la muerte de un filósosfo-uranga.27-33

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La vida difícil de Uranga tuvo como corolario un deceso agónico pero igualmente orgulloso. Una de las pocas mentes brillantes que pudo darle a México una obra estructurada de pensamiento. Desgraciadamente se malogró y lo poco que escribió permanece casi en la memoria de unos cuantos.

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Puede decirse que Emilio Uranga murió como un perro.Expresión idiomática tan rotunda y tan vacía comouna interjección pero que, a fin de cuentas, quiere decirlo que la ausencia de adjetivos calla: miserable, solita-rio, desamparado.

Se supo de su muerte porque ya no daba señales devida. Porque ya no recogió el plato de comida que dia-riamente le dejaba, atrás de la puerta, Ruth, la alemanacon quien alguna vez estuvo casado. También ella se ocu-paba de limpiar, de tanto en tanto y en la medida quese lo permitía su trabajo, un apartamento donde los li-b ros y papeles andaban revueltos con ropa sucia, me-d icinas, algodones y residuos orgánicos.

Meses atrás lo habían recibido en el Hospital deNutrición para atenderlo de una crisis diabética y no loi n t e r n a ron por tratarse, dijeron ahí, de una enfermedadcrónica. Pudo más la burocracia que las recomendacio-nes y que la discreción de Ruth, quien ya no quiso in-sistir ante los amigos de Emilio para conseguirle untratamiento hospitalario. Discreción que no era, en ri-

g o r, sino la interpretación germánica de un mandato deEmilio quien le había prohibido, de modo enfático, quepidiera ayuda a sus amigos.

Este hombre acusado de oportunismo y de venali-dad murió en la miseria pero se negó a recibir el auxilioo la piedad de los otros para empre n d e r, solo, el caminode la muerte. Nadie puede saber si atravesó este umbralcon altivez o resignación o pánico pero no hay dudaque él mismo eligió su difícil forma de morir.

Aunque el observador superficial podrá caracterizar elfin de Emilio como consecuencia de sus pecados o comosimple infortunio, la singularidad trágica del caso consis-te en su voluntad de recibir la muerte a pecho abierto sinacompañantes, sin testigos, sin intermediarios. No haytampoco rastro de últimas palabras para la posteridad niaspavientos de suicidio sino una personal manera de saliral encuentro del hecho ineludible. Es como si hubieratenido que cumplir a plenitud con su vocación existen-cial, como si se hubiera empeñado en escapar a la mi-rada ajena en la consumación de su ritual autista.

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La muerte deun filósofo

Javier Wi m e r

Emilio Uranga —autor de Análisis del ser del mexicano yAstucias literarias— vivió, dice el escritor y diplomáticoJavier Wi m e r, entre entusiasmos, renuncias, aciertos y esto-cadas al aire. Este hombre, a quien José Gaos atribuía elrarísimo don del “genio filosófico”, murió sin compañía.Hay hombres capaces de creer en la muerte como una re a-lización ontológica.

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Emilio había cursado los primeros años de la carre r ade Medicina y le encantaba discutir con los especialis-tas sus propias dolencias y enfermedades, no en calidadde paciente sino de colega. Supo antes del diagnósti-co definitivo que su mal no tenía remedio y que era unenfermo en fase terminal. Liquidó entonces el escasocapital humano que le quedaba, abandonó la peña a laque concurría en el Sanborn’s de San Ángel y se atrin-cheró en su departamento.

El sentido de su deserción pasó inadvertido pues lasrelaciones de Emilio no eran de riego sino de temporal.

Sólo que en este caso se trataba del abandono de su úl-timo re d u c t o. Ya no tenía familia y apenas conservaba unpuñado de amigos históricos —Luis Vi l l o ro, AlejandroRossi, Víctor Flores Olea, Porfirio Muñoz Ledo, Hu g oHiriart, José María Pérez Gay— a quienes no frecuen-taba. De modo que al abandonar los desayunos delSanborn’s perdió el contacto con el mundo exterior.

Se pasaba jornadas interminables deambulando, depijama y bata, por los corre d o res que formaban libre ro sy montones de libros apilados sobre el suelo. No queríaver a nadie, no quería hablar con nadie. Tenía una vo-luntad de silencio tan intensa que comenzó a substituirel lenguaje oral por ademanes y gesticulaciones.

Conocí a Emilio en los corredores de la vieja Escue-la de Filosofía pero sólo comencé a tratarlo durante elinvierno de 1956. Yo estaba recién desembarcado enParís y él volvía de Friburgo, donde había estudiadocon He i d e g g e r. Vivía en la Casa de México de la CiudadUniversitaria y, con el apoyo de Jean Wahl, tramitaba larenovación de su beca francesa. Beca que podríamosllamar de reserva pues al mismo tiempo preparaba suvuelta a México. Decía que había agotado su expe-r i e ncia europea y, ciertamente, carecía de medios paramantener a su familia por esos rumbos.

Nuestra primera conversación se prolongó hastael amanecer y fue el modelo de muchas otras que ani-maron nuestra relación amistosa. Entonces hablamosde lo que se hablaba entonces. De Sa rt re, de Camus y deMerleau-Ponty, del teatro del absurdo, de la revoluciónargelina y de la izquierda francesa, de la sucesión presi-dencial en México. Durante este periodo nos veíamoscasi a diario aprovechando que ambos nos habíamos que-dado sin los compañeros y amigos que habían salido devacaciones.

Re g re s a ron los viajeros y se configuraron nuevo se squemas de relaciones. Emilio estaba en guerra per-manente con los compañeros de su generación quea nd u v i e ron o andaban por Eu ropa —Jorge Po rt i l l a ,R icardo Guerra, Paco López Cámara— y por fuerza degravedad se fue integrando a la generación más joven— Sa l vador El i zondo, Luis Fi g u e roa, Víctor Fl o res Ol e a ,Arturo González Cosío, Enrique González Pedrero,Porfirio Muñoz Ledo, Gabriel Zaid, Pedro Zorrilla.

Fueron días de gran intensidad y considerable elaporte de Emilio a nuestras lecturas, descubrimientosy debates. Era un conversador formidable que utili-

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Nuestra primera conversación se prolongó hasta el amanecer y fue el modelo de muchas otras

que animaron nuestra relación amistosa.

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z aba su erudición y su agudeza para llegar al fondo decada asunto. A los pocos meses se fue a México y yo mequedé con su beca, gracias a la intervención de SilvioZavala, encargado entonces de los asuntos culturalesen nuestra embajada.

Cuando Emilio volvió a México, ya tenía una ima-gen pública de hombre talentoso y de mala persona. Laprimera la debía al maestro José Gaos, traductor de Sery tiempo de Heidegger y supremo pontífice del existen-cialismo en castellano, quien le atribuía el rarísimo dondel genio filosófico, y a su ópera prima llamada Análi -sis del ser del mexicano.

Este texto fue publicado en 1952 y constituye unpunto culminante en la reflexión sobre nuestro ser na-cional. El tema ya había llamado la atención de variosde nuestros pensadores, como Antonio Caso, SamuelRamos, Rodolfo Usigli y Octavio Paz, pero el mérito desu estudio sistemático corresponde al grupo Hiperión,del que formaban parte, además de Uranga, RicardoGuerra, Jorge Po rtilla, Sa l vador Re yes Ne va res, Jo a q u í nSánchez Macgregor, Fausto Vega y Luis Villoro.

Un decenio mayor que los miembros del grupo eraLeopoldo Zea, quien actuaba como su animador y quienfundó la colección de libros México y lo mexicano. De b e-mos a los maestros españoles de esta generación, comoGaos, Roces o Sánchez Vázquez, y a los hiperiones mis-mos, a su curiosidad y entusiasmo, el brillo que tuvonuestra vida filosófica a mediados del siglo X X. De b e m o sa Emilio Uranga, en las inquietudes y búsquedas de esosaños, la idea de lo accidental como categoría ontológica.

En cualquier caso, este primer libro suyo se agotó d einmediato y se consideraba como anuncio o anticipo of ruto inicial de una obra que no alcanzó a levantarse a laaltura de las expectativas que había suscitado. Ni n g u n ode los grandes proyectos en que su autor soñaba re s i s t i óel embate de su escepticismo y de su pulsión tan á t i c a .

Durante aquellos días Emilio estaba de moda puessus prestigios europeos se fortalecían con el escándaloque suscitaron las cartas que le dirigió a Gaos, publica-das por La Ga c e t a del Fondo de Cultura Ec o n ó m i c ay donde el discípulo en rebeldía acusaba a sus maestrosde haberlo engañado con imágenes idílicas de la uni-versidad alemana.

La leyenda de su maldad se alimentaba de pecadosp ropios y de los inventados por sus enemigos. Que eranmuchos, debido a sus impertinencias y a sus intrigas, asus malos humores y a sus peores vinos, pero debido,principalmente, a que cultivaba la peligrosa costumbrede decir o escribir todo lo que le pasaba por la cabeza, dea c u e rdo con la sentencia del futurista Bontempelli, quiendecía que “el pensamiento nace en la boca”.

La fama intelectual no le ahorró dificultades parainstalarse en México. Pero después de luchar contra laslentitudes de diversas burocracias pudo estabilizar su

presupuesto con los ingresos derivados de sus clases yde sus colaboraciones periodísticas, además de algunasbecas y trabajos eventuales que le conseguían ArturoArnaiz y Oswaldo Díaz Ruanova.

Durante este periodo nos mantuvimos en contactopor carta y cuando yo mismo volví a México prosegui-mos la conversación donde la habíamos dejado, en com-pañía, ahora, de amigos como el propio Oswaldo, ÍñigoLaviada, Manuel Marcué, Rodolfo Mendiolea, VíctorRico y Paco Ignacio Taibo I. La sucesión presidencialanimaba nuestras conversaciones y exaltaba nuestrasd i s c repancias. Cada uno de nosotros andaba por su lado.A Víctor Rico sólo le interesaba la revolución armada,convicción que años más tarde honraría fundando unaescuela para guerrilleros, mientras Emilio se declarabamarxólogo, que no marxista, para deslindarse de cual-quier proclividad revolucionaria.

En 1958 llegó al poder Adolfo López Mateos y pori n i c i a t i va de Pepe Iturriaga y de Hu m b e rto Ro m e ro, fuenombrado asesor en la Presidencia de la República, como

LA MUERTE DE UN FILÓSOFO

Emilio Uranga, 1970

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yo mismo y otros compañeros de mi generación. A lolargo de varios años mantuvo esta relación con el go-bierno, de consejero, no de aconsejado, decía, y siguiósu vida habitual: clases de filosofía, artículos periodís-ticos, incursiones en la televisión, divorcios y nuevosmatrimonios, así como una creciente debilidad fisioló-gica ante el alcohol que erosionaba o destruía sus rela-ciones profesionales y personales.

Emilio tuvo periodos de buena y de mala relacióncon el alcohol. Nunca bebió mucho por la simple ra-zón de que no tenía resistencia para hacerlo. Prefería lasbebidas suaves como la cerveza o el vino, pero aún asísolía perder la cabeza. Si el episodio se volvía frecuente,se declaraba adicto y, con una mezcla de solemnidad y

de buen humor, ingresaba en ciclos de rigurosa abstinen-cia con la ayuda de sicoanalistas y de antidepresivos.Entonces, conversando con amigos, podía desarrollarel síndrome del alcohólico seco que consiste, como sesabe, en mimar las percepciones y la conducta de unapersona en estado de ebriedad.

El año de 1968 fue desastroso para el país y, de paso,para el prestigio moral de Emilio Uranga. Antes y des-pués de la masacre de Tlatelolco la sociedad mexicanaestaba profundamente dividida y alguien aprovechó laconfusión para inventar que él era el anónimo autor deun panfleto llamado El Móndrigo donde se calumniabae infamaba a medio mundo. La especie, que no se apo-yaba en ningún hecho, se dio por ve rdadera, corrió como

Es fundamental la contribución de Emilio Uranga a la historia de las ideas en

México durante la segunda mitad del siglo XX.

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la pólvora y tuvo como consecuencia convertirlo en unverdadero apestado. Se le excluyó de todos los círculosbienpensantes e incluso se extirpó un texto suyo en lareedición de una antología. Ninguno de quienes pro-palaron la calumnia se preocupó por justificarla y laverdad es que, a pesar de sus ostensibles relaciones conel gobierno, siempre mantuvo independencia de crite-rio, sus propias, cambiantes y caprichosas opiniones.

Al margen de sus tareas oficiales, de las polémicasy pleitos a que lo empujaba su carácter pendenciero,Emilio no desfallecía en su actividad intelectual. Siem-pre encontró tiempo para leer y el poco dinero de quedisponía lo empleaba en comprar libros a expensas, conf recuencia, del gasto familiar. Ser pobre no le impidió serpródigo y el modo caprichoso de manejar su gasto fuecomponente de peso en sus conflictos conyugales. Eramuy aficionado al matrimonio y se casó tantas vecescomo pudo, sin prestar exc e s i va atención a los deta-lles técnicos de su anterior divorcio.

Tu vo cuatro esposas —Josette, Ruth, Pi l a r, Ma rt h a —y a todas les dio mala vida. Ninguna tuvo el atre v i m i e n t ode acusarlo de ser buen marido o buen padre pero dos deellas lo re c o rdaban con la sonrisa de quien ejerce la tole-rancia del olvido. Alguna decía que era tierno y dive rt i d o.

Tenía facilidad para hacerse de nuevas amistades eigual facilidad para deshacerse de ellas. Pocas arraigabany pocas se salva ron de un mal final. Podía, sin embargo,ser un amigo excepcional y por eso mismo se daba cuen-t a de sus abusos. Recomendaba, incluso, cambiar deamistades de tanto en tanto, opinión que le servía comoc o a rtada para encubrir sus culpas, para meter a una fosacomún a todos los muertos que había matado.

Muchas de sus relaciones terminaron de modo abru p-to y otras se extinguieron por anemia, por cambio dei n t e reses o de espacios vitales. So b re v i v i e ron unas cuan-tas en un registro de baja intensidad. Se mantenía la víade comunicación pero no se utilizaba.

¿Y qué dejó Emilio Uranga? A sus herederos legalesnada pues toda su vida fue pobre de solemnidad. Legustaba gastar lo poco que tenía, nunca llegó a tenercasa propia y perdió una buena parte de sus libros end i vo rcios y cambios de domicilio. Un día como los otro sse le ocurrió regalarme un valioso óleo de Pedro Coro-nel y su última biblioteca se la donó a la Universidad deGuanajuato, por conducto de su amigo de juventud, elgobernador Rafael Corrales Ayala.

Después de la muerte de Emilio, el propio CorralesAyala le inventó un homenaje en Bellas Artes con el

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LA MUERTE DE UN FILÓSOFO

Porfirio Muñoz Ledo, Emilio Uranga con su hija Bárbara y Javier Wimer, París, 1957

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concurso de Alejandro Rossi y de algunos compañerosde los tiempos preparatorianos: Ricardo Garibay, Sal-vador Reyes Nevárez y Fausto Vega. La invitación fuebien atendida por el público pero el convocante olvidóque varios oradores habían sido agraviados por Emilioy tenían derecho a un ajuste de cuentas.

La reunión guardaba, de todos modos, un razo n a b l eequilibrio entre la apología y la crítica, hasta que Ga r i b a ys o s t u vo la estentórea tesis que explicaba la vida y milagro sde Uranga por su incomparable fealdad física y por el re-sentimiento consecuente. Los excesos del homenaje sed i l u ye ron entre las voces del coctel, la biblioteca terminóbajo las aguas de una inundación y yo acabé vendiendo elóleo de Coronel. Sic transit gloria mundi, como se dice.

Es fundamental la contribución de Emilio Uranga ala historia de las ideas en México durante la segunda mi-tad del siglo X X. Los libros que escribió, desde el An á l i s i sdel ser del mexicano, publicado en 1952, hasta sus ensa-yos sobre fenomenología, existencialismo y marxismo,publicados entre 1957 y 1979 apenas constituyen unre g i s t ro de su pensamiento, pues su obra, su enseñanza,su magisterio, tienen un carácter esencialmente oral y co-loquial. Antes que un escritor fue un maestro, antes queun predicador un dialéctico. El contacto directo con lagente excitaba su curiosidad, su fantasía y su permanen-te interés por conocer el argumento del otro.

Esta vocación, este estilo de pensar, lo incorporó a suescritura y eligió el ensayo y el diálogo como la mejor ma-

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Le fascinaban las sutilezas lingüísticas y,en especial, las palabras que ponen

punto final a un asunto.

Porfirio Muñoz Ledo, Javier Wimer, Tonatiuh Gutiérrez y Emilio Uranga, México, 1959

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nera de dar forma a sus ideas. En este sentido es ilustrati-vo el último de sus libros llamado Astucias literarias, que esuna colección de apuntes, de reflexiones a vuelapluma so-b re la naturaleza del lenguaje y su relación con la filoso-fía. No cede a la tentación del aforismo implacable sinoacude al diálogo que abre constantes puertas a la duda.

Sabía bien, Emilio, que el diálogo escrito es tambiénun artificio literario y una forma pretenciosa de b u s c a rla ve rdad pues se trata de un género donde el autor sedesdobla y deja afuera, por así decirlo, a ese terc e ro end i s c o rdia que llamamos lector. Éste piensa pero callamientras que, en vivo, el dialogante menos apto trans-forma el curso de la conversación.

Puede decirse que Emilio Uranga murió como unfilósofo. No eludió ni apresuró su fin y cumplió así larecomendación socrática de que el filósofo debe desearmorir mas no por eso le es lícito suicidarse. Sólo que talinterdicción se funda en un orden moral y cívico crea-do por los dioses y que no compromete a quien navegapor aguas profanas.

Emilio estaba, pues, sobrado de libertad y de tiempopara diseñar su despedida. No pudo elegir ni la enfer-medad ni la escenografía pero sí la forma de su muerte.Le fascinaban las sutilezas lingüísticas y, en especial, laspalabras que ponen punto final a un asunto. Recuerda,en Astucias literarias, las últimas palabras de Sócrates yacota que “no hay efectos espectaculares sino una frase-cita entre irónica, insignificante y hasta bromista: Cri-tón, le debemos un gallo a Esculapio”.

No encontró, Emilio, una frasecita equivalente y nodejó ninguna clave del sentido que atribuía a su muer-te. Sentido que no podrá buscarse en acertijos de nove-la policíaca sino en constantes de su pensamiento y desu carácter.

Resulta fácil imaginarlo en el papel de anacoreta laicoempeñado en castigar sus culpas o en masoquista dan-do traspiés en busca de su placer neurótico. Pero tal vezel mejor modo de acercarnos al fondo del asunto seapensar que hay hombres capaces de creer en la muertecomo realización ontológica y en la filosofía como unsaber prescindible. Si tal fuera el caso, el mensaje deUranga sería que el enfrentamiento con la muerte es in-decible y que como dijera su admirado Wittgenstein,“de lo que no se puede hablar lo mejor es callarse”.

El velorio se instaló en una funeraria de interés so-cial. Subo una desnuda escalera de concreto y desem-boco en un salón blanco y rectangular que ha sido de-vastado por la luz de la mañana. Ventanales sin cortinasacotan el espacio y sillas de aluminio y de cubierta ahu-lada se alinean con las paredes cortas e insuficientes. Ha yun par de mesas bajas, un cenicero de hojalata y al fondo,detrás de un murete, se encuentra el féretro.

Somos pocos los que estamos ahí. Ruth, su hija y losdos hijos que tuvo con Emilio. Entre parientes y ami-

gos apenas pasamos de media docena. Pero nadie semuestra sorprendido de la escasa concurrencia, subre p-ticia fue la agonía, subrepticia la muerte y subrepticiotenía que ser el velorio.

Me acerco a la ventana de la caja fúnebre. El rostrono muestra huellas de violencia o sufrimiento, han de-saparecido incluso los surcos que dejaban sus gesticula-ciones y los músculos en reposo proyectan una ciertaimagen de serenidad. Extraña angustia que desembocóen un buen final de ars moriendi.

Después de tantos años de entusiasmos y renunc i a s ,de amores y desamores, de lealtades e infidelidades, decelebraciones y duelos, de aciertos y de estocadas al aire ,no podemos saber qué quería demostrar Emilio Ur a n g aal urdir esta representación del perseguido, del acorra-lado, del encarcelado por sí mismo.

Tal vez que la muerte no admite compañía ni recla-ma absoluciones.

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