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Juan Tena Juan Tena Martín Martín La edad del recuerdo

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Cuentos de ficción

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Juan TenaJuan Tena

MartínMartín

La edad del recuerdo

«Mal te perdonarán a ti las horas;

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las horas que limando están los días, los días que royendo están los años».

Góngora.

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Para Yayo

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Índice

LA EDAD DEL RECUERDOIntroducciónHistoria de un verano (a Borges)Sombra y olvido¡Gracias, Vietnam!Fanny (The shadow of your smile)El milagroLa edad del recuerdo 101 añosLa feria Semblanzas de familiaEl Faro del Fin del MundoLa PerdizEl áticoÉrase que se eraLa isla de Vlady SoledadVivenciasEl mirlo de hojas verdesLa pozaEdmundo de Soria

Introducción

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Los recuerdos, incluidos aquellos anteriores al tiempo de la conciencia, del pensamiento, de la expresión, son lo que permanece en nosotros y en los demás de lo que somos. Los recuerdos son el material del que están hechos los libros, que «siempre hablan de otros libros»1

y también de otros recuerdos. Por lo demás, decir que estas páginas se abren con un ejercicio narrativo inspirado en el poema de Borges «La Recoleta», incluido en su obra «Fervor de Buenos Aires», y se cierran con «Edmundo de Soria», una narración sobre la vida, la muerte y el aprendizaje en el cenobio soriano de Santa María de Huerta, en un momento en que la Iglesia Católica –mucho más esplendorosa que hoy– dominaba el panorama científico y cultural de Occidente.«El Faro del Fin del Mundo» expresa la sublimación del erotismo, mientras que «La isla de Vlady» habla del tiempo, de la inmortalidad, de lo verosímil; habla de las pasiones y vanidades del ser humano de las que, por lo demás, no puede despojarse.«La Perdiz» fue un feliz hallazgo; una historia menuda y perdida en el tiempo que he intentado librar del olvido.« ¡Gracias, Vietnam!» es un ejercicio estilístico; una historia dentro de otra que se enlazan en el tiempo y el espacio libremente. Ficción a cuyo decurso me abandoné para dejarla fluir por sí misma y consignar lo que sus personajes iban contando. Mi vinculación con este relato ha intentado ser la de mero cronista: « ¡Gracias, Vietnam!» carece de pensamiento premeditado. Igual sucede con «Fanny (The shadow of your smile)», texto para el que he utilizado la misma técnica narrativa que en « ¡Gracias, Vietnam!» y donde aparecen algunos

1 Umberto Eco, Apostillas a El nombre de la rosa; La máscara, Pág., 9.

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de los arquetipos creados por R. Chandler para sus novelas.Las piezas aquí ofrecidas (con excepción de unas pocas, no diré cuántas ni cuáles), guardan bastante afinidad entre sí: hablan, como digo, de la condición humana, de los recuerdos, de la subjetividad del tiempo, del espacio finito y de las sombras que nos acompañan durante toda nuestra vida y aún después.He intentado, desconozco si felizmente, situar mis composiciones en un marco real, pero sin por ello renunciar a la ficción, pues, y esto lo aprendí de Borges, la Literatura no es otra cosa que «sueños dirigidos».

San Román de los Montes, 3 de junio de 2007

Historia de un verano (a Borges)

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El calor es insoportable. En este mes de diciembre el mercurio alcanza los cuarenta grados, y varias han sido las personas fallecidas estos últimos días por causa del vulturno.Los numerosos tenderetes, hasta hace poco tiempo en la explanada de La Recoleta, han abandonado el espacio, ahora vacío, que antes ocupaban.Los gatos, mofletudos y siempre observando con mirada perezosa a las gentes que entran en el cementerio a visitar las cenizas de sus familiares o amigos, o las propias, también han huido en busca de frescas sombras al lado de algún recóndito y desierto panteón, si exceptuamos a su legítimo y único morador.En silencio y protegidos por la sombra de la arboleda, los pájaros pasan el tiempo adormecidos y sin fuerzas para trinar o elevar el vuelo.Todo está quieto y oculto del radiante. En diciembre es cuando La Recoleta tiene mayor aspecto de camposanto, donde la quietud es total y de la que no podemos sustraernos; los querubines tampoco.Siempre que visito este lugar es para ver y estar un tiempo con mi madre. Desde hace unos años también me detengo en el panteón de Bioy Casares; me coge de camino en mis largos paseos por calles y plazuelas. El de Casares se encuentra muy cerca de la entrada, o de la salida, según como quiera verse.En la amplia estancia de entrada a La Recoleta, sobre un enorme tablero apoyado en una tarima, hay una reproducción, no totalmente exacta, pero sí bastante aproximada, de La Recoleta en la que los panteones están representados por diminutos rectángulos dibujados.En el ángulo inferior derecho de la madera hay una lista de nombres con un dígito al lado. Cada uno de ellos tiene su réplica en un punto de la reproducción. Es la

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relación de los prohombres de la patria. Basta con memorizar el número de sepulcro y seguir las indicaciones para llegar hasta él sin dificultad.Aun así, La Recoleta es un enorme laberinto al que muchos entran, y luego de demorarse y vagar sin rumbo fijo por calles, callejuelas, plazas y plazuelas idénticas deciden permanecer aquí para siempre.Ésta es la segunda vez que lo visito, la primera debió de ser hace ya casi veinte años, si mal no recuerdo. La próxima vez que venga iré de nuevo a ver a mamá, con quien pasaré unos días, y a Bioy: ¡tenemos tantas cosas de las que hablar!

Buenos Aires, septiembre de 2004

Sombra y olvido

¿Nos olvidamos, a veces, de nuestra sombra o es que nuestra sombra nos abandona de vez en cuando?

Oliverio Girondo.

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La sombra es parte de la vida y de la muerte. Compañera inseparable, testimonio de existencia y de trajinar. Retiene lo que somos y lo que no cuando ya no estamos.Mientras que el fatal e inaplazable momento llega, la vida y la muerte, sombra y olvido, fatigan por aplazar el encuentro y la hoja afilada; el espejo en el que enfrentarán sus miradas.La lucha será desigual, pero el triunfo sólo es para uno: la sombra tiene como único y feliz destino la inmortalidad; al olvido le queda como recompensa vagar eternamente como proscrito.Olvidarse de la sombra no es algo que esté en nuestras manos o alcance. La sombra es el otro: el tiempo, el espacio, el universo… la eternidad. No nos está dado olvidarnos de la sombra, como tampoco es privilegio de ésta abandonarnos, ni tan siquiera de vez en cuando. Hacer eso es negarse a sí misma y al otro: al Yo.El hombre tampoco puede negar el tiempo ni el espacio. Sí le está permitido, como en la paradoja de los gemelos, regular la propia medida del tiempo (individual), dependiendo de dónde se halle y cómo se mueva, y envejecer a mayor o menor cadencia hasta la finitud del tiempo y el espacio. Soplo tras el que sucumbirá el universo y las cenizas que lo pueblan. Aún después de esto, el olvido proseguirá errando más allá de la nada.

San Román de los Montes, octubre de 2006

¡Gracias, Vietnam!

IQuinta Avenida

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El desfile está previsto que comience a las once y media de la mañana de hoy 11 de noviembre. Desde muy temprano ya estaba todo preparado: la 5th Avenue de Nueva York aparecía desierta de vehículos, algo verdaderamente inusual en esta arteria de la isla de Manhattan; el tráfico había sido cortado, y a ambos lados de la calzada podían verse las clásicas vallas metálicas anunciadoras de un acto multitudinario.Se celebra el Día de los Veteranos; fiesta en la que soldados retirados del ejército de los Estados Unidos de América marchan con carteles, pancartas, banderas y todo tipo de símbolos propios de su paso por los distintos cuerpos y unidades de sus Fuerzas Armadas: Ejército, Cuerpo de Marines, Guardacostas, Armada, Fuerza Aérea y Guardia Nacional.Los diferentes grupos de veteranos que protagonizarán esta parada van reuniéndose poco a poco en las calles trasversales a la Quinta Avenida. En una de éstas, la 31 o la 32, tal vez la 33, no lo recuerdo, hay un numeroso grupo de veteranos de Vietnam, a los que, además de la guerra, les une su afición por las grandes motocicletas.Entre aquella abigarrada mezcla de gentes, banderas y máquinas rugiendo y humeantes puedo ver a Carolyn. Su elevada estatura destaca entre la muchedumbre; es delgada, de cuerpo fibroso; rostro duro y bello a la vez; la cabeza rapada; y viste totalmente de negro. Tan sólo sus ojos de un azul intenso y mirada de hielo sobresalen del fondo oscuro.Carolyn es una veterana. Durante más de tres años, hasta poco antes de aquel fatídico mes de abril de 1975, estuvo destinada como cirujano, primero en campamentos militares y después en un hospital de Saigón. Fue a su regreso a Nueva York, a casa, poco después de terminada la guerra, cuando comenzó su crisis personal.

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Quería a Bob, sí, ¡claro que lo quería!, pero no era suficiente: sentía que su vida estaba vacía. En aquella guerra había visto demasiadas muertes e injusticias a su alrededor. Estaba cansado de todo aquello; necesitaba sentirse mejor consigo misma, hacer algo distinto. Licenciarse del Ejército e iniciar una nueva vida como cirujano vascular sería la solución que buscaba.Trabajar en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York la hacía sentirse enormemente feliz porque éste era uno de los pocos centros que prestaba toda clase de asistencia sanitaria a personas verdaderamente necesitadas. Cierto que atendía a los habitantes del Upper East Side, uno de los barrios más exclusivos de Manhattan, pero también a muchos enfermos que vivían en Harlem.Pese a su nueva vida, Carolyn sabía que nunca podría olvidar el pasado y, además, tampoco renunciar a él. Por eso hoy, 11 de noviembre, está en este desfile, como uno más, poniendo a punto su motocicleta custom, una Harley Davidson FXSTS Springer Softail, junto a Bob, con el que sigue viéndose frecuentemente, y a Bárbara, su amiga y compañera en el Monte Sinaí.El desfile del Día de los Veteranos comenzó puntualmente, como estaba previsto, y la Quinta Avenida volvió a llenarse de gentes.

IIUn diario de entre las ruinas

Unos meses después de la gran tragedia que afectó a miles de familias de todo el mundo, incluida la mía, recibí la llamada telefónica de una persona que dijo hablar en nombre de la Oficina Federal de Investigación. Se trataba de mi hermana Carolyn, muerta en el ataque al World Trade Center. Habían encontrado algo de ella que nos pertenecía, a la familia, y deseaban

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devolvérnoslo cuanto antes. Me citaron para el día siguiente en la oficina del FBI en Nueva York. Llegué puntual a la cita e inmediatamente me hicieron pasar a un despacho en el que dos agentes especiales de la Subdivisión de Seguridad Nacional, muy solemnemente, me entregaron un pequeño cuaderno de tapas duras que, según las investigaciones de la policía federal, había pertenecido a mi hermana.Podría intentar referir el contenido de lo escrito por Carolyn, pero en mi actual estado emocional dudo ser capaz de ello, por eso he preferido transcribir fielmente su contenido en estas páginas. El texto es breve, pero aun así muestra las ilusiones renovadas y las ganas de vivir de mi hermana en contraste, ahora, con su trágico final. Carolyn estaba aquella mañana por casualidad en el World Trade Center.«Acabo de publicar mi primera novela: ¡Gracias, Vietnam! Una obra que tiene bastante de autobiográfica, y en la que la guerra de Vietnam y sus horrores son observados a través de la mirada de un médico cirujano en los campamentos y hospitales de Da Nang, Tung Soan y Saigón.Es una historia de vida, muerte, amor y, al final, de enorme decepción y frustración. Ingredientes que ayudan a la protagonista a romper con su pasado e iniciar una nueva vida no sólo profesional, sino también sentimental, solidaria… vital.»«He aprendido a sacar lo que de bueno y distinto tienen los hombres y las mujeres en el amor; hace años decidí que mi trabajo debía servir para algo más que para ganar dinero. Aprendí a ver el mundo con mirada fría, pero profunda. Busqué una menor dependencia de las cosas, y eso me llevó a refugiarme en la literatura, el trabajo y en mi pasión por las motocicletas; en viajar sin

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rumbo fijo, sin hora prevista de partida ni de llegada: tengo una Harley Davidson FXSTS Springer Softail». «Conocí a Bob en 1968, para ser más exacta oí hablar de él por primera vez en Da Nang. Yo acababa de llegar destinada como médico cirujano a esta ciudad distante 764 kilómetros de Hanoi y 964 de Saigón, hoy Ciudad Ho Chi Minh, y donde se encontraba la principal base aérea de Estados Unidos de América en Vietnam del sur. Los heridos en los distintos frentes pasaban por aquí para ser sometidos a diferentes intervenciones quirúrgicas antes de mandarlos a casa, muchos de ellos faltándoles uno o más miembros, otros con secuelas neurológicas como consecuencia de las heridas recibidas, y los más con depresiones, intentos de suicidio o en silla de ruedas.»«Durante unos meses permanecí en Da Nang aclimatándome a aquel tipo de trabajo. Luego fui destinada a un hospital de campaña en la localidad cercana de Tung Soan. Y allí fue donde vi por primera vez a Bob. Su misión era operar cualquier tipo de herida que requiriese una intervención de urgencia. En el campamento la mayoría de ellas lo eran. Bod y yo formamos un equipo en el que mi trabajo consistía en ocuparme de la «fontanería», es decir, de reparar los vasos y arterias de los soldados del ejército, marines o pilotos heridos en combate»«Así puede decirse que ambos nos enamoramos entre sangre, muertos, mutilados, parapléjicos o tetrapléjicos; suicidas y seres con el alma destrozada.»«Nuestro amor duró lo que la guerra. Ésta también nos afectó a nosotros, y poco después de nuestro regreso a casa yo comencé a distanciarme de él; a cambiar de vida y a buscar una justificación, un motivo por el cual seguir adelante.»

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«Vietnam me cambió; nos cambió a todos. La guerra me hizo ver que más allá de mis pupilas hay gente que no sólo ríe, sino que también sufre y necesita consuelo, ayuda y solidaridad para apagar el dolor. Por eso muchas veces me digo ¡Gracias, Vietnam!, gracias por devolverme a la vida…». Aquí se interrumpe el relato de Carolyn. Pienso en cómo tiempo después de aquel 11 de septiembre siguieron apareciendo efectos personales de las víctimas, sin que apenas nos detuviéramos a pensar en ello hasta que nuestro teléfono sonaba y nos decían: «Hemos encontrado algo que les pertenece y deseamos devolvérselo lo antes posible»… Entonces… entonces es cuando naufragamos en la desesperación y en el dolor por los seres queridos, cuyo recuerdo desahoga el llanto, y el alma se retrae y empequeñece…Hoy sábado 11 de noviembre de 2006 se celebra el Día de los Veteranos. El desfile esta previsto que comience a la once y media de la mañana. Por primera vez después de aquel fatídico 2001 en el que se desmoronó el World Trade Center y con él la vida de Carolyn, me he acercado a la Quinta Avenida para participar. Carolyn siempre supo que nunca podría olvidar el pasado y, además, tampoco renunciar a él. Por eso hoy estoy aquí, lo hago por ella y también por mí.Bob y Bárbara me acompañan. Todo está a punto para el inicio de la parada, y mientras espero el momento siento en mis muslos el poderoso y acompasado murmullo del motor de mi Harley Davidson FXSTS Springer Softail.

Nueva York, November de 2006

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Fanny (the shadow of your smile)

Al entrar en el Algonkin supe que ella se encontraba de-ntro. El aroma inconfundible de su perfume flotando en el aire delataba su presencia. Miré al fondo y ahí estaba, sentada en una banqueta, acodada en la barra con un Bourbon delante y fumando un cigarrillo distraídamente. Llevaba un vestido negro, ceñido y con un escote que dejaba al descubierto su espalda hasta varios centímetros por debajo de la cintura. El olor de su fragancia It's You, de Elisabeth Arden, se confundía con

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las notas de Summertime que salían del piano que tocaba Herni.Aquella mujer, con la que nunca había hablado, ni tan siquiera cruzado una sola palabra, un ¡hola!, me fascinaba por su belleza y distinción, y también por cierto halo de misterio que la rodeaba. Por lo demás, no aparentaba tener más de 28 ó 29 años; Herni me dijo que había oído que su nombre era Fanny. Solía llegar al final de la tarde y siempre actuaba de igual modo: se acercaba a la barra con paso lento y seguro, se aupaba a una de las banquetas del bar y pedía un Bourbon con tres cubitos de hielo, sin soda. Daba un sorbo corto y después extraía de su bolso una pitillera de plata y encendía un cigarrillo que fumaba con lentitud, observando los caprichosos trazos que el humo dibujaba en el aire mientras ascendía hacía el techo o se mezclaba con la luz de los neones del fondo de la barra.Hoy, sin embargo, es algo distinto. Esta vez Fanny no está sola, le acompaña un tipo de mediana edad, elegantemente vestido, y con el que habla mostrando una amplia y seductora sonrisa, que le es correspondida. De gestos delicados y modales exquisitos, el hombre es sin duda de clase acomodada; aparenta unos cuarenta años y viste traje azul de lana impecablemente cortado; camisa a rayas azul claro y blanca, gemelos de oro montados con zafiros en los puños y corbata de seda natural lisa en tono granate; el sombrero Stetson y el abrigo de alpaca reposan en un taburete contiguo. Herni, al que pregunto discretamente sobre la persona que acompaña a Fanny, me dice –sin dejar de tocar el piano– que aquel elegante caballero es un conocido hombre de negocios vinculado a los medios de comunicación neoyorquinos, y que su nombre es Joe, Joe Edmunds.

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El tiempo corría y Fanny y aquel tipo no parecían tener prisa por marcharse. Miré el reloj y marcaba las 21 horas. Yo no tenía nada que hacer, mi trabajo había terminado hacía horas, en casa no me esperaba nadie –sólo el frigorífico vacío, la ropa sucia apretujada en la lavadora, el polvo y mi Imperial Standar con el folio en blanco sujeto en el carro de lo que será el prólogo de mi próxima novela–, así que decidí quedarme y continuar observando a la pareja.La verdad es que me importaba bastante poco el tema de conversación que pudieran estar manteniendo ambos, tampoco miraba sólo por curiosidad. ¿Por qué lo hacía entonces, si no era por estos motivos?, me pregunté. Creo que era porque estaba enamorado de aquella mujer, mitad real mitad imaginaria. Esa circunstancia ejercía sobre mí una singular atracción que era lo que me mantenía día tras día observando aquel retablo de perfección y belleza. Mientras tanto, mi novela esperaba, y el editor, impaciente, no dejaba de hacerme continuas llamas telefónicas –a las que no contestaba, naturalmente– para, sospecho, reclamarme con insistencia algún capítulo.Hacía rato que habían dado las 11 en la torre de alguna iglesia próxima cuando Fanny y aquel tipo, Joe, se levantaron y salieron fuera, a la fría noche neoyorquina. A través de un ventanal del Algonkin alcancé a ver como tras un breve intercambio de palabras, gestos, sonrisas y besos se despedían. Joe subió a un taxi que pasaba en ese momento, y mientras el coche arrancaba él agitaba la mano enguantada en señal de adiós por el cristal trasero; ella, envuelta en su abrigo de piel, se marchó en dirección opuesta a la que había tomado el taxi. La seguí con la vista hasta que su figura desapareció por un extremo de una de las cristaleras del bar. En ese momento noté una dolorosa sensación de vacío en el

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estómago. Esperé un rato a que cediera y luego recogí mi abrigo y sombrero y salí a la calle. Con paso rápido me dirigí por la 44 Street hasta la Fifth Avenue para bajar hasta la 31 Street, donde tenía mi pequeño apartamento.Una de aquellas tardes, al entrar al Algonkin no la vi en la barra con su cigarrillo entre los dedos y el vaso de Bourbon delante. Era tarde y pensé que de no estar a esta hora ya no vendría; y así fue, no vino. Los tres días siguientes tampoco apareció por el local; yo seguía yendo a la misma hora todas las tardes, me sentaba en la mesa de algún rincón y me dedicaba a leer o a escribir, según el estado de ánimo en el que me encontrara. De vez en cuando me venía a la memoria el rostro de aquella mujer con la que nunca había hablado y que, sin embargo, tenía la sensación de conocer de toda la vida…– ¿Me da fuego? Mecánicamente, sin pensar, y, saliendo de mi abstracción, me volví al tiempo que extraía un encendedor de mi chaqueta y arrimaba la llama a la punta del cigarrillo, en cuyo extremo estaba aquel rostro seductor.–Perdone, deje que me presente, mi nombre es Fanny, Fanny Edmunds, ¿y el suyo?–Joseph, Joseph Chandler –dije apenas sin voz. Ella al ver mi turbación me dedicó una sonrisa abrasadora, y sin decir nada se sentó junto a mí en la mesa. El humo de su cigarrillo dibujaba caprichosos arabescos en el aire mientras ascendía hacía el techo. Uno de los camareros trajo dos Bourbon, uno de ellos con tres cubitos de hielo y sin soda. Herni tocaba Stompin 'at the Savoy.Tic, tic, tic,… Era media tarde y comenzaba a sentir el cansancio de haber estado tantas horas sentado ante la máquina de escribir. El reloj marcaba las 19 horas.

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Apresuradamente releí lo escrito: «Al entrar aquella tarde en el…», y sobre la marcha cogí el abrigo y el sombrero, apagué la lamparita del escritorio y, cerrando la puerta tras de mí, salí a la calle. La tarde era fresca pero no hacía el frío de días anteriores así que decidí ir paseando, sin prisa, a mi cita de todas las tardes en el Algonkin. Al entrar, Herni desgranaba las notas de una de mis canciones favoritas: The shadow of your smile.

Nueva York, junio de 2007

El milagro

La Orden y Caballería de Calatrava, la más antigua y rica de las órdenes españolas de su tiempo, fue aprobada por la Santa Madre Iglesia en el año de 1174 e incorporada a la Orden de Císter. La casa mayor está en el convento y castillo de Calatrava, donde viven los caballeros de la orden: los freyles, dedicados a la vida contemplativa y a la guerra.En el convento de la orden se custodian muchas reliquias, algunas antiquísimas y muy veneradas por los cristianos.En un viaje al castillo y al convento de Calatrava, realizado en el verano del año del Señor de 1345, pude ver y admirar:

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Tres pedazos de hierro de la parrilla en la que san Lorenzo de Huesca fue asado.Un brazo de San Feliciano de Córdoba mártir.Un hueso grande de San Esteban, el primer mártir.Casco de la cabeza de Santa María Magdalena.Un trozo de la mesa sobre la que Nuestro Señor Jesu Christo cenó con sus discípulos.Una cruz en la que están puestas reliquias pequeñas de San Pedro, de San Pablo y de San Felipe y de otros santos.Cuatro cabezas enteras de cuatro de las once mil Vírgenes.Hoy, milagrosamente, sigo aquí –seiscientos años después de aquella mi primera visita– admirando estas hermosas reliquias, entre ellas el brazo que perdí, y tanto hecho en falta, pero que felizmente tan bien se conserva.

San Román de los Montes, marzo de 2007

La edad del recuerdo

El sabor acompaña al olfato, o quizá a la inversa. Mi recuerdo supera la edad lógica para recordar: es anterior al tiempo de la conciencia, del pensamiento, de la expresión… Aquel sabor fue el primero en mi vida. Aquella suave emulsión espesa, acompañada de un intenso olor a tahona1, que se acurrucaba en el paladar con la misma fuerza que en las fosas nasales, era y es el sabor que rememora la felicidad, la despreocupación; la seguridad, el hogar… la profunda identidad y preludio de lo que hoy soy.

1 Emulsión hecha con harina de trigo tostada, leche y azúcar.

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San Román de los Montes, noviembre 2006

101 años

Dina sabe lo que quiere: cuándo comer, cuándo beber, cuándo salir… y cuándo dormir. Puede sufrir algún despiste, alguna pérdida de memoria, pero siempre es momentánea, enseguida vuelve a acordarse de todo. Ese todo es recordar lo que es esencial para su vida. Aquello de lo que no puede prescindir. Como he dicho: comer, beber, dormir, estirar los músculos -eso sí, muy de tarde en tarde- y salir; salir a disfrutar de los múltiples y variadísimos aromas del campo. No necesita mucho más. Si acaso, alguna palabra de afecto de vez en cuando.Dina no es muy exigente con la comida, pero no acepta cualquier cosa. Tiene sus gustos. Lo que le hace diferente de todos es la alegría que muestra ante una visita, ya sea ésta prevista o no. Dina siempre está

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alegre. Recibe a los visitantes con grandes aspavientos y sonoras muestras de alegría.Un reproche que se le hace con frecuencia –pero es su forma de ser, inevitable por lo demás– es precisamente ese comportamiento hacia las visitas, y el poco afecto que muestra por los de casa (no a todos). Con los suyos es muy distante; no da muestras de interés por relacionarse, es más, pareciera que le molesta su presencia. Lo que peor lleva es la presencia de los pequeños. A Luz y a la chica son a los que mejor soporta. A mí no me tiene especial aprecio, pero en las cosas cotidianas, en el trato diario, soy quien mejor la entiende, y ella lo sabe. Quizá sea ese el motivo por el que me soporta (a su pesar).Dina, aunque ya bastante mayor, se conserva relativamente bien. Ha pasado por etapas malas, especialmente una en la que su organismo sufrió una extraña intolerancia a ciertos alimentos. Ahora, felizmente, con una nueva dieta parece no sólo recuperada, sino rejuvenecida. Una incipiente sordera y principios de cataratas en nada merman ese aspecto más juvenil que tiene desde que comenzó con su actual régimen dietético.Si hay algo que le pone enferma, que la saca de sus casillas, y que, en definitiva, no soporta, ni ha podido soportar nunca, es viajar en coche: es superior a sus fuerzas; se siente morir y está deseando apearse. A Dina en esto de los viajes hay que conocerla. Hace todo el recorrido protestando por lo bajo. Es una queja permanente la suya. Ahora, cuando llegamos a nuestro destino, parece olvidarse por completo del mal rato pasado y se muestra contenta y de un estupendo buen humor. La verdad es que a ciertas edades estas rarezas y comportamientos son muy habituales.

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Todo iba bien dentro de la familia: Luz, los chicos; Ralf y Kela, los perros; Tigris, el gato, hasta que una mañana Dina se despertó mucho más desorientada de lo que era común en ella, y a lo que no dimos excesiva importancia. Pasados unos días vimos, sin embargo, que todo era distinto, que estaba como ausente, perdida en la casa. De pie en el recibidor llevaba un buen rato. No hacía nada. Era como si el mundo hubiera pasado de largo ante ella.Le han diagnosticado una especie de Alzheimer, no simple demencia propia de su edad, que es lo que pensamos todos en casa, sino ¡eso!Ha pasado el tiempo y Dina se ha ido sumergiendo más y más en un profundo abismo de tinieblas. Sólo parece recuperar algo su estado anterior cuando la subimos en el coche para llevarla de excursión. De nuevo comienza a mostrarse nerviosa y a protestar por lo bajo. Luego ya en el campo se le pasa.Ayer nos avisaron de la clínica para decirnos que al ir a darle el desayuno se la habían encontrado muerta. Llevaba unos días que comía poco, dijeron; sin embargo, parecía haber recuperado algo de memoria. Tanto que la última vez que la vi con vida me reconoció. La muerte de Dina ha sido una gran perdida. Todos la echamos mucho de menos y sentimos su desaparición. Ralf y Kela, que nunca se sintieron queridos por ella, llevan varios días muy entristecidos y apenas comen. Tigris, el gato –ignorado por ella–, es el único que no ha notado su ausencia.A Dina la enterramos esta mañana en el jardín.

San Román de los Montes, marzo de 2007

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La feria

El día amaneció más luminoso que de costumbre para la época del año en la que estamos. El cielo está despejado de nubes y el sol comienza a destacarse sobre el horizonte; la jornada se promete calurosa. Y aunque todavía es temprano ya puede percibirse el bullicio de la calle, que dentro de un rato, y pese a tener las ventanas cerradas, será ensordecedor.Hoy Andrea ha tenido que salir de casa antes de lo habitual; en la empresa son días de mucho trabajo. Queda poco para la apertura de una nueva edición de la feria y debe estar todo listo para entonces. Durante los días previos se preparan las novedades editoriales que van a presentarse este año, y las reediciones de los títulos más vendidos en los últimos meses y cuyas ediciones estaban agotadas.

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Andrea es la directora literaria de la editorial Palermo, una de las principales del país, con más de 400 nuevos títulos, sólo de obras literarias, publicados anualmente.Antes de que Palermo edite una obra, Andrea y yo discutimos acerca del interés del tema elegido, de la creatividad, calidad literaria y conveniencia editorial, siempre en función –aunque no exclusivamente– de las corrientes y los gustos del momento.La mayoría de las veces coincidimos en los juicios y, por lo tanto, nos ponemos de acuerdo con cierta rapidez sobre la obra y el momento más adecuado para publicarla. Ahora bien, cuando se produce algún desencuentro, que también se da, aunque sólo de tarde en tarde, he de reconocer que es Andrea quien finalmente lleva razón: de publicarse el libro en contra de su opinión, éste generalmente suele tener escaso éxito. Y no porque la obra sea mala, no; hay libros buenos que se venden con gran dificultad, mientras que de otros, quizá no tan buenos, se venden varias ediciones sin ninguna dificultad. También se da el caso de que un mismo libro puede tener mayor o menor aceptación por el público en según que fechas se ponga a la venta. Para mí todo esto resulta incomprensible; no para Andrea, sin embargo, que tiene una visión o un instinto para pronosticar lo que puede pasar verdaderamente envidiable. Es única en su trabajo de directora editorial. Andrea había comenzado a trabajar en la editorial colaborando con su padre nada más acabar sus estudios de literatura en la Universidad.Como digo, en tanto ella se ocupa directamente de que las novedades y reediciones estén preparadas, a mí, con Eva, una joven estudiante de Filología hispánica, muy eficaz, que trabaja con nosotros desde hace algo más de un año, me toca encargarme del resto de preparativos

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para que el día señalado y los posteriores no falte de nada en el pabellón.A Eva la conocí en extrañas circunstancias. Me encontraba en la librería colocando algunos libros en sus estantes correspondientes, cuando de uno de los volúmenes de las obras completas de Borges, el cuarto creo, se deslizó hasta el suelo un pedacito de papel de un diario con forma triangular. Era de las páginas de anuncios por palabras. En la parte superior figuraba la sección de demandas de empleo y unas líneas más abajo aparecía un pequeño anuncio en el que una joven estudiante de último año de Filología Hispánica se ofrecía para trabajar en editorial o librería; su nombre era Eva Casares. Cómo había llegado ese anuncio hasta aquel libro era todo un misterio. Cuando vi a Eva por primera vez le pregunté si en alguna ocasión había estado en nuestra librería:–No –me contestó–; nunca hasta hoy había visitado este establecimiento. Al poco tiempo de comenzar a trabajar, la librería experimentó un cambio hasta entonces desconocido. Los libros estaban perfectamente clasificados y colocados en su lugar, y el polvo de sus lomos era algo que ya pertenecía al pasado. Lo cierto es que la librería parecía otra; el sólo hecho de que el polvo y el desorden hubiesen sido erradicados definitivamente, había favorecido el que ahora el establecimiento disfrutara de una mayor luminosidad, y que las ventas aumentaran de forma espectacular.Meses después Eva ya se ocupaba de atender a los clientes y de aconsejarles sobre tal o cual autor; nunca hablaba de ninguno que no conociera; y al año ya administraba la librería: conocía todas las editoriales y distribuidoras del país y las más importantes del mundo. Esa feliz circunstancia hizo posible que mi mujer y yo

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pudiéramos dedicarnos más a la lectura de manuscritos y a la edición y publicación de nuevos títulos para la editorial, de la que ella y su padre son los únicos propietarios.Andrea y yo nos conocimos en la editorial Palermo. Ella me había mandado una carta en la que muy amablemente rechazaba el manuscrito que le había llevado unos meses antes. Poco después sería otra editorial la que se encargaría de editar mi primer libro de cuentos. Así pues, Andrea no me publicó la obra pero, a cambio, se enamoró de mí, y al poco tiempo nos casamos. Afortunadamente mi libro se vendió bien, y todavía hoy hay quien lo pide.La noche previa a la apertura de la feria apenas si pudimos dormir, el nerviosismo era general ante la posibilidad de haber incurrido en el olvido del más mínimo detalle. Así que esa noche descansamos poco, y el día siguiente, el señalado, madrugamos mucho.La feria de este año, que se abre en La Rural1 con la divisa Los libros hacen historia, dura hasta el próximo ocho de mayo. Los organizadores piensan que la asistencia este año será mucho mayor que la de ediciones anteriores. Lo cierto es que desde el primer día de la apertura, los diferentes pabellones de La Rural, efectivamente, fueron invadidos por un público deseoso de conocer las novedades y las ofertas de editoriales y librerías. El país esta dando muestras de que comienza a salir de la crisis económica que ha venido arrastrando durante los últimos años; una crisis que le ha debilitado hasta cuotas inimaginables. Ahora, sin embargo, parece que felizmente esta situación remite y las prolongadas

1 Sociedad Rural Argentina (SRA).

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calamidades del pasado dejan lugar a la esperanza de vivir mejor de aquí a poco tiempo.Eva está en la feria como «pez en el agua»: va de aquí para allá, atendiendo ora uno ora otro cliente, sin desmayo, contesta a todas sus preguntas y demandas. Es como si conociera cada título, cada autor, cada poema; argumento, relato, trama… Los clientes se muestran encantados con ella.El primer día, ocupado en que todo saliera bien, no reparé en una circunstancia que se repitió el segundo día, el tercero, el cuarto y todos los demás, hasta la clausura de la feria: el número de libros vendidos de cada uno de los diferentes títulos expuesto era el mismo para todos. Ese primer día –lo recuerdo bien– se vendieron ocho libros de cada una de las cuarenta novedades y reediciones que habíamos presentado. Esto hacia un total de 320 libros.El segundo fueron seis de cada uno de los cuarenta títulos expuestos (240 libros), el tercero cuatro (160) y el cuarto día dos (80 libros).Esto era extraño ya de por sí, pero más aún resultó todo cuando vi que el quinto día, las ventas volvían a ser de ocho libros por cada título expuesto, lo que hacía otra vez 320 libros, y nuevamente comenzaba el ciclo ya explicado anteriormente: seis libros el segundo día, cuatro el tercero y dos el cuarto, para nuevamente volver a ocho, y con ello el inicio de otro período, que se repitió hasta el día del cierre de la feria.Cuando comenté este fenómeno tan desconcertante y, hasta cierto punto, misterioso a los organizadores y demás editores y libreros, cúal no sería mi sorpresa al comprobar que a todos nos había pasado exactamente igual: la serie de ventas había sido la misma para todos: 8, 6, 4 y 2; 8 ,6 ,4 y 2…

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Este fenómeno, realmente extraño, coincidió además con el hecho de que Eva comenzó a ausentarse de la caseta sin dar explicaciones. A veces desaparecía de súbito y al rato, o a las pocas horas, volvía aparecer. Esto comenzó a ocurrir al segundo día. A partir de entonces pude ver con asombro cómo Eva se ausentaba de nuestro pabellón para instantes después aparecer atendiendo a los clientes de otro.Tanta era su amabilidad y atenciones hacia el público, que hasta los libreros y editores de los demás pabellones la recibían con verdadera satisfacción. No les extrañaba su presencia, como tampoco a sus empleados; parecían ignorar que Eva trabajaba para mí, no para ellos. Yo tampoco me atreví a decirle nada.Eva se ocultaba entre los lomos, las hojas y las líneas de los libros de la feria como había estado haciendo durante el último año en la librería Palermo y en muchas otras a lo largo de los tiempos. Le apasionaba el trabajo pero, si existía algún lugar donde mejor se encontraba ese era, sin duda alguna, en las páginas de cada libro y en las de todos al mismo tiempo. En los renglones escritos podía ver los sufrimientos, las alegrías y las esperanzas e ilusiones del hombre a través de siglos y milenios. Las guerras estaban en aquellas páginas –Troya– y los imperios en las cenizas que recordaban. Todo esto me lo dijo Eva más tarde, pero yo ya lo había visto en sus ojos: una mirada de quien ha presenciado el nacimiento y muerte de civilizaciones.Los seres humanos crean imponentes y majestuosas civilizaciones e imperios y, después, una vez logrado, fatigan sin desmayo para acabar con ellos. Nuestro destino es éste: vivir con la ilusión y la fuerza de levantar lo que acabamos de convertir en cenizas.En su última aparición –la víspera de la clausura de la feria– Eva me habló de esto y de la pasión de los

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humanos por la inmortalidad, y de como el presente es el recuerdo del pasado y del futuro. Y entonces el Bifronte, antes de partir, me dijo que eso era principio y fin de todas las cosas.Muchos años después de aquello, no recuerdo cuántos, me encontraba recolocando algunos libros dejados por los clientes fuera de su sitio, cuando vi cómo de uno de los tomos de las obras completas de Borges, el cuarto creo, se deslizó hasta el suelo un pequeño trocito de papel de periódico con forma triangular.Miré a mi alrededor, y al comprobar que estaba solo, que nadie me veía u observaba, me agache y con algo de dificultad recogí del suelo aquel diminuto trocito de papel. ¡Qué extraño!, me dije. Al ojearlo más detenidamente observé que era lo que quedaba de un anuncio, de una demanda de trabajo, que decía: «Estudiante de último año de Filología Hispánica se ofrece para trabajar en editorial o librería...». La línea de rotura del papel estaba justo en el lugar donde debería aparecer el nombre y el teléfono de la persona que se ofrecía para trabajar.En ese instante entró Andrea, mi hija (su madre había fallecido hacía unos meses), y eso hizo que me olvidara de aquel papelillo, que debió de acabar entre las barreduras que cada día recogemos al cierre de la librería.

San Román de los Montes, mayo 2006

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Semblanzas de familia

La familia es una de esas instituciones a cuyos miembros casi nunca ves ni tratas; pronto olvidas y de los que no quieres saber mucho o casi nada, pero a los que siempre recurres cuando necesitas encontrar un origen, una identidad; una diferenciación particular –de ti, mortal– respecto del otro, de los demás. Porque aún necesitamos el abrigo de la tribu.Mitad castellana, mitad andaluza, y algo francesa; leones, corderos, árboles de sinople y nueve flores de lis y oro: ocho de mi padre y una de mi madre. Todo eso es mi familia.Anduvimos y fatigamos por Guadix, Madrid, Toledo; Córdoba, Zamora, Barcelona, Talavera de la Reina, Ayllón, La Navata, Alcaracejos, Los Pedroches, Francia, un remoto Brasil y una cercana Argentina, más una sombra en Miami.Mis recuerdos paternos se pierden en el laberinto de los barrios judíos, musulmanes y cristianos de mi Córdoba ancestral. Los maternos en la Rosaleda madrileña, panteón de la Rosa que me dio el soplo vital y me enseñó el callejero de la vida y de Madrid: Aduana, el Paseo del

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Prado, Acuerdo, Montera, El Carmen, Lope de Vega, Huertas y Caballero de Gracia. El marqués de Nerva y la marquesa de Alonso-Martínez son dos vestigios francos: oropeles que nada me dicen. Toreros (Blanquito y Joselito"El Gallo"), maestros, costureras de luces (hilo y lentejuelas), militares, artesanos, ociosos; escritores y vividores de raya en medio y brillantina en boliches y club bonaerenses; emigrantes que no volvieron, y otros que lo hicieron para su desgracia. Todo eso es mi familia, más una inacabable galería de ilustres fallecidos retratados; personajes con sonrisa detenida por el tiempo y la mano del artista.Hoy he olvidado ya los que somos. Las diferentes ramas echan otras y éstas a su vez, y luego, pasado un tiempo, llega la diáspora y con ella el olvido, o la desaparición de una parte de la tribu.Las familias, como la mía, no dejan de ser una suma o unión de otras familias, y así vamos creciendo y menguando en un ciclo infinito.

San Román de los Montes, octubre 2006

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El Faro del Fin del Mundo

Para Jorge, Vlady lo es todo, y la navegación a través de ella no siempre resulta fácil. Cuando surca aquel mar, donde el temperamento violento de sus aguas y el de los vientos huracanados que lo azotan es constante, ésta se torna escabrosa y agitada. Ella es aquel faro al que Jorge anhela arribar. Alcanzarlo, se dice, es deslizarse –sin desfallecer, porque eso es morir– sobre la turbulenta y agitada superficie encrestada de Vlady con los ojos fijos en aquella luz, en aquel destello cegador: el Faro del Fin del Mundo, donde las Hespérides custodian el huerto de las manzanas doradas de la inmortalidad.Poner rumbo a esa luz, dirigir la proa del barco con la quilla al frente cortando el viento y separando la espuma, es su mayor deseo; también el de Vlady. Aquella aventura, siempre nueva y distinta, supone para Jorge alcanzar, y para ella ofrecer, un puerto seguro donde las aguas y los vientos permanecen remansados; un lugar de reposo para sus almas, y donde poder reparar los jirones que toda travesía produce en los bergantines que se aventuran y afanan en un viaje hacia lo siempre tan deseado, pero igualmente desconocido.El bergantín, una vez en la inmensa bahía, punto extremo de la espina dorsal andina, sólo tiene que dejarse llevar por la suave corriente, ya con las velas de

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cuchillo de proa, del palo trinquete, del palo mayor y las velas entre trinquete y palo mayor plegadas, para penetrar en aquel fulgor universal donde nacen las civilizaciones. Cruje el bergantín, la bahía se cierra, todo queda oculto menos el frenesí interior y el restallar. El océano se inunda de luciérnagas, el bergantín queda a la deriva, sin poder controlar sus espasmos, y, entonces…la luz del Faro del Fin del Mundo ensombrece el día, detiene el tiempo y la vida queda en suspenso.

San Román de los Montes, febrero de 2007

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La Perdiz

La Perdiz, así apodado por su capa roja y también porque nadie conoció nunca su nombre, si es que llegó a tenerlo alguna vez, recorría los pueblos de las serranías de Gredos y de San Vicente cometiendo toda clase de fechorías, robos y crímenes. Siempre acompañado de sus hombres, que le habían elegido como jefe por su crueldad, fiereza y picardía, rondaba por las pequeñas villas y aldehuelas, nunca por los grandes pueblos como Ávila o Talavera, que representaban un peligro para él y sus gentes.En Talavera, las tropas cristinas del comandante Santiago de la Llave, apodado el Chivero, y no menos cruel y fiero que la Perdiz, lo buscaba con ahínco para ajusticiarlo.Esta historia, menuda, no hubiera podido librarse del olvido (tarea que me propongo realizar) de no haber sido por el relato de un atemorizado artesano encontrado entre las páginas de un viejo libro de historias y acontecimientos remotos.José Sánchez era natural de la villa de San Román de los Montes y vecino de Higuera de las Dueñas, donde se había instalado como maestro herrero, armero, cerrajero y mecánico en 1836. José nunca tuvo intención de abandonar la apacible Higuera para irse a Talavera de no haber sido herrero y armero y tener el infortunio de encontrarse con la Perdiz y las tropas cristinas del Chivero.Durante tres largos años pesaron sobre la cabeza de José dos amenazas de muerte, una del comandante de la Llave si auxiliaba a la Perdiz, y otra de éste si no herraba sus caballos y le componía los trabucos. Así que si hacía caso de uno, corría el riesgo de morir a

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trabucazos, y si del otro, fusilado. Su vida, entre dos fuegos todo este tiempo, era un constante sinvivir.Un día de finales de julio de 1839, la Perdiz se presentó en la fragua de José con un trabuco y su llave para que le echara urgentemente la caja. Cuando a la semana siguiente volvió a la fragua y vio que no lo había compuesto, en tono amenazador le dijo que si en un plazo de tres días no lo tenía acabado le quitaba la vida. De nada sirvieron las razones que José le dio sobre lo expuesto que estaba a ser fusilado por las tropas cristinas; el bandido salió del taller rodeado por sus hombres sin escucharle.Para su mayor desventura sucedió que al anochecer de ese mismo día, el comandante Santiago de la Llave se presentó con una partida de soldados en su taller enterado de la visita que el malhechor le había hecho, y dirigiéndose a él le pregunto si era cierto que tenía un trabuco de la Perdiz para componer. José, con la angustia reflejada en la cara, mostró el arma en cuestión al comandante, al tiempo que le hablaba del grave peligro en que se encontraba. Esa noche José fue detenido y así debería permanecer hasta tanto el Chivero y sus hombres aclararan lo ocurrido y decidieran acerca del mejor modo de acabar con esa situación.Felizmente, José fue puesto en libertad a la mañana siguiente, pero con la obligación de ayudar a las tropas a encontrar el escondrijo de la Perdiz para darle muerte: – sólo de esta manera –le dijeron–, podrás librarte de la cárcel, y nosotros de ese malhechor.El eco seco de la descarga le llegó mientras esperaba a las tropas cristinas en Higuera de las Dueñas, una vez las había conducido hasta donde él creía que se refugiaba la Perdiz. Ese 8 de agosto de 1839, José Sánchez respiró hondo, con alivio, y abrazado a su mujer

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sonrió: la Perdiz acababa de ser abatido por las balas de los soldados comandados por Santiago de la Llave. El bandido había sido ajusticiado, y él, José Sánchez, y su mujer podrían por fin descansar, y de ahora en adelante vivir tranquilos. Su angustia, su pesadilla, había finalizado.Cuando el general carlista Rafael Maroto y el general isabelino Baldomero Fernández Espartero se daban el «Abrazo de Vergara» (esto sucedía en agosto de 1839), poniéndose de este modo término a la primera guerra carlista (excepto en la zona del Levante, donde El Tigre del Maestrazgo combatió hasta que un año después fue vencido y obligado a huir), José Sánchez había abandonado Higuera de la Dueña para prevenir posibles represalias de los hombres de la Perdiz. Ahora era vecino de Talavera de la Reina, donde en su taller de la Portiña de San Miguel se había instalado como maestro herrero, armero, cerrajero, mecánico y forjador de sueños.

San Román de los Montes, febrero de 2006

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El ático

Cuando vio aquellos ojos intensamente azules que le miraban tras un rostro sonriente sintió cómo una fuerte descarga le bajaba desde la nuca hasta las extremidades, y cómo su cuerpo adquiría una extremada flacidez. Aquella mujer de melena rubia asomada a la ventanilla de su automóvil era ella: Mercedes. Casi en un susurro, Jorge, la llamó por su nombre. Los ojos de ella se hicieron más grandes y azules. Le costó recuperarse de la sorpresa inicial, pero transcurridos unos segundos, con un hilo de voz apenas inaudible, y el asombro en su hermoso rostro, pudo pronunciar un nombre: ¿Jorge!Aquella tarde ambos rememoraron su infancia, y por la noche se entregaron con pasión, como dos niños para los que el tiempo no había pasado, a su juego preferido. Permanecieron juntos, fundidos en un sólo cuerpo hasta el amanecer. Prometieron verse de nuevo y se despidieron. El pi, pi, del busca interrumpió su descanso. Le dijeron que traían una persona en estado crítico. Jorge y el equipo que la atendió nada pudieron hacer por su vida. Mercedes miró hacia atrás para ver por última vez el saloncito de su apartamento, un ático situado en un noveno piso, antes de saltar al vacío.Jorge pensó en la inocencia de un tiempo ya lejano y lloró.Recordaba a una niña rubia y de ojos intensamente azules: la más encantadora que había visto en su vida. Ella fue la primera chica a la que besó en la boca. Pasaban largo tiempo juntos, no sólo les unía la vecindad, entre ellos había algo más.

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La vida de ambos transcurría entre juegos e ilusiones compartidas. Su pequeño mundo era ajeno al de los adultos.Pero llegó el día que Jorge supo que su familia había decidido mudarse, dejar aquel pequeño pueblo en el que él era feliz y trasladarse a la capital. Pasado un tiempo Mercedes se convirtió en un lejano recuerdo.¿Por qué no volver a ser niño? pensó.

Febrero de 2007

Érase que se era

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Érase que se era, que cuando los niños abren los ojos, el mundo se ilumina; que cuando preguntan, enmudecen los ateneos, foros y bibliotecas: «Queridos Reyes Magos, cada año, todos los años, os dejáis intactos los vasos de leche. ¿Acaso no os gusta la leche? ¿Queréis otra cosa?»Érase que se era, que cuando los niños hablan, ríen o lloran, las guerras se congelan y las armas se tornan estrellas.Érase que se era, que cuando los niños mueren, el mundo envejece más aprisa; el Universo se tambalea en su espacio finito, y los dioses descienden al Hades como castigo.Érase que se era, que los niños ya no son cerilleros, ni piden peniques, ni esperan vanamente la compasión del avaro; ni se les hielan sus madres, ni vagan de calle en calle y de escaparate en escaparate. Los niños sonríen y su sonrisa los hace magos: al mundo lo convierten en globos de colores; a la tristeza en tren eléctrico: ¡pi, pi, pi!; el odio, en tiernas y sonrientes muñecas; y el llanto, en lluvia fresca y reparadora. Érase que se era, la Navidad.

San Román de los Montes, diciembre 2006

La isla de Vlady

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No sé cuánto tiempo llevo aquí, quizá desde siempre, no lo sé; sí sé que esta isla es mi hogar, que nunca he salido de ella, pero que no nací aquí; llegué en algún tiempo. De eso hace mucho, tal vez milenios o eternidades. ¡Quién lo sabe! Mis padres me trajeron a esta isla, dijeron que mi nombre era Vlady, que el tiempo se detenía en mí, que nunca cumpliría años y tampoco envejecería en tanto el tiempo estuviera detenido, y que hasta ese momento sería inmortal. Dejaron conmigo a Marsias, mi preceptor, y después se marcharon. Nunca más volví a verlos ni a saber nada de ellos.La isla, mi hogar, no está como podría pensarse en el Ponto, sino en un río: en el Tajo, al que, en este punto, la isla divide en dos brazos de no más de 200 metros de ancho cada uno. Así pues, esa es la distancia que hay hasta la orilla, hasta tierra firme, donde el tiempo sí trascurre y la vida sigue con su tradicional y monótono devenir.La isla ocupa el centro del río que, a su vez, divide la ciudad por la que transcurre en dos partes. Una, la mayor, que mira al oeste y la otra, mucho más pequeña, que lo hace al este.Los habitantes de esta ciudad desconocen mi existencia y la de la isla. No pueden verla, pero ahí está, inmensamente verde y arbolada, ocupando una parte considerable del río cruzado por puentes que he visto nacer en épocas remotas.Marsias estuvo conmigo largo tiempo: siglos; me mostró todo lo que tenía que saber en el tiempo que estaba prefijado, y, después, llegado el momento, desapareció: con paso lento pero firme y seguro entró en el agua hasta quedar fundido con ella. Él, de cuya sangre había brotado un río en un tiempo al que la memoria no alcanza, regresaba a su hogar, dejándome sola y sin

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tiempo que transcurra: era inmortal y lo sería mientras el tiempo estuviese detenido.Desde mi isla podía observar la vida de las gentes en la ciudad con la tranquilidad de saber que ellos no podían verme; incluso si me acercaba a la orilla podía tocarlos sin que se dieran cuenta de mi presencia. Para ellos pasaba el tiempo, y yo veía cómo poco a poco, de manera lenta, iban envejeciendo. Esto hizo que el interés por conocerlos y estar cerca de ellos aumentara mis ganas de abandonar durante más tiempo la isla. Cada mañana me trasladaba a la orilla y me sumergía en aquella laberíntica ciudad llena de gentes.Nada me estaba vedado: las puertas no existían para mí. Así que al poco tiempo de mis frecuentes visitas a la ciudad no había calle, callejuela, rincón o casa que no me resultara familiar. Pude conocer a toda aquella gente: sus pasiones, alegrías, miserias; envidias, preocupaciones, instintos, odios, desprecios; incluso conocí a criminales y las razones profundas de sus comportamientos e instintos asesinos.Cuando llegaba la tarde noche volvía agotada a la isla en busca de soledad, de calma y paz, pues la vida al lado de los mortales era fatigosa. El designio de estas gentes es sobrevivir y en ello se afanan con empeño y sin descanso para doblegar un azar al que están sujetos y que no siempre es justo con ellos.Los mortales son seres egoístas, violentos y arrogantes, pero al mismo tiempo son capaces de dar la vida por cosas banales y también por salvar otras vidas. Son seres en donde los extremos pueden convivir sin dificultad: el vanidoso con el modesto; el egoísta con el generoso. Sí, los mortales son seres contradictorios, apasionados, caprichosos a veces, pero combativos y forjadores de sueños realizables. Sé que pasé mucho tiempo entre ellos, no recuerdo cuánto, pero en todo ese

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lapso conocí generaciones y generaciones de hombres: los veía nacer y al poco tiempo envejecer y luego morir.

Una tarde, a mi regreso a la isla encontré a Marsias; había vuelto y me estaba esperando con una sonrisa. Yo me abracé a él y le cubrí el rostro de besos y lágrimas. Me dijo que había vuelto para darme el tiempo. Aquella noche, que duró siglos, nos amamos apasionadamente; en nuestro frenesí recorrimos mundos, civilizaciones… y recónditos universos. Al amanecer de un tiempo, Marsias se despidió de mí, esta vez sería para siempre: juntos fuimos hasta la orilla y allí, quieta, con lágrimas en los ojos, vi cómo despacio, con paso lento y firme, como había hecho antaño, aquel ser excepcional entró en el río hasta quedar fundido con sus aguas.

Epílogo

El sol entraba ya por los grandes ventanales abiertos de par en par, y una brisa suave y húmeda llenaba todo el espacio. Vlady se incorporó y acercándose a uno de aquellos ventanales se asomó al exterior y allí, a sus pies, estaba la isla con la que tantas veces soñaba y el río de aguas tranquilas y orillas de arenas doradas por el que un día se fue Marsias, al que había querido como a un padre y un amante. Vlady se volvió hacia un espejo para ver su joven figura y eterna juventud por última vez: «por fin el tiempo corría y con él la mortalidad», se dijo.La isla era ahora muy visitada, pues hacía poco tiempo que había aparecido de pronto, como si hubiera emergido del lecho del río. A la gente le gustaba visitarla, además de por ese hecho tan extraordinario,

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por encontrarse en ella especies de vegetales y animales desconocidas hasta entonces.

San Román de los Montes, marzo de 2007

Soledad

¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí, conmigo! Que pudieras indicarme el camino, como en silencio hacías antaño. A tu lado aprendí que la soledad es uno de los bienes más preciados que tenemos y también que esa misma soledad puede llegar a ser la mayor de nuestras

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desgracias y provocar en nosotros hondo dolor y desesperación. Ya, ya sé que una y otra conviven juntas, una al lado de la otra, y que tan sólo las separa una frágil línea semántica: estar, sentir.Hay momentos –me dirías– en que la soledad es necesaria para poder poner nuestra vida en orden, o realizar tareas para las que estar en ausencia de otros se hace imprescindible; también que en otros momentos, para tener vida que ordenar después necesitamos de los demás.Entonces, ¡fíjate!, yo creo que el mundo es obra de soledades; de soledades que una vez compartidas han servido para erigir civilizaciones, universos literarios, cenizas postreras de vidas ya ausentes.La soledad es el soplo que forja la idea del mundo, y las soledades quienes lo erigen. Luego todo retorna al principio, cuando los sueños nos evocan los recuerdos.Esta es mi arquitectura, tu arquitectura, aquella que acabó de forjarse en el ascensor, mientras nos despedíamos sin saberlo. Te llevaste tu soledad mas tus sueños y recuerdos permanecen aquí, y así será eternamente.

San Román de los Montes, marzo de 2007

Vivencias

París, sábado.Bárbara y yo llegamos al Café De Flore, en el Boulevard St Germain, esquina con la Rue Saint-Benoit, a eso de las diez y media de la noche. El local estaba abarrotado de gente; en la terraza no cabía un alma, y dentro tampoco, incluso la planta de arriba, a la que me asomé

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por la escalerilla, estaba igualmente llena. Nos quedamos por un momento sin saber qué hacer. Con tanta gente era muy difícil fijar bien la vista entre las cientos de caras alrededor de las mesas y descubrir a los conocidos, aun cuando estábamos seguros de que entre todos aquellos rostros había algunos.Con gesto de idiotas Bárbara y yo nos pusimos a rastrear una a una las mesas y las personas que en ellas estaban sentadas. Al cabo de un rato, que se nos hizo eternamente embarazoso, por fin distinguimos en un rincón apartado varios rostros conocidos. Fraçoise y René estaban haciendo compañía a dos ilustres personajes y conocidos nuestros: Sartre y su compañera, Simone de Beauvoir. Alrededor de ellos también había un par de personas a las que no conocía nada más que de vista; una de ellas era Jean Genet y la otra Raymond Aron, pero esto lo supimos después, cuando nos los presentaron.Jean Genet era una persona violenta en el gesto y la expresión; de ideas extravagantes; hombre trasgresor y ufano de su homosexualidad. Su amante, un funambulista llamado Abdallah hacía unos años que se había quitado la vida. Hecho que influyó tanto en Genet que él mismo estuvo a punto de hacer lo mismo. Tardamos, pero al final de la noche conseguimos simpatizar. A Bárbara y a mí siempre nos quedó un agradable recuerdo de aquel hombre de infancia y juventud terribles, cuyos mejores biógrafos son sus novelas, poemas y obras teatrales.(Años después visitaría su pequeña tumba con vistas al Atlántico en el antiguo cementerio español de al-´Araish (Larache), en Marruecos). Raymond Aron era profesor de Sociología de la Cultura Moderna en el Collège de France de París. Hombre que me pareció de una gran formación intelectual y, por

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tanto, de psicología compleja y personalidad enrevesada. Pese a todo congeniamos bien con él y su compañía nos resultó extraordinariamente agradable.Los demás eran amigos y conocidos. Françoise nos hacían de intérpretes cuando no entendíamos algo de lo que se hablaba.En esos años el tema de conversación era el posible final del régimen de Franco en España, la situación en Chile (en aquellos años no había una sola librería del Barrio Latino, y era muchas, en las que no hubiese un dependiente chileno).Françoise trabajaba en una institución (no recuerdo su nombre con exactitud, por lo que prefiero omitirla) universitaria en París y René, su compañero, era bretón y militaba en una organización independentista. De Sartre poco puedo decir que no se conozca por los cientos y cientos de libros y escritos sobre su obra y persona, aunque de esto último no hay tantos como de lo primero. Simone ejercía de sombra de Sartre; la sombra en todos los sentidos: para lo bueno y para lo malo, pero más me parece a mí y a Bárbara que esta mujer estaba persuadida de que todo lo que era, incluso sus conocimientos, se lo debía a él. Desde ese punto de vista, su vida estuvo marcada por la esclavitud hacia un mito que tomó forma y reposó en su cabeza y en la de muchos intelectuales franceses y de otras partes del mundo. Sin embargo, Sartre era una persona odiada, no por su modo de pensar, sino por cómo manifestaba su pensamiento.

Domingo.Estoy solo. Bárbara ha salido: se ha marchado con Françoise a visitar una exposición itinerante que se inaugura hoy sobre el Pont des Arts, junto al Louvre.

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La ausencia de Bárbara me permite reflexionar sobre nuestra existencia aquí. No es que prefiera que ella no esté, no; sólo que de este modo no tengo que justificar mi estado melancólico.La vida aquí transcurre yendo de un sitio para otro, todo ello sin mucho sentido. La actividad se circunscribe a hacer lo que se supone que debe hacer alguien que no está en su país; es decir, visitar a los compatriotas y preguntar por esto y aquello, y entre respuesta y respuesta conspirar estúpidamente sobre una realidad desconocida. En otro momento, como ayer sábado, de lo que se trata es de ir a la universidad del café a sentarnos en torno a una mesa con un extravagante marica expresidiario y violento en el gesto y en el verbo; una esclava de una figura controvertida y presa de su coherencia; un simpático viejote profesor de sociología; un pintor que sólo se aguanta -y con dificultad- a sí mismo y que aparece por el café muy de vez en cuando; Françoise, una mujer deliciosa a la que siempre estaré agradecido. René es un accidente para nosotros, pues es poco lo que conocemos de él. Cuando no estamos en el café, nos pasamos por Trocadero; allí cada grupo forma una asamblea conspirativa: españoles, chilenos y ciudadanos de otras naciones igualmente oprimidas.Antes de que llegara Bárbara, yo ya había extraído una serie de conclusiones, muy sencillas, pero de gran importancia para nosotros en aquel momento: estábamos perdiendo el tiempo; vivíamos en un espejismo, en una irrealidad que tarde o temprano se volvería contra nosotros. Había llegado pues el momento de regresar a casa y reencontrarnos con los nuestros: hijo, familia y amigos.Cuando Bárbara entró por la puerta, lo primero que la dije fue:

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– Mañana volvemos a casa. Nos están esperando, y yo sé que eso es lo que tú también deseas–. No dijo nada pero me bastó ver sus ojos para saber que nuestra estancia en París había llegado a su fin.

Madrid, miércoles.Esta mañana temprano llegamos a casa. Todo está tal y como lo dejamos hace ahora año y medio. Parece que nuestra ausencia no ha sido percibida por nuestras cosas, que no se han movido de lugar. Ni siquiera el polvo las cubre. Eso nos anima a retomar nuestras vidas al lado de los nuestros como si nada hubiera transcurrido. El tiempo también es, felizmente, relativo…

Jueves.El niño corre agitando los brazos y gritando:– ¡Mamá, mamá!–. Bárbara lo espera con lágrimas en los ojos y los brazos abiertos y extendidos hacía adelante. Yo, detrás observo la escena. Aquel momento extraordinario sólo podía tener dos protagonistas, mi hijo y su madre. Mientras ocurría esto, el Tiempo esperaba.

San Román de los Montes, mayo de 2007

El mirlo de hojas verdes

Aquel roce en el tejado, justo cuando estaba conciliando el sueño, a Joseph le producía sobresalto y miedo. No lo tenía a que alguien intentara entrar en la casa desde el tejado, no. Lo suyo era más bien un miedo momentáneo a lo desconocido, a lo sobrenatural. Reconocía la procedencia de ese leve roce debajo de las tejas, pero

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aun así, no podía evitar un leve escalofrío y sensación de miedo. El remover en el tejado no tenía nada de extraño ni de hecho sobrenatural. Obedecía tan sólo a que debajo de las tejas próximas al borde de uno de los vierteaguas vivía una pareja de mirlos desde hacia algunos años. Para ser exacto, habían llegado y se habían asentado el mismo día, o al siguiente, de que Joseph inaugurara la casa, y desde entonces esa parte del alero ha estado habitada permanentemente.Joseph siempre tuvo la curiosidad, nunca satisfecha, de saber si la pareja de mirlos era la misma que había tomado posesión de su casa hacía ahora más de diez años o, si por el contrario, se trataba de una distinta; una que había sucedido a aquella o a otras anteriores en el usufructo del tejado. Quizá fuera –se decía– una pareja perteneciente al mismo tronco familiar de la primera, pero ¡cómo saberlo!Si no fuera por ese tenue roce y porque en los meses de julio y agosto algún polluelo de mirlo (sin plumaje, de carne sonrosada, tripa abultada, de pico grande, cabeza diminuta y con ojos saltones) caía del tejado, sofocado por el calor, apenas sabría de su existencia y prolongada vecindad. En más de una ocasión, Joseph intentó sin éxito devolver el polluelo al nido, con sus progenitores, pero de nada había servido su esfuerzo y equilibrios en el tejado: al poco tiempo el polluelo volvía a caer desde el tejado al suelo, pero ahora agonizando. El ciclo siempre era igual, el mismo año tras año. Cuando Joseph veía cómo los dos mirlos indistintamente hacían acumulación de ramas en el tejado, sabía que pronto comenzaría ese tenue roce, como si alguien se distrajera en mover caprichosamente las tejas de la casa o andar sobre ellas.

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Esta primavera, el fatigar de los mirlos acarreando ramas y tallos para hacer el nido ha sido mayor que otros años, como también el trajín debajo de las tejas, muestra inequívoca de una mayor prole. Así pues, una vez hecha la selección natural, en los últimos días del verano y los primeros del otoño comienza la época en la que los polluelos, apenas con su plumaje completo, se lanzan a ejercitarse en sus primeras prácticas de vuelo, siempre bajo la atenta mirada de los progenitores. Los jóvenes mirlos prueban primero a saltar de rama en rama, para más tarde pasar de uno a otro árbol y acabar elevando el vuelo en busca de alimento.Un día sucedió algo insólito, extraordinario; un acontecimiento. Ese día por la mañana los jóvenes mirlos desaparecieron mientras se ejercitaban en el vuelo. Y los progenitores desesperados revolotearon alrededor de los árboles piando incesantemente, pero sin atreverse a posarse en ninguno de ellos. Así estuvieron todo el día, hasta caer agotados con las primeras sombras del anochecer.A la mañana siguiente, Joseph vio con asombro cómo los álamos, arces y acacias habían perdido sus hojas y en su lugar mostraban ahora un frondoso y llamativo plumaje negro. La pareja de mirlos progenitores miraba en silencio los árboles emplumados desde la entrada del nido sin atreverse a emprender el vuelo. Ya por la tarde, el cielo comenzó a tomar un tono oscuro y a levantarse un fuerte viento racheado. La tormenta descargó con gran violencia sobre los árboles una incesante y torrencial lluvia de cientos y cientos, de miles y miles de diminutos pajarillos de diferente plumaje y color. Estuvieron lloviendo pajarillos toda la tarde y la noche; hasta la madrugada del día siguiente, la tormenta no cesó. Las acacias, los álamos y los arces

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ayer frondosos, eran ahora esqueletos. De los troncos encorvados pendían tan sólo algunas pequeñas y endebles ramas –como harapos– semidesgajadas. En el suelo no quedaba ni rastro de la tormenta, el viento se había encargado de limpiarlo de ramas, plumas y pájaros. Todo parecía haber acabado, se dijo Joseph, cuando observó que algo flotaba en el agua de la piscina. Al acercarse vio una rara figurita hecha de un material desconocido, mitad pájaro mitad árbol. La cabeza y una parte del cuerpo eran de un mirlo, y la otra mitad, la cola, mostraba un extraño y colorido ramaje mezcla de diminutas hojas verdes y plumas multicolores. Todos los años por las mismas fechas, Joseph escucha ese característico y ya familiar roce, aunque no debajo de su tejado, como antes, sino en el interior de su escritorio donde en uno de los cajones guarda aquella imagen encontrada en la piscina.

San Román de los Montes, julio 2007

La poza

Las tres cabecitas descendían corriente abajo por el centro del río hacia la cascada por la que todo se precipita en la fosa, a cuya orilla se encuentra el matadero. Los tres gatitos, recién nacidos, luchaban denodadamente por mantenerse a flote agitando con

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inocente desesperación sus pequeñas manos. Llegaron muy juntos hasta el torrente que los zarandeó, separó y sumergió en las profundas aguas de la poza. Poco después, ya inertes y sin vida, sus cuerpecitos emergieron en el remanso del Aguisejo. Otras veces era un pequeño saco atado por un extremo el que descendía corriente abajo hasta aquel pozo de aguas oscuras y espesas. Raimundo veía todo aquello desde la tapia de piedra que separa el río de la carretera y la trasera del pueblo, cerca del caserón, la casa-palacio del Obispo Vellosillo, donde vivía.El frío en aquel palacio cortaba la respiración. Era un enorme laberinto de pasillos, grandes salas y habitaciones, todo sumido en penumbra durante el día y apenas alumbrado por mortecinas bombillas incandescentes por las noches. Los suelos de baldosas rotas y levantadas y la ausencia de mobiliario, a excepción de la habitación que ocupaban Raimundo y Laura, su madre, hacía que el frío fuese aún más intenso. Un pequeño hornillo de carbón de encina hacía las veces de cocina y brasero. Meterse bajo las sábanas –pensaba Raimundo– debía de ser parecido o igual a precipitarse en el pozo de aguas profundas y espesas, junto al matadero. Antes de que acabara aquel invierno terrible de 1958, Raimundo y su madre abandonaron aquel solariego palacio para irse a vivir cerca de allí, junto al río, a la soleada vivienda de una antigua carnicería. Más tarde se establecieron definitivamente en una casita de tres plantas, muy luminosa, cálida y realmente acogedora, situada en una plazoleta, frente a una herrería y a dos pasos del cuartel de la Guardia Civil y del único locutorio telefónico del pueblo.

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Laura no sabía nada del Obispo Vellosillo. En realidad no había oído hablar de él. Ella se ocupaba del bienestar y la educación de su hijo, así que ¿para qué necesitaba saber quién era Vellosillo?Raimundo comenzó su etapa escolar en un colegio de monjas malignas, que estaba a la afueras del pueblo. Allí estuvo apenas un mes. Laura lo sacó para llevarlo al convento de las Concepcionistas, en el que aprendió a dividir por “dos, tres y por cuatro”, gracias al cariño, el afecto y la paciencia de la hermana Teresa.El día que hizo la primera comunión, unos domingos de mayo, con los demás niños y niños del pueblo en la iglesia de Santa María, le vistieron de marinero. A Raimundo lo que realmente le gustó del traje, que Laura había comprado días antes en uno de los comercios de la plaza mayor, fue el silbato que venía con él, y del que no se desprendió ni cuando años después Laura regaló el uniforme al hospital infantil San Rafael, en Madrid, como dictaba la tradición que su madre le había inculcado.Todos los niños y niñas tuvieron que recitar, quizá por primera vez en su vida, al menos para Raimundo así era, la estrofa de un poema. Las ensayaron durante meses para recordarlas de memoria llegado el momento. Los niños estaban colocados en la iglesia a la izquierda del altar mayor, al lado del Evangelio, en reclinatorios uno detrás de otro por apellidos, y las niñas igual, pero a la derecha, en el lado de la Epístola. Los reclinatorios estaban forrados de terciopelo rojo, y adornados con ramos de guirnaldas y lazos de seda. Raimundo fue de los últimos en recitar, casi al mismo tiempo que lo hacía Alexandra, su amiga y vecina. La estrofa era algo triste y, además, no terminaba de entender del todo, por más que la leía una y otra vez y le daba vueltas y vueltas, por qué era precisamente él –que

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aún no había cumplido los diez años– el que tenía que marcharse, como decía su parte del poema:

«Mas no es posible aquí estar, Señor de mi corazón.Tengo Señor que ausentarme, y me voy con tu bendición.»

No lo entendía, ni quería entenderlo.– Yo no me iré sin ti – le decía a Alexandra, quien se reía al ver la cara que ponía Raimundo y su tono de angustia al referirse a esa supuesta marcha.El día de su primera comunión, además del traje de marinero y el silbato, Raimundo estrenó su primer reloj de pulsera; era acuático y tenía los números verde fluorescente; cuando se acostó esa noche no pudo pegar ojo mirando la esfera iluminada. Su alegría la compartió con Alexandra, la única persona además de Laura ante la que, pese a su timidez, no sentía vergüenza de mostrarse tal y como era: alegre y divertido. A Raimundo y Alexandra cuando no estaban en el colegio se les veía siempre juntos; su relación se fue estrechando con el paso del tiempo: compartían juguetes, libros, tebeos, sueños y juegos, que sirvieron también para explorar sus cuerpos y conocerse. En una ocasión Raimundo atrajo a Alexandra hacia sí y la besó en los labios. Fue un impulso correspondido en la penumbra de un portal.En el curso siguiente al del año de su primera comunión, Raimundo y Alexandra coincidieron en el mismo colegio: el de las Dehesas. Un grupo escolar formado por un edificio semicircular de dos plantas y grandes ventanales con marcos de madera pintados de verde. En otoño, invierno y primavera pastaba el ganado y los niños asistían a clase. En verano, la Dehesa se convertía

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en una inmensa era en la que las gentes se afanaban trillando el cereal y aventando la paja y el grano, que luego la brisa se encargaba de poner cada cosa en su sitio.El colegio de las Dehesas supuso para Raimundo otro gran paso en su largo camino hacia la pubertad. Don Antonio, el maestro rural fue quien le enseñó a dividir “por todas”. Con el cambio, Raimundo y Alexandra iban al colegio y estudiaban juntos. La geografía y la lengua eran sus asignaturas preferidas. Ambos pasaban mucho tiempo preguntándose los ríos y las cordilleras, escribiendo cuentos y leyendo.Una tarde de finales de agosto, las campanas del pueblo comenzaron a repicar insistentemente, la gente se dirigía con paso presuroso hacia el río: el cura, Laura, los herreros, Abundia la carnicera… Raimundo no entendía lo que estaba pasando, y se preguntó a qué vendría aquel alboroto. Aun así, se sumo a los vecinos que se dirigían al río. Cuando llegó ya había mucha gente reunida en la orilla, junto al matadero. La Guardia Civil también estaba. Los vecinos murmuraban entre sí, y algunas mujeres se tapaban la cara con las manos y lloraban.Raimundo temía acercarse a aquella fosa que permanecía todo el verano con sus aguas estancadas y de la que emanaba un intenso olor a podrido. Él pensaba que el fondo estaba lleno de gatos y perros ahogados y de la sangre y los intestinos de todos los animales sacrificados en el matadero. A quien sí se acercó fue a su madre para enterarse de lo que estaba ocurriendo. Laura le miró con los ojos enrojecidos por las lágrimas y en un susurro, casi al oído dijo: – Han encontrado a Alexandra muerta en la poza, ahogada dentro de un saco.

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Dos meses después de aquel suceso, Raimundo y Laura se mudaron a Madrid. Ninguno de los dos volvió jamás por aquel pueblo. A Raimundo no le han abandonado las pesadillas en las que aparece una poza de aguas oscuras y espesas.

San Román de los Montes, diciembre 2007

Edmundo de Soria

Pensé que había llegado el fin de los tiempos y que Nuestro Señor Jesu Christo venía a impartir justicia. Aterrado me repetía sin cesar: –Señor elígeme como un siervo más entre los siervos e ilumíname el camino que

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conduce a tu gloria. Tu palabra es para mis pies una lámpara. La luz de mi sendero.Ensimismado como estaba en estas tribulaciones no sentí como alguien se me acercaba hasta que noté un leve roce en el hombro. Aquello me sobresaltó e hizo que mirara con ojos asustado a mi alrededor; y ahí, delante, estaba un venerable anciano observándome. Aquel monje creyendo comprender lo que pasaba por mi mente, y viendo la agitación de mi espíritu me sonrió, y con una mirada llena de ternura, comprensión y condescendencia esperó a que volviera a la realidad. Luego me dijo:–Hermano Lorenzo no tienes por qué avergonzarte de nada, pues Dios Nuestro Señor habla a sus siervos de muchas y variadas maneras. Nuestro Señor hace que estos muros, el Sol y las estrellas de la esfera celeste nos revelen su mensaje eterno. Porque si durante un largo tiempo sus siervos fuimos tinieblas, hoy somos luz en Nuestro Señor: «Andad, pues como hijos de la luz». Habréis de saber, joven Lorenzo, que el Señor nos puede hablar por medio de lo más grande: el Sol, el firmamento, los torrentes de agua; el rugido del mar, y, también por lo más pequeño e insignificante de la creación, como los insectos que a diario interrumpen nuestra lectura o meditación con su incesante aleteo o diminuto pero agudo y doloroso aguijonear.Yo no respondí; no sabía qué decir. Pero al verme ya mucho más tranquilo, el anciano me dijo:–Soy el hermano Edmundo, Edmundo de Soria, y estoy aquí para enseñarte a distinguir todas esas cosas y muchas más. Nuestro querido y amado abad me ha hecho el encargo expreso de cuidar de ti y de tu alma e iniciarte en los saberes del septrivium.–Hermano Edmundo: ¿creéis verdaderamente que Dios, Nuestro Señor me ha hablado hace unos momentos?

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–El Señor es la luz y alumbra a aquellos que están preparados para verla. Quizá la luz del Señor te haya tocado, pero también creo que deberías ser más humilde.Aquellas palabras hicieron que me sonrojara hasta la raíz del pelo; avergonzado bajé la cabeza.–Joven Lorenzo, creo que has sufrido un deslumbramiento provocado por el silencio y la majestuosidad de este lugar, inducido más que por la luz, que a esta hora es muy escasa, por la fuerza de tu imaginación, tan abundante a edades tempranas como la tuya. Arrodíllate y reza conmigo para reconfortar tu alma. Luego saldremos fuera del monasterio a dar un pequeño paseo en el que te mostraré algunas cosas que aún no has tenido tiempo de ver y conocer.En medio de un extenso páramo, de áridas y cobrizas tierras sorianas, próximo a las apacibles aguas del río Jalón, se levanta la inmensa mole del monasterio de Santa María de Huerta, en el que pasé mi primera juventud guiada por el hermano Edmundo de Soria.Para mi padre siempre fue una preocupación el que yo recibiera una buena enseñanza. Siendo todavía muy joven –mi madre había muerto a los pocos días de nacer yo– buscó maestros que me enseñaran gramática, retórica, filosofía, aritmética y arte.Cuando hube cumplido los catorce años, decidió enviarme al monasterio de Santa María de Huerta para iniciar la última y trascendental fase de mi educación. Allí adquirí conocimientos del trivium (Gramática, Retórica y Dialéctica), y del quadrivium (Aritmética, Geometría, Astronomía y Música). Mi estancia en el monasterio cisterciense se prolongó hasta el año del Señor de 1332, en el que lo abandoné para irme a la corte del rey Alfonso.

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El día de mi llegada, el abad Matías y el hermano Jorge (el bibliotecario), nos recibieron a mi padre y a mí y a la pequeña comitiva de soldados que nos acompañaba en el nartex de la iglesia. Era un frío día de diciembre del año del Señor de 1322 a la hora nona. Hacía poco que habían comenzado a caer los primeros copos de nieve del año.El abad y el hermano Jorge nos condujeron directamente por una estrecha galería al refectorio de conversos y a la cocina, donde nos dieron una refección. Fuera eran atendidos los hombres y las monturas.El hermano Matías no perdió el tiempo y, mientras reponíamos fuerzas, nos estuvo explicando, siempre con el auxilio del hermano Jorge, el tipo de enseñanza que un joven de la nobleza como yo recibiría en Santa María de Huerta. Desde este momento y hasta mi salida del monasterio –subrayó– tendría un maestro encargado de darme toda la instrucción que mi padre deseaba para mí.El hermano Jorge, que llevaba como bibliotecario más de treinta años, sería quien, por indicación del maestro, me proporcionaría las lecturas necesarias.Aclaradas estas cuestiones, y una vez el abad hubo expresado su agradecimiento y el de la comunidad a mi padre por haberles confiado la formación de su hijo, pasaron a hablar de otras cosas. Mientras ellos tres permanecían en la cocina, dos monjes me condujeron silenciosamente a la que sería a partir de ese momento mi celda, situada en el piso superior, justo encima de la cilla.La estancia era pequeña; en uno de sus extremos había una mesa con un taburete y una lámpara de aceite, y al otro un jergón de paja junto a un pequeño ventanuco situado a unos cuatro pies del suelo y por el que las primeras luces del día se proyectarían sobre mi cara.

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Los rigores del invierno en estas tierras obligaban a que mi maestro y yo pasáramos largo tiempo en la cocina y el calefactorio del monasterio. Además de a nosotros, les estaba permitido también a monjes dedicados a las tareas del huerto y el cuidado de los animales y a los hermanos de mayor edad.A la iglesia podía accederse desde el claustro del monasterio franqueando «la Puerta de los Monjes», y por una escalera que comunicaba la iglesia con los dormitorios de los hermanos cistercienses.Durante las primeras y centrales horas del día la luz entraba en la iglesia por tres grandes ventanales abiertos en el ábside y por los que estaban en el muro sur, mientras que a la hora nona penetraba por el gran rosetón de poniente.Recuerdo que cuando vi por primera vez aquella enorme lucerna bañada de luz, mis ojos, recién abiertos a las sensaciones de la vida, no podían apartarse de ella. Era espléndida, enorme, de medidas grandiosas, con un óculo lobulado en el centro del que arrancaban doce columnitas radiales con forma hexagonal –como los doce apóstoles– rematadas con pequeños arcos trilobulados alrededor de una gran circunferencia. Al atardecer de los días claros, la luz del sol entraba a través de aquel rosetón esparciendo sus rayos por toda la iglesia. Pensaba que aquella luz era el ángel de la iglesia de Efeso:

«El que tiene las siete estrellas en su diestra, el cual anda en medio de los siete candeleros de oro».Veía al ángel concentrar el fulgor que desprendían las siete estrellas que portaba en su mano derecha sobre el rosetón de la iglesia. La luz al entrar me deslumbraba y en medio de aquel resplandor veía la figura de Nuestro Señor Jesu Christo vestido con una túnica blanca hasta

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los pies ceñida por un cordón de oro. Sus ojos desprendían llamas de fuego:«Y sus pies semejantes al latón fino, ardiente como en un horno; y su voz como ruido de muchas aguas.»En este ambiente de luz y recogimiento tuvo lugar mi primera visión y mi primer encuentro con el hermano Edmundo, a cuyo lado permanecí hasta su muerte, ocurrida cuatro años después de mi llegada a Santa María de Huerta.Edmundo de Soria había entrado al monasterio en el año del Señor de 1262, cuando contaba quince años. Era el décimo hijo de una familia de la nobleza castellana. Su padre Alvar de Castro decidió que fueran él y su hermana Leonor, un año mayor que Edmundo, los que dedican sus vidas a la Iglesia para mayor Gloria de Nuestro Señor.Mi maestro no siempre estuvo entre los muros de Santa María de Huerta; de joven visitó otros monasterios de la orden: San Salvador de Leyre, Poblet, San Miguel de Cuixá…Pero fue, sin duda, en la Universidad de París donde Edmundo pasó algunos de sus mejores años estudiando teología, derecho canónico y artes. Antes de salir de la Sorbona, Edmundo de Soria alcanzó el título de maestro en Teología y Arte. De París se trasladó a Normandía, a la abadía del Mont-Saint-Michel, conocida como la «ciudad de los libros» en la que pudo consultar muchos de los más famosos manuscritos de la época y avanzar así en sus estudios teológicos.En sus clases, a Edmundo le gustaba decirnos a mí y a otros novicios que «toda verdad creada se ve sólo a la luz de la verdad suprema. Dios es esa luz», explicaba, como también que «al asemejar a Dios con una luz, ya estábamos expresando una teoría del conocimiento. Porque cuál es la naturaleza de la luz», preguntaba para afirmar a continuación que dicha naturaleza es

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«multiplicarse, propagarse y difundirse»; es decir«, la esencia del Universo, pues –aseguraba– si suponemos un punto de luz, tendremos al momento una esfera luminosa; y cuatro de ellas, como los elementos, forman el Universo, según quiso Nuestro Señor.»Al referirse a la verdad, Edmundo me citaba a Tomás de Aquino, al que había conocido en París y por el que sentía una enorme admiración y respeto. Como él pensaba que para comprender las verdades más elevadas era necesaria la ayuda de la revelación:«Para conocer la verdad no basta con hacer uso de las intuiciones emanadas del conocimiento natural de cada uno o de la filosofía. Es necesario contar con la revelación divina, pues ésta complementa el conocimiento natural y, por lo tanto, no es posible la existencia de contradicción entre ellas.»Un día, poco tiempo después de caer enfermo, en el invierno de 1326, Edmundo me llamó a su lado y con una sonrisa en sus labios me dijo:–Hermano Lorenzo, la fe guía al hombre hacia su fin último, Dios. Pronto estaré con Él. Me hablará y entonces sabré que ha llegado el momento de ir a su encuentro para postradamente rendirle cuenta de mis pecados.El tiempo pasaba y el hermano Edmundo no sólo no mejoraba, sino que su salud iba debilitándose lenta e irremisiblemente. Pese a todo, permanecía sereno, sin miedo al devenir, del que decía era del dominio exclusivo de Dios, y sobre el cuál nada podía hacer.Cuando la fiebre le daba algún respiro, Edmundo repasaba conmigo las cosas que nunca debería olvidar a lo largo de mi vida, aquí en la tierra. Siempre ponía de ejemplo a su gran maestro, Santo Tomás de Aquino.Recuerdo cómo juntos rememorábamos con enorme alborozo aquel no tan lejano año del Señor de 1324,

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cuando el Papa Juan XXII promulgó la Bula Redemptionem Misit Dominus en la que su maestro era canonizado.Los días que siguieron a estos permanecí en su celda sin apenas salir observando los cuidados que el hermano boticario prestaba a mi maestro. No obstante este celo, cada día que pasaba el estado de Edmundo empeoraba: era ya mucho el tiempo que llevaba postrado en el lecho y la fiebre no cedía.Aquella mañana, la última, sentí su voz, ya muy debilitada, como si me estuviese diciendo algo. Me aproxime a él y le pregunté, pero en lugar de hablarme cogió mi mano y permaneció en silencio largamente, con la vista fija en un punto que sólo él veía. Sólo tras un largo rato, aún con la vista perdida, pude escucharle decir:«Yo te recibo precio de la redención de mi alma, te recibo viático de mi peregrinaje, por amor del cuál estudié, velé, trabajé, prediqué y enseñé. Nunca dije nada contra Ti, y si lo hice fue por ignorancia, no me obstino en mi error, y si enseñé algo equivocado, todo lo someto a la corrección de la Iglesia romana. En su obediencia me voy de esta vida».Se acercaba el momento; yo lo presentía, era consciente de ello. Las palabras de Nuestro Señor resonaban en mis oídos y en los tuyos, maestro.–Yo he oído esa voz antes –pensó Edmundo de Soria–. Hace tiempo. Hace mucho tiempo. Pero, ¿dónde?Luego, dejó caer la mano y la presión sobre la mía cedió.