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Prof. Dr. Ricardo Iacub Los duelos en la vejez Seguir buscando palabras que digan algo allí donde buscamos a personas que ya no dicen nada ¿Y seguir encontrando palabras que sepan decir algo allí donde encontramos a personas que ya no pueden decir nada? Erich Fried El duelo es el proceso de pasar de perder lo que tenemos a tener los que hemos perdido Stephen Fleming Introducción: El objetivo de este texto será revisar críticamente las diversas posturas acerca del duelo en el proceso de envejecimiento. Para ello revisaremos las bases teóricas del mismo basándonos particularmente en la teoría psicoanalítica y el paradigma constructivista narrativo. Revisaremos las diversas pérdidas que pueden surgir en la vejez destacando sus particularidades, analizaremos los criterios que organizan ciertos significados relativos a las pérdidas y finalmente abordaremos los aspectos positivos de los duelos y los mecanismos que pueden brindar soluciones en esta etapa vital. Las pérdidas nos acompañan a lo largo de la vida, aunque con el envejecimiento, pueden resultar más frecuentes. Estas pueden ser de seres queridos, roles, espacios, ideales, capacidades, recursos que nos daban una cierta imagen, afecto, valor o apoyo, es decir aquellos vínculos que conformaban la identidad. Por esto, el duelo implica que la persona deba rever una serie de supuestos que ordenaban su mundo, la representación de sí mismo y los modos de interacción con los otros. Es un proceso multidimensional, que no solo afecta a los sujetos psicológicamente sino también a nivel fisiológico, social y económico (Osterweis et al., 1984; Stroebe et al., 1993) y su recuperación puede implicar un tiempo indeterminado con resultados diversos (Weiss, 1993). Bases teóricas acerca del duelo: Existen diversas conceptualizaciones con respecto a los significados del duelo. Una de las más reconocidas es la vertiente psicoanalítica desde la que el duelo se define como: es “la reacción a la pérdida de un ser querido o de una abstracción equivalente: la patria, la libertad, el ideal, etc.”. Freud (1988) La explicación que brinda es que el duelo es un examen de la realidad en donde el objeto amado no existe más y la libido debe abandonar sus antiguas posiciones, teniendo la dificultad de retirar la libido de dichos objetos. Si el conflicto fuese muy intenso podría dar lugar a situaciones patológicas. Sin embargo lo normal es el progresivo retiro del objeto a través de un desasimiento paulatino de las piezas libidinales. Sólo al final de la labor de duelo, el yo quedaría libre y exento de presiones. Desde una perspectiva narrativista 1 el proceso del duelo implica un cambio en la identidad, ya que modifica las creencias, los modos de vinculación y las representaciones de sí y los otros. 1 En algunas partes del texto citaremos autores que hacen referencia a una perspectiva constructivista narrativa. Es importante destacar que aun cuando el narrativismo tiene una base constructivista, no todas las perspectivas constructivistas en psicología consideran a la identidad desde una lectura narrativa.

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Prof. Dr. Ricardo Iacub

Los duelos en la vejez

Seguir buscando palabras

que digan algo

allí donde buscamos a personas

que ya no dicen nada

¿Y seguir encontrando palabras

que sepan decir algo

allí donde encontramos a personas

que ya no pueden decir nada?

Erich Fried

El duelo es el proceso de pasar de perder lo que tenemos

a tener los que hemos perdido

Stephen Fleming

Introducción:

El objetivo de este texto será revisar críticamente las diversas posturas acerca del duelo en el

proceso de envejecimiento. Para ello revisaremos las bases teóricas del mismo basándonos

particularmente en la teoría psicoanalítica y el paradigma constructivista narrativo. Revisaremos

las diversas pérdidas que pueden surgir en la vejez destacando sus particularidades, analizaremos

los criterios que organizan ciertos significados relativos a las pérdidas y finalmente abordaremos

los aspectos positivos de los duelos y los mecanismos que pueden brindar soluciones en esta

etapa vital.

Las pérdidas nos acompañan a lo largo de la vida, aunque con el envejecimiento, pueden resultar

más frecuentes. Estas pueden ser de seres queridos, roles, espacios, ideales, capacidades, recursos

que nos daban una cierta imagen, afecto, valor o apoyo, es decir aquellos vínculos que

conformaban la identidad. Por esto, el duelo implica que la persona deba rever una serie de

supuestos que ordenaban su mundo, la representación de sí mismo y los modos de interacción con

los otros.

Es un proceso multidimensional, que no solo afecta a los sujetos psicológicamente sino también

a nivel fisiológico, social y económico (Osterweis et al., 1984; Stroebe et al., 1993) y su

recuperación puede implicar un tiempo indeterminado con resultados diversos (Weiss, 1993).

Bases teóricas acerca del duelo:

Existen diversas conceptualizaciones con respecto a los significados del duelo. Una de las más

reconocidas es la vertiente psicoanalítica desde la que el duelo se define como: es “la reacción a

la pérdida de un ser querido o de una abstracción equivalente: la patria, la libertad, el ideal,

etc.”. Freud (1988)

La explicación que brinda es que el duelo es un examen de la realidad en donde el objeto amado

no existe más y la libido debe abandonar sus antiguas posiciones, teniendo la dificultad de retirar

la libido de dichos objetos. Si el conflicto fuese muy intenso podría dar lugar a situaciones

patológicas. Sin embargo lo normal es el progresivo retiro del objeto a través de un desasimiento

paulatino de las piezas libidinales. Sólo al final de la labor de duelo, el yo quedaría libre y exento

de presiones.

Desde una perspectiva narrativista1 el proceso del duelo implica un cambio en la identidad, ya que

modifica las creencias, los modos de vinculación y las representaciones de sí y los otros.

1 En algunas partes del texto citaremos autores que hacen referencia a una perspectiva constructivista

narrativa. Es importante destacar que aun cuando el narrativismo tiene una base constructivista, no todas

las perspectivas constructivistas en psicología consideran a la identidad desde una lectura narrativa.

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Parkes (1988) sostiene que se altera el modelo, al que denomina “interno”, a partir del cual el

sujeto puede orientarse, reconocer lo que le está pasando y planificar su comportamiento. Por ello

cuanto más vinculada se encuentra la pérdida a la propia identidad, mayores van a ser los efectos

en el sujeto.

Rando (1984) considera que se produce una modificación del “mundo de supuestos”, tanto a nivel

global, ya que se modifican las creencias sobre el sí mismo, los otros y el mundo; como a nivel

específico, ya que cambian los aspectos concretos asociados a la relación. De todo ello se

desprenden las denominadas “pérdidas secundarias” entendidas como la suma de actividades,

roles, apoyos que se deben abandonar porque ya no existe dicho objeto.

Desde esta perspectiva el duelo es la reacción a la pérdida de un vínculo que brindaba sostén y

continuidad a la identidad, con todas las implicaciones emocionales, cognitivas e instrumentales

que contiene (Iacub, 2011).

Las significaciones del duelo:

En las sociedades occidentales, las creencias culturales acerca de las características del duelo y

del tiempo de recuperación han influenciado los modelos de duelar y de morir (Bowlby, 1969,

1980; Kubler-Ross, 1975; Worden, 1982). Botella, Herrero y Pacheco (1997) sostienen que se produjo una objetivación de la muerte, o de

la pérdida, que opacó la dimensión del sujeto, sus circunstancias y su contexto, dejando al duelante

en un lugar pasivo. De esta manera se consideraba que la persona pasaba por etapas universales

en el proceso de afrontar la propia muerte o el duelo y que era esperable que en un tiempo

determinado el sobreviviente se recuperara de la pérdida y retornara a niveles normales de

funcionamiento (Stroebe, Hansson, & Stroebe, 1993; Wortman & Silver, 1987).

La evidencia científica, sin embargo, nos muestra que las personas no transcurren necesariamente

por estos estadios, o no lo experimentan en la misma secuencia. Por el contrario las secuencias y

duraciones difieren notoriamente según las reacciones emocionales a la pérdida (Neimeyer, 2007).

A medida que avanza el conocimiento sobre la temática el cuadro del proceso de duelo parece ser

más una superposición y alternancia de intervalos de búsqueda, bronca, culpa, ansiedad, tristeza

y depresión (Averill & Nunley, 1993; Osterweis et al., 1984) que un proceso escalonado. Incluso

las emociones positivas pueden concurrir, apareciendo la sensación de alivio, confianza y orgullo

con momentos de afrontamiento y de alegría (Caserta & Lund, 1992; Wortman, Silver, & Kessler,

1993).

Las perspectivas constructivistas y narrativas del duelo se centran en el significado y no sólo en

las reacciones emocionales. Poner el foco en el significado permite comprender el conjunto de

respuestas emocionales, conductuales y fisiológicas.

Los procesos de refiguración y configuración aparecen como ejes donde se debaten las

transformaciones a nivel de la identidad en un sujeto a partir de un cambio o pérdida. En tanto

que la coherentización y organización narrativa del sí mismo se encuentran en la base de estos

procesos.

Neimeyer, Keese y Fortner (1997) proponen 6 supuestos básicos para la elaboración del duelo

desde un modelo conceptual constructivista/ narrativo:

1- La muerte, como cualquier otra pérdida, puede validar o invalidar el mundo de supuestos, o

conformación identitaria, con la que nos manejábamos, incluso puede aparecer como una

experiencia nueva para la cual no tenemos teorías e interpretaciones que nos permitan

comprenderla. Las suposiciones tácitas brindan una sensación de orden en relación al pasado,

una familiaridad respecto al presente y cierta previsibilidad respecto al futuro. Cuando una

muerte es esperable, como la de un padre para un hijo adulto, puede resultar más aceptable

para nuestro orden de creencias, que la muerte de un hijo. Cuando la pérdida sucede por fuera

de dichos esperables fallan los mecanismos de validación en nuestro mundo de presupuestos.

2- El duelo es un proceso personal, idiosincrásico, íntimo e inextricable de nuestra identidad.

Por ello sólo puede entenderse dentro del contexto cotidiano de la construcción,

mantenimiento y cambio de los aspectos fundamentales de la misma. Las teorías e

interpretaciones personales que generamos sobre las experiencias de la vida se ven

cuestionadas cuando se produce una pérdida, ya que afecta los modos de conocer y entender

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al sí mismo y al mundo. De allí que la búsqueda de interpretaciones que den coherencia a la

situación de cambio, desde las teorías e identidades disponibles, es una de las formas de

respuesta. Si fracasamos, perdemos el control de una realidad que ya no resulta familiar,

produciendo temor, inseguridad y desasosiego.

3- El duelo es algo que nosotros hacemos, no algo que se nos hace a nosotros. Ante la evidencia

de la pérdida, el duelo implica cientos de elecciones concretas que definen caminos

alternativos. En algunas situaciones tomar una decisión puede implicar un apresuramiento

ante lo cual el sujeto puede no sentirse preparado, en tanto que, en otras ocasiones se toman

decisiones por el sujeto por considerarlo incapaz de hacerlo.

4- El duelo es el acto de reafirmar o construir un mundo personal de significado que ha sido

desafiado por la pérdida. Cuanto más valiosa es la pérdida puede invalidar la estructura de

suposiciones o creencias que orientan la vida, arrancando al duelante de las teorías e

identidades construidas. Este cambio puede dar lugar a narrativas traumáticas, caracterizadas

por su incoherencia, fragmentación, desorganización y disociación con respecto al conjunto

de los relatos que hacen a la biografía personal. Dicha narrativa da cuenta de una pérdida de

control y manejo sobre su propia vida, que se evidencian en frases tales como: “no sé cómo

llegué hasta acá”, “parece que fuera una pesadilla”, “no entiendo qué me pasa”. Es allí donde

el sujeto o “autor del relato” debe realizar cambios que tornen comprensible lo sucedido y que

vuelvan predecible el futuro. Las narrativas contienen indicaciones concretas y útiles respecto

a la visión que se puede asumir sobre el proceso de duelo y los modos en que puede ser

facilitado.

5- Los sentimientos tienen sus funciones y deben ser entendidos como señales de los esfuerzos

por dar significado. Kelly (2001) define las “emociones transicionales” como la función que

cumple cada sentimiento y el modo en que se integra a un proceso de reconstrucción de

significados. Por ejemplo, la negación puede ser concebida como un intento de posponer un

acontecimiento que resulta imposible de asimilar; el ánimo depresivo como un intento de

limitar la atención, volviendo el contexto más manejable; la hostilidad como el forzar a los

acontecimientos a adaptarse al modo de comprender las cosas; el estado ansioso como la

percepción de una pérdida aun cuando no se alcanza a comprender lo desestabilizadora que

resulta la situación.

6- Todos construyen y reconstruyen su identidad como sobrevivientes de la pérdida y en

relación a los otros. Se suele pensar el duelo en el sujeto, sin tener en cuenta el marco o

contexto en el que sucede dicha pérdida, la familia o la comunidad. La pérdida en la familia

implica que su expresión suele estar regulada por normas tácitas de interacción, roles,

jerarquías de poder y apoyo, etc. Incluso el recordar al fallecido se maneja según convenciones

particulares, familiares y extra familiares. Asimismo, en la comunidad la pérdida es codificada

según valores y expresiones peculiares que inciden en el propio sujeto.

Las fases del duelo

Aun frente a las críticas ciertas sobre la objetivación del duelo, que universalizan sus estadios y

continuidades, resulta interesante presentar sus fases tal como fueron descriptas por Bowlby

(1983) y ciertas teorizaciones del psicoanálisis. Éstas permitirán comprender y visualizar la

dinámica de las relaciones entre el sujeto, el objeto perdido y la transformación de su identidad a

lo largo de este proceso, sin considerar que estas fases sean un destino.

Fase de embotamiento: se manifiesta por la sensación de shock y de fuerte angustia. Aparecen

conductas defensivas maníacas, con preponderancia de la negación. Los mecanismos de

disociación y los de proyección prevalecen, echándole la culpa a los médicos, familia, etc. Este

momento es donde más se manifiesta la agitación, llanto, protestas, desasosiego y negación de la

pérdida. Resulta frecuente sentirse aturdido e incapaz de aceptar la realidad. Los procesos de

tensión y temor coexisten con calma. Puede aparecer pánico y estallidos de enojo, como de euforia

frente al fantaseado reencuentro con la persona perdida.

Fase de anhelo y búsqueda de la figura perdida: se comienza a aceptar la realidad de la pérdida,

lo que produce anhelo, congoja o accesos de llanto. Se pueden percibir señales y pensamientos

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obsesivos asociados con la presencia de la figura concreta. Los sueños con imágenes de la persona

viva se confrontan con la realidad y el dolor al despertar.

La cólera aparece como una de las características de esta etapa y Bowlby (1983) lo compara como

la protesta inicial de un niño y sus esfuerzos por recuperar al objeto perdido. Por ello, en esta fase,

es común que la persona alterne entre dos estados de ánimo, por un lado la creencia de que la

muerte es real, con el dolor y el anhelo desesperanzado, y por el otro, la incredulidad acompañada

por la esperanza de que todo vaya a arreglarse y la imperiosa necesidad de buscar la persona y

recuperarla.

La ira surge en este contexto como un efecto de responsabilizar a otros por la pérdida y por las

frustraciones que implica la búsqueda inútil.

La identificación, el recuerdo, el aislamiento, son mecanismos de búsqueda que podrán darse de

maneras más o menos permanentes según la importancia del objeto. Por esto la relación con los

objetos externos se hace más laxa e incluso puede llegar a interrumpirse.

Parkes (1970) sostiene que el proceso de búsqueda es un acto motor dirigido a las anteriores

localizaciones del objeto perdido y se conforma con componentes perceptuales y

representacionales. Esto llevaría a que resulte más habitual de lo que se comenta, la percepción

del objeto perdido, sin que esto tenga las características alucinatorias o delirantes que atemorizan

al sujeto, sino que por lo contrario, es vivido como un acompañamiento. La referencia más

habitual es: “sentí que estaba en mi cuarto y me acompañaba” o “siento que duerme conmigo”2.

Otra de las formas de buscar una cercanía, es recorrer los lugares que identifiquen simbólicamente

al objeto o acercándose a sus restos.

Fase de (alternancia entre) desorganización y desesperanza y organización: para que el duelo

tenga un resultado positivo es necesario que el duelante acepte la pérdida, así como que aminore

la búsqueda. La sensación de sentirse arrastrado por los acontecimientos es la dominante y la

persona en duelo parece desarraigada, apática e indiferente, o como señalaba Freud, su mundo se

encuentra desierto. Suele padecer insomnio, experimentar pérdida de peso y la sensación de que

la vida ha perdido sentido. La persona en duelo revive continuamente los recuerdos del fallecido

y la aceptación de que sólo quedan recuerdos provoca una sensación de desconsuelo.

Bowlby (1983) señalaba que ésto permite examinar la nueva situación en la que se encuentra y

considerar las posibles maneras de enfrentarla, lo que implica nuevas definiciones de sí mismo y

de su situación.

El pensarse como viudo/a, huérfano/a, etc., supone una redefinición de sí, penosa y decisiva, que

significa renunciar al objeto y a la situación que se vivía previamente. Este factor puede resultar

gravitatorio en la proyección que un sujeto realice a futuro.

Parkes (1972) consideraba que es la elaboración de un proceso que requiere, no sólo un cambio

afectivo, sino de los modelos representacionales internos, o de figuración, a fin de adecuarlos a la

nueva situación.

Fase de mayor o menor grado de reorganización: Esta última fase promovería una nueva forma

de relación con el objeto perdido y fundamentalmente un cambio a nivel identitario que posibilite

una organización del sí mismo capaz de restablecer proyectos, con mayores grados de serenidad

y menos inhibiciones. Es una etapa de reorganización en la que comienzan a remitir los aspectos

más dolorosos del duelo. El individuo comienza a experimentar la sensación de reincorporarse a

la vida, de recordar a la persona fallecida con una sensación combinada de alegría y tristeza e

internalizar la imagen de la persona perdida.

El duelo como “proceso dual”:

2 Parkes en su estudio de viudos en Londres, describe una particularidad en la búsqueda de objetos

afectivos, negando la pérdida y aceptando a su vez que esto sea irracional. Estos estudios mostraron que

algunas viudas tienen alucinaciones y delusiones de contacto con su esposo durante años, especialmente en

gente que tuvo una buena relación de pareja.

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Stroebe, Shut y Stroebe (1988) vuelven a considerar el proceso de duelo en fases pero, a diferencia

de las anteriores, éstas son vistas en una oscilación entre dos formas diferenciadas de

funcionamiento. Por un lado está el “proceso orientado a la pérdida” donde se realiza el proceso

de duelo, experimentando, sondeando y enunciando sus sentimientos, en un intento por entender

el sentido que tienen en su vida. Por el otro, está el “proceso orientado a la restauración” que

describe aquellos procesos que el duelante utiliza para manejar los estresores secundarios que

acompañan los nuevos roles, identidades y desafíos relativos al nuevo estatus promovido por el

duelo (viudo, huérfano, etc.). Ésto a menudo incluye la necesidad de manejar nuevas tareas, tomar

decisiones importantes, encontrar nuevas posibilidades de roles, tomar una iniciativa de auto

cuidado, la cual puede ser particularmente difícil en ciertos momentos del duelo, ya sea por no

poder o no saber.

Si la restauración progresa efectivamente, la creencia en la propia eficacia emerge y ayuda a lograr

una mayor seguridad, independencia y autonomía para manejar lo cotidiano, o incluso brinda una

sensación de crecimiento personal.

Las dos fases están a menudo interrelacionadas. Primero, las viudas y viudos adultos mayores

pueden vivir muchos años tras la muerte del cónyuge y para mantener una mejor calidad de vida

deberían obtener mayor independencia. Muchas de las tareas de la vida cotidiana los confrontan

con las responsabilidades del fallecido. Si esas capacidades no se obtienen, la salud, la autonomía

y, en un sentido general, la calidad de vida, pueden resentirse. Además la falta de capacidad para

enfrentar estas tareas interfiere con la energía focalizada en la emoción que el duelante necesita

dirigir a la propia pérdida

Poder manejar los estresores secundarios asociados con los nuevos desafíos reduce el

padecimiento emocional del duelante y genera una sensación de crecimiento personal ((Bisconti,

Bergeman y Boker, 2006; Bennett et al, 2010). Es importante tener en cuenta que la tarea del

duelo no sólo implica al sujeto, sino también a sus vínculos más cercanos y a la comunidad en

general.

Estos procesos nos indican que los contactos con la realidad siempre se encuentran mediados por

mecanismos de inmunización que confrontan con el padecimiento de maneras activas, singulares

y basadas en relatos ofrecidos por la cultura y su contexto específico.

Duelos significativos en la vejez

Diversas pérdidas pueden resultar significativas en esta etapa vital, y cada una promueve cambios

y necesidades particulares. Al hablar de tipos de pérdidas es importante destacar que

mencionamos ciertas generalizaciones que estadísticamente resultan significativas a la hora de

establecer un relato científico que aborde las peculiaridades de los duelos. Sin embargo es

necesario tener en cuenta que, por ejemplo al hablar de pareja, estamos haciendo mención a aquel

que ocupe lugares relativos a la misma, como podría ser un conviviente (familiar o amigo), por

los intercambios cotidianos, apoyos y corresponsabilidades, o un amante, básicamente por los

afectos.

La pérdida de una pareja:

Este evento ha sido identificado como el más estresante de las transiciones vitales y requiere más

ajuste que cualquier otro, ya que se refleja de una manera central a nivel de la vida cotidiana,

generando una carencia de apoyos que producen limitaciones y dificultades permanentes (Holmes

& Rahe, 1967; Lund, Caserta, De Vries y Wright, 2004). De todas las pérdidas familiares, las

muertes de parejas e hijos se presentan como las más disruptivas y potencialmente estresantes

(Raphael, 1983).

Resultan destacables los considerables síntomas somáticos durante los primeros meses del duelo,

aunque no haya grandes cambios de salud al término del año. Sin embargo, en aquellos que tenían

un peor estado de salud al momento del duelo, aumenta ostensiblemente los riesgos de enfermar

o agravar su situación física como mental (Utz, Caserta y Lund, 2011). Asimismo a nivel

psicológico se observa una mayor posibilidad de aflicción y depresión seguido al duelo (Stroebe,

Hansson y Shut, 2008).

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El “efecto viudez” (Christakis, Allison, 1991) describe la mayor probabilidad de muerte que se

puede experimentar en los duelos recientes por una pareja, en cualquier edad3. Las razones van

desde la falta de apoyo emocional, económico y social que pueda acentuar el estrés, los menores

controles a nivel de la salud que ejercen los cónyuges, hasta la afección del sistema autoinmune

(Moon, Kondo, Glymour, Subramanian; 2011).

Las consecuencias de la pérdida de una pareja en la vejez, consideradas en un largo término,

registran una notable variabilidad. Algunos elementos comunes emergen como la tristeza, el

fijarse al fallecido, el humor depresivo, la identidad alterada, resultados de salud negativos,

soledad y retiro de redes de apoyo (Glick et al, 1974; Lund, 1989; Lund y Caserta, 2002; Stroebe

y Stroebe, 1987). Hay también evidencia de estrés relacionado con el cambio de roles,

especialmente aquellos que afectan los patrones de vida y la rutina diaria (Lund, Caserta y de

Vries, 2004).

Las personas viudas deben emocional e intelectualmente adaptarse a nuevos roles propios de

solteros, que requieren cambios en las rutinas y en la vida cotidiana (Lund, 1989; Umberson,

Wortman, & Kessler, 1992), así como hacer frente a posibles reducciones económicas y pérdidas

de oportunidades a nivel del involucramiento social (Hansson, Remondet, & Galusha, 1993;

Lopata, 1993). Resulta importante señalar los cambios en la dinámica familiar que se reflejan en

las relaciones con los hijos, pudiendo incrementar los niveles de dependencia del adulto mayor.

El significado y las consecuencias pueden diferir según el período de la vida en que se produzca

la pérdida (De Vries et al., 1994; McGoldrick & Walsh, 1991). El impacto puede ser mayor en

quienes tienen más edad, ya que ellos mismos deben lidiar con sus propias dificultades, físicas o

sociales (Baltes, Reese, & Lipsitt, 1980), o confrontarse con su propia mortalidad (Kastenbaum,

1985).

Desde una perspectiva vincular Lieberman (1989) sostiene que la cantidad de tiempo transcurrido

en esas relaciones indicaría que las vidas están más entrelazadas, lo cual puede dificultar el

proceso de ajuste a la pérdida. Así como cuando la muerte representa la pérdida de un cuidador

primario, la necesidad de servicios formales o institucionalización puede ser consecuencia del

duelo (Moss et al., 1986-1987).

Se presentan diferencias de género en el modo de abordar la viudez. Los roles de confidentes y

cuidadoras que suelen tener las mujeres pueden dejar en situación de vulnerabilidad a los varones

cuando enviudan.

La viudez femenina ha sido representada de maneras más complejas. Se ponen en juego una serie

de variables entre las que se encuentran factores emocionales, sociales y culturales que tendrán

una notoria incidencia en los grados de desorganización que se produzcan (Lopata, 1999).

Aun cuando los niveles de dependencia emocional es uno de los más importantes, también surgen

cuando hay carencias económicas y pocas redes sociales. La investigadora hace particular

referencia a aquellas mujeres cuyo estatus dependía centralmente de su pareja, por lo que su

pérdida puede llevar a que falten espacios sociales y proyectos, así como al aislamiento y soledad.

Factores que determinarían la carencia de nuevas fuentes desde donde narrar su identidad.

Uno de los modos de afrontar esta vivencia de pérdida es a través de la “santificación” del

fallecido y de la vida con él, ya que permitiría darle sentido a la soledad y a la falta de nuevas

posibilidades de pareja, sosteniéndose en un lugar relativo a su marido: si se casó con un santo,

señala la investigadora, es porque ella es una mujer respetable.

Otra de las salidas son las viudas que “florecen” ya que sienten una “liberación” de las

constricciones de su matrimonio. Son capaces de desarrollar nuevas relaciones, aprender nuevos

desempeños o conocimientos y compartir actividades interesantes. Son mujeres que pudieron ser

tradicionales y descubren un nuevo mundo en su viudez (Lopata, 1999).

La interrelación entre el duelo y la vulnerabilidad, tanto en lo físico como en lo emocional, fue

objeto de numerosas investigaciones. La aflicción apesadumbrada sobre la pérdida ha sido

considerada como el elemento más crucial en la predicción de declive y de falla en el

funcionamiento físico y mental de las personas (Carr, House, Kessler, Nesse, Sonnega, &

Wortman, 2000; Stroebe & Schut, 1999; Utz, 2006; Wells & Kendig, 1997).También habría que

33 Para Manzoni, Villari, Pilari y Bocia (2007) el porcentaje es de 11% más de fallecimientos en

viudos que en casados.

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agregarle otras consecuencias que ocurren con la muerte de una pareja por razones económicas,

sociales y familiares.

Estudios longitudinales recientes han demostrado que la capacidad de resiliencia de los adultos

mayores en el duelo por la pareja es muy bajo al principio y luego de dos años o más, el viuda/a

retorna a niveles similares de funcionamiento que las personas que no atravesaron el duelo, por

ejemplo a nivel de la salud auto percibida (Lund, Caserta, & Dimond, 1989; McCrae & Costa,

1988), e incluso con algunos reportes de mejorías en la salud (Ferraro, 1986; Van Zandt, Mou, &

Abbott, 1989).

Los niveles de depresión fueron muy altos en las esposas en duelo en los meses iniciales luego de

la pérdida, pero desde las 13 a los 42 meses las reacciones depresivas decrecieron y se volvieron

similares a las que no estuvieron de duelo (Faletti, Gibbs, Clark, Pruchno, & Berman, 1989; Lund

et al., 1989; Thompson, Gallagher, Cover, Gilewski, & Peterson, 1989; Thompson, Gallagher-

Thompson, Futterman, Gilewski, & Peterson, 1991; Van Zandt et al., 1989). Este patrón se

presentó también en otras dimensiones como la satisfacción vital (Lund et al., 1989) y los

síntomas psicológicos (Faletti et al., 1989; Thompson et al., 1989,1991).

Los estudios sobre la viudez en personas mayores muestran que la aflicción continúa presente 30

meses, o más, después de la pérdida de la pareja (Thompson et al., 1991; Van Zandt et al, 1989).

La pérdida de un hijo:

Aun cuando sobre esta temática existan menos datos se observa que los padres mayores que han

perdido hijos adultos tienen experiencias muy intensas, con reacciones adversas y de larga

duración.

La pérdida de un hijo ha sido descripta como la violación de un supuesto elemental de justicia,

equidad y de quiebre de un orden natural. Por ello la muerte de un hijo rompe con el mundo de

supuestos y puede culminar con la pérdida de sentido, llevando a sobrepasar la barrera de la

depresión y ubicando la pérdida a nivel psicosomático4.

Rando (1986) describía una oprimente sensación de haber fallado, en la capacidad y habilidad de

criar hijos, con la sucedánea sensación de culpa y autoreproche (De Vries et al, 1994).

Las investigaciones muestran algunos cambios que pueden suceder. La salud autopercibida puede

empeorar por plazos de tiempo que van de los 2 hasta los 20 años a posteriori de la muerte

(Florian, 1989-1990), muchos problemas de salud persisten o aumentan en el proceso de duelo

incluyendo los trastornos del sueño (Lesher & Bergey, 1988; Rubin, 1989-1990), tensión nerviosa

(Lesher & Bergey, 1988) y problemas de apetito (Rubin, 1989-1990).

Entre 2 y 10 años luego de la pérdida, los padres, pero en especial las madres, pueden continuar

experimentando no solo depresión (Lesher & Bergey, 1988; Shanfield & Swain, 1984), sino

también un intenso dolor, desesperación y rumiación (Fish, 1986; Rubin, 1991-1992; Shanfield

& Swain, 1984).

Altos niveles de ansiedad fueron reportados por esos padres hasta 13 años después de la pérdida,

con mayor grado de ansiedad en las madres que en los padres (Rubin, 1991-1992), y persistentes

sentimientos de culpa fueron característicos durante la etapa de la vejez (Rubin, 1989-1990;

Shanfield & Swain, 1984).

Florian (1989-1990) muestra que los padres adultos mayores en proceso de duelo también

expresan falta de sentido y propósito en la vida, y que tales sentimientos se filtran en muchos

ámbitos de sus vidas, como su trabajo, su habilidad parta manejar sus problemas y relaciones

familiares.

De Vries et al. (1993) examinó las consecuencias físicas y psicológicas del duelo en los padres

viejos a lo largo del tiempo, hallando que, en comparación con los que no transitaban este proceso,

mostraban una salud más pobre y experimentaban mayores niveles de depresión.

Sobre un testeo y re testeo cada 3 años, la salud continuó en declive y los niveles de depresión no

disminuyeron, aunque la satisfacción marital se incrementó, en contraste con las parejas más

jóvenes que perdieron un hijo (Videka-Sherman & Lieberman, 1985).

4 Esto explicaría las mayores probabilidades de morbilidad y mortalidad a posteriori de la muerte de un

hijo.

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Las investigaciones sobre el duelo en padres han demostrado que el duelo suele persistir de 1 a

20 años después de la muerte de un hijo adulto (Fish, 1986; Lesher & Bergey, 1988; Shanfield &

Swain, 1984).

La pérdida de un amigo:

La amistad es la relación más elegida y puede tomar roles de gran importancia, lo que se dio en

llamar: “familiares por elección”. Esta relación se caracteriza por intereses y actividades comunes

y tiende a asimilar un conjunto de dimensiones que la especifican tales como género, edad y clase

social.

La muerte de un amigo puede servir para confrontar al individuo con su propia mortalidad,

evocando el miedo de “esto me podría haber pasado a mí”, y el alivio de que no fue así (Deck y

Folta, 1989).

La muerte de un amigo no es solamente la pérdida de una relación, sino también la de un rol en

esa relación y la de un importante punto de comparación, que permita describir la propia identidad

en relación a un par.

En experiencias con los viejos más viejos, relativas a la muerte de un amigo, encontramos que

quién realiza el duelo, ubica la pérdida en el contexto de su historia de pérdidas y en el contexto

de su curso de vida. Una extensión conductual de este sentimiento es la pérdida de actividades

disponibles o accesibles, como conversaciones o eventos sociales, lo cual los deja más solos.

La experiencia de pérdida de esas personas mayores tiene lugar en un contexto en el cual los roles

emocionales, sus derechos, privilegios, restricciones tienden a estar cada vez más confinados a

los miembros de la familia (Sklar, 1991).

Factores que inciden en la elaboración

Una serie de variables inciden en las formas de tramitar el proceso de duelo, entre las que se

destacan las siguientes (Iacub, 2011):

- Las expectativas de luto: cada sociedad establece ritos y modalidades acerca de cómo se debe

elaborar el luto. Desde la demanda de visualizar la muerte a través de atuendos o estilos de vida

hasta las formas más actuales y urbanas de poco reconocimiento hacia aquel que realiza un duelo.

Gorer (1965) señalaba que los ritos de duelo debían evaluarse de una manera pragmática, en la

medida que permitan al sujeto cumplir con este proceso, tanto a nivel de la aceptación como de

su ordenamiento temporal. Marris (1974) agrega que los rituales de duelo permiten mitigar la

separación, ya que por un lado le otorga la posibilidad al duelante de darle valor al deudo, y por

el otro le brinda la posibilidad de entender su pérdida. Sin dejar de reparar en el valor social que

suponen, haciendo de ese momento un espacio de contención y apoyo generalizado, tanto al que

imagina su propia muerte como al que realiza el duelo.

En la actualidad, y dentro de los centros urbanos, existe una tendencia que enfrenta la muerte de

una manera aséptica y casi como un error de la medicina que falló en curar a una persona. Esto

la lleva a considerarla como si fuese llamativa, extraordinaria o, como señala Ariès (1987), un

accidente.

La modernidad consiguió que las vidas se alarguen y tengan menos pérdidas tempranas. Sin

embargo, este estado de las cosas no es más que la audaz transformación que produjo la

inteligencia humana, aún cuando la vida siga siendo finita y el costo de algunas prolongaciones

pueda ir en detrimento de las búsquedas y derroteros personales.

En cierta medida, pareciera haber una correspondencia entre esta actitud de desafío, que permitió

tales logros frente a la enfermedad y la muerte, con la carencia de estrategias que nos habiliten a

darle un sentido a esa condición de la existencia.

Esta sociedad, por lo contrario, ha producido una sensación de vergüenza hacia la muerte que, tal

como lo señala Gorer, resulta comparable con lo que el siglo XIX había establecido con respecto

a la sexualidad; o un rechazo lindante con el horror, es decir, de aquello que se presenta sin tamiz

y que confunde lo macabro con el lógico término de la vida. Todo esto determina que aquellos

aspectos relacionados con el fin (desde los duelos, los ritos, los velorios, etc.), se hayan limitado

u ocultado al punto que resulta chocante hablarlo o mostrarlo y que sólo reaparece insistentemente

en la muerte espectacular, mencionada por Baudrillard (1978), en la pantalla de la TV.

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Esta particular sensibilidad hacia la temática reduce y a su manera quita recursos simbólicos para

aquellos que deben sobrellevar su propia expectativa ante la muerte y el proceso de duelo.

- La incidencia del género, educación y clase social: Las diferencias de género, educación y

clase social tienen importancia en la duración y los efectos del duelo en la vejez.

Arbuckle y de Vries (1995) hallaron que las mujeres en duelo manifiestan mayores niveles de

depresión, o para Thompson et al. (1991), más síntomas depresivos que en los varones como

consecuencia de un duelo.

Stroebe et al. (2001) encuentran que los varones sufren más la viudez en relación a la salud física

y mental y al apoyo social.

En nuestra cultura, resulta más aceptable para las mujeres hablar acerca de sus pensamientos y

sentimientos depresivos y mostrar su angustia que para los varones (Stroebe et al., 1988a). A esto

se le agrega que las mujeres expresan más fatalismo y más vulnerabilidad que los varones, lo cual

podría depender de una mayor creencia religiosa (McPherson, 1990) o de una expresión de género

relativa a la expresión de las emociones. Diferencias que se vuelven más visibles en las

generaciones de los actuales adultos mayores, de más edad.

Hagestad (1985) describía a las mujeres viejas como cuidadoras familiares, comunicando y

monitoreando las actividades de los miembros de la familia, mientras que los varones,

actualmente viejos, eran referidos como los embajadores, que desarrollaban relaciones con la

comunidad más allá de su familia. Posiciones que inciden en los modos de ajuste al proceso de

pérdida.

La educación emerge como un poderoso predictor en muchas variables del funcionamiento

personal. La investigación temprana ha sugerido una asociación positiva entre mayor educación

y padres viejos en duelo (Purisman & Maoz, 1977) y viudas mayores (Lopata, 1993). De hecho

Lopata (1993) concluye que el grado de educación puede ser una de las variables más influyentes,

proveyendo una mayor habilidad para aclarar problemas, para identificar recursos y para tomar

acción hacia posibles soluciones.

Estudios sobre mejores ingresos (Schuster & Butler, 1989) y empleo (Faletti et al., 1989)

estuvieron relacionados con un mejor proceso de duelo en mujeres viudas adultas mayores de

clases sociales más acomodadas. Diversos estudios sugieren que el ingreso puede ser una variable

primaria del bienestar psicológico y por ello incidiría en la calidad de los duelos.

- La integración psicosocial del sujeto: los vínculos y las relaciones sociales (Riley, LaMontagne,

Hepworth y Park, et al, 1996) pueden incidir positivamente en la resolución del duelo, y el

aislamiento afectaría negativamente (Avia y Vázquez, 1998). Así también el nivel de actividad

que un sujeto desarrolle incide en este proceso. Si pensamos desde una perspectiva asociada a los

roles que ocupamos y que pueden ser perdidos por los duelos, el poseer mayor cantidad de roles

permite apoyarse en otros que, a su manera, puedan suplirlos. Asimismo las diversas formas de

integración permiten que el sujeto pueda ir encontrando afectos, apoyos e intercambios que

habiliten nuevas formas de dar sentido al sí mismo.

- La capacidad psíquica previa: es el nivel de tolerancia que pueda tener un sujeto a lo largo de

su vida para afrontar determinados tipos de pérdidas. Dicha capacidad se relaciona con múltiples

factores entre los cuales se encuentran los eventos traumáticos, tales como pérdidas tempranas y

sus modalidades específicas de resolución a nivel familiar; la estructura psíquica o de personalidad

que posibilita mayores o menores recursos para resolver o elaborar estas situaciones, como por

ejemplo en personalidades altamente dependientes. La baja autoestima y los desequilibrios

emocionales previos podrían agravar el impacto psicológico del duelo, y actúan como

moduladores entre el hecho vivido y el daño psíquico (Avia y Vázquez, 1998).

- La significación del objeto perdido: es una continuidad del significado que tuvo el vínculo, con

variantes explícitas e implícitas. Por esta razón no resulta sencillo para el propio sujeto, ni para

los otros, entender lo que se ha perdido con un objeto en particular. La falta que puede producir

no suele ser totalmente explicable ni previsible, por lo cual los procesos de comprensión pueden

redimensionarse a posteriori.

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La posición de relativa dependencia del sujeto frente a dicho vínculo implica que no resulte banal

su presencia o su ausencia. De esta manera, la consecuencia de un duelo puede acarrear una

transformación en el sí mismo, lo que desde la noción de identidad narrativa, se denominó

refiguración.

El sujeto conforma una cierta figuración de sí mismo que, ante la pérdida de un vínculo sufre una

profunda desestabilización. Dicho vínculo aseguraba, desde su interpretación5, sostén y afecto,

una cierta validación del sí mismo del sujeto.

Desde una perspectiva narrativista la posición del individuo se encuentra en un permanente

interjuego entre ubicarse como autor y lector de su propia vida, o sujeto y objeto en la relaciones

con los Otros. Esto permite ampliar los marcos de comprensión de este fenómeno, ya que implica

que la pérdida no solo ponga en juego la falta que produce el otro, sino la que el individuo producía

en el otro. Dicha falta pone en duda todo aquello que el individuo representaba en ese vínculo en

términos de objeto de amor, deseo o valor.

Frente a una pérdida puede resultar habitual que el sujeto sienta que ya no tiene lugar o

importancia. Por esta razón la elaboración, o configuración, que va a tener que realizar el duelante

es para quién va a resultar, de ahora en más, objeto de amor, interés, preocupación, cuidado,

deseo, valor, etc. Aquello que desde el psicoanálisis supone considerar cómo el sujeto puede

ubicarse como “objeto causa de deseo” para el otro.

Las modalidades del vínculo tienen un inestimable valor para comprender las ligaduras

específicas que deberá desandar cada uno. El significado que se haya otorgado al otro y el

significado que el otro haya provisto al sujeto, de maneras más o menos conscientes o explícitas,

resultan determinantes en este momento de elaboración del duelo.

Dichos significados podrán implicar: niveles de dependencia o autonomía, modos de

complementación, intercambios a nivel afectivo, intelectual o de apoyos concretos, que incidirán

en que el sujeto evalúe lo que representaba para ese otro, con todas las posibilidades o limitaciones

que ese vínculo contenía.

Todos estos significados, que engloban lo que el otro fue para el sujeto, como lo que el sujeto fue

para ese otro, ponen en juego la capacidad subjetiva de resolución. Esto implica que los tiempos

y las formas de aceptación resulten peculiares a dicha situación.

- La forma en que se produjo el suceso: las pérdidas inesperadas, tales como los accidentes;

aquellos que tuvieron un largo proceso por enfermedades con desarrollo largo e infructuoso, que

pudieron haber producido sentimientos altamente contradictorios hacia el fallecido; o las

vivencias traumáticas, como los crímenes o desapariciones, pueden generar modalidades

particulares de resolución promoviendo más angustia, culpa, horror, incomprensión, etc. Factores

que podrán determinar que el duelo se complejice y se aletargue. Diversos estudios señalan la

incidencia negativa de las jubilaciones anticipadas y obligatorias (Oddone, 2009- 2010). Tal como

se señaló previamente un duelo puede alterar el mundo de supuestos, lo que arroje al sujeto a un

mayor nivel de incomprensión o enojo con lo sucedido.

Resoluciones, cambios y continuidades

Siguiendo con la lógica que ordena este texto, podríamos señalar que, como indicamos al inicio,

el poner foco en los significados atribuidos al duelo, permite comprender el conjunto de respuestas

emocionales, conductuales y fisiológicas. Lo que permite indicar las causas por sobre los efectos,

y determinar que entendemos por las alternativas de resolución del duelo.

Si el recorrido de un duelo se basa en la construcción de significados a posteriori de una pérdida,

no podemos pensar que esto tenga un término absoluto, aunque sí qué el padecimiento pueda ir

morigerándose en gran parte de los casos.

5 El término interpretación supone que la lectura que realiza el otro, en el marco de un vínculo, deviene en

un posible significado del sí mismo.

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Por esta razón, no sería adecuado pensar en cierres definitivos y sí, como lo señala Silverman y

Klass (1996), el duelo podría ser pensado como la continuidad de un vínculo, ya que como

sostiene Anderson (1974) la muerte marca el final de una vida y no el de una relación6.

Desde esta perspectiva, el duelo no es solamente la respuesta que alguna vez hubo a las relaciones

interindividuales, sino que se continúa en las múltiples resignificaciones que el duelante realiza

de la persona fallecida y donde el conflicto por encontrarle un lugar en la vida cotidiana sigue

latente.

Si por resolución comprendemos el efecto de una cierta atribución de significado al otro que ya

no está y al sí mismo sin ese otro, definir cuándo termina un duelo resultaría una aporía. Sí

podríamos pensar en resoluciones entendidas en término de cambios en el vínculo y en el sí

mismo.

Estas resoluciones podrían suponer tanto cambios permanentes, como otros que remitan con el

tiempo; cambios en relación a la perspectiva del otro y cambios en la identidad, así como

padecimientos que cesen y otros que continúen en grados y formas diversas.

Este planteo teórico nos llevaría a ampliar las posibilidades de recorridos como de los resultados.

El estudio de Weiss (1993), a partir del modelo del apego de Bowlby (1969, 1980), provee un

marco para examinar los múltiples aspectos que inciden en la adaptación a largo plazo luego de

un duelo. Cuando se quiebran relaciones de apego, como por ejemplo entre padres e hijos o entre

parejas de manera permanente, se producen transformaciones también permanentes. Éstas darían

más lugar a pensar en una reorganización personal o un cambio a nivel de la identidad, que en

una recuperación. Por esta razón una de las formas de comprender el final del duelo, no es como

un retorno a una identidad anterior, sino como la recuperación de cierto grado de eficacia personal,

a la que Weiss (1993) define de este modo:

1. poseer el deseo y la capacidad de tener estímulos en el presente y encontrar desafíos cotidianos

adecuados;

2. experimentar confort psicológico, especialmente aquellos asociados a manejar los

pensamientos relativos al dolor de la pérdida;

3. sentirse gratificado frente a situaciones habituales y futuros eventos vitales, y

4. tener esperanza frente al futuro, entendida como una perspectiva positiva que permita planear

y cuidar los proyectos.

El padecimiento del duelo

Existe una amplia literatura psicopatológica que consideró que había resoluciones normales y

patológicas del duelo, estableciendo tiempos, características particulares o teorizaciones. Aun

cuando hoy se ponga en duda una clara división entre lo normal y lo patológico, sabemos que hay

niveles de padecimiento que pueden prolongarse o resurgir en diversos momentos y frente a los

que ciertas distinciones teóricas pueden ayudar a conocer mejor las alternativas de resolución y

brindar herramientas a profesionales y a la comunidad en general frente a estos casos.

Los denominados duelos patológicos pueden aparecer en cualquier estructura psíquica y

comparten características comunes con una depresión con altos montos de ansiedad.

Para Bowlby (1983) las formas patológicas serían el resultado de la persistencia activa del impulso

de búsqueda del objeto, es decir la imposibilidad de abandonarlo, que tiende a expresarse en una

variedad de formas encubiertas y deformadas. Para el psicoanálisis sería el resultado de un tipo

de vínculo y ciertas características de personalidad. Freud describe sobre la base de la melancolía

un fenómeno similar al del duelo patológico. Sin embargo, no existe un acuerdo terminológico

claro. En el duelo patológico, a diferencia del normal, existe un vínculo altamente ambivalente

6 Los informes de pérdidas hacen múltiples referencias a esta continuidad del vínculo. Desde el chequear

la presencia del fallecido ante situaciones que producen recuerdos vívidos (cómo puede ser que no esté),

los sueños, la creencia que los muertos acompañan y hasta la continua influencia de los padres de los hijos

adultos como ecos en sus actitudes cotidianas, el espejo vacío o la falta de referente frente a los amigos

perdidos.

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(de amor y odio) y de gran intensidad hacia el objeto. Freud cita a Rank7, en tanto que este autor

supone que la melancolización advendría en tanto que el modo de relación con el objeto era

dependiente y narcisista.

Esta posición llevaría a que el nivel de autonomía psíquica se empobrezca y que los reproches que

el sujeto se realiza sean transformaciones de críticas por el abandono que el duelante percibe y

por la falta que el otro le produce. El amor y el odio son efecto de la falta de discriminación

(entiéndase separación psíquica) con el objeto, donde no se lo puede ni dejar ni perder.

Las características más importantes del duelo patológico son:

- sensación de ansiedad y angustia.

- malestar en el dormir, pesadillas y sensación de que el objeto perdido viene a buscar

al sujeto.

- necesidad de reencontrar al objeto perdido.

- debilitamiento físico pronunciado y peligro de somatizaciones como: disfagia,

dispepsia y constipación, malestares cardíacos, deseo sexual disminuidos con

anorgasmia e impotencia.

- sensación de vacuidad y de un mundo desierto.

- sentimientos de culpa y reproches sobre los últimos cuidados.

- posibilidades de suicidio.

- posibilidades de delirios hasta en un 23% de los casos.

¿Si me quedo sin vos, quién?

Todo duelo implica la aceptación de una pérdida al tiempo que una perspectiva de cambio o cierta

posibilidad de hallar otro objeto. Cuando ciertas formas de duelos no encuentran dichos

reemplazos y la perspectiva que se presenta es de soledad o de una notoria carencia, puede haber

resoluciones peculiares.

La carencia de vínculos y proyectos que se presentan en algunos adultos mayores, así como en

ciertas estructuras de personalidad, favorece que surjan variantes de duelos que no parecieran

resolverse. La perspectiva de soledad y la carencia de vínculos llevan a una cierta fijación al objeto

perdido y a la identidad que ese vínculo produjo. Situación que promueve un padecimiento pero

que no resulta mayor que el dolor del vacío que de otra manera se produciría.

Una de estas formas son los duelos inconclusos o patologizados en los que se torna

particularmente difícil terminar el duelo ya sea por falta de objetos reemplazantes, por la cantidad

de duelos que se producen o por formas defensivas de apoyo constituidas en la pareja.

Estas variantes pueden ser pensadas como respuestas depresivas frente a la pérdida de objetos de

deseo actuales, que impiden aceptar la nueva situación, y que pueden ser vivenciadas como

abandono, falta de recursos y apoyo o como miedo frente a una situación desconocida y donde el

sujeto siente que carece de recursos.

Para algunos sujetos terminar un duelo implica encontrarse con un vacío de objetos que puede

resultar más atemorizante que seguir llorando por alguien a quien se amó y por quién fue amado.

Un horizonte de soledad y abandono dificulta el lazo social necesario para encontrar estímulos

vitales, genera una desconexión con la cotidianeidad y un recogimiento en un mundo perdido en

el cual parece encontrarse a salvo.

Morir de a dos

7 Freud en Duelo y Melancolía toma una observación de Otto Rank acerca de la relación narcisista del

melancólico con su objeto, la misma puede ser definida por una relación de similitud, con lo que fue, es o

será, produciendo con su falta una carencia en el propio sí mismo.

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Como señalamos anteriormente al hablar del “efecto viudez”, en el duelo por la pareja hay más

posibilidad de enfermar o morir en las primeras etapas del duelo. Sin embargo existe una mayor

frecuencia en adultos mayores, aun cuando no sea tan significativa, de muertes seguidas del

fallecimiento de un Otro (cónyuges principalmente), sin una explicación biológica precisa.

La especulación que se ha realizado es que fueron parejas que armaron un sistema defensivo de a

dos, con fuertes identificaciones y proyecciones, que pueden dificultar la individualidad (Le

Gouès, 1991). Por su parte Lieberman (1989) sostenía que a mayor cantidad de tiempo

transcurrido en una relación, las vidas se entrelazan muy intensamente, lo que produce una gran

dificultad vivir sin la otra persona. La falta del otro es sentida como una alta vulnerabilidad

personal que incide en el deterioro físico.

El incremento en adultos mayores del “efecto viudez” se debe para Callaway (2010) a la

consecuencia del estrés que debilita el sistema autoinmune, afectando las defensas del sujeto

frente a las infecciones y enfermedades en un organismo más frágil.

Aspectos positivos del duelo

Las líneas teóricas predominantes sostenían que el distrés psicológico y la depresión eran las

reacciones más esperables de una persona en duelo (Freud, 1917/1957; Bowlby, 1969, 1980;

Parkes 1986; Weiss, 1993). Sin embargo, mucho más recientemente comenzaron a emerger los

resultados positivos del duelo y su compleja adecuación con los negativos.

La experiencia del duelo, aun siendo un evento estresante de larga duración, puede potenciar a

los viudos y viudas a conocer sus capacidades e incrementar su sentido de confianza, dando lugar

a comprender mejor los mayores niveles de autoeficacia (Hansson et al., 1993).

Kimmel (1977) describió el término "crisis de competencia" sugiriendo que durante una crisis

significativa la persona crea una especie de armadura con la que el sujeto se protege, muchas

veces con éxito, de las subsecuentes situaciones de estrés y de los eventos amenazantes. Otra

nomenclatura que obtiene este proceso es Crecimiento Relativo al Estrés, al que a menudo se lo

denomina Crecimiento Post Traumático (Calhoun y Tedeschi, 2006; Park, Cohen y Murch,

1996).

La evidencia científica muestra que algunos individuos pueden reconstruir sus vidas obteniendo

mayor fortaleza, así como reasignando prioridades que les otorguen niveles de bienestar más

elevados, particularmente por estar más relacionadas con el afecto o buscando metas más

realizables.

Los estudios mostraron que los recursos personales más relacionados con este tipo de crecimiento

surgieron de la autoestima, las creencias (religiosidad, espiritualidad, proyectos) y el apoyo social.

La autoestima se ha encontrado que se correlaciona con los cambios positivos percibidos en los

viudos/as y se relaciona con una mayor adaptación, como una vía indirecta para el crecimiento

(Lund, 1989, Schaefer y Moss, 2001). Asimismo puede favorecer un sentido de motivación y de

seguridad que facilita tomar control sobre la propia vida, aun cuando esto implique un gran

esfuerzo (Lund, Caserta y Dimond, 1993).

Las creencias pueden ser un recurso de afrontamiento ya que permiten una búsqueda de

significado que facilite reconstruir un mundo de supuestos (Mathews y Marwit, 2006) y promueve

mayor claridad acerca del propósito vital (Tedeschi y Calhoun, 2008). Los proyectos, la expectativa de un encuentro en otro mundo o las diversas formas de expectativas

de trascendencia y transmisión pueden funcionar brindando mayor seguridad frente a un incierto

futuro ya que facilitan un locus de control más cierto.

El apoyo social posibilita a los duelantes acompañarse y apoyarse ante situaciones estresantes

(Riley, LaMontagne, Hepworth y Park, et al, 1996), así como abrirse a contar a los otros los

pensamientos y sentimientos provocados por el duelo y poder transformarse- ayudarse con lo que

viene del otro.

Aspectos que inciden en la elaboración positiva del duelo

- Las mujeres tienen una mayor capacidad de sobreponerse a estas situaciones que los varones

aunque las explicaciones que emergen de los resultados de investigación no son claras.

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- A más edad hay más capacidad de Crecimiento Relativo al Estrés debido a la capacidad de

aprender de las experiencias y de la mejor regulación emocional que facilita el “efecto positivo”

(Carstensen, 2002).

- La posibilidad de anticipación otorga una oportunidad para preverlo más temprano y reconstruir

potencialmente el mundo de supuestos. Así como el reconocimiento de la muerte como una

posibilidad cierta que a su vez permite reevaluar la importancia de los afectos.

- Los que perdieron un hijo encontraron como dificultad central el sentimiento de injusticia, luego

las emociones negativas como la desesperanza, frustración o tristeza y finalmente con la

percepción de que no hay futuro, el sinsentido y lo inmodificable de la muerte. Este grupo

consideró importante, como medio de recuperación primario, la creencia en otra vida con un

subsecuente reencuentro, seguido del contacto familiar, hablar de la muerte con alguien y

finalmente los amigos.

- Los que habían perdido una pareja, hallaron como dificultades centrales: el hacerse cargo de

muchas responsabilidades, familiares y económicas, la soledad y perder las actividades conjuntas.

Para este grupo la base de recuperación fue la relación con la familia en primer lugar, los amigos

en segundo término, y finalmente la religión y pensar en el encuentro en otra vida.

Conclusión:

A través de este largo recorrido se buscó conocer las especificidades del duelo en la vejez. Para

ello se presentaron dos grandes teorías que explican este proceso, así como también se buscó

precisar criterios generales relativos a los tipos de pérdidas.

El objetivo fue poder ir más allá de miradas universalistas acerca del duelo, con tiempos fijos y

fases rígidas, dando cuenta de la variabilidad de circunstancias que sitúan este proceso y le

otorgan grandes variabilidades en su transcurso.

Sobre la base de cada una de estas características encontramos como la cultura incide en los

modos en que un duelo puede sobrevenir, entendiendo que sus significados y reacciones

emocionales, no pueden aislarse de otros fenómenos sociales y del momento del curso de la vida

en el que toman lugar (Averill & Nunley, 1993; Rosenblatt, 1993; Stroebe et al., 1993).

Este proceso incluye conocer sus efectos negativos y positivos, lo que permitirá incidir en la

recuperación y el apoyo de los duelantes adultos mayores.

Ejercicio: A partir del siguiente texto desarrolle las ideas centrales que hagan referencia a los temas

desarrollados sobre el duelo.

“Soy Nora Morales de Cortiñas, cofundadora e integrante del movimiento de Madres de Plaza de Mayo-

Línea Fundadora. Tengo 69 años. Nací en Buenos Aires, Argentina. Parí dos hijos. Uno de ellos, Gustavo,

está desaparecido. No hace mucho tiempo atrás, murió mi esposo. Mi matrimonio duró 50 años. Yo fui una

mujer tradicional, una señora del hogar. Me casé muy joven. Mi marido era un hombre patriarcal, él quería

que me dedicase a la vida familiar. En ese entonces yo era profesora de alta costura y trabajaba sin salir de

mi casa, enseñándoles a muchas jóvenes a coser. Vivía todo muy naturalmente, como me habían educado

mis padres. Sabía de la militancia política de Gustavo y de su trabajo solidario en barrios humildes. El no nos ocultaba

nunca nada. Se casó siendo un muchacho, cuando estudiaba Ciencias Económicas en la Universidad de

Buenos Aires. Tenía 24 años, una esposa y un hijo muy pequeño. Lo desaparecieron el l5 de abril de l977.

Salió una mañana fría y no llegó más. Lo secuestraron en la estación de tren, mientras iba camino a su

trabajo. Esa noche un operativo militar y policial allanó mi casa, en donde estaba mi nuera.

Afortunadamente, a ella no le hicieron nada. Fue un milagro teniendo en cuenta que, en la mayoría de los

casos, al no encontrar a la persona buscada se llevaban a cualquier familiar en represalia. A partir de ese momento comenzó una larga peregrinación por encontrar a Gustavo. Enviamos cartas al

Papa, presentamos recursos de habeas corpus en los juzgados; recorrimos iglesias, dependencias oficiales,

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cuarteles, morgues, organismos de derechos humanos y visitamos a políticos, periodistas, intelectuales,

curas y militares. Sólo queríamos que nos dijesen la verdad. Aunque, lo que relaté es lo único que pudimos

saber de él en todo este tiempo. Hasta ahora no tengo otra información. Perder un hijo es siempre una tragedia pero hay que elaborarlo para no quedar prendida en ese laberinto y

poder ayudar a quienes están en la misma situación. La soledad nunca es una buena receta si se quiere saber

la verdad. Siempre se consideró que el duelo debía hacerse de puertas para adentro. Antes, las mujeres se

encerraban en su dolor y quedaban prisioneras de la angustia. Vivían la pérdida con resignación. Si no me

equivoco, la escritora Nicole Loreaux es la que cuenta que siempre existió una relación estrecha entre el

duelo y las mujeres (51). Ella dice que en la antigüedad, el duelo tenía lamento femenino pero la sociedad

no la quería escuchar y el orden político no quería ser puesto a prueba por ese grito de dolor. Por eso todo

era intramuros. Actualmente con los grupos, las mujeres se fortalecen, se sienten útiles y descubren que el horror es algo

que no sólo le pasa a ellas sino también a muchísimas otras. Todas tenemos puntos en común: fuimos

madres y hemos perdido a un hijo. Nadie suplanta al hijo que perdiste; pero cuando esa pérdida no fue por

un accidente, por una enfermedad y cualquier eventualidad, sino por haber sido secuestrado, torturado y

después desaparecido su cuerpo, el dolor adquiere otra dimensión. Pero también tenemos otras diferencias:

al no estar el cuerpo es imposible hacer el duelo. Nos queda la incógnita de ese cuerpo que nos niegan. Sin

él, no podemos elaborar la muerte y darle la sepultura que se merece. Es el ser y no ser. La angustia se

transforma en letanía. Las preguntas no cierran y la tragedia tampoco cierra. Una se interroga

permanentemente. Nuestros hijos no están muertos. Están desaparecidos. Cuando una madre encuentra el cuerpo de su hijo, lo deposita donde corresponde y, de alguna manera se

conforma. Es un hecho privado. En cambio, lo nuestro es querer hacer un duelo sin cuerpo. No nos

conformamos y por eso es un hecho político. No quisiera competir en quien sufrió más, pero lo vivido por las Madres fueron violaciones a los principios

más fundamentales de los derechos humanos cometidos por el Estado, en manos de un gobierno militar

terrorista. Azucena Villaflor fue la que lanzó nuestra proclama inicial: "Todas por todas y todos son nuestros hijos"

¿Qué queremos decir con esto? Es una promesa implícita de las Madres: nuestra lucha no es individual, es

colectiva. A lo largo de estos años, si no fuera por esta filosofía hubiese sido muy difícil afrontar tantas

adversidades: varias madres murieron, otras debieron criar a sus nietos por la desaparición de los padres. A

algunas compañeras les desaparecieron todos sus hijos, a otras les quitaron la posibilidad de criar a sus

nietos, porque esos niños también fueron secuestrados junto con sus padres y mantenidos en cautiverio,

hasta que los asesinos de sus familiares se los apropiaron y después los registraron con una identidad falsa.

Sólo la fuerza que te da el conjunto permite seguir la búsqueda. Nosotras ya no somos madres de un solo hijo, somos madres de todos los desaparecidos. Nuestro hijo

biológico se transformó en 30.000 hijos. Y por ellos parimos una vida totalmente política y en la calle. Los

seguimos acompañando, pero no de la misma manera como cuando estaban con nosotras: revalorizamos la

maternidad desde un lugar público. Somos Madres a las que se nos sumó un nuevo rol y en muchos de los

casos no estábamos preparadas para ello. Transmitimos algo más de lo que antes le transmitíamos a nuestros

hijos: el espíritu de la lucha y el compartir otras luchas. En fin, aprendimos a dar y a tomar. Esa necesidad

por entender la historia de nuestros hijos fue la que nos mantuvo enteras, la que nos llevó a ocupar espacios

hasta ese momento desconocidos por nosotras. También nuestro entorno familiar se alteró. Por ejemplo, mi marido me celaba y discutíamos bastante

porque mi independencia se iba fortaleciendo a lo largo de nuestro accionar. A veces, por miedo, él se ponía

obcecado. Mi familia estaba muy temerosa por mi suerte. Era frecuente que después de la ronda,

terminásemos presas. Yo tengo otro hijo quien después de la tragedia, creyó ser único. Sin embargo, con mi activismo pasó a ser

invadido por todos los otros hijos que buscamos. Yo viví durante muchos años la tensión de ser dos madres

a la vez: la biológica y la política. Al principio no me daba cuenta que tenía otro hijo, hasta que sus planteos

cotidianos fueron un llamado de atención. Ahora, él me ayuda, colabora conmigo, sin ser un activista. Pero

no fue el único en la familia que sintió abandono. Mi nieto, el hijo de Gustavo, me veía como una abuela

"rara". La situación se fue revirtiendo a partir de los comentarios elogiosos que hacían sus amigos sobre

nuestras luchas. Al crecer él comprendió que, si yo no me ocupaba de la manera que me pedía, era porque

buscaba a su padre. El 30 de Abril de l977, nuestro primer día, éramos muy poquitas y todas estábamos atravesadas por el

miedo y la angustia. Mientras averiguábamos por el paradero de nuestros hijos nos íbamos encontrando con

mujeres y hombres en la misma situación. Entonces comenzamos a juntarnos para descubrir las causas,

para consolarnos. No nos unían opiniones políticas ni religiosas sino la tragedia, la búsqueda incansable.

Ahora bien, desde el inicio en vez de estar quietas decidimos rondar. No obstante, durante los cuatro

primeros meses de reuniones lo que hacíamos era estar paradas. Las vueltas comenzaron casi por orden de

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la policía que nos hacía circular. La razón fue muy simple: como el estado de sitio no permitía que las

personas se juntasen en las calles se nos ocurrió caminar alrededor de la plaza. Fue Azucena Villaflor la

que propuso esa idea. Allí podíamos expresar nuestro dolor, nuestra angustia y la gente al vernos se iba

enterando de lo que estaba sucediendo. Desde el principio siempre fuimos mujeres. Quizás, el horario elegido no permitió que los hombres nos

acompañasen por sus obligaciones laborales ¿Por qué elegimos jueves? Fue una decisión azarosa. Una

madre contó que en la tradición popular los días que se escriben con R traían mala suerte: entonces quedaba

sólo lunes y jueves. El primero era imposible ya que nosotras teníamos tareas pendientes del fin de semana

por ser amas de casa. Por ejemplo, lavar la ropa. Entonces decidimos por el jueves. Y en cuanto a la hora,

se eligió el momento de mayor concentración de gente justo a la salida de sus oficinas. Así fue nuestro

comienzo: rondar los jueves a las 15,30. Recién en l980, empezamos a usar el pañuelo blanco en la cabeza con el nombre y apellido del familiar

desaparecido, bordado. Fue en la peregrinación hacia la Basílica de Luján, convocada anualmente por la

juventud católica. Era nuestra oportunidad: la Basílica estaba repleta y, en especial, de jóvenes. Llevábamos

folletos para repartir y frente a tanta multitud debíamos identificarnos. Surge en su momento, como una

forma de reconocernos entre nosotras. En realidad, cuando comenzamos a utilizarlo no era un pañuelo sino

un pañal de bebé; todas teníamos alguno en las casas por nuestros nietos. Así, sin quererlo, fundamos el

símbolo de las madres. La identificación del nombre del desaparecido posibilitó que se acercaran aquellas

personas que disponían de información sobre el paradero de nuestros hijos. Tuvimos que acostumbrarnos a la vida pública, a las nuevas relaciones, a que nuestra intimidad ya no fuese

la misma, a viajar mucho, a tener otro lenguaje, a prepararnos para la discusión con gente del poder, a hablar

en los medios de comunicación y a ser reconocidas por la calle. Yo diría que nos hicimos mujeres públicas.

Mi caso lo ejemplifica: de ser un ama de casa, fui creciendo y capacitándome hasta lograr el título de

psicóloga social. Ahora soy titular de la "Cátedra Libre Poder Económico y Derechos Humanos", de la

Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Al principio muchísima gente nos miraba con cierto recelo. En los primeros años estábamos muy solas.

Nadie rondaba con nosotras. Teníamos inconvenientes con los otros organismos de derechos humanos,

algunos de ellos estaban integrados por gente de partidos políticos y tenían otras formas organizativas y

otros compromisos. Incluso nos costó mucho compartir ese espacio de resistencia con las feministas. Ellas

comenzaron a venir a la Plaza de Mayo a principio de los ochenta. A las Madres, estas nuevas ideas sobre

el ser mujer nos producía confusión y temor y no siempre fueron bien interpretadas. A muchas nos resultaba

muy difícil descubrir el carácter patriarcal de la maternidad. Hay que comprender que nuestra identidad

como movimiento fue configurada a partir de ese rol tradicional. De nosotras se desprendió un grupo de Madres que buscaban a sus nietos nacidos en cautiverio y así surgió

la Asociación de Abuelas de Plaza de Mayo, nucleadas bajo el lema "Identidad, Familia, Libertad”. Nuestra causa ya no es sólo la búsqueda de nuestros familiares sino también la conquista por la liberación

de las mujeres, el respeto a la libre determinación del cuerpo, a las minorías de opción sexual, religiosas y

culturales. Es doloroso decir que el desprendimiento de la vida doméstica y privada y el salto a la vida

pública se llevó a cabo porque tu hijo/a está desaparecido/a. Pero ya no se vuelve atrás".

Este testimonio fue extraído del ensayo “El Movimiento de Madres de Plaza de Mayo” de Mabel Bellucci

en Fernanda Gil Lozano y otras (compiladoras) del ensayo Historia de las Mujeres en la Argentina. Tomo

II. Editorial Siglo XX, 2000.

Encadenados

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