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La Señora Planchita de la Fuente se secó las manos con el repasador de toalla (que es mucho más absorbente) y suspiró feliz: la co- cina brillaba y un delicioso olor a pino subía desde la rejilla... ¡La rejilla! ¡Faltaba la rejilla! Y la Señora Planchita tomó la esponja dorada, la del enanito, y en cuatro patas frotó vigorosa- mente la rejilla de la cocina hasta que lució y relució como la plata. "Siempre, en una casa, lo más importante son los detalles", decía la mamá del Señor de la Fuente. Y aunque la Señora Planchita tu- viera sus pequeñas diferencias con la buena mujer, en cosas como éstas le daba toda la razón. Por eso, cada vez que terminaba (es un

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La Señora Planchita de la Fuente se secó las manos con el repasador de toalla (que es mucho más absorbente) y suspiró feliz: la co­cina brillaba y un delicioso olor a pino subía desde la rejilla...

¡La rejilla! ¡Faltaba la rejilla! Y la Señora Planchi ta tomó la esponja d o r a d a , la del enani to , y en cuatro patas frotó vigorosa­mente la rejilla de la cocina hasta que lució y relució como la plata.

"Siempre, en una casa, lo más importante son los detalles", decía la mamá del Señor de la Fuente. Y aunque la Señora Planchita tu­viera sus pequeñas diferencias con la buena mujer, en cosas como éstas le daba toda la razón.

Por eso, cada vez que te rminaba (es un

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decir, porque nunca se termina) con el tra­bajo fuerte de la casa, la recorría de arriba abajo y de una punta a la otra, agachándose para ver el reflejo de los pisos encerados (ella enceraba hasta el baño).

En eso estaba cuando el reloj cucú —regalo de su padrino de bodas— dio las cinco.

"¡¡Las tres de la tarde!!", se sobresaltó la Señora Planchita (desde hacía un año el cu­cú adelantaba dos horas). Y aunque estaba atrasadísima, y aunque seguro seguro hoy recibiría la visita de su suegra, corrió a en­cender el televisor.

Nadie, ni siquiera su suegra, era capaz de interrumpir esta hora casi perfecta del día: la hora de "Amo y mandón, el gitano señorón".

Pero no confundamos: la Señora Planchi­ta no era como su cuñada la Gladys, que aprovechaba las telenovelas para quedarse lo más Pancha, tirada sobre un sillón (o sobre un banquito, tanto da), mano sobre mano, o con un tejidito, siempre el mismo, para disi­mular.

La Señora Planchita aprovechaba esta ho­ra para planchar.

Porque ella era mujer de plancha diaria. Ella no era de ésas —y la imagen de su cuña­da otra vez se le hizo presente— que en vez de planchar cuelgan todo chorreando.

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Tampoco era de alisar con las manos, do­blar y guardar.

Muchísimo menos era de planchar pren­das apiladas, para ganar tiempo, como hacía la vaga del tercero a la calle.

De ninguna manera. Ella planchaba cosa por cosa, con rociador

y almidón casero. Y planchaba todo. Hasta las medias de ni­

lón (con la plancha fría, pero las planchaba). La Señora Planchita armó la tabla, enchu­

fó la plancha chiquita de viaje (la grande ha­bía hecho un fogonazo "por el uso ininte­rrumpido", según el técnico), y se puso a mi­rar la tele, arrobada.

Mucho que mi ra r no había , es v e r d a d —hacía más de tres meses que al televisor al­go le había reventado po r aden t ro y ar re­glarlo salía un ojo de la cara—. Lo único que se podía ver era una raya finita (cada día más finita) a lo largo de la pantalla, en la que la Señora Planchita creía adivinar mujeres esplendorosas que bajaban por escalinatas de mármol, hombres enérgicos de piel more­na que hacían chasquear sus rebenques con­tra las botas de montar...

A veces le parecía ver paisajes nevados, co­mo en los cuentos de Heidi, o playas de are­nas blanquísimas, con mares azules y verdes

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palmeras (cosa rara, es verdad, porque su te­levisor era en blanco y negro).

Y aunque Florencia, su hija, se matara de risa al verla así, en medio de altos de ropa, con una plancha tan chiquita y mirando la raya de la tele, a la Señora Planchita no le importaba nada.

¡La Florencita era tan joven! ¿Qué podía entender de la vida?

Cómo explicarle que a su mamá le encan­taba planchar -sobre todo sábanas y mante­les, que son lisos-, po rque con la p lancha yendo y viniendo, de acá para allá y de allá para acá, su imaginación echaba a volar...

O í r sí que se oía. P e r f e c t a m e n t e . Casi s iempre e ran gritos desgar radores . "¡¡No, déjame, maldito gitano!!" O también. "¡¡To­ma estos diamantes y desaparece de mi vista para siempre!!"

Pero hoy la Señora Planchi ta no podía concentrarse verdaderamente en nada. Y no era sólo por la inminente llegada de su sue­gra, que le traía como un nerviosismo. Era, más que nada, por el asunto de la Florencita.

La cosa no venía de ahora, era cierto. Pero ella siempre había preferido no comentarlo con nadie, y menos que menos con su mari­do, hombre buenísimo pero tan recto que a veces metía miedo.

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La cosa es que Florencia -cómo decirlo sin que el corazón se le estrujara de dolor-, Florencia les había salido un poco, un po­quito, un poquitito... varonera.

Ayer mismo, sin ir más lejos, la del tercero a la calle había venido a hacerle un escánda­lo "porque su hija, señora, le dejó un ojo ne­gro al pobrecito de mi Johnny, que nunca le hizo mal a nadie". (La Señora Planchita pen­só que el Johnny no era un pobrecito sino un grandote malísimo que siempre andaba molestando a los gatos del vecindario. Pero no dijo nada.)

Y la semana pasada, el calesitero de la pla­za España le había advertido que la nena se trepaba a los árboles a la par que el herma­no (se refería al Tito), y que "eso, señora, no sólo es impropio en una niña sino que ade-

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más resulta muy peligroso: una mala caída y puede quedar tullida de por vida". (La Se­ñora Planchita pensó que Tito también po­día tener una mala caída y quedar tullido de por vida. Pero tampoco dijo nada.)

Porque ella bien sabía que con Florencia, con su Florencita, algo pasaba.

Y en ese momento le vino a la memoria aquel día -Florencia cumplía cinco años— en que ella le regaló aquella preciosa planchita de juguete, tan parecida a las de verdad, con sus luces de colores y su vaporizador chiqui­to, que la nena estrelló contra el suelo en un inexplicable ataque de nervios.

¿Y qué hizo Florencia con aquel juego tan completo (y tan caro) de escobita, plumero y tacho de basura, con pala y todo?

A la escobita la usó de caballo, con el plu-

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mero se hizo un vincha de indio, y al tacho (rosa, divino, de plástico) lo llenó de agua podrida y horribles renacuajos de la fuente de la plaza. Otras quejas no tenía, porque Florencita era una nena buena y una exce­lente alumna, "muy lectora", como decía la maestra (pero esto último a la Señora Plan-chita no sabía si la alegraba o qué).

La cuestión es que, entre lo mal que se veía la tele y la cabeza de ella, que andaba en cualquier parte, la Señora Planchita no ha­bía entendido bien si la rica heredera se ca­saba por fin con el gitano o si el gitano aco­gotaba a la rica heredera. Pero mucho no se preocupó: después la llamaría por teléfono a su comadre, que tenía un televisor caro pero el mejor y que le contaría todo con lujo de detalles.

Volvió a pensar en Florencia, pero en eso sonó el timbre del portero eléctrico. Y la Se­ñora Planchita bajó a abrir (el portero eléctri­co andaba medio medio), tan distraída que se olvidó de sacarse los patines de lustrar.

Era Doña Lola. La madre del Señor de la Fuente. Su suegra.

-¡Pero otra vez se me vino cargada, Doña Lola! -y la voz de la Señora Planchita trató de sonar amable—. ¡Y mire que se lo digo! ¡Con lo mal que se viaja!

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-¡Es que vos sabes, nena, que yo no pue­do venir con las manos vacías! ¡No sé, es co­mo u n a obsesión que tengo! Además , hoy les traje algo que se van a c h u p a r los de­dos... ¿A que no adivinas?

- A ver.. . A ver. . . Dé jeme q u e p i ense . . . ¡Dulce de tomate!

-Sí.. . ¿Cómo adivinaste? -dijo la abuela de lo más llovida.

Pero enseguida se animó: -¡Diez frascos de dulce , recién hechi to!

Porque vos todavía no aprendiste a hacer el dulce ¿no? Y mira que es fácil... ¡Y económi­co! Pero, cuando no hay voluntad.. .

- N o se trata de eso, Doña Lola... ¡Es que a usted le sale TAN rico el dulce! Y como toda­vía tenemos ocho frascos de la vez pasada... ¡En la heladera ya no entra ni un frasco más!

—¡Lo que pasa es que vos no sabes aprove­char bien el lugar! ¡Déjame a mí y ya vas a ver! -dijo Doña Lola. Y mientras empezaba a vaciar la heladera agregó por lo bajo: - ¡Ay, qué bien le vendría a esta casa que yo me vi­niera a pasar u n tiempito! No digo mucho: mes, mes y medio.. .

Hasta que, de r epen te , Doña Lola pegó u n grito espantoso:

-¡¡NENA, NENA, VENÍ ACÁ INMEDIATA­MENTE!!

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La Señora Planchita, que estaba con los ojos entrecerrados, fijos en la tirita de la no­vela, porque parecía que el gitano era, en realidad, un conde ruso que estaba de incóg­nito, corrió hasta la heladera.

—¡Ya sé, no me diga nada! ¡La heladera le dio una patada de electricidad! ¿No, Doña Lola?

—¡Qué patada ni qué niño envuelto! —gritó la abuela con los ojos salidos para afuera, mientras en la mano agitaba algo verde y pe­ludo—, ¡Mira lo que encontré en el fondo de la heladera! ¡ZAPALLO PODRIDO! ¡Con lo tóxico que es el zapallo podrido! ¡Una fami­lia entera, con abuela y todo, murió envene­nada con zapallo podrido! ¿Acaso no lees los diarios, vos?

La Señora Planchita se sintió desfallecer. Ahora su suegra iría a contárselo a todos.

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Antes que nada al Señor de la Fuente (si la conocería).

Y enseguida a la Gladys, esa harpía. Nunca en su vida había sufrido semejante

humillación. En ese momento sonó el timbre. "Gracias a Dios llegó Florencia", pensó la

Señora Planchita. Pero no sabía lo que estaba diciendo...

- iHola, abu! —Florencia estampó un sono­ro beso en el cachete de Doña Lola.

—Hola, mi tesorito. ¡Cada día más linda es­ta nena, la viva imagen de mi finadita her­mana!

Cuando la Señora Planchita vio que Flo­rencia estaba parada delante de la hilera de frascos de dulce de tomate, mirándolos fijo,

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pensó: "¡¡Tierra trágame!!". Y mentalmente se encomendó a la Virgen de los Desampa­rados para que Florencita no dijera ninguna inconveniencia.

Pero Florencita era una nena sin pelos en la lengua...

—¡Abu! —saltó. Y la Señora Planchita co­rrió a meterse en el baño- . ¿Otra vez trajiste dulce de tomate? Pero si tenemos el ropero lleno. Y a nosotros, el único que nos gusta es el dulce de leche...

Antes de que Florencita siguiera explican­do que ya los vecinos les habían retirado el saludo por miedo a que ellos insistieran en regalarles frascos y frascos de dulce, la Se­ñora Planchita salió del baño.

Y por decir algo dijo: —¿Vio, Doña Lola, lo caro que está todo?

Pero Doña Lola era una abuela ofendida. Y una abuela ofendida no contesta. En cambio se fija en todo con vista de

águila. Fue entonces cuando, mirando de arriba

abajo a Florencia y dirigiéndose a la señora Planchita, la abuela dijo con voz cavernosa:

-¿Cada cuánto le cambias el delantal a la nena, vos? Porque la Gladys a los chicos de ella se los cambia día por medio. . . ¡Y eso que tiene tres chicos, ja!

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—¡Pero yo se lo cambié esta mañana el de­lantal, Doña Lola! —contestó la Señora Plan-chita bastante molesta-. ¡Lo que pasa es que Florencita es tan poco cuidadosa! ¡Total, co­mo los delantales los lavo yo! ¡Y a pura ta­bla...! Porque al lavarropas no sé bien lo que le pasó, pero empezó a temblar, ¡y a dar sal­tos! ¡Si hasta se me apareció de repente en el dormitorio, largando agua y jabón por todos lados! ¡Un susto me di!

Pero Doña Lola todavía estaba atraganta­da con lo del dulce.

Así que ni siquiera hizo un comentario y siguió adelante:

-Claro que Florencita ya tiene edad sufi­ciente no sólo para lavarse y para plancharse su propia ropa sino también la del Tito. Yo a la Gladys desde chiquita nomás le enseñé a ocuparse de su ropa y de la ropa de sus her-

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manos . Para que se fuera a c o s t u m b r a n d o ¿viste? Y después no fuera una inútil, ja...

"Mejor no hablemos de la Gladys, esa jo­ya", pensó la Señora Planchita, que estaba poniéndose rabiosa. Pero como ella no era de discutir, quiso cambiar de tema. Y enton­ces no tuvo mejor idea que preguntar, seña­lando unos paquetes con moño:

-¿Anduvo de compras, Doña Lola? —Ah, sí —se animó la abuela—. Son unas pa-

vaditas para los chicos. Florencita se acercó corriendo. —¡A ver, abu, a ver! —Este de moño azul es para Tito: un juego

de química. Después se lo das, pero que lo abra él. Y este otro de moño rosa —la abuela sonrió, chocha de la vida— es para vos: ¡un costurerito con agujas, hilos de colores y de-

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dal! ¡Ah, y una carpetita para que la bordes , con el dibujo ya marcado, así te sale prolija! ¿Te gusta, corazón?

Esta vez la Señora Planchita, que se la vio venir, corrió a meterse en la cocina, mientras gritaba:

- ¡Doña Lola! ¿Por qué no se viene a la co­cina a tomar unos mates? ¡Le hice bizcochos caseros, como a usted le gusta!

Pero a pesar de que abrió la canilla del agua caliente para que el ru ido del calefón (¿estaría por explotar?) le impidiera oír la respuesta de Florencita, alcanzó a escuchar, con toda claridad:

—Pero abuela... ¡Si fui yo la que te ped í el juego de química! i Y a mí bordar me hincha!

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Esa noche, la Señora Planchita decidió te­ner una conversación a fondo con el Señor de la Fuente, porque para ella la cosa con la Florencia estaba llegando a mayores.

Pero apenas la Señora Planchita empezó a hablar, el Señor de la Fuente, que ese día es­taba deshecho de cansancio, le recordó que la educación de los chicos, en especial de la nena, era cosa de ella; que él bastante tenía con los dos trabajos y las changas. Y que aho­ra lo dejara dormir, que cómo se veía que ella mañana no tenía que salir a ganarse el pan.

La Señora Planchita no hizo ningún co­mentario y se acostó. Pero no pudo pegar ojo, y eso que antes de acostarse se había to­mado un té de tilo.

Y como no pudo dormir, se levantó. Y se fue a la cocina, para no molestar a

nadie. Y como estaba tan nerviosa pensó: "Mejor

me pongo a hacer algo". ¿Y qué iba a hacer la Señora Planchita si­

no ponerse a planchar? Muy lentamente, porque tenía como un

peso en el corazón, a rmó la tabla de plan­char, enchufó la planchita de viaje y fue a buscar los manteles y las sábanas, para re­pasarlos nomás, porque estaban plancha-

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dos del día anter ior . Al pasar, y casi sin darse cuenta, encendió

la tele. Cuando volvió a la cocina, la plancha esta­

ba lista. Y aunque en la televisión ya no había na­

da (eran las tres de la mañana) , ella igual, po r costumbre, empezó a mirar.

mirar la raya finita. Cada día más finita. Y con la plancha yendo y viniendo sobre

las sábanas y los manteles a lmidonados , su imaginación empezó a volar.

Entonces en la rayita de la televisión creyó ver señoras envueltas en pieles y caballeros

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elegantísimos que bajaban de coches largos y brillantes.

También vio t r ineos que a t ravesaban la nieve, y barcos que se hacían a la mar...

Hasta que, de repente , en la rayita de la tele se apareció una nena. ¿Una nena? ¿Sería la Florencita?

Entrecerró los ojos para ver mejor y en­tonces se dio cuenta de que esa nena no era la Florencita, su hija, sino que era ella mis­ma, Aurora, a la que todos, cariñosamente, llamaban Planchita.

Se vio chiquita (¿estaría volviéndose loca?) el día aquel en que dijo la mala palabra que u n n e n e le había e n s e ñ a d o en la escuela. Con jabón le habían lavado la boca, y cuando lloraba le salían globitos de colores. Y enton­ces su mamá se asustó y le dijo que lo hacían por su bien, porque una niña buena no dice palabrotas.

También se vio ya más crecida, el día que vino con dos aplazos en el boletín y su papá le dijo que para qué iba a seguir estudiando, si total después se casaba y chau. Y que si te­nía dos aplazos a lo mejor era porque la ca­beza no le daba.

Después volvió a verse chiquita, el día que j u g a n d o a los piratas con sus he rmanos se cayó del techo de la cocina. Y vio, o creyó

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ver (la rayita había crecido y la imagen cu­bría toda la pantalla), la cara de su tía Carlo­ta que, mientras le curaba los chichones, le decía que eso le había pasado por jugar a lo bruto, por andar haciéndose la varonera.

La varonera. Como Florencita. Y la Seño ra Planchi ta , A u r o r a , se dio

cuenta de que tenía la cara mojada. Entonces se quedó un rato apoyada sobre

la tabla de planchar. Después, tratando de no hacer ruido para

no despertar a nadie, desarmó la tabla, puso la planchita sobre la mesada para que se en­friara, apagó la televisión y, en puntas de pie, se fue a ver a su hija, que dormía en el comedor.

Entonces la Señora Planchita, Aurora, se sentó en la orilla de la cama y la arropó bien a la hija.

Y aunque Florencita dormía a pata suelta, igual se le acercó a la oreja y le dijo por lo bajo, como si la hija pudiera oírla:

-Mañana vos y yo nos vamos las dos al ci­ne. Y después a tomar chocolate con chu­rros, que tenemos muchas cosas que hablar.

Y le dio un beso que, en el silencio de la noche, retumbó por toda la casa.

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