la morada cosmica del hombre

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PREFACIO

Nuestra intención al escribir este libro ha sido presentar al lector no familiarizado con temas astronómicos una semblanza del largo, y a veces peligroso, proceso que ha llevado al hombre a comprender cuál es el lugar que la Tierra ocupa a escala cósmica. Con ese fin hemos tratado de reunir en forma sintética aquellas ideas cosmogónicas consideradas como las más representativas o de mayor importancia en la ya extensa historia de la humanidad. Ideas que a su vez nos sirven para ilustrar cómo el hombre ha ido ampliando la visión del mundo físico en el que está inmerso.

Se han recalcado los aspectos teóricos y observacionales que durante los últimos 300 años han permitido establecer la forma, composición, edad y estructura de ese gigantesco conglomerado formado por miles de millones de estrellas, gas, polvo y radiación al que ahora llamamos Galaxia. Palabra de origen griego que significa leche, y que seguimos utilizando en recuerdo de los mitos de los antiguos moradores de la Hélade, quienes creyeron que la franja luminosa de aspecto nebuloso y blanquecino que se observa en las noches oscuras del verano cruzando el cielo, había sido producida por leche surgida del pecho divino de Hera.

Este no es un libro sobre cosmología ni de las teorías relativas al origen y evolución del Universo. Tampoco pretende ser una historia de la astronomía, ni trata del cómo ni del cuándo se formó nuestra galaxia, sólo intenta mostrar que gracias al desarrollo siempre ascendente de la ciencia, muchas veces propiciado por la investigación astronómica, el ser humano ha descubierto y tomado conciencia del lugar que ocupa nuestro planeta en el contexto cósmico.

I. El AMANECER DE LA ASTRONOMÍA

INTRODUCCIÓN

LA EXISTENCIA de los primeros conglomerados humanos ya organizados en sociedades sedentarias se remonta a unos 10 000 o 15 000 años. En comparación con el tiempo que dura una vida humana ese periodo parece muy grande, pero si se le mide en relación con la edad que ahora sabemos tiene la Tierra, o con el tiempo que se estima ha tomado el proceso evolutivo del homo sapiens, realmente es tan pequeño que no deja de asombrar que en tan breve periodo el hombre haya alcanzado un desarrollo cultural tan amplio.

La observación de la bóveda celeste1 siempre ha calado hondo en la conciencia humana, pues por su inmensidad y aparente inmutabilidad ha servido como un recordatorio permanente de la pequeñez y temporalidad del hombre (figura 1). De sólo alzar la vista hacia el cielo estrellado han surgido algunas de las preguntas fundamentales que la humanidad se ha hecho a lo largo de toda su existencia. Cuestiones que de una u otra forma

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han tenido que ver con el lugar que el hombre ocupa en el Universo, así como con su origen y su estructura. Por sus implicaciones, esa acción tan sencilla de ver el cielo ha estado fuertemente ligada con el crecimiento intelectual experimentado por la humanidad en los últimos milenios.

Figura 1. La bóveda celeste como se vería durante el verano por un observador situado en una latitud similar a la de la ciudad de México. Se muestra también una trayectoria aparente que siguen las estrellas en su movimiento de este a oeste.

Las respuestas que cada grupo humano ha dado a interrogantes tales como: ¿de dónde sale el Sol cada mañana y a dónde va cada tarde?, ¿qué son las luminarias nocturnas?, ¿por qué la Luna cambia su aspecto día a día? y ¿qué tan vasto es el cosmos? han sido variadas y necesariamente condicionadas por su experiencia, y aunque ahora muchas de esas respuestas parecen elementales, o incluso ridículas, en su momento tuvieron el enorme valor de ser el resultado de una verdadera síntesis intelectual de conocimientos —fundamentalmente prácticos 㫼 logrados por los pueblos primitivos. Por esta razón se deben juzgar en ese contexto, pues de otra manera se corre el peligro de interpretar incorrectamente los logros más trascendentes de las antiguas civilizaciones.

El presente capítulo sirve para mostrar algunas ideas y conceptos que el hombre primitivo forjó a partir de sus observaciones de los cuerpos celestes, así como la interpretación que dio al tratar de entender su lugar en el Universo.

EL LARGO CAMINO

La antropología, la historia y la arqueología han mostrado que las primeras sociedades humanas pensaban que el mundo se encontraba poblado por espíritus que controlaban todos sus ritmos vitales. Esta concepción proveyó a dichos grupos de una explicación animista sobre los fenómenos de la naturaleza, surgiendo así un complejo universo mágico. El animismo o culto de los espíritus fue un método universal de explicación simple, que se

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originó en forma natural sin necesidad de una invención consciente o deliberada. Ofreció a sus practicantes un esquema congruente que, además de darles un enfoque amplio para su futuro desarrollo, les proporcionó un poder predictivo adecuado a sus circunstancias, otorgando a esos primitivos grupos humanos un relativo control sobre su mundo. En esencia, el animismo introdujo la creencia de que toda manifestación de vida o movimiento era debida a la presencia de espíritus que se posesionaban de los animales, de las plantas y de las cosas. Espíritus que manifestaban su poder a través de las violentas fuerzas desencadenadas durante las tormentas, tempestades, erupciones, sequías y otros fenómenos naturales. Evidentemente, estas explicaciones tan sencillas sobre el mundo que rodeaba a esos grupos primitivos fueron resultado del escaso acervo intelectual de que disponían en los albores de la civilización. La acumulación lenta pero constante de conocimiento, durante los primeros milenios de desarrollo de esas sociedades hizo que el universo mágico se fuera transformando, perdiendo su simplicidad original, lo que culminó en cambios sobre su visión del mundo. Paso a paso, el universo mágico evolucionó hacia un universo mítico, donde dioses y héroes humanos o semihumanos forjaron un cosmos más complicado.

La complejidad adquirida al paso del tiempo por sociedades como las que florecieron en las márgenes de los ríos Tigris y Éufrates, el Nilo o el Ganges, o en las planicies y montañas de China, Grecia, Mesoamérica o el Perú, se reflejó directamente en las explicaciones que sobre el cosmos produjeron tan diversas civilizaciones. En sus mitologías fue factor común y permanente la lucha entre las fuerzas del bien y del mal, representadas por dioses portadores de luz o de tinieblas, respectivamente. Las concepciones cosmogónicas de esos pueblos surgieron como un concepto de equilibrio (o desequilibrio) entre ambas fuerzas, naciendo entonces algunos de los mitos más bellos que ahora se conocen sobre el origen del Universo. Al analizar esas ideas es posible entender en buena medida la relación tan íntima que surgió entre el hombre y su visión del mundo, lo que a su vez explica mucho del comportamiento social de esos núcleos humanos.

La implantación en Occidente de la idea monoteísta judeocristiana propició la aparición de una visión del cosmos como algo perfecto y terminado, surgido sólo por el deseo de Dios, concepción que dominó el pensamiento europeo por más de 1 000 años. Esa visión de un universo perfecto, que por lo mismo era inmutable, fue una de las principales causas que ocasionaron la construcción de una sociedad tan rígida y cerrada como la que prevaleció en Europa durante la Edad Media.

Las contradicciones originadas por la inmovilidad de ese esquema filosófico a la larga obligaron a realizar una profunda reestructuración del pensamiento occidental, no siendo exagerado asegurar que en ese proceso de cambio social tan notable influyeron de manera importante los

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conceptos astronómicos que sobre el Universo comenzaron a surgir en Europa a partir del siglo XV.

Primero en forma especulativa y posteriormente apoyado por observaciones cada vez más precisas, el llamado modelo heliocéntrico del cosmos fue adquiriendo fuerza. Éste, que en los últimos siglos ha sufrido constantes modificaciones y adiciones, se ha transformado para servir como base de una explicación racional más amplia sobre la naturaleza del Universo que, aunque aún es muy incompleta, ya proporciona respuestas científicas a algunas de las preguntas fundamentales que el hombre se ha hecho desde tiempo inmemorial. El surgimiento de un modelo cosmogónico que podía ser puesto a prueba mediante la observación propició un cambio profundo de mentalidad, por lo que su contribución no sólo fue al terreno del conocimiento astronómico, sino que trascendió a otras disciplinas.

Es importante hacer notar que la concepción antropocéntrica del Universo —de la cual la teoría geocéntrica es sólo un ejemplo— sigue teniendo un arraigo muy fuerte en la mente del hombre moderno, razón por la que el estudio del desarrollo de las ideas científicas también sirve para mostrar la lucha que el ser humano ha librado consigo mismo para superar viejos prejuicios y poder aceptar un papel modesto dentro del cosmos, el cual ahora puede percibir gracias a los modernos telescopios ópticos, radiotelescopios, satélites artificiales y sondas espaciales. Por otra parte, el cambio en los conceptos sobre el cosmos y el entendimiento de las leyes físicas que lo rigen ha sido tan rápido en las últimas décadas que es fácil perder la perspectiva histórica de ese proceso. Para resaltar este hecho mencionaremos que todavía viven personas que en sus primeros años de estudio aprendieron que nuestra galaxia constituía todo el Universo, y que si bien la Tierra ya no estaba situada en el centro de éste, el Sol y su sistema planetario sí lo eran. Recuérdese además que en 1930 fue cuando el astrónomo estadounidense Clyde W. Tombaugh (1906- ) descubrió Plutón, el último planeta conocido de nuestro Sistema Solar.

Hace apenas seis décadas que el hombre tuvo la certeza de que nuestra galaxia era sólo una más entre un número inmenso de sistemas del mismo tipo formados por miles de millones de estrellas, y que ciertamente no ocupamos un lugar central en este universo recientemente descubierto. Gracias a los avances de la tecnología los astrónomos de la actualidad, siguiendo una tradición originada en las primeras civilizaciones, continúan trazando los mapas de distribución de estrellas y galaxias, abarcando distancias cada vez mayores. A medida que nuestros conocimientos aumentan, las ideas sobre la forma, la constitución y el origen del Universo se ven enriquecidas constantemente. Conceptos que eran populares entre los científicos hace sólo una década han sido puestos en duda, y seguramente serán desechados o modificados hasta adecuarlos a los nuevos descubrimientos. Este cambio continuo no debe interpretarse como un fracaso de los astrónomos en su búsqueda por resolver los problemas que

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se plantean. Menos aún como una incapacidad de la ciencia para brindar respuestas definitivas, sino como parte de la evolución que nuestra concepción del Universo experimenta gracias al aumento constante de información, proceso que por cierto seguramente está lejos de concluir.

Esto ha hecho que la cosmología2 haya dejado de ser objeto de especulación filosófica, convirtiéndose en parte integrante de las ciencias naturales, por lo cual está sujeta a pruebas tanto teóricas como observacionales que permiten o permitirán decidir entre diferentes teorías cosmológicas, haciendo a un lado los argumentos metafísicos y apoyándose en la rigurosidad del método científico.

PRIMERAS IDEAS SOBRE LA TIERRA Y LOS CUERPOS CELESTES

Nada sabemos acerca de las ideas que el hombre primitivo tuvo respecto a la naturaleza; sin embargo sí sabemos que ya desde entonces se preocupó por algo más que comer, reproducirse y sobrevivir. Sus huellas, dejadas en gran número de sitios como cavernas y sepulcros, ya sea en forma de petroglifos, huesos tallados y otros objetos, muestran las inquietudes intelectuales del llamado hombre de la Edad de Piedra. No hay duda de que estos cazadores y recolectores observaron la bóveda celeste, pues sus representaciones en pinturas rupestres de soles, lunas, estrellas y posiblemente cometas y eclipses así lo demuestran.

Algo que posiblemente nunca será totalmente conocido es qué ideas tenían sobre el Universo, su tamaño y el lugar que en él ocupaban, pero de los estudios comparativos de las culturas primitivas que todavía existen, como las de los aborígenes australianos, los de Borneo, del Kalahari o de la parte central de la selva amazónica, pueden inferirse muchas de las características sociales y culturales que hoy suponemos en aquellos grupos humanos primigenios.

De esta forma, es posible saber algo sobre los primeros conceptos que los hombres primitivos tuvieron sobre su lugar en el Universo (figura 2). Por ejemplo, los aborígenes australianos creen que mucho antes de que hubiera el menor signo de vida, la Tierra ya existía y que estaba constituida por una llanura plana e informe, cuya extensión llegaba a los límites mismos del mundo.

De generación en generación han heredado el siguiente mito sobre la creación: en un tiempo muy antiguo al que se refieren como el tiempo del ensueño, seres gigantescos y de aspecto humanoide, llamados los wandjimas, con características físicas similares a las de ciertos animales, pero de un comportamiento en todo parecido al de hombres y mujeres, brotaron milagrosamente en diferentes partes de la llanura australiana, bajo la cual habían permanecido aletargados desde tiempo inmemorial en una oscuridad total. Una vez surgidos del suelo, cada uno de ellos se dio a la

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tarea de crear las montañas, las costas, las marismas y los ríos de una zona determinada, dando entre todos forma a la Tierra, que después fue habitada por los verdaderos hombres, quienes también fueron creados por esos gigantes antropomorfos. Tales seres míticos vivirían eternamente transformándose en diferentes especies animales y vegetales o en los elementos naturales. Una vez realizado el acto creador, plasmaron su imagen en las pinturas rupestres, decretando que los aborígenes debían preservarlas si querían recibir los beneficios de las lluvias.

El Cielo, que cobija a la Tierra, es el lugar donde moran los dioses australianos, y están sentados en un trono de cristal. Para llegar a ellos hay que escalar el arco iris, que en su cosmogonía es la serpiente Yulungurr. Estos aborígenes tienen un buen conocimiento del cielo nocturno, saber que ha sido transmitido oralmente de padres a hijos, así como mediante la representación en pinturas rupestres donde se han plasmado algunos de los grupos estelares más conspicuos. El Sol es simplemente un hombre y la

Luna una mujer. La Vía Láctea 3 es un río en el que todas las noches van a pescar los moradores celestes. Para ellos nuestra constelación de Orión es un grupo de pescadores, mientras que las Pléyades son las esposas aguardan su regreso.

Figura 2. Representación del cielo hecha por moradores nómadas de la estepa siberiana. En ella pueden identificarse la Vía Láctea y el grupo estelar de las Pléyades.

Al otro lado del planeta, en el norte de la península de Baja California, los ya mencionados kiliwa, considerados por los estudiosos como una cultura fosilizada del Paleolítico, para explicar su ubicación cósmica relatan que cuando sólo había la oscuridad más completa, apareció Meltí?ipá jalá(u), la deidad coyote-gente-luna, quien bajo el conjuro "No estás sola, soy la luz", iluminó la negrura. Después se dedicó a la tarea de hacer el mundo. Para ello arrojó cuatro buches de agua en diferentes direcciones, formando así los ríos y los mares. Para que estos no se desparramaran, el topo hizo un

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túnel en torno al mundo, lo que levantó un bordo muy alto alrededor de los cuatro mares, quedando así protegida la Tierra. Después formó las cuatro montañas. Para que no se saliera el aire, ni el agua, ni el color, ni la luz, coyote-gente-luna creó el cielo con la piel de sus testículos, llamádolo ma'a'i. Este fue hecho cóncavo y sirvió para rodear al mundo.

También los kiliwa fueron capaces de diferenciar diversos objetos celestes,

identificando constelaciones,4 estrellas, meteoritos, cometas, planetas, el Sol, la Luna y la Vía Láctea. Como en todas las sociedades primitivas, los kiliwa asociaron estos objetos a sus principales deidades, así por ejemplo el Sol se identificó con Ma'ay kuyak, la deidad guerrera. La Luna era la personificación misma del dios creador: coyote-gente-luna. Venus, la estrella vespertina, fue su mujer. Las estrellas eran pequeñas fogatas encendidas por los muertos. La creación de la Vía Láctea según el mito kiliwa ya ha sido relatada al inicio de este libro, sólo queremos señalar que, como en otras culturas, este objeto celeste fue considerado como el camino que lleva a los muertos al más allá, siendo por ello la conexión entre lo terreno y lo divino.

Relatos como estos tienen, además de una gran belleza intrínseca, el común denomidador de considerar a la Tierra como algo que está rodeada o acotada, lo que muestra que desde los inicios de la humanidad, ésta consideró el sitio que habitaba como el centro mismo del Universo.

La observación de la bóveda celeste enseñó a nuestros ancestros que en ella había un orden, pues así lo mostraban la regularidad y continuidad de las fases lunares, la salida y puesta diaria del Sol y la inmutabilidad de las estrellas. Este concepto de orden arraigó tan profundamente en la mente humana que, cuando posteriormente se crearon los mitos sobre el origen del cosmos, éstos no pudieron sustraerse a él. Prácticamente en todas las culturas se aceptó que el mundo surgió del desorden y la oscuridad (el kaos griego) como consecuencia de un mandato divino (principio ordenador). Entonces, no es de extrañar que el Cielo, como un lugar ordenado e inaccesible, fuera necesariamente la morada de los dioses del bien, mientras que el inframundo, lugar donde reinaba la oscuridad primigenia, fuera el asiento de las fuerzas malignas o negativas.

Los dos mitos sobre la creación del mundo previamente relatados sirven para ejemplificar claramente cómo nuestros ancestros trataron de explicar sus orígenes y el de los objetos que había en su entorno usando los elementos culturales que tenían disponibles. Por ello, en sus leyendas la idea de un universo resultaba realmente indistinguible del lugar donde vivían, siendo conceptualmente sólo una extensión inaccesible de su hábitat. Si su idealización la hicieron en forma tan simple fue porque así era su vida. Cosmogonías similares a éstas seguramente hubo al menos una por cada grupo humano que fue consolidándose. La mayoría se ha perdido; otras, las menos, han llegado a alcanzar el nivel de verdaderos dogmas sobre la creación, tal y como ha sucedido para el mundo occidental con la

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idea expresada en el Génesis. Esta concepción está tan arraigada, que aún en la actualidad es tomada por muchos como alternativa única, negando lo que la ciencia contemporánea ha logrado establecer sobre el origen y evolución del Universo, así como el lugar que en él ocupamos.

II. COSMOGONÍAS ANTIGUAS

INTRODUCCIÓN

LA OBSERVACIÓN del cielo ha sido un fenómeno universal, por lo que todas las grandes civilizaciones del pasado crearon complejas explicaciones sobre el Universo y los distintos eventos que en él ocurren. La mayoría del conocimiento así generado se ha perdido para el hombre occidental, pues al ser nuestra cultura heredera directa del saber griego, sólo estamos familiarizados con los logros de esa civilización, así como con el conocimiento astronómico surgido entre los sumerios, pues los griegos tomaron gran parte de esa información, la hicieron suya, y la trasmitieron al mundo occidental.

En el presente capítulo se hace una síntesis de los principales logros que en el terreno astronómico consiguieron algunas de las grandes civilizaciones de la antigüedad, incluyendo a las dos más representativas (o quizás debamos decir más estudiadas) que hubo en lo que hoy es el territorio mexicano. Siguiendo la temática principal de este libro, se hace énfasis en

las ideas y modelos 5 que esos pueblos tuvieron sobre la forma del Universo, así como el lugar que en él creían ocupar.

LOS SUMERIOS

Cualquier texto de historia antigua nos dará información amplia sobre los pueblos que hace unos 6 000 años vivieron en la enorme llanura asiática comprendida entre los ríos Tigris y Éufrates, así que no abundaremos en los detalles, únicamente señalaremos que los sumerios, nombre genérico con el que se designa a las diferentes tribus que a lo largo de varios milenios ocuparon esa zona de nuestro planeta, crearon una cultura muy avanzada, siendo los introductores de muchos conceptos que en la actualidad siguen teniendo vigencia.

El estudio de esa rica cultura se ha facilitado porque los arqueólogos han encontrado en las ruinas de sus principales ciudades numerosas tablillas hechas de barro cocido en las que, con caracteres cuneiformes ya descifrados por los especialistas, quedaron registradas las actividades preponderantes de su vida. En la etapa temprana de su civilización el universo sumerio fue poblado por dioses y diosas engendrados por el caos, personificado en Tiamat, la diosa madre, y por Apsu, el dios padre identificado con el océano, y de cuya unión surgieron el hombre y los animales. En una lucha entre Marduk (Júpiter) y las deidades protectoras de Tiamat, éste las aniquiló, incluyéndola a ella. Después partió el cadáver

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divino en dos: levantando una parte formó el Cielo, mientras que la otra la puso a sus pies y surgió entonces la Tierra. Esta ingenua visión del cosmos se fue complicando al aumentar los conocimientos matemáticos y astronómicos de esos pueblos.

Para los caldeos, herederos culturales de los pueblos sumerios, el Universo era una región completamente cerrada. En su concepción la Tierra se encontraba al centro, flotando completamente inmóvil sobre un gran mar. Siendo esencialmente plana, estaba formada por inmensas llanuras. En su parte central se elevaba una enorme montaña. Conteniendo al mar sobre el que flotaba la Tierra y rodeándolo totalmente había una muralla alta e impenetrable. Ese gran mar era un espacio vedado a los hombres, por lo que se le llamó aguas de la muerte. Se afirmaba que una persona se perdería para siempre si se aventuraba a navegarlo. Se requería un permiso especial para hacerlo, y éste sólo era otorgado por los dioses en muy pocas ocasiones, tal como lo relata la Epopeya de Gilgamesh.

El cielo estaba formado por una gran bóveda semiesférica que descanzaba sobre la ya mencionada muralla. Fue diseñado y construido por Marduk, quien la hizo de un metal duro y pulido que reflejaba la luz del Sol durante el día. Al llegar la noche, el cielo tomaba un color azul oscuro porque se convertía en un telón que servía de fondo a la representación que hacían los dioses, identificados con los planetas, la Luna y las estrellas. Es en esta cultura donde surge la idea de un cosmos con forma hemisférica, concepción que será retomada por muy diversos conglomerados humanos en diferentes épocas y lugares.

Para explicar la sucesión del día y la noche supusieron que la mitad de aquella muralla era sólida, mientras que la otra era hueca y tenía dos aberturas opuestas. En la mañana la que se encontraba al este era abierta y Shamesh, el dios solar, salía a través de ella conduciendo una gran carroza

tirada por dos magníficos onagros.6 El disco solar visto por los hombres era una de las brillantes ruedas doradas de ese carruaje. Con vertiginosa velocidad Shamesh arriaba a los onagros cruzando el cielo a lo largo de una trayectoria circular bien definida. Cuando empezaba a atardecer, Shamesh disminuía su ímpetu y lentamente iniciaba el descenso, entrando por la puerta oeste de la gran muralla. Al crepúsculo esa puerta era cerrada, llegando así la oscuridad. Toda la noche la carroza se desplazaba dentro de una inmensa caverna para emerger de ella a la mañana siguiente, cuando era abierta nuevamente la puerta del Este, dando así lugar a otro día.

Unos 4 000 años atrás los sacerdotes sumerios hicieron mapas celestes, y dividieron el cielo en constelaciones. También formaron los primeros catálogos estelares y registraron los movimientos planetarios. Construyeron calendarios y pudieron predecir los eclipses de Luna. Se han encontrado diversas tablillas de barro cocido en las que fueron trazados tres círculos concéntricos, divididos en 12 partes por igual número de rayos. En cada

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una de las 36 secciones así obtenidas se encuentra el nombre de un agrupamiento particular de estrellas o constelación, acompañado por una serie de números simples cuyo significado aún no ha sido descifrado. Hasta donde se ha podido establecer, éstos son los primeros mapas celestes hechos con fines prácticos y no como mera representación del cielo.

Los caldeos miraron el firmamento pensando que los cuerpos celestes habían sido puestos ahí por los dioses para el beneficio humano, y que el propósito de su presencia era dar indicaciones sobre la fortuna de

individuos y naciones. Las estrellas y los planetas 7 fueron vistos como portadores de misteriosas influencias que los hombres podrían leer adecuadamente estudiando su desplazamiento. Por esa razón los llamaron interpretes de los dioses. Esta concepción convirtió a los caldeos en verdaderos observadores del movimiento de los cuerpos celestes, comportamiento que los diferenció de otras culturas antiguas, pues no sólo se dedicaron a ver e interpretar, sino que fueron capaces de medir. Esa actitud dio origen a la pseudociencia conocida como astrología; sin embargo, del estudio de los movimientos planetarios hechos por los caldeos surgió también la ciencia de la astronomía.

Al estudiar la bóveda celeste los astrónomos caldeos construyeron tablas planetarias donde anotaron cuidadosamente las estaciones y

retrogradaciones,8 ya que esos datos eran elementos básicos para determinar el curso de los planetas por la bóveda celeste. Gracias a ese tipo de estudios fueron capaces de diferenciarlos de las llamadas estrellas fijas.9

Como el estudio del movimiento requiere del manejo del espacio y del tiempo, tan notables observadores inventaron la medición de esos conceptos e introdujeron el año dividido en meses, días, horas, minutos y segundos. Asimismo, dividieron la semana en siete días, cada uno de ellos asociado a un cuerpo celeste: el Sol (domingo), la Luna (lunes), Marte (martes), Mercurio (miércoles), Júpiter (jueves), Venus (viernes) y Saturno (sábado). Además, como consecuencia de su determinación del año solar de 360 días (más cinco de ajuste), dividieron angularmente el círculo en 360 grados, introduciendo también la división del grado en 60 minutos de arco (') y éste a su vez en 60 segundos de arco(").

Ese tipo de mediciones permitieron que los caldeos pudieran determinar las estaciones y retrogradaciones de los planetas, así como calcular su salida y ocaso. También calcularon las fechas en que algunas constelaciones aparecían o desaparecían por puntos notables del horizonte. Igualmente pudieron conocer con antelación el acercamiento de cada planeta a las estrellas más brillantes localizadas dentro de una franja del cielo única y bien determinada, zona en la que advirtieron los movimientos del Sol y la Luna. Por estas peculiaridades, los griegos llamaron eclíptica al plano

central de esa banda.10 Fueron ellos también quienes bautizaron a la

mencionada franja como el zodiaco.11

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Los caldeos dividieron esa región en 12 zonas diferentes, e identificaron a cada una de ellas con un grupo particular de estrellas. En esos agrupamientos o constelaciones delineados por los astros más brillantes de cada región creyeron ver figuras relacionadas con sus ideas mitológicas. Según tablillas con escritura cuneiforme localizadas en el valle del Éufrates, y cuya antigüedad se remonta hasta el año 600 a.C, los nombres de esos grupos estelares fueron el Carnero (o mensajero), el Toro del cielo (o toro que va adelante), los Grandes gemelos, el Trabajador del lecho del río, el León, la Anunciadora de la lluvia, el Creado a la vida en el cielo, el Escorpión del cielo, la Cabeza de fuego alada, el Pez-cabra, la Urna y el Sedal de pesca con el pez prendido.

De esa división arbitraria del camino aparente que sigue el Sol en la bóveda celeste provienen los 12 signos del zodiaco que hemos heredado, y que en la actualidad son: Aries (el carnero), Taurus (el toro), Géminis (los gemelos), Cáncer (el cangrejo), Leo (el león), Virgo (la virgen), Libra (la balanza), Escorpio (el escorpión), Sagitario (el flechador), Capricornio (la cabra), Acuario (el aguador) y Piscis (los peces). Siguiendo una tradición milenaria, los astrónomos han continuado utilizando esos nombres para las constelaciones eclípticas, de igual manera que han conservado los nombres de los días de la semana y la división sexagesimal de grados, horas, minutos y segundos.

Mucho se ha escrito sobre los conocimientos astronómicos logrados por los habitantes de Mesopotamia, pero para los propósitos de este libro pensamos que lo mencionado es suficiente, por lo que no abundaremos más sobre otros notables logros científicos de aquella importante civilización.

COSMOGONÍAS DE OTROS PUEBLOS DE ASIA

La visión egipcia

Los egipcios, constructores de gigantescas pirámides, bellos templos y magníficas esculturas fueron un pueblo que durante su largo periodo de desarrollo cultural no mostró mayor interés en las especulaciones filosóficas, teniendo más bien una fuerte disposición hacia lo práctico. Contemporáneos de los diversos grupos que vivieron en Mesopotamia, tuvieron una actitud diferente hacia la astronomía, usándola sobre todo como base de su medida del tiempo, lo que les permitió desarrollar un calendario civil que, si no fue muy complejo astronómicamente, sí fue el más avanzado de los utilizados en la antigüedad.

Tal actitud muy probablemente se debió a que los sacerdotes centraron su atención en el más allá, haciendo del culto a los muertos una verdadera religión. Aunque los egipcios no formularon teorías acerca del Sol y la Luna, ni tuvieron ideas específicas sobre el movimiento de los planetas, se sabe que tuvieron sus propias constelaciones formadas por grupos conspicuos de estrellas brillantes. Sin embargo los registros fueron muy vagos y se han perdido. En la actualidad solamente se sabe que, con las

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estrellas del hemisferio norte, la única constelación que formaron fue la del Arado, ahora llamada Osa Mayor.

Egipto es un país que desde sus orígenes se formó y desarrolló a lo largo del río Nilo, que corre paralelo a la costa del Mar Rojo. Esa clara forma de rectángulo fue muy probablemente la causa de la teoría de que el mundo era alargado, como una caja rectangular. En sus representaciones más primitivas del cosmos ya aparece esa forma. Así, en el papiro funeral de la princesa Nesitanebtenhu, sacerdotisa de Amón-Ra que vivió unos 1 000 años a.C., así como en algunas paredes de tumbas y templos, han sido encontradas representaciones simbólicas de un universo alargado (figura 3). En el mencionado papiro, el cielo es el cuerpo de la diosa Nut, quien adoptando una incómoda posición en la que se apoya solamente con pies y

manos12 cubre con su alargado cuerpo a Shibu, la Tierra, representada abajo de Nut reposando sobre su costado izquierdo, mientras que el dios del aire Shu está entre ambos, ayudando a sostener a Nut en su difícil pose. Hay otras variantes de esta representación. En algunas se mira el cuerpo de Nut cubierto de estrellas, y sobre él se desplazan el Sol y la Luna en dos pequeños botes.

Figura 3. Sección de un papiro egipcio que muestra una de las variadas representaciones de la diosa Nut como la bóveda celeste.

Sin embargo, esta representación del Universo resultó tan elemental para una civilización tan avanzada, incluso desde el punto de vista de una cosmogonía religiosa, que posteriormente la modificaron. Fue así que consideraron que el mundo tenía forma de caja rectangular, con un eje mayor orientado de norte a sur, mientras que el menor quedaba en dirección este-oeste. Pensaron que la Tierra era el fondo plano de la caja, y que en ella alternaban las tierras y los mares. Egipto se encontraba al centro de ese plano, mientras que en la parte superior de la caja estaba el cielo, formado por una superficie metálica plana sostenida por cuatro grandes montañas localizadas en los extremos de la caja. Finalmente, y ante la evidencia observacional, no pudieron negar lo que indicaban sus sentidos sobre la forma del cielo, por lo que terminaron por aceptar que éste era en

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realidad una superficie convexa en donde había un gran número de agujeros de los que colgaban las estrellas suspendidas por cables. Para los egipcios de aquella época los astros eran fuegos alimentados por emanaciones que se formaban y subían desde la Tierra, y que no eran visibles durante el día porque solamente se encendían por la noche. Las cuatro montañas que sostenían el cielo se unían entre sí en su parte más baja, formando una pared rocosa que rodeaba al mundo. Al Sol, encarnación del dios Ra, se le representaba por un disco de fuego que se desplazaba por el firmamento flotando en una barca.

De acuerdo con los más antiguos mitos egipcios, la Vía Láctea había sido hecha por Isis, quien la construyó regando una gran cantidad de trigo en el firmamento. Posteriormente fue considerada como el Nilo Celeste, el río sagrado que cruzaba el país de los muertos. La diferencia de altura que el Sol alcanza sobre el horizonte entre el verano y el invierno fue explicada por los egipcios haciendo una analogía con lo que le sucede al río Nilo en esas dos temporadas. Sostenían que cada verano el río celeste se desbordaba, de igual manera que su contraparte terrestre, ocasionando que la barca de Ra abandonara su lecho y quedara más próxima a Egipto.

Todo ese esquema del mundo nada tenía que ver con teorías acerca del Sol y la Luna, ni contenía ninguna idea específica sobre el movimiento planetario. La falta de interés de los sacerdotes egipcios por la naturaleza física del Universo se explica puesto que en su concepción religiosa no eran fundamentales los pronósticos astrológicos. Por esto no especularon respecto a la posible naturaleza de los planetas y se concentraron en el mundo espiritual. Así se marcó la diferencia entre la astronomía y las concepciones cosmogónicas manejadas por sumerios y egipcios.

El cosmos hindú

Para los pensadores de la antigua India la astronomía fue más que una disciplina observacional o una filosofía sobre la creación y destrucción del cosmos. En las ruinas de las ciudades habitadas por los pueblos indostánicos no se han encontrado vestigios de observatorios astronómicos, ni hay indicación clara de que los hindúes hayan elaborado catálogos estelares como los de otras civilizaciones de la antigüedad. El estudio de los movimientos planetarios tampoco parece haber despertado mayormente su interés. Todo indica que la observación de las estrellas fue hecha por los astrónomos hindúes únicamente con el propósito de tener puntos a los cuales referir sus estudios de los movimientos del Sol y de la Luna, lo que les permitió determinar en forma práctica un calendario lunar de 12 meses de 29.5 días cada uno. La discrepancia entre éste y el año solar (365 días)

lo solucionaron intercalando un mes extra cada 30 lunaciones.13

En cuanto a su concepción del cosmos se conocen dos interpretaciones originadas probablemente en tiempos muy diferentes y por sectas religiosas distintas. La más conocida y quizá la más antigua, es aquella en que se

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consideró que Brahma, por un acto de pensamiento, dividió el huevo primigenio en dos y formó con una mitad el Cielo y con la otra la Tierra. En ese esquema el Universo era una entidad cerrada, contenida por los anillos de Sheshu, la cobra negra, animal sagrado para ese pueblo. En el fondo de todo había un mar de leche rodeado completamente por parte del cuerpo de esa serpiente. En el lácteo océano nadaba una enorme tortuga, sobre cuyo caparazón se apoyaban cuatro elefantes, cada uno localizado hacia un punto cardinal. A su vez, estos animales sostenían sobre sus lomos a la Tierra, formada por un disco simétrico donde, con una pendiente primero suave y después brusca, se formaba una gran montaña central. En la parte alta de ésta había un gigantesco fuego que al girar en torno a ella ocasionaba el día y la noche. La misma cobra que rodeaba y contenía al mar de leche, formaba con la parte superior de su cuerpo otro anillo que contenía a la bóveda celeste.

Cuando en el siglo VI a.C. se originó el jainismo, religión fundada por Vardhamana Mahavira en contra del ritual introducido en los textos sagrados llamados Vedas, una de las ideas rechazadas fue la del dios creador. Como consecuencia, los seguidores de esta nueva religión introdujeron el concepto de dualidad cósmica para dar una explicación satisfactoria del Universo. Sostenían que la Tierra estaba formada por una serie de anillos concéntricos, alternándose tierras y mares. El círculo interior denominado Jambudvipa estaba dividido en cuatro partes iguales, teniendo a la montaña sagrada Meru en su centro. La India se localizaba en el sector más al sur. El Sol, la Luna y las estrellas describían trayectorias circulares alrededor de esa montaña, moviéndose en forma paralela a la Tierra. De acuerdo con este modelo, el Sol, al girar en torno a Meru debería iluminar en forma sucesiva cada cuadrante, pero ya que el día duraba 12 horas, el Sol podría iluminar solamente dos de éstos cada 24. Para resolver esta incongruencia introdujeron dos soles, dos lunas y dos conjuntos de estrellas. Éste fue su principio de dualidad cósmica.

Evidentemente ese modelo no tenía ninguna relación con el mundo físico, y era resultado de una mera interpretación filosófica. Sin embargo para los pensadores hindúes cumplía los requerimientos impuestos por su visión religiosa, pues no era entonces necesario confrontarlo con lo observado, situación que se dio prácticamente en todas las culturas antiguas, e incluso durante gran parte de la Edad Media europea.

La Vía Láctea fue considerada por los antiguos habitantes de la India como el camino que tuvo que seguir Arimán para llegar a sentarse en su trono celeste.

Con las particularidades propias impuestas por el medio en que se desarrolló la cultura hindú, sus explicaciones sobre los objetos cósmicos no difieren mayormente de los que elaboraron egipcios y caldeos. Sin embargo, en el aspecto conceptual introdujeron un idea nueva: la regeneración y destrucción cíclica del Universo. Para resolver la

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contradicción filosófica surgida, por un lado, de admitir que aquél era eterno, y por el otro la de observar la temporabilidad de sus partes, recurrieron a la hipótesis de la periodicidad de todos los acontecimientos. "La evolución, enseñaron los hindúes, se cumple en periodos cuya ilimitada y cíclica repetición asegura al Universo su duración eterna." Como se verá más adelante, la idea de un resurgimiento cíclico a nivel de todo el cosmos ha aparecido en diferentes modelos cosmológicos, tanto antiguos como contemporáneos, y en la actualidad es una de las hipótesis de mayor peso en las explicaciones que sobre el origen de nuestro universo manejan muchos científicos contemporáneos.

El universo de los chinos

Aunque la civilización china tiene gran antigüedad, sólo se tiene información segura sobre su desarrollo histórico a partir del inicio de la dinastía Shang, la cual consolidó su poder hacia el año 1500 a.C.

Los diversos registros dejados por los astrónomos chinos muestran que fueron buenos observadores. Sus catálogos de cometas, eclipses y otros eventos astronómicos confirman que tuvieron un bien organizado grupo de observadores que de manera sistemática y meticulosa realizaron un trabajo muy valioso, tanto, que en la actualidad sigue dando frutos. Utilizando el mismo sistema de coordenadas que ahora manejan los astrónomos para localizar los objetos celestes, pero que fue desarrollado en Occidente sólo hasta el siglo XVII, los chinos determinaron más de 2 000 años atrás las posiciones aparentes de las estrellas de mayor brillo del firmamento. En efecto, alrededor del año 350 a.C. Shih Shen construyó un mapa estelar donde catalogó más de 800 estrellas.

Seguramente en gran medida por su ubicación geográfica, estos observadores orientales no pusieron mayor atención en el estudio de las estrellas de la eclíptica, sino que desarrollaron su sistema de referencia

celeste en torno a las constelaciones circumpolares.14 Alrededor del año 1400 a.C., los chinos ya habían determinado la duración del año solar, estimándola en 365.25 días, mientras que la lunación la fijaron en 29.5 días. La exactitud de estos valores es notable y viene a confirmar la excelencia de los astrónomos chinos.

Las observaciones de los movimientos planetarios también se realizaron en China en forma muy cuidadosa desde fechas muy tempranas. Sin embargo, a pesar de que las realizaron durante periodos considerablemente largos, no formularon ninguna teoría planetaria. Como sucedió en otras civilizaciones, los chinos asociaron a los planetas con los componentes básicos que, según su filosofía, constituían a la naturaleza, así como con los puntos cardinales: Júpiter se asoció con la madera y el Este, Marte con el fuego y el Sur, Saturno con la tierra y el centro, Venus con el metal y el Oeste, mientras que Mercurio quedó ligado al agua y al Norte. Según sus ideas la madera,

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el fuego, la tierra, el metal y el agua eran los cinco elementos primarios con los que se formó el Universo.

Para los chinos la Vía Láctea fue un objeto cósmico que no requería mayor explicación. Simplemente la llamaron Tian Ho, que significa el Celeste Ho, siendo la contraparte cósmica del río Ho o Amarillo. Por su aspecto blanquecino consideraron que estaba hecha de seda. En el aspecto práctico los chinos establecieron una conexión entre la Vía Láctea y el agua de lluvia, ya que cuando en China tiene mayor esplendor ese objeto celeste, es cuando la época de lluvias alcanza su máxima intensidad.

Las concepciones filosófico-religiosas desarrolladas en China no consideraron a los objetos cósmicos como dioses que determinaran los destinos humanos, y aunque sí tuvieron astrología y un equivalente al zodiaco formado por 28 casas, en lugar de los 12 signos originados en Mesopotamia, fue diferente de la surgida en la región comprendida entre el Tigris y el Éufrates.

Los cálculos astronómicos chinos fueron más bien de tipo algebraico, ya que no contaron con una geometría teórica desarrollada como la que hubo en Grecia. Esa falta de visión favoreció que no tuvieran una imagen intuitiva de la estructura geométrica del cosmos.

La idea cosmogónica más antigua originada en China aseguraba que el Universo estaba formado por el Cielo de forma esférica, y por la Tierra, que era un cuenco con su abertura hacia abajo. Sus bordes o límites eran aristas lineales que en realidad le daban forma de un cuadrado convexo. Alrededor de ella había un gran océano en el que se hundía el firmamento. El Cielo y la Tierra se sostenían en su sitio por virtud del aire atrapado debajo de ellos. Consideraban que la bóveda celeste era de forma irregular, más elevada al sur que al norte, por lo que el Sol, que rotaba junto con ese hemisferio irregular, era visible cuando se encontraba al sur, e invisible cuando ocupaba el norte de ese cielo deformado. Aunque el Sol, la Luna y los planetas se movían junto con el firmamento, también tenían movimientos propios. Aseguraban que el Cielo se encontraba 80 000 li por encima de la Tierra, lo que con nuestras medidas equivaldría a unos 43 kilómetros.

Posteriormente, alrededor de la segunda centuria antes de nuestra era modificaron algo este modelo, asegurando que el cosmos era un esferoide de unos 2 000 000 li de diámetro, aunque en realidad era 1 000 li más corto en dirección norte-sur que en la este-oeste. Según se sabe, el astrónomo Chang Heng del siglo I afirmaba que el Universo era como un huevo cuya yema sería la Tierra, que descansaba sobre agua, mientras que el Cielo, sostenido por vapores emanados del océano, equivalía al cascarón.

En un tercer modelo se aseguraba que el Universo era infinito y que carecía de forma y sustancia, encontrándose en él únicamente la Tierra, el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas, todos flotando libremente. En ese

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universo los cuerpos celestes no estaban sujetos a nada, y se movían en él por acción de fuertes vientos. Aunque sin ningún fundamento observacional, este último modelo cósmico de los chinos fue el resultado de una verdadera abstracción, lo que lo ubica en un plano diferente del de todos los otros que hasta aquí se han comentado.

LOS GRIEGOS Y SU PRIMERA VISIÓN DEL COSMOS

La principal fuente para conocer las ideas cosmogónicas de los primitivos griegos es la Teogonía, libro escrito por Hesíodo hacia el año 800 a.C. Este texto es una detallada genealogía de los dioses que poblaron el Olimpo, sin embargo, marginalmente informa sobre la visión que de la Tierra y de la creación cósmica tuvieron esos pueblos.

En esa obra claramente influida por ideas orientales previas, Hesíodo dice que el Caos (el abismo) fue la condición primordial del Universo. Del Caos proviene todo lo creado. En él se encontraban amalgamados todos los elementos que configuraban una masa informe. Luego vinieron Gea (la tierra), Tártaro (el mundo subterráneo) y Eros (el amor). Este último fue el elemento activo o fuerza vital que atrae a los seres, siendo el principio universal de la vida.

Del Caos se generó una pareja de hermanos tenebrosos: Érebo, el aire oscuro y la noche (de su unión surgió la luz en forma de Éter luminoso), y Hemera, el día.

Gea procreó igual a sí misma primeramente a Urano, para que la cubriera toda y fuera el apoyo de los dioses. Creó también a las montañas y al mar, que surgieron de ella y ocuparon parte de su superficie.

Es en este mito narrado al principio de la Teogonía donde se encuentra el primer modelo cosmogónico de los griegos. A partir de la masa informe y oscura que era el Caos se generó la Tierra, a la cual imaginaron como un disco plano, bajo el cual se encontraba el Tártaro o mundo subterráneo. Urano, que era el Cielo donde se encontraban las estrellas, la rodeaba por completo. Claramente esta visión tan simple del Universo no tuvo ningún soporte observacional, así que no difiere en lo esencial de otras cosmogonías surgidas durante la antigüedad. Como un mito, sirvió de apoyo a la interpretación que los primitivos griegos hicieron de su mundo, el cual se encontraba poblado de dioses y semidioses que convivían cotidianamente con los hombres. Esta interacción podía ocurrir en cualquier momento y nivel de su existencia, sin que tuviera un carácter extraordinario. Como ejemplo de esa interrelación se tiene el mito sobre el nacimiento de Hércules, donde incidentalmente se explica la existencia de la Vía Láctea.

Zeus, el dios griego por excelencia, tuvo por esposa legítima a Hera, pero se unió frecuentemente con otras diosas y con diversas mortales, engendrando así a dioses y semidioses que poblaron el panteón helénico.

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Hera, extremadamente celosa, siempre trató de castigar las infidelidades de su divino esposo. En una ocasión Zeus engañó a la fiel Alcmena, pues tomó la forma de su marido Anfitrión, y engendró en ella a Hércules, el poderoso héroe. Hera, disgustada por ese desliz, trató de asesinar al recién nacido enviándole dos serpientes, pero Hércules se encargó de estrangularlas con una sola mano. Zeus, enojado por la acción de su esposa, tomó al pequeño Hércules y, mientras Hera dormía plácidamente en el Olimpo, lo acercó a sus pechos para que mamara la leche divina que lo haría inmortal. Hera despertó sobresaltada y al ver lo que ocurría quitó violentamente al infante de su seno, pero no pudo evitar que su pecho arrojara todavía algunos chorros de leche, los que al regarse por la bóveda celeste dieron origen a la Vía Láctea (figura 4).

Otras bellas leyendas similares a ésta sirvieron a los primitivos griegos para explicar la existencia de estrellas tales como Cástor y Pólux, grupos estelares como el de las Pléyades o constelaciones como Orión y Hércules. Los planetas entonces conocidos fueron asociados con algunos de sus principales dioses. En esas tempranas etapas de su desarrollo no estudiaron los movimientos de los cuerpos celestes, mucho menos trataron de entender sus causas. Sus conocimientos astronómicos no fueron en realidad diferentes conceptualmente de los de otros pueblos de la antigüedad, pero sí tomaron de ellos un conjunto importante de ideas astronómicas, especialmente de sus vecinos, los caldeos y los egipcios. Esos conocimientos fueron utilizados por los griegos con fines prácticos relacionados fundamentalmente con la determinación de los ciclos agrícolas, y con el cálculo de una correcta orientación para los viajeros marítimos y terrestres.

Figura 4. Grabado medieval que ilustra el mito griego sobre el origen de la Vía Láctea.

LOS PUEBLOS MESOAMERICANOS

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El estudio de las civilizaciones americanas ha mostrado que entre el año 1000 a.C. y el pasado siglo XVI surgieron en Mesoamérica diversas culturas, alcanzando algunas de ellas un notable grado de desarrollo. Entre los pueblos más notables de esta parte del mundo deben ser considerados los mayas y los aztecas. Los mayas fueron consumados observadores de los astros, lo que les permitió determinar con precisión diversos ciclos celestes, como el lunar o el del planeta Venus. Además fueron capaces de determinar la ocurrencia de eclipses. En el terreno práctico lograron establecer la duración verdadera del año con una exactitud no alcanzada por ninguna otra cultura previa a la actual.

Los mayas, grandes astrónomos de América

Hasta ahora sólo se conocen fragmentos de cuatro códices mayas previos a la Conquista. De ellos, el Dresde, que ha sido parcialmente descifrado, ha

resultado ser un libro que contiene efemérides15 sobre los movimientos de Venus, así como información acerca de cierto número de eclipses. Otro de esos códices, el Madrid, muestra el importante papel que los astrónomos tuvieron entre los mayas.

Desgraciadamente la destrucción de libros de esta cultura ordenada por fray Diego de Landa durante el siglo XVI privó a los estudiosos de gran cantidad de valiosos documentos, que seguramente habrían ayudado a entender la visión que del mundo tuvieron esos pueblos. Existe una teogonía maya, fundamentalmente conocida por medio del Popol Vuh, libro escrito después de la Conquista y en el que se relata el origen del hombre, así como la creación y destrucción cíclica del mundo, idea que también aparece en otras culturas de Mesoamérica.

A pesar de los grandes avances astronómicos y matemáticos logrados por los mayas, hasta donde se ha podido establecer, dichos conocimientos no reflejan de forma directa su visión sobre la estructura del cosmos, por lo cual los especialistas han tenido que recurrir al estudio de los patrones culturales de los descendientes actuales de esa civilización, y muy especialmente al grupo de los lacandones, quienes han logrado mantener su identidad más o menos intacta en los últimos 500 años. De esa forma han podido obtener una idea de cómo concebían los mayas el Universo, el cual dividían en tres niveles superpuestos. El superior correspondía al Cielo, que se encontraba dividido en 13 capas. El Sol, la Luna y Venus tenían cada uno su propia capa. El segundo nivel era el de la Tierra, formada por una plancha plana que flotaba sobre agua y que era sostenida por un monstruo acuático. La Tierra a su vez se dividía en cuatro rumbos, en cada uno de los cuales se encontraba una ceiba (el árbol sagrado), un pájaro cósmico y un color. Finalmente el tercer nivel estaba formado por el Inframundo, constituido por nueve capas. La Vía Láctea desempeñaba un papel importante en la unión de los tres niveles, ya que la imaginaban como el cordón umbilical que unía al Cielo y al Inframundo con la Tierra.

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Esta visión de un universo formado por capas sobrepuestas difiere radicalmente de cualquier otro modelo cosmogónico concebido por las antiguas culturas asiáticas y europeas, y es original de los pueblos desarrollados de América. Debe señalarse que en el modelo de los mayas la Tierra no ocupaba un lugar privilegiado; además, debido a las capas que lo conformaban, no pensaban que la Tierra pudiera ser el centro del Universo, pues hasta donde se ha podido establecer, ese modelo realmente no lo tenía.

El Pueblo del Sol

Los aztecas fueron la última gran civilización mesoamericana previa a la Conquista, la cual truncó su desarrollo. A pesar de haber sido contemporáneos de los europeos que vinieron al Nuevo Mundo durante el siglo XVI, su cultura desapareció de forma tan rápida y completa que en la actualidad es bien poco lo que con seguridad se sabe sobre la forma de pensar de esos habitantes del altiplano mexicano.

Herederos de los mitos y patrones religiosos de las civilizaciones que les antecedieron, los aztecas se convirtieron en el siglo XIV en los grandes conquistadores de Mesoámerica, ampliando considerablemente sus conceptos culturales originales. A principios del siglo XVI las concepciones filosóficas de los aztecas eran realmente complejas, pero al igual que sucedió con sus predecesores, el modelo cósmico que tenían sólo nos ha llegado mediante referencias indirectas y en forma incompleta. Sabemos por ejemplo que Netzahualcóyotl, el gran rey sabio que gobernó Texcoco a mediados del siglo XV, mandó construir un templo al "dios desconocido", "el que no tiene nombre, el que no ha sido visto". A ese respecto el historiador Fernando Alva Ixtlilxóchitl dice que le edificó un templo muy suntuoso, frontero al templo mayor de Huitzilopochtli, el cual además de tener cuatro descansos, el cu y el fundamento de una torre altísima, estaba edificado sobre él con nueve sobrados, que significaban nueve cielos; el décimo, que servía como remate de los otros nueve sobrados, era por la parte de afuera matizado de negro y estrellado.

En esta descripción volvemos a encontrar el modelo de capas ya comentado, aunque en forma velada y evidentemente modificado. Relatos similares a éste han permitido saber que los sacerdotes aztecas y los de otros grupos de origen náhuatl concebían al Universo formado por capas, cada una de las cuales contenía un tipo particular de objeto celeste. Arriba de la capa correspondiente a la Tierra se encontraba situada la Luna. Sobre ella y ocupando otra capa se movían las nubes. Las estrellas, el Sol y Venus lo hacían también, cada uno en su propia capa.

Referente a la Vía Láctea se sabe que los aztecas la llamaban Mixcóatl Ohtli, lo que significa "nube en forma de culebra", y la consideraban como la madre de todas las estrellas.

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Los pueblos náhuatl que actualmente habitan la parte norte de la sierra de Puebla tienen la siguiente leyenda sobre la Vía Láctea y el origen de las estrellas:

Hace mucho tiempo, tanto que no se sabe cuánto, lo único que había en el cielo por las noches era la Luna y Mixcóatl Ohtli, una serpiente preciosa de cristal. La Luna era muy caprichosa como ahora todavía lo es: unas veces alumbraba, otras no; unas veces lo hacía mal; por eso la serpiente de cristal se dedicó a alumbrar constantemente al mundo, en las noches en el Poniente y en las mañanas por el Oriente. A eso se debe que tenía que recorrer constantemente el camino que se ve en el Cielo, y lo hizo tanto que quedó marcado para siempre.

Pero sucedió que la Luna, envidiosa de la belleza de la serpiente y del cariño que todos los hombres le tenían, le arrojó una piedra y la serpiente, que no pudo esquivar el golpe, se rompió en muchísimos pedazos.

Estos fragmentos se esparcieron por todo el cielo y son los puntos de luz que se llaman estrellas, que hacen tan bellas las noches cuando no hay nubes.

La cabeza de la serpiente cayó por el rumbo donde sale el Sol y es el lucero de la mañana; su corazón cayó en el poniente y es el lucero de la tarde.

Para concluir el presente capítulo queremos destacar que aunque cosmovisiones como las de los pueblos chino, hindú o los mesoamericanos no contribuyeron directamente al desarrollo de la ciencia y la cultura del mundo occidental, las hemos mencionado porque además de señalarnos diferencias y coincidencias en la forma de enfocar un problema universal, muestran claramente el interés que siempre ha tenido el hombre por conocer su sitio en la escala cósmica.

Podemos finalizar diciendo que aunque algunos de los modelos cosmogónicos aquí comentados presentaban datos o conceptos novedosos, como el caso de las dimensiones que separaban a la Tierra del firmamento o el tamaño de éste, o bien la creación cíclica del cosmos o la idea del espacio vacío, e incluso el origen mismo del Universo a partir de una mezcla primigenia de elementos, todos ellos fueron producto de la necesidad que tenían los pueblos de adecuar sus ideas religiosas al mundo que los rodeaba, sin que tuvieran prácticamente relación con la realidad observable. Por carecer de una base racional pueden ser considerados solamente como bellas creaciones del intelecto, tal y como sucede con otras tempranas manifestaciones de la cultura, pero de ninguna manera se puede pensar que tengan carácter científico.

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III. PRIMEROS INTENTOS DE RACIONALIZACIÓN

INTRODUCCIÓN

ESTE capítulo tratará sobre algunos logros astronómicos de importancia obtenidos a lo largo de un periodo que se inicia en el siglo VI a.C. y termina en el siglo II d.C. Como se verá, entre los pensadores griegos de esa época surgieron ideas acerca de la estructura y el origen del cosmos, así como de los movimientos planetarios que sin duda sirvieron para enriquecer el proceso intelectual mediante el cual el hombre ha establecido su sitio en el Universo. Aunque también debe señalarse que en esas remotas fechas se originaron conceptos que frenaron el desarrollo de la ciencia en general y de la astronomía en particular.

Los orígenes de lo que ahora llamamos ciencia se remontan al siglo VI a.C. En aquella lejana época ocurrió un cambio importante en la forma que el hombre entendía el mundo que le rodeaba. Fue entre los griegos donde algunos pensadores comenzaron a vislumbrar una manera diferente de percibir los fenómenos naturales, al darse cuenta de que la naturaleza se encontraba sujeta a reglas que podían ser conocidas. Además, comprendieron que tales reglas no estaban sujetas al arbitrio de entes sobrenaturales y que su cabal comprensión los podía capacitar para predecir adecuadamente eventos del mundo natural.

Esa visión, nueva en la historia de la humanidad, permitió a los griegos comenzar a separar los mitos del mundo real, iniciándose así la búsqueda racional del conocimiento, lo que finalmente los condujo a estructurar diversas disciplinas científicas entre las que destacaron la astronomía y la geometría.

TALES DE MILETO Y ANAXIMANDRO

Tales de Mileto (ca. 624-547 a.C.) ha sido señalado por los historiadores de la ciencia como el fundador de la llamada escuela jónica. Su actuación marca el inicio claro de la búsqueda de explicaciones racionales sobre los fenómenos naturales. Aunque todavía muy cercano a la cosmovisión primitiva de los griegos, intentó explicar el mundo sin recurrir a los dioses como formadores de éste.

Tales consideró que el agua era el constituyente básico de todo. Según él, ese líquido llenaba por completo el espacio más allá de los límites de nuestro mundo. Analizando solamente los cambios que sufre este vital elemento en sus estados líquido, sólido y gaseoso, construyó un modelo con el que trató de explicar en forma racional la existencia de los diferentes objetos naturales, lo que sin lugar a dudas significó un cambio fundamental en el estudio de la naturaleza.

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Para Tales la Tierra era un disco plano que se encontraba flotando sobre agua. El Universo estaba formado por una gran masa líquida encerrada en una enorme esfera de aire, que según ese filósofo no era otra cosa que vapor de agua. La superficie interna de esa esfera era la bóveda celeste. En su esquema los astros brillaban porque recogían las excreciones terrestres y las inflamaban. Lo mismo sucedía con el Sol, que al inflamar los vapores que ascendían desde la Tierra producía el fuego que lo caracteriza. Tales sostuvo que los cuerpos celestes flotaban sobre las aguas contenidas en el firmamento, por lo que el movimiento de los astros era consecuencia natural del fluir del agua que formaba el Universo. Estas ideas libraron a su modelo cósmico de los seres sobrenaturales que antes habían sido tan necesarios para explicar el movimiento de los objetos de la esfera celeste.

Evidentemente este modelo ahora resulta simple y sin fundamento científico, pero en aquella época tuvo la enorme ventaja sobre los mitos de no necesitar la presencia o intervención divina para su correcto funcionamiento. Además, y esto hay que resaltarlo, mediante su aplicación Tales trató de explicar fenómenos naturales como los terremotos, ya que sostuvo que se originaban a causa de ebulliciones de agua caliente en los océanos que rodeaban la Tierra. Fácil es entender el razonamiento que lo llevó a ese tipo de ideas, pues, ¿quién no ha visto el movimiento de la tapadera de una olla cuando el líquido que contiene comienza a hervir? Más aún, todos sabemos por experiencia que el hielo flota sobre el agua. Entonces, ¿por qué buscar dioses o monstruos acuáticos para que sostuvieran la Tierra y las estrellas?, si éstos, siendo cuerpos sólidos, de forma natural tendrían que flotar en el agua que llenaba todo el cosmos.

Desde esta perspectiva basada en observaciones simples pero sistematizadas de la naturaleza, Tales de Mileto propuso al agua como el principio y el fin de todo, pues "al condensarse, o al contrario, al evaporarse, constituye todas las cosas".

Anaximandro (ca. 611-545 a.C.) fue discípulo de Tales. Escribió una Cosmología y una Física "ampliamente desembarazadas, al menos en el detalle, de ideas religiosas o míticas". Estas obras que no han llegado hasta nosotros, pero que son conocidas parcialmente por diversos comentarios de autores griegos y latinos, muestran que Anaximandro intentó explicar el cosmos partiendo de consideraciones lógicas derivadas de la observación.

Como origen mismo del Universo consideró al apeiron: lo infinito e indefinido. Era éste una sustancia diferente del agua y de los demás elementos. A partir de ella se formaron los cielos y el mundo. Enseñó que el Cielo era una esfera completa en cuyo centro se encontraba la Tierra libremente suspendida, sin que nada la sostuviera, y que no caía porque se hallaba a igual distancia de todo. Atribuyó a la Tierra una forma cilíndrica semejante a la de una columna de piedra, e incluso dio sus dimensiones, ya que afirmó que era tres veces más ancha que profunda. También dijo que el disco superior de ese cilindro era el único que estaba habitado.

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Consideró que los astros eran fuego que se observaba a través de orificios localizados en las superficies internas de ruedas tubulares huecas y opacas, las que en su interior contenían lumbre. Para explicar el movimiento de los diferentes cuerpos celestes desarrolló un modelo según el cual dichas "ruedas" estaban girando en torno al eje de simetría del cilindro terrestre. Cada una de ellas presentaba diferentes grados de inclinación respecto de ese eje. Afirmó que "los astros son arrastrados por los círculos y esferas en las que cada uno se halla situado".

Según Anaximandro, el Sol era un orificio que se hallaba en un anillo cuyo diámetro era 27 veces el del disco que formaba a la Tierra, mientras que la Luna estaba sobre otro que se localizaba a sólo 18 de esos diámetros. Consideraba al Sol como el cuerpo celeste más alejado. Después se encontraba la Luna, y por debajo de ella estaban las estrellas, la Vía Láctea y los planetas, todos localizados en la parte interior de una rueda tubular cuyo diámetro era de solamente nueve veces el terrestre.

Es importante señalar que esas distancias no se obtuvieron como resultado de un proceso de medición, sino que surgieron de una idealización de carácter matemático, donde Anaximandro consideró que los cuerpos celestes deberían encontrarse localizados precisamente en los sitios señalados por la progresión originada por los múltiplos del número nueve. Esto es: 9,18 y 27.

Debe resaltarse que la parte realmente novedosa de la cosmogonía de Anaximandro fue la abstracción que le permitió afirmar que la Tierra no necesitaba soporte alguno, ya que por estar localizada a igual distancia de todo no podría caer en ninguna dirección particular. Aunque su modelo también fue muy simple y no explicaba muchos de los fenómenos celestes, tuvo el mérito de usar la abstracción como una herramienta en el proceso de estudio de la naturaleza.

Por su posterior influencia sobre otros modelos cosmogónicos debe valorarse adecuadamente su concepción de un sistema donde el

movimiento diurno16 adquirió verosimilitud al considerar los giros de las ruedas huecas. Esta interpretación permitió el posterior desarrollo de la idea de un universo-máquina, esquema que sería manejado y favorecido por muchos pensadores notables desde la antigüedad hasta el Renacimiento.

LOS PITAGÓRICOS

Pitágoras (ca. 582-ca. 497 a.C.), personaje del que incluso se ha puesto en duda su existencia, es considerado el fundador de la denominada escuela pitagórica, especie de fraternidad secreta en la que sus miembros se dedicaron tanto a actividades político-religiosas, como a la especulación filosófica y al cultivo de las matemáticas. Este grupo se originó en Crotona al finalizar el siglo VI a.C. Su influencia en el desarrollo del pensamiento

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griego fue considerable, tal y como lo demuestran las obras de filósofos tan importantes como Platón y Aristóteles, quienes con algunas modificaciones aceptaron el modelo cosmogónico surgido entre los miembros de esa importante comunidad científico-mística.

El estudio del sonido interesó grandemente a Pitágoras, quien según la tradición descubrió que al pulsar una cuerda tensa los sonidos agradables al oído corresponden exactamente a divisiones de ésta por números enteros. También se dice que fue quien identificó las siete notas musicales y que se dio cuenta que mezcladas en un orden numérico producían armonía. Ese tipo de descubrimientos llevó a los pitagóricos a pensar en el número como una entidad mística que debía ser la esencia de todo. Como las relaciones entre el sonido y los números eran tan coherentes, pensaron que no eran privativas de la música, y que deberían expresar hechos fundamentales de la naturaleza. De ahí que para entenderla se dedicaran a buscar las diferentes combinaciones existentes entre los números. Por ejemplo, pensaban que podían calcular las órbitas de los cuerpos celestes relacionando sus desplazamientos con intervalos musicales, pues según ellos los movimientos planetarios deberían producir la llamada música de las esferas, sonidos sólo audibles para los iniciados en las doctrinas pitagóricas.

Esa mezcla entre la investigación científica y el misticismo produjo una visión cósmica muy particular. Según las relaciones numéricas determinadas por los movimientos periódicos de los planetas fijaron las distancias de éstos a la Tierra, basándose en la velocidad con la que los veían moverse. Inicialmente consideraron que su ordenamiento era la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno, aunque después antepusieron el Sol a Venus y Mercurio. Los pitagóricos consideraron que los planetas debían moverse todos de manera regular en torno a la Tierra, por lo que tenían que seguir la más perfecta de las curvas, que era el círculo. De esta manera se introdujo en astronomía el concepto de órbitas circulares, idea que tuvo vigencia por casi 2 000 años.

Fue Parménides (514-450 a.C.), uno de los miembros de esta singular comunidad, quien primero enseñó que la Tierra era esférica y que estaba inmóvil en el centro del mundo. Sin embargo su argumentación en favor de esa esfericidad no fue consecuencia de la observación, medición o exploración, sino de consideraciones geométricas acerca de la simetría. Afirmó que la Tierra, siendo el centro mismo del Universo, necesariamente tendría que ser esférica, pues la esfera, que era la forma perfecta, era la única que podía ocupar ese sitio privilegiado. Siguiendo esa línea de razonamiento también aseguró que el Universo en su conjunto tenía la misma forma, haciendo así a un lado el antiguo concepto de una bóveda celeste hemisférica surgido entre los caldeos. Más exactamente, Parménides creyó en la existencia de un universo finito formado por una serie de capas concéntricas a la Tierra. La más externa era sólida y servía como límite al mundo, además de ser el asiento de las estrellas fijas. Según

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él, el Sol y la Luna fueron formados de la materia "separada de la Vía Láctea", habiéndose formado el primero de una sustancia sutil y caliente, mientras que la segunda lo hizo de una oscura y fría. Parménides consideró que la Vía Láctea era un anillo luminoso que como una guirnalda circundaba a la Tierra, y que se había formado con los vapores provenientes del fuego celeste.

Otro pitagórico que se ocupó ampliamente de los estudios cosmogónicos fue Filolao (450-400 a.C.). A él se atribuyen las primeras enseñanzas sobre el movimiento de la Tierra. Concibió un modelo cósmico en el que al principio el fuego lo llenaba todo, pero, según él, en un instante dado se operó en el cosmos una diferenciación ocasionada por un torbellino. Esto separó al fuego, dejando parte de él en el centro y el resto en la esfera del mundo. Alrededor del fuego central estacionario giraban todos los cuerpos celestes, incluso la Tierra. La luz y el calor generados por esa luminaria central eran reflejados por el Sol, el cual en su modelo resultaba ser una especie de objeto vítreo o lente concentradora.

El fuego central era, junto con el fuego exterior emanado de la Vía Láctea, la única fuente de luz y calor del Universo. En su esquema cósmico la Tierra, la Luna, el Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno se movían en órbitas circulares. Más allá de este último planeta se hallaba la esfera de las estrellas fijas, que a su vez era contenida por el fuego exterior. Después de él se encontraba el infinito. El Sol giraba en torno al fuego central en un año, la Luna lo hacía en un mes, mientras que la Tierra tomaba sólo 24 horas para hacerlo.

Debe señalarse que este movimiento terrestre invocado por Filolao era de traslación alrededor del fuego central, y no el verdadero movimiento de rotación que nuestro planeta tiene sobre su eje, el cual sí tiene una duración de 24 horas.

De acuerdo con las ideas místicas que los pitagóricos desarrollaron, el número diez tenía un significado muy especial, pues además de resultar de la suma de los primeros cuatro números naturales (10 = 1 + 2 + 3 + 4), podía representarse por un triángulo equilátero hecho con diez puntos, en el que cada uno de sus lados estaba formado por cuatro puntos, razón por la que también se llamó a ese número tetractys.

Los pitagóricos estaban convencidos de que el 10 representaba la totalidad de los cuerpos celestes que se movían en el Universo, Filolao no podía aceptar que su esquema del cosmos estuviera completo, ya que en él únicamente había nueve cuerpos en movimiento: la Tierra, la Luna, el Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter, Saturno y la esfera de las estrellas fijas. Para resolver esa inconsistencia agregó un cuerpo más al que denominó Antictón o anti-Tierra, completando de esa manera un total de diez cuerpos celestes girando en torno al fuego central. Su argumentación para postular la existencia de un planeta más puede parecernos con muy poco

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fundamento científico, pero debe recordarse que los pitagóricos estaban convencidos de que los números reflejaban a la naturaleza misma.

En el esquema de Filolao, la anti-Tierra se encontraba girando entre nuestro planeta y el fuego central. Para poder explicar por qué desde la Tierra no podían verse Antictón ni ese fuego, Filolao argumentó que se encontraban

en la misma dirección de las antípodas17 o hemisferio no conocido de nuestro planeta, que al taparlos impedía observarlos.

Las ideas cosmogónicas de Filolao tuvieron muy poca aceptación y no influyeron en el posterior desarrollo de la astronomía griega. Aunque fue un verdadero innovador, ya que desplazó a la Tierra del centro del Universo, además de darle movimiento y considerarla como un planeta más, fue abiertamente en contra de lo establecido por el sentido común de aquella época, lo que explica el pronto abandono de su heterodoxa cosmovisión.

Contemporáneo de Filolao fue Anaxágoras (499-429 a.C.), quien perteneció a la corriente de pensamiento jónico y no al pitagórico. Una de sus mayores aportaciones al terreno astronómico fue descubrir que la Luna no brillaba con luz propia, sino que reflejaba la que le llegaba del Sol, lo que le permitió dar una explicación correcta sobre el mecanismo que ocasiona los eclipses, tanto solares como lunares, así como la sucesión de las fases lunares.

Enseñaba que el mundo se originó con la formación de un torbellino dentro de una mezcla de material uniforme y sin movimiento, donde todas las cosas estaban juntas. El movimiento rotatorio de ese torbellino comenzó en algún punto de la materia amorfa, extendiéndose gradualmente. Girando en círculos cada vez mayores ocasionó una separación del material primigenio en dos grandes masas. Una de ellas tenía consistencia tenue, ligera, caliente y seca, mientras que la otra resultó ser densa, pesada, oscura, fría y húmeda. A la primera la llamó el éter y a la segunda el aire.

Por sus características el éter ocupó los espacios exteriores del mundo, mientras que el aire se concentró en la parte interna. Separaciones sucesivas de este último elemento sirvieron para formar las nubes, el agua, la tierra y las rocas. Como resultado del movimiento circular del torbellino, los elementos más pesados se reunieron en el centro y formaron la Tierra, la que por el mecanismo mismo que le dio origen ocupó el centro del Universo.

Al continuar ese proceso, y como resultado de la violencia del movimiento giratorio ocasionado por el torbellino, algunas piedras fueron lanzadas hacia la periferia, las cuales formaron a las estrellas.

Para Anaxágoras la Tierra era plana y se mantenía suspendida en su lugar privilegiado debido a que el aire le proporcionaba el soporte suficiente. El Sol era una piedra de fuego del mismo tipo que las estrellas, sólo que éstas

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se encontraban a distancias mayores, razón por la cual no calentaban igual que nuestro astro. La Luna tenía naturaleza terrosa y sólo brillaba por la luz solar que reflejaba. Este pensador consideró que la Vía Láctea se formaba por la proyección de la sombra terrestre sobre el cielo estrellado, lo cual sucedía cuando el Sol pasaba por debajo de nuestro planeta durante la noche. Según él, las estrellas que se encontraban en la región de la Vía Láctea no eran oscurecidas pues, como tenían luz propia, podían brillar. También aseguraba que el movimiento del Sol, la Luna y las estrellas en torno de la Tierra se debía al movimiento del éter.

En su cosmovisión Anaxágoras enseñó que existían otros mundos habitados, en todo similares al nuestro. Estas ideas directamente opuestas al dogma religioso entonces vigente le acarrearon serios problemas y fue acusado públicamente de impiedad. Gracias a la influencia de Pericles evitó la muerte, pero fue desterrado de Atenas.

Como se verá, esta situación de intolerancia se repetirá con frecuencia durante el prolongado y complicado proceso sufrido por la humanidad en su toma de conciencia sobre nuestro lugar en el Universo, y ha ocasionando incluso el asesinato de diversos pensadores heterodoxos.

PLATÓN Y ARISTÓTELES

Aunque Platón (427-347 a.C.) fue ante todo un filósofo y un político, también se ocupó de temas científicos. Sus enseñanzas tuvieron enorme influencia sobre el desarrollo de la ciencia hasta fechas muy cercanas. Su filosofía sostiene que la verdad radica en las ideas: entes inmutables y universales. Aseguró que cualquier cosa que se observa a través de los sentidos no es mas que apariencia, ya que existe una realidad básica que sólo puede contemplarse con la mente. Lo que se observa de otra forma no tiene permanencia, siempre es una imitación burda e inadecuada de la esencia real o idea. Según Platón el papel de la ciencia es investigar y entender las ideas.

Esta concepción de la superioridad intelectual sobre la percepción sensorial ha desempeñado un papel muy importante aunque negativo sobre el desarrollo de la ciencia, pues según esa interpretación la experimentación y la observación no sólo son irrelevantes, sino positivamente engañosas en el examen del conocimiento. Bajo esos supuestos las diferentes teorías sobre el Universo surgidas entre los griegos tendrían que ser valoradas no por su poder de explicar o predecir el comportamiento de la naturaleza, sino por ser apropiadas o no para expresar la perfección divina.

El trabajo científico de Platón se encuentra disperso en sus diversas obras, aunque parte importante se halla en el diálogo Timeo, libro que escribió en forma de diálogo y en donde explica su manera de entender la naturaleza.

Platón dominó el conocimiento matemático de su época y consideró que la geometría era un saber indispensable en la formación de todos los hombres

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cultos. Si bien no parece haber contribuciones matemáticas originales debidas a este filósofo, su influencia en esa rama del conocimiento fue muy grande. Siempre consideró a esta ciencia como un modelo, pues la certeza y exactitud de sus métodos constituían un excelente entrenamiento para lograr el pensamiento lógico. También compartió en gran medida el interés de los pitagóricos por las matemáticas puras, así como la idea de perfección asociada a ellas.

Congruente con su filosofía enseñó que el demiurgo18 había creado el Universo como el más bello, bueno y perfecto de los mundos posibles, haciéndolo a partir de cuatro elementos básicos: el fuego, el aire, el agua y la tierra. Ese ser construyó el cosmos de acuerdo con principios geométricos. Así, el Universo era esférico porque la más perfecta de todas las formas es la esfera. Siguiendo esa línea de razonamiento afirmó que el origen divino de los planetas se mostraba por la inmutable regularidad de sus movimientos circulares. Y como también el movimiento tenía el mismo principio, necesariamente tendría que ser uniforme.

Esta idea sobre la circularidad y uniformidad de los movimientos planetarios tuvo su origen entre los pitagóricos, pero Platón, al hacerla suya, la validó en tal forma que habría de convertirse en dogma por cerca de 2 000 años.

El cosmos platónico tenía como centro a la Tierra. Ésta era esférica y se hallaba completamente inmóvil. Alrededor de ella giraban la Luna, el Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno, así como la esfera de las estrellas fijas, todos desplazándose con velocidades circulares uniformes. Según Platón los astros fueron creados a partir del fuego. Además de su carácter divino, el demiurgo los dotó de alma. En lo que se refiere a la Vía Láctea tuvo una visión más simple pues afirmó que era la costura o pegadura que mantenía unidas las dos mitades de la bóveda esférica.

Las ideas cosmogónicas de Platón realmente no aportaron nada nuevo, pero sí fueron un freno para el desarrollo de la astronomía, pues al postular la perfección celeste introdujo formalmente la imposibilidad de que hubiera cualquier tipo de cambio en los cielos, lo que incuestionablemente retrasó por mucho tiempo la evolución de la ciencia.

Sin lugar a dudas Aristóteles (384-322 a.C.) ha sido el filósofo griego más influyente en la historia de la cultura occidental. Fue discípulo de Platón y en sus primeros trabajos siguió sus ideas; sin embargo, posteriormente desarrolló sus propios conceptos sobre el mundo. Su obra, que fue enciclopédica, abarcó lo mismo la física, la lógica, la biología o las ciencias sociales. Todo el conocimiento que no pudo catalogar dentro de estas disciplinas lo sistematizó en la metafísica. Para él, la ciencia tenía como propósito primordial encontrar la naturaleza de las cosas.

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Según la física aristotélica el mundo se formaba por dos tipos de objetos. En la región celeste se hallaban los cuerpos que siempre permanecían iguales a sí mismos, o si mostraban cambios, como los que sucedían con los movimientos planetarios o con las fases de la Luna, sus transformaciones eran cíclicas, repitiéndose indefinidamente. Además de ser eternos, los objetos celestes eran perfectos.

El otro grupo lo formaba la Tierra y todo lo que se hallaba en sus

proximidades. En esta región del mundo llamada sublunar19 tenían asiento los objetos y fenómenos sujetos a todo tipo de cambios y transformaciones. Aristóteles afirmó que el viento, la lluvia, las descargas eléctricas producidas durante las tempestades, los terremotos, los cometas e incluso la Vía Láctea tenían su origen en la región sublunar, ya que eran eventos de carácter mutable y corruptible.

Siguiendo a Platón y a sus predecesores pitagóricos, Aristóteles aceptó que el mundo estaba formado por cuatro elementos básicos: tierra, agua, aire y fuego. Cada uno tenía su lugar natural en la región sublunar, y estaban acomodados en capas esféricas concéntricas donde la terrestre era la más interna, mientras que la exterior era la de fuego. Cuando alguno de esos elementos era removido de su lugar natural buscaba de forma espontánea regresar a él. Aristóteles llamó a este proceso movimiento natural, y para que ocurriera no era necesaria la acción de ningún agente externo o la aplicación de ninguna fuerza.

De acuerdo con esa teoría los objetos masivos (los formados por tierra o agua) tenían un movimiento hacia abajo, pues su lugar natural estaba en el centro del cosmos, mientras que los ligeros (los formados por aire o fuego) tendían a subir porque sus lugares naturales se hallaban en las correspondientes esferas que estaban arriba.

Aristóteles introdujo una diferencia básica respecto de las ideas platónicas, ya que consideró que los cuerpos celestes no estaban hechos de fuego, sino de un elemento más sutil, "la quinta esencia", a la que también llamó éter. Esta sustancia era incorruptible, eterna y sin mancha, además de que llenaba totalmente el cosmos, pues este filósofo afirmaba que en él "no podían haber espacios vacíos".

La Tierra era el centro del Universo y tenía forma esférica. Esta esfericidad la sustentaba Aristóteles no sólo en razones de tipo geométrico o de perfección, sino en argumentos prácticos. Por ejemplo, la manera en que una persona parada en tierra mira aparecer un barco que se acerca a puerto; primero verá los mástiles y las velas y después el casco. Otro argumento era que cuando un observador viajaba en dirección Norte-Sur, veía que la elevación de la estrella polar cambiaba conforme se desplazaba a lo largo de un meridiano terrestre, lo que eventualmente le permitía observar estrellas y constelaciones que no eran visibles desde su ubicación original. Estos hechos sólo podían explicarse si el observador se hallaba sobre una

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superficie esférica. Un razonamiento que también le llevó a establecer la esfericidad terrestre tenía que ver con la física que él había desarrollado. Decía que como los cuerpos pesados caían en línea recta hacia el centro de la Tierra por ser ése su lugar natural, las trayectorias radiales que seguían indicaban la existencia de una esfera formada por la acumulación de innumerables objetos materiales que se aglutinaban en torno al centro del cosmos.

Convencido de la forma esférica de la Tierra, Aristóteles reportó un valor de 400 000 estadios (alrededor de 72 400 km) para la longitud de la circunferencia de nuestro planeta. A pesar de lo grande que a escala humana pueda parecer este valor, aseguró que el volumen que tenía la Tierra era infinitamente pequeño comparado con el que ocupa todo el cosmos.

Para Aristóteles el Universo, además de ser esférico, era finito. Esto último lo dedujo argumentando que para que algo tuviera centro debería ser finito, pues lo infinito no puede tenerlo. Consideró que si el Universo fuera infinito, el éter también tendría que serlo, pues como ya se ha dicho este elemento llenaba todo el cosmos. Si ese fuera el caso no habría espacio en el Universo para los otros cuatro elementos que lo formaban, lo que resultaba una contradicción evidente. De esta prueba por reducción al absurdo fue que Aristóteles concluyó que el Universo es finito.

Razonamientos similares lo llevaron a establecer que las estrellas eran esféricas, pero también le sirvieron para no considerar a la Vía Láctea como un cuerpo celeste. La razón que dio para esto fue la imperfección de ese objeto. En efecto, los contornos irregulares que a lo largo de toda su extensión presenta la Vía Láctea fueron tomados por Aristóteles como confirmación de su imperfección, por ello la colocó en la región sublunar. Al ser parte del grupo de los objetos imperfectos no podía estar formada de éter, así que la consideró formada por exhalaciones secas que subían a la parte superior de la región sublunar desde la Tierra, y explicaba su existencia diciendo que se debía a la refracción que sufría la luz de las estrellas cuando penetraba a las esferas de aire y de fuego que rodeaban a nuestro planeta. Sobre el origen y constitución de los cometas dio la misma explicación.

El modelo cósmico de Aristóteles quedó estructurado de la siguiente forma. En el centro de todo estaba la Tierra, esférica e inmóvil. Alrededor de ella se encontraban las capas esféricas de agua, aire y fuego. Después venía la Luna, cuya órbita esférica centrada en la Tierra dividía el cosmos en dos regiones totalmente diferentes: la terrestre, que era corruptible y cambiante, y la celeste, caracterizada por ser perfecta e inmutable. Más allá se hallaban las esferas del Sol y de los cinco planetas conocidos en la antigüedad, así como la que contenía a las estrellas fijas.

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Como en el modelo de Aristóteles el movimiento no podía producirse por sí mismo, necesitó introducir un agente que lo causara, por lo cual afirmó

que existía un Primum Mobile20 externo a la esfera de las estrellas fijas y que servía para comunicar movimiento a todo el cosmos. A diferencia de otros pensadores que habían considerado el movimiento de los cuerpos celestes a través de esferas concéntricas solamente como una representación geométrica, Aristóteles afirmó que éstas eran de naturaleza material y totalmente transparentes. Al darle realidad física a la existencia de estas esferas cristalinas y sólidas, Aristóteles introdujo en la ciencia otro dogma que habría de perdurar por casi 2 000 años.

MODELOS GEOMÉTRICOS

Los modelos cosmogónicos aquí mencionados, tanto los provenientes de la escuela jónica como los surgidos de la pitagórica o de sus seguidores atenienses tuvieron el común denominador de ser resultado de la especulación filosófica y no de la investigación científica.

Esta situación comenzó a cambiar cuando se intentó describir detalladamente los movimientos planetarios, empresa que primeramente realizó Eudoxio de Cnido (ca. 400-347 a.C.), otro miembro de la fraternidad pitagórica. Este matemático se dedicó a resolver el problema geométrico de describir los movimientos de los planetas utilizando solamente combinaciones de movimientos circulares y uniformes. En cuanto a su poder predictivo la teoría planetaria de Eudoxio fue muy superior a las tablas utilizadas por los caldeos, por lo cual el camino trazado por ese autor para el estudio de los movimientos celestes habría de ser seguido desde entonces por los principales astrónomos griegos.

Desde la época de los caldeos se había observado cuidadosamente que los planetas mostraban cambios en su brillo, lo que fue interpretado corno consecuencia de un acercamiento o de un alejamiento del planeta a la Tierra. También habían determinado que esos cuerpos se movían en la bóveda celeste sólo en una angosta franja bien delimitada del cielo, donde se situaba el círculo de la eclíptica. En esa región los movimientos planetarios se realizan hacia el este, pero en forma irregular, ya que además de tener una velocidad variable, los planetas se detienen e incluso retroceden zigzagueando. Tomando esos hechos, Eudoxio desarrolló un modelo geométrico en el que combinando solamente movimientos circulares y uniformes representó las trayectorias seguidas por los planetas.

A pesar de las teorías cosmogónicas desarrolladas por algunos pitagóricos anteriores a él, Eudoxio volvió a proponer que los movimientos planetarios se centraban alrededor de la Tierra, la que en su esquema también volvía a ser inmóvil. Su modelo es conocido como homocéntrico, pues para explicar los movimientos planetarios utilizaba esferas con un centro común. Suponía que para cada planeta existían varias esferas huecas ensambladas unas dentro de otras, todas girando en torno a la Tierra con velocidades

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uniformes pero diferentes, y alrededor de ejes de rotación con distintas orientaciones. La más exterior de todas era la que transportaba a las estrellas fijas. Su giro en torno a la Tierra era el que ocasionaba el movimiento diurno.

La teoría homocéntrica establecía que cada planeta se encontraba sujeto al ecuador de una esfera A que giraba uniformemente en torno a un eje a (figura 5). Esta a su vez era arrastrada por otra esfera B mayor, pero concéntrica a la primera, aunque el eje de giro b de la segunda era diferente. Ambas giraban con velocidad distinta. El eje de giro de B también difería del que tenía C, que las contenía y que igualmente giraba con velocidad y dirección c diferente de las de A y B. Finalmente había una cuarta esfera D que envolvía a las tres anteriores y cuyo eje de giro d también estaba orientado en una dirección distinta. El Sol, la Luna y los cinco planetas giraban de esa forma, lo que daba como resultado un esquema geométrico muy complicado, pero en el que solamente era necesario ajustar adecuadamente las distintas velocidades de giro y las orientaciones de los diversos ejes para representar todos los movimientos planetarios. Para que su modelo se ajustara a lo observado Eudoxio introdujo 27 esferas homocéntricas diferentes: tres para el Sol, tres para la Luna y cuatro para cada uno de los cinco planetas, además de la de las estrellas fijas.

Eudoxio nunca trató de explicar por qué se movían esas esferas ni cómo estaban hechas. Tampoco intentó dar sus dimensiones. Todo parece indicar que para él simplemente se trataba de una representación del movimiento planetario. Los resultados obtenidos con ese esquema fueron aceptables para Mercurio, Júpiter y Saturno, regulares para Venus, y francamente malos para Marte. A pesar de ello el modelo tuvo el mérito de pasar del terreno de la especulación filosófica al de la representación geométrica, logrando desde entonces que las matemáticas se convirtieran en la herramienta idónea para describir el Universo. Con ampliaciones y algunas modificaciones este modelo fue adoptado por otros personajes, entre los que destacó Aristóteles, lo que convirtió a la teoría homocéntrica en la visión filosófica sobre la forma general del Universo por casi dos milenios.

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Figura 5. Esquema que representa el movimiento de los planetas en el modelo de las esféras homocéntricas de Eudoxio.

Otro modelo geométrico que trató de explicar hechos observacionales sobre el movimiento planetario fue el desarrollado por Heráclides del Ponto (ca. 390-339 a.C.). Ya desde el siglo IV a.C. se había determinado que Mercurio y Venus se movían siempre en la cercanía del Sol, lo que no sucedía con los otros planetas. Heráclides explicó ese hecho desarrollando un modelo híbrido en el que, como ya era costumbre en aquella época, consideró movimientos planetarios en torno a la Tierra pero agregó la novedad de considerar también otros movimientos alrededor del Sol. En esencia su modelo era de tipo geocéntrico pues establecía que el giro de la Luna, Marte, Júpiter y Saturno se realizaba en torno a la Tierra, pero el Sol, que también orbitaba alrededor de ésta, arrastraba consigo a Mercurio y a Venus (figura 6). Otra novedad introducida por este pensador fue su afirmación de que la Tierra no estaba inmóvil, sino que rotaba en torno a su propio eje una vez cada 24 horas, dando así una explicación correcta del movimiento diurno. A pesar de este último acierto, ese nuevo modelo del Universo realmente no tuvo aceptación en la antigüedad, siendo rápidamente olvidado.

Apolonio de Perga (ca. 247-205 a.C) fue otro matemático griego que contribuyó al desarrollo de ruodelos geométricos que sirvieron para explicar el movimiento planetario. Sus estudios sobre este problema lo llevaron a establecer una importante relación entre la velocidad con la que

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se movía un planeta que se desplazaba en un pequeño círculo, al que se llamó epiciclo, y la velocidad de desplazamiento del centro de ese círculo sobre otro mayor, al que se denominó deferente. De esa manera Apolonio redujo el problema de las estaciones y retrogradaciones planetarias a un nivel geométrico en el que para determinar la posición de un cuerpo celeste había que establecer la combinación adecuada de dos movimientos circulares y dos velocidades uniformes. La importancia de la teoría de los epiciclos y las deferentes fue enorme, ya que además de permitir una aplicación práctica en la determinación de los movimientos planetarios, se apegaba a las ideas filosóficas de circularidad y uniformidad tan gratas a los pensadores griegos. Gracias a ella se construyó la teoría planetaria más importante y útil de la antigüedad.

Figura 6. Representación del modelo planetario de Heráclides.

ARISTARCO, ERATÓSTENES E HIPARCO

A estos tres científicos griegos se debió el inicio de una etapa diferente en el quehacer astronómico. Aplicando la geometría tan elegantemente formalizada por sus antecesores, fueron más allá de la mera especulación filosófica, o de la pura representación de un cosmos geometrizado, y fueron los primeros en realizar determinaciones tendientes a establecer las dimensiones cósmicas derivadas directamente del estudio de los movimientos planetarios. Esa actitud que ligó el aspecto especulativo con el observacional significó un avance importante en la metodología astronómica, por lo cual muchos estudiosos de la historia de la ciencia

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consideran a Aristarco de Samos (310-230 a.C.), quien inició los trabajos de ese tipo, como el primer astrónomo en el sentido que actualmente damos a esta profesión científica.

De Aristarco nos ha llegado completo un notable libro astronómico llamado Sobre los tamaños y las distancias del Sol y la Luna. En ese texto demostró mediante razonamientos geométricos exactos la validez de un conjunto de hipótesis derivadas directamente de la observación de los movimientos de esos dos cuerpos celestes, lo que le permitió establecer sus tamaños y distancias respecto de la Tierra.

Para determinar la relación guardada por las distancias Luna-Sol y Luna-Tierra procedió como sigue: consideró el momento cuando los rayos

solares iluminan justamente la mitad del disco lunar.21 En ese instante la configuración que tiene el sistema Tierra-Luna-Sol es la de un triángulo rectángulo (figura 7). Por la condición de cuadratura el ángulo es exactamente igual a 90°. Midiendo el ángulo Aristarco pudo determinar que la relación existente entre las distancias Luna-Sol y Luna-Tierra era de alrededor de 20. En la Proposición 7 de su libro afirmó que "la distancia al Sol desde la Tierra es mayor que 18 y menor que 20 veces la de la Luna a la Tierra". El método que Aristarco utilizó para llegar a estos resultados se presenta en el Apéndice A.

A pesar de que los principios matemáticos aplicados en esa determinación son correctos, los resultados obtenidos no fueron satisfactorios. Ello se debió a dos razones: primero es muy difícil determinar el instante preciso de la cuadratura lunar, y segundo, como los ángulos involucrados en esa observación son pequeños, su medición no era tarea fácil en aquella época. Aristarco encontró que el ángulo medía 87°, valor con el que determinó que la distancia que nos separaba del Sol debía ser solamente unas 20 veces mayor que la que había entre nuestro planeta y la Luna.

Figura 7. Triángulo rectángulo mediante el que Aristarco trató de determinar la distancia al Sol.

La determinación precisa de la distancia que separa a la Tierra del Sol ha sido desde entonces uno de los problemas centrales de la astronomía. Su

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correcta solución ha requerido métodos de observación muy ingeniosos y, como se verá posteriormente, sólo ha sido resuelto en forma exacta en el presente siglo, razón por la que es de admirarse el esfuerzo de Aristarco, quien no obtuvo un valor más cercano al real debido a la carencia de instrumentación adecuada y no a la falta de conocimientos. A pesar de ello las mediciones hechas por tan notable observador y excelente matemático mostraron que el Sol se encontraba a una distancia considerable de la Tierra, hecho que lo hace acreedor a la distinción de ser el primer científico que dio dimensiones tangibles al Universo.

En esa misma obra Aristarco hizo una discusión sobre la determinación de la distancia Tierra-Luna. Para tal fin aprovechó los eclipses lunares. Consideró que por la gran lejanía del Sol, la sombra cónica producida cuando la Tierra se interpone a los rayos solares podía tomarse como un cilindro en vez del cono que en realidad es, siempre que en los cálculos la sección transversal de dicho cilindro tuviera como base al círculo de la verdadera sombra cónica. Bajo esa hipótesis el diámetro de la Tierra es igual al de la base de tal cilindro. Así que si se mide el tiempo que la Luna tarda en atravesar completamente la sombra terrestre durante un eclipse lunar, podría saberse su diámetro. Hechas las medidas correspondientes encontró que éste era tres veces más ancho que la Luna, de donde concluyó que nuestro satélite tendría un diámetro igual a un tercio del terrestre.

Una experiencia sencilla muestra que cuando cualquier círculo es alejado del observador una distancia igual a 57 veces la de su diámetro,

independientemente de su tamaño real, presenta un diámetro angular 22

de un grado. Este hecho traducido al lenguaje geométrico fue el que permitió que Aristarco determinara en forma científica por primera vez la distancia que separa a la Luna de la Tierra.

Vista desde la superficie terrestre la Luna muestra un diámetro angular algo mayor a medio grado. Entonces la distancia que nos separa de ese objeto es aproximadamente el doble de 57 veces el diámetro lineal lunar. Aristarco combinó este resultado con la información obtenida sobre el tamaño del diámetro de la Luna derivado de la observación del eclipse y pudo así determinar que la distancia entre la Tierra y su satélite era igual a 70 radios terrestres. Aunque ese dato fue obtenido de la observación no podía ser utilizado en forma práctica, ya que se encontraba expresado en términos del tamaño del radio de la Tierra, que por ese entonces se desconocía. Para obtener un resultado en términos absolutos sobre la distancia que nos separa del Sol fue necesario encontrar el valor del radio terrestre, problema que habría de resolver en forma ingeniosa otro griego notable.

Es muy probable que después de que Aristarco se diera cuenta que el Sol era un cuerpo muy alejado y de tamaño mayor que la Tierra, concibiera el modelo heliocéntrico del Universo. De acuerdo con sus datos resultaba en verdad difícil aceptar que el Sol, siendo el cuerpo más grande, fuera el que estuviera girando alrededor de nuestro planeta, pues al menos en el caso de

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la Luna la observación mostraba que el más pequeño era el que se movía en torno al mayor. A diferencia de propuestas previas, como la de Filolao, Aristarco sí afirmó que el Sol era el centro inmóvil del cosmos, y aseguró que la Tierra giraba alrededor de él siguiendo una órbita circular.

Además del rechazo a priori que por razones teológicas y filosóficas tuvo la teoría heliocéntrica de Aristarco, su modelo se enfrentó a un serio problema de tipo observacional, ya que si la Tierra se desplazaba en una órbita circular en torno al Sol, una estrella que ocupase la posición A debería observarse en posiciones diferentes respecto a las estrellas de fondo cuando dicho astro se mirara desde los puntos extremos de la órbita terrestre (figura 8). Estando en T1 la estrella en A tendría como fondo la configuración estelar B. Seis meses después, cuando la Tierra se encontrara en T2, esa misma estrella se miraría teniendo como fondo el conglomerado localizado en C. Esto no sucedía así, lo que proporcionó un fuerte argumento para quienes afirmaban que la Tierra estaba inmóvil y que era el Sol el que giraba alrededor de ella. Aristarco resolvió este problema mediante una hipótesis que ahora sabemos es correcta. Afirmó que la órbita terrestre era solamente un punto respecto de la esfera de las estrellas fijas. Con ello las situó a distancias inconmensurables, ampliando en forma notable los límites cósmicos.

Figura 8. Cambio de posición que las estrellas fijas sufrirían en el supuesto que la Tierra estuviera girando en torno al Sol, según lo entendían los defensores del modelo geocéntrico.

A pesar de esta elegante manera geométrica de resolver la única objeción sería que se podía hacer a la teoría heliocéntrica, y de sus mediciones que apoyaban las afirmaciones sobre el gran tamaño y lejanía del Sol, las ideas de Aristarco no fueron aceptadas y, como ocurrió con Anaxágoras, fue acusado de impiedad, quedando olvidado su modelo del Universo por más de 1 500 años.

Para avanzar hacia una comprensión racional sobre la escala de dimensiones aplicable en astronomía fue necesario determinar el tamaño mismo de la Tierra. Esta tarea fue realizada primeramente por Eratóstenes (273-192 a.C.), un geógrafo nativo de Siena que vivió en Alejandría, donde

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fue miembro de su célebre museo. Este personaje supuso correctamente que el Sol se hallaba tan alejado de la Tierra que sus rayos llegan a ella formando un haz paralelo. Por esta propiedad, cuando inciden sobre diferentes partes de la superficie esférica de nuestro planeta, el ángulo formado con la vertical del lugar de incidencia aumenta conforme el sitio considerado se encuentre más alejado del ecuador (figura 9).

Figura 9. Ilustración que muestra cómo Erastótenes determinó el radio terrestre.

Para determinar la longitud de la circunferencia terrestre Eratóstenes utilizó las poblaciones de Alejandría y de Siena. Esta última se localiza casi exactamente sobre el Trópico de Capricornio, por lo cual al mediodía del solsticio de verano (22 de junio) el Sol se encuentra vertical a ella. En ese preciso instante una estaca (o cualquier objeto de forma similar) colocada verticalmente sobre el piso de Siena no producirá sombra.

Alejandría se halla prácticamente en el mismo meridiano que Siena, pero está más al Norte, razón por la que ese día a la misma hora un obelisco situado en una plaza alejandrina producía una sombra definida. Al comparar su tamaño con la altura del obelisco, Eratóstenes determinó el ángulo bajo el cual incidían los rayos solares al mediodía del solsticio de verano en esa población, encontrando que formaban un ángulo de 7 䓌 ' respecto a la vertical del lugar.

Exactamente 7 䓌 ' es la cincuentava parte de la circunferencia de un círculo, así que midiendo ese ángulo Eratóstenes pudo saber que la longitud

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del arco de circunferencia SA que hay entre Siena y Alejandría era precisamente la cincuentava parte de la circunferencia terrestre. Como había medido la distancia lineal que hay entre esas dos poblaciones, al multiplicar por 50 dicho valor encontró que la circunferencia terrestre tiene

una longitud de 250 000 estadios.23

Finalmente este valor y el conocimiento de la relación geométrica que guardan la circunferencia de un círculo y su radio, permitieron determinar el valor del radio terrestre, que de acuerdo con los datos de Eratóstenes resultó ser de 40 000 estadios. En el Apéndice B se presentan los detalles del cálculo hecho por este autor.

Sobre Hiparco (161-127 a.C.) puede afirmarse que aunque no hizo contribuciones nuevas al estudio de los movimientos planetarios, ni formuló nuevas teorías sobre la estructura cósmica, sí reunió información de carácter observacional que habría de resultar muy valiosa posteriormente.

Hiparco fue un excelente observador. Mediante el uso cuidadoso de los instrumentos astronómicos entonces existentes logró obtener un alto grado de precisión en sus datos, lo cual le permitió elaborar un catálogo estelar en

el que registró las posiciones y magnitudes de 850 estrellas,24 calculó sus posiciones mediante cantidades angulares referidas a la eclíptica y a un eje perpendicular a ese plano. Tal catálogo fue el primer documento de ese tipo producido en Occidente. La exactitud de este catálogo fue un factor importante cuando en el Renacimiento se trató de construir una teoría planetaria acorde a las nuevas observaciones.

Comparando sus coordenadas estelares con las consignadas en antiguas fuentes caldeas y griegas, Hiparco encontró que habían ocurrido cambios notables en las posiciones de las estrellas que no podían ser atribuidos a errores de observación, así que lo interpretó como reflejo de un cambio real en la dirección del eje de rotación terrestre. Este fenómeno se conoce ahora como precesión de los equinoccios, pues ocasiona un adelanto anual (50 segundos de arco por año) del equinoccio de primavera.

Al hacer ese descubrimiento que mostraba que el eje terrestre cambia su dirección continuamente a lo largo de un periodo de 25 800 años, Hiparco obtuvo en forma directa información tangible sobre otro movimiento de la Tierra. En efecto, ese movimiento efectuado por nuestro planeta en torno a su eje de rotación era evidencia de que se contraponía a quienes seguían pensando en la inmovilidad terrestre; sin embargo, no sabemos si Hiparco tuvo conciencia plena de la importancia de tal descubrimiento.

De sus observaciones Hiparco derivó la distancia correcta a la Luna pero no logró un buen resultado para el Sol. A través de la observación de un eclipse solar ocurrido en el año 190 a.C., hecha en forma simultánea tanto en Alejandría como en Hellesponto, logró determinar que la distancia a la

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Luna era 60.5 veces el radio terrestre, valor que prácticamente es igual al que se ha obtenido en la actualidad. Por otra parte, al estudiar otros eclipses, tanto solares como lunares, estableció que el Sol era un cuerpo que distaba de nosotros 2 500 radios terrestres, y aunque esta determinación fue mejor que la de Aristarco, en realidad todavía era unas diez veces menor al valor correcto. A pesar de ello el cálculo de Hiparco volvió a ampliar considerablemente las dimensiones del Universo.

TOLOMEO Y SU GRAN SÍNTESIS

Claudio Tolomeo (ca. 90-168), quien vivió durante el siglo II, fue sin duda uno de los científicos más importantes de la antigüedad. Su obra está formada por textos de astronomía, geografía, música y óptica. En lo que concierne al tema que nos interesa, la aportación más significativa de Tolomeo fue su libro astronómico conocido como el Almagesto, obra que originalmente llevó el título de Megale Syntaxis Mathematica que significa "El gran tratado de matemáticas". En él desarrolló en forma muy completa, y con el rigor matemático que caracterizó a los pensadores griegos, diversos temas astronómicos, entre los que destacan sus estudios sobre la forma y el lugar ocupado por la Tierra en el Universo, así como la distribución que los demás cuerpos celestes tienen en él.

El Almagesto está compuesto por 13 libros (capítulos) ordenados en forma didáctica. En ellos Tolomeo presentó un panorama completo de los conocimientos astronómicos alcanzados hasta su época, utilizando con frecuencia demostraciones trigonométricas que dieron a su libro indiscutible carácter científico. Esto lo convirtió en una obra de gran influencia que al paso del tiempo incluso adquirió categoría de dogma dentro de la cultura occidental. Fue en el primer libro del Almagesto donde Tolomeo sentó las bases de su famoso modelo geocéntrico del Universo, al que posteriormente se llamó tolemaico, y que tuvo vigencia por más de 14 siglos (figura 10).

Ese esquema cosmogónico fue establecido por Tolomeo mediante afirmaciones como las siguientes: "Los cielos se mueven como una esfera. La Tierra, tomada en su conjunto, es sensiblemente esférica. La Tierra ocupa el centro de los cielos. La Tierra tiene el tamaño de un punto en relación con las dimensiones de la esfera celeste. La Tierra no tiene ningún movimiento. Las estrellas fijas mantienen siempre su posición relativa entre sí".

A diferencia de los pitagóricos, Tolomeo no usó argumentos metafísicos para asegurar la esfericidad terrestre y cósmica, sino que dio argumentos racionales y fácilmente entendibles. Como ejemplo transcribimos la argumentación que utilizó en apoyo de su afirmación sobre la forma de nuestro planeta:

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Que la Tierra, considerada en su totalidad, es sensiblemente esférica puede ser afirmado de las siguientes consideraciones. Podemos ver que el Sol, la Luna y las otras estrellas no salen ni se ocultan simultáneamente para cualquier observador, sino que lo hacen primero para aquellos que están situados más al Este, y después para los que se localizan en el Oeste. También encontramos que durante los eclipses, y en especial en los lunares —fenómenos que pueden ser vistos por todos los observadores localizados en el lado oscuro de la Tierra— nunca son registrados a la misma hora por todos ellos. Más bien, la hora consignada por quienes los observan desde posiciones ubicadas más hacia el Este, es siempre más tardía que la reportada por quienes están hacia el Oeste. Encontramos que las diferencias en los tiempos son proporcionales a las distancias que hay entre los lugares de observación, por lo que razonablemente puede concluirse que la superficie de la Tierra es esférica.

Figura 10. Orden planetario en el modelo geocéntrico de Tolomeo.

Ante el hecho de que los planetas parecen acercarse o alejarse de la Tierra, los griegos tuvieron que analizar dos posibles explicaciones de ese fenómeno. O bien el planeta se movía en torno a la Tierra en un círculo excéntrico, lo que implicaba que ésta no era el centro del Universo, o lo hacía con velocidad constante describiendo un pequeño círculo llamado epiciclo, cuyo centro se desplazaba a su vez de manera uniforme sobre otra circunferencia de radio mayor conocida como deferente, la cual sí estaba centrada en la Tierra. Como ya se mencionó anteriormente, el aspecto matemático de esta teoría había sido rigurosamente elaborado por Apolonio de Perga.

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Esta segunda opción fue la que adoptó Tolomeo, desarrollándola ampliamente en varios capítulos del Almagesto, lo que le permitió explicar los movimientos observados de los planetas, incluyendo sus estaciones y retrogradaciones. Para ello consideró que éstos se movían girando en epiciclos y deferentes. La combinación de esos dos movimientos circulares de velocidad uniforme produce una trayectoria con forma de bucle que técnicamente se llama epicicloide (figura 11). La relación que guardan los radios de la deferente y del epiciclo, así como la que guardan las velocidades relativas de uno y otro movimiento producen epicicloides con diversas curvaturas, así que ajustando adecuadamente tanto los radios de los círculos como la velocidad con la que se mueven fue posible reproducir razonablemente las órbitas planetarias.

Cuando un planeta se desplaza a lo largo del segmento bcd de la epicicloide avanza sin interrupción y se dice que tiene movimiento directo, pero al llegar al punto d parece detenerse y quedar estacionario. Al moverse a lo largo del trayecto se va en dirección contraria a la original, razón por la cual un observador mirará que retrocede. Al llegar al punto e nuevamente queda estacionario, volviendo a avanzar cuando recorre el segmento ef de su trayectoria.

En esencia ésa fue la explicación geométrica que Tolomeo dio en el Almagesto sobre los cambios en los movimientos planetarios. Y como no modificó la idea del movimiento circular y uniforme tuvo gran aceptación, tanto en su época como durante la Edad Media y buena parte del Renacimiento. Los astrónomos de esos periodos fueron enriqueciendo el modelo geocéntrico con diversas particularidades surgidas de la observación sistemática y de la utilización de instrumentos más precisos, logrando convertirlo en un modelo práctico de gran eficacia, lo que hizo que persistiera por tanto tiempo.

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Figura 11. Representación del movimiento planetario de acuerdo a la teoría de las deferentes y de los epiciclos.

Figura 12. Representación del astrolabio esférico, instrumento astronómico utilizado por los antiguos griegos y que fue ampliamente tratado por Tolomeo en el Almagetso.

El Almagesto no sólo es una obra que trata del movimiento de los planetas, sino que también contiene otras valiosas informaciones, como una teoría lunar muy completa, la compilación de un valioso catálogo estelar y las detalladas descripciones del uso y construcción de instrumentos

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astronómicos como el astrolabio esférico (figura 12) y la regla paraláctica. El catálogo es una versión ampliada y mejorada del que hizo Hiparco. En él, Tolomeo nos trasmite además de las posiciones y magnitudes estelares, el orden que esas estrellas tenían en las diferentes constelaciones, lo que a su vez nos informa sobre los nombres, las formas y las posiciones que dichas constelaciones ocupaban en la bóveda celeste. Por lo que se refiere al astrolabio esférico, Tolomeo describe su construcción y la manera en que lo utilizó para determinar con precisión las posiciones estelares. La regla paraláctica, formada por una escala graduada y dos regletas móviles que sirven para determinar el ángulo y la altura de un cuerpo celeste sobre el horizonte del observador, la utilizó para realizar medidas muy precisas de la posición de la Luna.

A pesar de los esfuerzos de los griegos por determinar el valor de la distancia al Sol, únicamente pudieron encontrar con precisión la que hay entre la Tierra y la Luna, y no fueron capaces de fijar el orden planetario como consecuencia directa de la observación. Las diferentes propuestas que aparecieron entre ellos sobre el ordenamiento planetario se debieron más a razones filosóficas y estéticas que a un razonamiento de carácter científico. Puesto que la Luna en su recorrido orbital oculta a todos los cuerpos celestes localizados en la eclíptica, desde la antigüedad se le reconoció como el cuerpo cósmico más cercano a nosotros. Ese dato,

combinado con la información que se tenía sobre el periodo sideral25 de los astros, permitió a Tolomeo afirmar que los planetas giraban alrededor nuestro en un orden determinado. Primeramente la Luna, seguida por Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno. Mucho más allá de todos ellos situó a las estrellas fijas. Sin embargo, ese criterio no pudo resolver en forma clara y definitiva el orden que deberían tener tanto Mercurio como Venus, e incluso el propio Sol, pues los tres tienen prácticamente el mismo periodo sideral, por lo que el orden planetario propuesto por Tolomeo fue aceptado únicamente sobre la base de la autoridad de este autor. Al paso del tiempo esa distribución planetaria pudo ser cuestionada por los astrónomos, sin que ello significara una ruptura seria o violenta con el esquema geocéntrico del Universo.

Tolomeo perteneció al grupo de científicos griegos que bien podríamos llamar prácticos, pues en realidad no se preocupó mucho de aquellos aspectos relacionados directamente con la naturaleza de los objetos que estudiaba. Esa postura lo alejó del terreno de la especulación filosófica. Su pragmatismo se manifestó claramente en la manera en que atacó el problema de explicar la existencia de la Vía Láctea dentro de su esquema geocéntrico. Realmente no se preocupó por saber qué era y cómo estaba constituida, sólo hizo una descripción muy amplia de su forma y del área que cubría al ir tocando las diferentes constelaciones. En el Almagesto escribió que "la Vía Láctea no es estrictamente hablando un círculo, sino más bien un cinturón de color lechoso, de ahí su nombre. Más aún, este cinturón no es uniforme ni regular, sino que varía su ancho, su color, su

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densidad y su situación, y en una sección esta bifurcado." Eso fue todo, no especuló sobre su composición o su naturaleza, simplemente mencionó su existencia.

Como se ha visto en el presente capítulo, gracias al genio griego surgieron modelos cosmogónicos que intentaron explicar en términos racionales la estructura del Universo. También se deben a los griegos los primeros esfuerzos por determinar sus dimensiones partiendo de resultados observacionales. Además, fueron los primeros que desarrollaron modelos geométricos para representar el firmamento. De esa forma el estudio de la bóveda celeste dejó de ser prerrogativa de los sacerdotes, pasando al dominio de los científicos que trataban de desentrañar los secretos de la naturaleza, lo que sin lugar a dudas permitió establecer las bases de una verdadera ciencia encaminada a entender los fenómenos cósmicos.

IV. LA VISIÓN MEDIEVAL DEL MUNDO

INTRODUCCIÓN

A PESAR de los grandes avances que alcanzó la ciencia griega, su vigor no continuó cuando Roma sustituyó a Grecia como la gran potencia del Mediterráneo. Los romanos, que gracias a su organización política y social lograron construir un vasto imperio, no tuvieron mayor interés en las matemáticas que el estrictamente necesario para la administración de los territorios conquistados. Esa actitud se extendió a las demás disciplinas científicas desarrolladas en la antigüedad, por lo que puede afirmarse que los pensadores romanos realmente no contribuyeron al conocimiento científico.

Además, cuando el Imperio romano dejó a la Iglesia católica su sitio como la única fuerza política y espiritual del mundo occidental, el rechazo hacia el conocimiento científico fue todavía mayor. En esas condiciones la cultura europea entró en un periodo de estancamiento durante el cual no sólo no se promovió el desarrollo de la ciencia, sino que incluso se propició la pérdida de la mayor parte del conocimiento generado por los griegos.

La intención del presente capítulo es mostrar los conocimientos astronómicos que manejaron los pensadores europeos entre los años 500 y 1450 de nuestra era, periodo conocido como la Edad Media. El desarrollo científico de esta época ha sido considerado estéril, ya que a pesar de ser un lapso mayor del que separa a Tales de Mileto de Tolomeo, durante él no hubo ninguna aportación científica novedosa de importancia. Las ideas que el hombre culto del medievo tuvo sobre el Universo y el lugar que nuestro planeta ocupaba en él fueron las que se expresan al principio del Génesis que, combinadas con conceptos paganos más antiguos, llegaron a convertirse en dogma.

EL LARGO REINADO DEL GEOCENTRISMO

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El cristianismo, que se originó como la doctrina moral de una secta judía minoritaria, se convirtió a principios del siglo IV en el credo oficial del Imperio romano. A partir de esa época los sacerdotes cristianos adquirieron un poder que les permitió oponerse en forma sistemática a toda sabiduría pagana. Esa actitud de franca cerrazón al conocimiento buscó aniquilar cualquier actividad relacionada con el pensamiento analítico inherente al proceso científico. Como ejemplos tempranos y relevantes de esa actitud contraria a la ciencia pueden mencionarse los siguientes: en el año 390 un enardecido grupo de cristianos quemó la famosa Biblioteca de Alejandría; pocos años después, en 415, seguidores de esa nueva secta religiosa asesinaron a Hipatia (ca. 370-415), matemática alejandrina que realizó una destacada labor científica en el Museo de aquella ciudad.

La actitud romana hacia el conocimiento teórico, así como la predisposición cristiana hacia la ciencia fueron factores determinantes de una estructura social donde el estudio de las leyes de la naturaleza no tuvo importancia. En esas circunstancias no debe extrañar que la mayoría de la información científica utilizada durante la Edad Media estuviera contenida únicamente en compendios, obras que intentaron resumir el conocimiento generado por los griegos. Entre ese tipo de escritos sobresalieron trabajos como los de Plinio (23-79) o Séneca (4-65), quien en sus Cuestiones naturales escribió sobre geografía y fenómenos metereológicos. En ese libro trató el tema del tamaño de la Tierra. Sus datos fueron aceptados sin ningún cuestionamiento por los eruditos europeos del medievo, pasando de generación en generación. Como dichos valores eran considerablemente menores a los verdaderos, durante siglos hicieron pensar que nuestro planeta era más pequeño de lo que en realidad es. La larga vigencia e importancia que tuvieron conocimientos como los trasmitidos por Séneca queda manifiesta al saber que fueron el sustento teórico utilizado por Colón a fines del siglo XV para asegurar la existencia de una ruta corta hacia las Indias. Como sabemos, el descubrimiento de América fue casual, pues en realidad el almirante estaba convencido de que el mundo tenía dimensiones menores y de que su viaje lo llevaría a las costas asiáticas.

Los compendios fueron obras enciclopédicas que resumían la información científica proveniente del mundo griego, y la hacían accesible a un amplio sector de lectores no especializados. En general fueron de menor calidad que los textos originales escritos por los griegos, ya que no estaban sistematizados, eran confusos y hasta contradictorios. Calcidio, Macrobio y Marciano Capella fueron autores latinos de ese tipo de obras en donde, por ejemplo, cuando tratan la distribución de los cuerpos celestes, cada uno asignó un orden diferente para los planetas, sin que dieran alguna razón o explicación. Alrededor de la Tierra central Macrobio situó a la Luna y al Sol, después a Venus y luego a Mercurio. Más allá de éste se hallaban Marte, Júpiter y Saturno. Calcidio afirmó que describiendo una trayectoria circular en torno a nuestro planeta se encontraba la Luna y después Mercurio y Venus; venían luego el Sol, Marte, Júpiter, Saturno y la esfera

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de las estrellas fijas. Por su parte, Marciano Capella utilizó ambas descripciones, confundiendo más a sus lectores sobre el orden de los astros en la bóveda celeste.

A pesar de la labor de los compiladores latinos, entre los siglos V y X la ciencia decayó en Europa, llegando en ese periodo a su nivel más bajo desde que se originó en Grecia. Por lo que toca al tema principal de este libro, puede afirmarse que entre los siglos VII y XVII el número de autores europeos interesados en el estudio del Universo fue realmente muy reducido. Además, sus trabajos no aportaron nada nuevo, pues en el mejor de los casos lo que escribieron tuvo una franca intención didáctica, siendo sus explicaciones meramente descriptivas.

Los conocimientos astronómicos que poseían los estudiosos del medievo pueden ejemplificarse citando los trabajos de san Isidoro de Sevilla (560-636), erudito que vivió en esa ciudad española alrededor del año 600. Entre otras obras redactó una extensa enciclopedia de 20 tomos a la que tituló Etimologías. En el tercer libro, llamado De las cuatro disciplinas matemáticas trató sobre aritmética, música, geometría y astronomía, y de esta última dijo "que estudia las leyes de los astros". En ese texto la sección astronómica es la más extensa. Trata de manera descriptiva y no técnica temas como la forma del mundo, la esfera celeste, los planetas, sus movimientos, del zodiaco y de las estrellas. Distingue entre astronomía y astrología, considerando a la primera una ciencia, y a la segunda una superstición. Cree que el Sol está hecho de fuego, además afirma que es más grande que la Tierra y que la Luna. Dice que ésta recibe la luz del Sol, eclipsándose cuando entra en la sombra proyectada por nuestro planeta. Para él son siete los planetas, y cada uno tiene su movimiento propio a través de su correspondiente esfera cristalina. Estas giran en sentido contrario a la esfera de las estrellas fijas, pues si no fuera así, "el mundo saltaría en añicos" debido a la rapidez con la que esa esfera gira. A la Vía Láctea la llamó el círculo cándido, y dijo que "era una zona lechosa que podía ser vista sobre la esfera celeste. Algunos dicen que es la trayectoria seguida por el Sol, y que recibe su luz del paso que ese astro luminoso hace por el cielo".

Éste y otros trabajos similares presentaban solamente descripciones de los fenómenos celestes más evidentes, sin aportar ideas nuevas. Aunque el modelo cósmico utilizado por los estudiosos del medievo era en todos los casos el geocéntrico (figura 13), para aquellas fechas ya se había perdido la capacidad de manejar los conceptos geométricos contenidos en la obra de Tolomeo. El Universo, tal y como lo entendía el hombre culto de la Edad Media fue poéticamente descrito por Dante Alighieri (1265-1321), quien lo recorre en un viaje imaginario narrado en su obra La Divina Comedia, publicada en el siglo XIV (figura 14).

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Figura 13. Modelo planetario medieval geocéntrico, que incluye la esfera de los bienaventurados o paraíso empíreo.

 

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Figura 14. Representación del Universo como se entendía en la edad Media.

Durante la primera etapa de la Edad Media arraigaron en el pensamiento europeo ideas sobre la forma y la estructura del Universo directamente surgidas de la interpretación literal de la Biblia. Así, por ejemplo, se aceptó la idea de que la Tierra estaba inmóvil basándose en el pasaje bíblico donde se afirma que Dios ordenó al Sol detenerse sobre la ciudad de Gabaón, para que así el ejército comandado por Josué tuviera tiempo de ganar la batalla que ahí se estaba librando. Además de la inmovilidad terrestre, ese pasaje implicaba que el Sol se movía en torno a la Tierra.

Como se verá más adelante, también en ese periodo surgieron varios dogmas, como el de la Tierra plana, idea que por cierto incorpora mitos cosmogónicos previos al cristianismo. Así arraigó el concepto mesopotámico de un océano que rodeaba a la Tierra plana y que estaba vedado a la navegación, ya que el castigo para quienes desobedecieran ese mandato era la caída al abismo sin límite.

Isidoro de Sevilla, Casiodoro, el venerable Beda, y algunas mujeres como Hildegarda y Herrad de Landsberg, alemanas que vivieron en el siglo XII, fueron de los pocos personajes que durante la baja Edad Media mostraron cierta curiosidad por el estudio de la estructura del Universo, lo que

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confirma que el oscurantismo científico había arraigado en la Europa occidental durante el primer milenio de nuestra era.

LOS ÁRABES Y SU INFLUENCIA

Mientras eso sucedía, los árabes fueron unificados bajo una fe religiosa única. Durante el primer tercio del siglo VII Mahoma (ca. 570-632), convertido en líder espiritual y militar de las diversas tribus que habitaban la península arábiga logró imponerles el islamismo. Para el siglo siguiente la influencia cultural de esta nueva religión se había extendido desde el Asia Central hasta España. En su primera etapa la religión musulmana no buscó aniquilar la ciencia pagana, por el contrario, sus dirigentes realizaron importantes esfuerzos para conservar el conocimiento científico, especialmente el generado por los griegos.

Entre los siglos VIII y IX, ciudades como Bagdad, Damasco y Jundishapur fueron sitios de trabajo para grupos de sabios persas, judíos, griegos, sirios e hindúes, quienes bajo la protección directa de los califas tradujeron al árabe parte considerable de la literatura científica griega, así como obras persas y de la India. Durante ese lapso fueron transcritos a dicho idioma los principales textos de Aristóteles y Tolomeo.

La ciencia islámica tuvo su periodo de mayor auge entre los siglos IX y XI, cuando fueron redactados extensos tratados como el Compendio de

astronomía, escrito por Al-Fargani,26 o textos médicos como el Liber Continens de Rhazes (865-925) y el Canon de Avicena (980-1037). Sin entrar en mayores detalles, los árabes hicieron valiosas aportaciones propias a la ciencia, destacando sus contribuciones en medicina, óptica y matemáticas. En esta última nos legaron el álgebra y el desarrollo de la trigonometría.

Respecto al tema que aquí nos interesa los árabes no aportaron realmente nuevas teorías planetarias o modelos cosmogónicos, sino que aceptaron la astronomía griega como tal. Por ejemplo, Al-Sufi (903-986), importante astrónomo persa de la corte de Bagdad, escribió El libro de las estrellas fijas, basado principalmente en el Almagesto de Tolomeo. En esa obra Al-Sufi revisó el catálogo de posiciones estelares hecho por el autor griego, actualizándolo e incluyendo importantes comentarios sobre los nombres de las estrellas y de las constelaciones. Amplió también la lista de objetos con aspecto nebuloso que Tolomeo había incluido en el Almagesto, agregando el primer informe conocido sobre la observación de la galaxia de Andrómeda. Por otra parte, el ya mencionado Alfraganus escribió sobre la teoría matemática en que se basa el uso del astrolabio. La importancia de su Compendio de astronomía también radica en que es un comentario muy completo del Almagesto.

Por ser el primer autor que hace mención explícita acerca de la constitución de la Vía Láctea, debemos señalar que en el año 1029 Al-Biruni (973-

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1048) escribió sobre Kahkashan, nombre persa de la Vía Láctea, y dijo que:

estaba formada por una colección sin número de fragmentos cuya naturaleza es el de las nubes de estrellas. Ellos forman aproximadamente un gran círculo, el cual pasa entre las constelaciones de los Gemelos y Sagitario. Las nubes de estrellas están más densamente reunidas en algunas zonas que en otras. Algunas veces es ancha y otras delgada, y ocasionalmente se rompe en tres o cuatro ramificaciones.

Sin duda, una de las mayores contribuciones que los árabes hicieron en el campo astronómico fue preservar la existencia de obras como el Almagesto, que por cierto debe a ellos ese nombre. También perfeccionaron el astrolabio (figura 15) e incluso inventaron otros aparatos que permitieron mejorar la precisión de las observaciones astronómicas.

Otra contribución muy valiosa de los árabes a la astronomía fue la continuación ininterrumpida de los trabajos de observación iniciados por los griegos y otros pueblos más antiguos. Este hecho por sí solo tuvo gran importancia en el desarrollo posterior de la astronomía, particularmente en los estudios que trataron de establecer las dimensiones y estructura del cosmos, ya que los datos observacionales de los árabes, publicados en forma de tablas astronómicas, como por ejemplo las Tablas toledanas, estaban basados en registros continuos que cubrían un periodo de más de 900 años, lo que les dio la exactitud necesaria para determinar las posiciones de los cuerpos celestes en forma precisa. Esto fue aprovechado por los astrónomos del Renacimiento quienes, basándose en ese material pudieron hacer descubrimientos que habrían de cambiar en forma radical nuestra visión del Universo.

Una clara huella del predominio astronómico que los árabes tuvieron durante parte de la Edad Media europea es la incorporación a nuestro

lenguaje de términos como zenit,27 nadir28 o almanaque.29

También han quedado los nombres que ellos pusieron a un considerable número de estrellas brillantes; tal es el caso de Albireo, Aldebarán, Algol, Altair, Betelgeuse, Mizar, El Nath, etcétera.

Al declinar la cultura islámica ocurrió un proceso de retroalimentación de la ciencia europea. Durante el siglo XIl se inició un verdadero alud de traducciones de obras científicas del árabe al latín, lo que, además de regresar la parte más significativa de la ciencia griega a Europa, introdujo en ésta las aportaciones propias de los árabes. De esa forma los estudiosos europeos de la alta Edad Media y del Renacimiento pudieron conocer obras como el Almagesto, la Óptica y la Geografía de Tolomeo, la Física, la Meteorología, De los cielos y del mundo y otros textos de Aristóteles. Igualmente dispusieron de los Elementos, la Óptica, la Catóptrica y los

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Datos de Euclides, así como obras de Arquímedes y otros científicos y filósofos de la antigua Grecia. Los árabes sirvieron de puente para que la ciencia griega salvara el gran obstáculo de la oscurantista Edad Media europea.

Figura 15. Astrolabio. Aparato de medición astronómica que fue perfeccionado durante la Edad Media por los árabes.

ARISTOTELISMO

Los trabajos científicos de Aristóteles comenzaron a ser conocidos por los europeos cultos durante los siglos XII y XIII, y fue precisamente en este último que la tradición aristotélica arraigó, cuando inició su papel protagónico sustituyendo gradualmente a las interpretaciones surgidas entre los platónicos de la baja Edad Media. Estos habían procurado reconciliar la cosmovisión de Platón y el relato bíblico de la creación, de la cual surgió la idea de un cosmos unificado por fuerzas astrológicas que relacionaban al microcosmos, entendido como el dominio del hombre, y al macrocosmos, que los llevó a establecer la existencia de un universo fundamentalmente homogéneo, formado en toda su extensión por los mismos elementos.

Aristóteles trasmitió a la Edad Media la visión de un mundo ordenado y armónico, pero bien diferenciado en dos partes totalmente distintas: la región sublunar que se caracterizaba por ser cambiante y corruptible, y la región celeste que era perfecta e inmutable. De acuerdo con ese pensador la estructura del Universo estaba perfectamente integrada, pues debe recordarse que su modelo homocéntrico de esferas cristalinas explicaba el movimiento de todos los cuerpos celestes. Esta cosmovisión resultó satisfactoria y fácilmente entendible para quienes vivían en una sociedad estática y fuertemente jerarquizada, lo que explica la enorme influencia y larga duración del pensamiento aristotélico durante la Edad Media y parte del Renacimiento.

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A pesar del rápido arraigo de la ciencia aristotélica, hubo ciertos elementos de su cosmovisión que fueron cuestionados y sujetos a una fuerte crítica por parte de los teólogos medievales. Esto generó grandes debates, como el de la Universidad de París durante buena parte del siglo XIII y que culminó en el año 1277 con la condena de excomunión para quienes enseñaran pública o privadamente los textos aristotélicos en esa institución.

Figura 16. Representación medieval de la creación del mundo.

Estrictamente hablando, Aristóteles no produjo ningún modelo cosmogónico, ya que para él el mundo era eterno. Como no había tenido principio no podría tener fin. Este postulado aristotélico causó un rechazo total por parte de los teólogos, ya fueran cristianos, judíos o musulmanes, pues era evidente que chocaba de manera frontal con el episodio supremo de la creación del mundo (figura 16). La solución que pensadores tan importantes como santo Tomás de Aquino (1225-1274) o Maimónides (1135-1204) encontraron a ese dilema, fue rechazar dicho postulado bajo la base exclusiva de la fe. Así, cuando las teorías aristotélicas entraban en conflicto con los preceptos bíblicos, se atenían exclusivamente a éstos. Por ejemplo, esta fue la actitud que tomaron Juan Buridan (1295-1358) y Nicolás de Oresme (1320-1382), físicos medievales que analizaron detenidamente la posibilidad de que el movimiento diurno fuera causado por una verdadera rotación de la Tierra en lugar de pensar en un

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desplazamiento de toda la bóveda celeste en torno a la Tierra. En el debate del problema aportaron una serie de razonamientos que tendían a demostrar que un giro terrestre de oeste a este era equivalente a considerar que todas las esferas celestes giraban alrededor de nuestro planeta, pero tenía la ventaja de dar como resultado un universo más armonioso, evitando además la necesidad de introducir una esfera exterior a la de las estrellas fijas, que tenía como función principal ser el motor primario necesario para trasmitir el movimiento a todas las demás. A pesar de sus notables argumentos, Buridan y Oresme finalmente sostuvieron la inmovilidad de la Tierra pues la fe así lo exigía.

Una vez establecido este compromiso que aseguraba la primacía de la Iglesia, hubo una reconciliación entre la teología judeo-cristiana y la ciencia pagana trasmitida por las obras aristotélicas. La complementación fue muy adecuada, ya que Aristóteles dejó una descripción física del mundo muy completa pero sin una cosmogonía, mientras que las Sagradas Escrituras presentaban una cosmogonía precisa.

Los textos de Aristóteles introdujeron en la Europa medieval el modelo de las esferas homocéntricas ideado por Eudoxio, pero sin su fundamento geométrico y con el importante añadido de considerarlas como esferas sólidas de naturaleza material. La idea de un universo construido por esferas sólidas y cristalinas que transportaban a los cuerpos celestes y que servían de soporte al mundo, fue un concepto que tuvo gran auge durante la Edad Media. De acuerdo con ese esquema, la estructura y organización del cosmos se debía a que esas esferas y los astros que ellas transportaban ocupaban el lugar natural que les correspondía, y que no podían estar en ningún otro sitio.

Los comentaristas cristianos de las obras de Aristóteles ya no contaban con la capacidad de manejar los conceptos geométricos desarrollados en el Almagesto. Analizando las Sagradas Escrituras postularon la existencia de tres esferas exteriores a las que ocupaban los planetas. La externa era invisible e inmóvil y fue denominada la esfera empírea. Según ellos servía como morada a los ángeles y a los bienaventurados. La esfera de enmedio era perfectamente transparente y cristalina. Algunos de esos pensadores la identificaron con el Primum Mobile aristotélico, y la relacionaron directamente con Dios. La tercera, que era la más interna, fue tomada como el firmamento, donde se localizaban las estrellas fijas.

A pesar de tener notables puntos de conflicto, una vez que estos fueron superados por los preceptos de la fe, el modelo cósmico de Aristóteles fue compatible con las Sagradas Escrituras y con las diversas interpretaciones teológicas medievales, lo que permitió el largo reinado de esas ideas geocéntricas.

LA TIERRA PLANA Y LOS NAVEGANTES INTEROCEÁNICOS

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Una noción contemporánea muy difundida es la que asegura que antes de los viajes realizados por Colón la gente pensaba que la Tierra era plana (figura 17), y que fue él quien primeramente señaló que nuestro planeta era en realidad un globo. Esto no fue así, pues, como ya se ha visto, desde la antigüedad clásica la Tierra fue considerada esférica.

Figura 17. La Tierra plana, según las ideas populares del medievo.

Los argumentos que Aristóteles dio para probar lógicamente la esfericidad terrestre fueron tan sólidos que en realidad, después de él, no hubo pensadores de importancia que apoyaran la existencia de la Tierra plana. Sin embargo, esta idea surgió como una consecuencia de la interpretación literal que los llamados Padres de la Iglesia hicieron de las Sagradas Escrituras. Uno de los primeros fue Lactancio (¿1250-1325?), quien en el siglo IV atacó mediante diversos escritos a la ciencia y a la filosofía helénicas. Sobre bases únicamente teológicas criticó con severidad a la física aristotélica y se opuso abiertamente a la idea de la Tierra esférica. En forma burlona se preguntaba:

¿habrá alguien tan extravagante para creer que los hombres tienen pies por encima de la cabeza, o lo increíble para nosotros, que están colgados allá abajo?, ¿que las hierbas y los árboles crecen ahí descendiendo, y que las lluvias, los granizos y las nieves suben hacia la Tierra?

Los sucesores ideológicos de Lactancio tuvieron por norma la interpretación literal de la Biblia, y en especial de aquellos pasajes que tenían que ver con aspectos cosmogónicos. A través de la Iglesia de Oriente, donde fueron más influyentes, trasmitieron su visión de la Tierra plana e inmóvil, destacando dos puntos notables de la geografía bíblica: Jerusalén en el centro, y el paraíso terrenal en la periferia. Siguiendo esas ideas durante la Edad Media, la forma de nuestro planeta fue plasmada en cartas geográficas realmente simples (figura 18), donde el mundo plano era mostrado como un círculo dividido en tres partes por los ríos Don (Tanais) y Nilo (Nilus) y por el mar Mediterráneo. Cada una de las partes obtenidas con esta división correspondía a un continente: Europa, África y Asia. Al centro de todo estaba Jerusalén.

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Esa representación, además de estar de acuerdo con lo establecido por el dogma religioso cristiano, respondía bien a las exigencias impuestas por el sentido común de personas que, o no se desplazaban de su lugar de origen, o lo hacían en forma muy limitada. Por estas razones no es de extrañar que el modelo de la Tierra plana tuviera fuerte arraigo, sobre todo en las capas inferiores de la población medieval europea, mientras que los más preparados aceptaban la idea griega de la Tierra esférica, al menos cuando la consideraban en su contexto astronómico.

John de Mandeville (siglo XIV), autor de un libro de viajes llamado Itinerarius, publicado en 1485, escribía:

a la gente sencilla le parece que no se podría ir debajo de la Tierra y que se tendría que caer hacia el cielo cuando se estuviera por abajo. Pero no puede ser así, como tampoco podemos caer hacia el cielo desde la Tierra en que estamos. Y si se pudiera caer de la Tierra hacia el cielo, con mayor razón la tierra y el mar, que son tan grandes y pesados, caerían hacia el firmamento. Pero no puede ser, pues no sería caer sino subir.

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Figura 18. Dos mapas terrestres medievales.

El texto astronómico más utilizado por los europeos de la alta Edad Media y el Renacimiento fue De Sphaera, obra escrita en el siglo XIII por Juan de Sacrobosco, quien apegándose a la ortodoxia geocentrista trasmitió y reafirmó los conceptos cósmicos desarrollados por Aristóteles y Tolomeo. Su influyente libro fue ampliamente utilizado en las más importantes universidades europeas hasta bien entrado el siglo XVII. En él, muchos estudiosos aprendieron que:

la máquina universal del Mundo está dividida en dos regiones, la del éter y la de los elementos. La Tierra es como el centro del Mundo; está situada en medio de todas las cosas. En torno de la Tierra está el agua; en torno del agua está el aire; en torno del aire está ese fuego puro y exento de agitación que, como dice Aristóteles en el libro de los Meteoros, alcanza el orbe de la Luna. Cada uno de los últimos tres elementos rodea la Tierra en forma de capa esférica...

La ambivalencia entre una Tierra esférica y una Tierra plana persistió a lo largo de la Edad Media, sin embargo, después de considerables esfuerzos intelectuales, los pensadores de ese periodo encontraron una manera de conciliar ambas concepciones. Manejaron el concepto de una Tierra plana cuando se trataba del sitio que habitaban, mientras que al hablar de la escala cósmica consideraban a la Tierra esférica.

Durante los últimos años del siglo XV y primeros del XVI surgió una discusión que, basándose en los nuevos descubrimientos geográficos buscó determinar la forma verdadera de nuestro planeta. Esa discusión, que tuvo muchos elementos filosóficos y teológicos habría de ser resuelta en forma definitiva por las expediciones de los grandes navegantes.

Dos fueron los viajes concluyentes para resolver el problema de la forma de la Tierra. El primero y sin lugar a dudas el que mayores cambios conceptuales causó fue el realizado en 1492 por Cristóbal Colón (ca. 1446-1506), quien mediante su hazaña demostró que era posible viajar hacia Occidente, que había otras tierras habitadas, y que los pobladores de éstas vivían incluso en zonas donde el dogma establecía que no era posible la vida humana.

A pesar de que Colón no parece haberse percatado de la magnitud de sus descubrimientos, sus viajes demostraron que las dimensiones terrestres trasmitidas desde la antigüedad, y que por muchos siglos fueron consideradas correctas, en realidad eran considerablemente diferentes de las verdaderas. Como consecuencia directa de los viajes colombinos, para los europeos el mundo se ensanchó y se hizo más complejo, lo que necesariamente tuvo repercusiones profundas que a corto plazo obligaron a filósofos y científicos a replantearse la interpretación de la naturaleza.

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El segundo fue el viaje de circunnavegación que inició Fernando de Magallanes (1470-1521) en 1519, el cual concluyó, tras la muerte de este capitán portugués, Juan Sebastián Elcano (1476-1526) en 1522. La realización de este viaje fue la prueba irrefutable de la esfericidad terrestre (figura 19).

Un resultado secundario de este viaje que tuvo gran importancia para la astronomía fue que los europeos vieron por primera vez completo el hemisferio sur celeste, región en la que la Vía Láctea muestra gran riqueza de detalles. Durante ese viaje se observó por primera vez las ahora llamadas Nubes de Magallanes, dos brillantes conglomerados de aspecto difuso muy claramente localizados en el cielo austral, cuya naturaleza habría de establecerse apenas en el siglo XX.

El descubrimiento de un considerable número de estrellas brillantes sólo visibles desde el hemisferio sur terrestre obligó a los astrónomos a formar nuevas constelaciones, evidentemente diferentes de las que habían surgido entre los caldeos, egipcios y griegos, quienes no conocieron esa parte de la bóveda celeste. La belleza del cielo austral impresionó mucho a los navegantes, quienes rápidamente aprendieron a utilizar sus estrellas para orientarse en tan largos y peligrosos viajes.

Al margen de la discusión teórica sobre la forma y dimensiones de la Tierra, las audaces empresas de los navegantes interoceánicos favorecieron las primeras aplicaciones prácticas del saber astronómico. Tanto italianos como alemanes desarrollaron durante el siglo XV diversos aspectos de la observación astronómica. Tal fue el caso de la construcción de tablas astronómicas más precisas pero a la vez más sencillas, cuyo uso permitía que los navegantes pudieran trazar fácilmente los mapas de las rutas que estaban explorando.

Figura 19. Planisferio elaborado en 1542 donde fue marcada la ruta de navegación seguida por la expedición de Magallanes.

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Otra consecuencia directa de los descubrimientos hechos por los grandes navegantes fue el cambio en el enfoque social tradicional de la astronomía, pues a partir de ellos adquirió una dimensión diferente por los efectos económicos y políticos de tales descubrimientos. Así, conscientes de los beneficios que esta nueva manera de entender los estudios astronómicos podía tener, los monarcas de naciones como España, Portugal, Holanda, Inglaterra y Francia se apresuraron a fundar escuelas náuticas, donde además de preparar a sus navegantes en los aspectos prácticos de esa

profesión, se les enseñó por primera vez la materia de cosmografía,30 en forma académica y bajo programas de estudio bien establecidos. La necesidad de resolver problemas como el de la posición precisa de un barco en altamar, o de contar con instrumentos de navegación confiables sirvieron para promover nuevos métodos de observación y de análisis, que a su vez enriquecieron la fundamentación teórica de la astronomía. Todo ello generó un fuerte crecimiento de esta disciplina, lo que logró desligaría de todo el bagaje astrológico con que había convivido por milenios.

EL FIN DE UNA ÉPOCA

Durante un periodo tan largo como el de la Edad Media fue natural que surgieran en Europa pensadores que, sin cuestionar las enseñanzas de la Iglesia, sí trataran de criticar algunos de los principios de la ciencia aristotélica. Tal fue el caso de los ya mencionados Juan Buridan y Nicolás de Oresme Esa actitud comenzó a cobrar mayor fuerza a partir del siglo XIV y ya no paró hasta desembocar en la revolución científica que tuvo lugar durante el Renacimiento.

Uno de los hombres más notables del periodo de transición entre esas dos épocas fue Nicolás de Cusa (1401-1464), quien se distinguió prácticamente en todas las áreas del conocimiento que por entonces se cultivaban. Sus discusiones filosóficas en contra de la existencia de un cosmos perfecto, esférico y finito lo hacen uno de los precursores de la visión moderna del Universo. Su obra más importante, De Docta Ignorantia ("La docta ignorancia") contiene afirmaciones de importancia para el tema que nos interesa. En ese texto considera que la Tierra es un planeta más, que se mueve como los otros. Al asegurar "que la Tierra es una noble estrella" [planeta], rompió en forma radical la idea aristotélica de dos mundos totalmente distintos y separados: el terrestre y el celeste. Además, dejó de considerar a la Tierra como el centro cósmico, ya que pensaba que el Universo no estaba limitado por una esfera exterior perfecta, impenetrable y cristalina, de radio finito y centro fijo, y creía que el cosmos no tenía fronteras y que su forma era indeterminada. En esa obra Nicolás de Cusa afirmó que "el Universo no es infinito y sin embargo no puede ser concebido como finito, ya que no hay límites dentro de los cuales se encuentre".

Con un enfoque diferente del de los filósofos, los astrónomos del siglo XV aportaron datos que habrían de ser utilizados posteriormente para

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cuestionar la validez del universo aristotélico. Entre los más notables se encuentran Paolo del Pozzo Toscanelli (1397-1482) y Georg von Peurbach (1423-1461).

Toscanelli fue médico de profesión. Destacó como astrónomo, matemático y geógrafo. Lo mencionamos porque, aunque realmente no hizo intentos de teorizar sobre el origen y estructura del Universo, sus observaciones fueron muy valiosas para quienes sí lo hicieron. Su cuidadosa información de los cometas aparecidos en los años 1433,1449, 1456, 1457 y 1472 fue de gran importancia, pues sus datos y dibujos sobre las posiciones de esos objetos fueron muy exactas para su época. Por otra parte, Peurbach fue el primero que trató de establecer a qué distancia de la Tierra se encontraban los cometas y, aunque de sus datos concluyó que se hallaban por debajo de la esfera lunar, señaló el camino a seguir para determinar tales distancias. Esta técnica resultaría muy útil en los siguientes siglos, ya que permitió demostrar que los cometas eran en realidad cuerpos celestes.

Los trabajos iniciados por estos dos observadores habrían de servir para que los científicos de los siglos XVI y XVII mostraran que los cometas se movían en órbitas localizadas más allá de la Luna, lo que ayudó a echar por tierra el esquema del cosmos aristotélico, propiciando el fin de una larga época en que el conocimiento científico estuvo supeditado al interés religioso.

V. HELIOCENTRISMO

INTRODUCCIÓN

LA RENOVACIÓN de la astronomía iniciada a fines del siglo XV tuvo mucho que ver con los viajes interoceánicos, pero también con el flujo de ideas y textos que hubo en Europa después de la invención de la imprenta de tipos móviles. Esos acontecimientos afectaron prácticamente todo el conocimiento de aquella época, aunque en algunas disciplinas los cambios ocurrieron en forma más rápida. La astronomía junto con las matemáticas fueron las que se desarrollaron con mayor rapidez. Los cambios sufridos por la primera tuvieron repercusión directa en la forma en que el hombre entendía al mundo, por lo que no resulta exagerado afirmar que la nueva visión que se forjó de la naturaleza fue propiciada en gran medida por las investigaciones astronómicas entonces emprendidas.

Esa época ha sido señalada como el principio del Renacimiento, pues fue entonces cuando se inició el redescubrimiento de la cultura de la Grecia clásica. En pocos años la producción masiva de textos en latín puso al alcance de los estudiosos las principales obras filosóficas y científicas de la antigüedad.

Como se verá en este capítulo, en la astronomía no solamente hubo mejoras en los métodos de observación y de cálculo, sino que se inició una

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verdadera revolución que culminó con el abandono de ideas y conceptos equivocados que tuvieron vigencia por más de un milenio.

COPÉRNICO Y EL DESPERTAR CIENTÍFICO

Al finalizar el siglo XV e iniciar el XVI la astronomía era la única ciencia que había acumulado un vasto conjunto de datos, básicamente debido a su uso naútico y geográfico, aunque también a la larga tradición astrológica. Ese acervo, combinado con los nuevos y más precisos métodos matemáticos entonces desarrollados, comenzó a demostrar que cuando se intentaba determinar posiciones planetarias con exactitud, el modelo geocéntrico presentaba serias deficiencias. Astrónomos destacados como Peurbach y Johannes Müller (1436-1476), mejor conocido como "el Regiomontano", realizaron esfuerzos importantes para mejorar las viejas tablas astronómicas construidas durante el siglo XIII, y aunque lograron adecuarlas parcialmente a las nuevas observaciones, no resolvieron el problema de su falta de precisión (figura 20).

En 1473 se publicó la obra astronómica más importante de Peurbach llamada Novae Theoricae Planetarum ("Nuevas teorías planetarias"). En ella se exponía por primera vez desde que se inició la Edad Media la teoría de los epiciclos utilizada por Tolomeo en el Almagesto. Desde esa fecha el nuevo texto fue utilizado por quienes pensaban que el lenguaje matemático era necesario para estudiar el movimiento de los astros. Entre otros méritos, ese libro es el primer escrito astronómico de carácter técnico producido en Europa occidental (figura 21). Al escribirlo Peurbach buscó actualizar el contenido del Almagesto, introduciendo la información que se había ido acumulando al paso del tiempo.

Con el fin de disponer de una copia del Almagesto lo más apegada al original, Peurbach viajó a Italia buscando manuscritos de esa obra. Lo acompañó Regiomontano, quien fue su alumno y colaborador. Ahí comenzaron a trabajar sobre una versión del Almagesto que había sido traducida en 1175 del árabe al latín por el notable traductor de obras científicas y filosóficas del siglo XII, Gerardo de Cremona (m 1187). Al morir Peurbach, Regiomontano siguió con ese trabajo y lo terminó alrededor de 1463; sin embargo, no fue publicado hasta 1496 en Venecia, bajo el nombre de Epitome in Almagestum. Esta obra resultó ser más que una simple revisión del Almagesto, ya que incluyó nuevas observaciones, exámenes y adecuación de los cálculos, así como comentarios críticos a la teoría de los movimientos lunares desarrollada por Tolomeo, todo esto expresado en lenguaje técnico. Gran importancia tuvo el análisis que de la teoría lunar se hizo en el Epítome, pues sirvió para mostrar que no todo lo contenido en el Almagesto era correcto, lo cual ayudó a desmitificar esa obra.

 

 

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Figura 20. Tabla numérica elaborada por Regiomontano para ayudar en los cálculos astronómicos.

Figura 21. Dos páginas del texto Novae Theoricae Planetarum donde se ilustran cálculos de eclipses y órbitas planetarias.

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Entre los lectores de esos dos textos se encontraba Nicolás Copérnico (1473-1543), astrónomo polaco que habría de dar el gran paso para renovar la astronomía. Aunque antes de él hubo otros personajes que analizaron el posible movimiento terrestre, Copérnico no lo hizo en forma especulativa, y se situó en el mismo terreno técnico en el que Tolomeo había escrito el Almagesto; para esto aprovechó lo mejor de su geometría planetaria, eliminando los aspectos dudosos de esa teoría. El trabajo de Copérnico siguió el orden y la forma utilizados en el Almagesto. Bajo ese modelo escribió un verdadero tratado de astronomía y no un discurso filosófico sobre los movimientos de la Tierra.

Los conceptos que Copérnico expuso en su obra más importante, De revolutionibus orbium coelestium ("Sobre las revoluciones de las esferas celestes"), contribuyeron a cimentar una nueva forma de entender los fenómenos celestes, rompiendo con dogmas que habían perdurado por más de 1500 años. La tesis heliocéntrica, piedra angular expresada por Copérnico en esa obra, no sólo cambió el lugar de la Tierra en el contexto cósmico mediante un mero artificio matemático muy conveniente para simplificar los cálculos de los diferentes movimientos planetarios, sino que atacó la esencia misma de la antigua forma de entender el mundo que, como ya se ha dicho, estaba totalmente apoyada en una visión de perfección e inmutabilidad de los fenómenos celestes.

La diferencia entre las propuestas especulativas hechas en los siglos XV y XVI en torno a un nuevo modelo del mundo, y la trascendencia de la concepción heliocéntrica de Copérnico, tuvo mucho que ver con la manera que éste utilizó para presentar su cosmovisión, ya que empleó un análisis matemático considerablemente elaborado y de gran complejidad técnica que respondía a un preciso programa astronómico. En De revolutionibus orbium coelestium, publicado por primera vez en 1543, Copérnico realizó un tratamiento sistemático de aquellos fenómenos celestes que de forma directa o indirecta tenían que ver con su tesis central, que en esencia se refería a los movimientos de la Tierra. Copérnico fue el primero que presentó una teoría completa en la que se mostraba que los movimientos observados de los cuerpos celestes en general no eran reales, sino reflejo directo de la rotación y traslación de la Tierra.

Para probar la validez de sus afirmaciones Copérnico acudió al cálculo preciso apoyándose en deducciones geométricas exactas (figura 22). Mediante el análisis de las observaciones y los datos que tenía disponibles explicó el desplazamiento de los planetas en la bóveda celeste, mostrando la estructura que debía tener el cosmos. En su obra principal, formada por seis libros (capítulos), dedicó el primero a fundamentar el modelo heliocéntrico. Los cinco restantes los utilizó para desarrollar los cálculos matemáticos que apoyan su teoría. Copérnico no solamente postuló un sistema de esferas que giraban alrededor del Sol, en el cual la Tierra era un planeta que además de trasladarse en torno a éste rotaba sobre su propio eje. También demostró en forma muy detallada, bajo esa hipótesis, que su

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sistema era capaz de explicar todas las observaciones astronómicas disponibles.

Los postulados fundamentales expresados por Copérnico al principio de su libro fueron: "Que el Mundo es esférico. Que la Tierra también es esférica. Que la Tierra junto con el agua de los océanos forma un globo. Que el movimiento de los cuerpos celestes es igual, circular y perpetuo, o sea, compuesto de movimientos circulares." Estas premisas fueron justificadas ampliamente. También en el primer capítulo del De revolutionibus discute el porqué "la Tierra tiene un movimiento circular y el lugar que ocupa". Igualmente analiza las dimensiones del Universo, y lo considera finito, pero inmenso comparado con el tamaño de la Tierra. Fundamenta ampliamente por qué no considera a nuestro planeta como el centro del Universo, y demuestra la insuficiencia de los argumentos geocentristas de los antiguos. En el inciso IX de ese primer capítulo establece los diferentes movimientos de la Tierra, mientras que en el X, finalmente analiza el orden de los cuerpos celestes, estableciendo el que todos conocemos (figura 23):

La primera y más alta de todas es la esfera de las estrellas fijas que, conteniéndose a sí misma y a todo lo demás, por eso es inmóvil y es el lugar del Universo a donde se refiere el movimiento y posición de todas las otras estrellas. Porque, al contrario de lo que otros juzgan, que también ella cambia, nosotros asignaremos a esa apariencia otra causa al hacer la deducción del movimiento terrestre. Sigue Saturno, primero de los errantes, que completa su circuito en 30 años. Después viene Júpiter con su revolución de 12 años. Luego Marte, que da su vuelta en dos años. El cuarto lugar en orden lo tiene la Tierra, por hacer su revolución en un año con la esfera lunar contenida como epiciclo. El quinto corresponde a Venus que regresa en nueve meses. El sexto y último sitio lo ocupa Mercurio, que completa su giro en un periodo de 80 días. Y en el centro de todos reposa el Sol...

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Figura 22. Página del texto de Copérnico donde presenta cálculos de sus estudios de los movimientos planetarios.

 

Figura 23. Modelo heliocéntrico del Universo según dibujo que aparece en el manuscrito del Revolutionibus.

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Es muy importante hacer notar que la representación del modelo heliocéntrico de Copérnico ratifica que éste atribuía el movimiento diurno a la rotación de la Tierra en torno a su eje. Si nos fijamos en la figura 23 se verá que el círculo exterior que representa a la esfera de las estrellas fijas dice stellarum fixarum sphaera imovilis, que literalmente significa "esfera inmóvil de las estrellas fijas", así que aun cuando Copérnico conservó la representación de las esferas para explicar los movimientos planetarios, hay una diferencia fundamental respecto al modelo geocéntrico. En el trabajo de Tolomeo la esfera de las estrellas fijas debía realizar una rotación completa diariamente para justificar la sucesión del día y la noche, mientras que en el sistema copernicano esa esfera permanece inmóvil, así que el día y la noche son el resultado directo de la rotación terrestre.

Éstas son en esencia las ideas expresadas por Copérnico, quien a pesar de haber propiciado toda una revolución en el pensamiento occidental no pudo escapar completamente a la influencia de los pensadores griegos, ya que como se ha dicho conservó en su modelo las órbitas circulares, el movimiento uniforme y la idea de un universo esférico y finito. Sin embargo, desde un punto de vista práctico, sí simplificó grandemente los cálculos, pues al considerar que la Tierra es la que está en movimiento pudo eliminar un número considerable de los círculos que Tolomeo y sus seguidores necesitaban para representar adecuadamente el movimiento de los planetas. Así, por ejemplo, la discusión de Copérnico sobre las retrogradaciones y los puntos estacionarios mostrados en los trayectos orbitales de Marte, Júpiter y Saturno, planetas exteriores a la Tierra en el modelo heliocéntrico, es sencilla si se le compara con los intentos de solución del mismo problema en la teoría geocéntrica. Esto dio como resultado que para describir completamente los movimientos de todos los planetas, Copérnico sólo necesitara un total de 34 círculos, mientras que los mismos cálculos realizados bajo los supuestos de Tolomeo requerían al menos de 79.

El periodo heliocéntrico31 de los planetas sirvió a Copérnico para fijar su distribución en el cosmos. Para Mercurio resultó ser de 80 días. Para Venus de siete meses, mientras que para Marte tiene un valor de dos años. Para Júpiter alcanza los 12 años y para Saturno es de 30. El periodo heliocéntrico de la Tierra queda comprendido entre el de Venus y el de Marte, pues es de un año. Copérnico utilizó esos valores para determinar la distancia que los planetas tienen respecto al Sol, asociando correctamente el crecimiento de esa cantidad con el aumento de su distancia al centro del sistema. Fue así que Copérnico construyó el diagrama de la figura 23, donde en torno al Sol gira primero Mercurio, luego Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Por su propia naturaleza, este orden explica por qué Mercurio y Venus aparecen siempre cercanos al Sol (Mercurio más que Venus), mientras que Marte, Júpiter y Saturno no están constreñidos a desplazarse de esa forma. Además, elimina las complicaciones de considerar la Luna como un planeta, reduciéndola a su verdadera categoría

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de satélite terrestre. La hipótesis heliocéntrica da, por tanto, un esquema congruente con las observaciones.

Copérnico comprendió que las distancias de cada planeta al Sol podrían hallarse mediante cálculos sencillos que podían expresarse en términos del valor del radio de la órbita terrestre, por lo que, en principio, si se conociera esa distancia sería posible determinar las dimensiones de todo el Sistema Solar. Por su importancia como patrón de medida en la escala

planetaria esa distancia después fue llamada unidad astronómica.32

Aunque Copérnico intentó determinar su valor absoluto, los resultados que obtuvo no fueron satisfactorios, razón por la que solamente dejó indicadas las dimensiones del sistema planetario en lo que se refiere a la distancia Tierra-Sol. Copérnico consideró que la UA era igual a 1179 radios terrestres, valor que no representó un cambio sustancial en las dimensiones del Universo, ya que el tamaño que se manejó desde la época de Tolomeo era de 1210 radios terrestres.

Otra aportación importante del trabajo de Copérnico fue la metodología que utilizó para derivar los parámetros planetarios necesarios para sus cálculos, ya que mostró en forma clara los pasos matemáticos que había que seguir, desde las observaciones hasta la obtención de los resultados.

La aceptación de los conceptos copernicanos no fue inmediata, pues tuvieron que pasar bastantes años para que finalmente fueran asimilados en forma generalizada, y aunque hubo astrónomos que lo siguieron, como su alumno Georg Joaquin Rethicus (1514-1574), quien en su Narratio Prima defendía el modelo heliocéntrico, o como Erasmo Reinhold (1511-1553), quien utilizó los datos y la metodología mostrados en el De Revolutionibus para publicar en 1551 las Tabulae Prutenicae ("Tablas prusianas") donde calculaba las posiciones planetarias de acuerdo con ese modelo, fue necesario desarrollar nuevos instrumentos de medición y técnicas de observación más precisas que permitieran acumular datos suficientes para que investigadores de la talla de Kepler y Galileo encontraran apoyos teóricos y observacionales incuestionables en favor del universo copernicano.

Mientras eso sucedía, el trabajo de Copérnico fue atacado públicamente por gente como Melanchton (1497-1560), un teólogo alemán que se quejó porque se permitía la publicación de ideas tan descabelladas, o por el reformador Martín Lutero (1483-1546), quien calificó a Copérnico de loco por afirmar que la Tierra se movía, pues las Sagradas Escrituras eran muy claras al decir que fue el Sol el que se detuvo por mandato divino. También fue cuestionado por la mayoría de los astrónomos, quienes insistían en que si la Tierra estuviera trasladándose alrededor del Sol, tendría que verse en forma clara que las estrellas cambiaban su posición relativa, ya que el ángulo de visión del observador sería diferente cuando la Tierra se encontrara en partes distintas de su órbita (figura 8). Los defensores del geocentrismo siempre argumentaron esta idea como prueba de que la Tierra

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estaba inmóvil: la imposibilidad que los observadores tenían para determinar el cambio en la posición relativa de las estrellas.

No todo quedó en ataques verbales o escritos pues, como bien sabemos, durante el proceso de cambio y asimilación provocado en buena medida por las ideas de Copérnico, la intolerancia religiosa volvió a campear en las discusiones, cobrando víctimas como Giordano Bruno (ca. 1548-1600), quien en 1600 fue quemado vivo en Roma por haber contravenido el dogma cristiano, afirmando que el Universo era infinito y que el Sol era una estrella más, de donde infería la posibilidad de que hubiera una cantidad "innumerable de Tierras habitadas".

TYCHO BRAHE Y EL PRIMER OBSERVATORIO ASTRONÓMICO

Descendiente de una familia noble, Tycho Brahe (1546-1601) fue educado de acuerdo con sus futuras responsabilidades, por lo que se le envió a la Universidad de Copenhague para que estudiara leyes. Sin embargo, desde joven manifestó gran interés por la astronomía, ciencia a la que habría de dedicar toda su vida de adulto, introduciendo en ella la necesidad de la precisión.

El primer trabajo astronómico realizado por Tycho lo hizo en agosto de

1563. Consistió en observar una conjunción33 de los planetas Júpiter y Saturno. Una vez que realizó las mediciones correspondientes, se dio cuenta de que las posiciones registradas en las efemérides y almanaques entonces existentes eran poco exactas, ya que según éstas la ocurrencia del evento difería varios días de la fecha en que realmente había sucedido. Esto lo motivó a dedicarse de lleno a la observación astronómica, buscando en todo momento realizar mediciones lo más precisas posibles, pues su intención primaria fue acumular datos suficientes para publicar nuevas y mejores tablas astronómicas.

Después de varios años de viajar por Europa se instaló en la isla de Hven bajo la protección del rey danés Federico II. En ese lugar inició la construcción del primer observatorio astronómico profesional moderno, al que llamó Uraninburgo. Ahí se rodeó de asistentes e instaló los instrumentos más exactos hasta entonces construidos. Estos eran grandes y fijos, lo que los hacía muy estables y de fácil manejo. Tenían escalas graduadas tan grandes como fue posible hacerlas, que permitían a los observadores realizar lecturas angulares de incluso fracciones de grado de la posición de los astros bajo estudio.

Entre sus instrumentos de medición destacaba un gigantesco cuadrante mural hecho de madera y montado sobre una pared orientada en dirección norte-sur (figura 24). El radio de ese aparato era de casi 1.8 metros y las graduaciones de sus escalas permitían lecturas de minutos de arco. Además, mediante un sencillo dispositivo mecánico que agregó a las reglas

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de su instrumento, Tycho introdujo subdivisiones aún más pequeñas entre las marcas consecutivas de esas escalas, que permitieron a su equipo medir posiciones de los cuerpos celestes con una precisión de cinco segundos de arco (0.0014 grados). Sin lugar a dudas esa exactitud no había sido alcanzada nunca antes, por lo que las observaciones de Tycho resultaron muy valiosas.

Además de compilar un catálogo estelar donde daba las posiciones precisas de 777 estrellas, Tycho realizó observaciones que habrían de ser fundamentales en el proceso de sustitución de la visión aristotélica de un universo geocéntrico perfecto formado por esferas cristalinas sólidas.

En noviembre de 1572 Tycho fue sorprendido por la aparición de una estrella nueva. Por ser conocedor de los objetos de la bóveda celeste se dio cuenta de inmediato que en la posición donde estaba el cuerpo recién descubierto no había antes ninguna estrella. Tras medir cuidadosamente la

posición de ese astro, al que denominó nova,34 estableció que se encontraba a enorme distancia de la Tierra, ubicándola en la esfera de las estrellas fijas (figura 25). Esto significó un fuerte golpe para la cosmogonía aristotélica pues, como ya se ha señalado, el filósofo griego había establecido que en esa esfera no podía haber cambios de ningún tipo.

Figura 24. Representación del gran cuadrante mural construido por Tycho Brahe.

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Figura 25. Mapa celeste donde Tycho Brahe mostró la localización de la nova de 1572.

La distancia mínima que Tycho estimó para esa nova fue de 14 000 radios terrestres, esto es unas 12 veces la distancia Tierra-Sol por él aceptada. La importancia de ese resultado radica en que fue la primera estimación observacional moderna de la distancia a las estrellas. Otras consideraciones fundamentalmente relacionadas con la precisión con la que sus instrumentos podían medir las posiciones de los cuerpos celestes lo llevaron a establecer finalmente que las estrellas fijas en realidad deberían encontrarse a una distancia de 26 000 radios terrestres, lo que dio al cosmos dimensiones nunca antes imaginadas.

Otro resultado observacional logrado por Tycho, quien atacaba frontalmente la visión aristotélica del cosmos, fue el que obtuvo del estudio de las trayectorias seguidas por diversos cometas, y en especial por el que se observó en 1577. En ese año brilló sobre el cielo europeo un cometa de enorme e impresionante cola fácilmente visible por las madrugadas. Según lo que afirmaba Aristóteles, esos cuerpos debían su existencia a fenómenos metereológicos que ocurrían en la región sublunar, y su origen era la inflamación de exhalaciones secas y calientes provenientes de la Tierra.

De nuevo, las cuidadosas observaciones y mediciones de Tycho demostraron que ese cometa se encontraba más allá de la Luna, contradiciendo así lo establecido. Pero además, sus datos indicaban sin lugar a dudas que el cometa se movía en forma tal que, de existir las esferas concéntricas, sólidas y cristalinas que según Aristóteles daban soporte al mundo, ese cuerpo celeste las estaría atravesando durante su viaje, lo que tampoco era posible, según la ortodoxia.

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El prestigio que ya entonces tenía Tycho como astrónomo, observador cuidadoso y muy preciso no permitía dudar de la calidad de sus datos, por lo tanto, las observaciones que hizo de la nova y del cometa de 1577 socavaron la cimentación del universo geocéntrico sostenido por los aristotélicos. A pesar de ello, el modelo heliocéntrico elaborado por Copérnico no fue aceptado por Tycho, y es que él se consideraba el mejor observador de su tiempo, y no había podido medir los desplazamientos estelares que deberían de observarse si la Tierra estuviera en movimiento. Y aunque aceptó que la esfera de las estrellas fijas estaba muy alejada de nosotros, sus estimaciones de las dimensiones cósmicas fueron menores que las del modelo heliocéntrico de Copérnico.

Tycho realizó cálculos siguiendo el método de Copérnico para determinar a qué distancias se hallaban las estrellas fijas. Encontró que, según el modelo de ese autor, deberían estar cuando menos a una distancia 3 500 veces mayor que el diámetro de la órbita terrestre. Puesto que él estimaba que la UA era igual a 1182 radios terrestres, resultaba que las estrellas fijas deberían encontrarse al menos a 8 000 000 de esos radios, lo cual resultaba inadmisible para Tycho, pues sus propias estimaciones del tamaño del Universo solamente le daban un valor de 14 000 radios terrestres.

Ante esa situación Tycho construyó un nuevo modelo para representar los movimientos de los cuerpos celestes. En él dejó a la Tierra fija en el centro del Universo, punto que también consideró como el centro de las órbitas circulares de la Luna y del Sol. A su vez, éste fue considerado el centro de las órbitas circulares de los cinco planetas. En su esquema, Mercurio y Venus se movían en órbitas cuyos radios eran menores que el de la órbita solar, mientras que las trayectorias seguidas por Marte, Júpiter y Saturno eran mayores, lo que les permitía encerrar la Tierra (figura 26).

Figura 26. El universo de acuerdo a la hipótesis de Tycho Brahe.

Como en ese modelo los planetas no estaban atados a ninguna esfera sólida, no había ningún problema de que las órbitas de Marte y el Sol se

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intersectaran, pues en realidad éstas eran sólo representaciones geométricas. Desde este punto de vista tampoco había dificultad con las trayectorias seguidas por los cometas, pues al no haber esferas sólidas y cristalinas no había cuerpos impenetrables en el cosmos que impidieran a esos objetos moverse en las órbitas observadas. Matemáticamente, esta nueva representación del cosmos explicaba el movimiento planetario en forma similar a como lo había hecho Copérnico, sólo que guardaba las apariencias y evitaba las objeciones derivadas de considerar a la Tierra en movimiento. Aunque el modelo de Tycho fue aceptado por aquellos que se aferraban a los preceptos teológicos, realmente ya había sido superado por el heliocéntrico que, como se verá a continuación, pronto tuvo seguidores que ayudaron a consolidarlo. El modelo de Tycho fue esencialmente el mismo que más de 1 000 años antes había propuesto Heráclides del Ponto (véase la figura 6), e igual que sucedió con la obra de ese pensador griego, el de Tycho no tuvo mayor trascendencia.

GALILEO, SUS INSTRUMENTOS Y OBSERVACIONES

Galileo Galilei (1564-1642) es sin lugar a dudas uno de los científicos más importantes de toda la historia humana. Sus trabajos contribuyeron de manera fundamental a establecer las bases de la ciencia tal y como ahora la conocemos. Dentro de su amplia gama de intereses científicos dos fueron los temas centrales de su trabajo: el estudio experimental del movimiento y la justificación del sistema heliocéntrico. Sus investigaciones sobre el primero fueron decisivas y sirvieron para que la física se convirtiera en una ciencia experimental y dejara de ser una disciplina de carácter especulativo. Por lo que se refiere al segundo tema, sus observaciones aportaron elementos de prueba definitivos sobre la validez del modelo heliocéntrico, mientras que sus publicaciones en defensa de la obra de Copérnico contribuyeron grandemente para que éste fuera conocido de una manera más amplia (figura 27).

Si bien Galileo no fue el inventor del telescopio, sí fue el primero que lo usó para realizar observaciones astronómicas sistemáticas, por lo que puede afirmarse que fue el iniciador de la astronomía observacional moderna. Tras conocer la existencia de este aparato óptico, Galileo construyó algunos muy sencillos, que a pesar de sus limitaciones le permitieron obtener datos que habrían de convertirse en pruebas fundamentales para apoyar la validez del modelo heliocéntrico.

En 1609 inició sus observaciones telescópicas, y sólo seis meses después publicaba el libro Sidereus nuncius ("El mensajero de los astros"), en el que describía importantes descubrimientos. En esa obra, aparecida en 1610, dio a conocer la existencia de cráteres, valles y montañas en la Luna También reportó la existencia de cuatro pequeños cuerpos que giraban en torno a Júpiter, y el hecho de que la Vía Láctea se encontraba formada por un sinnúmero de estrellas.

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Figura 27. Modelo heliocéntrico presentado por Galileo. Respecto a trabajos previos del mismo tipo, tiene la particularidad de mostrar las órbitas de los satélites de Júpiter descubiertos por él.

Al observar a través del telescopio grupos estelares conspicuos se dio cuenta de que el número de estrellas que podía ver mediante el uso de dicho instrumento aumentaba de manera considerable. Por ejemplo, en la región de Orión, donde a simple vista se podían identificar nueve estrellas brillantes, pudo contar más de 500 (figura 28). Lo mismo le ocurrió cuando estudió las Pléyades.

En El mensajero nos dice:

Lo que, en tercer lugar, he observado, es la esencia o materia de la Vía Láctea, la cual —mediante el anteojo— se puede contemplar tan nítidamente que todas las discusiones, martirio de los filósofos durante tantos siglos, se disipan mediante la comprobación ocular, al mismo tiempo que nos vemos librados de inútiles disputas. En efecto, la Galaxia no es sino un cúmulo de innumerables estrellas diseminadas en agrupamientos; y cualquiera que sea la región de ella a la que dirijamos el anteojo, inmediatamente se ofrece a la vista una cantidad inmensa de estrellas, muchas de las cuales se muestran bastante grandes y resultan muy visibles; aunque la multitud de las pequeñas es absolutamente inexplorable.

En este sencillo párrafo se encuentra la primera descripción correcta y no especulativa de la constitución misma de nuestra galaxia. Es una descripción que evita todo tipo de discusión, y a la vez que informa de manera simple sobre los componentes de la Vía Láctea, trasmite el sentimiento de un universo muy extenso.

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Figura 28. Parte de la constelación de Orión según las observaciones telescópicas de Galileo efectuadas en 1609.

Otra información fundamental que incluyó Galileo en su obra de 1610 fue su descubrimiento de los cuatro satélites más grandes de Júpiter. Durante los dos meses anteriores a la publicación de ese texto Galileo realizó observaciones sistemáticas de dicho planeta, por lo que pronto se dio cuenta de que los cuatro puntos brillantes que en un principio había considerado parte de las estrellas fijas, en realidad estaban cambiando su posición respecto a Júpiter. Desde el comienzo de ese estudio le llamó la atención ver que esos cuatro cuerpos se encontraban siempre alineados de manera paralela a la eclíptica:

Cuando observé eso, y comprendí que dichos desplazamientos de ninguna manera podían atribuirse a Júpiter, y sabiendo, además, que las estrellas observadas eran siempre las mismas (ya que ninguna otra, precedente o siguiente, se veía a lo largo de un gran espacio por sobre la línea del Zodiaco), cambiando mi duda en asombro, descubrí que el movimiento aparente no era de Júpiter sino de las estrellas observadas.

Más adelante nos dice:

Son éstas las observaciones relativas a los cuatro Astros Mediceos que acabo de ser el primero en descubrir, mediante las cuales, aunque no sea posible todavía comparar numéricamente los periodos de ellos, al menos podemos poner de manifiesto ciertos hechos dignos de nota. En primer lugar, ya que a veces siguen y otras proceden a Júpiter con intervalos similares, alejándose de él —hacia el este o hacia el oeste— tan sólo muy pequeñas distancias, y lo acompañan tanto en el

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movimiento retrógrado como en el directo, queda fuera de duda el que cumplan sus revoluciones alrededor de Júpiter.

De la lectura de estos párrafos es fácil comprender el entusiasmo que Galileo sintió con ese descubrimiento. Como desde su juventud había sido un partidario convencido de Copérnico, encontró en dichas observaciones una confirmación de la validez de la hipótesis heliocéntrica, ya que Júpiter con sus cuatro satélites orbitándolo presentaba el aspecto de un pequeño sistema solar, mostrando así la existencia en la naturaleza de sistemas como el propuesto matemáticamente por Copérnico.

En septiembre de 1610 Galileo inició una nueva serie de observaciones, sólo que en esa ocasión su objetivo fue estudiar a Venus. En enero del siguiente año dio a conocer que ese planeta visto a través del telescopio, presentaba fases como las que regularmente muestra la Luna. Este nuevo descubrimiento también vino a apoyar la tesis copernicana ya que, de acuerdo con el modelo heliocéntrico, como Venus es un planeta interior a la órbita que describe la Tierra, visto desde ella tendría que mostrar diferentes secciones iluminadas de su superficie, pues al ir girando alrededor del Sol éste siempre iluminaría la parte de Venus directamente dirigida a él, presentando fases sucesivas, que fue precisamente lo que observó Galileo.

Como parte de una polémica sostenida con los opositores de la teoría copernicana, Galileo publicó en 1613 la obra Istoria e dimostmzioni intorno alle macchie solan e loro accidenti ("Sobre las manchas solares"), en la que establecía de forma precisa que las manchas oscuras observadas sobre el disco solar en realidad no estaban fuera de éste, sino que pertenecían al Sol, por lo que podían utilizarse para demostrar de manera exacta el movimiento que este cuerpo celeste tenía en torno a su propio eje.

Las manchas solares ya eran conocidas por otros astrónomos (figura 29). Algunos, como el jesuita Christoph Scheiner (1573-1650), conjeturaban que en realidad se trataba de los planetas Mercurio y Venus, que al pasar frente al disco brillante del Sol aparecían como puntos oscuros. Esta interpretación estaba muy de acuerdo con el dogma de un Sol incorruptible postulado por los aristotélicos, razón por la que, cuando Galileo afirmó que la interpretación de Scheiner era incorrecta ya que la frecuencia observada de las manchas, su número, su forma y sus desplazamientos nada tenían que ver con los movimientos de aquellos planetas, dio otro golpe directo a la visión aristotélica de un cosmos perfecto e incorruptible.

El trabajo observacional de Galileo, así como su disposición a entrar en polémicas públicas con los aristotélicos pronto le acarrearon serias dificultades con la Iglesia católica. Como es de todos sabido, después de varias advertencias a las que no dio importancia, Galileo fue llamado a Roma para que se presentara ante el Tribunal de la Inquisición. Tras varios meses de comparecencia se le amonestó severamente por sostener las tesis

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heliocéntricas. Además, se le indicó que no persistiera en esa actitud y le prohibieron que continuara enseñando en público la validez del sistema copernicano.

Como consecuencia directa de este primer juicio en contra de Galileo, el 5 de marzo de 1616 la Iglesia prohibió la teoría heliocéntrica, declarándola contraria a los preceptos de la fe. Por esta razón la obra De revolutionibus orbium coelestium fue incluida en el índice de los textos vetados por la Inquisición.

Figura 29. Representación del desplazamiento de algunas manchas solares estudiadas por Johanes Hevelius (1611-1687) en su Selenographia.

Después de estos hechos Galileo pasó varios años dedicado a sus investigaciones, en especial las que tenían que ver con la sistematización del estudio del movimiento de los cuerpos. Durante ese periodo realizó considerables esfuerzos para conseguir que se revocara la prohibición en contra del heliocentrismo, sin lograr ningún avance importante.

Mientras eso sucedía, Galileo preparaba un extenso texto en defensa de la teoría de Copérnico en el que, valiéndose magistralmente del recurso del diálogo, utilizó a tres interlocutores para exponer claramente sus convicciones heliocéntricas. Esta obra escrita en italiano y publicada en 1632 bajo el título de Dialogo sopra i due massimi systemi del mondo ("Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo"), fue la que lo enfrentó de manera definitiva con la ortodoxia eclesiástica romana, incluyendo al papa Urbano VIII. La historia del segundo proceso inquisitorial seguido a Galileo es bien conocida, aquí sólo señalaremos que en realidad el juicio no se siguió contra él, sino contra la nueva ciencia que trataba de liberarse del oscurantismo, sin lastres teológicos, y ofrecer una

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nueva interpretación de la naturaleza. Todo este episodio, muchas veces estudiado por historiadores y sociólogos, muestra en forma clara la idea arraigada en el hombre de ser el centro del Universo, y lo difícil, e incluso peligroso, que ha sido demostrarle mediante la ciencia que no es así.

VI. MATEMATIZACIÓN DE LA ASTRONOMÍA

INTRODUCCIÓN

UNA CAUSA que propició fuertemente el desarrollo de la aritmética fue el auge comercial experimentado por las ciudades del norte de Italia a partir del siglo XV, mientras que el redescubrimiento de los textos matemáticos griegos en el siglo XVI hizo resurgir el interés por la geometría. Pronto estas disciplinas demostraron su utilidad como herramientas de cálculo y análisis para quienes se interesaban por estudiar la naturaleza.

Entre los siglos XVI y XVII las matemáticas tuvieron dos grandes progresos: la adopción del sistema de numeración decimal y el descubrimiento de los logaritmos. El primero de esos hechos permitió unificar y simplificar la notación aritmética, mientras que el segundo facilitó considerablemente el manejo de grandes cifras. Gracias a esos avances se redujo en forma importante el tiempo y el esfuerzo dedicado a la complicada y laboriosa construcción de las tablas numéricas utilizadas en las operaciones matemáticas. Esto resultó especialmente valioso para la astronomía, donde había necesidad de realizar extensos y complejos cálculos para determinar las posiciones planetarias.

Desde los trabajos de Peurbach y Regiomontano fue claro que el uso sistemático de las matemáticas permitiría expresar en lenguaje preciso los resultados de los estudios que se estaban realizando en astronomía y física. Copérnico se dio muy bien cuenta del papel que las matemáticas desempeñaban para quienes como él intentaban entender la estructura cósmica. Así lo escribió en la dedicatoria que hizo al papa Pablo III en el De revolutionibus, donde señaló la importancia que éstas tenían para la astronomía, afirmando que esa ciencia debería estar en manos de expertos, únicos capacitados para juzgar sus logros.

Aunque Galileo no se dedicó a las matemáticas como una disciplina autónoma, las utilizó sistemáticamente en sus diversos estudios, sobre todo en los relativos al análisis del movimiento de los cuerpos. Decía que "quien quiera responder a cuestiones de la naturaleza sin la ayuda de las matemáticas, emprende lo irrealizable. Se debe medir lo medible y hacer que lo sea aquello que no lo es".

La intención de este capítulo es mostrar que la aplicación sistemática de las matemáticas a la investigación astronómica dio excelentes resultados, ya que fue así que se descubrieron leyes de la naturaleza de la mayor importancia.

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KEPLER Y EL MOVIMIENTO PLANETARIO

La habilidad matemática de Johannes Kepler (1571-1630) quedó manifiesta desde que apareció el Mysterium Cosmographicum ("El secreto del Universo"), su obra más temprana, publicada por primera vez en 1596. En ese texto buscó la correlación que debería existir entre las diferentes órbitas planetarias, tratando de establecer relaciones geométricas entre las distancias de los diferentes planetas al Sol, calculadas según el modelo heliocéntrico de Copérnico.

Figura 30. Los cinco sólidos platónicos. El tetraedro o pirámide rectangular (a), el hexaedro o cubo (d), el octaedro (b), el dodecaedro (e) y el icosaedro (c).

Una idea recurrente de todo el trabajo científico de Kepler fue su certeza de que existía un orden matemático oculto en la naturaleza, el cual se manifestaba mediante armonías del Universo. Esa fue su línea de razonamiento cuando, utilizando una rigurosa aproximación matemática, trató de construir un modelo donde los planetas guardaran relación directa

con los cinco sólidos perfectos.35 Siguiendo una manera de pensar típica de los pitagóricos, Kepler llegó a la conclusión de que sólo esos cuerpos tenían las propiedades necesarias para contener las órbitas de cada uno de los planetas. En su modelo situó al Sol en el centro de las esferas planetarias, y éstas se encontraban separadas entre sí sucesivamente por un octaedro, un icosaedro, un dodecaedro, un tetraedro y un hexaedro (figura 31). Como todos sus esfuerzos por adecuar los resultados de sus cálculos a esa representación fueron fallidos, años después intentó encontrar la estructura del Universo por medio del estudio de la relación que guardan las armonías de la escala musical, regresando así a la idea pitagórica de la música de las esferas y de las relaciones místicas.

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Figura 31. Representación de las órbitas planetarias de acuerdo a las ideas de Kepler sobre los cinco sólidos perfectos. En la superficie dejada por el corte de la esfera exterior, marcada con la letra a y del lado izquierdo, colocó a Saturno.

A pesar de este aparente retroceso, Kepler introdujo todo un cambio de actitud en la astronomía, ya que no sólo intentó describir los movimientos planetarios geometrizando el cosmos, sino que buscó las causas físicas que originaban dichos desplazamientos. Esto lo condujo a descubrimientos en verdad notables. Así, por ejemplo, en el Mysterium Cosmographicum estableció que los planos que contienen a cada órbita se hallan próximos entre sí, pero con respecto a la eclíptica cada uno tiene una inclinación diferente que permanece constante. Este importante descubrimiento lo puso en el camino que habría de llevarlo a establecer las leyes que rigen el movimiento planetario. Sin duda, la publicación del Mysterium Cosmographicum hizo que Kepler fuera considerado un astrónomo destacado en el medio académico europeo de esa época. Ese primer trabajo llamó la atención de gente como Tycho Brahe, quien vio en él al matemático que podría complementar su obra, razón por la que lo invitó a colaborar con él.

Debido a la creciente intolerancia religiosa contra los protestantes que habitaban Graz, ciudad donde enseñaba matemáticas y astronomía, así como a su necesidad de contar con observaciones de gran exactitud, Kepler aceptó trabajar con Tycho y se fue a radicar a Praga, lugar donde finalmente se estableció. A poco de haber iniciado el trabajo, Tycho Brahe le encargó resolver el problema de calcular la órbita del planeta Marte partiendo de los datos obtenidos en Uraninburgo, ya que por más esfuerzos que él había hecho ayudado por Longomontanus (1562-1647), otro de sus destacados colaboradores, no habían logrado obtener una solución que se

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ajustara bien a los datos que tras muchos años de observación había acumulado sobre ese planeta.

Kepler inició el trabajo partiendo de la suposición ortodoxa de que los planetas en general, y Marte en particular, se movían siempre en órbitas circulares, desplazándose con velocidad uniforme; pero por más esfuerzos que hizo, no logró resolver el problema. Bajo esas suposiciones encontró que había una diferencia de ocho minutos de arco entre la órbita predicha por sus cálculos y la posición observada de Marte. Esta diferencia era inaceptable pues, como él mismo reconocía, las observaciones de Tycho eran tan exactas, que bajo ninguna circunstancia podría considerarse que un error tan grande proviniera de esos datos. Tycho Brahe murió, y en su lugar Kepler fue nombrado matemático imperial, dedicó varios años a resolver el problema de la órbita marciana.

Tras múltiples esfuerzos de cálculo que resultaron infructuosos, Kepler dejó a un lado la idea de las órbitas circulares y se planteó la posibilidad de una órbita oval para Marte. Esta suposición tampoco lo condujo a resultados adecuados, por lo que al final y tras vencer sus propias reticencias llegó a demostrar que la órbita de Marte en torno al Sol era en

realidad una elipse,36 y por tanto la velocidad con la que ese planeta se desplazaba a lo largo de tal trayectoria no era uniforme. Estos resultados rompieron totalmente con un dogma cosmogónico aceptado por más de 2 000 años, lo cual abrió la puerta al entendimiento dinámico del Universo.

En el proceso de sus investigaciones sobre los movimientos planetarios se dio cuenta de que entre más alejado se encontraba un planeta del Sol, más lentamente se movía. Por ejemplo Saturno, que se encuentra al doble de distancia que Júpiter, tiene un periodo de traslación de 30 años, que resulta ser más de dos veces el tiempo que le toma a Júpiter recorrer completamente su órbita, ya que lo hace solamente en 12 años. Esto significa que Saturno se mueve más lentamente que Júpiter, pues si viajara a la misma velocidad que éste tardaría únicamente el doble de tiempo para recorrer un circuito que es dos veces el que cubre Júpiter, y la realidad es que tarda dos y media veces más.

En el capítulo 20 del Mysterium Cosmographicum discutió ampliamente estos hechos:

Si debemos acercarnos a la verdad y establecer alguna correspondencia en las proporciones entre las distancias y las velocidades de los planetas, entonces debemos elegir entre dos supuestos: o las almas que mueven a los planetas son menos activas cuanto más lejos se halla el planeta del Sol, o existe tan solo una anima motrix en el centro de todas las órbitas, es decir, el Sol, que dirige a los planetas más vigorosamente cuanto más cerca está, pero cuya acción se halla casi exhausta cuando actúa sobre los planetas exteriores debido a lo grande de la distancia y a la debilitación de la acción que lo vincula.

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La introducción que hizo Kepler del anima motrix37 que emana del Sol y proporciona el movimiento a los planetas fue el antecedente directo del concepto de fuerza, que tan importante ha resultado para la física. Significó un cambio fundamental en la concepción del cosmos, ya que hizo innecesarios los entes aristotélicos que subordinados al Primum Mobile comunicaban movimiento a cada uno de los planetas en el esquema medieval.

Cuando finalmente Kepler aceptó la solución elíptica para la órbita marciana, informó su resultado a David Fabricius (1564-1617), astrónomo al que daba mucho crédito. En una carta fechada en diciembre de 1604 le informaba que "la órbita de Marte es una elipse en uno de cuyos focos se encuentra el Sol". La respuesta de Fabricius se apegó al dogma de la circularidad, pues fue incapaz de concebir que Marte pudiera moverse de otra manera. Le contestó a Kepler: "Con vuestra elipse quitáis la circularidad y uniformidad a los movimientos planetarios, lo cual me parece tanto más absurdo cuanto más profundamente pienso en ello. Si al menos pudierais conservar la órbita circular perfecta, y justificarais vuestra órbita elíptica mediante otro pequeño epiciclo sería mucho mejor". Esta actitud caracterizó prácticamente a todos los astrónomos de ese momento.

En agosto de 1609 Kepler finalmente publicó sus resultados sobre el estudio de la órbita marciana en un texto al que tituló Astronomia nova, seu physica coelestis tradita commentariis de motibus stellae Martis ex observationibus G. V. Tychonis Brahe ("Nueva astronomía basada en la física celeste derivada de las investigaciones de los movimientos de la estrella Marte. Fundada en las observaciones del noble Tycho Brahe"). Esta obra, mejor conocida como Astronomía Nueva, contiene las dos primeras leyes del movimiento planetario, que en lenguaje moderno pueden ser enunciadas de la siguiente forma.

Primera ley: Todos los planetas siguen en su movimiento órbitas elípticas, encontrándose el Sol localizado en uno de sus focos.

Segunda ley: La velocidad con la que se desplazan los planetas en sus órbitas no es uniforme, sino que lo hacen de tal forma que una línea imaginaria trazada desde el centro de cada planeta al Sol barrerá áreas iguales en tiempos iguales.

La segunda ley es también conocida como ley de las áreas. Su representación gráfica (figura 32) sirve para aclarar su significado. En esa figura las áreas A, B y C que son barridas por el radio vector R son

iguales.38 Para que esta afirmación se cumpla, la velocidad del planeta a lo largo de su órbita deberá ser mayor conforme se acerque al Sol .En el perihelio, que es el punto más próximo a este astro, la velocidad planetaria es máxima, mientras que en el afelio, o punto más alejado del Sol, esa velocidad es mínima.

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Veinticinco años después de la aparición de la primera edición del Mysterium Cosmographicum y a sólo ocho de la publicación de la Astronomía Nueva, Kepler publicó otro texto donde retomó las ideas expresadas en el primero. En 1619 apareció el De Harmonice Mundi ("Armonías del mundo"), obra en la que dio a conocer la última de sus leyes del movimiento planetario. Ésta había resultado de un largo proceso de prueba y error, seguido por Kepler al tratar de encontrar una relación que ligara el periodo de traslación de los planetas en torno al Sol con la distancia a éste. Esa ley puede enunciarse así:

Tercera ley: Los cuadrados de los tiempos de revolución de cualesquiera dos planetas en torno al Sol, son proporcionales a los cubos de sus distancias medias a éste.

Las tres leyes de Kepler son afirmaciones precisas y verificables que pueden ser expresadas y manejadas matemáticamente. Su importancia radica en que, al aplicarlas, es posible calcular con gran exactitud todos los datos necesarios para determinar cómo se desplaza cada uno de los planetas alrededor del Sol, por lo cual se convirtieron en la solución definitiva al añejo problema que buscaba determinar las posiciones de los astros y que originalmente surgió entre los antiguos pueblos de Mesopotamia. La categoría de leyes que tienen estos tres resultados se debe a que su aplicabilidad es de carácter general, es decir, no están restringidos solamente al cálculo de los datos orbitales de los planetas, sino que pueden aplicarse en cualquier situación donde las condiciones del movimiento sean las adecuadas. Por ejemplo, su uso permite también el estudio completo de las órbitas descritas por los satélites planetarios. Tal es el caso de la Luna y de los satélites galileanos de Júpiter. Posteriormente se verá que la aplicación de estas leyes ha permitido determinar la información necesaria para poner en órbita los satélites artificiales y controlar los viajes de las

naves espaciales, estudiar el comportamiento de las estrellas binarias,39

analizar las órbitas estelares que los astros siguen en nuestra galaxia, e incluso determinar características fundamentales de sistemas tan complejos como las galaxias. Como ejemplo de la aplicación de estas leyes, en el Apéndice D se hace el cálculo para determinar las distancias a que se encuentran Júpiter y Saturno del Sol.

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Figura 32. Diagrama que muestra el significado de la Ley de las áreas.

Entre 1618 y 1622 Kepler dio a conocer la obra titulada Epitome Astronomiae Copernicanae ("Compendio de astronomía copernicana"), donde expuso sus resultados sobre el cálculo de distancias y tamaños de los cuerpos del sistema planetario, así como sus ideas cosmológicas. Mencionó especialmente sus descubrimientos sobre el carácter elíptico de la órbita marciana y lo que había logrado obtener Galileo mediante el uso del telescopio. En ese texto afirmó y demostró que las leyes que había encontrado para el caso particular del movimiento de Marte eran aplicables a los demás planetas, así como a sus satélites.

El Epítome es la obra de madurez de Kepler. En ella finalmente ha desaparecido la teoría de los epiciclos y las deferentes utilizada por más de un milenio para calcular los movimientos planetarios. En ese texto se presentó por vez primera la estructura correcta del Sistema Solar, propiciando desde entonces que surgiera la diferenciación conceptual entre éste y el resto del Universo. Sin lugar a dudas, el Epítome constituye el primer manual completo de astronomía construido enteramente bajo los preceptos heliocéntricos.

Esa obra trata de la forma y del tamaño de la Tierra, así como de su lugar en el Universo. Siguiendo una curiosa línea de razonamiento guiada por su obsesión de hallar armonías en la naturaleza, Kepler desarrolló la idea de relacionar la densidad de cada planeta con su tamaño y distancia al Sol. Las densidades planetarias las derivó al establecer una correspondencia directa con las densidades de metales como el hierro, el plomo, la plata y el oro, y con la de algunas piedras preciosas, ya que pensó que esos materiales estaban relacionados con cada uno de los planetas. Así obtuvo que Saturno gira alrededor del Sol a una distancia 10 veces mayor que la Tierra. Según sus cálculos, Júpiter lo hacía a 5.2 y Marte a 1.5 UA, mientras que Venus se localizaba a 0.7 veces la distancia Tierra-Sol y Mercurio a sólo 0.4 veces el valor de esa unidad.

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Figura 33. Ilustración que muestra el significado el ángulo de paralaje.

En ese texto discutió también la necesidad de corregir adecuadamente el valor de la UA, pues diferentes datos observacionales indicaban que debería tener más de los 1 210 radios terrestres tradicionalmente aceptados desde la época de Tolomeo. Analizó con detalle la precisión máxima que por entonces podía obtenerse en las observaciones, y estimó que su valor debería ser de 3 460 radios terrestres.

Siguiendo su curiosa forma de pensar y de buscar armonías y proporciones ocultas en la naturaleza, Kepler fue capaz de asignar dimensiones al Universo. Consideró que como la órbita de Saturno es 2 000 veces mayor que el diámetro solar, la esfera de las estrellas fijas tendría que tener un diámetro igual a 2 000 veces la distancia que separa a ese planeta del Sol.

Ante la imposibilidad de medir en forma directa la paralaje estelar,40

que le permitiría determinar la distancia a las estrellas, y por ende el tamaño lineal del Universo, encontró en el recurso de comparación arriba aludido la forma de estimar sus dimensiones. Y aunque su valor de la distancia a las estrellas fijas fue muy subjetiva y considerablemente menor que el que ahora se ha determinado, sirvió para que Kepler ampliara aún más el tamaño del cosmos.

La importancia de las investigaciones de Kepler puede resumirse diciendo que la astronomía que él desarrolló fue una reformulación completa de los métodos, principios y objetivos de esta disciplina, pues al conjuntar las mejores observaciones entonces disponibles con los nuevos y poderosos desarrollos matemáticos, marcó definitivamente el rumbo a seguir para todos aquellos que aspiraran a entender las leyes que rigen el comportamiento de los astros.

NEWTON Y LA LEY DE GRAVITACIÓN UNIVERSAL

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Las leyes de Kepler fueron un valioso soporte para la teoría heliocéntrica desarrollada por Copérnico. Igual sucedió con las observaciones telescópicas de Galileo. Además de simplificar considerablemente el estudio de los movimientos planetarios y facilitar los cálculos correspondientes, los trabajos de estos científicos convirtieron a la astronomía en una disciplina predictiva de gran exactitud. Sin embargo, no pudieron establecer las causas que originan los movimientos planetarios, ni por qué los planetas están ligados al Sol. Esto habría de lograrlo Isaac Newton (1642-1727), quien, además de ser un gran sintetizador de los hallazgos de Copérnico, Galileo y Kepler, realizó aportaciones originales que permitieron considerar a la física una ciencia exacta.

Aunque Newton contribuyó de manera notable a la fundamentación de disciplinas como la óptica y la mecánica, e inventó herramientas matemáticas tan poderosas como el cálculo diferencial, fue su descubrimiento de la ley de la gravitación la que le dio dimensiones gigantescas dentro del terreno científico. Gracias a ella finalmente se entendió la dinámica cósmica y comprendieron las causas que obligan a los cuerpos celestes a describir las trayectorias observadas. Al establecer la expresión matemática que permite calcular cómo y dónde actúa la fuerza de gravedad, Newton pasó de la mera descripción del movimiento a una interpretación de las causas de éste.

En este punto debe recordarse que durante milenios la tendencia de los cuerpos a caer hacia el centro de la Tierra fue entendida como una propiedad inherente a su naturaleza, sin necesitar mayor explicación. Por otra parte, las leyes que gobernaban los desplazamientos de los cuerpos celestes eran consideradas muy diferentes de las que se aplicaban al movimiento que tenía lugar sobre la superficie terrestre. La ley de la gravitación permitió la unión de fenómenos naturales aparentemente tan distintos como la caída de una piedra y el movimiento orbital de la Luna, surgiendo así una sola física cuyas leyes se aplicaban por igual a cualquier tipo de movimiento, rompiendo en forma definitiva con la visión aristotélica de una mecánica terrestre y otra celeste.

En 1687 apareció publicada en Londres la obra más importante de Newton Philosophiae Naturalis Principia Mathematica ("Principios matemáticos de la filosofía natural"), donde, siguiendo un estricto marco matemático sintetizó y analizó las observaciones y experimentos relativos al movimiento de los cuerpos, fundamentando así la rama de la física conocida como mecánica. Aprovechando la larga serie de trabajos que se habían realizado sobre el movimiento, entre los que destacaban los estudios experimentales de Galileo sobre la caída libre de los cuerpos, logró encontrar leyes generales aplicables a cualquier tipo de movimiento. En esa obra reconoce que la masa de los cuerpos es una medida de la resistencia que tienen a cambiar su estado de reposo o de movimiento. Además, precisó y definió el concepto de fuerza y le dio un carácter operacional, hecho que habría de ser de enorme utilidad para el desarrollo de la física.

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Todo ese trabajo conceptual y matemático le permitió establecer las tres leyes del movimiento, base de toda la mecánica.

Al analizar la interacción entre dos cuerpos mediante su tercera ley, llegó a establecer el concepto de fuerza mutua entre el Sol y cada uno de los planetas, lo que finalmente lo condujo a la idea de que todos los cuerpos del Universo están interactuando entre sí a través de fuerzas que los atraen unos a otros, fuerzas que pueden actuar a distancia y sin ningún soporte material. De ese enorme esfuerzo intelectual surgió la ley de la gravitación universal.

De todos es conocida la anécdota según la cual Newton concibió esta ley al observar la caída de una manzana. Al margen de si ese hecho es cierto o falso, lo que hizo Newton fue tratar el movimiento lunar en torno a nuestro planeta como si se tratara de una piedra (o cualquier otro objeto) que cayera hacia el centro terrestre. Se dio cuenta de que para producir una órbita estable como la de la Luna, su movimiento debería estar compuesto por uno rectilíneo, dirigido a lo largo de la línea tangente a la trayectoria orbital, y otro que debería apuntar hacia el centro de la Tierra (figura 34). Fue así como pensó en descomponer el movimiento curvilíneo seguido por la Luna en una componente que llamó inercial y en otra centrípeta. Al desplazarse la Luna en su órbita la componente inercial tiende a lanzarla a lo largo de la recta tangente a su trayectoria, mientras que la centrípeta la aparta continuamente de ella, jalándola hacia nuestro planeta, combinándose en forma tal que la Luna ni sigue la trayectoria rectilínea ni cae a la Tierra, sino que se ve obligada a moverse en una trayectoria elíptica. Newton se dio cuenta de que si esta última fuerza no estuviera actuando, la Luna se escaparía siguiendo la trayectoria tangencial tal y como sucede cuando una piedra sujeta por una honda es liberada instantáneamente. Esta fuerza central es permanente y atrae a los objetos en movimiento hacia un punto fijo que, para el caso de los planetas, como intuyó Kepler al postular la existencia de una alma motrix, se origina en el Sol.

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Figura 34. Aceleración de una manzana y de la Luna en dirección del centro de la Tierra.

Para aclarar más la idea de la caída de la Luna hacia nuestro planeta, Newton analizó el efecto de las fuerzas centrípetas, y demostró que los planetas pueden ser retenidos en sus órbitas por ese tipo de fuerzas. Consideró el caso de un proyectil cualquiera lanzado desde lo alto de una gran montaña y sujeto a la acción de una fuerza que lo jala hacia el centro de la Tierra (figura 35). Para todos es claro que entre mayor es la velocidad de lanzamiento, mayor será el arco descrito por el proyectil antes de volver a tierra (trayectorias VD, VE, VF y VG, respectivamente). Si no se considera la resistencia que el aire opone al movimiento, y si se imprime al proyectil la suficiente velocidad, éste dejará de caer a tierra, dará vueltas a lo largo de una curva cerrada y se convertirá entonces en un satélite, como la Luna. Éste es el principio utilizado en la actualidad para lanzar los satélites artificiales, pues mediante el empuje inicial generado por los cohetes transportadores se les proporciona la velocidad necesaria para que describan una órbita cerrada que les permita permanecer en el espacio.

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Figura 35. Newton representó así las diferentes trayectorias seguidas por un cuerpo lanzado horizontalmente desde lo alto de una montaña, bajo la acción de la atracción gravitacional terrestre.

Para deducir la ley de la gravitación, Newton procedió de la siguiente manera. Sabía que el periodo de traslación de la Luna en torno a la Tierra era de 27.3 días, y que el radio de la trayectoria que aquélla describe en torno a nuestro planeta era de 385 000 km, así que calculó la aceleración con la que ese cuerpo celeste se desplaza a lo largo de su órbita, encontrando que era de 0.00273 metros por segundo cuadrado. Por otra parte, determinó cuál sería la aceleración de cualquier cuerpo (como una manzana) que cayera en la cercanía de la superficie terrestre, y encontró que era de 9.8 metros por segundo cuadrado.

Tomando en cuenta que el radio de nuestro planeta es de 6 400 km, Newton determinó que el valor de la aceleración sufrida por la Luna al describir su órbita es 3 600 veces menor que la de una manzana al caer sobre la superficie terrestre. Esta proporción es igual al cuadrado del cociente del radio de la órbita lunar y del radio de la Tierra, razón por la que pudo relacionar la fuerza de atracción ejercida por nuestro planeta sobre esas dos masas tan diferentes, colocadas también a dos distancias muy diferentes. Para complementar lo discutido en este párrafo, véase el Apéndice E, donde se reproducen los cálculos que al respecto hizo Newton.

La fuerza que actúa sobre la Luna y la que actúa sobre la manzana dependen de sus masas, así como también de la masa de la Tierra. Por tanto, Newton asumió que la fuerza gravitacional está en función de las masas de los cuerpos que se atraen y del inverso del cuadrado de la distancia que los separa. En los Principia nos dice:

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Yo deduje que las fuerzas que mantienen a los planetas en sus órbitas deberían ser recíprocas al cuadrado de sus distancias a los centros alrededor de los cuales giran, y por tanto comparé la fuerza necesaria para mantener a la Luna en su órbita con la fuerza de gravedad en la superficie de la Tierra, encontrando que ellas eran bellamente iguales.

Con su gran capacidad de síntesis Newton se dio cuenta de que esta fuerza es la que nos mantiene unidos a la superficie del planeta, pero que por sernos tan familiar ya no reparamos en su constante presencia. Comprendió claramente que la fuerza de atracción gravitacional resultaba de la interacción de la masa de la Tierra con cada uno de los objetos atrapados sobre ella. Su acción se manifestaba sin importar el tamaño, la estructura, la composición o la forma de los cuerpos. Bien podía tratarse de la más alta montaña terrestre o de una pequeña manzana, ambos objetos sufren la acción de la fuerza de gravedad, por lo que afirmó que la atracción existe entre todos los cuerpos materiales, ya sean manzanas, planetas, cometas o estrellas. Este último hecho es el que le confiere carácter de universalidad a su ley de la gravitación.

Utilizando hechos observacionales, como la similitud de la caída lunar con la de la manzana, y sus tres leyes sobre el movimiento, y con el antecedente importante de las leyes de Kepler, Newton fue capaz de establecer la ley de la gravitación, que puede expresarse así:

la fuerza de atracción ejercida entre dos cuerpos cualesquiera, cuyas masas m y M se encuentren separados por una distancia r, está dirigida a lo largo de la línea que los une, siendo su magnitud directamente proporcional al producto de las masas m y M, e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia r.

Además de establecer el hecho fundamental de que tanto los cuerpos cósmicos como los terrestres están sujetos a la acción de esta fuerza de atracción por la única razón de tener masa, demostró que la ley de la gravitación universal tiene múltiples consecuencias y aplicaciones. Newton mismo la utilizó para resolver diversos problemas. Tanto en los Principia como en una obra posterior menos técnica a la que llamó El sistema del mundo, trató ampliamente diversos aspectos astronómicos. Usando esa ley dedujo en forma natural las tres leyes del movimiento planetario encontradas empíricamente por Kepler, con lo cual les dio una fundamentación física clara. También determinó la masa del Sol, que es 330 000 veces mayor que la masa terrestre. Además, demostró que la masa de cualquier planeta que tuviera al menos un satélite orbitándolo podía ser calculada.

Aplicó su ley para determinar la densidad media de la Tierra, encontrando un valor muy próximo al que conocemos actualmente (5.5 g/cm³). Demostró que nuestro planeta no es una esfera perfecta, sino un esferoide

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achatado por los polos, y calculó el valor de ese achatamiento. También comprobó que esa deformación y la acción del tirón gravitacional ejercido por la masa del Sol sobre tal achatamiento es la causa del fenómeno de precesión de los equinoccios. Con toda esa información pudo calcular el periodo de cambio de dirección del eje terrestre, que encontró era de 26000 años, valor obtenido por Hiparco 2000 años antes a partir del análisis de observaciones realizadas desde la época de los caldeos, pero que antes de las investigaciones de Newton carecía de sustento teórico.

Explicó también el fenómeno de las mareas, atribuyéndolo correctamente a la acción combinada de las fuerzas ejercidas sobre nuestros mares por las masas de la Luna y del Sol. Estudió las modificaciones que sufre la órbita lunar por efecto de la fuerza gravitacional del Sol, y demostró que los cometas se mueven más allá de la trayectoria lunar y que se localizan en regiones propiamente planetarias, donde sus desplazamientos siguen órbitas elípticas o parabólicas. Para corroborar lo afirmado en este párrafo, en el Apéndice F se da un ejemplo sencillo de la aplicación de la ley de gravitación, calculando la masa de la Tierra.

Fue muy amplio el estudio que Newton realizó sobre las consecuencias que la fuerza de atracción solar tiene en el movimiento de la Luna. Sirvió mucho en su época ya que era de gran relevancia disponer de una teoría lunar lo más completa posible, pues sus aplicaciones prácticas en la navegación, y sobre todo en los viajes interoceánicos, eran económicamente muy importante.

En cuanto a las estrellas, Newton dedicó solamente un breve párrafo en el Sistema del mundo, al que subtituló "Sobre la distancia a las fijas". Argumentando acerca del hecho observacional bien establecido en su época de que éstas no presentaban paralaje alguno, infería, como otros hicieron antes que él, que estaban muy alejadas del último cuerpo del sistema planetario. Partiendo del valor angular mínimo que por ese entonces podía ser medido con precisión, estimó que la distancia mínima a la que podrían encontrarse sería 360 veces mayor que la que separaba al Sol de Saturno, valor que sin embargo consideró pequeño.

Por otra parte, comparando mediante ingeniosos cálculos el brillo de ese planeta con el del Sol, Newton determinó la distancia a la cual este astro se vería tan luminoso como una estrella de primera magnitud, y encontró que esa distancia era 64 800 veces mayor que la distancia que separa a Saturno del Sol. Como en esas fechas el sistema planetario tenía como cuerpo más alejado de su centro precisamente a ese planeta, Newton concluyó que el cosmos en su conjunto tendría alrededor de 65 000 veces el tamaño de todo el Sistema Solar, lo que sin lugar a dudas dio dimensiones nunca antes imaginadas al Universo.

La importancia que para la astronomía han tenido los trabajos de Newton es enorme, pues no sólo descubrió la ley de la gravitación universal y las

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tres leyes del movimiento, que permitieron entender en forma dinámica el comportamiento cósmico, sino que también inventó el telescopio reflector, instrumento que en la actualidad se ha convertido en los ojos con los que el astrónomo escudriña el cielo. Además, descubrió que la luz está compuesta por diversos colores, lo que, aplicado al estudio de los astros, ha permitido determinar importantes características físicas de éstos.

Sin exageración puede decirse que, gracias a los trabajos de Newton, el hombre dispuso de las herramientas necesarias para comenzar la más fecunda etapa de investigación astronómica. Esto le ha permitido ampliar a tal grado sus conocimientos sobre el cosmos, que desde la aparición de los Principia ha establecido modelos cada vez más completos sobre el Universo.

En el aspecto práctico la aplicación del trabajo de Newton ha permitido construir máquinas que han facilitado mucho nuestra vida, pero seguramente sus aplicaciones de mayor espectacularidad han ocurrido en el terreno astronómico, donde entre otras cosas se han descubierto planetas y se ha podido predecir el retorno de cometas. Edmond Halley (1656-1743), astrónomo inglés que estudió observaciones de cometas de siglos anteriores, se dio cuenta de que había varios casos en que, debido a su movimiento, parecían tratarse del mismo cometa. Aplicando la mecánica newtoniana calculó los elementos de las órbitas seguidas por cometas que habían sido observados en 1531, 1607 y 1682, y encontró que era uno solo. Demostró que ese cometa se movía en una órbita elíptica muy alargada que lo llevaba a recorrer gran parte del Sistema Solar, y que su periodo era de 76 años. Con esos elementos predijo que retornaría a las inmediaciones del Sol a fines de 1758 o principios de 1759. Cuando eso sucedió se confirmó el poder de la mecánica newtoniana. Como es bien sabido, ese cometa fue bautizado como "Halley", en honor de quien calculó por primera vez su órbita y encontró su periodo. Este cuerpo del sistema planetario volvió a nuestra vecindad en 1835, 1910 y por última vez en 1986-1987, y en todas esas ocasiones fue muy estudiado (figura 36).

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Figura 36. Fotografía del cometa Halley en su paso de 1910, tomada en el Observatorio Astronómico Nacional de México, entonces ubicado en Tacubaya, Distrito Federal.

En resumen, gran número de fenómenos naturales, entre los que se cuentan los complejos movimientos de los cuerpos del Sistema Solar, pudieron ser manejados y comprendidos gracias a la fuerza de atracción gravitacional encontrada por Newton, lo que posteriormente ha permitido entender la estructura y jerarquía de los fenómenos cósmicos no solamente en la Tierra, sino también en todo el universo observable, donde esta fuerza adquiere su verdadera magnitud, ya que es la que domina y mantiene la estructura misma del Universo.

VII. SOBRE LAS DIMENSIONES Y EL ORIGEN DEL ..... SISTEMA SOLAR

INTRODUCCIÓN

EN 1650 James Ussher (1581-1656), arzobispo de Armagh, Irlanda, dijo que la creación del mundo había ocurrido el año 4 004 a.C. Este personaje fue experto en lenguas semíticas, lo que le permitió realizar diversos estudios sobre los textos bíblicos, entre los que se cuentan sus investigaciones cronológicas. Sumando las edades que el antiguo Testamento asigna a los diferentes patriarcas, calculó que el mundo había sido creado por Dios precisamente en esa fecha.

Un enfoque diferente del mismo problema, que pronto demostró ser muy valioso para el desarrollo científico, fue el que siguieron aquellos que comenzaron a estudiar la Tierra como un sistema dinámico. Desde siempre nuestro planeta ha experimentado gran variedad de fenómenos naturales que están modificando continuamente su superficie. Tal es el caso de la erosión eólica y marina, de las erupciones volcánicas y de los grandes terremotos. Cuando se comenzó a estudiar estos acontecimientos en forma científica se encontró que la Tierra ha experimentado grandes transformaciones, como lo demuestran formaciones geológicas muy diversas, algunas de las cuales comenzaron a conocerse y comprenderse cuando en el siglo XVI la minería inició la explotación intensiva del subsuelo (figura 37). También la existencia de restos fósiles de plantas y animales sirvió para obtener pruebas que señalaban que la Tierra era en realidad mucho más antigua de lo que había encontrado Ussher.

Esta segunda forma de ver el problema de la edad de nuestro planeta habría de propiciar finalmente los primeros intentos científicos modernos que trataron de establecer el posible origen de la Tierra. Como se verá en el presente capítulo, la conjunción de datos geológicos y paleontológicos, así como algunas de las características dinámicas presentadas por el movimiento de los planetas y del propio Sol, sirvieron para desarrollar las

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primeras teorías que buscaron explicar el origen, la edad, la formación y la evolución del Sistema Solar sin basarse en la religión.

ALGUNOS PARÁMETROS BÁSICOS

La medición es el fundamento de todas las ciencias físicas. Sin importar qué tan complejas y elaboradas puedan ser las teorías que pretendan describir la naturaleza, degenerarán en mera especulación si no cuentan con el respaldo de un conjunto de datos determinados por medio de experimentos y observaciones. En el caso de la astronomía el avance logrado en el conocimiento de las propiedades físicas del Universo se debe a que hemos sido capaces de medir cantidades como el tamaño, la masa y la distancia de los diferentes cuerpos celestes que observamos.

Esta característica de la ciencia, de ocuparse de las cualidades mensurables de los objetos que estudia, adquirió mayor importancia a partir del siglo XVI. En el terreno de la astronomía, la antigua necesidad de contar con un valor exacto de la distancia que separa a la Tierra del Sol resurgió como parte del esfuerzo por obtener modelos cosmogónicos congruentes con las observaciones. Para los investigadores de esa época fue claro que para conocer las dimensiones del Sistema Solar, habría primero que determinar bien cuánto medía la distancia que nos separa del Sol. Es importante señalar que se había encontrado una medida tradicional para el radio terrestre que, si bien fue calculado con buen grado de aproximación por Eratóstenes, requería una determinación más precisa, sobre todo desde que se sabía que la Tierra no era una esfera perfecta.

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Figura 37. Ilustración de excavaciones subterráneas aparecida en De Re Metallica, obra publicada en 1556.

A partir del siglo XVII diversos científicos trabajaron en este problema, destacando las mediciones de Jean Picard (1620-1682) hechas en París, mediante las que determinó la longitud de un arco de meridiano terrestre. También fue importante el enorme esfuerzo realizado por Domenico Cassini (1625-1712), quien coordinó a un grupo grande de investigadores y logró medir el llamado "meridiano de Francia". Igualmente debe mencionarse aquí el trabajo teórico que sobre la forma de la Tierra desarrolló Claude Clairaut (1713-1765). De estas y otras investigaciones fue posible establecer finalmente que el radio terrestre ecuatorial media 6 378 kilómetros.

Independientemente del modelo utilizado para representar el sistema planetario, el valor absoluto de la unidad astronómica expresado en cualquier tipo de unidades lineales (estadios, leguas, millas, kilómetros, etc.) no puede ser deducido directamente de los trabajos teóricos, razón por la cual fue imprescindible determinarlo en forma indirecta, recurriendo a la medición de otros parámetros observacionales.

Una de esas formas fue medir la paralaje solar, cantidad que se define como el ángulo bajo el cual un observador hipotético localizado en el centro del Sol vería desde ahí el tamaño del radio ecuatorial terrestre. La importancia de esta sencilla definición radica en que una vez que se ha determinado observacionalmente el valor de ese ángulo, puede calcularse en forma muy simple la distancia que separa a la Tierra del Sol. Sin embargo, la pequeñez de esa cantidad angular hace que su determinación no sea tarea fácil, por lo que en la antigüedad fracasaron todos los intentos. Esto resulta evidente en la figura 38 donde, para poder representar en la misma página la configuración geométrica que define a la paralaje solar p, se tuvieron que modificar considerablemente las proporciones que guardan los tamaños de la Tierra y el Sol, así como su separación. Sólo así pudo representarse gráficamente ese ángulo tan pequeño.

Al trabajar con cantidades angulares de esas dimensiones los errores inherentes al proceso de medición pesan mucho sobre los resultados, pues, por ser del mismo orden que el ángulo que se intenta medir, dificultan la obtención correcta de un valor definitivo para la paralaje. Esta situación, aunada a la baja resolución de los instrumentos astronómicos disponibles, causó que para fines del siglo XVI y principios del XVII circularan en la literatura especializada distintos valores de la unidad astronómica, lo que llevó a una situación muy confusa, pues por esas fechas cada astrónomo de importancia manejaba su propio valor, el que muchas veces era determinado en forma subjetiva. El cuadro 1 muestra algunos de los valores entonces disponibles.

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Figura 38. Configuración que muestra lo que es el paralaje solar. CUADRO 1. ALGUNOS VALORES DE LA DISTANCIA SOL-TIERRA

 

Autor Unidad astronómica*

Aristarco

Hiparco

Posidonio

Arquímedes

Tolomeo

Albategnio

Regiomontano

Copérnico

Tycho Brahe

Thomas Digges

Kepler

Hevelio

Riccioli

entre 1 080 y 1 200

un mínimo de 490

1 625

10 000

1 210

1 146

1 070

1 179

1 182

un mínimo de 1 160

3 543

5 301

7 068

*Expresada en radios terrestres.

 

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En el capítulo III se ha visto que el método de la dicotomía lunar desarrollado por Aristarco de Samos, aunque es conceptualmente correcto, en la práctica dejó mucho que desear. Permitió determinar valores que mostraron lo alejado que se encuentra el Sol de nosotros, pero fueron inciertos, ocasionando que los astrónomos renacentistas no tuvieran confianza en ellos y prefirieran utilizar el método de la paralaje solar para intentar determinar correctamente la distancia que hay entre la Tierra y el Sol. Este método fue especialmente útil cuando se generalizó el uso del telescopio como instrumento de observación y de medida.

Como resultado de ambos métodos, y sobre todo después de los cuidadosos trabajos de Tycho y Kepler, lo más que se había podido establecer respecto al valor de la UA fue la magnitud del ángulo p ya mencionado. Ante la imposibilidad de encontrar en forma directa el valor de tan pequeña cantidad, se determinó primero la paralaje de Marte, planeta que por encontrarse más cerca de nosotros que el Sol permitía medir con mayor facilidad el ángulo bajo el cual se ve su radio. La paralaje marciana fue determinado por Domenico Cassini y Jean Richer (1630-1696), quienes midieron las distancias aparentes de Marte a las estrellas fijas en forma simultánea, pero desde diferentes lugares. Cassini lo observó desde París y Richer desde Cayena, Guayana Francesa. La separación de más de 10 000 km entre ambos sitios permitió que esos observadores vieran a Marte sobre un fondo estelar ligeramente distinto. Una vez determinada la diferencia resultante de las dos observaciones, se pudo derivar un mejor valor de la paralaje solar y se estableció que debería tener menos de los nueve segundos de arco.

Edmond Halley propuso en 1691 un método alterno para determinar el valor de la unidad astronómica. Como en su época ya se disponía de relojes que permitían determinar el tiempo con mayor precisión que la que se podía lograr al medir ángulos pequeños, Halley propuso que se midieran con gran exactitud los tiempos de entrada y salida del planeta Venus

durante uno de sus tránsitos sobre el disco solar.41 Para obtener un buen resultado sugirió que las observaciones fueran realizadas por el mayor número de astrónomos, y que estos se situaran en diferentes partes de la Tierra, alejados entre sí lo más posible, pero asegurándose de observar el tránsito venusino en forma simultánea. Al cumplir con esos requisitos cada observador vería que la trayectoria seguida por Venus al cruzar frente al brillante disco del Sol sería ligeramente diferente respecto de la observada por los otros (figura 39). Al analizar estadísticamente las diferencias de tiempo de cada observador y conociendo con exactitud su lugar de observación, Halley estimó que sería posible calcular el valor de la paralaje solar con un error de menos del 1%, lo que sin lugar a dudas permitiría establecer con alto grado de exactitud el valor de la UA.

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Figura 39. Representación de cómo se verían dos observadores localizados en diferentes partes del globo terrestre un paso de Venus por el disco solar.

Figura 40. Trayectorias aparentes de Venus sobre el disco del Sol en los últimos cuatro pasos, y en los dos que ocurrirán en el próximo siglo.

Aun cuando los tránsitos del planeta Venus frente al disco del Sol son muy espaciados, de manera un tanto peculiar, ya que en un mismo siglo pueden ocurrir dos de ellos separados por sólo ocho años y después de transcurrir otros 105 años para que el fenómeno se repita (figura 40), gracias a los progresos hechos por Kepler y Newton en mecánica celeste al iniciarse el siglo X y III ya era posible calcular las posiciones planetarias con alta precisión y establecer con gran confiabilidad cuándo tendría verificativo un acontecimiento de esa naturaleza.

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Halley, buen conocedor de la obra de Newton, se dedicó a calcular las efemérides para el que habría de ocurrir el 6 de junio de 1761, indicando horas, minutos y segundos de cada una de sus fases, así como los lugares más adecuados para su observación. Aunque él no vivió para verlo, gracias a sus esfuerzos se realizó una campaña internacional de gran magnitud para observar tan esperado fenómeno celeste.

Mientras llegaba la fecha, otros investigadores lograron establecer con precisión la distancia que separa a la Luna de nuestro planeta. En 1752 Louis Lacaille (1713-1762), usando sus observaciones lunares hechas desde el Cabo de Buena Esperanza, en Sudáfrica, y Joseph-Jerome Lalande (1732-1807), con las observaciones que obtuvo desde Berlín, determinaron la distancia Tierra-Luna, así como el diámetro de nuestro satélite, y calcularon que se localiza a 384 403 km (60 radios terrestres), y que su paralaje es de 57.2 segundos de arco, lo que se traduce en un radio lunar de 1 738 km. Estos valores no fueron sustancialmente diferentes de los que se habían obtenido en la antigüedad, pero sí resultaron más precisos, demostrando a los observadores la ventaja de utilizar sistemáticamente los telescopios recién equipados con instrumentos de medición, como el

micrómetro.42

El segundo tránsito venusino del siglo XVIII ocurrió el 3 de junio de 1769. Para estudiarlo volvieron a participar astrónomos de los países europeos más desarrollados. Cabe aquí destacar el esfuerzo realizado por el criollo mexicano Joaquín Velázquez de León (1732-1786), quien instalado al norte de San José del Cabo, Baja California, realizó por cuenta propia observaciones exitosas de ese tránsito. Esto le permitió obtener datos que envió a la Academia de Ciencias de París y con los cuales contribuyó al esfuerzo astronómico internacional emprendido para determinar la paralaje solar.

Después de analizar los datos obtenidos por todos los observadores que participaron en el estudio de los tránsitos de 1761 y 1769, se encontró un valor medio para la paralaje solar de 8.55 segundos de arco. Como este dato se obtuvo promediando los diferentes valores reportados por los observadores, tenía asociado una incertidumbre propia de su carácter estadístico que resultó ser igual a 16 centésimas de segundo de arco (0.16"). Al calcular la distancia al Sol, esta pequeñísima cantidad angular se tradujo en un error que resultó ser casi de 5 000 000 de kilómetros. Esta distancia es 16 veces mayor que la que nos separa de la Luna. Evidentemente, un valor tan grande hacía inadmisible el resultado obtenido de la observación de esos dos tránsitos, pues además, como el error en la determinación de la unidad astronómica es acumulativo, entre más alejado se encuentre un planeta del Sol, mayor será el error al determinar su distancia.

Otro logro importante en el conocimiento de las propiedades básicas del Sistema Solar fue la determinación hecha por Henry Cavendish (1731-

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1810) de la masa absoluta de la Tierra. Como se ha mencionado en el capítulo anterior, Newton, usando la ley de la gravitación y la tercera ley de Kepler, estableció la densidad media de la Tierra y la masa solar expresada en términos de la masa terrestre (véase el Apéndice F). Para determinar en forma absoluta esta última cantidad, se requería conocer el valor experimental de la llamada constante de gravitación G.

En 1798 Cavendish realizó un cuidadoso experimento en el que midió la pequeñísima fuerza de atracción gravitacional ejercida entre pares de esferas metálicas que pesaban apenas unos kilos y que estaban separadas entre sí menos de un metro. Esto le permitió establecer el valor de la constante G y de ahí determinar el valor absoluto de la masa terrestre, que es de 6 000 millones de trillones de toneladas. Con este valor, y sabiendo que la masa solar es 330000 veces mayor que la de nuestro planeta, se determinó que el Sol tiene una masa de 1.99 x 10 31 kg (19 900 000 000 000 000 000 000 000 000 toneladas), valor verdaderamente inmenso para la escala humana.

Con respecto al valor de la unidad astronómica, a pesar de todos los esfuerzos realizados por los astrónomos del siglo XVIII para encontrar un valor único y confiable, no fue sino hasta el primer tercio de nuestro siglo que se logró determinar, por cierto con métodos diferentes de los propuestos por Halley. En la actualidad se ha establecido que esa distancia es de 149450 000 km, con una incertidumbre de sólo 17 000 km. Con ese valor, Saturno, el más alejado de los planetas conocidos en el siglo XVII, queda ubicado a una distancia media de 1 427 000 000 de kilómetros del Sol, lo que ciertamente dio al Sistema Solar dimensiones antes inconcebibles para esa época.

TEORÍAS SOBRE LA FORMACIÓN DEL SISTEMA SOLAR

Como parte del esfuerzo desarrollado para entender y medir los principales parámetros terrestres y de nuestro entorno planetario, a partir del siglo XVII surgieron los primeros intentos científicos modernos que buscaban explicar el origen y la evolución del Sistema Solar. Para lograrlo, los científicos incorporaron entre sus hipótesis los hechos de importancia derivados de las observaciones que entonces se realizaban, tales como la propiedad de las órbitas planetarias de estar contenidas prácticamente en un solo plano, sin desviarse ninguna de ellas más de 7°30', o como el hecho de que tanto los planetas como sus satélites giran en torno al Sol exactamente en la misma dirección. Atinadamente se pensó que estos hechos no podían ser producto de la casualidad, sino que tenían que ser reflejo de las condiciones que prevalecían cuando se formó el Sistema Solar. Entre los primeros esfuerzos modernos por desarrollar teorías cosmogónicas destacan los de René Descartes (1596-1650), los del conde de Buffon (1707-1788), los de Immanuel Kant (1724-1804) y los de Pierre Simon, conde de Laplace (1749-1827).

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Descartes destaca entre los pensadores del siglo XVI pues, además de tratar con profundidad aspectos que ahora pertenecen claramente al campo filosófico, se interesó mucho en el estudio de la naturaleza, buscando establecer una ciencia universal cuyo fundamento fuera el método matemático. En este terreno publicó importantes obras que tratan de óptica, meteorología y geometría, y a él se debe el desarrollo de la llamada geometría analítica.

En 1633 estaba por publicar el libro Le Monde ("El mundo"), en donde exponía sus ideas sobre el movimiento y sobre el sistema copernicano, pero al enterarse de la condena a la que fue sujeto Galileo por la Iglesia prefirió no tener enfrentamientos con ésta y desistió de imprimirlo.

En 1644 publicó los Principia Philosophiae ("Principios de filosofía"), obra dividida en tres partes. La primera trata sobre su doctrina filosófica, y en las otras dos expuso sus ideas acerca de la naturaleza y del cosmos. En ese texto arguyó que, como no es posible pensar en un límite a la extensión del espacio, el Universo debería ser infinito. También afirmó que ese espacio se hallaba lleno de materia, toda del mismo tipo. Negó así la existencia del vacío cósmico.

Aunque toda la materia que ocupaba el Universo era igual, estaba constituida por tres tipos de partículas, cada una con dimensiones diferentes. Las más grandes formaban el material de tipo terrestre y eran las que conferían sus cualidades físicas y químicas a la materia. Las de tamaño intermedio formaban el aire, y se encontraban entremezcladas con partículas terrestres. Finalmente, las de menor tamaño eran las de fuego. Como en la teoría de Descartes no podía existir el vacío, todas esas partículas dotadas de movimiento iban reemplazándose unas a otras de tal manera que el espacio siempre estaba totalmente lleno.

Esta idea y la creencia de que Dios conservaba siempre la cantidad de materia y de movimiento presente en el Universo, llevó a Descartes a desarrollar su teoría de los vórtices o torbellinos (tourbillons), con la que explicó la formación de los cuerpos celestes.

De acuerdo con la manera actual de entender la naturaleza, la teoría de los torbellinos es más especulativa que física, sin embargo, por el enorme prestigio de su autor y por el importante papel que desempeñó como explicación cosmogónica, sobre todo en la Europa continental de los siglos XVII y XVIII, pensamos que debe mencionarse. En ella Descartes establece que la materia que formaba originalmente al Universo era uniforme y homogénea, encontrándose animada de movimiento que le había sido proporcionado directamente por Dios, movimiento que se conservaba en su totalidad. Al transcurrir el tiempo, ese movimiento comenzó a causar frotamiento (fricción) entre las tres diferentes partículas que formaban a la materia, propiciando la aparición de inhomogeneidades en ella. Las partes densas (partículas terrestres) comenzaron a moverse más

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lentamente, favoreciendo la formación de condensaciones que al transcurrir los milenios habrían de convertirse en planetas. Mientras eso ocurría, la materia más ligera (partículas de aire), cuya movilidad era mayor, se mantuvo en estado fluido, dando origen al Sol y a las estrellas. La materia más sutil, formada por partículas de fuego debido a su ligereza, adquirió un movimiento muy rápido que le permitió llenar completamente el Universo sin que en él quedara ninguna discontinuidad. Por la ausencia de vacío, el movimiento surgido en cualquier parte de esa sustancia produciría que la totalidad de la materia cósmica se moviera.

Como no conoció los trabajos sobre las órbitas planetarias desarrollados por Kepler, este filósofo postuló que el movimiento natural que podía surgir en cualquier porción reducida del cosmos era circular. La consecuencia directa de ese hecho fue que la rotación de la materia originada por la fricción entre las diferentes partículas se propagaría a todo el Universo siendo ésa la génesis de los llamados torbellinos cartesianos. Éstos, al desplazarse, arrastrarían consigo cualquier cuerpo sólido. Bajo esa hipótesis, el movimiento celeste era entendido así: el Sol y las estrellas se encontraban inmóviles, localizados en el centro de torbellinos primarios, mientras que los planetas eran arrastrados por éstos, adquiriendo así su movimiento circular. A su vez esos cuerpos celestes se convertían en los centros de remolinos secundarios que arrastraban a los satélites, dándoles también su movimiento. Los torbellinos primarios se encontraban tan separados entre sí que no podían perturbarse mutuamente, razón por la que el Sol no interaccionaba con las demás estrellas. Los cometas, debido a su alta velocidad podían alejarse de los centros de los torbellinos, pasando de uno a otro sin mayor problema.

Aunque este modelo del cosmos fue muy aceptado durante el siglo XVII, tuvo en su contra serias objeciones, siendo la de mayor importancia que no podía ser expresado adecuadamente mediante el lenguaje matemático, razón por la cual no llegó a convertirse en verdadera teoría científica sobre la formación del Universo. Posteriormente Newton demostró que el sistema de vórtices violaba lo establecido por la ley kepleriana de las áreas.

La teoría catastrofista sobre el origen del Sistema Solar debida a Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, establecía que los planetas se originaron como consecuencia del violento choque de un cometa con el Sol. Esta colisión expulsó de ambos astros una gran oleada de materia, parte de la cual se perdió en el espacio, mientras que otro tanto quedó atrapada por la atracción solar. Como consecuencia de un choque que no fue frontal, el material cautivo comenzó a girar rápidamente en torno al Sol, propiciando que diversos fragmentos se fueran agregando unos a otros para formar conglomerados mayores que adquirieron forma esférica. Finalmente, al enfriarse y volverse opacos fueron los que dieron origen a los actuales planetas. En forma natural ese mecanismo hizo que todos esos cuerpos se distribuyeran en un mismo plano, girando y trasladándose con igual dirección y sentido que la rotación mostrada por el Sol, la cual apareció en

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ese astro después del choque. Además de explicar este hecho observacional básico, la teoría catastrofista de Buffon tiene un mérito más, afirmar que la materia que forma a nuestra estrella y a los planetas es la misma, rompiendo así con un dogma surgido en la antigüedad, y que incluso Descartes aceptó, pues, como ya se mencionó, ese pensador consideró que el Sol y las estrellas habían sido formados a partir de un material diferente del que dio origen a los planetas.

Según la teoría de Buffon los fragmentos que se desprendieron del Sol atravesaron la envoltura gaseosa de éste, lo que les permitió atrapar vapor de agua y aire originalmente contenidos en la atmósfera solar. Con esos compuestos, y tras un proceso de enfriamiento, los planetas formaron sus océanos y sus atmósferas.

Para obtener una respuesta cuantitativa sobre la duración de la etapa de enfriamiento planetario, Buffon realizó experimentos muy cuidadosos que le permitieron medir la rapidez con la que se enfriaban bolas incandescentes de hierro de diferentes tamaños. Extrapolando sus resultados de laboratorio a las dimensiones de los cuerpos del Sistema Solar, concluyó que la Luna necesitó 5 000 años para adquirir su aspecto actual, mientras que para la Tierra el proceso de pérdida de calor tomó 75 000 años. En el caso de Júpiter, que es el planeta más grande del sistema, el tiempo de enfriamiento resultó ser de 200 000 años. Aunque ahora se sabe que esos valores en realidad son muy pequeños, la teoría y las mediciones de Buffon fueron de gran valor en su época pues determinaron que la Tierra tenía una edad mínima muy superior a la que los teólogos habían calculado.

La teoría catastrofista partía de un hecho equivocado: considerar la existencia de un cometa de dimensiones mayores que los planetas. En realidad los cometas tienen masas despreciables comparados con aquellos, razón por la cual un choque cometario no podría haber perturbado al Sol, como Buffon suponía. Sin embargo su teoría tuvo el mérito de ser la primera explicación sobre la formación del Sistema Solar que tomó en cuenta verdaderamente los aspectos científicos del problema.

En 1755 apareció la obra Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels ("Historia general de la naturaleza y teoría del cielo"), debida al filósofo Immanuel Kant. En ella ese prestigiado pensador establecía que inicialmente sólo existía una nube difusa de polvo meteórico, formada por granos cuyas formas, dimensiones y densidades eran infinitamente variadas. Estas partículas llenaban por completo el espacio, moviéndose al azar y chocando entre sí a velocidades diversas.

Al paso del tiempo, la fuerza de atracción gravitacional ordenó esa magna confusión y propició que en algunas partes de esa caótica masa polvorienta se produjeran aumentos muy pequeños en densidad, lo que a su vez ocasionó la caída de más partículas hacia esas regiones. De esa manera se

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fueron formando gigantescas nubes esféricas en las que los elementos más pesados fueron atraídos hacia sus centros. Según Kant, este mecanismo de atracción gravitacional entre partículas de masas y densidades diferentes fue el que originó la formación de las estrellas, y en particular del Sol.

En su caída los elementos pesados apartaron a los ligeros, causándoles una caída oblicua o lateral, que imprimió una rotación que los obligó a moverse en órbitas elípticas en torno a la masa central, formando así corrientes materiales constituidas por los elementos ligeros, que quedaron contenidas prácticamente en un solo plano. En ellas aparecieron finalmente centros secundarios de atracción que, repitiendo el proceso ocurrido cuando se formó el Sol y las estrellas, dieron origen a los planetas y a sus satélites. Como las partículas que formaron el Sol también fueron afectadas por desviaciones, este astro adquirió un movimiento de rotación que posteriormente se reflejó en el sentido en el que giran los planetas en torno a él.

Aunque Kant se preocupó mucho por explicar mediante su modelo la rotación observada del Sol, así como la dirección de giro de los planetas y su localización en el plano de la eclíptica, su teoría no fue satisfactoria pues se demostró que tal esquema era dinámicamente inestable y no podría existir en la naturaleza. A pesar de esa falla de principio, Kant tuvo el mérito de ser el primero en reconocer el importante papel de la gravitación en el proceso de formación de las estrellas, así como en la génesis planetaria, por lo cual no debe extrañarnos que sus hipótesis básicas, modificadas adecuadamente, sigan siendo de utilidad para tratar de entender esos complicados procesos.

En 1796 Laplace dio a conocer la llamada hipótesis de la nebulosa primitiva, mediante la cual también trató de explicar la formación del Sistema Solar. Para evitar los problemas dinámicos a los que tuvo que enfrentarse Kant, Laplace postuló que la nebulosa primigenia se hallaba animada por un lento movimiento de rotación. Suponía la existencia de una nebulosa gaseosa e incandescente con forma de esferoide, en la que la materia que se encontraba distribuida alrededor de la parte central tenía la propiedad de ser menos densa cuanto más alejada se encontraba de ella.

Como se verá más adelante, esta representación no respondía solamente a una idealización, sino que tenía mucho que ver con el descubrimiento de objetos nebulosos que, al ser observados a través de los telescopios más poderosos de esa época, mostraban un panorama que coincidía con la teoría de Laplace. Además de tomar en cuenta ese hecho observacional, este notable astrónomo analizó teóricamente de forma muy rigurosa el papel que tenían en su modelo las fuerzas de fricción, de atracción gravitacional y centrífuga ocasionada por la rotación, siguiendo para ello el formulismo de la mecánica desarrollado por Newton. Quizás por estas razones su modelo tuvo una gran aceptación, manteniéndose vigente por más de cien años.

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En esencia, la teoría nebular de Laplace establecía que al paso del tiempo, la nebulosa primitiva se fue condensando por efecto de la fuerza gravitacional generada por su propia masa, que atraía a todas las partículas hacia su centro, lo que a largo plazo ocasionó que la nebulosa originalmente esferoidal adquiriera forma lenticular, teniendo un abultamiento central bien definido. A partir de éste se formó el Sol, también por un proceso de contracción. Al irse contrayendo ese abultamiento, o protosol, fue aumentando su velocidad de rotación, tal y como establecen las leyes de la mecánica, llegando un momento en el que finalmente se rompió el equilibrio entre la fuerza de atracción gravitacional ocasionada por la masa contenida en el abultamiento y la fuerza centrífuga debida a la rotación del material. Este equilibrio entre ambas fuerzas originó que las partes más externas fueran arrancadas del abultamiento, formando así un anillo gaseoso que, una vez desprendido, siguió girando independientemente del resto de la masa que formaba el protosol, pero con la misma dirección y sentido de rotación que tenía la masa central.

Este desprendimiento de materia no impidió que el protosol continuara contrayéndose, lo que volvió a ocasionar que aumentara su velocidad de rotación, llevándolo de nuevo a una situación de desequilibrio que lo obligó a expulsar otro anillo. Este fenómeno se repitió varias veces, lo cual dio origen en cada ocasión a la formación de un nuevo anillo. El proceso se detuvo cuando cesó la contracción que dio origen al Sol. Los anillos, localizados todos en el plano ecuatorial solar fueron quedando separados, con grandes espacios entre ellos. Debido a que estas estructuras carecían de homogeneidad, resultaron inestables, ocasionando que se fraccionaran en porciones de menor tamaño y forma esferoidal que siguieron girando en torno al cuerpo central. El fragmento mayor de cada anillo atrajo hacia sí a los más pequeños, lo que finalmente propició la formación de un planeta que quedó constituido por un núcleo denso, rodeado por una atmósfera incandescente (figura 41).

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Figura 41. Representación de la teoría nebular de Kant-Laplace.

En torno a los planetas se dio el mismo fenómeno de formación de anillos y crecimiento de fragmentos por incorporación de masas menores, y fue así como surgieron los satélites que se encuentran girando alrededor de la Tierra, Júpiter y Saturno.

La existencia del anillo que rodea ecuatorialmente a Saturno fue para Laplace la confirmación de su hipótesis. Como mecánicamente los anillos sólo pueden existir si son completamente homogéneos, y puesto que por su propio proceso de formación es improbable que esto ocurra, Laplace arguyó que Saturno era el único ejemplo que quedaba en todo el Sistema Solar del proceso de formación que le dio origen, pues en todos los demás planetas no se dieron las condiciones de homogeneidad necesarias para la sobrevivencia de los anillos.

Las teorías de Kant y de Laplace sobre la formación del Sistema Solar son en realidad complementarias, pues, aunque fueron elaboradas independientemente, el tratamiento que ambos autores dieron al problema fue similar, ya que los dos intentaron explicar los mismos hechos observacionales partiendo de las leyes de la mecánica. Durante más de 100 años se aceptó que el sistema planetario había surgido por la contracción y fragmentación de una nebulosa tal y como esos autores proponían, razón por la cual su explicación fue conocida como la teoría de la nebulosa primitiva de Kant-Laplace.

A pesar del tiempo transcurrido desde que se originó esta hipótesis, lapso en el que se han descubierto aspectos muy importantes sobre los mecanismos por los cuales se forman las estrellas, algunos elementos de la teoría de Kant-Laplace han sobrevivido. Manejados adecuadamente, y tomando en cuenta las restricciones introducidas por los datos observacionales actuales, han servido para configurar modelos que tratan

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de explicar no sólo el origen del Sistema Solar, sino el proceso general de la formación estelar.

En la actualidad todavía no se cuenta con una teoría que explique satisfactoriamente la existencia de los diferentes objetos que forman el Sistema Solar. Éste es un problema que sigue vigente, y en la búsqueda de soluciones seguramente se irán encontrando datos novedosos sobre el sistema planetario y su estrella.

VIII. EL UNIVERSO SE AMPLÍA

INTRODUCCIÓN

AUNQUE en 1610 Galileo señaló que la Vía Láctea estaba formada por inmenso número de estrellas, los principales astrónomos de aquella época dieron poca importancia a tal afirmación, posiblemente porque estaban enfrascados en encontrar un modelo único y congruente del Sistema Solar. Además, en ese entonces no había ideas claras ni datos suficientes que permitieran teorizar en forma científica sobre el origen y distribución de las estrellas; lo más que se había podido establecer era que, por no ser posible medirles paralaje alguna, esos astros tenían que ser objetos muy lejanos.

De la gran síntesis realizada por Newton surgió un universo mecanicista, considerado homogéneo, isotrópico e infinito, además de estático a gran escala. Por estas razones la idea de que las estrellas se encontraban distribuidas espacialmente de manera uniforme fue común entre los astrónomos hasta principios del siglo XVIII. Al perfeccionarse los telescopios se hizo evidente que en realidad el cosmos no era así, ya que uno de los primeros hechos que mostraron las observaciones fue la existencia de agrupamientos de estrellas formados por cientos o miles de ellas. Incluso el aspecto mismo de la Vía Láctea indicaba la existencia de una distribución de estrellas no uniforme en el firmamento.

Por esas fechas, el uso de los telescopios demostró que en diferentes regiones de la bóveda celeste existían objetos extendidos con aspecto difuso. Los principales observadores consideraron que eran conglomerados estelares bien delimitados, que presentaban esa apariencia debido a que se hallaban a distancias tan grandes que no era posible distinguir individualmente a las estrellas que los formaban. Al teorizar sobre la estructura del Universo, Kant sugirió que esas nebulosas eran similares en todo a nuestra Vía Láctea, y que por el hecho de estar tan alejadas de nosotros y entre sí podían considerarse islas cósmicas o universos-islas, ya que los pensó como sistemas cerrados e independientes, separados por distancias inconmensurables. A este respecto, en su Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels, Kant afirmó que:

Es mucho más natural y razonable suponer que una nebulosa no es un sol solitario y único, sino un sistema de muchísimos soles que aparecen

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apiñados, a causa de la distancia, en un espacio tan limitado que su luz, que sería imperceptible si cada uno de aquéllos estuviera aislado, basta, debido a su inmenso número, para dar un pálido y uniforme resplandor. Su analogía con nuestro sistema de estrellas, su forma, que es precisamente la que debe ser de acuerdo con nuestra teoría; la tenuidad de su luz, que denota infinita distancia, todas están en admirable concordancia y nos lleva a considerar aquellas manchas elípticas como sistemas del mismo orden que el nuestro: en definitiva a ser vías lácteas.

Ejemplo de ese tipo de objetos celestes era la llamada nebulosa de Andrómeda, objeto difuso de forma elíptica visible a simple vista, que había sido observado ya desde el siglo X (figura 42).

Figura 42. Fotografía que muestra a la galaxia de Andrómeda y a dos de sus satélites.

Algunos estudiosos trataron de resolver la contradicción originada al suponer por un lado la uniformidad del Universo y, por otro, observar la existencia de conglomerados estelares bien definidos, así como objetos extendidos y difusos, y para ello supusieron que esas nebulosas no tenían existencia material sino que solamente eran consecuencia directa de fenómenos ópticos ocurridos dentro de los telescopios. Otros, por el contrario trataron de entender físicamente su naturaleza y el papel que desempeñaban dentro de la estructura cósmica.

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Como se verá en el presente capítulo, los intentos por determinar la distribución estelar y por resolver la cuestión relativa a la constitución de las nebulosas sirvieron para comenzar a trazar la forma y estimar las dimensiones de nuestra galaxia, aunque debe aclararse que en esa época lo que en realidad querían los pensadores y observadores que realizaron esos trabajos era determinar la estructura y las dimensiones de todo el Universo.

PRIMEROS INTENTOS MODERNOS PARA DETERMINAR LA FORMA DEL UNIVERSO

A causa de la actitud hostil que adoptaron las diferentes corrientes religiosas que en esa época campeaban sobre Europa continental, se tuvo mucho cuidado de evitar interpretaciones cosmogónicas no ortodoxas. Esta fue, por ejemplo, la postura tomada por René Descartes. Sin embargo, las actitudes adversas hacia la teoría heliocéntrica no tuvieron la misma intensidad en Inglaterra, donde las ideas de Copérnico y sus sucesores pudieron ser discutidas con libertad. Previamente a la publicación de los Principia de Newton, surgieron en ese país obras que difundieron el heliocentrismo. En su opúsculo A Perfit Description of the Caelestiall Orbes ("Una descripci perfectaón de las esferas celestes") publicado en Londres en 1576, Thomas Digges (ca. 1545-1595) hizo una traducción libre al inglés de las partes fundamentales del texto de Copérnico, agregando algunas ideas propias, particularmente relacionadas con la infinitud del firmamento. En esa obra Digges ya no supuso la existencia de la esfera de las estrellas fijas como el límite cósmico, suposición que incluso había hecho Copérnico, sino que consideró un universo infinito poblado de estrellas distribuidas en forma tal que la distancia de cada una de ellas al centro del Universo, ocupado por el Sol, era diferente (figura 43). Además de considerar esta distribución estelar variable, afirmó que las estrellas eran mayores que este astro.

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Figura 43. Modelo heliocéntrico del Universo de acuerdo a Digges.

Otro inglés que siguió esa línea de pensamiento fue William Gilbert (1540-1603), quien es mejor conocido por ser uno de los precursores del estudio científico del magnetismo. En su obra póstuma De mundo sublunari philosophia nova ("Filosofía nueva del mundo sublunar"), publicada en Amsterdam en 1651, representó a las estrellas distribuidas por todo el firmamento en forma todavía más clara que Digges, alejándose más de la arcaica idea de la existencia de una esfera formada por estrellas fijas como límite de un universo perfecto y finito (figura 44). Pero quien realmente dio un paso notable en este campo fue Thomas Wright (1711-1789), quien, con el propósito de encontrar en el estudio de la distribución estelar un orden que fuera reflejo directo del que en el terreno moral y espiritual había establecido Dios, formuló el primer modelo razonablemente correcto sobre la constitución y estructura de la Vía Láctea.

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Figura 44. Representación heliocéntrica de Gilbert.

No obstante que su trabajo encaja más en el terreno filosófico que en el astronómico, con su obra titulada An Original Theory or a New Hypothesis of the Universe ("Una teoría original o nueva hipótesis sobre el Universo") publicada en Londres en 1750, Wright introdujo aspectos astronómicos de importancia que deben ser mencionados. Al aceptar la conclusión observacional de Galileo de que la Vía Láctea está formada por una masa de estrellas sin resolver, Wright pudo explicar su apariencia, asegurando que el aspecto de banda brillante y lechosa se debía solamente a que nos encontramos inmersos en ella, en lo que localmente puede considerarse una capa plana formada por muchas estrellas. Afirmó que al mirar en la dirección en que se extiende esa capa, el observador veía luz proveniente de gran número de estrellas a la vez, incluso de aquellas tan débiles que no podían mirarse de manera individual, pero que al sumar su luz a la de otras iguales a ellas producían la ilusión óptica de ser sólo una banda luminosa en el cielo. Wright consideró que esa estructura aplanada tenía dimensiones infinitas a lo largo de su plano principal, pero que su grosor era finito (figura 45).

 

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Figura 45. Representación de la Vía Láctea hecha por Wright.

En esa misma obra consideró que el Universo estaba formado por un número infinito de estructuras estelares, como en la que nos encontramos inmersos. En uno de los dos modelos geométricos que elaboró para explicar sus ideas cosmogónicas afirmó que esos sistemas eran esferas cerradas, cuya envolvente era un delgado cascarón formado a su vez por infinidad de estrellas.

Su otro modelo puede considerarse más próximo a lo que actualmente se sabe sobre la forma de nuestra galaxia. En él establecía que la Vía Láctea era en realidad un disco que contenía al Sol muy cerca de su centro. En ese modelo jerarquizaba los movimientos cósmicos, ya que además de aceptar la hipótesis heliocéntrica de Copérnico en la que la Luna gira en torno a la Tierra y ésta alrededor del Sol, también consideró que este astro se desplazaba circularmente en torno al centro del disco o centro universal de gravitación, que fue como él lo llamó. De acuerdo con sus ideas teológicas identificó ese punto con el asiento de la divinidad, de donde emanaba la fuerza que mantenía unido a todo el sistema. Hasta donde se sabe ésta es la primera ocasión en que se consideró al Sol como una estrella más moviéndose en torno a un punto privilegiado, arrastrando en ese movimiento a todos los planetas. Este último modelo muestra que Wright ya no se limitó a considerar al Sol como el centro inmóvil del Universo, sino que fue capaz de concebirlo girando junto con las demás estrellas.

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El respaldo a esta idea de Wright fue un hecho observacional. Todos los que hemos observado la Vía Láctea nos hemos dado cuenta de que no divide a la bóveda celeste en dos partes iguales (véase la figura 1). Wright afirmó que ese efecto era causado porque, aunque el Sol se hallaba cerca del centro de nuestro sistema estelar, no estaba localizado en el plano central del mismo, sino que se situaba a considerable distancia de él. Esta parte de la teoría de Wright establece un hecho novedoso de gran importancia, pues con su explicación, que por cierto es correcta, quitó a nuestra estrella la posibilidad de ser el centro del Universo.

Se ha dicho que este autor es considerado más bien un filósofo que un astrónomo. Sin embargo, además de construir los modelos ya mencionados, también realizó trabajos astronómicos de gran utilidad, pues calculó el valor de la unidad astronómica en 80,000,000 de millas (130,000,000 km), valor que se acerca mucho (87%) al aceptado actualmente. Sugirió además la existencia de planetas aún no descubiertos, tanto más allá de Saturno como interiores a la órbita de Mercurio, y explicó la existencia de una brecha interplanetaria entre Marte y Júpiter diciendo que ahí debería existir un planeta, pero que seguramente había sido desintegrado por el choque con un cometa. Debe hacerse notar que esta última hipótesis la dio a conocer 50 años antes del descubrimiento del primer asteroide.

Las principales ideas cosmogónicas debidas a Wright pueden resumirse en los siguientes tres puntos:

1) La Vía Láctea es una galaxia más entre el número infinito de objetos de ese tipo que hay en el Universo. 2) La apariencia de banda brillante y blanquecina que muestra se debe a que al menos localmente es una estructura estelar muy rica, de forma aplanada y constituida por un número infinito de estrellas de muy bajo brillo. 3) Cada galaxia es concéntrica a su propio centro supernatural, del cual emerge la fuerza que la gobierna, además de ser un sistema estelar completamente independiente de las otras galaxias.

Aunque poco conocida en su época se sabe que la cosmología de Wright influyó en Kant, quien tomó del autor inglés elementos importantes para su modelo cósmico. Al extenderlo y complementarlo con aspectos dinámicos sugeridos por las teorías mecanicistas de Newton, Kant obtuvo su propio esquema de un universo infinito.

LOS TRABAJOS DE HERSCHEL

A pesar de los avances en óptica y del rápido crecimiento que experimentó la mecánica newtoniana, al mediar el siglo XVIII las investigaciones astronómicas, tanto en su aspecto teórico como en el observacional, seguían estando fundamentalmente constreñidas al estudio del Sistema Solar. Esta situación cambió en forma notable gracias al fecundo trabajo observacional de un solo astrónomo, Friedrich William Herschel (1738-1822). Su contribución al desarrollo astronómico ha sido enorme, pues sus

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investigaciones no solamente ampliaron la frontera del Sistema Solar, sino que contribuyeron a la apertura de nuevas áreas, permitiendo el estudio científico de objetos cósmicos localizados más allá de los límites del sistema planetario.

Su interés por la observación astronómica y su escasez de recursos económicos lo llevaron a construir sus propios telescopios. Fabricó más de 100, llegando a ser un verdadero experto en el tallado de espejos metálicos y en la elaboración de telescopios reflectores. El primero que construyó tenía un espejo de tan solo 5 cm de diámetro, pero el mayor fue un telescopio con espejo de 1.2 metros y distancia focal de 12 metros.

Figura 46. Manchas solares. Fotografía tomada el 1 de octubre de 1909 en el Observatorio Astronómico Nacional de México.

Sus trabajos astronómicos fueron diversos, abarcando desde el estudio telescópico de Mira Ceti, que fue la primera estrella variable conocida,43

pasando por la observación de las manchas solares (figura 46) y su posible relación con la climatología terrestre, hasta el descubrimiento de los cambios presentados por los casquetes polares de Marte (figura 47). En 1795 determinó que el valor de la UA era de 152000000 km, valor prácticamente igual al que se usa en la actualidad.

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Figura 47. Dibujo de la superficie marciana donde se muestran los casquetes polares.

Pronto el interés de Herschel fue tomando la dirección de los estudios estelares, ya que concibió el proyecto de observar más allá de los límites de nuestro sistema planetario para poder establecer hechos ciertos sobre la estructura cósmica. De una manera muy cuidadosa comenzó a catalogar todas las estrellas que podía observar a través de sus telescopios, pues basándose en su distribución en el firmamento pretendía determinar la forma y dimensiones del Universo.

Como consecuencia de ese laborioso y metódico trabajo descubrió un nuevo planeta. Utilizando un telescopio con espejo de 16 cm de diámetro y 2 m de distancia focal, el 13 de marzo de 1781 observaba y medía un grupo de estrellas poco brillantes localizadas en la constelación de los Gemelos (Geminis). Advirtió que una de esas estrellas no mostraba el aspecto puntual que a través de los telescopios presentaban todas las estrellas, sino

que se veía como un pequeñísimo círculo. Cambió de ocular44 para aumentar el poder amplificador de su telescopio y vio que el área del círculo también aumentaba. Al continuar la observación se dio cuenta de que ese astro se desplazaba respecto al fondo de las estrellas fijas.

Aunque no pudo observar la cola típica asociada con los cometas, supuso que el objeto que observaba era uno de esos cuerpos celestes, y así lo hizo saber el 26 de abril de 1781 a la Royal Society de Londres.

El peso de la tradición milenaria que establecía la existencia de sólo cinco planetas (sin incluir a la Tierra) era tan grande que Herschel no tuvo en el momento de su descubrimiento la audacia de pensar que había encontrado un nuevo planeta, razón por la que el título del trabajo acerca de sus observaciones fue Account of a Comet ("Reseña de un cometa").

Una vez que se divulgó ese descubrimiento los mejores astrónomos de Europa se dedicaron a observar el nuevo astro para determinar sus parámetros orbitales. Pronto se estableció que ese cuerpo celeste seguía una

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trayectoria muy próxima a la circular, que además quedaba contenida en el plano de la eclíptica. Como estas dos características eran propias de los otros planetas conocidos, concluyeron que en realidad se trataba de un nuevo planeta, al que después de diversas propuestas se acordó llamar Urano. La importancia de ese descubrimiento fue enorme, sobre todo porque propició una nueva mentalidad en la manera de entender el cosmos. La distancia media entre Urano y el Sol resultó ser de 19.2 UA, valor que duplica la que hay entre esa estrella y Saturno. Por esta razón, el descubrimiento de Herschel amplió al doble las dimensiones del Sistema Solar, mostrando así que éste era mucho mayor que lo que los astrónomos más audaces habían imaginado con anterioridad. Evidentemente el prestigio que Herschel adquirió con ese hallazgo fue grande y lo convirtió en uno de los científicos más respetados de su época.

Aprovechando sus grandes telescopios Herschel intentó medir directamente paralajes estelares, pero sin éxito. Sin embargo, durante esas investigaciones observó la existencia de un número considerable de estrellas dobles. Después de medir cuidadosamente las variaciones relativas de posición de las dos componentes que formaban esos grupos estelares, pudo demostrar que en realidad ambas estrellas constituían un sistema físicamente ligado, donde la interacción entre los dos cuerpos celestes se debía a la fuerza de gravedad. Este descubrimiento fue de gran importancia, ya que demostró que la fuerza de atracción gravitatoria a la que Newton había considerado responsable del movimiento de los planetas en torno al Sol, tenía vigencia más allá del Sistema Solar, lo cual le dio un carácter de verdadera fuerza universal.

Mediciones muy cuidadosas del movimiento relativo de las estrellas que forman esos sistemas binarios permitieron a Herschel demostrar que describían órbitas elípticas. Una vez establecidos los periodos orbitales de ambas estrellas, y mediante la aplicación de las leyes de Kepler, pudo determinar importantes parámetros físicos de los dos miembros de esos sistemas, tales como las masas de las estrellas que los forman. De esta manera, uniendo los resultados observacionales con las leyes físicas, la astronomía avanzó en una nueva dirección, superando la etapa meramente descriptiva del movimiento de los cuerpos celestes para entrar al terreno de la determinación de las características intrínsecas a la naturaleza de los astros.

Como consecuencia directa de todo ese fructífero trabajo observacional, Herschel fue el primer astrónomo que tuvo a su disposición datos que le permitieron intentar de manera científica la descripción y medida de nuestro sistema estelar. Partiendo de la hipótesis de que en cada pequeña región observada del cosmos el número promedio de estrellas presentes era el mismo, buscó determinar la densidad estelar del Universo. Para llevar a cabo ese estudio Herschel aplicó técnicas estadísticas, desarrollando en 1784 el método de las reglas estelares, que consistía en el conteo cuidadoso de todas las estrellas que podía ver a través del telescopio en

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distintas direcciones del firmamento hasta una magnitud determinada. En 1785 publicó el resultado de su conteo en 683 regiones diferentes del cielo, y posteriormente agregó los datos de otras 4 000 zonas. Su trabajo mostró que en algunas áreas únicamente se veía una estrella de la magnitud límite, mientras que hubo otra donde estimó la existencia de 116 000.

Tan marcadas desigualdades en la distribución estelar sólo podían entenderse como consecuencia de una de dos causas: o bien se trataba de una verdadera distribución irregular de las luminarias celestes en el espacio tridimensional, o se debía a diferencias en la distancia a la que las distintas partes del sistema estelar se extendía. Herschel, seguramente influido por el peso de una tradición milenaria que afirmaba que las estrellas se distribuían uniformemente en el firmamento, tomó como hipótesis de trabajo la segunda posibilidad, suponiendo además que sus telescopios le permitían escudriñar los bordes mismos del sistema estelar en cualquier dirección a donde los dirigiera. Supuso también que todas las estrellas tenían el mismo brillo, lo que implicaba que al observar en una dirección determinada del cielo, las más débiles serían las más lejanas.

Observó en más de 1 000 direcciones distintas de la bóveda celeste, y determinó las diferencias en brillo de un enorme número de estrellas (5 819 000), lo que le permitió obtener los promedios correspondientes a cada campo estelar estudiado. Como consideró que la concentración de estrellas en diferentes áreas del firmamento era una medida de la profundidad a la que el sistema estelar se extendía, convirtió las variaciones de brillo en distancias relativas, y fue así que concluyó que nuestra galaxia es un sistema tridimensional con forma de disco irregular. Ya que a pesar del enorme número de estrellas observadas sólo pudo estudiar un área pequeña del cielo, cuando en 1785 publicó sus resultados lo que verdaderamente dio a conocer fue la proyección de un cosmos tridimensional en el plano de la bóveda celeste. Es por ello que la figura 48, que es el diagrama de la galaxia que él publicó, representa un corte transversal de ese sistema de estrellas. Debe aclararse que esa representación fue tomada por Herschel como si fuera el universo en su totalidad y no solamente como el sistema de la Vía Láctea, ya que él no diferenciaba todavía entre estos dos sistemas.

Figura 48. Corte transversal del disco de la Vía Láctea de acuerdo a las investigaciones de Herschel. El punto grueso cerca del centro representa la posición del Sol.

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Mediante sus observaciones telescópicas confirmó lo que la observación a simple vista nos deja entrever: que las estrellas son más abundantes cerca de la Vía Láctea que en la dirección perpendicular a ésta. El esquema que surgió de su laborioso conteo fue el de un conglomerado en forma de disco un tanto irregular, donde uno de sus lados se dividía en dos ramas. De acuerdo con sus cálculos, el diámetro de ese sistema estelar era casi siete veces mayor que su grosor, por lo que en conjunto resultó claramente aplanado, siendo precisamente la Vía Láctea la que quedaba contenida en ese plano. En su modelo, el Sol ocupaba una posición muy cercana al centro del sistema.

La figura 48 permite apreciar la gran bifurcación ya mencionada que corresponde a un desdoblamiento de la Vía Láctea, fácilmente apreciable a simple vista, entre las constelaciones del Escorpión y del Cisne. Herschel creyó que en ese espacio el número de estrellas era considerablemente menor que en el resto de la galaxia. Ahora se sabe que no es así, y que lo que en realidad está ocurriendo en esa y otras regiones de la Vía Láctea es que son oscurecidas por la presencia de grandes cantidades de material opaco que ahí se localiza, el que por sus propiedades físicas es capaz de absorber la luz proveniente de las estrellas. Es conveniente aclarar que la presencia de material oscurecedor en la galaxia no fue comprobada sino hasta el presente siglo.

Para determinar en forma absoluta las dimensiones de su modelo cósmico, Herschel tuvo que calibrar el alcance de sus telescopios. Esto lo hizo de la siguiente manera. Sabía que la distancia a Sirio, que era la estrella más brillante del cielo y por tanto la más cercana según su hipótesis, había sido

estimada por diferentes astrónomos solamente en tres años luz.45 Por otra parte, se sabía que las estrellas más débiles que se observan a simple vista tienen sólo 1/64 del brillo de Sirio, lo cual de acuerdo con la ley física encontrada experimentalmente que establece que una fuente luminosa cualquiera disminuye su brillo en proporción inversa al cuadrado de su distancia al observador, significaría que esas estrellas tendrían que hallarse siete veces más lejos de nosotros que Sirio, hecho que implicaba que el poder de penetración del ojo para escudriñar el firmamento alcanzaba distancias de 24 años luz. Como el telescopio que Herschel utilizó para esos estudios de la estructura galáctica tenía un espejo de 1.2 metros, al comparar el área de ese instrumento con la de la pupila del ojo humano estableció que dicho telescopio podría registrar objetos alejados 4 000 años luz del Sol, ya que la captación de la luz por cualquier instrumento óptico (el ojo es uno de ellos) es directamente proporcional a su área. De esta manera tan ingeniosa, Herschel estimó que la estructura cósmica en forma de disco que había surgido de su estudio estadístico de la distribución de las estrellas en el firmamento tenía un diámetro de 8 000 años luz y un poco más de 1 000 de grosor, lo que significó una ampliación gigantesca en las dimensiones del Universo.

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Gracias a que Herschel construyó los telescopios más potentes de su época, fue capaz de descubrir miles de objetos de aspecto nebuloso. La apariencia, sin embargo, no era la misma para todos, pues mientras unos mostraban características de tipo estelar, otros se veían muy difusos y lechosos. Encontró que los primeros se hallaban en regiones oscuras del cielo, lejos del plano de la Vía Láctea, mientras que los de aspecto lechoso abundaban precisamente en ese plano. Así, estableció que la densidad de los primeros aumentaba en forma considerable al alejarse del plano determinado por la Vía Láctea, y concluyó que las nebulosas de aspecto estelar eran objetos externos a ella y, por tanto, que existían universos-islas. Con estos datos concibió a nuestro sistema estelar como uno de esos universos-islas, aislado en el espacio y flotando en él. Consideró que más allá de sus límites existía un número infinito de sistemas en todo iguales al nuestro.

En 1789 puso en operación el mayor de los telescopios que construyó: un

reflector de 12 m de distancia focal46 montado sobre una complicada estructura giratoria hecha de madera y movida mediante cables y poleas. Con ese instrumento estudió en forma detallada la estructura de los anillos de Saturno y descubrió el sexto y el séptimo satélites de ese planeta, que posteriormente fueron llamados Encédalo y Mimas, respectivamente, con lo cual se amplió el número de cuerpos celestes pertenecientes al Sistema Solar.

Otro importante logro observacional obtenido por Herschel fue demostrar que el Sol está en movimiento. Gracias a sus observaciones se dio cuenta de que las estrellas de nuestra vecindad se ven acercarse hacia un punto del cual el Sol parece apartarse, mientras que se alejan del punto al que éste parece ir. Después de muchos años de trabajo le fue posible demostrar que ese efecto se debe a que nuestra estrella se desplaza en dirección de un punto bien determinado de la bóveda celeste que se encuentra en dirección de la constelación de Hércules, con una velocidad de 19 kilómetros cada segundo, lo que equivale a cuatro unidades astronómicas por año. A ese punto lo llamó Ápex. Desde el punto de vista de la construcción de modelos cosmogónicos, esas observaciones no sólo demostraron que los planetas se están moviendo en torno al Sol, sino que éste se desplaza dentro de nuestro sistema estelar. Por lo tanto, a partir de ese descubrimiento ya no fue posible considerar al Sol inmóvil. Esta idea había sido expresada por Wright, pero su confirmación tuvo que esperar hasta que se produjeron observaciones estelares precisas y sistematizadas.

En 1800 William Herschel estudiaba la luz proveniente del Sol siguiendo la idea experimental que permitió a Newton descomponerla en los diferentes colores del arco iris. Después de cuidadosas mediciones estableció que más allá de la zona donde terminaba el color rojo había una región que era calentada por algo invisible. Fue así como descubrió la radiación infrarroja emitida por el Sol. Posteriormente se ha demostrado que este tipo de radiación es emitida por todos los cuerpos cósmicos. Su estudio ha

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permitido ampliar considerablemente nuestros conocimientos sobre la estructura del Universo, ya que esos rayos localizados más allá del color rojo proporcionan información valiosa que aunque nuestros ojos no pueden ver, sí puede ser medida con instrumentos apropiados.

Con todo su trabajo Herschel amplió considerablemente la visión que el hombre tenía de su lugar en el Universo, y aunque su modelo de la Vía Láctea no resultó correcto, pues su hipótesis de que todas las estrellas tenían el mismo brillo es falsa, su contribución a la astronomía fue tan rica que aún seguimos utilizando mucho del material que nos legó.

MÁS LOGROS OBSERVACIONALES

El caudal de descubrimientos astronómicos importantes comienza a ser tan grande a partir del siglo XVIII, que en una obra de este tipo es imposible hacer mención de todos ellos. Sin embargo, por el papel que algunos desempeñaron en el correcto entendimiento de la estructura del Sistema Solar, así como en el proceso que permitió establecer la separación conceptual entre éste y lo que formaba al resto del Universo, mencionaremos los más notables.

Giuseppe Piazzi (1746-1826) fue, después de Herschel, el más importante observador de la segunda mitad del siglo XVIII. Tras una meritoria labor magisterial se le encomendó fundar los observatorios de Nápoles y Palermo. Convencido de que la elaboración de catálogos estelares era fundamental para el desarrollo de la astronomía, se dedicó a realizar observaciones muy cuidadosas con el fin de producirlos. En el observatorio de Palermo durante la primera noche del año de 1801, descubrió un nuevo astro, y tras observarlo varias noches sucesivas, comprobó que se desplazaba respecto a las estrellas de fondo. Logró estudiar su movimiento por 40 noches y con los datos que obtuvo publicó el descubrimiento de ese nuevo cuerpo celeste al que llamó Ceres, que fue el primer asteroide descubierto. La palabra asteroide fue acuñada por Herschel, quien pensó que ese nombre era el apropiado para cuerpos pequeños que no alcanzaban a ser astros.

Karl Friedrich Gauss (1771-1855), destacado matemático que se interesó por la aplicación rigurosa de la mecánica newtoniana para la correcta determinación de las órbitas planetarias; desarrolló un nuevo método de cálculo y lo aplicó al análisis de los datos observacionales obtenidos por Piazzi, con lo cual determinó la órbita de ese asteroide, que resultó estar localizado entre Marte y Júpiter.

El segundo objeto de ese tipo fue descubierto por Heinrich Wilhelm Matthäus Olbers (1758-1840), y fue bautizado como Palas. Muy poco después fueron descubiertos el tercero y el cuarto, a los que se llamó Juno y Vesta, respectivamente. Ceres, el mayor de todos los asteroides tiene tan sólo 770 kilómetros de diámetro.

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Con estos y otros descubrimientos similares, al mediar el siglo XIX se había establecido la existencia de un considerable número de asteroides, todos orbitando al Sol dentro de una franja contenida entre las trayectorias que siguen Marte y Júpiter. Este cinturón de asteroides agregó otro componente al Sistema Solar, así como un interrogante más, ya que hasta la fecha se analiza y discute el origen de esos pequeños cuerpos sin que se haya encontrado una teoría que pueda explicar satisfactoriamente todos los hechos observados.

Al mismo tiempo que diversos investigadores realizaban estudios teóricos precisos para determinar adecuadamente las órbitas planetarias, con lo cual contribuían así a un desarrollo explosivo de las técnicas de cálculo de la mecánica celeste, se continuaron los esfuerzos observacionales para establecer las distancias a las estrellas, pues la antigua inquietud por conocer las dimensiones reales del Universo alcanzó proporciones mayores cuando se dispuso de aparatos de gran exactitud. Así, gracias al desarrollo

del heliómetro47 fue posible determinar las primeras paralajes estelares.

Durante 1838 Friedrich Wilhelm Bessel (1784-1846) utilizó un aparato de ese tipo para observar sistemáticamente a 61 Cygni, estrella de la constelación del Cisne, que según las observaciones de Piazzi se desplazaba con respecto a otras estrellas, razón por la que se pensó que ese

movimiento48 era reflejo de su cercanía a nuestro sistema planetario.

Al finalizar 1838 Bessel había determinado que 61 Cygni describía una pequeñísima elipse en el cielo. Comprendió que esos minúsculos desplazamientos correspondían a la proyección que sobre la bóveda celeste tiene el movimiento orbital real de la Tierra en torno al Sol (véase la figura 33). Bessel encontró un valor de tres décimas de segundo de arco (0.3") para la paralaje de esa estrella. Con ese dato y sabiendo que el diámetro de la órbita terrestre es de 30 000 000 km, estableció que 61 Cygni se encontraba a una distancia de 11 años luz.

Como muestra el cuadro 2, después de esa importante medición el trabajo en ese sentido ha continuado, lo que ha permitido determinar las distancias a otras estrellas de la vecindad solar. Tal fue el caso de a Centauri, la estrella más brillante de la constelación del Centauro, que resultó ser una estrella triple cuya componente más cercana es la llamada Próxima Centauri, astro que se localiza a sólo cuatro y medio años luz.

A pesar de lo útil que resulta el método de las paralajes estelares para determinar las distancias a las estrellas, sólo puede aplicarse a las más cercanas, pues únicamente en esos casos es posible medir en forma confiable los pequeñísimos ángulos que permiten hacer los cálculos correspondientes. A pesar de esta fuerte restricción de carácter práctico, el método ha permitido establecer distancias que antes no se conocían, con lo cual sé ha demostrando que las estrellas en realidad se encuentran muy alejadas, suposición que si bien ya había sido hecha por los astrónomos

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desde la antigüedad, no pudo ser comprobada hasta que se perfeccionaron los instrumentos de observación y de medida.

Las mediciones de paralajes estelares iniciadas por Bessel fueron la solución definitiva al añejo problema de si existía o no un movimiento estelar que reflejara el movimiento terrestre, problema que, como ya se ha mencionado, surgió cuando algunos pensadores griegos argumentaron que era la Tierra la que estaba en movimiento y no así la esfera de las estrellas fijas.

CUADRO 2. DISTANCIA DE ALGUNAS ESTRELLAS DETERMINADA POR EL MÉTODO DE LA PARALAJE ESTELAR.

Nombre Paralaje* Distancia**

Proxima Centauri

Centauri

Wolf 359

Sirio

Ross 154

Eridani

Ceti

61 Cygni

Procyon

Indi

Ross 614

Krüger 60

Ross 42

Arturo

Aldebarán

Mira Ceti

Betelgeuse

Pegasi

0.762

0.756

0.403

0.376

0.350

0.303

0.298

0.296

0.291

0.288

0.260

0.256

0.250

0.080

0.057

0.02

0.017

0.016

4.27

4.31

8.08

8.67

9.31

10.75

10.93

11.01

11.20

11.32

12.54

12.73

13.04

40.75

57.19

163.00

191.76

203.75

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Antares

Herculis

0.0095

0.008

343.15

407.50

*expresada en segundos de arco (").

**expresada en años luz.

 

EL GRAN TRIUNFO DE LA MECÁNICA CELESTE

Como ya se ha mencionado, en el terreno astronómico la mecánica comenzó a cosechar triunfos desde que Newton la formuló como un sistema. Su poder de predicción fue demostrado cuando en 1758-1759 regresó el cometa Halley a las cercanías del Sol. El desarrollo que esta disciplina tuvo después de esa época se debió al esfuerzo de un considerable número de investigadores, entre los que destacan Leonhard Euler (1707-1783), Alexis Claude Clalraut (1713-1765), Jean le Rond d'Alembert (1717-1783), Joseph-Louis Lagrange (1736-1813) y el ya mencionado Laplace, quienes con sus estudios sobre los movimientos planetarios enriquecieron grandemente esa disciplina. Sin embargo, la aceptación universal de la mecánica como una rama científica no ocurrió sino hasta el siglo XIX, cuando su poder teórico de predicción fue aplicado al estudio riguroso de las perturbaciones que mostraba la órbita de Urano, con lo cual se lograron nuevos y espectaculares hallazgos.

El descubrimiento del octavo planeta del Sistema Solar es un claro ejemplo de lo que puede lograrse tras un análisis crítico de los hechos observacionales, aunado a una aplicación correcta de las leyes de la física para entender el comportamiento de la naturaleza; pero también sirve para mostrar cómo las dudas, las posturas personales y los prejuicios de los hombres de ciencia pueden convertirse en freno del progreso científico.

Después del descubrimiento de Urano, varios fueron los investigadores que se dedicaron a buscar en los archivos datos anteriores a Herschel sobre observaciones de este planeta, pues les extrañaba que un objeto que por su brillo podía ser visto a simple vista no hubiera sido descubierto antes. Esa búsqueda demostró que dicho planeta había sido observado telescópicamente antes de Herschel. El astrónomo real de Inglaterra, John Flamsteed (1646-1719), lo había observado en cinco ocasiones, la primera en 1690; mientras que en Francia Pierre Charles Lemonnier (1715-1799) lo observó ocho veces en un mismo mes. Estos y otros personajes registraron un total de 20 observaciones distintas de ese planeta, sin embargo, en todos los casos lo confundieron con una estrella más, en parte porque todavía no existían buenos mapas celestes, pero sobre todo porque no estaban

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preparados para aceptar la existencia de un nuevo miembro del Sistema Solar.

Con las posiciones de Urano obtenidas de esas búsquedas, así como con las logradas por Herschel y otros de sus contemporáneos, se establecieron los parámetros orbitales de dicho planeta. Cuando solamente se contaba con pocos datos, el movimiento de Urano en torno al Sol pareció regular, pero ya en 1808 mostró desviaciones importantes con respecto a la posición predicha por los cálculos basados en la mecánica newtoniana.

Como se sospechaba que las observaciones anteriores a Herschel no tenían la precisión adecuada y que podrían ser las responsables de esas diferencias, se las desechó; pero aun así continuaron las discrepancias entre las posiciones predichas por los cálculos y las observadas. Para 1830 las mejores tablas astronómicas tenían un desacuerdo superior a los 20" de arco, y para 1845 esa cantidad había alcanzado el valor de 2' de arco.

Esto fue causa de preocupación para todos los astrónomos, quienes trataron de encontrar una explicación clara y convincente a ese hecho. Un grupo, que sin duda no fue el más numeroso, supuso que se debía a que la ley de gravitación no podía aplicarse correctamente a cuerpos celestes tan lejanos, mientras que la mayoría trataba de salvar esa ley que ofrecía tan buenos resultados y suponían que las desviaciones se debían a la influencia gravitacional de un planeta no conocido, que debía ser externo a la órbita de Urano, pues, de no ser así, su influencia también se habría dejado sentir sobre Saturno y Júpiter. Esta propuesta no era nueva, ya que, como dijimos, Thomas Wright mencionó la posibilidad de que existieran planetas más allá de la órbita ocupada por Saturno. Pero una cosa era afirmar esa posibilidad y otra muy diferente probar la existencia de ese nuevo planeta.

Esto lo hicieron dos astrónomos que dominaban profundamente las herramientas matemáticas necesarias: el inglés John Couch Adams (1819-1892) y el francés Jean Joseph Urbain Leverrier (1811-1877). En 1841 Adams comenzó a buscar la solución al intrincado problema de explicar por qué se presentaban desviaciones tan grandes en la órbita calculada para Urano. En 1845 encontró que la diferencia entre lo observado y lo calculado se explicaba satisfactoriamente si se suponía la presencia de un octavo planeta externo a la órbita de Urano. La acción gravitacional ejercida por la masa de ese cuerpo celeste no conocido sería la causante de las perturbaciones en el movimiento de Urano. Mediante elaborados cálculos determinó la masa que debería tener dicho planeta, así como los principales elementos de su órbita. Los resultados de ese laborioso trabajo teórico los comunicó al astrónomo real George Airy (1801-1892). Éste era uno de los que pensaban que las irregularidades en la trayectoria de Urano tenían su origen en una ley de gravitación que no era aplicable a distancias tan grandes como las que nos separaban de ese astro. Por esta razón, tras hacer una crítica superficial al trabajo de Adams no le dio mayor importancia, y menos aún intentó comprobarlo observacionalmente. Sin

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embargo, tiempo después giró instrucciones para que sus colaboradores observaran la región señalada por Adams, pero el astrónomo encargado no se percató de que lo había visto, pues aunque lo observó no realizó los cálculos correspondientes, razón que le impidió saber que se trataba de un nuevo planeta.

En 1846 Leverrier publicó dos trabajos que resumían sus investigaciones, iniciadas en 1845, sobre las perturbaciones sufridas por Urano. En ellos daba los principales elementos que debería tener la órbita del cuerpo perturbador, valores que por cierto coincidían casi exactamente con los obtenidos por Adams. El 18 de septiembre de ese año Leverrier escribió a Johann Gottfried Galle (1812-1910), astrónomo alemán que trabajaba en el observatorio de Berlín, comunicándole la posición que en esas fechas debería tener el cuerpo estudiado. Galle observó la región indicada el 23 de septiembre, encontrando casi de inmediato el nuevo planeta.

A la noche siguiente confirmó su descubrimiento al observarlo de nuevo. Pudo advertir que se había desplazado respecto a las posiciones que las estrellas ocupaban en ese campo la noche anterior. Seguro de sus observaciones comunicó el resultado a Leverrier, quien lo hizo público. Ese descubrimiento tuvo repercusiones importantes, ya que, además de ampliar todavía más las dimensiones del Sistema Solar, mostró que la mecánica celeste, puesta en entredicho cuando se dudó de la aplicabilidad de la ley de la gravitación, era en realidad una disciplina exacta y segura, capaz de brindar información nueva. Pero sobre todo mostró las potencialidades del análisis teórico aplicado a la astronomía, invirtiendo los papeles tradicionales de los descubrimientos realizados en esta disciplina, ya que por primera vez se conocía con exactitud la existencia de un cuerpo celeste antes de ser observado.

Tras diversas propuestas el planeta recién descubierto fue llamado Neptuno, siguiendo la tradición milenaria de llamar a los cuerpos más importantes del Sistema Solar con el nombre de algún dios de la mitología griega. La distancia media entre Neptuno y el Sol resultó ser de 30.07 UA (4 510 000 000 de kilómetros). Al igual que la de los otros planetas, su órbita es casi circular, formando un ángulo de inclinación respecto a la eclíptica de sólo 1° 47’. Su periodo de revolución es de 164.8 años, mientras que su diámetro alcanza los 50 000 km y su masa es 17.3 veces la terrestre.

Este lejano planeta muestra muy pocos detalles cuando se le observa aun a través de los más potentes telescopios, por lo que se sabe muy poco de él. Sin embargo esta situación ha comenzado a cambiar en los últimos años, ya que gracias a las naves espaciales que se han enviado a estudiar los planetas externos ahora se tiene mayor información sobre ellos, incluido Neptuno. Este proceso es lento debido a las enormes distancias que esas naves tienen que recorrer, pero sin lugar a dudas está sirviendo para lograr una mejor comprensión global de todo el Sistema Solar.

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Adelantándonos un poco en el tiempo, y sólo para completar el esquema que actualmente se tiene del Sistema Solar y del lugar que en él ocupamos, concluiremos este capítulo reseñando el descubrimiento del último planeta que gira en torno al Sol.

Al disponer de suficientes datos sobre la trayectoria seguida por Neptuno, los astrónomos observaron que ese nuevo planeta también presentaba irregularidades en su movimiento y que no se ajustaba a las predicciones teóricas. Como el procedimiento para resolver ese problema ya era conocido, varios investigadores se dedicaron a realizar los cálculos necesarios para encontrar el posible cuerpo perturbador, destacando los esfuerzos de los astrónomos estadounidenses Percival Lowell (1855-1916) y William Pickering (1858-1938).

En 1919 se inició el rastreó, aprovechando los nuevos y poderosos telescopios reflectores recién instalados en el observatorio de Mount Wilson, California, y aunque posteriormente se vio que el cuerpo buscado había sido registrado en varias placas fotográficas tomadas en ese centro de investigación, no fue reconocido como un nuevo planeta del Sistema Solar hasta 1930, fecha en que Clyde William Tombaugh (1906- ) lo identificó utilizando un telescopio más modesto instalado en el Observatorio Lowell de Flagstaff, Arizona.

Una vez hechos los cálculos correspondientes se encontró que ese planeta, al que se llamó Plutón en honor del dios griego del inframundo, tiene la órbita más excéntrica entre los cuerpos de su género en el Sistema Solar. Su distancia media al Sol de 39.5 UA (5 925 millones de kilómetros) lo hace un cuerpo tan alejado de nosotros, que realmente es bien poco lo que se ha podido determinar con certeza sobre sus propiedades.

Con este descubrimiento, y aunque existe la posibilidad de que pueda haber algún otro miembro del Sistema Solar, puede decirse que ha culminado una larga búsqueda en la que la humanidad trató de establecer el lugar que le correspondía entre los cuerpos que se mueven en la bóveda celeste.

Después de varios milenios de especulación e investigación, ahora se sabe que habitamos un cuerpo de forma muy cercana a la esférica, y que estamos unidos a su superficie por la fuerza de atracción gravitacional que ejerce por su gran masa. También sabemos que a nuestro planeta le toma un año recorrer la órbita elíptica que describe en torno al Sol a causa de la acción de esa fuerza. De manera muy ingeniosa hemos podido medir indirectamente la distancia que nos separa de ese astro, lo que ha permitido establecer que la Tierra es el tercer cuerpo en orden de distancia del Sol. En pocos siglos hemos obtenido información científica que nos obliga a aceptar que, contra todo lo que nuestro sentido común podría afirmar, no ocupamos el centro del Universo, sino que habitamos un planeta de dimensiones muy modestas ligado gravitacionalmente a una estrella, como hay muchas otras en la Galaxia.

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IX. EL SURGIMIENTO DE LA ASTROFÍSICA

INTRODUCCIÓN

A PESAR de la considerable actividad desarrollada por el creciente número de astrónomos y físicos que durante el siglo XIX buscaron determinar en forma definitiva la estructura cósmica, sus trabajos no pudieron establecer una diferenciación clara entre lo que era nuestro sistema estelar y lo que formaba al resto del Universo. Sin embargo, sus investigaciones sí generaron valiosos debates acerca de temas como la extensión y forma de nuestra galaxia, la finitud o infinitud cósmica o la posible existencia de universos-islas. Todo esto enriqueció de manera notable el acervo astronómico a fines del siglo XIX.

Al tiempo que los astrónomos buscaban respuestas a estos problemas, especialistas de otras áreas del conocimiento hacían grandes esfuerzos en el terreno tecnológico para desarrollar fuentes de energía eficientes y acordes al crecimiento industrial del siglo XIX. Mientras, en los laboratorios de muchas universidades se realizaban investigaciones que permitieron fundamentar disciplinas como la química, la termodinámica y el electromagnetismo. Ese vasto trabajo técnico y científico tuvo enormes repercusiones, pues no sólo modificó nuestros conceptos sobre la naturaleza, sino que cambió en forma profunda la estructura social del mundo occidental.

Uno de los muchos logros de esa actividad fue que se dotó a los astrónomos de instrumentos que les permitieron investigar la composición química de los cuerpos celestes, hecho que sin lugar a dudas abrió toda una nueva gama de posibilidades, pues por primera vez en la historia de la astronomía fue posible determinar de qué está hecho el Universo.

Como se verá en este capítulo, parte importante del trabajo astronómico desarrollado el siglo pasado siguió relacionándose con la antigua inquietud por saber cuál es el sitio que ocupamos en el Universo, pero gracias a los nuevos hallazgos científicos y tecnológicos ese problema pudo ser enfocado de manera diferente, ya que fue posible ir más allá de la medición de las posiciones, los brillos y las distancias estelares, y pasar al terreno de la determinación de parámetros físicos como la temperatura, la luminosidad y la composición química de los cuerpos celestes.

UN COMPÁS DE ESPERA

Para continuar el camino de los avances logrados en el siglo XVIII sobre la forma de nuestro sistema estelar, buena parte del trabajo observacional realizado durante el XIX se encaminó a determinar de manera precisa el mayor número posible de distancias estelares, con el fin de calcular la distribución espacial real que las estrellas tienen en el cielo. Este último problema, que en principio debería ser fácil de resolver, pues para ello

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bastaría contar el número de estrellas que hay en la bóveda celeste, en la práctica es categóricamente irresoluble, ya que el número de astros de una magnitud determinada que pueden observarse en el campo de visión de cualquier telescopio, aumentará al disponer de otro de mayor poder de penetración.

Esfuerzos titánicos como el que realizó Herschel, quien contó más de 5 000 000 de estrellas contenidas en áreas preseleccionadas del cielo, están muy lejos de cubrir toda la bóveda celeste, así que la determinación de la distribución estelar de la Galaxia necesariamente ha tenido que hacerse utilizando métodos estadísticos. Según esta metodología se realizan observaciones para obtener conjuntos de datos lo más completo posibles en unas cuantas direcciones del firmamento, a las que se considera representativas de lo que ocurre en el resto del cielo. Con esos resultados y después de hacer algunas suposiciones que los astrónomos consideran adecuadas, se extrapola la información obtenida para determinar así una distribución estelar que será tomada como representativa.

Para lograr una buena estimación de ese parámetro fue necesario disponer de catálogos estelares que además de incluir un alto número de estrellas contuvieran sus posiciones y otros datos determinados en forma muy precisa. Por ello, desde mediados del siglo pasado los astrónomos dieron gran importancia a esta tarea, lo que contribuyó a desarrollar amplias investigaciones sobre la forma y estructura del Universo, ya que, a pesar de trabajos como los de Herschel, faltaba mucho por hacer. Así, por ejemplo, Friedrich Georg Wilhelm Struve (1793-1864), después de considerar los novedosos datos publicados en diversos catálogos, y en especial los resultados que obtuvo con el excelente telescopio refractor del Observatorio de Pulkovo, afirmó en 1847: "si consideramos todas las estrellas fijas que rodean al Sol como si formaran un gran sistema, estamos en la mayor ignorancia respecto a su extensión y no tenemos la menor idea de su forma externa"

La gran cantidad de observaciones realizadas por Struve le llevó a corroborar el descubrimiento hecho por Herschel sobre la existencia de sistemas estelares dobles y múltiples. Fue así como publicó varios catálogos que, entre otras cosas, sirvieron para probar que ese tipo de sistemas son en realidad muy comunes, y que se encuentran gobernados por la misma fuerza atractiva que mantiene a los planetas orbitando alrededor del Sol. A pesar de sus afirmaciones de 1847, sus investigaciones resultaron de gran importancia para ayudar a entender la estructura de la Galaxia, ya que sus observaciones de más de 120 000 estrellas sirvieron para conocer mejor la distribución estelar en torno a la Vía Láctea.

Por esas fechas la discusión sobre si el Universo era finito o infinito se centró en el terreno teórico en torno a la llamada paradoja de Olbers. Este astrónomo alemán publicó en 1826 un artículo donde llamaba la atención sobre un hecho en apariencia trivial, pero que en realidad iba directamente

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en contra de una de las principales características del modelo newtoniano del Universo, la que establecía que éste es uniforme. Olbers señaló que el cielo nocturno es oscuro. La paradoja radica precisamente en este hecho, pues si el Universo estuviera poblado por estrellas distribuidas uniformemente como se suponía en aquella época, el cielo nocturno no podría ser oscuro.

El razonamiento seguido por Olbers para demostrar que el cielo nocturno debería ser tan brillante como el diurno fue: si se considera un volumen esférico centrado en la Tierra, cuyo radio sea suficientemente grande para contener un número importante de estrellas, siempre será posible considerar otras esferas concéntricas de mayor radio. Estas envolverán a la primera con capas sucesivas, tal y como ocurre con una cebolla, sólo que en este caso se tendría una cebolla de dimensiones infinitas, formada por un número infinito de capas.

Como el radio de cada una de esas capas es finito, su volumen también lo será, aumentando en proporción directa al cuadrado de su radio, por lo que para un universo con una distribución estelar uniforme se cumplirá que el número de estrellas contenidas en cada una de esas capas crezca en forma proporcional a su volumen. Dicho de otra manera, el número de estrellas contenidas en una capa cuyo radio fuera el doble de la que le precede sería cuatro veces mayor. Por otra parte, la intensidad luminosa recibida de cualquier estrella en la Tierra es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que nos separa de ella. Esto significa que si se consideran dos estrellas iguales, una de ellas localizada al doble de distancia que la otra, de la más alejada solamente recibiremos una intensidad luminosa que será la cuarta parte de la que nos llega de la más cercana.

Por estas circunstancias ambos efectos se cancelan, ya que si bien el número de estrellas contenidas en una esfera aumenta proporcionalmente al cuadrado de su radio, la intensidad luminosa recibida en el centro de ella, proveniente de sus estrellas, disminuye en forma inversa al cuadrado de ese mismo radio, lo que hará que la intensidad total resultante de todas las estrellas contenidas en una capa particular no dependa del radio de la capa.

Como el número de capas concéntricas puede ser tan grande como se quiera, la intensidad luminosa en su centro podrá también ser tan grande como se quiera, siempre y cuando se considere el número de capas necesarias para ello. Así, al tomar un volumen del firmamento finito, pero suficientemente grande para contener el número de estrellas necesarias para que su luz sumada iguale a la del Sol, el cielo nocturno tendría que ser tan brillante como el diurno. Más aún, bajo la hipótesis de un universo uniforme e infinito como la que se tenía en el siglo pasado, debería ocurrir que el flujo total de radiación (luz, calor, etc.) que llega al centro de las esferas, que en este caso es el lugar donde se encuentra el observador, sería infinito, lo que afortunadamente no sucede, pues un flujo de energía de esa naturaleza nos habría quemado instantáneamente.

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El análisis de esta paradoja y sus implicaciones cosmológicas ha tenido gran importancia en el desarrollo de nuestras ideas sobre el Universo, sin embargo, no es éste el lugar para revisar detenidamente las diversas interpretaciones y soluciones que se le han dado. Por ahora bástenos señalar que en la búsqueda de respuestas a lo planteado por Olbers se han invocado tanto aspectos filosóficos como fenómenos físicos. Él mismo pensó que una forma de resolver esta cuestión era suponer la existencia de un gas tenue que llenara los espacios interestelares. Las propiedades físicas de este material serían tales que absorbería la radiación procedente de las estrellas conforme ésta fuera desplazándose a través de dicho medio. Como se verá más adelante, esta suposición no fue la respuesta a la paradoja, pero sí sirvió como guía para encontrar que, en efecto, el espacio entre las estrellas no está vacío. Ahora se sabe que en él se encuentra material absorbente que ha mostrado ser de gran importancia en los estudios sobre la distribución estelar.

Otro elemento que contribuyó a enriquecer las investigaciones sobre las dimensiones cósmicas fue el trabajo observacional realizado por William Parsons conde de Rosse (1800-1867), quien desde 1840 contó con los telescopios más grandes de su época, que le permitieron describir la estructura de cierto número de objetos nebulosos previamente descubiertos por Herschel. Parsons vio que no todos eran del mismo tipo, ya que algunos eran irregulares, extendidos, difusos y con un claro aspecto lechoso. Además mostraban la presencia de estrellas muy brillantes aparentemente embebidas en ellos. Tal era el caso de la llamada "Nebulosa de Orión" (figura 49). El otro grupo se formaba por objetos que eran menos extendidos y mostraban una estructura muy peculiar. Este segundo tipo de nebulosas no presentaban estrellas de gran brillo asociadas a ellas.

Figura 49. La nebulosa de Orión. Por su relativa cercanía y por su espectacularidad, este es uno de los objetos más estudiados por los astrónomos. Su distancia es de 1 500 años luz, tiene un diámetro del

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orden de 30, y se caracteriza por contener un alto número de estrellas jóvenes, lo que indica que no debe tener más de 20 000 años.

Figura 50. Dibujo de la galaxia espiral M 51 Hecho por Parsons. Compárese con la fotografía de la figura 80.

Utilizando un telescopio reflector de 1.8 metros de diámetro, en 1850 vio una docena de las nebulosas del segundo tipo con una forma espiral bien

definida. Entre ellas destacaba especialmente la conocida como M 51,49

de la que hizo un dibujo muy detallado que mostraba claramente su estructura (figura 50). Parsons afirmó que tal tipo de nebulosas representaba un fenómeno básicamente distinto de lo que ocurría en nuestra galaxia, aunque ahora sabemos que no es así.

La diferenciación observacional que este astrónomo estableció entre nebulosas espirales y nebulosas gaseosas fue fundamental para quienes intentaban determinar la estructura de la Vía Láctea, ya que, como el mismo Herschel había hecho notar años antes, la distribución que esos dos tipos de objetos tienen en el cielo es bien diferente, pues las primeras se localizan fuera del plano de nuestra galaxia, mientras que las segundas están contenidas en él. El descubrimiento de Parsons fue un apoyo observacional muy sólido para quienes aceptaban la teoría de los universos-islas enunciada por Kant. Sin embargo, no todos los astrónomos de mediados del siglo XIX opinaron así, lo que propició la discusión sobre si tales objetos eran o no extragalácticos.

Otros observadores sostuvieron la existencia de un universo-isla único, que por lo mismo no se diferenciaba en nada de la Vía Láctea. En sus Lezioni di astronomia, publicadas en Milán en 1877, Quirico Filopanti decía que para solucionar la paradoja de Olbers había una opción única, suponer que entre las galaxias existía un vacío absoluto, incluso de éter —aquella supuesta sustancia que servía de soporte material para la transmisión de los rayos lumínicos—, por lo que afirmó: "nuestro cosmos está rodeado por todos

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lados por un desierto [vacío] que no puede ser atravesado por la luz". Así, según esto, todas las nebulosas visibles, aun las identificadas por Parsons como de tipo espiral, necesariamente pertenecían a la Galaxia, cuyas dimensiones fijó en 3 000 años luz. También aseguró que esos objetos eran de tamaño mucho menor que nuestro sistema estelar.

IDENTIFICANDO LA COMPOSICIÓN QUÍMICA DE LOS CUERPOS CELESTES

En 1666 Isaac Newton dio a conocer uno de sus experimentos clásicos en óptica, en el cual demostró que la luz blanca proveniente del Sol podía ser descompuesta en los diferentes colores del arco iris cuando se le hacía pasar a través de un prisma de vidrio (figura 51). Llamó spectrum (espectro) a la banda luminosa formada por la sucesión continua de colores que resultaba de esa descomposición de la luz solar. Ese hecho fue considerado solamente como una curiosidad científica por casi dos siglos, hasta que Fraunhofer lo retomó en 1814. Estaba utilizando un espectroscopio formado por un pequeño telescopio y por la combinación de prismas y una rendija metálica que servía para controlar el paso de la luz del Sol, cuando encontró que el espectro solar mostraba gran número de líneas oscuras distribuidas a lo largo de él, atravesándolo perpendicularmente a esa dirección. Esas líneas no eran todas iguales, había gruesas y delgadas, y tampoco estaban igualmente espaciadas.

 

 

 

Figura 51. Descomposición de la luz solar mediante un prisma.

Aunque Fraunhofer no pudo explicar la existencia de esas líneas se dedicó a estudiarlas cuidadosamente, haciendo un mapa detallado de su distribución e indicando las posiciones relativas de más de 700. Designó a las nueve más prominentes con letras que iban de la A a la K; las del lado rojo del espectro estaban identificadas por las primeras letras de esa serie,

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mientras que las que ocupaban el lado violeta fueron designadas por las últimas letras de la serie. En la actualidad dichas líneas son llamadas líneas de Fraunhofer, en honor a este investigador. Sin lugar a dudas el trabajo de ese científico sentó las bases de lo que habría de convertirse en la espectroscopía estelar, disciplina que ha contribuido grandemente a enriquecer la astrofísica.

Después de esos primeros experimentos Fraunhofer estudió espectros de otros astros. Vio que el de Venus era prácticamente igual al del Sol, lo cual se debía a que este planeta refleja la luz solar; lo mismo ocurría con los espectros de otros cuerpos del sistema planetario. Sin embargo, al estudiar el espectro de Sirio, que es la estrella más brillante de la bóveda celeste, se dio cuenta de que sus líneas eran algo diferentes de las que aparecían en el espectro del Sol. Los espectros de otras estrellas también mostraron diferencias.

Otro descubrimiento importante de Fraunhofer fue encontrar que el espectro; de algunas fuentes luminosas producidas artificialmente en el

laboratorio también mostraban líneas, sólo que éstas eran brillantes.50 En la mayoría de esos casos los espectros presentaban un par de líneas intensas que además eran muy cercanas entre sí. Su posición correspondía exactamente con la de una de las líneas oscuras prominentes que con anterioridad había identificado en el espectro solar como la línea D. Fraunhofer tampoco tuvo explicación para este hecho.

Habrían de pasar más de 40 años antes de que se entendieran esos hechos. En ese lapso muchos investigadores analizaron los espectros producidos por las estrellas más brillantes, y encontraron que algunas líneas oscuras presentes en ellos coincidían con ciertas líneas de Fraunhofer. Por otra parte, en esas fechas los trabajos desarrollados sobre todo en los laboratorios químicos comenzaron a mostrar que los espectros podían ser utilizados para identificar diversas sustancias. En 1823 John Frederick Herschel (1792-1821), hijo del ya citado William Herschel, y también astrónomo, realizó estudios sobre los espectros producidos por diversas sales cuándo éstas eran evaporadas por el fuego. Se dio cuenta de que el color que cada una de ellas producía en la flama era diferente, y que en algunos casos era posible identificar la sal utilizada sólo mediante el análisis de los colores del espectro que producía.

En 1859 Gustav Kirchhoff (1824-1887) y Robert Wilhelm Bunsen (1811-1899), profesores de física y química, respectivamente, en la universidad alemana de Heidelberg, realizaron experimentos que permitieron al primero descubrir las leyes del análisis espectral, que establecen una relación entre la capacidad que tienen los cuerpos de emitir y absorber energía. Estos investigadores hicieron pasar a través de un prisma la luz que se producía en el laboratorio cuando calentaban con una llama un alambre de platino impregnado con sustancias como azufre, magnesio y sodio. Kirchhoff se percató de que cada elemento mostraba líneas brillantes

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peculiares en su espectro (figura 52). El sodio, por ejemplo, indefectiblemente mostraba en la parte amarilla de su espectro la presencia de dos líneas muy intensas y prácticamente una al lado de la otra. Además notó que esas líneas caían exactamente en el mismo lugar que ocupaba la línea D de Fraunhofer en el espectro solar.

Figura 52. Espectros de emisión de diferentes elementos químicos.

Para tratar de explicar este hecho Kirchhoff y Bunsen hicieron pasar luz solar a través de vapores de sodio, y vieron que las dos líneas brillantes desaparecían dejando su lugar a una oscura que era precisamente la línea D. Mediante esta experiencia establecieron la correspondencia entre las líneas del sodio producidas en el laboratorio y la oscura que aparecía en el espectro solar. De este experimento concluyeron que en la atmósfera del Sol había sodio. Poco después Kirchhoff continuó esos experimentos para tratar de identificar otros elementos químicos presentes en el espectro solar. Así, por ejemplo, reemplazó en el laboratorio el sodio por el litio y obtuvo una serie de líneas brillantes diferentes que no pudo hacer corresponder con ninguna de las líneas oscuras ya conocidas del espectro del Sol, de donde infirió que en éste no había litio, o en caso de que lo hubiera, sería muy poco. Siguiendo el mismo procedimiento estableció que el hidrógeno, el magnesio, el calcio, el cobre, el hierro y el cinc estaban presentes en nuestra estrella.

Gracias al surgimiento del análisis espectral, por primera vez en la historia de la humanidad fue posible determinar la composición química de los cuerpos celestes. Además se demostró que algunos elementos químicos que había en la Tierra también estaban presentes en el Sol, lo que dio un rumbo muy definido a quienes trataban de establecer el origen y formación del Sistema Solar. Por otra parte, al mejorar las técnicas espectroscópicas ha sido posible establecer características de los espectros estelares que han permitido clasificar a las estrellas en grupos bien definidos. A este respecto en 1863 Williams Huggins (1824-1910) dijo que, "aunque las estrellas difieren entre sí por la variedad de la materia que las forma, sin embargo todas están formadas sobre el mismo modelo de nuestro Sol y se

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componen, al menos en parte, de los mismos materiales". En efecto, el análisis espectral ha demostrado que aunque existe un número incontable de estrellas, todas pueden ser agrupadas en unos cuantos conjuntos (figura 53), lo que sin duda ha contribuido a entender sus procesos de formación y evolución.

Las técnicas del análisis espectral han resultado tan valiosas, que incluso ha sido posible descubrir nuevos elementos químicos en los cuerpos celestes. Éste fue precisamente el caso del helio, que fue encontrado en 1878 en el espectro solar por Norman Lockyer (1836-1910). Al analizar uno de esos espectros, Lockyer halló una línea que no pudo identificar, pues no había sido producida por ninguno de los elementos químicos conocidos. Supuso que era un nuevo elemento y lo llamó helio en honor de Helios, dios griego personificación del Sol. No fue sino hasta 1895 que ese elemento se detectó en la atmósfera terrestre como uno de sus componentes regulares.

Figura 53. Diversos espectros estelares. El superior corresponde a la estrella Sheliak (bLyr), el siguiente a Altair (aAql), luego está Albireo (bCyg), después esta Aldebarán (aTau), a continuación Sheat (bPeg) y finalmente Mira (wCet).

Otro gran logro del análisis espectral fue demostrar la verdadera naturaleza de las nebulosas. Como ya se ha mencionado, desde el siglo XVIII se había especulado sobre la naturaleza de estos objetos, y había sido Parsons quien los había diferenciado en dos grupos morfológicos diferentes. Pero a pesar de ello, por aquellas fechas se pensaba que las nebulosas eran conglomerados de estrellas. Huggins obtuvo espectros de algunas nebulosas y encontró que en ciertos casos estos presentaban líneas brillantes como las que mostraban los gases incandescentes en el laboratorio, razón por la cual se comenzó a pensar que algunas nebulosas no estaban formadas por agrupamientos de estrellas, sino que eran grandes masas gaseosas.

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La importancia del análisis espectral sigue siendo enorme en la astronomía. En la actualidad gran parte del trabajo que se desarrolla en los observatorios tiene que ver con la espectroscopía, por lo cual se siguen diseñando nuevos tipos de espectrógrafos y se mejoran los existentes. Sin lugar a dudas esta técnica es una de las que mayormente han contribuido a cimentar las bases de la astrofísica.

MIDIENDO LAS VELOCIDADES DE LOS CUERPOS CELESTES

Todos hemos podido comprobar que el tono del sonido emitido por una fuente sonora que se encuentra en movimiento cambia al acercarse o al alejarse. Si el emisor se aproxima el tono se hace más agudo; si se aleja, el sonido que registramos será más grave.

La explicación física de este hecho fue dada en 1841 por el físico austriaco Christien Johann Doppler (1803-1853). El sonido es un fenómeno ondulatorio que se propaga a través del aire mediante grupos de ondas. Cuando la fuente emisora se aproxima a nosotros, el número de ondas que percibe nuestro oído por segundo se incrementa; la frecuencia de éstas aumenta y por tanto percibimos un tono más agudo. Si la fuente se aleja, el número de ondas que llegan a nuestro oído por segundo será menor, lo que ocasiona que la frecuencia disminuya y que escuchemos un sonido más grave (figura 54).

Figura 54. Explicación del efecto Doppler. Cuando la fuente sonora se acerca, la longitud de onda disminuye, mientras que cuando se aleja aumenta.

Doppler estableció una relación matemática entre el cambio de frecuencia percibido y la velocidad con la que se desplaza la fuente emisora, razón por la cual este fenómeno es conocido desde entonces como Efecto Doppler. Ha sido de gran utilidad en el estudio de las velocidades con que se mueven los cuerpos celestes a lo largo de la dirección que los une con el observador.

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Como la luz también es un fenómeno ondulatorio, Doppler señaló que el color de la luz que nos llega de las estrellas debería cambiar, dependiendo de si éstas se acercan a la Tierra o se alejan de ella. Para comprobar esta afirmación hubo que esperar a que la espectroscopía se hallara más desarrollada, pues sólo así fue posible medir los pequeños desplazamientos que el efecto Doppler predecía en las posiciones de las líneas de absorción presentes en los espectros estelares.

En cualquier movimiento ondulatorio existe una relación simple entre la velocidad v con la que éste se desplaza, el tamaño o longitud de la onda generada, y la frecuencia v de vibración de esa oscilación. Esa relación establece que

v=v

Cuando se analiza la aplicación del efecto Doppler al caso de la luz proveniente de los objetos estelares, se encuentra que debido al movimiento que los acerca a la Tierra o los aleja de la misma percibimos un cambio en la frecuencia de la luz que recibimos. Si el objeto (una estrella, por ejemplo) se acerca, la frecuencia aumenta igual que ocurre con el sonido, sólo que en el caso de la luz, las frecuencias más altas significan colores desplazados hacia la parte violeta del espectro. Cuando el cuerpo celeste estudiado se está alejando de nosotros nos llegará menor número de oscilaciones por unidad de tiempo, lo que hace que disminuya la frecuencia de la luz que recibimos. Veremos entonces al objeto corrido a la parte roja del espectro electromagnético, que es la zona más grande de las ondas de longitud.

Doppler encontró que el cambiol en la longitud de onda de la luz proveniente de una fuente luminosa que se desplaza con una velocidad v, cuando ésta se mueve acercándose o alejándose a lo largo de la línea de visión, está determinada por la relación

 

D v  

= , c  

 

 

donde c es la velocidad de desplazamiento de la luz en el vacío. Si podemos medir los pequeños cambios en longitud de onda de la luz procedente de un objeto celeste, estaremos entonces en posibilidad de determinar la velocidad con la que ese cuerpo cósmico se mueve. Eso fue lo que intentaron hacer los astrónomos de la segunda mitad del siglo pasado. Como las principales líneas de absorción presentes en los espectros

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estelares ya habían sido identificadas, y se sabía qué elementos químicos las producían, fue posible compararlas con las líneas de emisión elaboradas en los laboratorios por los mismos elementos (figura 55). Como éstos no se encuentran en movimiento, la comparación directa permite establecer los pequeños cambios Dl ocasionados por el desplazamiento de las estrellas.

Figura 55. Espectros de la estrella Tau, que es la estrella más brillante del cúmulo galáctico de la Hiadas. Fueron tomados con diferentes tiempos de exposición, buscando así resaltar algunas líneas. En la parte superior se muestra un espectro de comparación producido por una fuente de laboratorio de Helio-Argón.

La primera determinación exitosa de una velocidad radial estelar conseguida por la aplicación de este método se debe a Huggins, quien en 1868 midió el desplazamiento de la línea F en el espectro de Sirio, y determinó que dicha estrella se movía con una velocidad de 47 km/s. Posteriormente Hermann Karl Vogel (1842-1907) encontró que Aldebarán se acerca al Sistema Solar con una velocidad de 48 km/s, mientras que g Leo se aleja de nosotros a 38 km/s. Este último astrónomo pudo demostrar mediante la aplicación del efecto Doppler que el Sol está en rotación. Lo que hizo fue comparar espectros solares tomados en bordes contrarios (dirección Este-Oeste) del disco del Sol y medir el desplazamiento relativo de sus líneas.

Para darnos cuenta de la importancia que la espectroscopía ha tenido en el desarrollo de la astrofísica, baste señalar que la determinación de las velocidades radiales de los cuerpos celestes ha proporcionado un conjunto de datos tan grande y valioso, que sin ellos nuestras teorías sobre la evolución del Universo no pasarían de ser meras especulaciones.

X. DENTRO DE UN ESPESO BOSQUE

INTRODUCCIÓN

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DESDE que el astrónomo persa Al-Sufi catalogó las primeras nebulosas, hasta los descubrimientos de Herschel, Parsons y Huggins, pasaron casi 1 000 años, lapso en el que muchos astrónomos y filósofos se preguntaron qué eran esos cuerpos difusos. Y fue sólo en los últimos 200 años cuando los estudiosos del firmamento comenzaron a tomar conciencia de que en el cosmos había objetos distintos de los planetas, las estrellas y los cometas que aparecían ocasionalmente.

Hemos visto en el capítulo precedente que el desarrollo de la espectroscopía y de los grandes telescopios reflectores comenzó a brindar pistas claras sobre la estructura y la composición de las nebulosas, lo que permitió establecer diferencias entre las que parecían ser grandes masas gaseosas y las que están formadas fundamentalmente por enormes cantidades de estrellas. A los objetos del primer grupo se les sigue llamando nebulosas, mientras que a los del segundo tipo ahora se les designa galaxias.

Esta diferenciación es tan reciente en la historia de la astronomía que aún existen textos de esta disciplina escritos durante el presente siglo donde, por ejemplo, a la galaxia de Andrómeda, que es uno de los prototipos de galaxias con estructura espiral, se le sigue llamando la nebulosa de Andrómeda (véase la figura 42).

Como se verá en el presente capítulo, tanto el estudio detallado de las propiedades de las galaxias, como el de las características de los diferentes grupos de estrellas y nebulosas que forman la nuestra, han servido para ayudarnos a determinar su estructura, composición, edad y dimensiones.

Antes de seguir adelante debemos aclarar que el nombre correcto de nuestro sistema estelar es Galaxia, aunque muy frecuentemente, incluso los astrónomos, se refieren a él como la Vía Láctea. En realidad este último nombre debe aplicarse solamente a la franja de aspecto lechoso que vemos en el cielo. La Vía Láctea es pues solamente una parte de la Galaxia.

EL BOSQUE

El problema de determinar la estructura del sistema estelar al que pertenecemos es que nos hallamos inmersos en él y no podemos desplazarnos en su interior para estudiarlo desde diferentes ángulos. Para entender mejor las limitaciones a las que se enfrentan los astrónomos al hacer este tipo de trabajo, pensemos que nos encontramos dentro de un bosque, y que sin movernos a través de él queremos hacer un mapa que lo represente con el mayor detalle posible, además de señalar qué lugar ocupamos en él. Lo único que podemos hacer es observarlo en diferentes direcciones y desarrollar métodos que permitan conocer las distancias entre los árboles que lo componen. Así, podremos determinar la distribución que éstos tienen, lo que permitirá saber si están igualmente espaciados o no, si se agrupan en conglomerados bien definidos, si están dispersos, si hay claros en el bosque, etc. Precisamente este tipo de trabajo es el que los

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astrónomos han estado haciendo desde que Herschel comenzó a buscar observacionalmente la forma de nuestro sistema estelar. Con técnicas cada vez más refinadas hemos tratado de determinar la distribución de los diferentes objetos que vemos en la bóveda celeste, con lo cual nos hemos adentrado cada vez más en el bosque.

El problema, que de por sí es complejo, se complica aún más si se encuentran objetos celestes muy distintos y no se puede establecer fácilmente si las diferencias son reales o se deben a la manera en que se les observa. Por ejemplo, en el caso de las galaxias fue necesario esperar a que la fotografía estuviera bien desarrollada para darnos cuenta de que vemos algunas frontalmente, mientras que otras se observan de canto o en ángulos diversos. En cada caso percibimos la forma de manera muy diferente.

Al comenzar el siglo la situación observacional era todavía muy confusa, por eso no nos debe extrañar que los astrónomos tuvieran ideas diversas sobre la estructura de nuestro sistema estelar, y que no supieran sí éste era único o formaba parte de otros similares. Sin embargo, ya comenzaba a emerger una visión unitaria sobre el bosque en el que estabamos sumergidos. Henri Poincaré (1854-1912), destacado matemático y astrónomo francés, señalaba en 1906 que "las nebulosas espirales son consideradas generalmente como independientes de la Vía Láctea. Se admite que están formadas como ella por una multitud de estrellas. Deberíamos verlas como vías lácteas muy apartadas de la nuestra."

Ese mismo año, el astrónomo estadounidense Simon Newcomb (1835-1909) consideraba en un artículo al que tituló The Structure of the Universe ("La estructura del Universo"), que la Vía Láctea tenía forma de anillo, el cual encerraba un espacio relativamente vacío de cuerpos celestes. En ese trabajo afirmó: "podemos decir con un buen grado de certeza, que si fuera posible volar fuera en cualquier dirección a distancias de 20 000, o quizás mejor de 10 000 años luz, encontraríamos que dejamos atrás una fracción considerable de nuestro sistema". Newcomb no hizo estimaciones sobre las dimensiones de tal sistema, pero sí consideró que en el espacio finito encerrado por él se encontraba contenida toda la masa, a la que se refirió como la gran masa de las estrellas. Fuera de ese universo, podía o no haber estrellas, o aun sistemas invisibles dispersos. Si existían, serían distintos al nuestro y, por ser invisibles, quedaban más allá del enfoque de la ciencia.

EL UNIVERSO DE KAPTEYN

Para la mayoría de los astrofísicos de la primera década de este siglo la visión que prevalecía sobre el complejo problema de la estructura y las dimensiones cósmicas era que la mayoría de las estrellas se hallaban contenidas en un espacio encerrado por un disco plano, cuyo diámetro era unas 10 veces mayor que su grosor, donde el Sol estaba en el centro. Las distancias a las estrellas más alejadas eran inciertas, pero se consideraba que estarían comprendidas entre los 10 000 y los 20 000 años luz. No era

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claro si las diferentes nebulosas registradas a través de los más potentes telescopios formaban parte de la Vía Láctea. Cualquier cosa que hubiera más allá de sus límites, si es que algo había, era oscuridad y vacío. Sin embargo, como la idea misma del vacío era algo que desde la época de los griegos clásicos había molestado a la mayoría de los pensadores, siguió siendo cuestionada no sólo en el terreno filosófico sino también en el científico, lo que entre otras cosas llevó a establecer observacionalmente la existencia de material interplanetario e interestelar.

Entre 1910 y 1920 esa visión de la Galaxia comenzó a cambiar rápidamente. En gran parte, la transformación de conceptos se debió a la introducción de las técnicas fotográficas a la astronomía. Uno de los astrónomos que mayormente contribuyó a convertir esa técnica en una herramienta útil y de uso normal en los estudios astronómicos fue Maximiliam Wolf (1863-1932), director del observatorio de Heidelberg, quien a lo largo de varios años obtuvo excelentes imágenes de diversos objetos celestes. Gracias a su trabajo y al de otros observadores que rápidamente se dieron cuenta del potencial que esas nuevas técnicas tenían, la astronomía dispuso por primera vez, en su muy larga historia, de registros del cielo permanentes, reproducibles e impersonales que, además de poder ser analizados por muchos investigadores en forma simultánea, proporcionaron datos exactos cuando se hacía la medición cuidadosa de las placas fotográficas correspondientes. Otra gran ventaja de la fotografía fue su capacidad de almacenar la débil luz que llega de los lejanos objetos celestes, acción imposible para el ojo humano. Este efecto fotográfico de almacenamiento permitió finalmente obtener imágenes detalladas de nebulosas y galaxias (figuras 56 y 57).

Figura 56. Nebulosa gaseosa en Serpens y el cúmulo galáctico asociado NGC6611.

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Figura 57. La galaxia NGC 4064, designada así por ser el objeto 4064 del New General Catalogue, que contiene más de 7000 objetos. Fue compilado a fines del siglo pasado por Johann Louis Dreyer (1852-1926).

Uno de los primeros astrónomos que usó ese nuevo material de investigación fue Jacobus Cornelius Kapteyn (1851-1922), quien desde 1900 comenzó a trabajar en un análisis estadístico muy elaborado para establecer la distribución real de las estrellas en el espacio, partiendo de la distribución aparente que mostraban en el cielo. Kapteyn consideró que si la distribución estelar era uniforme, en un número de estrellas cuya magnitud fuera m, mediante algunas consideraciones matemáticas sencillas podía encontrarse el número de estrellas de una magnitud más débil, esto es, las de magnitud m + 1. Por ejemplo, si consideraba que había 10 000 estrellas de la magnitud m, de la m + 1 ya serían casi 40 000. De esta forma estimó que habría 530 900 000 estrellas más brillantes que la magnitud 20.

De sus observaciones estableció que en realidad esto no era así, pues comprobó que al disminuir la magnitud no aumentaba el número de estrellas como se esperaba, sino que incluso iba disminuyendo. Esta investigación que buscaba establecer la forma y la estructura del Universo era similar a la desarrollada más de 100 años antes por Herschel. La diferencia fue que Kapteyn dispuso de gran número de placas fotográficas, que le proporcionaron observatorios de diferentes partes del mundo. En ellas pudo medir con alto grado de precisión cientos de nuevas paralajes estelares, las que aprovechó para determinar las distancias correspondientes a las estrellas estudiadas.

De manera metódica, Kapteyn trató de calcular la posición exacta, la luminosidad y los movimientos propios de estrellas contenidas en 206 diferentes regiones de la bóveda celeste, previamente escogidas basándose en criterios observacionales bien claros. A estas regiones agregó después otras 18 zonas selectas localizadas específicamente en el plano galáctico, lo

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que le permitió establecer comparaciones entre la densidad estelar en ambos tipos de lugares. Ese complejo trabajo fue conocido por la comunidad astronómica internacional como el plan de áreas selectas.

Kapteyn fue midiendo cuidadosamente las distancias a las estrellas en las áreas del cielo que había seleccionado. Comparándolas entre sí pudo obtener una estimación sobre la distribución estelar, que le permitió a su vez obtener una imagen tridimensional del sistema en el que se encontraba inmerso. Supuso que los movimientos de las estrellas eran azarosos y midió sus velocidades radiales. De esa forma determinó indirectamente las distancias a diferentes grupos de estrellas, lo que le mostró que al alejarse del Sol la densidad estelar disminuía, pues conforme investigaba distancias mayores, las estrellas se encontraban cada vez más separadas entre sí, llegando a un punto en el que prácticamente ya no había más. Consideró por tanto que ése era el límite del Universo en la dirección observada. El modelo que surgió de tan arduo trabajo de medición fue conocido como el Universo de Kapteyn, que resultó ser un sistema estelar con forma lenticular. Su diámetro a lo largo del eje mayor se estimó en 60 000 años luz, mientras que su espesor en la parte central era de 11 000. La densidad estelar del sistema era máxima en la zona del centro, y disminuía al irse alejando hasta hacerse nula en los bordes.

El mismo Kapteyn hizo notar que una consecuencia importante de su modelo fue admitir que el Sistema Solar se hallaba en el centro del Universo ya que, como él y otros importantes astrónomos habían mostrado, el número de estrellas por unidad de volumen era máximo en la vecindad del Sol, lo cual condicionó la posición de este astro. Vemos entonces que nuestra ubicación en el Universo de Kapteyn no era resultado de una hipótesis, como había sucedido en modelos anteriores, sino consecuencia directa de un hecho observacional. Ahora sabemos que en realidad el Sol no ocupa esa posición privilegiada, pero el error se originó porque Kapteyn no sabía de la existencia del material interestelar que afectaba la luz de las estrellas.

FAROS CÓSMICOS

Uno de los problemas fundamentales de la astronomía sigue siendo la correcta determinación de las distancias a los objetos celestes. El método trigonométrico de las paralajes estelares, tal y como lo usó Bessel y muchos otros investigadores posteriores a él sólo tiene aplicabilidad limitada, pues, aunque mediante su uso ha sido posible establecer las distancias de unas 5 000 estrellas, cuando se pretende utilizarlo con cuerpos celestes localizados más allá de los 30 años luz ya no proporciona resultados confiables, por lo cual ha sido necesario buscar otros métodos para medir distancias mayores.

En 1912 Henrietta Swan Leavitt (1868-1921), astrónoma estadounidense del observatorio de Harvard, estudiaba varias placas fotográficas de una de

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las nebulosas irregulares con características espectrales de tipo estelar, conocida corno la "Nube Menor de Magallanes", poniendo especial atención en analizar cómo cambiaba el brillo de unas 25 estrellas particularmente luminosas. Gracias a ello descubrió la relación periodo-luminosidad para las cefeidas. Estas estrellas, que reciben dicho nombre porque su prototipo es la estrella Delta de la constelación de Cefeo, son variables pulsantes en las que el brillo cambia periódicamente. Henrietta notó que entre más largo es el periodo de una cefeida, mayor es también su luminosidad.

Gracias a este descubrimiento, las cefeidas pueden ser utilizadas como indicadores de distancia, pues como ese tipo de estrellas son muy luminosas (pueden radiar miles de veces la energía que emite el Sol), se ven a distancias muy grandes, convirtiéndose así en verdaderos faros cósmicos.

Fue el astrónomo danés Ejnar Hertzprung (1873-1967) quien primeramente se dio cuenta de la importancia práctica del descubrimiento de Leavitt. Razonó que la Nube Menor de Magallanes es un conglomerado estelar tan distante de nosotros, que para fines prácticos todas sus estrellas pueden considerarse situadas a la misma distancia, así que cualquier diferencia en brillo que muestran con las cefeidas ahí localizadas, sería reflejo de un verdadero cambio en esa cantidad. Entonces, al determinar el periodo de pulsación de cualquier cefeida de la Nube Menor, y al compararla con el de alguna estrella del mismo tipo situada en nuestra vecindad a una distancia bien establecida, podría calcular qué tan alejado de nosotros se encuentra todo ese complejo estelar.

Tras estudiar el comportamiento de varias cefeidas de nuestra galaxia, Hertzprung determinó en 1913 que una de ellas, cuyo periodo era de 6.6

días, tenía un brillo verdadero o magnitud absoluta51 700 veces mayor que la solar. Con ese dato calibró su escala de distancias, logrando así determinar cuántas veces más lejos de la Tierra estaban las cefeidas que se hallaban en la Nube Menor, pues gracias a la relación periodo-luminosidad sabía cómo se afectaba esa magnitud para aquellas estrellas. El resultado de su investigación le permitió establecer que la Nube Menor de Magallanes estaba a 30 000 años luz de nosotros, lo que en esa época significó que dicho conglomerado se encontraba en el borde mismo de la frontera aceptada para la Vía Láctea, por lo cual este trabajo no pudo distinguir si la Nube Menor era un objeto galáctico o extragaláctico. Años después, y tomando en cuenta hechos que Hertzprung desconocía sobre las cefeidas, se volvió a calcular la distancia a la Nube Menor y se encontró un valor aún mayor, lo que finalmente demostró que este objeto era extragaláctico.

LOS CÚMULOS GLOBULARES COMO INDICADORES DE LA POSICIÓN DEL SOL

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Cuando a principios de este siglo comenzaron a observarse con mayor definición las diversas nebulosas, fue claro que algunas mostraban una simetría esférica bien definida (figura 58). Aunque las partes centrales de ese tipo de objetos no pudieron ser resueltos, sí fue posible ver que la densidad estelar decrecía en ellos hacia su periferia, lo que hacía posible distinguir claramente un alto número de sus estrellas más externas (figura 59). Debido a su morfología, dichos conglomerados estelares fueron bautizados como cúmulos globulares. Ahora se sabe que estos gigantescos objetos están constituidos por cientos de miles de estrellas ligadas entre sí por la acción atractiva de la fuerza de gravedad, llegando en algunos casos a tener más de un millón de ellas. El análisis teórico de su estabilidad dinámica mostró que un número tan grande de estrellas que interactúan gravitacionalmente requería tiempos muy largos para alcanzar el equilibrio tras distribuirse en forma esférica, razón por la que se concluyó que los cúmulos globulares son sistemas estelares muy viejos.

Figura 58. Cúmulo globular M3, localizado a 31 000 años luz. Su masa es 245 000 veces la del Sol. Su edad es de 10 000 000 000 de años.

Desde 1915, Harlow Shapley (1885-1972) se hallaba interesado en determinar las distancias a diversas cefeidas que formaban parte de ciertos cúmulos globulares. Para realizar esa tarea recurrió a la técnica desarrollada por Hertzprung, aunque previamente él mismo hizo una calibración de la distancia a las cefeidas cercanas, teniendo cuidado de confirmar que la relación periodo-luminosidad que se aplicaba a esas estrellas era válida tanto para las que se localizaban en los cúmulos globulares, como para las que Leavitt había encontrado en la Nube Menor de Magallanes.

Hecho esto pudo calcular la magnitud absoluta de las cefeidas contenidas en los cúmulos y, como disponía de un número considerable de placas fotográficas de esos objetos tomadas con el telescopio reflector de 1.5 metros de diámetro del observatorio de Monte Wilson, California, que

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entonces era el segundo más grande del mundo, estableció de manera segura datos sobre las cefeidas de 12 cúmulos globulares.

Figura 59. Cúmulo globular M 13, situado en la constelación de Hércules, a una distancia de 25 000 años luz . Su diámetro es de 160. Se estima que contiene más de 30 000 estrellas más brillantes que la magnitud 21. Su masa se estima en medio millón de masas solares.

Shapley encontró que no todos los cúmulos que había estudiado tenían variables de ese tipo, sin embargo en aquellos que sí las había, las estrellas más luminosas mostraban tener un brillo que en general era tres veces mayor que el de las cefeidas ahí contenidas. Con ese hecho observacional pudo calcular qué tan brillantes deberían ser las cefeidas de un cúmulo cuando en éste no las había. Por otra parte, también se dio cuenta de que el diámetro de los cúmulos globulares era razonablemente igual para todos ellos, por lo que midiendo el tamaño aparente de cada cúmulo tuvo otra manera de establecer su distancia.

La combinación de esos tres métodos permitió a Shapley determinar la distancia para un total de 69 cúmulos globulares. Al hacer un mapa detallado de la distribución de esos objetos en el cielo encontró que en conjunto, además de que tenían una tendencia a no estar en el plano determinado por la Vía Láctea, mostraban una clara asimetría en su distribución espacial, pues la mayoría ocupaba solamente una mitad de la bóveda celeste.

Shapley supuso que en realidad la distribución de los cúmulos globulares en el firmamento debería ser esférica, lo que implicaría que su centro estaría en un punto ubicado en dirección de la constelación de Sagitario. De esa manera se explicaba sin ningún artificio la aparente asimetría espacial de la distribución de esos cúmulos. Shapley afirmó que resultaba más natural pensar que el Sol era el que se encontraba considerablemente alejado del centro de la Galaxia, que asumir que el complejo y gigantesco

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sistema de los cúmulos globulares estuviera concentrado en una sola mitad del cielo.

En esa forma y gracias a las mediciones de distancias hechas por Shapley, le tocó al Sol dejar de ser considerado el centro del Universo, pasando a ocupar un lugar modesto y muy alejado del centro de la Galaxia. Sin lugar a dudas esto fue un duro golpe para quienes seguían pensando que estabamos situados en un sistema privilegiado en la escala cósmica.

Figura 60. El cúmulo globular M19, localizado en dirección del centro galáctico, razón por la que en la fotografía el campo estelar alrededor de él es muy rico.

Con ese trabajo cimentaron las bases para avanzar rápidamente en la construcción de un modelo de la Galaxia apoyado en las observaciones, modelo muy similar al que ahora tenemos. En él, los cúmulos globulares están distribuidos en un enorme volumen esférico al que se ha llamado el halo galáctico. Algunos están cercanos al plano (figura 60), pero la mayoría se encuentran muy alejados de él. Esa estructura esferoidal circunda completamente a la Vía Láctea, que se encuentra localizada precisamente en el ecuador de tan gigantesco volumen. El centro determinado por la distribución espacial de los cúmulos globulares se halla en dirección de la constelación de Sagitario, coincidiendo con la parte más densa de nuestro sistema estelar.

Debido a que en realidad hay dos tipos diferentes de cefeidas, hecho que Shapley desconocía en 1918, sus cálculos sobre las dimensiones de nuestra galaxia resultaron muy grandes, pues estimó que el diámetro del disco galáctico era de 300 000 años luz, lo que sin lugar a dudas fue la razón principal de que el nuevo modelo no fuera aceptado unánimemente.

Para un buen número de astrónomos de esa época no era tan difícil aceptar que el Sol no fuera el centro de la Galaxia. Lo que sí era inaceptable para casi todos fueron las dimensiones que Shapley calculó, por lo que tuvo que

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pasar otra década antes de que su modelo galáctico fuera totalmente aceptado una vez que se corrigieron esos errores.

HUBBLE Y LAS GALAXIAS EXTERIORES

Como se desprende de lo expuesto anteriormente, el problema de la existencia de objetos extragalácticos no pudo ser resuelto por los trabajos de Kapteyn y Shapley. Las dimensiones que cada uno de ellos derivó para la Galaxia fueron tan diferentes, que sus datos propiciaron una intensa discusión en torno al problema.

La respuesta definitiva a este asunto fue encontrada por Edwin Powell Hubble (1889-1953), quien después de años de observación estableció claramente la naturaleza extragaláctica de las nebulosas espirales (figura 61). En el verano de 1923 comenzó un cuidadoso programa de estudio de la galaxia de Andrómeda, objeto difuso visible a simple vista que en las fotografías mostraba una clara estructura espiral (véase la figura 42). Usando los nuevos telescopios reflectores con diámetros de 1.5 y 2.5 metros del observatorio de Monte Wilson, Hubble obtuvo gran número de placas fotográficas de esta nebulosa que, entre otras cosas, le permitieron identificar una estrella variable perteneciente a dicho sistema estelar.

Figura 61. La galaxia espiral M81. Localizada a unos 95 000 000 de años luz.

Analizando diferentes imágenes de esa nebulosa, obtenidas desde 1909 por otros astrónomos, finalmente estableció el periodo de variación de aquella estrella y demostró que se trataba de una cefeida. En una carta muy técnica Hubble comunicó a Shapley el descubrimiento de esa variable, informándole que, tomando en cuenta su periodo de variabilidad (31.415 días), nos separaba de ella ¡un millón de años luz!, distancia que sin lugar a dudas era mayor que todas las que se habían estimado anteriormente en astronomía, lo que situaba a la galaxia de Andrómeda unas diez veces más lejos que las Nubes de Magallanes y mostraba en forma incuestionable su carácter extragaláctico.

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Consciente de la gran importancia de ese resultado, Hubble no publicó sus datos inmediatamente, pues quiso estar seguro de sus conclusiones. Con ese propósito estudió cuidadosamente otras dos galaxias espirales. Entre noviembre de 1923 y junio de 1924 obtuvo unas 40 placas fotográficas de buena calidad de NGC 6822, y descubrió varias estrellas variables en ella, algunas de las cuales también resultaron ser cefeidas. Lo mismo hizo con M33 (figura 62), galaxia espiral localizada en dirección de la Constelación del Triángulo. El estudio de este último objeto volvió a mostrar la presencia de variables del tipo de las cefeidas. Con este conjunto de datos pudo hacer determinaciones confiables de las distancias que nos separan de esas galaxias.

Finalmente, en un trabajo titulado Cepheid Variables in Spiral Nebulae ("Cefeidas variables en nebulosas espirales") Hubble presentó sus resultados y conclusiones, y demostró sin lugar a dudas que esos objetos eran en realidad galaxias que se encontraban mucho más allá de los límites de nuestro propio sistema estelar, afirmando también que sus dimensiones eran enormes. Una vez que estableció que Andrómeda y M 33 se hallaban a 1 000 000 de años luz cada una (pero en diferentes direcciones de la bóveda celeste), estimó que el diámetro lineal de la primera era de 200 000 años luz, mientras que el de la segunda alcanzaba los 42 000 años luz.

Esos resultados establecieron por primera vez en forma contundente una clara diferenciación entre nuestro propio sistema estelar y el Universo, pues aunque la Galaxia resultó tener dimensiones muy grandes, éstas son finitas y están razonablemente establecidas. El Universo es más vasto, ya que hasta donde se ha podido observar se encuentra constituido por multitud de galaxias.

Hubble y otros observadores siguieron estudiando sistemas con características similares a las de Andrómeda, establecieron sus distancias y corroboraron que todos ellos eran, sin lugar a dudas, objetos extragalácticos. De esa manera se demostró que esos conglomerados eran gigantescos sistemas estelares de gran complejidad, razón por la que ya no se les llamó nebulosas, sino galaxias.

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Figura 62. Parte interna de la galaxia espiral M33. Se pueden apreciar muchas de las nebulosas gaseosas que se localizan en los brazos.

La observación ha demostrado la existencia de millones de estos objetos primeramente imaginados por Kant como universos-islas. En cualquier dirección del cielo a la cual se dirijan los telescopios se encuentra un sinnúmero de galaxias, lo que de manera irremediable nos lleva a aceptar que nuestra galaxia, ese espeso bosque que desde la pequeña Tierra nos parece tan grande, solamente es un punto en la inmensidad del Universo.

XI. ¡Y LA GALAXIA SE HIZO!

INTRODUCCIÓN

UNA vez establecida la existencia de otras galaxias, gran parte del trabajo observacional se encaminó al estudio detallado de esos objetos, para determinar sus dimensiones y distancias, así como su composición y estructura. En forma paralela se hizo un gran esfuerzo para tratar de establecer la morfología de nuestra galaxia. En los años treinta este problema parecía algo muy difícil de resolver, sin embargo al finalizar los cuarenta la situación había cambiado en forma drástica. Esto se debió en buena medida a los estudios que habían realizado Walter Baade (1893-1960) y Nicholas Mayall (1906-1993) sobre la estructura espiral de la galaxia de Andrómeda. Encontraron que los brazos espirales de esa galaxia estaban claramente delineados por la distribución que en ella tenían las nebulosas gaseosas en emisión y las estrellas azules del tipo O y B. Así, a partir de los años cincuenta hubo un esfuerzo muy importante para estudiar la ubicación de esos objetos en nuestra propia galaxia.

Como se verá en el presente capítulo, a partir de esas fechas los astrónomos han podido trazar mapas cada vez más detallados de la estructura de la Galaxia, ayudados por telescopios ópticos que han ido aumentando en tamaño, así como por la radioastronomía, disciplina que surgió

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precisamente en la década de los cincuenta y que ya ha contribuido en forma muy importante a enriquecer nuestro conocimiento sobre el Universo.

TRAZANDO LA ESTRUCTURA DE NUESTRA GALAXIA

Robert Julius Trumpler (1886-1956) atacó este problema con una investigación que tuvo como fin principal recolectar toda la información disponible sobre los cúmulos galácticos. Estos son agregados estelares con forma irregular, constituidos por algunas decenas o cientos de estrellas muy luminosas de claro color azul, que frecuentemente se encuentran inmersos en regiones ocupadas por grandes cantidades de gas y polvo (figura 63). Con su estudio, Trumpler buscaba determinar los diámetros aparentes de esos cúmulos, así como el brillo, el color y la composición de las estrellas que los formaban. Su idea principal era establecer las dimensiones reales de los cúmulos galácticos, para de ahí determinar sus distancias, lo que permitiría construir un mapa detallado de su localización dentro de nuestra galaxia.

De ese estudio emergió una bien definida distribución espacial de los cúmulos galácticos, en donde se vio que se hallaban distribuidos a lo largo del plano ocupado por la Vía Láctea o muy cerca de él. Además, se determinó que las estrellas más brillantes que los formaban son lo que ahora se conoce como gigantes azules de alta temperatura (figura 64). Estos objetos reciben ese nombre por tener dicho c

olor, así como dimensiones y temperaturas considerablemente mayores que las del Sol. De las características físicas de estos astros, así como de las teorías actuales sobre la formación y evolución estelar, se ha determinado que este tipo de estrellas, también conocidas como estrellas O y B, son objetos muy jóvenes, ya que sus edades están comprendidas entre unos

cuantos miles y algunos millones de años52 (figura 65).

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Figura 63. Cúmulo galáctico NGC 6530 y la región HII asociada a él, conocida como la nebulosa de La Laguna. Se encuentra a 3 900 años luz. Nótese en particular las estructuras oscuras con forma de parches. Son regiones de polvo cósmico.

Figura 64. El cúmulo galácticoM7, localizado a 800 años luz en dirección de la constelación de Scorpio. Contiene 80 estrellas más brillantes que la magnitud 10. Su edad se estima en 260 000 000 de años.

Figura 65. M 45, el conocido cúmulo galáctico de las pléyades situado en la constelación de Tauro a unos 400 años. Fácilmente observable a simple vista en las noches de otoño e invierno.

Los datos sobre la distribución espacial de los cúmulos galácticos vino a complementar la información que ya se tenía sobre la estructura de nuestro sistema estelar, mostrando que el plano que los contiene, además de coincidir con la Vía Láctea, se localiza en el ecuador determinado por la

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distribución esférica de los cúmulos globulares estudiados por Shapley, y que ambas distribuciones tienen el mismo centro.

Durante los años treinta, astrónomos como Bertil Lindblad (1895-1965) y Jan Hendrik Oort (1900-1992), analizaron los datos observacionales entonces disponibles y concluyeron que la Vía Láctea era un sistema aplanado. El importante problema de saber si la Galaxia era morfológicamente similar a las galaxias espirales que se observaban, o si por el contrario tenía su propia estructura, fue resuelto por Oort en 1927 cuando aportó datos observacionales convincentes sobre el comportamiento dinámico de las estrellas contenidas en ese sistema. Pensó que si el Sol y las estrellas de su vecindad estaban lejos del centro galáctico, como había señalado Shapley, entonces debería ser evidente su rotación en torno a ese punto, pues todas ellas debían mostrar el mismo comportamiento que tienen los planetas que giran alrededor del Sol, donde los más cercanos a él sienten un jalón gravitacional más intenso que los hace orbitar con mayor rapidez. Lo mismo debería ocurrir con las estrellas que giran próximas al núcleo galáctico, tendrían que hacerlo más rápidamente que las que están a distancias mayores. A este fenómeno se le conoce como rotación diferencial.

Para demostrar este hecho Oort aplicó el efecto Doppler para determinar las velocidades radiales de las estrellas de la Vía Láctea. Tomó espectros de muchas de ellas y analizó el comportamiento de sus líneas espectrales. Así pudo determinar cómo giraban en torno al centro galáctico, probando que efectivamente la Galaxia rotaba en forma diferencial. Esta investigación fue de enorme trascendencia pues demostró que nuestra galaxia es en realidad del tipo espiral, ya que dinámicamente resultó ser muy similar a otras espirales cuyos brazos curvos indican que están sujetas al mismo mecanismo de rotación diferencial.

Estos trabajos fueron la base de un amplio grupo de estudios tendientes a establecer la cinemática y la dinámica de nuestro sistema estelar, investigaciones que han permitido entender como se mueven los diferentes cuerpos que hay en él y a qué tipo de fuerzas se encuentran sujetos.

Como consecuencia de una línea de investigación diferente que intentaba entender mejor las características de las galaxias espirales, Hubble encontró que a lo largo de los brazos de las más cercanas (en las cuales se ve con más detalle su estructura) es donde se localizan las nebulosas gaseosas y los cúmulos galácticos, resultado que Baade y Mayall confirmaron plenamente para el caso de la galaxia espiral M 31. Por otra parte, según los detallados estudios de esa misma galaxia localizada en la constelación de Andrómeda que Baade había realizado en 1942, su brillante núcleo (figura 66) estaba formado por un sinnúmero de estrellas individuales de color rojo, que por sus características han sido llamadas gigantes rojas.

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Figura 66. Región nuclear de la galaxia de Andrómeda. Compárese con la fotografía de la figura 42.

Toda esa información sirvió para que Baade concluyera que el núcleo de la galaxia de Andrómeda, al igual que sus regiones entre los brazos se hallan poblados por estrellas que no son iguales a las que hay en los brazos, de esa misma galaxia. Así surgió el concepto de poblaciones estelares distintas y diferenciadas por su localización dentro de las galaxias. Al grupo de las estrellas azules ubicadas a lo largo de los brazos espirales, Baade las llamó de Población I, mientras que a las estrellas rojas, como las situadas en el núcleo galáctico, las consideró la Población II.

Esta clasificación de las estrellas de una galaxia en poblaciones bien diferenciadas espacialmente, aunque simple en principio, ha sido de gran utilidad, sobre todo después de que se han establecido las características generales del proceso de evolución estelar. Y es que se ha encontrado que las estrellas de Población I son estrellas de reciente formación, asociadas todavía con el gas y el polvo cósmico que les dieron origen, como es el caso de las gigantes azules ya mencionadas. Las de Población II son estrellas que se encuentran en etapas avanzadas de su evolución, razón por la que son consideradas como estrellas viejas.

Con esta diferenciación estelar como sustento, muchos astrónomos han realizado diversos estudios tanto teóricos como observacionales con el propósito de establecer en forma definitiva qué poblaciones estelares hay en nuestro sistema estelar, para así determinar el tipo de galaxia que habitamos. Por otra parte, estudiando con detalle las galaxias cercanas se ha podido establecer que las hay de diversas formas y tamaños. A pesar de su diversidad, al clasificarlas por su morfología resulta que todas pueden agruparse en cuatro categorías: irregulares (Irr), espirales normales (S), espirales con barra (SB) y elípticas (E), clasificación que también se debe a Hubble.

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Las galaxias irregulares tienen estructura amorfa y carecen de núcleo bien definido. Sus masas y dimensiones son menores a las de nuestra galaxia. Se ha comprobado que en ellas ocurre el proceso de formación estelar, ya que son ricas en polvo y gas. Los ejemplos más conocidos de este tipo de objetos son la Nube Mayor y la Nube Menor de Magallanes (figura 67). Las galaxias espirales normales muestran una clara estructura de disco, sobre la cual se ven bien marcados los brazos espirales que se conectan a un núcleo pequeño pero apreciable. Los brazos se presentan en pares, aunque las fotografías muestran que algunos de ellos se ramifican y dan la impresión de que pudieran ser impares. Un ejemplo típico de esta clase es la galaxia de Andrómeda (véase la figura 42) y M 101 (figura 68). Las espirales con barra son galaxias que además del disco presentan una estructura en forma de barra, la cual se prolonga del núcleo, y es de ahí de donde arrancan los brazos espirales (figura 69). En estos dos tipos de galaxias también se lleva a cabo el proceso de formación de estrellas en forma activa. Por último, las galaxias elípticas no muestran brazos, no tienen disco y su forma es claramente la de un elipsoide (figura 70), además, en ellas los procesos de formación de estrellas ya no son importantes.

Figura 67. La nube Menor de Magallanes, galaxia irregular, satélite de la nuestra.

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Figura 68. Galaxia espiral M 101. Su situación frontal a nuestra línea de visión permite observar el trazo de sus bien definidos brazos.

Figura 69. Galaxia espiral de barra NGC 1300. Se ve con claridad el núcleo brillante compacto, la barra y cómo los brazos arrancan de los extremos de ésta.

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Figura 70. M110, galaxia elíptica satélite de la Andrómeda, la cual aparece en el extremo inferior derecho.

Comparando cuidadosamente las propiedades físicas y morfológicas que presentan las poblaciones estelares de diferentes tipos de galaxias, con datos similares obtenidos del estudio de la distribución que tienen las estrellas, las nebulosas y los cúmulos que hay en la nuestra, se han confirmado los resultados de Oort, con la certeza de que la Galaxia es del tipo espiral, aunque no ha sido posible establecer en forma definitiva si es normal o de barra.

Siguiendo una sugerencia de Baade, William Wilson Morgan (1906-1994) del observatorio de Yerkes y sus alumnos Donald Osterbrock (1924- ) y Stewart Sharpless (1926- ), se dedicaron a estudiar la distribución galáctica que tenían las estrellas del tipo O y B. De estos y otros estudios surgió el concepto de asociación estelar, introducido por el astrónomo armenio Viktor Ambartsumian (1908- ), quien señaló que los grupos de estrellas O y B deberían tener un origen común, Sólo que su densidad no era suficientemente grande para que las fuerzas de gravedad originadas por las masas de esas estrellas las mantuvieran juntas, por lo que eran dispersadas por los efectos de la rotación diferencial de la Galaxia. Ambartsumian consideró que una prueba de la juventud de dichas asociaciones era que no habían tenido tiempo de disgregarse. Calculó que la vida media de un sistema estelar de ese tipo es de alrededor de 30 000 000 de años, edad realmente pequeña a escala cósmica. Pronto se contó con información sobre las asociaciones O y B, ya que Baade publicó un catálogo de este tipo de objetos. Por su parte, Sharpless también dio a conocer un catálogo de regiones HII, muchas asociadas con estrellas O y B.

Gracias a sus observaciones, en 1951 Morgan, Osterbrock y Sharpless presentaron la primera visión de conjunto de la Galaxia (figura 71). Estos astrónomos encontraron evidencia clara de la existencia de tres brazos espirales y trazaron secciones paralelas de ellos. El primero, que es donde

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se encuentra inmerso el Sol, es el llamado brazo de Orión. Recibe ese nombre porque en él también está contenida la nebulosa gaseosa de Orión (véase la figura 49). Este brazo se localiza entre los 26 000 y los 32 600 años luz del centro galáctico. Exterior a él se encuentra el brazo de Perseo, ubicado entre los 39 100 y los 48 900 años luz del centro de la Galaxia. También encontraron una sección de un brazo interior, el de Sagitario, localizado entre nosotros y el centro galáctico, a una distancia de éste que va de los 22 800 a los 24 450 años luz.

La presencia de material oscuro en el plano de la Galaxia es evidente cuando se observa a simple vista ciertas regiones de la Vía Láctea. Sin embargo, poco o nada se supo durante milenios sobre esas zonas aparentemente carentes de estrellas. Los primeros intentos serios por estudiar ese fenómeno no se dieron sino hasta este siglo, cuando la fotografía hizo posible registrar grandes áreas del cielo. En 1919 Edward Emerson Barnard (1857-1923) dio a conocer el resultado de sus investigaciones en ese campo en un artículo al que tituló On the Dark Marking of the Sky ("Sobre las marcas oscuras en el cielo"), donde informó la existencia de 182 de esas zonas.

Figura 71. Diagrama de la estructura espiral de la Galaxia mostrada por las observaciones de Morgan, Osterbrock y Sharpless. Los puntos abiertos corresponden a las regiones HII y los cerrados a las estrellas O y B.

Años después, Trumpler admitió que la luz que llegaba de las estrellas localizadas en la Vía Láctea era más débil de lo que se esperaría si sólo se consideraba la distancia a la que se encontraban. Como ya se ha

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mencionado, estudió los cúmulos galácticos para tratar de determinar sus tamaños. Ya que supuso que sus diámetros deberían ser similares, al darse cuenta de que sistemáticamente los más lejanos resultaban menos brillantes (lo que significaba que serían los menores) sugirió la existencia de material absorbente que sería el responsable de la caída del brillo de los cúmulos más distantes, y pensó que estaría formado por partículas muy pequeñas de polvo distribuidas de forma irregular entre las estrellas.

Trabajos posteriores han confirmado la existencia de enormes agregados de polvo cósmico contenidos casi por completo en el plano de la Vía Láctea (figura 72). Fuera de él no se detecta este material, por lo cual el oscurecimiento es mucho menor y pueden verse sin gran dificultad objetos muy distantes. Ése es el caso de los cúmulos globulares y de las galaxias. Cuando se trata de ver en dirección del plano galáctico el polvo es un verdadero obstáculo, ya que extingue la luz de los objetos lejanos, limitando mucho nuestra visión. Esto es particularmente obvio cuando se observa en dirección del centro de la Galaxia. Las características que muestra el polvo cósmico sugieren que está compuesto de pequeñas partículas sólidas como los silicatos, el grafito y el hielo.

Figura 72. Maia, una de las estrellas brillantes de las Pléyades. Alrededor de ella puede apreciarse una nebulosidad. Esta nebulosa de reflexión es causada por una densa nube de polvo localizada en la vecindad de esa estrella.

El trazado de la estructura interna de la Galaxia también se vio dificultado por la presencia de enormes cantidades de gas, que sólo puede ser detectado visualmente en la cercanía de estrellas muy calientes que le proporcionan energía y lo hacen brillar, pero que lejos de ellas es completamente opaco para las longitudes de onda comprendidas en la región visible del espectro electromagnético. Este impedimento fue razonablemente superado cuando el astrónomo holandés Hendrik Christoffell van de Hulst (1918- ) demostró teóricamente la posibilidad de

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observar la emisión de ondas de radio provenientes del hidrógeno neutro, que es el principal componente de ese gas interestelar. Puesto que este elemento es el más abundante del Universo y de la Galaxia, el descubrimiento de Van de Hulst abrió enormes posibilidades y motivó la construcción y desarrollo de radiotelescopios, instrumentos capaces de detectar, medir y analizar esa radiación que nuestros ojos no pueden ver.

Como las ondas de radio generadas por el hidrógeno neutro no son absorbidas por las grandes nubes de polvo, los radiotelescopios permiten observar a grandes distancias dentro del plano galáctico, incluso en dirección del antes invisible centro de la Galaxia, lo que permite trazar la localización y extensión de sus brazos espirales. El trabajo combinado de muchos radioastrónomos y astrónomos que observan la región visible del espectro ha permitido finalmente establecer de manera segura que nuestra galaxia es verdaderamente de tipo espiral, con morfología similar a la que presenta Andrómeda, aunque de menores dimensiones. También gracias en gran parte a la radioastronomía se ha podido establecer claramente la posición del Sol en la parte interna del brazo de Orión, confirmando así las investigaciones de Morgan, Osterbrock y Sharpless. Además, ha sido posible profundizarlas, pues al ver más lejos se han trazado detalles que no pueden obtenerse ópticamente, lo que ha arrojado un mapa de la estructura espiral de nuestra galaxia muy completo (figura 73). Igualmente, ha sido posible determinar que nuestra galaxia está rotando de tal manera que sus brazos espirales se enrollan alrededor de su núcleo.

Figura 73. La estructura espiral de nuestra galaxia de acuerdo a las observaciones combinadas en el óptico y rediofrecuencias.

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El efecto Doppler también se presenta en radiofrecuencias, gracias a lo cual ha sido posible determinar las velocidades radiales de las nubes de gas dentro de la Galaxia. Bajo la suposición de que éstas se mueven describiendo órbitas circulares en torno al centro galáctico, es posible determinar la distancia de cada una de ellas. Siguiendo esta línea de investigación se ha encontrado que esas nubes se distribuyen en nuestra galaxia en un claro patrón espiral.

MASA, FORMA Y DIMENSIONES DE LA GALAXIA

De acuerdo con los conocimientos actuales se considera que la Galaxia está formada por gas, polvo, radiación y por un enorme número de estrellas que pueden encontrarse solas o formando sistemas que contienen desde dos miembros hasta millones. Las observaciones más recientes muestran que este gigantesco sistema se encuentra estructurado al menos por cuatro componentes bien definidas; el centro o núcleo galáctico, el bulbo o protuberancia central, el disco y el halo (figura 74), todos ellos interrelacionados de manera compleja y girando a diferentes velocidades. Por esto, nuestra galaxia no puede ser considerada como un simple cuerpo estático flotando en las inmensidades del cosmos, sino que tiene que ser entendida como un sistema dinámico que se encuentra sujeto a un proceso de evolución constante.

A pesar de lo mucho que se ha avanzado desde que se originó la radioastronomía, es bien poco lo que se sabe con certeza sobre la composición y estructura del núcleo galáctico. Gracias a que en la actualidad disponemos de detectores que permiten registrar la radiación electromagnética que en forma de ondas de radio e infrarrojas están llegando de ese lugar, se ha podido establecer que tiene una complicada estructura. Desde hace unas décadas se estimó que en la región central de la Galaxia debía localizarse una fuente intensa de ondas de radio, lo que hizo pensar que ahí podía haber un objeto muy compacto cuyas dimensiones serían comparables con las de todo el Sistema Solar, pero muchas veces más masivo que éste.

Las más recientes observaciones en el infrarrojo han permitido establecer que el núcleo galáctico, localizado a 28 000 años luz de nosotros, y con un diámetro del orden de 40 años luz, es una estructura extremadamente brillante y compacta donde está contenida una masa que se ha estimado alcanza valores del orden de 4 000 000 de masas solares, razón por la que algunos investigadores han supuesto la existencia de un hoyo negro en el centro de nuestra Galaxia.

A los científicos se les ocurrió el nombre de hoyo negro cuando analizaron teóricamente lo que sucedía a la luz cuando se encontraba cerca de una gran concentración de materia. Comprobaron que la fuerza de atracción gravitacional producida por ésta es de tal magnitud que puede atrapar incluso a la luz o a cualquier otra radiación electromagnética, como si se

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tratara de objetos materiales. En esas condiciones la luz no puede salir de la región afectada por la acción de esa fuerza tan poderosa, y es por eso que al mirar en dirección de esa concentración de materia no será posible observar nada.

Figura 74. Representación esquemática de la Galaxia. En la parte superior, tal y como se vería de canto. En la inferior se muestra frontalmente. Las dimensiones no están a escala.

Las observaciones han permitido establecer que parte de la masa contenida en el núcleo galáctico se encuentra en forma de gas, constituyendo una gran nube de material frío cuyas dimensiones son de unos 7 por 13 años luz. Esta estructura, que parece ser un disco material, rodea el centro de la Galaxia y recibe su energía directamente de él. El estudio de las velocidades a que se mueve el material nuclear ha permitido establecer que en caso de existir ahí un hoyo negro, éste debe tener una masa de alrededor de 2 000 000 de masas solares.

Aunque la hipótesis de la existencia de un hoyo negro localizado en el centro de la Galaxia tiene un soporte teórico adecuado, hasta la fecha no se ha probado realmente su existencia, por lo cual también se ha pensado que en esa región puede haber un cúmulo muy denso formado por estrellas de gran masa. La densidad de ese cúmulo sería tal que las estrellas se encontrarían alejadas entre sí por distancias de tan sólo cinco días luz, lo que evidentemente resulta ser una separación realmente pequeña si

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consideramos las dimensiones de la Galaxia. Por el momento no se tienen elementos suficientes que permitan afirmar con certeza qué es lo que hay en el núcleo galáctico, pero según los datos más recientes se cree que es posible que ahí coexistan un cúmulo de estrellas masivas y un hoyo negro. Las investigaciones sobre este tema continúan y seguramente darán información que permitirá esclarecer nuestras dudas al respecto. Lo que sí se puede afirmar es que las energías y la cantidad de materia contenida en la región central de nuestra Galaxia son verdaderamente enormes, si se comparan con sus equivalentes de la vecindad solar.

Recientemente se ha encontrado que el núcleo de la Galaxia está rodeado por otro anillo, formado por nubes moleculares muy densas cuya masa total se estima en 1 000 000 de masas solares. Este anillo tiene un radio del orden de 1 000 años luz. Las determinaciones de velocidad de las nubes que lo componen muestran que está expandiéndose, por lo que se ha pensado que pudo ser ocasionado por una gigantesca explosión ocurrida en el centro de la Galaxia 1 000 000 de años atrás.

El bulbo galáctico es una protuberancia razonablemente esférica que envuelve al núcleo de la Galaxia y que por tener un diámetro de unos 7 000 años luz sobresale del plano de la Vía Láctea. Las observaciones han establecido que está formado principalmente por estrellas masivas muy viejas del tipo de las gigantes rojas, aunque también coexisten otros objetos cósmicos muy evolucionados, como diversos tipos de estrellas variables, estrellas binarias con fuerte emisión en rayos X, así como estrellas de baja masa. Toda esa variedad de objetos se encuentran en las últimas etapas de su existencia como estrellas. Es por ello que hay un consenso casi generalizado entre los astrónomos, quienes aceptan que este componente de la Galaxia fue el primero que se formó, aproximadamente hace unos 15 000 millones de años. Otra importante característica del bulbo galáctico es que ahí ha cesado completamente el proceso de formación estelar desde mucho tiempo atrás, razón por la que no hay estrellas jóvenes en él.

El disco galáctico está comprendido en el plano ecuatorial de nuestra galaxia. Su grosor medio de unos 3 000 años luz es pequeño si se le compara con las dimensiones de su diámetro, que se ha estimado en 100 000. Los objetos contenidos en esta componente estructural de la Galaxia tienen alta velocidad de rotación en torno al núcleo galáctico. Las estrellas que se localizan en este disco son de reciente formación, y sus edades fluctúan entre unas centenas de miles y algunos millones de años. Son objetos muy energéticos de tamaños varias veces mayores que nuestro Sol. Ése es el caso de las gigantes azules. También se localizan, en esta región galáctica un alto número de estrellas con edades intermedias, como el Sol. Además, el disco galáctico contiene grandes cantidades de polvo y gas distribuidos en forma no homogénea, formando nubes irregulares. Este último, al interaccionar con la radiación proveniente de las gigantes azules, origina nebulosas que emiten gran parte de su radiación como luz primordialmente roja, razón por la que al observarlas a través de los

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telescopios se les ve muy brillantes (véanse, por ejemplo, las figuras 49, 56 y 63). Estas nebulosas son conocidas como Regiones HII, pues están formadas principalmente por hidrógeno.

Figura 75. Nube oscura conocida como la nebulosa de la Cabeza de Caballo.

Este disco también contiene enormes nubes oscuras y frías formadas por moléculas (figura 75). La más abundante de todas ellas vuelve a ser la de hidrógeno (H2), aunque también contienen otras de mayor complejidad, tanto orgánicas como inorgánicas. De este último tipo se encuentra la de amoniaco (NH3), la de hidroxilo (OH), la de monóxido de silicio (SiO), la de monosulfuro de silicio (SiS), la de dióxido de azufre (SO2), la de ácido sulfhídrico (H2S) y la de agua (H2O). Entre las orgánicas se han identificado moléculas como las de monóxido de carbono (CO), ácido cianhídrico (HCN), ácido fórmico (HCOOH), acetaldehído (CH3CHO), formaldehído (H2CO), metanol (CH3OH) y etanol (CH3CH2OH), entre otras. A la fecha se han descubierto cerca de 100 moléculas en el medio interestelar. Las temperaturas de esas nubes moleculares son muy bajas, pues se encuentran entre 10 y 20 grados Kelvin, condiciones que propician la formación y existencia de moléculas como las mencionadas.

Los diversos tipos de estrellas que forman el disco galáctico giran de manera independiente entre sí, describiendo órbitas prácticamente circulares respecto al centro de la Galaxia. El Sol, que como ya se ha dicho se encuentra a 28 000 años luz de éste, gira alrededor de ese punto a una velocidad de 220 km/s, dando una vuelta completa cada 240 000 000 de años, por lo que desde su formación ha efectuado unas 20 revoluciones en torno al centro galáctico. Nuestra estrella no se encuentra situada exactamente en la parte media del plano de la Galaxia, pues tiene un movimiento vertical respecto de él que lo hace oscilar de arriba a abajo y lo lleva a alcanzar elevaciones y depresiones respecto a dicho plano de 300 años luz. Por eso tarda 70 000 000 de años en completar un ciclo de vaivén con ese movimiento vertical.

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Las grandes nubes de gas y polvo concentradas en la Vía Láctea también realizan un movimiento casi circular respecto al punto central de nuestra galaxia, así que si se estudian sus desplazamientos pueden determinarse sus distancias, lo que permite saber cómo están localizadas en el plano. Así resulta que esas gigantescas nubes tienen un patrón de distribución espiral que también delinea los brazos de la Galaxia.

Debe aclararse que los brazos de nuestra Galaxia y de las demás galaxias no son estructuras sólidas, sino que se forman por grandes cantidades de gas, polvo y por miles de millones de estrellas, muchas de las cuales son muy calientes y luminosas. Esta composición ocasiona que, aunque la densidad estelar a través de todo el disco galáctico sea prácticamente la misma, los brazos resalten por ser más brillantes que el resto del material contenido en él, lo que los hace tan prominentes.

Por la importancia que tienen en el contexto general del proceso de formación y evolución estelar, debe recalcarse que es en los brazos del disco galáctico donde se realiza ese complejo proceso, ya que ahí es donde se encuentran las inmensas nubes moleculares que tienen los ingredientes necesarios para que se formen nuevas estrellas.

El estudio de las propiedades dinámicas de estas gigantescas nubes oscuras permite determinar la masa contenida en nuestra galaxia, de lo que resulta que ésta es igual a 100 000 000 000 de masas solares. Evidentemente, este valor es sólo un límite inferior, ya que para determinarlo no se ha tomado en cuenta la masa que hay fuera del plano de la Galaxia.

El halo galáctico ocupa un enorme volumen que tiene una simetría casi esférica, envolviendo completamente a las otras componentes de la Galaxia. Su diámetro se estima en 300 000 años luz. Se ha determinado que en él hay alrededor de 150 cúmulos globulares, que son los objetos prominentes del halo. Además, distribuidas en todo ese espacio hay más de un billón de estrellas también muy viejas, pero que no forman conglomerados, por lo que son mucho menos conspicuas que los cúmulos globulares. El halo no participa de la rotación del disco, ya que muchas de sus estrellas se mueven incluso en direcciones encontradas. El resultado neto es que éste gira de forma lenta.

Distintos estudios han permitido establecer que no todos los cúmulos globulares tienen la misma edad, sin embargo, cualquiera de ellos es más viejo que los otros miembros de la Galaxia, por lo cual estos gigantescos conglomerados estelares han sido utilizados para fijar la edad mínima de nuestra galaxia. Diversos métodos han establecido que las estrellas del halo se originaron hace unos 15 000 000 000 de años. Como éste y el bulbo son los componentes más viejos de nuestra Galaxia y su edad es similar, se estima que ésta tiene al menos 15 000 000 000 de años, aunque en la actualidad este valor está siendo cuestionado, ya que datos más recientes indican que hay inconsistencias en estos cálculos. Es de gran importancia

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establecer bien este valor, pues la edad de la Galaxia proporciona un límite inferior para la edad misma del Universo, ya que no pudo haberse formado antes que él.

LOS ESTUDIOS ACTUALES DE LA GALAXIA

El estudio de las propiedades físicas y morfológicas de la Galaxia es un tema muy nuevo en astronomía, pues se inició con este siglo. A pesar de ello mucho se ha avanzado, ya que se ha establecido de forma general su estructura, sus componentes principales y sus dimensiones. Sin embargo, estos logros, que son el resultado del esfuerzo continuado de tres generaciones de astrónomos, no deben dar la impresión de que ya se sabe todo sobre este tema. Al contrario, muestran lo mucho que nos falta investigar.

Gracias a que en la actualidad podemos observar el Universo con instrumentos que registran toda la enorme gama de longitudes de onda de la radiación electromagnética, la información que ahora se tiene sobre la Galaxia se enriquece constantemente. Telescopios ópticos cada vez más grandes y mejores, radiotelescopios, telescopios espaciales y satélites con muy diversos tipos de detectores son los instrumentos que nos proporcionan cotidianamente datos novedosos sobre los fenómenos físicos que ocurren en el cosmos.

Astrónomos de todo el mundo aprovechan esta nueva tecnología para realizar investigaciones que pocos años atrás no podían hacerse. Por ejemplo, la existencia de detectores mucho más sensibles ya permite analizar con gran detenimiento la luz y otras radiaciones provenientes de estrellas de baja luminosidad, gracias a lo cual podemos conocer adecuadamente su estado evolutivo, lo que a su vez proporcionará un conocimiento más profundo sobre las poblaciones estelares de la Galaxia, pues nuestros modelos de evolución estelar indican que debe de haber gran abundancia de estrellas débiles de baja masa.

Los nuevos instrumentos ya permiten trazar con precisión la estructura del brazo de Orión, sobre todo en la región de la vecindad solar. Este brazo, que tiene un ancho típico de 3 500 años luz está formado por nubes de gas y polvo, distribuidas de tal manera que parecen estar interconectadas por enormes burbujas cuyos diámetros alcanzan los centenares de años luz. El Sol mismo se encuentra cerca del centro de una de esas burbujas, que por razones obvias ha sido llamada la burbuja local. Según investigaciones recientes, esta burbuja parece ser el resultado de la violenta explosión de una estrella de gran masa ocurrida hace unos 300 000 años.

Otra línea de investigación que actualmente se está desarrollando mucho es el estudio de las nebulosas gaseosas, sobre todo las de menor brillo superficial que antes no podían ser detectadas adecuadamente. Esto permitirá determinar con mayor precisión las características físicas de esos objetos. Al comparar estos parámetros con los datos que han sido medidos

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en los laboratorios terrestres, se podrán entender mejor los procesos atómicos de intercambio de energía que ocurren en esas nebulosas.

Con toda esa información proveniente de muy diversos estudios es posible aplicar técnicas matemáticas de simulación numérica, que con el auxilio de las poderosas computadoras actuales permiten a los astrónomos estudiar muchas de las características dinámicas de nuestra galaxia. Así, en días o meses, analizan fenómenos que en la naturaleza ocurren en lapsos de millones o de miles de millones de años. Esto permite investigar con detalle las interacciones que los distintos constituyentes galácticos experimentan entre sí. Por ejemplo, mediante ese tipo de técnicas es posible analizar la estabilidad de las órbitas estelares en torno al centro de la Galaxia, o bien, hacer estudios de la influencia que tienen los cúmulos globulares sobre el comportamiento dinámico del disco galáctico y viceversa, y hasta se puede determinar cómo serán afectados ambos sistemas y cuál será su posible evolución.

Cuando se determina la masa de la Galaxia basándose en su nexo gravitacional con galaxias vecinas como Andrómeda o las Nubes de Magallanes, se encuentra que es enorme y que alcanza valores tan grandes como ¡un millón de millones de masas solares! Debido a que la luminosidad total de nuestra Galaxia (tomando en cuenta la energía radiada por todas sus estrellas en todas las longitudes de onda) solamente es igual a 35 000 000 000 de veces la luminosidad del Sol, de esos cálculos resulta que en la Galaxia debe de haber mucha más materia de la que registran nuestros instrumentos, incluso los más modernos y complejos. Por esto algunos astrofísicos han imaginado la existencia de materia oscura en el Universo. En el caso de nuestra Galaxia se ha estimado que la materia que no está emitiendo radiación alguna es nueve veces mayor que la que forman estrellas, nebulosas gaseosas y nubes moleculares.

Son enormes las implicaciones de la existencia de esta materia, que sólo puede ser detectada por su influencia gravitacional, sobre la que sí puede verse. Su estudio se ha convertido en uno de los problemas centrales de la astrofísica contemporánea. Las vastas consecuencias que este tema tiene para la dinámica de la nuestra y las demás galaxias, y para la manera de condicionar los diferentes modelos cosmológicos que en la actualidad están tratando de explicar el origen y evolución del Universo, han obligando a un replanteamiento de los conceptos básicos sobre la estructura misma de la materia. Este es un problema en el que tanto físicos como astrónomos han estado enfrascados desde hace años, y los resultados que hasta ahora han logrado demuestran lo fructífera que puede ser esa interacción.

Otro de los grandes problemas que están tratando de resolver quienes estudian el comportamiento dinámico de la Galaxia es saber cómo se han originado los brazos espirales y por que persisten en un disco de material que está girando y que tiende a enrrollarlos, mecanismo que acabaría por diluirlos y hacerlos desaparecer. Sin embargo no ocurre así, ya que más de

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la mitad de las galaxias conocidas presenta brazos, lo cual indica que ese fenómeno es general y de duración muy prolongada.

También se hacen grandes esfuerzos en el terreno observacional y en el teórico para tratar de establecer si la Galaxia se formó únicamente de una inmensa nube cósmica o si, por el contrario, es resultado de la mezcla de diferentes nubes. Esta última interpretación ayudaría a entender la existencia de los componentes dinámicos bien diferenciados que muestra la Galaxia.

Aunque se ha avanzado mucho en el conocimiento del núcleo galáctico, no se ha podido determinar de manera definitiva si en él hay o no un hoyo negro. Además, también falta determinar con certeza si nuestra Galaxia es normal o de barra. Existen observaciones que muestran la existencia de un brazo espiral muy cerrado localizado a sólo 10 000 años luz del centro, y muchos astrónomos han interpretado esto como una prueba de la existencia de una barra nuclear en la Galaxia, y como en el Universo existen galaxias con esa característica estructural, la nuestra podría ser de ese tipo.

Seguramente hay mucho que estudiar respecto a la estructura y evolución de nuestra Galaxia, pero a pesar del corto tiempo que los astrónomos llevan analizando sus propiedades, han establecido hechos muy importantes acerca de ella, destacando entre sus descubrimientos la posición que ocupa el Sol y sus planetas dentro de esas miriadas de millones de estrellas que la forman.

XII. MÁS ALLÁ DE LA GALAXIA

INTRODUCCIÓN

MILES de años tuvieron que transcurrir para que el hombre supiera que la Tierra no es el centro del Universo, mientras que sólo fueron necesarios poco más de 300 para que se diera cuenta de que el Sol es una estrella más entre muchas otras. En los últimos 200 años comenzó a tomar conciencia de que podían existir otros sistemas como el nuestro, pero ha sido únicamente durante el presente siglo cuando ha podido establecer con certeza que formamos parte de un gigantesco y complejo sistema estelar.

Uno de los problemas más interesantes de la astronomía contemporánea es tratar de entender cómo se formaron las galaxias y qué ha determinado su estructura. Las observaciones muestran que alrededor de 60% de todas las conocidas son espirales, otro 30% son elípticas y el 10% restante resulta ser de galaxias irregulares. Si se supiera la causa de por qué esto ha sido así, se aclararían hechos importantes ocurridos en las etapas tempranas de la evolución del Universo. De ahí que muchos astrónomos se encuentren interesados en el estudio tanto de las propiedades generales de las galaxias, como de las particulares, objetos que, como se verá en este capítulo final, son los constituyentes básicos del Universo.

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Los avances científicos han ocurrido tan rápidamente que los astrónomos comenzaron a investigar lo que hay más allá de nuestra Galaxia aun antes de conocer muchas de sus características principales. Este proceso, que apenas comienza, está mostrando que existen miles de millones de galaxias. Además, por primera vez en la historia humana se empieza a divulgar información sobre la estructura del Universo a gran escala. Estas investigaciones que nos remontan en el espacio y en el tiempo son las que dan el carácter de ciencia a la cosmología. Motivadas por la antigua inquietud de la humanidad por entender su papel dentro del cosmos, servirán para que el conocimiento avance un poco más.

LAS GALAXIAS CERCANAS

La adecuada combinación de los grandes telescopios reflectores y las placas fotográficas especialmente fabricadas para la investigación astronómica, han proporcionado datos seguros que indican la existencia de objetos localizados más allá de los límites de nuestra galaxia. Los dos más próximos son las Nubes de Magallanes que, como ya se ha mencionado, son galaxias de tipo irregular. Ambas son satélites de la Galaxia, ya que se encuentran orbitando a su alrededor. También se ha comprobado que existe un importante flujo de materia entre ellas y la nuestra.

Estas dos galaxias, que son visibles a simple vista desde el hemisferio sur, fueron descubiertas por los occidentales cuando Fernando de Magallanes, realizó su viaje alrededor del mundo. A simple vista parecen sólo unas nubes luminosas, por lo cual poco después de su descubrimiento comenzaron a ser llamadas Nubes de Magallanes.

La más grande y cercana es la Nube Mayor (figura 76), que se localiza en dirección de la constelación de Dorado. La observación de sus cefeidas ha permitido establecer que su distancia es de 180 000 años luz. La Nube Menor se ubica en dirección de la constelación del Tucán y su distancia es de 200 000 años luz.

Las dimensiones de la mayor son del orden de 16 300 años luz, valor que comparado con el tamaño de la Galaxia o de Andrómeda, hacen que ese sistema parezca pequeño. Su masa total, que es de 10 000 000 000 de masas solares, equivale solamente a un décimo de la masa que hay en el disco de la nuestra.

Aunque la Nube Menor también es irregular, su estructura es más compleja que la de la mayor. Sus dimensiones se estiman en 7 000 años luz y su masa es de alrededor de 6 000 000 000 de masas solares.

Por su relativa cercanía, la observación detallada de estas dos galaxias ha servido para ampliar extensamente diversos aspectos de las teorías astronómicas actuales, ya que han funcionado como laboratorios para que los astrónomos estudien en ellas objetos similares a los que hay en nuestra galaxia, pero que por la posición que ocupamos en ella son difíciles de

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observar. La más reciente situación de este tipo sucedió en 1987, cuando se

descubrió una supernova53 en la Nube Mayor, cuya estrella progenitora había sido estudiada de manera cuidadosa varios años antes de que ocurriera su destrucción, brindando así, por primera vez en la larga historia de la astronomía, datos seguros sobre una estrella que se transformó en supernova. La observación de este objeto ha venido a corroborar diferentes aspectos de las teorías de evolución estelar, lo que sin lugar a dudas ha enriquecido nuestros conocimientos sobre los complejos mecanismos que actúan en las etapas finales de la existencia de las estrellas.

Figura 76. La Nube Mayor de Magallanes.

La Galaxia tiene otros satélites, pero al ser menos prominentes que las Nubes de Magallanes es bien poco lo que se sabe de esas galaxias. Recientemente se ha descubierto que a unos 80 000 años luz hay una más. Su brillo es tan débil que para detectarla ha sido necesario emplear los más poderosos instrumentos actuales. La masa de esta pequeña galaxia es considerablemente menor que la de las Nubes de Magallanes, por lo que objetos de su tipo son llamados "galaxias enanas". La distancia que nos separa de ella la convierte en la galaxia más cercana entre las 11 que orbitan nuestra Galaxia.

EL GRUPO LOCAL DE GALAXIAS

Más allá de estos objetos puede observarse que existen otras galaxias, que junto con ellos forman un bien definido conglomerado de galaxias que es conocido como el Grupo Local. Hasta la fecha se ha determinado que éste tiene algo más de 30 miembros, entre los que hay galaxias espirales, elípticas e irregulares. Es probable que al Grupo Local pertenezcan galaxias como NGC 3109, localizada en Carina a unos 554 000 años luz, y otra que está en la constelación del Fénix a casi 6 000 000 de años luz. Los miembros del Grupo Local están dispersos en diferentes direcciones de un enorme volumen irregular cuyo diámetro se estima en al menos 10 000 000 años luz.

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Por sus dimensiones y masas, los miembros más prominentes de este grupo son Andrómeda y nuestro propio sistema, que junto con M 33 (figura 77) son las tres espirales de este conglomerado. El Grupo Local también contiene 4 galaxias irregulares y 23 elípticas del tipo enano. Es posible que además existan otros miembros, pero debido a su bajo brillo superficial y a su lejanía no han sido identificados todavía. También es posible que el plano y el núcleo de nuestra galaxia impidan ver algunos miembros más. Pero, como quiera que sea, aun cuando se descubran otras galaxias pertenecientes al Grupo Local, éste no dejará de ser un conglomerado de pocos miembros, por lo que como cúmulo de galaxias resulta ser mínimo.

El miembro más prominente del Grupo Local es la galaxia de Andrómeda, que por su forma es muy similar a la nuestra. Se encuentra alejada de nosotros ¡2 200 000 años luz! Está constituida principalmente por gas, polvo y por unos 300 000 000 000 de estrellas. Durante las noches oscuras del verano es visible a simple vista para los observadores del hemisferio boreal, y parece una mancha difusa de coloración blanquecina, ubicada en dirección de la constelación de Andrómeda, de donde toma su nombre (véase la figura 42).

Figura 77. M 33, galaxia espiral de la constelación de Triángulo. Es una de las tres espirales conocidas como grupo local. Véase la figura 62.

El diámetro de este gigantesco sistema es de 163 00 años luz. A partir de observaciones espectroscópicas se ha determinado que su movimiento la aproxima a la nuestra a una velocidad del orden de 500 km/s. Esta galaxia también está siendo orbitada por otras de menor tamaño, como las tres galaxias enanas de tipo elíptico llamadas Andrómeda I, II y III, así como por M32 (figura 78), localizada en su vecindad inmediata. Un poco más alejada se encuentra NGC205, también satélite de la gran galaxia de Andrómeda (véase la figura 70).

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Figura 78. La galaxia elíptica M 32, también satélite de la de Andrómeda.

CÚMULOS DE GALAXIAS

En 1934 apareció un artículo titulado "The Distribution of Extragalactic Nebulae" ("La distribución de las nebulosas extragalácticas"), donde Hubble presentó los resultados de los conteos de galaxias que realizó utilizando un gran número de placas fotográficas obtenidas con los telescopios de 1.5 y 2.5 metros de diámetro del observatorio de Monte Wilson. En ese importante trabajo identificó de 44 000 galaxias de todo tipo, distribuidas en más de 1 000 diferentes direcciones en las 3/4 partes más norteñas del firmamento. Excepto en las regiones oscuras del plano galáctico, Hubble encontró galaxias en todas las direcciones de la esfera celeste, y notó que presentaban una tendencia a formar pequeños grupos de dos o tres galaxias (figura 79), aunque también halló grupos mayores que podían tener cientos de miembros. A estos agrupamientos, ya fueran grandes o pequeños, se les llamó cúmulos de galaxias. Uno de ellos es el Grupo Local.

Figura 79. Dos galaxias espirales.

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El tamaño, la forma, la distribución, la distancia y el número de miembros que tienen los diferentes cúmulos de galaxias varía grandemente, pero en todos los casos sus constituyentes elementales son galaxias. Algunos llegan a estar formados por miles de ellas. Los más cercanos al Grupo Local se encuentran a unos 40 000 000 de años luz, mientras que los más alejados que ha sido posible observar se encuentran a unos 10 000 000 000, y es muy probable que cuando los telescopios permitan ver más lejos observemos todavía más cúmulos de galaxias. En el inmenso volumen que ahora puede observarse con estos instrumentos hay millones de galaxias, lo que sirve para darnos una idea sobre la complejidad del cosmos.

En la dirección de la constelación de los Perros de Caza se encuentra uno de los cúmulos más próximos al nuestro. Una de sus galaxias prominentes es precisamente la que mostró a Parsons la existencia de estructuras espirales. Este objeto, que se encuentra a 32 000 000 de años luz es M 51, también conocida como la galaxia del Remolino. Colocada frontalmente a nuestra línea de visión permite observar con gran detalle sus bien formados brazos espirales, y por su relativa cercanía ha sido posible estudiar con detalle su estructura (figura 80). Una particularidad muy especial de este objeto es el brazo espiral alargado y algo deforme que la conecta con otra galaxia. Las observaciones cuidadosas han demostrado que, en efecto, la estructura brillante que se encuentra al final de ese brazo es una galaxia, muy probablemente del tipo irregular, y no otro detalle de M 51. Este segundo objeto ha sido denominado NGC 5195. El sistema así formado es un ejemplo claro de interacción entre dos galaxias.

En todos los casos, la causa que mantiene la estructura interna de cada uno de estos colosos cósmicos es la fuerza de gravedad producida por la masa de cada galaxia que los forma. Esta fuerza atractiva hace que se mantengan ligados de manera activa todos los miembros del cúmulo, dando estabilidad dinámica al grupo. Esto es válido para sistemas pequeños, como el Grupo Local, o para enormes conglomerados, como los cúmulos de Virgo o de Coma.

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Figura 80. M 51 o galaxia del remolino. En esta imagen también puede apreciarse la galaxia irregular NGC 5195.

Figura 81. La gigantesca galaxia elíptica M 87. En la fotografía puede verse

El de Virgo está formado por unas 2 500 galaxias y se encuentra en dirección de la constelación de ese nombre, localizado a 65 000 000 de años luz de nosotros. Su diámetro es de unos 10 000 000 de años luz. Su miembro más destacado es la galaxia elíptica Messier 87 (figura 81), gigantesco sistema con una masa 500 veces mayor que la de nuestra galaxia. Ese objeto está siendo muy estudiado, pues además de sus espectaculares dimensiones muestra una actividad poco común, su alta emisión de rayos X. La energía radiada en ese intervalo de longitudes de onda por dicha galaxia corresponde a la cuarta parte del total emitido por todo el cúmulo de Virgo. Otra manifestación de la gran actividad de M 87 es la presencia de un chorro de materia, que partiendo de su región nuclear alcanza 6 500 años luz de largo. Aunque desde años atrás se conocía la existencia de este chorro cósmico, sólo muy recientemente ha sido posible registrarlo con detalle, y se ha comprobado que se debe a fenómenos que incluyen energías de orden tan grande que sólo pueden ocurrir en los núcleos de ciertas galaxias, a las que se ha llamado galaxias activas. En el cúmulo de Virgo también se localiza la galaxia del Sombrero (figura 82), llamada así porque su forma parece la de un sombrero de charro. Esta galaxia espiral se ve de canto, y destaca en ella una banda oscura que parece dividirla longitudinalmente en dos, y que se encuentra formada por inmensas nubes oscuras. La masa de la galaxia del Sombrero duplica la de la nuestra. Si pudiéramos observar la nuestra de la misma manera, presentaría un aspecto similar a la del Sombrero (véase diagrama superior de la figura 74).

El cúmulo de Coma es aún mayor que el de Virgo. Está situado a unos 450 000 000 de años luz precisamente en dirección de la constelación de Coma Berenice (la cabellera de Berenice). En él se han observado dos de las mayores galaxias conocidas, que han resultado ser del tipo elíptico.

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Otros cúmulos de galaxias de importancia son el de Hércules (figura 83), localizado a 500 000 000 de años luz, el de la Osa Mayor, que dista 1 000 000 000, el de la Corona Boreal, que se localiza a 1400, el del Botero, que está a 2 500 y el de Hidra, que se sitúa a 3 960 000 000 de años luz. Estos son sólo algunos, pues hay muchos otros más.

La compleja interacción entre las galaxias de un cúmulo, así como la manera en que actúan entre sí los diferentes cúmulos constituyen campos de investigación actuales. Hay mucho que aprender sobre el origen y evolución de estas enormes estructuras cósmicas, pues además de su composición interna también hay que comprender cómo se forman los puentes materiales entre ellos, ya que se ha descubierto que se conectan entre sí por materia que emite fuertemente en la banda de radiofrecuencias, razón por la que sólo con el perfeccionamiento de los radiotelescopios se han podido observar esos fenómenos. Seguramente su estudio ampliará nuestra comprensión del Universo.

Figura 82. M 104 o galaxia espiral del Sombrero.

Otro problema de gran interés en este campo es el estudio de la interacción directa que llega a ocurrir entre galaxias de un mismo grupo. En efecto, las fotografías muestran que hay casos en que tan gigantescos sistemas están chocando entre sí. Ese proceso realmente no afecta a la inmensa mayoría de las estrellas que pertenecen a las galaxias en colisión, ya que por su distribución espacial no sufren interacción directa. Sin embargo, no sucede lo mismo con el gas que forma a cada una de las galaxias, pues éste sí es afectado por la fricción o viscocidad generada por el choque de las componentes gaseosas de ambas galaxias, lo que origina un intercambio de energía entre ellas. Hasta la fecha es muy poco lo que se sabe sobre cómo afecta esta interacción a cada una de las galaxias.

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Figura 83. El cúmulo de galaxias de Hércules. Cada imagen extendida es una galaxia. En esta fotografía pueden contarse más de 40.

EL UNIVERSO A GRAN ESCALA

Cuando un astrónomo habla del universo visible u observable se está refiriendo a la inmensa región espacial que puede estudiar con la ayuda de los más grandes y modernos telescopios, y no quiere decir que está observando los límites físicos del Universo, pues hasta la fecha no ha sido posible establecer si éste es finito o infinito.

Evidentemente el universo observable aumenta sus dimensiones conforme los nuevos instrumentos permiten detectar objetos celestes cada vez más alejados. En la actualidad, y gracias a la puesta en operación del Telescopio Espacial Hubble, el radio del universo visible alcanza un valor de 14 000 000 000 años luz. Estas dimensiones se han determinado observando objetos cósmicos muy lejanos como los cuasares, galaxias en una fase primitiva de su evolución; que son poderosas fuentes de radiación de muy alto brillo, lo que permite observarlas a distancias enormes.

El estudio detallado de la estructura que el Universo presenta a gran escala se ha iniciado hace unos cuantos años, y todavía es muy poco lo que se sabe respecto de ella. Con la ayuda de las computadoras más poderosas y utilizando los datos observacionales sobre la localización de casi un millón de galaxias y de los cúmulos de galaxias correspondientes, los astrónomos están elaborando mapas de su distribución en el firmamento. Como resultado de esto se está obteniendo una estructura realmente compleja, que muestra los cúmulos de galaxias agrupados para formar supercúmulos, que son las mayores estructuras identificables hasta el momento en el Universo. Esos mapas muestran que se encuentra formado por grandes agregados de materia con forma de filamentos y superficies alabeadas que encierran inmensas regiones prácticamente vacías, sin ningún tipo de galaxias, y sin que hasta la fecha se sepa por qué ocurren estos fenómenos.

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El estudio tanto teórico como observacional de las características físicas actuales del cosmos ha permitido que los astrofísicos expliquen —al menos en forma general— el origen y evolución del Universo mediante la elaboración de modelos cosmológicos.

Un hecho observacional fundamental que debe considerar cualquier modelo de este tipo es que el universo observable en su conjunto está en expansión. En efecto, al medir las velocidades radiales que muestran los espectros de las diferentes galaxias, y al interpretar el desplazamiento de las líneas espectrales empleando el efecto Doppler, Hubble encontró en 1929 que éstas se encuentran corridas hacia la región espectral roja, lo que significa que se están alejando entre sí a enormes velocidades. Debe mencionarse que en aquella época otros investigadores también trabajaron en la medición de las velocidades radiales de las galaxias, pero fue Hubble quien realmente se dio cuenta de que existía una relación entre las distancias a las que se encontraban las galaxias y la velocidad a las que éstas se desplazan en dirección de la línea de visión del observador, pues las más distantes se alejan más rápidamente. Al aumentar el número de galaxias con velocidades radiales bien determinadas, se ha visto confirmada la validez de esta relación conocida como Ley de Hubble.

Es importante aclarar que este efecto de expansión ocurre sólo a gran escala, y no debe pensarse que el Sistema Solar se está expandiendo o que la Galaxia en su conjunto sufre este fenómeno. La expansión del Universo se da en sus componentes básicos, que son las galaxias. Las velocidades de alejamiento o recesión que muestran estos objetos son realmente asombrosas. Cúmulos de galaxias como algunos de los que hemos mencionado en párrafos anteriores se alejan de nosotros a velocidades de miles de kilómetros por segundo. El cúmulo de Virgo tiene una velocidad de recesión de 1 200 km/s. El de la Osa Mayor se aleja a 15000 km/s y el de la Corona Boreal lo hace a 22 000 km/s, mientras que la velocidad de recesión del cúmulo del Botero es de 39 000 km/s, y el de la Hidra, que está más alejado todavía, viaja a 61 000 km/s.

Otro hecho observacional de gran importancia que deben considerar quienes intentan explicar el origen y evolución del Universo es la bien establecida existencia de la llamada radiación de fondo, la cual se encuentra uniformemente distribuida en todo el cosmos. Esta radiación, que actualmente tiene una temperatura de 3° Kelvin, es la huella térmica de las primeras etapas de formación del Universo.

Tomando en cuenta esos dos importantes hechos, y utilizando otros datos relevantes, los astrofísicos han construido el llamado modelo de la Gran

Explosión,54 con el cual intentan explicar cómo y cuándo se formó el Universo. De acuerdo con este modelo, se acepta que hace unos 15 000 000 000 de años el Universo se originó en una violentísima explosión. Este tiempo, que se conoce como edad de Hubble, ha sido determinado partiendo del valor de la velocidad de expansión que en la actualidad se ha

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medido, y suponiendo que ella ha sido constante desde que tuvo lugar el gran estallido.

Según el modelo, en el principio ese universo era en extremo denso y caliente, pues ahí estaba concentrada toda la materia y toda la energía. Después de varias etapas, algunas de ellas extremadamente breves (sólo fracciones de segundo), se formaron primeramente las llamadas partículas elementales, y posteriormente los átomos de elementos como el hidrógeno, el helio y el litio, para después de unos 500 000 años dar inicio a la formación de las galaxias.

Partiendo de un punto (la singularidad en el espacio) y de un instante inicial (la singularidad en el tiempo), todo comenzó a expandirse, a enfriarse y a evolucionar. Al paso del tiempo la expansión ha continuado, así como el enfriamiento. La radiación de fondo es precisamente un vestigio de ese inicio muy caliente del Universo.

Según estas ideas, el futuro del Universo puede ocurrir de una de estas dos maneras: la expansión proseguirá indefinidamente, lo que hará que el Universo se enfríe completamente, llegando así a una muerte por congelamiento absoluto; o bien, la expansión puede detenerse en algún momento como consecuencia de la atracción que ejerce la materia contenida en el Universo. Una vez detenida la expansión, esa fuerza atractiva dará origen a un proceso de contracción, en todo inverso a la etapa anterior, volviendo así en escalas de tiempo del orden de los miles de millones de años, a concentrarse nuevamente en un punto o singularidad, lo que permitirá el inicio de otra gran explosión. La materia oscura ya mencionada es de suma importancia en este tipo de modelos cosmológicos, ya que su inconmensurable masa es la que podría frenar el estado actual de expansión del Universo y revertir ese proceso.

Aunque hay otros modelos que tratan de explicar el origen y la evolución de todo el cosmos, el de la Gran Explosión es el más aceptado por la mayoría de los astrónomos, y el que mejor se ajusta a la evidencia observacional disponible, aunque debe indicarse que ésta es más bien pobre. En los últimos años han surgido variantes de este modelo que intentan superar algunas de sus limitaciones, pero la esencia de ellos es la misma.

COMENTARIO FINAL

Sin lugar a dudas uno de los interrogantes que más ha inquietado a la humanidad ha sido entender cuál es su lugar dentro de la compleja estructura cósmica. Los caminos que el hombre siguió para buscar respuestas han sido variados y muchas veces conflictivos. La religión, la filosofía y la ciencia han sido los medios de que se ha valido para resolver este interrogante congénito. Sólo en los últimos siglos la astronomía le ha brindado respuestas claras sobre este particular. Al mismo tiempo que le ha demostrado que la Tierra no es plana y que no ocupa el centro del

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Universo, le ha proporcionado elementos que no sólo le permiten entender su posición en el cosmos, sino sacar provecho de ello.

Al alejarlo del centro del Universo no lo ha dejado desprotegido intelectualmente, pues le ha mostrado las enormes potencialidades de su mente, ya que, aunque está incapacitado físicamente para desplazarse por el cosmos, ha sabido encontrar información que le ha permitido entender la estructura y evolución de un universo inconmensurablemente mayor que él, tanto espacial como temporalmente. Gracias a este conocimiento ha podido estructurar de manera racional el estudio de la naturaleza, lo que a su vez ha ahuyentado de su vida una compleja serie de mitos y tabúes, haciéndolo más libre y, sobre todo, autocrítico, condiciones esenciales del conocimiento científico.

Para confirmar lo expresado en los párrafos precedentes, mencionaremos que Auguste Comte (1798-1857), el destacado filósofo francés que con su doctrina positivista intentó sistematizar el estudio de las disciplinas científicas, señalaba que uno de los problemas que por su propia naturaleza no pueden ser resueltos por el hombre es el de saber de qué están hechas las estrellas, ya que le son inaccesibles. Esta afirmación la hizo sólo tres décadas antes de que los trabajos de Kirchhoff y Bunsen demostraran que sí era posible determinar la composición química de los cuerpos celestes, brindando así a la humanidad la posibilidad de conocer las características físicas de cuerpos que nunca podrá tener en sus laboratorios.

El tiempo transcurrido desde que el mundo del hombre se reducía al exterior inmediato de las cavernas que le sirvieron de refugio hace miles de años, hasta la actualidad en que ha llegado a comprender que está inmerso en un diminuto planeta que gira en torno a una estrella que junto con otros miles de millones forman una galaxia que también es una entre millones, puede parecernos muy largo, pero si se le compara con la duración de los eventos cósmicos que está estudiando podremos apreciar lo rápido que ha avanzado en el conocimiento del lugar que ocupa en el Universo.

Para finalizar, es importante destacar que a lo largo del proceso que ha permitido establecer los resultados que se han comentado en este libro han participado muchos más pensadores que los que aquí se han mencionado. También han surgido muchas y muy variadas ideas, pero por la naturaleza de este trabajo nos hemos visto restringidos a mencionar lo que se considera de mayor importancia para el tema, sin que ello signifique que es lo único que se ha hecho en astronomía.

Como siempre sucede en el proceso de investigación científica, cuando se encuentran respuestas a problemas específicos surgen otros que obligan a plantear nuevas líneas de investigación. Este continuo fluir de información es lo que proporciona vitalidad a la ciencia. En el caso de la astronomía hemos visto que, al buscar respuesta a preguntas muy antiguas, ha surgido

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toda una manera diferente de entender el Universo, lo que sin lugar a dudas ha enriquecido nuestras capacidades intelectuales.

APÉNDICES

APÉNDICE A. DERIVACIÓN DE LA DISTANCIA AL SOL HECHA POR ARISTARCO

Con el fin de hacer más inteligible el método utilizado por Aristarco en su determinación de la distancia al Sol, hemos introducido la notación algebraica y trigonométrica moderna, lo que no cambia la esencia de ese cálculo geométrico.

En el triángulo de la figura 7, S representa la posición del Sol, T la de la Tierra y L la de la Luna en el momento de su cuadratura. En esa misma

figura la distancia entre la Tierra y el Sol es el segmento . La que nos

separa de nuestro satélite es el segmento y la que hay entre la Luna y el

Sol es el segmento . El ángulo que se desea conocer con gran precisión es el .

En el instante mismo de la cuadratura lunar se cumple rigurosamente que el ángulo = 90°. Bajo esa condición Aristarco midió el valor del ángulo , encontrando que era igual a 87.lcirc.

Como la configuración de los tres cuerpos celestes es la de un triángulo, se puede aplicar la relación trigonométrica que establece que la suma de los tres ángulos interiores de cualquier triángulo es igual a 180°. En el caso que nos ocupa se tendrá que

+ + = 180°

Como = 87.1° y = 90°, entonces resulta que = 2.9°.

Una vez que se ha determinado el valor del ángulo , puede aplicarse la relación trigonométrica conocida como la ley de los senos, la cual establece que en todo triángulo sus lados son proporcionales a los senos de los ángulos opuestos. Para el triángulo que analizó Aristarco esta ley se puede escribir de la siguiente forma:

Como lo que interesa es conocer el valor del segmento TS, basta despejarlo algebraicamente de esta última relación y sustituir los valores de los senos de los ángulos involucrados, así se obtiene que:

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Los valores de sen(90°) y sen(2.9°) son conocidos. Se pueden obtener mediante una calculadora electrónica de bolsillo o en las tablas de funciones trigonométricas de uso común en las escuelas de enseñanza media. Aristarco conocía esos valores pues disponía de relaciones geométricas aplicables a los triángulos.

Como el sen(90°) = 1.0000 y el sen(2.9°) = 0.0505, se tendrá que

De esta manera Aristarco encontró que la distancia que nos separa del Sol es alrededor de 20 veces mayor que la que nos separa de la Luna.

Las mediciones modernas del ángulo a han demostrado que éste es igual a 89.9°. La diferencia de 2.75° que hay entre este valor y el determinado por Aristarco es suficiente para hacer que su cálculo fuera 20 veces menor que el resultado verdadero, que es igual a 400 veces la distancia que nos separa de la Luna.

APÉNDICE B. CÁLCULO DEL VALOR DEL RADIO TERRESTRE EFECTUADO POR ERATÓSTENES

La figura 9 muestra que el ángulo formado por los rayos solares y el obelisco localizado en Alejandría es exactamente igual al determinado por el centro de la Tierra y el arco de círculo SA que separa a las poblaciones de Siena y Alejandría.

Eratóstenes midió ese ángulo y encontró que era igual a 7° 12’, valor que es la cincuentava parte de la circunferencia terrestre, ya que

 

360º= 50.

7º12'

La distancia entre Siena y Alejandría también fue determinada por Eratóstenes, quien después de medirla contando los pasos que las separaban, encontró que SA = 5 000 estadios. Así que multiplicó este valor por 50 para determinar la longitud de la circunferencia terrestre CT, encontrando que

CT = 5 000 estadios x 50 = 250 000 estadios.

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Como la relación que guarda la circunferencia de un círculo con su radio está dada por la expresión

C = 2r,

donde p es igual a 3.1416 y r es el radio de la circunferencia en cuestión, al sustituir los valores de la circunferencia terrestre en esta expresión y despejando de ella el radio se encuentra que

 

250000 estadiosRT =

2

de donde finalmente se obtiene que:

RT = 39 788 estadios

Como el valor del estadio se estima en 157 metros, el cálculo de Eratóstenes en unidades modernas daría:

RT = 6307km,

que es muy próximo al que en la actualidad ha sido determinado mediante un gran despliegue técnico, dando como resultado queRT = 6400 kilómetros.

APÉNDICE C. LA ELIPSE

Por la importancia que la elipse adquirió después de los estudios planetarios de Kepler, consideramos de interés hacer aquí algunas consideraciones sobre ella.

Figura 84. La curva cerrada conocida como elipse. Se muestran algunas de sus características de importancia.

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La figura 84 muestra las características geométricas más notables de esta curva que pertenece a la familia de las secciones cónicas, llamadas así porque se forman cuando un cono es cortado por un plano con inclinaciones diferentes. Así, por ejemplo, cuando el plano que corta es paralelo a la base del cono, la figura que se produce es un círculo. Las otras curvas que resultan por los diferentes cortes son la elipse, la parábola y la hipérbola.

Matemáticamente la elipse se define como la curva plana cerrada, formada por la sucesión de puntos tales que la suma de las distancias de cualesquiera de ellos a otros dos puntos interiores fijos llamados focos, es constante.

En la figura 84, los puntos A, B, C y D son los vértices de la elipse,

mientras que O es su centro. El segmento es el eje mayor, el el eje menor, y F1 y F2 son sus focos. Las distancias r1 y r2 que unen respectivamente al punto p con ellos son los llamados radio vectores.

Entre mayor sea la distancia del segmento , mayor será la elipticidad

de la curva, resultando más alargada en la dirección . Al disminuir la separación entre los focos la elipse perderá ese alargamiento, hasta que en el caso extremo, cuando F1 coincide con F2, se tendrá que la elipse se convierte en un círculo cuyo radio r = F1 = F2. Cabe aquí comentar que en el caso de la mayoría de los planetas sus trayectorias elípticas son muy próximas a círculos.

La ecuación general que describe a la elipse está muy bien establecida, por lo que conociendo adecuadamente los diferentes parámetros que tipifican a esta cónica es posible determinar todas sus características. De ahí la gran importancia que tiene la primera ley de Kepler, pues al establecer que los planetas se mueven siguiendo trayectorias elípticas permitió que el tratamiento matemático de los datos observacionales sirviera para construir efemérides que en todo momento permiten saber sus posiciones en la bóveda celeste.

APÉNDICE D. CÁLCULO DE LAS DISTANCIAS DE JÚPITER Y SATURNO AL SOL

El tiempo que un planeta emplea para regresar a un mismo punto de su órbita se llama periodo. Si lo denotamos con la letra P, y si designamos la distancia media de un planeta al Sol con la letra a, entonces la tercera ley de Kepler puede expresarse mediante la ecuación:

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donde P y P' son los tiempos de revolución de dos planetas en torno al Sol, y a y a' sus distancias medias a éste.

Para el caso de la Tierra sabemos que el periodo es igual a un año. Si se considera que la distancia que nos separa del Sol es la unidad de medida de todo el Sistema Solar, entonces esa distancia será por definición igual a uno.

Para el caso en que se considere a la Tierra y a Júpiter, la tercera ley toma la forma:

donde PT es el periodo de Júpiter y aj su distancia al Sol, que es el valor que se quiere determinar. Como ya se dijo, PT = 1 año y J = 1. Por otra parte, las observaciones muestran que el tiempo de revolución de Júpiter en torno al Sol es de 11.86 años, así que tendremos que PJ = 11.86. Con estos valores ya se puede hallar el valor de la distancia entre Júpiter y el Sol, pues de la tercera ley se tiene que:

de donde = 140.7, lo que finalmente nos permite determinar que J= 5.2 veces la distancia entre el Sol y la Tierra, esto es

J= 5.2 UA.

Para el caso de Saturno se tiene que su periodo determinado observacionalmente es igual a 29.46 años, así que haciendo las mismas consideraciones que en el caso de Júpiter se tendrá que = 867.9, de donde finalmente se obtiene que:

S= 9.5 UA.

Como ya se ha mencionado anteriormente (véase la sección dedicada a Copérnico), mientras no se determinó el valor de la unidad astronómica no fue posible conocer las distancias planetarias en términos absolutos.

APÉNDICE E. CÁLCULO NEWTONIANO SOBRE LA CAÍDA LUNAR

La aceleración a con la que la Luna cae hacia la Tierra puede calcularse a partir del periodo de revolución lunar PL y del valor del radio de la órbita lunar ROL (figura 34). De las observaciones Newton conocía que PL = 27.3 días y que ROL = 384550 km.

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Por otra parte, el estudio del movimiento circular demostró a Newton que el periodo de revolución de un cuerpo cualquiera está dado por la expresión:

 

2rP =

v

donde r es el radio de giro y v la velocidad con la que éste se realiza. Además, en ese tipo de movimiento la aceleración centrípeta que sufre el cuerpo que se mueve circularmente está determinada por la ecuación:

 

v2

c

=r

Con esta información es posible determinar la aceleración que la Luna sufre en su órbita, ya que como v = 2r/P, se tiene que:

 

42r

c

=p2

El radio de la órbita lunar es igual a 384 000 000 m, mientras que el periodo de revolución lunar es de 2 360 000 s. Con estos datos se encuentra que la aceleración centrípeta que experimenta la Luna en su órbita es

c = 0.00273 m/s2.

La aceleración con la que un cuerpo cualquiera cae al piso de la superficie terrestre se obtiene midiéndola directamente:

st = 9.8 m/s2.

De estos dos últimos valores se ve que la aceleración centrípeta que la Luna experimenta al moverse en su órbita es 3 600 veces menor que la que sufren los cuerpos al caer en la superficie terrestre. Otra forma de expresar este resultado es diciendo que el cociente de la aceleración centrípeta lunar aCL a la aceleración sobre la superficie terrestre ast, es igual al inverso de 3 600, ya que:

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c L 0.00273

= 0.000278=1/3

600.

S T 9.81

Por otra parte, si se toma el valor del radio terrestre que es de 6 400 km y se eleva al cuadrado, y el resultado se divide entre el cuadrado del radio de la órbita lunar, se tendrá que:

 

(6 400)2 1

= =0.000278=

(384 550)2 3 600

Claramente este resultado es igual al que se obtiene cuando se hace el cociente de las aceleraciones, lo que permite relacionar el movimiento de caída lunar hacia la Tierra con el que sufren los cuerpos al caer a la superficie terrestre. Fue así como Newton estableció que la fuerza que actúa en ambos casos es la misma.

APÉNDICE F. CÁLCULO DE LA MASA Y DE LA DENSIDAD DE LA TIERRA

Los experimentos han demostrado que cualquier cuerpo que cae libremente en las cercanías de la superficie terrestre sufre una aceleración hacia el centro de la Tierra igual a 9.82 m/s2. De acuerdo con las leyes del movimiento desarrolladas por Newton, esa aceleración implica la existencia de una fuerza constante, que proviene de la interacción del cuerpo en caída libre con todo nuestro planeta.

La fuerza que actúa sobre el cuerpo se llama peso, y puede ser calculada multiplicando la masa de éste por la aceleración con la que está cayendo. Si w denota el peso, m la masa y g la aceleración del cuerpo, entonces se tiene que:

 

w = mg.

Por otra parte, la fuerza de atracción gravitacional F que actúa entre el cuerpo de masa m y la Tierra puede ser calculada mediante la ley de gravitación universal, que en su forma matemática se expresa como:

 

GmM

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F =  r2

donde G es un valor numérico llamado constante de gravitación universal que fue determinado experimentalmente por Henry Cavendish, quien encontró que G = 6.673 x 10-11 N m2/kg2. La masa de la Tierra es M, que es la cantidad que se va a determinar, y r es la distancia que separa a las dos masas.

Igualando el peso del cuerpo m con la fuerza de atracción gravitacional que él sufre por la presencia de la masa terrestre se tiene que:

 

GmMmg =

 

donde RT es el radio de la Tierra, ya que esa distancia es la que separa a ambos cuerpos, pues Newton demostró que es correcto considerar que toda la masa terrestre está concentrada en su centro. De esta última ecuación se tiene que:

 

gM =

  G

Como la aceleración de la gravedad g que sufre el cuerpo m es igual a 9.81 m/s², y como se ha determinado que el radio terrestre RT mide 6400 km, sustituyendo esos valores en la ecuación anterior y realizando las operaciones correspondientes se tiene que:

M = 6.021 x 10 21 toneladas,

valor que escrito en nuestra notación cotidiana se expresa como

  M = 6 021 000 000 000 000 000 000 toneladas,

que es lo mismo que 6 021 trillones de toneladas.

Evidentemente ésta es una masa gigantesca para la escala humana. Lo que es importante señalar con este ejercicio no es lo grande que resulta la masa terrestre, pues todos tenemos conciencia de ello, lo que debe resaltarse es que es posible medirla aplicando solamente las leyes de la física.

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La densidad de cualquier cuerpo se define como el cociente entre su masa M y su volumen V. En lenguaje algebraico la densidad se expresa por la relación

 

M=

V

Si se considera que la Tierra es una esfera de radio RT, entonces se tendrá que el volumen terrestre se puede calcular mediante la expresión

 

4

VT =

3

Volviendo a tomar el radio terrestre de 6 400 km se obtiene que el volumen de nuestro planeta es igual a:

VT = 1.0980 x 10 27 cm³.

Por otra parte, ya hemos calculado la masa terrestre, y al expresarla en gramos se tiene que

MT = 6.021 x 10 27 g,

Con estos dos datos ya es posible calcular el valor de la densidad terrestre, encontrando que:

= 5.48 g/cm³.

Este valor significa que, si se torna un centímetro cúbico de material terrestre, en promedio pesará 5.48 gramos.

LECTURAS RECOMENDADAS

Abetti, Giorgio, Historia de la astronomía, col. Breviarios, FCE, México, 1983.

Aguekian, T., Estrellas, galaxias y metagalaxia, Editorial MIR, Moscú, 1974.

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