los funerales de la mamá gran, de garcía márquez (texto).pdf

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    GABRIEL GARCA MRQUEZ

    Los funeralesde laMam Grande

    EDITORIAL SUDAMERICANABUENOS AIRES

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    Cuadragsimo cuarta edicin en la Editorial SudamericanaSeptiembre de 2001

    IMPRESO EN LA ARGENTINA

    Queda hecho el depsitoque previene la ley 11.723. 1962, Editorial Sudamericana S.A.Humberto I 531, Buenos Aires.

    www.edsudamericana.com.ar

    ISBN 950-07-0091-3

    1962, Gabriel Garca Mrquez

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    Al cocodrilo sagrado

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    Gabriel Garca Mrquez 5Los funerales de la Mam Grande

    La siesta del martes

    El tren sali del trepidante corredor de rocas bermejas, penetr en las plantaciones debanano, simtricas e interminables, y el aire se hizo hmedo y no se volvi a sentir labrisa del mar. Una humareda sofocante entr por la ventanilla del vagn. En el estrechocamino paralelo a la va frrea haba carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Alotro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, haba oficinas conventiladores elctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitasblancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de lamaana y an no haba empezado el calor.

    Es mejor que subas el vidrio dijo la mujer. El pelo se te va a llenar de carbn.La nia trat de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por xido.

    Eran los nicos pasajeros en el escueto vagn de tercera clase. Como el humo de lalocomotora sigui entrando por la ventanilla, la nia abandon el puesto y puso en sulugar los nicos objetos que llevaban: una bolsa de material plstico con cosas de comery un ramo de flores envuelto en papel de peridicos. Se sent en el asiento opuesto,alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso ypobre.

    La nia tena doce aos y era la primera vez que viajaba. La mujer pareca demasiadovieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los prpados y del cuerpopequeo, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con lacolumna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en elregazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tena la serenidadescrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

    A las doce haba empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estacin sinpueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, lasombra tena un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagn ola a cuero sincurtir. El tren no volvi a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas demadera pintadas de colores vivos. La mujer inclin la cabeza y se hundi en el sopor. Lania se quit los zapatos. Despus fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramode flores muertas.

    Cuando volvi al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso,medio bollo de maz y una galleta dulce, y sac para ella de la bolsa de material plsticouna racin igual. Mientras coman, el tren atraves muy despacio un puente de hierro ypas de largo por un pueblo igual a los anteriores, slo que en ste haba una multituden la plaza. Una banda de msicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otrolado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.

    La mujer dej de comer.Ponte los zapatos dijo.La nia mir hacia el exterior. No vio nada ms que la llanura desierta por donde el

    tren empezaba a correr de nuevo, pero meti en la bolsa el ltimo pedazo de galleta y sepuso rpidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.

    Pinate dijo.El tren empez a pitar mientras la nia se peinaba. La mujer se sec el sudor del

    cuello y se limpi la grasa de la cara con los dedos. Cuando la nia acab de peinarse eltren pas frente a las primeras casas de un pueblo ms grande pero ms triste que losanteriores.

    Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora dijo la mujer. Despus, aunque teests muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.

    La nia aprob con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco,mezclado con el pito de la locomotora y el estrpito de los viejos vagones. La mujer

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    6 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    enroll la bolsa con el resto de los alimentos y la meti en la cartera. Por un instante, laimagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeci en la ventanilla.La nia envolvi las flores en los peridicos empapados, se apart un poco ms de laventanilla y mir fijamente a su madre. Ella le devolvi una expresin apacible. El trenacab de pitar y disminuy la marcha. Un momento despus se detuvo.

    No haba nadie en la estacin. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los

    almendros, slo estaba abierto el saln de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer yla nia descendieron del tren, atravesaron la estacin abandonada cuyas baldosasempezaban a cuartearse por la presin de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera desombra.

    Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo haca la siesta. Losalmacenes, las oficinas pblicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y novolvan a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso.Slo permanecan abiertos el hotel frente a la estacin, su cantina y su saln de billar, yla oficina del telgrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayora construidas sobreel modelo de la compaa bananera, tenan las puertas cerradas por dentro y laspersianas bajas. En algunas haca tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio.Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacan la siesta en plena

    calle.Buscando siempre la proteccin de los almendros la mujer y la nia penetraron en elpueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer rasp con laua la red metlica de la puerta, esper un instante y volvi a llamar. En el interiorzumbaba un ventilador elctrico. No se oyeron los pasos. Se oy apenas el leve crujidode una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metlica: Quin es?La mujer trat de ver a travs de la red metlica.

    Necesito al padre dijo.Ahora est durmiendo.Es urgente insisti la mujer.Su voz tena una tenacidad reposada.La puerta se entreabri sin ruido y apareci una mujer madura y regordeta, de cutis

    muy plido y cabellos color de hierro. Los ojos parecan demasiado pequeos detrs delos gruesos cristales de los lentes.Sigan dijo, y acab de abrir la puerta.Entraron en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las

    condujo hasta un escao de madera y les hizo seas de que se sentaran. La nia lo hizo,pero su madre permaneci de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. Nose perciba ningn ruido detrs del ventilador elctrico.

    La mujer de la casa apareci en la puerta del fondo.Dice que vuelvan despus de las tres dijo en voz muy baja. Se acost hace

    cinco minutos.El tren se va a las tres y media dijo la mujer.Fue una rplica breve y segura, pero la voz segua siendo apacible, con muchos

    matices. La mujer de la casa sonri por primera vez.Bueno dijo.Cuando la puerta del fondo volvi a cerrarse la mujer se sent junto a su hija. La

    angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda demadera que divida la habitacin haba una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete dehule, y encima de la mesa una mquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores.Detrs estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado poruna mujer soltera.

    La puerta del fondo se abri y esta vez apareci el sacerdote limpiando los lentes conun pauelo. Slo cuando se los puso pareci evidente que era hermano de la mujer quehaba abierto la puerta.

    Qu se le ofrece? pregunt.Las llaves del cementerio dijo la mujer.

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    Gabriel Garca Mrquez 7Los funerales de la Mam Grande

    La nia estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escao.El sacerdote la mir, despus mir a la mujer y despus, a travs de la red metlica de laventana, el cielo brillante y sin nubes.

    Con este calor dijo. Han podido esperar a que bajara el sol.La mujer movi la cabeza en silencio. El sacerdote pas del otro lado de la baranda,

    extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se

    sent a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.Qu tumba van a visitar? pregunt.La de Carlos Centeno dijo la mujer.Quin?Carlos Centeno repiti la mujer.El padre sigui sin entender.Es el ladrn que mataron aqu la semana pasada dijo la mujer en el mismo tono.

    Yo soy su madre.El sacerdote la escrut. Ella lo mir fijamente, con un dominio reposado, y el padre se

    ruboriz. Baj la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja peda a la mujer losdatos de su identidad, y ella responda sin vacilacin, con detalles precisos, como siestuviera leyendo. El padre empez a sudar. La nia se desaboton la trabilla del zapato

    izquierdo, se descalz el taln y lo apoy en el contrafuerte. Hizo lo mismo con elderecho.Todo haba empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a

    pocas cuadras de all. La seora Rebeca, una viuda solitaria que viva en una casa llenade cachivaches, sinti a travs del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzardesde afuera la puerta de la calle. Se levant, busc a tientas en el ropero un revlverarcaico que nadie haba disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buenda, y fuea la sala sin encender las luces. Orientndose no tanto por el ruido de la cerradura comopor un terror desarrollado en ella por veintiocho aos de soledad, localiz en laimaginacin no slo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura.Agarr el arma con las dos manos, cerr los ojos y apret el gatillo. Era la primera vez ensu vida que disparaba un revlver. Inmediatamente despus de la detonacin no sinti

    nada ms que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Despus percibi ungolpecito metlico en el andn de cemento y una voz muy baja, apacible, peroterriblemente fatigada: Ay, mi madre. El hombre que amaneci muerto frente a lacasa, con la nariz despedazada, vesta una franela a rayas de colores, un pantalnordinario con una soga en lugar de cinturn, y estaba descalzo. Nadie lo conoca en elpueblo.

    De manera que se llamaba Carlos Centeno murmur el padre cuando acab deescribir.

    Centeno Ayala dijo la mujer. Era el nico varn.El sacerdote volvi al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta haba

    dos llaves grandes y oxidadas, como la nia imaginaba y como imaginaba la madrecuando era nia y como debi imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran lasllaves de San Pedro. Las descolg, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda ymostr con el ndice un lugar en la pgina escrita, mirando a la mujer.

    Firme aqu.La mujer garabate su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La nia recogi las

    flores, se dirigi a la baranda arrastrando los zapatos y observ atentamente a su madre.El prroco suspir.Nunca trat de hacerlo entrar por el buen camino?La mujer contest cuando acab de firmar:Era un hombre muy bueno.El sacerdote mir alternativamente a la mujer y a la nia y comprob con una especie

    de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continu inalterable:Yo le deca que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y l me

    haca caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres das en la cama

    postrado por los golpes.Se tuvo que sacar todos los dientes intervino la nia.

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    8 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    As es confirm la mujer. Cada bocado que me coma en ese tiempo me saba alos porrazos que le daban a mi hijo los sbados a la noche.

    La voluntad de Dios es inescrutable dijo el padre.Pero lo dijo sin mucha conviccin, en parte porque la experiencia lo haba vuelto un

    poco escptico, y en parte por el calor. Les recomend que se protegieran la cabeza paraevitar la insolacin. Les indic bostezando y ya casi completamente dormido, cmo

    deban hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenan que tocar.Deban meter la llave por debajo de la puerta, y poner all mismo, si tenan, una limosnapara la iglesia. La mujer escuch las explicaciones con atencin, pero dio las gracias sinsonrer.

    Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que haba alguienmirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metlica. Era un grupo denios. Cuando la puerta se abri por completo los nios se dispersaron. A esa hora, deordinario, no haba nadie en la calle. Ahora no slo estaban los nios. Haba grupos bajolos almendros. El padre examin la calle distorsionada por la reverberacin, y entoncescomprendi. Suavemente volvi a cerrar la puerta.

    Esperen un minuto dijo, sin mirar a la mujer.Su hermana apareci en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa

    de dormir y el cabello suelto en los hombros. Mir al padre en silencio.Qu fue? pregunt l.La gente se ha dado cuenta.Es mejor que salgan por la puerta del patio dijo el padre.Es lo mismo dijo su hermana. Todo el mundo est en las ventanas.La mujer pareca no haber comprendido hasta entonces. Trat de ver la calle a travs

    de la red metlica. Luego le quit el ramo de flores a la nia y empez a moverse haciala puerta. La nia la sigui.

    Esperen a que baje el sol dijo el padre.Se van a derretir dijo su hermana, inmvil en el fondo de la sala. Esprense y les

    presto una sombrilla.Gracias replic la mujer. As vamos bien.

    Tom a la nia de la mano y sali a la calle.

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    Gabriel Garca Mrquez 9Los funerales de la Mam Grande

    Un da de stos

    El lunes amaneci tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin ttulo y buenmadrugador, abri su gabinete a las seis. Sac de la vidriera una dentadura postizamontada an en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puado de instrumentos queorden de mayor a menor, como en una exposicin. Llevaba una camisa a rayas, sincuello, cerrada arriba con un botn dorado, y los pantalones sostenidos con cargadoreselsticos. Era rgido, enjuto, con una mirada que raras veces corresponda a la situacin,como la mirada de los sordos.

    Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa, rod la fresa hacia el silln deresortes y se sent a pulir la dentadura postiza. Pareca no pensar en lo que haca, perotrabajaba con obstinacin, pedaleando en la fresa incluso cuando no se serva de ella.

    Despus de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dosgallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguitrabajando con la idea de que antes del almuerzo volvera a llover. La voz destempladade su hijo de once aos lo sac de su abstraccin.

    Pap.Qu.Dice el alcalde que si le sacas una muela.Dile que no estoy aqu.Estaba puliendo un diente de oro. Lo retir a la distancia del brazo y lo examin con

    los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvi a gritar su hijo.Dice que s ests porque te est oyendo.El dentista sigui examinando el diente. Slo cuando lo puso en la mesa con los

    trabajos terminados, dijo:Mejor.Volvi a operar la fresa. De una cajita de cartn donde guardaba las cosas por hacer,

    sac un puente de varias piezas y empez a pulir el oro.Pap.Qu.An no haba cambiado de expresin.Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dej de pedalear en la

    fresa, la retir del silln y abri por completo la gaveta inferior de la mesa. All estaba elrevlver.

    Bueno dijo. Dile que venga a pegrmelo.Hizo girar el silln hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de

    la gaveta. El alcalde apareci en el umbral. Se haba afeitado la mejilla izquierda, pero enla otra, hinchada y dolorida, tena una barba de cinco das. El dentista vio en sus ojosmarchitos muchas noches de desesperacin. Cerr la gaveta con la punta de los dedos ydijo suavemente:

    Sintese.Buenos das dijo el alcalde.Buenos dijo el dentista.Mientras hervan los instrumentos, el alcalde apoy el crneo en el cabezal de la si-lla

    y se sinti mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla demadera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, unaventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sinti que eldentista se acercaba, afirm los talones y abri la boca.

    Don Aurelio Escovar le movi la cara hacia la luz. Despus de observar la mueladaada, ajust la mandbula con una cautelosa presin de los dedos.Tiene que ser sin anestesia dijo.

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    10 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    Por qu?Porque tiene un absceso.El alcalde lo mir en los ojos.Est bien dijo, y trat de sonrer. El dentista no le correspondi. Llev a la mesa de

    trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sac del agua con unas pinzasfras, todava sin apresurarse. Despus rod la escupidera con la punta del zapato y fue a

    lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no loperdi de vista.

    Era una cordal inferior. El dentista abri las piernas y apret la muela con el gatillocaliente. El alcalde se aferr a las barras de la silla, descarg toda su fuerza en los pies ysinti un vaco helado en los riones, pero no solt un suspiro. El dentista slo movi lamueca. Sin rencor, ms bien con una amarga ternura, dijo:

    Aqu nos paga veinte muertos, teniente.El alcalde sinti un crujido de huesos en la mandbula y sus ojos se llenaron de

    lgrimas. Pero no suspir hasta que no sinti salir la muela. Entonces la vio a travs delas lgrimas. Le pareci tan extraa a su dolor, que no pudo entender la tortura de suscinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, sedesaboton la guerrera y busc a tientas el pauelo en el bolsillo del pantaln. El dentista

    le dio un trapo limpio.Squese las lgrimas dijo.El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el

    cielo raso desfondado y una telaraa polvorienta con huevos de araa e insectosmuertos. El dentista regres secndose las manos.

    Acustese dijo y haga buches de agua de sal. El alcalde se puso de pie, sedespidi con un displicente saludo militar y se dirigi a la puerta estirando las piernas, sinabotonarse la guerrera.

    Me pasa la cuenta dijo.A usted o al municipio?El alcalde no lo mir. Cerr la puerta, y dijo, a travs de la red metlica:Es la misma vaina.

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    Gabriel Garca Mrquez 11Los funerales de la Mam Grande

    En este pueblo no hay ladrones

    Dmaso regres al cuarto con los primeros gallos. Ana, su mujer, encinta de seismeses, lo esperaba sentada en la cama, vestida y con zapatos. La lmpara de petrleoempezaba a extinguirse. Dmaso comprendi que su mujer no haba dejado de esperarloun segundo en toda la noche, y que an en ese momento, vindolo frente a ella,continuaba esperando. Le hizo un gesto tranquilizador que ella no respondi. Fij los ojosasustados en el bulto de tela roja que l llevaba en la mano, apret los labios y se puso atemblar. Dmaso la asi por el corpio con una violencia silenciosa. Exhalaba un tufoagrio.

    Ana se dej levantar casi en vilo. Luego descarg todo el peso del cuerpo haciaadelante, llorando contra la franela a rayas coloradas de su marido, y lo tuvo abrazadopor los riones hasta cuando logr dominar la crisis.

    Me dorm sentada dijo, de pronto abrieron la puerta y te empujaron dentro delcuarto, baado en sangre.

    Dmaso la separ sin decir nada. La volvi a sentar en la cama. Despus le puso elenvoltorio en el regazo y sali a orinar al patio. Entonces ella solt los nudos y vio: erantres bolas de billar, dos blancas y una roja, sin brillo, estropeadas por los golpes.

    Cuando volvi al cuarto, Dmaso la encontr en una contemplacin intrigada.Y esto para qu sirve? pregunt Ana.l se encogi de hombros.Para jugar billar.Volvi a hacer los nudos y guard el envoltorio con la ganza improvisada, la linterna

    de pilas y el cuchillo, en el fondo del bal. Ana se acost de cara a la pared sin quitarsela ropa. Dmaso se quit slo los pantalones. Estirado en la cama, fumando en laoscuridad, trat de identificar algn rastro de su aventura en los susurros dispersos de lamadrugada, hasta que se dio cuenta de que su mujer estaba despierta.

    En qu piensas?En nada dijo ella.La voz, de ordinario matizada de registros baritonales, pareca ms densa por el

    rencor. Dmaso dio una ltima chupada al cigarrillo y aplast la colilla en el piso detierra.

    No haba nada ms suspir. Estuve adentro como una hora.Han debido pegarte un tiro dijo ella.Dmaso se estremeci. Maldita sea dijo, golpeando con los nudillos el

    marco de madera de la cama. Busc a tientas, en el suelo, los cigarrillos y los fsforos.Tienes entraas de burro dijo Ana. Has debido tener en cuenta que yo estaba

    aqu sin poder dormir, creyendo que te traan muerto cada vez que haba un ruido en la

    calle. Y agreg con un suspiro: Y todo eso para salir con tres bolas de billar.En la gaveta no haba sino veinticinco centavos.Entonces no has debido traer nada.El problema era entrar dijo Dmaso. No poda venirme con las manos vacas.Hubieras cogido cualquier otra cosa.No haba nada ms dijo Dmaso.En ninguna parte hay tantas cosas como en el saln de billar.As parece dijo Dmaso. Pero despus, cuando uno est all adentro, se pone a

    mirar las cosas y a registrar por todos lados y se da cuenta de que no hay nada quesirva.

    Ella hizo un largo silencio. Dmaso la imagin con los ojos abiertos, tratando deencontrar algn objeto de valor en la oscuridad de la memoria.

    Tal vez dijo.Dmaso volvi a fumar. El alcohol lo abandonaba en ondas concntricas y l asuma denuevo el peso, el volumen y la responsabilidad de su cuerpo.

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    12 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    Haba un gato all adentro dijo. Un enorme gato blanco.Ana se volte, apoy el vientre abultado contra el vientre de su marido, y le meti la

    pierna entre las rodillas. Ola a cebolla.Estabas muy asustado?Yo?T dijo Ana. Dicen que los hombres tambin se asustan.

    l la sinti sonrer, y sonri.Un poco dijo. No poda aguantar las ganas de orinar.Se dej besar sin corresponder. Luego, consciente de los riesgos pero sin

    arrepentimiento, como evocando los recuerdos de un viaje, le cont los pormenores desu aventura.

    Ella habl despus de un largo silencio.Fue una locura.Todoes cuestin de empezar dijo Dmaso, cerrando los ojos. Adems, para ser

    la primera vez la cosa no sali tan mal.

    El sol calent tarde. Cuando Dmaso despert, haca rato que su mujer estabalevantada. Meti la cabeza en el chorro del patio y la tuvo all varios minutos, hasta que

    acab de despertar. El cuarto formaba parte de una galera de habitaciones iguales eindependientes, con un patio comn atravesado por alambres de secar ropa. Contra lapared posterior, separados del patio por un tabique de lata, Ana haba instalado un anafepara cocinar y calentar las planchas, y una mesita para comer y planchar. Cuando vioacercarse a su marido puso a un lado la ropa planchada y quit las planchas de hierro delanafe para calentar el caf. Era mayor que l, de piel muy plida, y sus movimientostenan esa suave eficacia de la gente acostumbrada a la realidad.

    Desde la niebla de su dolor de cabeza, Dmaso comprendi que su mujer queradecirle algo con la mirada. Hasta entonces no haba puesto atencin a las voces del patio.

    No han hablado de otra cosa en toda la maana murmur Ana, sirvindose elcaf. Los hombres se fueron para all desde hace rato.

    Dmaso comprob que los hombres y los nios haban desaparecido del patio.

    Mientras tomaba el caf, sigui en silencio la conversacin de las mujeres que colgabanla ropa al sol. Al final encendi un cigarrillo y sali de la cocina.Teresa llam.Una muchacha con la ropa mojada, adherida al cuerpo, respondi al llamado.Ten cuidado dijo Ana. La muchacha se acerc.Qu es lo que pasa? pregunt Dmaso.Que se metieron en el saln de billar y cargaron con todo dijo la muchacha.Pareca minuciosamente informada. Explic cmo desmantelaron el establecimiento,

    pieza por pieza, hasta llevarse la mesa de billar. Hablaba con tanta conviccin queDmaso no pudo creer que no fuera cierto.

    Mierda dijo, de regreso a la cocina.Ana se puso a cantar entre dientes. Dmaso recost un asiento contra la pared del

    patio, procurando reprimir la ansiedad. Tres meses antes, cuando cumpli 20 aos, elbigote lineal, cultivado no slo con un secreto espritu de sacrificio sino tambin concierta ternura, puso un toque de madurez en su rostro petrificado por la viruela. Desdeentonces se sinti adulto. Pero aquella maana, con los recuerdos de la noche anteriorflotando en la cinaga de su dolor de cabeza, no encontraba por dnde empezar a vivir.

    Cuando acab de planchar, Ana reparti la ropa limpia en dos bultos iguales y sedispuso a salir a la calle.

    No te demores dijo Dmaso.Como siempre.La sigui hasta el cuarto.Ah te dejo la camisa de cuadros dijo Ana. Es mejor que no te vuelvas a poner la

    franela. Se enfrent a los difanos ojos de gato de su marido. No sabemos si alguiente vio.

    Dmaso se sec en el pantaln el sudor de las manos.No me vio nadie.

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    Gabriel Garca Mrquez 13Los funerales de la Mam Grande

    No sabemos repiti Ana. Cargaba un bulto de ropa en cada brazo. Adems, esmejor que no salgas. Espera primero que yo d una vueltecita por all, como quien noquiere la cosa.

    No se hablaba de nada distinto en el pueblo. Ana tuvo que escuchar varias veces, enversiones diferentes y contradictorias, los pormenores del mismo episodio. Cuando acabde repartir la ropa, en vez de ir al mercado como todos los sbados, fue directamente a

    la plaza.No encontr frente al saln de billar tanta gente como imaginaba. Algunos hombres

    conversaban a la sombra de los almendros. Los sirios haban guardado sus trapos decolores para almorzar, y los almacenes parecan cabecear bajo los toldos de lona. Unhombre dorma desparramado en un mecedor, con la boca y las piernas y los brazosabiertos, en la sala del hotel. Todo estaba paralizado en el calor de las doce.

    Ana sigui de largo por el saln de billar, y al pasar por el solar baldo situado frente alpuerto se encontr con la multitud. Entonces record algo que Dmaso le haba contado,que todo el mundo saba pero que slo los clientes del establecimiento podan tenerpresente: la puerta posterior del saln de billar daba al solar baldo. Un momentodespus, protegindose el vientre con los brazos, se encontr confundida con la multitud,los ojos fijos en la puerta violada. El candado estaba intacto, pero una de las argollas

    haba sido arrancada como una muela. Ana contempl por un momento los estragos deaquel trabajo solitario y modesto, y pens en su marido con un sentimiento de piedad.Quin fue?No se atrevi a mirar en torno suyo.No se sabe le respondieron. Dicen que fue un forastero.Tuvo que ser dijo una mujer a sus espaldas. En este pueblo no hay ladrones.

    Todo el mundo conoce a todo el mundo.Ana volvi la cabeza.As es dijo sonriendo. Estaba empapada en sudor. A su lado haba un hombre muy

    viejo con arrugas profundas en la nuca.Cargaron con todo? pregunt ella.Doscientos pesos y las bolas de billar dijo el viejo. La examin con una atencin

    fuera de lugar. Dentro de poco habr que dormir con los ojos abiertos.Ana apart la mirada.As es volvi a decir. Se puso un trapo en la cabeza, alejndose, sin poder sortear

    la impresin de que el viejo la segua mirando.Durante un cuarto de hora, la multitud bloqueada en el solar observ una conducta

    respetuosa, como si hubiera un muerto detrs de la puerta violada. Despus se agit,gir sobre s misma, y desemboc en la plaza.

    El propietario del saln de billar estaba en la puerta, con el alcalde y dos agentes de lapolica. Bajo y redondo, los pantalones sostenidos por la sola presin del estmago y conunos anteojos como los que hacen los nios, pareca investido de una dignidadextenuante.

    La multitud lo rode. Apoyada contra la pared, Ana escuch sus informaciones hastaque la multitud empez a dispersarse. Despus regres al cuarto, congestionada por lasofocacin, en medio de una bulliciosa manifestacin de vecinos.

    Estirado en la cama, Dmaso se haba preguntado muchas veces cmo hizo Ana lanoche anterior para esperarlo sin fumar. Cuando la vio entrar, sonriente, quitndose dela cabeza el trapo empapado en sudor, aplast el cigarrillo casi entero en el piso detierra, en medio de un reguero de colillas, y esper con mayor ansiedad.

    Entonces?Ana se arrodill frente a la cama.Que adems de ladrn eres embustero dijo.Por qu?Porque me dijiste que no haba nada en la gaveta.Dmaso frunci las cejas.No haba nada.

    Haba doscientos pesos dijo Ana.

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    14 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    Es mentira replic l, levantando la voz. Sentado en la cama recobr el tonoconfidencial. Slo haba veinticinco centavos.

    La convenci.Es un viejo bandido dijo Dmaso, apretando los puos. Se est buscando que le

    desbarate la cara.Ana ri con franqueza.

    No seas bruto.Tambin l acab por rer. Mientras se afeitaba, su mujer lo inform de lo que haba

    logrado averiguar. La polica buscaba a un forastero.Dicen que lleg el jueves y que anoche lo vieron dando vueltas por el puerto dijo

    . Dicen que no han podido encontrarlo por ninguna parte. Dmaso pens en elforastero que no haba visto nunca y por un instante sospech de l con una conviccinsincera.

    Puede ser que se haya ido dijo Ana.Como siempre, Dmaso necesit tres horas para arreglarse. Primero fue la talla

    milimtrica del bigote. Despus el bao en el chorro del patio. Ana sigui paso a paso,con un fervor que nada haba quebrantado desde la noche en que lo vio por primera vez,el laborioso proceso de su peinado. Cuando lo vio mirndose al espejo para salir, con la

    camisa de cuadros rojos, Ana se encontr madura y desarreglada. Dmaso ejecut frentea ella un paso de boxeo con la elasticidad de un profesional. Ella lo agarr por lasmuecas.

    Tienes moneda?Soy rico contest Dmaso de buen humor. Tengo los doscientos pesos.Ana se volte hacia la pared, sac del seno un rollo de billetes, y le dio un peso a su

    marido, diciendo:Toma, Jorge Negrete.Aquella noche, Dmaso estuvo en la plaza con el grupo de sus amigos. La gente que

    llegaba del campo con productos para vender en el mercado del domingo, colgaba toldosen medio de los puestos de frituras y las mesas de lotera, y desde la prima noche se lesoa roncar. Los amigos de Dmaso no parecan ms interesados por el robo del saln de

    billar que por la transmisin radial del campeonato de bisbol, que no podran escucharesa noche por estar cerrado el establecimiento. Hablando de bisbol, sin ponerse deacuerdo ni enterarse previamente del programa, entraron al cine.

    Daban una pelcula de Cantinflas. En la primera fila de la galera, Dmaso ri sinremordimientos. Se senta convaleciente de sus emociones. Era una buena noche de

    junio, y en los instantes vacos en que slo se perciba la llovizna del proyector, pesabasobre el cine sin techo el silencio de las estrellas.

    De pronto, las imgenes de la pantalla palidecieron y hubo un estrpito en el fondo dela platea. En la claridad repentina, Dmaso se sinti descubierto y sealado, y trat decorrer. Pero en seguida vio al pblico de la platea, paralizado, y a un agente de la polica,el cinturn enrollado en la mano, que golpeaba rabiosamente a un hombre con la pesadahebilla de cobre. Era un negro monumental. Las mujeres empezaron a gritar, y el agenteque golpeaba al negro empez a gritar por encima de los gritos de las mujeres: Ratero!Ratero! El negro se rod por entre el reguero de sillas, perseguido por dos agentes quelo golpearon en los riones hasta que pudieron trabarlo por la espalda. Luego el que lohaba azotado le amarr los codos por detrs con la correa y los tres lo empujaron haciala puerta. Las cosas sucedieron con tanta rapidez, que Dmaso slo comprendi loocurrido cuando el negro pas junto a l, con la camisa rota y la cara embadurnada deun amasijo de polvo, sudor y sangre, sollozando: Asesinos, asesinos. Despusencendieron las luces y se reanud la pelcula.

    Dmaso no volvi a rer. Vio retazos de una historia descosida, fumando sin pausashasta que se encendi la luz y los espectadores se miraron entre s, como asustados dela realidad. Qu buena, exclam alguien a su lado. Dmaso no lo mir.

    Cantinflas es muy bueno dijo.La corriente lo llev hasta la puerta. Las vendedoras de comida, cargadas de trastos,

    regresaban a casa. Eran ms de las once, pero haba mucha gente en la calle esperandoa que salieran del cine para informarse de la captura del negro.

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    Gabriel Garca Mrquez 15Los funerales de la Mam Grande

    Aquella noche Dmaso entr al cuarto con tanta cautela que cuando Ana lo advirtientre sueos fumaba el segundo cigarrillo, estirado en la cama.

    La comida est en el rescoldo dijo ella.No tengo hambre dijo Dmaso.Ana suspir.So que Nora estaba haciendo muecos de mantequilla dijo, todava sin

    despertar. De pronto cay en la cuenta de que haba dormido sin quererlo y se volvihacia Dmaso, ofuscada, frotndose los ojos.

    Cogieron al forastero dijo.Dmaso se demor para hablar.Quin dijo?Lo cogieron en el cine dijo Ana. Todo el mundo est por aquellos lados.Cont una versin desfigurada de la captura. Dmaso no la rectific.Pobre hombre suspir Ana.Pobre por qu protest Dmaso, excitado. Quisieras entonces que fuera yo el

    que estuviera en el cepo?Ella lo conoca demasiado para replicar. Lo sinti fumar, respirando como un asmtico,

    hasta que cantaron los primeros gallos. Despus lo sinti levantado, trasegando por el

    cuarto en un trabajo oscuro que pareca ms del tacto que de la vista. Despus lo sintiraspar el suelo debajo de la cama por ms de un cuarto de hora, y despus lo sintidesvestirse en la oscuridad, tratando de no hacer ruido, sin saber que ella no habadejado de ayudarlo un instante al hacerle creer que estaba dormida. Algo se movi en loms primitivo de sus instintos. Ana supo entoncesque Dmaso haba estado en el cine, ycomprendi por qu acababa de enterrar las bolas de billar debajo de la cama.

    El saln se abri el lunes y fue invadido por una clientela exaltada. La mesa de billarhaba sido cubierta con un pao morado que le imprimi al establecimiento un carcterfunerario. Pusieron un letrero en la pared: No hay servicio por falta de bolas. La genteentraba a leer el letrero como si fuera una novedad. Algunos permanecan frente a l,releyndolo con una devocin indescifrable.

    Dmaso estuvo entre los primeros clientes. Haba pasado una parte de su vida en los

    escaos destinados a los espectadores del billar y all estuvo desde que volvieron aabrirse las puertas. Fue algo tan difcil pero tan momentneo como un psame. Le diouna palmadita en el hombro al propietario por encima del mostrador, y le dijo:

    Quvaina, don Roque.El propietario sacudi la cabeza con una sonrisita de afliccin, suspirando: Ya ves. Y

    sigui atendiendo a la clientela, mientras Dmaso, instalado en uno de los taburetes delmostrador, contemplaba la mesa espectral bajo el sudario morado.

    Qu raro dijo.Es verdad confirm un hombre en el taburete vecino. Parece que estuviramos

    en semana santa.Cuando la mayora de los clientes se fue a almorzar, Dmaso meti una moneda en el

    tocadiscos automtico y seleccion un corrido mexicano cuya colocacin en el tableroconoca de memoria. Don Roque trasladaba mesitas y silletas al fondo del saln.

    Qu hace? le pregunt Dmaso.Voy a poner barajas contest don Roque. Hay que hacer algo mientras llegan las

    bolas.Movindose casi a tientas, con una silla en cada brazo, pareca un viudo reciente.Cundo llegan? pregunt Dmaso.Antes de un mes, espero.Para entonces habrn aparecido las otras dijo Dmaso.Don Roque observ satisfecho la hilera de mesitas.No aparecern dijo, secndose la frente con la manga. Tienen al negro sin comer

    desde el sbado y no ha querido decir dnde estn. Midi a Dmaso a travs de loscristales empaados por el sudor. Estoy seguro de que las ech al ro.

    Dmaso se mordisque los labios.

    Y los doscientos pesos?Tampoco dijo don Roque. Slo le encontraron treinta.

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    16 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    Se miraron a los ojos. Dmaso no habra podido explicar su impresin de que aquellamirada estableca entre l y don Roque una relacin de complicidad. Esa tarde, desde ellavadero, Ana lo vio llegar dando saltitos de boxeador. Lo sigui hasta el cuarto.

    Listo dijo Dmaso. El viejo est tan resignado que encarg bolas nuevas. Ahoraes cuestin de esperar que nadie se acuerde.

    Y el negro?

    No es nada dijo Dmaso, alzndose de hombros. Si no le encuentran las bolastienen que soltarlo.

    Despus de la comida, se sentaron a la puerta de la calle y estuvieron conversandocon los vecinos hasta que se apag el parlante del cine. A la hora de acostarse Dmasoestaba excitado.

    Se me ha ocurrido el mejor negocio del mundo dijo.Ana comprendi que l haba molido un mismo pensamiento desde el atardecer.Me voy de pueblo en pueblo continu Dmaso. Me robo las bolas de billar en uno

    y las vendo en el otro. En todos los pueblos hay un saln de billar.Hasta que te peguen un tiro.Qu tiro ni qu tiro dijo l. Eso no se ve sino en las pelculas. Plantado en la

    mitad del cuarto se ahogaba en su propio entusiasmo. Ana empez a desvestirse, en

    apariencia indiferente, pero en realidad oyndolo con una atencin compasiva.Me voy a comprar una hilera de vestidos dijo Dmaso, y seal con el ndice unropero imaginario del tamao de la pared. Desde aqu hasta all. Y adems cincuentapares de zapatos.

    Dios te oiga dijo Ana.Dmaso fij en ella una mirada seria.No te interesan mis cosas dijo.Estn muy lejos para m dijo Ana. Apag la lmpara, se acost contra la pared, y

    agreg con una amargura cierta: Cuando t tengas treinta aos yo tendr cuarenta ysiete.

    No seas boba dijo Dmaso.Se palp los bolsillos en busca de los fsforos.

    T tampoco tendrs que aporrear ms ropa dijo, un poco desconcertado. Ana ledio fuego. Mir la llama hasta que el fsforo se extingui, y tir la ceniza. Estirado en lacama, Dmaso sigui hablando.

    Sabes de qu hacen las bolas de billar?Ana no respondi.De colmillos de elefantes prosigui l. Son tan difciles de encontrar que se

    necesita un mes para que vengan. Te das cuenta?Durmete lo interrumpi Ana. Tengo que levantarme a las cinco.Dmaso haba vuelto a su estado natural. Pasaba la maana en la cama, fumando, y

    despus de la siesta empezaba a arreglarse para salir. Por la noche escuchaba en elsaln de billar la transmisin radial del campeonato de bisbol. Tena la virtud de olvidarsus proyectos con tanto entusiasmo como necesitaba para concebirlos.

    Tienes plata? pregunt el sbado a su mujer.Once pesos respondi ella. Y agreg suavemente: Es la plata del cuarto.Te propongo un negocio.Qu?Prstamelos.Hay que pagar el cuarto.Se paga despus.Ana sacudi la cabeza. Dmaso la agarr por la mueca y le impidi que se levantara

    de la mesa, donde acababan de desayunar.Es por pocos das dijo acaricindole el brazo con una ternura distrada. Cuando

    venda las bolas tendremos plata para todo.Ana no cedi. Esa noche, en el cine, Dmaso no le quit la mano del hombro ni

    siquiera cuando convers con sus amigos en el intermedio. Vieron la pelcula a retazos.

    Al final, Dmaso estaba impaciente.Entonces tendr que robarme la plata dijo.

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    Gabriel Garca Mrquez 17Los funerales de la Mam Grande

    Ana se encogi de hombros.Le dar un garrotazo al primero que encuentre dijo Dmaso empujndola por entre

    la multitud que abandonaba el cine. As me llevarn a la crcel por asesino.Ana sonri en su interior. Pero continu inflexible. A la maana siguiente, despus de

    una noche tormentosa, Dmaso se visti con una urgencia ostensible y amenazante.Pas junto a su mujer, gruendo:

    No vuelvo ms nunca.Ana no pudo reprimir un ligero temblor.Feliz viaje grit.Despus del portazo empez para Dmaso un domingo vaco e interminable. La vistosa

    cacharrera del mercado pblico y las mujeres vestidas de colores brillantes que salancon sus nios de la misa de ocho, ponan toques alegres en la plaza, pero el aireempezaba a endurecerse de calor.

    Pas el da en el saln de billar. Un grupo de hombres jug a las cartas en la maana yantes del almuerzo hubo una afluencia momentnea. Pero era evidente que elestablecimiento haba perdido su atractivo. Slo al anochecer, cuando empezaba latransmisin del bisbol, recobraba un poco de su antigua animacin.

    Despus de que cerraron el saln, Dmaso se encontr sin rumbo en una plaza que

    pareca desangrarse. Descendi por la calle paralela al puerto, siguiendo el rastro de unamsica alegre y remota. Al final de la calle haba una sala de baile enorme y escueta,adornada con guirnaldas de papel descolorido y al fondo de la sala una banda de msicossobre una tarima de madera. Adentro flotaba un sofocante olor a carmn de labios.

    Dmaso se instal en el mostrador. Cuando termin la pieza, el muchacho que tocabalos platillos en la banda recogi monedas entre los hombres que haban bailado. Unamuchacha abandon su pareja en el centro del saln y se acerc a Dmaso.

    Qu hubo, Jorge Negrete.Dmaso la sent a su lado. El cantinero, empolvado y con un clavel en la oreja,

    pregunt en falsete:Qu toman?La muchacha se dirigi a Dmaso.

    Qu tomamos?Nada.Es por cuenta ma.No es eso dijo Dmaso. Tengo hambre.Lstima suspir el cantinero. Con esos ojos.Pasaron al comedor en el fondo de la sala. Por la forma del cuerpo la muchacha

    pareca excesivamente joven, pero la costra de polvo y colorete y el barniz de los labiosimpedan conocer su verdadera edad. Despus de comer, Dmaso la sigui al cuarto, alfondo de un patio oscuro donde se senta la respiracin de los animales dormidos. Lacama estaba ocupada por un nio de pocos meses envuelto en trapos de colores. Lamuchacha puso los trapos en una caja de madera, acost al nio dentro, y luego puso lacaja en el suelo.

    Se lo van a comer los ratones dijo Dmaso.No se lo comen dijo ella.Se cambi el traje rojo por otro ms descotado con grandes flores amarillas.Quin es el pap? pregunt Dmaso.No tengo la menor idea dijo ella. Y despus, desde la puerta: Vuelvo en seguida.La oy cerrar el candado. Fum varios cigarrillos, tendido boca arriba y con la ropa

    puesta. El lienzo de la cama vibraba al comps del bambo. No supo en qu momento sedurmi. Al despertar, el cuarto pareca ms grande en el vaco de la msica.

    La muchacha se estaba desvistiendo frente a la cama.Qu hora es?Como las cuatro dijo ella. No ha llorado el nio?Creo que no dijo Dmaso.La muchacha se acost muy cerca de l, escrutndolo con los ojos ligeramente

    desviados mientras le desabotonaba la camisa. Dmaso comprendi que ella habaestado bebiendo en serio. Trat de apagar la lmpara.

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    18 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    Djala as dijo ella. Me encanta mirarte los ojos.El cuarto se llen de ruidos rurales desde el amanecer. El nio llor. La muchacha lo

    llev a la cama y le dio de mamar, cantando entredientes una cancin de tres notas,hasta que todos se durmieron. Dmaso no se dio cuenta de que la muchacha desperthacia las siete, sali del cuarto y regres sin el nio.

    Todo el mundo se va para el puerto dijo.

    Dmaso tuvo la sensacin de no haber dormido ms de una hora en toda la noche.A qu?A ver al negro que se rob las bolas dijo ella. Hoy se lo llevan.Dmaso encendi un cigarrillo.Pobre hombre suspir la muchacha.Pobre por qu dijo Dmaso. Nadie lo oblig a ser ratero.La muchacha pens un momento con la cabeza apoyada en su pecho. Dijo en voz muy

    baja:No fue l.Quin dijo.Yo lo s dijo ella. La noche que se metieron en el saln de billar el negro estaba

    con Gloria, y pas todo el da siguiente en su cuarto hasta por la noche. Despus vinieron

    diciendo que lo haban cogido en el cine.Gloria se lo puede decir a la polica.El negro se lo dijo dijo ella. El alcalde vino donde Gloria, volte el cuarto al

    derecho y al revs, y dijo que la iba a llevar a la crcel por cmplice. Al fin se arregl porveinte pesos.

    Dmaso se levant antes de las ocho.Qudate le dijo la muchacha. Voy a matar una gallina para el almuerzo.Dmaso sacudi la peinilla en la palma de la mano antes de guardrsela en el bolsillo

    posterior del pantaln.No puedo dijo, atrayendo a la muchacha por las muecas. Ella se haba lavado la

    cara, y era en verdad muy joven, con unos ojos grandes y negros que le daban un airedesamparado. Lo abraz por la cintura.

    Qudate insisti.Para siempre?Ella se ruboriz ligeramente, y lo separ.Embustero dijo.

    Ana se senta agotada aquella maana. Pero se contagi de la excitacin del pueblo.Recogi ms a prisa que de costumbre la ropa para lavar esa semana, y se fue al puertoa presenciar el embarque del negro. Una multitud impaciente esperaba frente a laslanchas listas para zarpar. All estaba Dmaso.

    Ana lo hurg con los ndices por los riones.Qu haces aqu? pregunt Dmaso dandoun salto.Vine a despedirte dijo Ana.Dmaso golpe con los nudillos un poste del alumbrado pblico.Maldita sea dijo.Despus de encender el cigarrillo arroj al ro la cajetilla vaca. Ana sac otra del

    corpio y se la meti en el bolsillo de la camisa. Dmaso sonri por primera vez.Eres burra dijo.Ja, ja hizo Ana.Poco despus embarcaron al negro. Lo llevaron por el medio de la plaza, las muecas

    amarradas a la espalda con una soga tirada por un agente de la polica. Otros dosagentes armados de fusiles caminaban a su lado. Estaba sin camisa, el labio inferiorpartido y una ceja hinchada, como un boxeador. Esquivaba las miradas de la multitudcon una dignidad pasiva. En la puerta del saln de billar, donde se haba concentrado lamayor cantidad de pblico para participar de los dos extremos del espectculo, elpropietario lo vio pasar moviendo la cabeza. El resto de la gente lo observ con una

    especie de fervor.

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    Gabriel Garca Mrquez 19Los funerales de la Mam Grande

    La lancha zarp en seguida. El negro iba en el techo, amarrado de pies y manos a untambor de petrleo. Cuando la lancha dio la vuelta en la mitad del ro y pit por ltimavez, la espalda del negro lanz un destello.

    Pobre hombre murmur Ana.Criminales dijo alguien cerca de ella. Un ser humano no puede aguantar tanto

    sol.

    Dmaso localiz la voz en una mujer extraordinariamente gorda, y empez a moversehacia la plaza.

    Hablas mucho susurr al odo de Ana. Lo nico que falta es que te pongas agritar el cuento.

    Ella lo acompa hasta la puerta del billar.Por lo menos anda a cambiarte le dijo al abandonarlo. Pareces un pordiosero.La novedad haba llevado al saln una clientela alborotada. Tratando de atender a

    todos, don Roque serva a varias mesas al mismo tiempo. Dmaso esper a que pasarajunto a l.

    Quiere que lo ayude?Don Roque le puso enfrente media docena de botellas de cerveza con los vasos

    embocados en el cuello.

    Gracias, hijo.Dmaso llev las botellas a la mesa. Tom varios pedidos, y sigui trayendo y llevandobotellas, hasta que la clientela se fue a almorzar. Por la madrugada, cuando volvi alcuarto, Ana comprendi que haba estado bebiendo. Le cogi la mano y se la puso en elvientre de ella.

    Tienta aqu le dijo. No sientes?Dmaso no dio ninguna muestra de entusiasmo.Ya est vivo dijo Ana. Se pasa la noche dndome pataditas por dentro.Pero l no reaccion. Concentrado en s mismo, sali al da siguiente muy temprano y

    no volvi hasta la medianoche. As transcurri la semana. En los escasos momentos quepasaba en la casa, fumando acostado, esquivaba la conversacin. Ana extrem susolicitud. En cierta ocasin, al principio de su vida en comn, l se haba comportado de

    igual modo, y entonces ella no lo conoca tanto como para no intervenir. Acaballadosobre ella en la cama, Dmaso la haba golpeado hasta hacerla sangrar.Esta vez esper. Por la noche pona junto a la lmpara una cajetilla de cigarrillos,

    sabiendo que l era capaz de soportar el hambre y la sed, pero no la necesidad de fumar.Por fin, a mediados de julio, Dmaso regres al cuarto al atardecer. Ana se inquiet,pensando que l deba estar muy aturdido cuando vena a buscarla a esa hora. Comieronsin hablar. Pero antes de acostarse, Dmaso estaba ofuscado y blando, y dijoespontneamente:

    Me quiero ir.Para dnde?Para cualquier parte.Ana examin el cuarto. Las cartulas de revistas que ella misma haba recortado y

    pegado en las paredes hasta empapelarlas por completo con litografas de actores decine, estaban gastadas y sin color. Haba perdido la cuenta de los hombres quepaulatinamente, de tanto mirarlos desde la cama, se haban ido llevando esos colores.

    Ests aburrido conmigo dijo.No es eso dijo Dmaso. Es este pueblo.Es un pueblo como todos.No se pueden vender las bolas.Deja esas bolas tranquilas dijo Ana. Mientras Dios me d fuerzas para aporrear

    ropa no tendrs que andar aventurando. Y agreg suavemente despus de una pausa: No s cmo se te ocurri meterte en eso.

    Dmaso termin el cigarrillo antes de hablar.Era tan fcil que no me explico cmono se le ocurri a nadiedijo.Por la plata admiti Ana. Pero nadie hubierasido tan bruto de traerse las bolas.

    Fue sin pensarlo dijo Dmaso. Ya me vena cuando las vi detrs del mostrador,metidas en su cajita, y pensque era mucho trabajo para venirme con las manosvacas.

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    20 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    La mala hora dijo Ana.Dmaso experimentaba una sensacin de alivio.Y mientras tanto no llegan las nuevas dijo. Mandaron decir que ahora son ms

    caras y don Roque dice que as no es negocio. Encendi otro cigarrillo, y mientrashablaba senta que su corazn se iba desocupando de una materia oscura.

    Cont que el propietario haba decidido vender la mesa de billar. No vala mucho. El

    pao roto por las audacias de los aprendices haba sido remendado con cuadros dediferentes colores y era necesario cambiarlo por completo. Mientras tanto, los clientes delsaln, que haban envejecido en torno al billar, no tenan ahora ms diversin que lastransmisiones del campeonato de bisbol.

    Total concluy Dmaso, que sin quererlo nos tiramos al pueblo.Sin ninguna gracia dijo Ana.La semana entrante se acaba el campeonato dijo Dmaso.Y eso no es lo peor. Lo peor es el negro.Acostada en su hombro, como en los primeros tiempos, saba en qu estaba pensando

    su marido. Esper a que terminara el cigarrillo. Despus, con voz cautelosa, dijo:Dmaso.Qu pasa?

    Devulvelas.l encendi otro cigarrillo.Eso es lo que estoy pensando hace das dijo. Pero la vaina es que no encuentro

    cmo.As que decidieron abandonar las bolas en un lugar pblico. Ana pens luego que eso

    resolva el problema del saln de billar, pero dejaba pendiente el del negro. La policahabra podido interpretar el hallazgo de muchos modos sin absolverlo. No descartabatampoco el riesgo de que las bolas fueran encontradas por alguien que en vez dedevolverlas se quedara con ellas para negociarlas.

    Ya que se van a hacer las cosas concluy Ana, es mejor hacerlas bien hechas.Desenterraron las bolas. Ana las envolvi en peridicos, cuidando de que el envoltorio

    no revelara la forma del contenido, y las guard en el bal.

    Es cosa de esperar una ocasin dijo.Pero en espera de la ocasin transcurrieron dos semanas. La noche del 20 de agosto dos meses despus del asalto Dmaso encontr a don Roque sentado detrs delmostrador, sacudindose los zancudos con un abanico de palma. Su soledad pareca msintensa con la radio apagada.

    Te lo dije exclam don Roque con un cierto alborozo por el pronstico cumplido.Esto se fue al carajo.

    Dmaso puso una moneda en el tocadiscos automtico. El volumen de la msica y elsistema de colores del aparato le parecieron una ruidosa prueba de su lealtad. Pero tuvola impresin de que don Roque no lo advirti. Entonces acerc un asiento y trat deconsolarlo con argumentos ofuscados que el propietario trituraba sin emocin, al compsnegligente de su abanico.

    No hay nada que hacer deca. El campeonato de bisbol no poda durar toda lavida.

    Pero pueden aparecer las bolas.No aparecern.El negro no pudo habrselas comido.La polica busc por todas partes dijo don Roque con una certidumbre

    desesperante. Las ech al ro.Puede suceder un milagro.Djate de ilusiones, hijo replic don Roque. Las desgracias son como un caracol.

    T crees en los milagros?A veces dijo Dmaso.Cuando abandon el establecimiento an no haban salido del cine. Los dilogos

    enormes y rotos del parlante resonaban en el pueblo apagado, y en las pocas casas que

    permanecan abiertas haba algo de provisional. Dmaso err un momento por los ladosdel cine. Despus fue al saln de baile.

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    Gabriel Garca Mrquez 21Los funerales de la Mam Grande

    La banda tocaba por un solo cliente que bailaba con dos mujeres al tiempo. Las otras,juiciosamente sentadas contra la pared, parecan a la espera de una carta. Dmasoocup una mesa, hizo seal al cantinero de que le sirviera una cerveza, y la bebi en labotella con breves pausas para respirar, observando como a travs de un vidrio alhombre que bailaba con las dos mujeres. Era ms pequeo que ellas.

    A la medianoche llegaron las mujeres que estaban en el cine, perseguidas por un

    grupo de hombres. La amiga de Dmaso, que haca parte del grupo, abandon a losotros y se sent a su mesa.

    Dmaso no la mir. Se haba tomado media docena de cervezas y continuaba con lavista fija en el hombre que ahora bailaba con tres mujeres, pero sin ocuparse de ellas,divertido con las filigranas de sus propios pies. Pareca feliz, y era evidente que habrasido aun ms feliz si adems de las piernas y los brazos hubiera tenido una cola.

    No me gusta ese tipo dijo Dmaso.Entonces no lo mires dijo la muchacha.Pidi un trago al cantinero. La pista empez a llenarse de parejas, pero el hombre de

    las tres mujeres sigui sintindose solo en el saln. En una vuelta se encontr con lamirada de Dmaso, imprimi mayor dinamismo a su baile, y le mostr en una sonrisasus dientecillos de conejo. Dmaso sostuvo la mirada sin parpadear, hasta que el hombre

    se puso serio y le volvi la espalda.Se cree muy alegre dijo Dmaso.Es muy alegre dijo la muchacha. Siempre que viene al pueblo coge la msica por

    su cuenta, como todos los agentes viajeros.Dmaso volvi hacia ella los ojos desviados.Entonces vte con l dijo. Donde comen tres comen cuatro.Sin replicar, ella apart la cara hacia la pista de baile, tomando el trago a sorbos

    lentos. El traje amarillo plido acentuaba su timidez.Bailaron la tanda siguiente. Al final, Dmaso estaba denso.Me estoy muriendo de hambre dijo la muchacha, llevndolo por el brazo hacia el

    mostrador. T tambin tienes que comer. El hombre alegre vena con las tresmujeres en sentido contrario.

    Oiga le dijo Dmaso.El hombre le sonri sin detenerse. Dmaso se solt del brazo de su compaera y lecerr el paso.

    No me gustan sus dientes.El hombre palideci, pero segua sonriendo.A m tampoco dijo.Antes de que la muchacha pudiera impedirlo, Dmaso le descarg un puetazo en la

    cara y el hombre cay sentado en el centro de la pista. Ningn cliente intervino. Las tresmujeres abrazaron a Dmaso por la cintura, gritando, mientras su compaera loempujaba hacia el fondo del saln. El hombre se incorporaba con la cara descompuestapor la impresin. Salt como un mono en el centro de la pista y grit:

    Que siga la msica!Hacia las dos, el saln estaba casi vaco, y las mujeres sin clientes empezaron a

    comer. Haca calor. La muchacha llev a la mesa un plato de arroz con frijoles y carnefrita, y comi todo con una cuchara. Dmaso la miraba con una especie de estupor. Ellatendi hacia l una cucharada de arroz.

    Abre la boca.Dmaso apoy el mentn en el pecho y sacudi la cabeza.Eso es para las mujeres dijo. Los machos no comemos.Tuvo que apoyar las manos en la mesa para levantarse. Cuando recobr el equilibrio,

    el cantinero estaba cruzado de brazos frente a l.Son nueve con ochenta dijo. Este convento no es del gobierno.Dmaso lo apart.No me gustan los maricas dijo.El cantinero lo agarr por la manga, pero a una seal de la muchacha lo dej pasar,

    diciendo:Pues no sabes lo que te pierdes.

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    22 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    Dmaso sali dando tumbos. El brillo misterioso del ro bajo la luna abri una hendijade lucidez en su cerebro. Pero se cerr en seguida. Cuando vio la puerta de su cuarto, alotro lado del pueblo, Dmaso tuvo la certidumbre de haber dormido caminando. Sacudila cabeza. De un modo confuso pero urgente se dio cuenta de que a partir de eseinstante tena que vigilar cada uno de sus movimientos. Empuj la puerta con cuidadopara impedir que crujieran los goznes.

    Ana lo sinti registrando el bal. Se volte contra la pared para evitar la luz de lalmpara, pero luego se dio cuenta de que su marido no se estaba desvistiendo. Un golpede clarividencia la sent en la cama. Dmaso estaba junto al bal, con el envoltorio delas bolas y la linterna en la mano.

    Se puso el ndice en los labios.Ana salt de la cama. Estas loco susurr corriendo hacia la puerta. Rpidamente

    pas la tranca. Dmaso se guard la linterna en el bolsillo del pantaln junto con elcuchillito y la lima afilada, y avanz hacia ella con el envoltorio apretado bajo el brazo.Ana apoy la espalda contra la puerta.

    De aqu no sales mientras yo est viva murmur.Dmaso trat de apartarla.Qutate dijo.

    Ana se agarr con las dos manos al marco de la puerta. Se miraron a los ojos sinparpadear.Eres un burro murmur Ana. Lo que Dios te dio en ojos te lo quit en sesos.Dmaso la agarr por el cabello, torci la mueca y le hizo bajar la cabeza, diciendo

    con los dientes apretados:Te dije que te quitaras.Ana lo mir de lado con el ojo torcido como el de un buey bajo el yugo. Por un

    momento se sinti invulnerable al dolor, y ms fuerte que su marido, pero l siguitorcindole el cabello hasta que se le atragantaron las lgrimas.

    Me vas a matar el muchacho en la barriga dijo.Dmaso la llev casi en vilo hasta la cama. Al sentirse libre, ella le salt por la espalda,

    lo trab con las piernas y los brazos, y ambos cayeron en la cama. Haban empezado a

    perder fuerzas por la sofocacin.Grito susurr Ana contra su odo. Si te mueves me pongo a gritar.Dmaso buf en una clera sorda, golpendole las rodillas con el envoltorio de las

    bolas. Ana lanz un quejido y afloj las piernas pero volvi a abrazarse a su cintura paraimpedirle que llegara a la puerta. Entonces empez a suplicar.

    Te prometo que yo misma las llevo maana deca. Las pondr sin que nadie sed cuenta.

    Cada vez ms cerca de la puerta, Dmaso le golpeaba las manos con las bolas. Ella losoltaba por momentos mientras pasaba el dolor. Despus lo abrazaba de nuevo y seguasuplicando.

    Puedo decir que fui yo deca. As como estoy no pueden meterme en el cepo.Dmaso se liber.Te va a ver todo el pueblo dijo Ana. Eres tan bruto que no te das cuenta de que

    hay luna clara. Volvi a abrazarlo antes de que acabara de quitar la tranca. Entonces,con los ojos cerrados, lo golpe en el cuello y en la cara, casi gritando: Animal, animal.Dmaso trat de protegerse, y ella se abraz a la tranca y se la arrebat de las manos.Le lanz un golpe a la cabeza. Dmaso lo esquiv, y la tranca son en el hueso de suhombro como un cristal.

    Puta grit.En ese momento no se preocupaba por no hacer ruido. La golpe en la oreja con el

    revs del puo, y sinti el quejido profundo y el denso impacto del cuerpo contra lapared, pero no mir. Sali del cuarto sin cerrar la puerta.

    Ana permaneci en el suelo, aturdida por el dolor, y esper que algo ocurriera en suvientre. Del otro lado de la pared la llamaron con una voz que pareca de una personaenterrada. Se mordi los labios para no llorar. Despus se puso en pie y se visti. No

    pens como no lo haba pensado la primera vez que Dmaso estaba an frente alcuarto, dicindole que el plan haba fracasado, y en espera de que ella saliera dando

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    Gabriel Garca Mrquez 23Los funerales de la Mam Grande

    gritos. Pero Ana cometi el mismo error por segunda vez: en lugar de perseguir a sumarido, se puso los zapatos, ajust la puerta y se sent en la cama a esperar.

    Slo cuando se ajust la puerta comprendi Dmaso que no poda retroceder. Unalboroto de perros lo persigui hasta el final de la calle, pero despus hubo un silencioespectral. Eludi los andenes, tratando de escapar a sus propios pasos, que sonabangrandes y ajenos en el pueblo dormido. No tuvo ninguna precaucin mientras no estuvo

    en el solar baldo, frente a la puerta falsa del saln de billar.Esta vez no tuvo que servirse de la linterna. La puerta slo haba sido reforzada en el

    sitio de la argolla violada. Haban sacado un pedazo de madera del tamao y la forma deun ladrillo, lo haban reemplazado por madera nueva, y haban vuelto a poner la mismaargolla. El resto era igual. Dmaso tir del candado con la mano izquierda, meti el cabode la lima en la raz de la argolla que no haba sido reforzada, y movi la lima variasveces como una barra de automvil, con fuerza pero sin violencia, hasta cuando lamadera cedi en una quejumbrosa explosin de migajas podridas. Antes de empujar lapuerta levant la hoja desnivelada para amortiguar el rozamiento en los ladrillos del piso.La entreabri apenas. Por ltimo se quit los zapatos, los desliz en el interior junto conel paquete de las bolas, y entr santigundose en el saln anegado de luna.

    En primer trmino haba un callejn oscuro atiborrado de botellas y cajones vacos.

    Ms all, bajo el chorro de luna de la claraboya vidriada, estaba la mesa de billar, y luegoel revs de los armarios, y al final las mesitas y las sillas parapetadas contra el revs dela puerta principal. Todo era igual a la primera vez, salvo el chorro de luna y la nitidezdel silencio. Dmaso, que hasta ese momento haba tenido que sobreponerse a la tensinde los nervios, experiment una rara fascinacin.

    Esta vez no se cuid de los ladrillos sueltos. Ajust la puerta con los zapatos y despusde atravesar el chorro de luna encendi la linterna para buscar la cajita de las bolasdetrs del mostrador. Actuaba sin prevencin. Moviendo la linterna de izquierda aderecha vio un montn de frascos polvorientos, un par de estribos con espuelas, unacamisa enrollada y sucia de aceite de motor, y luego la cajita de las bolas en el mismolugar en que la haba dejado. Pero no detuvo el haz de luz hasta el final. All estaba elgato.

    El animal lo mir sin misterio a travs de la luz. Dmaso lo sigui enfocando hasta querecord con ligero escalofro que nunca lo haba visto en el saln durante el da. Movi lalinterna hacia adelante, diciendo: Zape, pero el animal permaneci impasible. Entonceshubo una especie de detonacin silenciosa dentro de su cabeza y el gato desapareci porcompleto de su memoria. Cuando comprendi lo que estaba pasando, ya haba soltado lalinterna y apretaba el paquete de las bolas contra el pecho. El saln estaba iluminado.

    Epa!Reconoci la voz de don Roque. Se enderez lentamente, sintiendo un cansancio

    terrible en los riones. Don Roque avanzaba desde el fondo del saln, en calzoncillos ycon una barra de hierro en la mano, todava ofuscado por la claridad. Haba una hamacacolgada detrs de las botellas y los cajones vacos, muy cerca de donde haba pasadoDmaso al entrar. Tambin eso era distinto a la primera vez.

    Cuando estuvo a menos de diez metros, don Roque dio un saltito y se puso en guardia.Dmaso escondi la mano con el paquete. Don Roque frunci la nariz, avanzando lacabeza, para reconocerlo sin los anteojos.

    Muchacho exclam.Dmaso sinti como si algo infinito hubiera por fin terminado. Don Roque baj la barra

    y se acerc con la boca abierta. Sin lentes y sin la dentadura postiza pareca una mujer.Qu haces aqu?Nada dijo Dmaso.Cambi de posicin con un imperceptible movimiento del cuerpo.Qu llevas ah? pregunt don Roque.Dmaso retrocedi.Nada dijo.Don Roque se puso rojo y empez a temblar.

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    24 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    Qu llevas ah grit, dando un paso hacia adelante con la barra levantada. Dmasole dio el paquete. Don Roque lo recibi con la mano izquierda, sin descuidar la guardia, ylo examin con los dedos. Slo entonces comprendi.

    No puede ser dijo.Estaba tan perplejo, que puso la barra sobre el mostrador y pareci olvidarse de

    Dmaso mientras abra el paquete. Contempl las bolas en silencio.

    Vena a ponerlas otra vez dijo Dmaso.Por supuesto dijo don Roque.Dmaso estaba lvido. El alcohol lo haba abandonado por completo, y slo le quedaba

    un sedimento terroso en la lengua y una confusa sensacin de soledad.As que ste era el milagro dijo don Roque, cerrando el paquete. No puedo creer

    que seas tan bruto. Cuando levant la cabeza haba cambiado de expresin. Y losdoscientos pesos?

    No haba nada en la gaveta dijo Dmaso.Don Roque lo mir pensativo, masticando en el vaco, y despus sonri.No haba nada repiti varias veces. De manera que no haba nada. Volvi a

    agarrar la barra, diciendo:Pues ahora mismo le vamos a echar ese cuento al alcalde.

    Dmaso se sec en los pantalones el sudor de las manos.Usted sabe que no haba nada.Don Roque sigui sonriendo.Haba doscientos pesos dijo. Y ahora te los van a sacar del pellejo, no tanto por

    ratero como por bruto.

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    Gabriel Garca Mrquez 25Los funerales de la Mam Grande

    La prodigiosa tarde de Baltasar

    La jaula estaba terminada. Baltazar la colg en el alero, por la fuerza de la costumbre,y cuando acab de almorzar ya se deca por todos lados que era la jaula ms bella delmundo. Tanta gente vino a verla, que se form un tumulto frente a la casa, y Baltazartuvo que descolgarla y cerrar la carpintera.

    Tienes que afeitarte le dijo rsula, su mujer. Pareces un capuchino.Es malo afeitarse despus del almuerzo dijo Baltazar.Tena una barba de dos semanas, un cabello corto, duro y parado como las crines de

    un mulo, y una expresin general de muchacho asustado. Pero era una expresin falsa.En febrero haba cumplido 30 aos, viva con rsula desde haca cuatro, sin casarse y sintener hijos, y la vida le haba dado muchos motivos para estar alerta, pero ninguno paraestar asustado. Ni siquiera saba que para algunas personas, la jaula que acababa dehacer era la ms bella del mundo. Para l, acostumbrado a hacer jaulas desde nio,aqul haba sido apenas un trabajo ms arduo que los otros.

    Entonces repsate un rato dijo la mujer. Con esa barba no puedes presentarteen ninguna parte.

    Mientras reposaba tuvo que abandonar la hamaca varias veces para mostrar la jaula alos vecinos. rsula no le haba prestado atencin hasta entonces. Estaba disgustadaporque su marido haba descuidado el trabajo de la carpintera para dedicarse por enteroa la jaula, y durante dos semanas haba dormido mal, dando tumbos y hablandodisparates, y no haba vuelto a pensar en afeitarse. Pero el disgusto se disip ante la

    jaula terminada. Cuando Baltazar despert de la siesta, ella le haba planchado lospantalones y una camisa, los haba puesto en un asiento junto a la hamaca, y haballevado la jaula a la mesa del comedor. La contemplaba en silencio.

    Cunto vas a cobrar? pregunt.No s contest Baltazar. Voy a pedir treinta pesos para ver si me dan veinte.Pide cincuenta dijo rsula. Te has trasnochado mucho en estos quince das.

    Adems, es bien grande. Creo que es la jaula ms grande que he visto en mi vida.Baltazar empez a afeitarse.Crees que me darn los cincuenta pesos?Eso no es nada para don Chepe Montiel, y la jaula los vale dijo rsula. Deberas

    pedir sesenta.La casa yaca en una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el calor

    pareca menos soportable por el pito de las chicharras. Cuando acab de vestirse,Baltazar abri la puerta del patio para refrescar la casa, y un grupo de nios entr en elcomedor.

    La noticia se haba extendido. El doctor Octavio Giraldo, un mdico viejo, contento de

    la vida pero cansado de la profesin, pensaba en la jaula de Baltazar mientras almorzabacon su esposa invlida. En la terraza interior donde ponan la mesa en los das de calor,haba muchas macetas con flores y dos jaulas con canarios. A su esposa le gustaban lospjaros, y le gustaban tanto que odiaba a los gatos porque eran capaces de comrselos.Pensando en ella, el doctor Giraldo fue esa tarde a visitar a un enfermo, y al regresopas por la casa de Baltazar a conocer la jaula.

    Haba mucha gente en el comedor. Puesta en exhibicin sobre la mesa, la enormecpula de alambre con tres pisos interiores, con pasadizos y compartimientos especialespara comer y dormir, y trapecios en el espacio reservado al recreo de los pjaros, parecael modelo reducido de una gigantesca fbrica de hielo. El mdico la examincuidadosamente, sin tocarla, pensando que en efecto aquella jaula era superior a supropio prestigio, y mucho ms bella de lo que haba soado jams para su mujer.

    Esto es una aventura de la imaginacin dijo. Busc a Baltazar en el grupo, yagreg, fijos en l sus ojos maternales: Hubieras sido un extraordinario arquitecto.Baltazar se ruboriz.

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    Gracias dijo.Es verdad dijo el mdico. Tena una gordura lisa y tierna como la de una mujer que

    fue hermosa en su juventud, y unas manos delicadas. Su voz pareca la de un curahablando en latn. Ni siquiera ser necesario ponerle pjaros dijo, haciendo girar la

    jaula frente a los ojos del pblico, como si la estuviera vendiendo. Bastar con colgarlaentre los rboles para que cante sola. Volvi a ponerla en la mesa, pens un momento,

    mirando la jaula, y dijo: Bueno, pues me la llevo.Est vendida dijo rsula.Es del hijo de don Chepe Montiel dijo Baltazar. La mand a hacer expresamente.El mdico asumi una actitud respetable.Te dio el modelo?No dijo Baltazar. Dijo que quera una jaula grande, como sa, para una pareja de

    turpiales.El mdico mir la jaula.Pero sta no es para turpiales.Claro que s, doctor dijo Baltazar, acercndose a la mesa. Los nios lo rodearon.

    Las medidas estn bien calculadas dijo, sealando con el ndice los diferentescompartimientos. Luego golpe la cpula con los nudillos, y la jaula se llen de acordes

    profundos. Es el alambre ms resistente que se puede encontrar, y cada juntura estsoldada por dentro y por fuera dijo.Sirve hasta para un loro intervino uno de los nios.As es dijo Baltazar.El mdico movi la cabeza.Bueno, pero no te dio el modelo dijo. No te hizo ningn encargo preciso, aparte

    de que fuera una jaula grande para turpiales. No es as?As es dijo Baltazar.Entonces no hay problema dijo el mdico. Una cosa es una jaula grande para

    turpiales y otra cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea sta la que te mandaronhacer.

    Es esta misma dijo Baltazar, ofuscado. Por eso la hice.

    El mdico hizo un gesto de impaciencia.Podras hacer otra dijo rsula, mirando a su marido. Y despus, hacia el mdico:Usted no tiene apuro.

    Se la promet a mi mujer para esta tarde dijo el mdico.Lo siento mucho, doctor dijo Baltazar, pero no se puede vender una cosa que ya

    est vendida.El mdico se encogi de hombros. Secndose el sudor del cuello con un pauelo,

    contempl la jaula en silencio, sin mover la mirada de un mismo punto indefinido, comose mira un barco que se va.

    Cunto te dieron por ella?Baltazar busc a rsula sin responder.Sesenta pesos dijo ella.El mdico sigui mirando la jaula.Es muy bonita suspir. Sumamente bonita. Luego, movindose hacia la puerta,

    empez a abanicarse con energa, sonriente, y el recuerdo de aquel episodio desaparecipara siempre de su memoria.

    Montiel es muy rico dijo.En verdad, Jos Montiel no era tan rico como pareca, pero haba sido capaz de todo

    por llegar a serlo. A pocas cuadras de all, en una casa atiborrada de arneses dondenunca se haba sentido un olor que no se pudiera vender, permaneca indiferente a lanovedad de la jaula. Su esposa, torturada por la obsesin de la muerte, cerr puertas yventanas despus del almuerzo y yaci dos horas con los ojos abiertos en la penumbradel cuarto, mientras Jos Montiel haca la siesta. As la sorprendi un alboroto de muchasvoces. Entonces abri la puerta de la sala y vio un tumulto frente a la casa, y a Baltazarcon la jaula en medio del tumulto, vestido de blanco y acabado de afeitar, con esa

    expresin de decoroso candor con que los pobres llegan a la casa de los ricos.

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    Gabriel Garca Mrquez 27Los funerales de la Mam Grande

    Qu cosa tan maravillosa exclam la esposa de Jos Montiel, con una expresinradiante, conduciendo a Baltazar hacia el interior. No haba visto nada igual en mi vida dijo, y agreg, indignada con la multitud que se agolpaba en la puerta: Pero llveselapara adentro que nos van a convertir la sala en una gallera.

    Baltazar no era un extrao en la casa de Jos Montiel. En distintas ocasiones, por sueficacia y buen cumplimiento, haba sido llamado para hacer trabajos de carpintera

    menor. Pero nunca se sinti bien entre los ricos. Sola pensar en ellos, en sus mujeresfeas y conflictivas, en sus tremendas operaciones quirrgicas, y experimentaba siempreun sentimiento de piedad. Cuando entraba en sus casas no poda moverse sin arrastrarlos pies.

    Est Pepe? pregunt.Haba puesto la jaula en la mesa del comedor.Est en la escuela dijo la mujer de Jos Montiel. Pero ya no debe demorar. Y

    agreg: Montiel se est baando.En realidad Jos Montiel no haba tenido tiempo de baarse. Se estaba dando una

    urgente friccin de alcohol alcanforado para salir a ver lo que pasaba. Era un hombre tanprevenido, que dorma sin ventilador elctrico para vigilar durante el sueo los rumoresde la casa.

    Adelaida grit. Qu es lo que pasa?Ven a ver qu cosa maravillosa grit su mujer.Jos Montiel corpulento y peludo, la toalla colgada en la nuca se asom por la

    ventana del dormitorio.Qu es eso?La jaula de Pepe dijo Baltazar.La mujer lo mir perpleja.De quin?De Pepe confirm Baltazar. Y despus dirigindose a Jos Montiel: Pepe me la

    mand a hacer.Nada ocurri en aquel instante, pero Baltazar se sinti como si le hubieran abierto la

    puerta del bao. Jos Montiel sali en calzoncillos del dormitorio.

    Pepe grit.No ha llegado murmur su esposa, inmvil.Pepe apareci en el vano de la puerta. Tena unos doce aos y las mismas pestaas

    rizadas y el quieto patetismo de su madre.Ven ac le dijo Jos Montiel. T mandaste a hacer esto?El nio baj la cabeza. Agarrndolo por el cabello, Jos Montiel lo oblig a mirarlo a los

    ojos.Contesta.El nio se mordi los labios sin responder.Montiel susurr la esposa.Jos Montiel solt al nio y se volvi hacia Baltazar con una expresin exaltada.Lo siento mucho, Baltazar dijo. Pero has debido consultarlo conmigo antes de

    proceder. Slo a ti se te ocurre contratar con un menor. A medida que hablaba, surostro fue recobrando la serenidad. Levant la jaula sin mirarla y se la dio a Baltazar.Llvatela en seguida y trata de vendrsela a quien puedas dijo. Sobre todo, te ruegoque no me discutas. Le dio una palmadita en la espalda, y explic: El mdico me haprohibido coger rabia.

    El nio haba permanecido inmvil, sin parpadear, hasta que Baltazar lo mir perplejocon la jaula en la mano. Entonces emiti un sonido gutural, como el ronquido de unperro, y se lanz al suelo dando gritos.

    Jos Montiel lo miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.No lo levantes dijo. Djalo que se rompa la cabeza contra el suelo y despus le

    echas sal y limn para que rabie con gusto.El nio chillaba sin lgrimas, mientras su madre lo sostena por las muecas.Djalo insisti Jos Montiel.

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    28 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    Baltazar observ al nio como hubiera observado la agona de un animal contagioso.Eran casi las cuatro. A esa hora, en su casa, rsula cantaba una cancin muy antigua,mientras cortaba rebanadas de cebolla.

    Pepe dijo Baltazar.Se acerc al nio, sonriendo, y le tendi la jaula. El nio se incorpor de un salto,

    abraz la jaula, que era casi tan grande como l, y se qued mirando a Baltazar a travs

    del tejido metlico, sin saber qu decir. No haba derramado una lgrima.Baltazar dijo Montiel, suavemente, ya te dije que te la lleves.Devulvela orden la mujer al nio.Qudate con ella dijo Baltazar. Y luego, a Jos Montiel: Al fin y al cabo, para eso

    la hice.Jos Montiel lo persigui hasta la sala.No seas tonto, Baltazar deca, cerrndole el paso. Llvate tu trasto para la casa y

    no hagas ms tonteras. No pienso pagarte ni un centavo.No importa dijo Baltazar. La hice expresamente para regalrsela a Pepe. No

    pensaba cobrar nada.Cuando Baltazar se abri paso a travs de los curiosos que bloqueaban la puerta, Jos

    Montiel daba gritos en el centro de la sala. Estaba muy plido y sus ojos empezaban a

    enrojecer.Estpido gritaba. Llvate tu cacharro. Lo ltimo que faltaba es que un cualquieravenga a dar rdenes en mi casa. Carajo!

    En el saln de billar recibieron a Baltazar con una ovacin. Hasta ese momento,pensaba que haba hecho una jaula mejor que las otras, que haba tenido que regalrselaal hijo de Jos Montiel para que no siguiera llorando, y que ninguna de esas cosas tenanada de particular. Pero luego se dio cuenta de que todo eso tena una cierta importanciapara muchas personas, y se sinti un poco excitado.

    De manera que te dieron cincuenta pesos por la jaula.Sesenta dijo Baltazar.Hay que hacer una raya en el cielo di-jo alguien. Eres el nico que ha logrado

    sacarle ese montn de plata a don Chepe Montiel. Esto hay que celebrarlo.

    Le ofrecieron una cerveza, y Baltazar correspondi con una tanda para todos. Comoera la primera vez que beba, al anochecer estaba completamente borracho, y hablaba deun fabuloso proyecto de mil jaulas de a sesenta pesos, y despus, de un milln de jaulashasta completar sesenta millones de pesos.

    Hay que hacer muchas cosas para vendrselas a los ricos antes que se mueran deca, ciego de la borrachera. Todos estn enfermos y se van a morir. Cmo estarn de

    jodidos que ya ni siquiera pueden coger bien.Durante dos horas el tocadiscos automtico estuvo por su cuenta tocando sin parar.

    Todos brindaron por la salud de Baltazar, por su suerte y su fortuna, y por la muerte delos ricos, pero a la hora de la comida lo dejaron solo en el saln.

    rsula lo haba esperado hasta las ocho, con un plato de carne frita cubierto derebanadas de cebolla. Alguien le dijo que su marido estaba en el saln de billar, loco defelicidad, brindando cerveza a todo el mundo, pero no lo crey porque Baltazar no sehaba emborrachado jams. Cuando se acost, casi a la medianoche, Baltazar estaba enun saln iluminado, donde haba mesitas de cuatro puestos con sillas alrededor, y unapista de baile al aire libre, por donde se paseaban los alcaravanes. Tena la caraembadurnada de colorete, y como no poda dar un paso ms, pensaba que queraacostarse con dos mujeres en la misma cama. Haba gastado tanto, que tuvo que dejarel reloj como garanta, con el compromiso de pagar al da siguiente. Un momentodespus, despatarrado por la calle, se dio cuenta de que le estaban quitando los zapatos,pero no quiso abandonar el sueo ms feliz de su vida. Las mujeres que pasaron para lamisa de cinco no se atrevieron a mirarlo, creyendo que estaba muerto.

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    Gabriel Garca Mrquez 29Los funerales de la Mam Grande

    La viuda de Montiel

    Cuando muri don Jos Montiel, todo el mundo se sinti vengado, menos su viuda;pero se necesitaron varias horas para que todo el mundo creyera que en verdad habamuerto. Muchos lo seguan poniendo en duda despus de ver el cadver en cmaraardiente, embutido con almohadas y sbanas de lino dentro de una caja amarilla yabombada como un meln. Estaba muy bien afeitado, vestido de blanco y con botas decharol, y tena tan buen semblante que nunca pareci tan vivo como entonces. Era elmismo don Chepe Montiel de los domingos, oyendo misa de ocho, slo que en lugar de lafusta tena un crucifijo entre las manos. Fue preciso que atornillaran la tapa del atad yque lo emparedaran en el aparatoso mausoleo familiar, para que el pueblo entero seconvenciera de que no se estaba haciendo el muerto.

    Despus del entierro, lo nico que a todos pareci increble, menos a su viuda, fue queJos Montiel hubiera muerto de muerte natural. Mientras todo el mundo esperaba que loacribillaran por la espalda en una emboscada, su viuda estaba segura de verlo morir deviejo en su cama, confesado y sin agona, como un santo moderno. Se equivoc apenasen algunos detalles. Jos Montiel muri en su hamaca, un mircoles a las dos de la tarde,a consecuencia de la rabieta que el mdico le haba prohibido. Pero su esposa esperabatambin que todo el pueblo asistiera al entierro y que la casa fuera pequea para recibirtantas flores. Sin embargo slo asistieron sus copartidarios y las congregacionesreligiosas, y no se recibieron ms coronas que las de la administracin municipal. Su hijodesde su puesto consular de Alemania y sus dos hijas, desde Pars, mandarontelegramas de tres pginas. Se vea que los haban redactado de pie, con la tintamultitudinaria de la oficina de correos, y que haban roto muchos formularios antes deencontrar 20 dlares de palabras. Ninguno prometa regresar. Aquella noche, a los 62aos, mientras lloraba contra la almohada en que recost la cabeza el hombre que lahaba hecho feliz, la viuda de Montiel conoci por primera vez el sabor de unresentimiento. Me encerrar para siempre, pensaba. Para m, es como si me hubieran metido en el mismo cajn de Jos Montiel. No quiero saber nada ms de este mundo.Era sincera.

    Aquella mujer frgil, lacerada por la supersticin, casada a los 20 aos por voluntad desus padres con el nico pretendiente que le permitieron ver a menos de diez metros dedistancia, no haba estado nunca en contacto directo con la realidad. Tres das despusde que sacaron de la casa el cadver de su marido, comprendi a travs de las lgrimasque deba reaccionar, pero no pudo encontrar el rumbo de su nueva vida. Era necesarioempezar por el principio.

    Entre los innumerables secretos que Jos Montiel se haba llevado a la tumba, se fueenredada la combinacin de la caja fuerte. El alcalde se ocup del problema. Hizo poner

    la caja en el patio, apoyada al paredn, y dos agentes de la polica dispararon sus fusilescontra la cerradura. Durante toda una maana, la viuda oy desde el dormitorio las des-cargas cerradas y sucesivas, ordenadas a gritos por el alcalde. Esto era lo ltimo quefaltaba, pens. Cinco aos rogando a Dios que se acaben los tiros, y ahora tengo queagradecer que disparen dentro de mi casa. Aquel da hizo un esfuerzo de concentracinllamando a la muerte, pero nadie le respondi. Empezaba a dormirse cuando unatremenda explosin sacudi los cimientos de la casa. Haban tenido que dinamitar la cajafuerte.

    La viuda de Montiel lanz un suspiro. Octubre se eternizaba con sus lluvias pantanosasy ella se senta perdida, navegando sin rumbo en la desordenada y fabulosa hacienda deJos Montiel. El seor Carmichael, antiguo y diligente servidor de la familia, se habaencargado de la administracin. Cuando por fin se enfrent al hecho concreto de que su

    marido haba muerto, la viuda de Montiel sali del dormitorio para ocuparse de la casa.La despoj de todo ornamento, hizo forrar los muebles en colores luctuosos, y puso lazosfnebres en los retratos del muerto que colgaban de las paredes. En dos meses de

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    30 Gabriel Garca MrquezLos funerales de la Mam Grande

    encierro haba adquirido la costumbre de morderse las uas. Un da los ojosenrojecidos e hinchados de tanto llorar se dio cuenta de que el seor Carmichaelentraba en la casa con el paraguas abierto.

    Cierre ese paraguas, seor Carmichael le dijo. Despus de todas las desgraciasque tenemos, slo nos faltaba que usted entrara a la casa con el paraguas abierto.

    El seor Carmichael puso el paraguas en el rincn. Era un negro viejo, de piel lustrosa,

    vestido de blanco y con pequeas aberturas hechas a navaja en los zapatos para aliviarla presin de los callos.

    Es slo mientras se seca.Por primera vez desde que muri su esposo, la viuda abri la ventana.Tantas desgracias, y adems este invierno murmur, mordindose las uas.

    Parece que no va a escampar nunca.No escampar ni hoy ni maana dijo el administrador. Anoche no me dejaron

    dormir los callos.Ella confiaba en las predicciones atmosfricas de los callos del seor Carmichael.

    Contempl la placita desolada, las casas silenciosas cuyas puertas no se abrieron paraver el entierro de Jos Montiel, y entonces se sinti desesperada con sus uas, con sustierras sin lmites, y con los infinitos compromisos que heredara y que nunca lograra

    comprender.El mundo est mal hecho solloz.Quienes la visitaron por esos das tuvieron motivos para pensar que haba perdido el

    juicio. Pero nunca fue ms lcida que entonces. Desde antes de que empezara lamatanza poltica ella pasaba las lgubres maanas de octubre frente a la ventana de sucuarto, compadeciendo a los muertos y pensando que si Dios no hubiera descansado eldomingo habra tenido tiempo de terminar el mundo.

    Ha debido aprovechar ese da para que no le quedaran tantas cosas mal hechasdeca. Al fin y al cabo, le quedaba toda la eternidad para descansar.

    La nica diferencia, despus de la muerte de su esposo, era que entonces tena unmotivo concreto para concebir pensamientos sombros.

    As, mientras la viuda de Montiel se consuma en la desesperacin, el seor Carmichael

    trataba de impedir el naufragio. Las cosas no marchaban bien. Libre de la amenaza deJos Montiel, que monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomabarepresalias. En espera de clientes que no llegaron, la leche se cort en los cntarosamontonados en el patio, y se ferment la miel en sus cueros, y el queso engordgusanos en los oscuros armarios del depsito. En su mausoleo adornado con bombillaselctricas y arcngeles en imitacin de mrmol, Jos Montiel pagaba seis aos deasesinatos y tropelas. Nadie en la historia del pas se haba enriquecido tanto en tanpoco tiempo. Cuando lleg al pueblo el primer alcalde de la dictadura, Jos Montiel eraun discreto partidario de todos los regmenes, que se haba pasado la mitad de la vida encalzoncillos sentado a la puerta de su piladora de arroz. En un tiempo disfrut de unacierta reputacin de afortunado y buen creyente, porque prometi en voz alta regalar altemplo un San Jos de tamao natural si se ganaba la lotera, y dos semanas despus segan seis fracciones y cumpli su promesa. La primera vez que se le vio usar zapatos fuecuando lleg el nuevo alcalde, un sargento de la polica, zurdo y montaraz, que tenardenes expresas de liquidar la oposicin. Jos Montiel empez por ser su informadorconfidencial. Aquel comerciante modesto cuyo tranq