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La relación médico- paciente en pediatría Francisco Javier Leal Quevedo Ernesto Plata RuedaCAPÍTULO 2 Introducción - Generalidades L a excelencia en la práctica pediátrica se basa fundamentalmente en una óptima relación médico-paciente. Esta tiene su fundamento en una peculiar versión de la relación amistosa, a la cual conviene dar el nombre de “amistad médica”. El encuentro personal auténtico en- tre el médico y el enfermo es rigurosamente imprescindible para una práctica humana del arte de curar. Esta relación amistosa es evidente desde el inicio de nuestra relación terapéutica. El primer acto del tratamiento es el acto de dar la mano al enfermo (Ernest von Leyden). El médico es el primero de los medicamentos que él prescribe (M. Balint). Todo el mundo reconoce y acepta que para que el acto médico rinda los frutos esperados de “curar algunas veces, mejorar o aliviar otras, tranquilizar o consolar siempre”, es absoluta- mente indispensable que se establezca lo que de manera técnica y sintética se ha denominado una “buena relación médico-paciente”, que en la práctica significa nada menos que el ejercicio de la medicina como auténtico arte. Como ocurre en las Bellas Artes, no hay dos artistas iguales; cada médico y en el caso nues- tro, cada pediatra tiene su estilo, fruto profundo de su personalidad y de su historia personal, el que ha ejercido siempre, el que le parece mejor para manejar a sus pacientes y a sus padres. De allí resulta que independiente de su preparación en Pediatría propiamente dicha, en el aspecto artístico los hay buenos, regulares y malos; solo que tratándose de medicina, el producto de esta falla no es meramente estético sino vital: malos resultados terapéuticos. El profesional que solo se preocupa por tener los conocimientos médicos y las habilidades exploratorias, no se explicará jamás la razón de estas fallas o, quizás, nunca se percatará de ellas cuando ejerza exclusivamente la despersonalizada medicina de las instituciones. Pero para quienes realizan la práctica privada, el síntoma inequívoco de esta falla artística será la soledad consuetudinaria de sus consultorios. Mucho se ha escrito acerca de lo que debe ser una buena relación médico-paciente y abundan las recomendaciones, desde científicas hasta ¿Por qué al médico y al preceptor les soy deudor de algo más?, ¿por qué no cumplo con ellos con el simple salario? Porque el médico y el preceptor se convierten en amigos nuestros, y no nos obligan por el oficio que venden, sino por su benigna y familiar buena voluntad SÉNECA El más hondo fundamento de la medicina es el amor PARACELSO Plata Rueda. El Pediatra Eficiente. ©2012. Editorial Médica Panamericana

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La relación médico-paciente en pediatría

Francisco Javier Leal Quevedo • Ernesto Plata Rueda†

CAPÍTULO

2

Introducción - Generalidades ◗

La excelencia en la práctica pediátrica se basa fundamentalmente en una óptima relación

médico-paciente. Esta tiene su fundamento en una peculiar versión de la relación amistosa, a la cual conviene dar el nombre de “amistad médica”. El encuentro personal auténtico en-tre el médico y el enfermo es rigurosamente imprescindible para una práctica humana del arte de curar.

Esta relación amistosa es evidente desde el inicio de nuestra relación terapéutica. El primer acto del tratamiento es el acto de dar la mano al enfermo (Ernest von Leyden). El médico es el primero de los medicamentos que él prescribe (M. Balint).

Todo el mundo reconoce y acepta que para que el acto médico rinda los frutos esperados de “curar algunas veces, mejorar o aliviar otras, tranquilizar o consolar siempre”, es absoluta-mente indispensable que se establezca lo que de manera técnica y sintética se ha denominado una “buena relación médico-paciente”, que en

la práctica significa nada menos que el ejercicio de la medicina como auténtico arte.

Como ocurre en las Bellas Artes, no hay dos artistas iguales; cada médico y en el caso nues-tro, cada pediatra tiene su estilo, fruto profundo de su personalidad y de su historia personal, el que ha ejercido siempre, el que le parece mejor para manejar a sus pacientes y a sus padres. De allí resulta que independiente de su preparación en Pediatría propiamente dicha, en el aspecto artístico los hay buenos, regulares y malos; solo que tratándose de medicina, el producto de esta falla no es meramente estético sino vital: malos resultados terapéuticos. El profesional que solo se preocupa por tener los conocimientos médicos y las habilidades exploratorias, no se explicará jamás la razón de estas fallas o, quizás, nunca se percatará de ellas cuando ejerza exclusivamente la despersonalizada medicina de las instituciones. Pero para quienes realizan la práctica privada, el síntoma inequívoco de esta falla artística será la soledad consuetudinaria de sus consultorios.

Mucho se ha escrito acerca de lo que debe ser una buena relación médico-paciente y abundan las recomendaciones, desde científicas hasta

¿Por qué al médico y al preceptor les soy deudor de algo más?,¿por qué no cumplo con ellos con el simple salario?

Porque el médico y el preceptor se convierten en amigos nuestros,y no nos obligan por el oficio que venden,

sino por su benigna y familiar buena voluntadSéneca

El más hondo fundamento de la medicina es el amorParacelSo

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anecdóticas o empíricas, sobre lo que debe ha-cerse u omitirse en esta materia. Pero poco se ha investigado sobre el producto real de esas reco-mendaciones, es decir, cuál ha sido la respuesta de los pacientes, cuál su opinión sobre la forma como el médico actúa, o para usar otra vez el símil de las Bellas Artes, si su “música”, su “can-to” o su “pintura” gustan a la gente y venden. Al igual que en el arte, habrá también médicos a quienes no les importa si su estilo gusta o no gusta, pero con el grave resultado de que nadie se beneficia de su sabiduría y destreza.

Una larga vida universitaria y la circunstan-cia de haber ejercido paralelamente una intensa práctica privada, ambos factores generadores de tener que atender numerosos pacientes referidos, nos han permitido juzgar el producto de malas relaciones médico-paciente por parte de profe-sionales (por lo demás, irreprochablemente bien preparados en la especialidad) y poder así hablar con algún fundamento de lo que se opone a una buena relación médico-paciente y su corolario, lo que puede favorecerla. Si analizamos los dos sujetos de esta relación, salta a la vista que el paciente siempre, instintiva y precozmente, busca establecer desde el comienzo una buena relación. Estas actitudes de acercamiento y que en el fondo intentan ganar cierta preferencia, se observan con creciente frecuencia frente al enemigo número uno de la buena relación médico-paciente, cual es la imposibilidad en nuestra medicina socializada de que el paciente elija su médico. Si el médico ignora o rechaza estas actitudes tomándolas como petulancia, soborno o indebida presión para conseguir beneficios, comete un grave error porque rompe de entrada una de las bases funda-mentales de una buena relación médico-paciente: la intención de procurar colmar las expectativas o aspiraciones del paciente.

Toda persona, cualquiera que sea su posición socioeconómica o cultural, merece nuestra máxi-ma atención, buen trato y consideración; nada perdemos si el paciente cree que es trato prefe-rencial por sus recomendaciones, pero sí gana-mos porque esa persona se va a sentir muy bien y seguramente muy receptiva ante nuestro acer-camiento. Esta relación de amistad intervendrá durante todo el acto terapéutico, que empieza en el consultorio y continúa en la casa del paciente, mientras se administra el tratamiento; por ello, se ha dicho que la relación médico-paciente es “una camaradería itinerante”. Por el contrario, si el médico se muestra indiferente, el paciente

se sentirá frustrado en sus expectativas de ser atendido de una manera humana y cálida.

El paciente espera del médico una actitud amistosa y simpática, pero con bastante frecuencia se oye al público censurar a profesionales que (y esto exclusivamente en clientela privada), en un intento por lograrlo, caen en grotesco servilismo o desmedida “confianzudez”, que lo que hace es deteriorar la relación médico-paciente; pero se requiere ser, aquí sí, un verdadero artista para dosificarla y no caer en el servilismo de sonreírle estereotipadamente a todo el mundo, o por el con-trario, coger fama de mal encarado y bravucón.

Los pasos iniciales ◗

La sonrisa es un desafío muy sutil: hay que responderla cuando el interlocutor la inicia; no hacerlo deteriora de entrada la relación médico-paciente. Tomar la iniciativa frente a un paciente indiferente o notoriamente serio abre casi siempre las puertas a una buena relación, pero de no ser así, el médico debe cuidarse de no caer en indelicadeza. Algo análogo sucede con el tuteo: madres muy jóvenes y pacientes adolescentes lo usan mucho y el pediatra debe aceptarlo y corresponderlo, porque siempre es sincero e indicativo del deseo de establecer bue-na relación. Cuando proviene de otras personas, sin ningún antecedente de amistad o confianza previa, hay que estar alerta para descubrir ten-tativas de “manoseo” indebido, que el médico debe rechazar con discreta cortesía.

En presencia de padre y madre, es convenien-te nivelar el grado de confianza para los dos, pues excesiva jovialidad con la mujer y distancia con el hombre pueden deteriorar la relación médico-padre, que es tan importante mantener para el logro de buenos resultados con el niño.

Con los niños hay que ser siempre cariñoso y tolerante, sin caer en melosería. Con algunos adolescentes que se muestran muy a la defensiva al inicio, el médico tiene que ser apenas discreta-mente cordial para no parecerles ridículo.

Una dicotomía censurable ◗

Muy censurable es la doble conducta que algunos médicos exhiben frente a clientela

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hospitalaria o institucional y clientela privada, en el sentido de gran jovialidad con esta, y altivez hasta despotismo con aquella. Esta dis-criminación llega al extremo de afectar incluso el cuidado en el diagnóstico y tratamiento, que unido a la mencionada mala relación médico-paciente explica las enormes diferencias en resultados terapéuticos, número de consultas por enfermedad, duración de la estancia hospitalaria, costos, etc., entre la clientela institucional y la privada. Mucha gente piensa que “las drogas de la Seguridad Social o del Plan Obligatorio de Salud no sirven”, cuando lo que ocurre es que no le tienen confianza a los médicos del Sistema, sencillamente porque no logran establecer con ellos una buena relación médico-paciente.

Hablar el mismo lenguaje ◗

Por todos es sabido que la comunicación es crucial en la relación médico-paciente. Eso que los pedagogos llaman “acercamiento de mundos de experiencia” y que en buen romance quiere decir hablar el mismo lenguaje, nivelarse lingüística y culturalmente con el interlocutor, es muy poco tenido en cuenta por los médicos que estamos tan familiarizados con nuestro argot, que poco pensamos si el paciente estará entendiendo nuestras preguntas o nuestras explicaciones.

El problema es tanto más difícil cuanto más bajo es el nivel educacional del paciente, al punto que muchos médicos ni siquiera intentan adecuar su lenguaje con personas incultas y omiten dar alguna explicación a esos pacientes, con los resultados que son de esperar en materia de relación médico-paciente.

Entre nosotros, aun la clase sociocultural alta carece de información médica básica que sí se encuentra en otros países más desarrollados. No obstante, gracias al internet ahora es frecuente que los pacientes hagan pesquisas previas, a veces interpretadas sin suficiente contexto. La información que aparece en la prensa pública es, en ciertas ocasiones, con-fusa y desorientadora, aunque es bien cierto que el periodismo de divulgación científica ha progresado considerablemente en nuestro medio. Por todo ello, sigue siendo importante que el médico tenga un conocimiento lo más aproximado posible del nivel cultural de la familia y de su nivel de información médica, a

fin de adecuar el lenguaje para lograr la indis-pensable buena comunicación que se requiere para obtener los resultados esperados de todo acto médico.

En los hospitales, las trabajadoras sociales hacen toda clase de preguntas, hasta las más impertinentes, para ubicar a la familia en una clasificación socioeconómica; cada día le cree-mos menos a estas encuestas, en las cuales nadie dice la verdad por temor de ser clasificado en una categoría más alta y por ende tener que pagar una mayor tarifa. En la consulta privada, si a alguien se le ocurriera preguntar cuánto ganan por mes o si viven en casa propia o arrendada sería interpretado como intento de explotación económica, que es el ataque más frontal que se le puede hacer de entrada a la relación médico-paciente. Mucho más útil para calibrar el nivel educacional y cultural es dar a los padres la historia clínica para que llenen de su puño y letra los datos básicos: nombres, dirección, teléfono, profesión, problemas perinatales, en-fermedades anteriores, etapas de desarrollo, etc. Así, la profesión, la letra, la ortografía, unidos al vestido y arreglo personal, modo de expresar-se, entre otros, orientan al médico, de manera por demás objetiva, hacia el lenguaje que deba utilizarse en el “interrogatorio” (léase diálogo terapéutico) y en las explicaciones diagnósticas y terapéuticas.

De esta manera, mientras a un profesional se le puede decir que su hijo padece una “faringitis viral” que no requiere antibióticos, a un obrero se le dirá que tiene “inflamada la garganta” y que el remedio son esas pastillas (antipirético) con lo cual la fiebre bajará en tres días, así como tam-bién que suspenda el remedio (antibiótico) que le vendieron en la farmacia, porque no lo necesita. Al uno y al otro se le escribe en la cartilla, que todos nuestros pacientes tienen, el diagnóstico en términos médicos: “faringoamigdalitis viral”, con lo cual se contribuye a la educación médica popular y se mejora la relación de ese paciente con otro médico que sea consultado en el futuro. A la persona que creo culta le pregunto si en la familia ha habido asma; mientras a la de bajo nivel, que si hay personas que tienen tos y les hierve el pecho.

Las dificultades de la comunicación se hacen más protuberantes a la hora del tratamiento, porque se hace indispensable que el paciente (la madre o el padre en el caso de pediatría) sea nítidamente informado y en términos compren-

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sibles sobre las razones para prescribir esta o aquella droga y el porqué debe tomarla en cierta manera y por tanto tiempo. Si esto se omite o no es comprendido, se configura el motivo más grave de fracaso terapéutico: la deficiente o no administración. Si a esto agregamos la letra ininteligible que con frecuencia ostentan la mayoría de los médicos (por escribir de prisa), los problemas de comunicación se extienden al dependiente de la droguería, a la enfermera o al paciente mismo, otra vez porque es impo-sible que recuerde de memoria todo lo que el médico dijo o leyó (si es que lo hizo) durante la consulta. Este hecho está ejemplificado y con el apoyo estadístico en los trabajos sobre penicilina oral para el tratamiento de faringoamigdalitis estreptocócica y protección con fenobarbital de convulsiones febriles: si no se hacen adver-tencias convincentes sobre la necesidad de dar la medicación, la mayoría no lo hace y el niño resulta perjudicado.

Advertencias amenazantes y recriminaciones médicas por no cumplimiento de las órdenes terapéuticas: he aquí otro gran capítulo del tema de las relaciones médico-paciente. Muchos cole-gas creen, de buena fe, que presagiando graves consecuencias si las órdenes no son cumplidas se obtienen los resultados esperados: Si no le administra la penicilina 10 días, le va a dar fiebre reumática, si no le da el fenobarbital, se volverá epiléptico. Grave error: estas amenazas lo único que consiguen es crear estados de an-siedad, que está demostrado son completamente opuestos a la comprensión y el seguimiento de órdenes médicas. Hace falta investigación sobre este aspecto de la relación médico-paciente, y la información que se tiene es poco documentada; para contribuir a esta, puedo relatar que he en-contrado que las advertencias sobre riesgos son útiles si se hacen con argumentos más tangibles: Si no le da la penicilina 10 días, lo vamos a atender con amigdalitis otra vez el mes próximo, si no le da el fenobarbital, le puede ocurrir la convulsión en la próxima fiebre.

Actitud ante la medicina ◗popular

Análogas consideraciones pueden hacerse sobre las actitudes de los médicos frente al uso de remedios y procedimientos caseros para

manejar las enfermedades; algunos se muestran ásperos al censurarlos, otros se mofan de ellos o los desaconsejan sin ninguna explicación. En primer lugar, hay que recordar la frase del pediatra inglés John Apley: La mayoría de las prácticas de la medicina popular de hoy en día se derivan de lo que los médicos creyeron y aconsejaron hace una generación o más. El au-toritarismo sin explicaciones sirve muy poco en las relaciones médico-paciente. Si una madre le dio o pide un laxante para el niño con fiebre que no ha defecado ese día, no hay que regañarla ni negárselo a secas sino explicarle que el hecho de no hacer deposición no ocasiona fiebre, que esta tiene tal causa y que el laxante puede perjudicar al niño deshidratándolo.

Es cada vez más frecuente que los pacien-tes alternen la consulta con nuestra medici-na, llamada generalmente “alopática”, con consultas y tratamientos de medicinas alternati-vas (homeopatía, homotoxicología, bioenergé-tica, acupuntura, aromaterapia, etc.). Nuestra actitud ha de ser de sana comprensión. Muchas veces los pacientes acuden a esos tratamientos porque sencillamente no se han mejorado con nuestros tratamientos tradicionales, o porque los resultados no llenan sus expectativas. Lejos de todo paternalismo, debemos recordar que es el paciente el único responsable de su salud, es decir quien toma las decisiones sobre el tipo de medicina que recibirá. Nuestra función es sim-plemente la de asesorarlos, dándoles la suficiente y adecuada información médica para que ellos tomen la mejor decisión acerca de su salud. Habitualmente les decimos que esa no es la medicina que practicamos, les explicamos qué creemos que padece y las razones por las cuales le prescribimos determinado tratamiento y lo importante que es llevarlo a cabo de manera ade-cuada. Además, como argumento adicional para nuestra tolerancia, debemos recordar que nuestra medicina y las otras medicinas están hermanadas en la búsqueda de la salud del paciente.

Muchas veces ocurre que estos pacientes desertores de la medicina oficial (no solo hacia la medicina alternativa, sino a veces a empíricos, teguas, curanderos, etc.) han perdido la confianza en médicos distantes, lacónicos, omnipotentes, regañones, mientras los alternativos se les han acercado, se han ganado su confianza con ex-plicaciones (diferentes a las nuestras, pero al fin explicaciones, que el paciente siempre espera). También los médicos de la seguridad social se

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quejan de que sus consultas estén atiborradas de resfriados y tonterías que los pacientes podrían perfectamente manejar por su cuenta sin nece-sidad de recurrir al médico, lo que obstruye y retarda consultas que sí lo merecen. Este recurso es peligroso, pues nunca los debemos alentar a la autoformulación.

No recriminar ◗

En cuanto a las recriminaciones médicas por no cumplimiento de las órdenes, muchos médicos dan rienda suelta a su mal genio y regañan a veces en forma tan violenta, que se rompe completamente la relación médico-paciente: “No volví donde ese doctor porque me vació” (colombianismo usado para designar un regaño áspero). Los que así proceden, además de exhibir muy mala educación y pésimas relaciones hu-manas, demuestran desconocer algo elemental en materia de relaciones médico-paciente en pediatría: que toda madre/padre que se aproxima al médico con su hijo afectado por enfermedad, sobre todo si es crónica (pero frecuentemente también con las agudas), trae consigo diversos grados de culpabilidad que ella misma se ha impuesto o que otras personas allegadas se la han echado a cuestas. Es nuestro deber descubrir esto y hacer todo lo posible por aliviarlo, porque acre-centarlo deteriora aún más la atención del niño. Cuando se sienta la tentación de regañar, mejor sería pensar en que es muy rara la madre/padre que no quiera el beneficio de su hijo y que si no cumplió las instrucciones tal vez la culpa ha sido nuestra: no explicamos bien, no fuimos suficientemente convincentes, no escribimos claro, no detallamos. O no nos oyeron, con lo que algunas madres altivas se atreven a parar el regaño.

Oírnos mutuamente ◗

Por cierto, existen muchos motivos en un consultorio para que con frecuencia una madre no oiga lo que el médico dice: el comportamien-to del niño, el llanto de otros niños, el ruido de la calle, la preocupación por el diagnóstico o el pronóstico que le acabamos de hacer, o por otro

compromiso, la llegada de los niños del colegio o hasta los ladrones de automóviles. De ahí que sean frecuentes también las pararrespuestas, que exasperan a algunos médicos y que no deben ser frenadas con el exabrupto de “contésteme lo que le pregunto”, sino con una cortés repetición de la pregunta.

Precisamente para contrarrestar este frecuen-te “no oír” de las madres, recomendamos a los colegas escribir mucho, y dejar copia; o en su defecto y ante la limitación de tiempo, tener material escrito sobre asuntos comunes como preparación de alimentos, esquema de vacunas, evitar alérgenos, etc. Actualmente existe soft-ware fácilmente asequible para imprimir estas recomendaciones sobre los motivos de consulta más habituales. Sin embargo, ningún escrito reemplaza con eficiencia la conversación per-sonalizada entre médico y padres. A su vez, las madres también nos acusan de que no las oímos y es verdad: unas veces por culpa de ellas que nos hablan mientras tenemos puesto el fonen-doscopio (susceptible de advertir con cortesía) o sencillamente porque también tenemos infinidad de cosas en qué pensar cuando lo hacen, nada menos que una por demás preocupante: ¿Qué tendrá este niño?

En pediatría el diálogo ◗es múltiple

Las relaciones médico-paciente son mucho más complicadas en pediatría que en cualquiera otra rama de la medicina, sencillamente porque tenemos que entendérnoslas con más de una persona. Si el pediatra se preocupa solo por establecer una buena relación con la madre, e ignora al padre o a la abuela o a alguna tía encargada de cuidar al niño probablemente va a fracasar, sobre todo en el manejo de problemas crónicos o prolongados. El ejemplo más típico es la inapetencia: la madre sale del consultorio convencida de que, en el fondo, el niño no es inapetente, solo que tiene apetito caprichoso o condicionado u ondulante, que no está des-nutrido, etc., pero en la casa la abuela seguirá obligándole a engullir la sopa, el padre seguirá exigiendo que la madre tiene que hacerlo co-mer y la tía seguirá trayendo la cartera llena de dulces todas las tardes.

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La ternura es básica ◗

Siempre se piensa que quien se dedica a la pediatría lo hace porque le gustan los niños y en realidad es de gran ayuda nuestra disposi-ción emocional para atenderlos; creemos, por ejemplo, que uno es mejor pediatra luego de tener hijos propios, porque se crea una especie de comprensión empática que nos permite ubi-carnos en el puesto de los padres y pensar en el paciente como si se tratara del propio hijo.

Sin embargo, hemos conocido pediatras que no soportan a los niños y son duros (por no decir ogros) con ellos. La verdad clara es que quien no sea capaz de experimentar ternura frente a un niño no debería ser pediatra. Esa ternura o ese afecto brotan con naturalidad (nada fingido) cuando se le sonríe o se le hace una caricia a un lactante, cuando se le dirige la palabra o se escu-cha al preescolar que pregunta o comenta algo, o cuando se le dice al escolar o al adolescente: Llámame tú mismo por teléfono y me cuentas cómo sigues.

De esa actitud de base brotan espontánea-mente muchas pequeñas consideraciones hacia el paciente. Cuando un niño nos dice que quiere mostrar su garganta sin que le pongamos el bajalenguas, hay que dejar que lo intente; y con mucha frecuencia se tiene éxito y el niño sabe apreciar esa consideración. Al niño no hay que agredirlo innecesariamente: estamos convencidos de que en pediatría ambulatoria, la vía parenteral está restringida a las vacunas. Nunca prescribo penicilina procaína, y casi que ni benzatínica, para las infecciones de garganta, y no me acusa la conciencia de haber facilitado nunca con ello una fiebre reumática o una glo-merulonefritis. El niño puede, casi siempre, ser manejado con suavidad cuando desde un princi-pio se le trata con consideración. La amabilidad crea innumerables puentes entre nosotros y el paciente.

Infortunadamente, con algunos niños muy echados a perder por procedimientos previos, se hace necesario ejercer cierta firmeza, nunca brusquedad, para completar el indispensable examen físico. Hay que alabarlos y gratificarlos cuando colaboran; un caramelo es el mejor anal-gésico después de una inyección. No hay que mentirles ni engañarlos con que no va a haber pinchazo cuando se sabe que sí lo habrá, ni que no duele sino que sí molesta un poco. Los niños

no son tontos; por el contrario, disciernen mucho más de lo que nos imaginamos. Alguno nos dio un día una simpática e inolvidable lección: cuando lloró al aplicarle una vacuna se le dijo: Los hombres no lloran, y nos contestó: Es que yo no soy un hombre; soy un niño...

Considere las expectativas ◗del paciente

El profesional que desee establecer una buena relación médico-paciente, debe en todo momento pensar cuáles son las expectativas del paciente y tratar de desentrañarlas. Algunas son fijas e invariables: todo paciente quiere ser es-cuchado, ser examinado y ser aliviado o curado. El doctor no me puso atención, no examinó al niño es una queja muy común de parte de ma-dres que usan los servicios de medicina social. Otras expectativas son ocultas o por lo menos no se verbalizan: la ya mencionada de aliviarse de culpa o que el médico confirme o niegue un dictamen proferido por otro profesional.

El diccionario define urbanidad como cor-tesía, comedimiento, atención y buen modo. Es difícil precisar si con ella se nace, se succiona o se aprende, pero de lo que sí estamos conven-cidos es que es clave para el desenvolvimiento de buenas relaciones médico-paciente. Debería ser mutua, pero como es imposible esperarla de toda clase de personas, dado que aquí el médico es el principal actor y el que se espera más culto, esta actitud debe ser exhibida por él en todo momento. Es el tono de la voz, la forma de saludar, lo que rompe el hielo en la consulta de primera vez. Es la diferencia entre “desnude al niño” y “quiere, por favor, quitarle un poquito de ropa”. Entre: “no sea sucia, bañe este niño” y “señora, aunque el niño tenga gripa, lo puede bañar con agua tibia; eso no le hace daño y lo hará sentir mucho mejor”; entre “agárrele las manos” y “ayúdame por favor teniéndole las manitas”, etc. También hay que estar prepa-rado (y “vacunado”) contra la falta de urbanidad, la descortesía y desconsideración de muchas personas. No dejarse encolerizar por un “doctor, sus remedios no sirvieron para nada” o por las continuas llamadas telefónicas de una paciente que después de una primera consulta, quiere que la sigamos atendiendo todo el año por teléfono,

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en cuyo caso podemos amablemente decirle que hace tiempo no vemos al niño y que sería conveniente que se pasara por el consultorio.

Sin embargo, hay madres con las cuales es extremadamente difícil establecer una buena relación: desconfiadas, imponentes, exigentes de trato preferencial, nunca reconocen que el niño está mejor, arreglan los tratamientos a su acomo-do, etc. Con ellas es necesario mostrarse serio, firme y seguro y si esta actitud no da resultado, de alguna forma deshacerse de ellas porque, sobre todo en una ciudad donde hay muchos mé-dicos, uno no está obligado a dejarse mortificar continuamente por esta clase de personas.

El autoritarismo, las órdenes de tipo “militar” sin explicaciones, son otros enemigos de las buenas relaciones médico-paciente, así como también el mal genio de los médicos, que con frecuencia genera iatrogenia. El médico gru-ñón, que se encoleriza por cualquier cosa es incompatible con el ejercicio de la medicina y particularmente de la pediatría.

Con frecuencia se encuentran, incluso en personas con algún nivel educacional, que exhiben evidente torpeza para atender ciertas cosas o terquedad irreductible que exasperan al médico. Cuando descubro esto en el paciente de primera vez, lo señalo con una clave secreta bien visible para tenerlo en cuenta en próximas entrevistas, porque con estas personas se nece-sita posesionarse de serenidad, cortés firmeza y métodos didácticos especiales.

Todo lo dicho tiene plena aplicación, como ya lo señalaremos más adelante, con la pedia-tría telefónica; ahora solo quiero recordar que cuando un médico recibe demasiadas llamadas telefónicas de tipo aclaratorio, es porque segu-ramente no está ejerciendo buenas técnicas de comunicación durante la consulta.

Cómo crear la necesaria ◗confianza

Cuando oímos a un médico quejarse constan-temente de que sus pacientes “no le colaboran”, nos asalta la sospecha de que lo que sucede es que no logra desarrollar un buen índice de con-fianza de ellos hacia él; porque lo esperado es que todo paciente o toda madre se supone que, deseando mejoría, quiera firmemente colaborar. Si consciente o subconscientemente no lo hace,

tal vez sea porque, por alguna razón, no logra depositar en el médico suficiente confianza.

Vale la pena que repasemos las cosas que minan la confianza entre el médico y el paciente. Quizás la primera y la más importante es cuan-do el médico se muestra perplejo, indeciso, inseguro, falto de consistencia en sus recomen-daciones. Lógico que para contrarrestar esto el único método es poseer conocimientos sólidos sobre el manejo, por lo menos de los problemas de diario acaecer. Es difícil mantener la misma competencia en asuntos que no son frecuentes o que se salen de lo que se espera de un pediatra general. Pero tampoco en estos casos hay que mostrar perplejidad e indecisión: a menos que se trate de urgencias, casi siempre habrá mo-dos de consultar conductas o también mostrarse seguro y honesto en la necesidad de solicitar una interconsulta.

Casi todos los pacientes creen ingenuamente que su médico se acuerda con detalles de cada uno de ellos. Esto es humanamente imposible con la mayoría de los enfermos cuando se tiene una clientela numerosa. Por supuesto, no hay nada más decepcionante para un paciente que cerciorarse de que su médico no lo recuerda (cosa que ocurre cada vez que le repite las mismas preguntas ya contestadas o cuando lo confunde con otro). El único recurso contra esta quiebra de la relación médico-paciente es la his-toria clínica, así sea mínima o una simple tarjeta con identificación, diagnósticos y conductas.

Esto de que uno sí se acuerda de los pacientes hay que hacerlo saber, para lo cual, es mejor llamarlos por su nombre. Un día, una niña nos dio también una lección: no tenía la historia a la mano y le dije “muñeca”, a lo que ella replicó: “Yo me llamo Silvia”.

Una sana prisa ◗

Otra cosa que los pacientes no perdonan y que deteriora mucho la relación médico-paciente es cuando descubren que el médico los atiende de prisa. Infortunadamente, todos estamos exi-gidos a trabajar rápido; parece que la socializa-ción de la medicina nos coloca un cronómetro para cada acto médico. Sin embargo, se puede trabajar rápido y bien; este es un principio fun-damental de la excelencia sin detrimento de la eficiencia, sin dejar conocer que se tiene prisa,

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la que significa superficialidad, omisión, “cham-bonería”. Ya dijimos también a propósito de la iatrogenia, que la prisa era el peor enemigo de la buena medicina. Para contrarrestar la necesaria rapidez y evitar caer en el afán, el médico debe analizar y ver qué cosas pueden ser delegables en una auxiliar (escribir la identificación y datos generales, pesar, medir, tomar temperatura, etc.), y así poder dedicar más tiempo al interrogato-rio médico, examen físico y explicaciones de diagnóstico y tratamiento. El resultado es que el paciente sí tendrá confianza en un médico que lo atiende rápida pero eficientemente.

El enemigo frontal ◗

Un enemigo frontal de la relación médico-paciente es el afán de lucro (cuando infortunada-mente existe) o que por alguna razón el paciente crea que el médico lo quiere explotar. Cobrar más por consultas extraordinarias deteriora las relaciones, no solo con el paciente que paga la preferencia, sino con los que son víctimas de ella al sentirse desplazados por el que paga más. Cobrar “tratamientos” anticipadamente, garan-tizando curaciones de enfermedades crónicas, crea entre el médico y el paciente una atmósfera de contrato de compra-venta, antagónico con la más elemental armonía que debe regir las relaciones médico-paciente.

Otro error que con frecuencia se comete en el caso de recibir pacientes remitidos o aquellos, que en su sano derecho, buscan la llamada “segunda opinión”, es deteriorar la imagen del colega que ha iniciado el estudio previo. No es conveniente crear dudas sobre la ido-neidad profesional de los otros para pretender hacer resplandecer nuestra sabiduría, que siempre será muy limitada. Además crear una cadena de suspicacias entre colegas nos pue-de resultar un bumerán contra nuestra propia reputación.

Finalmente quisiéramos decir que una acertada síntesis de las buenas relaciones médico-paciente puede expresarse recomen-dando hacerle sentir y entender al paciente que el médico desea sinceramente ayudarlo en todo cuanto le sea posible. Si esto responde a la verdadera naturaleza de nuestra personalidad, lo demás fluirá con naturalidad, casi que sin proponérnoslo.

El médico como educador ◗de padres y paciente

En Colombia es común que los médicos se quejen del enorme volumen de “consulta” que hacen los dependientes de droguería (que no son por supuesto farmaceutas y ahora ni siquiera boticarios). Hágase la experiencia de hojear revistas en cualquiera de nuestras “droguerías” (léase misceláneas) y en breve se contemplará un verdadero desfile de personas, de todo nivel socioeconómico, que llegan en procura de un consejo o recomendación para toda suerte de do-lencias. ¿Por qué será (se preguntan los médicos) que personas que holgadamente podrían pagar una consulta profesional, prefieren tomar esta forma de automedicación? La respuesta es muy sencilla: seguramente tienen la experiencia de haber preguntado, en el pasado, a médicos que se limitaron a escuchar el motivo de consulta y sin examen físico o con una exploración insig-nificante, más ritual que técnica, solo expidieron una receta (los médicos de “pulso, lengua y sulfato” de la que hablara con gracia el profesor César Uribe Piedrahita; solo que ahora el sulfato ha sido reemplazado por metronidazol).

Finalmente, casi todos los médicos privados se quejan de lo mucho que son fastidiados por el teléfono con consultas triviales, producto sin duda de su falta de claridad y amplitud en sus explicaciones y prescripciones del consultorio.

Si hiciéramos una encuesta, al estilo de revista popular norteamericana, para autoeva-luarnos como educadores de padres y pacientes podríamos preguntar:1. ¿Se sorprende usted (y no entiende por qué)

la gente que dispone de servicios médicos prefiere consultar a la droguería?

2. ¿Sus pacientes crónicos o recurrentes se van a menudo para donde los empíricos o se pasan a profesionales que usted considera con inferior preparación a la suya?

3. ¿Sus pacientes de la seguridad social con-sultan reiteradamente por las mismas cosas banales?

4. ¿Lo molestan mucho sus pacientes privados con consultas telefónicas aclaratorias?

Si las respuestas son afirmativas, usted no está poniendo a su ejercicio profesional ese ingrediente que se llama educación de padres y pacientes (EPP), o dicho en otras palabras, su

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consultorio no es lo que debiera ser, una escuela de la salud y usted no está siendo lo que le co-rresponde ser: un maestro de salud.

Se calcula que entre el 35% y el 40% del tiempo de la consulta (contacto directo con sus pacientes) debe dedicarse a educación y conse-jería. Esta inversión considerable de tiempo es buena, pues redunda en beneficio del paciente y del médico, que no será sobrecargado con con-sultas innecesarias ni con llamadas telefónicas aclaratorias.

Los medios para educar ◗

Hace muchos años, sobre todo con el auge de la medicina preventiva, se propusieron para la educación en salud los procedimientos peda-gógicos tradicionales: folletos, clases y confe-rencias con modernos recursos audiovisuales. Profesionales paramédicos (enfermeras, nutri-cionistas, terapistas diversas) se especializaron en educación en salud y a fe que han cumplido una labor extraordinaria.

Frente a la magnitud de la tarea educativa y la urgencia de realizarla a corto plazo para los grandes problemas que mantienen alta la morbili-dad infantil, también se han venido utilizando los medios masivos de comunicación (prensa, radio y televisión), así como los agentes naturales de salud (previamente entrenados): comadronas, boticarios e incluso curanderos, además de las ya bien conocidas promotoras de salud. Más recientemente se ha propuesto (en especial para la infección respiratoria aguda [IRA] y la enfermedad diarreica aguda [EDA]) la partici-pación de estudiantes de secundaria y madres seleccionadas y entrenadas en los barrios, para cumplir labores de educación y atención en los hogares; también están participando líderes naturales de la comunidad como sacerdotes, maestros, etc.

El médico como educador ◗

Todas estas modalidades de educación en sa-lud deben ser complementarias pero nunca susti-tutivas de la que el médico está obligado a impar-tir durante la consulta. La razón es muy simple: aquella educación es genérica, impersonal

y extemporánea, mientras la directamente im-partida por el médico es específica, individual y oportuna. Es por esto que el médico sigue siendo la fuente más confiable de información en salud para los individuos y la comunidad. Su radio de acción es aparentemente limitado, pero su capacidad para hacer cambiar el compor tamiento en salud de las personas es mucho mayor. Además, se espera que madres sólidamente informadas por el médico sean factores multipli-cadores en la comunidad, con lo cual se expande su radio de acción.

El consultorio médico debe funcionar per-manentemente como una pequeña “escuela de salud” donde el profesional, que actúa como “maestro” (a quien se le tiene máxima con-fianza), mientras interroga, examina y formula cambia creencias equivocadas en conocimientos útiles; actitudes negativas o negligentes en po-sitivas y fructíferas; prácticas nocivas en otras capaces de generar salud. En otras palabras, con-vertir las CAP (creencias, actitudes y prácticas) equivocadas en las CAP razonables y útiles.

Pero para que esto llegue a ser una realidad se necesitan varias acciones previas. En primer lugar, hay que convencer a los estudiantes de Medicina y a los médicos en práctica del enor-me valor de la educación para lograr éxitos terapéuticos y cambios de comportamiento en salud de los pacientes. En segundo lugar hay que formarlos para que en toda consulta, desde el interrogatorio hasta la prescripción, actúen en función educativa. En tercer lugar hay que mantenerse actualizado, por lo menos en los asuntos que más peso tienen en la morbilidad infantil. Es increíble que en las encuestas sobre la lactancia materna, más del 20% de los destetes prematuros e injustificados hayan sido orde-nados por médicos. No se entiende cómo hay médicos que atienden consulta infantil numerosa sin pesar ni medir a los niños; como si ignoraran que la evaluación del crecimiento y desarrollo es el mejor instrumento para el diagnóstico y la protección de su salud.

Cuando decimos que cerca de la mitad de la duración de la consulta pediátrica debería destinarse a educación, no falta quien piense que eso es imposible porque el tiempo disponible es escaso, y supone que estamos recomendando que, después de recetar, el médico se siente a “dar cátedra” frente a la madre. De ninguna manera: lo que estamos aconsejando es que la educación se haga sistemáticamente paralela

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con todos los pasos de la consulta, de forma que no se requiera tiempo adicional para impartirla. Es hora también de que los pediatras mediten acerca de cómo utilizar al máximo su precioso y escaso tiempo disponible, dedicándose a lo que es inevitablemente realizable solo por el médico y delegando en la propia madre o en personal auxiliar, la escritura de datos genera-les, la somatometría, la toma de temperatura, etc., que sin duda consumen buena parte del invaluable tiempo que el médico debe dedicar a lo que imprescindiblemente le compete, como es el interrogatorio sobre motivos de consulta y antecedentes personales y familiares, el examen físico metódico y la educación en salud relacio-nada con los orígenes, tratamiento y prevención futura del problema consultado. Si actuamos así, nos rendirá más el tiempo, obtendremos mejores resultados y nuestros pacientes seguramente no se irán a donde los empíricos; estos son solo re-cetadores, pero no están capacitados para impar-tir educación en salud. Nos distinguimos de los curanderos y boticarios en nuestra preparación científica, pero el paciente no apreciará esto si no adicionamos el ingrediente de la educación por medio de explicaciones entendibles sobre el diagnóstico, el tratamiento, lo que se espera de este y la prevención futura.

Una educación eficiente ◗

Bien vale la pena que nos detengamos un poco acerca de cómo se puede y se debe hacer educación en salud, paralelamente con el desarro-llo de los distintos pasos de la consulta pediátrica. Digamos, de entrada, que el vocablo “interroga-torio” es completamente inadecuado y contrapro-ducente cuando se aplica a la anamnesis médica, porque presupone que el paciente (como si fuera un indagatorio judicial) solo debe contestar preguntas y no tiene derecho a hacerlas. Todo lo contrario: precisamente la intención educativa que pretendemos inculcarle a la consulta médica recomienda y hasta exige no solo permitir, sino estimular que el paciente haga todas las pre-guntas que quiera, así como también que se las respondamos con claridad y exactitud. Sin duda, las enseñanzas que se imparten al contestar pre-guntas del paciente son las que tienen las mejores posibilidades de ser fijadas y practicadas, porque representan lo que el paciente (en este caso la

madre/padre) quiere saber sobre la enfermedad consultada. El médico bien entrenado y motivado hacia la EPP aprovecha esta circunstancia para suministrar la información médica elemental que permita entender sus explicaciones y contribuya a cambiar, para el futuro, el comportamiento en salud de su paciente.

Un ejemplo típico de esta situación es la consulta por tos: la madre quiere saber cómo quitar la tos al niño; el médico explica por qué no se deben dar antitusivos y qué es lo que hay que hacer para aliviarla indirectamente; pero a la vez, aprovecha para instruir sobre lo que la madre debe saber la próxima vez que el niño presente tos, esto es: que si comienza a respirar más rápido de lo habitual, o se le “hunden las costillas”, o se queja o le aletean las narices, debe acudir prontamente al médico.

El diálogo educativo ◗

Esta táctica puede aplicarse prácticamente a todos los motivos de consulta frecuentes en pediatría. De esta manera, el mal llamado inte-rrogatorio se convierte en un diálogo, que si es amistoso y cordial (como tiene que ser siempre), establece el indispensable puente de confianza del paciente hacia el médico, porque no solo denota su preparación y destreza en el asunto consultado, sino que el profesional sí está inte-resado (y capacitado) para ayudar. Es durante la exposición del motivo de consulta cuando surgen espontáneamente (y si no lo hacen, hay que averiguarlas) la mayoría de las CAP que la madre tiene sobre el problema en cuestión (así como también las CAP, con frecuencia equivo-cadas, de médicos consultados con anterioridad). Se trata por lo común de cosas sencillas del comportamiento en salud, que el médico puede de una vez cambiar y modificar, como parte de este diálogo educativo. Nada de censuras, críticas, inculpaciones ni regaños (a que son tan dados los médicos), por absurdas, ridículas o equivocadas que muchas cosas nos parezcan. Esto no conduce a nada bueno y por el con-trario, establece una barrera de separación, un obstáculo al deseado diálogo del que venimos hablando. Además de que durante la práctica del examen físico se puede y se debe continuar el diálogo educativo, el solo hecho de hacerlo (sistemáticamente, en forma metódica y cuida-

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dosa, con especial referencia al aparato o siste-ma que parece implicado) constituye factor de educación, porque acrecienta la confianza que ya el diálogo cordial debe haber comenzado a esta-blecer del paciente hacia el médico. Viceversa, no hay nada que deteriore más la confianza del paciente en el médico (y de paso la labor educativa) que la omisión del examen físico (tan usual en la consulta de medicina socializada). Aunque para esta pésima práctica se alega con frecuencia la escasez de tiempo designado para la consulta, honestamente hay que reconocer que esto lo hacen los médicos que caen en la rutina y el desinterés en su trabajo y en ayudar de veras a los pacientes, cuya evolución no les toca con frecuencia seguir o tampoco padecer (con llamadas telefónicas aclaratorias o por no mejoría).

El tiempo del examen físico, además de que sirve para continuar el diálogo inicial, puede aprovecharse para hacer educación práctica en salud enseñando pequeñas técnicas que serán de gran valor para el cumplimiento de las indicaciones que se van a dar, o conseguir los cambios esperados en el comportamiento futuro de la salud. Tal es el caso, por ejemplo, de la anotación e interpretación de la curva del crecimiento para establecer el estado nutri-cional del niño que consulta; la toma correcta de la temperatura y lectura del termómetro, la maniobra de airear el cuerpo desnudo del niño para bajar temperaturas muy elevadas; la administración con jeringa de líquidos o me-dicamentos a niños particularmente difíciles para recibirlos, y tantas otras cosas útiles en la correcta atención de estos pacientes.

Comunicar el diagnóstico ◗

La etapa del diagnóstico durante la consulta es particularmente propicia para hacer EPP. Lo primero que hay que recordar es que los pacien-tes tienen derecho a saber, y siempre esperan que se les diga, qué enfermedad padecen. No hacerlo rompe la confianza, deteriora la relación médico-paciente y disminuye la adherencia terapéutica, o sea, el seguimiento del régimen que se proponga. Muchos médicos lo omiten, bien porque acostumbran formular sin hacerse ni siquiera para sus adentros un diagnóstico; bien porque creen que el paciente no está en capaci-

dad de comprenderlo en términos científicos y no se toman el trabajo de traducirlo a lenguaje entendible; bien porque sencillamente no saben qué tiene el paciente, cosa factible de ocurrir con mucha frecuencia.

Pero aun en el caso de que no dispongamos de un diagnóstico positivo, cualquier profesional medianamente competente cuenta con los recur-sos para conseguirlo más adelante, y lo que tiene que hacer es reconocer el hecho pero explicar que el paciente pueda ser tratado con medidas de apoyo y sintomáticas, mientras la evolución natural de la enfermedad aclara el diagnóstico o este se puede lograr con ayuda del laboratorio. En esta forma el paciente se siente apoyado y seguro, no decepcionado y angustiado cuando descubre perplejidad, ineptitud o simplemente desinterés en ayudar por parte del médico.

Además de explicar al paciente en términos entendibles el o los probables diagnósticos, los médicos nos ayudaríamos mutuamente y mejoraríamos la atención médica en general, si nos acostumbráramos a escribir en las recetas el diagnóstico que se hace, esta vez sí, en términos científicos. Esto no solo habla muy bien de la calidad y responsabilidad del profesional que así procede, sino que familiariza al público con la terminología médica, cosa que facilita enor-memente la mutua comprensión que se requiere en la relación médico-paciente.

Aprovechar el momento ◗de prescribir

Dado que el momento de la prescripción en el transcurso de la consulta médica es el más crucial para conseguir los buenos resultados que de ella se esperan, es necesario que, antes de entrar a de-tallar las estrategias educativas que se requieren, nos detengamos, aunque sea brevemente, en algunas consideraciones derivadas de la práctica diaria, así como de la lectura de las publica-ciones más recientes al respecto. En primer lugar, es pertinente señalar las diferencias que existen entre instruir y aconsejar o ayudar. Por ejemplo, cuando hacemos un diagnóstico de asma, debemos explicar que se trata de una obstrucción de los bronquios que se genera cuando alguna sustancia llegada hasta ellos producen reducción de su calibre por contrac-ción de sus músculos, aumento de secreciones,

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etc. Que se trata de una manera peculiar que tienen algunas personas de reaccionar, bien sea como carácter familiar o porque adquie-ren por infecciones, contaminación del aire, etc. Que se maneja evitando, en lo posible, la inhalación o ingestión de esas sustancias y manteniendo abiertos los bronquios con la administración de drogas que los dilatan, etc. Hasta este momento, estamos instruyendo en forma elemental y entendible sobre la naturaleza y manejo del asma. Pero como sabemos que usualmente este diagnóstico causa mucha alarma, ansiedad, sentimientos de culpa y preocupa-ciones (originadas de su fama de incurabilidad y factibilidad de asfixia y hasta de matar), se hace necesario (si se quiere tener seguimiento del régimen que se va a proponer) ayudar a en-frentar la situación explicando en primer lugar que nadie tiene la “culpa” del asma del niño y además, que con los tratamientos actuales esta enfermedad es controlable en la mayoría de los casos y que inclusive, el propio paciente puede llegar a aprender a cuidarse y autoatenderse para nunca tener una crisis grave. No obstante, como sabemos que con frecuencia los padres tienden a suspender el tratamiento cuando ya el paciente no tiene grandes síntomas, también se debe emplear un tiempo en contarles que el asma es un proceso inflamatorio, como una hoguera cuyo tratamiento por corto tiempo solo extingue las llamas, pero que se necesita continuarlo para lograr apagar aún los carbones que quedan encendidos.

Si bien se acepta que el conocimiento, un mínimo de instrucción sobre los problemas de salud, es indispensable para que los pacientes sigan los regímenes, hay que reconocer que esto solo no es suficiente para modificar el com-portamiento en salud: se requiere adicionar la ayuda y la consejería para lograrlo. Lo anterior no quiere decir que el médico pueda omitir la instrucción elemental: al contrario, siempre debe hacerla y, además, apoyarse en otros medios escritos o audiovisuales; ello es indispensable para que el paciente entienda y acepte su ayuda y consejería.

Digamos, ahora sí, que la prescripción (verbal y escrita) debe comprender, además de la receta medicamentosa, explicaciones detalladas sobre el porqué del régimen terapéutico propuesto; la necesidad de seguirlo cumplidamente; lo que no debe hacerse; las medidas preventivas y el requerimiento de controles cuando fuere el

caso. Especial mención merece a este respecto la proverbial mala e incomprensible letra de los médicos (producto de la prisa, el enemigo número uno de la buena medicina). Ella genera desde errores graves en el despacho de los medicamentos por parte de la farmacia, hasta peligrosas equivocaciones en la dosificación, así como incumplimiento en la duración de los tratamientos o concurrencia a controles. Es casi un axioma que todos los esfuerzos que se hacen para llegar a un diagnóstico y tratamiento co-rrectos, se arruinan con una receta ininteligible para el paciente.

No solo se recetan ◗medicamentos

Como por fortuna ocurre en la actualidad, cuando la buena práctica médica recomienda una prudente limitación en el uso de medica-mentos, algunos médicos (especialmente en las consultas de niño sano) se sienten perplejos de no tener nada qué recetar (se les conoce porque formulan polivitamínicos). Los médicos que no hacen EPP piensan que el paciente siempre espera remedios y que se sentirá defraudado si no se los prescribe. Precisamente con la EPP pre-tendemos que las recetas educativas sustituyan a las farmacéuticas pero conviene que aquellas también sean escritas, con lo cual sin duda se refuerzan las enseñanzas verbales. Es evidente la eficacia y utilidad de esta forma de prescrip-ciones, bien sea previamente editadas sobre asuntos comunes o mejor aún, escritas para cada paciente (porque inducen más a seguirlas); los regímenes se cumplen más estrechamente, los pacientes dejan de reclamar medicamentos y sin duda se sienten mejor atendidos.

Anticiparse a las dificultades ◗

No obstante la enorme importancia que la toma de confianza, la instrucción y la consejería tienen para el logro de los objetivos del acto médico, la experiencia nos ha enseñado que con ellas solo la mitad de los pacientes siguen los consejos y regímenes propuestos. Esto es particularmente válido para enfermedades cró-

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nicas o recurrentes. La otra mitad encuentra tal número de dificultades para ceñirse al régimen propuesto, que con frecuencia ni lo intentan (y acuden a otro profesional) o lo siguen a me-dias, o lo abandonan, con el inevitable resultado de la no mejoría.

Es deber del médico reconocer esta realidad y anticiparse a ella, allanando de antemano los obstáculos que son de común ocurrencia. Veamos:1. El paciente (la madre/el padre) no entiende

los detalles del régimen. Esto es en extremo frecuente cuando el médico es lacónico y además escribe poco o tiene mala letra. La solución está a la mano: hablar más, escribir claro o a máquina, o si el tiempo es muy escaso para las cosas de común ocurrencia, disponer de hojas mimeografiadas con ex-plicaciones detalladas.

2. Otras personas en la casa no creen en el médico, lo contradicen y se oponen a que la madre ponga en ejecución el régimen propuesto. El ejemplo más frecuente es la inapetencia infantil; la madre sale del consultorio convencida de que su hijo no es inapetente sino caprichoso y manipulador; que a pesar de ser muy activo y tener buen peso no es desnutrido; que no hay que rogarle ni obligarlo a comer, etc.; pero al llegar a la casa encuentra a un padre o una abuela do-minantes que opinan todo lo contrario y para que el niño “no se vaya a morir de hambre” lo siguen obligando, y el sainete de juegos, súplicas y hasta castigos continúa indefinida-mente. La única solución es identificar (ojalá previamente) a los opositores e invitarlos a próximas consultas, preparándose con bue-nos argumentos para convencerlos.

3. CAP populares, opuestas al criterio cien-tífico. Son muchísimas y el médico debe estar preparado para, en lenguaje entendi-ble, rebatirlas o modificarlas. Unos pocos ejemplos bastan: “Cuanto más gordo esté el niño, mejor”, “los parásitos producen convulsiones”, “la tos hay que combatirla a toda costa”, etc.

4. Negar la enfermedad: muy común en enfer-medades graves que no se manifiestan de forma permanente (fiebre reumática, asma, epilepsia, diabetes) o que comportan peligro de muerte (“nuestro hijo no puede tener cáncer”). Para contrarrestar este obstáculo, que es enorme para el seguimiento de regí-

menes prolongados o invasivos, el médico tiene que presentar con mucha objetividad los aspectos positivos del tratamiento y la capacidad que se tiene de poder ayudar. Hay que ser firme en el diagnóstico, pero sin alarmismo exagerado que genera ansie-dad y hasta entorpece la comprensión y el aprendizaje.

5. Olvido en el suministro de medicamentos: consciente o inconsciente, es un obstáculo muy frecuente que puede obviarse si se disminuye al mínimo la polifarmacia inne-cesaria; se facilitan los horarios evitando, en lo posible, las dosis nocturnas que requie-ran despertar al paciente o que interfieran con su actividad escolar o deportiva. En los últimos años, la industria farmacéutica ha hecho grandes contribuciones a solu-cionar este obstáculo con el desarrollo de los medicamentos de liberación lenta que permiten largos intervalos de admi-nistración (por ejemplo, los procinéticos), así como también los tratamientos de dosis única o de muy pocos días (nuevos antihel-mínticos y antiamibianos).

6. Falta de habilidad para administrar los medicamentos o ejecutar algunos proce-dimientos. Durante la consulta es fácil identificar a los niños que seguramente van a ofrecer dificultades para recibir medicinas. Hay que demostrar, personalmente, el uso de la jeringa e incluso hacer que la madre suministre con ella alguna medicina similar a la prescrita. De igual manera, enseñar a tomar la temperatura, desobstruir la nariz, airear el cuerpo, interpretar una curva de crecimiento, etc.

7. El mal sabor de los medicamentos es un obstáculo muy frecuente al cumplimiento de regímenes terapéuticos y el médico tiene que ser muy considerado con los niños a este respecto. Cuando un medicamento es sistemáticamente rechazado por muchos pacientes, conviene que el médico lo pruebe y se pregunte a sí mismo si él lo tomaría tres veces en el día. La industria ha progresado mucho en ese sentido y vale la pena que el médico experimente en persona el sabor de las diferentes marcas de los medicamentos que usa diariamente (acetaminofén, antibió-ticos, teofilina, etc.). Frente a este obstáculo (así como en el anterior) no hay que dejarse llevar a la fácil solución de recurrir a la vía

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parenteral, porque con esta, si es repetitiva, invariablemente los tratamientos quedan in-completos. Tal es el ejemplo clásico de las 10 ampolletas de penicilina procaína, que casi siempre son interrumpidas en la tercera dosis, tan pronto baje la fiebre.

8. Interrumpir el tratamiento cuando los síntomas desaparecen o cuando se termina el frasco: frecuentísimo obstáculo que el médico debe siempre prever explicando en términos muy entendibles las razones por las cuales el medicamento debe darse por determinado tiempo. Los ejemplos de esto son de diaria concurrencia: amigdalitis, otitis, asma, con-vulsiones. O los inhaladores bronquiales con corticoides tópicos.

9. No creer en la gravedad potencial de la enfermedad, tal como ocurre con cardiopa-tías asintomáticas (de la que no se aceptan su exploración a fondo y seguimiento) o fiebre reumática sin carditis (interrumpir la profilaxis). Cuando se advierte esta in-credulidad, sin necesidad de ser alarmista hay que explicar con objetividad el pro-nóstico, las factibles consecuencias de la enfermedad no tratada y los beneficios del manejo propuesto. Otro ejemplo de esto es cuando los padres no creen en la gravedad de las enfermedades inmunoprevenibles y no vacunan a los hijos.

10. Interrupción de la medicación por efectos secundarios no anunciados. Un ejemplo tí-pico de esta situación es la suspensión de la ferroterapia por el manchado de los dientes, cuando el médico no advierte que esto va a ocurrir y que es transitorio. También, cuando el médico conoce bien su farmacología y se mantiene actualizado, casi siempre es posible elegir, entre medicamentos de acción similar, los que tengan menos incidencia de efectos secundarios. No hay que olvidar que muchos medicamentos (teofilina, anticonvulsivos, etc.) tienen más efectos adversos cuando se dan de una vez a la dosis completa; no obstante, esto puede obviarse comenzando por dosis más bajas y aumentando según tolerancia; eso sí, se le explica a la madre o al paciente que esto es lo que va a hacer y se le pide su colaboración.

11. Desaliento, falta de confianza de los padres en sí mismos para afrontar el problema: situación frecuente en anomalías congénitas

y retardo psicomotor. El médico debe mos-trarse realista pero muy colaborador. Casi siempre es posible resaltar los aspectos positivos (los mongólicos son niños muy queridos; los paralíticos cerebrales lo son igualmente, muchos son muy inteligentes y es emocionante ver cómo progresan cuando se les ayuda).

12. Los padres no pueden costear la investiga-ción, la medicación o incluso la alimentación recomendada. Tremendo obstáculo en nues-tro medio, que el médico debe tener siempre en mente para obviarlo de antemano lo más posible o para ofrecer soluciones por antici-pado. Hay que restringir las exploraciones a lo estrictamente indispensable y que sean lo más productivo en datos útiles. Eliminar los exámenes de rutina; frente a cada solicitud, pensar para qué se pide; averiguar qué se ha hecho ya y evitar repeticiones innecesarias. Conocer y estar actualizado en los precios de los exámenes paraclínicos, de los medi-camentos y de los alimentos y adaptar su selección a la probable capacidad económi-ca de los padres. Si estas consideraciones no se hacen, la “adherencia terapéutica” es imposible. Algo similar ocurre con las consultas de control: a personas de bajos recursos deben ser limitadas al mínimo indispensable y cuando ni siquiera esta (ni todo lo anterior) es costeable, lo razonable es orientar al paciente hacia organismos de salud que puedan ayudarle.

El médico que trabaja en instituciones tam-bién debe ser considerado en materia de costos inoficiosos, sin olvidar que por estos las insti-tuciones no tienen presupuesto ni prestan una atención adecuada a lo más esencial.

La acción educativa del médico se debe pro-longar hasta las consultas de control, haciendo lo que podría llamarse el “segundo diagnóstico de comportamiento”, o dicho en otras palabras, si los padres o los pacientes han mejorado su comportamiento en salud en relación con el problema que consultaron, así como también acerca de los obstáculos que se presentaron para el cumplimiento del régimen propuesto, sobre todo cuando se aprecia mejoría. El médi-co sabrá reconocer cuándo falló en no haberlos previsto o bien utilizará su experiencia con otros pacientes para allanar en el futuro dificultades no previstas.

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El sutil arte de tranquilizar ◗en pediatría

Un aspecto olvidado de la terapéuticaSiempre que se ofrece hablar de la pediatría

moderna, lo que se espera es referirse al des-cubrimiento de etiologías, la tecnología para nuevos métodos diagnósticos, farmacología de los últimos medicamentos o avances en cirugía. Pero hay otras áreas, menos conocidas, en las cuales se han conseguido logros que pueden ser tan importantes como aquellos, si se piensa que cada día son más los problemas pediátricos que se manejan con medicamentos, o bien que estas no dan los resultados esperados si la fami-lia y el paciente mismo no son condicionados conductualmente para seguir los regímenes que se proponen.

No hemos dejado de insistir en la necesidad de contar con la confianza de la familia y del pacien-te hacia el médico, para que este sea acatado en sus recomendaciones. Ahora vamos a tratar sobre un aspecto fundamental de la terapéutica, algo que todo paciente, cuando acude al médico, anhela recibir (aunque no lo solicite) además o en lugar de una receta farmacéutica: esto es, el alivio de su preocupación, inseguridad o ansie-dad por el asunto consultado; en una palabra: tranquilización.

Resulta que con bastante frecuencia los médicos no reconocemos esto o lo olvidamos y, a veces, sin darnos cuenta lo que hacemos es intranquilizar y lo que es peor, innecesariamente. Esto de inquietar y causar infundados temores en un paciente o simplemente omitir tranquilizar cuando es posible hacerlo, constituye una for-ma clara de nociva iatrogenia que contraviene aquella antigua prescripción de la medicina acerca de “primero, no hacer daño”. En inglés, la tranquilización médica se expresa por el vo-cablo reassurance que se refiere a estar seguro, tener confianza y su ejecución se define como “una especie de educación para contrarrestar temores”. El restablecimiento de la confianza alivia o remueve la ansiedad innecesaria, es-pecialmente en lo tocante a la salud física o emocional. La tranquilización está constituida por aquella consejería que el médico debería usar con más frecuencia en su ejercicio diario, reconociendo los enormes beneficios que esta

“terapéutica” trae consigo, tanto por sí misma como por su contribución al éxito de las otras a que haya lugar.

En el caso de la pediatría, no es exagerado decir que los padres necesitan cierta tranquili-zación en casi toda consulta, así sea por asuntos banales. Pero para que la tranquilización sea efectiva es necesario que se sigan ciertos linea-mientos: la tranquilización tiene que ser oportu-na, es decir, a su debido tiempo, no demasiado pronto ni apresuradamente, porque entonces la madre no la cree y por tanto no la recibe. Por ejemplo, si en el interrogatorio de una consulta sobre inapetencia (usualmente muy cargada de ansiedad) el médico descubre que en la realidad el niño sí come, y se apresura (antes del examen físico y de la evaluación del crecimiento) a restar importancia a la queja, pretendiendo con ello tranquilizar a la madre, tal cosa no ocurrirá sino que por el contrario, desconfiará de la capacidad del profesional para ayudarla. En toda consulta, pero sobre todo en las que tienen que ver con problemas emocionales o conduc-tuales, la tranquilización solo puede hacerse después de haber allegado todos los datos que den fundamento a la tranquilización; de ser lo opuesto, esta resultará vacía e inconvincente para el paciente.

La tranquilización tiene que ser específica, o sea, centrada en la preocupación mayor que el paciente tiene. Esta, con frecuencia, aflora de manera espontánea durante la exposición del motivo de consulta, como por ejemplo que el dolor abdominal recurrente sea apendicitis. Pero si la madre no la expresa, lo indicado es que el médico lo averigüe específicamente: “¿Qué es lo que más le preocupa?” o “¿qué sospecha o qué le han dicho que puede ser?”. La respuesta puede ser sorprendente, tal como me ocurrió cuando una abuela me llevó subrepticiamente a su nieto, muy preocupada por la reiteración de sus infecciones respiratorias, cierto grado de pali-dez y aparente inapetencia. Cuando comprobé que todo era banal y traté de tranquilizarla, me hizo jurarle que su nieto no tenía sida. También ocurre que los padres ocultan deliberadamente su motivo de preocupación, pretendiendo no sugestionar al médico con un diagnóstico que les han hecho con anterioridad. Generalmente sospecho esto cuando me traen a un niño de primera vez para “un chequeo general”, pero advierto que portan un sobre de radiografías; acostumbro entonces, por ejemplo, auscultar en especial el corazón, explorar

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con mucho cuidado las caderas o evaluar con exactitud la circunferencia craneana, porque con frecuencia alguien ha diagnosticado cardiopa-tía, luxación de cadera, micro o macrocefalia.

Decir “no tiene nada” no es tranquilizante. Es poco útil y sí deteriora la confianza en el médico el manto de normalidad que se pretende dar con expresiones como “todo está bien”, “el niño no tiene nada” (común cuando en trastornos psico-somáticos el examen físico y los exámenes de laboratorio son negativos). Sin duda esto da a los pacientes la sensación de que el médico o bien no se ha dado cuenta de sus temores o los me-nosprecia o es insensible, y como es lógico, no está precisamente en capacidad de tranquilizar. El pediatra debería tomar conciencia de que ese paciente que “no tiene nada” está ahí, con su dolor o con su fiebre o cualquier otra cosa. Tampoco olvidar que una manifestación somá-tica de origen psicológico es tan real y puede ser tan dolorosa como otra de origen orgánico.

Para algunos médicos parece que los tras-tornos de salud que no son orgánicos carecen de importancia. El veredicto de que el niño está físicamente sano acarrea, de manera automática (aunque no sea seguro), que el trastorno es emo-cional o lo que es más concreto, que no está en el sitio que duele, sino “en la cabeza”. Para la madre esto tiene la connotación de que a diferencia de la enfermedad física, de la cual, por lo general, “nadie tiene la culpa”, es de su responsabilidad y puede ser reprochada por “mala crianza”, incapacidad, etc. Por el contrario, más lícito es, y en buena medida tranquilizante, sobre todo en presencia de problemas psicosomáticos, ponderar la excelente salud física del niño y que sus dolores son ocasionados por ansiedad susceptible de ser descubierta y aliviada.

Decir “no se preocupe” tranquiliza al mé-dico pero no al paciente. El “no tiene nada”, habitualmente, va seguido del “no se preocupe”, otra vez con la interpretación de que el médi-co descansó al saber que el niño no presenta afección orgánica grave, pero se desentiende de “lo otro”, que para el sentir de la madre sí debe tener y que le preocupa, más ahora que su mé-dico parece no reconocerlo. Está muy bien que se diga, por ejemplo, que un episodio de dolor abdominal “no es” apendicitis; pero si no se dice, entonces, “qué sí es” (por ejemplo, producto de tensión escolar o familiar) y el dolor recidiva, la madre se sentirá engañada, insegura y muy desesperada.

Los pilares de la tranquilización

La tranquilización tiene que ser verídica, es decir, fundamentada científicamente en todas sus partes y muy honesta, pues si el médico es descubierto en cualquier mentira, inexactitud o ambigüedad, su pretendida labor de tranquili-zación se desmoronará. Atribuir, por ejemplo, indiscriminadamente dolores abdominales recu-rrentes a “parásitos” inexistentes o no patógenos y salir del paso con un antiparasitario, no tarda en ser descubierto como deshonestidad que todo induce menos tranquilidad. Viceversa, el médico no está obligado ni debe decir todo lo que piensa, sobre todo en materia de diagnóstico diferencial, pues si bien al profesional le corresponde pensar en cualquier entidad, es incalculable el alud de angustia que cae sobre una familia con solo pronunciar palabras como “tumor”, “leucemia” o “epilepsia”.

Quisiera hacer referencia a que las llamadas rondas o revistas médicas o juntas médicas, en que revisamos conjuntamente con otros colegas o alumnos un caso al lado de la cama del pacien-te, con frecuencia llevan a crear intranquilidad en el niño preescolar o escolar, que entiende más de lo que suponemos; comentarios imprudentes, preguntas que quedan flotando, etc., ocasionan grandes temores en los pacientes.

Un recurso práctico de tranquilización es basarse en la frecuencia de la queja. Hace poco una madre me preguntó si yo había tenido algún otro caso de espasmo de sollozo como el de su hijo. Se sorprendió y, por supuesto, se tranqui-lizó cuando le conté que veía dos por mes y que unas psicólogas de Medellín habían revisado 300 casos que ahora gozan de excelente salud. Es conveniente manifestar de alguna manera, aun a riesgo de pecar contra la modestia, que uno tiene experiencia en el asunto consultado; esto sin duda acentúa la confianza en el médico y por supuesto es indispensable y esencial para poder tranquilizar.

Se puede tranquilizar (o intranquilizar) sin palabras. El médico debe, con su expresión fa-cial, manifestar interés en lo que se le consulta, pero sin expresar alarma (que delataría descon-trol); mostrarse relajado pero no al extremo de indiferente. Un arrugamiento del ceño mientras se ausculta el corazón de un niño que consulta por dolor precordial, acarrea en el paciente o en sus padres grados de angustia que luego consu-men mucho tiempo para ser disipados. Con el

Plata Rueda. El Pediatra Eficiente. ©2012. Editorial Médica Panamericana