chilena, en el

pequeño poblado costero de Rolecha, lugar que la vio nacer y que, según ella, también la verá morir. Sinforosa vivió su infancia jugando a orillas de la playa con sus hermanos, recolectando piedras y contando conchitas. Pero no todo era juegos y distensión. La mayor parte de su niñez la pasó trabajando y ayudando a sus padres a llevar la comida a la mesa. “Nosotros desde chicos colaborábamos con nuestros padres, trabajábamos todo el día en la mariscada, porque ese era el sustento de la gente pobre de campo”. Su primer día de escuela no fue sino hasta que cumplió los 9 años, ya que en toda la comuna no existía un solo centro educacional. En cierto sentido, Sinforosa tuvo la fortuna de vivir en Rolecha, puesto que sería aquí donde se fundaría una de las primeras escuelas de Hualaihué, allá por el año 1927. La construcción de este establecimiento fue posible gracias a la ayuda de todas las familias del lugar. Los vecinos se unieron para aportar con madera, herramientas y, por supuesto, la mano de obra. A pesar de tener sólo 7 años, Sinforosa recuerda vívidamente lo que fue esa hazaña: “Mi padre, con su gran yunta, bajó de aquella montaña los durmientes. Unos enormes palos que fue a dejar en el lugar donde se construiría el colegio. Luego, todas las familias reunidas ayudaron a armar la escuelita”.

e esta manera, los lugareños levantaron con sus propias manos el rústico establecimiento que, varios años después, se convertiría en la Escuela Mixta Fiscal Nº 32 de Rolecha.

En sus inicios, una suerte de profesor itinerante viajaba desde Puerto Montt para hacer clases durante un

par de meses. Los apoderados, agradecidos por su labor, le regalaban corderos, cerdos, gallinas, papas y verduras. Aunque la escuela estaba en la misma localidad donde vivía, Sinforosa debía caminar a pies descalzos a través del barro y cruzar dos riachuelos para llegar a sus clases. Pero no le importaba: la llegada del profesor a Rolecha era todo un acontecimiento que los niños esperaban con ansias y alegría. Al llegar a la escuela, los niños sacaban de sus bolsitas las tortillas de rescoldo aún calientes que sus madres habían cocinado antes de la salida del sol. Las acompañaban con el denominado “ulpo escolar”, una mezcla de harina tostada, azúcar morena y agua, que les devolvía el calor al cuerpo. Sin lugar a dudas, Sinforosa guarda los mejores recuerdos de aquellos años escolares. “Una vez tuvimos una profesora que nos enseñó teatro. ¡Por Dios que era bonito! Bailábamos, cantábamos y la escuela se llenaba de gente”. Pero esa dulce época de inocencia infantil muy pronto quedaría atrás. Una mañana en que se preparaba para acompañar a su madre, que ya estaba recogiendo mariscos en la playa, vio que su padre bajaba a prisa del monte, mientras gritaba de dolor. Sinforosa lo recibió en sus brazos, entró con él a la casa, hizo fuego y lo sentó junto a la cocina a leña. Ya más tranquilo, don Manuel Árgel levantó su mirada hacia la de su hija de 16 años y le dijo: “Mi niña, ve a buscar a tu madre porque hoy va a ser el día que me voy a morir”.

na atribulada Sinforosa hizo lo que su padre le dijo y se reunió con su mamá. Juntas regresaron a la casa, lo arroparon, le hicieron un mate y esperaron a que se lo llevara la muerte. Sinforosa se abrazó a él. “Cuando miré a mi papi, supe que iba a fallecer. En mis brazos sentí como se me estaba muriendo… Ese fue el

gran tormento y golpe que tuve en mi corazón”.

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Después de la inesperada muerte de su padre, cuya causa desconoce, sus hermanos se fueron a trabajar a otros lugares y ella se dedicó exclusivamente al cuidado de su madre, para que ésta no se quedara sola. Cuando se refiere a ella lo hace con un claro tono de orgullo; y es que la señora Ana Delfina Villegas era partera. Una labor muy típica y admirada en la comuna, ya que en aquellos años las mujeres no tenían la opción de controlar sus embarazos en un centro de salud. La gran mayoría de ellas daba a luz en su hogar, asistidas por familiares o parteras. El oficio de su madre siempre le provocó extrañeza. Sinforosa no lograba comprender por qué ella se entregaba por completo a ayudar a estas madres desconocidas sin recibir nunca nada a cambio. “Cuando una mujer se enfermaba de parto, venían a buscar a mi madre a las 8 o 9 de la noche. Yo le decía que ya no lo hiciera más, que estaba muy anciana para aquello. Pero ella partía igual, anciana y sin zapatos, a ayudar a la parturienta… Cuando le preguntaba por qué lo hacía si nunca nadie se lo retribuiría, ella decía –Dios ya me lo agradecerá, mas no quiera que vaya a morir una guagua con su madre, pudiendo yo haberla ayudado–”.

inforosa no abandonó a su mamá sino hasta cuando se casó. Y eso fue recién a los 27 años, lo que en aquella época era considerado una edad bastante avanzada para contraer matrimonio. De aquellos años guarda, en su mayoría, recuerdos tristes. Dejar el ceno materno fue doloroso y nunca se acostumbró a su vida de casada. Su marido era pariente de su padre y vivía en la isla de Queullín, ubicada frente a las costas de la comuna de Calbuco.

Dejó a su familia, se embarcó en una lancha velera y llegó a la isla para comenzar una nueva vida. Esa sería la única vez que dejaría Rolecha, una decisión de la cual se arrepiente hasta hoy. “Me casé en Queullín, una isla oscura y mala. Vivíamos en lo más alto de la isla y ahí lloré lágrimas de

sangre, todos los días lloraba sola... ¡Ay cuánto me pesaba haberme ido!”. En la isla, Sinforosa se entregó por completo a la crianza de sus hijos. Sus pocos ratos libres los dedicó a colaborar con la educación religiosa de sus habitantes. De acuerdo a su testimonio, la gente de Queullín no sabía ni rezar ni cantar en la iglesia, por lo que ella se preocupó de inculcarles las oraciones, así como los cantos para la misa dominical. Pero Sinforosa no pudo hacer de aquella isla su hogar. Extrañaba todos los días a su familia y soñaba con regresar a sus tierras.

sus 4 hijos los tuvo en Queullín. En su casa, y sin asistencia alguna. “Fue terrible tener a los hijos así pero, ¿qué más se le va a hacer? Obligada no más…”. Junto a su marido trabajaban la tierra y mariscaban, pero no fue fácil. “Esa isla no daba nada… En Rolecha yo estaba acostumbrada a bajar un

ratito a la playa y volver con una bolsa llena de mariscos y a ir a mi huerta a cosechar a manos llenas, pero en la isla no, ahí yo bajaba a la mariscada y volvía con las manos vacías, con la angustia de no tener nada que ponerle en la mesa a mis niños”.

uando sus 4 hijos ya eran grandes, Sinforosa se fracturó la columna al caerse mientras cruzaba un río. Luego del accidente, los hijos mayores decidieron llevarla de regreso a su querido Rolecha.

Actualmente, reconoce lo dura que fue su vida antes y, por ello, está agradecida de lo que hoy le toca vivir. “Yo soy feliz aquí en Rolecha, estoy con mi hijo que mi cuida, tengo mi casita y mi huerta. La vida antes era muy difícil, además sentíamos que estábamos olvidados acá y que nadie nos ayudaba. Ahora, saco las pensiones que el gobierno nos da y vivimos mucho mejor”.

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“La infancia nuestra fue un poco restringida, porque los padres antes tenían un total dominio de los

hijos… Uno no podía hacer nada, siempre estábamos trabajando, haciendo de todo, incluso bajando madera

con bueyes… De escuela, poco”.

Gaston

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astón Zúñiga Mautor ha vivido rodeado de madera. El coigüe, el tepú y el arrayán, entre otros, eran sus compañeros de niño. Desde pequeño aprendió a trabajarla, entre otras labores propias del campo, para sobrevivir. Subían de madrugada al monte y luego, junto a sus hermanos, ayudaban a su padre a bajar

las tablas en bueyes, para que él las pudiera ir a vender a la ciudad en lancha velera, junto a otros productos que les daba la tierra. Pero la madera no sólo se explotó de manera artesanal, como lo hacía la familia Zúñiga -entre tantas otras- en la comuna de Hualaihué, sino que también de forma industrial. Esta última modalidad alcanzó su máxima expresión en la década del 60, con la extracción del preciado alerce por parte de la empresa Bosques e Industrias Madereras S.A. (BIMA), asociada a la norteamericana Simpson Timber Company. Si bien BIMA operó también en otros lugares de la comuna, como Hornopirén y Pichicolo Alto, su impacto se notó especialmente en Contao, en donde se instaló, entre 1964 y 1965, toda una maquinaria depredadora del bosque, compuesta por torres, grúas y camiones: el Complejo Forestal Contao. Si bien fue un impulso para el crecimiento y desarrollo de esa localidad –BIMA urbanizó Contao, llamándole “Company Town” o pueblo de la compañía- los alerces de esa zona fueron eliminados casi por completo. Gastón es un testigo de primera fuente de este fenómeno. Él, al igual que otros de su generación, relata que Contao cambió por completo con la llegada de esta empresa. Antes, cuando él era un niño, el sustento principal de la población era el campo familiar, donde él trabajó desde los 7 años, al igual que sus 17 hermanos: “En el gualato, en la leña, sacando la madera, labrándola y aserrándola con sierra de brazo… A los 12 años trabajábamos como verdaderos hombres”. A la escuela fueron máximo 3 ó 4 años y de manera poco constante, porque debían ir al establecimiento de Mañihueico, a más de 4 km de distancia, a “pata pelada” y por una huella. Además, los días “buenos” tenían que aprovecharlos para trabajar la tierra. Entonces, iban a la escuela cuando llovía. Al crecer comenzó a trabajar en un barco frigorífico, en el

sector de las Guaitecas. Terminó en Chiloé, donde conoció a quien sería su mujer y la madre de sus 5 hijos, Irene Cárcamo Sáez. En 1958, a los 26 años, partió a Argentina a trabajar como contratista de IPF. Ahí estuvo, junto a su familia, por 10 años, hasta que la “pega en Argentina empezó a disminuir y Chile lo llamó”. En 1968, cuando volvió a su natal Contao Rural, BIMA estaba en su apogeo. Fue entonces cuando él entró a trabajar en esta empresa, donde estaría 7 años, pese a un precoz despido que sufrió cuando llevaba pocos meses en la compañía y que después se invalidó. Y es que Gastón Zúñiga no fue un operario más. Desde un comienzo, le molestaron las malas condiciones que debían soportar los trabajadores, por lo que rápidamente se integró al sindicato de los obreros, convirtiéndose en un importante dirigente. “Me tocó luchar harto… Cuando llegué, los gringos nos transportaban como animales a las montañas, en unos tremendos camiones, encima de la tolva no más, parados, colgando de los fierros. Una vez que salí electo presidente del sindicato me preocupé de muchas cosas, de defender a los trabajadores cuando los querían cortar, de conseguir ayuda para las personas necesitadas, y logramos cosas. Por ejemplo, a unos caballeros que estaban mal, la empresa les dio todo para que pudieran construir sus casas. El gerente era comprensivo y me gané su confianza. Para fin de año conseguíamos hacer fiestas y ganamos algunos beneficios. Por ejemplo, cuando uno salía de vacaciones se le adelantaba su mes de sueldo. BIMA nos daba leña para la casa, también luz y agua. En general, las condiciones de los trabajadores fueron mejorando. Después ya nos íbamos con asientos en los camiones”. Fue esta preocupación por sus compañeros la que desencadenó ese primer despido. Lo acusaron de estar “revolviendo el gallinero”, por lo que su jefe directo le notificó la severa decisión de la empresa. Como Gastón no le hizo caso, el administrador se la tuvo que ratificar. “Me dijo que yo era peligroso para la empresa. Le dije que me iba a ir, pero que cuando mis hijos no tuvieran qué comer, me iba a amanecer golpeándole la puerta de su casa. Me dejaron por 3 meses más, a prueba. Pero justo en esos meses trasladaron a ese administrador y me terminé quedando por 7 años, casi siempre como dirigente”.

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La jornada en BIMA era ardua, pero el balance que él hace de su paso por esa empresa es positivo: “Salíamos en el camión de aquí a las 7 de la mañana, llegábamos a las 8 u 8:30 arriba. Trabajábamos como 30 km internados en la cordillera, por ahí por el Volcán Apagado. A las 6 de la tarde partía el camión de vuelta, todos los días, invierno y verano, con nieve, lluvia, sin parar… Pero se ganaba plata, gané mis buenos pesos. Eran 5 mil, 6 mil pulgadas diarias puestas aquí abajo. La achanchaban ahí donde estuvo el aserradero, el segundo más grande de Sudamérica, todo automático, una madera por allá, otra por acá, por abajo los rodillos e iban clasificando, 8 mil pulgadas de madera pasaban a diario por ahí”. Además de los operarios de las máquinas, entre los que se encontraba Gastón, estaban los que manejaban las motosierras, los que abrían los caminos, los transportistas, los cocineros, entre otros. En total, cerca de 500 empleados llegó a tener BIMA en sus mejores años. Entre 1971 y 1973, con la llegada de Salvador Allende al Gobierno de Chile, los norteamericanos de Simpsons Timber Company abandonan paulatinamente el Complejo Forestal Contao, pasando éste a manos de CORFO. Sin embargo, fueron los “gringos” quienes dejaron un mejor recuerdo en la memoria de Gastón: “Ellos fueron buenos profesores, nos enseñaban a manejar las máquinas a los choferes y mecánicos. En general fueron buenos con los trabajadores, los chilenos más o menos no más. A los gringos les pedíamos y lográbamos cosas, con los chilenos fue más difícil”. Gastón siguió trabajando hasta el 75 en la BIMA-CORFO. Cuando lo despidieron, era jefe de máquina. A esas alturas ya era poco lo que se producía, pues desde que se fueron los norteamericanos la actividad comenzó a disminuir. La extracción del alerce vivo se frenó definitivamente en 1976, con la promulgación del Decreto de Ley Nº 490 que declaró a este árbol Monumento Natural. Sobre lo que esta empresa implicó para Contao, Gastón dice que “BIMA trajo todas sus maquinarias por medio de barcazas y se abrieron huellas para internarlas en el monte. BIMA igual hizo caminos, gracias a ellos tenemos un pueblo. En la época de BIMA se construyó la posta, la escuela Mauricio Hitchcock, el aeródromo. BIMA además puso la luz en el pueblo, por medio de una planta

potente y un motor a petróleo que después donó a la comunidad”. Cuando las faenas terminaron definitivamente, hacia fines de los 80 y comienzos de los 90, Contao entró en una crisis económica y social. Los que no emigraron tuvieron que reinventarse, dedicándose a la pesca de la merluza, que por esos años entró en su boom, o a la explotación de los campos. “Se fue BIMA y Contao se convirtió en un pueblo fantasma, la mayoría de la gente se fue de acá, para Argentina o para el norte. El movimiento de gente que había en tiempos de BIMA era tremendo. La gente de afuera eran como 700, más los que vivíamos acá, más la gente que venía a vender su mercadería, de Puelo, había gente ambulante de todos lados, mucho movimiento, después todo terminó”.

l día a día definitivamente cambió para los pocos habitantes que se quedaron en Contao. “Una vez que se fue BIMA hubo que empezar a pagar por la luz, también el agua. Después nosotros formamos un comité y trajimos otro motor para Contao Rural, porque SAESA llegó hace recién 8 años para acá. Lo más lamentable es que mucha gente no supo aprovechar la bonanza de BIMA y no ahorraron. Pensaron que BIMA nunca se iba a terminar”.

Ese no fue el caso de Gastón, quien, tras dejar esta empresa, volvió a su trabajo de siempre: el campo. “Retomé la siembra, me puse a vender papas, repollo, zapallos, me compré un red para pescar y poder mantenerme en el mes con mis hijos. Junto con mi señora trabajábamos a la par. Nuestros hijos pudieron ir a la escuela y hoy trabajan dignamente”. A sus 80 años, reconoce que el campo es el lugar donde más le gusta estar. No tiene duda de que es ahí donde quiere pasar sus próximos años. “No me gusta la vida de la ciudad, es muy agitada. A mí me gusta la tierra. Hasta la fecha tengo ajos, arvejas, papas y así me mantengo activo. Ahora, de hecho, estoy haciendo 1000 litros de chicha, yo solito. Además, acá uno es más libre, trabajo como quiero, cuando quiero. En fin, uno se manda solo, por eso no me fui después de BIMA, yo preferí mi tierra”.

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“Antes las cosas eran más sanas, no como ahora, eran más sanas las personas, se tomaba harta leche a los

pies de la vaca, harta leche con harina tostada, eso hoy ya no se hace”.

Pilar

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sus 84 años, a Pilar Castro Villarroel aún le quedan energías. Su jardín, al igual que el de sus hijas, se caracteriza por las bellas y cuidadas flores que lo poblan. También cultiva verduras y hace su propio pan. Al escuchar su historia todo esto adquiere sentido. Porque es imposible criar 15 hijos sin brío, organización y disciplina.

Una disciplina que su padre, el español Félix Castro Uribe, quien llegó a comienzos de siglo a Hornopirén, y su madre, Mercedes Villarroel Leiva, oriunda de la zona y descendiente de los primeros colonos, le inculcaron desde pequeña. “Nuestro crecer fue de mucho trabajo. Teníamos que dejar lecheadas en la mañana 15 vacas, dejar leche separada en una maquinita para la mantequilla, darle comida a los cerdos y después, sin desayuno, montábamos a caballo y nos mandábamos a la escuela...”.

uenta Pilar que, junto a sus papás y sus 5 hermanos, vivían donde hoy se encuentra el Camping Rueda de Agua, en el sector de Chaqueihua, 8 km al sur de Hornopirén, donde efectivamente hay una rueda de agua que data desde los tiempos de Félix Castro. Desde ahí emprendían el rumbo a la

escuela más cercana, la antigua Escuela Nº 50 de Hornopirén. “Como de los 12 a los 14 años fuimos a estudiar. ¡Pero nuestro viaje a la escuela! Teníamos que pasar el río a caballo e ir por a la orilla del Río Blanco para llegar. Mientras el mar estaba bajo nosotros estábamos en la escuela, a veces sólo una hora, porque no podíamos salir con marea alta. Un día veníamos un grupo de 15 chicos de vuelta y el mar había crecido. De pronto voló un cuervo y el caballo saltó y se hundió en el agua, no teníamos ni siquiera un lazo para tirarle al chico que iba en ese caballo para poderlo salvar. Tuvimos que ir al retén, todos mojados, a dar la declaración. Ese día murió un niño, se llamaba Edgardo Bohle…”.

Pilar dice que se sufría mucho, pero no de hambre, ya que la comida era abundante, sino que debido al arduo trabajo en el campo, en el que todo el grupo familiar participaba. “Mi papá hacía de todo, hasta telar. Hacía la mantequilla, siembra… Tenía un molino y hacía pan para 15 días, los tremendos panes, mi mamá también trabajaba en la huerta, en sembrar. No sólo sembrábamos trigo, también centeno, y con el molino hacíamos harina tostada y tostábamos trigo y linaza. Antes las cosas eran más sanas, no como ahora, eran más sanas las personas, se tomaba harta leche a los pies de la vaca, harta leche con harina tostada, eso ya no se hace. También teníamos gallinas, gansos, pavos…”. A los 19 años “se enredó”, refiriéndose a que conoció a Leopoldo Uribe Ulloa, quien sería su marido. “Nos casamos y al poquito tiempo tuve a mi primer hijo. Tuve 15 chicos y 3 pérdidas. Todos seguidos, ¡peor que una gata! Los tuve a casi todos en la casa, con la ayuda de mi suegra. En el hospital cambia la cosa porque ayudan a sacar a las guaguas si no nacen, pero en la casa es distinto. Tuve un par de gemelas, nacieron de pie las dos [posición podálica], eso sí que es tormento… Las iba a tener en Puerto Montt pero no aguanté más y me vine, así que las tuve acá no más. Sufrí mucho, no sé por qué me tiene Dios viva todavía…”.

su última hija la tuvo a los 35. Ella fue la única que nació en el hospital. Es decir, sus hijos tienen cerca de 1 año de diferencia entre sí. “El principal problema era para hacer la comida y bañarlos. Los bañaba dos veces a la semana, más no, en el verano daba gusto porque después de lavar la ropa en el río todo se secaba rápido y tenía toda la ropa limpiecita…”.

El estar constantemente embarazada durante su juventud y tener tantos hijos pequeños que atender no le impedía trabajar. Todo lo contrario: Pilar nunca dejaba de moverse. Además de ocuparse de sus siembras y de la casa, que mantenía impecable, arriaba animales e iba al

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monte a buscar leña, entre tantos otros quehaceres. “Una vez fuimos a la cordillera a buscar leña, yo con 7 meses de embarazo, salimos con uno de mis hijos chicos a las 6 de la mañana, con 3 yuntas de bueyes, poniendo la correa, la cadena… Al final arriba me tomaba de la cola de los bueyes para que me jalaran, llegamos como a la mitad del volcán y luego nos volvimos, regresando como a las 10 de la noche a la casa”.

igue viviendo en Chaqueihua, en la misma casa donde crió a sus hijos. Mientras la levantaban, se las arreglaron en una construcción que albergaba un fogón, donde nacieron muchos de sus retoños, en la ceniza misma. Ahí también les tocó vivir a los mayores, acomodándose alrededor del fuego.

Cuando los hijos de Pilar crecieron ya se había instalado la Escuela de Chaqueihua, así que el trayecto a la escuela era más corto. Sin embargo, seguían yendo descalzo, en grupos grandes, con todos los vecinos del sector. Porque eran varias las familias que vivían en Chaqueihua. “Hace unos 40 años acá había una pequeña población, de cerca de 100 personas. Todos vivían del campo, en esos años se trabajaba la tierra, porque no se podía comprar frutas y verduras, era obligación subsistir de la tierra, la gente iba a moler su trigo al molino de mi padre y se llevaban sus quintales de harina… La gente era más unida, si alguien hacía un trabajo todos ayudaban, era como una minga que se hacía, ahora todo es pagado”. Para Año Nuevo o la Fiesta de San Juan, las familias se juntaban en alguno de los hogares. “Se carneaban esos tremendos chanchos. Todos los vecinos recibían su pedazo de carne, se hacían sopaipillas, milcados, la gente compartía”. Además de jugar con los vecinos, en sus ratos libres las niñas se entretenían con muñecas de trapo y los niños jugando a la pelota. Los domingos, Pilar y su marido iban a ver los torneos de fútbol. A veces llevaban a los niños más grandes, dejando a los demás en la casa. Era el único momento de la semana en que Pilar escapaba de la dura rutina. En las mañanas, cuando sus hijos se levantaban,

Pilar les tenía una olla con leche caliente, el pan recién horneado y un brasero prendido debajo de la mesa, para que se calentaran los pies. A medida que fueron creciendo, comenzaron a ayudar paulatinamente con las tareas del hogar, tales como cortar y entrar la leña, hacer astillas, ayudar en la huerta y en la siembra de papas. A los 13 ó 14 años, cuando se empezaban a interesar por salir a Hornopirén, Pilar sólo los autorizaba si dejaban en la mañana todo hecho: la cama, el aseo, la leña y la loza. Entonces, se juntaban con otros chicos y salían a dar una vuelta a caballo, pero siempre de día. Nada de fiestas.

odo esto, sin luz eléctrica. Sólo con velas. Cuando éstas se acababan, recurrían a los “chonchones”, una especie de lamparita artesanal hecha con una papa ahuecada a la que se le colocaba un fósforo o varita forrado con una huincha embetunada en manteca, que se prendía e iluminaba un rato.

“Todo era complicado, afuera puro barro, el que no tenía caballo tenía que caminar, había que hacerlo con botas de goma porque el barro era imposible. Una vez el Río Negro se llevó el puente, iba pasando un hombre con su hija, a caballo, y el río le arrebató a su hija, así era antiguamente, era difícil la situación, hasta que llegó el progreso”.

l progreso llegó, según Pilar, en 1985, cuando, con la Carretera Austral construida, arribó el primer bus a Chaqueihua. La electricidad llegó a mediados de los 90. “Entonces la gente empezó a tener una nueva vida, con la radio a corriente, la TV, la lavadora, todas esas cosas, cambió todo en un 100%”.

Pero con progreso o sin él, la de Pilar ha sido una vida plena, donde lo que más la enorgullece es su familia: “A mis niños nunca les dejé pasar una maldad, todos son respetuosos y ninguno tiene malas costumbres. Aunque pasé algunas rabias, nunca me enfermé de gravedad. Hoy tengo 59 nietos y 27 bisnietos. Me gusta que seamos una familia grande, ¿por qué no?, si no hay nada mejor que la compañía”.

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“Cariñosamente, me decían maestro Varguitas. Es que soy enemigo del egoísmo… Casi todos los que

construyen lanchas en la actualidad han sido alumnos míos de una u otra manera”.

Carlos

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a zona comprendida entre Hualaihué Estero y Hualaihué Puerto fue, por años, el centro neurálgico de la comuna. Mucho antes de que se construyera la Carretera Austral y de que Hornopirén fuera declarada capital, el movimiento se concentraba en este sector, donde se instalaron los primeros servicios públicos.

Si bien la primera oficina del Registro Civil funcionó en la isla de Llanchid, en 1917 ésta se trasladó a Hualaihué Estero, donde operó hasta 1998. Ahí llegaban personas de los más recónditos rincones, por lo general en bote o a caballo, para inscribir a sus hijos e hijas, casarse, certificar un deceso o votar. Casi 20 años después se instalaría el Retén de Carabineros y en 1970 Hualaihué Puerto recibiría a Abraham Ulloa, uno de los primeros paramédicos formales de la comuna. En Hualaihué Estero nació Carlos Roberto Vargas Maldonado, hoy de 93 años. Su padre, Bernardino Vargas Mancilla, nacido en 1878, también fue oriundo de este bello lugar costero. “Mi abuelo, Bernardo Vargas Ruiz, era comerciante y venía a comprar tejuelas. Después adquirió este campo -los dueños eran indígenas- y mi padre nació acá. Yo soy el menor de sus hijos varones”, relata este afamado constructor de embarcaciones –el más antiguo maestro de ribera vivo- y de casas de Hualaihué. Su mamá, Zoila Maldonado Maldonado, se crió en Cholgo, donde llegó junto a sus padres a los 8 años, provenientes de la isla de Huar. Eran 13 hermanos: algunos se quedaron en Cholgo, otros se fueron a El Manzano y otros a Llancahué. “Cuando era niño aquí no había casi nada, por cualquier cosa había que viajar a Puerto Montt o a Calbuco, en lancha a vela o a veces incluso a remo. Había una escuela única en Hualaihué Estero, ubicada en el mismo lugar que la actual. A esa iban niños de El Manzano, El Varal y hasta de Río Negro, Cholgo y Llanchid. Con una sola profesora, pero muy buena... Éramos como 120 alumnos”. Don Carlos llegó hasta cuarto primario, porque las casas de su familia se quemaron y “hubo que empezar a trabajar”. La familia Vargas ocupó importantes cargos públicos. Bernardino,

el padre de Carlos Vargas, fue juez subdelegado e inspector de distrito, cargo que posteriormente ocupó Carlos Vargas.

no de los hermanos de éste, Pedro Gil Vargas, fue juez de distrito, siendo su principal función informar a Carabineros de Calbuco cuando ocurría un crimen o algún problema de orden público. Además, Pedro Gil Vargas fue por mucho tiempo el oficial del único Registro Civil de Hualaihué.

Memorables para Carlos Vargas son las elecciones, cuando toda la comunidad se congregaba en esa casa, la misma que después se quemó. Pero no todo eran cargos públicos para los Vargas Maldonado. “Mi padre y mis hermanos mayores trabajaban en la madera, la llevaban a Chiloé y a Puerto Montt, y en la pesca también. Teníamos materiales, hartas redes, a veces ahumábamos hasta 2000 kilos de robalo para llevarlos a Puerto Montt en veleras. Como no había lanchas motorizadas, no podíamos llevar el pescado fresco. También trabajábamos la tierra, sembrando avena, papas, de todo”. Carlos Vargas colaboraba en estos trabajos y con el negocio de su hermano Pedro Gil, que además de ser el oficial del Registro Civil tenía un “supermercado” de campo, donde recibía las tejuelas de los alerceros de la zona, pagándoles con víveres y abarrotes. Las tejuelas se las llevaban posteriormente a vender a Chiloé, en lanchas construidas por Carlos. Porque, si bien Carlos Vargas tuvo diversas ocupaciones, la principal fue la construcción de embarcaciones. Tanto así, que no se acuerda de cuántas construyó en su vida. Sobre sus comienzos en este arte, dice: “Empecé solo, de 22 años. Éramos cuatro hermanos varones, pero yo fui el único que me dediqué a eso. Los demás me ayudaban. Dos veces viajé a Puerto Montt a remo, en botes que hice yo mismo, también llevando róbalo. Fueron viajes de como 10 horas hasta llegar a Puerto Montt, siempre a remo, y cuando había viento bueno ponía una velita. Eso fue como en los años 40 más o menos”. Cuenta que los primeros botes que hizo le quedaron

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mal hechos, pero que arreglándolos fue aprendiendo. Como no había nadie en los alrededores que le enseñara, su proceso de aprendizaje fue totalmente instintivo, por ensayo y error. Sin embargo, eso pronto cambiaría. “Para la primera lancha grande que me tocó construir trajimos un maestro, así que ahí aprendí más. Esa fue de 50 toneladas. Después tuve que andar de patrón en esa lancha y dar el examen, porque por la ley de cabotaje, las embarcaciones de más de 25 toneladas exigían un piloto que tenía que dar ese examen en la Gobernación Marítima de Puerto Montt. Había que saber muchas maniobras. En eso estuve como 3 años, hasta que tuve la oportunidad y me fui a Argentina, donde me quedé casi 6 años”. El principal objetivo de esta aventura en tierras trasandinas fue formarse en planimetría y perfeccionar su arte. “Tenía el entusiasmo pero no había estudiado, tenía práctica en navegaciones y en embarcaciones menores, pero en Argentina aprendí a desarrollar planos y a diseñarlos, a cualquier escala, para construir embarcaciones, casas, de todo”. A la vuelta, por el año 77, surgió la oportunidad de construir la “Fernando Javier”, lancha motorizada que en los 80 realizó viajes semanales entre Hornopirén, Puerto Montt y Chaitén. Por su envergadura, esta embarcación fue el mayor desafío profesional para Carlos: era de 120 toneladas y con capacidad para 80 pasajeros y 80 toneladas de carga.

i bien en general trabajaba solo, la “Fernando Javier” la construyó con la ayuda de su hijo mayor y un par de ayudantes. “Lo más difícil fue la madera. Eso lo hice yo. La quilla, de 21 metros, la fui a sacar a la isla de Llancahué, porque tenía que ser de un árbol grande –no cualquier árbol da eso-, de ahí la traje a remolque con botes… Fueron unas maniobras las que tuvimos que hacer…”.

Con el plano que había diseñado don Carlos, el dueño de la lancha, Fernando Hernández, importó desde Alemania el motor y las cadenas, entre otros elementos de esta emblemática embarcación que demoró más de 3 años en estar

lista. La última parte, es decir, la instalación de las máquinas, las dos cabinas y el forro del casco, se realizó en Puerto Montt. “Fue todo un trabajo muy bien terminado, de mucha firmeza”, comenta con orgullo.

esas alturas ya estaba casado con Teresa Cárcamo, también oriunda del sector, con quien tuvo 12 hijos. A medida que ellos crecían, Carlos Vargas siguió construyendo, desde chalupas hasta viviendas. “Las principales casas de acá las he hecho yo”, acota de pasada.

Además, siempre fue generoso con sus conocimientos. “Cariñosamente, me decían maestro Varguitas. Es que soy enemigo del egoísmo… Casi todos los que construyen lanchas en la actualidad han sido alumnos míos de una u otra manera”. Y no sólo enseñaba –y enseña- a hacer embarcaciones, sino que también a fabricar los toneles, barriles y garrafas para la chicha, al igual que ventanas, puertas, muebles, de todo.

oy, si bien dejó la construcción mayor, dice que “se sigue dando pega solo”, para mantenerse activo. Pasa gran parte de su día en el taller que tiene atrás de su casa, rodeado de sus herramientas y de restos de madera.

Ahí, habla de cómo ha cambiado su Hualaihué Estero: “Antes no había ni caminos, todo se hacía en lanchas o a caballo, ahora casi no se usa el caballo. La luz llegó el 2000, antes usábamos velas. Aunque yo tuve un equipo electrógeno de 4 kW que compré a unos amigos de Castro, para poder usar mis herramientas eléctricas -cepillo, taladro, una sierra- pero cuando llegó la luz quedó por ahí”. A esos amigos de Castro también les construyó una embarcación grande, de 70 toneladas y 19 metros. Una de las tantas lanchas veleras y motorizadas que nacieron de las manos de este hombre, que declara haberse “acostumbrado de chico a trabajar fuerte, a navegar toda la noche en lanchas veleras. No me hacía problemas y siempre he sido sano. Ahora tengo como 20 nietos y más bisnietos”.

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“Siempre me imaginé que sería lindo hacer el bien para los demás. Pese a que fui pobre, cuando tenía no me importaba dar. Por eso también me decidí a participar

como dirigenta, para hacer algo por nuestro sector”.

Eudalia

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udalia del Carmen González ha pasado los mejores y peores momentos de su vida en la comuna de Hualaihué. Oriunda del sector costero de El Manzano, su mamá fue madre soltera joven, razón por la cual la crió principalmente su abuelita. Estos 75 años de vida en la comuna han sido de perseverancia en el esfuerzo, de lucha por sobrevivir, pero también de dicha familiar y logros personales.

“Mi niñez fue muy dura, yo diría que demasiado”. Ciertamente, la de esta mujer no fue una infancia común. Rodeada de adultos, la pequeña Eudalia nunca supo de juegos, risas, hermanos, ni de compartir con otros niños. De lo que sí supo, y a muy temprana edad, fue de trabajar duro. “No tengo recuerdos de haber jugado de niña, nunca tuve tiempo, siempre hacía lo que mi mamá y mi abuela me ordenaban, trabajar… Todo el día, a pata pelada y sin descanso, con lluvia y viento”. Además de ayudar en la siembra, limpiando pescados y cuidando a los niños de las vecinas, también debía mariscar. Se despertaban a las 6 de la mañana para ir a recoger mariscos a la costa. Evoca cuando su abuelita la hacía hundir sus piececitos de niña en las cenizas aún calientes del brasero del hogar, para que resistieran de mejor manera la escarcha que cubría la arena. Eudalia dice que esto nunca sirvió. Sus pies se congelaban igual.

in embargo, no trabajar nunca fue una opción. El aislamiento propio de El Manzano les exigía vivir bajo una economía de subsistencia. Esto implicaba que todo lo que necesitaban para sobrevivir debían obtenerlo de su entorno. “Como no había tráfico y era tan difícil llegar a Puerto Montt, uno sembraba todo lo que podía crecer, teníamos una huerta, también chanchitos, gallinas, teníamos que pescar y mariscar, todo poquito, sólo lo que necesitábamos para nosotros”.

Cuando la ardua jornada llegaba a su fin, Eudalia se apoyaba en el regazo de su abuela a escuchar de su cansada voz las antiguas leyendas de El Manzano. Hualaihué tiene una rica tradición mitológica, cuyo contenido comparte, en gran medida, con Chiloé.  Así, no era extraño escuchar a los abuelitos de la comuna contar a sus nietos la historia del Camahueto, el ternero de cuerno dorado que, en su camino al mar, destruye siembras y provoca derrumbes; o la de la Ciudad Encantada y el Caleuche, entre tantas otras. Pero la historia favorita de Eudalia era la de la Sirena: “Contaba mi abuelita que, cuando ella era pequeña, en las noches de verano se podía ver  bajo la luz de la luna, a una mujer con cola de pez peinando sus largos cabellos dorados con un brillante peine de cristal. Se ponía siempre sobre la misma piedra en aquella playa de por allá, hoy se la conoce como la Piedra de la Sirena”.

udalia siempre soñó con formar una familia. Cuando se casó con Víctor Subiabre ese anhelo se hizo realidad, sobradamente. Y es que Eudalia tuvo 11 hijos, todos los cuales están vivos. Los tuvo en su casa, a los 11, incluso a sus gemelas, sin necesidad de médicos ni de hospitales. A pesar de lo que uno pudiera pensar, afirma que la crianza de sus hijos no le fue tan difícil, seguramente debido a su paciencia y a una estructurada organización familiar:

“Fíjese que yo no sé como uno se las arreglaría, pero las cosas funcionaban bien. Yo dejaba todo el día sábado destinado a mis niños, a arreglarles la ropa si la tenían descosida y a bañarlos a todos, y eso que no teníamos ni baño adentro de la casa. En ese tiempo teníamos una tremenda tinaza de madera de alerce, me la hizo mi marido con sus propias manos”. Desgraciadamente, su marido murió hace 20 años, por lo que tuvo que hacerse cargo de sus niños más

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pequeños ella sola. “La vida se me hizo muy difícil, era muy sacrificada. Pero cuando se hizo el camino, pude entrar a trabajar”. Efectivamente, con el inicio de las obras para construir la Carretera Austral en el año 1976, a todos los habitantes de la comuna de Hualaihué les cambió la vida. Antes de su construcción, la gente debía movilizarse a pie y a través de senderos escarpados y poco transitados, para poder hacer sus trámites en la capital comunal. Eudalia recuerda muy bien cómo eran esos viajes: “Yo caminaba a pata pelada por la huella cada vez que tenía que ir a Río Negro [Hornopirén]. Me acompañaba mi hijo mayor y, como no había plata, teníamos que volvernos rápido el mismo día, así que nos levantábamos a las 6 de la mañana para regresar a la casa a las 9 de la noche. Me acuerdo que llevábamos harina tostada y azúcar y cuando pillábamos un charco de agua, parábamos en el camino a hacernos un ulpo”.

a inauguración de la Ruta 7 facilitó así los traslados al interior de la comuna y la conectividad con Puerto Montt, quedando definitivamente atrás esos largos viajes en lanchas a la capital regional. “Antes de que empezaran a circular las lanchas motorizadas, cuando nos quedábamos sin cosas, teníamos que ir a Puerto Montt en una lancha velera. Era terrible, los viajes

podían durar hasta 8 días cuando no corría viento y, otras veces, nos tocaban horribles temporales, tormenta y truenos. Había veces en que nos tocaba esperar 12 días a que hubieran condiciones favorables para poder regresar a casa. Los viajes eran muy difíciles. Y pensar que ahora uno puede ir y volver a Puerto en el día, eso antes era impensable”. A pesar de las dificultades cotidianas, de tener que criar a sus 11 hijos y preocuparse de que nunca les faltara la comida en la mesa, Eudalia fue capaz de encontrar el espacio en su vida para dedicarse a algo que realmente la

motivara. Cuando llegaron de la Intendencia a proponerle que fuera presidenta de la primera Junta de Vecinos de la comuna, lo primero que dijo Eudalia fue: “¿Y qué es una Junta de Vecinos?”. Unos pocos meses después, ya se encontraba movilizando a la gente para organizar la “Semana Manzanera” y viajando a Puerto Montt a elevar una solicitud para que construyeran una mejor escuela en el sector.

omo presidenta de la Junta de Vecinos de El Manzano, Eudalia encontró su vocación. “Cuando empecé, la gente no entendía nada de lo que era una Junta de Vecinos, ni yo misma. Me decidí a participar, porque yo siempre me imaginé que sería lindo hacer el bien para los demás, lograr mejores cosas para

nuestro sector”. Y ciertamente lo logró. No sólo colaboró en la reparación de la Escuela El Manzano, sino que también impulsó la construcción de una estación médico rural en la zona. Junto con esto, organizaba convivencias, onces recreativas para los niños e, inclusive, hacía donaciones a los vecinos de la comunidad. “Yo fui pobre, pero cuando tenía no me importaba dar. Nos gustaba sembrar harta verdura, o hacer chicharrones y manteca; uno así siempre se las arreglaba y nos alcanzaba para darle un poco a quien más lo necesitara”. Eudalia sólo llegó hasta segundo básico en la escuela, no tuvo estudios profesionales de ningún tipo y apenas sabe escribir y leer, sin embargo, todo lo que hizo por su familia y lo que logró para su comunidad la llenan de un hondo sentido de satisfacción personal. “Me siento profundamente feliz de todo lo que logrado a pesar de no haber tenido estudios. No me da vergüenza decirlo, porque antes no teníamos la posibilidad de estudiar como ahora, teníamos que trabajar. A pesar de eso yo me siento más capaz y con más coraje que una persona de letras y con los tremendos estudios”.

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“Trabajé en muchas cosas, pero siempre fui porfiado y trabajé solo, nunca quise ser mandado por nadie, los

jefes tratan harto mal al obrero, pasé muchas rabias viendo eso”.

Juan Bautista

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añihueico quiere decir aguas claras”, dice Juan Bautista Vargas Uribe, más conocido como Don Bauche, sobre la localidad que lo vio nacer, crecer y trabajar en los más diversos oficios: agricultor, maestro de ribera, carpintero de casas y ganadero, entre otros.

A sus 88 años, es una de las personas que mejor conoce la historia del sector norte de Hualaihué. “Los nativos aquí no se distinguían por apellidos, sino que se ubicaban por el lugar, hay un río que tiene las aguas muy claras, el del puente, así que por el nombre del río se conocían ellos. En Contao, ahí donde están los dos puentes, el de Contao y el Zambo, ahí vivió un tal Claudio Llan Llan, y ahí adentro Pablo Quinchamán, esos fueron los primeros habitantes de por acá, hace 100 años atrás más o menos. De ahí ya empezó a llegar otra gente”. Su abuelo, Manuel Jesús Vargas Vargas, llegó desde Calbuco a la localidad de Contao, para trabajar en el Fundo Contao, propiedad de un tal Nicolás Barceló, “un caballero de Valparaíso”. “Era un tremendo fundo, desde Contao hasta Puelche, con animales, caballos, de todo tenía…”. En Contao nació su papá, Manuel Segundo Vargas Gallardo, quien de adulto sería mueblista y constructor de ribera. Uno de sus encargos fueron los altares de la iglesia de Llaguepe, en el Estuario del Reloncaví. Ahí conoció a quien sería su señora, Juana Uribe Hernández. Oriunda de Mailen, Chiloé, fue la primera profesora que enseñó en la escuela de esa localidad. Se casaron y trasladaron a Mañihueico, al mismo sitio donde vivía el abuelo de Don Bauche desde sus tiempos en el Fundo Contao. “El señor Barceló le dijo al abuelo que venga acá, que haga su casa y viva acá, y aquí mismo llegó mi papá con mi mamá después. Era un terreno de 50 hectáreas que mis padres comenzaron a trabajar a pulso, porque no habían máquinas. Haciendo mingas se ayudaba la gente entre sí. Así hicieron el campo, compraron animales y empezaron a vivir tranquilos. El papá se ganaba el pan para sus hijos haciendo altares, muebles y lanchas”. Fueron 7 hijos: 4 hombres y 3 mujeres. Habiendo nacido en 1925, Don Bauche fue el menor de la familia. Sobre

las condiciones de vida durante su infancia, comenta que “aquí la vida era muy difícil, por ejemplo para viajar a la ciudad, al fuerte Calbuco, había que ir con lanchas a vela y en ocasiones a remo. En viajes de 3 a 4 horas con el viento a favor y de días si estaba malo. Aunque a mí me gustaba andar con temporal, porque la lancha se movía rápido… Claro que había que refugiarse a veces en las islas si estaba muy malo”. Al igual que en el resto de la comuna, la economía era de sobrevivencia. Las lanchas veleras se iban cargadas de tejuelas de alerce, corderos y leña para vender, volviendo los sacrificados colonos con víveres como azúcar y hierba mate para unos cuantos meses. Todo por mar, porque de caminos, ni hablar. “No había sendas, nada, para ir a Contao había que ir por el lado de la playa, porque era difícil cruzar los ríos con tiempo malo, ahora no hay nada difícil, en un rato está uno en Contao; y al mismo Río Negro [Hornopirén], uno va y vuelve en el mismo día”. La primera escuela de Mañihueico se instaló en el mismo campo de los Vargas Uribe, en una casa que el padre de Don Bauche arregló y donó. Eso fue en 1937. Ahí funcionó cerca de 2 años, hasta que se instaló en la ubicación actual, al lado de la iglesia de Mañihueico. “El señor José Vargas donó su casa para crear la escuela ahí donde está ahora. Yo estuve un año en la escuela de Mañihueico cuando estaba en nuestro campo y luego un año en Quillaipe, a 20 km de Puerto Montt”. Luego volvió a Mañihueico, pero no fue a la nueva escuela, pues consideraba que la profesora era “rara y copuchenta”. A partir de entonces, su mamá prosiguió con la educación de Don Bauche en casa. De manera paralela, al igual que todos los niños y niñas de antes, Don Bauche colaboraba con las tareas del hogar y trabajaba en el campo. A la hora de distenderse, su pasatiempo preferido era el deporte: el fútbol y montar a caballo. “Tuve muchos, pero entonces no había carreras como ahora. Galopaba solo por la playa, o por donde fuera. Me encantaba”. Pero los caballos no eran sólo diversión. Ya que no había caminos, y menos vehículos, estos animales eran, junto con los distintos tipos de embarcaciones, uno de los principales

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medios de transporte. “Una vez, de más grande sí, me tocó ir a Hualaihué Estero a votar. Fui a caballo, salí en la mañana y llegué casi a las 5 de la tarde allá, y qué caminos más malos, por la playa iba, esperando que bajara la marea para poder continuar… En Lleguimán, donde está la subida, era pura piedra volcánica, difícil… Pero así era la vida”. Don Bauche nunca dejó de cumplir con este deber ciudadano. Más tarde, cuando se comenzaron a realizar votaciones en Rolecha, le tocó ser apoderado en varias ocasiones, sin faltar ni una sola vez. Siendo adulto, Don Bauche incursionó en la construcción de ribera, en la carpintería de casas, como mecánico para BIMA, entre otras labores. “He hecho muchas lanchas veleras y también motorizadas, pesqueras, hice mucho de eso, botes también, todavía hago. Así muchas cosas… También tuve una lancha, para viajar a Puerto Montt y en la que salíamos a pescar con un hermano, a veces nos iba bien, a veces mal, ahí eran puros gastos. Claro que en el tiempo de la merluza todo el mundo ganaba, sacaban 100, 200 kilos de merluza y vendían a $1.300 el kilo, eso sí que era plata… Claro que la mayoría no guardó su plata, igual que con BIMA. No pensaron que podía terminar”. Su máxima era la independencia. “Siempre fui porfiado y trabajé solo, nunca quise ser mandado por nadie, los jefes tratan harto mal al obrero, pasé muchas rabias viendo eso”.

demás, Don Bauche siempre trabajó su tierra. “Acá nadie compraba harina, porque sembrábamos el trigo, con yuntas. También sembrábamos avena, de todo… El trigo se iba a moler a Ilque, Huelmo o Quillaipe, donde estaban los molinos. Uno llevaba 10 sacos de trigo y te daban 1 quintal de harina y afrecho, para hacer crecer a los chanchos”.

Las relaciones entre los vecinos, así como las formas de pago, eran muy diferentes a las actuales: “Todos se ayudaban entre sí. Si uno no tenía bueyes, el de al lado te prestaba. Ahora, en cambio, todos trabajan solos, cada cual por su cuenta. Antes, a la gente que no tenía siembras propias se les pagaba en papa, 3 almudes de papa por un día de trabajo… Es que la papa sobraba,

de un saco de semillas de papas salían 15 ó 20 sacos de papa, y sin mucho abono. Hoy, por más que se abone, tampoco da, además del famoso tizón que llega y ‘bum’, todo mal...”. No sólo en Mañihueico se trabajaba fuertemente la tierra, sino que en todo Hualaihué, y también en la vecina comuna de Cochamó. “Conocí Río Puelo, Llaguepe, Ralún, todos esos sectores por ahí. La gente vivía más aislada, porque habían barcos cada 15 días, pero tenían enormes siembras de trigo, de avena, animales, miel, de todo, en Llanada Grande por ejemplo estaban los famosos Gallardo que tenían cualquier cosa, la gente iba a trabajar para allá. Incluso teníamos máquinas desgranadoras a pulso, que tenían que usarse entre 4 hombres, ahí trillaba uno en un día, sembrábamos algo, después íbamos a otra parte, hasta Contao íbamos. En Aulen había otra máquina. La que teníamos nosotros incluso la renovamos y la hicimos andar a motor ahora, no más a pulso. También tenía un arado, que guardo hasta ahora”. Según Don Bauche, debido a la deuda que BIMA adquirió con el fisco una vez que quebró, durante el Gobierno Militar se expropiaron 1.500 hectáreas de terreno a esta empresa. Los habitantes que solicitaron terrenos y que los trabajaron, los obtuvieron, siendo Don Bauche uno de ellos. “Me dijo el ingeniero que vino que hiciera la senda y el terreno quedaba a nombre mío, así que tengo harta tierra que trabajar. Tengo plan de manejo para sacar leña, también para sacar alerce muerto, pero me cabreó el alerce, cuesta mucho trasladarlo”.

n el futuro esta tierra la heredarán sus sobrinos, porque Don Bauche no se casó ni tuvo hijos. “Es muy difícil vivir casado, no estoy arrepentido. Razones me sobraron para no haberme casado”.

Sobre Mañihueico, el lugar donde siempre ha vivido, dice que “se mantiene ahí no más, porque últimamente no ha habido muchas industrias. Además, las leyes son muy diferentes ahora, no es como antes, ahora para hacer madera hay que tener un plan de manejo y un lote de cosas que antes no se pedían. No todos están para eso, la gente marisca, pesca, vive el día a día. Y cuando vienen industrias van a trabajar ahí y se olvidan de todo lo otro”.

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“Antes no teníamos idea de lo que pasaba en el mundo. La primera radio que se conoció fue la de don Pedro Maldonado, en los 60. La ponía a todo parlante para que la gente se informara. Ahora, ¿qué pobre no

tiene una radio o una tele?”.

Olga

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ornopirén es la capital comunal de Hualaihué. Actualmente es un pueblo de cerca de 4.000 habitantes, que cuenta con electricidad, agua potable, Internet, telefonía móvil y fija. Avances que fueron llegando poco a poco, a partir del gran impulso que significó el

comienzo de la construcción de la Carretera Austral hacia 1976, la conformación de la comuna de Hualaihué el 21 de septiembre de 1979 y la llegada de la industria salmonicultora en los años 80. Sin embargo, hacia 1931 el panorama era radicalmente distinto. Una de las personas que mejor describe lo que para entonces era Hornopirén es Olga Paillán Hueicha. Esta matriarca del sector del Lago Cabrera, donde dio a luz a 13 hijos −7 de los cuales murieron a corta edad debido a diferentes enfermedades- relata con total lucidez lo que vio a su llegada a esta tierra, con los curiosos ojos de una niña de 3 años: “Vinimos con mis padres José Diego Paillán Peranchiguay y Amelia del Carmen Hueicha Leviñanco y mi hermano Antonio, entonces de un año, desde Caguach, Chiloé. Fuimos recibidos por Isaac Pérez Ampuero, que también fue de Chiloé y estaba casado con Beatriz Villarroel Gallardo. Ella era hija de Rubesindo Villarroel y nieta de Domingo Villarroel. También estaba la familia de Pacífico Leiva, quien ya tenía nietos adultos. Los Leiva vivían allá arriba por Chaqueihua. En Cuchildeo vivían José María Marín y Lorenza Llancapani”. Aquel Domingo Villarroel que menciona Olga Paillán fue el dueño del fundo Colimahuidán, que abarcaba toda la zona de Río Negro - Hornopirén. Según datos recabados por la familia Paillán, Bernardo O’Higgins le entregó una concesión de la merced al indio Pilcul. Pilcul tuvo cuatro hijos, cada uno de los cuales se quedó con una porción de la merced: uno en Rolecha, otro en Hualaihué, otro en Pichicolo y el último en Río Blanco o Colimahuidán. Éste le vendió su parte a un alto almirante de la Armada, Alfredo Mancilla, quien a su vez le vendió el fundo a Domingo Villarroel. A pesar de la precariedad con que allí se vivía, nunca les faltó la comida. “Cuando llegamos se sembraba de todo: trigo, avena,

papas por montones… También había montones de animales: vacas, ovejas, chanchos... Mucho más que ahora. Se hacía queso, mantequilla... Isaac Pérez y Beatriz Villarroel, que fueron igual que una familia para nosotros, le dieron a mi padre 8 vacas paridas para que nos alimentara. Ellos en vez de agua tomaban leche de vaca”, dice Olga Paillán mientras mira la lluvia por una de las ventanas de su casa, donde vive con Francisco –el único de sus hijos varones que sobrevivió-, su hija Laura y algunos de sus nietos. La vida de Olga Paillán y de su familia fue ardua. “Crecimos con grandes sacrificios. Con mi hermano Antonio a corta edad ya ayudábamos a mi papá y a don Isaac, descalzo, a trabajar en un bosque de ciprés que había por allá atrás. Cuando nosotros llegamos la Escuela Nº 50 llevaba un año funcionando. Nosotros llegamos hasta tercero básico. El que tenía mandaba a sus hijos para afuera, pero nosotros no pudimos. Gracias a Dios mi papá sabía mucho –se instruyó con libros- y nos enseñó todo”. Aquella primera escuela era una “mediagua” que había sido donada, junto con el terreno, por Gabriel Villarroel, uno de los hijos de Domingo Villarroel. Algunos años después, la comunidad se organizó para construir una escuela más grande, con dos salas de clases, una oficina y un pasillo o hall grande. Tanto la más antigua como la que le siguió, estaban emplazadas donde hoy está el Liceo Hornopirén, a un costado del antiguo retén de Carabineros, inaugurado en 1938. “Luego me hice mujer, vino mi marido, Eduardo Toledo Ascencio, de Los Muermos, nos casamos y formamos familia, todo sufridamente...”.

a madera fue el principal sustento de la familia conformada por Olga Paillán y Eduardo Toledo. El patriarca trabajaba en los faldeos del Volcán Hornopirén confeccionando basas y tejuelas de alerce y su familia lo ayudaba a bajar las tejuelas a caballo, llevándolas donde Pedro Maldonado, quien

las compraba e intercambiada por mercadería: harina, abarrotes, etc. Luego, desde su embarcadero de la costanera de Hornopirén, donde actualmente está el Hotel Hornopirén, él llevaba la madera en su lancha, la “Marta Ester”, a Puerto Montt, Chiloé y Chaitén.

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lga, además de ocuparse de su huerta y de las labores de la casa, trabajaba activamente en el alerce. “Iba con 3 caballos al monte para bajar las tejuelas, bajando 100 tejuelas por caballo, 50 por lado. Ese saber lo había extendido don Eudulio Antiñirre, que tenía muchos caballos. Claro que

los primeros años, cuando aún no teníamos caballos, las bajaba al hombro. 25 tejuelas al hombro si eran livianas y entre 18 y 20 si eran pesadas. Eran tejuelas largas, de 63 pulgadas. Eran muchas las mujeres que hacían eso, no sólo yo. La mayoría había venido de Chiloé…”. Otras labores eran escarpar los troncos debajo de la tierra, sacando los “cudes” (alerces enterrados) y ayudar en la confección de las tejuelas. Debido a la dedicación que requería este trabajo familiar, para sus hijas mayores fue difícil ir a la escuela, la misma Nº 50 que, por lo demás, se encontraba a aproximadamente 5 km de distancia, los que recorrían “a patita pelada” por el barro, la lluvia y la nieve. A este duro trabajo había que sumar el aislamiento extremo en que se encontraba Hualaihué, aspecto que encrudecía aún más la vida. Como no había caminos, la movilización al interior de la comuna era a pie, a caballo, o por mar. Para salir a Puerto Montt, Calbuco o Chiloé, la única opción era el mar. Las primeras embarcaciones fueron los bongos o “palos ahuecados”, en los que, según recuerda Olga, se llevaba a los difuntos a Llanchid cuando todavía no existía el cementerio de Hornopirén, el que se fundó en 1934. Luego comenzaron a llegar los barcos de la Empresa Marítima del Estado. “Los primeros barcos, que en un principio funcionaban con leña de tepú, salían de Puerto Montt y pasaban por Rolecha, Hualaihué, Llanchid, Río Negro, volviéndose a Puerto Montt pasando por Llancahué, Ayacara, Buil, Chumildén, Chala, Chulín y Achao. Estos barcos por lo general se turnaban para hacer los viajes y cada 15 días se veía uno en la comuna de Hualaihué”. Posteriormente empezaron a operar las primeras lanchas a motor para el transporte de pasajeros y de carga, que hacían el recorrido entre las distintas localidades de la comuna y Puerto Montt cada 8 días. No hay quién no mencione aquellos

tortuosos viajes y la larga espera que debían hacer en Puerto Montt para volver a la comuna, días en los que tenían que gastar dinero en alimentación y pensión si no contaban con parientes o amigos que los recibieran en esa ciudad. También Olga y su familia padecieron esos viajes, ahora inconcebibles. “Como antes no había negocios, la gente que tenía animales suficientes llevaban sus 3 ó 4 animales a Puerto Montt en el barco, los vendían allá y con esa plata traían sus abarrotes, pero para ellos, no para vender, entonces cada persona se las tenía que arreglar sola”. Enterarse de lo que sucedía afuera de la comuna era otra dificultad: “La primera radio que se conoció fue la de don Pedro Maldonado, en los 60. La ponía a todo parlante para que la gente se informara. Y ahora, ¿qué pobre no tiene una radio o una tele? Antes no se conocía nada…”. Respecto a las diferencias entre el Hornopirén de antes y el de ahora, Olga dice que “es mucho el cambio que ha habido. Hornopirén fue avanzando poco a poco. El 34 se creó el cementerio, en un terreno que también había donado Gabriel Villarroel. Mi abuelito Bautista Hueicha fue el primer deudo. Vino en amor de su hija, mi madre, e hizo su hogar acá, falleciendo el 20 de mayo del 34. Vinieron de todas partes al velorio, y eso que no había radio ni nada, y entonces mi papá dijo que enviáramos la solicitud a Puerto Montt para crear el cementerio, saliendo adelante. Así fuimos creciendo, se hicieron los primeros puentes sobre los ríos, el crecimiento del colegio, y así”.

oncluye expresando, con lágrimas contenidas, que “amo esta tierra, pero el sufrimiento fue mucho en mi vida. Lágrimas de sangre he botado por mis hijos, especialmente por los 5 varones y las 2 mujeres que tengo bajo tierra. Cuando algo les sucede es la sangre de uno la que llora. Pero de todas formas agradezco a Dios. A mis 84 años me encuentro bien y feliz, porque tengo mi casa, mis cosas...”.

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“Salieron todas mis guaguas antes de tiempo, así es cuando uno no se cuida. Ahora las mujeres se van a Puerto Montt,

pero antes no, todo era en el campo con las parteras. A Dios gracias, casi todas las mujeres se salvaban”.

Rosalba

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omo la de muchas otras mujeres de Hualaihué, la de Rosalba Cárcamo Ascencio ha sido una vida de esfuerzo y sacrificio. Oriunda del sector de El Varal, esta mujer, que nunca pensó que llegaría a vivir tanto, recuerda los principales episodios de sus 98 años de vida con una inmensa alegría

y con una precisión asombrosa. “¡Yo que pensaba que mi madre, que murió a los 77 años, había vivido mucho! Ya le gané por 20 años, así que aquí estoy, a poco de cumplir los 100, apenas puedo caminar, no veo nada, pero mi memoria está intacta”. Su padres fueron de los primeros colonos de El Varal. Provenientes del sector de Piedra Azul, en la provincia de Llanquihue, se establecieron aquí con la intención de trabajar la tierra y extraer el alerce de los montes aledaños, la misma razón que motivó a muchos otros a trasladarse a la zona. Pero la extracción del alerce no era un trabajo sencillo y, por lo tanto, exigía que todos los miembros de la familia colaboraran en esta ardua tarea. “Nosotros éramos 10 hermanos y desde que tengo memoria me veo trabajando con ellos, bajando unos palos enormes de alerce del monte. También ayudábamos a mi papá en las demás tareas, se sembraba papa, trigo y verduras. De hecho, cuando llegábamos a la casa de la escuela, nos íbamos derechito a trabajar. Es lo que nos tocó no más, yo no me quejo”.

osalba cuenta que a pesar de lo aislado del lugar y la pobreza en la que vivían, no le faltó la oportunidad de educarse. Con sus hermanos caminaban descalzos a la escuela de Hualaihué Estero. Allí, dice haber recibido una excelente educación gracias a los esfuerzos de su profesora normalista. “La vida no era

fácil cuando éramos niños, recuerdo que nadie en mi clase tenía zapatos, ni el hijo de la profesora ni el hijo del oficial civil. Pero igual aprendíamos bien. Cuando mis nietos empezaron a ir a la escuela yo los ayudaba a estudiar, y ahí me di cuenta de que lo sabía todo… Mi profesora nos debe haber enseñado muy bien”.

los 14 años sus padres la enviaron a hacerse cargo de una tía mayor que vivía sola en Calbuco. Estuvo 5 años completos dedicados al cuidado de la anciana. Cuando ésta falleció, Rosalba regresó a su querido Hualaihué. Estaba resuelta a vivir en casa de sus padres, a trabajar con ellos la tierra y a no casarse jamás. Se

los dijo una tarde tomando el té en la mesa familiar. Los hombres que conocía no cumplían con sus expectativas y no estaba dispuesta a casarse con alguien que no la tratara bien: “Yo decidí que no me quería casar, el matrimonio no era para mí”. Quiso el destino que, a los pocos días de haberle comunicado a sus padres su categórica decisión, tocara a la puerta una verdadera comitiva familiar cuyo objetivo era pedir la mano de Rosalba para su hijo mayor. “Entraron los vecinos, eran los papás del señor de al lado. Venían con los abuelos y los padrinos. Cuando entraron y me dijeron a lo que venían casi me dio un ataque. Yo lo conocía al hombre, era mi vecino, pero yo le decía ‘don’ porque era 10 años más viejo que yo, qué iba a imaginarme que me iba a pedir matrimonio”. Su madre se la llevó a un rincón de la casa y la hizo entrar en razón: “Mi mamita me dijo que si un hombre va a pedir la mano de una mujer y ésta le dice que no, tiene mala suerte para siempre. Y si hay algo que yo no quería era estar ‘malagüeriada’ de por vida, así que terminé diciendo que sí”.

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los 19 años de edad Rosalba contrajo matrimonio con José Miguel Ojeda, de 30. Parece que los designios de su madre resultaron certeros, porque Rosalba tuvo un matrimonio feliz y tranquilo. “Yo lo quise mucho porque era un hombre bueno. No tomaba ni fumaba y jamás me dio un palmazo… Y

eso que yo ponía a prueba su paciencia. Yo pensaba, cuando me casé, que mi suerte no iba a ser favorable, pero me equivoqué, porque terminé con una persona excepcional”. Rosalba y José Miguel tuvieron 4 hijas, pero sólo una sobrevivió. 2 fueron abortos espontáneos y la tercera nació prematura, sin embargo, debido a las condiciones de aislamiento propias de la comuna, ésta no recibió la atención médica requerida para mantenerse con vida. “Tenía 7 meses de embarazo cuando nació mi guagüita apurada”. Un vecino le pidió que le tostara unos sacos de trigo para hacer harina tostada en la tradicional cayana que se usaba en esos tiempos. Se trataba de una inmensa fuente de fierro atravesada por un palo cilíndrico de pesada madera de dos metros de largo, el cual debía moverse enérgicamente para tostar el trigo. El enorme esfuerzo que hizo Rosalba adelantó su trabajo de parto. “Después de hacer tres almudes de trigo tostado llegué a mi casa sintiéndome mal. La guagua no aguantó más y trató de salir. Yo casi me muero. No sabía que al hacer ese trabajo brutal me iba a pasar eso. Cuando nació no lloraba ni respiraba y pensé que estaba muerta, pero cuando la partera la vio dijo que estaba viva y que estaba falleciendo”.

ctualmente, todas las mujeres embarazadas de la comuna se trasladan a Puerto Montt a más tardar a las 37 semanas de gestación, ya que los centros de salud de Hualaihué no están preparados para atender las complicaciones que pueden presentar algunos partos. La mayoría de

las madres viaja a la capital regional y se queda en una casa de acogida o de un familiar a la espera de dar a luz. Rosalba no tuvo esta oportunidad. “Siempre pienso que si yo hubiera estado en el pueblo [Puerto Montt], quizás le hubieran salvado la vida a mi hijita, aquí no había quién. Yo sé que hay guaguas que nacen de 7 meses y viven, pero cuando están en manos de médicos. Esa fue la realidad que a uno le tocó vivir, qué se le va a hacer”.

oco tiempo después, a Rosalba le tuvieron que sacar el útero debido a un quiste. Dice que la operación se la hizo en una clínica privada de Puerto Montt y que para costearla le bastó con vender una vaca, “eran otros tiempos aquellos, lo que teníamos en el campo nos alcanzaba para tener salud y comida”.

Tras esto, se dedicó por completo a criar a su única hija y a trabajar el campo con su marido. Eran varias hectáreas que limpiaron y sembraron, pero que unos 20 años atrás fueron divididas y pasaron a manos de otras personas. “Nosotros trabajamos toda esa tierra con el sudor de nuestra frente, teníamos una pampa grande, teníamos vacunos, una huerta y a veces sembrábamos hasta una hectárea de papas. Pero como nunca hicimos los trámites ni sacamos los papeles, nos tuvimos que ir. Menos mal que mi marido no alcanzó a ver eso, quiso Dios que él muriera en el terreno que él mismo limpió”.

uego de la muerte de José Miguel, Rosalba enfermó gravemente, por lo que su hija y nieto la acogieron en su hogar. A pesar de haber tenido una sola hija, es querida y admirada por su gran descendencia. Son 7 nietos y 16 bisnietos que la visitan con periodicidad, escuchan con fascinación sus historias de antaño y se sienten profundamente orgullosos de esta valiente mujer patagona.

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Desde el 2008, el equipo de Revista La Tejuela, el único medio escrito de Hualaihué, ha realizado un fuerte trabajo de investigación en torno al patrimonio inmaterial de esta comuna. Son muchas las personas que hemos entrevistado a lo largo de estos años, todas las cuales han contribuido, de una u otra manera, con este proyecto. Por ello, damos las gracias a todos aquellos habitantes de Hualaihué que nos han recibido en sus casas, invitándonos a un mate y a unas tortillas y, lo más importante, que han compartido su vida y su mundo con nosotros. Agradecemos especialmente a nuestros 10 testimonios: Felicita, Nibaldo, Sinforosa, Gastón, Pilar, Carlos, Eudalia, Juan Bautista, Olga y Rosalba, por esas largas conversaciones y por haber accedido a ser los protagonistas de este libro. Al historiador Fernando Ramírez y a los antropólogos Marco Tamayo y Pamela Barrientos, cuyas investigaciones nos ayudaron a enmarcar las experiencias de nuestros entrevistados en el contexto histórico y cultural de Hualaihué. Gracias también a Pablo Santa María por contribuir, con sus fotografías, a darle vida a este libro. Y al Fondo de Actividades Culturales Regionales 2% FNDR 2012 del Gobierno Regional de Los Lagos, con el que se financió este proyecto.

Agradecimientos

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Marian Zdenka Zink Papic

Periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Reside desde el 2008 en Hualaihué, fundando y dirigiendo el primer y único medio escrito de esta comuna: Revista La Tejuela. A través de esta revista, ha indagado en la cultura y la historia de Hualaihué y del sur de Chile en general, llegando a publicar ediciones de hasta 14.000 ejemplares, abarcando las regiones de Los Lagos y Los Ríos. Al momento de publicarse este libro se habían editado 23 números de Revista La Tejuela, a través de los cuales se difundieron noticias e informaciones relevantes para la población de Hualaihué y alrededores. Entre el 2009 y el 2012 se desempeñó también como periodista de la Municipalidad de Hualaihué. De manera paralela ha gestionado y ejecutado diversos proyectos culturales, lo que la han convertido en un importante actor del desarrollo cultural de esta comuna y de los sectores aledaños.

Flavia Pía Labbé Salza

Licenciada en Humanidades y titulada de Profesora de Historia en la Universidad Adolfo Ibáñez. Casada con dos hijos, residió en Hualaihué entre el 2009 y el 2011 y, desde el año 2012 hasta la fecha, en Chaitén. En ambas comunas se ha dedicado a promover la cultura a través de la postulación a distintos fondos concursables, con los cuales ha buscado, especialmente, contribuir con la formación cultural y facilitar el acceso a la lectura y al arte a los niños y niñas de la zona. Ha colaborado de manera activa con Revista La Tejuela, escribiendo artículos y desarrollando diversas propuestas y proyectos editoriales.

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Bibliografia

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Esta primera edición, en 500 ejemplares, deMi Rostro, Una Mirada

La Historia de Hualaihué a través de su Gentede

Marian Zdenka Zink Papic y Flavia Pía Labbé Salza,se terminó de imprimir en Valdivia en mayo de 2013,

en los talleres de Imprenta América Ltda.,(63) 212003.

Contacto:

Marian Zink [email protected]

Flavia Labbé [email protected]

Todos los derechos reservados.

© Labbé y Zink, 2013.ISBN: 978-956-351-918-1

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Este libro está centrado en las historias de vida de 10 sureños ejemplares. 10 bellos rostros ajados por el tiempo y el duro trabajo del campo. 10 profundas miradas que reflejan vivencias íntimamente ligadas al mar, el bosque, la lluvia, la familia y el calor del hogar. 10 relatos acompañados de maravillosas fotografías que, en definitiva, insinúan lo que ha sido la sacrificada experiencia de cientos de hombres y mujeres que han escogido este escondido rincón al sur de nuestro país, la comuna de Hualaihué, como el lugar donde sentar raíces.