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Diego Santos Sánchez Diego Santos Sánchez Harvard University, Cambridge LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN Y EL CONCEPTO DE MIMESIS EN EL TEATRO ESPAÑOL DE VANGUARDIA: EL TEATRO PÁNICO DE FERNANDO ARRABAL En su Diccionario del teatro, Patrice Pavis (Pavis 2004: 207) define la mimesis como “l’imitation ou la représentation d’une chose”. Es la Poética de Aristóteles la que fijaría para siempre este concepto tan básico para las artes, pero sobre todo para el teatro: el μυθος, es decir, lo que la obra de teatro cuenta, no es más que la mimesis, la representación o reproducción, de la πραξις, es decir, de la acción que tiene lugar en el mundo real, por así llamarle, y que la obra de teatro pretende de alguna manera reconstruir. Platón, maestro de Aristóteles, hablaba ya en su República del concepto de mimesis, refiriéndose a él como la característica fundamental de todo arte, que actúa como una droga: útil si se emplea con mesura pero peligrosa si se suministra indiscriminadamente, ya que el arte sólo produce sombras, imitaciones de otros objetos o situaciones, pero no entidades per se. Los poetas trágicos, que buscaban mover las emociones del público y apelaban a lo irracional más que a la razón, merecen el exilio de la República que Platón plantea. Aristóteles suaviza bastante su concepción de mimesis, la despolitiza con respecto a su predecesor y se centra en la parte más técnica. Como señala Matthew Potolsky (Potolsky 2006: 33), “[u]nlike Plato, […] Aristotle defines mimesis as a craft with its own internal laws and aims”; en este sentido, Pavis (Pavis 2004: 207) dice que “[l]a mimésis est l’imitation d’une chose et l’observation de la logique narrative”, es decir, que se trata de una imitación regulada por una serie de patrones, narrativos en este caso. Ya desde el principio, pues, la mimesis aparece vinculada al carácter narrativo del arte, o del teatro en este caso, que aquí denominaremos anécdota o narración. Podemos decir que “[r]ather than being a mere imitator, the artist is a maker, a craftsperson” (Potolsky 2006: 35) que se ve sometido a una serie de condicionamientos narrativos, como puede ser la ley de la causalidad: “For Aristotle, the mimetic work can have its own internal unity, a unity governed by necessity and reason, not by chance, deception or individual whim” (Potolsky 2006: 39). La técnica entra en el arte y el μυθος, la trama, se convierte en el elemento fundamental de la obra de teatro: se trata de imitar una acción, que debe ser completa, es decir, tener un principio, un medio y un final, una coherencia narrativa. Potolsky (Potolsky 2006: 40) lo pone en los siguientes términos: “Plot is not simply a mimesis of action but of action ordered and structured to achieve certain ends” del mismo modo que “[t]he incidents in a tragic plot should be unified by probability and necessity”. La mimesis ha sido, en efecto, una de las tareas fundamentales del arte de todos los tiempos. Así lo muestra, también, la crítica: en su libro The Mirror and the Lamp: Romantic Theory and the Critical Tradition, Abrams (Abrams 1953: 8) habla de las teorías miméticas del arte, que lo explican como “[…] essentially an imitation of aspects of the universe”, como la más primitiva de todas las teorías estéticas, como el primero y más duradero de los eslabones del discurso crítico. La obra de arte se entiende con relación al mundo que la rodea y que intenta representar. La llegada de las teorías formalistas en el siglo XX desmontaría este supuesto único y el discurso crítico dejaría de mirar hacia el universo de la obra para pasar a analizar la obra per se, como reflejo de la propia filosofía estética: Abrams cita, como máxima de este nuevo pensar, los versos del poeta americano MacLeish: “A poem should not mean But be”. Este fenómeno puede y debe, en cualquier caso, retrotraerse al principio mismo de la Contemporaneidad, que arranca con la implementación en el sujeto individual de Actas XVI Congreso AIH. Diego SANTOS SÁNCHEZ. Los límites de la representación y el concepto de mimesis en el teatr...

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Diego Santos Sánchez

Diego Santos Sánchez Harvard University, Cambridge

LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN Y EL CONCEPTO DE MIMESIS EN EL TEATRO ESPAÑOL DE VANGUARDIA: EL TEATRO PÁNICO DE FERNANDO ARRABAL

En su Diccionario del teatro, Patrice Pavis (Pavis 2004: 207) define la mimesis como

“l’imitation ou la représentation d’une chose”. Es la Poética de Aristóteles la que fijaría para siempre este concepto tan básico para las artes, pero sobre todo para el teatro: el µυθος, es decir, lo que la obra de teatro cuenta, no es más que la mimesis, la representación o reproducción, de la πραξις, es decir, de la acción que tiene lugar en el mundo real, por así llamarle, y que la obra de teatro pretende de alguna manera reconstruir. Platón, maestro de Aristóteles, hablaba ya en su República del concepto de mimesis, refiriéndose a él como la característica fundamental de todo arte, que actúa como una droga: útil si se emplea con mesura pero peligrosa si se suministra indiscriminadamente, ya que el arte sólo produce sombras, imitaciones de otros objetos o situaciones, pero no entidades per se. Los poetas trágicos, que buscaban mover las emociones del público y apelaban a lo irracional más que a la razón, merecen el exilio de la República que Platón plantea. Aristóteles suaviza bastante su concepción de mimesis, la despolitiza con respecto a su predecesor y se centra en la parte más técnica. Como señala Matthew Potolsky (Potolsky 2006: 33), “[u]nlike Plato, […] Aristotle defines mimesis as a craft with its own internal laws and aims”; en este sentido, Pavis (Pavis 2004: 207) dice que “[l]a mimésis est l’imitation d’une chose et l’observation de la logique narrative”, es decir, que se trata de una imitación regulada por una serie de patrones, narrativos en este caso. Ya desde el principio, pues, la mimesis aparece vinculada al carácter narrativo del arte, o del teatro en este caso, que aquí denominaremos anécdota o narración. Podemos decir que “[r]ather than being a mere imitator, the artist is a maker, a craftsperson” (Potolsky 2006: 35) que se ve sometido a una serie de condicionamientos narrativos, como puede ser la ley de la causalidad: “For Aristotle, the mimetic work can have its own internal unity, a unity governed by necessity and reason, not by chance, deception or individual whim” (Potolsky 2006: 39). La técnica entra en el arte y el µυθος, la trama, se convierte en el elemento fundamental de la obra de teatro: se trata de imitar una acción, que debe ser completa, es decir, tener un principio, un medio y un final, una coherencia narrativa. Potolsky (Potolsky 2006: 40) lo pone en los siguientes términos: “Plot is not simply a mimesis of action but of action ordered and structured to achieve certain ends” del mismo modo que “[t]he incidents in a tragic plot should be unified by probability and necessity”.

La mimesis ha sido, en efecto, una de las tareas fundamentales del arte de todos los tiempos. Así lo muestra, también, la crítica: en su libro The Mirror and the Lamp: Romantic

Theory and the Critical Tradition, Abrams (Abrams 1953: 8) habla de las teorías miméticas del arte, que lo explican como “[…] essentially an imitation of aspects of the universe”, como la más primitiva de todas las teorías estéticas, como el primero y más duradero de los eslabones del discurso crítico. La obra de arte se entiende con relación al mundo que la rodea y que intenta representar. La llegada de las teorías formalistas en el siglo XX desmontaría este supuesto único y el discurso crítico dejaría de mirar hacia el universo de la obra para pasar a analizar la obra per se, como reflejo de la propia filosofía estética: Abrams cita, como máxima de este nuevo pensar, los versos del poeta americano MacLeish: “A poem should not mean But be”. Este fenómeno puede y debe, en cualquier caso, retrotraerse al principio mismo de la Contemporaneidad, que arranca con la implementación en el sujeto individual de

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los valores de la Revolución Francesa: el yo, y por ende el artista, es libre, igual y solidario. La concretización del individuo, del yo, le da las herramientas necesarias para plantearse su autonomía artística y emanciparse de la tradicional función mimética del entorno que le rodea. El profesor Berenguer (Berenguer 2004: 93) reflexiona, en el terreno de la primera pintura contemporánea, a propósito de este cuestionamiento que la contemporaneidad hace sobre la hasta entonces necesidad mimética del arte: “Goya crea otro mundo completamente diferente porque se da cuenta de que el arte ya no es sólo la representación de un universo en la figuración sino la inclusión del yo para transformar ese entorno a través de sus propios gestos y de su propia capacidad de reflexionar sobre la materia del arte”.

¿Significa, acaso, la llegada de la contemporaneidad y el nacimiento del artista como yo individual el cuestionamiento de la mimesis en el arte? Claramente. Ésta es la idea de partida con arranca este trabajo. Está claro, no obstante, que Goya, al comienzo del proceso, no dinamitó los esquemas miméticos, pero sí que comenzó a replantearlos y cuestionarlos. El teatro de Arrabal, inscrito en la vanguardia europea, supone una contribución más, y nuestra teoría es que el dramaturgo español llega con su práctica teatral a los límites mismos del concepto de representación.

Parece evidente, a primera vista, que de una u otra manera el artista, el dramaturgo en nuestro caso, necesita introducir la realidad en la obra teatral. Kurt Spang (Spang 1984: 153-159) plantea dos modos de hacerlo: mediante la mimesis o imitación de la realidad, o mediante la invención o ficción, tendencia que arranca con el Romanticismo y la aparición del “genio creador” (Spang 1984: 157). En este punto, el yo libre que es el creador encuentra ante sí una “autonomía desconocida y casi independiente de la realidad extraartística”. Spang matiza esta afirmación con el “casi” que nos conduce a la siguiente pregunta: ¿es posible la creación ex nihilo, de la nada? Ésta será, sin ninguna duda, la pregunta que el crítico debe plantearse al acercarse al teatro pánico de Arrabal: ¿es el autor capaz de crear de la nada? En cualquier caso Spang plantea una dicotomía entre mimesis y ficción, modos ambos de crear literatura sobre la base de la realidad que difieren en el grado de obediencia a las exigencias de la verosimilitud. El yo contemporáneo opta por la ficción y se sujeta en una medida mucho menor a lo verosímil. Valgan las palabras del crítico (Spang 1984: 159) para situar a Arrabal en el proceso: “La culminación más explícita del rechazo de las exigencias de la verosimilitud la constituye tal vez el teatro del absurdo”, estética en que se ha englobado (y así lo hizo el propio Esslin) el primer teatro de Arrabal, el teatro de exilio y ceremonia, antecedente directo del pánico.

Estos dos modelos de relación con la realidad pueden encontrar un claro paralelismo en la dicotomía que traza el crítico húngaro Lukács (Lukács 2001: 1033-1058), para quien existen dos tipos de literatura: el realismo y la vanguardia o, en sus propias palabras, las “modern literary schools”. Desde su perspectiva marxista, la literatura debe ser realista y holística, para reflejar la sociedad tal y como es. Mientras que el realismo manifiesta una “inexhaustible diversity” (Lukács 2001: 1056) y plantea un acceso más fácil, a través de más puertas al mundo que se está representando, la literatura de vanguardia no enseña nada, porque está “devoid of reality and life, it foists on to its readers a narrow and subjectivist attitude to life”, que es, en términos políticos, análogo a un punto de vista sectario. Esta serie de estéticas que él llama modernistas comprenden un amplio abanico que va desde el Naturalismo hasta el Surrealismo. Lo que todas ellas tienen en común es que “they all take reality exactly as it manifests itself to the writer and the characters he creates” (Lukács 2001: 1040). Su característica es la inmediatez: mientras trascender esta inmediatez (artística, intelectual y política) ha sido la tarea de los mejores realistas, Lukács ve en estas escuelas un rotundo fracaso a la hora de penetrar en la superficie de la realidad para descubrir los principios que subyacen a ella, como sí que se observa en los realistas.

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Así, frente a la inmediatez y a la unidimensionalidad de todas estas escuelas, el crítico húngaro defiende la multiplicidad y el carácter holístico del realismo. El abandono de la idea de reflejar la realidad objetiva y hacerlo de forma sesgada, tal y como se le muestra al escritor, redunda en la monotonía de este arte, que tiende a la abstracción. Lukács cita a Hegel e indica cómo el filósofo demostró que todo pensamiento que comienza en la inmediatez puede sólo derivar en abstracción. Hablamos entonces de una corriente progresiva hacia la abstracción, que arranca ya en el realismo: por así decirlo, el realismo presentaría un grado cero, mínimo, de abstracción porque, como el propio autor reconoce, “[…] without abstraction there could be no art –for otherwise how could anything in art have a representational value?” (Lukács 2001: 1041). Entramos aquí una vez más en la discusión que plantea Borges en Del rigor en la ciencia, en que al final el mapa es del tamaño real del Imperio que representa. Aunque el realismo sea holísitico y multidimensional, siempre existe un grado de abstracción que permite la cognición (acaso la re-cognición) de una realidad en otra. Los lenguajes artísticos modernos, del Naturalismo al Surrealismo pasando por el Expresionismo, presentan una gradación creciente hacia la abstracción, es decir, un alejamiento progresivo de la mimesis, de la pretensión de ser lenguajes artísticos figurativos.

Sin embargo, todos estos lenguajes artísticos, tanto el realismo como los que Lukács denomina vanguardistas, parten de la realidad. Bien mediante la mimesis, bien mediante la ficción, por volver a Spang. Aunque la representen en diversos grados, bien podría decirse que se trata de lenguajes miméticos o figurativos, porque todos ellos representan, en última instancia, lo que Ángel Berenguer (Berenguer 1992: 155-179) denomina “plano exterior”: “El teatro emplea, como punto de partida, una situación homologable con el mundo real” (Berenguer 1992: 172) que más tarde, en función del grado de abstracción que cada lenguaje plantee, se verá afectada de acuerdo con las posibilidades que el crítico ofrece: se puede ejercer sobre dicha situación “un respeto casi puntual”, como ocurre en el teatro documento o las novelas realistas (y nótese el “casi”, que sugiere que también el realismo manipula o abstrae en cierta medida la realidad), “una manipulación estilística del mismo” (como en el caso de Brecht) o “una tergiversación de hechos y leyes del mundo real” (como en la literatura surrealista). Este plano exterior, esta realidad, sería así el plano por defecto de todos los lenguajes artísticos, que hemos denominado figurativos o miméticos. La anécdota, según el crítico, siempre está inicialmente en la obra teatral o la novela, aunque en muchos casos el grado de abstracción, la “tergiversación”, no permita apreciarla a primera vista.

Lukács dirá de estos modernistas que “[t]hey regard the history of the peoples as a great jumble sale” (Lukács 2001: 1054) del que tomar elementos inconexos para ponerlos juntos según las necesidades de cada momento. En efecto, pues, todos estos lenguajes se forjan con elementos del plano externo, aunque sea para deformarlos, y son por tanto y en todo caso lenguajes figurativos o miméticos. Arrabal plantea en su teatro pánico un lenguaje teatral mimético con un elevadísimo grado de abstracción; sin embargo, en algunas de las obras de este período, se plantea una segunda vía, un lenguaje artístico no mimético, sino concreto. Ya indicó Spang cómo el primer teatro de Arrabal se alejaba de las exigencias de la verosimilitud y rozaba los límites de la abstracción. Con la redacción en 1957 de Orquestación teatral (después rebautizada como Dios tentado por las matemáticas), una vez que ya había sido formalmente admitido en el mundo teatral francés a través del matrimonio Serrau, comienza una nueva etapa en que el autor marca una transición abrupta respecto a su teatro anterior, del que El cementerio de automóviles es el culmen formal. Orquestación teatral, Los cuatro cubos y ¿Se ha vuelto Dios loco? son las tres obras que más claramente apuntan a este nuevo tipo de lenguaje concreto, ya que el resto de obras va más en la línea de la abstracción, por seguir el término de Lukács, y son miméticos porque responden a una

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anécdota tomada del plano exterior y a una simbología de elementos que remite, en la mayoría de los casos, a referentes religiosos.

Valga como ejemplo el comienzo de Orquestación teatral (Arrabal 1997: 389): La bola A está en “1”. La bola B está en “z”. La bola A baja, saltando de escalón en escalón: l-k-i-h-g. Pausa. La bola A da un salto hacia “f”, desde “g”. No llega a “f”. Se queda, por tanto, en “g”. Pausa. La bola A sube, saltando de escalón en escalón: g-h-i-j-k-l. Pausa. […]

En este teatro de objetos geométricos que se mueven de forma matemática, de actores

objetualizados que interactúan, como marionetas, con los objetos y tienen en el escenario la misma presencia que ellos, no existe ya la necesidad de re-presentar el mundo, el plano externo, sino que el arte presenta el que es su propio mundo. No asiste el espectador-lector a la mimesis de nada, sino a la presentación concreta de una nueva realidad, creada al margen del mundo conceptual y sus leyes y sin que exista ningún puente a través del cual trazar paralelismos que ayuden a la cognición de las obras. El teatro como signo pierde su entidad significativa y se disgrega: se pierde toda conexión con el referente precisamente en virtud de la falta absoluta de mimesis o re-presentación; significante y significado se escinden irremediablemente y éste último, que carece ya de sentido, se disipa por completo y deja que el significante acapare toda la atención en el objeto artístico. Así, la materia concreta adquiere toda la importancia y se convierte en único fin del arte, que reflexiona sobre sí mismo y su plasticidad, sobres sus leyes de composición, sin que exista deseo alguno de generar significados a nivel conceptual. Si, como más arriba apuntaba Potolsky, mimética es la obra gobernada por la necesidad y la razón en lugar de por el azar y el capricho, estamos, sin lugar a dudas, ante una obra no mimética en que el autor juega a crear ex nihilo y según el azar y el antojo de unas leyes que inventa ad hoc.

La pintura de Mondrian marca un paralelismo excepcional con el teatro de Arrabal en la construcción de estos lenguajes artísticos concretos, que nacen de la materia concreta y rehúyen la figuración. Los cuatro cubos, obra escrita en el mismo año 1957, muestra a dos actores sin ninguna caracterización de personaje, los actores A y B, manipulando cuatro cubos de un metro de lado. Estos cubos llevan, según indica en el texto de la obra el propio Arrabal, motivos de Mondrian. Arrabal trae al teatro español una tendencia artística que existía ya en pintura: hablamos, por ejemplo, del denominado expresionismo abstracto de pintores como Mondrian o Rothko. El material, que siempre había sido en el arte medio, se convierte ahora en fin: las líneas, los puntos y los colores adquieren en los cuadros de Kandinsky relevancia por sí mismos, sin que sea necesaria la re-presentación de una realidad objetiva; basta por sí misma la presentación de esos materiales concretos. Los colores y las geometrías de los cubos y los actores juegan, en la breve obra de Arrabal, el mismo papel.

En su libro The cubist theatre, J. Garrett Glover (Glover 1983) traza un excelente paralelismo entre la pintura cubista y este tipo de prácticas teatrales. Mientras que el lenguaje pictórico cubista pertenece aún a la tradición figurativa, porque “[…] altered the anatomical features and proportions of the subjects in order to accentuate their architectonic construction” (Glover 1983: xv), las prácticas teatrales que les adscribe manifiestan una “[…] lack of interest in subject matter and preoccupation with subjective perception” (Glover 1983: 2); el contenido y el tema, es decir, la narración, elemento que permite una identificación con el plano exterior, deja de ser tenida en cuenta y se genera “[…] a language of pure

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abstraction” (Glover 1983: 3). Se trata, sin lugar a dudas, de la nueva vía en que se inserta Arrabal, que genera estructuras de pretensión matemática (recuérdese el título que se le dio a posteriori a Orquestación teatral: Dios tentado por las matemáticas). Nos encontramos ante un teatro que elimina las distinciones entre escena y figura (Glover 1983: 39), entre objeto y sujeto, en que “[t]he individual identities of the characters were subordinated to the shame of geometric shapes” (Glover 1983: 23), como ocurre con los actores de Arrabal, que han dejado de ser personajes para que prime su presencia escénica y plástica por encima de un psicología que ya no existe. Las escenas que plantean Meyerhold y Tairov, y también el Arrabal de las obras concretas, se tratan como lienzos: “not as vehicles for illusionism”, porque ya no se re-presenta nada, “but as surfaces and materials to be activated and manipulated so that objects and field interacted in space to create a totally homogenized pictorical space” (Glover 1983: 102), es decir, se busca únicamente presentar una serie de materiales cuya observación y deleite se justifican per se, sin necesidad de trazar puentes con la realidad conceptual de artista y público, y de adentrarse en la realidad propia y concreta del arte. La anécdota se neutraliza y la obra se convierte en un mero objeto en que tratar nuevas formas de composición (Glover 1983: 9).

El término concreto, con el que nos referimos a este teatro no-representacional, tiene ya una larga trayectoria en el lenguaje de la crítica: a abstracto lo opone ya Hegel en su Estética, como indica Culler (Culler 2002: 106), quien también cita Barthes, que apunta que “[…] the concrete is what is supposed to resist meaning”. Oliva y Torres Monreal (Oliva/Torres Monreal 1997: 396, 371) hablan de “lo concreto artaudiano” como aquello que evita el lenguaje articulado, idea que también registra Orenstein (Orenstein 1975: 23, 29), que opone lo verbal (como en el caso de Breton, surrealista pero perteneciente aún a la tradición figurativa) frente a lo concreto artaudiano, del que derivaría en última instancia el teatro físico, entre cuyos exponentes se sitúa Arrabal. La división entre teatro figurativo y concreto, pues, encuentra su justificación en la distinción que el propio Arrabal traza de su teatro: teatro de la palabra y teatro del cuerpo. Estamos de acuerdo con Kirby (Kirby 1971: 60) en que “[t]he degree of representation in a play also can be measured in the language that it uses […]”; en este sentido, Arrabal plantea en su dicotomía palabra vs. ausencia de palabra otra más profunda: representación vs. ausencia de representación. Pero la ausencia de palabra no justifica per se la ausencia de la representación: otras obras pánicas, como el Strip-tease de los celos, carecen de la palabra, pero plantean, de manera visual, una narración que permite trazar paralelismos con la realidad conceptual y son, por ende, obras figurativas o miméticas. Bien es cierto que en la mayoría de los casos, como en el teatro convencional, la palabra es la que sustenta la narración, la anécdota. Valgan pues, para precisar, las siguientes palabras de Kirby: “[…] narrative may be considered as the basic representational form […] in a performance. In this dimension, then, a work is nonrepresentational to the degree that it eschews narrative or story-line structure” (Kirby 1971: 63). El propio Kirby (Kirby 1971: 20) habla de cómo la mayor contribución de la práctica teatral futurista fue el establecimiento del concepto de lo concreto (que él prefiere denominar alógico), que define como el lenguaje teatral que no emplea la elaboración intelectual o los referentes en la creación, que “[…] it is there rather to referring to something that is not there”, que se experiencia por sí mismo y no en función de implicaciones o referencias de orden cognitivo, de narraciones.

Arrabal venía de la tradición del teatro mimético, aunque con un grado de abstracción bastante elevado: sus primeras obras, las del teatro de exilio y ceremonia (Berenguer 1977), han sido a menudo asimiladas con las corrientes surrealista o del teatro del absurdo. A partir de 1957, sin embargo, decide explorar una nueva vía creativa y estética, quizá como respuesta a su exilio definitivo de España (ya que en otoño de ese mismo año se establecería, hasta la fecha, en París) y al teatro mimético y representacional que podía verse en sus escenarios. La

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irrupción de Orquestación teatral en el panorama de su obra supone un tránsito donde la crítica ha venido viendo el comienzo del pánico, aunque el movimiento sólo sería formulado, de manera oficial, ya en la década de los ‘60; lo que no puede dudarse es que una nueva teatralidad concreta ve la luz frente a unas obras narrativas y con claros referentes (como Cristo en El cementerio de automóviles, la obra inmediatamente anterior), es decir, figurativas.

Hay que destacar, sin embargo, que el carácter enteramente concreto del teatro arrabaliano habría de durar poco tiempo. En el mismo 1957, como ya se ha indicado, lleva el autor a cabo la redacción de Los cuatro cubos, obra también concreta como puede verse en cualquiera de sus fragmentos (Arrabal 1997: 447-448):

Entra el ACTOR A por la izquierda. Lleva al hombro, con mucha dificultad, el cubo 4. Lo coloca en el suelo. Contempla el cubo 3, luego el cubo 2. Toca el cubo 2. Toca el cubo 3. Mira a la derecha. Se dirige a la derecha del escenario.

Esta obra plantea, sin embargo, fisuras en cuanto a su lenguaje artístico concreto. Los

actores, por ejemplo, siguen sin encarnar personajes, sin tener nombres ni psicologías, siguen, como indica Patrice Pavis (Pavis 1996: 59), siendo más estimuladores que simuladores, porque no re-presentan nada, sino que más bien presentan un cuadro escénico. ¿Cuáles son las fisuras? Hay patrones, ya desde la configuración textual del espectáculo, que hacen entrar en él elementos reconocibles de la realidad conceptual. Aunque los actores se guían por partituras de movimientos y carecen de psicología, el hecho de que el ACTOR A lleve “con mucha dificultad” un cubo a sus espaldas no deja de plantear al lector-espectador referentes claros y una lógica, en este caso la de causa-efecto, de base narrativa. Los actores importan por su presencia escénica y su plasticidad, pero en un momento dado juegan a saltar el uno por encima del otro, en patrones de conducta humana fácilmente reconocibles por cualquier espectador-lector. Aunque no hay palabra, aunque la narración está ausente (la obra no puede resumirse, porque no tiene anécdota), estas pequeñas fisuras dejan la puerta de la figuración abierta en un par de momentos y hacen que la obra, pese a ser concreta, plantee aspectos figurativos.

Resulta claro que Arrabal debió en este punto replantearse la viabilidad de este teatro concreto, ya que tras la redacción de estas dos obras se sucede una serie de obras figurativas, aunque con un fuerte grado de abstracción: La primera comunión, Los amores imposibles o Guernica son ejemplos de cómo el lenguaje teatral que emplea en los últimos años de la década de los ‘50 y el comienzo de la siguiente se basa mucho más en el plano exterior y permite al eventual lector-espectador la decodificación de sus propuestas escénicas mediante mecanismos narrativos. Como ya se apuntó más arriba, algunas de las obras renuncian a la palabra, pero siguen sujetas a configuraciones narrativas y, por ende, figurativas. Habrá que esperar al año 1966 para que el dramaturgo redacte ¿Se ha vuelto Dios loco? Entendemos esta obra como la última apuesta por el teatro concreto. En ella se observa a cuatro actores, sin caracterización alguna, cuya plasticidad escénica parece ser, de nuevo, su máximo valor. Una serie de sonidos aleatorios los mueve a unas partituras, igualmente aleatorias, de movimientos alrededor del escenario. En una primera aproximación no se hace evidente, pues, ningún vínculo con el plano exterior, con la realidad conceptual.

Sin embargo, una exégesis más detallada del texto nos da las claves de la quiebra de la teatralidad concreta. En la acotación inicial, el propio autor habla de la existencia de una casa.

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Se trata de una casa muy esquematizada, muy abstracta, por volver a la terminología de Lukács, pero que no deja de ser una casa y de tener, pues, un referente conceptual claro. El objeto teatral que la eventual puesta en escena generará no se presenta a sí mismo, sino que re-presenta una casa. A partir de ahí, toda la obra puede ser interpretada en clave mimética. Los personajes se mueven al son de unos sonidos aparentemente aleatorios, pero que son producidos, según apunta la crítica y según deja entrever en el título el propio autor, por una divinidad enloquecida. Se le facilitan, pues, al lector-espectador las claves necesarias para que construya, en clave narrativa, su propia interpretación anecdótica de la obra: la divinidad enloquecida maneja, a su capricho, a una serie de pobres personajes que se mueven según su voluntad.

La obra supone “un retour au théâtre abstrait des Quatre Cubes” (Gille 1970: 87), como indica la crítica, denominando con abstracto no lo que aquí se ha venido en llamar así, sino la tendencia denominada como concreta. Los elementos figurativos, mucho más evidentes que en Los cuatro cubos, ponen en peligro la adscripción de esta obra a catálogo de las concretas. Sobre la inclusión de pistas que conduzcan a interpretaciones figurativas en el teatro y la pintura cubistas, Glover indica que “[t]hey functioned as specific referents to the subject of the painting and bridged the gap between abstraction and cognition” (Glover 1983: 6). Estas palabras, más que una justificación, suponen la evidencia para determinar que, ya que existe anécota (subject) y se busca la cognición del público, la obra es figurativa.

Potolsky, al tratar la mimesis aristotélica, indicaba que “[t]he worst plots are episodic, where the events seem simply to follow one another in time, and not by any internal logic” (Potolsky 2004: 41). Arrabal, pues, rechaza de plano este postulado y se adentra en el teatro no-representacional con dos de sus obras, escritas en el año 1957. Después vuelve al teatro figurativo, quizá arrepentido de su extravagancia, y cuando decide volver a intentar un teatro concreto, ya no lo consigue. ¿No lo consigue, o simplemente no lo intenta? La imposibilidad de comprender las obras de teatro concretas por parte del público debió llevarle a replantearse una teatralidad tan compleja y a pensar que quizá este tipo de lenguaje funcionase mejor en otros medios, como la pintura. Resulta significativo el hecho de que en el año 1967 cambiara el título de Orquestación teatral por el de Dios tentado por las matemáticas. Interpretamos este nuevo título como una justificación; una justificación por haber intentado ser Dios y crear ex nihilo y haber buscado un código, al margen del µυθος aristotélico, en las matemáticas. La palabra “tentado” parece ser la clave de cómo el autor se vio seducido a probar este lenguaje teatral nuevo que, como la mayoría de las tentaciones, resultó ser no más que transitorio.

En cualquier caso, no ha de entenderse este proceso como un fracaso; el teatro figurativo, de re-presentación arrabaliano, constituye una de las cúspides de la creación teatral contemporánea. Lo que aquí se ha intentado demostrar, como parte de la genialidad de su obra, es su capacidad para ir más allá de los límites de la representación y generar un teatro concreto, de presentación, que renuncia a la narración y plantea actores en lugar de personajes, objetos carentes de referencialidad y, en definitiva, un nuevo lenguaje escénico. Un lenguaje que no pudo ser, o que su autor no quiso que fuese, pero que queda registrado como una de las cotas de la teatralidad contemporánea. Bibliografía

-ABRAMS, M. H. (1953): The Mirror and the Lamp: Romantic Theory and the Critical

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