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Felicísimo Martínez Diez Cristianos en el mundo

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Reflexion teologica sobre el compromiso cristiano. Editorial san esteban, salamanca - 2004.

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Felicísimo Martínez Diez

Cristianos en el mundo

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Del mismo autor, en editorial San Esteban:

- Domingo de Gnzmán, evangelio viviente, 374 pp. - Teología fundamental. Dar razón de la fe cristiana, 2."

edic, 280 pp.

FELICÍSIMO MARTÍNEZ DIEZ

EL COMPROMISO CRISTIANO

Cristianos en el mundo

EDITORIAL SAN ESTEBAN SALAMANCA

© Felicísimo Martínez Diez © Editorial San Esteban, 2004

Apartado 17 - 37080 Salamanca (España) Teléfonos: 34 / 923 21 50 00 - 923 26 47 81 Fax: 34 / 923 26 54 80 E-mail: [email protected]

-Htlp: edsanesteban.dominicos.org

Diseño de cubierta: Helvética Edición y Diseño

ISBN: 84-8260-143-1 Depósito Legal: S. 342 - 2004

Printed in Spain

Imprenta Calatrava, S.C.L. Pol. Ind. «El Montalvo» I, pare. 19 E Teléf. 923 19 07 00 - Teléf. y fax 923 19 02 13 E-mail: [email protected] http: //w\vw.imprentacalatrava.com 37008 Salamanca

I INTRODUCCIÓN

EL COMPROMISO DE LA FE

Cuando los responsables de esta colección "trazos" soli­citaban mi colaboración me indicaban que los destinatarios de esta serie de libros eran "aquellos laicos comprometidos con su fe y que quieren profundizar en la misma". Habrá que comenzar, pues, aclarando los términos. ¿Qué significa exactamente "laico (cristiano) comprometido"? ¿Será posi­ble que haya laicos (cristianos) "no comprometidos"? ¿Qué es exactamente el "compromiso cristiano"?

Los responsables de la colección señalaban acertada­mente la problemática relacionada con algunos conceptos o aspectos básicos de la fe y de la vida cristiana. Y me decían en una carta: "Algunas personas se sienten confundidas y desorientadas en su fe, porque no encuentran cuál es el sen­tido de algunos conceptos que fueron fundamentales en la educación religiosa recibida. Unos tienen la impresión que las cosas han cambiado tanto en la Iglesia que, en la prác­tica, se ha prescindido de estos conceptos centrales. Otros no saben qué responder cuando personas de su entorno les preguntan por su significado. La mayoría no perciben la relación de esos conceptos con la experiencia humana tal y como es entendida por nuestra cultura en esta altura de la historia".

¿Es este el caso del concepto que vamos a desarrollar: "el compromiso cristiano"? ¿Qué queremos decir cuando hablamos de "cristianos comprometidos" o "cristianismo comprometido" o "compromiso cristiano"? ¿Añade algo el adjetivo "comprometido" al sustantivo "el cristiano"? ¿Aña­de algo el adjetivo "cristiano" al sustantivo "compromiso"? ¿Puede haber un cristianismo auténtico sin compromiso, no

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comprometido? ¿Ha desaparecido la referencia al compro­miso cristiano en estos t iempos eclesiales en los que el énfa­sis se pone en lo gratuito y en lo carismático? ¿Tiene algu­na relación el compromiso cristiano con la experiencia humana en este momento cultural?

Los sentidos del término compromiso

El núcleo de la vida cristiana es la fe en Cristo como revelador y salvador, como mediador único y definitivo de la revelación y de la salvación. La fe no es algo visible, y sin embargo es lo más característico y específico del cristiano. Esa fe en Cristo es exclusiva y propia del cristiano. Es lo que configura la experiencia y la cosmovisión cristiana. La fe proporciona un mundo de sentido, una nueva visión de las cosas y de la propia vida. La fe proporciona a los cristianos la motivación última y más específica de todas las prácticas y de todos los compromisos verdaderamente cristianos.

Ciertos compromisos y prácticas cristianas reciben el calificativo de "cristianos" porque son realizados por per­sonas cristianas, personas que creen en Jesucristo y orien­tan su vida y su acción de acuerdo con la fe cristiana.

Una persona contribuye a la construcción de este mun­do trabajando en el campo en tareas agrícolas, y no sabe­mos de entrada si es un monje crist iano o s implemente un no cristiano. En el pr imer caso, ese trabajo agrícola puede ser l lamado perfectamente "compromiso cristiano". En el segundo caso no tendría sentido hablar de "compromiso cristiano". Si así sucediera, hasta la misma persona se sen­tiría sorprendida y quizá hasta ofendida. Y, sin embargo, se t rata del mismo trabajo. Sólo cambia la condición existen-cial del sujeto que lo realiza y quizá la intención o la moti­vación, la finalidad última y el sentido final que se atribu­ye a ese trabajo.

Dos jóvenes trabajan en la misma ONG o en el mismo Comité Internacional para la defensa de los derechos huma­nos de los emigrantes. Uno es creyente cristiano y trabaja motivado y an imado por su fe en Cristo Jesús. Conside­ramos su trabajo "compromiso cristiano". El otro no es cris­t iano. Sus motivaciones para ese compromiso no están

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dadas por la fe cristiana. Ya no tiene sentido calificar su tra­bajo como "compromiso cristiano". Y, sin embargo, se trata del mismo trabajo, en la misma ONG, en el mismo Comité Internacional, con la misma finalidad inmediata: defender los derechos humanos de los emigrantes. ¿Qué hace que el trabajo del primero sea considerado "compromiso cristiano" y el del segundo no? ¿El trabajo en sí? ¿La intención? ¿La motivación? ¿O simplemente el hecho de que el primer joven es cristiano y el segundo no?

No estábamos muy acostumbrados a l lamar "compro­miso cristiano" a las prácticas relacionadas con la justicia, la paz, los derechos humanos , la ecología... Aún más en tiempos no muy lejanos apenas se hablaba de "compromi­so cristiano". Se hablaba sobre todo de "obras de miseri­cordia". Pero, en t iempos más recientes son precisamente esas áreas relacionadas con la justicia, la paz, los derechos humanos , la ecología... las que son consideradas propia­mente como ámbitos preferentes del compromiso cristiano. En muchos ámbitos eclesiales se habla de cristianos com­prometidos sobre todo cuando se trata de cristianos impli­cados en la lucha por la justicia, la paz, los derechos huma­nos, la ecología... Las obras de misericordia, ¿no son compromiso cristiano? Las obras de la justicia y la paz, ¿no son también obras de misericordia? ¿Estamos claros en lo que queremos decir cuando hablamos de compromiso cris­tiano o de cristianos comprometidos?

Compromiso, testimonio y vivencia de la fe

La fe cristiana es una le comprometida. Y lo es hoy en un doble sentido, positivo y negativo.

En sentido negativo decimos hoy que la fe cristiana es compromet ida o "está compromet ida" . Es algo así como decir que su calidad e incluso su existencia está en peligro. Efectivamente, la fe cristiana o, mejor dicho, algunos cre­yentes no se encuent ran a gusto en la cultura moderna y pos tmoderna . Más bien, están exper imentando una espe­cie de desasosiego y de malestar que les empujan a batir­se en ret i rada o a esconderse acomplejados en el reducto de la privacidad o de la int imidad personal. El proceso de

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secularización y la importancia creciente del ámbito políti­co han puesto a la fe cristiana o a los cristianos entre "la espada y la pared". La cultura moderna entiende la secula­rización como una renuncia a la fe religiosa, a todo tipo de sacralidad. Y, en todo caso, entiende que el ámbito público no es hoy el ámbito de la fe. Ese es más bien el ámbito de la increencia, del agnosticismo o, al menos, de la aconfe-sionalidad. En el supuesto de que deba seguir existiendo, la fe religiosa debe recluirse en el ámbito de lo privado. Sus derechos no van más allá de este ámbito de lo privado.

Por eso, la fe cristiana no es plausible en la cultura moderna (y postmoderna) . No se lleva "ser creyente". No tiene respaldo y reconocimiento social y público. En este sentido, podemos decir que la fe cristiana está comprome­tida, acosada, enfrentada al riesgo...

Es cierto que no todo es increencia y secularización en la cultura moderna y postmoderna. En troncos de la tradi­ción que parecieran muertos se observan algunos brotes o rebrotes religiosos. Es innegable el fenómeno de los "nue­vos movimientos religiosos", un cierto despertar de la reli­giosidad y la mística. Brotan por doquier nuevas creencias, nuevos movimientos religiosos, una cierta religiosidad lla­mada por algunos "religiosidad silvestre". Pero hay que decir que no siempre se trata de brotes cristianos o de movi­mientos religiosos de inspiración cristiana. Muchos de esos movimientos religiosos brotan más bien del viejo tronco del gnosticismo. Sus feligreses añoran la experiencia religiosa, la vivencia mística, el contacto con ¡o Absoluto..., pero no quieren saber nada de la fe en un Dios personal, y menos aún de una religión confesional o de una institucionaliza-ción de la experiencia religiosa. Tampoco son demasiado entusiastas de lo que clásicamente se ha llamado "el com­promiso religioso".

Esta nueva religiosidad compromete , de alguna forma, la le cristiana. Y la compromete en el sentido más negati­vo del término. Unas veces supone para la fe cristiana una agresión frontal, precisamente por tratarse de una fe con­fesional. Otras veces pone en peligro la fe cristiana, pues se trata de una religiosidad absolutamente "desestructurada". Llegadíi a ciertos niveles de desestructuración, cualquier fe se ve comprometida, pues toda fe religiosa necesita un

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mínimo de estructura para subsistir, lo mismo que toda experiencia carismática necesita un mínimo de institucio-nalización para sobrevivir.

Pero la fe cristiana es también fe comprometida en otro sentido más positivo. Cuando decimos que la fe cristiana es una fe comprometida, por lo general no nos referimos a este sentido negativo. Queremos decir que se trata ele una fe que desencadena y da lugar a un compromiso positivo. No se contenta con la confesión privada de unas verdades de le; implica una confesión pública, una profesión pública, una "pro-íestalio" pública de la fe. Este es el primer sentido posi­tivo de la fe cristiana compromet ida . Es la pr imera dimen­sión del compromiso que implica la fe cristiana.

Con frecuencia se olvida esta pr imera dimensión del compromiso, obsesionados como estamos por la otra di­mensión, la activa, la hiperactiva, la militante. Y sin em­bargo este pr imer aspecto del compromiso cristiano es el supuesto de todos los demás aspectos. Hay que comenzar por reconocer públ icamente la propia condición de cre­yente, por la confesión o la profesión pública de la fe cris­tiana, por la "pm-testatio" o la testificación de la fe en pre­sencia de la sociedad y del mundo . Esta confesión pública de la fe de ningún modo se ha de confundir con el fanatis­mo religioso o con una especie de proselitismo extempo­ráneo, que pretende hacer alarde de crist ianismo a des­t iempo e inopor tunamente . Un confesionalismo fanático y un proselit ismo desaforado están más cerca del descrédito de la fe que del auténtico compromiso de la fe, o de la auténtica fe compromet ida .

Pero aún hay otra dimensión positiva del compromiso cristiano: la práctica ele la le, la puesta en práctica de los valores y las exigencias de la fe cristiana. Este es el sentido que se da usualmeníe a la expresión "compromiso cristia­no". La fe cristiana no se agota en la confesión o profesión pública; implica también unas prácticas históricas, un hacer acorde con los valores y exigencias de la misma fe. El ver­dadero cristiano no sólo reconoce y confiesa públicamente su condición de creyente; va más allá e intenta poner en práctica su le, traducirla en prácticas y compromisos con­sonantes con los valores que profesa. No se contenta con decir "Señor, Señor". También procura hacer la voluntad de

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Dios. Este es el sentido más corriente de la expresión "com­promiso cristiano". Por eso preguntarse por la naturaleza y las implicaciones del compromiso cristiano es preguntarse por las implicaciones prácticas de la fe cristiana.

El compromiso cristiano así entendido es, de alguna forma, la verificación de la propia fe cristiana. Compro­meterse es hacer verdad, verificar la propia fe que profe­samos. Es poner cuerpo, hacer realidad la vida cristiana. Esto no significa "moralizar" la vida cristiana o reducirla toda ella al cumplimiento de una serie de mandamientos y prohibiciones.

La vida cristiana integral es más que el simple compor­tamiento moral. Implica cuatro aspectos irrenunciables: la experiencia de fe y la profesión de la misma fe; la dimensión comunitaria y la incorporación y participación en la comu­nidad de los creyentes; la celebración de la fe o la liturgia; la práctica de la fe o el seguimiento de Jesús.

En realidad, el seguimiento de Jesús abarca todos los aspectos de la vida cristiana, todos los aspectos de la vida de un cristiano. Orar es también seguir a Jesús. El segui­miento de Jesús es toda la vida del cristiano animada por el Espíritu de Jesús. Pero resalta, sobre todo, la praxis, el hacer. Seguir a Jesús significa ante todo obrar animados por el Espíritu de Jesús, poner en práctica la fe, traducir la fe cristiana en obras evangélicas, obrar conforme a las exi­gencias del Reino de Dios y su Justicia.

Algo similar sucede con respecto al significado del com­promiso cristiano. Cuando hablamos del "compromiso cris­tiano", es frecuente referirlo sobre todo a este cuarto aspec­to de la vida cristiana integral: la práctica de la fe. Es lo que normalmente llamamos la moral cristiana. Aunque el com­promiso cristiano abarca los cuatro aspectos anteriores. Eso sí, al final, la prueba de fuego de la vida cristiana está en la práctica del seguimiento, en actuar conforme al Evan­gelio de Jesús. Sólo un actuar acorde con los valores evan­gélicos e inspirado por el Espíritu de Jesús nos permite hablar de una fe cristiana comprometida, de una fe cris­tiana que ha fructificado en una praxis evangélica.

Y esto no es reducir el compromiso cristiano a pura moral. Para que el compromiso cristiano no se reduzca a simple "perfección moral", a "buena conducta", es impor-

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tante que esté sustentado por una inspiración y unas moti­vaciones evangélicas. Es importante que arranque desde la experiencia de fe cristiana. De lo contrario, la moral puede quedar expuesta al riesgo del formalismo, de la casuística vacía, del fariseísmo legal... Dejaría de ser moral verdade­ramente cristiana. Sólo las motivaciones evangélicas pue­den dar lugar a una praxis auténticamente cristiana, que sea verdaderamente seguimiento de Jesús, moral evangéli­ca, moral cristiana.

Compromiso y práctica religiosa

Al abordar en las páginas que siguen el tema o el pro­blema del "compromiso cristiano", nos vamos a ocupar pre­ferentemente del cuarto aspecto de la experiencia cristiana integral: la práctica de la fe o el seguimiento de Jesús. Esa es la verificación última de la fe cristiana. Esa es verdade­ramente una fe comprometida, una fe practicada. Esa es la forma de estar de los cristianos en el mundo. Esa es la forma de afrontar la construcción y transformación del mundo en nombre de la fe cristiana y en colaboración con todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

Pero, antes de comenzar la reflexión, conviene hacer una última observación previa.

El lenguaje habitual reserva la expresión "práctica reli­giosa" para designar la participación en la oración y en el culto cristiano. ¿Habrá que distinguir, pues, práctica cris­tiana y compromiso cristiano? No parece muy oportuno, porque la práctica de la vida cristiana y el compromiso cris­tiano parecen ser una misma cosa. Lo que habrá que hacer será ampliar esa interpretación demasiado restringida de la "práctica religiosa" o de la "práctica cristiana".

La participación en la oración y en el culto cristiano es sólo un aspecto, importante pero parcial, de la práctica cris­tiana. Lo que sucede es que es el aspecto más fácilmente medible, por ser el más visible. Es relativamente fácil medir la participación de los fieles en los sacramentos de la Igle­sia. No es tan fácil medir el nivel de la fe ni la motivación de la acción en las personas. No es tan fácil medir en la prác­tica la fidelidad al Evangelio de Jesús. No es tan fácil medir

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el grado de compasión y solidaridad con las víctimas, ni siquiera los motivos que impulsan a una persona a com­prometerse en la delensa de la justicia, la paz, los derechos humanos, la ecología... Es verdad que las motivaciones no lo son todo en la acción humana. Pero son importantes a la hora de calificar una acción como "compromiso cristiano". Son un aspecto importante de éste.

Hay que estar precavidos para no identificar el com­promiso cristiano con lo que usualmente se llama la "prác­tica religiosa". Sobre esto queremos reflexionar en las siguientes páginas. La práctica religiosa, la celebración de la fe, es ya parte importante del compromiso cristiano, como lo es también la profesión de fe. Pero no es todo el com­promiso cristiano, ni el aspecto fundamental del mismo. Si hoy se relaciona el compromiso cristiano sobre todo con la práctica del seguimiento de Jesús, con la implicación de los cristianos en los asuntos seculares de la justicia, la paz, los derechos humanos..., es precisamente porque la privatiza­ción de la experiencia cristiana -o su espiritualización-había postergado o hecho de menos estos aspectos o dimen­siones esenciales del compromiso cristiano.

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II NO EL QUE DICE «SEÑOR, SEÑOR»

El texto es de sobra conocido: "No todo el que diga 'Señor, Señor' entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel día: 'Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hici­mos muchos milagros?' Y entonces les declararé: 'Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad" (Mt 7, 21-24). Y el evangelista Mateo ejemplifica esta enseñanza con el símil de la casa construida sobre roca y la casa construida sobre arena (Mt 7, 24-27).

Pobre concepto de "práctica religiosa"

Como acabamos de observar, el concepto de "práctica religiosa" es hoy demasiado restringido. No equivale ni mucho menos al concepto más amplio de "compromiso cristiano", de "práctica de la vida cristiana". "Práctica reli­giosa" e incluso "práctica cristiana" son expresiones que quedaron restringidas al ámbito de la piedad y del culto. Ser "practicante" significa usualmente part icipar en determi­nados ejercicios de piedad, en determinadas prácticas devo-cionales (oraciones, tr iduos, novenas, vigilias...), y, sobre todo, part icipar activamente - e ¡incluso pasivamente!- en la liturgia oficial de la Iglesia. Practicante es, en este sen­tido, el que frecuenta los sacramentos y en la medida que los frecuenta: el que se confiesa, va a misa, se casa por la Iglesia, se hace enterrar por la Iglesia... Y más practicante se considera a quien se implica en algunas actividades parroquiales.

Pero ésta es una concepción muy restringida y pobre de la "práctica religiosa", de la "práctica cristiana". Y, en con­secuencia, es una concepción muy restringida y pobre de la vida cristiana. Porque la vida cristiana es más que unas

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práct icas piadosas y unos ritos practicados más o menos habi tualmente . Después de todo, en la vida cristiana la pie­dad es sólo un sentimiento producido por la fe; las prácti­cas devocionales son sólo la expresión de ese sent imiento religioso y de esa le. Y los ritos litúrgicos son sólo la expre­sión de la experiencia cristiana y la celebración de esa misma fe cristiana. Pero la vida cristiana es mucho más que la part icipación en la liturgia cristiana.

Pobre concepto de vida cristiana

Lo nuclear de la vida cristiana no está en las prácticas de piedad o en los ritos sacramentales. Lo nuclear de la vida crist iana está, en pr imer lugar, en la experiencia de fe. Lo que dio lugar al l lamado "movimiento de Jesús", a la comu­nidad de seguidores de Jesús, a la comunidad cristiana... lúe precisamente la fe en Jesús. Pr imero fue una fe germi­nal la que convocó a los doce y a otros discípulos en torno al Jesús terreno. Quedaron fascinados por su persona. Lla­mados por él, respondieron con el seguimiento (Mt 4, 18-22). "...y les dice: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres . Y ellos, al instante, dejando las redes, le siguie­ron" (Mt 4, 19-20). Las enseñanzas de Jesús y sus acciones curativas fueron, durante todo su ministerio público, una invitación a la fe en Él y, sobre todo, en el Dios de Jesús.

Luego, de forma definitiva, fue la fe pascual la que dio lugar y consolidó el l lamado "movimiento de Jesús", el "camino cristiano". La fe en el Resucitado, la experiencia pascual, la certeza de que Dios ha resucitado a Jesús, que Jesús ha sido resucitado por Dios, que está vivo... es el núcleo de la experiencia cristiana. Jesús, el Resucitado, es digno de fe. Y esta fe en Jesucristo, Crucificado y Resucita­do, es la que nos justifica, la que nos hace justos. Como dice Pablo, hemos sido justificados por la fe: "Pero ahora, inde­pendientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifes­tado..., justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen... y son justificados por el don de su gracia, en vir­tud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhi­bió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo

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pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el t iempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su jus­ticia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús... Porque pensamos que el hombre es jus­tificado por la fe, sin las obras de la ley" (Rm 3, 21-28). Este es el núcleo de la vida cristiana: la fe en Jesucristo.

Pero Jesús no sólo es digno de fe. Él es también aquel a quien hay que seguir. Vale la pena seguir un proyecto de vida conforme al Evangelio que él había predicado. Vale la pena tomarse en serio la propuesta de vida que Jesús hizo a sus seguidores con su predicación y con su propia vida. Vale la pena dejarse afectar por la soberanía divina y vivir confor­me a las exigencias del Reino de Dios y su Justicia. Y no por­que esas exigencias le convengan a Dios, sino porque le con­vienen al ser humano . Porque cumplir esas exigencias es realizar p lenamente la vocación humana , vivir en plenitud, vivir a tope la causa del ser humano .

La fe que constituye el núcleo de la vida cristiana evo­luciona o desencadena unas practicas conformes con esa fe. En esas prácticas se verifica, se hace verdadera la vida cris-liana. Porque la íe sin obras es una fe muerta, como dice la carta de Santiago. Si Pablo tenía razón al postular la justi-licación por la fe, Santiago también la tiene al afirmar que una íe sin obras es una fe muerta. Y es que Santiago con­templa la relación entre la fe y las obras desde una nueva perspectiva. "¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: 'Tengo fe', si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la le? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: Jd en paz, calentaos y hartaos' , pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué le sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. Y al contrario, alguno podrá decir: '¿Tú tienes fe? Pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiem­blan" (Sant 2, 14-19).

Esto no significa reducir la vida cristiana a simple moral de lorma precipitada. No. No es el valor de las obras, la buena conducta, lo que nos hace aceptables a los ojos de Dios. Ni son los méritos los que nos garantizan salvación. Ni son los buenos compor tamien tos los que nos hacen

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cris t ianos. Es la fe la que nos hace aceptos a los ojos de Dios, la que nos justifica, como dice Pablo. Pero, si esa fe no redunda en obras de justicia, cabe dudar de su auten­ticidad, cabe pensar que es una fe muerta , estéril, inútil... Y, lo que es más grave, cabe pensar que es una fe falsa.

Por eso, la práctica, el compromiso, las obras... per­tenecen de pleno derecho a la esencia, al núcleo de la vida cristiana. El compromiso es elemento irrenunciable de la misma. La fe cristiana queda abortada, si no desemboca en el compromiso, en prácticas cristianas, en prácticas evan­gélicas, en obras del Reino de Dios y su Justicia.

La práctica del Reino y su Justicia

Que la justicia suene a virtud cristiana. Algo anda mal con respecto a la vida cristiana cuando la justicia, al igual que los derechos humanos , suenan a asunto secular o a cuest ión política. Y esto sucede con más frecuencia de lo deseado.

Se asocia la caridad y la misericordia de forma casi espontánea con la vida cristiana y con la vida evangélica. Ya es algo, porque no se podría entender una vida cristiana que fuera insensible a la desgracia ajena e inmisericorde con las personas que la padecen. Pero no es suficiente. ¿Qué valor puede tener la caridad si no está construida sobre el supues­to de la justicia, si es practicada al margen de la justicia? ¿A qué extremos y aberraciones nos puede conducir? ¿Quizá la caridad y la misericordia se pueden convertir en una especie de anestesia de la conciencia cristiana, para acallar los gritos de las víctimas, el c lamor de la injusticia?

El compromiso cristiano trasciende la í rontera de la caridad y la misericordia, aunque debe estar siempre moti­vado e informado por el amor. Debe alcanzar el ámbi to de la justicia, la paz, los derechos humanos . En este sentido, fue desafortunada la privatización de la experiencia cris­tiana, que dejó fuera de esa experiencia todo lo que no per­tenece a la intimidad del sujeto, todo lo que es asunto públi­co o político. Fue desafortunada la espiritualidad cristiana que expulsó de su seno el compromiso con la justicia y los

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derechos humanos , y acusó fácilmente a ese compromiso de ser reduccionista y secular.

El compromiso cristiano tiene hoy dos tareas pendien­tes. En pr imer lugar, superar esa privatización de la expe­riencia cristiana. En segundo lugar, poner cuerpo histórico o encarnación a la espiritualidad cristiana. Que la verdade­ra espiritualidad no es contraria a la corporalidad, a la mate­rialidad, a la secularidad, a la historia y a la vida de cada día. Que es todo eso an imado e informado por el Espíritu de Jesús y del Evangelio.

Obras son amores

Lo dice y lo repite la sabiduría popular. "Obras son amo­res y no buenas razones". Y la sabiduría popular no suele equivocarse. Todas las palabras, todos los razonamientos suelen quedar enfrentados al test, al juicio, al dictamen de los hechos. Todas las profesiones de fe y de amor quedan finalmente enfrentadas al juicio de las obras. Son éstas las que verifican o falsean, descubren la verdad o la falsedad que hay en nuestras palabras. Los hechos suelen dejar al descubierto la distancia que hay entre los deseos y la reali­dad, entre las buenas intenciones y las realizaciones. Por eso, la oración "Señor, Señor" queda enfrentada al com­promiso de cumplir la voluntad de Dios.

El compromiso cristiano consiste básicamente en hacer la voluntad de Dios. De esta forma dice la Biblia casi lo mismo que la sabiduría popular: "Obras son amores". El Antiguo Testamento lo dice así: "Haremos todo cuanto ha dicho Yahvéh" (Ex 19, 8). El Nuevo Testamento lo dice con la conocida frase: "No todo el que diga 'Señor, Señor" entra­rá en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt 7, 21)." Aquí podríamos aplicar la maravillosa imagen evangélica de la casa construida sobre arena o sobre roca. La construida sobre roca es aquella que se construye sobre las obras y los compromisos reales. La casa construida sobre arena es la que se construye sobre las palabras, los razonamientos, los buenos propósitos e inten­ciones, las muchas y largas oraciones... Y el resultado es bien dilerente en uno y otro caso. Cuando llega la dificultad, la

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tormenta, la casa construida sobre roca resiste y se mantiene en pie. La que está construida sobre arena, termina en el desastre total.

Honestos para con Dios y para con los hermanos/as

La Biblia no reclama las obras por mero utilitarismo o pragmatismo, en procura de eficacia. Las reclama como un asunto de honestidad, para no dar lugar a la hipocresía y a la falsedad. Este es el error farisaico, que puede afectar tam­bién a la vida cristiana. Es un empeño equivocado de enga­ñar a Dios, a los demás e incluso a sí mismo. Confunde los deseos con la realidad, las palabras con los hechos, las ora­ciones con la conducta. Por eso Jesús denuncia con tanta fuerza la hipocresía farisaica: "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro están llenos de rapiña e intem­perancia!.. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos pero dentro est¿in llenos de huesos de muer­tos y de toda inmundicia! Así también vosotros por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis lle­nos de hipocresía e iniquidad" (Mt 23, 13-32).

Para la Biblia el compromiso es un asunto de sinceridad, de verdad, de honestidad. Ser sinceros y honestos para con Dios, para con los demás, para consigo mismo... es quizá la pr imera dimensión del compromiso cristiano. Implica un compromiso serio con la verdad, que es el ámbito de Dios. Fuera de la verdad sólo existe la mentira, que es el ámbito del Diablo. La literatura de Juan coloca aquí la raíz de todo pecado. Considera la mentira (existencial), no el simple error (intelectual), un pecado tan grave que su paternidad es atr ibuida al Diablo. Sólo el Diablo es el padre de la men­tira. Sólo él puede dar a luz semejante monstruo. Y, cuan­do dice la mentira, dice lo que es más suyo, lo más propio de su ser. "Este (el diablo) era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro; porque es mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8, 44).

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Las obras o el compromiso evangélico son, pues, un irre-nunciable de la vida cristiana, de una vida al estilo de Jesús, de una vida según el Espíritu de Jesús. Por eso, sólo los que están dispuestos a hacer la voluntad de Dios entran de ver­dad en el Reino de Dios y su Justicia.

Hacer la voluntad de Dios. Y conseguir la propia realización

"Hacer la voluntad de Dios". Con frecuencia se inter­preta como una dura carga, como una pesada obligación. Vista así, esa tarea es una mala noticia; nada tiene que ver con el "evangelio", con la buemí noticia de Jesús. Es más una obligación opresora que una perspectiva liberadora. Pero el sentido últ imo de ese ideal bíblico y evangélico es bien distinto.

Bien entendido, cabría decir que hay que hacer la volun­tad de Dios, no por causa de Dios, sino por causa nuestra. La voluntad de Dios sobre nosotros no es un capricho o una arbitrariedad de Dios. Poco gana o pierde Dios con nuestros compromisos, con nuestras obras, con nuestra obediencia, con que hagamos o no su voluntad. Pues no es un señor que disfruta por el simple hecho de ejercer el poder, de imponer su voluntad, de ser obedecido. Ni nuestra alabanza ni nues­tras bendiciones le enriquecen. Ni nuestras obras, ni nues­tra obediencia, ni nuestros compromisos le hacen más Dios, ni su ausencia le hacen menos Dios o un Dios más peque­ño e insignificante.

Dios mira más para sus creaturas que para sí mismo. Mira sobre todo para esa creatura privilegiada que es el ser humano . En este sentido podemos hablar del Dios cristia­no como de un Dios extra-vertido, des-interesado, samari-tano. Su causa es la causa de su creación y especialmente la causa de la humanidad . Por eso la teología más recien­te ha repetido sin cesar el siguiente axioma: "La causa de Dios es la causa del ser humano" . Aunque para evitar malentendidos igual habría que formularlo así: "La causa del ser h u m a n o es la causa de Dios". Pues, en realidad, no somos nosotros los que debemos defender la causa de Dios; es Él el que está interesado en defendernos a nosotros,

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porque está interesado en nuestra propia autorrealización. La encarnación es el mejor testimonio, la mayor prueba de que Dios ha asumido nuestra causa, nuestra condición humana. Así, en Jesús se nos ha revelado el camino de nues­tra auténtica humanización.

La voluntad de Dios, la gloria de Dios, es que el hombre y la mujer vivan y vivan en abundancia. Por eso Dios ha revelado su voluntad, y así ha revelado al ser humano cuál es su vocación, en qué consiste su realización personal. Toda la revelación es así una manifestación de lo que Dios quiere que seamos, de lo que estamos llamados a ser. Dios está más interesado en nosotros que nosotros mismos. O, al menos, sabe mejor que nosotros mismos qué es lo que más nos conviene para nuestra realización personal y comunitaria. Sabe mejor que nosotros en qué consiste ser humano y actuar humanamente. Esto es lo que se nos ha revelado a lo largo de la historia de la salvación y, sobre todo, en la persona de Jesús de Nazaret.

Por consiguiente, el que hace la voluntad del Padre cami­na hacia su plena realización. El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica es sensato, sabio y prudente, pues emprende el camino de la plena humanización, que es el camino de la felicidad para sí y para los demás. Por eso, la auténtica vida cristiana invita a pasar de las palabras a las obras, de las razones al compromiso, del "decir 'Señor, Señor' al 'hacer la voluntad del Padre".

El compromiso cristiano no es una obligación impuesta desde fuera. Es una exigencia que nace desde dentro de la experiencia cristiana. Esto conviene tenerlo en cuenta por­que abunda en muchos cristianos la tendencia a convertir­lo todo en obligación moral. Y esta tendencia trae conse­cuencias muy negativas para la vida cristiana. Convierte el compromiso cristiano en una imposición, en una carga, en una obligación opresora. Así entendido, el compromiso cris­tiano nos aleja de la felicidad en vez de acercarnos a ella. Por eso, muchos cristianos han llegado a ver el Evangelio como una "mala noticia", y hasta han llegado a ver la fe y la moral cristiana como un obstáculo para la felicidad humana. Como si fuera del ámbito cristiano la felicidad estuviera en ofertas y de rebajas. Como si la felicidad fuera

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el resultado de una vida sin ley, sin norma, sin ningún géne­ro de autocontrol.

No, el compromiso cristiano no es principalmente una obligación moral impuesta por una supuesta arbitrariedad o capricho divino. Es sencillamente la forma cristiana de ser humanos, de vivir, actuar y realizarse humanamente. La garantía de humanización ha quedado ya de manifiesto en la vida de Jesús y de sus seguidores y seguidoras más genui-nos. El, ellos y ellas nos han mostrado de forma práctica en qué consiste la plena humanización. Su compromiso no fue una obligación impuesta desde fuera, sino una exigencia nacida desde dentro, a impulsos de la fe y del Espíritu de Jesús. Otros seres humanos han encontrado también en otras tradiciones religiosas y culturales caminos de huma­nización. Porque el Espíritu de Dios se manifiesta y actúa en toda la creación, más allá de las fronteras instituciona­les de las iglesias y las religiones. Por eso debemos ale­grarnos de que el Espíritu actúe más allá de las fronteras del cristianismo. Como Moisés, ajeno a toda celotipia, deseaba que todo el pueblo profetizara. "¡Quién me diera que todo el pueblo de Yahvéh profetizara porque Yahvéh le daba su espíritu" (Num 11, 29). Como Jesús que consideraba de los suyos a todos aquellos que expulsaban demonios. "El que no está contra nosotros, está por nosotros" (Le 9, 50). Lo importante es expulsar los demonios de este mundo, y que todas las personas se humanicen y se dignifiquen.

La colaboración universal o el "macroecumenismo"

Hoy es urgente para las Iglesias relacionar el compro­miso cristiano con el ideal de la humanización. Así se abri­rá un amplio campo de colaboración entre los cristianos y todos los demás hombres y mujeres de buena voluntad. Es lo que se ha dado en llamar el "macroecumenismo" o la cola­boración de todos los hombres y mujeres de bien en la causa de la humanización de todos los seres humanos, en la dig­nificación de todas las personas, en las causas de la justicia, de la paz, de los derechos humanos...

Se trata de un "macroecumenismo" que trasciende las fronteras del ecumenismo intereclesial entre las distintas

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con lesiones cristianas, e incluso las fronteras del diálogo entre las diversas tradiciones religiosas. Abarca a toda la humanidad , a hombres y mujeres de cualquier credo, cul­tura e ideología, mientras su compromiso sea a favor de la plena realización de todos los seres humanos . A quienes desde fuera de la tradición cristiana luchan por esa causa les l lamó la teología postconciliar "cristianos anónimos". Se t ra ta de una expresión que quizá no está exenta de un cier­to espíritu apologético y de un cierto sabor proselitista. Pero la intención que subvace es profundamente ecuménica. Pues todo lo que es auténticamente h u m a n o es digno de Dios, digno de Jesús, digno del evangelio cristiano. Por eso, desde la perspectiva del evangelio cristiano, todo lo que es autén­ticamente humano se puede llamar "cristianismo anónimo".

Compromiso cristiano y ¡elicidad

También es necesario relacionar el compromiso cristia­no con la felicidad humana. Es éste un ideal al que ningún ser humano en sus cabales, es decir, psicológicamente sano, puede renunciar. Quizá sea ésta una de las demandas más legítimas y hasta compulsivas de las nuevas generaciones, de la espiritualidad postmoderna: armonizar la religión y la felicidad, devolverle al evangelio de Jesús su carácter de buena noticia, hacer de la moral cristiana y de cualquier moral una herramienta de autorrealización plena y de con­vivencia gratificante, hacer de la obediencia a la voluntad de Dios una garantía de felicidad para los creyentes.

La felicidad es un derecho irrenunciable de todo ser humano . Ningún compromiso será autént ico si niega de plano este derecho. Eso sí, el compromiso cristiano puede y debe cuestionar algunas concepciones de la felicidad al uso, y algunas formas egoístas e insolidarias de buscarla. Nadie tiene derecho a ser feliz insolidariamente, a costa de los demás, a costa de la felicidad ajena, cargando más peso de sufrimiento sobre los demás. Toda felicidad auténtica­mente humana y cristiana ha de ser una felicidad solidaria.

Por eso, la felicidad evangélica anda tan próxima a la renuncia y al sacrificio, dos categorías difícilmente com­patibles con las concepciones más corrientes de la felicidad.

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No se t rata de una renuncia o un sacrificio como valores absoluto, como metas terminales. Esto sería masoquismo. Se trata de renuncias y sacrificios por mor de los demás. Estas renuncias y estos sacrificios solidarios pueden ser una forma profundamente h u m a n a de ser felices en medio del dolor. Díganlo, si no, todas las personas que dan su vida pol­los demás . Testigos de ello son muchos padres , madres , amigos, esposos, amantes. . . capaces de sacrificarse hasta el extremo por hijos, amigos, esposos, amantes. . . y de expe­r imentar en este sacrificio la expresión suprema del amor y de la felicidad.

El verdadero compromiso cristiano sólo es legítimo cuando es compatible con la felicidad así entendida.

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III BASES TEOLÓGICAS DEL COMPROMISO

CRISTIANO

El Evangelio de Jesús no ha sido capaz de mantenerse desnudo, simple, sine glossa, como querían San Francisco de Asís y otros hombres y mujeres de la tradición cristiana. Se ha visto envuelto en glosas, exégesis, razones, bases teo­lógicas. Se ha vuelto un Evangelio razonado.. . y a veces demasiado razonable o racional.

No todo es malo en este esfuerzo por entender nuestra fe. La pr imera carta de San Pedro invita a los cristianos a dar razón de su fe y de su esperanza. "Siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra espe­ranza" (1 Pe 3, 15). Que nuestro hacedor nos dotó también de inteligencia y razón, para que nos ejercitemos en estas facultades. Por eso nada tiene de extraño que aún los cre­yentes nos preguntemos, busquemos, razonemos, interpre­temos... en el ámbito de nuestra fe. Que la voluntad de Dios no siempre es un dato obvio. Hay que descubrirla todos los días en nuevas y distintas situaciones y circunstancias. Que la revelación no se da sin inecuaciones culturales y, por con­siguiente, no puede captarse su sentido sin un ejercicio de hermenéutica, sin una interpretación cont inua y actualiza­da. Que la revelación no puede ser interpretada sin ejerci­tarnos en la razón o en las razones teológicas.

Eso sí, el fracaso para la revelación y para el Evangelio llega cuando las glosas y las razones se convierten en ideo­logía, cuando el envoltorio ideológico falsea el genuino con­tenido evangélico, cuando la razón teológica no es una auténtica comprensión de la fe, una clarificación de la reve­lación, una iluminación de la Palabra de Dios. Efectiva­mente las ideologías suelen falsear el mensaje revelado. Sue­len ser simple palabra humana que se disfraza de dogma religioso o de revelación divina, para acreditarse e incluso para imponerse por vía de autoridad.

Por lo demás, es legítimo acudir a la razón, a la teología, para entender mejor la fe que profesamos, para comprender

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la revelación que hemos aceptado, para dar razón de n u e

t ra fe y de nuestra esperanza. Es legítimo y hasta obl ig a t

rio buscar las bases teológicas de la vida cristiana. "Cree-pa ra entender" y "Entender para creer". No es justo tacha i-a toda teología de racionalismo e ideología. Hay teologfa

que son un verdadero ejercicio de responsabilidad cristiana ¿Cuáles son las bases teológicas o las razones teológicas dei compromiso cristiano? ¿Por qué el compromiso cristiano es u n componente esencial e irrenunciable de la vida cristiana^

1. LA CREACIÓN: OBRA DE DIOS AL SERVICIO DE LA HUMANIDAD

El mundo, obra de Dios

Este mundo que el ser humano habita es obra de Dios. El hombre y la mujer que lo habi tan también son obra de Dios. Esta es la tesis central de esos relatos de la creación que abren el texto de la Biblia. Ese es el mensaje central de los dos primeros capítulos del Génesis. Que las ciencias sigan investigando el origen y el desarrollo de la realidad físi­ca, biológica, fisiológica, psicológica, humana. . . Ninguna teoría científica será capaz de anular o contradecir esa afir­mación central del credo judeo-cristiano: este mundo y esta humanidad son obra de Dios; son creación de Dios. Esta es a su vez afirmación central de casi todas las religiones.

Los relatos bíblicos de la creación no pertenecen al géne­ro científico; pertenecen más bien al género mítico. Son afirmaciones de fe. Y estas afirmaciones, como las de los relatos míticos y poéticos, no pretenden ser afirmaciones científicas, que puedan ser sometidas a verificación empí­rica. Son afirmaciones con otra dimensión: son afirmacio­nes de sentido. Trascienden el ámbito de la realidad mera­mente empírica. Por eso, reducir los relatos bíblicos de la creación a afirmaciones científicas es caer en un literalismo o fundamentalismo bíblico burdo y vulgar. Es un craso error hablar de dos teorías de la creación: la teoría creacionista de la Biblia y la teoría evolucionista de Darwin. Este error es frecuente en los centros de enseñanza. En la Biblia no hay ninguna teoría científica sobre la creación o sobre el origen de la realidad. "En el principio creó Dios el cielo y la tierra"

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(Gn 1, 1). "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó" (Gn 1, 27). "Estos fueron los orígenes de los cielos y la tierra, cuan­do fueron creados" (Gn 2, 4). Estas no son afirmaciones científicas. Son una confesión de fe.

Y vio que era bueno..., muy bueno

Decir que este mundo es de Dios es decir que este mundo es bueno. Este es el estribillo que repite el autor del Géne­sis después de cada día en el relato de la creación. "Y vio Dios que era bueno" (Gn 1, 3.10. 12.18.21.25.31). Por tanto, en cristiano no hay lugar para el maniqueísmo, para el dua­lismo maniqueo, que recela de la materia y del cuerpo. Ni hay lugar para una espiritualidad que reniegue de la mate­ria y del mundo . La huida del mundo sólo puede ser enten­dida correctamente como huida del pecado. Por lo demás no es compatible con la espiritualidad cristiana la huida del mundo, el desinterés por la política, la economía, la cultu­ra, la ecología...

Si el m u n d o es creación de Dios y es bueno, todo lo que se haga para mantener lo , construirlo, mejorarlo.. . es com­promiso querido por Dios. Una verdadera espiri tualidad cristiana es una espiri tualidad en el mundo , desde el mundo y en función del mundo. Pues la espiritualidad cris­tiana no puede desentenderse de lo que es obra y creación de Dios. Los cristianos están llamados a colaborar para que el Espíri tu de Dios siga revoloteando sobre esta masa a veces caótica que es el mundo , para que la fecunde y haga de ella un cosmos habitable, en el que puedan vivir a rmó­nicamente el ser h u m a n o y todos los seres. Este es el sen­tido más amplio del compromiso cristiano: la construcción o la reconstrucción de este mundo de acuerdo con la volun­tad de Dios.

Y lo puso en manos del ser humano

Pero el relato de la creación no sólo afirma la bondad de esta creación, la bondad original de todas las cosas y del ser

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humano. Insiste también en otra gran verdad: Dios puso este mundo en manos del ser humano; se lo encomendó al ser humano para que lo administrara. Dios confió en la liber­tad del ser humano , a pesar de que conoce las ambigüeda­des y los riesgos de esa libertad. Hizo del hombre y de la mujer co-creadores suyos. Puso el mundo en manos de los humanos para que lo administraran. Les traspasó la admi­nistración de la creación. "Manden en los peces del mar y en las aves del ciclo, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra" (Gn 1, 26).

Eso es lo que significa que el hombre vaya nombrando a las cosas, que vaya poniendo nombre a cada una de ellas. "Y Yahvéh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los nombraba , y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo..." (Gn 2, 19-20). Poner nombre en la cultura semita equivale a tomar propiedad de las cosas y de las personas. Eso es también lo que significa el primer man­damiento que aparece en el relato de la creación: "Sed fecun­dos, y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo ani­mal que serpea sobre la tierra" (Gn 1, 28).

Este mandamien to es una tarea, un desafío, un com­promiso, una responsabi l idad grande que Dios encomen­dó al ser h u m a n o . Hasta ahí se r emontan las bases teoló­gicas del compromiso cristiano. Somos administradores de este mundo . Somos responsables de esta creación. Somos co-creadores con Dios, que ha pues to la creación en nues­tras manos . Este es nuestro pr imer y más genérico com­promiso.

Los desastres ecológicos más recientes han hecho pen­sar a muchos de nuestros contemporáneos si no sería esta la gran equivocación de Dios. Incluso algunas teorías eco­lógicas culpan a la Biblia judeo-cristiana, en concreto a los relatos de la creación, de esta facilidad de la humanidad para cometer desmanes ecológicos. Consideran que este pr imer mandamien to bíblico es la fuente y la razón últ ima de todos los desastres ecológicos.

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Es ésta una lectura demíisiado simplista de esa extraor­dinar ia catequesis bíblica sobre la creación. Atribuir los desastres ecológicos a ese pr imer mandamien to bíblico no tiene fundamento. Es una interpretación injusta con el cris­t ianismo. La razón últ ima de los desastres ecológicos no hay que buscarla en el mandamien to divino que nos tras­mite el p r imer capítulo del Génesis. Hay que buscarla más bien en intereses políticos y, sobre todo, económicos. Estas son razones m u c h o más cercanas a nosotros en el t iempo. Son intereses económicos y políticos muy concretos y loca­lizados los que han provocado y siguen provocando imper­donables y evitables catástrofes ecológicas.

Hacer un hogar para toda la humanidad

La administración que Dios encomienda a la humanidad tenía otro propósito: cuidar esta creación, humanizarla , hacer de ella un digno hogar para todos los seres humanos y no humanos , un edén, un paraíso, no un campo de bata­lla humeante . Y el propósito de esa administración es tam­bién hacer fructificar razonablemente la naturaleza, no ago­tarla, ni agredirla, ni explotarla hasta la aniquilación. Los ciclos naturales de la producción agrícola y ganadera son un testimonio de la sabiduría de la naturaleza. Son ciclos mu­cho más sabios y razonables que los actuales ciclos indus­triales de "explotación" agrícola y ganadera.

Y el objetivo de aquel pr imer mandamiento divino era sobre todo la solidaria distribución de los bienes de la tie­rra entre todos los pueblos y sus habitantes. La tradición profética del Antiguo Testamento y luego la predicación y la praxis de Jesús se encargaron de mantener viva en la memo­ria de la humanidad esta exigencia de adminis t rar solida­riamente los bienes de la tierra. La historia se ha encarga­do de mostrarnos infinidad de veces que el problema de la pobreza no radica en la escasez de bienes ni en el exceso de comensales, sino en la acumulación de bienes en pocas manos o en la injusta distribución de los mismos entre los comensales.

Los relatos evangélicos de la multiplicación de los panes y los peces son todo una metálora de los excelentes resul-

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tados de la solidaridad, y son también todo una denuncia de la mala e injusta administración de los bienes de la tierra (Me 6, 30-44; 8, 1-10). Pero esta injusta administración de los bienes de la tierra no se debe cargar al mandamiento divino o a la tradición judeo-cristiana, sino a la voracidad y a la codicia del ser humano y al sistema de apropiación y acumulación que han fomentado los humanos .

El compromiso cristiano o el ser humano como co-creador

Desde la bondad de la creación y desde este primer man­damiento bíblico se proyecta una interesante luz sobre el compromiso cristiano. La vida cristiana no se recluye en el m u n d o del espíritu; toca también al ámbito de la materia. No se encierra en la intimidad del sujeto; nos implica en la t rama de las relaciones entre las personas, los grupos y los pueblos. Es decir, la vida cristiana tiene que ver con la eco­nomía y política, y eso en base a la misma teología de la creación. Por eso, el íiuténtico cristianismo no puede ser sin compromiso, sin intervención y participación de los cris­tianos en esos asuntos. Está en juego el plan de Dios, el pro­yecto original de Dios sobre esta creación y esta humanidad. Por consiguiente, ni la economía ni la política deben ser aje­nas a las preocupaciones y los compromisos de la comuni­dad cristiana.

La teología judeo-cristiana de la creación no debe invo­carse sólo para justificar una interpretación meramente estética de la ecología. Está bien conservar todas las espe­cies exóticas de la flora y de la fauna que pueblan este pla­neta. Pero la ecología debe aspirar a más . La teología de la creación debe invocarse sobre todo para llevar la ecología hasta su dimensión antropológica, ética y teológica. Desde las exigencias de la teología de la creación, los cristianos y cristianas estamos especialmente comprometidos con el cui­dado y la justa y razonable administración de los bienes de la tierra, para garantizar la calidad de vida, de todo género de vida en el planeta tierra (y quizá algún día en otros pla­netas). Esta es su gran responsabilidad. En este sentido, el ser humano es auténtico co-creador con Dios.

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El pecado contra el proyecto de Dios

El pecado original, tal como es presentado en la cate-quesis del Génesis, no es una simple desobediencia disci­plinar a un mandamiento o precepto divino. Tampoco es un acto sexual depravado, como tantas veces ha sostenido una desafortunada catequesis. Es esencialmente una contra­vención de la voluntad divina, a pesar de que Dios quiere lo mejor para esta creación y esta humanidad . Es esencial­mente una desviación del proyecto creador y salvífico de Dios, que ha conducido al fracaso de ese proyecto.

El relato del pecado original resalta dos dimensiones del mismo. En primer lugar, la pretensión del ser humano de ser Dios o de ser igual a Dios. Es el pecado de pretender robar el fuego a los dioses, de hacerse dueño del bien y del mal, de la verdad y la mentira, de jugar al aprendiz de brujo... Es la pretensión de romper todas las barreras. Así, el ser huma­no ya no es un co-creador ni un fiel y leal adminis t rador de esta creación. Sencillamente pretende convertirse en crea­dor absoluto o, si cabe, en creador arbitrario, sin referencias, sin límites, sin valores absolutos que respetar. Desde una perspectiva creyente, a estas pretensiones del ser humano sí se les puede l lamar pecado original. Es el camino hacia el fracaso del plan creador y salvífico de Dios.

La otra dimensión del relato del pecado original llega enseguida. Dioses absolutos sólo puede haber uno. Uno nuevo desencadenaría la guerra, la competencia, la lucha por el poder absoluto, por la omnipotencia. Caín es el sím­bolo o la metáfora de este drama, que desvía a la humani­dad de la vocación a una convivencia armónica y la condu­ce a una competencia a muerte. La vocación a la convivencia armónica es la vocación primera de la humanidad . La com­petencia a muerte ha sido el destino fatal que ha acompa­ñado a esta humanidad a lo lai^go de su historia. La víctima de ese drama, de esa competencia, es su propio hermano, Abel, el justo, el inocente. La víctima de la idolatría o de la egolatría, de la guerra y de la competencia por el poder, es siempre el justo, el inocente.

Esta es la otra dimensión del pecado original: la que pone en peligro o hace fracasar el p r imer proyecto de la creación, la convivencia a rmoniosa entre todos los seres

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humanos , entre todos los seres de la creación. "No es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2, 18). La respuesta a este pro­blema no es sólo el matr imonio hombre-mujer, sino la con­vivencia armoniosa y solidaria entre todos los habitantes de la tierra. Pero, la pretensión de hacerse cada uno de los seres humanos con la omnipotencia, de convertirse en Dios da al traste con ese ideal de la convivencia armoniosa y solidaria.

Por eso, el compromiso de los seres h u m a n o s como adminis t radores de la creación no es sólo hacer fructificar los bienes de la tierra. Es también procurar que esos bienes no se conviertan en ídolos y desencadenen la codicia y la violencia entre los seres humanos. Es también conseguir que los bienes de la tierra sean medios de comunicación y comu­nión entre sus habitantes, mediaciones de una convivencia pacífica, armoniosa, solidaria. Por eso, el símbolo bíblico de la connivencia ha sido siempre la fiesta, el banquete abun­dante, los bienes compartidos.

Desde la teología de la creación surge la exigencia de un compromiso cristiano que llegue hasta la economía y la política, pues en estos ámbitos están en juego la gracia y el pecado, el éxito y el fracaso del proyecto creador y salví-íico de Dios. En esos ámbi tos está en juego la causa del ser humano , que es la causa de la vida y de la convivencia.

La gran pregunta que el relato de la creación y del peca­do original deja a la humanidad es la pregunta de Dios a Caín: "¿Dónde está tu hermano?" (Gn 4, 9). ¿No lanza esta pregunta una fuerte invitación al compromiso?

2. LA ENCARNACIÓN: EL SÍ DE DIOS A LA HUMANIDAD

El misterio de la encarnación, en el centro del credo cristiano

La encarnación es otro art ículo central del credo cris­tiano: "Creo en Jesucristo, hijo único de Dios... que por nos­otros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre". Este es un capítulo central de la teolo­gía cristiana. Es quizá el misterio más característ ico de la te cristiana, j un to con el misterio de la resurrección. De

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ningún fundador religioso se dice que sea Dios encarnado o que haya resuci tado.

La fe en la encarnación de Dios tiene una profunda repercusión en el tema que nos ocupa: el compromiso cris­tiano. El misterio de la encarnación del Hijo de Dios arro­ja su luz sobre el problema del compromiso cristiano. El hecho de que Dios haya asumido la condición humana y se haya mezclado en esta masa histórica es definitivo para interpretar y comprender la naturaleza, las implicaciones, los horizontes del compromiso cristiano.

No es lo mismo un Dios allá en las alturas, al abrigo de toda contingencia histórica, que un Dios humanado , cono­cedor en propia carne de los vaivenes y de los dramas de la historia, de la libertad humana. ¿Qué nos dice el misterio de la encarnación con respecto al compromiso cristiano?

El "sí" de Dios a esta creación

En primer lugar, la encarnación es un nuevo "sí" por pai te de Dios a esta creación. Dios se reaí i rma en su crea­ción. Declara la bondad radical efe la materia, de la carne, del cuerpo, de la humanidad . Declara que todo ello es com­patible con Dios. De lo contrario, hubiera sido imposible la encarnación, esa sublime simbiosis de lo humano y lo divi­no. Por tanto, en pura fe cristiana no hay lugar para algún tipo de maniqueísmo, para el dualismo radical, para una sospecha sistemática sobre la maldad de la materia, de la naturaleza, de la carne, del cuerpo, de la humanidad. . . Ni hay lugar para una condena sistemática de todo lo que Dios ha asumido en la encarnación. Dios se reafirma en la bon­dad de su creación y, por consiguiente, la fe cristiana debe asumir que, en principio, la materia, la naturaleza, la carne, el cuerpo, la humanidad, la historia... pertenecen al ámbi­to de Dios.

Por consiguiente, la vida cristiana no se fomenta a base de reclusión, huida o alejamiento del mundo . Dios mismo se ha inserto e implicado en el mundo y en la historia asu­miendo la condición humana, sometiéndose a las contin­gencias de la libertad humana. La vida cristiana tiene en el misterio de la encarnación un modelo o un paradigma: vivir

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cristianamente es también asumir la bondad de esta crea­ción, de esta materia, de este cuerpo, de esta humanidad... Es implicarse en la defensa, la construcción, la humaniza­ción plena de esta creación.

Por eso, se habla de la espiritualidad cristiana como una espiritualidad de la encarnación, del compromiso temporal, de la implicación en la construcción y la humanización de esta creación y esta humanidad. En este sentido se ha habla­do recientemente de la espiritualidad cristiana como una "espiritualidad de ojos abiertos". Es una espiritualidad aten­ta y preocupada por los avatares de la creación, por el des­tino de la humanidad. Al igual que Dios no se quedó en su cielo desentendiéndose de esta tierra, tampoco el cristiano debe permanecer recluido en su intimidad, desentendién­dose de esta humanidad.

Asumir la encarnación es una forma de seguir pregun­tándonos, como hizo Dios a Caín: "¿Dónde está tu herma­no o tu hermana?" "¿Qué has hecho, qué estás haciendo con esta humanidad?".

Asumió la condición humana del siervo

Pero el misterio de la encarnación no se ha de entender en clave meramente física o metafísica. No consistió sólo en que Dios asumiera la carne humana, la naturaleza humana, o que tuviera lugar milagrosamente una unión hipostática de la divinidad y la humanidad. La encarnación ha de enten­derse en términos históricos y antropológicos. Dios asumió la "condición humana", con todas las consecuencias, impli­caciones y componentes de la misma: la fragilidad, la incer-tidumbre, la pasibilidad, la vulnerabilidad, los riesgos de la libertad...

Y no sólo asumió la condición humana. La asumió en su grado más bajo, en la degradación más baja que es la del siervo, la del esclavo, la del maldito de la ley, la del crucifi­cado. Dios no rehuye la parte oscura y frágil de la condición humana. Asume esta parte para humanizar al ser humano desde abajo. "El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mis­mo, tomando condición de siervo y haciéndose semejante

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a los hombres y apareciendo en su porte como hombre..." (Flp 2, 6-7). Mayor y más radical compromiso no se puede tener con esta humanidad.

Esto quiere decir que Dios ha asumido la condición humana en su nivel más inhumano para humanizarla desde abajo, desde el reverso de la humanidad, desde la parte oscu­ra e inhumana de la historia.

Para redimir, liberar y humanizar

Ciertamente, aunque la creación es buena y se mantie­ne fundamentalmente buena, el pecado se ha hecho presente en la historia y ha dejado tras de sí huellas de destrucción, de deshumanización, de sufrimiento... en la creación y en la humanidad. Un mal ejercicio de la libertad por parte de las personas y una mala gestión del proyecto original de Dios, una negativa por parte de la humanidad para seguir los mandatos divinos... ha introducido en esta creación y en esta historia las semillas del pecado y sus fatales conse­cuencias.

Por eso, nos encontramos en un mundo irredento, inhu­mano, poblado de sufrimiento. Nos encontramos con una creación agredida y con una humanidad disminuida. La creación sigue siendo buena pero no tanto como Dios quie­re. La humanidad sigue siendo buena, pero está herida y debilitada por el pecado. La inteligencia humana aún es capaz de buscar y atinar, a tientas, con la verdad; pero está oscurecida. La voluntad humana tiene aún cierta inclina­ción instintiva hacia el bien, pero está debilitada para con­seguirlo y mantenerse en él. La libertad es aún el distinti­vo más excelso del ser humano, pero está desorientada. Aunque siguen siendo dones divinos, facultades para la humanización de la creación, están acosadas por el peca­do... y necesitan ser redimidas. La inteligencia humana necesita revelación. La voluntad humana necesita ser redi­mida. La libertad humana necesita ser liberada.

Ante este panorama de la creación y de la humanidad, Dios se ha conmovido en sus entrañas. Se ha comprometi­do con la redención y liberación de esta humanidad desde los más bajos fondos. Asumió la condición humana en su

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nivel más bajo, la condición del siervo, del condenado, del crucificado. Así puso de manifiesto toda la fuerza del peca­do, el rostro más inhumano del pecado y sus efectos más destructivos. Quiso redimir, liberar, salvar a la humanidad o humanizar lo inhumano mediante un ejercicio o com­promiso de compasión, de amor, de misericordia, de fideli­dad... Así venció las fuerzas del pecado y mostró el camino para liberar a la humanidad de tanta inhumanidad. La vida, la pasión y la muerte de Jesús tuvieron esa virtud y esa fuer­za que la teología ha l lamado la "obra redentora, salvífica, l iberadora de Cristo".

En todos esos momentos de la historia de Jesús se reve­la el compromiso de Dios con la humanidad, y se i luminan para los seguidores de Jesús la naturaleza y las implicacio­nes del compromiso cristiano. Curiosamente, este compro­miso está marcado por el amor, la misericordia, la compa­sión, no por la violencia, la intransigencia, la intolerancia, como quizá esperaban celotas, fariseos y otros grupos reli­giosos y políticos contemporáneos de Jesús. Pe?~o no por eso dejó de ser un compromiso firme, consistente, efectivo y hasta explosivo. Tanta fidelidad no podía ser sin conflicto. Pues las fuerzas del mal y de la mentira no pueden tolerar tanta bondad y tanta verdad.

Buena noticia para los pobres y los pecadores

En el ministerio público de Jesús el misterio de la en­carnación se concretó en una opción decidida por la causa de los pobres v de los pecadores. Ellos son los más exclui­dos entre los excluidos, y por eso el compromiso con los pobres y los pecadores tiene especial significación. Asumir su causa es para Jesús asumir la causa de toda la humani ­dad desde su lado oscuro, el de las víctimas, los perdedo­res, los fracasados o aquellos a quienes se ha hecho fraca­sar. Ese lado oscuro refleja lo que íalta aún para la plena realización de esta creación, para la plena humanización de esta humanidad. Este fue el compromiso esencial de Jesús, v éste ha de ser también el compromiso de sus seguidores.

En el evangelio de Lucas el ministerio público de Jesús en Galilea se inicia con la presencia de Jesús en la sinagoga

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de Nazaret. Allí se atribuye Jesús a sí mismo el conocido texto del profeta Isaías 61, 1-2: "El Espíri tu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor" (Le 4, 18-19). Y en el evangelio de Mateo Jesús apela a la misma profecía para dar respuesta a los discípulos de Juan, que han sido enviados a preguntarle sobre su identidad: "Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muer tos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva..." (Mt 11, 4-5).

Ese compromiso se fue desgranando en una serie de sig­nos y gestos que Jesús puso durante su ministerio público: el anuncio de la Buena Nueva a los pobres, la curación de toda clase de dolencias, el perdón de los pecados, la read­misión de los "impuros" -publicarlos y pecadores- a la comunidad de mesa, la defensa de la mujer, del extranjero, del samaritano.. . Así muestra Jesús el camino que conduce a la reconstrucción de las personas y de la propia comuni­dad. Así muestra el camino hacia la plena humanización de las víctimas y también de los verdugos.

Porque la causa de los pobres y de los pecadores, de los excluidos, de las víctimas... es al mismo t iempo la causa de todas las personas, también de los verdugos y de los que excluyen. La humanización de las víctimas es el único cami­no hacia la humanización ele los verdugos. De hecho, éste es el mensaje de fondo en la conocida parábola del buen sama­ritano (Le 10, 29-37), que hoy se ha vuelto paradigmática incluso más allá de las fronteras de la comunidad cristiana. Es precisamente el herido del camino el que permite al samaritano humanizarse, portarse como verdadero prójimo, actuar y reaccionar humanamente .

Ese compromiso de Jesús que parecía tan inocente e inofensivo, tan ajeno a la política y tan falto de pretensiones revolucionarias, resulta que dejó al descubierto la debilidad y la inhumanidad del sistema religioso y político vigente. Cuestionó de raíz el sistema religioso-político de la pureza, que produce exclusión, discriminación, segregación de las personas consideradas "impuras". Las consecuencias de este

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compromiso de Jesús fueron tales, que el sistema no so­por tó tal desestabilización. Por eso sus representantes se propusieron acabar con el profeta de Galilea. De hecho, lo el iminaron físicamente.

Para la comunidad cristiana quedó clara una verdad sobre el compromiso: la eficacia de éste no se mide por su vistosidad o espectacularidad, sino por su fuerza o crédito moral, por lo que hay en él de honestidad, de trasparencia, de verdad, de fidelidad a la causa de la justicia, del amor y de la misericordia. En definitiva, su eficacia depende de lo que hay en él de fuerza de Dios, de virtud teologal. Este compromiso es como una semilla modesta y humilde que da fruto por sí misma. Hasta aquí llegan los reflejos de la luz que arroja el misterio de la encarnación sobre el com­promiso cristiano.

El final del Jesús terreno es de sobra conocido. Fue eli­minado por los representantes del sistema. Pagó con su pro­pia vida el precio de su compromiso incondicional con la causa de los pobres, de los pecadores, de los excluidos, de las víctimas. En la condena intervino el factor religioso: su pretensión de arrogarse una autoridad superior a la de sus propios jueces, la osadía de atribuirse privilegios divinos como el perdón de los pecados, la amenaza de destruir el templo... Pero intervino sobre todo el factor político: era un peligro para el orden establecido, porque soliviantaba al pueblo.

El compromiso cristiano y la entrega de la vida

Un compromiso auténtico tiene que poner algo en juego, tiene que comprometer. Y el compromiso más auténtico es aquel que pone en juego lo más valioso y lo más querido de los seres humanos : la propia vida. "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Y en esto Jesús ha dejado un ejemplo singular a sus seguidores. Ha ido verdaderamente por delante.

Después de la muerte de Jesús el cristiano ya no debe hablar tan alegremente o tan frivolamente sobre el com­promiso cristiano. Pues sabe que no hay verdadero com­promiso si no se pone en juego algo capital: la comodidad,

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la imagen, el reconocimiento, los propios intereses, la pro­pia vida. Comprometerse es comprometer algo propio en función de causas ajenas, porque sabemos que esas causas también son nuestras causas. Comprometerse es compro­meter algo en función de los demás. Dios comprometió a su Hijo, la vida de su Hijo, en función de nuestra redención y liberación, porque nuestra causa es su propia causa. Y en ello no hay egoísmo, sino pura comunión y solidaridad.

El misterio de la encarnación y la vida de Jesús iluminan el compromiso cristiano: su naturaleza, sus implicaciones, sus manifestaciones, sus destinatarios... Pero, la pasión y la muerte de Jesús i luminan de forma especial el costo de ese compromiso, y también el camino definitivo hacia la plena liberación y humanización de la humanidad . Pues el Resu­citado, el que resplandece en la otra vertiente, es el símbo­lo de la nueva humanidad , de una humanidad plenamente redimida, liberada, humanizada.

3. LA RESURRECCIÓN O LA CONFIRMACIÓN DEL PROYECTO

DE Dios

¿Vale la pena arriesgar?

El problema básico de todo compromiso es que implica arriesgar algo propio y valioso, ponerlo en juego, hacerlo peligrar. La gravedad del riesgo se a tenúa cuando la causa vale la pena. Vale la pena arriesgar la propia comodidad por la salud y el bienestar de un hijo. El problema se aminora cuando la causa perseguida al comprometerse tiene garan­tías de éxito, cuando las perspectivas de éxito son razona­bles. En este caso vale la pena arriesgar lo que sea, com­prometer algo valioso. Aún más, ni siquiera se debiera hablar de riesgo, pues el cálculo razonable habla de un resul­tado en conjunto positivo, favorable para los demás y, en todo caso, para nosotros. Este es el juego de las inversiones "razonables".

Pero el compromiso cristiano tiene un problema adi­cional: a pr imera vista, no es "razonable", no tiene garan­tías humanas , no tiene el éxito garantizado humanamente . El final d ramát ico de Jesús es un tes t imonio fehaciente.

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Al menos en apariencia, fue un fracaso humano para él. Fue un escándalo para sus seguidores. Fue un motivo de mofa, burla y escarnio para sus verdugos y enemigos. Para cual­quiera que lo contemplara crucificado, e interpretado huma­namente , su final fue un fracaso sin paliativos, como el de tantos otros crucificados de la historia. Mirando al Crucifi­cado cualquiera podía afirmar "razonablemente" que Jesús estaba equivocado. O bien, lo que era más grave, podía afir­m a r que la muerte había triunfado sobre la vida, la menti­ra sobre la verdad, la injusticia sobre la justicia, el odio sobre el amor, el verdugo sobre la víctima inocente, el poder sobre la fidelidad.

En este caso, ¿valía la pena el compromiso de Jesús? ¿Valía la pena haber arriesgado o compromet ido o haber puesto en juego la vida para que la aplastara la máquina del poder? ¿Valía la pena arriesgar la propia vida sin la garan­tía de que esc riesgo acarrearía nueva vida, más vida, para los demás e incluso para sí mismo?

El problema adicional para el compromiso cristiano consiste, en definitiva, en que se trata de un asunto de fe, sin demasiadas o quizá sin ninguna garantía humana . Sólo en fe se puede coniiar que la fragilidad del amor triunfe sobre la fuerza del poder, que la justicia indefensa se imponga sobre la injusticia violenta, que la víctima desarmada triun-le sobre el verdugo equipado con todas las armas de des­trucción. Entonces el compromiso es total, porque huma­namente se pone todo en juego, sin garantías humanas de compensación. Pascal lo llamó en su día "la gran apuesta", aunque la lee dulcemente o con un opt imismo exagerado, para concluir que creyendo crist ianamente nada ser pierde, aunque todo fuera falso.

La Resurrección, ¡a garantía del compromiso cristiano

El misterio de la resurrección de Cristo y de nuestra resurrección es otro art ículo central del credo cristiano, "...y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre...". Ahí está nues­tra gran garantía. Esa es la garantía de que ni el compromiso de Jesús ni el de sus seguidores es en balde. Es la garantía

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de que vale la pena correr el riesgo que implica el compro­miso de Jesús y el de sus seguidores.

La resurrección de Jesús es la confirmación por parte de Dios de que su vida y su muerte no fueron absurdas; valie­ron la pena. Dios resucitó a Jesús, lo levantó, lo exaltó, lo glo­rificó, lo sentó a su derecha... Son diversas expresiones uti­lizadas por la comunidad cristiana primitiva para confesar su fe en el triunfo definitivo de la causa de Jesús, para con­fesar que Dios le dio la razón a pesar del final de Jesús, humanamente tan escandaloso.

La comunidad cristiana confiesa este triunfo definitivo de Jesús. Confesó que Dios reconoce lo acer tado de la vida de Jesús, a pesar de su muerte. De esta forma la comunidad cristiana confiesa que el compromiso de Jesús no fue en balde, y que tampoco será en balde el compromiso de sus seguidores. Las garantías del sentido y del valor de ese com­promiso no son garantías humanas . Ese compromiso no es "razonable" de tejas abajo. Sólo es "razonable" desde el pre­supuesto de la fe. Desde el horizonte de la fe vale la pena arriesgar la vida, comprometer la , entregarla "por los de­más", por los hermanos y los extraños, por los amigos y los enemigos...

La resurrección de Jesús es la confirmación del valor que tiene ese compromiso a los ojos de Dios. Y, si Dios valora así la entrega de la vida en fidelidad y solidaridad, ¿podrán los creyentes poner en duda el valor de ese compromiso?

La humanidad tiene que "mirar al que traspasaron" (Jn 19, 37), a la víctima. Pero ahora tiene que mirar también al Resucitado, al triunfador, al que ha triunfado sobre la muer­te. Sólo así podrá valorar de forma integral la vida y la muer­te de Jesús, su compromiso a favor de la humanidad. Y sólo así podrá valorar también de forma integral el compromi­so de los seguidores de Jesús a favor de la humanidad.

La Resurrección, confirmación definitiva del proyecto de Dios

En el Resuci tado se confi rma de forma definitiva el proyecto de Dios sobre la creación y sobre la humanidad . Dios está de parte de la vida, del bien, de la justicia, de los

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derechos humanos, de las víctimas... Por consiguiente, todo compromiso a favor de estas causas tiene una auténtica base y dimensión teológica. Todo compromiso cristiano, siguien­do a Jesús y al estilo de Jesús, es también reconocido y con­firmado por Dios como camino hacia la plenitud definitiva de la creación y de la humanidad. Es, en cierto sentido, una semilla de resurrección.

En Cristo Resucitado la creación está ya consumada, la humanidad ha llegado ya a su plena humanización. Él es definitivamente "el hombre nuevo", la "nueva humanidad". Ahora es preciso completar en el cuerpo histórico de la humanidad "lo que falta a la pasión de Cristo" (Col 1, 24). Para que esta creación y esta humanidad lleguen a su ple­nitud definitiva, a la resurrección total. Por eso, todo com­promiso que se oriente en esta dirección es verdaderamen­te compromiso cristiano.

Todo lo que hacemos de positivo a favor de la vida, de la justicia, de los derechos humanos, de la solidaridad... resu­cita la creación y la humanidad. Pone semillas de resurrec­ción para que la creación y la humanidad lleguen a su ple­nitud y sean definitivamente salvadas. No tenemos garantías científicas de que este compromiso valga la pena, de que el éxito le esté asegurado. Es sólo una garantía en fe y en espe­ranza, sobre la base de nuestra fe en la Resurrección de Jesús y de nuestra esperanza en la futura resurrección de toda la humanidad. Pero esta garantía en fe y esperanza es suficiente para sustentar y otorgar valor al compromiso cris­tiano. Es suficiente para arriesgar la propia vida.

Y, al mismo tiempo, esa fe en la Resurrección de Jesús confirma que todo lo que hacemos de negativo, todo lo que arrastra consigo muerte, injusticia, inhumanidad... condu­ce al deterioro, al fracaso... o retrasa el triunfo definitivo de esta creación y esta humanidad. Es un compromiso al revés; un compromiso negativo, que no veile la pena. Es un com­promiso a fondo perdido, pero no en el sentido de la gra-tuidad y la solidaridad cristiana, sino en el sentido de "pre­tender ganar la propia vida", que en realidad es perderla.

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La Resurrección, promesa para toda la humanidad

La Resurrección de Jesús es la confirmación del valor de su compromiso en favor del Reino de Dios y su Justicia, a favor de la plena humanización y salvación de la humani­dad. Fue la plena confirmación del valor de su vida y de su muerte. Pero es, al mismo tiempo, una garantía y una pro­mesa para el resto de la humanidad, para todos los hombres y mujeres. Lo que ha tenido lugar en el Resucitado, en uno de nuestra raza, puede tener lugar en todos los demás seres humanos. La resurrección plena ha comenzado ya. Basados en esta promesa divina que es la resurrección de Jesús, los creyentes confiamos que, de hecho, la resurrección abarca­rá a toda la humanidad. También nosotros seremos plena­mente resucitados.

Nada de nuestro compromiso se perderá. Todo aquello que hayamos arriesgado para la humanización de esta crea­ción y de esta humanidad será reconocido y confirmado en la resurrección definitiva. Dios lo confirmará y lo recono­cerá por encima y más allá de todos los aparentes fracasos e in-utilidades de nuestros compromisos, por encima y más allá de todos los aparentes triunfos del mal sobre el bien, de la injusticia sobre la justicia, del odio sobre el amor, de la muerte sobre la vida. Esta es nuestra esperanza. "Porque nuestra salvación es en esperanza" (Rm 8, 24).

Enjuiciar o valorar el compromiso de Jesús y de sus seguidores desde el horizonte de la resurrección implica superar los límites de la moral o de la ética y adentrarse en la dimensión teológica. Esta dimensión teológica es una forma más honda y más amplia de abordar el compromi­so cristiano. Pues no se trata ya de una simple obligación, más o menos asumida e introyectada. No se trata ya de un mero buen comportamiento. Se trata de descubrir y reali­zar la dimensión teologal de nuestra vida y de nuestra acción.

Lo que en nuestra acción y en nuestra vida hay de posi­tivo, de humano, de creador o co-creador... eso hay en nos­otros de divino. Eso es lo que nuestra vida y nuestro com­promiso tienen de dimensión teologal. Son el reflejo de lo más íntimo de Dios: la bondad, el amor, la solidaridad... Y son también la expresión más exacta de los vestigios, la

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imagen y la semejanza que Dios dejó en la creación y en la humanidad. El compromiso cristiano no es sólo el cum­plimiento de un mandamiento divino. Es también el refle­jo, la expresión, la encarnación de lo divino en nosotros. Es una manifestación del rostro humano de Dios, y una mani­festación del rostro divino del ser humano.

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IV GRACIA

Y COMPROMISO

El problema...

De entrada, la gracia y el compromiso, la gratuidad y la militancia parecen dos dimensiones distintas y contra­puestas de la vida cristiana. Designan, a primera vista, la diferencia y la contraposición entre lo que es de Dios y lo que es del ser humano. Gracia o gratuito sería todo aque­llo que es de Dios, que Dios hace en la creación y en la humanidad, en la comunidad cristiana y en toda la histo­ria humana. Compromiso y militancia sería todo lo que hace el cristiano en nombre de la fe, pero a base de volun­tad y esfuerzo.

¿Se trata, en realidad, de dos dimensiones tan contra­puestas de la vida cristiana? En ese caso, la vida cristiana tendría que renunciar al compromiso y la militancia, puesto que no puede renunciar a la gracia o a la gratuidad. ¿O son más bien dos dimensiones irrenunciables y armo-nizables de la vida cristiana? Es ese caso habría que con­jugarlas de forma que su suma nos diera la vida cristiana integral.

La historia de este problema es ya larga en el cristianis­mo. Muchas veces se ha invocado las figuras evangélicas de María y Marta, las dos hermanas de Lázaro y amigas de Jesús, para simbolizar respectivamente la gratuidad y la militancia, la contemplación y la acción, la dimensión caris-mática y la dimensión militante de la vida. "Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte más buena, que no le será arrebatada" (Le 10, 41).

Y muchas veces se han seleccionado textos neotesta-mentarios para contraponer gracia y compromiso, fe y obras, la acción gratuita de Dios en nosotros y nuestro com­promiso esforzado para conseguir la salvación y la libera­ción, propias y ajenas. Quizá los textos más invocados son

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los referentes a la justificación por la fe, de Pablo, y los tex­tos de Santiago referentes a la necesidad de las obras para que la fe no sea una fe muerta. ¿Tan distinta y contrapues­ta es la visión de la vida cristiana en Pablo y en Santiago? ¿No será posible armonizarlas?

Y su larga historia

En la historia del cristianismo este conflicto entre la gra-tuidad y la militancia tiene ya un largo recorrido y ha cono­cido momentos cumbres. Los movimientos gnósticos se inclinaron más hacia la gratuidad, pues la salvación es un asunto de "gnosis", de conocimiento, de conciencia... Por supuesto, la salvación es obra gratuita de Dios. Todo lo que el creyente tiene que hacer es lomar conciencia, hacer con­ciencia de lo que Dios hace en él, asumir conscientemente la salvación que Dios le ofrece. La salvación es un don que nos llega a través de la gnosis, del conocimiento, no a tra­vés del compromiso o la militancia. Por eso los movimien­tos gnósticos conducen a una cierta pasividad mística.

Pelagio y el pelagianismo, por su parte, quisieron recu­perar el valor de las obras y del compromiso . La voluntad, la libertad, el esfuerzo humano , la militancia... son condi­ción de posibilidad para que la salvación nos sea dada. La salvación es don y gracia, ciertamente, pero es a! mismo tiempo recompensa a nuestras obras. Es respuesta a los derechos adquir idos por la buena conducta. El compromi­so humano es, por consiguiente, un componente esencial e irrenunciable de la salvación cristiana. Y, aunque la salva­ción es gracia, el cristiano debe conquistarla mediante el compromiso ético, mediante la conversión de costumbres.

San Agustín y el aguslinismo reaccionan contra esta parcialidad pelagiana a favor de las obras y el compromi­so. Y reaccionan, si así cabe decir, con otra parcialidad a favor de la gracia.

Como Pablo pr imero -y luego su discípulo Lu te ro-Agustín experimenta en propia carne la fuerza del pecado y la debilidad de la voluntad humana. Es la experiencia que se repite en todos los grandes "conversos". El punto de par­tida de la conversión de éstos suele ser una i luminación

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interior que les hace tomar conciencia de su pecado. Se consideran así grandes pecadores. Tocados por la gracia, pasaron a ser grandes conversos. Pero lo más significativo de este íenómeno quizá sea que la experiencia profunda de pecado les hace desconfiar de sus propias fuerzas, de sus propias capacidades humanas para convertirse, para acce­der a la verdad y al bien. Por eso se confían a la obra de la gracia. Estas experiencias llevaron a Agustín hasta la fron­tera de un cierto maniqueísmo, y dejaron en él un cierto poso de pes imismo antropológico que ha permanecido en la tradición teológica agustiniana.

La reacción lógica de Agustín, como la de Pablo, fue la apelación a la gracia. La salvación es gracia, totalmente gra­cia. Tanta insistencia de Agustín en esta afirmación y en esta doctrina de la gracia, le valieron el título de "doctor de la gra­cia". Sólo que la apología de la gracia no llevó a Agustín hasta la negación de la libertad y ni al desconocimiento del compromiso. El "doctor de la gracia" reconoce que la per­sona h u m a n a tiene una parte de responsabilidad en la bús­queda de esa salvación que es totalmente gratuita. Lo expre­só bien en la famosísima frase: "Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti". Agustín es doctor de la gracia, pero no reniega de la libertad. Defiende el carácter gratuito de la sal­vación, pero no hace de menos el compromiso, la respon-sabilidad, la cooperación del ser humano en la empresa de la salvación.

Junto a esta tradición espiritual que enfatiza la salvación gratuita, no faltó nunca otra tradición espiritual que subra­yó la importancia del camino ascético hacia la salvación. La insistencia en la ascética, las renuncias, la perfección moral... fue creciente, sobre todo en los ámbitos del eremi-tismo y del monaquisino, pero también en los ámbitos de religiosidad popular. Esta corriente volvió a priorizar el com­promiso y la militancia en la vida cristiana. Sin negar la gra­tuidad de la salvación, don de Dios, es presentada como objeto de conquista, como compensación o recompensa por el buen comportamiento moral.

Hay que poner, pues, actos meritorios. De alguna forma, la vida cristiana exige en primer plano una conducta moral. Es la lorma de priorizar el compromiso, la militancia. Pero se llegará a extremos que apenas dejan espacio para la

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acción gratuita de Dios al final, cuando el cristiano ha mere­cido la salvación, la ha conquistado a base de esfuerzo, renuncia y voluntad. La gracia queda en un segundo plano, muy en segundo plano, en esta forma de entender la vida cristiana.

Contra estos planteamientos protestó y reaccionó Lutero. Después de buscar denodadamente la perfección, fiado en sus posibilidades y basado en sus fuerzas, experi­mentó el más frustrante fracaso. Y terminó encomendan­do la salvación y la justificación a la fe fiducial. Basta creer, basta confiar en Dios. Esa fe es la única que nos salva y nos justifica.

La salvación y la justificación son pura gracia. El mero intento de colaborar y de poner algo de nuestra parte, que no sea esa fe fiducial, es un pecado de desconfianza, un des­confiar del poder y de la voluntad salvífica de Dios. "Cree fuertemente": éste es el ideal central de la vida cristiana. El simple hecho de ir más allá de la fe fiducial y embarcarse en el compromiso, en la militancia, en la ascética, la renuncia, el esfuerzo por conseguir la perfección moral... es una nega­ción radical de la gratuidad de la salvación. ¿Qué sentido tiene el compromiso humano cuando Dios ofrece gratuita­mente la salvación?

La teología católica salió al frente para neutralizar y corregir esta parcialidad de Lutero a favor de la gracia y a costa del compromiso. Esta reacción quedó plasmada en la teología del Concilio de Trento sobre la justificación. La tradición católica procuró armonizar ambos elementos o dimensiones de la vida cristiana. Pero no siempre lo con­siguió.

La necesidad de salvar el aporte del ser humano a la salvación, su responsabilidad, llevó a veces a insistir de nue­vo parcialmente en el compromiso y la militancia. Algunos llegaron a definir la salvación como si fuera una tarea huma­na, un objetivo pendiente y dependiente de la conducta moral de las personas. Bayo y Jansenio caminaron en esta dirección hasta tal extremo, que hicieron prácticamente inútil e innecesaria la gracia para la salvación. Los seres humanos pueden hacer el bien con sus talentos naturales; pueden confiar en su razón y en su voluntad para atinar con el bien y realizarlo. Pueden confiar plenamente en su

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libertad. Aún sin la ayuda de la gracia, con el simple com­promiso, los seres humanos pueden merecer y conquistar la salvación.

La Iglesia hubo de intervenir de nuevo para mantener la debida armonía entre la gracia divina y el compromiso humano, entre la salvación como don de Dios y la respon­sabilidad de la libertad humana en el camino hacia la sal­vación. No es fácil mantener esta armonía, pues se trata de términos aparentemente antitéticos, que se hallan entre sí en una relación dialéctica.

Por consiguiente, no le resulta fácil a la razón humana formular la relación exacta entre gracia y libertad, entre gratuidad y compromiso. Se trata de dos polaridades cuya armonía sólo puede ser debidamente captada mediante la experiencia de la fe y la sabiduría de la vida. Sólo la vida es capaz de reconciliar y armonizar polaridades cuya relación resulta irreconciliable e imposible de armonizar para la razón humana.

El problema sigue: carismáticos y liberadores

De hecho el problema sigue aún presente en la Iglesia. Sigue pendiente la oportuna armonización entre la gracia y el compromiso, entre la gratuidad y la militancia, entre el don divino de la salvación y la responsabilidad humana. Y seguirá presente en el futuro de la comunidad cristiana.

Quizá los dos movimientos teológicos y eclesiales que mejor reflejan la vigencia de este problema en las décadas más recientes son el movimiento de la renovación carismá-tica y el movimiento de la liberación. Se trata de dos movi­mientos teológicos, eclesiales, espirituales... que son verda­deramente emblemáticos. Son dos ejemplos típicos de una insistencia prioritaria o preferencial -si no parcial- en uno de los dos extremos en liza.

El movimiento liberador ha querido salvar a toda costa el valor y la importancia del compromiso cristiano a favor de la liberación de los pobres y oprimidos, sin negar por supuesto la gratuidad ele la salvación. El movimiento de la renovación carismática, por su parte, ha querido salvar a toda costa el valor, la importancia, la prioridad de la gra-

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tuidad de la salvación, sin negar el valor del compromiso cristiano.

Son dos formas legítimas de concebir e interpretar la vida cristiana. Ambas son legítimas, pero también deben ser complementarias . Sin embargo, la experiencia prueba que no es fácil sostener esa complementariedad y esa armonía. Quizá porque los seres humanos siempre estamos inclina­dos a la parcialidad, al extremo, a la exageración... Nos cues­ta tanto la armonización de los elementos contrapuestos, aunque sean complementarios .

Las urgencias dramát icas del continente latinoameri­cano, a la vez masivamente cristiano y plagado de injusti­cia y de situaciones anticristianas y an t ihumanas , hicieron reaccionar a un amplio sector de la Iglesia. En este sector eclesial brotó el clamor por un compromiso decidido de los cristianos a favor de la justicia, la paz, la solidaridad, los derechos humanos. . . la liberación de los pobres, oprimidos, explotados, excluidos. La opción por los pobres se convir­tió en exigencia irrenunciable de todo compromiso cristia­no y de toda vida cristiana.

El escándalo y la contradicción de la realidad histórica en una sociedad que confiesa la gratuidad de la salvación, dieron lugar a una teología, a una pastoral, a una espiri­tualidad de la l iberación. El compromiso histórico a favor de esas causas es la mediación necesaria del Reino de Dios y su Justicia; es la mediación de la salvación, que es don gratuito. Es precisamente la dinámica del Reino de Dios, que es gracia, lo que obliga a los cristianos, a la Iglesia, a asumir el compromiso liberador como dimensión esencial de la vida cristiana, del seguimiento de Jesús. En todo esto no hay negación de la gracia: sólo hay urgencia de tradu­cir el don del Reino y su Justicia en compromiso y prácti­cas de liberación. Esto es mantenerse en rigurosa conti­nuidad con la praxis de Jesús.

Por su parte, el movimiento de la renovación carismáti-ca reaccionó contra una especie de "moralización" excesi­va de la experiencia cristiana tanto en la pastoral tradicio­nal como en los movimientos liberador-es. Y reclamó la gracia, la gratuidad de la salvación como núcleo de la expe­riencia y de la vida cristiana. El Espíritu Santo es el agente de la vida cristiana; su acción es absolutamente gratuita.

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Con estas afirmaciones el movimiento de la renovación carismática no pretende negar el valor y la importancia del compromiso temporal , pero entiende que nada es cristiano si no es gracia, si no es obra del Espíritu. De hecho se man­tiene una cierta sospecha y suspicacia sobre cualquier esfuerzo humano , sobre cualquier compromiso temporal, sobre cualquier intento voluntarioso de colaborar a la edi­ficación del Reino de Dios y su Justicia. Enseguida se tilda de voluntarismo o de moral ismo voluntarista. Y con sor­prendente facilitad y precipitación se interpreta todo com­promiso como una negación de la gratuidad.

"Los dos velando por las cosas"

En la m a ñ a n a del domingo la Iglesia canta en su litur­gia: "Y tú te regocijas, oh Dios, y tú prolongas en sus peque­ñas manos tus manos poderosas; y estáis de cuerpo entero los dos así creando, los dos así velando por las cosas". Es una forma hermosa de proclamar la a rmonía entre el don de Dios y la responsabilidad del ser humano , entre la gracia y la militancia, entre la gratuidad y el compromiso. Es una forma hermosa de decir que la creación continuada es a un tiempo obra de Dios y del ser humano . Desde esta perspec­tiva es preciso buscar la armonía entre la gracia y el com­promiso cristiano.

La más sana tradición teológica y la más sana espiri­tualidad cristiana presentan la creación y la salvación como obra gratuita de Dios. Pero también las presentan como obra conjunta del ser humano . Dios l lama al ser humano a cooperar en la obra creadora y salvífica. Hombres y muje­res son co-creadores con Dios. Esa condición de co-crea-dores con Dios les eleva a una dignidad singular" entre las demás creaturas del universo. Pero también pone sobre sus espaldas una singular responsabilidad o corresponsabilidad. Hombres y mujeres son también corresponsables en la obra salvífica. El Dios de la revelación judeo-cristiana se carac­teriza precisamente por un respeto exquisito a la libertad humana. Por eso, no entra en sus cálculos salvar al ser humano sin su cooperación. La salvación que Dios ofrece sólo acontece cuando las personas la aceptan libremente y

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asumen activa y responsablemente sus implicaciones y exi­gencias. Aquí se juntan también la gracia y el compromiso.

Una afirmación central de la revelación cristiana es la siguiente: "la causa de Dios es la causa del ser humano". Es afirmación central del misterio de Jesucristo: "que por nos­otros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó...". Lamentable­mente, este artículo central del credo bíblico no siempre ha sido tenido en cuenta en la teología y en la espiritualidad cristiana. Y, por eso, en vez de armonizar la obra gratuita de Dios y el compromiso humano, con frecuencia se han con­trapuesto ambas causas; se han contrapuesto la gracia divi­na y el compromiso humano. Así ha tenido lugar una espe­cie de contencioso entre Dios y el hombre, que ha hecho mucho daño a la teología, a la espiritualidad, a la vida cris­tiana en general. Porque ese contencioso hace difícil, si no imposible, armonizar la gracia y el compromiso.

Un falso espiritualismo resolvió el contencioso a favor de Dios, defendiendo la causa de éste y negando práctica­mente la causa humana. Dios es Dios y el ser humano nada vale y nada tiene que hacer ante Dios; sólo creer, venerar, adorar... y dejarse salvar pasivamente. Todo esfuerzo suyo por conquistar la salvación es poco menos que un atenta­do contra la omnipotencia divina y contra la gratuidad de la salvación. El ser humano es prácticamente negado o anu­lado. Su causa resulta insignificante. Por eso, en orden a la salvación al ser humano no le queda otro camino que la vía pasiva, el sometimiento de su libertad, la obediencia ciega, dejar que Dios haga su obra salvífica. Es una especie de "espiritualismo postulatorio": El ser humano tiene que morir para que Dios viva; la causa humana tiene que ser reprimida o anulada para que la causa de Dios sobresalga en toda su grandeza y excelencia.

Estas son las fatales consecuencias de olvidar aquella tesis tan central de la revelación judeocristiana, cuyo culmen tuvo lugar en la persona y en la obra de Jesús: la causa de Dios es la causa del hombre; lo que Dios quiere es que el hombre viva. Y, por supuesto, otra fatal consecuencia es la absoluta imposibilidad de armonizar convenientemente la gracia y el compromiso, la acción de Dios y la acción del ser humano, el don gratuito de la salvación y la cooperación

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humana libre y corresponsable en la obra de la salvación. Nada de compromiso cristiano, gritan los partidarios de este espiritualismo postukvtorio; sólo la gracia.

Pero en la historia del cristianismo no ha habido sólo una especie de "espiritualismo postulatorio". También ha habido un "ateísmo postulatorio". Y, de algún modo, se da entre ellos una especie de relación de causa-efecto. El lla­mado ateísmo postulatorio es muy probablemente una con­secuencia no deseada, pero previsible y casi lógica, del espi­ritualismo postulatorio.

El ateísmo postulatorio conoció sus formulaciones más agresivas en la filosofía moderna de los llamados "maestros de la sospecha". Se ha llamado así a aquellos pensadores modernos que arrojaron fuertes sospechas contra cualquier concepción de la religión y en concreto del cristianismo que pretendiera hacer de menos al ser humano. C. Marx y F. Nietzsche, desde ópticas muy distintas, son representantes destacados ¿En qué consiste esta sospecha? Precisamente en considerar que las religiones y el cristianismo en con­creto afirman a Dios a expensas del ser humano. Si Dios es el absoluto, el omnipotente, el único, el viviente... el ser humano queda reducido a la nada, tiene que renunciar a su libertad, a su autonomía, a su autorrealización, a su felici­dad, a sí mismo... La causa de Dios es la negación de la causa del ser humano. La vida de Dios es, pues, la muerte del ser humano. Esta es la sospecha que atraviesa el pen­samiento estos maestros.

Como alternativa a ese "espiritualismo postulatorio" los maestros de la sospecha proponen un "ateísmo postulato­rio": es preciso matar a Dios para que el hombre viva. Tiene que desaparecer Dios del horizonte, para que el ser huma­no pueda ser él mismo, ser libre, asumir sus responsabili­dades, vivir, cultivar la voluntad de poder. Hay que dar muerte a Dios para que el ser humano viva. Es conocida la gran proclama de F. Nietzsche en este sentido: "Dios ha muerto... nosotros lo hemos matado". Tiene que desapare­cer la religión, que es opio y alienación, para que el ser humano recobre su identidad, su vocación y su responsa­bilidad en la creación y en la historia. Nada de gracia, gri­tan los partidarios del ateísmo postulatorio; sólo compro­miso histórico.

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La más sana teología cristiana recoge lo mejor de la reve­lación judeo-cristiana y afirma que la causa de Dios es la causa del ser humano . Dicho de otra forma, Dios asume la causa h u m a n a como suya, como propia, como si fuera la única causa que a Él le interesa. Después de todo, es normal, porque somos hechura suya, a su imagen y semejanza, somos lo más preciado de su creación. Es normal que Dios se interese por su obra. Lo que Dios quiere es que el hom­bre y la mujer vivan, y vivan en plenitud. No quiere entrar en competencia con el ser humano. Sólo quiere colaborar codo con codo con el ser humano para llevar a plenitud la obra creadora y salvífica, para que la creación y la huma­nidad lleguen a su plenitud, se humanicen plenamente.

La única competencia entre Dios y el ser humano , la única contradicción entre la causa de Dios y la causa del ser h u m a n o tiene lugar en el ámbito del pecado, no en el ámbi­to de la gracia. Es decir, tiene lugar precisamente cuando el ser h u m a n o encamina su libertad y su actuación en direc­ción contraria a la voluntad de Dios. A eso llama la teología "pecado": caminar o encaminarse en dirección equivocada, marchar en contra de la voluntad divina, deshacer la obra de Dios, deshumanizar la creación y la humanidad.. . enfren­tar la causa del ser humano a la causa de Dios. Y caminan­do en esta dirección el ser humano no gana en libertad, sino en esclavitud. Porque la voluntad de Dios no es una obliga­ción pesada que se impone al ser humano para anular su libertad. Es más bien un indicador seguro que revela al ser h u m a n o en qué consiste ser libre, ser h u m a n o y ser feliz.

Conjugar la causa de Dios y la causa del ser humano es tarea fundamental de la teología, de la espiritualidad, de la vida cristiana. Los artículos fundamentales del credo cris­t iano (creación, encarnación, resurrección) ofrecen bases teológicas suficientes, revelación garante, para armonizar ambas causas. Y ofrecen bases teológicas suficientes para armonizar la gracia divina y el compromiso humano .

¿Siervos iniíliles? ¿En qué sentido?

Los evangelios presentan el problema en términos más sencillos y comprensibles que los filósofos y teólogos mo-

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demos . Usan otro lenguaje. No discuten sobre el problema metafísico de la libertad, de la autonomía, de la alienación humana. . .

Los evangelios hablan del Reino de Dios y su Justicia para designar a un t iempo la causa de Dios y la causa de la humanidad . Jesús anuncia la llegada de ese Reino como una buena noticia para la humanidad . Y es buena noticia porque es gracia, porque es un don gratuito, porque Dios lo ofrece generosamente . . . No es respuesta a los derechos adquiridos, ni a los méritos, ni al buen comportamiento de los hombres y mujeres, como querían los fariseos del tiem­po de Jesús y los de todos los t iempos. Simplemente es gra­cia, y se ofrece preferencialmente a los más necesitados de gracia: los pobres y los pecadores. Por eso es buena noticia. Y es también buena noticia porque es anuncio de biena­venturanza, de felicidad, de salvación, de perdón, de recon­ciliación..., de una nueva era en la cual la abundancia de vida se va a concretar en unas relaciones fraternas y soro-rales a todo nivel. La intervención salvífica de Dios y la nueva comunidad serán buena noticia para los hambrien­tos, para los sedientos, para los que lloran, para todos los sufrientes y las víctimas.

Pero esta gratuidad no se traduce en irresponsabilidad para quienes han recibido esa gracia. El Reino de Dios y su Justicia es un desafío para la libertad de todos los que escu­chan su anuncio. Y, sobre todo, es un desafío para aquellas personas que lo acogen. No puede ser recibir el Reino de Dios y su Justicia sin incorporarse a sus reglas de juego, sin asumir sus implicaciones y sus exigencias. El Reino de Dios es gracia, pero es exigente, muy exigente. No puede ser que se haga presente en la persona y en la comunidad y que todo siga lo mismo, como si el Reino de Dios estuviera ausente. No puede ser que se afirme la intervención gratuita de Dios en la persona y en la comunidad, y que, al mismo tiempo, la persona y la comunidad no se sientan impulsados a actuar de acuerdo con las exigencias del Reino y su justicia. No puede ser que el regalo gratuito del Reino no se traduzca en compromiso libre y responsable de quienes han sido agraciados con ese magnífico don. Aunque sólo fuera por sentido de gratitud.

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El evangelio de Lucas lo ejemplifica con una parábola muy sencilla pero muy expresiva. "¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: pasa al momento y ponte a la mesa? ¿No le dirá más bien: prepárame algo para cenar, y cíñete para ser­virme hasta que haya comido y bebido y después comerás y beberás tú? ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado?" (Le 17, 7-9). No es precisa­mente una parábola de t iempos democrát icos. Suena más bien a cultura y sensibilidad patriarcal y feudal. Pero es una parábola con un mensaje muy claro. El evangelista con­cluye con la siguiente aplicación: "De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado , decid: somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer" (Le 17, 10).

Esta conclusión es una buena versión del verdadero sen­tido de la gratuidad en la vida cristiana. La gracia no dis­pensa de la acción, del compromiso, de la responsabilidad. Sería una irresponsabilidad hacer esta proclama de la inuti­lidad en la oración de la mañana, para dispensarse del tra­bajo y el compromiso de la jornada. El texto no es una invi­tación a la holgazanería y a la flojera, a la pasividad y al quietismo. Ni la gratuidad del Reino de Dios y su Justicia debe ser una disculpa para eludir responsabilidades. La pro­clama de su inutilidad debe hacerla el cristiano en la oración de la tarde, después de haber trabajado responsablemente durante la jornada para que crezcan el Reino de Dios y su Justicia. Por eso se ha insistido tantas veces que el cristia­no, sabiendo que el Reino es gracia, sin embargo debe tra­bajar por el Reino de Dios y su Justicia con tanto ahínco, como si el Reino de Dios no fuera gratuito.

La inutilidad del siervo de la parábola no consiste pre­cisamente en no hacer, en mantenerse pasivo, en eludir el compromiso responsable. Consiste en hacer responsable­mente lo que tiene que hacer. Consiste sólo en esa especie de dimensión gratuita del compromiso. En realidad el sier­vo comprende que "sólo hizo lo que tenía que hacer". Nada más . Así de simple. En este sentido, lo que ha hecho no tiene sentido comercial, no exige recompensa a cambio, no está sujeto a remuneración. Es simplemente el cumplimien­to de la propia vocación, de la propia tarea, de la propia

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responsabilidad. Ahí está ya la verdadera remuneración. El siervo no exige nada a cambio. Su servicio no pertenece al ámbito de lo comercial y de lo negociable; pertenece al ámbito de lo in-útil, de lo gratui to. . .

Pero aún hay un sentido más profundo de esa feliz coin­cidencia entre la gracia y el compromiso. No son dos reali­dades distintas ni contrapuestas. Esa contraposición sólo se da en nuestras pobres concepciones y en nuestras pobres ideas. No hay contraposición necesaria entre la gracia y el compromiso. En la realidad, como lo muestra muy bien el siervo de la parábola, todo es gracia; también el compromiso es gracia. Pero es necesario reconocerlo y hacer conciencia de ello desde la fe. Por eso, la gracia sólo puede ser recono­cida y confesada desde la fe. Más allá de ésta, el compromiso de la humanidad, por más excelente que sea, no pasa de ser eso, simple compromiso, atribuible - en sus logros y en sus deficiencias- exclusivamente al ser humano . Sin embargo, desde la fe el compromiso humano es también obra de Dios en lo que tiene de constructivo, de liberador, de salvador y de humanizador. En ese sentido es a un t iempo gracia divi­na y responsabilidad humana, acción de Dios a través de la acción de las personas y compromiso de las personas por obra y gracia de Dios.

Dios actúa por medio de nosotros y nosotros actuamos por obra y gracia de Dios. No hace falta denominarse caris-mático para respetar y afirmar la gratuidad del Reino de Dios y su Justicia. Tampoco el hecho de ser partidario del compromiso l iberador implica necesariamente la negación de la gratuidad. Entendidas las cosas, como las entiende la parábola de Lucas, hasta el compromiso más voluntarioso, el más esforzado, el más militante, el más liberador... es gra­cia, o es obra y gracia de Dios por mediación de los seres humanos .

Después de todo, esto es lo que sucedió en el ministerio público de Jesús: la gratuidad del Reino de Dios se hizo pre­sente mediante su compromiso decidido a favor de los pobres, necesitados y excluidos. Su compromiso evangeli-zador y sanante, su opción decidida por los necesitados y su defensa incondicional de las víctimas... fue la encarnación de la gratuidad del Reino. La vida de Jesús es un ejemplo claro de conjugación y armonización entre el don del Reino

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y el compromiso, entre la gracia y responsabilidad, entre la gratuidad y la militancia (aunque los términos compromi­so, responsabilidad y militancia nos suenen tan extraños aplicados a Jesús. ¿Por qué no se los debíamos aplicar?).

"Gracia cara y gracia barata"

La terminología está tomada de D. Bonhóffer. Es un autor protestante, teólogo, místico y mártir. Sus reflexiones l laman la atención sobre todo por t ra tarse prec isamente de un autor que pertenece a la tradición teológica y espiri­tual luterana. En esta tradición, la gracia lo es todo para la salvación y justificación del ser humano . El compromiso h u m a n o es un atrevimiento, un a tentado contra la gracia, un riesgo de moralización de la experiencia cristiana.

D. Bonhóffer se mantiene, por supuesto, en las tesis bási­cas de la teología luterana. Defiende sin ninguna duda la prioridad de la gracia para la salvación y la justificación. Pero la experiencia le dice que no siempre ha sido correc­tamente interpretada esa tesis, ni en las Iglesias Reformadas ni en la Iglesia Católica. Con frecuencia la gracia ha sido objeto de abaratamientos y rebajas. Por eso el autor habla de una "gracia cara" y de una "gracia barata". Sus reflexio­nes nos ayudan a comprender mejor la relación entre la gra­cia y el seguimiento, entre la gracia y el compromiso.

Llama el autor "gracia barata" a aquella que conduce a la pasividad y la irresponsabilidad de los cristianos en la Iglesia y en la sociedad. Como todo es gracia, no vale la pena hacer el más mínimo esfuerzo por construir el Reino de Dios y su Justicia. Como todo es gracia, el simple esfuerzo huma­no por conseguir la salvación y la liberación es ya un aten­tado contra la gracia; es un pecado. Por lo tanto, todo nos es dado gratui tamente, a precios de rebajas. No es necesa­rio el compromiso. Aún más, el compromiso no es cristia­no; es la negación del verdadero cristianismo.

Así define el autor la gracia barata y sus fatales conse­cuencias. "La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón malbara­tado, el consuelo malbaratado, el sacramento malbaratado, es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia, de donde

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la cogen unas manos desconsideradas para distribuirla sin vacilación ni límites; es la gracia sin precio que no cuesta nada. Porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos... En esta Iglesia el mundo encuentra un velo bara­to par cubrir sus pecados, de los que no se arrepiente y de los que no desea liberarse... La gracia bara ta es la justifica­ción del pecado y no del pecador. Puesto que la gracia lo hace todo por si sola, las cosas deben quedar como están. 'Todas nuestras obras son vanas'. El mundo sigue siendo mundo y nosotros seguimos siendo pecadores.. . La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento... es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gra­cia sin Jesucristo vivo y encarnado".

La gracia bara ta es pues la gracia sin compromiso o en lugar del compromiso, la gracia sin seguimiento o en lugar del seguimiento; es la gracia que ilusoriamente nos dispen­sa del seguimiento. Es la gracia que nos libra del segui­miento, del compromiso. Es la gracia que nos defiende del prójimo. De esta gracia dice el autor que es "el enemigo mor­tal de la Iglesia".

Por el contrario, el autor define la "gracia cara" como una gracia que exige el compromiso y nos introduce inelu­diblemente en el seguimiento de Jesús. "La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el Reino de Dios por el que el hombre se a r ranca el ojo que le escandaliza; es la l lamada de Jesucristo que hace que el hombre abandone sus redes y le siga. La gracia cara es el evangelio que siempre hemos de buscar, son los dones que hemos de pedir, la puerta a la que hemos de llamar. Es cara porque llama al seguimiento; es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida; es gracia porque le rega­la la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia por­que justifica al pecador. Sobre todo la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo - 'habéis sido adquiridos a gran precio'- y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nos­otros. Es gracia, sobre todo, porque Dios no ha considera­do a su Hijo demasiado caro con tal de devolvernos la vida,

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entregándolo por nosotros. La gracia cara es la encarnación de Dios".

La gracia cara es pues la gracia con compromiso; es la gracia con seguimiento. Es la única gracia autént icamente cristiana.

Decir "gracia cara" parece una contradicción. O, cuan­do menos, suena un poco paradójico. Porque lo gratuito no tiene precio, no es caro ni barato.

Sin embargo, tiene su lógica evangélica el hablar de gra­cia cara y de gracia barata. La gracia cara sigue siendo gra­cia, en el sentido que el Reino de Dios y su Justicia son obra de Dios. Dios ofrece la salvación y la realiza gratui tamente en el ser humano. Esta no es respuesta a los esfuerzos, a los méritos, a los supuestos derechos adquiridos del ser huma­no. Es pura gracia. No se compra ni se vende. No se adquie­re a base de méritos, ni se pierde a base de deméritos. No es el fruto de un compromiso cristiano sostenido a base de ascesis, propósito de la enmienda, voluntarismo.. . Es sim­plemente un don.

Pero hay una gracia que es cara en el sentido que es exi­gente y comprometedora. Una vez recibida como gracia, mete al ser humano en una dinámica existencial que le puede llevar a perder la vida, a entregarla, a arriesgarla y ponerla enjuego por la causa del Reino y su Justicia. En este sentido se puede hablar del "precio de la gracia", como hace D. Bonhóffer. Ese es el precio que se ha de pagar por haber sido tocado por el Reino de Dios y su Justicia, por haber sido agraciados con el descubrimiento del tesoro escondido que es el Reino. Ese es el precio a pagar por haber sido encon­trados por Jesús y haber sido llamados al seguimiento. Quien ha encontrado el tesoro en el campo tiene que ven­derlo todo, pero lo hace con alegría. "El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel. También es semejante el Reino de los Cielos a un mer­cader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la com­pra" (Mt 13,44-46).

Quien ha sido encontrado por Jesús, tiene que arries­garlo todo para enrolarse en la empresa del seguimiento. La

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gracia cara no puede ser sin seguimiento, sin compromiso. Implica unas renuncias. Pero las renuncias no son condición previa al seguimiento de Jesús o precio a pagar para con­quistar el Reino de Dios y su Justicia. Son más bien las con­secuencias del encuentro con Jesús, de haberse enrolado en el seguimiento de Jesús, de haber descubierto el valor abso­luto del Reino de Dios. Son el precio a pagar para aquellas personas que han sido tocadas por la fe en Jesús, que han sido beneficiadas por el encuentro con Jesús, que han des­cubierto el valor absoluto del Reino de Dios.

En este sentido, podemos afirmar que la gracia es lo más caro, lo más exigente, lo más comprometedor. Es más exi­gente que cualquier mandamiento , cualquier sistema legal, cualquier moral... Estas siempre exigen renuncias parciales y se contentan con cubrir lo exigido por el mandamiento , la ley y la moral. Mientras que la gracia no tiene medida; es pura radicalidad. La gracia exige renuncia total y radical, la entrega de la propia vida por la causa de Dios y la causa de los seres humanos , como hizo Jesús. Y lo exige gratui­tamente, sin buscar nada a cambio. Ahí está su gratuidad.

Desde estas claves ya resulta más fácil conjugar y armo­nizar la gracia y el compromiso. No sólo son armonizables; son inseparables.

Es inconcebible la auténtica gracia, la gracia cara, sin el seguimiento y todas sus consecuencias, sin el compromiso cristiano, sin una vida animada por el Espíritu de Jesús y vivida al estilo de Jesús. Si faltan el seguimiento de Jesús y el compromiso cristiano, cabe sospechar que se trata de una gracia barata o de una gracia falsa. Cosa distinta es que en ese empeño de vivir animados por el Espíritu de Jesús y al estilo de Jesús se nos cruce la debilidad, la fragilidad, la vulnerabilidad... y se haga presente el fracaso moral y el pecado en nuestra vida, como les sucedió a los primeros seguidores de Jesús. El seguimiento radical es compatible con la fragilidad humana , pero no es compatible con las rebajas calculadas e intencionadas.

Igualmente, es inconcebible un compromiso auténti­camente cristiano si no está basado en la gracia. Un segui­miento radical que no estuviera sustentado por el descu­brimiento del valor absoluto del Reino, por el encuentro con Jesús, se nos tornar ía intolerable. El seguimiento radical

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con las renuncias y las obligaciones que implica, termina­ría por aplastarnos y triturarnos bajo su peso insoportable. Ha sido el drama de muchos cristianos empeñados en con­seguir la perfección moral a base de propósitos de la enmienda y esfuerzos voluntaristas. Quizás fue este el drama experimentado por el propio Lutero antes de postular la vuelta al evangelio de la gracia, de la gracia cara.

Concluyamos ya estas reflexiones. La gracia y el com­promiso, la gratuidad y la militancia no son dos elementos contrapuestos de la vida cristiana. Son dos elementos com­plementarios, esencialmente vinculados entre sí. La gracia auténtica, la cara, implica el compromiso cristiano. Este, por su parte, supone la experiencia de la gracia. Dios y el hombre no son enemigos irreconciliables. Son agentes de una misma creación y de una misma historia de salvación. "Están los dos así creando, los dos así velando por las cosas". Todo cuanto hay de creador, salvador, liberador, humanizador... en la historia humana, es a un tiempo obra de Dios y del ser humano. La causa de Dios es al mismo tiempo la causa del ser humano. La gracia y el compromi­so son las dos caras de esas causas.

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ÁMBITOS Y ASPECTOS DEL COMPROMISO

CRISTIANO

¿Qué abarca el compromiso cristiano? ¿Hasta dónde se extiende? ¿Qué implica? ¿Cuáles son sus ámbitos y aspec­tos esenciales?

Las respuestas a estos interrogantes nos sacan del terre­no teórico que nos obligaba a definir la naturaleza del com­promiso cristiano. Y esas mismas respuestas nos llevan al terreno de la práctica. Aquí nos vemos enfrentados a la tarea de concretar las implicaciones del compromiso cristiano, a señalar los límites o la amplitud del mismo.

Estas preguntas son una nueva versión de aquella otra que se hacían los oyentes de la primera predicación apos­tólica. En su sermón el día del primer Pentecostés, Pedro anuncia el kerygma: "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Hch 2, 36). Y los oyen­tes reaccionando con esa pregunta: "Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos?" (Hch 2, 37). "Pedro les contestó: Convertios y que cada uno de vosotros se haga bautizar en nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el Espíritu Santo..." (Hch 2, 38).

Para contestar a esas preguntas sobre el compromiso cristiano, es necesario regresar al evangelio de Jesús, y bus­car en él el criterio definitivo para atinar con las respuestas. Él nos dice qué hemos de hacer, cuáles son nuestros com­promisos como cristianos, como seguidores de Jesús. Por­que el compromiso cristiano no es un asunto de volunta­rismo o de invención. Es una forma de hacer y reaccionar acorde con la fe cristiana, con las exigencias del Reino de Dios y su Justicia. Es la consecuencia "lógica de nuestra fe en Jesucristo", de la experiencia de fe cristiana.

Pero son 20 siglos de historia los que nos distancian del Jesús terreno, de su mensaje original, de las primeras

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comunidades cristianas. Por eso es necesario un ejercicio de hermenéutica, de interpretación, de actualización.

La predicación de Jesús ofreció algunos valores con pro­yección universal para todos los t iempos y todas las cultu­ras. ¿Quién puede poner en duda la universalidad del amor, e incluso de la justicia, de la misericordia, de la solidaridad? Pero sus enseñanzas y sus prácticas respondían a situacio­nes y problemas muy concretos de aquella época, segura­mente muy distintos de las situaciones y los problemas que hoy enfrentamos en las culturas y las sociedades actuales. No podemos responder a cuestiones nuevas con soluciones viejas. Es preciso actualizar el evangelio de Jesús y aplicar­lo a las situaciones y los problemas de nuestro tiempo. Es preciso hacer ese ejercicio de hermenéutica. No hay verda­dera interpretación sin actualización.

Tampoco es bueno leer los evangelios de forma frag­mentada, seleccionando frases sueltas y fuera de su contexto para orientarnos moralmente . Fuera de contexto cualquier frase, por más evangélica que sea, puede ser objeto de bur­das y erróneas interpretaciones. Es preciso hacer una lectura global e integral de los evangelios, para at inar con los valo­res y criterios fundamentales que pueden i luminar el com­promiso cristiano en todos los t iempos.

Buscar las concreciones del compromiso cristiano en la actualidad es aplicar el evangelio de Jesús a nuestra situa­ción actual. Es preguntarnos qué hemos de hacer nosotros hoy para ser verdaderamente cristianos, verdaderos segui­dores de Jesús. Es preguntarnos cuál es la naturaleza y cuá­les son las exigencias e implicaciones del compromiso cris­t iano. No nos pase a nosotros como les sucedió a los contemporáneos de Jesús, que sabían interpretar los signos del t iempo climatológico y no sabían interpretar los signos de los tiempos de Dios. "Al atardece) - decís: va a hacer buen t iempo, porque el cielo tiene un rojo de fuego, y a la maña­na: hoy habrá tormenta , porque el cielo tiene un rojo som­brío. ¡Conque sabéis discernir el aspecto del cielo y no podéis discernir las señales de los tiempos!" (Mt 16, 3-4).

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1. E L PRIMERO Y PRINCIPAL COMPROMISO: EL AMOR

La cuestión del primero y principal mandamiento

La cuestión estaba ya en el ambiente en tiempo de Jesús. En algún momento se la plantean a Jesús. "Mas los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?" (Mt 22, 34-36). Se la plantean los fariseos para ponerlo a prueba. La prueba no es pequeña, puesto que se t rata de una cuestión trascendental en el ambiente judío.

La cuestión tenía dos sentidos estrechamente relacio­nados entre sí. En primer lugar era una pregunta sobre el pr imer mandamiento entre todos los mandamientos del decálogo. En este sentido, la cuestión no tenía especial difi­cultad, pues para cualquier maestro de la comunidad judía era obvio cuál era el primero y principal mandamiento . Era un asunto claro en la tradición de Israel. "Escucha, Israel, Yahvéh nuestro Dios es el único Yahvéh. Amarás a Yahvéh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón las palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia ante tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas" (Dt 6, 4-9).

Es difícil suponer que este mandamien to principal se le olvidara a los judíos, teniéndolo gravado siempre delante de la vista y sobre todo en la memoria. La principalidad de este mandamiento del amor a Yahvéh está fuera de toda duda en la religión de Israel y luego en la religión judía. En este sen­tido, sólo se puede entender que plantearan esta pregunta a Jesús para ponerlo a prueba. De hecho Jesús, en su res­puesta, se limita a hacer referencia a este texto consagrado por la tradición de Israel: "Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento" (Mt 22, 37).

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La relación entre el amor a Dios y al prójimo

Pero la cuestión tiene un segundo sentido, más proble­mático. Quizá es una pregunta sobre la eventual relación entre el amor a Dios y el amor al prójimo. El amor al próji­mo también está prescrito en la ley de Moisés: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 8). Ambos mandamien­tos existen ya por separado en la ley antigua. De hecho Jesús contesta a la pregunta de los fariseos incluyendo ambos mandamientos y estableciendo una esencial relación entre ellos: "El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas" (Mt 22, 39-40). Esta relación entre ambos mandamientos es tan estrecha que práct icamente quedan reducidos a un solo mandamiento . Esta estrecha relación entre ambos mandamientos es el aporte más espe­cífico de la respuesta de Jesús, y de la ética evangélica. Marca el núcleo esencial del compromiso cristiano.

El pr imer mandamiento del decálogo es el amor a Dios. Así lo han repetido todos los catecismos cristianos a lo largo de la historia. "Amar a Dios sobre todas las cosas", "per­derlas todas antes que ofenderle" decían los viejos catecis­mos de la infancia. Pero el amor a Dios a quien no se ve se presta a autoengaños y falsas ilusiones. Por eso debe encar­narse, debe verificarse, debe hacerse verdadero en el amor al prójimo a quien sí se ve. En este sentido la li teratura de San Juan se expresa con toda claridad y con mucha insis­tencia: "Si alguno dice "amo a Dios" y aborrece a su her­mano , es un mentiroso; pues quien no ama a su he rmano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos reci­bido de él este mandamiento: quien ama a Dios ame tam­bién a su hermano" (1 Jn 4, 20-21).

Por eso, si el mandamiento pr imero o el compromiso pr imero del cristiano es amar a Dios sobre todas las cosas, su primer compromiso es también la caridad, el amor al pró­jimo. Tan central es este compromiso en la vida cristiana que de él depende el éxito o el fracaso de ésta. Sólo el que ania nace de Dios y conoce a Dios. "Queridos, amémonos unos a otros porque el amor es de Dios y todo el que ama ha naci­do de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (1 Jn 4, 7-8).

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Este es el mandamien to de siempre, pero es también el mandamiento nuevo que el evangelio de Juan pone en boca de Jesús en el momento solemne de la despedida, cuando las personas que tocan ya a su final suelen pronunciar las pala­bras más hondas, más significativas, más decisivas. "Hijos míos, ya poco t iempo voy a estar con vosotros... Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así también os améis vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis dis­cípulos, si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 34-35). El amor es, pues, el distintivo específico de los seguidores de Jesús. E insiste: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12).

¿Es la caridad parte del compromiso cristiano?

Llegados a este punto, podemos preguntarnos: ¿Por qué, pues, la noción de "compromiso cristiano" se ha asociado preferentemente con la justicia y los derechos humanos? ¿Por qué se ha disociado de la caridad? ¿Por qué la caridad y el amor no se denominan usualmente "compromiso cris­tiano"? ¿Por qué las clásicas obras de misericordia apenas se relacionan con el compromiso cristiano? En esta diso­ciación hay una intuición o una intención que puede ser válida, pero también hay un grave riesgo.

Hay una intuición válida: algunas versiones del amor, de la caridad, de las obras de misericordia tienen escasa cali­dad cristiana. O bien fallan en la motivación que es todo menos evangélica. A veces la razón o la motivación del supuesto amor al prójimo, de la supuesta caridad, de las supuestas obras de misericordia... no son los otros, no es el prójimo; soy yo mismo. Las obras de misericordia están en función de la propia imagen. Su objetivo inconsciente o su motivación úl t ima es híbrida: a l imentar el propio ego, cul­tivar la propia imagen, liberarse de la mala conciencia, ahu­yentar u ocultar sentimientos de culpa...

Estas motivaciones evocan algunas denuncias de Jesús a quienes hacen la l imosna para ser vistos: "Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de

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vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas t rompeteando por delante como hacen los hipó­critas en las sinagogas y en las calles, con el fin de ser hon­rados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así, tu limosna que­dará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recom­pensará" (Mt 6, 1-4).

Y los objetivos de las obras de misericordia no siempre son tan evangélicos. Puede ser que la pequeña limosna dada al mendigo sólo busque la propia comodidad: vernos libres de su molesta presencia, más que socorrerle. Es más, hasta se pueden poner a veces las obras de misericordia para elu­dir compromisos más exigentes con la justicia y los dere­chos humanos . Resulta paradójico y escandaloso intentar disimular o cubrir con gestos de presunta caridad o mise­ricordia lo que en realidad es resultado de nuestra propia injusticia. Resulta escandaloso cubrir con limosna nuestros salarios injustos. No es ésta la l imosna que borra los peca­dos; la l imosna así entendida y practicada sólo los encubre. En este sentido la caridad mal entendida y las obras de misericordia mal practicadas no son compromiso cristiano, sino negación del mismo. Son un freno a la lucha por la jus­ticia, o por lo que se ha dado en l lamar la "caridad políti­ca". Pablo VI insistía que el nombre actual de la verdadera caridad cristiana es la justicia.

Pero hay un riesgo grave en la disociación de la caridad y el compromiso cristiano. ¿Acaso el pr imer compromiso cristiano no es el amor al prójimo? ¿Acaso en las actuales circunstancias históricas no es necesario el compromiso de la misericordia, el ejercicio de las obras de misericordia? ¿Habrá que dejar morir a los pobres y a las víctimas mien­tras esperamos que se establezcan la justicia y los derechos humanos ele forma definitiva? ¿No es necesario ejercer la misericordia en una sociedad en la que está enquistada la injusticia con sus secuelas de pobreza y toda constelación de desgracias? No podemos olvidar que en la carrera por la justicia y los derechos humanos part imos de una sociedad asimétrica, y que en el camino van quedando muchas vícti­mas que no pueden esperar las soluciones estructurales. Necesitan, mientras éstas llegan, ayudas coyunturales.

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La caridad, el amor, la misericordia son el componente nuclear del compromiso cristiano. Y, entre sus objetivos, está también el de reparar las heridas, los infortunios, las secuelas que deja tras de sí la injusticia... Incluso a veces tie­nen que reparar y aliviar las secuelas no deseadas de una jus­ticia excesiva, inmisericorde, sin compasión. . . que puede terminar siendo intolerante y vengativa. En un mundo estructuralmente injusto el compromiso cristiano implica una opción decidida por las víctimas. Y este compromiso no siempre llega a conquistar la justicia; a veces sólo llega a ali­viar sus lagunas, a realizar curas de emergencia. Este es el papel que durante mucho t iempo han desempeñado las obras de misericordia en la tradición cristiana: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, visitar al enfermo y al preso, consolar al triste, dar buen consejo al que lo ha menester... ¿Qué hubiera sido de muchas de esas víctimas de la injusticia sin la caridad y la misericordia cristiana - o sim­plemente sin la misericordia humana , sin más-?

Urgencia de la caridad y la misericordia

Pero este compromiso del a m o r y la misericordia es también necesario para a tenuar los desmanes de la misma justicia, s iempre tentada de rigidez, intolerancia y hasta vecina a la venganza. También los que jus tamente son con­denados necesitan amor y misericordia, que nuestro cora­zón se haga cargo de su miseria. A eso alude la etimología del término "miseri-cordia". También los que sufren prisión por causa justa, necesitan ser visitados. Porque la verdadera justicia sólo lo es o sólo llega a ser verdaderamente evan­gélica si va acompañada de la misericordia y la compasión.

Son muchas las parábolas evangélicas que apuntan en esta dirección. Pero quizá la más chocante y paradójica sea la de los obreros contratados a distintas horas del día para trabajar en la viña. El dueño es justo pagándole a todos de acuerdo con lo acordado. El dueño además quiere ser gene­roso, pagando al últ imo igual que al pr imero, quizá porque es consciente de que también los úl t imos necesitan comer y dar de comer a sus familias. Por eso añade compasión a la justicia: "Amigo no te hago ninguna injusticia -replica

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a los que protestan- ¿No te ajustaste conmigo en un dena-rio?.. Por mi parte quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?" (Mt 20, 13-15). Y también la parábola llamada del siervo sin entrañas, sin compasión ni misericordia, a quien se le perdonó una deuda ingente y no quiso perdonar una deuda nimia. "Sier­vo malvado, yo te perdoné toda la deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu com­pañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?" (Mt 18, 32-33).

En este sentido, el amor y la misericordia son un com­promiso irrenunciable para el cristiano. Y no tienen por qué negar o frenar el compromiso con la justicia. Lo que hacen es estimular este compromiso, humanizarlo, de forma que no se desborde. Que la justicia humana fácilmente se des­borda más allá de sus márgenes y da lugar a la injusticia y a la violencia, a la intolerancia extrema y a la venganza revestida de justicia.

Por lo demás, el compromiso del amor y la misericordia lleva en su seno un elemento esencial de la vida cristiana y de la vida humana: la gratuidad. No hay verdadero amor ni verdadera misericordia si no se alcanza ese nivel de la gra­tuidad. Esto es lo que añaden la caridad y la misericordia sobre la justicia. Pero naturalmente se trata de la caridad y de la misericordia auténticas. Porque hay caridad y miseri­cordia que son falsas en la motivación, en el propósito y en la forma de ejercitarlas. Cuando son auténticas en la moti­vación, en el propósito y en la ejecución, la caridad y la mise­ricordia representan lo más humano y lo más evangélico del compromiso cristiano.

El amor y las obras

Pero el amor sólo es compromiso cuando se traduce en obras. "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Y el último gesto de Jesús con los suyos, según el relato de Juan, es cenar con ellos y lavar­les los pies. Es una demostración práctica de cómo entien­de Jesús el amor: "Si yo, el Señor y el Maestro os he lavado

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los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos ^ otros. Porque os he dado ejemplo para que también vosotro^ hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13, 14-15).

Lo mismo expresa con toda la fuerza la primera cart^1

de Juan. "Si alguno que posee bienes del mundo ve a su hel"' mano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿CÓITJO puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y según la verdad" (1 Jn 3, 17-18). La carta de Santiago lo dice con más fuerza aún. Aunque habla de la relación entre la fe V las obras, es perfectamente aplicable a la relación entre el verdadero amor y las obras. "¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: 'Tengo fe', si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnu­dos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: 'Id en paz, calentaos y hartaos', pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta" (Sant 2, 14-17).

La primera dimensión del compromiso cristiano es, pues, la caridad, el amor, la práctica del amor y la miseri­cordia. En este sentido, la fe cristiana y el seguimiento de Jesús compromete a los creyentes y seguidores de Jesús especialmente con los siguientes grupos de personas: los pobres, los hambrientos y sedientos, los enfermos, los tris­tes, los necesitados, los presos, los emigrantes, los ancia­nos, los marginados, los excluidos... Y este compromiso se concreta en las tradicionales obras de misericordia: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, hospedar al pere­grino, visitar al enfermo, consolar al triste, visitar al preso, socorrer al necesitado, acompañar a quien está solo, orien­tar al desorientado, dar buen consejo al que lo ha menes­ter... Todas estas obras de misericordia son expresión de] amor y de la caridad cristiana. Y son necesarias espe­cialmente en un mundo de víctimas, en el que la justicia está pendiente de plenitud, o simplemente en un mundo de injusticia.

Muchos gestos de Jesús respaldan esta prioridad del amor y la misericordia: su actitud compasiva y perdonado-ra, sus acciones curativas, la multiplicación de los panes... Se trate de hechos históricos o de catequesis sobre cómo ha de ser la vida de los seguidores, en todo caso, son relatos que

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testifican el ejercicio del amor gratuito y la misericordia en la vida de Jesús, y proponen el ejercicio del amor y de la misericordia como rasgo irrenunciable de los seguidores y seguidoras de Jesús. La compasión es una reacción de Jesús ante toda clase de miseria e infortunio humano.

Y muchas parábolas apuntan en la misma dirección. Pero algunas de ellas convierten las obras de misericordia o su ausencia en el criterio definitivo para evaluar y juzgar el éxito o el fracaso de la vida humana. Es el caso de la pará­bola del rico malo y Lázaro el pobre. En vida aquel ban­queteaba, mientras éste, cubierto de llagas, deseaba har­tarse de lo que caía de la mesa del rico... Muertos ambos, las suertes se invierten. La falta de misericordia con el pobre Lázaro decide la suerte desdichada del rico (Le 16, 19-31).

Pero la parábola paradigmática en este sentido es la parábola mateana llamada del juicio final. "Venid, bendi­tos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era forastero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestísteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme... En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hicisteis... Apartaos de mi, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me dis­teis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, era foras­tero y no me acogisteis, estaba desnudo y no me vestísteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis... En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo" (Mt 25, 31-46). Este es el juicio definitivo sobre las naciones, sobre la humanidad. Los jueces definitivos serán los infortuna­dos y miserables de la tierra. Y la regla de medir será el amor traducido en obras de misericordia.

Esta es la primera y principal dimensión del compro­miso cristiano: el amor y la misericordia. Pero, eso sí, es necesario estar atentos para que la práctica de la miseri­cordia no se convierta en un estorbo o un tropiezo para el avance de la justicia. Es necesario estar atentos para que el ejercicio de la misericordia no sea instrumentalizado en

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contra de la lucha por la justicia, para hacer esa lucha menos urgente o para ralentizarla.

2. EL COMPROMISO CON LA JUSTICIA

El dueño de la viña: armonizar justicia y caridad

La caridad es el máximo del compromiso cristiano; la justicia es el mínimo irrenunciable. Lo deja bien claro, como lo hemos señalado ya, la parábola de los viñadores que fueron contratados por el dueño de la viña a distintas horas del día. (Mt 20, 1-16). Unos fueron contratados a pri­mera hora de la mañana y trabajaron duro todo el día; otros fueron contratados a la hora de tercia, de sexta o de nona. Estos últimos apenas trabajaron una hora. Todos fueron contratados por un denario. A la hora de pagar, el dueño cumplió escrupulosamente, con toda justicia, los términos del contrato: a cada uno le pagó un denario según lo con­venido. Es el mínimo imprescindible. Es la exigencia míni­ma de la justicia.

Pero el dueño de la viña quiso dar a los últimos, que habían trabajado sólo una hora, igual que a los primeros que habían trabajado todo el día. Y aquí comenzamos a ver los humanos, incluidos la mayoría de los cristianos, agra­vios comparativos, injusticia. Y consideramos al dueño de la viña injusto, sólo porque fue magnánimo, generoso o misericordioso. Pero actuar así no es injusticia; es genero­sidad. O es interpretar la justicia en otra clave, de forma que no se mida sólo por los méritos de los destinataru >., sino por sus necesidades o simplemente por la generosidad del donante.

Quizá el dueño de la viña pensó humanitariamente o misericordiosamente que los últimos contratados también necesitaban un denario para vivir con dignidad ellos y sus familias. Eso era suficiente para que en justicia se les paga­ra también un denario. Pero ésta es ya otra justicia, a la que los humanos no estamos acostumbrados. Por eso nos resulta tan extraña, e incluso tan injusta. En el mejor de los casos, los humanos llamamos a eso ser bueno o generoso. Pero, en realidad, quizá se trate de una nueva forma de

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justicia que supera la justicia de la ley y de los méritos. El dueño de la viña optó por esta justicia nueva. Está com­promet ido con este nuevo modelo de justicia. Por eso ante quien le acusa de agravio e injusticia, reclama su derecho a ser bueno y generoso. "Por mi parte, quiero dar a este últi­mo lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?" (Mt 20, 15).

Ciertamente, la justicia hay que construirla por peldaños y comenzando desde abajo. No es bueno comenzar a cons­truir la casa por el tejado; hay que construirla desde los cimientos. En ese caso concreto, pretender ejercer la cari­dad o la misericordia sin poner como base la justicia sería como construir la casa por el tejado. Aún más, sería una mofa o una burla, una falsificación de la caridad y de la misericordia. Lo primero que hay que respetar es la justicia de los derechos. A partir de ella ya se puede avanzar hacia la justicia de las necesidades, cuya medida siempre está mar­cada por la generosidad y la magnanimidad. Hay que cubrir pr imero los mínimos de la justicia, para que tengan senti­do los máximos de la caridad y de la misericordia. De lo con­trario se falsifican a un t iempo la justicia, la caridad y la misericordia.

La dimensión teologal y evangélica de la justicia

En este sentido, es importante la nueva sensibilidad de las Iglesias frente al compromiso de la justicia. Esta es con­siderada como parte esencial e irrenunciable del compro­miso cristiano.

No ha sido fácil descubrir y asumir la dimensión teolo­gal y evangélica de la justicia. Durante siglos se consideró casi exclusivamente su dimensión moral . Era una virtud ética, una virtud cardinal en el esquema de las virtudes heredado de la ética aristotélica. No es que la moral cris­t iana no diera importancia y valorara la virtud cardinal de la justicia. Esta siempre ha estado presente en el esquema teológico cristiano, como parte importante de la moral cris­tiana. No es que los cristianos estuvieran dispensados de ser justos, de actuar justamente, de cumplir con las exigencias

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de la justicia. De hecho en la moral más clásica se daba tal importancia a la virtud de la justicia, que los pecados con­tra esa virtud sólo se perdonaban si había una restitución real de lo robado o una reparación real de los daños cau­sados por las injusticias cometidas. Todo esto no se puede olvidar sin ser "injustos" con la tradición cristiana.

Sin embargo, es cierto que el compromiso con la causa de la justicia fue considerado hasta t iempos muy recientes como un compromiso secular. Propiamente no se lo consi­deraba como un compromiso nacido de la entraña de la experiencia cristiana o exigido por la fe. Cristiano se consi­deraba el compromiso con la caridad y la misericordia. Se consideraba el compromiso con la justicia como un com­promiso impulsado por la ética secular, por las filosofías sociales, por los movimientos sociales seculares. En cierto modo el desarrollo más intenso de la doctrina social de la Iglesia y la urgencia del compromiso cristiano con la justi­cia han tenido que ver con las interpelaciones venidas desde fuera de las Iglesias. Las críticas de la religión, y en concreto del cristianismo, como opio del pueblo, como factor de ali­neación humana , de explotación del hombre por el hom­bre... obligaron a la teología cristiana a repensar el puesto de la justicia en la vida cristiana. La filosofía moderna plan­teó a la teología el problema de la justicia. La cuestión social se convirtió en cuestión cristiana.

Durante largo t iempo muchos cristianos mantenían t ranqui lamente la idea que lo específico cristiano era el amor o la caridad, no la justicia. Para esos cristianos ésta era asunto de políticos, economistas , sociólogos, militan­tes seculares. . . No se veía con claridad la dimensión teo­logal y evangélica de la justicia. No se veía el compromiso con la justicia como una exigencia irrenunciable de la vida cristiana. No se veía como par te integral del compromiso cristiano.

Sin embargo, al fin se ha asumido el compromiso con la justicia como un compromiso irrenunciable e ineludible de los cristianos. Aún más, se ha enfatizado la dimensión teologal de ese compromiso. La justicia es el ámbito de Dios. Fuera del ámbito de la justicia Dios no puede ser en­contrado y experimentando sino por contraste, sub specie contrañi. Se ha recuperado una tesis central en la teología

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de los profetas de ambos testamentos: "conocer a Dios es hacer justicia"; "Sólo se puede conocer al verdadero Dios haciendo justicia".

Se ha descubierto también la dimensión esencialmen­te cristiana y evangélica de la justicia. Esta es componen­te esencial del Reino de Dios. Es elemento esencial en la construcción del Reino de Dios. De hecho los evangelios asocian indisolublemente el Reino de Dios con la Justicia. "Buscad pr imero el Reino de Dios y su Justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura" (Mt 6, 33). Donde está ausente la justicia está también ausente el Reino de Dios o el Reinado de Dios. La injusticia es la ausencia del Reino de Dios. Eso sí, la Justicia del Reino es u n a justicia nueva; no es la justicia de la ley antigua, sino la justicia de la gra­cia. "Porque os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de Dios" (Mt 5, 20). A continuación de esta afirmación, el evan­gelio de Mateo coloca precisamente la reinterpretación del decálogo por parte de Jesús, según las nuevas exigencias del Reino de Dios que él anuncia . La mayoría de las parábolas evangélicas son una explicitación de las exigencias de esta justicia nueva.

El compromiso con la justicia es, pues, elemento esen­cial de la vida cristiana y de la misión evangelizadora de la Iglesia. Por eso se han mult ipl icado y potenciado las comi­siones de Justicia y Paz en las Iglesias, en las diócesis, en las parroquias , en las congregaciones religiosas... El com­promiso con la justicia no es ya un apéndice de la misión eclesial, una especie de compromiso opcional para aquellos cristianos más afectos a la mililancia política. Es un com­promiso obligatorio para todo cristiano en cualquier voca­ción y estado de vida cristiana. Y es un compromiso indi-sociable del proceso de evangelización.

Porque la justicia es asunto de Dios y es el ámbito de Dios. Quien practica la justicia y lucha por la causa de la jus­ticia está militando por la causa de Dios, que es a la vez la causa de la humanidad . Donde reina la injusticia sólo se puede experimentar a Dios por contraste, como el que es negado o del cual se reniega, como el que es desconocido e ignorado. Donde reina la injusticia ha fracasado la creación y la humanidad, ha fracasado el plan de Dios, la voluntad de

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Dios. Porque eso es lo que Dios no quiere. Por eso el com­promiso con la justicia tiene una dimensión esencialmente teologal, no sólo ética. Esa es la dimensión más específica de la vida cristiana.

La justicia en la tradición bíblica

La tradición profética del Antiguo Testamento insistía siempre en la importancia esencial de la justicia para man­tenerse fieles a la Alianza. Practicar la justicia es condición de posibilidad para mantenerse fieles a la alianza. Eso es lo que Dios quiere: la justicia. Si falta ésta, si las manos están manchadas de sangre, pierden todo su valor y su sentido hasta los más sagrados elementos de la religión israelita: la elección, la ley, el culto, el templo.. . Lo expresan de forma dramática algunos textos proféticos. La justicia es el gran don de Dios a su pueblo. Él es Justo y Dios de la Justicia. Es el que justifica. La justicia es el ceñidor de su enviado. Es la vara, la regla de medir, es la medida de la fidelidad a la Alianza.

Por eso, las denuncias más fuertes de los profetas están dirigidas contra toda clase de injusticias. Isaías ofrece un texto paradigmático: "Oíd una palabra de Yahvéh, regidores de Sodoma. Escuchad una instrucción de nuestro Dios, pue­blo de Gomorra. ¿A mí, qué tanto sacrificio vuestro? Harto estoy de holocaustos de carneros y de sebo de cebones; y sangre de novillos y machos cabríos no me agrada, cuando venís a presentaros ante mí. ¿Quién ha solicitado de vosotros esa pateadura de mis atrios? No sigáis trayendo oblación vana: el h u m o del incienso me resulta detestable. Novilu­nios, sábados, convocatoria: no tolero falsedad y solemni­dad. Vuestros novilunios y solemnidades aborrece mi alma: me han resultado un gravamen que me cuesta llevar. Y al extender vosotros vuestras palmas me tapo los ojos por no veros. Y aunque menudeéis la plegaria, yo no oigo. Vuestras manos están de sangre llenas; lavaos, limpiaos, quitad vues­tras fechorías de delante de mi vista, desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda" (Is 1, 10-17).

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Y paradigmática es también la denuncia de Jeremías: "Oíd la palabra de Yahvéh, todo Judá, los que entráis por estas puertas a postraros ante Yahvéh. Así dice Yahvéh Sebaot, Dios de Israel: Mejorad de conducta y de obras y yo haré que os quedéis en este lugar. No fiéis en palabras enga­ñosas diciendo: Templo de Yahvéh, templo de Yahvéh, tem­plo de Yahvéh es éste! Porque si mejoráis realmente vuestra conducta y obras, si realmente hacéis justicia mutua y no oprimís al forastero, al huérfano y a la viuda (y no vertéis sangre inocente en este lugar), ni andáis en pos de otros dio­ses para vuestro daño, entonces yo me quedaré con vosotros en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres desde siempre y hasta siempre. Pero he aquí que vosotros fiáis en palabras engañosas que de nada sirven, para robar, matar, adulterar, jurar en falso, incensar a Baal y seguir a otros dio­ses que no conocíais. Luego venís y os postráis ante mí en esta Casa l lamada por mi Nombre y decís: 'Estamos segu­ros', para seguir haciendo todas esas abominaciones. ¿En cueva de bandoleros se ha convertido a vuestros ojos esta Casa que se llama por mi Nombre? ¡Qué bien visto lo tengo!, oráculo de Yahvéh" (Jr 7, 2-11).

Efectivamente, la regla para medir la fidelidad a la alian­za es la justicia; no es el esplendor del culto y del templo. Pero, a su vez, la regla para medir la justicia no es la ley; son las víctimas. Y, para los profetas de Israel, las víctimas son siempre los pobres, toda clase de pobres. La voz de las víc­timas, de los pobres, clama justicia y su clamor es escuchado por Dios. Los profetas escuchan el clamor de las víctimas y reclaman justicia para los pobres, los huérfanos, las viudas, los extranjeros.. . La justicia y la injusticia marcan el límite entre el éxito y el fracaso del plan de Dios sobre esta crea­ción y esta humanidad .

El Nuevo Testamento asocia la categoría de Justicia a la categoría Reino de Dios. "Buscad primero el Reino de Dios y su Justicia". El Reino se hace presente en la medida que se hace justicia, la justicia que se ajusta a la voluntad de Dios, la justicia que Dios quiere. Si falta la justicia, está ausente el Reino de Dios, Dios no reina, no ejerce su sobe­ranía, el plan de Dios sobre la creación y la humanidad fra­casa. Pero esta justicia del Reino de Dios no es ya la justi­cia legal establecida por los humanos . Ni siquiera es la

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justicia legal de los fariseos, por muy sagrada que sea la ley a la que éstos apelan. Mateo coloca un dicho muy signifi­cativo en el sermón del monte: "Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 5, 20).

La justicia del Reino no se mide por la ley, ni siquiera pol­lo que los fariseos consideran ley divina. Se mide por la voluntad de Dios. Es la justicia que Dios quiere. Las leyes humanas y las "leyes divinas" son un instrumento necesario para promocionar la justicia; pero la medida últ ima es la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios es siempre que todos sus hijos e hijas tengan vida y dignidad en abundancia.

La justicia, versión política de la caridad

El compromiso con la justicia así entendida tiene una dimensión esencialmente teologal. Pero además es como la versión política de la caridad. El compromiso cristiano con la caridad y la misericordia tiene, por lo general, un carác­ter personal e interpersonal. Se ejerce por lo general en el ámbito de lo que los sociólogos l laman "las relaciones cor­tas" entre las personas. A la larga tiene como finalidad salir al paso de situaciones coyunturales o de emergencia en que se encuentran las personas. Es preciso resolverlas por la vía de la urgencia o de la emergencia.

Por eso, en relación con la justicia, muchas obras asis-tenciales o de misericordia tienen como finalidad principal reparar los efectos de la injusticia, más que atacar sus cau­sas. Con frecuencia salen al frente de los resultados y las secuelas de la injusticia, pero no atacan las raíces de la misma. Se preocupan más de las si tuaciones coyunturales que de las estructuras sociales injustas. Son a todas luces necesarias, porque las personas son pr imero y no pueden esperar a que las grandes revoluciones acaben con el ham­bre, con la miseria, con las carencias que ponen en peligro la vida. Necesitan auxilio urgente, aunque sea coyuntural y emergente, porque su vida está en peligro; no pueden esperar más. Muchas víctimas de la injusticia se han sal­vado gracias a la caridad, a las obras de misericordia, a la asistencia social. Sería "injusto" olvidar e ignorar el valor

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de este compromiso de la caridad y la justicia. Las Iglesias han cargado con buena parte de los efectos de la injusticia estructural. Eso se les debe reconocer como un haber en su cuenta positiva. Aunque por otra parte, en ciertos momen­tos de la historia quizá han sido conniventes con las estruc­turas injustas que segregaron tantas desgracias y tantas víc­timas necesitadas de caridad y misericordia.

Precisamente por esto, porque alivian las secuelas de la injusticia, la caridad y la misericordia son peligrosas. Pueden convertirse en simples paliativos de los efectos inhumanos de la injusticia. No es fácil armonizar convenientemente el compromiso con la justicia y el compromiso con la caridad y la misericordia. La caridad y la misericordia impiden a veces que se agudicen los conflictos y que se hagan urgen­tes las soluciones estructurales. La dedicación a reparar los efectos de la injusticia a nivel de relaciones cortas, impide a veces que se establezca la justicia a nivel de las relaciones largas. Por eso, la caridad y la misericordia pueden retrasar la implantación de la justicia a base de paliar los efectos de su ausencia.

Y, en todo caso, en un mundo como el nuestro, por muy generosas que sean, las obras de misericordia y asistencia-Íes sólo pueden llegar a un número demasiado exiguo de víc­timas. Socorrer a algunos hambrientos con obras sociales, comedores populares, dispensarios... es importante. Pero, ¿qué será de los demás millones de hambrientos?

Ciertamente el compromiso con la caridad y la miseri­cordia no es suficiente, y hasta puede ayudar a olvidar el compromiso con la justicia. Por eso se ha acusado a veces a los cristianos de colaborar con la injusticia o, al menos, de contribuir a que ciertas injusticias se prolonguen y queden disimuladas bajo una capa de asistencia social y de obras de misericordia.

Por eso, es necesario que los cristianos junten el com­promiso o la lucha por la justicia con la caridad y la mise­ricordia. Ese compromiso es, de alguna forma, la dimen­sión pública o política de la caridad cristiana. Afecta a las "relaciones largas" o a las relaciones estructurales e insti­tucionales entre las personas, los grupos humanos, los pue­blos. El propósito terminal de ese compromiso con la jus­ticia no es resolver los casos individuales de injusticia. No

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es simplemente reparar las fatales consecuencias de la injusticia en las víctimas, una por una. Es más bien enfren­tar las estructuras injustas, atacar la raíz de la injusticia, luchar contra la injusticia estructural, que está enquistada en las estructuras e instituciones sociales y en ellas inten­ta perpetuarse.

De esta forma, el compromiso con la justicia es el ejer­cicio de una especie de caridad y misericordia global, de carácter público o político. La lucha contra unas estructu­ras económicas injustas es el camino más directo para aca­bar con el hambre y subvenir a todos los hambrientos. Es el camino más eficaz para llevar adelante el programa "ham­bre cero". El compromiso para erradicar una legislación injusta es el camino más directo y eficaz para erradicar la injusticia en la sociedad y para garantizar verdaderamente un Estado de Derecho. El compromiso para crear unas ins­tituciones sociales y políticas justas, es el camino más direc­to y eficaz para expandir la justicia a todos los miembros de la sociedad. Este "todos" es muy propio del compromiso con la justicia a nivel estructural e institucional. Marca la dimen­sión pública o política de la caridad cristiana.

El compromiso con la justicia pretende enfrentar las injusticias en bloque, globalmente. Procura llevar el com­promiso de la caridad hasta su dimensión más pública y política, hasta el horizonte de una justicia global e íntegra, para todas las personas, para todos los grupos humanos, para todos los pueblos. Es cierto que mientras llega la jus­ticia global e íntegra, la comunidad cristiana y todos los hombres y mujeres de buena voluntad se verán obligados a seguir practicando la caridad con las víctimas indivi­dualmente. Deberán seguir practicando las obras de mise­ricordia. Pero un compromiso simultáneo con la justicia les hará estar muy atentos para que ni la caridad ni la miseri­cordia retrasen el proceso hacia la justicia global.

El compromiso con la justicia es la lucha sostenida para que se haga justicia a todas las personas, para que a cada persona que ha sido víctima de injusticia se le reparen los daños y se le haga justicia. Pero, sobre todo, es la lucha sos­tenida en el ámbito de las "relaciones largas" para que sean eliminadas o transformadas todas las estructuras políticas, económicas, sociales... que son injustas y que son la raíz de

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la injusticia y la causa de la multiplicación de las víctimas. Atacar a esas estructuras es a tacar la injusticia en su raíz.

Por eso, el compromiso con la justicia debe ser ante todo la implicación personal en una lucha para eliminar la injus­ticia estructural, para construir una sociedad y una convi­vencia sobre la base de estructuras políticas, económicas, sociales... justas. Es tomar los problemas sociales desde su raíz, y no desde la casuística. Es hacer del compromiso con la justicia un ejercicio preventivo, para que la injusticia no se dé o para evitar que se repita. No basta el ejercicio repa­rador cuando la injusticia ya se ha cometido y ha arrastra­do consigo toda la constelación de desgracias que le suelen acompañar.

La experiencia nos dice que la mayoría de esas desgra­cias, y no sólo la muerte, son irreparables. No tienen más reparación que el perdón gratuito de la ofensa, del agravio, del daño irreparable... por parte de las víctimas. Pero el per­dón debe ser el último recurso, cuando ya no es posible la reparación. No ha de ser un recurso a mano al que se acude fácilmente como excusa para que la injusticia siga campean­do y los verdugos se mantengan impunes.

Los cristianos no estamos obligados sólo al perdón. Tam­bién estamos obligados al compromiso y la lucha por la jus­ticia. ¡Ojalá no fuera necesario el perdón, debido a la ausen­cia de la injusticia y sus secuelas, debido a la inexistencia de víctimas! Pero el más elemental realismo nos obliga a reco­nocer que entre humanos siempre hay un ámbito de injus­ticia irreparable, que sólo puede ser reparado mediante el perdón gratuito. En este sentido, se habla ya en el discurso ético y político del "perdón y la reconciliación como virtu­des políticas", incluso fuera de los ámbitos religiosos y con­fesionales. Hay situaciones en las que el conflicto llega a tal extremo, a tales niveles de encono, que sólo puede ser resuel­to mediante un plus de perdón y reconciliación. Alguien tiene que adelantarse a romper el círculo vicioso o la espi­ral maldita de la violencia, si es que la justicia ha de comen­zar de nuevo y la convivencia ha de ser de nuevo posible entre las personas o los grupos que han llegado a ser ene­migos "irreconciliables".

En este ámbito de la justicia el compromiso cristiano se expande irrenunciablemente hasta el campo de la economía,

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de la política, del derecho. Todas estas son realidades en las que está en juego la justicia. Por consiguiente, están tam­bién en juego el proyecto de Dios, su voluntad respecto a esta creación y esta humanidad .

El compromiso con la justicia y la economía

La economía es realidad secular, pero de ningún modo ajena al Reino de Dios y su Justicia. Porque la pr imera exi­gencia de la justicia es la distribución equitativa de los bienes de la t ierra entre todos sus habi tantes . Porque "la tierra es de Dios": "La tierra -dice Yahvéh- no puede ven­derse para siempre, porque la tierra es mía" (Lv 25, 23). Este es un estribillo que repite cont inuamente la teología israe­lita. Ningún creyente puede aceptar la apropiación absolu­ta de los bienes de la tierra por parte de personas o grupos particulares, sobre todo cuando esta apropiación implica excluir a las grandes mayorías de la participación en los bienes de la tierra a los que todos tienen derecho.

Este derecho de todos los seres humanos a disfrutar de los bienes de la t ierra es pr imar io y anterior a cualquier forma de propiedad privada. Y es ese derecho el que hace que pese una fuerte "hipoteca social" sobre cualquier forma de propiedad privada. Pues, en definitiva, ese derecho es el derecho de todo ser h u m a n o a cubrir o satisfacer sus nece­sidades básicas. El derecho a la propiedad privada es secun­dario y condicionado. El derecho a la propiedad privada es un derecho funcional o instrumental : sólo se legitima en la medida que está en función de una mejor o mayor pro­ductividad, de un mejor aprovechamiento de los recursos y en función de una mejor y más cuidada promoción del bien común.

En este sentido justificaba Santo Tomás de Aquino la propiedad privada. "(La propiedad en cuanto a potestad de gestión de cosas) es necesaria a la vida h u m a n a por tres motivos: pr imero, porque cada uno es más solícito en ges­tionar aquello que con exclusividad le pertenece que lo que es común a todos o a muchos, puesto que cada cual, huyen­do del trabajo, deja a otros el cuidado de lo que conviene al bien común, como sucede cuando hav mult i tud de ser-

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vidores; segundo, porque se administran más ordenada­mente las cosas humanas si a cada uno le incumbe el cui­dado de sus propios intereses; sin embargo reinaría con­fusión si cada cual se cuidara de todo indistintamente; tercero, porque así el estado de paz entre los hombres se mantiene si cada uno está contento con lo suyo. De ahí que veamos que entre aquellos que en común y pro indiviso poseen alguna cosa se suscitan más frecuentemente con­tiendas. En segundo lugar, también compete al hombre, res­pecto de los bienes exteriores, el uso de los mismos; y en cuanto a esto no debe tener el hombre cosas exteriores como propias, sino comunes, de modo que fácilmente dé participación de éstas en las necesidades de los demás" (Suma Teológica, 11-11, 66, 2 c ) .

En esta misma dirección reflexiona Santo Tomás hasta afirmar que los bienes superfluos de las propiedades pri­vadas pertenecen a los pobres. Este es su razonamiento: "Las cosas que son de derecho humano (la propiedad pri­vada) no pueden derogar el derecho natural o el derecho divino. Ahora bien, según el orden natural instituido por la divina providencia, las cosas inferiores están ordenadas a la satisfacción de las necesidades de los hombres. Por con­siguiente, por la distribución y apropiación, que procede del derecho humano, no se ha de impedir que con esas mismas cosas se atienda a la necesidad del hombre. Por esta razón los bienes superfluos, que algunas personas poseen, son debidos por derecho natural al sostenimiento de los po­bres... Mas, puesto que son muchos los que padecen nece­sidad y no se puede socorrer a todos con la misma cosa, se deja al arbitrio de cada uno la distribución de las cosas pro­pias para socorrer a los que padecen necesidad. Sin embar­go, si la necesidad es tan evidente y tan urgente que resul­te manifiesta la premura de socorrer la inminente necesidad con aquello que se tenga, como cuando amena­za peligro a la persona y no puede ser socorrida de otro modo, entonces puede cualquiera lícitamente satisfacer su necesidad con las cosas ajenas, sustrayéndolas, ya mani­fiesta, ya ocultamente. Y esto no tiene propiamente razón de hurto o de rapiña" (Suma Teológica, 11-11, 66, 7c). No se puede decir más y más claro sobre el destino común de los bienes materiales.

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El compromiso cristiano con la justicia implica, por consiguiente, un compromiso en la utilización responsable y razonable de los recursos naturales y en el reparto justo y equitativo de los bienes materiales. De forma que ni los recursos naturales sean explotados irracionalmente, ni sean utilizados más para engordar los beneficios de las grandes empresas que para satisfacer las necesidades de las per­sonas, de todas las personas. Y también de forma que los bienes materiales sean repartidos justa y equitativamente entre todas las personas, grupos, pueblos y continentes. Esta es tarea aún pendiente, pues la concentración de la riqueza en manos de algunas minorías y la exclusión cre­ciente de las grandes mayorías de la participación en los bienes de la tierra siguen ahí como un atentado a la justi­cia distributiva. La pobreza que afecta de forma dramáti­ca a grandes masas humanas es una afrenta y un escándalo para esta humanidad. La lucha por un reparto justo y equi­tativo de los bienes de la tierra entre todos sus habitantes es una dimensión irrenunciable del compromiso cristiano con la causa de la justicia.

En base a su fe y a la más pura tradición profética, los cristianos han de superar los criterios meramente legales en esa lucha por la justa y equitativa distribución de los bienes materiales entre todos los habitantes del planeta. El crite­rio último de esta distribución ha de ser la necesidad de las personas y de los pueblos, no la ley o los méritos, no los simples derechos adquiridos. Este es quizá el aporte más específico de la tradición profética judeo-cristiana a la con­cepción y a la práctica de la justicia.

La justicia que Dios quiere no se limita a dar a cada uno "lo suyo" marcado por la ley o merecido. La justicia legal ya es un primer paso en el camino de la justicia, pero sólo primer paso. La ley marca un mínimo a cumplir, pero nunca satisface convenientemente las últimas exigencias de la justicia divina. El mérito y el reconocimiento han de ser tenidos en cuenta como un estímulo para la responsabili­dad. Pero aún las leyes más avanzadas y los méritos más genuinos dejan, de hecho, a ingentes masas de la población mundial marginadas y excluidas de la participación en los bienes de la tierra.

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La justicia que Dios quiere se mide sobre todo por las necesidades de las personas. "A cada uno, no sólo lo suyo, sino lo que necesita para vivir con dignidad". Porque para grandes masas "lo suyo" según la ley o no existe o es insu­ficiente para cubrir sus necesidades primarias. La dignidad de las personas: ésta es una buena medida para saber cuán­do se han cubierto las exigencias mínimas de la justicia, cuándo ha tenido lugar una distribución justa y equitativa de los bienes de la tierra.

La economía es, por consiguiente, un ámbito destacado del compromiso cristiano con la justicia.

El compromiso con la justicia y la política

También la política forma parte del ámbito de la justicia. Por eso, no ha de quedar al margen del compromiso cris­tiano. La ética cristiana no se agota en los comportamien­tos individuales y en las relaciones cortas o interpersonales. Afecta y abarca también la dimensión pública o política de la conducta individual y contempla también el ámbito de las relaciones largas. Es necesario expandir la ética cristiana hasta el ámbito público y político, hasta las acciones y rela­ciones y estructuras que se refieren a la gestión del bien público. Por eso, el compromiso con la justicia es también compromiso en el ámbito de la política.

De la actividad política depende el justo tratamiento y la buena gestión de los asuntos que atañen al bien común de la colectividad. Y también la política tiene en sus manos la gestión de las condiciones que hacen posible el ejercicio de los derechos de las personas y el respeto a los mismos. De la gestión política depende también una razonable distri­bución del poder y de las responsabilidades sociales. Poner ética y conseguir altos niveles de justicia en todos estos aspectos de la política es hacer una gran contribución a la promoción global de la justicia y de los derechos humanos. Por eso, se insiste hoy tanto en la necesidad de juntar la ética y la política.

Otro ámbito importante del compromiso cristiano con la justicia es el ámbito de la elaboración de las leyes y la aplicación de las mismas. La ley es un instrumento impres-

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cindible para la regulación de la convivencia humana y la armonización de los intereses particulares, de los derechos y deberes de los ciudadanos. Pero cabe la posibilidad de leyes injustas, que enturbien la convivencia. No es lo mismo la legalidad que la justicia. No todo lo que es legal es justo. Pues con frecuencia las leyes son hechas a la medida de los intereses de quienes las elaboran, las sancionan, las pro­mulgan y las aplican. Por eso corren siempre el riesgo de ser parciales e injustas, y con frecuencia se convierten en fac­tores o causas de injusticia.

Esta injusticia es, si cabe, más grave y peligrosa, porque se ampara en la legalidad, toma forma aparente de justicia, goza de una cierta impunidad en nombre de la ley. Son las leyes injustas las que dan lugar con frecuencia a la injusti­cia estructural.

Por eso, el compromiso cristiano con la justicia impli­ca también la participación en todos aquellos aspectos de la vida política y social encaminados a luchar contra las leyes injustas y a promocional- una legislación más justa o más ajustada a las exigencias de la justicia. Luchar por este tipo de legislación es luchar por unas leyes que sean garan­tes del respeto y el ejercicio de los derechos humanos en la sociedad.

Pero el compromiso cristiano con la justicia se hace más urgente e impostergable cuando se trata de enfrentar las injusticias y repararlas, cuando se trata de salir en defen­sa de las víctimas. Y víctimas son todas las personas obje­to de injusticia. El cristiano debe implicarse en todo tipo de acción encaminada a promover la justicia en los tribunales. Pero se extiende aún más allá. Debe comprometerse, sobre todo, en la reivindicación de la justicia, cuando ésta ha sido violada. Debe comprometerse en la defensa de las víctimas, cuando éstas han sido objeto de injusticia. Defender a las víctimas inocentes es defender los derechos de las personas, pero al mismo tiempo es defender la superioridad de la jus­ticia sobre la mera legalidad. ¡Cuántas personas han sido víctimas de la mera legalidad! La administración de justi­cia está con frecuencia más atenta a la formalidad de los procesos legales que a las exigencias objetivas de la justicia.

Aún más, el cristiano debe llevar su compromiso con la justicia hasta las personas que justamente sufren el peso de

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la ley. Pero aquí propiamente pasamos del ámbito de la jus­ticia al ámbito de la misericordia y la compasión. Este es un rasgo característico de la justicia divina o de la justicia que Dios quiere. Que la justicia sea completada con la mi­sericordia y la compasión es un rasgo esencial del com­promiso cristiano con la justicia. Esa es la justicia que Dios quiere: la justicia que lleva adosada la misericordia y la compasión, la generosidad y la magnanimidad, como se expresa en la parábola de los obreros de la viña.

El mejor camino hacia la justicia y la paz, hacia la con­vivencia h u m a n a no siempre es la aplicación fría de la ley. La justicia legal puede resultar a veces intolerante y hasta vengativa. A veces el mejor camino hacia la justicia y la paz es el perdón y la reconciliación, la misericordia y la com­pasión... No andan desencaminadas las sociedades que pro­curan la reinserción social como una forma de ampliar la convivencia y la justicia más allá de los rígidos límites de la ley. Aquí ent ramos ya en el compromiso de la solidaridad, que traspasa los límites de la justicia meramente legal.

3. E L COMPROMISO CON LA DEFENSA

DE LOS DERECHOS HUMANOS

¿Se trata de un compromiso cristiano?

El tema de los derechos humanos es relativamente nuevo y novedoso en la sociedad e incluso en las Iglesias. Pero la preocupación por ese problema es vieja en la socie­dad y en las Iglesias. La ética clásica habló durante mucho t iempo de virtudes y obligaciones. Pero apenas hablaba de los derechos de las personas. Sin embargo, la filosofía del derecho comenzó a manejar los conceptos de derecho natu­ral y de derechos humanos hace ya muchos siglos. Se puede decir que el tema de los derechos humanos entró en la cul­tura moderna por la puerta del derecho más que por la puerta de la moral . El l lamado yusnatural ismo hizo ya un avance importante en el camino hacia la proclamación de los derechos humanos .

Pero fue sobre todo el descubrimiento o el redescubri­miento del individuo, del sujeto, de la persona... lo que puso

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a la cultura moderna en el camino hacia la afirmación de los derechos humanos de la persona. El reconocimiento de los mismos equivale al reconocimiento de la dignidad de la per­sona y de su condición de sujeto. Los derechos humanos son más que los derechos del c iudadano. No se puede medir la dignidad de las personas por la documentación de que dis­ponen. En este caso los "indocumentados", los sin papeles, la mayoría de los emigrantes.. . estarían privados de digni­dad, no tendrían derecho a ser t ratados como personas. Pero, no, los derechos humanos son previos al reconoci­miento de los mismos por el Estado, e incluso existen aun­que el Estado se empeñe en no reconocerlos. Lo que suce­de es que si el Estado se empeña en no reconocerlos, la dignidad de las personas es conculcada y sus derechos son irrespetados. La indefensión jurídica, la ausencia total del Estado de Derecho, es una de las situaciones más peligro­sas para los derechos humanos de las personas.

La declaración universal de los Derechos Humanos tuvo lugar el Io de diciembre de 1948. A partir de ese momento las interpretaciones de los mismos han sido y siguen sien­do múltiples y variadas. Pero, al menos, ya nadie se atreve a negar de frente la legitimidad de esos derechos humanos universales, aunque en la práctica se sigan violando. Y cual­quiera puede apelar a esa declaración en defensa propia, aunque su apelación no tenga éxito, porque el poder triun­fa con frecuencia sobre el derecho.

Esa declaración nació fuera de las Iglesias. Fue promul­gada por la ONU. De hecho, durante mucho t iempo y para muchos sectores de las Iglesias el asunto de los derechos humanos no era considerado pr imariamente como una dimensión esencial del compromiso cristiano. En el mejor de los casos, en esos sectores se toleraba a algunos cristia­nos más mili tantes y más sensibles a la cuestión social que se implicasen en la defensa, en la promoción, en la lucha a lavor de los derechos humanos . Pero, con frecuencia, se mantenía una cierta distancia y cierta actitud de resei~va, de desconfianza y hasta de sospecha frente a quienes militaban en esos frentes. Con frecuencia se llegó a acusarlos de re-duccionismo político, de secularización del cristianismo, de politizar el evangelio cristiano.

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Los derechos humanos en el núcleo del mensaje bíblico

Sin embargo, el asunto de los derechos humanos se encuentra en el corazón del mensaje bíblico, en el núcleo más específico de la tradición cristiana, aunque se haga refe­rencia a ese asunto en otros términos. ¿Acaso no es el evan­gelio de Jesús una reivindicación de los derechos humanos? ¿Acaso no es la predicación y la praxis de Jesús una reivin­dicación de los derechos humanos más elementales de la persona, pero especialmente de los pobres, de los margina­dos y excluidos?

Las escenas evangélicas que se pueden invocar como una defensa de los derechos humanos por parte de Jesús son múltiples. La multiplicación de los panes es una catc­quesis extraordinaria en este sentido (Mt 14,13ss.; 15, 31ss). Movido a compasión por las masas, Jesús responde a la necesidad pr imar ia de aquellas gentes: necesidad de ali­mento . Y en función de este derecho pr imar io de las per­sonas, defiende a sus discípulos que recogen espigas que­bran tando la ley del sábado: "¿No habéis leído lo que hizo David cuando sintió hambre él y los que le acompañaban , cómo entró en la casa de Dios y comieron los panes de la Presencia, que no le era lícito comer a él ni a sus compa­ñeros, sino sólo a los sacerdotes?" (Mt 12, 3). Jesús defien­de el derecho a la vida por encima de todo, por encima por supuesto del descanso sabático, que tan sagrado era para la religión judía. Curó al hombre de la mano seca en sába­do y reprochó a los escribas y fariseos que le reclamaban: "Yo os pregunto si en sábado es lícito hacer el bien en vez de hacer el mal, salvar una vida en vez de destruirla" (Le 6, 10). Esta violación del descanso sabático en defensa de la salud y de la vida se repite constantemente en la vida de Jesús (Mt 12, 9-14; Le 13, 10-17; 14, 1-6...).

La mayoría de los milagros de Jesús relatados en los evangelios son milagros de curación, curaciones que de­vuelven la salud a ciegos, cojos, paralíticos, mudos, sordo­mudos , posesos... "Había una mujer a la que un espíritu tenía enferma hacía dieciocho años; estaba encorvada y no podía en modo alguno enderezarse. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y le impu­so las manos. Y al instante se enderezó y glorificaba a Dios"

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(Le 13, 11-13). El derecho a la salud... y tantos otros dere­chos de las personas que Jesús defiende por encima de los valores más sagrados de la religión judía y de las leyes más rígidas del sistema de pureza.

Jesús está s iempre de par te de la dignidad de las per­sonas. Defiende de forma especial la dignidad conculcada, la dignidad de las víctimas, de las personas estigmatizadas y discr iminadas por el s istema de la pureza: la mujer, los pecadores, los publícanos, los extranjeros, los endemonia­dos... Hoy lo l lamaríamos compromiso con los derechos humanos .

Y lo mejor de la teología y la ética cristiana, ¿no contie­ne en su seno elementos suficientes para desembocar en una declaración eclesial de los derechos humanos? En este sen­tido no andan desacertados quienes defienden que la tradi­ción cristiana es un componente substancial de la tradición europea e incluso de la cultura moderna, se explicite o no en la nueva Constitución Europea.

La Iglesia, los derechos humanos y los signos de los tiempos

Lo cierto es que el asunto de los derechos humanos incursionó en las Iglesias cristianas con un cierto retraso y, en buena parte, debido a factores y aportes extraeclesiales. Dios también habla a la Iglesia con los signos de los tiem­pos que se dan fuera de la misma Iglesia. Y quizá la Decla­ración Universal de los Derechos Humanos constituyó uno de los grandes signos de los t iempos en la Edad Moderna. A través de esa Declaración Dios habló a las Iglesias y éstas escucharon la voz de Dios.

A partir del Concilio Vaticano II se asumió oficialmen­te algo que muchos cristianos estaban reclamando desde t iempo atrás: que el compromiso con la promoción y defen­sa de los derechos humanos es un componente esencial e irrenunciable del compromiso cristiano. Había ya una teo­logía nueva, una doctrina social cristiana, una praxis pas­toral... y sobre todo unos movimientos apostólicos que cami­naban ya en esta dirección antes del Concilio. Sin embargo, el Concilio oficializó ese reconocimiento de los derechos

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Humanos como un ámbito esencial de la vida cristiana. La teología de las realidades terrenas, que inspiró el famoso esquema XIII y la Constitución Pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual sustentó esta valoración cristiana del compromiso con los derechos humanos.

A pesar del respaldo conciliar no han faltado sectores cristianos que han mantenido reservas y reticencias frente a los cristianos y cristianas más implicados en la lucha a favor de los derechos humanos. Les acusan de seculariza­ción de la vida cristiana, de reduccionismo político, de con­fundir el trabajo pastoral con la política. Pero ya nadie se atreverá a negar que la defensa de los derechos humanos es una parte esencial del compromiso cristiano. Aún más, nadie se atreverá a negar que el compromiso con los dere­chos humanos es un rasgo esencial del seguimiento de Jesús hoy, de la vida y la praxis cristiana. Es cierto que a la comu­nidad cristiana se le exige una peculiar motivación evan­gélica para conducir ese compromiso. Pero, en todo caso, la lucha por los derechos humanos es una concreción del compromiso cristiano.

El amplio campo de los derechos humanos

De alguna forma, el compromiso con los derechos humanos es una explicitación y concreción del ya comen­tado compromiso con la justicia. Es como reivindicar y pro­mover la justicia desde la perspectiva del sujeto, de la per­sona. No es posible la justicia sin la oportuna respuesta a los derechos humanos, que salvaguardan la dignidad de la persona. Por eso, la promoción y defensa de los derechos humanos es la promoción y la defensa del proyecto de Dios, de su voluntad sobre las personas. Pues, "la gloria de Dios es que el hombre viva" y que viva en abundancia y con dig­nidad. Todo lo que se haga para dignificar a las personas, para permitir que vivan con dignidad y como hijos e hijas de Dios, contribuye a realizar el plan que Dios tiene sobre esta humanidad. Por eso, la promoción y la defensa de los derechos humanos son una colaboración en el plan salví-fico de Dios. Ni las Iglesias, ni las comunidades cristianas,

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ni los cristianos en particular deben eximirse del compro­miso en la defensa de los derechos humanos.

El campo de este compromiso con los derechos huma­nos es amplio, y se amplía cada día más. No sólo porque nos hacemos cada vez más conscientes y sabedores de las vio­laciones de los derechos humanos a lo largo y ancho del mundo. En este sentido, los modernos medios de comuni­cación social han tenido una influencia decisiva, a pesar de toda política de control y silenciamiento de que son objeto por parte de los poderes e instituciones interesadas en dicho control y silenciamiento.

También se va ampliando el campo de la lucha por los derechos humanos debido a la creciente sensibilización y concientización de la sociedad. Hoy no se puede ocultar la dramática violación de los derechos humanos de millones de personas. Pero tampoco se puede ignorar que cada vez más personas reaccionan con indignación ética frente a esas violaciones de los distintos derechos humanos. Se han mul­tiplicado las declaraciones de los derechos humanos de dis­tintos sectores de la población: de los niños, de las mujeres, de los ancianos, de los indígenas, de los emigrantes... Esas declaraciones de los derechos humanos no acaban con las violaciones de los mismos, pero sí crean conciencia en la mayoría de las personas e incluso obligan a los violadores a esconderse.

Se habla ya de tres generaciones en la interpretación de los derechos humanos. La "primera generación" enfatizó los derechos civiles y políticos, inseparables de la idea de ciu­dadanía (libertad de expresión, de conciencia, de íisociación, de reunión, de desplazamiento, de propiedad, de participa­ción...). La "segunda generación" enfatizó los derechos eco­nómicos, sociales y culturales (derecho al trabajo, a un nivel de vida digno, a la educación, a la asistencia sanitaria, al seguro de desempleo, a la jubilación...). La "tercera gene­ración" insiste en el valor de la solidaridad y desde ahí enfa-tiza nuevos derechos (derecho a la paz, derecho a un medio ambiente sano, a la autodeterminación, a la identidad cul­tural...). Este amplio espectro de derechos constituye hoy el cuerpo de una "ética de los mínimos".

Naturalmente, las urgencias son distintas con respecto a esas distintas "generaciones de los derechos humanos".

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Antes es el derecho a la alimentación que el derecho a la libre expresión. Y son distintas también en los distintos con­tinentes y en los distintos pueblos, de acuerdo con la situa­ción económica, política y social.

En los países del tercer mundo prevalecen las urgencias de los derechos económicos. La pobreza severa, con toda su constelación de desgracias e infortunios, pide de las Iglesias y las comunidades cristianas un compromiso más decidido en la lucha por la defensa de los derechos económicos. Está en juego el derecho básico y fundamental: el derecho a la vida y a una vida digna. En esta dirección ha de encaminarse el compromiso con los pobres y contra la pobreza. Desa­fortunadamente, este compromiso se ve hoy debilitado en muchos ámbitos de la sociedad neo-liberal, en la medida que los pobres pasan sencillamente a ser los excluidos e igno­rados, los que no cuentan ni son tenidos en cuenta. Las Igle­sias cristianas no pueden permitir que esto suceda, si siguen creyendo que los pobres son los preferidos del Reino de Dios, si siguen creyendo que ellos también tienen derecho a la vida y a una vida digna.

Sin embargo, esta prioridad de los derechos económicos no debe hacer de menos o ignorar la importancia de los derechos políticos y sociales. Porque lodos los derechos humanos están interconectados y, por lo general, la violación de los derechos económicos lleva consigo también la viola­ción de los derechos políticos y sociales, y viceversa. No hay dignidad humana plenamente reconocida y respetada si alguno de los derechos humanos es violado. ¿Acaso los pobres no tienen derecho a la libertad, a la defensa de la tie­rra, a un medio ambiente sano? ¿No son ellos, por lo gene­ral, las víctimas de la voracidad del mercado en relación con la ecología? Sin embargo, sí es cierto que los derechos más urgentes en esos pueblos son los derechos económicos, puesto que están relacionados con las necesidades más bási­cas y elementales del ser humano: la alimentación, el vesti­do, la vivienda, la salud, la educación.

En los países más desarrollados es posible que los dere­chos más urgidos sean los políticos y sociales. Cubiertas las necesidades básicas de la vida, es preciso promover y defen­der los derechos políticos y sociales. Pero aún en estos pue­blos no se ha de ignorar la presencia de un cuarto mundo

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dentro del pr imer mundo . El compromiso cristiano jamás debe olvidarse de los pobres y sus derechos.

En este sentido, las Iglesias y las comunidades cristia­nas deben prestar especial atención hoy al fenómeno de la inmigración, a los derechos humanos de ese sector margi­nal que son los emigrantes, especialmente a los indocu­mentados que se encuentran en un estado casi absoluto de indefensión.

Aquí se abre hoy un amplio campo al compromiso cris­t iano o a la lucha por los derechos humanos de todos los seres humanos, comenzando por los más pobres y excluidos. La parábola del juicio final que nos ofrece el evangelio de Mateo (25, 31-43) debe estar siempre presente en la con­ciencia de los cristianos, y debe estimular su compromiso con los derechos humanos . La parábola apunta a los dere­chos más primarios de la persona humana . Es un desafío al compromiso con la defensa de los derechos humanos de los hambrientos, de los sedientos, de los extranjeros, de los des­nudos, de los enfermos, de los presos... y de todos los seres humanos , especialmente de las víctimas.

4. E L COMPROMISO DE LA SOLIDARIDAD CON LAS VÍCTIMAS

La urgencia de la solidaridad

"Solidaridad": es hoy una palabra emblemática, lema privilegiado de esta generación, ideal propuesto y deseado en muchos ámbitos de la sociedad y sólo parcialmente rea­lizado. De la solidaridad se habla entre las personas y los grupos de la sociedad del bienestar que son más sensibles al sufrimiento y al d rama humano . Muchas personas en el pr imer m u n d o la practican de forma espontánea. Pero de la solidaridad se habla sobre todo en las sociedades más pobres, porque en ellas es un medio de supervivencia. En esas sociedades la práctica de la solidaridad es absoluta­mente urgente. Lamentablemente hemos de reconocer que la solidaridad se hace más urgente cuanto más lejos esta­mos de la justicia. Cuando falta la justicia más elemental, sólo la solidaridad entre los pobres les permite sobrevivir.

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II inundo actual crece en sensibilidad frente al proble­ma de la justicia o, mejor, frente al problema de la injusti-i ia y sus dolorosas consecuencias. Y sin embargo, no con­seguimos hacer un m u n d o justo y humano . Un elemental realismo nos obliga a reconocer que la justicia completa siempre será una meta histórica pendiente, una meta por delante de nuestras conquistas, allá en un futuro lejano. La justicia plena es para los movimientos sociales más exigen­tes una utopía; para las Iglesias es un rasgo del Reino de Dios consumado, de la plenitud del Reino de Dios y su Jus­ticia. Pero ningún real ismo nos debe dispensar de la lucha por la justicia, porque en nuestras manos está al menos con­seguir una justicia elemental.

Lo cierto es que cada vez son menos los beneficiarios de los bienes y servicios del progreso. Y cada vez son más las personas excluidas de esos bienes y servicios. Cada vez son más las víctimas del progreso, de la sociedad del bienestar, de economía neoliberal, de la cultura del mercado.. . Cada vez son más las víctimas de la injusticia y sus consecuencias. Y cuando hay víctimas o mientras hay víctimas, todos somos algo cómplices y responsables de la injusticia, aunque no seamos directamente culpables. Porque la injusticia estruc­tural, que es la más extendida, es una especie de pecado colectivo.

Ante la injusticia "sostenida" o la exclusión creciente y la multiplicación de las víctimas, muchas personas, grupos, organizaciones e instituciones están reaccionando y asumen el compromiso de la solidaridad. Bien para reparar los daños de la injusticia, bien para sostener a las víctimas mientras la justicia llega. O incluso para ejercer ese plus de humanidad, de magnanimidad, de generosidad... que anida en el corazón humano , cuando saca a relucir lo más huma­no de sí mismo.

Ese plus de solidaridad va más allá de la misma justicia legal. Traspasa las fronteras de la mera obligación legal y hasta moral. ¡Ojalá la solidaridad no sea un simple gesto para acallar la mala conciencia de los instalados! La soli­daridad tiene a veces la misma ambigüediid que las tradi­cionales obras de misericordia de las iglesias cristianas. ¡Ojalá la solidaridad no sea un simple sustituto de la justi­cia, como lo han sido tantas veces las obras asistenciales!

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¡Ojalá sea un plus añadido a la justicia imperfecta, hasta que la justicia sea total y la solidaridad se haga innecesaria, al menos en el ámbito de la política y la economía!

Más informados y más conscientes de los dramas ¡mínanos

La solidaridad ha crecido entre muchos sectores de la humanidad en los últ imos t iempos. Y ha crecido con una proyección global y universal. Es un rasgo característico de la cultura moderna. Indudablemente, los modernos medios de comunicación social han contribuido no poco a generar este espíritu de solidaridad en las personas sensibles al sufri­miento y a la necesidad ajena. Precisamente porque nos han sacado de nuestro pequeño mundo, de nuestros mundos provincianos, de nuestros etnocentrismos, de nuestro ence­rramiento en la propia casa... y nos han abierto una gran ventana hacia fuera, hacia otros pueblos, otros continentes, otras situaciones sociales y a otros sectores de la población humana .

Así los modernos medios de comunicación social nos han acercado a las víctimas y a las dramát icas situaciones que padecen grandes mayorías de la humanidad: la pobre­za dramát ica de grandes masas de la población mundial , la vergonzante brecha entre países ricos y países pobres, los conflictos bélicos y el terror ismo y sus víctimas, la dramá­tica situación de los desplazados, los exiliados, los emi­grantes, la agresión a las etnias indígenas y la expropiación de sus t ierras, la explotación laboral de los niños, los pro­cesos de marginación y exclusión de las mujeres y otros grupos humanos , los conflictos étnicos y religiosos, los genocidios.. .

Durante siglos la mayoría de las personas vivieron aje­nas a estos dramas; vivieron en un mundo estrecho y tan cerrado, al que no entraba la información sobre el resto de la humanidad. Todas las situaciones que no afectaban a los miembros del propio grupo, de la propia "aldea" eran prác­t icamente ignoradas. Pero hoy el mundo entero se ha con­vertido en una "aldea global". Por eso ha crecido la sensi­bilidad social en muchas personas y se ha ampliado el campo de la solidaridad más allá de la propia aldea.

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Hay algunos interrogantes que cada vez suenan más Inertes cuando se mira a los ojos de las víctimas. ¿No debemos ser solidarios con las víctimas de todas esas situa­ciones, aunque sean tan lejanas a nues t ro mundo? ¿No somos responsables colectivamente de aquello que no so­mos culpables directa e individualmente? ¿No depende nuestra humanización de la humanización y dignificación de todas las víctimas? ¿Podremos estar tranquilos y satis­fechos mientras contemplamos esas situaciones dramáticas, esas víctimas inocentes? Estas preguntas son inquietantes y desafiantes para todo ser humano con una elemental sen­sibilidad humana , con una conciencia ética básica. Pero sobre todo son inquietantes y desafiantes para la concien­cia cristiana o para quienes tienen viva la fe y la conciencia cristiana. Inquietan e interpelan a un compromiso de soli­daridad afectiva y efectiva con las víctimas, que es irrenun-ciable en la vida cristiana.

La gran parábola de la solidaridad

Hay una parábola del evangelio de Jesús que se ha vuel­to paradigmática para una ética actual de la solidaridad. Es la parábola del buen samar i tano o s implemente del sama-ri tano. "Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y gol­pearle, se fueron dejándole medio muer to . Casualmente bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samari tano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión, y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y mon­tándole sobre su cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: cuida de él y, si gastas algo más, te lo paga­ré cuando vuelva" (Le 10, 30-35).

Las referencias a esta parábola no aparecen ya sola­mente en libros de teología, de moral, de espiritualidad cris­tiana. Esta parábola no es ya patr imonio exclusivo de las iglesias cristianas. Aparece también en libros y discursos de creyentes de otras tradiciones religiosas y de no creyentes,

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de agnósticos y ateos. Está en el corazón del debate ético actual, respaldando la apuesta por la l lamada "ética com­pasiva". Es un buen ejemplo de que lo más puro y genuino del evangelio cristiano es patrimonio de toda la humanidad. "Devolvednos a Jesús, devolvednos su evangelio". Este grito se ha escuchado en tiempos recientes fuera de las Iglesias cristianas como un reclamo a las mismas.

Se t ra ta de una parábola a la que se hacen frecuentes alusiones en el actual debate ético, en el actual debate sobre el valor ético y la neces idad his tór ica de la so l idar idad . A ella recurren sobre todo los part idarios de la "ética com­pasiva", que hunde sus raíces en la más genuina tradición bíblica y judía.

Lucas sitúa la parábola exactamente después de la gran cuestión que un legista ha planteado a Jesús: "Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?" (Le 10, 25). (La cuestión en el evangelio de Mateo es la siguiente: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?" (Mt 22, 36). La cuestión es central para la religión judía. La res­puesta de Jesús en Mateo y del mismo legista en Lucas es conocida: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas... y a tu prójimo como a ti mismo" (Le 10, 27). Era una respuesta obvia, conocida por todos los judíos. Pero en la respuesta de Jesús hay ya una gran novedad: la estrecha vinculación entre ambos mandamientos: "El segundo (mandamiento) es semejante a éste: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos man­damientos penden toda la Ley y los Profetas" (Mt 22, 39-40).

¿Quién es mi prójimo?

Y Lucas todavía añade a la parábola una novedad más definitiva y decisiva. La novedad de la parábola de Lucas se refiere a la categoría de "prójimo". La parábola es res­puesta a la cuestión con la que cont inúa el legista inten­tando justificarse e in tentando poner a prueba a Jesús: "Y, ¿quién es mi prójimo?" (Le 10, 29). Esta es la cuestión defi­nitiva y decisiva. Aquí está la clave del debate. ¿Quién es prójimo? ¿El cercano? ¿El que se acerca? ¿Cómo se llega a ser prójimo?

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La cuestión es decisiva porque la respuesta invierte los términos de la "proximidad" o la "projimidad". En la tradi­ción judía era frecuente traducir prójimo por próximo, veci­no, cercano, de los míos, de los nuestros. En este sentido el prójimo era el miembro de la propia familia, del propio grupo, del propio clan, del propio pueblo. Un samari tano no era de los suyos para un judío. El que quedaba más allá del propio grupo se convertía fácilmente en enemigo o, en el mejor de los casos, en un sujeto ignorado, excluido, sin inte­rés, indigno de amor. Lógicamente, el amor al prójimo se limitaba al amor etnocéntrico o se traducía así: "Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo" o "Amarás a los tuyos, a los que te están próximos, a los que son de tu familia, de tu grupo, de tu clan, de tu pueblo". Esos y nadie más son tu prójimo.

Pero la parábola cambia el enfoque y da otra definición del prójimo. Contesta de forma novedosa a la pregunta: "Y, ¿quién es mi prójimo?". La parábola conduce a la siguien­te conclusión: "(Prójimo) es el que practicó la misericordia con el herido" (Le 10, 37). Por tanto ha cambiado la direc­ción de la projimidad. Prójimo no es el que está próximo a mí porque pertenece a los míos, a mi grupo, a mi familia, a mi partido, a mi pueblo. Próximo es el que se aproxima al herido, al necesitado, a la víctima. Prójimo soy yo en la medida que me aproximo o me hago próximo a la otra per­sona con el propósito benevolente, misericordioso, asisten-cial, solidario... Por consiguiente, amar i\\ prójimo no es ya sólo amar al próximo; es sobre todo aproximarse al que está necesitado de solidaridad.

La solidaridad y la justicia bíblica: el clamor de las víctimas

En esta interpretación del amor al prójimo resalta, pues, la importancia y hasta la obligación del compromiso de la solidaridad. Esta supera los límites de las exigencias pro­pias de la justicia legal. El samari tano no se aproxima, no se hace prójimo del herido porque está obligado por ley, sino porque se ve obligado y exigido por la necesidad ajena. No es la ley la que exige solidaridad; es la necesidad del otro, de la víctima, la que postula la solidaridad. Son las

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heridas de la víctima, su sufrimiento, situación de postra­ción, su indefensión... lo que exige la aproximación soli­daría de los viandantes.

En este sentido, el concepto de solidaridad se aproxima mucho al concepto de justicia propio de la teología proféti-ca de Israel. Los profetas no conciben la justicia desde las exigencias de la ley, ni la reclaman apelando a la ley. La medida de la justicia que reclaman está en las necesidades que acosan a las víctimas: pobres, huérfanos, viudas, extran­jeros... Y el reclamo de justicia no brota de la fuerza de la ley, sino del c lamor de los heridos por la injusticia, del llan­to de las víctimas, de los gritos de los sufrientes. Las vícti­mas , los heridos, son el testimonio fehaciente de que la jus­ticia aun no se ha cumplido plenamente. Para que la justicia sea plena hay que escuchar el clamor de las víctimas, hay que acercarse solidariamente a ellas. La solidaridad es, pues, más que la justicia legal. Es la justicia plenamente humana o humanizada. Porque, en definitiva, es la solidaridad la que nos hace plenamente humanos. Y, en este sentido, es el heri­do del camino, la víctima, quien nos permite humanizarnos, hacernos próximos, hacernos humanos .

No es opcional; es obligatoria

Por eso, hoy se insiste en que la solidaridad no es opcio­nal. Es obligatoria, vinculante. Es una obligación moral. En ella hay autént ica responsabil idad ética.

Con frecuencia se ha interpretado la solidaridad como un mero gesto de magnanimidad, de generosidad, de buena voluntad. Por consiguiente, la solidaridad sería libre, opcio­nal, arbitraria. Estaría a expensas de la decisión libre de las personas. Sería una virtud opcional, propia de aquellas per­sonas buenas, magnánimas , generosas... Pero no se podría reclamar responsabil idad a las demás personas que no se sintieran inclinadas a la solidaridad. Negarse a la solidari­dad no sería una violación de la humanidad . No plantearía un problema ético, pues nadie está obligado en conciencia a lo que no es ét icamente vinculante. La solidaridad sería ese plus que ponen libre y voluntar iamente las personas

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magnánimas y generosas. Sólo porque son "buenas", no porque deban ser solidarias.

Pero cada vez más se va afianzando la convicción de que la solidaridad es moralmente obligatoria y vinculante. Sim­plemente porque toda persona h u m a n a tiene derecho a su dignidad humana . Por consiguiente, cualquier persona tie­ne derecho a disfrutar de todas las condiciones personales y sociales que hacen posible esa dignidad personal.

Todas las personas, grupos y pueblos t ienen derecho, por ejemplo, a part icipar de los bienes de la tierra. Por con­siguiente, todos estamos obligados a ser solidarios y a com­part i r esos bienes, y a luchar para que lleguen a todas las personas, a todos los grupos, a todos los pueblos. Todas las personas tienen derecho a part icipar de los servicios de salud, de educación. Por consiguiente, todos estamos obli­gados a ser solidarios con las demás personas en estos ámbitos .

Ser solidario no es dar gratui tamente a otra persona lo que no le es debido. Es reconocer al otro sus derechos y hacer posible que los ejercite. El herido del camino tiene derecho a la asistencia. Su problema es nuestro problema. Es problema de todos los transeúntes. Por eso, la cultura individualista -mode rna y pos tmoderna- es incompatible con el compromiso de la solidaridad. Pues se trata de una cultura que se empeña en dejar a cada cual solo o sola con "su" problema. Se empeña en conseguir que cada cual se desentienda de los problemas de los demás. "Este no es tu problema". "Ese no es mi problema". Este tipo de reaccio­nes es el camino más directo hacia la insolidaridad total, hacia la soledad más radical. Una cosa es el respeto a la pri­vacidad de las personas, y otra muy distinta es la indife­rencia absoluta ante su sufrimiento y sus problemas. Lo pri­mero entra dentro del respeto a la dignidad de las personas. Lo segundo es un desconocimiento de esa dignidad, y hasta una conculcación de la misma.

La solidaridad: medida de la humanidad

Pero la solidaridad no es sólo un derecho de las víctimas. Es también una necesidad para todos los seres humanos. Es

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exigida por la propia naturaleza humana . Mientras haya víctimas, no es posible ser humanos sin ser solidarios. La solidaridad con las víctimas es la medida de nuestra huma­nidad. La empresa de ser humanos es nuestra gran tarea, nuestra misión fundamental , nuestra verdadera vocación humana . Pero, en cierto sentido, es una tarea colectiva. Por eso nos humanizamos todos o todos estamos pendientes de humanización.

Nadie puede considerarse plenamente humano mientras haya personas cuyos derechos humanos no sean reconoci­dos y respetados. No podemos considerarnos plenamente humanos hasta que todas las personas recuperen su digni­dad humana . En este sentido, la solidaridad con el herido del camino, la aproximación a él, no sólo humaniza al heri­do; humaniza también al t ranseúnte que se aproxima y le cura las heridas. La solidaridad nos hace prójimos, que es la forma de ser humanos . Lo más humano es la compasión, la capacidad y la decisión de compartir el sufrimiento y tam­bién la alegría con todos los seres humanos .

Aquí se abre un horizonte amplio al compromiso cris­tiano. Este va más allá de los límites del propio grupo, de la propia familia, de la propia comunidad, del propio pueblo. Todos los hombres y mujeres son nuestros hermanos y her­manas . Son nuestros prójimos.

El compromiso cristiano va más allá de los preceptos legales, de cualquier mandamiento o prohibición. Se extien­de al compromiso solidario con cualquier persona necesi­tada, y traspasa las fronteras de cualquier sistema legal. El compromiso cristiano no es el compromiso con la ley, aun­que reconoce el valor y la importancia de cualquier ley justa. Es compromiso con el prójimo, y especialmente con el pró­j imo necesitado. El prójimo, sobre todo el pobre y la vícti­ma, es sacramento de Dios; revela mejor que cualquier ley la voluntad de Dios, la justicia que Dios quiere.

Si todo ser humano ha de ser solidario, para ser verda­deramente humano , con más razón lo ha de ser el cristia­no. Si para tocio ser humano la solidaridad no es un mero compromiso opcional, sino un compromiso obligatorio, con más razón lo ha de ser obligatorio e irrcnunciable para los cristianos. Para los seguidores y seguidoras de Jesús toda persona humana es un reclamo de solidaridad, espe-

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cialmente cuando su human idad está de algún modo cru­cificada. Y lo es precisamente porque para los seguidores de Jesús todo ser humano tiene la dignidad de ser hijo o hija de Dios, y de ser he rmano o he rmana de todos los demás seres humanos . La filiación divina y la fraternidad huma­na son la fuente úl t ima de toda dignidad humana . Y son también la fuente úl t ima de la solidaridad.

5. COMPROMISO CON LA PAZ Y LA TOLERANCIA

Un mundo de conflictos múltiples y variados

La paz es un derecho de todas las personas y de todos los pueblos. Pero es también una obligación y una respon­sabilidad. Es un compromiso h u m a n o y cristiano. La paz está esencialmente vinculada a la justicia. El compromiso con la justicia es ya un compromiso con la paz, quizá el más definitivo.

Especialmente en una sociedad atravesada por fuertes conflictos, la paz es un desafío para todos. Los conflictos son múltiples y de distinta naturaleza. O, dicho de otra forma, en la mayoría de los conflictos intervienen varios factores. Hay factores económicos. En muchos conflictos está en juego la conquista o apropiación de bienes mate­riales o la defensa de los mismos. Aún en los conflictos que se presentan como específicamente religiosos suele haber un componente económico: los intereses por la defensa de bienes materiales y beneficios económicos. Suele haber también intereses políticos: la lucha por el poder es otro de los factores de te rminantes de los conflictos. A veces las razones económicas y políticas se disfrazan de razones ideológicas, éticas, nacionalis tas . . . Pero, en realidad, la lucha por el poder económico y político está en el trasfon-do de la mayoría de los conflictos.

Otras veces los conflictos están marcados por factores religiosos. A lo largo de la historia han abundado las gtierras religiosas. Y el factor religioso sigue presente en varios de los conflictos que actualmente tienen lugar a lo ancho del mundo . No se dan conflictos puramente religiosos. Casi siempre están mezclados con otros factores del conflicto.

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Sin embargo, es cierto que el factor religioso ha sido y sigue siendo factor condicionante de muchos conflictos. Y es cier­to también que los conflictos religiosos suelen tener, por lo general, unas características propias y una violencia o viru­lencia muy intensa.

Están además los conflictos de carácter más personal, que tienen lugar en las l lamadas relaciones cortas. Son con­flictos entre personas, entre grupos primarios, entre fami­lias. Son los conflictos de la pequeña aldea. Normalmente, la intensidad y la expansión de estos conflictos marcan los niveles de seguridad o inseguridad de una sociedad. Por lo general, se t rata de conflictos motivados por los factores ya señalados: la apropiación de bienes y el robo, la conquista del poder, conflictos pasionales, enfrentamientos entre gru­pos por motivos ideológicos, étnicos, religiosos...

El compromiso con la justicia y el compromiso con la paz.

En este contexto conflictivo, el compromiso con la paz y la tolerancia son una necesidad para todos los seres huma­nos. La paz y la tolerancia forman también parte del com­promiso cristiano. Pero este compromiso tiene algunos aspectos muy particulares.

En primer lugar, el compromiso con la paz implica un decidido y constante compromiso con la justicia. La mayo­ría de los conflictos entre las personas y entre los pueblos suelen ser el resultado de alguna injusticia, o de una situa­ción a la que ha dado lugar la injusticia. Muchos conflictos se originan como reacción contra la injusticia. Pero, desa­fortunadamente, con mucha frecuencia la violencia reacti­va o "revolucionaria" no consigue terminar con la injusticia, ni poner fin a la violencia institucional. Por el contrario, con mucha frecuencia la violencia reactiva y revolucionaria sólo consigue empeorar o agravar la situación. Da lugar a un fenómeno que se ha dado en l lamar "la espiral de la violen­cia". También se podría l lamar "la espiral de la injusticia". En esas situaciones la solución no suele ser la violencia. Sólo la justicia es el camino hacia la paz.

Por consiguiente, el primer aspecto del compromiso con la paz es la lucha por la justicia. Por eso se ha repetido con

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tanta insistencia que el nombre de la paz hoy es "justicia". Efectivamente, todas las conquistas en el ámbito de la jus­ticia repercuten favorablemente en el ámbito o a favor de la paz. La eliminación de la injusticia elimina la mayoría de los factores que dan lugar a la violencia. No siempre, cierta­mente, porque hay algunas violencias más preocupantes: aquellas que ni siquiera pueden invocar como razón la injus­ticia. Pero, en la mayoría de los casos la lucha contra la vio­lencia y a favor de la paz, comienza por la lucha contra la injusticia. Por eso, todo lo que se dijo sobre el compromiso con la justicia se puede aplicar al compromiso con la paz.

El compromiso cristiano con el perdón y la reconciliación

Pero, en general, en lodos los conflictos hay algo más que una injusticia que es preciso reparar. Hay también unos sentimientos que es preciso sanar. Los conflictos y la violencia casi s iempre están rodeados de odio y resenti­miento, de animadversión y ansias de venganza. Es preci­so reparar estos sentimientos para que llegue la paz. Es pre­ciso el iminar esas acti tudes para que de nuevo sea posible la convivencia pacífica. De lo contrario, s iempre se dará la justicia conseguida por insuficiente; s iempre se reclamará una justicia mayor, pues la conquis tada se considerará insuficiente.

Pero, en el fondo, ya no es justicia lo que falta o se nece­sita. Llegado a cierto punto, el compromiso con la paz no es sólo compromiso con la justicia. Pasa a ser compromiso con el perdón y la reconciliación. Con frecuencia ésta es la única forma de romper la espiral de la violencia o de la injusticia. El perdón y la reconciliación son capaces de reparar las heri­das que la injusticia y la violencia dejan detrás de sí. Son capaces de restaurar las relaciones rotas y hacen posible de nuevo la convivencia pacífica, la paz.

Esta es una dimensión esencial e irrenunciable del com­promiso por la paz. Y es una dimensión irrenunciable del compromiso cristiano. Aún más, el evangelio lo presenta como la dimensión más específica y característ ica de los seguidores y seguidoras de Jesús. "Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os

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digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os per­sigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis sólo a os que os aman, ¿Qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publícanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso también los gen­tiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vues­tro Padre celestial" (Mt 5, 43-48).

El perdón a los enemigos y la reconciliación gratuita con ellos son exigencia pr imera del evangelio de Jesús. Perdo­nar hasta setenta veces siete, es decir, siempre, es un rasgo esencial de la propuesta de vida que hace Jesús a sus segui­dores y seguidoras. "Pedro se acercó entonces y le dijo: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete" (Mt 18, 21-22). Por eso en la oración dominical una de las peti­ciones es el perdón de nuestras ofensas, que se asocia al per­dón que nosotros otorgamos. "Perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido... Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os per­donará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres , tampoco vuestro Padre per­donará vuestras ofensas" (Mt 6, 12-15). Tal es la importan­cia del perdón en la vida cristiana. Perdonar es una condi­ción irrenunciable para cumplir las exigencias del Reino de Dios y su Justicia. Tal es la importancia del perdón en el compromiso cristiano con la paz.

La práctica perdonadora es uno de los rasgos más salientes del ministerio público de Jesús. Sus comidas fre­cuentes con publícanos y pecadores son, en definitiva, una oferta de perdón, de comunión, de aceptación de esas per­sonas a la comunidad de salvación. Esas compañías le valieron a Jesús la crítica de los guardianes de la ortodoxia y de la pureza. Pero precisamente por eso es un rasgo espe­cialmente significativo de su vida. Y debe serlo también de sus seguidores y seguidoras. Las prácticas del perdón y la reconciliación son también el aporte más específico de la comunidad crist iana a la causa de la paz, sobre todo cuan­do los conflictos llegan a un punto de no re torno en el que

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sólo el perdón y la reconciliación pueden garantizar de nuevo la paz perdida.

Y la tolerancia en un mundo plural

Pero aún hay otra dimensión esencial del compromiso con la paz: la tolerancia.

Vivimos en un mundo plural. En realidad, el mundo siempre ha sido plural. Pero hoy somos más conscientes de ese pluralismo y, sobre todo, ese pluralismo es ya el ambien­te normal en el que discurren nuestras vidas.

Somos más conscientes del pluralismo debido a algunos factores del mundo moderno. En primer lugar, los podero­sos medios de comunicación social nos hacen hoy presen­tes mundos otrora distantes y desconocidos. Y nos ayudan a tomar conciencia del pluralismo reinante en nuestro mundo. Y, en segundo lugar, la movilidad creciente de la población mundial hace que ese pluralismo sea cada vez más el medio ambiente normal de nuestras vidas. Incluso si nosotros no nos movemos, otros y otras se mueven. Si no nos movemos al encuentro de otros pueblos, de otras cul­turas, de otras religiones... es muy posible que personas de otros pueblos, culturas y religiones vengan a nuestro en­cuentro. Esto nos hace vivir cada vez más inmersos en el pluralismo. Así, quién más quién menos se ve hoy afecta­do o afectada en su vida por el pluralismo cultural, políti­co, ideológico, religioso... Estamos pues ante el desafío de procesar el pluralismo, las diferencias, la alteridad... para hacer posible una convivencia pacífica.

Este fenómeno del pluralismo hace cada vez más ur­gente la virtud de la tolerancia, el compromiso con la tole­rancia. Se trata verdaderamente de una virtud, porque su ejercicio requiere mucha fortaleza. Es una virtud cívica, absolutamente necesaria en una sociedad pluralista y de­mocrática.

El problema de la convivencia humana es, en buena parte, un problema de tolerancia, tanto a nivel individual como a nivel social. Por eso la tolerancia ha sido siempre un problema presente en la historia humana. Y lo ha sido mayor en la medida que el pluralismo ha estado más pre-

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senté en la sociedad. El problema de la tolerancia ha cono­cido sus momentos más álgidos cuando se ha presentado la necesidad de manejar los conflictos entre distintos cre­dos y confesiones religiosas. En todas estas situaciones las sociedades y las iglesias se han movido entre actitudes modélicas efe tolerancia y reacciones dramáticas de into­lerancia.

Hoy la tolerancia sigue siendo un desafío, a pesar de todos los progresos que en este sentido ha supuesto la cul­tura democrática en la sociedad civil y la cultura del ecu-menismo y del diálogo en las religiones y en las iglesias. La ética de mínimos, que procura un consenso elemental a nivel axiológico y normativo, pero que a su vez cuenta con las diferencias, a veces no fácilmente conciliables, necesi­ta de la tolerancia como su complemento. Ni el pluralismo sano, ni la cultura democrática, ni la ética de los mínimos... pueden mantenerse sin la tolerancia. ¿Qué implica la vir­tud de la tolerancia en relación con la convivencia?

Implica, en primer lugar, un reconocimiento del otro como distinto, de su identidad y dignidad, de su derecho a ser diferente. Este reconocimiento supone una superación del egotismo y del egocentrismo a nivel individual. Supo­ne también una superación del etnocentrismo y de todo resabio colonialista e imperialista en las relaciones entre grupos, pueblos, razas, culturas, religiones. No hay grupos, ni pueblos, ni razas, ni culturas, ni religiones superiores, con derecho a imponerse sobre los demás. El reconoci­miento del otro como igual en dignidad es una forma de reconocimiento de la dignidad ajena y propia; el diálogo con él es una forma de afirmar la identidad propia y ajena, un cauce de humanización de ambos.

La tolerancia implica, en segundo lugar, un reconoci­miento y aceptación de las diferencias. Pero como las dife­rencias acarrean consigo frecuentemente un conflicto de intereses, deben ser procesadas en un espíritu democrático y dialogal. La tolerancia no debe ser confundida con un falso irenismo. Tolerar no es sólo soportar; es también mante­nerse firmes en el diálogo hasta llegar a un consenso sobre las diferencias legítimas o sobre aquellas a las que es preci­so renunciar en nombre de la convivencia. El diálogo, y no

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cualquier tipo de fuerza o autori tarismo, es la vía demo­crática para manejar las diferencias en conflicto.

La tolerancia, en tercer lugar, no es indiferencia o apa­tía hacia el otro. Ni es renuncia a las propias convicciones, o escepticismo o relativismo absoluto. Ni es un desenten­derse del otro. La solidaridad es hoy uno de los nombres más relevantes de la justicia. Una tolerancia de este tono sería falsa y supondría una renuncia a la convivencia. La mera coexistencia pacífica es un estado violento. Tarde o temprano degenera conflicto y termina por romperse.

Tampoco la tolerancia debe confundirse con la indife­rencia y la falta de re-acción o la capitulación ante las situa­ciones "intolerables", que dañan la convivencia. El dejar-hacer o dejar-pasar, mientras se van mult ipl icando las víctimas, no es necesariamente la mejor versión de la tole­rancia. Esta implica una re-acción contra todo lo que es intolerable desde "la ética de los mínimos". Pero es también una reacción con unas condiciones "mínimas" de legitimi­dad: el respeto a la dignidad de las personas, incluso de aquellas que son responsables de esas situaciones intolera­bles; el respeto de los procesos que conducen a la superación de las mismas; el recurso al diálogo como vía ordinaria hacia la convivencia, sin apelar de entrada a otros recursos extre­mos... Tolerar significa, pues, reaccionar de una forma cívi­ca frente a dichas situaciones intolerables.

Esta reacción tolerante y a la vez firme frente a situa­ciones intolerables nos introduce en un nuevo enfoque de la ética, que debe ser integrado en la ética de los mínimos y en la práctica de la verdadera tolerancia: el enfoque ético desde la compasión. Es la reacción desde la perspectiva y desde el lugar histórico de las víctimas, de aquellos a quienes se les ha negado en la práctica su dignidad humana . Aquí la tole­rancia y la lucha por la justicia se traducen en solidaridad, que es el nombre de la justicia en una sociedad asimétrica. Por eso van sonando cada vez más fuertes las voces que cla­man por una "ética compasiva".

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Contra todo fanatismo y a favor del diálogo interreligioso

Para los cristianos hoy se ha vuelto especialmente urgen­te la tolerancia religiosa. Ésta es una dimensión esencial del compromiso con la paz. El pluralismo religioso es un rasgo saliente del pluralismo actual. El diálogo intcrreligioso es un aspecto esencial del compromiso con la paz.

A nadie se le oculta la violencia que han arrojado los con­flictos religiosos, las guerras de religión. La explicación hay que buscarla en ese componente de violencia que tiene lo sagrado. Porque lo sagrado tiene como referente el Absolu­to y el Absoluto q_lo Absoluto no admite competidores. Por eso todas las religiones llevan en su seno un germen de vio­lencia, de beligerancia, de fanatismo e intolerancia.

Sin embargo, la mayoría de las religiones también alber­gan en su seno gérmenes de tolerancia y de convivencia pacífica. En sus códigos doctrinales todas ellas reconocen la dignidad absoluta de los seres humanos en su condición de hijos de Dios y hermanos entre sí. Y en sus códigos éti­cos todas ellas contienen prescripciones encaminadas a fomentar el amor, el perdón, la reconciliación, la justicia y la paz.

En los evangelios el fanatismo aparece casi siempre de pa i te de los discípulos. La tolerancia, por el contrario, apa­rece siempre de parte de Jesús mismo.

Hay dos textos que ilustran estas afirmaciones. El pri­mero se refiere a la reacción de los discípulos ante la mala acogida en el pueblo samari tano. "Sucedió que como se iban cumpliendo los días de la asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jcrusalén, y envió mensajeros delante de sí, que fueron y entraron en un pueblo de samar i tanos para prepararle posada; pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén. Al verlo sus discípulos Santia­go y Juan dijeron: Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma? Pero, volviéndose les repren­dió; y se fueron a otro pueblo" (Le 9, 51-56). Es la respuesta de la tolerancia al fanatismo.

El segundo texto es la conocida parábola del trigo y la cizaña. Un enemigo sembró cizaña en el campo de trigo y ambos nacieron juntos . "Los siervos del amo se acercaron para decirle: Señor, ¿no sembras te semilla buena en tu

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campo? ¿Cómo es que tiene cizaña? Él les contestó: Algún enemigo ha hecho esto. Dícenle los siervos: ¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla? Díceles: NO, no sea que, al reco­ger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo" (Mt 13, 24-30). La paciencia es una parte de la tolerancia; la impaciencia, lo es del fanatismo.

Y pese a esta propuesta de Jesús, sigue siendo un hecho innegable que las religiones en general y el cristianismo en concreto son con frecuencia proclives al fanatismo y a la intolerancia, como lo fueron los primeros discípulos de Jesús. Sigue siendo innegable que las religiones son con fre­cuencia origen de no pocas violencias. Por eso, hoy el com­promiso con la paz exige de las religiones un compromiso con el diálogo interreligioso. No habrá paz mientras no haya diálogo interreligioso y tolerancia entre las religiones.

Para que el diálogo interreligioso sea fecundo, se re­quiere una puesta en común de los respectivos credos e identidades religiosas. Pero se requiere al mismo tiempo una escucha atenta del otro y un reconocimiento de las diferencias y de la identidad de los demás. Es un error creer que se puede facilitar el ecumenismo y el diálogo interreli­gioso a base de ocultar o disimular la propia identidad y a base de silenciar las reales diferencias. Esto sólo conduci­ría a un falso irenismo, que a la larga se traduce en diálo­go estéril.

Por lo demás también las diferencias entre las iglesias y las religiones han de procesarse a base de tolerancia. El sim­ple diálogo es ya un ejercicio de tolerancia, un paso impor­tante en el camino hacia la convivencia de las distintas comunidades religiosas. Pero no es suficiente. El diálogo debe ir acompañado por actitudes de respeto y tolerancia entre los miembros de las distintas iglesias y religiones. Esta tolerancia se basa sobre el supuesto que todas las reli­giones están inspiradas por la buena voluntad y que todas ellas son un camino recorrido en la búsqueda de la verdad. El diálogo y la tolerancia parten del supuesto que no hay falsas religiones, sino que en todas las religiones hay una parte importante de verdad. Por eso todas las religiones deben ser admitidas a la mesa del diálogo interreligioso.

En todo caso, la tolerancia religiosa no se basa funda­mentalmente en la verdad que pueda haber en el otro. Se

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basa sencillamente en la dignidad que el otro posee sim­plemente por ser persona y por proceder en conformidad con su conciencia. Esa es la fuente de todo respeto y toda tolerancia.

La tolerancia, sin embargo, no significa permisividad, un dejar hacer o dejar pasar sin más. Esto supondría un allanamiento de valores y antivalores por igual. Ser tole­rante no significa arrojarse en la indiferencia total, como si todo diera lo mismo. Esto no es tolerar, sino capitular. Cuando todo da lo mismo, se rompen las fronteras de la ética y se hace imposible la convivencia. Cuando todo da lo mismo, ya nada vale la pena.

La tolerancia es una virtud cívica que facilita la convi­vencia en las diferencias y en el pluralismo legítimo. La per­misividad, por el contrario, hace difícil y hasta imposible la convivencia, porque sólo genera caos y desorientación, despiste existencial. La convivencia sólo es posible sobre la base del consenso en torno a una jerarquía de valores o, en todo caso, sobre la base del respeto a quien mantiene dife­rencias respecto a esa jerarquía de valores. Cuando los valo­res en conflicto son incompatibles, la tolerancia debería traducirse en un ejercicio de diálogo y en la renuncia a los bienes particulares en función del bien común. La tole­rancia es, en definitiva, renuncia a todo tipo de fundamen-talismo.

6. EL COMPROMISO CON LA VERDAD

¿Tiene alguna trascendencia el compromiso con la verdad?

Pero, ¿es tan importante la verdad? ¿Vale la pena com­prometerse con esa causa, cuando hay tantos problemas prácticos pendientes de solución? ¿No es la verdad un ideal teórico? ¿No habrá que fijar la atención y dedicar lo mejor de nosotros y de nosotras a poner prácticas que resuelvan los agudos problemas históricos que hoy afectan a tantos millones de seres humanos? ¿No habrá que preocuparse del problema del hambre, de la pobreza, de la salud, de los derechos humanos... en vez de perder tiempo en debates interminables sobre la verdad? ¿No pertenece el ideal de la

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verdad al ámbito de la especulación? ¿Y no es el com­promiso una implicación en la arena de la historia y de la sociedad?

Estos son los primeros interrogantes que surgen espon­táneamente en muchas personas cuando se propone el compromiso con la verdad como una parte del compro­miso cristiano.

Efectivamente, no es frecuente relacionar el compromiso cristiano con el compromiso a favor de la verdad. En buena parte, porque se considera que la verdad es una cuestión académica y especulativa que poco tiene que ver con los asuntos históricos de la justicia, los derechos humanos, la paz, la tolerancia... Y en parte porque se tiene la falsa idea de que esa es una cuestión de la que se han de ocupar algu­nos profesionales de la especulación, los intelectuales, los teólogos, los profesores de religión... El resto de la comuni­dad cristiana tiene otras cosas más prácticas de qué ocu­parse. Su compromiso se ha de dirigir hacia otros frentes.

De hecho, llama la atención la escasa sensibilidad que hay en la comunidad cristiana con respecto al problema de la verdad o de la mentira, y a las dramáticas consecuencias de ésta en la vida de las personas y de los pueblos. La injus­ticia es calificada casi espontáneamente como un pecado. No existe la misma espontaneidad para calificar a la men­tira de pecado. Las injusticias son horrorosas. Las mentiras son "piadosas". Por eso no se presta especial interés al pro­blema de la verdad o de la mentira. Por eso se entiende fá­cilmente que el compromiso con la justicia sea una parte irrenunciable del compromiso cristiano. Pero no se acepta tan fácilmente que el compromiso cristiano implica el com­promiso con la verdad o contra la mentira.

Pero, ¿de verdad es tan intrascendente a nivel práctico el compromiso con la verdad?

No todas las personas están convencidas de la impor­tancia de la verdad. E incluso muchas personas que dicen estar convencidas de su importancia, están al mismo tiem­po convencidas de que es un ideal sublime pero inasequi­ble. No es que teóricamente nieguen su importancia. Sería demasiado atrevimiento. Pero, en la práctica, la declaran inasequible y, por consiguiente, afirman que se puede vivir

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sin ella o al margen de ella. Esta consecuencia nos pone en pista hacia un relativismo absoluto: casi todo da lo mismo.

De hecho, en la sociedad actual crece el interés por la belleza. La estética se ha convertido para muchas personas en ideal irrenunciable, y hasta en medida suprema de la pro­pia autoestima. El mercado está muy claro en una cosa: la procura de belleza vende, es rentable. Por eso, la cuida, la mima, la exalta... especialmente la belleza corporal. La ha convertido en una especie de condición indispensable para la calidad de vida.

También en algunos ambientes de la sociedad actual crece el interés por la bondad y el bien, si no por virtud, al menos por necesidad. Es cierto que el mal está presente en nuestro mundo, y en abundancia. Pero tampoco hay que ignorar que son muchas las personas que reaccionan ante el mal, y son cada día más sensibles a valores tan fun­damentales de la convivencia humana como son la justicia y la solidaridad e incluso la misericordia y la compasión. Y son cada vez más las personas que reconocen la urgente necesidad de la ética. No se trata ya de cultivar la ética con el simple propósito de ser más buenos o más piadosos. Es necesario cultivarla para garantizar dos objetivos funda­mentales para la humanidad: la convivencia e incluso la supervivencia. De ahí el interés creciente del debate ético sobre el bien y la justicia en nuestro tiempo. No es poco lo que está en juego: la posibilidad de la convivencia entre los seres humanos y las garantías de supervivencia de la misma humanidad.

No abunda tanto el interés por la verdad en nuestro mundo. Hay, ¿cómo no?, personas que dedican su vida a la investigación, a la búsqueda de la verdad. No ha desapare­cido el interés por la verdad en el ámbito académico. Las ciencias siguen progresando. Y hay numerosas personas y grupos que buscan y defienden la verdad, que denuncian y persiguen la mentira fuera de los ámbitos académicos. Son conscientes de los efectos devastadores de la mentira exis­tencia], el ocultamiento de la realidad, la falta o la trasmu­tación del sentido... Eso es lo que preocupa: la mentira como forma de vida, como arma o herramienta calculada para cul­tivar intereses egoístas e insolidarios. Es la mentira mante­nida y sostenida para intentar justificar acciones que de otra

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forma serían absolutamente injustificables e irracionales: una guerra, la invasión de un país, un programa político, una legislación económica y fiscal, unas relaciones asimé­tricas entre los pueblos, etc. Así las cosas, la cuestión de la verdad o la mentira no son cosa de poca monta.

Y, sin embargo, el ideal de la verdad es juzgado por muchas personas e instituciones como algo intrascenden­te. Aún más, apenas lo relacionan con el problema ético. Preocupan la injusticia y la desigualdad. Pero, no preocu­pa especialmente la mentira. Sólo se habla de "mentiras piadosas", es decir mentiras intrascendentes e insubstan­ciales. Incluso a éstas se las censura sin convicción. No se consideran tales las otras, las mentiras gruesas, las tras­cendentales, las que sí ocultan y distorsionan la realidad global, el mundo de sentido, las verdaderas razones de los programas políticos, económicos, culturales de los más poderosos..., las verdaderas razones de los conflictos béli­cos, de las invasiones de países disfrazadas de "gestas libe­radoras", las verdaderas razones de saqueos y explotacio­nes económicas disfrazadas de campañas humanitarias, las políticas demográficas disfrazadas de interés "paternal" pol­los pueblos del tercer mundo.

La injusticia y el secuestro de la verdad o el acuitamiento de la realidad

Y, sin embargo, el problema de la verdad y de la menti­ra sigue teniendo una importancia trascendental para la humanidad. Aún tiene y seguirá teniendo importancia la verdad. De ella dependen en gran medida las posibilidades de una convivencia solidaria entre las personas y los pue­blos. De ella dependen las posibilidades de unas relaciones justas entre las personas y los pueblos. De ella dependen las posibilidades de una humanización creciente de todas las personas y de todos los pueblos. Porque la mentira sólo hace posible la connivencia, no la convivencia; sólo es com­patible con la injusticia no con la justicia; y es cauce de des­humanización. Fuera de la verdad no hay verdadera huma­nidad, ni posibilidades de humanización.

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De hecho, lo primero que hace la injusticia en su inten­to de legitimación y justificación es secuestrar la verdad. Pablo lo afirma con fuerza: "En efecto, la cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia" (Rm 1, 18). Y atribuye las perversiones tanto de los judíos como de los gentiles a la mentira, pues "ellos cambiaron la verdad de Dios por la mentira" (Rm 1, 25). Porque la injusticia no puede presentarse a cara descubierta; tiene que enmasca­rar su rostro con la mentira; tiene que ocultar la realidad; tiene que secuestrar la verdad. La invasión de Afganistán quiso disfrazarse de "justicia infinita". La invasión de Irak quiso justificarse con las "supuestas armas de destrucción masiva", que aún no han aparecido. Con razón se ha dicho que "en todas las guerras y conflictos la primera víctima es la verdad". Son ejemplos aún sangrantes de la importancia de la verdad, y de la urgencia del compromiso con la causa de la verdad.

Cierto, estamos demasiado acostumbrados a relacionar la verdad con las palabras y los discursos, con los libros y la academia. Tiene su importancia ese aspecto de la verdad, pero no cubre la totalidad del problema ni la parte princi­pal. Eso es sólo una expresión de la verdad. No hay que qui­tar importancia a esa dimensión de la verdad a la que se cali­fica con frecuencia de académica, especulativa, teórica. Esa dimensión debería ser la expresión de otra dimensión más primaria y substancial de la verdad: la patencia de la reali­dad misma o lo que se puede denominar "la verdad exis-tencial". Por eso los escolásticos definían la verdad como la "adecuación de la mente con la realidad (no al revés)". Por eso la verdad académica, la dicha y escrita, la especulativa, la teórica... debe ser sólo la expresión de la realidad, no el ocultamiento o la distorsión de la realidad. Para un mundo tan aficionado a la realidad virtual, es importante no perder de vista esta relación entre el pensamiento de la realidad y la realidad misma que se desea pensar. Sin negar, cierta­mente, que el conocimiento de la realidad siempre es una interpretación de la misma.

Este es el primer nivel de la verdad existencial: la pa­tencia de la realidad o la realidad misma sin disfraces ni máscaras. La verdad es la realidad misma, las cosas como

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son, la objetividad de la realidad. Por eso, también los esco­lásticos hablaban de la "verdad objetiva", que es previa y anterior (lógicamente) a la "verdad subjetiva", a la interpre­tación, a la hermenéutica. Cierto, ese carácter previo y an­terior de la verdad objetiva respecto a la verdad subjetiva es sólo lógico, pues no tenemos acceso a la verdad objetiva si no es mediante el conocimiento, la apreciación, la herme­néutica de la misma. Pero, eso sí, el buscador de la verdad tiene que estar muy atento para que el conocimiento, la apreciación, la hermenéutica.. . se ajusten y respeten la rea­lidad, no la disfracen ni la enmascaren. Por eso el más efi­caz criterio de verdad es la realidad misma, atenerse a la rea­lidad, dejar que la realidad juzgue permanentemente nuestras hermenéuticas.

Tienen razón los que consideran difícil y ardua la bús­queda de la verdad. Los que con mucho realismo y humil­dad reconocen que el ideal de la verdad no es fácil de con­quistar. La realidad tiene muchas aristas y muchas vertientes y es difícil captarlas todas a un t iempo. La vamos descu­briendo por partes y entre todos. Por eso el conocimiento de la realidad es un proceso y el pluralismo es una condición de posibilidad para acercarnos a la verdad total. Y la rea­lidad tiene también muchos misterios y muchas posibili­dades ocultas, difíciles de penetrar por el frágil entendi­miento humano . Por eso hay que caminar hacia la verdad con mucha modestia y humildad, y considerar que cualquier verdad conquis tada es sólo un estadio provisional en el camino hacia la verdad total. Quizá por eso, la doctora de Ávila, Santa Teresa, relacionó tan estrechamente la humil­dad y la verdad.

Pero no tienen razón los escépticos totales, los que con­sideran absolutamente inasequible el ideal de la verdad, los que creen que es absolutamente imposible distinguir la ver­dad de la mentira. No tienen razón quienes piensan que la humanidad está totalmente incapacitada para hacerse con la verdad. De hecho, si es posible mentir intencionada y conscientemente, es porque, al menos, una parte de la rea­lidad y de la verdad ya está descubierta, ya está patente. La mentira es exactamente eso: el ocultamiento de una verdad y de una dimensión de la realidad que ya se conoce. No es una equivocación o un error. Es un ocultamiento. Sí tienen

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razón quienes piensan que el camino hacia la verdad es un camino largo, arduo, espinoso... que requiere mucho es­fuerzo, mucha paciencia, mucha honestidad.

La verdad y el mundo de sentido

Pero la verdad existencial no es sólo la patencia de la rea­lidad; es también la patencia del sentido de la realidad. Aquí la hermenéutica va más lejos y hasta se hace más necesaria. En algún t iempo se habló de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias del espíritu para diferenciar ambas dimen­siones de la verdad. Hoy esta distinción no resulta dema­siado convincente y satisfactoria, porque la interconexión entre ambos géneros de ciencias es muy grande. No sólo hay hermenéut ica en las ciencias del espíritu; también las cien­cias de la naturaleza son ya hermenéutica. El ser humano no es capaz de hablar de la realidad -aunque sea en los nive­les más experimentales y científico-positivos- sin algún género de interpretación.

Sin embargo, sí es cierto que hay un nivel del conoci­miento en el que interesa sobre todo la pregunta por el sen­tido. No se contenta con responder al "qué" o "cómo es la realidad". Ni siquiera se contenta con saber "para qué" es la realidad. Quiere llegar hasta desentrañar, no el fin utilitario, sino el fin último, el sentido definitivo de la realidad. Aquí se hace patente la verdad últ ima de la realidad: su mundo de sentido. A estas alturas, la realidad deja de ser un medio, una herramienta, para convertirse verdaderamente en un fin, en un valor en sí mismo. Numerosos campos del saber se conjuran para desentrañar el último sentido o los últimos sentidos de la realidad y, especialmente, del ser humano: la filosofía, la antropología, la literatura, la poesía, la estética, todas las artes... Aquí el ideal de la verdad no es totalmen­te inasequible. Algún sentido de la realidad va captando la humanidad en su andadura a lo largo de la historia.

Pero este ideal de la verdad t ampoco es fácilmente asequible. No nos es dado conocer el sentido úl t imo de la realidad de manera obvia sin esfuerzo. Se necesita mucha honest idad, mucha renuncia, mucha desconstrucción de prejuicios y falsas apreciaciones.. . para ir adquir iendo la

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sabiduría que nos desvela el verdadero sentido de la reali­dad, de la existencia humana. Se necesita incluso que nos sea desvelado o revelado el sentido último de la realidad, de nuestra propia realidad. Por eso, la sabiduría, el ser capaces de saborear la realidad y la verdad, trasciende las fronteras de la ciencia.

Aquí sí que se multiplican las hermenéuticas y se ensan­cha el pluralismo, porque la verificación del sentido no está tan a la mano como la verificación de la constitución física de la realidad en el laboratorio. Las circunstancias perso­nales y ambientales, los condicionamientos culturales e his­tóricos, los presupuestos hermenéuticos... multiplican hasta el infinito la interpretación de la realidad, la estima­ción o valoración de la misma, la definición de su sentido último. De tal forma, que la misma realidad adquiere un sen­tido totalmente distinto para distintas personas y distintas culturas. Pero tampoco este pluralismo ha de ser conside­rado necesariamente como una catástrofe; el diálogo puede convertirlo en la gran oportunidad para aumentar la sabiduría de la humanidad y atinar con esa verdad existen-cial que apunta al mundo del sentido.

Sólo este mundo de sentido puede encaminar, enrum-bar u orientar existencialmente a la humanidad. Esta es otra razón que avala la importancia de la verdad en nues­tro mundo. Si falta el sentido, sólo puede sobrevenir el des­piste existencial, la desorientación... y el suicidio. Cuando nada tiene sentido, el suicidio físico o espiritual parece sel­la única salida. Así lo afirmaba V. Frankl, el gran psiquia­tra vienes que vivió el drama de los campos de concentra­ción, al afirmar que el problema fundamental del ser huma­no no es el placer, sino el sentido. Y añadía: sin placer se puede vivir; sin sentido sólo queda el suicidio.

La dimensión teologal de la verdad: el ámbito de Dios

Y, desde una perspectiva creyente, en concreto desde una perspectiva cristiana, aún hay otra dimensión funda­mental de la verdad. Es la dimensión teologal, esa dimensión que hace de la verdad el ámbito de Dios, el ámbito de lo divi­no. No se trata va de una "mistificación" de la realidad. La

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primera condición de la verdad es dejar a la realidad ser ella misma. Se trata más bien de descubrir en la realidad la dimensión más honda, el sentido más definitivo, el hori­zonte salvífico. La realidad pasa a ser así "creatura"; esa es su verdad. Y pasa a tener un destino que es vocación, es fina­lidad, que será plenitud. Ese es su sentido último. Esa es su proyección y su dinámica salvífica.

La verdad definitiva consiste en esa realización progre­siva de la realidad, tal cual ha sido concebida y proyectada por Dios. Esa verdad se ha ido desvelando y revelando en una historia salvífica que ha tenido momentos culminantes en la creación y en la persona de Jesús de Nazaret. El sim­ple entendimiento humano no se basta a sí mismo para cap­tar esa dimensión teologal de la verdad. Necesita el concurso de la fe. La verdad teologal nos es dada como un don y recla­ma ser aceptada en fe y confianza. La fe, en cierto sentido, es ciega; pero, en cierto sentido, es la luz que nos permite penetrar en el hondón más verdadero de la realidad.

Los escritos joáneos subrayan con insistencia esta di­mensión teologal de la verdad. Dios es la Verdad. La verdad es el ámbito de Dios. Fuera de la verdad Dios no existe, desaparece todo lo divino... y todo lo humano, y aparece todo lo demoníaco, toda la inhumanidad. Fuera de la ver­dad todo se construye en falso, o todo es destrucción. Por eso el evangelio de Juan insiste en que la mentira es lo más demoníaco, lo más propio del demonio. Jesús considera que los judíos se le oponen y no escuchan su Palabra, precisa­mente porque son del diablo: "¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi Palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este (el demonio) era homicida desde el principio, no se mantuvo en la verdad porque no hay ver­dad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de den­tro, porque es mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8, 44).

Por eso Juan opone constantemente la verdad a la men­tira, la luz a las tinieblas, la fe a la incredulidad. La verdad, la luz, la fe... son el ámbito de Dios, de la salvación, de la plena realización del ser humano. La mentira, las tinieblas, la incredulidad... es el ámbito del demonio, de la perdición, de la condena y la aniquilación del ser humano. Hasta estos límites lleva Juan la dimensión teologal de la verdad y la

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dimensión demoníaca de la mentira. Hasta estos límites llega la importancia de la verdad para la humanidad .

El evangelio de Juan asocia la condenación con la nega­tiva a abrirse a la luz, con la pertinacia de mantenerse en las tinieblas. "La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron" (Jn 1, 5). "Y el juicio está en que vino la luz al mundo , y los hombres amaron más las tinieblas que la luz..." (Jn 3, 19). Pero esta ceguera no está libre de respon­sabilidad, ni es absolutamente inocente. Su propósito últi­mo es ocultar la realidad, ocultar las obras malas: "...porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborre­ce la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios" (Jn 3, 19-21). Aquí está la clave para comprender la importan­cia de la verdad y la gravedad de la mentira . Aquella deja la realidad al descubierto; ésta necesita ocultarla y encubrir­la. Aquí está la clave para comprender la importancia del compromiso con la verdad. Es tan importante como el com­promiso con la justicia, si es que no van ambos compro­misos medularmente unidos.

Testigos de la verdad, como los profetas y como Jesús

De hecho, la mejor tradición profética judeo-cristiana ha asociado siempre la verdad y la justicia. Son las dos virtu­des que caracterizan a quienes andan por los caminos de Dios. Los profetas clásicos del Antiguo Testamento no sólo denuncian la injusticia; denuncian con igual fuerza la men­tira, la oposición a la verdad. Isaías denuncia al pueblo que no quiere escuchar la verdad, no tolera a los profetas de la verdad: "Que es un pueblo terco, creaturas hipócritas, hijos que no aceptan escuchar la instrucción de Yahvéh; que han dicho a los videntes: no veáis; y a los visionarios: no veáis para nosotros visiones verdaderas, habladnos cosas hala­güeñas, contemplad ilusiones. Apartaos del camino, des­viaos de la ruta, dejadnos en paz del Santo de Israel" (Is 30, 10-11). Y Jeremías denuncia la muer te de la verdad. "La verdad ha muer to , ha desaparecido de su boca" (Jr 7, 28): Y verdad equivale aquí a lealtad y fidelidad. La mentira es

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lo que prevalece en el pueblo, por eso van de mal en peor. "Es la mentira, que no la verdad, lo que prevalece en esta tierra. Van de mal en peor y a Yahvéh desconocen.. . Se engañan unos a otros, no dicen la verdad; han avezado sus lenguas a mentir; se han pervertido, incapaces de conver­tirse. Fraude por fraude, engaño por engaño, se niegan a reconocer a Yahvéh" (Jr 9, 2-4). Y Amos denuncia al pue­blo que aborrece al testigo veraz: "¡Ay de los que cambian en ajenjo el juicio y t i ran por t ierra la justicia, detestan al censor en la Puer ta (el testigo veraz o el juez equitativo) y aborrecen al que habla con sinceridad" ( Am 5, 10).

Jesús se mant iene en línea con esta tradición profética y pone en pr imer plano el compromiso con la verdad. No se limita a denunciar la mentira. Él es la gran revelación de la verdad definitiva. Sus contemporáneos reconocen en él esa cualidad singular de ir con la verdad por delante. "Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa nadie, porque no miras la condición de las personas" (Mt 22, 16). Él dice la verdad (Jn 8, 40.45). El se presenta a sus discípulos como la verdad: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6). Quien se man­tiene en su Palabra se mantiene en la verdad y experimen­tará la libertad. "Si os mantenéis en mi Palabra, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 31). En el juicio que le instruye Pilatos, Jesús apela a su condición de testi­go de la verdad. Esta es su misión en el mundo: "Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar tes­t imonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 37). Y el Espíritu que él envía a los discípu­los es "el Espíritu de la Verdad, que les guiará hasta la ver­dad completa" (Jn 16, 13).

El recuerdo de Jesús, de su persona, de su predicación y de su praxis compromete a sus seguidores con la causa de la verdad. No puede ser que el compromiso con la verdad no figure en el compromiso cristiano. No puede ser que la men­tira sea una nonada insignificante para los seguidores y seguidoras de Jesús. La verdad es el ámbito de Dios. Quien quiera mantenerse en el ámbito de Dios tendrá que mante­nerse en el ámbito de la verdad. Y la verdad es el ámbito de la vida. Quien quiera colocarse de parte de la vida, tendrá que colocarse de parle de la verdad. El compromiso con la

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defensa de la vida lleva adosado necesariamente el com­promiso con la verdad. La mentira es enemiga directa de la vida. A ella recurre con frecuencia la cultura de la muerte, para ocultar su rostro, para enmascarar sus propósitos. Es el recurso del que echa mano con frecuencia la cultura de la muerte para ocultar su rostro. A ella recurren la injusti­cia, el robo, la extorsión, la corrupción, la explotación labo­ral, el racismo, la xenofobia, todas las violaciones de los derechos humanos. . . y toda clase de actitudes y prácticas que configuran la cultura de la muerte . El error y la igno­rancia son compatibles, por supuesto, con la vida cristiana. La ment i ra intencionada, el ocultamiento de la verdad, no.

Por eso el compromiso cristiano implica un compro­miso decidido con la verdad y contra la mentira. No sólo ni principalmente contra las mentiras "pequeñas y piadosas", contra las "mentiras inocentes e inofensivas", sino también y sobre todo contra la ment i ra personal e institucional que deja tras de sí una constelación de víctimas y de infortunios. El compromiso crist iano con la verdad no es precisamen­te un torneo intelectual o académico para defender opi­niones respetables, ideologías bien montadas , teorías ex­quisitamente elaboradas. No es un ejercicio de retórica o de dialéctica, para ver quién consigue imponer sus puntos de vista y sus opiniones, para hacer tr iunfar las propias ideo­logías. Es, en el fondo, un compromiso con la vida, con la justicia, con la realidad. Mantenerse y luchar por la verdad es mantenerse honestos con la realidad, leales a la realidad. Es reconocer la realidad tal cual es, sin enmascararla , y encaminar la hacia la realidad tal cual debe ser, para que todos los seres h u m a n o s tengan una vida digna y abun­dante. Aquí está toda la gravedad del problema de la verdad. Aquí está toda la importancia del compromiso cristiano con la verdad. Ser testigo de la verdad fue misión de Jesús. Ser testigo de la verdad es también la misión de sus seguidores y seguidoras.

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ÍNDICE

I. INTRODUCCIÓN 7

El compromiso de la fe 9 Los sentidos del término compromiso 10 Compromiso, testimonio y vivencia de la fe 11 Compromiso y práctica religiosa 15

II . NO EL QUE DICE «SEÑOR, SEÑOR» 17 Pobre concepto de "práctica religiosa" 19 Pobre concepto de vida cristiana 20 La práctica del Reino y su Justicia 22 Obras son amores 23 Honestos para con Dios y para con los hermanos/as 24 Hacer la voluntad de Dios. Y conseguir la propia.

realización 25 La colaboración universal o el "macroecumenismo" 27 Compromiso cristiano y felicidad 28

III. BASES TEOLÓGICAS DEL COMPROMISO CRISTIANO . . . . 31

1. La creación: obra de Dios al servicio de la humanidad 34 El mundo, obra de Dios 34 Y vio que era bueno..., muy bueno 35 Y lo puso en manos del ser humano 35 Hacer un hogar para toda la humanidad 37 El compromiso cristiano o el ser humano como

co-creador 38 El pecado contra el proyecto de Dios 39

2. La encarnación: el sí de Dios a la humanidad 40 El misterio de la encarnación, en el centro del

credo cristiano 40

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El "sí" de Dios a esta creación 41 Asumió la condición humana del sien'o 42 Para redimir, liberar y humanizar 43 Buena noticia para los pobres y los pecadores . 44 El compromiso cristiano y la entrega de la vida 46

3. La resurrección o la confirmación del proyec­to de Dios 47 ¿Vale la pena arriesgar? 47 La resurrección, la garantía del compromiso

cristiano 48 La resurrección, confirmación definitiva del

proyecto de Dios 49 La Resurrección, promesa para toda la huma­

nidad 51

IV. GRACIA Y COMPROMISO 53

El problema 55 Y su larga historia 56 El problema sigue: carismáticos y liberadores. . . . 59 "Los dos velando por las cosas" 61 ¿Siervos inútiles? ¿En qué sentido? 64 "Gracia cara y gracia barata" 68

V. ÁMBITOS Y ASPECTOS DEL COMPROMISO CRISTIANO . . 73

1. El pr imero y principal compromiso: el amor . 77 La cuestión del primero y principal mandamiento 11 La relación entre el amor a Dios y al prójimo. . 78 ¿Es la caridad parte del compromiso cristiano? 79 Urgencia de la caridad y la misericordia 81 El amor y las obras 82

2. El compromiso con la justicia 85 El dueño de la viña: armonizar justicia y caridad 85 Lxi dimensión teologal y evangélica de la justicia 86 La justicia en ¡a tradición bíblica 89 La justicia, versión política de la caridad 91 El compromiso con la justicia y la economía. . 95 El compromiso con la justicia y la política. . . . 98

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3. El compromiso con la defensa de los derechos humanos 100 ¿Se trata de un compromiso cristiano? 100 Los derechos humanos en el núcleo del mensaje

bíblico 102 La Iglesia, los derechos humanos y los signos

de los tiempos 103 El amplio campo de los derechos humanos . . . 104

4. El compromiso de la solidaridad con las víc­t imas 107 La urgencia de la solidaridad 107 Más informados y más conscientes de los dra­

mas humanos 109 La gran parábola de la solidaridad 110 ¿Quién es mi prójimo? 111 La solidaridad y la justicia bíblica: el clamor de

las víctimas 112 No es opcional; es obligatoria 113 La solidaridad: medida de la humanidad 114

5. Compromiso con la paz y la tolerancia 116 Un mundo de conflictos múltiples y variados. . 116 El compromiso con la justicia y el compromiso

con la paz 117 El compromiso cristiano con el perdón y la

reconciliación 118 Y la tolerancia en un mundo plural 120 Contra todo fanatismo y a favor del diálogo

interreligioso 123

6. El compromiso con la verdad 125 ¿Tiene alguna trascendencia el compromiso con

la verdad? 125 La injusticia y el secuestro de la verdad o el

ocultamiento de la realidad 128 La verdad y el mundo de sentido 131 La dimensión teologal de la verdad: el ámbito

de Dios 132 Testigos de la verdad, como los profetas y como

Jesús 134

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