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LAS VIRTUDES JUDICIALES O COMO DEBE SER UN BUEN JUEZ “La administración ordinaria de justicia contribuye más que cualquier otra cosa a inculcar en el pensamiento de la gente el afecto, la estimación y el respeto hacia sus gobiernos” Alexander Hamilton (“El Federalista”) I. INTENTO DE DIAGNOSIS: EL CONTEXTO ACTUAL Difícil tarea es identificar cabalmente las virtudes judiciales en el contexto actual sin tener debidamente cristalizado en qué consiste éste último. Para ello, deviene conveniente examinar algunos de sus contenidos. 1. FALTA DE CREDIBILIDAD E IMAGEN DE LA JUSTICIA. El tópico más controvertido en relación a la Justicia, como Poder del Estado es su credibilidad 1 . Se trata de un defecto inherente, antes que al Poder Judicial, a los hombres que lo componen, y que lo ha sumido en el fenómeno que Herrendorf 2 ha dado en llamar “devaluación de la función judicial”, agravándose merced a dos circunstancias: la primera, inherente a las decisiones judiciales que no siempre satisfacen los deseos de la sociedad y, por el otro, la conducta personal reprochable de muchos de los hombres que integran la judicatura. El mismo problema se traduce, según Alberto Binder 3 , en cuestiones relativas al prestigio o desprestigio de la función judicial. Es indudable la relación que existe entre la credibilidad, como valor que debe portar el Poder Judicial, y la imagen que de éste tiene la sociedad, resultando igualmente relevante la repercusión que tiene en la autoridad que la comunidad deposita y reconoce en aquel. 2. CAUSAS DEL DEFECTO DE CREDIBILIDAD Un fenómeno tan complejo constituye un emergente pluricausado, en el que diferentes elementos, que tienen su génesis tanto en el mismo sistema de Justicia como en fuentes ajenas a él, forman un precipitado con grados de intervención diversa que provoca el deterioro de la credibilidad. A. CAUSAS ENDOGENAS a. MECANISMO DE SELECCIÓN Y REMOCION DE JUECES. CRITICA. 1 Es éste uno de los principales –si no el principal- valor a preservar por la Justicia pues, como recuerdan Rafael Bielsa y Eduardo Graña en “Justicia y Estado”, ed. Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1996, p. 118, “una expresión gráfica ya tradicional ha calificado al Poder Judicial (…) como aquel que no posee ni bolsa ni espada, sino credibilidad; ni fuerza no voluntad, sino únicamente discernimiento”. 2 Daniel Herrendorf, “El poder de los jueces”, Ed. Abeledo-Perrot, p. 178. 3 Asevera Binder en “Justicia penal y Estado de derecho”, ed. Ad-Hoc, segunda edición actualizada y ampliada, p. 328, que “por una parte, la figura del juez ha sido y sigue siendo uno de los arquetipos en las tradiciones morales y por ello conserva un valor, mezcla de respeto, miedo y sentido de lo sacro. Por la otra, la memoria y la constatación casi cotidiana de muchos de los defectos del sistema judicial generan una imagen de insensibilidad, crueldad y corrupción que también se ha convertido en un patrón fuerte de nuestra cultura, incluso a través de su utilización recurrente como personaje literario o cinematográfico (…) Si le agregamos a ello las miradas (también complejas) del abogado particular, podemos concluir que los operadores del sistema judicial deben enfrentarse a un proceso de estigmatización fuerte y arraigado que, sin duda, dificulta su inserción en procesos de cambio”.

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LAS VIRTUDES JUDICIALES O COMO DEBE SER UN BUEN JUEZ

“La administración ordinaria de justicia contribuye más que cualquier otra cosa a inculcar en el pensamiento de la gente el afecto, la estimación y el respeto hacia sus gobiernos”

Alexander Hamilton (“El Federalista”)

I. INTENTO DE DIAGNOSIS: EL CONTEXTO ACTUAL

Difícil tarea es identificar cabalmente las virtudes judiciales en el contexto actual sin

tener debidamente cristalizado en qué consiste éste último. Para ello, deviene

conveniente examinar algunos de sus contenidos.

1. FALTA DE CREDIBILIDAD E IMAGEN DE LA JUSTICIA.

El tópico más controvertido en relación a la Justicia, como Poder del Estado es su

credibilidad1. Se trata de un defecto inherente, antes que al Poder Judicial, a los hombres

que lo componen, y que lo ha sumido en el fenómeno que Herrendorf2 ha dado en llamar

“devaluación de la función judicial”, agravándose merced a dos circunstancias: la primera,

inherente a las decisiones judiciales que no siempre satisfacen los deseos de la sociedad

y, por el otro, la conducta personal reprochable de muchos de los hombres que integran la

judicatura. El mismo problema se traduce, según Alberto Binder3, en cuestiones relativas

al prestigio o desprestigio de la función judicial.

Es indudable la relación que existe entre la credibilidad, como valor que debe portar

el Poder Judicial, y la imagen que de éste tiene la sociedad, resultando igualmente

relevante la repercusión que tiene en la autoridad que la comunidad deposita y reconoce

en aquel.

2. CAUSAS DEL DEFECTO DE CREDIBILIDAD

Un fenómeno tan complejo constituye un emergente pluricausado, en el que

diferentes elementos, que tienen su génesis tanto en el mismo sistema de Justicia como

en fuentes ajenas a él, forman un precipitado con grados de intervención diversa que

provoca el deterioro de la credibilidad.

A. CAUSAS ENDOGENAS

a. MECANISMO DE SELECCIÓN Y REMOCION DE JUECES. CRITICA.

1 Es éste uno de los principales –si no el principal- valor a preservar por la Justicia pues, como recuerdan Rafael Bielsa y Eduardo Graña en “Justicia y Estado”, ed. Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1996, p. 118, “una expresión gráfica ya tradicional ha calificado al Poder Judicial (…) como aquel que no posee ni bolsa ni espada, sino credibilidad; ni fuerza no voluntad, sino únicamente discernimiento”. 2 Daniel Herrendorf, “El poder de los jueces”, Ed. Abeledo-Perrot, p. 178. 3 Asevera Binder en “Justicia penal y Estado de derecho”, ed. Ad-Hoc, segunda edición actualizada y ampliada, p. 328, que “por una parte, la figura del juez ha sido y sigue siendo uno de los arquetipos en las tradiciones morales y por ello conserva un valor, mezcla de respeto, miedo y sentido de lo sacro. Por la otra, la memoria y la constatación casi cotidiana de muchos de los defectos del sistema judicial generan una imagen de insensibilidad, crueldad y corrupción que también se ha convertido en un patrón fuerte de nuestra cultura, incluso a través de su utilización recurrente como personaje literario o cinematográfico (…) Si le agregamos a ello las miradas (también complejas) del abogado particular, podemos concluir que los operadores del sistema judicial deben enfrentarse a un proceso de estigmatización fuerte y arraigado que, sin duda, dificulta su inserción en procesos de cambio”.

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El reproche más importante que se formula en la materia estriba en la nota de

politicidad del que está impregnado y, por ende, la grave sospecha de contaminación por

otros factores extraños a la idoneidad puramente técnico-personal de los jueces. Son

cíclicas las iniciativas enderezadas a modificar el sistema de selección y remoción de

jueces y generalmente parten de los poderes políticos del Estado, el Ejecutivo y el

Legislativo, en orden a ampliar o restringir recíprocamente su respectivo nivel de

intervención en el Poder Judicial. So pretexto de mejorar la calidad de la judicatura, se

esgrime la necesidad de implementar modificaciones que, sin embargo, carecen de

pretensiones de fondo, agotándose en meras enunciaciones, vacuas de contenidos

auténticos.

b. JUECES: DEFECTOS DE IDONEIDAD PERSONAL Y FUNCIONAL

No debe confundirse a la Justicia, como Poder del Estado, con sus principales

operadores, los jueces4, atento a que los defectos que éstos exhiben se extienden a

aquel, en cuanto corrompen la sanidad del sistema, no siendo atinado predicar lo mismo a

la inversa. Los magistrados que se han expuesto al reproche de la comunidad, pueden

ostentar dos tipos diferentes de deficiencia, la personal y la funcional.

Desde la primera perspectiva, los jueces con conductas personales indecorosas, con

alto grado de exposición pública por hechos no vinculados a su función, su ostensible

cercanía a determinados factores de poder, su labilidad para ser instrumentados a favor o

en contra de ciertos intereses particulares, su enriquecimiento súbito e injustificado, entre

otros supuestos, tornan altamente desconfiada a la sociedad respecto del rigor,

imparcialidad e independencia de sus decisiones5.

Desde el punto de vista funcional, en cambio, se advierten otras deficiencias

igualmente reprobadas, a saber, la falta de actualización profesional, el alto grado de

revocabilidad de sus sentencias por errores de derecho o arbitrariedad manifiestos, el

grosero desapego a principios jurídico-constitucionales de fondo y de forma que privan a

sus pronunciamientos del debido rigor y fundamentación, la inoperancia en la prestación

del servicio, el anquilosamiento intelectual, la carencia de respuestas adecuadas a

4 Lino Enrique Palacio, en “Derecho procesal civil”, t. II, “Sujetos del proceso”, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990, p. 166, distingue “que se ha caracterizado al juez desde dos puntos de vista: como funcionario público investido de ciertas potestades estatales (órgano en sentido jurídico-material), y como elemento primordial de cada una de las unidades administrativas que integran el Poder Judicial…”. 5 Señala Peter Schuck en “El Poder Judicial en una Democracia”, publicado en “Los límites de la democracia”, Seminario en Latinoamérica de Teoría Constitucional y Política 2004, AAVV, ed. Del Puerto, p. 331, que “los jueces no pueden gozar de un estatus social alto (…) si no son independientes. Si son simplemente funcionarios que cumplen las órdenes de los burócratas, serán tenidos en baja estima por aquellos que tienen los hilos del poder.- El estatus social de los jueces, sin embargo, depende de otros factores que van más allá de su independencia. También depende del alcance de su autoridad formal (…), del nivel de poder real que se espera que ejerzan, del respeto público por sus capacidades y su desempeño, de la exclusividad y del tamaño de la judicatura, de la estima con la cual son vistos por otras personas e instituciones prestigiosas y del hecho que se les asocie con una tradición respetable y con un protocolo solemne”.

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conflictos novedosos por renuncia a la capacitación6, entre otros factores, transforman a

los jueces en simples burócratas del sistema de Justicia. Estos jueces son los menos,

aunque, a los ojos de la sociedad aparecen como verdaderamente escandalosos y

resultan magnificados en su importancia ante un clamor de justicia generalizado que si no

se contenta con razones de derecho, mucho menos puede hacerlo con sinrazones.

Mucho más grave aún, se torna la situación de aquellos magistrados que ingresan al

ámbito de la notoriedad por la vía del ilícito, en carácter de autores, coautores, partícipes,

cómplices o encubridores de hechos de tal naturaleza. El pensamiento que asalta al

común de la gente no puede ser otro que el siguiente: “¿cómo puede pretender juzgarme

quien también está sospechado de cometer delitos?”. La formulación de tal interrogante

deviene como inevitable consecuencia de esa situación y no puede criticarse a quienes

así se preguntan.

Si cualquier ciudadano merece reprobación cuando delinque, el grado de reproche

es infinitamente superior si quien comete el ilícito es un magistrado que se supone

honorable. Digo ello a tenor del disvalioso efecto multiplicador que dicha conducta

conlleva, hacia adentro y hacia afuera del sistema judicial, desprestigiando a la Justicia y

a sus miembros no contaminados ante la comunidad y sometiendo a sus pares a la

sospecha generalizada, sin perjuicio de la gravedad del hecho mismo. No puedo ser ajeno

a que un indeterminado pero importante porcentaje de razón asiste a la sociedad, más

allá de la existencia de causas y efectos susceptibles de ser explicados y comprendidos.

El instinto social no deja de tener visos de fundamento, no exento de una profunda

aunque imprecisa razón, no fácilmente asequible.

La responsabilidad de los jueces, emergente de su propia inconducta, sea la

derivada de su actividad procesal o la que tiene su origen en su vida privada, no es poca.

Mas el absurdo parece no tener límites y los que ayer fueran expulsados del cuerpo

judicial por su bochornoso comportamiento, hoy se vuelven opinadores profesionales en

algunos medios, de los que pasan a formar parte del “staff” permanente7.

c. CALIDAD DEL SERVICIO

6 Señala Augusto Morello en “Perfil del juez al final de la centuria”, publicado en LA LEY 1998-C, 1246, que es perceptible el fenómeno de “Los desafíos de la especialización de jueces y abogados, en un tramo de copernicanos avances científicos y técnicos y en la huella de una indetenible competitividad y complejidad jurídica que se abre paso al costado de los códigos y gambeteándole a las grandes (pero insuficientes) coordenadas contenidas en éstos”. 7 Dice Ernesto Sábato en “La Resistencia” (ed. Seix Barral, p. 110): “Quienes se quedan con los sueldos de los maestros, quienes roban a las mutuales o se ponen en el bolsillo el dinero de las licitaciones no pueden ser saludados. No debemos ser asesores de la corrupción. No se puede llevar a la televisión a sujetos que han contribuido a la miseria de sus semejantes y tratarlos como señores delante de los niños. ¡Esta es la gran obscenidad! ¿Cómo vamos a poder educar si en esta confusión ya no se sabe si la gente es conocida por héroe o por criminal”.

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Existe consenso acerca de la deficitaria calidad del servicio de Justicia. Son

síntomas de ello las dificultades que encuentra el ciudadano para acceder a él8, las

mesas de entradas de los Tribunales abarrotadas de personas; las pérdidas de tiempo; la

proverbial demora de los trámites judiciales; la mutación que sufren los conflictos y sus

protagonistas por meros expedientes; los altos costos del servicio, tanto en honorarios

profesionales como en imposiciones tributarias; la deficiente infraestructura que torna

antifuncionales los espacios disponibles; el escaso nivel de capacitación de las áreas con

mayor contacto con el público, entre otros.

Augusto Mario Morello9 proporciona algunos postulados en orden a asegurar un

servicio de Justicia que satisfaga el predicado de eficaz. Menciona para ello, que se

requiere “cuanto menos: a) que atienda y se soporte en el valor justicia, con preferencia o

mejor, con exclusión de formalismos estériles (…) b) que asegure la previsibilidad de

esos resultados (…) c) que la decisión final se expida en tiempo útil (…) d) que su costo

sea razonable, en atención al valor en disputa y a la necesidad del litigante”.

d. DECISIONES IMPOPULARES

Esta causa en particular, depende de factores de ponderación no necesariamente

jurídicos. En efecto, ¿qué es lo que hace que una determinada decisión sea impopular?

¿Toda sentencia debe ser, además de fundada en derecho, popular? ¿Una decisión

judicial tiene posibilidades ciertas de ser popular? ¿Lo justo es popular?

No escapa a un observador atento que las decisiones judiciales están

irremediablemente destinadas a agradar a aquel a quien se le concede razón y a

disgustar a aquel a quien se le deniega. Aún en el caso de éxitos parciales, tampoco

puede soslayarse la circunstancia que la repulsa o el regocijo por la decisión que se

adopte es directamente proporcional al grado de sinrazón o de razón que se adjudique a

cada agonista.

Lo popular se identifica con una materia de difícil aprehensión, cual es la aceptación

de las decisiones judiciales por parte de la sociedad o, por lo menos, de un sector 8 Sobre el particular, Roberto Berizonce, en “Efectivo acceso a la Justicia”, ed. Librería Editora Platense, La Plata, 1987, p. 5 y siguientes, cualifica a esta exigencia “como postulado esencial del Estado social de derecho”. Agrega a esto Juan Carlos Hitters en “Un nuevo encuadre de la Justicia desde la perspectiva del litigante”, publicado en “La Justicia entre dos épocas”, AAVV, ed Librería Editora Platense, Buenos Aires, 1983, p. 77, que “el Derecho y el Estado deben ser vistos como lo que realmente son: simples instrumentos al servicio de los ciudadanos y no viceversa; criterio este compartido a ultranza por el mismísimo Ortega y Gasset.- Esta corriente de opinión a la que podemos denominar del ‘acceso a la justicia’ (…) propone un vasto y revolucionario programa de reformas”. Por su parte, Germán Bidart Campos, en “El aporte del derecho internacional de los derechos humanos al derecho constitucional argentino”, publicado en “Los derechos humanos del siglo XX”, AAVV, coordinado por Bidart Campos y Risso, ed. EDIAR, Buenos Aires, 2005, p. 4, señala que “el derecho de acceso a la justicia y a la tutela judicial eficaz ha adquirido en el derecho internacional un perfil amplio y flexible, que supera en mucho al viejo y clásico derecho a la jurisdicción tal como fue acuñado en nuestro derecho interno…”. 9 “Eficacia y controles en el funcionamiento del servicio de Justicia”, publicado en “La Justicia entre dos épocas”, AAVV, ed Librería Editora Platense, Buenos Aires, 1983, p.102 y siguientes. Este criterio, es compartido por Rodolfo Vigo en “Interpretación jurídica”, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 277 y 278.

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apreciable de ella, sin interesar si está directamente afectado por la resolución de que se

trate10. Si el fallo resuelve la controversia planteada a favor de la opinión de una mayoría,

identificada con una de las partes del proceso, el conglomerado que se siente beneficiado

por la solución ensalzará al magistrado. En cambio, si la sentencia de marras dirime la

cuestión en contra de lo pretendido por ese grupo imaginado, el rechazo será idéntico en

su magnitud. A ello, cabe agregar la canalización de las expresiones sociales a través de

los medios de comunicación, que permiten creer que lo que se capta es la totalidad de la

realidad, generando nuevas contradicciones. Señala con agudeza Alberto Binder11 que

“por un lado existe un reclamo en crecimiento de independencia, capacitación técnica,

honestidad y dedicación al trabajo. Sin duda, todos ellos son exigibles a los funcionarios y

jueces. Sin embargo, existe también una muy escasa disposición de aceptar las

consecuencias de una actuación de este tipo por parte de ellos. Por ejemplo, los medios

de comunicación y, a veces, el conjunto de la sociedad, reaccionan de un modo airado

cuando un juez sentencia de un modo diverso de la opinión pública, aún cuando no exista

sospecha de venalidad. O se reclama que los funcionarios tengan mayor contacto con la

sociedad y luego se critica cuando tratan de hacerlo de un modo masivo (…) Así, pese a

los esfuerzos que puedan hacer muchos operadores del sistema judicial sienten que no

tienen forma de revertir la imagen negativa, mucho más aún cuando un solo caso de

corrupción o dependencia vuelve a ratificar esa imagen para todos ellos”. Sobre lo

ajustado o no a derecho de la decisión judicial, eso sí, nadie dice una palabra.

B. EXOGENAS

a. OPINION PUBLICA, JUSTICIA Y MEDIOS DE COMUNICACION

Cabe recordar, junto con Legón12, que “la opinión pública debe ser opinión y debe

ser pública. Para ser opinión no necesita tener ineludible y firme basamento racional, ni

siquiera brotar de auténticas certidumbres personales: basta, acaso seguir el parecer de

una autoridad que se presume mejor informada. No hay que confundir deseos y

10 Destaca Ronald Dworkin en “Los derechos en serio”, ed. Colección Obras Maestras del Pensamiento Contemporáneo, ed. Planeta-Agostini, Barcelona, 1993, p. 153, que “en estas consideraciones políticas tenemos, por ende, una fuerte razón para considerar con más cuidado si los argumentos judiciales no pueden ser entendidos, incluso en los casos difíciles, como argumentos generados por principio. Para ello hallamos una razón adicional en un problema familiar en jurisprudencia. Los juristas creen que cuando los jueces legislan, sus decisiones están limitadas por las tradiciones jurídicas, sin dejar por eso de ser personales y creadoras. Se dice que las decisiones nuevas reflejan la moralidad política propia de un juez, pero también reflejan la que se halla incorporada en las tradiciones del derecho consuetudinario, que bien pueden ser diferentes. Por supuesto que todo eso no es más que retórica de la facultad de derecho, pero de todos modos plantea el problema de explicar cómo han de ser identificadas y reconciliadas las diferentes contribuciones a la decisión de un caso difícil”. 11 “Justicia penal y Estado de derecho”, ed. Ad-Hoc, segunda edición actualizada y ampliada, p. 339. Por su parte, Felipe Fucito en “¿Podrá cambiar la Justicia en la Argentina?”, Fondo de Cultura Económica, p. 71, señala otra gran contradicción en el que caen los miembros de los otros poderes del Estado respecto de la independencia judicial: “”Los políticos afirman una y otra vez que quieren una ‘Justicia independiente’.Cuando se acusa a un político, éste siempre ‘confía en la Justicia’… siempre que le dé la razón y se la quite a sus opositores. De lo contrario, el juez será un cómplice de todos los enemigos y, por ello, enemigo también”. 12 “Tratado de derecho político general”, Ed. EDIAR T. II, p. 441.

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opiniones: lo primero parece orientarse hacia el interés egoísta; lo segundo, hacia el bien

común. Para ser pública conviene que responda al consentimiento generalizado acerca

de los fines o propósitos y que consulte el requisito de la intensidad, que no es lo mismo

que el número. Esto de la intensidad interesa mucho en las cuestiones morales. Cuando

se obtiene, puede reconocerse en la opinión pública la base del gobierno popular. No es

necesaria la unanimidad; no basta la mayoría: debe tener fuerza moral para someter a la

minoría disconforme o disidente sin ayuda de la violencia”.

A su vez, la opinión pública suele canalizar su expresión a través de los medios de

comunicación. Al respecto, señala Maier13 -en referencia a la justicia punitiva- que “las

relaciones entre la prensa y la administración de justicia penal, ya sin vínculo con el

ejercicio del poder político, constituyen un problema moderno relativo a la independencia

de quienes juzgan, sean ellos jueces permanentes (profesionales) o accidentales (legos).

Se teme por la influencia de los llamados ‘medios’ –de información, audiovisuales o

escritos, antiguos y modernos-, con su opinión, largamente difundida y, en ocasiones,

fundada en elementos imposibles de valorar por quienes administran justicia, sobre las

decisiones de los jueces, aspecto que ha dado en llamarse ‘antejuicio mediático’ o ‘juicio y

condena previos a través de la prensa’.- La influencia de los medios de información, y de

variadas formas, algunas de ellas imposibles de cohonestar jurídicamente, no sólo sobre

las decisiones judiciales, sino, antes bien, sobre todas las decisiones de funcionarios

estatales, es hoy indiscutible y no parece orientarse hacia algún tipo de solución del

problema. Esta tensión existente entre ambas actividades, prensa y administración de

justicia, sobre todo en materia de justicia penal, parece ser una constante de rechazo y de

intento de neutralización entre ambas”. El rasgo más destacable de esta conflictiva

relación consiste, en la instrumentación de la información como producto consumible y no

como elemento indispensable de la organización republicana14. Lo primero exige

13 “Independencia judicial y derechos fundamentales”, publicado en “Primeras Jornadas Internacionales de Derechos Fundamentales y Derecho Penal”, AAVV, por la Asociación de Magistrados y Funcionarios Judiciales de la Provincia de Córdoba, 2002, p. 187. 14 Conviene tener en cuenta las diferentes etapas por las que atraviesa la relación Justicia-Medios, a lo largo de un proceso judicial: 1.- Producido un determinado acontecimiento, en el que, por su naturaleza debe intervenir un órgano jurisdiccional, y dependiendo del grado de trascendencia social que el mismo reviste, tiene lugar un primer acercamiento de los medios informativos. Esta aproximación al tema se circunscribe, por lo general, a la mención de los elementos del hecho que lo tornan sobresaliente, a saber, características especiales del evento relativas al medio en el que se produjo, de manera objetiva (morbosidad, violencia, reiteración, medios empleados para la comisión del delito, lugar, oportunidad, entre otros) y las atinentes a las personas involucradas (como autores, coautores, cómplices, encubridores o víctimas);2.- En un segundo paso, los medios propenden a franquear el obstáculo legal que impone el secreto de sumario (en las causas penales) o la privacía de las personas (en los civiles). La búsqueda de la información de génesis judicial, en referencia a un caso de innegable trascendencia pública, obliga a los comunicadores a afinar sus esfuerzos en la obtención de datos que, por el hermetismo que necesariamente debe tener la causa en algunas de sus etapas, surgen de fuentes ajenas al proceso; 3.- La naturaleza de las fuentes consultadas puede propiciar una determinada orientación informativa creando expectativas en el público -muchas veces- infundadas o erróneas. A diario es dable apreciar cómo -en aras de seguir la corriente informativa- se echa mano de dos tipos de fuentes: a) Directa: es la que surge de un contacto inmediato con los hechos investigados por la Justicia, así como la emergente de aquellas personas que, por diversos motivos, han tenido relación con

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satisfacer un determinado mercado caracterizado por picos de oferta y demanda, mientras

que lo segundo conlleva a un constante y regular flujo de contenidos noticiosos, muchas

veces intrascendentes, pero que resultan igualmente importantes para el normal discurrir

de las instituciones. Asimismo, tampoco es posible soslayar la diferencia entre lo que se

ha dado en llamar periodismo independiente de aquel que es susceptible de ser tachado

de tendencioso. Es éste último el que ocasiona un verdadero menoscabo al accionar y al

prestigio de la Justicia, habida cuenta que sus inclinaciones suelen obedecer tanto a un

propósito meramente empresarial o bien, a la satisfacción de intereses con los cuales se

identifica, inspira y solventa. En ninguno de los dos últimos casos, la calidad de la

información brindada se beneficia; la noticia se distorsiona y experimenta una notoria

fractura en su contenido hasta que llega al público consumidor. La buena comunicación

de los actos judiciales, en esas condiciones, fracasa ya que la difusión de noticias se

vuelve sustancialmente artificiosa e intencionadamente dirigida.

Los medios de comunicación no permanecen pasivos a la expectativa de que la

noticia llegue mansamente hasta ellos. Por el contrario, la naturaleza de la función que

desempeñan los obliga a buscar activamente la información por todas las maneras lícitas

posibles, lo que no es reprochable15. El problema sobreviene cuando los límites legales y

éticos de dicha búsqueda son sobrepasados o directamente ignorados, ya que, en ese

caso, la información nace viciada y susceptible de ser fácilmente deformada. Justo es

el expediente. Un claro ejemplo de los primeros está dado por el abordaje callejero de testigos o, directamente, de imputados o de víctimas, mientras que entre los segundos, encontramos a los profesionales intervinientes en el proceso en representación de alguna de las partes, sea como letrados o peritos; b) Indirecta: surge de la realización de discusiones públicas en las que tienen preponderante protagonismo prestigiosos especialistas en determinadas áreas del conocimiento que se relacionan con el evento. Cabe contar entre estos a reconocidos abogados que dominan cierta rama del derecho, psicólogos, sociólogos, médicos, funcionarios policiales en actividad o retirados y, conforme se viera últimamente, hasta personas que han atravesado por experiencias semejantes a la que se debate. La mecánica por la que se presenta la temática a dilucidar, constituye un círculo retroalimentado de opiniones vertidas desde diversas perspectivas, expresadas algunas en abstracto, y por la que se exploran las más diversas hipótesis del suceso bajo estudio; 4.- La efímera relación Justicia-Medios se diluye paulatinamente, en desmedro de la fiel difusión de los actos procesales relevantes que hacen al progreso real de la causa. Como bien se ha dicho, los tiempos judiciales no se corresponden con los tiempos informativos. Cuando, por la lentitud inherente a las investigaciones (en los casos penales) o por el propio agotamiento de cada una de las sucesivas etapas procesales (en los casos civiles y penales), el hecho va perdiendo trascendencia, produce, a la vez, un fenómeno bifronte: Por un lado, los protagonistas del caso, que han propiciado su difusión como parte de una estrategia general, se ven abandonados a un costado de la ruta que otrora transitaron de la mano de una noticia, en calidad de primerísimos actores. Aquellos que experimentaron una vinculación con el hecho irresuelto, en la cual no resultaban tan favorecidos, subsisten con un estigma social potenciado por la amplitud de la difusión brindada. Desde un punto de vista más general, el público ve decepcionadas sus expectativas de una resolución rápida en el caso dado a conocer, cayendo en el más ascendrado descreimiento en el sistema judicial, tomando partido por algunas de las alternativas de interpretación del problema y, finalmente, depositando el inconcluso episodio en el arcón de un justificado olvido. De igual manera, los medios, en virtud del desgaste de actualidad que sufre la noticia, van reduciendo el espacio dedicado al caso, hasta archivarlo, desempolvándolo sólo cuando se cumple un aniversario más del hecho o bien, cuando se produce alguna esporádica e inesperada novedad. Perdida la espectacularidad del suceso, se extravía, también el interés en difundirlo y en consumirlo como noticia, desapareciendo su vigencia. 15 Aída Kemelmajer de Carlucci, “El periodismo judicial”, publicado en Suplemento de Realidad Judicial, La Ley, Síntesis de las conferencias dictadas en el marco de los Cursos Anuales de Periodismo Judicial organizados por el Centro de Capacitación Judicial de la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe, en las ciudades de Rosario (2003) y Santa Fe (2004).

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reconocer que no ha sido menor la contribución que algunos comunicadores sociales han

prestado a la transparencia de la vida institucional en general y de la judicial en especial.

La crítica precisa, el lenguaje exacto, la narración rigurosa, la exposición respetuosa, la

opinión mesurada, la abdicación de toda forma de rimbombante grandilocuencia en aras

de la claridad y objetividad de la noticia, tornan inobjetable a la información. Por otro lado,

la discusión insustancial, la priorización del escándalo antes que el mensaje veraz, la

facilitación de espacios para el agravio gratuito e infundado hacia el magistrado o hacia

alguna de las partes involucradas, con la única contraprestación de garantizar el

espectáculo que denigra tanto a quienes lo protagonizan como a los que lo promueven y

ofende a quienes lo presencian, dista demasiado de significar un efectivo aporte a la

credibilidad de la Justicia. El debate carente de argumentos como no sean los del agravio

mutuo y generalizado, hace ingresar a la actividad jurisdiccional en un cono de sombras

del que es sumamente difícil escapar. Cuando los imputados apostrofan irrestrictamente a

los jueces que los investigan, cuando los letrados descalifican pública y livianamente a los

magistrados y cuando los factores de poder enderezan y orientan aviesamente las críticas

más feroces hacia quien tiene el deber de administrar justicia, todo en un ámbito que, so

capa de libre expresión, las autoriza, me atrevo a concluir que el debate ha extraviado su

cauce. No obstante considerar que el perjudicado inmediato es la investidura del juez en

particular y de la Justicia en general, no se me escapa que la verdadera damnificada es la

sociedad toda. Aquellos, por su imposibilidad de responder en igual forma a los agravios y

reproches y esta última por la información distorsionada de la que es receptora, lo que la

torna, en rigor, en una sociedad desinformada.

Otrora se decía que los jueces hablaban por sus sentencias. Dicha postulación, hoy

ha quedado francamente superada, tanto por la manifiesta evolución de la conciencia

político-social que rescata la necesidad de la publicidad de los actos emanados de las

instituciones republicanas, como por el avance de los medios de comunicación social

sobre la Justicia16; otro tanto cabe decir del protagonismo -directo o indirecto, casual o

provocado- ganado por algunos de sus integrantes. Tampoco somos ajenos a que aquella

afirmación sólo contribuyó a crear una imagen distante e inalcanzable de lo que era la

Justicia como Poder del Estado, prácticamente inaccesible para los ciudadanos comunes.

16 Manuel Canció Meliá en “Dogmática y política criminal en una teoría funcional del delito”, publicado en “Conferencia sobre temas penales”, Universidad Nacional del Litoral y Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2000, p. 134, dice que “En particular, habría que tener en cuenta la atomización de muchos referentes de control social informal, y el papel correspondiente en este contexto a los medios de comunicación de masas como agentes que exigen no sólo atención a casos concretos ‘vendibles’ en términos de audiencia/ediciones, sino también a la hora de reclamar que determinados conflictos sean resueltos por el ordenamiento jurídico y, sit venia verbis, ya que estamos, por medio del Derecho Penal. También merece una especial atención, sin duda –y en mayor medida en sociedades como las nuestras- lo que Silva Sánchez llama el ‘factor colateral’ del ‘desprecio por las formas’”.

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Por lo demás, jamás se conocía a los juzgadores, sus rostros no estaban en los objetivos

de las cámaras fotográficas o televisivas, ni su conducta bajo la lupa de la crítica pública.

Sus despachos eran reductos inexpugnables tanto al embate de los medios de

comunicación como a la sociedad en general.

En la actualidad, por el contrario, asistimos a un verdadero “espectáculo informativo

judicial”. Hay dos principales brechas abiertas por una minoría de magistrados en

desmedro, por igual, de la buena marcha del procedimiento, como de la inmensa mayoría

de sus pares y, consiguientemente, del sistema judicial. La primera consiste en la

excesiva amplitud de difusión del accionar judicial que ha traído aparejados no pocos

inconvenientes a la administración de justicia. Así, tenemos que ciertos jueces, en aras de

una incierta promoción de sus propias personas, sea como pretendidos activos

investigadores o bien como solapados ejecutores de una política gestada por

determinados factores de poder, extraños a la justicia, saltan a la palestra comunicacional

sin mayores escrúpulos, y sin advertir -o sin importarles- el entorpecimiento del proceso

que sobreviene como consecuencia de su imprudente intervención. Desde otra

perspectiva hallamos a aquellos jueces que han hecho del exhibicionismo cotidiano sólo

una manera más de ganar presencia ante la sociedad. La falta de mesura en las

apariciones públicas de algunos magistrados, les han dado una notoriedad más digna del

reproche que de la simpatía. En aras de intentar definir la situación de marras, ha sido

necesario crear nuevos conceptos que sinteticen las inusuales características del

fenómeno: “vedettismo” y “farandulización”, fueron algunos de los más tristemente

logrados. No es ocioso que, como una respuesta social al aumento de la injustificada

aparición mediática de algunos jueces, haya disminuido, en sentido inversamente

proporcional, la confianza de la comunidad en ellos.

Los efectos más perniciosos del problema consisten en la circunstancia que el

socavamiento del prestigio no se reduce al juez que gusta de protagonizar sucesos más

dignos de una columna social -cuando no policial- que del equilibrado análisis jurídico

vertido en sus decisiones, sino que alcanza irrestrictamente a todos los integrantes del

Poder Judicial, la mayoría de los cuales, empero, se identifican con una conducta

ajustada a las exigencias de la función y se ven injustamente involucrados con aquel.

Pero la sociedad no tiene la obligación de reparar en ello, ni, mucho menos, de

distinguir17. Tienen, sí, el deber de exigir decoro a sus jueces. Entonces, será el propio

Poder Judicial y las instituciones de la República, quienes deberán poner en acción los

17 Señala Benjamín Cardozo en “La naturaleza de la función judicial”, publicada en Teoría General del Derecho, Colección Menor, dirigida por Carlos Cossio, ed. ARAYU, Buenos Aires, 1955, p.22, citando a Millar, que al cliente “le importa poco un ‘hermoso’ caso. Lo que él desea es solucionarlo, de algún modo, en los términos más favorables que pueda obtener”.

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anticuerpos constitucional y legalmente contemplados para circunscribir y erradicar el mal.

Cabe destacar que las explicaciones jurídicas no son las que verdaderamente interesan al

hombre de la calle, que, por otra parte, tampoco tiene motivos para preocuparse en forma

inmediata por ellas, habida cuenta que la sociedad se moviliza, antes bien, por

percepciones prioritariamente sensibles que por racionalizaciones.

b. ACTIVIDAD DE OTROS PODERES DEL ESTADO18

La “judicialización de la política” o “politización de la justicia” consiste en la creciente

tendencia, de parte de algunos actores políticos -sea individual o colectivamente

considerados- que, en ejercicio del alegado derecho de acudir a la justicia, se

autoimponen el rótulo de defensores de los intereses comunitarios, de instaurar peticiones

de naturaleza judicial persiguiendo objetivos políticos más o menos disimulados.

Diversos son los factores que influyen a efectos de consagrar este cambio, entre los

que deviene menester puntualizar los nuevos mecanismos que imperan en la

conformación de mayorías dentro del sistema político. Las agrupaciones que ostentan el

dominio de una porción mayor del poder, en algún nivel organizacional o departamento

del Estado -Ejecutivo o Parlamento-, debe, a su vez, asumir el rol minoritario en otra de

las divisiones en las que se encuentra compartimentada la estructura. Todo ello ha

obligado a pergeñar una nueva modalidad de convivencia entre las fuerzas en pugna,

inspirada más en el debate y el consenso que en la mera imposición numérica sobre el

contrincante de turno.

Sin embargo, no todos parecen haber comprendido el significado de esta evolución,

obstinándose en la concreción de su voluntad y de sus propias aspiraciones sin mayor

consideración a las motivaciones esgrimidas por sus ocasionales oponentes. La

estrategia en orden a obtener la superación del escollo, para aquellos que estiman

necesario imponer a todo trance su postura, así como para los que entienden que ha sido

-o puede ser- avasallado el derecho que su sector representa, ha radicado en confiar

sistemáticamente la resolución del conflicto a la Justicia19. En este orden, advierto que

tanto oficialismo como oposición acuden al Poder Judicial por igual, aunque, de hecho, los

argumentos que esgrimen uno y otra son evidentemente disímiles.

18 Destaca Peter Schuck, op. cit., p. 334, que “podría parecer extraño sugerir que el poder judicial en una democracia gira, de manera significativa, en torno al modo en que la sociedad perciba que las otras ramas del poder público desempeñan sus actividades. Al fin y al cabo, el Estado de derecho supone que el poder judicial debe consistir en una función de autoridad jurídica formal, definida a partir del tipo de competencia que la constitución y las leyes le confieran a los tribunales”. 19 Cabe recordar sobre este particular, lo decidido por el voto mayoritario de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa “Rodríguez, Jorge en ‘Nieva y otros c/ Poder Ejecutivo Nacional’”19, en cuanto denegó legitimación a los legisladores nacionales para solicitar la revisión de un decreto emanado del Presidente de la Nación.

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Así, el primero, impedido, a veces, de concretar las propuestas que le interesan a

efectos de ejecutar determinadas políticas de gobierno e imposibilitado de obtener las

mayorías legislativas imprescindibles a tal fin o bien, debido al escozor que produce un

nutrido y firme reproche social hacia tales iniciativas, ocurre por ante la Justicia para que

un pronunciamiento jurisdiccional legitime su pretensión, y le posibilite vencer una

voluntad que le es adversa. En otros casos, es la oposición, en sus múltiples variantes,

habida cuenta que bien puede tratarse de la segunda minoría, de otros grupos

minoritarios -con o sin representación parlamentaria- o de una conjunción de ellos, la que,

ante lo que consideran un avasallamiento potencial o actual de los derechos sectoriales

que representan, por parte del oficialismo mayoritario, acuden a la vía judicial en orden a

resistir la iniciativa tentada. Por cierto que idéntico fenómeno es susceptible de producirse

cuando, siendo los portadores de la pretensión originaria, a los mismos grupos les resulta

dificultoso o imposible vencer la inamovilidad a la que los somete la mayoría

Se trata, como se ve, de una confrontación imbuída de innegables objetivos

políticos, pero que, institucionalmente, es extraída del marco de su debate natural, a

saber, los foros parlamentarios o de discusión pública, para depositarla en el seno de un

poder estatal cuya existencia y objetivo primordial tiende a la resolución de

enfrentamientos de orden eminentemente jurídico, despojados, en principio, de

connotaciones extrañas a él. Por tratarse de un fenómeno de características complejas,

los factores causales que intervienen a lo largo de su proceso de formación y desarrollo

son múltiples y participan de la más variada naturaleza, destacándose los de índole

política20 y jurisdiccional21.

20 Los intereses políticos no se presentan a la discusión en estado puro, sino que, los encontramos impregnados de insoslayables contenidos de orden económico, financiero o social, así como con diferentes alcances, a saber, comunal, provincial, regional, nacional o internacional. Lo político es tal en cuanto contiene cuestiones socialmente relevantes, sin que interese la materia sobre la que versa, toda vez que lo verdaderamente importante es la necesidad que de su tratamiento, solución o satisfacción tiene la comunidad. De la lectura de los términos empleados por la Constitución y los textos legales, el Poder Judicial es el que tiene reservada la palabra definitiva y definitoria en los conflictos de orden jurídico suscitados entre los ciudadanos., por lo que la nota de juridicidad que contiene el entuerto es lo que permite demarcar un límite en los alcances del accionar de la Justicia. Así como en otras ramas del derecho existen previsiones legales que autorizan a aplicar sanciones de diversa índole, cuando el ciudadano transgrede determinadas reglas de conducta, que van desde la meramente pecuniaria hasta la privación de la libertad, no es menos cierto que no encontramos igual contundencia a la hora de torcer una voluntad disvaliosa en un conflicto político. Ello será así, en la medida en que las partes -pues la deficiencia es susceptible de ser cometida tanto por el actor como por el demandado- no accedan a la realidad que marca que, en materia política, ninguna solución judicial les puede resultar satisfactoria en tanto no se entienda, por un lado, la obligatoriedad de lo resuelto y, por el otro, que las respuestas de fondo deben provenir del consenso y de la comprensión de los intereses y los derechos del contrario. 21La satisfacción de una finalidad común implica una respuesta a una necesidad social y, en alguna medida puede ser entendida como una modalidad de accionar político, habida cuenta del interés general que tiende a preservar. Pero, en lo que respecta a la pretensión judicial, se trata de reclamar una respuesta específica a un requerimiento no menos particular, constituído por la demanda de justicia en un caso concreto. La Justicia, en cuanto Poder del Estado no puede excederse, en sus decisiones, pronunciándose respecto de materias no planteadas, sino que debe constreñirse a resolver casos puntuales sometidos a su conocimiento y decisión. El órgano jurisdiccional no queda totalmente desvinculado de los poderes políticos, siendo por lo menos dos las oportunidades en que el Poder Judicial se encuentra en estrecha relación con aquellos. La primera tiene que ver con las formas de designación de los miembros de la Magistratura, a través de mecanismos que no han sido del todo depurados, a la hora

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Cabe preguntarse ahora la razón por la cual, los restantes poderes del Estado, o

bien sus integrantes, de manera individual, igual persisten en su actitud de someter a la

Justicia conflictos de índole eminentemente política.

La primera respuesta que aparece con claridad, autoriza a decir que nos

encontramos ante un fenómeno de transferencia. Cuando el debate político llega o

amenaza llegar a un punto en el que las partes saben, de antemano, que no podrá

evolucionar, sea por el juego de las mayorías como por otras razones de orden formal,

trasladan la cuestión al ámbito de la Justicia. Sin embargo, las razones que conducen a

una conducta semejante no se detienen en la mera traslación del entuerto, pues, a través

de una lectura más profunda del problema es dable advertir una serie de causas que

inspiran tal obrar.

a.- Porque la Justicia es un poder naturalmente no político: Los miembros de la

Magistratura tienen expresamente vedada su participación en actividades de índole

político-partidaria22. La forma en que los mismos son elegidos y removidos, tanto con

anterioridad a la reforma introducida a la Constitución en el año 1994 como lo son ahora,

a través de la consagración, en su art. 114, del Consejo de la Magistratura, determina un

método de selección y juzgamiento excluyente de la voluntad popular expresada

comicialmente23. Todo ello tiende a la consagración de uno de los aspectos más

característicos de la judicatura, cual es el de su independencia, traducida, en el caso, en

de implementar la nominación y selección de los jueces. Se trata, si se quiere, de una relación originaria, que hace a la génesis del poder judicial. Otro tanto cabe decir del mecanismo de remoción de los magistrados que no representa más que la contracara de la primera. La segunda, en tanto, tiene relación con aquellos casos en que se someten al conocimiento de los jueces eventos de naturaleza directa o indirectamente política o que exijan pronunciamientos de esa índole. Cuando hago referencia a las primeras, me refiero a aquellas circunstancias en que el contenido resulta insoslayablemente político. El ejemplo más típico de ellos, lo constituyen los diferentes conflictos susceptibles de plantearse entre fracciones políticas pertenecientes a sectores diferenciados dentro del espectro de poder. Las segundas, en tanto, se relacionan con las cuestiones que, originadas en la inteligencia de normas jurídicas de distinto orden -ora constitucionales, ora legales- lo que en referencia a ellas se resuelva tendrá innegable repercusión en el contexto político que rodea al caso, siendo el ejemplo paradigmático en la materia la declaración de inconstitucionalidad de actos emanados de los otros poderes del Estado. Generalmente, las discusiones que se centran alrededor del segundo de los supuestos enunciados revisten mayor vuelo jurídico que el que se da en el primero. Ello se explica, a mi parecer, por la diferente trascendencia que tienen ambas pretensiones. Mientras con el primero, se persigue el acotado objetivo de perpetuar, aferrarse o conseguir una determinada porción de poder, con el segundo, en tanto, se busca discenir el íntimo contenido de una norma de alcance general y de las consecuentes implicancias que ello tiene, excediendo en grado sumo las fronteras de lo meramente político e incursionando en lo social, lo económico o lo institucional. 22 Expresa Lino Palacio, op. cit., p. 191, que “ello significa que está vedado a los jueces formar parte de entidades políticas, formular o adherir a manifestaciones de ese carácter y enjuiciar públicamente los actos realizados por los otros poderes del Estado. La prohibición, por lo tanto, se refiere más a la actividad de ‘proselitismo político’”. 23 Destaca Carlos Santiago Fayt, en “El self-moving. Garantía de independencia del Poder Judicial”, La Ley, fedye, Buenos Aires, 2000, p. 111, que “los nombramientos periódicos, de cualquier modo que sean ordenados, o por quienquiera que se hagan, serían de un modo u otro fatales para su independencia necesaria. Si la facultad de hacerlos se competiese al Ejecutivo o a la legislatura, habría peligro de una complacencia inconveniente para con la rama que la poseyese; si a ambas, habría repugnancia en aventurar el disgusto de una u otra; si al pueblo, o a las personas elegidas por él para el fin especial habría una disposición muy grande a consultar la popularidad, para justificar la confianza de que no se consultaría más que la Constitución y las leyes”.

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la inamovilidad de los jueces24. Se entiende que tal permanencia en la función debe

resultar suficiente a los fines de permitirles decidir cuestiones sometidas a su

conocimiento, en el que el eventual juego de los intereses arriesgados sea susceptible de

amenazar con presiones al sentenciante.

b.- Cobro de favores: No obstante la modificación operada en el mecanismo de

selección de los jueces, no resulta menos relevante que éste se encuentra, igualmente,

teñido de algún grado de politización no necesariamente ostensible. Ello constituye una

natural consecuencia de la dinámica de las instituciones republicanas pues los otros dos

poderes del Estado, esencialmente políticos, poseen su cuota de participación en el

órgano que tiene a su cargo formalizar la selección de los jueces. Las pugnas que

obedecen a tal índole de actores alcanza, por necesidad, a todas las instituciones en las

que les toca intervenir. Corresponde añadir que no es posible desconocer la malsana

pretensión de algún sector político que tienta hacer oídos sordos a las exigencias de

idoneidad y honorabilidad requeridas para ocupar los cargos, pidiendo, como único

requisito, la adhesión a sus propios objetivos, notoriamente ajenos al fin que debe llenar la

Justicia. Así, se persigue, luego, el cobro de favores políticos prestados a quien debe su

elección al voto de dicho sector. Se trata, en suma, de la poco edificante voluntad de

convertir a cada puesto de la Justicia, en botín negociable para el aposentamiento de sus

adictos, proclives a satisfacer sus intereses.

c.- Imposición de otros tiempos al conflicto: Sin dudas, al depositar la resolución del

problema “en manos de la Justicia”25, conforme es muy común sostener por los actores

involucrados, se está buscando imponer un ritmo diferente a la discusión. El proceso

judicial significa el imprescindible sometimiento a reglas de juego legalmente establecidas

en los códigos de rito, lo que trae aparejado, consecuentemente, el ajuste a los tiempos

que determinan tales normativas formales, que se tornan insoslayables para el juzgador a

fin de garantizar la observancia del debido proceso y del derecho de defensa en juicio.

Mientras tanto, las partes interesadas, y sobre todo aquella que se encuentre en situación

menos favorecida por la coyuntura política, tiene oportunidad de readecuar sus

estrategias al amparo de plazos con los que antes no contaba. Es decir que, mientras

desde una perspectiva jurídica se mantiene una posición que resulta materialmente

24 Juan Fernando Segovia, en “La independencia del poder judicial”, publicado en “El Poder Judicial”, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1989, p. 157, dice que el fundamento de esta garantía es evidente: “vana sería la independencia de cualquier poder cuyos miembros pudieran ser nombrados y removidos por otros poderes a su antojo”. 25 Felipe Fucito, op. cit., p. 11, destaca que “parecería que aún hoy se ‘confía en la Justicia’, como suelen sostener todos los funcionarios que son denunciados públicamente ante ella, sólo si se espera un resultado favorable. Si no se lo obtiene, sólo puede ser una Justicia comprada, vil, ignorante del derecho o comprometida con intereses corruptos”.

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inmodificable una vez trabada la litis, desde un punto de vista político, es posible alterar la

situación general mediante la articulación de consensos previamente inalcanzables.

d.- La legitimidad jurídica: Es evidente la distinta jerarquía que reviste un

pronunciamiento judicial respecto de uno de naturaleza política, aunque sin desconocer

que, para la opinión pública, la credibilidad de ambos ha disminuido sensiblemente. Sin

embargo el primero sigue manteniendo un innegable margen de preeminencia sobre el

segundo. Tal fenómeno se explica pues la resolución judicial debe estar dotada de la

suficiente fundamentación26, a lo que no está obligado el pronunciamiento político. Por lo

demás, las razones jurídicas deben exponerse con arreglo a un orden lógico y razonado,

bajo sanción de nulidad, lo que no acontece con la decisión política, que, por ser tal, sólo

debe satisfacer requerimientos de idéntica naturaleza sin atender a una mayor

profundidad en la motivación. Más aún, confirma lo anterior, la siguiente circunstancia:

cuando un decisorio judicial resulta adverso a determinado sector social, éste tiende a

descalificarlo prescindiendo por completo de los argumentos jurídicos volcados en el fallo

y reprochándole, justamente, el tenor político que el mismo puede llegar a tener. Ello se

explica pues las razones jurídicas, aunque opinables, difícilmente puedan ser rebatidas

convincentemente desde el mismo plano, debiendo acudirse, en orden a obtener algún

grado de repercusión en la opinión pública, a argumentaciones netamente políticas.

c. FACTORES DE PODER EXTRAINSTITUCIONAL

Gran incidencia tienen los grupos de presión, también llamados “factores de poder”,

pues su acción “sobre la opinión pública es condición indispensable para el éxito de la

influencia que se pretende ejercer sobre el gobierno: trátase de presentar como normal y

conforme al interés general la campaña que se realiza en favor de los intereses que

defienden”27 . Ese obrar, la mayoría de las veces, se ejecuta echando mano a los medios

de difusión, conjugando la publicitación del problema con reproches de orden informal o

extrainstitucional. El empleo de tales recursos no excluye, por cierto, la articulación de

procesos judiciales en forma coetánea.

Sin dudas, lejos de la formalidad representativa que titularizan los partidos

políticos28, existen en la actualidad numerosas vertientes que posibilitan el protagonismo y

26 Augusto Morello, “La eficacia del proceso”, Ed. Hammurabi, p. 3. 27 Linares Quintana, “Tratado de la ciencia del derecho constitucional”, ed. Alfa, T. VII, p. 700. 28 Ello ocurre a través de los partidos políticos, que se han convertido, gracias a lo preceptuado por el art. 38 de nuestra Constitución Nacional, según la reforma introducida en el año 1994, en parte integrante de la estructura constitucional argentina, insertándose naturalmente en el desenvolvimiento de la vida institucional. Como derivación de esta consagración normativa expresa, los partidos políticos han adquirido la categoría de órganos constitucionales desde que configuran la ruta que vincula un punto de arranque, como lo es ser depositario de la soberanía del conjunto electoral, con un punto de llegada, a saber, la propia configuración de la política estatal, entendida ésta como proyecto común en el que la perspectiva asumida comporta la presuposición de que el Estado y la sociedad son dos estructuras diferenciadas. El poder del Estado que reside originalmente en el

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la participación del ciudadano, desde diferentes planos de interés. Cuando su obrar se

traduce en un activismo confrontativo, dotado de poder de intervención, se transforman en

los denominados grupos de presión. Según Cavalcanti29 se entiende por tales a “aquellos

grupos organizados para la defensa de intereses propios, intereses de naturalezas

diversas, y que actúan sobre los órganos responsables del Estado para obtener los

beneficios que pretenden”30.

En lo que interesa a las vías empleadas, pueden ser de la más variada índole31, por

lo que la amplitud de accionar debe ser cuidadosamente ponderado por el juzgador,

habida cuenta que ello no empece a lo acotado de sus objetivos. Lo relevante de su

actuación consiste en su pretensión de influir en el Estado y, en el caso que nos ocupa,

del Poder Judicial como parte de aquel.

d. CAMBIO DE PARADIGMAS32. EXPANSION DE ROLES

pueblo, revela hoy la sustancial intervención mediadora que incumbe en las democracias de masas a los partidos políticos. En palabras de Hariou (“Derecho constitucional e instituciones políticas”, ed. Ariel, Barcelona, 1971 p. 295, citado por Raúl Gustavo Ferreira en “La Constitución vulnerada”, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2003, p. 187), “… en igualdad de condiciones, los partidos políticos, cuyo desarrollo está íntimamente ligado al del cuerpo electoral, son a la democracia de tipo occidental, lo que la raíz es al árbol. La función primordial que, de esta suerte, el texto constitucional reconoce a los partidos políticos es servir como instrumentos que canalicen y transmitan la voluntad popular, la que, por lo demás, también y en diferentes medidas y con diversas posibilidades, deberán coadyuvar a formar”. Maurice Duvergier, en “Instituciones políticas y derecho constitucional”, p. 136, señala al respecto que los partidos políticos enmarcan a los electores de dos modos distintos; “por una parte, estimulando las concepciones políticas de los ciudadanos, permitiendo la explicación más clara de las opciones políticas y, por el otro, seleccionando los candidatos entre quienes se desenvuelve la lucha electoral”. 29 “Revista de derecho público y ciencia política”, citado por Linares Quintana en “Tratado de la ciencia del derecho constitucional”, ed. Alfa, T. VII, p. 687. 30 En la concepción de Carlos Fayt (JA, 3/8/59) , en cambio, cabe distinguir entre grupos de intereses, de presión y de tensión social: “los grupos sociales se organizan y actúan persiguiendo finalidades económicas o extraeconómicas; configurando grupos de intereses cuando, para el logro de sus fines, se relacionan con el poder político, procurando influir en una decisión gubernativa. Su actividad como grupos de intereses se reduce a la pretensión, es decir, al requerimiento, exigencia o petición formulada públicamente a los órganos o agentes del Estado. Cuando la defensa de sus intereses excede el margen de la petición o pretensión, ya sea por considerar insuficiente el simple requerimiento público o por la naturaleza de los intereses defendidos, o por la negativa de los órganos o agentes a satisfacer el requerimiento contenido en la petición o pretensión, de acuerdo con sus finalidades, forma de organización y medios de acción y en correspondencia con su instalación dentro del cuadro social, el ordenamiento económico o la clase en el dominio efectivo del poder político, los grupos de intereses accionan como grupos de presión y grupos de tensión”. Van der Meersch (Citado por Linares Quintana, op. cit., p. 691) los define como “las agrupaciones, asociaciones, sociedades o sindicatos que defendiendo los intereses comunes de sus miembros, se esfuerzan por todos los medios a su alcance, directos o indirectos, de influir sobre la acción gubernativa y legislativa. Son las fuerzas organizadas, económicas, sociales, algunas veces, espirituales o morales, que al margen de la organización constitucional y administrativa ejercen sobre los rodajes de la máquina política, una presión poco menos que continuada, frenando o acelerando su marcha, luchando en favor o en contra de determinado programa, legislación, política”. 31 Cfr. Meynaud, cit. por Linares Quintana, op. cit.. 32 Augusto Morello, en “Un nuevo modelo de justicia”, LL, 1986-C, 800, destaca que este fenómeno alcanza también al Poder Judicial, al punto que “Frente a un modelo de justicia legalista-liberal se erige otro de justicia normativa-tecnocrática. El primero es el que nosotros mejor conocemos porque es el que se enseña en la universidad y vivimos en la experiencia judicial. Esta forma de justicia está caracterizada por la primacía de la ley y la separación de los poderes, y también por un especial emplazamiento del " juez en tanto institución que resuelve los conflictos con respaldo en una teoría de la interpretación y en términos de control social dentro del cual aquél se desenvuelve (…) En un cuadrante sustancialmente diferente la justicia normativa tecnocrática, científica, es esencialmente funcional, teleológica, instrumental, evolutiva y pragmática. Expresado de otro modo, al modelo liberal (modelo de la rule of law) se le superpone con pretensiones de desplazamientos un modelo posliberal que consagra la declinación de las reglas de derecho a través de un estado burocrático, en el cual el derecho se adapta (responsible law), recubriendo las manifestaciones contemporáneas de regulación jurídica mediante largos procesos participativos, informados de las realidades sociales, y en constante tarea de adaptación”.

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Contribuyen al desprestigio de la Justicia la atribución a los jueces de un papel

providencialista -exceso en las expectativas-, el desplazamiento de responsabilidades -

presentación ante la Justicia de cuestiones propias de la esfera legislativa33- y la falta de

eficacia -el aumento de trabajo no afrontado con eficiencia que, como consecuencia,

repercute en la eficacia, disminuyéndola (cfr. Borda). Esto, a la par de constituir una

reafirmación del valor que la sociedad le asigna a la justicia, condujo a depositar en el

Poder Judicial expectativas sociales enderezadas a la resolución de conflictos de índole

no sólo jurídica, sino a la satisfacción de carencias esenciales que cualifican el concepto

de vida digna. De ello se deriva una notable expansión en la demanda de actividad de los

jueces, orientada a dirimir controversias de muy diferente naturaleza y que superan el

ámbito del conflicto judicial clásico para internarse en la solución de problemas en los que

se ven involucrados derechos cada vez más generales, amplios y difusos, pero sin que

por ello sean susceptibles de una menor tutela34. Esto es lo que se ha definido como el

fenómeno de la modificación de roles de los jueces, con arreglo al cual la comunidad, ante

la sistemática insatisfacción de sus reclamos por parte de los primeros llamados a

responderlos, esto es, las autoridades administrativas con competencia para ello35, acude

a los magistrados con el objeto de obtener un mandato que obligue a los funcionarios o

empleados remisos a cumplir aquello que se les requiere, obligando a los jueces a tomar

decisiones que muchas veces se encuentran casi en los desdibujados bordes de sus

propias atribuciones y que, por muy poco, no les hace incurrir en excesos respecto de la

33 Esta orientación se advierte, conforme lo precisa Augusto Morello, en “Lecturas de la Constitución”, ed. Lexis Nexis, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, p. 954 y sgtes., en un avance de los jueces frente al retraso del legislador, observando esta actitud: este último “queda en retaguardia dejando ‘la suplencia’ a los jueces (…); al estructurar las leyes usa estándares abiertos (…); se vale de conceptos jurídicos indeterminados; (…) soslaya aferrarse a criterios paralizantes (inmovilismo) sobre temas que deja que maduren sin su intervención (…); la balcanización normativa”. 34 Augusto Morello, en “Proceso y Realidad en la Reforma de la Justicia”, LEP, Buenos Aires, 1991, p. 9, describe esta situación como parte del fenómeno que denomina el de “los jueces sitiados”, caracterizando al magistrado como “agobiado por una presión en cantidad y calidad de conflictos muchos de los cuales (…) no revisten el carácter de verdaderas controversias y que, al amontonarse, en los diversos órganos de la Administración Judicial, concurren de modo decisivo a impedirles la adecuada prestación de lo que constitucional y legalmente, les está atribuido”. Por otra parte, conforme lo señala Bielsa en “La independencia de los jueces y el funcionamiento de los tribunales”, La Ley, 1992-D, 929, el aumento de la litigiosidad “puede atribuirse a un conjunto de razones , algunas de las cuales son la judicialización de los conflictos derivados de la intervención del Estado y de la vida comunitaria en general, el mejor conocimiento ciudadano de sus derechos y de las garantías que permiten hacerlos operativos, la desaparición de restricciones de diversa índole al derecho de defensa de las personas, el control democrático de las deficiencias de funcionamiento del sector público, y, en nuestra región, la mayor conflictividad resultante de los cambios estructurales que soportan los países que la conforman”. 35 Con posterioridad a la finalización de la Segunda Guerra Mundial, se aposentó en los países occidentales un estilo de gobierno genéricamente conocido bajo la denominación de Estado de Bienestar. Fueron sus notas más relevantes, la presencia de una estructura asistencialista, afincada en un modelo económico keynesiano, con el acento puesto en la redistribución más equitativa de los ingresos. Empero, a comienzos de la década de 1970, con motivo del alza del precio del petróleo y la superabundancia de divisas que fortalecieron el mercado financiero internacional, colmándolo de liquidez, se tornó necesario invertir esos fondos, facilitando préstamos a los paises periféricos, con un perfil netamente recesivo. El Estado, en el contexto de esta concepción económica monetarista que reemplazó a la anterior, debía reducir sensiblemente sus dimensiones y, por ende, la cantidad y calidad de sus prestaciones, con la sola excusa de la optimización de su funcionamiento. Obvio deviene remarcar que ello no aconteció de tal manera.

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zona de reserva de los restantes poderes del Estado36. En ese marco, el Estado no sólo

circunscribió cada vez más la tarea que le es inherente sino que, además, tendió a

ausentarse de ámbitos que naturalmente le corresponden, a saber, salud, educación,

seguridad; así como desertó de áreas en las que sin ser su protagonista, debían

permanecer activamente controladas y estimuladas por él, como el empleo, la producción

y la prestación de servicios públicos esenciales.

Es así como los magistrados se convierten en garantes no ya de la sola eficaz

prestación del servicio de justicia, a través del dictado de resoluciones conformes a

derecho, sino en garantes de la recta actuación de todo el Estado y como última línea de

protección de los derechos del individuo. Esta deficitaria situación ha creado un vacío de

tal magnitud que resulta poco menos que imposible revertir siquiera a mediano plazo, por

las características estructurales que presenta y cuyo nivel de expansión ha invadido

zonas otrora inimaginables como lo constituye la misma provisión de elementos mínimos

e indispensables para sobrellevar una vida digna. Ello aumenta sensiblemente el nivel de

necesidades básicas insatisfechas que tampoco encuentran respuesta en los organismos

oficiales cuya misión consiste, paradójicamente en proporcionarla. Ante esa inacción, fruto

de la ineficiencia o de la incapacidad operativa para contestar al reclamo, el hombre

común acude a la única institución del Estado que posee la autoridad suficiente -

imperium- para obligar a cumplir con la prestación debida, el Poder Judicial. La cuestión,

lejos de ser prístina, plantea muchos interrogantes que exceden lo puramente jurídico y

que van desde el planteo de cuáles son los límites que puede experimentar un mandato

judicial frente a la inoperatividad del Estado deudor hasta la denunciada intromisión de

los magistrados en ámbitos que le son originalmente extraños.

Mas lo cierto es que, mientras que de lo que se trate sea el reclamo de la actuación

de derechos constitucionales -y parece claro que el de alimentarse37, vestirse, educarse,

36 Expresa Augusto Morello en “Perfil del juez al final de la centuria”, publicado en LA LEY 1998-C, 1246 que, “Por de pronto la gente y nosotros (los abogados) les pedimos en este tiempo muchas más cosas --y numerosas de ellas a ser satisfechas por la jurisdicción de manera preventiva, urgente, o durante el desarrollo del proceso, con matices de condena anticipada y no sólo o nada más que cautelar--, sin aguardar a la sentencia final. 37 Sandra Frustagali y Carlos Hernández, “El derecho a la alimentación y a la salud y su exigibilidad al Estado”, Lexis Nexis, 30/7/2003, JA, 2003-III, fascículo nº 5, p. 78 y siguientes, con análisis y crítica del fallo de la CSJN en la causa “Ramos y otros c/ Provincia de Buenos Aires”, JA, 2002-IV, 466. En la especie, el Máximo Tribunal desestimó el amparo promovido, habiendo sostenido la mayoría que el reclamo de la cuota alimentaria suficiente para cubrir la totalidad de las necesidades básicas del grupo familiar de la actora constituye una “pretensión que importa transferir a las autoridades públicas el cumplimiento de una obligación que tiene su origen en las relaciones de parentesco (arts. 367 y ss. Civ.)”, cuya exigencia específica a sus responsables se ha descartado a priori, “enderezando por esta vía un reclamo judicial liminarmente improcedente”. Asimismo, se dijo que “suibsidiariamente, es en el ámbito de la administración de los planes asistenciales del Estado Nacional y provincial, donde la demandante debe acudir para tratar de subvenir su afligente situación, canalizando sus apremiantes reclamos por las vías del sistema de la seguridad social” ya que el dramático cuadro social que sufre la actora “no puede ser resuelto por la Corte, toda vez que no es de su competencia valorar o emitir juicios generales de las situaciones cuyo gobierno no le está encomendado (Fallos 300:1282 y 301:771), ni asignar discrecionalmente los recursos presupuestarios disponibles, pues no es a ella a la que la Constitución le encomienda la satisfacción del bienestar general en los términos del art. 75 incs. 18 y 32 (conf. Arg. Fallos 251:53”.

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mantenerse sano y curarse38 o tratarse39 una dolencia, protegerse de la amenaza o de la

lesión proveniente de otro, acceder a una vivienda digna, entre otros, lo son- no pueden

albergarse dudas que merecen protección jurisdiccional y que esta debe ser dispensada

de la manera más expeditiva y eficaz posible.

Ciertamente que el rol que la Justicia está siendo llamada a desempeñar dista

mucho de lo que tradicionalmente se estimaba como parte natural de su competencia,

habiéndose extendido a materias originalmente ajenas pero que, por abdicación de los

restantes poderes del Estado, o de sus distintos órganos, hoy pretende la ciudadanía que

sea satisfecho por la Justicia40. Se enmarcan también en este orden de ideas, el rol

docente que se le adjudica a los pronunciamientos de los magistrados, en tanto pueden

ejemplarizar conductas o condenas, sin descuidar lo que Carlos Ghersi41 llama “el efecto

expansivo de las sentencias”, susceptible de convertirlo en un verdadero arquitecto social

por la incidencia que los criterios vertidos en el fallo tiene en la dinámica de la comunidad.

II. VIRTUDES.

Conforme lo define el Diccionario de la Lengua Española, virtud es el “hábito de

obrar bien, independientemente de los preceptos de la ley, por la sola la bondad de la

operación y conformidad con la razón natural”. Ahora bien, debe determinarse qué de ello

hay en la Justicia como poder del Estado y en los jueces como sus operadores

principales.

Por su parte, la minoría, representada por los Dres. Fayt y Boggiano sostuvieron que “la existencia de ese remedio asistencial [contenido en la ley 23746, reglamentada por decreto 2360/1990] no puede ser considerada sin más y en esta etapa liminar del proceso como suficiente para dar satisfacción a los derechos constitucionales en que se funda el presente reclamo, cuestión que impone dar curso a la presente demanda de amparo”, toda vez que aunque no es competencia de la Corte valorar o emitir juicios generales de las situaciones cuyo gobierno no le está encomendado, “una compresión de esta doctrina que negara la posibilidad de solicitar judicialmente y frente a un caso concreto, el efectivo reconocimiento de los derechos humanos en cuestión no puede compartirse.. Ello por cuanto no se están requiriendo en el caso medidas de gobierno de alcance general, sino sólo aquellas que a juicio de los peticionarios, darían satisfacción a sus derechos más primarios. En estas condiciones, dar curso al presente amparo tiende a posibilitar la efectiva preservación de los derechos invocados, en el entendimiento de que debe propenderse a la efectiva operatividad de los derechos humanos constitucionalmente consagrados y no generar situaciones que sólo conducirían eventualmente, a interpretarlas como extremos fundantes de responsabilidades patrimoniales del Estado”. 38 CSJN, Fallos, 323:3229. 39 CSJN, LL, 2001-F, 509. 40 Augusto Morello en “Perfil del juez al final de la centuria”, publicado en LA LEY 1998-C, 1246, afirma que “La asunción (por delegación, muchas veces forzada) de la función jurisdiccional pone a la magistratura en el anaquel público y la expone al fuego cruzado de los ruidos y a una sobreexpresión política que la acompaña en ciclos y para cierta clase de temas de gravedad institucional (movilidad jubilatoria, privatización de aeropuertos, rebalanceo de tarifas). Es cuando los jueces deben terciar de otro modo en los equilibrios tradicionales de los poderes y relativizar la separación de ellos y las zonas de reserva, acentuando el ejercicio discrecional de sus prerrogativas y facultades inherentes e implícitas (…). Todo lo cual suscita en el Poder Judicial (y se engolfa con notas más acusadas en la Corte Suprema) una situación endémica de conflictualidad (…) Lo que no podrá continuar es dejar que se anuble el cielo de la independencia, transparencia y ejemplaridad ética de los jueces que es lo que les resta confiabilidad y que, en el volcán de nada inocentes medios, agudiza la comprensión negativa de la Justicia”. 41 “”El rol y la funciones del Poder Judicial”, publicada en “Revista de contratos y obligaciones”, Ed. Abeledo-Perrot, p. 798/799.

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1. LO QUE LA SOCIEDAD DEMANDA42

Desde una primera aproximación, sabemos que su principal objetivo es administrar

justicia, con su implicancia de conocimientos técnicos, añadidos a un rol ideológico del

que no le es posible al juez desprenderse43. En cuanto a lo simbólico, el juez es el

garante de la aplicación del derecho que hace a la convivencia en paz, bajo las premisas

de legalidad44 y legitimidad. El rol y la función de los magistrados en tanto poder se

traduce, entonces, como de participación dependiente, se manifiesta por sus sentencias,

como partes del sistema e intenta realizar la justicia en el caso concreto preservando los

valores sociales y haciéndolos conjugar con sus valores individuales45.

Nadie duda que el cuerpo social está en crisis y la Justicia, en tanto es parte

integrante de aquel, también participa de esa situación46. Este fenómeno, que se

manifiesta por el incremento de las denuncias de insatisfacción47, reconoce diversidad de

motivos, entre los que se cuenta, de manera descollante, el atosigamiento de los

tribunales48. Esto último es, a su vez, la consecuencia de otros epifenómenos conexos,

42 Actualmente, los requerimientos sociales se identifican con los llamados “Estándares de desempeño de tribunales”, definidos por el National Center for State Courts, con la colaboración de la Oficina de Asesoramiento Judicial del Departamento de Justicia de los EEUU, pudiendo decirse que “los pertenecientes a “dos de las áreas de desempeño –‘celeridad procesal’ e ‘igualdad, imparcialidad y congruencia’-ponen énfasis en la misión fundamental de resolución de conflictos de los tribunales. Los de las tres restantes –‘acceso a la justicia’, independencia y responsabilidad’ y ‘confianza pública’- se centran preferentemente en el funcionamiento de la administración de justicia como organización y en su relación con otras organizaciones y con el público en general”. 43 Luis Fernando Niño, “Juez, institución e ideología”, en “La administración de justicia en los albores del tercer milenio” , compilada por Messuti y Sampedro Arrubla, Ed. Universidad, p. 219, dice: “si una ideología es un conjunto de ideas fundamentales que caracterizan el pensamiento de una persona, colectividad, época, movimiento cultural, religioso o político, no sólo reconozco que tengo una ideología, sino que desconfío de quien argumente carecer de ella, porque ha de ser un impostor o un mentecato”. 44 Este principio adquiere su mayor relevancia desde la perspectiva penal, consagrado por el art. 18 de la constitucional y por los arts. 9 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, 11 numeral 2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y 15 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Nelson Pessoa (“Estudio del Código Procesal Penal de la Provincia de Misiones”, ed. MAVE, Corrientes, 1998, p. 21 y sgtes.) identifica a la legalidad como una regla, formando parte del principio de oficialidad. Conceptualiza a éste diciendo que “en virtud de las reglas que gobiernan el proceso penal que nos ocupa, las funciones de perseguir y decidir están a cargo de órganos diferentes, y en última instancia, como enseña Baumann, en este tipo de proceso ‘toda actividad judicial presupone una acusación’”. Ahora bien, “ante la supuesta infracción de una norma penal, los órganos estatales encargados de promover la acción penal están obligados a hacerlo en virtud de la llamada regla de legalidad, sin tener posibilidad de evaluar algún tipo de conveniencia de promover o no la acción, pues en el sistema procesal que comentamos no rige la llamada regla de oportunidad”. Enrique Bacigalupo (“Principios constitucionales de derecho penal”, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 1999, 44 y sgtes.) señala que “en particular se reconocen cuatro prohibiciones como consecuencia de [el principio de legalidad]: de aplicación retroactiva de la ley (lex praevia); de aplicación de otro derecho que no sea el escrito (lex scripta); de extensión del derecho escrito a situaciones análogas (lex stricta); de cláusulas legales indeterminadas (lex certa). Cada una de estas prohibiciones tiene un destinatario preciso: la exigencia de lex praevia se dirige tanto al legislador como al juez; la de lex scripta, al igual que la de lex stricta, al juez; por último, la de lex certa tiene por destinatario básicamente al legislador y, subsidiariamente, al juez”. 45 Carlos Alberto Ghersi, “”El rol y la funciones del Poder Judicial”, publicada en “Revista de contratos y obligaciones”, Ed. Abeledo-Perrot, p. 798/799. 46 Rafael Bielsa, “Transformación del derecho en justicia”, ed. La Ley, p. 23, habla de un verdadero estado de quiebra del sistema judicial. Señala Peter Schuck, op. cit., p. 334, que “el poder judicial también se encuentra determinado tanto por los procesos como por las instituciones propias de la sociedad civil. En cuanto más se hallen diferenciados los intereses, los valores y los grupos sociales, mayor será la probabilidad de conflictos y de disputas entre ellos. Por supuesto, esto no necesariamente quiere decir que todos o la mayoría de estos conflictos deban ir a los tribunales, o incluso que revistan carácter problemático. Todo lo contrario.” 47 Augusto Mario Morello, “Poder judicial y función de juzgar”, LL, 1987-E, sección doctrina, p. 830; Rafael Bielsa, “Transformación del derecho en justicia”, ed. La Ley, p. 19. 48 Daniel Herrendorf, “El poder de los jueces”, Ed. Abeledo-Perrot, p. 187.

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como la atribución a los magistrados de un rol providencialista, el desplazamiento de

responsabilidad y la falta de eficacia49 del Estado. Los dos primeros han dado como

resultado un inusitado aumento de las expectativas sociales, depositadas en los jueces,

las que terminan por poner en jaque las posibilidades de respuesta que son, obviamente,

limitadas50.

En este orden de ideas, la sociedad exige, entre otras cosas:

* Justicia: bajo esta denominación genérica, la sociedad reclama satisfacción a sus

deseos y necesidades. Desde la perspectiva penal, pide castigo, sin que interese

demasiado el sistema de garantías constitucionales vigente en orden a hacerlo efectivo.

Más aún, se exige la aplicación de institutos que significan la imposición anticipada de

penas privativas de la libertad, minimizando principios como el de culpabilidad, de

inocencia, de defensa en juicio o del debido proceso. Así también, se advierte la

presencia de un relevante grado de incomprensión de la comunidad de las medidas y

pasos procesales a seguir en cada caso, ante lo que el ciudadano común tiene por

evidente. Tales críticas se ven azuzadas desde los medios de comunicación por quienes,

sin poseer mayores datos del caso o inspirados en oscuros intereses, no eluden efectuar

comentarios despojados del debido rigor, así como echando mano al consabido recurso

de encuestas en las que se proponen objetivos tan insusceptibles de ser sometidos a

comicio como la inocencia o culpabilidad de un individuo. En general, soslayan la vigencia

de un cúmulo de derechos y garantías –entre las que se encuentra la del debido

proceso51- que le asisten al imputado, sin que interese el grado de aberración o violencia

empleados en oportunidad del delito.

49 Bielsa, op. cit., p. 19. 50 Augusto Mario Morello, “Poder judicial y función de juzgar”, LL, 1987-E, sección doctrina, p. 831. 51 Es una garantía constitucional, genérica, político-especial. Se trata, como lo dice Juan Francisco Linares (“El debido proceso como garantía innominada en la Constitución Argentina”, Ed. Depalma, Bs. As., 1944, p. 144 y sgtes.), de un standard axiológico-personalista con una nota racional-ponderativa. Esto significa abandonar toda posibilidad de contextualizar al “debido proceso” como una garantía meramente procesal para incursionar en aspectos sustanciales del derecho de las partes. La noción excede lo instrumental para identificarse con el derecho material de los justiciables. Es genérica en cuanto protege todos los derechos y facultades que integran el concepto de libertad jurídica, cuya actuación le corresponde ejercitar al sujeto en el proceso. Constituye un standard, una fórmula elástica que se encuentra contenida en toda norma constitucional de competencia legislativa. El rasgo axiológico-personalista está presente porque mediante él se protege y garantiza un cierto grado de libertad jurídica individual que se estima justa. Es racional ponderativa porque la proporcionalidad exigida es trascendente al antecedente o supuesto de la norma jurídica legal. La garantía está conectada directamente a la norma constitucional porque permite la existencia del ámbito que autoriza el ejercicio de los derechos reconocidos por aquella. El debido proceso, en tanto tal, es esa frontera impuesta en protección del individuo para la pacífica realización de los derechos de los que es titular. Siendo que el modo natural de reclamar la actuación de los derechos vulnerados o de preservar los amenazados es el proceso, se fenomenaliza mediante la observancia de las limitaciones rituales que tiene el Estado -representado por el juez- frente al justiciable pero no se agota en ellas ni existe inmotivadamente, sino que su razón se inspira en la preservación del derecho del sujeto y trasciende la protección adjetiva para erigirse en resguardo del derecho sustancial. Es posible relacionarla con otras, también de índole material como lo es la garantía de igualdad (cfr. Linares, op. cit., p. 36). asegurada por la garantía del debido proceso, la que gana sustantividad, convirtiéndose en la garantía principal del arsenal protector de la libertad, por su flexibilidad y por su virtualidad de salvaguardar esa libertad en todos sus aspectos. A este respecto, manda con absoluta claridad, el art. 18 de la Constitución Nacional, que “ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio

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* Seguridad: se trata de un reclamo nacido a la luz del fenómeno de los delitos violentos y

se traduce en el pedido de aplicación de penas más severas para los infractores, la

disminución del régimen de garantías y beneficios para éstos, la imposición de sanciones

de cumplimiento efectivo, la punibilidad agravada de la reincidencia, la erradicación de la

impunidad como consecuencia de la ampliación del marco de vigencia de la ley penal52.

* Equidad53: ante la ausencia de disposiciones específicas, la comunidad suele echar

mano al sentido común, en la inteligencia que es lo mismo que equidad. Sin embargo,

previo fundado en ley anterior al hecho del proceso, ni juzgado por comisiones especiales, o sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa...”. Este principio, guarda contenidos susceptibles de ser relacionados con otros elementos, a saber, la imposibilidad de que los justiciables puedan ser privados de un derecho sin que se cumpla un procedimiento regular fijado por la ley; tal procedimiento, por lo demás, no ha de ser cualquiera, sino que debe ser el que verdaderamente le corresponde o, el debido; en orden a ello, debe proporcionar oportunidad suficiente al justiciable para participar con utilidad en el proceso que se le sigue, con las notas de razonabilidad y regularidad, lo que exige tener noticia fehaciente del trámite judicial así como de cada uno de los actos que lo componen, tener la posibilidad de ofrecer y producir pruebas y de ser oído. El imputado no puede ser condenado sin que antes haya sido sometido a un juicio en el que se hayan ponderado todos los elementos de cargo aportados por el Ministerio Público Fiscal, en su carácter de Titular de la acción y los de descargo, ofrecidos por la defensa. Asimismo, y a mérito de la vigencia de tratados internacionales incorporados directamente por nuestra Constitución al derecho positivo nacional, no es posible soslayar que también tiene el imputado, el derecho a la doble instancia, es decir, la facultad de recurrir las decisiones emitidas por el órgano jurisdiccional inferior por ante un órgano superior, en aras de asegurar el pleno ejercicio de su derecho. Todas las etapas deben ser rigurosamente observadas, sin que sea posible obviar el cumplimiento de los trámites procesales imprescindibles para que la condena o absolución que eventualmente recaiga sea dictada en el marco de un juicio regularmente llevado. El derecho que asiste a todo justiciable de ser sometido al debido proceso constituye la vía para garantizar su defensa en juicio. Sin dudas, que se encuentra íntimamente ligado al primero, pues no es sino a través de su cumplimiento que se actualiza el segundo. El sólo hecho de ser el autor de un delito no despoja al individuo, dentro de un estado de derecho, de los atributos elementales de los que se halla investido. Sostener lo contrario, significaría retrotraer la situación jurídica de los habitantes del país a etapas pretéritas, ya hace largo tiempo superadas, y volviendo a sistemas de administración de justicia primitivos, que autorizaban desde la retribución en igual medida del delito cometido hasta el linchamiento popular del delincuente. La justicia por mano propia ha sido felizmente erradicada del ordenamiento jurídico argentino, dejando incólume, empero, aquellos casos en los que, cuando las circunstancias lo hacen necesario, autorizan el empleo de la fuerza para repeler otra fuerza injusta inminente. En lo atinente a la privación de la libertad como medida para prevenir el alejamiento de una persona de la sede jurisdiccional, durante la tramitación del proceso, y desde una perspectiva eminentemente constitucional, sólo se justifica por razones de seguridad, sin que pueda ir más lejos de lo absolutamente indispensable para asegurar los fines del proceso penal. Se trata de medidas excepcionales y de aplicación restrictiva, no siendo posible que se admita su funcionamiento como una suerte de pena anticipada ni exceder el marco de una situación provisoria. Ello explica que el instituto de la excarcelación tenga arraigo constitucional, en calidad de verdadera regla, porque la privación de la libertad antes del dictado de la sentencia no puede mortificar sino en la medida estrictamente necesaria para la seguridad. La excepción es la privación de la libertad del imputado, a través del instituto procesal de la prisión preventiva (cfr. Luigi Ferrajoli, en “Derecho y razón”, Ed. Trotta, Madrid, 5º edición, 2001, 549, destaca la vigorosa relación existente entre la presunción de inocencia y la garantía de libertad del imputado). Son, entonces, derechos que se encuentran expresamente contemplados en la Constitución nacional y provincial, por lo que no pueden ser obviados en la ley penal de fondo ni de forma, ni, mucho menos, por los jueces en su calidad de primeros obligados a observarlas y aplicarlas. El Juez debe hacer Justicia, conforme se lo demanda la sociedad agredida, pero sin vulnerar el derecho de defensa del imputado. 52 Como lo precisa Manuel Canció Meliá en “Dogmática y política criminal en una teoría funcional del delito”, publicado en “Conferencia sobre temas penales”, Universidad Nacional del Litoral y Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2000, p. 133, es evidente que un elemento esencial de la motivación del legislador a la hora de aprobar una norma punitiva está en los efectos simbólicos obtenidos mediante su mera promulgación. Lo que sucede es que la denominación “derecho penal simbólico” “tan sólo identifica la especial importancia otorgada por el legislador a los aspectos de comunicación política a corto plazo en la aprobación de las correspondientes normas. Y esos efectos incluso pueden llegar a estar integrados en estrategias mercado-técnicas de conservación del poder político, llegando hasta la génesis consciente en la población de determinadas actitudes en relación con los fenómenos penales que después son satisfechas por las fuerzas políticas”. 53 Jorge Joaquín LLambías, en su clásica obra, “Tratado de derecho civil”, Parte General, T. I, p. 90 y sgtes., ed. Perrot, Buenos Aires, décimo cuarta edición, destaca que “la equidad es la versión inmediata y directa del derecho natural, o como dice Savatier, ‘el derecho natural interpretado objetivamente por el juez’(…) De aquí se sigue que la equidad ampara los bienes fundamentales del hombre cuya privación trae consigo la pérdida de la existencia o condición humanas”. Atento a su naturaleza de fuente de derecho, apunta LLambías –en relación al eventual conflicto entre ley y equidad- que “como la equidad aplicada en todo y por todo puede quebrantar la seguridad de la ley positiva, a veces cuando el bien que pueda quebrantar o menoscabar la ley no sea primordial para

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nada tiene que ver el sentido comúnmente asignado a este concepto con el que en rigor

tiene, a saber, la materialización de la Justicia como valor en el mundo imperfecto de los

hombres54.

* Paz social: se trata de un valor expresamente declarado en la norma constitucional y al

que, legítimamente, aspira la comunidad. En este contexto, los delitos violentos y la

insatisfacción resultante de los deberes estatales no cumplidos, entre otros fenómenos,

implican una vulneración a este objetivo que los jueces son llamados a enmendar55.

* Eficacia: es considerada un valor de comparación y constituye una derivación de la

capacidad de la organización para adaptarse a las necesidades de su entorno,

insertándose en el tejido social y resguardando su estabilidad interna. Ninguna

organización puede abstraerse de su medio, y ésta es, por consiguiente, una manera de

considerar la eficacia de las organizaciones. Eficacia, entonces, es entendida como

capacidad de adaptación que permite alcanzar los objetivos organizacionales; eficiencia,

en cambio, se traduce, a igualdad de objetivos y de adaptación, en una resolución más

económica y más rápida. Esta última no se erige en un objetivo del sistema sino, antes

bien, en un condicionante de su aceptación como institución. El Poder Judicial, como

organización, no es abierto, por lo tanto no está diseñado para tener interacciones

constantes e intensas con sus ambientes externos y para responder rápida y

flexiblemente a la información nueva que le concierne. Esto porque su capacidad de

adaptación -en otros términos, su eficacia- ha mermado, al grado de haberse convertido el

servicio que presta en una intervención poco considerada y confiable a los ojos de los

ciudadanos.

Desde el punto de vista de los valores, la Justicia tiene jerarquía superior a la

eficiencia: una sentencia eficaz, en tanto ha zanjado el conflicto intersubjetivo, ha de ser

la existencia y dignidad del hombre, la prudencia aconseja que ceda la equidad ante la ley para que se salve el orden de la sociedad. Otra cosa ‘sería una obstinación injusta de la justicia, porque pretendería mantener perpetuamente una sociedad en estado deplorable –de inseguridad jurídica- por no privar de su derecho a un individuo”. 54 Fucito, op. cit., p. 72 y sgtes., define al entuerto bajo el título “¿Qué libertades debe tener un juez”, en referencia a la controversia suscitada entre “seguridad (ajuste a la legislación) y equidad (facultades para moderarla en el caso particular)”. Aduce que “el problema teórico de esta posición es, sin duda, el control del juez equitativo. Pero la Justicia está formada por seres humanos, y la ‘ley objetiva que abarca todos los casos posibles’ es propia de una concepción muy primitiva de la codificación, o de una fantasía jurídica”. 55 Dardo Pérez Gilhou en “El poder judicial: órgano político y estamental”, publicado en “El Poder Judicial”, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1989, p. 78, con cita de Jean Dabin, inscribe este ítem dentro de los objetivos políticos del Poder Judicial: “zanjar conflictos, no sólo pertenece al orden políico cuando se hace por vía de autoridad, sino también por medio de sentencia, en la medida en que la función es necesaria a la realización de los fines de orden político, entre los que figura la pacificación, la paz entre los hombres”. Augusto Morello en “Perfil del juez al final de la centuria”, publicado en LA LEY 1998-C, 1246, expresa que “el arte de juzgar, realizar la función de discernir justicia en el caso concreto, y actuar como fiador de la efectividad de las garantías, su espesor, modalidades, responsabilidad política y participación social como garante no sólo de la Justicia sino también de la paz social, ha cobrado otra altura, un nuevo registro. Es en el presente uno (el otro es su indisoluble asociado y escudero, el abogado) de los operadores más activo y dinámico del Derecho. Esa escalada en su misión social, imagen y responsabilidad, o, para decirlo en breve, de protagónico activismo se despliega en un doble escenario en el que él actúa: a) en el andamiaje del Poder, y b) en la cambiante y acelerada comunidad, que ambos son los contextos en los que trasciende su quehacer y desarrolla su vocación”.

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también eficiente, en tanto sea oportuna, pues una sentencia tardía, extravía su sentido

reparador a medida que se aleja en el tiempo. Un poder judicial eficiente adquiere

posibilidades ciertas de ganar peso institucional y de recuperar el prestigio perdido, en

tanto logre realizar el valor Justicia pues la falta de credibilidad de la gente en el sistema

de Justicia resquebraja la confianza en el régimen democrático y tiene consecuencias que

se extienden al ámbito institucional y económico, entre otros56 .

2. VIRTUDES DE LA JUSTICIA COMO PODER DEL ESTADO57

Dice Santo Tomás58 que la Justicia es el “hábito por el cual, con perpetua y

constante voluntad es dado a cada uno su derecho”, agregando que “la materia de la

justicia es la operación exterior según que la misma o la cosa de que se hace uso tiene

respecto de otra persona la debida proporción” y, por esto, “el medio de la justicia consiste

en cierta igualdad y proporción entre la cosa exterior y la persona exterior. Luego, en la

justicia hay un medio real”. Es por ello que Tomás Casares59 enfatiza que “la materia a la

cual se refiere la disposición de la voluntad en la virtud de la justicia es el derecho; aquello

que pertenece a otro”. En el acto de la virtud de justicia hay el reconocimiento de una

pertenencia ajena, de una propiedad, de la dependencia de algo con respecto a alguien, a

mérito de lo cual, el derecho es el objeto de la virtud de la justicia, no en relación al sujeto

que practica esta virtud sino con respecto a la relación misma que se establece en esa

práctica; relación con otro en cuanto tal. La justicia no es una virtud primordialmente

referente a la perfección del sujeto, no obstante que siempre una virtud practicada

perfecciona a quien la practica. Lo que ésta procura es un orden de relaciones que se

actualiza fuera del sujeto y no depende sustancialmente de la íntegra perfección moral del

mismo, constituyéndose en virtud -en tanto perfección del sujeto- en cuanto lo dispone

para la realización de los actos que el establecimiento y subsistencia de ese orden exige.

A esto apunta la Justicia, mediante la instrumentación a tal fin, del derecho y, por ende,

del obrar de sus operadores directos, entre los cuales se destaca el juez como actor

protagónico, pues, según afirma Alf Ross60, “como principio del derecho, la justicia

delimita y armoniza los deseos, pretensiones e intereses en conflicto en la vida social de

la comunidad. Adoptando la idea de que todos los problemas jurídicos son problemas de

56 Rafael Bielsa, “Transformación del derecho en justicia”, ed. La Ley, p. 13. El mismo autor, en “La independencia de los jueces y el funcionamiento de los tribunales”, La Ley, 1992-D, 929, destaca que “si la jurisdicciones puesta en manos de jueces para asegurar con su calificación la eficacia del ordenamiento jurídico, entonces en la eficiencia con que sea cumplida esta misión es donde brilla con nitidez la legitimación de su autoridad”. 57 Señala Rafael Bielsa, en “Jueces, gobierno y política: el debate hoy”, LL, 1999-E, 1204, que “Así como la verdad es la primera virtud de los sistemas de pensamiento y una teoría que no sea verdadera debe ser descartada, la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, y si éstas son injustas deben ser abolidas”. 58 “Suma Teológica”, 2ª , q. 58, art. 1 y 10. 59 “La Justicia y el Derecho”, ed. Abeledo-Perrot, tercera edición actualizada, p. 21. 60 “Sobre el derecho y la justicia”, ed. EUDEBA, Buenos Aires, 1963, p. 261.

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distribución, el postulado de justicia equivale a una demanda de igualdad en la

distribución o reparto de las ventajas o cargas”.

El obrar del Poder Judicial se endereza a consagrar la seguridad, la equidad, la paz

social y, esencialmente, la Justicia, ostentando simultáneamente distintos roles, a saber,

el de ser un poder político61, garante de la libertad62, de la seguridad jurídica63 y de la paz

social64 y ello la torna socialmente valiosa.

61 No ofrece reparos la circunstancia de que le cabe al Poder Judicial, algún tipo de protagonismo político que no puede ser obviado, so riesgo de caer en una inconsistente negación de la realidad. Dicha calificación merece la actuación de la Justicia en casos en los que debe decidir la suerte de debates generados alrededor de cuestiones eminentemente políticas y a los que corresponde proporcionar una respuesta de naturaleza jurídica. El juez, es cierto, tiene vedado hacer apreciaciones políticas, pero, no guarda menos relevancia el hecho de que, sometido a su conocimiento un conflicto de aquella índole, no puede omitir pronunciarse sobre la materia en debate. Su deber como magistrado es decidir, pasando la cuestión política por el tamiz jurídico y proporcionar la solución al caso concreto. El “poder político y poder de creación del ordenamiento jurídico son la misma cosa, reconociéndose en aquel el supremo poder del Estado (poder constituyente) o el poder legislativo ordinario (poder constituído): ambos se refieren a la potestad normativa, de ordenación, que puede estar depositada en órganos que actúan con poder de establecer o en órganos que actúan con poder de impedir. Por ello es que tiene también poder político quien asume la potestad de evitar la aplicación de las normas, tal como lo hace el Poder Judicial mediante la declaración de inconstitucionalidad. Es un poder o facultad d’empêcher, o sea de contener a los otros poderes, que se traduce en la no aplicación al caso de la norma estimada violatoria de la Constitución nacional” (cfr. Vanossi, “Teoría constitucional”, ed. Depalma, T. II, p. 185). Hablar de justicia política no tiene que implicar, por fuerza de la necesidad, un disvalor, sino que todo dependerá del tipo de judicatura y de la índole de la política de que se trate. Si se advierte que justicia política puede significar también la acción de gobierno de los tribunales para aplicar el derecho justo dictado por la autoridad competente, y contribuir así a la obtención de los valores del mundo jurídico-político (paz, orden, cooperación, solidaridad, libertad, justicia, etc.) que producen el bien común, el rótulo a que aludimos adquiere un sentido completamente distinto. Se trata de la acción de alta política que puede llegar incluso a descartar al derecho injusto e inconstitucional como derecho inválido (Néstor Pedro Sagués, “Política y apoliticidad de la decisión judicial”, LL, 1981-D, 943, Sec. Doctrina). Rafael Bielsa sostiene, en “Jueces, gobierno y política: el debate hoy”, LL, 1999-E, 1204, que “Hablar del trabajo de los jueces es hablar de temas estrechamente relacionados con cuestiones de gobierno y con problemas políticos”. No puede negarse, a esta altura de la evolución del pensamiento jurídico-político que el ordenamiento normativo vigente en un Estado así como la actividad desplegada por sus órganos de poder se cumplen bajo un techo ideológico de corte eminentemente político, no resultando extraño el Poder Judicial -y, por ende, sus pronunciamientos- a estas circunstancias que lo trascienden y en las que se encuentra inmerso. Ello conduce a afirmar que el Poder Judicial es político en cuanto constituye un departamento del Estado y sus manifestaciones deben proyectar la concepción doctrinaria que impregna a la legislación y a la actividad estatal. Los siguientes son claros ejemplos de esta naturaleza política de la que participa la actividad jurisdiccional: el control de constitucionalidad y el rol de intérprete final de la Constitución. Este último es el papel que, desde antaño, la Corte Suprema de Justicia de la Nación se ha adjudicado a sí misma, asumiendo el carácter de exegeta último de la Constitución, trasluciendo un papel político innegable. Sus decisiones coadyuvan a delinear los rasgos fundamentales de la arquitectura estatal y son susceptibles de delimitar los ámbitos de poder de cada uno de los órganos del gobierno, habida cuenta que resulta competente para dirimir las controversias suscitadas entre los demás departamentos del Estado. La sentencia judicial, como lo puntualiza Sagüés (“Política y apoliticidad de la decisión judicial”, LL, 1981-D, 946 Sec. Doctrina), es un acto político pues constituye un acto estatal, consiste en un acto de gobierno, más precisamente, una decisión, un acto de programación de acción, de poder y que trasmite su influencia en el comportamiento de un sector social representado por las partes. En igual sentido, Ronald Dworkin, op. cit., p. 155. Lo que debe ocurrir, en aras de despejar el sombrío panorama que puede arrojar la identificación del Poder Judicial como poder político, es actuar la distinción entre lo que constituye la actividad partidaria de la actividad política. En el ámbito de esta última, es legítimo que se desenvuelva el Poder Judicial, mas resulta inadmisible que lo haga en el de la primera. Rol político no significa rol partidario. Cabe añadir que si tenemos por cierto que la Constitución Nacional contiene también un programa político, munido de un contenido ideológico que lo inspira y orienta y si, a su vez, los jueces, son los guardianes de esa misma Constitución, no cabe sino concluir que los pronunciamientos de los magistrados están necesariamente dotados de sustancia política que deviene legítima e irreprochable. La significación política que el Poder Judicial tiene dentro de la estructura del Estado es innegable. Ahora bien, ¿cómo se traduce ello dentro de la dinámica estatal? Pues a través del rol moderador de los otros poderes que le cabe a los Magistrados. En este sentido, asevera Vanossi (“Teoría Constitucional”, Ed. Depalma, T. II, p. 52/53) que “La presencia de una autoridad ajena a las posibilidades conflictuales resultantes de la tarea de hacer, ejecutar y aplicar la ley, es considerada suficiente garantía para mantener en su sitio a los órganos encargados de cumplir con esas funciones y que, por su naturaleza, están inclinados al desborde institucional. En algunos casos, las tensiones propias de un sistema así concebido -en que el poder debe contener o frenar al poder- ocasionan mayores desajustes que los previstos normalmente en el cauce constitucional y entonces, sólo un poder que está más allá de los roces de los otros poderes puede cumplir la función de árbitro o moderador”. Agrega luego que “La función

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morigerante que hoy cumple el Poder Judicial en los sistemas que admiten su jerarquía institucional como Poder de Estado es la última garantía en la que aún se confía después de observarse la atrofia de los demás resortes previstos en nuestro Estado de derecho. Y esto ya fue percibido por Bartolomé Mitre, cuando en oportunidad de su mensaje legislativo del 1º de mayo de 1863 pudo declarar enfáticamente que el gobierno ‘se había penetrado de la necesidad de completar nuestro sistema político e instaló la Corte Suprema de Justicia Federal, que tan grande y benéfica influencia está destinada a ejecutar en el desenvolvimiento de las instituciones, como un poder moderador. La Corte misma, sin estridencias, pero con la silenciosa fuerza persuasiva de sus fallos, se autocalificó desde un primer momento: Un tribunal, al que se fijan reglas de criterio y a que se hace responsable, no será nunca, no podrá ser, aunque quiera, un tribunal arbitrario. El Poder Judicial, por su naturaleza, no puede ser jamás el poder invasor, el poder peligroso, que comprometa la subsistencia de las leyes y la verdad de las garantías, que tiene por misión hacer efectivas y amparar (Fallos, 12-134, 154)’” (Vanossi, op. cit., p. 58/59). Más aún, como bien lo afirma Augusto Morello (“El Estado de Justicia”, ed. LEP, p. 127) “… las Cortes, además de consolidar la seguridad y las bases más sólidas del Estado de Derecho, también ejercen el gobierno”. Por lo demás, no debe olvidarse que “En la doctrina y en la práctica norteamericana el verdadero poder moderador radica en la función de control constitucional que asumen los integrantes del Poder Judicial” (Vanossi, op. cit., p. 73). La alta tarea de moderar las manifestaciones de los restantes departamentos del Estado, implica equilibrar sus propias relaciones de poder, entre sí mismos y frente a la sociedad. El papel que, en tal sentido, le corresponde desempeñar a la Justicia adquiere allí, la trascendencia política que le asigna la constitución y que están obligados a reconocerle los restantes poderes estatales. Según se encarga de puntualizarlo Linares Quintana (Op. cit., p. 405), no existe duda que la función de resolver los conflictos entre los individuos es una de mas más antiguas; pero uno de los acontecimientos más trascendentales en la evolución de las instituciones humanas es la diferenciación de juzgar de la de hacer la ley, lo que no ocurre hasta el Estado Moderno, como corolario de la afirmación del principio de la división de los poderes gubernativos, expuesto teóricamente por Montesquieu -quien afirmara que no hay libertad si el poder de juzgar no está separado del poder legislativo y del poder ejecutivo- y llevado a la práctica por la Constitución de los Estados Unidos de América, que consagra la concepción de que la función judicial asume en el Estado constitucional la jerarquía de un verdadero poder público, en el mismo plano que los poderes políticos: el legislativo y el ejecutivo, con la misión trascendental de ejercer el control de constitucionalidad, a la vez que base del Estado federal”. Por su parte, Frankfurter (“Distribution of judicial power between United States and States Courts”) afirma con certeza que “la indispensabilidad del sistema judicial federal para el mantenimiento de nuestro esquema federal, puede ser considerado como un postulado político”. 62 En un medio jurídico/político/social tan complejo no es posible soslayar la estrecha relación que tienen los diferentes elementos que se entrelazan en la vida comunitaria. No nos es permitido siquiera predicar que existen fines sociales o políticos tan asépticos que pretendiendo alcanzar algunos no sean afectados los otros. Esto es impensable. Si se tiene en cuenta que luego de la caída del absolutismo la primera institución en la que se depositó una acotada pero no menos efectiva responsabilidad en la preservación y defensa de los recién reconocidos derechos de los ciudadanos frente al poder Político -antes encarnado en el rey y luego en las mismas representaciones populares- fue el Poder Judicial, se llega a la conclusión que no es sencillo distinguir la actividad de los jueces de la tarea de protección de derechos que se presenta como consustancial a ellos. Es que la tarea del magistrado no fue solamente la de decir el derecho, no obstante que, por prevenciones derivadas de la desconfianza, a ello pretendieron circunscribirla los revolucionarios de 1789, sino que siempre fue más allá, esforzándose por interpretar el sentido de las normas aplicables, conforme a las particulares circunstancias de la causa. Si de algo debe preciarse el Poder Judicial es el de haber sido, en su génesis, el reservorio de las libertades amenazadas. A él debían acudir los ciudadanos perseguidos para ejercer o proteger sus derechos, desnudando el primigenio y desigual enfrentamiento entre individuo y Estado, con la pretensión de equilibrarlo. Con mayor claridad aún se advierte el cumplimiento de este rol institucional, si se pone el acento en que las cuestiones confiadas a la decisión de los jueces no se limitaron a los conflictos entre particulares sino que se les llegó a atribuir la facultad de calificar la constitucionalidad de las normas generales emanadas de los poderes políticos del Estado cuando éstas infligiesen algún menoscabo a los ciudadanos. Afirma Antonio-Enrique Pérez Luño en “La universalidad de los derechos humanos y el Estado constitucional”, ed. Universidad Externado de Colombia, Serie de Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho, nº 23, p. 72, que “uno de los presupuestos insoslayables informadores del Estado de derecho es la de la sumisión de la actividad de los poderes públicos al control de tribunales independientes. En el Estado de derecho, la garantía jurídica del status de los ciudadanos se desglosa en dos instancias fundamentales: 1) una estática, conformada por la definición legal de los derechos y deberes cívicos, así como de las competencias y procedimientos operativos de la Administración; 2) y otra dinámica, que se materializa en la justiciabilidad de la Administración, es decir, en la posibilidad de que los ciudadanos puedan plantear ante los tribunales sus quejas, por eventuales transgresiones de la legalidad por parte de los poderes públicos en aquello que suponga lesión de sus derechos”. 63 Dice al respecto Rodolfo Vigo (“Interpretación jurídica”, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 270), con cita de Atienza, que “por seguridad jurídica en sentido estricto debe entenderse la capacidad de un determinado ordenamiento jurídico para hacer previsibles, es decir, seguros, los valores de libertad e igualdad. Esto quiere decir que la seguridad –en este tercer nivel que presupone los anteriores- se concibe esencialmente como un valor adjetivo respecto de los otros dos que componen la idea de justicia. Entendida de esta forma, creo que puede evitarse un uso ideológico de la expresión seguridad jurídica que se basa precisamente en la substanciación de este concepto”. 64 No resulta ocioso el orden en que el Constituyente original ha enunciado el objeto perseguido en la Carta Magna Nacional, esto es “afianzar la justicia, consolidar la paz interior...”. Por cierto que el significado de aquella paz buscada contemplaba aquietar los ánimos belicosos derivados de las guerras intestinas que dejaron su impronta en la época, mientras que en la actualidad, su contenido se identifica más con la doméstica tranquilidad que debe reinar en la vida cotidiana de la sociedad a los efectos de permitir que cada uno de los ciudadanos que la componen desplieguen con eficacia sus respectivos roles. Aún así, la paz social,

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3. VIRTUDES DE LOS JUECES COMO OPERADORES PROTAGONICOS DEL

SISTEMA DE JUSTICIA

A. VIRTUDES EN GENERAL

Todo juez debe participar de las virtudes que, en general, debe portar un buen

hombre y que, desde el punto de vista de la filosofía, pueden enunciarse como cardinales,

a saber, prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Tampoco parece extraño exigir al

magistrado la idoneidad consagrada por el art. 16 de la Constitución para el

desempeño de su cargo. Mas ello, sin dudas, no es suficiente, sino que tal perfil

requiere ser, a la vez, concretado en cuanto a su contenido y completado con otras

virtudes, específicas e igualmente necesarias.

B. VIRTUDES ESPECIFICAS

Primera entre ellas y comprensiva de otras virtudes derivadas, es la

independencia65, con la particularidad que es el juez al único a quien se le exige

titularizarla66.

como valor, es inmutable. Ninguna comunidad progresa en un ambiente de caos y temor. La seguridad, es cierto, debe estar garantizada, pero no como un fin en sí mismo, sino como el natural resultado de la preexistencia de un régimen de justicia y con el objetivo de preservar la paz de la comunidad toda. La seguridad, por sí, es un objetivo vacuo que para nada sirve como no sea para mantener una atmósfera caracterizada por lo meramente estático. 65 Definida por Peter Schuck op. cit., p. 328, como “la libertad de los jueces para adelantar sus propios procedimientos y acceder, de este modo, a ciertas decisiones particulares sin tener en cuenta los deseos o las presiones de otros actores estatales al igual que otros grupos sociales de poder (…) esta libertad debe ser tanto estructural como cultural –esto es, los jueces deben disfrutar tanto de mecanismos de protección formal que puedan ser invocados contra amenazas a la independencia, como de mecanismos de protección que emerjan de los valores informales y de las tradiciones que se encuentran inmersas en la sociedad-“. Por su parte, Juan Fernando Segovia, op. cit., p. 145, caracteriza la independencia como una de las notas típicas del Poder Judicial, “resultante del principio de especialización del Estado de derecho”, agregando que “solamente cobra validez la ‘independencia política’, que se expresa básicamente de dos modos: orgánico institucional, objetiva, relativa al órgano judicial como poder que se mantiene independiente (separado) frente a los otros poderes del gobierno; y orgánico funcional, subjetiva, personal, que evoca la independencia del juez en el caso concreto (…) Esta independencia (…) no es absoluta, pues el Estado de derecho, de modo general, reclama la sujeción del juez a la ley (dependencia orgánico-funcional), al tiempo que nuestro ordenamiento constitucional determina ciertos controles institucionales de los otros poderes sobre el P.J. (dependencia orgánico-institucional)”. Rafael Bielsa en “La independencia de los jueces y el funcionamiento de los tribunales”, La Ley, 1992-D, 929 la define como “la ausenta de sumisión a instrucciones diferentes de la ley, de cualquier tipo que fueren”. La independencia judicial está expresamente consagrada en los arts. 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; XXVI de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, entre otros instrumentos internacionales. Asimismo, la incorporan de modo específico los “Principios básicos relativos a la independencia de la judicatura”, Adoptados por el Séptimo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, Milán, 1985, y confirmados por la Asamblea General de las Naciones Unidas en sus resoluciones 40/32 de 29 de noviembre de 1985 y 40/146 de 13 de diciembre de 1985. 66 Se interroga Aída Kemelmajer de Carlucci en “Etica de los jueces. Análisis pragmático”, Publicado por la Academia Nacional de Derecho, “¿Por qué sólo se habla de la independencia del Poder Judicial? ¿Por qué no se habla de la independencia del Poder Legislativo ni del Poder Ejecutivo? D'Alessio responde que ello obedece a la gran diferencia de roles. "Los poderes ejecutivo y legislativo son reflejo de la opinión mayoritaria de la población; son los poderes que, gracias a que el sistema republicano es también democrático, reciben un mandato para hacer prevalecer las ideas y los intereses de la mayoría de los ciudadanos. Sin embargo, no es ninguna novedad que en la historia de la democracia la simple consideración de intereses y concepciones mayoritaria puede resultar gravemente lesiva hacia el sector restante de la población: la minoría. Por eso, la Constitución consagra un sistema de garantías; precisamente para ponerlo como valla hacia el ejercicio del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo, tanto en la creación de las leyes como en su ejecución y reglamentación. Son los jueces quienes están llamados a hacer efectivo el vallado de garantías que la constitución pone al ejercicio del poder mayoritario; en otros términos, el poder judicial es el necesario balance hacia el poder de la mayoría".

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Ya Locke67 advertía sobre la necesidad de la presencia de “... un juez reconocido e

imparcial con autoridad para resolver todas las diferencias, de acuerdo con la ley

establecida”. En su pensamiento, conforme lo señala Sagüés68, la función judicial estaba

conferida a magistrados dependientes de lo que se consideraba el auténtico poder

supremo, esto es, el legislativo. Nutrido de tal perspectiva, Montesquieu elaboró el modelo

político de división de poderes69, con arreglo al cual los jueces debían ser personas

salidas de la masa popular, periódica y alternativamente designadas de la manera que la

ley disponga, las cuales formen un tribunal que dure el tiempo que exija la necesidad,

obteniéndose así que el poder de juzgar -“tan terrible entre los hombres”- no sea una

función exclusiva de una clase o de una profesión. Este autor caracterizaba la tarea del

magistrado como la de un mero exteriorizador de la palabra de la ley, era sólo una

presencia y una voz, visión que puede entenderse desde la profunda desconfianza que

generaba en los revolucionarios el antiguo perfil del juez del régimen absolutista,

inocultablemente identificado con los excesos monárquicos y con los intereses de la

aristocracia. Sin embargo, a diferencia de su inspirador inglés, Montesquieu propugnaba

la operatividad del poder de juzgar, en un marco de relativa independencia y con el

definido objeto de defender la libertad, para lo cual debía estar claramente deslindado

tanto del poder ejecutivo como del legislativo, exigiendo, en concordancia con el modelo

socio político proyectado, que los jueces fueran de la misma condición del acusado, sus

iguales.

Según Vanossi70 “El aporte francés llevó a resaltar la independencia del Poder

Judicial, la inamovilidad de los magistrados y la necesidad de preservarlo a la vez del

poder popular y del ejecutivo, pero es mérito de los americanos el robustecimiento de la

autoridad judicial como árbitro de la división del poder, tanto la división horizontal -por

funciones- cuanto la vertical o territorial, el decir, el federalismo. Es en U.S.A. donde el

poder moderador, sin mencionarlo como tal, terminará siendo arrebatado de las manos

ejecutivas para reposar, finalmente, en la Corte Suprema y en los jueces inferiores... no

era necesario crear otro poder ni inventar sucedáneos de una corona moderadora; bastó

con conferir la plenitud jurisdiccional a los jueces, para que éstos -y más particularmente

su cabeza visible: la Corte Suprema- ocuparan ese vacío de poder y se desempeñaran,

entonces, no sólo como meros dispensadores de justicia distributiva, sino a la vez que

67 John Locke, “Ensayo sobre el gobierno civil”. 68 Néstor Pedro Sagués, “La naturaleza del poder judicial y su influencia en los mecanismos de selección de los magistrados”, citado por Pérez Guilhou en “El Poder Judicial: órgano político y estamental”, en “El Poder Judicial”, Ed. Depalma, págs. 71 y siguientes. 69 “El espíritu de las leyes”. 70 “Teoría Constitucional”, Ed. Depalma, T. II, p. 60.

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ello, como poder político, entendiéndose por tal no necesariamente el poder de establecer

(pouvoir d’etablir), más bien el poder de impedir el avance de lo inconstitucionalmente

establecido por los otros dos poderes políticos: me refiero, como es natural, al pouvoir

d’empêcher”. Pero, como lo afirman Bielsa y Graña71, “las disposiciones escritas, con ser

necesarias, no son suficientes para garantizar una independencia efectiva en el ejercicio

de sus funciones prevalecientes por los integrantes de este poder del Estado.- La

magistratura no puede depender sólo de separaciones delineadas en el papel, ni confiar

en que esas barreras detengan los previsibles intentos del espíritu del poder.- Para

evitarlo, es menester proporcionar a todos los órganos-individuo del Poder Judicial medios

constitucionales –aunque también motivaciones personales– que sirvan para dicho

propósito…”72.

Dice Julio Maier73 que “la llamada independencia judicial es una función ideal de

imparcialidad en la tarea de juzgar o del calificativo de imparcial que integra la definición

de la palabra juez (…) salvo los valores ético-sociales que presumiblemente encarna la

ley, comunes a todos y base de la igualdad de todos frente a ella, el calificativo ‘imparcial’,

aplicado a la definición de un juez, o la nota de ‘imparcialidad’, aplicada a la definición de

su tarea, equivale a exigir de él o de ella la nota de neutralidad. Neutralidad, a su vez,

significa, básicamente, apartamiento de los intereses defendidos por quienes

protagonizan el conflicto a decidir (in-partial) y ausencia de prejuicio o interés particular

alguno frente al caso a decidir (objetividad)”74.

Empero, la nota de independencia reclamada no deja de presentar contradicciones,

como lo advierte Binder75, al señalar que “En muchas ocasiones, por ejemplo, se les pide

a los funcionarios una participación directa en los asuntos y que rechacen la delegación

71 Op. cit., p. 160. 72 Establecen los “Estándares de desempeño de tribunales”, definidos por el National Center for State Courts, con la colaboración de la Oficina de Asesoramiento Judicial del Departamento de Justicia de los EEUU, una inescindible unidad entre independencia y responsabilidad, señalando que “son condiciones para el imperio de la ley, el acceso a la justicia y la oportuna resolución de conflictos con igualdad, imparcialidad y congruencia. Engendran confianza en el público. Los tribunales deben controlar, al mismo tiempo, sus propias funciones y demostrar respeto por las otras ramas del gobierno en el ejercicio de las que a ellas les corresponden.- La independencia judicial está destinada a proteger los derechos individuales contra el uso arbitrario del poder del Estado y asegurar la vigencia del Estado de Derecho, y ambas funciones definen la política judicial y legitiman sus reclamos de respeto”. 73 “Independencia judicial y derechos fundamentales”, publicado en “Primeras Jornadas Internacionales de Derechos Fundamentales y Derecho Penal”, AAVV, por la Asociación de Magistrados y Funcionarios Judiciales de la Provincia de Córdoba, 2002, p. 173 y siguientes. 74 Se consigna en los “estándares de desempeño de tribunales”, definidos por el Nacional Center for State Courts, con la colaboración de la Oficina de Asesoramiento Judicial del Departamento de Justicia de los EEUU, que “la igualdad y la imparcialidad demandan igual trato bajo el imperio de la ley”. Por su parte, indica Benjamín Cardozo, op. cit., p. 89, que “uno de los intereses sociales más fundamentales es el de que el Derecho sea uniforme e imparcial. No debe haber nada en su acción [del juez] que sepa a prejuicio o favor, ni aún a capricho arbitrario o antojo”. Pone de manifiesto Enrique Bacigalupo en “El debido proceso penal”, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2005, p. 93, que “la imparcialidad del tribunal (exclusión del iudex suspectus) constituye una garantía esencial del debido proceso, materializada sustancialmente en una distancia legalmente determinada entre los jueces y las partes”. 75 “Justicia penal y Estado de derecho”, ed. Ad-Hoc, segunda edición actualizada y ampliada, p. 339.

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de funciones, pero no se modifican las condiciones de sobrecarga de trabajo. O se

asumen cambios importantes en las estructuras procesales, pero luego no se hace nada

para implementarlas.- Esta contradicción está instalada en los propios programas de

cooperación y ayuda internacional que establecen como eje prioritario la independencia

judicial pero luego excluyen a los funcionarios de la verdadera gestión de esos

programas, que quedan instalados en el nivel de las cúpulas, quienes así ven reforzado

su poder. Lo mismo se podría decir de la dirigencia política, que proclama la necesaria

fortaleza del sistema judicial pero luego no está dispuesta a aceptar las consecuencias de

esa fortaleza; o de los académicos, que sostienen una visión crítica sobre el sistema

judicial pero luego mantienen la enseñanza o las estructuras universitarias en la misma

situación anterior, sin asumir la influencia de ese sector sobre el funcionamiento de todo el

sistema judicial”76. Reconoce el autor citado que “las víctimas son los ciudadanos que por

décadas –incluso siglos- no han contado con un sistema judicial eficiente, que resuelva

sus problemas más básicos”.

Desde lo personal y según lo advertido en el apartado I.2.c, un magistrado debe ser

decoroso por definición77: el grado de confianza de los ciudadanos comunes en sus

jueces, se cimienta también a partir de la imagen que aquellos dejan traslucir. Desde

luego que las cuotas de prudencia, independencia, imparcialidad, sabiduría, sentido de

justicia, orden y autoridad constituyen -también- cualidades inherentes a la función

judicial78, pero no es menos cierto que los valores aludidos, en rigor, son ponderados

principalmente por los abogados y todos aquellos vinculados con la Justicia en su calidad

de auxiliares de ésta. El justiciable, por el contrario, recién advierte éstos rasgos, en un

segundo vistazo.

C. ¿NUEVAS VIRTUDES?

Más allá de las conocidas virtudes que deben dar sustancia a la persona de los

magistrados, hay otras nuevas que se le exigen a un juez poseer. Entre las más

descollantes advierto las que erigen un perfil de juez que puedo identificar como “juez de

76 Acerca de la necesidad de la reforma de la modalidad de la enseñanza misma del Derecho, véase Felipe Fucito, op. cit., p. 124, bajo el título “Sobre la reforma del derecho y de sus operadores”. En idéntico sentido, se pronuncia Augusto Morello, en “Modernización y calidad de las instituciones, ed. LEP, La Plata, 2004, p. 145 y sgtes., bajo el título “Cambios en los operadores de la Justicia” y p. 77 y sgtes, bajo el título “La responsabilidad del académico”. 77 Refiere Lino Enrique Palacio, op. cit., p. 197, que “el estado judicial impone el deber de observar una conducta pública que ponga al juez a cubierto de toda suspicacia y de toda sospecha con respecto a su honorabilidad”. 78 Felipe Fucito, op. cit., p. 68, refiere que “a un buen juez, en un modelo moderno, no le basta sólo la idoneidad legal o jurídica. Debería además ser una persona mesurada, pero firme, capaz de escuchar y entender, sin rasgos de omnipotencia, y a la vez con capacidad de decisión y buen manejo de la conciliación y la mediación. Como para cualquier cargo, hay un perfil de personalidad que le va mejor que otro, y así como no querríamos a un pusilánime como juez, tampoco necesitamos a un exaltado”.

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los derechos humanos” o de lo que otros llaman “derechos fundamentales”79. Es que el

sistema internacional de normas que consagran universalmente los derechos humanos ha

forjado un nuevo paradigma que tiene su correlato en los magistrados que los hagan

observar80, siendo comprensivo de las demás81.

Hasta no hace mucho la cuestión relativa a la determinación de lo que debía ser un

buen juez se circunscribía a aspectos vinculados a su idoneidad profesional, su

imparcialidad con respecto a las partes y su independencia en relación al resto de los

poderes del Estado. Hoy, empero, nadie podría discutir seriamente que dicha descripción

responde sólo parcialmente a la definición del perfil de magistrado que requieren los

tiempos que corren. Es que las exigencias se han multiplicado sensiblemente: el

conocimiento jurídico se postula como manifiestamente insuficiente para resolver

entuertos de naturaleza tan compleja que los torna inasibles para quien, a la vez, carece

de competencia en economía, sociología o historia, entre otras materias82. A la vez

79 Robert Alexy, en “Tres escritos sobre los derechos fundamentales y la teoría de los principios”, ed. Universidad Externado de Colombia, Serie de Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho, nº 28, p. 36, señala que “uno de los resultados más importantes de la discusión sobre los derechos fundamentales desde la mitad del siglo XX es la ampliación de las funciones de los derechos fundamentales, más allá de la tradicional función de defensa. Hoy día existe un amplio consenso acerca de que los derechos fundamentales también atribuyen al ciudadano un derecho contra el Estado para obtener de él protección contra intervenciones o ataques provenientes de otros ciudadanos, y de que los derechos fundamentales también son derechos a que se implemente la organización y los procedimientos necesarios y adecuados para el disfrute de los derechos fundamentales”. Por su parte, Martín Borowski, en “La estructura de los derechos fundamentales”, ed. Universidad Externado de Colombia, Serie de Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho, nº 25, p. 109 y sgtes., distingue los derechos fundamentales en derechos de defensa y de prestación –originarios o derivados- o de igualdad. 80 Señala Enrique Bacigalupo, op. cit., p. 158, que “los derechos fundamentales de la Constitución, tienen una posición tan importante desde la perspectiva constitucional, que su garantía o no garantía parlamentaria, no puede quedar sin más en manos de la mayoría parlamentaria ocasional. Este punto de partida determina una cierta colisión entre el principio democrático y los derechos fundamentales, en la medida en la que el gobierno del pueblo y por el pueblo (a través de sus representantes), ve limitada sus posibilidades de decisión frente a estos derechos, que entonces operan como normas negativas de competencia”. Este fenómeno es claramente apreciable en lo que Augusto Morello, en “Perfil del juez al final de la centuria”, publicado en LA LEY ,1998-C, 1246, denomina “justicia de protección o acompañamiento”, integrada por los ámbitos inherentes a la seguridad social, menores, asuntos agrarios, locaciones y relaciones laborales, entre otros, en los que “la posición del juez varió radicalmente: por supuesto que es independiente pero comprometido con las consecuencias que se sigan de la interpretación facilitadora de la realización, y no la frustración por solo razones formalistas, de derechos que cuentan con especial tutela constitucional (art. 14 bis, Ley Fundamental). La prudencia y la cautela del juez en esta área se extreman de modo notable y así lo señala, de continuo, la Corte Suprema”. 81 Germán Bidart Campos en “El art. 75, inciso 22 de la Constitución y los Derechos Humanos”, publicado en “La aplicación de los tratados sobre derechos humanos por los tribunales locales”, AAVV, compilado por Martín Abregú y Christian Courtis, Centro de Estudios Legales y Sociales, ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2004, p. 79, expresa que “la fuerza y el vigor de estas características del derecho internacional de los derechos humanos se reconocen fundamentalmente por dos cosas: a) que las normas internacionales sobre derechos humanos son ius cogens, es decir, inderogables, imperativas e indisponibles; b) que los derechos humanos forman parte de los principios generales del derecho internacional público”. Idéntico criterio de obligatoriedad reconoce Guillermo Moncayo en “Reforma constitucional, derechos humanos y jurisprudencia de la Corte Suprema”, publicado en el mismo volumen, p. 91. 82 Los conflictos sometidos a la decisión de la Justicia involucran cuestiones tan amplias y novedosas como las ambientales, bioéticas, económico-financieras, que exigen a los jueces el abordaje de los conflictos desde perspectivas que exceden en mucho a las tradicionalmente jurídicas y que requieren, ya como una nota ineludible, acudir a soluciones imaginativas y abarcadoras de conceptos inherentes a otras ciencias. En lo concerniente a las controversias ambientales, encabalgadas en los linderos de lo puramente económico y el derecho a la salud y a la vida de los seres humanos, se vuelve menester no perder de vista la correlativa necesidad de la permanencia de fuentes de trabajo, explorando justos límites a la explotación productiva sin provocar su extinción aunque preservando los derechos constitucionales de quienes pueden verse afectados por esa actividad. Otro tanto cabe decir respecto de los conflictos bioéticos propuestos a consideración de la Justicia, cuyo planteo se caracteriza no solamente por la

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adquiere relevancia la exigencia social de jueces que nutran su accionar de un necesario

y amplio activismo, una tendencia enderezada a reconocer en los magistrados la facultad

para un empleo original de los recursos existentes a su disposición.

La Constitución es simultáneamente una norma jurídica de base y un proyecto

político83 y, como tal, no prevée expresamente todas las controversias susceptibles de

producirse en un mundo vertiginosamente dinámico y cambiante como el actual84. Sin

embargo, lo que sí puede hacerse desde la Judicatura, sin desnaturalizar un ápice su

función ni la letra o el espíritu constitucional, es la interpretación de esos conflictos a la luz

de las nuevas perspectivas de los mismos mandatos85. Sólo de esta forma podrán los

jueces dar respuesta a las modernas demandas individuales que, por repetidas,

insistentes y de honda capacidad expansiva, se transforman en sociales. Sin dudas que la

materia en examen se sitúa en una zona fronteriza sumamente difusa que ha llevado a

decir a Bianchi86 que tan peligroso para el Estado de Derecho es un Poder Judicial

acorralado, temeroso o complaciente como el gobierno de los jueces que se arrogan

funciones que no les competen”87.

El otro ítem a elucidar consiste en identificar cabalmente cuál es el perfil de sociedad

que pretendemos alcanzar. No creemos equivocarnos si respondemos a ello afirmando

que el modelo institucional republicano, establecido merced a un mecanismo democrático,

naturaleza y jerarquía de los derechos y valores en juego, sino también por la nota de urgencia de la que vienen impregnados y que reduce dramáticamente los tiempos para su decisión. Por su parte, Felipe Fucito, op. cit., p. 38, afirma que “nos gustaría definir al juez como el profesional formado en disciplinas filosóficas, jurídicas y sociales capaz de resolver –no sólo sentenciar- conflictos sometidos a su jurisdicción por medio de conocimientos jurídicos especializados, con aportes sustanciales en filosofía, teoría de la organización, teoría de los sistemas, sociología, economía, psicología, técnicas alternativas de resolución de conflictos y todo otro tipo de conocimiento que le permita cumplir acabadamente con su cometido”. Sigue diciendo el mismo autor más adelante (p. 137) que “no sugerimos que la formación del juez pueda resolver los críticos problemas sobre la sociedad y el derecho (…) Pero sí que puede ayudarlo a ubicarse frente a ellos”. 83 Esta perspectiva, implica lo que Vigo, en “Interpretación jurídica”, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 240, denomina el cambio de paradigma: “de la Constitución como programa político a su caracterización como norma jurídica”, conforme al cual, “la juridización de la Constitución y su consiguiente operatividad, implica reconocerla como el higher law y como criterio último de validez jurídica sustancial. Siendo coherentes con esta idea, hay que pensar que el Derecho Constitucional no es algo paralelo a las demás disciplinas académicas sino que está penetrando a cada una de ellas. El capítulo de los derechos humanos en ese esfuerzo por constitucionalizar al ordenamiento jurídico tiene significativas consecuencias en la teoría general del Derecho”. 84 Dice Benjamín Cardozo en “La naturaleza de la función judicial”, publicada en “Teoría General del Derecho”, Colección Menor, dirigida por Carlos Cossio, ed. ARAYU, Buenos Aires, 1955, p. 5, “es verdad que los códigos y las leyes no hacen que el juez sea superfluo o su función superficial y mecánica. Hay siempre lagunas que llenar; dudas y ambigüedades a esclarecer. Hay injusticias y faltas que mitigar, si no se las puede evitar. A menudo se habla de la interpretación como si fuera nada más que la búsqueda y el descubrimiento de un sentido que, por obscuro y latente que sea, tuviera sin embargo una preexistencia real, determinable en la mente del legislador. Tal es, efectivamente, el proceso a veces, pero a menudo es algo más”. 85 Hoy, como afirma Augusto Morello en “Perfil del juez al final de la centuria”, publicado en LA LEY ,1998-C, 1246, “el operador precisa, de inmediato, preocuparse por las garantías más que por los derechos; buscar de manera expedita y directa el sistema de los remedios, de las técnicas de tutela: amparo, habeas data, acciones de certeza, control de constitucionalidad, amplitud del recurso extraordinario, procesos urgentes, etcétera”. 86 Alberto B. Bianchi, “Control de constitucionalidad”, Ed. Abaco, p. 382. 87 Juan Fernando Segovia, op. cit., p. 144, luego de enunciar distintas conceptualizaciones de la denominación “Estado de Derecho”, opta por la que lo define como “un Estado sujeto a un derecho concebido de modo liberal racionalista, pero concretado positivamente y, por tanto, expresión de la autolimitación del poder estatal”.

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es el que mejor se adecua no solo a la satisfacción de nuestras aspiraciones históricas

sino también a la de nuestras necesidades actuales, en un contexto en el que se ha

llegado a comprender la doble naturaleza individual y social del ser humano.

Si, como estamos convencidos, esta descripción se compadece con la consagrada

en nuestra Carta Fundamental, los magistrados deberán enderezar su actividad hacia su

mantenimiento, aunque con una connotación bifronte: por un lado, de preservación del

programa político institucional creado por la Constitución, en la medida en que ello

signifique a la vez, contribuir a la paz privilegiando el orden social justo y, por el otro,

responder a los desafíos que se presentan con la pretensión de alterarlo, distinguiendo,

con sutileza y precisión técnica no desprovistas de carnadura axiológica, aquellos que

pueden coadyuvar a la evolución social de aquellos que tienden, mezquinamente, a

entorpecerla.

El problema con el que se encuentran los jueces a la hora de contestar la demanda

social es la necesidad de desentrañar el camino a seguir para alumbrar las soluciones

requeridas. Atento a la naturaleza dinámica de los nuevos conflictos sociales que los

tornan verdaderamente inasibles para el jurista con formación tradicional, no parece

discutible que se le haga necesario al magistrado adoptar igual ritmo de análisis,

elaboración y trabajo pues de otro modo, la respuesta seguirá trunca. Tampoco podemos

permitirnos pasar por alto que el mayor protagonismo que la comunidad espera de los

jueces88 -y la correlativa responsabilidad que les reclama- se sustenta no sólo en la

paralela expansión de las otras ramas del gobierno a partir del encumbramiento del

Estado de Bienestar89 y su posterior frustración con el advenimiento del Estado de signo

Neoliberal90, sino además en la cada vez mayor participación social, derivada de la directa

88 Puntualiza Rodolfo Vigo en “Interpretación jurídica”, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 42, que “en nuestros días, en las sociedades adscriptas al modelo jurídico continental, como por ejemplo la Argentina, se comprueba un protagonismo notable del intérprete jurídico oficial: el juez. En efecto, se advierte una especie de permanente judicialización de los más variados conflictos, como si el ámbito apropiado para la resolución de los problemas políticos, económicos o culturales fueran los tribunales. Probablemente esa judicialización de los conflictos pueda explicarse desde la realidad anónima de las sociedades contemporáneas, en donde el vacío dejado por la ausencia de una ética social pretende ser cubierto con el derecho. Es indudable que esta pretensión dirigida al derecho resulta excesiva, dado que existe en el mismo una imposibilidad intrínseca de brindar soluciones efectivas a problemas no jurídicos”. Además de ello, Rafael Bielsa, en “Jueces, gobierno y política: el debate hoy”, LL, 1999-E, 1204, puntualiza la presencia de otro fenómeno expansivo: “El avance del protagonismo de los jueces a caballo del concepto de justicia universal y la crisis de la soberanía, fue sintetizada por la exposición que tuvo lugar durante la Sesión del 5 de noviembre de 1998, a cargo del lord Justice Gordon Slynn de Hadley: una de las cuestiones principales que tenemos que resolver, dijo, es... si la ley internacional ha evolucionado o no al punto de convertir la detención del general Pinochet en un acto conforme a aquélla. Esta importancia, que deriva de expresiones tales como "justicia universal", "estándares éticos globales" y otras del género, hacen retornar la pregunta acerca de si un error de distribución no podría ocasionar un cierto abuso de confianza institucional”. 89 Juan Fernando Segovia, op. cit., p. 175 y siguientes, sintetiza las calidades que debe ostentar el Poder Judicial en el Estado de Bienestar: debe ser un poder que favorezca la transformación del Estado; atento al control político y siempre en proceso de mejora. 90 Acerca del cambio de paradigmas, ver Peter Drucker, “escritos Fundamentales”, T. III, “La sociedad”, ed. Sudamericana, Buenos Aires, 2002, p. 91 y sgtes., en el Cap. 5, titulado “El advenimiento de una sociedad de riesgos. ¿Sucesora de una sociedad benefactora?”.

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ingerencia de diversos grupos en el diseño y en la toma de decisiones que interesan a la

comunidad91. El ejemplo más paradigmático surge de casos extremos como la necesidad

que hoy sea un juez quien haga cumplir a otro poder del Estado su obligación de

garantizar la asistencia alimentaria a los ciudadanos carentes de ella. Es que tal

circunstancia me conduce a pensar, de manera inexorable, que cuando los doctrinarios y

los jueces comienzan a indagar acerca de la observancia o inobservancia de un derecho

esencial como lo es el de la alimentación, ello se torna en un síntoma insoslayable de la

gravedad de la crisis92. Estoy convencido de la lacerante entidad del problema que por ser

tan profundamente consustancial a la existencia de la persona, casi deja de ser

puramente constitucional para convertirse en humanitario por plegar sus raíces dentro del

humus del derecho natural.

Este panorama demanda una actividad creciente por parte de los magistrados que,

en orden a dar satisfacción a los requerimientos formulados, deben munirse de las

herramientas que les proporcionan los respectivos regímenes procesales y emplearlas

con suficiente amplitud imaginativa que los sitúe en igualdad de condiciones frente al

entuerto a resolver. Es que los jueces no deben ser más “convidados de piedra” al

banquete del litigio93, sino que deben entender que sólo un magistrado que asuma

protagónicamente el rol de conductor, director y autoridad puede garantizar la satisfacción

de los fines del proceso, toda vez que las formas a las que deben ajustarse los juicios han

de ser expresadas en relación a un fin último al que éstos se enderezan, a saber,

contribuir a la más efectiva realización del derecho94. Ello así por cuanto la normativa

procesal, naturalmente indispensable y jurídicamente valiosa, no se reduce a una mera

técnica de organización formal de los procesos sino que, en su ámbito específico, tiene

como finalidad y objetivo ordenar adecuadamente el ejercicio de los derechos en aras de

lograr la concreción del valor justicia en cada caso95. Es por eso que los jueces deben,

hoy más que nunca, ser activistas, fieles ejecutores del mandato constitucional -en todo

su pleno significado- ante todo, dotados no sólo de los medios legales sino también de los

91 Roberto Berizonce, “El activismo de los jueces”, LL, 1990-E, Sección doctrina, p. 921. 92 Amartya K. Sen en su trabajo “El derecho a no tener hambre”, publicado por el Centro de Investigación en Filosofía y Derecho de la Universidad Externado de Colombia, serie “Estudios de Filosofía y Derecho”, nº 3, Bogotá, 2002, desarrolló su posición distintiva entre lo que denomina derechos y metaderechos y entre aquellos y las titulaciones, utilizando el elemental derecho a la alimentación como ejemplo guía en su proposición. Fija, desde tal perspectiva, la necesidad de diferenciar entre el reclamo del derecho y el reclamo a que el Estado establezca los medios para la satisfacción de ese derecho. 93 Jorge Peyrano, “El perfil deseable del juez civil del siglo XXI”, Lexis Nexis, JA, 2001-IV, p. 869. 94 Roberto Berizonce, “El activismo de los jueces”, LL, 1990-E, Sección doctrina, p. 925, con cita de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Fallos, 306:738. 95 CSJN, Fallos, 302:1611.

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conocimientos e imaginación96 que le permitan avizorar con prontitud y certidumbre las

soluciones a los conflictos que se le someten a su decisión. Ello así porque los agravios

constitucionales se presentan cada vez más disimulados aunque sin dejar de ser por ello

más graves en su potencia lesiva y requieren de jueces mejor capacitados para

desentrañarlos y remediarlos.

Los jueces, entonces, no deben dejar de ser lo que son, técnicos en derecho. Pero

además deben proveerse de nuevos elementos para afrontar una demanda social que,

por imperio de la crisis, se ha extendido hasta límites otrora impensables. Y no es que

postule que los magistrados deben resolver todo o que todo es judicialmente solucionable

pues ello resulta inexacto97. De lo que se trata es de adecuar la tarea jurisdiccional,

dotándola de la necesaria flexibilidad, conduciéndola hasta los límites mismos de sus

posibilidades constitucionales pues de otra manera, muchas preguntas quedarán sin

respuesta y muchos reclamos, demasiados, quizás, quedarán sin ser satisfechos.

El Poder Judicial existe para resolver las crisis que tienen génesis en la sociedad,

pero nunca como ahora, la crisis había sido tan profunda que llegara a abarcar a la misma

Justicia, hasta casi amenazar con enervar su actividad. Las crisis no son absolutamente

desdeñables como factores de evolución socio-institucional, en la medida en que ello

signifique un desafío a superar, sin provocar la inactividad del sistema o su

fenecimiento98. Y, en este orden de ideas, la relación entre la Justicia y la Constitución

Nacional no ha escapado a esa regla, exteriorizando tensiones cíclicas, de distinta entidad

y en ámbitos diferentes como lo son el político, el económico, el social, el bioético, entre

otros.

96 Señala Augusto Morello en “Perfil del juez al final de la centuria”, publicado en LA LEY 1998-C, 1246, que “…florecen las previsiones de los estatutos particulares que obliga a hermenéuticas más flexibles y a llenar o superar --por los jueces ante la notoria necesidad de acelerar las respuestas-- lagunas o contrastes, frente a los continuos requerimientos de ius superveniens "que terminan por transferir a la jurisprudencia deberes que parecían reservados a la legislación; desde la determinación de los efectos de la ley en el tiempo hasta la misma organización de las fuentes de los derechos". El legislador se rezaga (en omisión querida) en la retaguardia y cede lugar a los magistrados; amanece así la 'suplencia judiciaria' que es zarandeada, además, por los rápidos cambios sociales y de los valores que preferencia la gente con el peligro de estimular o favorecer, como se afirma en Italia, el ‘imperialismo latente de los jueces’. Los que deben operar en la niebla de disposiciones elásticas y esfumadas que, como en la cuantificidad del daño moral y de conceptos jurídicos indeterminados, apuntan a delegar en el juez la selección u opciones que el legislador no puede, o no quiere asumir ni actuar. Se habla entonces de legislación por decisiones, de dejar espacios o elecciones integrativas a efectuarse en un segundo tiempo y en sede jurisprudencial”. 97 Inquiere Platón en “La República”, ed. Altaya, Barcelona, 1997, p. 140, si “¿Podrá, pues, haber un mejor testimonio de la mala y viciosa educación de una ciudad que el hecho de que no ya la gente baja y artesana, sino incluso quienes se precian de haberse educado como personas libres, necesiten de hábiles médicos y jueces?¿Y no te parece una vergüenza y un claro indicio de ineducación el verse obligado, por falta de justicia en sí mismo, a recurrir a la ajena, convirtiendo así a los demás en señores y jueces de quien acude a ellos?”. 98 Adolfo Méndez Tronge, en “¿Qué ha sucedido en la Justicia Argentina?”, LL, 1995-E, 729, señala que “La palabra ‘crisis’ en el Oriente antiguo significaba ‘peligro y oportunidad’. Nuestra lengua castellana reconoce el origen de esta palabra hacia 1705 y la define como ‘mutación grave que sobreviene en una enfermedad para mejoría o empeoramiento’, ‘momento decisivo en un asunto de importancia’. Pues justamente eso es lo que está viviendo la Justicia argentina: Un momento decisivo que debe ser aprovechado para llevar adelante un cambio cultural en las personas que trabajan por la administración de esta Justicia”.

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Sólo un Poder Judicial conformado por magistrados visceralmente comprometidos

con la defensa constitucional a ultranza99 y los derechos esenciales en ella consagrados,

atentos a la constante referencia a sus contenidos y al cotejo de sus directivas, estará en

condiciones de afrontar el permanente desafío de la crisis, resguardando la indemnidad

del cuerpo social en base a la preservación de los valores y principios de la Carta Magna.

Sólo así será posible garantizar, ante la realidad incontestable de las crisis

omnipresentes, capaces de someter a vaivenes impensados a la Constitución y al Poder

Judicial, la permanencia de ese Estado de Justicia con el que se esperanza -y nos

esperanza- Morello. Porque únicamente con esa comprensión del derecho será posible

rescatar la tolerancia y la cooperación, es decir, la razonabilidad de la concordia, de la

contención, de los límites para afirmar la paz, que se cubrirá de una estimulante aureola

del fermento más movilizador: la Justicia100.

III. MAS INTERROGANTES QUE CONCLUSIONES: ¿QUE ES UN JUEZ? ¿QUE ES

JUZGAR? ¿NUEVAS VIRTUDES JUDICIALES? ¿CUAL CONTEXTO ACTUAL?

El imaginario social ubica al juez en un plano distinto, que lo distingue de los demás

ciudadanos. Dice Tomás Casares101 que “el Juez está sobre las partes en nombre de la

ley, para hacerles justicia. Su misión más ostensible es la de afianzar

particularizadamente la preeminencia de la ley, esa ‘ordenación de la razón para el bien

común, promulgada por quien tiene el gobierno de la colectividad’. Pero es de la esencia

de la ley cierta generalidad y permanencia, y de la esencia de la vida social el estar hecha

de relaciones singulares y circunstancias cambiantes. La vigencia efectiva de la ley

requiere, pues, la existencia de quienes han de decir con autoridad en cada caso de qué

modo esas relaciones particulares se conformarán con el orden superior y general que la

ley enuncia. La autoridad de los jueces tiene su fuente inmediata en la autoridad propia de

la ley, en cuanto ésta sea ordenamiento razonable para el bien común”.

Sin embargo, el Magistrado no deja de ser un hombre común, un ciudadano llano,

investido, por obra de la Constitución, de un poder singular y obligado a ejecutar una tarea

sumamente exigente. Como lo reconoce Maier102, los jueces “no son otra cosa que

personas idénticas –al menos desde el punto de vista jurídico- a aquellas que van a ser

juzgadas; todos, juzgadores y juzgados, viven, además, en una misma época socio-

99 Rafael Bielsa, “Transformación del derecho en justicia”, ed. La Ley, p. 4. 100 Augusto Mario Morello, “El Estado de Justicia”, ed. LEP, p. 194. 101 Op. cit., p. 156. 102 “Independencia judicial y derechos fundamentales”, publicado en “Primeras Jornadas Internacionales de Derechos Fundamentales y Derecho Penal”, AAVV, por la Asociación de Magistrados y Funcionarios Judiciales de la Provincia de Córdoba, 2002, p. 173 y sgtes.

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cultural y, por ello, están regidos básicamente por una concepción más o menos común

sobre los valores vigentes y sobre la vida política, por afanes y esperanzas similares, por

reglas de conducta –al menos jurídicas- idénticas. Por lo tanto, los jueces asumen frente a

la vida, en general, prejuicios similares a los que portan sus juzgados, provenientes de la

realidad histórica que habitan conjuntamente y nada especial los legitima como

‘imparciales’ frente al asunto que deben juzgar, a decir verdad, nada los legitima para

juzgar a sus semejantes, que no sea el intento de evitar la violencia de unos contra otros

frente a la aparición de un conflicto social, poder característico del Estado moderno”. –sin

embargo, “es necesario no confundir el atributo y su portador concreto: no se trata aquí de

‘reglas de los jueces’ (…) sino, por lo contrario, de ‘reglas de garantía del justiciable’”.

Conforme lo refiere Piero Calamandrei103, “juzgar ha sido siempre la función más

ardua a que los hombres puedan ser llamados, quizá una función demasiado onerosa

para la fragilidad humana. Pero hoy a esta inevitable intromisión en todo juicio de

inconscientes elementos sentimentales de orden individual, se agregan (y en esto sobre

todo consiste la crisis actual) factores sentimentales de inspiración colectiva y social, que

tratan de conciliar las leyes de la lógica con las exigencias irracionales de la política. El

juez, como hombre que es, se encuentra inevitablemente implicado en ciertos

movimientos de carácter moral o religioso, en aspiraciones colectivas hacia ciertas

reformas políticas: y ni siquiera el juez puede sustraerse a lo que los marxistas

denominarían su ‘conciencia de clase’, que le deriva de sentirse partícipe de una cierta

categoría social, de un cierto círculo económico. El juez no sólo es juez; es un ciudadano,

es decir, un hombre asociado, que posee determinadas opiniones e intereses comunes

con otros hombres. No se halla solo, sino ligado por inconscientes solidaridades y

connivencias: es inquilino o dueño de casa; casado o célibe; hijo de comerciantes o de

agricultores; pertenece a una iglesia y quizá, aunque no lo diga, a un partido. ¿Es posible

que todas estas condiciones personales no repercutan de algún modo sobre su justicia?

¿Es posible que en su razonamiento justicia y política jamás entren en contacto? Cuando

predicamos (y es una santa aspiración) que la justicia debe ser independiente de la

política, ¿decimos algo que sea prácticamente realizable, o tratamos simplemente de

ilusionarnos a fin de no perder la fe en la legalidad?”. Por ello, se torna legítimo

preguntarnos, junto con Augusto Morello104, “¿Cómo, entonces, pretender que el Derecho,

la Justicia y sus operadores limiten su menester al de cómodos y distantes

espectadores?”

103 “La crisis de la Justicia”, en “Crisis del Derecho”, AAVV, ed. E.J.E.A., Buenos Aires, 1961, p. 313. 104 “El Estado de Justicia”, ed. Librería Editora Platense, Buenos Aires, 2003, p. 178.

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Imagina Hart105 un ejemplo que demuestra la importancia de la función del juez y

ahuyenta los temores sobre su tiranía: “es posible, por supuesto, que escudados en las

reglas que dan a las decisiones judiciales autoridad definitiva, los jueces se pongan de

acuerdo para rechazar las reglas existentes, y dejen de considerar que las leyes del

Parlamento, aún las más claras, imponen límites alguno a sus decisiones”. Aclara que

“ninguna regla puede ser garantizada contra las transgresiones o el repudio, porque

nunca es psicológica o físicamente imposible que los seres humanos las transgredan o

repudien, y si un número suficiente de hombres lo hace durante un tiempo

suficientemente prolongado, la regla desaparecerá”. Finaliza admitiendo que “es

lógicamente posible que los seres humanos pudieran violar todas sus promesas, sintiendo

al principio, quizás, que eso es incorrecto, y más tarde sin experimentar tal sentimiento.

La regla que obliga a cumplir las promesas dejaría entonces de existir; pero esto sería un

magro fundamento para sostener que esa regla ya no existe y que las promesas no son

realmente obligatorias. El paralelo argumento referente a los jueces, basado en la

posibilidad de que maquinen la destrucción del sistema en vigor, no tiene más fuerza”.

De lo dicho surge con toda evidencia la magnitud de la responsabilidad atribuida a

los jueces, que los trasciende pero que, a la vez, los obliga a circunscribir su conducta

personal y profesional a ámbitos estrictos, al servicio de la República y de sus

ciudadanos.

… Y FINAL

Por un lado, se advierte que al Juez se le exige que esté dotado de un cúmulo de

virtudes que nadie se atrevería a cuestionar, sin embargo, por otro lado, surgen reclamos

que dan cuenta de la inexistencia de los mentados atributos o, en su caso, de su

insuficiente titularidad en algunos de ellos. En tal caso, cabe preguntarse porqué esos

hombres, supuestamente minusválidos funcionales, han llegado a ocupar la magistratura.

Ciertamente, que no son jueces por generación espontánea sino que alguien, munido del

poder necesario, los puso allí o les facilitó su acceso por razones lo debidamente oscuras

y vergonzantes como para que merezcan ser ocultadas a los ojos de la sociedad.

Sin pretender aliviar a los hombres que ocupan la magistratura de la responsabilidad

que les cabe, debe convenirse que mucho han contribuido a este descrédito generalizado

los mismos actores que los reprueban, cual si ninguna relación tuvieran con el fenómeno.

Así, los representantes de los poderes políticos tienen su cuota de autoría en tanto

participan del sistema de designación de jueces y lo legitiman cada vez que obran

conforme a él, sin atreverse a ponerlo en cuestión por la vía y en la forma debida y no

105 Herbert L. A. Hart, “El concepto de Derecho”, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998, p. 181 y siguientes.

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acudiendo al simple expediente de efectuar las tan remanidas “denuncias públicas”, a

sabiendas de su esterilidad y con fines puramente efectistas. Tampoco ayuda en nada el

reclamo de la aplicación de normas ineficientes, más hijas de una inflación legislativa

simbólica que de la atenta satisfacción de necesidades sociales concretas y estructurales

y no de mera coyuntura política o eleccionaria. Prueba de lo que digo es que las críticas a

los mecanismos de selección de jueces surgen cíclicamente en oportunidad de

encontrarse en ciernes procesos eleccionarios –como parte del arsenal de campaña

proselitista- o cuando existe la posibilidad de llenar vacantes en la Justicia y cada sector

de poder pretende imponer sus propios candidatos. Mientras ello no ocurra, la materia

relativa al sistema de selección de jueces resulta extraña a cualquier agenda política de

fondo.

Idénticamente responsable en la ocurrencia del fenómeno resulta la manera en que

los problemas suscitados en el ámbito judicial son presentados a la comunidad. Aquí el

peso de las consecuencias debe recaer por igual tanto en los operadores del Poder

Judicial, ora por mezquindad o por ignorancia acerca de la forma de arrimar la información

requerida por la sociedad, ora por el exceso en la exposición; como en los operadores de

los medios de comunicación, bien sea por su subordinación a intereses ajenos a un

genuino objetivo republicano de informar a la comunidad o por su supina ausencia de

necesario rigor en el tratamiento de los temas abordados por la Justicia. Bien debe

saberse, aún a costa de la inconveniencia de predicarlo, que la realidad percibida no

necesariamente coincide con la realidad concreta106. Y mucho influye en ello la modalidad

en la difusión de los acontecimientos que adopten los medios de comunicación.

No creo equivocarme si estimo que, en materia de virtudes judiciales, gran parte de

las respuestas se hospedan cómodamente en el ámbito de los derechos humanos,

merced a la recepción de principios sustanciales como el de interpretación pro hominis107.

Si se tiene por cierto, ya que así lo afirman las convenciones internacionales que

conforman la letra constitucional argentina, que la gran materia sobre la que versan estos

106 Alberto Binder en “Policías y ladrones. La inseguridad en cuestión”, publicado en la colección “Claves Para Todos”, dirigida por José Nun, ed. Capital Intelectual, Buenos Aires, 2004, p. 15, señala particularmente el problema de la distinción entre la inseguridad objetiva, como “la cantidad de hechos de violencia, robos, secuestros, etc., que se producen en un espacio determinado (una ciudad, un pueblo, un barrio) y en el número y calidad de respuestas institucionales a esos hechos (si son investigados, castigados, permitidos o incluso alentados)” y la inseguridad subjetiva o sensación de inseguridad, consistente “en el temor, la incertidumbre, el miedo al otro o el sentimiento de fragilidad que producen tanto los hechos reales como otros múltiples factores difíciles de mensurar”. 107 Dice Guillermo Moncayo, op. cit., p. 95, que conforme a él, “ha de estarse siempre a la interpretación que resulta más favorable al individuo en caso de disposiciones que le reconozcan o acuerden derechos. Y con el mismo espíritu, ha de darse prevalencia a la norma que signifique la menor restricción a los derechos humanos en caso de convenciones que impongan restricciones o limitaciones”. En idéntico sentido, Mónica Pinto, “El principio pro homine. Criterios de hermenéutica y pautas para la regulación de los derechos humanos”, en la misma publicación, p. 163 y sgtes.

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derechos y que verdaderamente los inspiran es la dignidad humana108, no debe ser

menos relevante reconocer que la Justicia como poder del Estado es la última -por

oportunidad de intervención, no por importancia- línea de contención del accionar ilegítimo

de ese mismo Estado y de sus funcionarios, así como de cualquier otro ciudadano

inobservante de los mandatos constitucionales y legales109. Y de esto se olvidan quienes

denigran gratuitamente al Poder Judicial, sin que ello implique disminuir un ápice la

responsabilidad de los malos jueces -que deben ser removidos sin mayores miramientos y

sin atender a los mezquinos argumentos de los interesados en su permanencia- y la

necesidad de expulsarlos de la Magistratura. Digo ello porque, cuando nada ni nadie

quede para proteger los derechos e intereses de los ciudadanos indefensos frente al

avasallamiento de los factores de poder –los mismos que hoy están interesados en

defenestrar al sistema judicial o de tornarlo adicto a sus propios objetivos-, serán los

jueces los únicos que podrán ejercer esa tarea110. Una vez vencido este último escollo,

nada detendrá el daño o la amenaza.

El único compromiso que el Juez acepta cuando asume su cargo es con la letra y el

espíritu de la Constitución y con el pueblo al que habrá de servir y juzgar, sabiendo que

esto también significa un compromiso con la dignidad y con los derechos fundamentales

del hombre. Si bien debe admitirse como verdadero que, a pesar de la enorme

responsabilidad de la labor que se le confía, el juez es un ciudadano más, con todos los

defectos y virtudes que naturalmente lo informan y caracterizan, no es menos cierto que,

por ello mismo precisamente, la tarea se vuelve más importante aún: que a un hombre

común se le asigne el trabajo de juzgar a sus semejantes, obliga a aquel a vencer sus

108 La Declaración Universal de Derechos Humanos, indica que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca […] de todos los miembros de la familia humana”; La Declaración Americana de los Derechos y Deberes el Hombre expresa que “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos […]”. También consagra el principio que manda que “el cumplimiento del deber de cada uno es exigencia del derecho de todos”; La Convención Americana Sobre Derechos Humanos define como propósito de los Estados signatarios la consolidación “en este Continente, dentro del cuadro de las instituciones democráticas, un régimen de libertad personal y de justicia social, fundado en el respeto de los derechos esenciales del hombre”; El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos declara que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e inalienables”. Asimismo, señala la imprescindibilidad del goce de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales a efectos de permitir el acceso al “ideal del ser humano libre, en disfrute de las libertades civiles y políticas y liberado del temor y de la miseria”. 109 Como asevera Augusto Morello en “Perfil del juez al final de la centuria”, publicado en LA LEY ,1998-C, 1246, “El control jurisdiccional sobre los poderes más políticos y ahora, sobre las grandes concentraciones económicas, dan a las garantías fuertes --como el amparo, art. 43, Constitución Nacional-- una eficiencia que sólo se cubre de efectividad según sea la disposición --y el coraje civil-- de los jueces que lo recepten acorde a sus magnificas posibilidades de tutela. Claro que sin incurrir en demasía, quiero decir también con límites, aunque, ante el desánimo y la tardanza de los procedimientos ordinarios se asista (o se postule que lo sea) al uso del amparo o de la acción mere declarativa (art. 322, Cód. Procesal) con redoblado ímpetu, al vérselos como "nuevos procedimientos privilegiados". 110 Rafael Bielsa en “La independencia de los jueces y el funcionamiento de los tribunales”, La Ley, 1992-D, 929, indica que “distintos textos constitucionales, al asignar a los tribunales la competencia para administrar justicia, les encomiendan asegurar la defensa de los derechos e intereses legalmente protegidos de los ciudadanos, reprimir la violación de la legalidad democrática y dirimir los conflictos de intereses públicos y privados”.

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propias limitaciones y convertirse en un ejemplo para la sociedad con la múltiple finalidad

de dotar de credibilidad a su actuar, de transparencia al órgano jurisdiccional que

titulariza, de autoridad a sus pronunciamientos, de paz social a la comunidad y, sobre

todo y antes que nada, de justicia a los ciudadanos que a él acuden esperanzados en

encontrarla.

He allí, pues, sumariamente enunciadas, las virtudes supremas del juez, por un lado,

el compromiso irrenunciable con la defensa de la dignidad humana y la realidad vital de

sus conciudadanos y, por el otro, seguir siendo sólo un buen hombre común111, a quien se

le confía una tarea que, por su magnitud y trascendencia, en la antigüedad sólo se

reservaba a quienes carecían de naturaleza humana. Este reconocimiento es necesario

pues, como lo recuerda Kemelmajer de Carlucci112, “Los jueces son, y deben ser,

necesariamente, hombres buenos, de alma limpia, sin rencores, ni mala codicia. No es

honesto refugiarse dentro de la cómoda frase hecha que dice que la magistratura es

superior a cualquier crítica y a cualquier sospecha, como si los magistrados fuesen

criaturas sobrehumanas, no tocadas por la miseria de esta tierra y por eso intangibles.

Quien se adhiere a esta tonta adulación ofende la magistratura, a la que se honra no con

adularla, sino con ayudarla a estar a la altura de sus funciones”.

No se busque, entonces, a un ser excepcional para desempeñar la tarea de un

héroe, sino, antes bien, búsquese a un buen hombre para cumplir el mandato más

elevado que le puede ser confiado: juzgar a sus semejantes con justicia y verdad,

protegiendo al débil frente al fuerte, castigando al malvado y premiando al bondadoso. En

ello tenemos suficientemente resumidas las virtudes que deben caracterizar al buen

magistrado en una época de ética incierta y plagada de peligros para la subsistencia de lo

que nos es más caro y esencial, como la vida misma y la dignidad de ser humanos.

LUIS ERNESTO KAMADA

Trabajo que mereciera el reconocimiento Mención Especial del Concurso “Premio Centro de

Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez Edición 2005”, denominado “Virtudes Judiciales en el

Contexto Actual”, por el trabajo de investigación titulado El Buen Juez, publicado en el número 1

111 Señala Augusto Morello en “Proceso y Realidad en la Reforma de la Justicia”, LEP, Buenos Aires, 1991, p. 26, que “trabajamos en los proyectos de desplazamientos y ajustes, como si los jueces fueran héroes; dotados de conocimientos no sólo jurídicos sino omnicomprensivos: económicos, sociológicos, científicos y de expertos. Sin horarios de trabajo y aislados de familiares, obligaciones sociales o del necesario reciclaje formativo; con plena disponibilidad.…” 112 “Etica de los jueces. Análisis pragmático”, publicado por la Academia Nacional de Derecho, con cita de José Ramiro Podetti y Piero Calamandrei.

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de la Colección Premios y Homenajes del Centro de Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez del Poder

Judicial de la Provincia de Córdoba, 2006.