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La sangre de la eternidad José Manuel Gomis Aracil Pedro Sala Jiménez

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La sangre de la eternidad

José Manuel Gomis AracilPedro Sala Jiménez

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La sangre de la eternidad© Pedro Sala Jiménez / José M. Gomis Aracil

ISBN: 978-84-9948-323-8Depósito legal: A-208-2011

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33C/ Decano, n.º 4 ― 03690 San Vicente (Alicante)www.ecu.fme-mail: [email protected]

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87C/ Cottolengo, n.º 25 ― 03690 San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o me-cánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacena-miento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Prólogo

Miguel de Unamuno expuso que los seres humanos sienten ansia de no morir, hambre de inmortalidad y anhelo de eternidad.

El deseo de la vida eterna, el poder vivir para siempre sin envejecer y morir, ha inquietado a la Humanidad desde el primer momento en que descubre que puede dejar esta vida. Más de una vez alguien se habrá preguntado: ¿Por qué se tiene que morir uno?, ¿no hay una manera de vivir para siempre?, son cuestiones que seguramente más de uno habrá pensado ante uno de los enigmas que en la antigüedad atrapó a los grandes pensadores y que aún en el siglo XXI sigue cautivando.

Son multitud las leyendas populares que hablan de personas que desaparecieron, se perdieron o fueron raptadas para luego aparecer de nuevo tras muchos años como si para ellos hubieran transcurrido solo unas horas. Se habla de zonas en las que el espacio-tiempo está alterado, de modo que cuando alguien pasa por allí permanece en un estado de adormecimiento o “sueño encantado”.

En las culturas primitivas la sangre del hombre contenía su “energía vital”, se creía que añadiéndosela a la propia podía prolongar la vida. El avance de la civilización hizo que esta práctica evolucionara al descubrirse que el hígado purificaba la sangre; encontramos de esta forma a este órgano como “manjar” en la mayoría de los menús caníbales y de las “recetas” para prolongar la vida.

En la época romana se creía que con el último aliento de la vida se expulsaba el alma. Claudio Hermippus aseguraba haber vivido hasta los 115 años gracias a aspirar de forma continuada el aliento de jovencitas.

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Es célebre la historia de los “siete durmientes de Éfeso”, que se refugiaron en una cueva huyendo del edicto que proclamó contra los cristianos el emperador romano Decio en el siglo III. Estuvieron encerrados allí la friolera cantidad de 187 años. Cuando salieron al exterior apenas les duró la alegría unas semanas, fueron muriendo uno a uno presas de un súbito envejecimiento.

Uno de los sucesos más conocidos en la historia que cuentan los tinerfeños de San Juan es el de una niña que salió a buscar peras y entró en una cueva en la que quedó dormida. Cuando despertó y salió al exterior habían pasado 30 años, aunque ella conservaba el mismo aspecto y edad que cuando desapareció.

Los egipcios buscaron la inmortalidad mediante la momifica-ción de sus muertos; los exploradores españoles se aventuraron en el continente americano buscando hasta morir el Dorado y la Fuente de la Eterna Juventud. Con la llegada de la ciencia se empezó a buscar la solución de retrasar la muerte o aparentar juventud, naciendo de esta forma los cosméticos y progresando la medicina moderna. ¿Está ahora más cerca el Hombre de con-seguir su sueño? Es cierto que la esperanza de vida actual es la más alta de la historia, y si para la antigua Grecia un hombre de 40 años ya era viejo, ahora a esa edad uno se encuentra todavía joven. ¿Dónde está el límite? En recientes experimentos se ha ob-servado que si no se fuma, si no se bebe alcohol en gran medida, si se hace ejercicio y se sigue una dieta variada se consigue alargar la vida hasta un 15%.

Es verdad que ningún investigador serio se atreve a hablar de algo tan ilógico como la “inmortalidad”, pero cada vez somos más los que pensamos que en el futuro será posible ralentizar el proceso del envejecimiento y, por lo tanto, prolongar considera-blemente la vida de los seres humanos.

Es tal la obsesión que tiene el hombre por la eternidad que un tal Miller Quarles, un excéntrico multimillonario tejano de 81 años de edad, creó Geron Corp., la primera compañía biotecnológica dedicada exclusivamente al desarrollo de terapias que puedan acabar con la vejez y consigan prolongar indefinidamente la vida humana. Los investigadores de Geron ya han conseguido algunos

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avances importantes en la lucha contra las arrugas, las canas, la pérdida de memoria, la debilidad corporal y todos los demás síntomas que suelen padecer las personas de la tercera edad.

Pero ¿qué ocurre cuando la ciencia no puede encontrar una respuesta de por qué envejecemos y morimos? Las personas, en su ansia de no morir, en su hambre de inmortalidad y en su anhelo de eternidad, buscan las respuestas mediante lo inexplicable, dando vida de esta forma a las religiones.

Solamente la religión da al ser humano esa oportunidad de no morir jamás. Es incuestionable pensar que la ciencia avanza estrepitosamente con teorías que sustituyen a la fe, acto que se sustenta en todas las creencias religiosas que hay en el mundo, pero, aun así, la persona está convencida de que su fe le salvará. Cuántos casos hay de gente que se encuentra a punto de morir y se niega a recibir tratamiento médico y lo único que hace es rezar a Dios. Por no hablar de los Testigos de Jehová, que se niega a recibir transfusiones de sangre aunque eso les cueste la vida, alegando que pecan directamente ante el Todopoderoso y no heredarán el Paraíso prometido.

Las religiones ofrecen a sus devotos la perspectiva de vencer a la muerte, de renacer en otro mundo, de poder descansar eternamente en un nuevo mundo donde no exista el dolor, la miseria y la angustia; en el que nunca envejeces, manteniéndose siempre joven y la muerte es una utopía. Esto es una realidad que se encuentra patente en todo el mundo, por eso hay tantas doctrinas predicando lo mismo.

En pocas palabras, todos te obligan a que te bautices en su dogma, porque si no lo haces será tu perdición.

Pero en el mundo actual, desde una perspectiva mucho me-nos metafísica, la ciencia, contrarrestando a la fe, está intentando descubrir algo que permita disfrutar de una inmortalidad terrenal, una prolongación indefinida de la vida humana o por lo menos impedir ese inevitable deterioro progresivo al que todos estamos condenados: el envejecimiento.

Quizás la vida eterna se consiga gracias a la tecnología, quizás sea por las creencias divinas, o tal vez ya no podamos alargar más

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la vida física porque no estamos hechos para ello e incluso no nos convenga (imaginaos un Hitler o un Stalin gobernando durante cientos de años). Lo cierto es que, hoy por hoy, nada dura para siempre.

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los crímenes de haifa

20 DE KISLEV

Michbaha Goldwicz llevaba pegada tres horas a la pantalla de su televisión. Lo apagó, subió corriendo las escaleras y se dirigió a la habitación de sus padres. La puerta entreabierta mostraba a su madre acostada en la cama mirando fijamente a la pantalla de su televisión.

Volvió a bajar las escaleras, entró en la cocina, sacó un batido de vainilla de la nevera y se llenó un vaso hasta arriba. Tras bebérselo de un solo trago, se limpió la boca con las manos y abandonó la estancia.

La luz del despacho estaba encendida, su padre trabajaba en ese momento. Empujó lentamente la puerta y lo encontró durmiendo en una silla giratoria con la cabeza apoyada en el escritorio. Había un montón de folios escritos esparcidos por el suelo. La pequeña los cogió, los dejó encima de los otros papeles y se acercó hacia la mesa. De repente, el padre abrió los ojos, agarró a su única hija y empezó a hacerle cosquillas por todo el cuerpo. La niña no lo pudo resistir y empezó a reír escandalosamente. Junto a su esposa Rebeca, su hija Michbaha era lo más importante que tenía Benshem.

Benshem Goldwicz nació el veinticinco de diciembre del año 1928, faltaban cinco días para que cumpliera medio siglo de vida. El azul claro de sus ojos y una perilla canosa fina le daban un atractivo interesante. Era un hombre tranquilo, pensativo, antes de acometer cualquier empresa cavilaba días enteros comprobando los pros y los contras. Se consideraba moderado en asuntos religiosos a pesar de pertenecer a una familia ortodoxa judía.

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Su abuelo era William Goldwicz, una de las figuras judías más importantes antes de la creación del estado de Israel. Gracias a su notable trabajo se pudieron asentar las bases de lo que sería el futuro país.

Antes de que comenzara la I Guerra Mundial, Palestina estaba anexionado al Imperio otomano. En ella moraban cristianos y musulmanes en su gran mayoría y solamente una pequeña comunidad de judíos vivían en Jerusalén y alrededores. Era en este grupo donde vivía la familia Goldwicz, en una casa de las afueras.

Cuando el sultán Mehmed V decidió entrar en La Gran Guerra a favor de las potencias centrales, el Imperio británico empezó a ver al movimiento sionista como un factible aliado en una guerra que empezaba a desenvolverse mal para los aliados. En 1917, se consideró entonces que los judíos podrían ser doblemente útiles, ayudando a sostener el frente oriental y estimulando el esfuerzo bélico estadounidense. Fue así como se produjo, el dos de noviembre del mismo año, la Declaración de Balfour, por la que el Reino Unido se declaraba favorable a los planes sionistas de creación de un hogar nacional judío en Palestina.

William Goldwicz fue el encargado de crear y dirigir la Organización Sionista Mundial, organismo que canalizaba la inmigración judía a nivel mundial. Fue en este período cuando se mudaron a Hebrón, una ciudad situada treinta kilómetros al sur de Jerusalén y considerada una de las cuatro urbes santas del judaísmo. Su misión era frenar el acoso incesante por parte de los árabes a la población judía y proteger la Cueva de Machpelah, lugar santo en el que se encontraba la Tumba de los Patriarcas y donde David fue ungido Rey de Israel reinando allí hasta la captura de Jerusalén.

El veintidós de agosto de 1929, el líder palestino y Gran Mufti de Jerusalén, Amin al-Husayni, estimuló a los palestinos a matar judíos y limpiar las calles de toda aquella “inmundicia”. La respuesta al llamamiento no tardó en llegar. Al día siguiente,

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una masa de árabes armados de bastones y cuchillos se agrupó para asesinar a los judíos de Jerusalén y de Hebrón, provocando una revuelta antisemita que le costaría la vida al anciano William Goldwicz.

Los supervivientes, entre los que se encontraba la familia de Benshem, se vieron obligados a huir no solo de Hebrón, sino también a exiliarse del país. Los bienes y tierras de la familia Goldwicz, así como todos los de los demás, fueron tomados y ocupados por los árabes.

Abraham Goldwicz era el padre de Benshem. Por petición suya regresaron a Tierra Santa en 1935. Pertenecía a la Quinta Aliyá, una oleada de inmigrantes judíos que fueron a Israel provenientes de Europa y Asia entre los años 1929 y 1939. Era militar, religioso y un gran político, dando muestra de sus cualidades en todo momento.

Participó en la guerra que se desencadenó nada más crearse el estado de Israel, siendo suyos los méritos para que el estado hebreo conquistara un 26% de terreno adicional al del antiguo mandato (Mandato británico sobre Palestina); a continuación, participó en la Guerra del Sinaí en 1956. Gracias a su capacidad militar, en solo una semana, Israel conquistó la península del Sinaí al completo, incluyendo zonas estratégicas, como Sharm el-Sheij, que era clave para el acceso al estrecho de Tirán y el golfo de Akaba, fundamental para liberar la salida al mar desde el puerto israelí de Eilat.

En política, después de terminar el primer conflicto, promulgó las leyes que sirvieron para expulsar a seiscientos mil árabes del territorio que ocupaba el nuevo estado hebreo; en lo religioso fundó el Partido Sionista de la Verdad, fuerza política que promulgaba la creación de una nación religiosa donde los sacerdotes tenían que dirigir el país mediante las leyes de los antiguos patriarcas. En sus oratorias predicaban la venida del Mesías, algo que sucedería cuando la tierra elegida por el Creador estuviera limpia ante los ojos del Señor. Razón por la que era partidario de que Israel tenía que ocupar, si fuera necesario por la fuerza, toda la región elegida por Dios.

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Benshem Goldwicz estudió en un colegio dogmático de los más importantes de Israel. Cuando terminó la enseñanza básica, ingresó en una escuela de oficiales americana donde completó su formación militar.

Su primera actuación fue en la Guerra de los Seis Días. Durante el conflicto, su división conquistó a Egipto la península del Sinaí hasta el Canal de Suez, iniciando con posterioridad un plan de colonización de la península. También invadió con mucha facilidad los territorios de Cisjordania que lindaban con Jerusalén Este, entonces bajo administración de Jordania, así como los Altos del Golán, en territorio sirio.

Luego coordinó con el Mossad, la agencia de inteligencia de Israel, la Operación Garibaldi, consistente en la ubicación, identificación, secuestro y posterior traslado a Israel del fugitivo jerarca nazi Adolf Eichmann.

En 1972, durante la XX edición de los Juegos Olímpicos de verano, un comando de terroristas palestinos denominado Septiembre Negro tomó como rehenes a once de los veinte integrantes del equipo olímpico de Israel.

A través de la televisión, el mundo entero fue testigo de aquella matanza cruel y del rescate fallido por parte de las autoridades germanas. El ataque condujo finalmente a la muerte de los once atletas israelíes, de cinco de los ocho terroristas y de un oficial de la policía alemana.

Las consecuencias fueron terribles para el bando islámico: el mismo día del secuestro la entonces primera ministra de Israel, Golda Meir, solicitaba al resto de naciones reprobar el acto criminal. El ataque fue condenado por el mismísimo rey Hussein I de Jordania; el gobierno alemán encarceló a los tres terroristas supervivientes y crearon la unidad antiterrorista GSG9 para responder contundentemente a futuras acciones de rescate de rehenes; cuatro días después, la aviación israelí bombardeó masivamente las bases de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en Siria y Líbano. Pero toda aquella espiral de violencia solo era el principio de lo que verdaderamente tenía que ocurrir…

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Tel Aviv, diez días después. Zvi Zamir, jefe del servicio se-creto israelí, se presentó en la vivienda de verano de Abraham Goldwicz. Planteó el problema al honorable caballero y con-venció a Benshem para que pocos minutos después estuviera cara a cara con Golda Meir y el ídolo del ejército de Israel, el general Sharon.

—Acuérdese de este día. Lo que vamos a hacer puede cambiar el curso de la historia judía —dijo la primera ministra al mayor de los Goldwicz.

Su misión era ejecutar a los hombres que planificaron y organizaron la matanza de los atletas judíos. Si se le capturaba, Israel negaría cualquier vinculación. Tampoco debería regresar mientras no se le autorizara. Eso sí, dispondría de cuentas abiertas en Ginebra, París y Ámsterdam por doscientos cincuenta mil dólares.

Comandaría a un grupo de otros cinco hombres: Carlos, un viejo halcón judío alemán; Hans, un falsificador genial; David Goldman, agente del Mossad y enlace con el gobierno; Robert, hijo de un matrimonio de jugueteros de Birmingham, experto en explosivos; y Steve, proveniente de Sudáfrica, especialista en borrar huellas de atentados.

Al principio cumplió todas las órdenes al pie de la letra y asesinó a los primeros culpables de la masacre. Cada vez que mataba a un musulmán no solo pensaba en aquellos deportistas muertos, sino que por su cabeza le venía el linchamiento que sufrió su abuelo. Era más una venganza personal por lo que le hicieron los árabes a su familia en el pasado, que la misma justicia que estaba ejecutando el gobierno de su país.

Pero estando en Zúrich, una orden dada por sus superiores provocó la muerte de varias personas inocentes, incluidos dos niños de siete años que jugaban a la pelota. En ese momento reconsideró todo lo que había estado haciendo y se dio cuenta de que solo contentaba a unos cuantos burocráticos.

Abandonó la misión alegando motivos de salud y regresó a Israel en 1976.

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Se retiró activamente y se fue a vivir a Jerusalén, donde empezó a trabajar como analista gubernamental para las nuevas formaciones políticas que aparecían en el ámbito nacional. A finales del mismo año, su gobierno, aunque había aceptado su vuelta, no veía con buenos ojos su regreso. Para evitar cualquier problema, fue trasladado a Roma como embajador de Israel en Italia. Allí vivió con su mujer y su hija hasta septiembre de 1978, año en que regresó a su país como ayudante ministerial.

A las once de la noche del veinte de diciembre, Benshem abandonó el edificio del Ministerio de Interior.

Se puso los guantes de cuero, alzó la vista y contempló el cielo despejado con sus múltiples estrellas adornando la noche, hacía frío.

Al otro lado de la calle, apoyado en un vehículo oficial del gobierno, un hombre con traje negro y un abrigo de pana ancha con coderas de cuero le esperaba jugando con su mechero mientras las luces de la ciudad alargaban su sombra entre los charcos. El ex agente del Mossad reconoció enseguida al individuo que acababa de tirar el cigarrillo y que se estaba acercando hacia él.

—No sabía que pagaban tan bien las horas extra a un simple funcionario —dijo el individuo colocándose frente a Benshem.

—No me digas que David Goldman, uno de los hombres más poderosos del Mossad, me ha estado esperando hasta las once de la noche para averiguar cuánto me pagan por trabajar más de la cuenta —dijo irónicamente Benshem mientras sonreía—. Dime, ¿qué quieres de mí?

—Tienes razón al pensar que no he venido hasta aquí para saber cuánto ganas. Necesitamos tu ayuda una vez más.

—Creo que nuestra conversación ha terminado.Benshem empezó a andar hacia donde tenía aparcado su

coche. David Goldman le siguió mientras seguía hablando.—¡Por el amor de Dios, Ben! ¿Quieres escucharme un

momento? Se trata de un asunto muy serio.

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—¡A mí qué me importa! Además, ¿cómo quieres que escuche a un tipo de la calaña a la que representas? Gente como tú da ganas de vomitar. —Benshem ni siquiera miraba a Goldman mientras seguía caminando.

—Entiendo que en el pasado mantuviéramos pequeñas diferencias que afectaran a algunas operaciones, pero tienes que comprender que yo solo cumplía órdenes —se defendió David intentando mantener el paso de Benshem.

—¿Llamas cumplir órdenes a matar a cinco personas inocentes para asesinar a un objetivo? —El ex agente del servicio secreto israelí frenó de golpe y miró enfadado a su interlocutor—. Tengo que recordarte que había dos niños jugando alrededor cuando activaste la bomba. Te dije una y otra vez que interrumpiéramos la misión, que la ejecución se podía realizar en otro momento, pero al parecer mis palabras te resbalaron.

—Sabías perfectamente cuáles eran nuestras órdenes. Había que eliminar a nuestro hombre a la hora programada.

—Dime una cosa, David, ¿sigues siendo el mismo hijo de puta que asesina a líderes árabes de la misma forma que matas a una hormiga cuando la pisas?

—A lo que siga dedicándome no es de tu incumbencia —respondió algo molesto David—. El comisario de Haifa se presentó en mi oficina y me pidió ayuda. Se ha producido un atroz crimen en una casa de las afueras y no tienen ni puta idea de cómo continuar el caso, no hay evidencias claras.

—La policía israelí tiene agentes muy capacitados para resolverlo.

Benshem sacó la llave y abrió la puerta delantera de su coche.

—Pero nadie tiene la agudeza tuya. Eres la persona idónea para este caso, tu especialidad es no llamar la atención… Solo te pido que vayas al lugar del crimen y eches un vistazo por tu cuenta; luego me informas y todo habrá terminado —el viejo compañero estaba ahora suplicando con sutileza—. Me debes algunos favores… Tú lo sabes. Fui yo y nadie de tu familia,

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quien te trasladó a Roma para evitar que te convirtieras en un problema de estado. Si no lo hubiera hecho, no estaríamos hablando en este momento y no tendrías una pequeña hija con tu linda mujer. ¿Qué decides, Ben? ¿Viajarás a Haifa?

Qué razón tenía David Goldman cuando afirmaba que Benshem le debía algún que otro favor. Gracias a él, su nombre no apareció en una lista de futuros objetivos.

—Como te conozco muy bien no te mentiré —continuó hablando Goldman—. Los Klein son amigos íntimos del ministro de Interior. Ya sabes lo que podría pasar si esta condición fuese desvelada a los medios de comunicación. Hay que resolver el caso sin llamar la atención. Es una familia importante, sus negocios de exportación trascienden en el extranjero. Debes saber que se sospecha que pudieran estar metidos en oscuros asuntos. No hay pruebas determinantes, están perdidos y el gobierno quiere una explicación.

—Lo haré por la amistad que me une al ministro, mañana viajaré a Haifa y visitaré el lugar del crimen. Necesitaré también el informe del caso con todas las fotografías. Cuando digo todas me refiero a que no quiero que quede ninguna que sea secreto de sumario. ¿Ha quedado claro?

—No te preocupes, ahora mismo llamo al comisionado para que mañana lo tenga todo preparado. Solo te pido que actúes con sigilo, ya sabes, pasando desapercibido.

Benshem bajó la ventanilla, introdujo la llave en el contacto, arrancó el vehículo y se fue directamente a su casa sin despedirse de su viejo compañero.

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21 DE KISLEV

Llevaba casi dos años sin coger su pistola automática. La tenía guardada en un cajón bajo llave. Durante ese período se había dedicado exclusivamente a su carrera diplomática, no era necesaria la utilización de ningún arma.

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Poco después de las siete y cuarto del dieciséis de diciem-bre, Benshem Goldwicz terminaba de abrocharse su camisa a rayas. Se puso una corbata que ya tenía el nudo hecho y terminó de arreglarse frente al espejo. Cogió la pistola y salió al jardín.

Sentado en una hamaca y ante los últimos minutos de la noche, comenzó a revisar su arma. Desmontó sus piezas y la limpió con mucho cuidado. Una vez hubo terminado, la volvió a montar y lentamente fue colocando las balas en la recámara. Le puso el seguro, la dejó en la mesa redonda que había en el centro y reflexionó.

Se limpió los zapatos con betún y entró a la casa. Miró a través de la ventana, un Ford Taunus de color negro aparcó frente a su vivienda.

La ciudad de Haifa, que en hebreo se pronuncia jeyfá y en árabe háyfa, está situada al norte de Israel. Se encuentra ubicada en la costa del Mediterráneo oriental y se extiende hacia el interior por la falda del Monte Carmelo. Es la tercera metrópoli más grande del estado hebreo, con una población cercana a los 270.000 habitantes.

La historia cuenta que Haifa fue mencionada por vez primera en los textos escritos en el siglo III a. C., como una pequeña aldea cercana a Shikmona, la población principal de la zona en aquel tiempo. En el año 1100 fue ocupada por los cruzados, tras una cruel batalla contra la población judía. Formó parte del Principado de Galilea, perteneciente al Reino de Jerusalén, hasta su conquista por el sultán mameluco de Egipto, Saladino, en 1265, tras la cual fue prácticamente abandonada hasta el siglo XVII.

Debido a ser el principal puerto del Mandato Británico de Palestina, Haifa fue objetivo principal durante la guerra árabe-israelí de 1948 y escenario de violentos enfrentamientos entre ambos bandos. Fue capturada por el ejército israelí el 23 de abril de 1948.

Desde entonces, la ciudad ha ido creciendo alrededor del monte y gozando de una fisonomía cosmopolita y de

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una amplia diversidad de actividades industriales (textil, alimentación, confección, cemento, vidrio, química), en 1956, además, se construyó el Carmelit o Metro de Haifa, el único ferrocarril metropolitano de Israel.

Benshem conducía a toda velocidad en un Volkswagen Golf plateado que le habían procurado en el Ministerio del Interior. Circulaba por la nueva autopista que unía Haifa y Jerusalén. En el asiento de al lado había una fotografía de su esposa y su hija que se había llevado a petición de la pequeña.

Pasó al carril de la derecha, disminuyó la velocidad y, cuando vio el letrero de Haifa, accedió al desvío. Pasados diez minutos llegó a su destino. Lo primero que haría sería reunirse con el cargo responsable de la investigación y, por tanto, la persona que le tenía que informar de todo el asunto y llevarle hasta el lugar de los atroces crímenes.

La comisaría quedaba en la parte oeste de la ciudad, la más problemática, escondida entre grandes edificios de la urbe…

—¡Adelante! —contestó ariscamente el inspector—. Siéntese… me llamo Joseph Goldanski.

El policía llenó una taza con café y ofreció otra a Benshem, que amablemente aceptó.

—Soy Benshem Goldwicz, he sido destinado a Haifa por mandato del Ministerio de Exteriores para ofrecer mi opinión sobre los sucesos de la casa de los Klein, en las afueras. Creo que usted estaba avisado de mi llegada.

—Shalom Alejem —saludó el inspector nada más saber quién era el extraño visitante.

—Todah Rabah —le respondió Benshem afirmando con la cabeza.

—Cuando me dijeron que alguien de la capital vendría a encargarse del caso me mostré reacio, pero lo cierto es que necesitamos ayuda. No tenemos evidencias que demuestren la autoría de los hechos, sin embargo, las pruebas periciales arrojan una serie de contrariedades difícilmente constatables.

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Es posible que los crímenes fuesen cometidos por varias personas, pero estamos trabajando en la posibilidad de que hubiese alguien implicado que mantuviese relación con la familia y que hubiese dejado entrar a los asesinos…

—¿Tiene aquí todo lo relacionado con el caso? —Benshem dio un sorbo al café—. Supongo que la casa está vigilada y que todo está precintado. De lo contrario no creo que averigüemos nada nuevo…

—Aquí está. —El inspector abrió el cajón de su mesa y sacó una carpeta fina de cartón—. Esto es todo: fotografías de las víctimas, el informe del forense, las declaraciones de los vecinos, etc. En mi corta carrera como comisionado nunca había visto unos crímenes tan brutales. Efectivamente, toda la zona está vigilada y la casa precintada, pero he tenido que reforzar la vigilancia por la noche, mis hombres no quieren estar solos cuando oscurece, al parecer hay extraños sonidos y cambios bruscos en la climatología…

Benshem sacó las fotografías y al verlas entendió... Cuatro miembros de una familia, los dos padres y sus dos hijos, estaban muertos. El marido se encontraba tumbado en la cama con medio cuerpo cubierto por las mantas. En la mano derecha sostenía un libro, la otra, bajo su cuerpo, se encontraba agarrotada, sus ojos reflejaban el miedo y la sorpresa de la muerte repentina…

—La mancha en el cojín de la almohada indica que lo mataron de frente. Utilizaron un silenciador para que no se escuchara el disparo.

—Efectivamente, así ocurrió.La siguiente fotografía que vio Benshem fue la de la esposa,

que tenía la cabeza apoyada sobre un lavabo manchado con sangre.

—¿No nota algo extraño en esta fotografía? —Benshem se la dio al inspector para que le diera una ojeada.

—¿Extraño, por qué? —Goldanski dio una mirada por encima y se la devolvió a Benshem—. He visto esta foto un montón de veces y no hay nada raro. La mujer se estaba

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lavando los dientes cuando fue sorprendida y degollada por la retaguardia. Los informes nos indican que el asesino la cogió por detrás y le cortó la garganta de izquierda a derecha, murió desangrada.

—¿Por qué la mujer no vio acercarse a su agresor si se daban todas las condiciones para poder verlo?

—No entiendo —contestó el inspector.—Cuando mataron a la mujer estaba lavándose los dientes,

por lo que tuvo que ver al asesino acercarse hacia donde estaba ella. Esa desgraciada no vio aproximarse a su asesino aun teniendo el espejo en frente.

—Si le digo la verdad, no sé qué responder. —El inspector puso por un momento cara de circunstancias.

—¿Podemos visitar ahora el lugar del crimen?—¿No prefiere seguir mirando las fotografías y leer los

informes?—Lo haré de camino, en dirección al lugar de los hechos.

—Benshem guardó todos los papeles en la carpeta—. Espero que sus hombres sigan en sus puestos… No creo en fantasmas.

Los dos agentes se terminaron el café y abandonaron la comisaría.

Tardaron media hora en llegar a la casa donde se realizaron los terribles asesinatos. No estaba lejos, pero la ciudad estaba llena de obras y tuvieron que tomar numerosos desvíos para poder llegar hasta la vía principal. Durante el trayecto apenas se dirigieron la palabra, Benshem no dejó de ojear las fotografías y de repasar los informes. Una y otra vez le venía a la cabeza la idea de que a su familia le podía haber ocurrido algo parecido.

La casa se encontraba en una partida rural aislada por dos caminos rodeados de árboles, pero cerca se podía divisar un pequeño complejo residencial. Una meseta con unas antiguas dunas coronaba el pequeño valle que se extendía hacia una planicie con algunas plantaciones de palmeras y olivos.

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Al llegar, la patrulla diurna ya había hecho el relevo a los policías de la noche.

—¿Alguna novedad? —Goldanski se quitó su gabardina, cogió su cajetilla de Marlboro y su mechero, y la dejó en el asiento trasero mientras Benshem abandonaba el coche.

—Nada —contestó el oficial—. Solo viento… viento muy frío venido del norte que ha estado toda la noche azotando hasta hace un par de horas.

La casa era una residencia de lujo con una torre de piedra en el lado más próximo a la carretera, se podía ver desde lejos. Tenía una puerta de madera de unos dos metros y medio de ancho y tres de alto. La estrella de David remataba un arco sobre el portón y hacía juego con la valla que resguardaba toda la finca. Una amplia cochera flanqueaba el ala derecha de la mansión y seis enormes ventanales vigilaban austeros la colina.

Ambos agentes se pusieron guantes de látex y entraron en la residencia. Fueron eliminando los precintos policiales y pasaron al interior. Lo primero que hizo Benshem fue fijarse en la cerradura de la puerta principal. A continuación, miró las ventanas de la planta baja y subió las escaleras de parqué siguiendo el rastro del flujo sangriento que le llevó hasta las habitaciones donde se produjeron los asesinatos. Todo estaba igual que en las fotografías. A continuación, buscó la habitación de los niños que estaba al final del pasillo.

—Hay que descartar el robo como móvil de los asesinatos, las joyas, el dinero… Todas las cosas de valor siguen estando aquí —fueron las primeras palabras de Benshem.

El inspector Goldanski seguía atento a Benshem sin mencionar palabra. Cada vez que quería preguntar algo, el ex agente del Mossad le realizaba un gesto de silencio para no desconcentrarle.

—Los pequeños no se habían acostado, la cama sin deshacer confirma mi tesis. El criminal mata al niño rubio clavándole un cuchillo en la cabeza; el hermano sale corriendo asustado a la habitación de sus padres pero se encuentra con alguien que le tira por la escalera y lo golpea hasta matarlo.

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—¿Cómo sabe eso? —preguntó intrigado Goldanski—. ¿Quiere decir que había más de un asesino?

—Creo que alguien abrió desde dentro y dejó pasar al asesino o asesinos.

—El criminal podría haber obligado la cerradura de la puerta o haber forzado las ventanas de la planta baja y haber entrado sin hacer mucho ruido —opinó Goldanski.

—Las cerraduras están intactas, lo que acaba de decir no tiene sentido, y las ventanas no corroboran sus sospechas —respondió Benshem entregando una foto al inspector.

—De todas formas, eso no indica nada. Nuestro hombre podía tener una llave y haberla utilizado cuando todos se disponían a acostarse —añadió Goldanski.

—Supongamos que así fue. Llevaría puestos unos guantes y no habría dejado huellas. Ha dejado restos dactilares y de todo tipo por toda la casa, es extraño…

—Ahora que lo dice, tiene usted razón. Las huellas encontradas en la habitación del hijo pequeño de los Klein coinciden con otras que había por toda la casa, pero no tienen identificación, no hemos encontrado nada. Si no se protegió las manos es que no le importaba mostrarse…

—Es posible que se trate de alguna criada que llevara poco tiempo trabajando.

—Mandaré a mis hombres que lo averigüen inmedia- tamente.

Benshem rebuscó en una caja donde estaban guardadas unas películas familiares de Súper 8 y pidió al inspector que las dejara en el coche.

Cuando Goldanski regresó vio a su compañero observan-do una agenda, leyendo atentamente las anotaciones que es-taban escritas en el interior.

—¿A qué hora se perpetraron los asesinatos y cuándo fueron encontrados los cadáveres? —preguntó Benshem mientras cerraba el cuaderno familiar.

—Según el forense, los crímenes fueron cometidos entre las doce de la noche y las dos de la madrugada. Los cadáve-

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res fueron hallados por la niñera al día siguiente. La hemos interrogado, tenía el día libre, por lo que no estuvo en el lu-gar de los hechos. Hemos comprobado su coartada y dice la verdad.

—¿Han examinado los alrededores? —Benshem se dirigió al exterior.

—¿Hay algún motivo para hacerlo?—Según he leído en la agenda, la noche de los asesinatos

tenían una cena con la familia de Shimshon Weiss que, como usted sabrá, es una familia muy poderosa en el mundo de los negocios. Nuestro ejecutor no podía saber a qué hora regresarían los… —Benshem abrió una vez más la carpeta y buscó el nombre de la familia asesinada—… Klein. Eso quiere decir que les estuvo esperando muy cerca de aquí hasta que regresaron por la noche. Dígales a sus hombres que escudriñen esa pequeña meseta de ahí. Es un buen lugar para observar, y desde allí se aprecia perfectamente la casa.

—¿Qué piensa averiguar de unas películas en las que lo único que salen son fiestas y celebraciones? —preguntó el oficial acercándose al vehículo.

—Deje de hacer tantas preguntas y preocúpese de encontrar a la criada.

Subieron al automóvil y se fueron alejando de la casa len-tamente.

Las fotografías y los informes del caso Klein estaban es-parcidos por el suelo mientras Benshem los analizaba en el despacho que le había prestado el inspector Goldanski. Eran las diez de la noche y llevaba dos horas revisando toda la información que tenía delante de él con un único resultado: hacerse muchas preguntas que aparentemente no tenían res-puesta.

En ese instante llamaron tres veces a la puerta, era el inspector con dos hojas en su mano derecha.

Benshem recogió ordenadamente todo el papelorio y lo dejó encima de la mesa. Se sentó en su silla giratoria y,

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extendiendo la mano, pidió al inspector que se sentara frente a él.

—Tenía usted toda la razón este mediodía —el inspector le entregó los dos informes al ex agente del Mossad—. En la meseta que usted mandó esta mañana inspeccionar hemos encontrado indicios de actividad, es posible que alguien estuviera esperando.

—Eso confirma mi teoría de que nuestro asesino no eligió a sus víctimas por casualidad, sino que sabía perfectamente a quiénes iba a matar.

—Yo también pienso lo mismo. Esta nueva pista hace cambiar toda la vía de investigación. Ya no se trata de un psicópata que mató a una familia por placer, sino que era objetivo del criminal. ¿Puede tratarse de alguna venganza entre clanes?

—No lo sé, inspector. —Benshem se encogió de hom-bros—. Investigue qué clase de amistades tenía la familia Klein. Y ahora, continúe…

—Respecto a lo de la criada estaba en lo cierto. Los Klein tenían contratada una criada llamada señora Baylock. En estos momentos se encuentra en paradero desconocido. La niñera nos ha dado una descripción detallada de la mujer. Es esta. —El inspector le dio un dibujo hecho a lápiz—. Su retrato va a estar en todas las comisarías del país así como en todos los hospitales, estaciones de autobuses, aeropuertos, etc.

—¿Sabe algo de esa mujer? —Benshem observaba fijamente el retrato robot de la sospechosa.

—Fue contratada hace un mes mediante una agencia de trabajo perteneciente a Eshkol Singer, la dirección es… el número cinco de la calle Kelach. Era interna y libraba los martes. Lo que haremos mañana será visitar esa agencia. Allí nos dirán algo más sobre esa misteriosa señora Baylock.

—¿Sabe dónde va a pasar la noche?—El Mossad me ha alquilado un apartamento cerca de

aquí —confirmó resignado Benshem.—Hasta mañana, señor Goldwicz.

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—Buenas noches, inspector Goldanski.El oficial de policía abandonó el despacho. Benshem se

quedó un rato más para terminar su trabajo.—¡Qué astuto eres, hijo de puta! —pensó Benshem

mientras volvía a revisar las fotografías.

******

Con la mirada perdida en la lluvia, un hombre vestido de negro caminaba errante y pensativo. Las gotas de agua resba-laban por su cabello lacio que se pegaba a su cabeza. Extrañas doctrinas sacudían su mente… Caminaba despacio, exhaus-to… las luces de las farolas filtraban la lluvia dándole vida propia. Sus zapatos de tacón sonaban entre el barullo. Las avenidas aparecían repletas de militares sionistas que patru-llaban las calles. Numerosos vehículos del ejército se encon-traban estacionados a ambos lados de la vía vigilando atenta-mente a las personas que deambulaban de un lado para otro. Faltaba menos de una hora para el toque de queda, no podía perder demasiado tiempo; todos aquellos que estuvieran en las calles a partir de ese momento serían detenidos y declara-dos sospechosos de colaboración con terroristas palestinos.

Mientras andaba, alzó su cuello evitando la luz anaranjada de los comercios que ya se apresuraban a cerrar e intentó recordar el comienzo… El tiempo casi le había alcanzado, la memoria era su condena y su penitencia… su vergüenza…

******

Benshem se despidió del vecino de al lado en la misma puerta de su piso. No tenía ganas de cenar, el cansancio le había quitado el apetito. Se fue directamente a su habitación y dejó su pistola Walter sobre la mesita de noche, la chaqueta encima de una silla y sus efectos personales sobre el sifonier. Estando a punto de sentarse en la cama escuchó un ruido

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seco en el salón. Alarmado volvió a coger su pistola, le quitó el seguro y sin hacer ruido se dirigió a la estancia que se encontraba al otro lado de la vivienda. Cuando llegó encendió la luz y apuntó con su arma hacia todos los lados. Allí no había nadie, ni siquiera indicios de que hubiera habido alguien hace menos de un minuto.

—Buenas noches, agente especial Goldwicz —dijo una voz que provenía de dentro del pasillo.

Benshem se dio la vuelta ágilmente y vio a un hombre con una gabardina gris frente a él. Antes de que pudiera levantar su arma, el misterioso individuo se la quitó y de un solo golpe en el pecho lo lanzó contra la mesa. Se levantó, pero su atacante ya no estaba allí. Benshem quedó desconcertado, alzó su vista en todas direcciones y bajó su Walter con sigilo.

—Haga el favor de calmarse, señor Goldwicz, ambos esta- mos en el mismo bando —dijo el extraño sentado en una silla.

—¿Y suele atacar de esta forma a los que considera de su propio bando? —preguntó Benshem con un fuerte dolor en el cuerpo.

—¿Atacar? Solo le he saludado. —Pues tiene una forma peculiar de saludar —replicó el

ex agente del Mossad intentando recuperar las fuerzas—. ¿Quién es usted y qué hace aquí?

—¿Sabe una cosa?, le creía retirado de estos menesteres y que se brindaba más al trabajo administrativo.

La luz parpadeaba fulgurante y los sonidos se dispersaban entre las paredes, ecos escondidos se aprestaban ocultando el horror de pesadillas en un instante inexplicable y consolidado por las palabras del extraño personaje.

—Pues como ve, no es así. Aún me queda cuerda para rato.

—Usted está investigando los asesinatos de la familia Klein… abandone el caso.

—Tengo la costumbre de terminar lo que empiezo, son mis principios. ¿Sabe lo que sucedió?

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Benshem se acercó al misterioso hombre. La primera impresión que le dio fue la de una persona estrambótica, llevaba una gabardina anticuada y un pañuelo amarillo liado en el cuello. Su cara daba la impresión de haber pasado activamente por la vida y su aspecto, el de un hombre curtido en batallas y problemas, el desconcierto fue en aumento conforme se fijaba el agente.

—¿Quiere que se lo diga, agente Goldwicz? —preguntó el desconocido sonriendo.

—No estaría mal que nos ayudara a detener a ese mal nacido.

—Le daré una pista: investigue a un hombre llamado Apolonio de Tiana, cuya vida es tan apasionante como des-conocida es su figura en la actualidad —respondió el indivi-duo.

—¿Dónde puedo encontrarle? —sugirió Benshem todavía dolorido.

—Conténtese con el nombre que le he dado. Ya tiene por dónde empezar.

—Necesito saber más para poder descubrir la verdad.—La verdad nos es revelada de muchas formas…

búsquela, señor Goldwicz. —Oiga, ¿cómo se llama usted?El misterioso individuo se levantó y después de ponerle

la mano en el hombro dejó inconsciente a Benshem, que cayó desplomado al suelo.

******

22 DE KISLEV

El ruido del teléfono despertó con un fuerte dolor de cabeza a Benshem Goldwicz. Miró el reloj, pasaban diez minutos de las nueve. Confuso por lo ocurrido la noche anterior, descolgó el auricular y, tras contestar, escuchó la voz de David Goldman al otro lado del aparato.

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—¿Eres tú, Ben? ¿Te ocurre algo? El inspector encargado del caso te ha estado llamando durante más de una hora, como no dabas ninguna señal me ha telefoneado preocupado.

—Ayer por la noche vino a visitarme un extraño personaje y me dio un nombre, quiero que lo investigues.

—¿Un hombre, quién…? —David Goldman no comprendía nada de lo que acababa de decir Benshem.

—Ahora no puedo explicártelo, tú búscame todo lo que puedas sobre un tal Apolonio de Tiana. Cuando sepas algo me vuelves a llamar —aseveró Benshem con la boca pastosa y todavía afectado por el episodio nocturno.

—¿Puedes repetirme el nombre? —Apolonio de Tiana. ¿Tendrás la información para esta

misma noche?—Pondré a los mejores agentes en ello inmediatamente.

¿Has descubierto algo, Ben?—De momento, poca cosa. Espero tus noticias, David,

hasta luego.—Te llamo más tarde, Ben.Benshem pasó el resto de la mañana descansando aquejado

por un fuerte dolor en el hombro, el encuentro con aquel misterioso hombre le había dejado secuelas.

Mientras Goldanski rebuscaba entre los asuntos personales de la familia Klein, Benshem Goldwicz visitó primero a la firma que suministró el trabajo a la señora Baylock. Allí le proporcionaron la dirección donde vivía la mujer y todas las credenciales que había traído cuando se inscribió en la lista de trabajo. Tras leer el historial descubrió que su nombre completo era Christine Baylock, natural de Mánchester, Inglaterra. La desaparecida había dejado todas sus pertenencias para irse de misionera a Israel. Confiscó toda la información y se la llevó a la comisaría para que fuera comprobada. Después se dirigió al número cincuenta y uno de la calle Palmach st, dirección en la que vivía la única sospechosa del caso.

La vivienda pertenecía a un edificio donde todos los pisos eran de alquiler y en el que no vivían más de siete vecinos en todo

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el bloque. Después de identificarse debidamente, el portero le acompañó hasta el apartamento de Christine Baylock. La luz entraba a los corredores por unos tragaluces situados sobre las puertas de los apartamentos. El portero explicó a Benshem la vida de cada uno de los arrendados excepto la de la señora Baylock, que, según él, no salía mucho de su habitación, aun así, el viejo conserje ya había generado en su cabeza la conducta y el proceder de la señora, a quien solo conocía de vista.

—Aquí es —el conserje abrió la puerta con su llave maestra.

La puerta era de chapa hueca con el pomo desgastado y las bisagras oxidadas. El suelo, de color gris, se mostraba blanquecino en la entrada a causa del desgaste.

Al abrir, el portero se puso la mano derecha en la boca y salió corriendo al pasillo para vomitar. Había cuatro cadáveres en el comedor, uno de ellos yacía con las vísceras esparcidas por el suelo.

—Llame inmediatamente a la Comisaría Norte y cuénteles lo que acaba de ver —dijo Benshem notoriamente impresio-nado.

El portero corría despavorido por el pasillo.Benshem se quedó contemplando el “cuadro” que tenía

delante. Por un momento, su cuerpo quedó agarrotado ante el horror que estaba contemplando. Se preguntó quién podía haberlo hecho y qué motivo podría tener para llevar a cabo una masacre de esas características. Ahora, que ya tenían una nueva línea de investigación, aparecía otra matanza que complicaba aún más el caso. Había que comprobar si los nuevos crímenes tenían que ver con las muertes de la familia Klein. Al parecer, todo lo relacionado con la señora Baylock acababa con una matanza. Solo un psicópata era capaz de cometer una atrocidad semejante.

Fue al coche a coger unos guantes de látex y comenzó a inspeccionar el escenario del crimen.

Por el estado de rigidez de los cuerpos calculó la hora de las muertes aproximadamente entre las nueve y las doce de

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la noche anterior, con un margen de error de una hora, más o menos. Al parecer, el primero en morir fue el hombre que yacía en la alfombra. La herida que tenía en la garganta hacía suponer que su agresor estaba frente a él cuando lo atacó. El corte no era tan preciso como el de la señora Klein; este se había hecho rápido, sin la profundidad del anterior. Aun así, fue igual de mortal ya que lo mató al instante. Benshem giró la cabeza y miró la mesa que estaba junto a las ventanas. Supuso que las dos personas que estaban sentadas se levantaron rápidamente tirando las sillas hacia atrás. Observó que uno de los muertos tenía síntomas de estrangulación, mientras el otro permanecía yaciente en el suelo con el abdomen completamente abierto.

Esto es imposible, ningún ser humano es capaz de hacer una cosa así, pensó Benshem mientras cogía restos de un trozo de tela que no pertenecía a ninguno de los asesinados.

El cuarto estaba con la cabeza traspasada en el cristal de un armario con un trozo de vidrio clavado en la garganta.

Cuando acabó de examinar los cadáveres hizo lo propio con el resto de la vivienda.

En una de las habitaciones encontró un plano del recorrido del Carmelit y algunos billetes de días atrás. Se lo guardó todo en un sobre y volvió a salir al comedor.

Abrió la cartera de uno de los muertos y comprobó que la identidad del cadáver pertenecía a Shimshon Weiss, su familia había cenado con los Klein la misma noche de los asesinatos…