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Tras librarse de una acusación terrible, sir JaymesMarkham ha levantado un ejército de caballerossolámnicos para proteger Occidente de la invasión. Eloeste de Solamnia se ha liberado de las hordas debárbaros y Markham lidera las órdenes de la Rosa, laCorona y la Espada. Sin embargo, la ciudad deSolanthus sufre un duro sitio y su situación es muygrave.

Mientras los ejércitos de Solamnia y de los bárbarosse enfrentan a la sombra de la muralla de Solanthus,una hermosa y apasionada hechicera deberá elegirentre las exigencias políticas y las de su propiocorazón.

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Título original: The Crown and the SwordDouglas Niles, 2006Traducción: Rocío MonasterioIlustraciones: J. P. TargeteRetoque de portada: Piolin

Editor digital: EtriolePub base r1.0

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A Juliette y Benedict Weber

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1El señor mariscal

Una estela de polvo señalaba el avancede dos docenas de jinetes a través de lavasta extensión del llano de Vingaard.Cabalgaban en dos columnas bienformadas y, a pesar de que una capa depolvo cubría a hombres y caballos,prueba de que el camino había sidolargo y duro, los jinetes mantenían laformación con precisión militar. Losanimales eran robustos, de patas largas yágiles, y cubrían las millas a medio

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galope, aparentemente sin demasiadoesfuerzo. Incluso en ese momento, enque recorrían unas tierras ondulantes,mantenían el paso firme; su carrera eracertera y directa como el vuelo de unaflecha.

A la cabeza de las columnascabalgaba un único hombre, ataviadocon el atuendo propio de un caballero.Sin embargo, ningún símbolo adornabasu peto, como si no perteneciera aninguna de las órdenes: la Corona, laEspada o la Rosa. Una capa de lana lecubría los hombros y la espalda,ocultaba la parte posterior de la silla demontar y ondeaba libremente al viento.

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Montaba una yegua ruana corriente, conel paso un poco desgarbado, pero encuyos ojos se adivinaba el brillo de lainteligencia.

—Nos acercamos al estrecho, señormariscal —observó un jinete, mientrasse situaba a la izquierda del hombre,espoleando su caballo.

Quien había hablado lucía losgalones de un capitán, aunque, al igualque aquel al que había llamado señormariscal, en su armadura no se veíainsignia alguna.

El caballero líder apenas hizo ungesto de asentimiento y observó elpaisaje cambiante con los ojos

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entrecerrados, si bien agudos. Despuésde haber estudiado el terreno unmomento, levantó la mano y señaló unpoco más hacia la derecha de ladirección que seguían.

—El general Dayr reunirá el ejércitode la Corona allí. Necesitamosalcanzarlos antes de que anochezca.

—Sí, mi señor —repuso el capitán.Sin frenar el paso, el señor mariscal

tiró de las riendas y dirigió su monturahacia la dirección que había señalado.No se oyó ninguna orden, pero el restode la compañía lo siguió al unísono.

Los caballeros descendieron al trotepor la pendiente de un barranco;

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después, subieron veloces por el otrolado. La formación apenas se abrió alapretar el paso y las dos columnas semantuvieron firmes en su veloz carrera através de aquel terreno escarpado.

Finalmente, los jinetes llegaron alcampamento del ejército, apenasprotegido del viento por una loma. Loscentinelas apostados en lo alto loshabían visto acercarse y habían avisadoa la tropa, que estaban preparándosepara la cena. Dos caballeros, un capitány un general de capa dorada, se alejarondel calor de la hoguera para recibir alos recién llegados.

—¡Bienvenido, mi señor mariscal!

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Llegáis en el momento perfecto.Planeaba atacar el ala norte de Ankharmañana al amanecer —informó elgeneral de capa dorada.

Era un caballero atractivo, con elbigote tradicional de los solámnicos. Ensu peto destacaba una corona blancacomo insignia.

—General Dayr, capitán Franz —contestó el señor mariscal, haciendo ungesto con la cabeza a los dos caballeros,mientras unos diligentes soldados seencargaban de su yegua.

Desmontó con la agilidad de esosjinetes que parecen haber nacido sobreun caballo. Durante apenas unos

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segundos, en su rostro se dibujó unamueca de dolor por los calambres que lerecorrían esos mismos músculos queunos años antes no se habrían quejadotras una cabalgada como esa.

Aunque tenía el cabello y la barbanegros, una red de finas arrugasenmarcaba sus ojos fríos y duros.Llevaba la barba corta, bien arreglada,que acentuaba la mandíbula, fuerte yprominente.

—Habéis avanzado a buen paso, miseñor. No os esperábamos hasta mañanaa última hora.

—El general Rankin y losCaballeros de la Espada avanzan por el

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río. El enemigo está retirándose al sur.Aquí, en su flanco norte, está el puntodecisivo. Aquí era donde yo queríaestar. Y, por supuesto, mis CaballerosLibres estaban impacientes por partir.

El señor miró casi con afecto a lasdos docenas de hombres de su guardiapersonal. Al igual que él —algo únicoen los tres ejércitos de Solamnia—, nollevaban la insignia de ninguna orden decaballeros. Habían entregado su lealtad,así como sus vidas, al líder que habíaunido aquellas fuerzas, en más de unaocasión ingobernables, para convertirlasen una poderosa arma de guerra. El jefede la guardia personal, el capitán

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Powell, había sido un caballero demucho peso en la jerarquía de Palanthas,pero había renunciado a su puesto paraservir al mariscal, el único hombre quepodría devolver al reino de Solamnia sugloria del pasado, según creía elcaballero con total devoción.

—Muy bien —respondió el general—. ¿Os gustaría echar un vistazo a laposición antes de que anochezca?

—Sí, vamos ahora mismo.El señor mariscal se volvió hacia el

capitán de los Caballeros Libres, eljinete que cabalgaba a su lado cuandohabían entrado en el campamento. Otrocaballero, con el largo bigote cubierto

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del polvo del camino, le estaba dandoun informe. Ambos se pusieron enposición de firmes cuando el señormariscal miró en su dirección.

—Capitán Powell, ven con nosotros.Sargento Ian, encárgate de que loshombres coman algo. Quiero que losCaballeros Libres estén biendescansados por la mañana.

—Sí, mi señor —respondieronambos al unísono.

El general y los dos capitanesacompañaron al comandante de suejército a paso rápido hasta lo alto de laloma. Desde allí, dominaban una grandistancia.

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Un escarpado barranco se abría enel espacio que abarcaban sus ojos, comosi un dios hubiera clavado su espada enla carne del mundo y le hubiera infligidouna profunda herida. Los estrechos delalto Vingaard formaban un paso difícilen medio del cauce agitado. Cuando elagua pasaba entre dos amenazadorasparedes de piedra, se formaban un sinfínde torrentes tumultuosos y cascadas deespuma blanca. El terreno escarpadoobligaba al Vingaard a avanzar hacia elnorte con una premura incansable,implacable, ayudado por el estrechocanal, que encerraba y aceleraba lacorriente. Era un lugar salvaje, pues el

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terreno pedregoso que bordeaba el ríoalejaba a los agricultores, mientras queel escarpado barranco era una barrerainsalvable para el ganado. La llanurasobre el barranco era seca ypolvorienta, desnuda de árboles yvegetación, barrida por vientos fríos ydespiadados durante el invierno,aplastada por un calor sofocante duranteel verano.

En el banco occidental de esebarranco se enfrentaban las dos grandesfuerzas militares. El campamento delejército de la Corona estaba bienposicionado entre dos cadenas demontañas; con una compañía de

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infantería y otra de arqueros en lo altodel cerro, era una posición magnífica. Elgeneral Dayr había apostado hombres enlas dos cadenas que flanqueaban elcampamento y tenía una larga hilera depiquetes. Los exploradores a caballovigilaban las inmediaciones.

Pero todo aquello era secundariopara el señor mariscal. Estabaconcentrado en el enemigo, dispuesto enuna serie de fortificaciones descuidadasy desiguales, rodeadas por las tropas ylas máquinas de guerra. Formaban unsemicírculo; el barranco y el valle delVingaard les cubrían el flanco derecho yla parte posterior derecha. Había una

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ruta de acceso, o retirada, detrás delcampamento enemigo, que iba hacia elsur a lo largo de esa orilla del río.Varios caminos descendían por elprecipicio, para desaparecer en lasprofundidades del barranco que estabajunto a los dos campamentos.

—¿Hay alguna ruta por el barranco?—preguntó el señor mariscal.

—Un camino estrecho, mi señor.Tenemos una compañía defendiéndolo yAnkhar ha dispuesto una fuerza similar.Es un callejón sin salida; no se puedeavanzar hacia ningún lado. Y tampocohay retirada, si tenemos en cuenta que elenemigo está en los dos extremos.

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—Bien. Lo único que tienen quehacer tus hombres es mantenerse firmesahí abajo.

—Ankhar en persona se encuentra enel campamento —señaló Dayr—. Lovimos ayer al caer la tarde.

—Sabe que sus alas central y sur yaestán en la otra orilla del Vingaard. Hadecidido que este será el lugar en el quenos plantará cara y luchará —observó elcomandante—. Yo he venido aquí a lomismo. —Se volvió hacia el capitánPowell, de los Caballeros Libres, queestaba sobre el caballo a la derecha delmariscal—. Vete al convoy y busca elcarro que enviamos aquí. Saca una

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docena de los toneles que vienen deCompuesto.

—¡Entendido, mi señor! —Elcapitán Powell saludó y se alejó en sucaballo.

Si Dayr sintió curiosidad poraquella orden, tuvo la prudencia de nohacer ninguna pregunta.

—¿Deseáis comprobar ladisposición de mis fuerzas? —preguntóel general.

El señor mariscal sacudió la cabeza.—No, estoy seguro de que las has

preparado bien. Pero, dime, ¿y esastrincheras?

Señaló las fortificaciones que

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rodeaban el campamento enemigo. En elsuelo se abrían profundas zanjas,dispuestas en zigzag, que protegían latotalidad de las tropas de Ankhar.

—Se necesita algo nuevo, ¿nocreéis, mi señor? —Dayr se volvió yseñaló a un joven caballero. Se tratabade un hombre con el cabello largo, de unpálido color dorado, que como emblemalucía en la túnica un pájaro con cresta—. Os presento al sargento Heath, de laOrden de Clérigos.

El comandante asintió.—Por lo que veo, por fin llegan al

frente los caballeros sacerdotes.El sargento Heath hizo un saludo

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envarado.—Os pido perdón por la tardanza.

Os aseguro que no se debió a falta devoluntad por parte de mi compañía. ElConsejo de la Piedra Blanca reaccionócon mucha lentitud, pero este año ya hanpartido hacia vuestras costas místicos yCaballeros del Martín Pescador.

—Comprendo. Sir Templar meinformó de la reticencia por parte delord Liam y el resto del Consejo, así queverte aquí me complace doblemente. ¿Tucompañía es numerosa?

—Cuento con una docena desacerdotes, mi señor, y el mismo númerode acólitos. Ponemos nuestras espadas y

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nuestros hechizos al servicio de vuestracausa.

—Muy bien. —El señor mariscalhizo un gesto hacia las trincheras delenemigo—. Ahora cuéntame lo queplaneáis hacer con eso.

El campamento del ejército de laCorona ya estaba en movimiento unahora después de medianoche. Sinembargo, apenas se oían ruidos. Elcapitán Powell, junto con sus CaballerosLibres y los toneles de Compuesto, yahabía partido. En ese momento, elsargento Heath y sus sacerdotes salían

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con sigilo del puesto de mando einmediatamente después desaparecieronen la oscuridad completa que descendíatras la luna. Los caballeros sacerdotesvestían una capa de color marróngrisáceo y se habían teñido el rostro ylas manos del mismo color. De esamanera, cuando llegaran a las trincherasmás cercanas del enemigo, seríaninvisibles. Dejaron las armas y laarmadura en el campamento y avanzaroncon la cautela y el silencio como únicaprotección.

Después de una hora de cuidadosoavance, los místicos ya habían tomadoposición, apenas a decenas de pasos de

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las profundas y anchas trincheras delejército de Ankhar. Cada sacerdoteguerrero estaba solo y sabíaperfectamente lo que tenía que hacer.Todos aguardaban en silencio y,protegidos por el camuflaje,permanecían invisibles a los ojos de loscentinelas enemigos.

El propio Heath se arrodilló delantede la parte más ancha de la trinchera.Apenas se atrevía a respirar, mientrasobservaba las sombras de los goblins ylos ogros que caminaban pesadamentede un lado a otro, por detrás de la zanja.Esperó, bien pegado al suelo, hasta queestuvo seguro de que todos sus hombres

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estaban listos.La noche los envolvía con su negrura

impenetrable cuando el caballerosacerdote se puso de rodillas. Sosteníaun puñado de barro y recitó una oración,y un ruego, a Kiri-Jolith. Apretó el barrohasta formar un terrón. Sintió lapresencia de su dios, que le respondía, yse levantó con un movimiento ágil. Gritólas palabras finales del hechizo y lanzóel terrón de tierra a la trinchera.

A lo largo de toda la fosa, loscaballeros clérigos llevaron a cabo lamisma magia con la arcilla. Las vocesrepentinas que recitaban el hechizoalertaron a los bárbaros defensores, que

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se lanzaron hacia el frente y clavaronlanzas y flechas en la oscuridad. Perolos misteriosos atacantes ya se habíanretirado.

Tras ellos dejaron el resultado de sumagia: veintidós puentes de tierra, quecruzaban la trinchera enemiga.

—¡Luz! —gritó el general Dayr cuandooyó las palabras culminantes del hechizode los clérigos—. ¡Sacad las antorchas!

De inmediato, se encendieron lasllamas de un centenar de barriles,dispuestos al frente de las tropas delcaballero, a lo largo de las líneas de

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avance de la caballería ligera delejército de la Corona. Las trescompañías de lanceros de Thelgaardesperaban en hileras, sobre sus monturasy listas para atacar en cuanto oyeran laseñal. Eran jinetes armados con largaslanzas, protegidos por armaduras ligerasy a lomos de caballos muy veloces. Peroaquella mañana sus armas seríandistintas.

Cada jinete llevaba varias antorchassecas en la mano. Cuando los barriles deaceite empezaron a arder, los caballosse lanzaron a la carrera y, haciendo galade gran destreza, pasaron muy cerca delfuego. A medida que pasaban los

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caballeros sumergían el extremo de lasantorchas en el aceite. El material secoprendía de inmediato. Sin vacilar, losjinetes espoleaban sus caballos algalope. Una luz misteriosa iluminaba laslíneas de caballería. Las luces seagitaban y balanceaban sobre lascabezas de los caballeros. Las columnasse dirigían directamente al campamentoenemigo.

Unos momentos antes, las tropas deAnkhar paseaban despreocupadamentedetrás de las profundas trincheras. Perode repente los acontecimientos habíandado un giro inesperado y delante deellos había dos docenas de puentes de

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tierra, conjurados mágicamente paracruzar la zanja. Los ogros gritaban yrugían a los goblins, mientras loscombatientes más menudos corrían paracoger las armas y posicionarse en eldesembocadero de cada puente. Enalgún lugar, en la retaguardia delcampamento, se oyó un cuerno, unallamada solitaria a las armas.

Pero los jinetes humanos ya corríanpara enfrentarse a los defensores delcampamento. Los lanceros de Thelgaardse abalanzaron por los puentes mágicosy cargaron contra los soldados, queintentaban cerrarles el paso en mediodel caos más absoluto. Los hombres

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gritaban y alejaban a los goblinsmediante el sencillo método de agitarlas antorchas a derecha e izquierda.Algunos las lanzaban a las tiendas demando o prendían fuego a las cajas y losbarriles de provisiones, que seamontonaban sin orden aquí y allá.Mientras, otros atacantes continuaban lacarga. Cruzaban el campamento a todacarrera, hacia las grandes máquinas deguerra que se alineaban en la retaguardiadel ejército de Ankhar.

Un capitán humano vociferabaórdenes a la cabeza de una pequeñacompañía de hombres, antiguoscaballeros negros, para oponer

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resistencia a la carga de los jinetes. Enmedio de aquella confusión, lossoldados no tuvieron tiempo paraarmarse bien. Apenas fueron unobstáculo para los caballos, lanzados ala carrera. Nuevas llamas iluminaron elinminente y gélido amanecer cuandovarios barriles de aceite prendieron porcompleto. El líquido derramado por elsuelo iba incendiándose a medida queavanzaba.

El general Dayr, erguido sobre sumontura, observaba el combate inicialcon satisfacción. La última línea decaballería ligera apenas había cruzadolos puentes cuando gritó la siguiente

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orden:—¡Hacheros de Kaolyn, en marcha!Los valientes enanos de la unidad

pesada de infantería comenzaron aavanzar al ritmo constante de un tambor.Se trataba del Primer Regimiento deHacheros, uno de los tres que servían enel ejército del señor mariscal. Habíanbajado de las montañas de Garner pordos razones: porque los ogros y losgoblins de la horda de Ankhar eran susenemigos desde tiempos inmemoriales yporque recibían una buena paga porluchar. Combatían con la tenacidad delmás aguerrido caballero. Con suspiernas cortas y musculosas, protegidos

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por resistentes armaduras de malla yescudos, blandiendo las afiladas hachas,conformaban una magnífica unidad deavance en el campo de batalla.

Los enanos avanzaba en filas de ados. Cruzaron los puentesinmediatamente después del último delos lanceros. Los enanos de túnica negrase colocaron en un semicírculodefensivo alrededor del final de cadapuente de tierra. La mera presencia delos enanos, bien plantados ybalanceando las hachas, fue suficientepor el momento para mantener a raya agoblins y ogros, que apenas sabían loque era la disciplina.

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Al mismo tiempo, los jinetes másalejados seguían galopando entre lasmáquinas de guerra de las bateríasenemigas. Unos arrojaban las antorchasa los montones de heno que rodeaban laposición, mientras los demásdesmontaban para acercar las llamas ala estructura de las catapultas, lasbalistas y los trabucos. La madera secaprendió en seguida y las llamas sealzaron hacia el cielo. Alrededor de lascatapultas había mucho aceite preparadopara encender los proyectiles cuando labatería entrara en acción. Los caballeroshicieron pedazos los tonelesrápidamente y el líquido también ardió.

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En medio de la noche se levantó unapared de llamas naranja.

Jaymes, el señor mariscal, ahorcajadas sobre su montura, estaba muycerca de la vanguardia del ejército de laCorona. Observaba el campamentoenemigo hasta que, por fin, divisó alcomandante de los goblins entre lasllamas.

Ankhar, el semigigante, sobresalíauna cabeza por encima del más alto delos ogros. Pero había algo más en él quellamaba la atención, aparte de sutamaño. Su voz era un rugido queacallaba el retumbar de un trueno,mientras reunía a sus desorientadas

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fuerzas y reprendía a las tropas enretirada. Ankhar levantó un brazo, quemás bien parecía la rama de unpoderoso roble. Sobre su cabeza agitó elpuño, símbolo perfecto de la fuerza desu ejército.

De la garganta de los goblins, losogros y los mercenarios brotó un aullidoensordecedor. Se reunieron para elcontraataque, se abalanzaron sobre losenanos que protegían los puentesmágicos y corrieron hacia los jinetes dela caballería ligera, que habíanprovocado tal caos en el campamento.Los goblins, entre aullidos y gritos, selanzaban sobre las hachas de los enanos.

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Los ogros rugían y balanceaban enormesmazas, mientras echaban a correr haciala infantería pesada de Kaolyn.

Agotadas las antorchas, los lancerosde Thelgaard desenvainaron lasespadas. Muchos se limitaron aapartarse del camino de las tropasenemigas, guiando a sus caballos haciala parte posterior del campamentoenemigo. Los lobos warg se lanzaron ensu persecución entre ladridos. Algunosde aquellos voraces caninos llevabangoblins como jinetes, mientras que otroschillaban y aullaban, impulsados por lased de sangre. Sin embargo, los caballoseran demasiado veloces y lo único que

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lograron los lobos fue perseguirlos porlas llanuras, alejarse del campamento,de la batalla y de los momentos másdecisivos del día.

El sol todavía no había salido, pero porel este el cielo era como una ampliasábana de color azul claro, iluminada enel horizonte por los primeros rayos deldía. Las hogueras seguían ardiendo portodo el campamento de Ankhar, pero yano eran como faros en la noche. En vezde eso, escupían columnas de humooscuro al cielo. Cada pira señalaba lasruinas de alguna parte del campamento

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enemigo.Jaymes se volvió hacia el general

Dayr con una orden a punto de salir desu boca, pero el general al frente delejército de la Corona ya estaba gritandoa sus capitanes:

—¡Jinetes Blancos, a la carga!Entonces, avanzó la caballería

pesada, en filas más apretadas que loslanceros de Thelgaard. Los jinetesBlancos formaban las tropas de asaltodel ejército de la Corona. Protegidoscon armaduras y escudos, montaban unoscorceles enormes y peludos que sealzaban por encima de todas las demáscriaturas del campo de batalla.

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Resonaron las trompetas, marcando elritmo de cada compañía, que acelerabapor momentos.

Al oír los cuernos y sentir la pesadacadencia de los enormes cascos, losenanos que protegían los puentes seapartaron rápidamente a un lado, y asílos caballeros pudieron pasar sin perderun instante.

Una compañía de guerreros humanosde Ankhar trató de ofrecer resistenciacerca del barranco del río, pero cayeronen la primera carga de los JinetesBlancos. Los escudos se partían bajo loscascos, las picas y los astiles de laslanzas se rompían en dos. El pequeño

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grupo de defensores fue retrocediendo,hasta que cayó el último de ellos.

La mayor parte del ejército deAnkhar logró huir. Pasaron junto a losrestos chamuscados de lo que había sidosu artillería y se apresuraron hacia elsur, a lo largo de la orilla del Vingaard.Trescientos ogros formaron un cuadradoen medio del caos. Alrededor, las tropasde la horda retrocedían; en algunoscasos con orden, en otros era unaauténtica estampida.

Las compañías independientes deJinetes Blancos retrocedieron. Loscaballeros se bajaron las viseras yecharon mano a cuanta lanza había

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sobrevivido a la refriega o blandían lasespadas pesadas y sangrientas.Únicamente los ogros esperaban elataque de los Caballeros de la Corona,el último de la batalla. Una vez más,resonó el entrechocar del acero contra elacero, que se mezclaba con los relinchosde los caballos heridos y los gritos delos ogros y los hombres moribundos.

Cuando, por fin, el último de losjinetes se alejó pesadamente, noquedaba en pie ni un solo ogro.

—Hemos traspasado el flanco, mi señor—informó el general Dayr. El caballero

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trataba de mantener la compostura, perosu mirada delataba la euforia de lavictoria en el campo de batalla,confirmada por la breve sonrisa quedescubría sus dientes.

—Huyen hacia los vados, al sur deaquí.

—Buen trabajo, general —contestóJaymes, haciendo un gesto hacia laestela de humo que marcaba la retiradadel enemigo—. Por ahora los dejaremosir. Ordena que se ocupen de los heridos.

—Los clérigos ya se han puesto aello, junto con los otros curanderos. Noqueda más que un último escollo porsalvar.

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El señor mariscal enarcó una ceja,se quedó pensando un momento y luegoasintió.

—¿La compañía del barranco, en elrío?

—Sí, mi señor. He enviado variosexploradores para que me informen dela situación, pero parece que nuestroshombres no podrán salir con garantíasde seguridad. Ankhar ha dejado ogrossuficientes para que los sepulten bajopiedras si intentan el más levemovimiento.

—Entiendo. Vayamos a echar unvistazo —concedió el señor mariscal.

Arreó la yegua en los flancos y,

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acompañado únicamente por las dosdocenas de Caballeros Libres deCaergoth, partió para inspeccionar elcampo de batalla.

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2Doble traición

Los dos ejércitos, como luchadoresexhaustos, se habían alejado y yacían sinfuerzas, intentando recuperar el aliento,deseosos de un buen trago refrescante.La extensión que había alrededor de losestrechos ya no era un lugar para losvivos, sino para los muertos y loscondenados.

Hasta el último momento, hombres ymonstruos habían hecho lo que debían.Allí estaba la prueba, señalada por el

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vuelo de los buitres y los cuervos, quedescribían círculos en el cielo. Loscarroñeros descendían como macabroscopos de nieve negros y se posabanentre las formas inánimes, quesalpicaban una milla o más de terreno,justo al oeste del profundo barranco.Aquí y allá se distinguía la forma de unamáquina de guerra, una catapulta o unabalista, apenas reconocible bajo elhollín y las cenizas que cubrían lamadera calcinada. Eso era todo lo quequedaba de aquellas máquinas mortales.Todavía subían al cielo las columnas dehumo de las hogueras. Varios barriles deaceite se habían resquebrajado y el

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líquido empapaba la tierra árida. Lasllamas quemaban la misma llanura,como si quisieran marcar aquel lugarcon una nube espesa de humo negro, laúnica que ensuciaba el cielo azul.

Cerca de allí yacían más de uncentenar de caballos muertos, unmagnífico banquete para los animalescarroñeros. Entre los animales, con lasantaño magníficas sillas de montar einsignias destrozadas, se repartían loscadáveres de muchos goblins y unoscuantos ogros. Ellos eran la prueba deque, por fin, habían logrado traspasar lahorda de Ankhar. También habían sidomuchos los caballeros que habían

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perdido la vida, pero sus cadáveres noyacían allí. Los humanos, a diferencia delos bárbaros que formaban la horda delsemigigante, recogían a sus muertos yles daban sepultura o los incineraban.

El silencio se había posado sobre elcampo de batalla, en el que apenas unashoras antes se oía el entrechocar delacero y los gritos de dolor y de triunfo.No obstante, si alguien se hubieradetenido a escuchar cuidadosamente,habría descubierto un gemidopenetrante, casi lúgubre, que recorríaaquel lugar polvoriento azotado por elviento. De vez en cuando también sealzaban las protestas agudas de los

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pájaros, pues los cuervos tenían querendirse a los enormes picos y lasfuertes alas de los buitres. Los ansiososcuervos, a su vez, arrebataban lospreciados bocados a los carroñeros máspequeños. Aquellas aves de plumajenegro daban a la escena una pinceladade vida siniestra, un cierto movimientosobre la inmovilidad de los muertos.

Acompañado por las dos docenas deCaballeros Libres de Caergoth, Jaymescruzó el campo de batalla al paso,aunque su montura daba señales de granagitación. La yegua sacudió la cabeza yse apartó del cadáver de un ogro. Atiesólas orejas, aunque le temblaban.

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Los jinetes se abrieron camino entrelos despojos de la batalla, hasta llegaral borde del precipicio. Se asomaron ala profundidad del cañón, en el que lasaguas se agitaban y lamían las paredesdel angosto barranco. Con los ojosentrecerrados, el señor mariscal valoróla situación.

Junto al rápido, en una parte deterreno plano, se veía a las doscompañías de guerreros. Miraban la unahacia la otra, formadas en líneas, detrásde las lanzas y los escudos. Un grupoestaba compuesto por humanos, hombresataviados con armaduras de piel yyelmos metálicos, que se agrupaban

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alrededor de un estandarte con elsímbolo de la Corona. El otro estabaformado por goblins, desharrapadospero valientes, con capas de mucho peloy amenazadoras picas. El terreno en elque estaban ambas compañías era bajo,apenas a unos pies sobre el agua. El ríoque corría junto a ellas era de aguasinquietas y oscuras, que pasaban a granvelocidad. El saliente tal vez midieracuatrocientos metros de largo, pero notendría mucho más de un metro deancho. En la parte más alejada del aguase alzaba una pared vertical, de variosmetros, hacia la situación más ventajosasobre el río.

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Los guerreros que estaban en elbarranco parecían muy igualados. Talvez hubiera unos doscientos a cada lado,enfrentados en el breve saliente de tierrallana. Al primer vistazo, el caballero yasupo cómo habían llegado allí lascompañías. Los humanos habían bajadopor una quebrada, un camino por el quehabrían avanzado dificultosamente enfila de a uno. El sendero serpenteaba alo largo de más de una milla, hasta salirdel barranco. Los goblins habíandescendido por un camino estrechoexcavado en la misma pared delprecipicio. El sendero zigzagueaba hastaperderse de vista a la derecha del

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hombre, pero podía ver claramente lamitad inferior y supuso que continuaríahasta llegar a lo alto del peñasco, acierta distancia del barranco.

En la extensión sobre el barrancoapareció otra compañía de jinetes. Loscaballos trotaban alrededor de lacolumna de humo que señalaba lahoguera de aceite. Serían una docena dehombres, muchos cubiertos con unaarmadura completa de reluciente acero.Uno de ellos, un heraldo, sostenía en loalto un estandarte en el que ondeaba,orgulloso, un pendón: una corona blancasobre un fondo negro. Se correspondíacon el símbolo que mostraba la

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compañía del río, aunque era mucho másgrande y más ornamentado, pues setrataba del pendón del general Dayr enpersona.

El general se separó de su séquitopara cabalgar solo hacia el hombre que,a horcajadas sobre el caballo, seasomaba al borde del precipicio. Laescolta de Caballeros Libres se retiró auna distancia prudente, para que los doscomandantes pudieran hablar enprivado.

—Mi señor mariscal —dijo Dayr alllegar junto a Jaymes—, espero queestéis satisfecho con el resultado denuestra victoria.

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—Lo estoy, general —respondió elmariscal—. Hemos traspasado las líneasde Ankhar por el norte. Supongo que, eneste mismo momento, está llevando elgrueso de su ejército a la parte orientaldel río.

—Así es. Pero hay una novedad.Uno de sus hombres, un sargento de loscaballeros negros, ha avanzadoondeando una bandera de tregua. Diceque Ankhar en persona quiereintercambiar unas palabras con el oficialal mando.

—¿El semigigante está dispuesto aexponerse de esa manera? —preguntó elmariscal.

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El general asintió.—Dice que vendría solo para

encontrarse con un único humano en esalengua de tierra, sobre el río. Hay unpequeño barranco, de unos diez pasosde ancho, que separaría a los doslíderes. Por supuesto, yo estoy más quedispuesto a ir, mariscal Jaymes, peropensé que debía daros la opción de servos mismo quien acudiera.

El jinete asintió.—Me gustaría mucho. Después de

dos años luchando contra ese bárbaro,me vendrá bien encontrármelo cara acara y tomarle la medida con mispropios ojos.

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—Como deseéis —repuso elgeneral.

—¿Cuál crees que puede ser lafinalidad del encuentro?

—Sospecho que intentará negociarla retirada mutua de las tropas que estánallí abajo, en el río. La batalla,evidentemente, ha terminado, perotodavía puede haber muchas bajas.Como veis, nuestros hombres, se trata dela Segunda Compañía de la División deVingaard, podrían intentar una retiradapor aquel barranco, pero un centenar deogros se ha apostado en lo alto. Sinuestras tropas tratan de retroceder,morirán aplastadas por las piedras que

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les lanzarán los ogros. Al mismo tiempo,los goblins de Ankhar también estánatrapados. Si huyen por el camino delbarranco, nuestros arqueros los tendránal alcance. En cualquier caso, esprobable que no escape más de unpuñado de guerreros de las tropasenemigas.

—Pero el ejército de Ankhar ya estáretirándose. Supongo que habrá unarazón por la que no podemos esperar sinmás a que se hayan ido y sacar a lacompañía cuando los ogros también sehayan marchado.

—Las lluvias, mi señor mariscal. Enlo alto de las montañas de Garner lleva

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días diluviando y el río está subiendocon cada hora que pasa. Si no sacamos alos hombres de allí, podemos olvidarnosdel asunto. Mañana por la mañana, todoshabrán muerto.

El mariscal asintió, observando denuevo la situación con sus ojospenetrantes. El risco, el río, el barrancoy el camino eran tal como el general lehabía descrito. Si no rescataban pronto alos hombres de la garganta, estabancondenados.

—Muy bien —dijo el mariscalJaymes Markham—. Envía un mensaje aAnkhar a través de su hombre. Dile queme encontraré con él.

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El semigigante era una criaturaimpresionante. Tenía casi dos veces laaltura del hombre que lo mirabaretadoramente desde el otro lado delpequeño barranco. Ankhar ibadesarmado, al igual que Jaymes. Aquellahabía sido una condición fundamentalpara el encuentro. No obstante, lospuños de la criatura ya parecían más quesuficientes para aplastar la cabeza de unhumano. Por si fuera poco, el ceño delbárbaro sugería que esa posibilidad leresultaba muy tentadora en aquelmomento.

Jaymes observó a aquel ser enorme

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que había sido su adversario durante losdos últimos años. La frente de Ankhar sealzaba sobre sus ojos como la escarpadapared de un precipicio, lo que acentuabasus rasgos de ogro. En comparación conel rostro descomunal, los ojos eranpequeños, pero en ellos brillaba unainteligencia fría y observadora. Elhombre sintió la desazonadora certezade que el semigigante estabaobservándolo con la misma curiosidadcon que él lo hacía.

—¿Te llaman el Caballero de laRosa? —preguntó el semigigante, conuna voz que recordaba al gruñido de unoso.

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—Así me llaman algunos, aunque yono he reclamado tal título.

—Luchas bajo la bandera blanca,con la Corona, la Espada y la Rosabordadas juntas. Eso me hace pensar quesí reclamas el título.

El hombre se encogió de hombros.—Puedes pensar lo que quieras. Yo

no veo ninguna bandera ondeando en tuejército, pero no por eso tus tropasdejan de derramar sangre.

La ancha boca del semigigante seabrió en una sonrisa cruel, quedescubrió sus colmillos.

—Han matado muchos hombres, ennombre de la Verdad. Yo soy la Verdad.

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Disfrutan bebiendo sangre humana,tomando las hembras humanas… ¡ymillas de tierras!

—Pero has tenido que renunciar amuchas tierras a lo largo del último año.Tres veces te has enfrentado a miejército y tres veces has sido derrotado.

Ankhar se encogió de hombros.—La guerra sigue. Muchos más

hombres morirán. Esa es la Verdad.—En este momento, lo que es

verdad es que tu compañía y la míaestán atrapadas en la orilla del río —apuntó Jaymes—. Si mantenemosnuestras posiciones, ningún grupo podráescapar. Si intentan llegar a tierras más

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altas, los dos perecerán a manos de lastropas posicionadas más arriba.

Ankhar lanzó un gruñido dedesprecio.

—Dejémoslos donde están.—¿No fuiste tú quien pidió que nos

encontráramos? ¿Cuál era tu propósito,entonces?

—Quizá quería poner un rostro a mienemigo —gruñó el semigigante—.Luchas bien…, para ser un humano.

—Lucho cuando debo luchar y,cuando lo hago, lo hago bien.

—Pronto te mataré. Por el momento,te veo ¡y te escupo!

—He oído que eres una criatura de

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las montañas —repuso Jaymes sininmutarse—. ¿Tus agentes no te hanhablado de las tormentas en lasmontañas de Garnet? Ha estadolloviendo mucho durante días. Losriachuelos y los arroyos bajan conmucha agua.

La prominente frente se arrugó unmomento, inmersa en la reflexión. SiAnkhar se sentía sorprendido por lo queacababa de decir Jaymes, no diomuestras de ello.

—¿Así que el río sube? ¿Todosnuestros hombres se ahogarán?

—Eso me parece —contestó Jaymes—. Prefiero que mis hombres mueran

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con honor y no que se ahoguen de formavergonzosa. Estoy dispuesto a dejar quetus tropas también vivan; es un tratojusto.

El semigigante carraspeó, giró lacabeza y lanzó un sonoro escupitajo.

—¿Un trato justo? ¿Para que tushombres puedan seguir tomando lasmontañas? ¿Para que echen a mi pueblode las praderas? ¿Para que lo masacren?—Su voz se había convertido en unladrido airado.

—No voy a disculparme por eso.Tampoco perderé el tiempo enumerandola lista de crímenes que ha cometido tupueblo, los agravios que nos han

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obligado a combatir contra vosotros.El semigigante rugió y, casi

inmediatamente después, se calmó.—¿Qué propones?—Ofrezco la retirada de mis

arqueros del borde del barranco, paraque tu compañía pueda subir por elcamino y unirse a tu ejército mientrascruza el río. A cambio, tus ogrosabandonarán su posición sobre elbarranco, para que mis hombres puedanescapar de la trampa mortal en la quepronto se convertirá el cañón.

Ankhar lo miró con ferocidad,volvió a escupir y lanzó un profundobramido. Finalmente, asintió.

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—Acordemos esta tregua. Nuestrosguerreros vivirán para luchar otro día.Estoy de acuerdo contigo. Los buenossoldados mueren en la batalla y noahogados en un río.

—Bien —contestó Jaymes, queobservó el rostro de Ankhar en busca deun rastro de traición o de sinceridad—.Entonces, yo también acepto esta tregua.—Levantó la vista hacia el cielo—. Yaha pasado el mediodía. La sombra delsol alcanzará la veta blanca de piedra, ala mitad dela pared del precipicio, enunas dos horas. ¿Acordamos que latregua empiece en ese momento?

—Sí. Y que dure hasta que atardezca

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en las llanuras. No habrá muertes en esetiempo.

—Muy bien —contestó el hombre,que asintió con aire pensativo—. Tusguerreros lucharon bien. Al final, sóloun fiero ataque de los caballeros logrótraspasar el frente.

—¡Bah! Mis Caballeros de laEspina no están aquí. Su magia habríaaplastado cualquier ataque, ¡habríamatado a tus soldaditos de juguete!

—Tal vez. Pero no lo hicieron.Jaymes se encogió de hombros,

como si aquello fuera algo sin apenasimportancia. No obstante, sabía que loque decía el semigigante era cierto. Los

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Caballeros de la Espina habían servidoa Mina y al Único en su campaña paraconquistar Ansalon. Eran unoshechiceros magníficos, entregados a lasartes oscuras para tener más poder. Enmás de una batalla su presencia habíaresultado decisiva, pero no eran muchos.Jaymes era perfectamente consciente deque aquellos poderosos hechicerospodrían haber cambiado el transcurso delas cosas y se alegraba de su ausencia enel campo de batalla.

—Me voy, para anunciar la tregua.Retiro mi compañía —dijo Ankhar—.La próxima vez, derramaremos nuestrasangre.

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—Así será —contestó el humano—.No te deseo suerte en ese lance.

El semigigante se rio. En lacarcajada se mezclaban de formaextraña la crueldad y el sentido delhumor.

—Te deseo suerte, para que lleguessano a ese día. Así podré ser yo mismoquien te mate.

—Sí, lo mismo te deseo a ti —repuso el mariscal, comandante de todoslos ejércitos de Solamnia.

Sin dejar de mirarse, los dos líderesempezaron a apartarse lentamente delborde de la hendidura. Jaymes llegó alfinal, tomó las bridas de la montura y

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saltó a la silla con agilidad. Mientras sealejaba a medio galope, volvió la vista yvio que el semigigante seguíaobservándolo con aquellos ojosdemasiado pequeños y demasiadointeligentes.

El soldado encargado de hacer lasseñales llamó la atención del capitán dela Segunda Compañía de la División deVingaard, la unidad atrapada en lacornisa junto al río. Ondeó las banderas,asomado al precipicio. Las órdenes eranclaras: «Preparaos para la retirada». Acontinuación: «Esperad la señal para

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cumplir la orden». Un simplemovimiento del pendón de la Corona dela compañía sirvió para indicar quehabían recibido y comprendido elmensaje.

El general Dayr y el mariscalJaymes se encontraban junto al caballeroque hacía las señales, observando lassombras que habían empezado adeslizarse por la pared del cañón. Uncuarto de hora más tarde,aproximadamente, llegarían a la veta depiedra blanca que señalaba el inicio dela tregua pactada. Llegó un explorador ylos dos comandantes se volvieron pararecibirlo.

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—Los ogros están retirándose delborde del precipicio —informó elhombre sin formalidades previas—. Yase han alejado más de una milla, ycuando dejé el lugar hace sólo unmomento, avanzaban a buen ritmo.

—¿Ya están lo suficientementelejos?

—Sí, mi señor. Los ogros ya nopueden alcanzar a los hombres de laDivisión de Vingaard.

—Parece que el bárbaro estámanteniendo su promesa —murmuróDayr, enarcando las cejas en un gesto depequeña sorpresa—. Hasta ahora noestaba demasiado seguro.

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Jaymes sacudió la cabeza con unmovimiento apenas perceptible.

—Yo estaba seguro de que retiraríaa los ogros. Pero todavía no estoyconvencido de que vaya a mantener supalabra.

—Y nuestros arqueros ya se hanretirado. No les dará tiempo a regresar asu posición si la compañía de Ankhar seda prisa.

—Estoy seguro de que saldrán deahí tan rápidamente como puedan —dijoel comandante del ejército.

Un momento después, la sombra delsol alcanzó la posición acordada.

Los dos hombres observaron cómo

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las compañías del río se alejaban una dela otra lentamente. Los humanos semovían hacia el extremo más bajo delestrecho cañón, mientras los goblins sedirigían al pie del sendero quezigzagueaba peligrosamente por la pareddel barranco. Habría unas trescientasyardas entre ellos cuando lasformaciones rompieron las filas yformaron estrechas columnas. Ambastomaron las rutas por las que seretirarían.

—Ahora llega el momento crucial—anunció Jaymes—. O tal vez deberíadecir de la Verdad.

—He oído que se llama a sí mismo

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de esa manera —comentó Dayr—.Aunque se les someta a losinterrogatorios más duros, sus guerrerosinsisten en que su general es la Verdad.

Durante varios minutos, la retiradase desarrolló sin incidentes. El últimoguerrero humano se adentró en el cañóny desapareció de la vista de los doscomandantes. En el otro extremo,todavía se veía a unos cuantos goblinssubiendo por el camino. La cabeza deaquella columna llegó al primerdesnivel y continuó ascendiendo.Desapareció un momento, pues elsendero pasaba por debajo de un anchosaliente de rugosa piedra caliza.

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—Cuando los bárbaros hayancruzado el río, ¿queréis que los persigahacia Dargaard? —preguntó Dayr, quese estremeció al pensar en aquellafortaleza oscura y maldita.

—No será necesario. Las tropas deAnkhar no se dirigirán a Dargaard —aseguró Jaymes.

—¿Eh? ¿Qué creéis que harán?—Se reunirán en la orilla este del

Vingaard, para mantenernos a raya,mientras Ankhar concentra toda sufuerza contra Solanthus —contestó elmariscal—. Ya ha llevado su ejércitocentral al oeste de esa fortaleza,mientras que la fuerza del sur vigila el

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territorio de las montañas de Garner.La ciudad de Solanthus llevaba dos

años bajo sitio, desde que la horda deAnkhar empezó sus correrías por lasllanuras, antes de que Jaymes Markhamtomara el mando del Ejército deSolamnia. Aunque la ciudad habíaresistido los escasos intentos de losbárbaros por derribar sus murallas,también estaba fuera del alcance de laayuda de las tropas y de las provisionesdel resto de Solamnia.

—Entonces, ¿creéis que volverá otravez a intentar conquistar Solanthus? —contestó Dayr, con cierta sorpresa—.Esas murallas se le han resistido durante

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más de dos años.—Sí, pero no ha lanzado ningún

ataque serio —respondió Jaymes—. Yahora lo hemos vencido en tres batallascruciales en campo abierto. Con cadafracaso, ha tenido que ceder una parte delas llanuras. Con Solanthus detrás,resistiéndose, es inevitable que vea queintentaremos romper el cerco si sigueperdiendo terreno.

—Entiendo que la situación escrítica en la ciudad —dijo el general—.Los clérigos no logran más que mantenerel nivel de alimentos y evitar lahambruna. No obstante, he oído que laduquesa está levantando el ánimo del

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pueblo y que no come más que loscomunes.

El señor mariscal hizo un gesto deasentimiento.

—Tiene una fortaleza de hierro, deeso no cabe duda.

Dayr asintió, con expresión dearrepentimiento.

—Cuando el duque Rathskell secasó con ella pensé que no era más quela típica cortesana, que sólo servía paralos asuntos de alcoba. Ahora él estámuerto y ella mantiene unida la ciudad.Sinceramente, estoy muy sorprendido.Tengo que reconocer que jamás penséque tuviera esa fortaleza.

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—Nadie lo pensaba —dijo Jaymes—. A veces, la adversidad saca lomejor de las personas.

A lo lejos sonó una trompeta y losdos hombres se volvieron rápidamente,pues aquella era la inconfundible señalde alarma. El general hizo una mueca,mientras que los labios del mariscal seconvirtieron en una fina línea de ira.

—¡Mentiroso! —masculló entredientes—. Así que, después de todo,aquel al que llaman la Verdad es unmentiroso.

—¡Pero sus ogros no han podidovolver al cañón! ¡Estaban muy lejos! —exclamó Dayr.

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Jaymes asintió y señaló hacia abajo,por donde se veía la columna de ogros amedio camino por el barranco,siguiendo el estrecho sendero. Pronto seperderían de vista, en cuanto dieran unacurva en la pared del cañón. Unmomento después, apareció elexplorador. Azuzaba su caballo, queechaba espumarajos por la boca, parallegar cuanto antes junto a los doscomandantes.

—¡Mis señores! —gritó. No dejó degalopar hasta llegar a su lado, cuando elcaballo sofrenado resbaló—. ¡Traición!Los Caballeros de la Espina de Ankhar,por lo menos uno, han aparecido en el

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barranco. Ha creado una columna de gasmortal que baja y se desliza por elcamino. Mata a todo aquel que quedaatrapado dentro. Los supervivientesestán huyendo hacia el río, pero la nubeavanza a gran velocidad. Parece quetodos están condenados sin remedio.

—¡Ese bastardo! —gruñó Dayr—.Deberíamos haber dejado a los arquerosen su posición. ¡Así habríamosliquidado a esos goblins y les habríamosenseñado cuáles son los frutos de latraición!

Jaymes no prestaba atención algeneral, sino que se dirigió al caballeroencargado de hacer las señales. Este

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escuchaba el informe del explorador conexpresión de asombro. Las banderasestaban cuidadosamente enroscadas asus pies.

—Levanta la bandera roja, ¡ahoramismo! —ordenó el mariscal conbrusquedad.

El hombre lo obedeció rápidamente.En ese momento, llegó otro explorador yconfirmó que los hombres de lacompañía atrapada estaban muriendoenvueltos en la nube mágica de gas. ElCaballero de la Espina, por supuesto, sehabía teletransportado de inmediato, porlo que no había manera de vengarse deaquel ser ruin. El señor mariscal no

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mostró reacción alguna al oír lasnoticias, ni siquiera cuando el generalcasi se echa a llorar de rabia yfrustración.

La bandera carmesí ondeó en elviento, izada por el caballero con unastil largo. La agitaba una y otra vez,como le había ordenado el mariscal, sinmás explicaciones. Dayr y los soldadosque estaban cerca lo observaban conimpaciencia, pero sabían que era mejorno preguntar a Jaymes de qué se trataba.Más abajo, el gas maligno, de coloramarillo verdoso, se filtraba desde elfondo del barranco. Ningún hombrepodría escapar de aquel corredor de la

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muerte.De repente, el risco que se alzaba

sobre los goblins saltó por los aires enuna nube de humo, fuego y piedras. Laenorme repisa de piedra se separó de lapared del cañón y se derrumbó sobre losguerreros indefensos. Algunos quedaronenterrados bajo las rocas, otrossiguieron el destino de las piedras yacabaron en el fondo del cañón. Pasaronvarios segundos antes de que el sonidode la explosión —una olaensordecedora que barrió el barrancocomo una tormenta imparable— llegaraa los hombres que lo observaban tododesde lo alto.

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—¿Colocasteis cargas allí? —pregunto Dayr, perplejo—. ¿Noconfiabais en la tregua?

El mariscal se encogió de hombros.—El capitán Powell se encargó de

todo. La bandera roja era la señal paraencender las mechas —contestó.

Los escombros seguían cayendo; unaavalancha de rocas, gravilla y polvoarrasaba el barranco y eliminaba a losgoblins que avanzaban por el camino. Laviolencia de la explosión fue tal que, enmuchos lugares, el propio camino fuearrancado de la pared. Durante muchotiempo quedó flotando una nube depolvo. No les dejaba ver, pero cuando

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empezó a posarse sobre el agua,pudieron comprobar que ni un sologuerrero enemigo había sobrevivido a laexplosión.

El general Dayr pensó en voz alta:—El polvo negro es muy valioso…

y su preparación siempre muy costosa.¿Habíais colocado los explosivos por siAnkhar nos traicionaba? ¿O… pensabaisencender las mechas pasara lo quepasara?

Jaymes lo miró. Su expresión erafría y carente de emoción.

—Esto es la guerra —repusosecamente—. Y el objetivo es matar alenemigo. Yo lo sé, y Ankhar lo sabe.

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Y la guerra no había acabado.

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3El ejército de Solamnia

Jaymes ordenó a su ejército queconcentrara las tres divisiones en elbanco oeste del Vingaard, al sur del granhorcajo, en el centro de las llanuras. Losgenerales se dispusieron a cumplir susórdenes, mientras él se ponía en marchaacompañado únicamente por las dosdocenas de Caballeros Libres de suguardia personal. El capitán Powellconocía lo suficiente a su comandante,por lo que, durante la mayor parte del

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tiempo, la escolta de caballeros semantuvo a varios cientos de yardas pordetrás de Jaymes. El grupo seguía losmeandros del poderoso río, para que elseñor mariscal pudiera disfrutar de unosdías de relativo descanso antes devolver a concentrarse en las dificultadesdel mando.

Por fin, dirigió su ruana al sur, conun destino bien marcado. La columna seapretó más. El mariscal pasó losprimeros piquetes del campamento delejército a unas diez millas del mismo.Aquellos veteranos exploradores, consus armaduras de piel y los caballos depatas largas, no se sorprendieron al ver

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a su líder galopando por la estepa a lacabeza de la pequeña compañía. Antesincluso de recibirlo en susdestacamentos, los exploradores yahabían enviado veloces mensajeros alcampamento principal para queinformaran de la llegada del señormariscal.

Jaymes no tardó en distinguir lavasta ciudad de tiendas de su ejército,dispuesta alrededor del campamento delos oficiales, en el que las siluetasmarrones, sin más ornamento, seelevaban entre las tiendas más bajas.Los corrales de los caballos eranpequeños y se repartían entre las

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unidades, para que las monturas siempreestuvieran cerca de sus jinetes. En laparte posterior se había establecido unpasto extenso, y bien vigilado, en el quehabía cientos de cabezas de ganado, yafueran animales de carga o futuroalimento.

Cuando los duques estaban al mandode aquellas tropas, las tiendas de losnobles eran inmensas y de vivoscolores. Las acompañaban losalojamientos de los sirvientes, loscortesanos y demás miembrosindispensables del séquito ducal.Convoyes larguísimos se dedicabanexclusivamente a objetos de lujo, como

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las cristalerías, los manteles de seda ylos tronos cubiertos de almohadones.Normalmente, se reservaba un espacioen el centro del campamento para que elejército formara y desfilara, y secelebraban torneos u otros tipos deentretenimiento.

Pero aquellos días pertenecían alpasado. Los oficiales, desde losgenerales hasta los capitanes de lospelotones, se alojaban en tiendas igualesa todas las demás, hechas de la mismalona. Únicamente eran un poco másgrandes que las de las tropas comunes,lo justo para que cupieran las mesas delos mapas, los pergaminos y las

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herramientas de escritura. Quizá esohacía que fuera difícil reconocerlas,pero también era difícil para losenemigos descubrir dónde seencontraban los líderes más importantesdel Ejército de Solamnia. Otra ventajaañadida era que los soldados rasosveían que los oficiales compartían suscondiciones de vida, y eso les levantabael ánimo.

El señor mariscal Jaymes habíanombrado a sus oficiales basándose enla destreza militar que habíandemostrado, no por ningún capricho denacimiento. Era cierto que los tresgenerales de su ejército —Dayr de la

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Corona, Marckus de la Rosa y Rankin dela Espada— ya habían sido capitanesbajo el mandato de los duques. Sinembargo, los tres habían demostrado enel campo de batalla que tenían grandescualidades y eran dignos de confianza.Todos ellos merecían la responsabilidadque conllevaba su cargo.

El rango de señor mariscal eranuevo hasta entonces para la jerarquíamilitar solámnica. Jaymes lo habíacreado para sí mismo cuando le habíanentregado el mando total dos años antes.En aquel momento, su firme liderazgo,así como su descubrimiento del polvonegro, habían salvado a Solamnia de la

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horda de Ankhar. Después de que estafuera detenida cuando estaba a punto deatacar Caergoth, los nobles no habíantenido más remedio que premiar a susalvador con el mando supremo. En losaños que habían pasado desde entonces,Jaymes había obligado a los invasores aretroceder lentamente. Había liberadoThelgaard y Garnet, y había logradoexpulsar al enemigo de la orilla oestedel Vingaard.

Muchos de los hombres seguíanrefiriéndose a Jaymes como elCaballero de la Rosa, y él aceptaba esetítulo honorífico cuando se lo daban.Otros lo llamaban el Caballero sin

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Escudo. Eso se debía a que, aunque ensu pendón se combinaban los elementosde las tres órdenes de caballería, a él legustaba cabalgar con su poncho de lanaliso, sin ningún tipo de blasón.

A lomos de su ruana, que caminabaal paso, Jaymes llegó a las afueras delcampamento. Allí estaban los piqueros ylos arqueros que podían formas filas encuestión de segundos, para defender elperímetro, mientras los caballeros, consus complicados avíos, se preparaban así mismos y a sus caballos, antes deprestar sus refuerzos. Muchos loreconocían cuando pasaba, y Jaymesaceptaba sus saludos y vítores con un

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gracioso gesto de asentimiento a derechae izquierda, o saludando con la mano aun hombre o una compañía de especialimportancia.

Muchos de aquellos hombres habíanentregado gloriosas victorias a sumariscal. Los piqueros de Vingaard,leñadores de las montañas que blandíanlos largos astiles de madera con unadisciplina intachable, solían ser los quelideraban el ataque. Más de una carga degoblins sobre lomos de wargs habíapodido aniquilarse gracias a su valentía.Los tres ejércitos contaban con unregimiento de piqueros.

En ese momento, Jaymes pasaba

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junto a los Arcos de la costa del sur,magníficos arqueros que provenían delotro lado del Nuevo Mar. Los enanos delos Hacheros de Kaolyn, que no sequedaban atrás en coraje, alzaron suspicheles coronados de espuma ybrindaron alegremente por sucomandante, quien declinó de inmediatola invitación a detenerse junto a sushogueras para compartir un trago o dos.

A medida que se extendía la noticiade su llegada, muchos hombres acudíandesde los otros campamentos paraunirse a los vítores. Jaymes avanzó hastael centro del gran campamento, donde seencontraban la mayoría de los

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caballeros. Aunque eran la espina dorsaldel ejército solámnico, en realidad loscaballeros no suponían más que unpequeño porcentaje de las tropas. Eranlos Picas quienes formaban las líneas debatalla, los Arcos quienes los cubrían yla infantería pesada de los enanos la queformaba los cuadrados que resistíancualquier ataque. Sólo entonces, losveloces y poderosos caballeros podíanluchar con toda su grandeza.

El mariscal se detuvo a saludarpersonalmente a algunos de loscaballeros. Se inclinó para estrechar lamano de varios Escudos de Acero deCaergoth a su paso. Aquellos eran los

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Caballeros de la Rosa que habíancombatido el día en que Jaymes atacópor primera vez al norte del río Garner.En aquella batalla habían obligado aretroceder al ejército de Ankhar de laposición que el semigigante defendíadesde hacía seis meses, después de suprimera y triunfal campaña. Luegollegaron los valientes veteranos delRegimiento de Nueva Creación, losCaballeros de la Espada que eranoriginarios dela sitiada Solanthus.Habían jurado que liderarían el asaltoque liberara a la ciudad cercada. Justodetrás de ellos, en posición de firmescon sus corceles blancos como la nieve,

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se encontraban los Caballeros de laCorona de los Jinetes Blancos. Era launidad que había vencido a los ogros deAnkhar tan poco tiempo atrás y, de esamanera, había abierto el camino paraque fuera posible tal concentración defuerzas.

En total, se habían congregado másde doce mil hombres, y el comandantedel ejército no pudo evitar sentirsesatisfecho ante la vista de aquel ejército.Sus tres generales lo esperaban en elcentro del campamento. Desmontó ydejó que varios jóvenes escuderos,ansiosos por servirle, se llevaran suyegua para cepillarla. Se estiró, para

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aliviar los dolores de espalda yhombros después de cuatro días decabalgada. Se acercó a los generales,que estaban junto a una pequeñahoguera, y se sentó en un taburetepequeño.

—¿Alguna noticia urgente? —preguntó Jaymes.

El general Rankin hizo las veces deportavoz.

—Ninguna noticia de Palanthas, nide Compuesto, mi señor.

—El regente Du Chagne sigueprefiriendo que su propia legióndefienda la ciudad, ¿verdad? —inquirióel mariscal, sacudiendo la cabeza.

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—Quizá esté más preocupado porvos que por Ankhar —sugirió el generalDayr.

Jaymes esbozó una sonrisa forzada.—Seguramente debería estar

preocupado por mí. Pero ahora mismono tengo tiempo para eso. Debemosconcentrarnos en Solanthus y tenemosque planear qué hacemos con las fuerzasque ya tenemos desplegadas.

—Eso nos llevará bastante trabajo—comentó sir Marckus Haum, elgeneral de la Rosa.

Era un resuelto veterano, con unbigote impresionante, que había vuelto aunirse al ejército durante el invierno,

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después de sobrevivir milagrosamente aun ataque. Entre los tres, Jaymes loconsideraba el comandante de campomás capaz y de más confianza.

—Nuestras fuerzas estándesplegadas a lo largo de diez millasdesde donde nos encontramos, ¡listas eimpacientes por acudir a dondeordenéis, mi señor mariscal!

Jaymes asintió.—¿Alguna novedad en los pasos?

Supongo que Ankhar los tiene bienvigilados.

—Sí, señor —confirmó Dayr conexpresión taciturna—. Ha apostadopiquetes a cien millas al norte y al sur

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de aquí, con fuertes destacamentos encada vado.

—Intentamos acercarnos con botes,como ordenasteis —explicó el generalRankin—. Enviamos trescientosexploradores, todos ellos voluntarios,por la parte más ancha del Vingaard, aunas veinte millas río abajo. Esasbestias de Ankhar esperaron hasta quelos botes casi habían llegado a la orilla,y entonces esos malditos ogros losbombardearon con piedras. La mayoríade los botes se hundieron y sólo ochentahombres lograron volver vivos a estaorilla.

—Como era de esperar —repuso

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Jaymes.En realidad, siempre había pensado

que el resultado de aquel experimentosería desastroso, pero no le quedabamás remedio que probar la táctica. Lapérdida de tantos hombres era un altoprecio, pero debía pagarlo a cambio deconocer mejor a su enemigo.

—¿Ha llegado alguna noticia deSolanthus?

—El último mensajero que logrócruzar el cerco llegó hace un mes.Hemos intentado enviar algunoshombres al otro lado de las murallas,pero los escasos informes que llegan, através de palomas mensajeras de la

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ciudad, indican que ninguno lo haconseguido. Hay una nube de magia queenvuelve la ciudad, sin duda provenientede la Aguja Hendida. Si bien neutralizanuestros esfuerzos, asimismo es una granventaja, pues no cabe duda de quetambién protege la ciudad contra lamagia de los Caballeros de la Espina deAnkhar.

—Así que Solanthus todavía resiste.Los informes aseguran que se mantienenla disciplina y la moral, mi señor, perola falta de alimentos está convirtiéndoseen el peor de sus males. La mayor partede la comida se destina a los guerreros,por supuesto, por lo que los ciudadanos

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son los que más están sufriendo. Dentrode no mucho tiempo, los más jóvenes ylos más ancianos empezarán a morir dehambre.

—¿Y la duquesa?—Ruega que los ayudemos cuanto

antes mejor. Pero también promete queresistirá hasta que acabemos con el sitio—contestó Rankin—. Estácomportándose como una auténticavaliente, aunque… En fin…, cuando secasó con el duque Rathskell, todosdimos por ciertas algunas cosas queestán resultando no serlo. Por todos losdioses, ahora mis hombres y yo mismola respetamos. ¡Deberíamos estar allí

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con ella!Durante muchos años, Rankin había

sido el capitán a cargo del ejército delduque. Al morir Rathskell, habíaconservado su puesto, pero seencontraba fuera de la ciudad, con susfuerzas movilizadas, cuando Solanthuscayó en el cerco. Al solámnico se lehabían humedecido los ojos y se lehabía desgarrado la voz, pues eraevidente la fuerza con la que deseabaregresar a su ciudad y luchar por suliberación.

Ni el rostro ni la voz de Jaymesdelataban demasiada emoción.

—Los talentos de la duquesa no se

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limitan al dormitorio, ¿eso queríasdecir? —preguntó. Rankin enrojeció unpoco y asintió.

—He de admitir que juzgue mal auna gran dama, mi señor.

—Me temo que todos hicimos elmismo juicio —apuntó Dayrrápidamente, al rescate de Rankin—.Pero es un caballero mejor de lo que lofue nunca su difunto esposo.

—Así es. —El mariscal asintió,pensando algo para sus adentros.

—Sea como sea, ¡rathskell puedepudrirse! —exclamó Marckus con rabia.

Todos los generales sabían que elduque Rathskell había encontrado la

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muerte en la espada de JaymesMarkham, pero ninguno veía lanecesidad de mencionarlo. Tampocopensaban nombrar el tesoro en gemasque había desaparecido después de lamuerte del duque, aunque no podían másque sospechar que esas piedraspreciosas eran las que pagaban las carasy misteriosas operaciones que teníanlugar en el lejano Compuesto.

—Ruego que me disculpen, misseñores.

Levantaron la vista y vieron quequien se acercaba era un caballerojoven, un oficial bien rasurado quevestía una túnica blanca, adornada con

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unos pequeños símbolos de la Corona,la Rosa y la Espada.

—¿Sir Templar? Por favor, únete anosotros —ofreció Jaymes.

—Muchas gracias, mi señormariscal. Bienvenido seáis. Mecomplace ver que Kiri-Jolith os habendecido con un regreso seguro.

—Bueno, no me puso demasiadosobstáculos en el camino y le estoyagradecido por eso —contestó Jaymes—. ¿Qué podemos hacer por ti?

Templar era un caballero sacerdote,un clérigo como el sargento Heath.Formaba parte de esos nuevos guerrerosreligiosos que habían empezado a unirse

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a las filas de los solámnicos durante lasúltimas campañas de la Guerra de losEspíritus. Después de que desaparecieraPaladine, el tradicional dios supremo delas órdenes de caballería, los clérigosse habían esforzado para resucitar la feentre las tropas. Algunos adoraban condevoción al dios de los mercaderes,Shinare, mientras que muchos otros,entre ellos Templar, eran fielesseguidores de Kiri-Jolith el Justo.

—Bien, mi señor…, se trata de losenanos. Tenemos muchos sacerdotesbuenos y firmes entre sus filas y estánesforzándose al máximo. Es que…

—Dilo. ¡Suéltalo, hombre! —lo

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alentó Dayr.—Bueno, es que los enanos se

niegan a aceptar el Código. Sirven enlas filas del ejército solámnico, ¡pero seniegan a pronunciar las palabras queexpresan su compromiso con todas lascausas de los caballeros!

—Al fin y al cabo, no son caballeros—dijo Jaymes—. No es necesario queacepten el Código. Y parece que lainsistencia en doblegarlos para queabracen esa causa sólo logrará alejarlos.A lo largo de mi vida he conocido jamásde un enano, y todos son tozudos comomulas. Pero también muy honrados, a sumanera.

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—¡Esa no es la cuestión! —protestóel sacerdote.

Dayr y Marckus se lanzaron miradasnerviosas. Ni siquiera los generales derango más alto se atrevían a contradecirtan rápida y directamente al comandantedel ejército.

—Cálmate, compañero —intervinoMarckus con severidad. Se aclaró lagarganta—. Recuerda tu posición. Es alseñor mariscal a quien estásdirigiéndote.

—¡Lo sé! —repuso Templar condesdén—. Pero es un asunto que debesolucionarse. Hasta ahora este ejércitoha sido bendecido con gloriosas

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victorias, ¡los dioses nos han sonreído!Pero si no nos tomamos esa obligaciónen serio, ¿quién sabe cuánto tardarán losdioses en abandonarnos a nuestrasuerte?

—¿A qué obligación, exactamente,te refieres? —preguntó Jaymes con vozsuave.

—¡La obligación con el gran legadode Solamnia, por supuesto! Con VinasSolamnus, ¡que forjó un imperio con losreinos divididos! ¡Y con los nobles quehan conservado su legado a lo largo delos siglos!

—¿Los nobles como el duqueWalker de Caergoth? ¿Aquel que mató a

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su propia esposa para satisfacer suambición? ¿Aquel que traicionó a losdemás duques y dejó que cientos,incluso miles, de hombres valientesmurieran porque no quería gastar sufortuna y era demasiado cobarde paraabandonar la protección de las murallasde su ciudad? ¿A ese legado es al que terefieres? —Jaymes alzó la voz.

—¡Sí! Quiero decir, no, no a esaparte del carácter de Walker. Sin duda,cometió errores, ¡pero el Príncipe de lasMentiras lo había corrompido! ¡FueHiddukel quien lo apartó del camino dela virtud!

—Pero él aceptó el Código, ¿no es

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así? De hecho, él mismo se loadministró a innumerables reclutas, abuenos hombres que se convirtieron encaballeros.

—¡Sí, exactamente! Era el Código…Lo que quiero decir… ¡es que esimportante! Es necesario proteger elCódigo y promoverlo siempre quepodamos. Seguro que lo comprendéis.

Jaymes asintió y esperó un momentoantes de responder.

—Sí, el Código es importantecuando se dirige a alguien que cree en loque está jurando. Y así debe ser en elEjército de Solamnia. Puedes enseñar alos hombres, y a los enanos, el Código y

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la Medida y el legado de VinasSolamnus. Pero no se obligará a nadieque lo jure y ningún soldado de esteejército será criticado ni arengado porno compartir su credo.

—Pero…—Hijo, creo que el señor mariscal

ya ha dejado claros sus deseos. Graciaspor compartir con nosotros tuspreocupaciones —intervino Dayrbruscamente.

Por fin, Templar se dio cuenta de lasituación. Parecía abatido al levantarse,pero hizo una reverencia con forzadaformalidad y dedicó un saludo a loscomandantes.

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—Gracias, mis señores, porescucharme —dijo, antes de darsemedia vuelta y perderse, tristemente, enla oscuridad.

El palacio del señor regente dominabala ciudad de Palanthas y la hermosabahía de Branchala, con sus aguasprofundas. Se encontraba en un lugarestratégico, en lo alto de una montañafuera de las murallas de la ciudad. Laverdad era que ya no podía decirse queesas murallas contuvieran la vibrantemetrópolis. La mayor parte de lamagnífica ciudad crecía fuera del anillo

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de la antigua fortificación. En esosnuevos barrios se encontraban lasgrandiosas mansiones de los nobles, asícomo los establos y los corrales queabastecían el animado comercio quedaba de comer a la mayoría de losciudadanos. Los mercados, los artesanosy los talleres se alineaban a lo largo dela avenida principal, que conducía alcentro de la urbe.

En los salones del palacio, a aquellaprimera hora de la tarde, un nobleelegantemente vestido se dirigía al salóndel regente, con expresión de evidentesatisfacción. Cuando llegó ante la sala ylo recibieron, en su rostro ya lucía una

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ancha sonrisa.—Os agradezco vuestra mediación,

mi señor —dijo el noble—. Vuestra hijaha consentido en acompañarme al Bailede los Nobles del mes próximo.

—¡Ah!, lord Frankish. Bien. Sabíaque aceptaría —contestó el señorregente Bakkard du Chagne.

El regente era un hombre bajo ygordinflón. Apenas unos cabellos ralosle cubrían la calva. No obstante, suvisita, al igual que la mayoría de loshabitantes de la ciudad, sabía que suaspecto humilde no se correspondía conla realidad. Du Chagne era el hombremás poderoso de Palanthas,

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descendiente de un antiguo linaje degobernadores que había ostentado elpoder en la ciudad desde que la línea decaballeros solámnicos había llegado asu fin. Su influencia y su fortunabastaban para intimidar a los demáspoderosos de Solamnia. Una notableexcepción a la regla era el señormariscal Jaymes Markham.

—De hecho —prosiguió el regente,bajando la voz con aire conspirador—,yo mismo la animé a que se te mostrarareceptiva. Necesita a alguien como tú,un hombre de buena posición y lealtadimpecable, para que guíe su futuro.

Lord Frankish era uno de los nobles

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más ricos del norte de Ansalon y esehecho también era un factor muyimportante para ganar el favor del señorregente. Sin embargo, ninguno de los doshombres sentía la necesidad de expresartal circunstancia en voz alta. Además,Frankish era el general al mando de laLegión de Palanthas. Esa fuerza,numerosa, bien instruida y equipada, sehabía convertido en el ejército personaldel señor regente poco después de lacaída de Mina y los caballeros negros.

En ese momento, lord Frankish sepercató de que en el salón había otrosdos hombres. Uno de ellos era el clérigoinquisidor Frost, un religioso alto y

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adusto, mientras que el otro era sirRussel Moorvan, hechicero y Caballerodel Martín Pescador de Solamnia.

—Señores —dijo Frankish, antes deinclinarse educadamente.

Frankish era un hombre de acción,un magnífico espadachín y jinete, perosabía que aquellos hombres eranconsejeros políticos y que el señorregente los tenía en gran estima.

—Estamos discutiendo la situaciónen las llanuras —explicó Du Chagne— ynos encantaría que te unieras a nosotros.

Frankish era perfectamenteconsciente de que «las llanuras»significaba el señor mariscal Jaymes

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Markham. Los cuatro hombrescoincidían en su firme creencia de queese comandante advenedizo —¡uncomún!— era un problema del que ya nopodían seguir haciendo caso omiso.Mientras el ejército estuviera ocupadocombatiendo contra los bárbaros deAnkhar, cabía la esperanza de que semantuviera alejado de la granmetrópolis. Pero en cuanto la campañaterminara, sería inevitable que partierahacia Palanthas y ofreciera a la ciudadsu aclamada protección.

—Su campaña es muy cara —comentó el inquisidor—. ¿No podéiscortarle los fondos?

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—Lo he intentado —contestó DuChagne con un gruñido.

Todos sabían que el regente era unode esos hombres que, siempre que fueraposible, se aferraba a cada moneda desu tesoro hasta que se la arrancaban delas manos. Escucharon sus palabraspesarosas:

—Pero las familias de loscaballeros no me dejan mucha libertad.En cuanto sienten que no apoyo la guerralo suficiente, me ponen las cosas muydifíciles, pero que muy difíciles.

—¿Y cómo va la campaña? —preguntó Moorvan, el Martín Pescador.

—Es difícil saberlo. Apenas

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comparte información conmigo —admitió el señor regente.

—¿No habíamos intentado introducirespías en el campamento? —intervinoFrankish.

—Sí, y él acepta de buena ganatodos los voluntarios que le enviamos,pero ninguno de ellos tiene permitido nisiquiera estar presente en los consejos.No, sospecho que se divierte enviando amis agentes a las primeras líneas defuego.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?—preguntó el inquisidor.

—Tenemos que seguir observando yesperar —repuso Du Chagne—. Y tener

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la esperanza de que, antes o después,fracase miserablemente, o que cometa unerror fatal.

La tienda del señor mariscal estabarodeada por centinelas que habíanjurado por su vida mantener alejados alos intrusos, los asesinos potenciales ylos entrometidos. A pesar de su lealtad,ninguno se percató de que una figurapequeña salía corriendo del corral decaballos, cruzaba la armería, pasaba allado de la tienda de la fragua y llegabajunto a la mismísima tienda de lonamarrón del comandante del ejército. La

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figura se alejó de la entrada, donde dosguardias se balanceaban de un pie a otroy observaban concienzudamente lanoche; levantó el borde de la lona, sepegó bien al suelo y se deslizó alinterior.

Una vez dentro, se incorporó.Apenas medía más que un niño humano.Escudriñó la oscuridad del interior delrefugio. Se acercó con cautela al catrebajo en el que dormía Jaymes Markham.Extendió una mano y golpeó con fuerzael rostro del humano.

—¡Psss! ¡Despierta!Un movimiento repentino, el

resplandor del acero, y el mariscal ya

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estaba despierto con la daga en la mano.La afilada punta se detuvo a unmilímetro del cuello del intruso.

—¡Oye, qué haces! —protestó lafigura diminuta, alejándose del metal.

La detuvo la mano del hombre, quese aferró con fuerza al delgado hombro.

—Dime a qué has venido —masculló Jaymes entre dientes, con voztan fría como el metal que empuñaba confirmeza.

—Deja que me presente. Soy FregónFrenterizada, ¡guía y exploradorprofesional! —El intruso se retorció ytironeó, pero no pudo librarse de losdedos de acero que lo sujetaban—. Es

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ella quien me envía. ¡Dijo que eraimportante! ¡Oye, suéltame ya!

—¿Ella? —El mariscal se sentó enel catre y parpadeó varias veces.Después, entrecerró los ojos—. ¿LadyCoryn?

—¡Sí!—¿Por qué? Cuéntame lo que te

dijo, palabra por palabra.—Necesita verte en Palanthas.

Ahora mismo, en cuanto puedas llegar.—¿Y tú me llevarás con ella?—Eso fue lo que dijo; se supone que

debo ir contigo.—¿Quién eres?—Ya te lo he dicho: un guía y

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explorador profesional. Y un viejoamigo de lady Coryn. Volvamos allí,ante la presencia de lady Coryn, o laBruja Blanca, ¡o lo que sea! Confía enmí incluso más de lo que confía en ti.Por supuesto, no sé cuánto confía en ti.Lo que quiero decir es que no pretendohacer suposiciones…

—Lady Coryn es muy lista —dijo elseñor mariscal, levantándose delcamastro—. Vete al corral y di a losescuderos que te he ordenado queensillen mi caballo.

—Muy bien. El corral. Eso es dondeestán todos los caballos, ¿verdad?Chico, ese sitio apesta de lo lindo,

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¿sabes? Pasé corriendo y tuve quetaparme la nariz. Uno pensaría que loscaballos… Bueno, son tan bonitos quees increíble que huelan tan mal.¿Entiendes lo que quiero decir?

—¡Fuera! —exclamó el hombre.—¡Huy, espera! Lo había olvidado.

No necesitas tu caballo —objetó elkender. Se rascó la cabeza—. No sé sipodríamos llevárnoslo aunque quisieras—añadió misteriosamente.

—¿Qué quieres decir?El kender sacó dos botellitas de un

bolsillo escondido en algún lugar de latúnica.

—Aquí está —dijo—. Se supone

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que tenemos que beber una cada uno,cogernos de la mano y… En fin, es unmedio mucho más rápido que un caballoy además huele mucho mejor.

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4El señor de la horda

Ankhar, la Verdad, pasó a grandeszancadas entre las filas de su grandiosoejército, deseoso de librarse delsentimiento de inquietud que lo envolvíacomo una oscura nube de tormenta.Parecía que los problemas delsemigigante crecían más y más,irremediable y diariamente.

No tenía nada que ver con la pérdidade la compañía en el cañón, víctima delas cargas explosivas que había

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colocado su traicionero enemigo. Enrealidad, le habría sorprendido más queel mariscal de Solamnia no hubieraintentado alguna estratagema a pesar dela tregua. La violencia de aquellaexplosión había sido una trampa muyingeniosa. Al enorme comandante no lequedaba más remedio que sentirseadmirado por la originalidad de suenemigo, frío y calculador.

Casi se echó a reír al recordar lanube mortal que había lanzado el mejorde sus Caballeros de la Espina, elhechicero llamado sir Hoarst. Aquelhombre daba miedo. Se manteníaimpasible incluso cuando cometía

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asesinatos múltiples. La nube de gas erasilenciosa y letal. Atrapó al enemigo porcompleta sorpresa en el barranco.Hoarst y sus compañeros habíandemostrado a Ankhar su valorinestimable a lo largo del primer año deguerra contra los solámnicos. Elhechicero oscuro y sus secuaces poseíantalentos de gran utilidad.

Pero había otra voz que siempreresonaba más cerca del oído y elcorazón de Ankhar. En ese momento, sedirigía a ella, a Laka, la bruja hobgoblinque lo había rescatado en una cabaña delas montañas cuando sólo era un bebé.La encontraría en su tienda, el refugio

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que se había convertido en una especiede templo móvil durante los dos añosanteriores. Dos fornidos ogros hacíanguardia a la puerta. Al ver que seacercaba el comandante del ejército, seenderezaron, adoptando una actitud quepodía recordar a una posición de firmes,y sujetaron bien rectas las enormesalabardas.

—Est Sudanus oth Nikkas —dijouno, recurriendo al lema del ejército.

—Así es, mi poder es mi Verdad —contestó el semigigante, satisfecho.

—Sois la Verdad, señor —afirmó elsegundo guardia.

Ankhar aceptó los honores con un

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gruñido. Le embargaba el orgullocuando veía a sus tropas en posición defirmes y ofreciéndole sus saludos.Aquellas innovaciones se habíanintroducido en la horda gracias a uno desus oficiales más capaces, el capitánBlackgaard, un antiguo caballero negrode Mina. Esos ideales civilizados deobediencia y disciplina tendrían elefecto de hacer a sus guerreros máseficaces en la batalla.

El semigigante entró a la tiendatemplo por el hueco abierto en la lona ytuvo que parpadear y esperar a que susojos se adaptaran a la penumbra.Percibió los intensos olores: el olor de

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Laka, en especial el picor acre de susudor; el dulce perfume del aceite conque se cepillaba; las esencias y elincienso que utilizaba en el laberinto decomplicados ritos que llevaba a cabo,todos ellos dedicados a la gloria eternade Hiddukel, el Príncipe de lasMentiras. La canela y el clavoendulzaban el ambiente, mientras quealgo más sutil ocultaba un olor parecidoal del queso bien curado.

Entre las sombras se arrastró su voz,áspera y chirriante. Como siempre lesucedía, en ella encontró consuelo yesperanza.

—Ankhar, mi hijo audaz, acudes a

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mí con pesarosos problemas sobre ti.—Sí, madre.Sus ojos ya se habían acostumbrado

a la penumbra de la tienda y descubriólos dos puntos gemelos de fuego verde,que señalaban los ojos del talismán máspoderoso de Laka. Lo levantó y se vio lalúgubre calavera humana clavada en unmango de marfil. Cuando lo agitó, lasesmeraldas de luz resonaron en lascuencas vacías. Parpadearon,iluminadas por su poder. Aquella cabezaera un trofeo de la primera victoriaimportante de Ankhar. En el pasadohabía albergado los sesos de un capitánde Garnet, la primera ciudad saqueada

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en la guerra que el semigigante habíainiciado en Solamnia.

La hechicera se acercó arrastrandolos pies y, poco a poco, su forma sereveló ante los ojos del semigigante. Lapiel de la hobgoblin era marrón y estabasurcada de arrugas, como el cuero viejo.Contrastaba con las cadenas de oro quecolgaban del fino cuello y quetintineaban sobre el escuálido pecho.Vestía la misma camisa de piel, yaraída, que la había abrigado en loslejanos inviernos nevados en lasmontañas de Garnet. Sin embargo, lasalhajas de perlas y rubíes que relucíanen sus dedos eran buena prueba de que

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su situación había mejorado desdeaquellos tiempos de nomadismo yhambre. En la mandíbula inferiorrelucían dos dientes de oro, un adornocaprichoso que le hacía sentirse muyorgullosa, pero que, inevitablemente,incomodaban a Ankhar cada vez que losveía.

—Cuéntame la causa de tuspreocupaciones —lo animó, apoyandosu mano, más parecida a una garra,sobre la muñeca del semigigante. Loapretó con dedos de acero.

—Se encuentra en las llanuras, aleste de aquí. Sus gruesos muros y susaltas torres se burlan de mí.

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—Es la ciudad que los humanosllaman Solanthus —contestó Laka,serenamente—. Y te escuece como unpincho clavado en la zarpa de un leónpoderoso. Te duele, por lo que no dejaque te alejes; pero tiene una coraza duracomo el caparazón de una tortuga, por loque no puedes coger la suave carne desu interior.

Ankhar no lo había pensadoexactamente en esos términos, peroasintió.

—Ahora los caballeros reclaman lastierras al oeste del río. Mi ejércitonecesita una gran victoria, un triunfo quetraiga esperanza a mis guerreros y que

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demuestre a los humanos mi poder, miVerdad.

—¡Sí! Debes tomar la ciudad.Tienes que destruir las murallas ymasacrar a todos los humanos que serefugian detrás. Esa es la victoria quemereces. Es inevitable.

—Pero ¿cómo? —preguntó Ankhar—. Todos nuestros ataques han sidorechazados. No podemos alcanzar a loshombres en los parapetos. En cadaintento mis guerreros mueren a cientos.

—Esa será la cuestión que planteeen mis sueños —declaró Laka con untono de voz que aumentóconsiderablemente la confianza de

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Ankhar—. Ahora vete y prepara tuejército para una gran batalla. Leconsultaré a Hiddukel; el Príncipe de lasMentiras me mostrará la Verdad.

—Hemos capturado a tres desertores.Os sugiero que reunáis a las tropas paraque presencien la ejecución. Será unamagnífica lección para las almascobardes.

Quien hablaba era un caballero dearmadura oscura y yelmo del mismocolor, con un peto en el que apenas seadivinaba la silueta borrada de una rosanegra. Hablaba al semigigante con

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absoluta confianza.El capitán Blackgaard, como de

costumbre, estaba lleno de razón.Ankhar pensó un momento en la idea delas ejecuciones y asintió.

—Hazlo. ¿Los tres desertores songoblins?

—Dos lo son. Me apena tener quedecir que el tercero es un humano, unantiguo caballero negro que hadeshonrado el nombre de su compañía yde sus oficiales. Todos mis hombresrecibirán un castigo por su delito. Ypido, mi señor, que estas ejecuciones selleven a cabo de tal manera que dejenuna vívida impresión en aquellos que las

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presencien.—Sí, deben dejar una vívida

impresión —concedió el semigigante—.¿Cómo vas a matarlos?

—Me gustaría que cada uno de losdesertores, por turnos, fuera atado acuatro ogros fuertes que tiraran de lasextremidades del miserable. El desertorquedará malherido y dejaremos quemuera bajo el sol, hasta que sucumba ala vergüenza… y a la agonía.

Blackgaard y Ankhar hablaban en uncerro bajo que había en el límite delvasto campamento de la horda. Desdeallí se veía una columna de tropas quemarchaba hacia ellos, proveniente del

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norte. Era el último destacamento de labrigada de ogros que había estadovigilando el paso del Vingaard en lasllanuras del norte. Doscientas millas losseparaban del campamento cuandoAnkhar había dado la orden de convocaruna gran asamblea, por lo que habíantardado casi una semana en llegar allugar de encuentro. El semigigante seencontraba en lo alto del cerro, con supoderosa lanza en una mano. El extremodescansaba en el suelo y la puntaquedaba tan alta como su cabeza. Emitíauna luz que podía verse a millas dedistancia, a través de las sombras y lamás absoluta oscuridad. La punta de la

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lanza de Ankhar no era de acero ni deningún otro metal. Estaba hecha con unagran esmeralda, cincelada para quetuviera dos bordes afilados a cada lado,y hechizada con el poder místico deHiddukel, el Príncipe de las Mentiras.Cuando la sostenía, como hacía en esemomento, y reflejaba la luz del sol, lapunta despedía una intensa luziridiscente, visible a gran distancia. Enel momento en que los guerreros veíanla luz encantada, sentían crecer su ánimoy bramaban su fidelidad hacia elpoderoso comandante.

—Tenemos jinetes de wargsapostados en una línea a unas cincuenta

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millas de distancia —explicóBlackgaard. Eso confirmaba que lasórdenes del semigigante se habíancumplido—. Si los solámnicos hacencualquier movimiento en nuestradirección, tenemos la seguridad de quelo sabremos antes de que se convierta enuna amenaza. El río está defendido a lolargo de más de cien millas al norte y alsur. Los puentes y los vados estánfortificados. Para los solámnicos no seránada fácil cruzar el Vingaard.

—Bien.Ankhar desvió la mirada de las

llanuras vacías, al oeste, y sus ojos sedetuvieron en el gran bloque cuadrado

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que se alzaba entre las montañas, al este.La ciudad, un macizo de piedra, de altosmuros, parapetos, torres y puertas,cubría el horizonte. A aquella distancia,Solanthus parecía una cordillera demontañas. Las cumbres eran las torrespuntiagudas sobre las líneas rectas de lamuralla.

Ankhar se sintió un poco inquietocuando Hoarst, el Caballero de laEspina, se materializó a varios pasos deél. El caballero se acercó al humano y alsemigigante, en el cerro. La magia deteletransporte del humano era admirable,pero Ankhar ya le había advertido hacíatiempo que no apareciera de repente y

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tan cerca de su fácilmente impresionablecomandante.

Los tres se quedaron en silenciodurante un rato. Los tres contemplabanSolanthus. Los tres reflexionaban, cadauno a su modo, sobre la dificultad detomar el bastión. La urbe estaba rodeadapor una alta muralla de piedra, que sealzaba a más de treinta pies sobre elsuelo. Numerosas torres se cerníansobre los antepechos principales. Loshumanos podían rechazar a los atacantescon flechas, rocas grandes y aceitecaliente desde los altos puntosestratégicos. Tres puertas enormes, cadauna del tamaño de un castillo, daban

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acceso a la ciudad por el oeste, el nortey el este.

Al sur, Solanthus acababa en lasescarpadas montañas de Garner y estabaprotegida por un saliente de roca,separado del resto de la cordillera porun cañón profundo y prácticamenteimposible de cruzar. Había un caminoque bajaba por la cara norte y trepabapor la pared sur del cañón, pero losarqueros podían defenderlo fácilmentedesde los antepechos de la muralla. Lafuerza atacante que se internara poraquel camino quedaría diezmada antesde llegar siquiera a media milla de lapequeña puerta sur.

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Tras la muralla de la ciudad, podíanvislumbrarse dos enormes columnas depiedra, la Aguja Hendida. Se alzabasobre la metrópolis como un colosalmonolito de roca que marcara el enclavede un árbol gigantesco, petrificadomucho tiempo atrás y partido, en algúnmomento del pasado, por un dios conuna enorme hacha inmortal. Allí estabanlas dos agujas de roca, separadas poruna estrecha hendidura. En el puntocentral entre el este y el oeste, el sollucía entre las dos columnas en losequinoccios de primavera y de otoño. Sedecía que cualquier cosa que tuvieralugar bajo la luz canalizada por la Aguja

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Hendida estaba destinada a recibir laatención de los dioses. Esa atenciónpodía tener consecuencias positivas onegativas, siempre a la merced de lasdeidades.

El equinoccio de primavera habíapasado, y el largo y caluroso veranoanunciaba su llegada. Si la ciudad no setomaba en esa estación venidera, Ankhartemía que los solámnicos lograran darlealcance, que sus poderosas fuerzasrompieran el cerco de su ejército y, porfin, aliviaran a la ciudad hambrienta dellargo sitio que había sufrido.

—¿Veis debilidad ahí? —preguntóel semigigante.

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Ya se había formado su propiaopinión. La mejor opción le parecía lapuerta occidental, pero le interesaba loque pudieran pensar los humanos.

—Deberíamos concentrar nuestroataque principal en la puerta de la parteoccidental de la muralla —afirmóBlackgaard—. Mirad cómo sobresalerespecto a los ángulos más cercanos dela muralla. No está tan bien protegidacomo las puertas del norte y el este. Unataque fuerte, con otros que desvíen laatención de nuestro objetivo, podría seruna buena opción.

—Estoy de acuerdo —intervino elhechicero Hoarst—. Aunque, de todos

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modos, será duro. Esas puertas son muyantiguas, hechas con troncos devallenwood, de la Era de los Sueños. Nisiquiera mis hechizos más poderosostendrán poder contra ellas. Vuestroejército no tendrá más remedio queabrirse camino a base de fuerza bruta, yel derramamiento de sangre seráindescriptible.

—He visto cómo aparecéis ydesaparecéis los de la Espina y tú conesa magia de teletransporte. ¿No podéisentrar en la ciudad con la magia ysembrar un poco de caos? Quizá inclusopodríais asesinar a esa duquesa quemantiene tan bien unido a su pueblo.

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Hoarst se encogió de hombros, sinquerer comprometerse.

—Ya me lo habíais preguntadoantes. Si pudiera hacerlo, no vacilaría.Pero todavía hay un aura alrededor de laciudad, creo que tiene algo que ver conel poder divino de esas dos agujasgigantescas. Por alguna razón, la magiadel teletransporte, la mía, al menos, nologra penetrar esa barrera. Mis hombresy yo mismo lo hemos intentado muchasveces, y el hechizo nunca surte efecto.Es decir, quien lo pronuncia no logratraspasar la muralla. No podemosutilizar hechizos mágicos para penetrarlas defensas de la ciudad.

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—Entonces, el problema estriba enechar la puerta abajo, seguramente laoccidental —dijo Ankhar con laintención de parecer esperanzado. Pero,en realidad, no se sentía demasiadooptimista. Por algún motivo que noalcanzaba a comprender, al plan lefaltaba imaginación, un buen remate.

—No desesperes, hijo mío —dijoLaka a Ankhar en voz baja. Habíasubido sigilosamente al cerro, mientrasellos estaban concentrados en la murallade la ciudad.

—¿Traes un mensaje de esperanza?—preguntó el semigigante, conimpaciencia.

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—He reposado con el Príncipe delas Mentiras y me ha concedido unsueño —contestó la hobgoblin—. Túsolo no puedes penetrar esos muros,pero con la ayuda de un extraño aliadoel ataque tiene alguna posibilidad dellegar a buen término.

—¿Y qué aliado es ese? —inquirióAnkhar, escéptico.

Laka sonrió y contestó con vozcantarina:

Puño de llamas, mirada abrasadora,señor del fuego, ¡de las murallas es la

hora!Hoarst y Blackgaard intercambiaron

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una mirada.—¿Qué significa eso? —insistió el

semigigante, poco aficionado a lossignificados ocultos.

—Debemos ir en su búsqueda, tú yyo, y el hechicero también debería venir.No será fácil, pero si lo conseguimoshabrás ganado el medio para vencer estabatalla.

—Pero ¿cómo sabes que ese aliadomisterioso se unirá a las fuerzas de mihorda?

Laka sacó un par de anillasmetálicas de su morral. Eran unosbrazaletes de acero, lo suficientementegrandes como para rodear sus muñecas,

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pero pequeños incluso para un hombrede talla normal, como Hoarst. En cuantoa Ankhar, le servirían de anillos parasus dedos más gruesos.

—Estos brazaletes lo pondrán a tuspies. Tienen la bendición del Príncipede las Mentiras y el hechicero los harámás fuertes, con un hechizo de dominio.Cuando se los pongamos a esa criaturaque buscamos, se convertirá en nuestroesclavo.

—Conozco ese hechizo de dominio—dijo Hoarst, en voz baja—. Pero esosbrazaletes son muy pequeños… ¿Cómoes posible que quien los lleve pueda serun aliado de tanto poder?

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—Eso déjamelo a mí… y al Príncipe—repuso Laka—. Prepara tu hechizo ydespués saldremos en su búsqueda.

—Necesitaré hacer algunospreparativos. Pero puedo empezar estanoche y habré acabado en ocho o diezhoras.

—Muy bien —convino elsemigigante—. Comenzaremos labúsqueda por la mañana.

El optimismo de Ankhar fue perdiendoímpetu cuando su madre los guio por laescarpada subida de un barranco queascendía hacia el corazón de la

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cordillera de Garnet. Por fin, se detuvoy, con gesto triunfal, señaló unahendidura cubierta de sombras en lapared que se precipitaba delante deellos.

La boca de la cueva parecíademasiado pequeña para que pasara elcorpachón de Ankhar, y el semigigantegruñó a causa de su descontento.

—¿Ese es el camino que debemosseguir? —preguntó.

—Esa es la cueva que me fuerevelada en mi sueño —confirmó Laka.

—¿Quién o qué es ese aliado? —exigió saber el semigigante, algo que yahabía intentado en más de una ocasión.

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Laka sacudió la cabeza.—Lo sabrás cuando lo veas. Ahora

vamos; debemos darnos prisa.—Pero ¿cómo voy a entrar ahí? —

protestó Ankhar, que se agachó paramirar por la hendidura. El interiordesaparecía tras las sombras.

—Entrarás. Pero el hechicero tieneque ir primero —contestó Laka.

Hoarst estaba junto al semigigante,con expresión indescifrable. Habíaconsentido en acompañar al comandantey a la hechicera en su búsqueda, a pesarde sus dudas. Evidentemente, tampoco lequedaba otra opción. En ese momento,se limitó a encogerse de hombros y se

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adentró en el pasadizo oscuro, deparedes de piedra. Desenvainó elestoque y murmuró una palabra mágica.De la hoja metálica salió una intensa luz.La sostuvo por encima de su cabeza yabrió la comitiva.

—Ahora vas tú —dijo Laka—. Yote seguiré.

Sin decir palabra, Ankhar agachó lacabeza y entró. Pero no la agachó losuficiente, porque un segundo después segolpeó contra una afilada estalactita.Tenía que pasar de lado, para noquedarse atrapado en el estrechopasadizo. En su trabajoso avance, dejóatrás la pálida luz que entraba por la

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boca de la cueva. Entonces, el pasadizose ensanchó y el techo se alzó hasta unaaltura más cómoda. Hoarst y la luzavanzaban unos pocos pasos pordelante. Inconscientemente, elsemigigante se apresuraba, pues nodeseaba lo más mínimo quedarseaislado en la envolvente oscuridad.Laka, cuyos ojos relucían como brasas,caminaba penosamente detrás de él,apenas sostenida por sus piernas cortasy débiles. Sujetaba en alto el talismán dela calavera, en el que brillaba la luzmaligna de las esmeraldas.

El resplandor verde se sumaba a laluz de la espada de Hoarst y, poco a

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poco, los ojos de Ankhar seacostumbraron a la oscuridad.

La cueva descendía a través de unaserie de curvas serpenteantes, quepodían recordar a un lecho de piedra enun estrecho cañón. De hecho, se veíanalgunas piedras amontonadas, como silas hubiera arrastrado un torrente deagua. El semigigante se estremeció alimaginarse el río subterráneo, el aguaque inundaría el pasadizo y los ahogaríaen las profundidades eternas del mundo.

Pero los cantos del suelo estabansecos y parecía que el torrente habíadesaparecido mucho tiempo atrás. Elgrupo se abría paso, cada vez más

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profundamente bajo la superficie deKrynn. Caminaron durante muchotiempo. Ankhar intentó calcular, congran esfuerzo, las horas que llevabanbajo tierra. Fuera como fuese, tenía lacerteza de que habían recorrido muchasmillas y, poco a poco, se convenció deque las horas se habían alargado durantetoda la noche y el día siguiente.

Evidentemente, era imposiblecalcularlo dada la falta de sol. Lafrialdad de las sombras subterráneas letraspasaba las ropas y la piel. El sudorse volvía frío y acre. Ni un solo ruido seoía en aquel lugar, excepto los sonidostímidos de sus pasos: el roce sobre la

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piedra de los mocasines de piel delCaballero de la Espina, el tintineochirriante de los clavos de las botas deAnkhar. Detrás sonaba la respiración deLaka, un jadeo agudo que quizá fueraseñal de su cansancio, o de su tensaexcitación.

El semigigante gruñó al arrastrar suenorme corpachón alrededor de una granroca. Maldecía para sí mismo cada vezque la cabeza chocaba contra algúnobstáculo invisible que sobresalía deltecho.

—¡Levanta más esa maldita luz! —exclamó.

Se sintió molesto al percibir el

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pánico en su propia voz. Le parecía queHoarst se alejaba cada vez más. Elhechicero se detuvo amablemente ylevantó la espada, de forma que elcamino se revelara con claridad ante lospies de Ankhar. La caverna seguíadescendiendo. Se hacía más escarpada acada paso, hasta que a duras penaslograban mantenerse de pie en aquellaespecie de tobogán.

De repente, Hoarst se detuvo ylevantó una mano en señal de alarma.Ankhar se acercó lentamente,esforzándose por ver algo. Pero sus ojosno conseguían ver nada, sólo un vacíode aire frío. El hechicero describió un

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círculo con la espada iluminada ydescubrió las paredes de la cueva aderecha e izquierda y sobre sus cabezas.Después, de repente, desaparecían. Lomismo pasaba con el suelo.

Era como si se asomaran a la nada.—¡Vi este lugar en mi sueño! —

exclamó muy nerviosa Laka, con sualiento caliente a un lado de Ankhar. Susojos centelleantes se posaron en elhechicero—. ¡Tenemos que salir de estebarranco y llegar hasta abajo!

Hoarst entrecerró los ojos, pero semordió la lengua.

—¿Cómo? —preguntó Ankhar.—¡Tú nos lo dices! —cacareó Laka,

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sin dejar de mirar al Caballero de laEspina—. Eres tú quien debe llevarnosahí abajo. ¡Al fondo! Y después,continuaremos nuestra búsqueda.

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5La bruja blanca

Oye, ¡pensaba que íbamos directos acasa de Coryn! —protestó Fregón. Losdos viajeros se habían materializado enla calzada, más o menos a una milla alsur de la gran ciudad de Palanthas. Lastorres, las murallas, las puertas y lospalacios de la urbe se recortaban en elcielo azul, iluminado por los primerosrayos del día.

—Yo soy el explorador, ¿ya te hasolvidado? ¿Qué has hecho para

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estropear mi ruta?—Llegaremos en un par de horas —

contestó Jaymes, echando a caminar conpaso tranquilo—. Pero primero quieroque los habitantes de la ciudad sepanque he llegado.

Sin hacer caso de la docena depreguntas y objeciones que el kendertodavía consideró necesario exponer, elseñor mariscal se dirigió a un conocidoestablo. Compró un elegante caballoblanco, con los correspondientes arreosy la silla de montar. Montó en elespléndido animal y emprendió lamarcha hacia la puerta de la ciudad, conel malhumorado kender sentado delante

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de él.Palanthas se extendía a lo largo de la

costa sur de la bahía de Branchala. Allíse alzaba, blanca y resplandeciente, lapróspera ciudad. Desde el camino de lamontaña podía contemplarse todo ellugar, y a Jaymes la vista le resultóalentadora y extrañamente siniestra almismo tiempo. Le gustaba el comerciode la ciudad, la multitud de viandantes,la riqueza de los bienes y los múltiplesservicios, que no tenían comparacióncon ningún otro lugar de Ansalon. Perodesconfiaba de los señores y los noblesque gobernaban allí, que amasabangrandes fortunas con codicia y después

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las guardaban con una avariciamiserable.

El más rico, y seguramente tambiénel más miserable, de todos esos señoresera el regente de la ciudad, Bakkard duChagne. Desde la calzada se veíaperfectamente su palacio, pues no sealzaba entre las murallas dela ciudad,sino en la falda de una de las montañasque dominaba Palanthas. La AgujaDorada, la esbelta torre del regentedonde guardaba su gran tesoro en oro, seerguía en el centro delos edificios queformaban su residencia, en el punto másalto en varias millas a la redonda.Jaymes pensó que era un lugar muy

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adecuado para que viviera Bakkard duChagne, pues el señor regente no seconsideraba de aquel lugar, sino porencima de él en todos los sentidos.Había conspirado, había robado, habíaengañado y, aunque esto último muypocos lo sabían, había asesinado paraalcanzar ese puesto.

Jaymes era uno de los que sabíanhasta dónde llegaban los crímenes delregente. Era más que probable que, sihiciera público todo lo que sabía, elarrogante noble no durara mucho en sualto pedestal. Pero hacía tiempo queJaymes había llegado a la conclusión deque ese acto de destrucción no tendría

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ninguna finalidad práctica, así que habíadecidido morderse la lengua,aprovechar el hecho de que el regentesabía que él sabía… y de que lo odiabay lo temía.

Sin embargo, Jaymes no se habíateletransportado a Palanthas para visitara Bakkard du Chagne. Eran otras cosaslas que tenía en mente.

El rostro de Fregón Frenterizada seiluminó al ver que el caballo bajaba porla avenida principal, hacia la puerta másimportante de la ciudad, haciendocabriolas.

—Primero vamos al puerto, ¿vale?—sugirió el kender, mientras señalaba

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con nerviosismo el destino que quería—. Justo antes de que me fuera estabantrayendo unos cangrejos enormes de lascostas del norte. Con un poco de suertetodavía quedarán algunos. ¡Los estabanregalando!

—¿Regalándolos? —preguntóJaymes con aire pensativo—. Creía queeran un manjar. Unas cuantas patas valenlo mismo que el jornal de veinte días deun pescador.

—Bueno, pues a mí me losregalaban —aseguró Fregón condisplicencia—. Supongo que otrostendrán que pagar.

—Seguro —contestó el mariscal—.

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Pero ahora mismo no tengo tiempo parapatas de cangrejo. Si quieres ir alpuerto, estaré encantado de dejarte aquímismo. Aunque parecía que la llamadade lady Coryn era bastante urgente, asíque yo iría a comprobarlo antes.

—Sí, bueno… Sí que dijo algo deque era importante. A lo mejor decidoseguir contigo. Y más tarde podremosechar un vistazo al puerto, ¿verdad?

—¿Quién va? —exclamó un sargentocon librea. Se cubría con la túnica delaLegión palanthina.

El hombre avanzó por el camino ylevantó una mano. Al mismo tiempo,varios compañeros suyos, armados con

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alabardas y arcos, salieron de lassombras de debajo de la torre y sepusieron a su lado.

—El señor mariscal del Ejército deSolamnia —contestó Jaymes.

—¡Abrid paso! —añadió el kender,aunque no hacía falta, pues los guardiasse habían apartado rápidamente alreconocer al jinete.

—¡Bienvenido a Palanthas, miseñor! —dijo el sargento, saludándolocon elegancia.

Jaymes hizo un gesto de asentimientoy guio el caballo por la puerta abierta.Tomaron la avenida principal, quellevaba al corazón de la ciudad. La

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gente los señalaba y cuchicheaba; a másde una dama se le escapó una risita tontacuando el mariscal miró en su dirección.Los chiquillos echaron a correr por lacalle, anunciando a voces su llegada.

Cuando se desvió hacia el barrio delos nobles, los niños gritaron la noticia alos ciudadanos arremolinados: «¡Va acasa de la hechicera!».

Coryn vivía en una de las grandesmansiones de aquel vecindarioafortunado, en una casa que erapropiedad de Jenna, señora de la TúnicaRoja. Esta había sido nombrada jefa delas Órdenes de la Magia y vivía en laTorre de la Alta Hechicería del bosque

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de Wayreth, por lo que había cedido sucasa gustosamente a la poderosahechicera de túnica blanca.

Lady Coryn —la Bruja Blanca,como algunos la llamaban— resultabaun personaje fascinante para todaSolamnia. Era bella y misteriosa, unafuente de gran poder, amiga de losdébiles y los oprimidos, una trabajadoraincansable en pos del futuro de un reinoque fuera justo, fuerte y eterno. ParaJaymes Markham representaba todoeso… y mucho, mucho más.

Jaymes espoleó el caballo, y elanimal se lanzó a un alegre trote. Elmariscal escudriñó las calles, ansioso

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por ver a Coryn.—¡Oye, estás silbando! —comentó

el kender, encantado—. ¡Nunca habríadicho que eres de los que silban! Escomo si, de repente, estuvieras contentopor algo. ¿Estás contento?

El señor mariscal del Ejército deSolamnia frunció el entrecejo y sacudióla cabeza, sorprendido.

—Ha pasado mucho tiempo —admitió—. Tengo ganas de volver averla.

—Bueno, pues ahí está. La casa deCoryn; es esa misma.

—Ya lo sé —contestó Jaymes.Si la vista de la casa despertó en él

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un torbellino de recuerdos, como dehecho hizo, su rostro no transmitióninguna de esas emociones. Pero hundióel talón en los flancos del caballo contanta fuerza que el animal sacudió lacabeza y corcoveó un poco, antes deentrar al galope en el amplio patio.

La casa era una magnífica mansiónque se alzaba en el barrio de los nobles.El patio estaba salpicado de fuentes,auténticas esculturas hechas a base decomplicados géiseres. La magia hacíaque el agua corriera de forma continuatodos los días. Las fuentes originaleseran obra de Jenna, pero a Coryn legustaba cuidarlas y, de hecho, los

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arroyos saltarines que murmuraban yreían en las tazas suavizaban aquelambiente encantado.

—¡Oye, estoy viendo unos peces decolores! ¡Deja que me baje aquí! —insistió Fregón cuando pasaron junto aun profundo estanque cubierto denenúfares y hogar de más de una docenade enormes carpas multicolor.

Jaymes lo complació rápidamente.Bajó al kender al suelo sujetándolo conuna mano, sin apenas frenar el caballo.

Tiró de las riendas antes de llegar alas enormes puertas labradas, en lo altode la amplia escalera de mármol quellevaba al pórtico. Bajó un muchacho

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con una amplia sonrisa, para coger lasriendas del caballo.

—Hola, Donny —le saludó Jaymes—. ¿Cómo sabías que había llegado?

—Bueno, lady Coryn me dijo queestuviera atento. Ella pensaba quellegaríais hoy. Yo me ocuparé devuestro caballo, mi señor.

—Gracias —contestó Jaymes,tendiéndole las riendas—. Se merece unbuen cepillado, pero primero deja quecoma algo de avena mientras descansa.

—¡Así lo haré, señor!Donny se llevó el caballo hacia los

establos, que estaban en el otro extremodel patio, mientras Jaymes subía

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tranquilamente los escalones. La puertaprincipal se abrió antes de que llegara aella. Respondió con un gesto de cabezaa la sonrisa de bienvenida de Rupert.

—Buenos días, mi señor —lo saludóel fiel sirviente.

Aquel hombre era el mayordomo, elvigilante y un compañero siempredispuesto a ayudar a la hechicera. Habíatrabajado al servicio de Jenna duranteaños y no se lamentaba de su nuevaseñora.

—Espero que hayáis tenido un viajeagradable.

—Muy rápido, podría decirse —contestó el mariscal—. Y ya ha llegado

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a su fin. ¿La dama?—Está arriba, en su laboratorio,

señor, esperándoos, por lo que yo sé.Dio órdenes de que, cuando vosllegaseis, os lleváramos directamente asu presencia.

—Gracias, Rupert. Tienes buenaspecto y parece que Donny se estáconvirtiendo en todo un hombrecito.

—Gracias, mi señor. Tiene lacabeza bien puesta sobre los hombros,me parece. Y os doy mi más calurosabienvenida.

Jaymes conocía perfectamente elcamino. Subió de tres en tres losescalones de la gran escalinata, que

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nacía en el salón principal. El pisosuperior de la mansión se dividía en dosalas. En una se encontraban losdormitorios, las habitaciones parainvitados y otras estancias con funcionessimilares. En la otra estaba ellaboratorio de la hechicera. Jaymes sedirigió hacia allí y sintió los olores tanfamiliares, a humedad, incienso y hollín.Allí la hechicera tenía hornos e inclusouna pequeña fragua, además de losalmacenes con toda clase deingredientes exóticos. La sala principalera un taller largo, con grandesventanales dispuestos de manera queentrara toda la luz posible. Había un

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balcón por el que podía pasearsemientras se pensaba o, sencillamente,disfrutar de las vistas del casco antiguoy, más allá, del puerto.

—¡Coryn! —llamó Jaymes, mientrasentraba a grandes zancadas por la puertaabierta del laboratorio.

La hechicera estaba de espaldas a él.La cabellera negra se apoyaba en sushombros y bajaba por la espalda, casihasta acariciar la cintura. Su túnica erablanca, por supuesto, siempreinmaculada. No importaba que estuvieratrabajando con los ingredientes mássucios, que moldeara objetos con barro,que hiciera explotar alguna sustancia en

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un quemador…, la suciedad nuncamancillaba su túnica.

Jaymes cruzó la habitación parallegar junto a ella y extendió el brazopara tocarla en el hombro, pero percibióalgo en su postura rígida, inmóvil, quedetuvo su mano. Se quedó quieto y dejócaer los brazos.

—¿Coryn? El kender me trajo elaviso… tuyo, según dijo.

—Sí —contestó ella, dándose lavuelta lentamente.

Coryn era una mujer hermosa, una delas más bellas que Jaymes hubiera vistojamás, pero en ese momento sus ojoseran fríos, y sus magníficos pómulos

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estaban tan pálidos como el marfil.—Yo lo envié en tu busca. ¿Qué hizo

que tardaras tanto en venir? Deberíamoshaber empezado a trabajar al amanecer.

El rostro del hombre no reveló hastaqué punto lo desconcertaba su fríamirada.

—Crucé la ciudad a caballo —explicó—. Ha pasado mucho tiempodesde que los habitantes de Palanthasvieron a su señor mariscal por últimavez. Pero he venido aquí directamente.¿A qué se debe tanta prisa?

—Necesito tu sangre. Siéntate aquí—repuso Coryn, mientras lo conducía auna silla que había junto a una mesa

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larga de madera.La obedeció, mientras la observaba

con los ojos entrecerrados.—¿Mi sangre? ¿Toda, o sólo unas

gotas?Por primera vez, la fachada de hielo

de la hechicera se resquebrajó y sevislumbró una emoción que hizo pensara Jaymes que realmente disfrutaríasacándole toda la sangre. Pero Coryn selimitó a encogerse de hombros y cogióun pequeño frasco de cristal.

—Necesito llenar esto. Después tesentirás un poco débil, pero con un pocode descanso y alimento, no tardaras enencontrarte bien.

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Se oyó el retumbar de unas pisadaspor el pasillo y Fregón entróestrepitosamente en el laboratorio, justocuando Jaymes se disponía a sentarse.

—¡Lo traje directamente aquí,señora! Tal como me ordenasteis. Élestaba empeñado en bajar al muelle yconseguir unos cangrejos, pero yo ledije que no debía entretenerse.

—Muchas gracias, Fregón. Eres unguía muy profesional.

—Yo mismo traje aquí a Coryn, todoel camino desde el límite del glaciar —contó el kender a Jaymes, con granorgullo—, cuando no era más que unaniña. Soy bastante bueno guiando a la

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gente.—¿Y por qué ahora no te guías a ti

mismo hasta el puerto? Dile a Rupertque te dé unas monedas para quecompres patas de cangrejo para la cena.

—¿Comprarlas? ¡Pero si a mí me lasregalan! Por lo menos, ¡eso es lo que yocreo!

—Bueno, hazme un favor personal yesta vez paga por ellas, ¿está bien? —insistió Coryn con delicadeza.

—Bueno, está bien.El kender parecía más sorprendido

que molesto, pero de todos modos salióa buscar a Rupert sin perder más tiempo.

Jaymes había estado pensando.

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—Todo este lío con mi sangre —empezó a decir, pensativo— significaque has encontrado la manera de hacerla poción, el elixir que, según me dijiste,era imposible.

Lo miró con odio, y Jaymes empezóa entender el motivo de su actitud.

—Pensaba que era imposible, peroencontré algunas pistas en unos cuantoslibros viejos de Jenna. Es un hechizooscuro y, si no supiera que es necesario,jamás lo intentaría. Es un asunto máspropio de Dalamar que de alguien queviste la túnica blanca, ¡y no me gusta enabsoluto!

—Pero los dos sabemos lo

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importante que es para el futuro, paraque Solamnia pueda volver a ser unreino, un imperio, algún día. ¡Sabes tanbien como yo que es necesario!

—Sí. —La hechicera clavó sumirada en él—. Pero, en parte, deseabaque fuera imposible hacer la poción. Alfin y al cabo, ¡la princesa no es mienemiga! Sin embargo, estoy de acuerdocontigo en que puede ser el modo deunir los estados de las llanuras con laciudad de Palanthas.

De hecho, en los últimos tiempos lasciudades estado de las llanuras estabansumidas en el caos. Los duques habíansido débiles y mezquinos, y habían

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perdido muchísimo tiempo luchandoentre sí. La invasión de Ankhar habíadebilitado el reino hasta un límiteinsoportable, y Jaymes Markham habíausurpado a los duques, uno a uno.Cuando Ankhar estaba a punto dealzarse con la última victoria, Jaymeshabía reunido a los ejércitos bajo susórdenes. Juntos, habían obligado aretroceder a los invasores de lascercanías de Caergoth y después habíanliberado Thelgaard y Garner. Cerca detres cuartas partes del antiguo reinosolámnico estaba ya bajo la proteccióndel señor mariscal. Únicamente, lasitiada Solanthus permanecía detrás de

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las líneas enemigas.Por el contrario, Palanthas, la ciudad

más importante de toda Solamnia, seguíabajo el férreo control de Bakkard duChagne. Por si eso fuera poco, DuChagne administraba las riquezas quefinanciaban los ejércitos de Jaymes.Mientras el mariscal cosechabavictorias, el señor regente aceptaba loscostes a regañadientes. Pero mantenía asu propio ejército, la Legión dePalanthas, a salvo en su ciudad. Habíallegado el momento en que Jaymesnecesitaba ese ejército, así como lasriquezas de Du Chagne, para lanzar lacampaña decisiva.

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—Así que mi sangre es uningrediente esencial.

—Sí.La hechicera blanca había cogido

una daga corta y fina, y la afilaba condestreza con una piedra pequeña quetenía en la mano izquierda. Parecía queel sonido chirriante del metal contra lapiedra concordara con su estado deánimo.

—Eres un malnacido, ¿lo sabías?Jaymes se estremeció.—Sólo estoy haciendo lo necesario

por el bien de Solamnia. Ambos losabemos.

—Soy yo la que está haciendo lo

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necesario por el bien de Solamnia. Y túhaces lo que quieres hacer… por timismo. Tratas a la princesa como si nofuera más que un títere…, ¡como metratas a mí!

—Sabes que eso no es verdad.Dejémoslo.

—¡Malnacido!El mariscal se encogió de hombros.—Tal vez este trabajo deba hacerlo

un malnacido. ¡Solamnia necesita ungobernante fuerte!

—Extiende la mano. —Dejó lapiedra de afilar y tocó la daga con layema del pulgar—. Bájala, aquí.

Coryn dejó el recipiente de cristal

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en un taburete bajo, cerca de la silla, ycolocó el brazo de Jaymes de maneraque la mano quedara hacia abajo, conlos dedos colgando justo encima delfrasco. Con un movimiento hábil, lahechicera deslizó la hoja por elantebrazo de Jaymes. Este hizo unamueca. El dolor era agudo, intenso yabrasador. La sangre empezó a manar deinmediato, un riachuelo carmesí quebajaba por la muñeca, por la palma dela mano y los dedos. Observó el hilo delíquido precioso que caía en elrecipiente. Cuando por fin se llenó,Jaymes empezaba a sentirse mareado.

—Muy bien, levanta el brazo.

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Coryn vendó la herida con destreza,envolviéndole el brazo tres o cuatroveces. Lo apretó bien y lo ató con unnudo fuerte.

—¿Puedes levantarte?—Creo que sí.Jaymes se tambaleó al ponerse de

pie, pero Coryn lo sujetó. Se apoyó enella, agradecido, mientras lo conducíahasta la puerta del laboratorio. Salieronal pasillo. La hechicera lo guio por unapuerta abierta hasta el extremo de unapequeña cama, en la que Jaymes sesentó, aliviado.

—Descansa aquí todo el tiempo quenecesites. Yo voy a volver al trabajo.

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—Gracias. ¿Coryn?—¿Sí? —La hechicera se detuvo en

el quicio de la puerta.—¿Cuánto tardará? ¿La poción?—Por ahora no te preocupes por

eso. Para ti lo más importante esregresar junto a tu ejército y acabar conel sitio. La situación en Solanthus esmuy delicada y el sufrimiento empeoracada día. Conservaré la poción hastaque vuelvas.

Jaymes se echó hacia atrás en lapequeña cama y apoyó la espalda en lapared, intentando controlar la sensaciónde mareo. Pero tuvo fuerzas paraenfrentarse a la fría mirada de Coryn.

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—No, quiero la poción antes deirme de la ciudad. Mi idea es utilizarlasin más dilación.

Coryn entrecerró los ojos. Sudesprecio y su dolor eran evidentes.

—No hay batalla más importante, nohay lugar donde los destinos de la luz yla oscuridad luchen con tanta ferocidad.Gana esa batalla, Jaymes… ¡Deja quevenza la luz!

—Sí, Solanthus es importante —admitió el mariscal—. Pero también loes la poción; importante para mí. Estoyen Palanthas, y este es el lugar dondenecesito utilizarla. Me la darás cuandoesté lista. Cuando la haya utilizado,

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retornaré con mi ejército. Y, entonces,romperé el sitio de la ciudad.

Coryn lo miró intensamente. A pesarde todo el poder de la magia que podíadesencadenar con un simple chasquidode sus dedos, por un momento parecíamás una niña que una mujer. Lahechicera parpadeó, pero si eranlágrimas lo que asomaba a sus ojos,supo contenerlas. Apretó la mandíbula ysacudió la cabeza.

—No.—Esto no es negociable —repuso

Jaymes, rotundamente—. Te he dichoque necesito esa poción en cuanto estépreparada. Me la darás, o tendremos

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problemas. ¿Entendido?La hechicera suspiró. Tenía los

hombros hundidos, parecía que seencogiera, cada vez más pequeña, casifrágil.

—Estará lista mañana —contestó, ysalió cerrando la puerta tras de sí.

Jaymes se despertó en algún momentodurante la tarde; se sentía mucho mejor.Se unió a Fregón, a Rupert y a Donnypara disfrutar de una cena de patas decangrejo cocidas y mantequilla fundida.Coryn seguía trabajando en sulaboratorio y, después de unas cuantas

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horas de paseos intranquilos de un ladoa otro, y unos cuantos rechazos bruscoscuando se atrevía a llamar a la puerta,Jaymes acabó por acostarse. Un colchónmullido y una almohada blanda eran sucama, algo mucho mejor que el petate delana que extendía sobre el suelo y era suhabitual lugar de descanso.

O quizá fuera la pérdida de sangre loque hizo que el señor mariscal durmieramás profundamente de lo que lo habíahecho en mucho tiempo. Cuando sedespertó, le costó creer que los rayos desol acariciaran su ventana y el amanecerhubiera quedado muy atrás, sin que él sediera cuenta.

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Se levantó y se vistió rápidamente,enfadado consigo mismo por haberdormido tanto. Se dirigió al laboratoriode inmediato. En aquella ocasión,después de que llamara ala puerta conaire autoritario, Coryn le respondió quepodía entrar.

Se dio cuenta de que la hechicerahabía estado llorando, pero sus ojosvolaron de inmediato al frasco pequeño,transparente, que Coryn sostenía concuidado entre sus largos dedos.

—¿Es eso? —preguntó.El recipiente era poco mayor que un

dedal, y su contenido, un líquido tan rojocomo su sangre, apenas sería suficiente

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para llenar una cucharilla.—Esto es —respondió ella con

frialdad—. Deberías añadirlo a un pocode vino…, vino tinto, claro. No tienesabor ni olor. Cuando lo beba, la…, lapoción surtirá efecto. Y no tienes quepreocuparte si tú mismo bebes un poco.Como está hecha con tu propia sangre, ati no te hará efecto.

Jaymes cogió el frasco diminuto. Eradifícil imaginar que una cantidad tanpequeña de líquido fuera la solución atodos sus problemas.

Miró a Coryn y vio que estaparpadeaba rápidamente. Sus ojostodavía estaban húmedos. El mariscal

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asintió, con lentitud, y abrió la bocapara decir algo.

—¡No digas nada! —exclamó ella.Jaymes se encogió de hombros, se

dio media vuelta y se fue. La puerta dellaboratorio se cerró detrás de él contanta violencia que el frasquito estuvo apunto de caérsele.

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6El señor regente

Los guardias del palacio del señorregente reconocieron al señor mariscalnada más verlo. Aunque eranconscientes de que no era bienvenido,también sabían que era mejor no intentardetenerlo en la puerta. En vez de eso, elsargento dedicó un saludo muyceremonioso al jinete solitario y,ostentosamente, ordenó que se bajara elgran puente levadizo. Al mismo tiempo,envió a un mensajero a la carrera para

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que avisara a su señor de la inminentellegada del visitante de las llanuras.

Jaymes apenas prestó atención alsaludo de bienvenida y condujo elcaballo al paso, hasta el patio encerradopor los altos muros del palacio. Delestablo salieron unos sirvientes, y elmariscal desmontó delante de lasgrandes puertas de la residencia de laregencia. Ya subía los escalones agrandes pasos cuando recogieron sucaballo.

Las gigantescas puertas se abrieronen cuanto se acercó. Un par de guardiasse pusieron en posición de firmes,mientras un cortesano, con peluca y

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poco que hacer, se apresuraba adesaparecer por el gran salón interior.

—¡Mi señor mariscal! —exclamó elbarón Dekage, el edecán del regente—.¡Qué magnífica, e inesperada, visita!Nos había llegado la noticia de queestabais en la ciudad, pero no podíamosmás que albergar la esperanza de quetuvierais tiempo para hacer una visitaoficial a su señoría. Os está esperando,por supuesto. ¿Me permitís que osmuestre el camino a su despacho?

—Recuerdo cómo se llegaba —respondió Jaymes bruscamente, antes depasar con rapidez junto al nerviosonoble. El mariscal dio varios pasos más

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y se detuvo, para volverse haciaDekage, enarcando una ceja—. Peropuedes decirme algo: ¿se encuentra ladySelinda en palacio?

—¡Hummm, eh, sí! Se encuentraaquí.

—¿Podrías avisarle? Me gustaríapasar a verla para saludarla cuando hayaresuelto mis asuntos con su padre.

—¡Hummm, sí, mi señor! Porsupuesto, se lo haré saber de inmediato.

—El edecán se retiró.El señor mariscal levantó la vista y

vio que lord Frankish, el capitán de laLegión de Palanthas, se acercaba por elpasillo. A pesar de su corpulencia, el

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hombre caminaba sigilosamente, comoun gran felino. Los brazos, largos, sebalanceaban a los lados del cuerpo y elnegro bigote relucía como si acabara depeinarlo con aceite.

—Perdonadme, mi señor —dijo elcapitán—. No pude evitar oíros.

—¿Y? —El tono del señor mariscalera aburrido.

—Y… —Frankish, señor de laOrden de la Rosa, se irguió— me temoque debo insistir en que me digáis larazón por la que deseáis ver a laprincesa Selinda.

—Puedes preguntárselo a ellamisma… cuando me haya ido —repuso

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Jaymes—. Si quiere que lo sepas, te lodirá.

—¿Acaso no entendéis, mi señor,que mi interés en este asunto no essimple curiosidad? —Parecía que la vozdel señor también chorreara aceite,como su bigote. Pero era un guerrero ydaba la impresión de que estabahaciendo un auténtico esfuerzo para nolanzarse sobre el señor mariscal.

—Realmente no me importa cuál seatu interés. No voy a discutir mis asuntoscontigo. Buenas tardes.

Jaymes se alejó con paso airado.Lord Prankish se quedó allí un buenrato, abriendo y cerrando el puño

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mientras observaba la figura del señormariscal, cada vez más lejana.

El señor regente Bakkard du Chagneestaba en su mesa, mirando conexpresión impasible la puerta que unsirviente estaba abriendo para dejarpaso a Jaymes.

—Hola, señor mariscal —saludó DuChagne con cautela—. ¿Cómo avanza lacampaña contra la horda?

Jaymes se encogió de hombros.—Como sabéis, iría mejor si

pudiera contar con la Legión dePalanthas. Dos mil caballeros más, con

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cuerpo de infantería, serían suficientespara cambiar el curso de losacontecimientos.

Du Chagne sacudió la cabeza.—Ya os lo he dicho muchas veces,

no es algo negociable. Son mi únicareserva y, si los enviara a las llanuras,dejaría esta gran ciudad desprotegida.—Le dedicó una sonrisa de reptil—. Noobstante, hablaré con lord Frankish paraver si puede prescindir de algunacompañía.

—No os molestéis. Puedo adivinarsu respuesta.

El señor mariscal se sentó en uno delos cómodos sillones del regente y tomó

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un cigarrillo del estuche que había en lamesa, junto a la chimenea. Se inclinó ylo encendió con una brasa. Du Chagne sesentó en el sillón de al lado y cogió otrocigarrillo. Durante un momento, los doshombres estuvieron sentados en silencio,envueltos por una nube de humo, queempezó a desaparecer por la chimenea.

—Podría esgrimir los mismosargumentos a los que llevo un añorecurriendo —dijo Jaymes, forzando unaire despreocupado—: que la únicaamenaza para esta ciudad es el ejércitode Ankhar, la fuerza a la que me estoyenfrentando en las llanuras; que vuestroscaballeros están convirtiéndose en unos

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gordos perezosos y necesitan un poco deacción para recordar quiénes son y porqué. Pero no repetiré esos argumentos.Esta noche, no.

—Me alegra comprobar queempezáis a ver el asunto desde mi puntode vista —comentó Du Chagne con unasonrisa—. Al fin y al cabo, ya tenéis tresejércitos a vuestras órdenes. Y,sencillamente, no es demasiado prudentealejar tanto todas nuestras tropas de labase de nuestro poder…, que está aquí,por supuesto, en Palanthas. En loreferente a los fondos, tened la certezade que seguiré encargándome devuestros gastos. Aquí, en la ciudad, nos

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sentimos muy agradecidos por el trabajoque estáis llevando a cabo vos yvuestros hombres, sinceramente. Pero…

—Esta noche no recurro a misargumentos, porque tampoco he venido averos a vos —lo interrumpió Jaymesbruscamente—. Sabía que no sería másque una pérdida de tiempo.

Du Chagne entrecerró los ojos.—¿Por qué habéis venido, entonces?—Para ver a vuestra hija. Sólo pasé

por vuestro despacho para guardar lasformas. Los dos sabemos que no tienesentido discutir el tema que llevamos unaño debatiendo.

—¿A mi hija? —El señor regente

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estaba perplejo. Se levantó, aspiró elcigarrillo con fuerza, hasta que en elextremo brilló una brasa roja, y se alejóhacia su mesa—. Escuchadme, Jaymes,¡quiero que os mantengáis alejado deella!

Jaymes se levantó.—Me alegra oír eso, porque también

vine a daros un mensaje en relación convuestra hija: vuestros deseos no meimportan en absoluto.

De repente, los ojos de Du Chagnese desviaron hacia la puerta y el señormariscal se volvió. Allí vio a lordFrankish y a un caballero con la túnicablanca y el emblema del Martín

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Pescador. Jaymes conocía al hechicerode oídas, pero nunca habían coincidido.Ambos entraron en el despacho sin quelos anunciaran, pero era evidente que elseñor regente se alegraba de suaparición.

—¡Ah, mis señores! —exclamó DuChagne, visiblemente aliviado—.Bienvenidos. Señor mariscal, ospresento a sir Russel Moorvan, delMartín Pescador. —El mariscal dedicóun saludo ausente al caballero ataviadode blanco, que sonrió a Jaymes con unamueca extraña.

—Vuestra fama os precede, señormariscal —dijo el caballero hechicero.

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—Veo que habéis llegado sano ysalvo de Sancrist —contestó Jaymes conironía.

Moorvan se sonrojó, pues lasmansas aguas de Sancrist a Palanthaseran una de las rutas marítimas másseguras de Ansalon.

—Varias de mis compañías llegarándentro de poco. Tengo la intención deque una de ellas se una a vuestrasunidades en el campo de batalla —anunció el mago con frialdad—, si esque es bienvenida.

Jaymes asintió, con las cejasenarcadas.

—Necesito hombres que puedan

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luchar, ya sea con la espada o conhechicería.

—Magia. La hechicería se refiere aaquellos que no honran a las tres lunas—aclaró Moorvan.

Sus manos danzaron delante de él.Entrelazaba y separaba los dedos, comosi estuviera haciendo una delicadademostración. Sus ojos, fríos y distantes,no se posaron en ningún momento en elrostro de Jaymes.

—En cualquier caso, sea como sea,enviadlos al frente tan pronto como seaposible.

—Creo, señor mariscal, que estabaisa punto de informar al señor regente

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sobre la situación en el campo debatalla. Me gustaría oíros —dijo elhechicero con voz suave. En esemomento, su mirada era cálida, amistosaincluso, y Jaymes parpadeó, tratando devalorar el cambio.

Después, encogiéndose de hombros,asintió. Agitó el cigarrillo y empezó aexplicar la situación a grandes rasgos:sus tres ejércitos estaban reunidos en elVingaard, listos para atacar juntos por eleste, en un intento por romper el sitiosobre Solanthus. Describió elemplazamiento de sus fuerzas y las delenemigo, en la medida en que lo sabía.Conscientemente, evitó invitarles a que

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sugirieran alguna estrategia.De hecho, el señor regente y sus

hombres plantearon varias preguntas sinimportancia, antes de declararse muysatisfechos con la situación, para gransorpresa de Jaymes. El mariscal trató deconcentrarse en sus palabras, pues teníala sensación de que algo se le escapaba,pero ¿qué era?

—Gracias —dijo Du Chagne. Selevantó, hizo una reverencia y, con ungesto, señaló la puerta al señor mariscal—. Ahora, si nos excusáis.

Jaymes asintió, contento de poderirse. Salió del salón, recogió su caballoblanco en el establo, montó y cabalgó

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hasta la casa de Coryn. Se sentíaextrañamente ausente. Era como sicabalgara en sueños, sin darse cuenta delo que lo rodeaba.

Hasta que no habló con Coryn mástarde, no supo lo que había sucedido.

El señor regente se retiró a su salónprivado. La luz de las lámparasiluminaba los ventanales de la ampliasala, en lo alto del complejo palacio.Era el santuario de Du Chagne, en el quese alejaba del sinfín de presiones,preocupaciones y problemas que leacosaban en su despacho. La habitación

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tenía unos sólidos barrotes y, cuando elregente se encontraba allí, se aislaba.Además, dos corpulentos caballerosarmados con un hacha —veteranos de laLegión de Palanthas que habían juradoservir a Du Chagne— hacían guardia ala puerta.

En el interior de la sala, había treshombres más. La temperatura erasofocante, pues el día había sidocaluroso y las llamas de las numerosaslámparas de aceite se sumaban a lacalidez de la estancia. Sin embargo, elseñor se negaba rotundamente a abrir lasventanas, y sus invitados, todos ellossubordinados de confianza, sabían desde

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hacía mucho tiempo que era mejor nopreguntar.

—¡Me espían a la menoroportunidad —exclamó Du Chagne—,como si la Bruja Blanca supiera todosmis planes e intenciones, y el mariscaltuviera agentes en todos los rincones dela ciudad! ¡Estoy seguro de que lostiene! ¡Por eso he hecho queinspeccionarais, con vuestra magia, cadamilímetro de esta habitación!

—Por supuesto, excelencia —contestó sir Moorvan, con voztranquilizadora—. Y ahora no hayamenazas.

Du Chagne asintió, sin estar

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totalmente convencido.—Incluso así, no abriremos ninguna

ventana, ¡no dejaremos ningún resquicioque facilite el espionaje!

Los otros tres hombresintercambiaron miradas. A veces, lasprecauciones excesivas de Du Chagnerayaban en lo absurdo. Sin embargo,aquella noche tenía un buen motivo parasu paranoia.

—El señor mariscal vino a palacioesta tarde, hace horas.

El regente, gordinflón y mediocalvo, estaba furioso. Pasaba una y otravez por delante de uno de los altosventanales. Se dirigía al tercer hombre,

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el clérigo mayor de los caballerossacerdotes, pues los otros dos habíanestado presentes en la visita de JaymesMarkham a palacio.

Du Chagne miró por la ventana,cerrando las manos fofas en un puño. Laciudad se extendía ante él, casi sumidaen la oscuridad, sólo iluminada por losfaroles de las calles de los barrios másricos y por las antorchas y los hogaresque ardían en las tabernas y las casas delos gremios, lugares típicos de reunión.Estos apenas eran un destello en laintensa oscuridad.

Una campana, seguramente deltemplo de Shinare, anunció tristemente

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la undécima hora.—Debo decir que fue insolente, tan

despectivo como de costumbre. Y sólose marchó gracias a la persuasiónmágica del Martín Pescador aquípresente.

Moorvan se encogió de hombros,modestamente.

—Lo único que hice fue nublar suspensamientos un rato, de forma queolvidara lo que había venido a hacer.

—¿Lo hechizaste? —El clérigoinquisidor Frost, caballero sacerdote,mostró una mezcla de sorpresa yadmiración, aunque su expresión era deenfado—. ¡Seguro que no deja pasar tal

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insulto!—¡Bah! Tengo cosas más

importantes por las que preocuparmeque por los insultos a la dignidad delseñor mariscal —lo interrumpió elseñor regente, malhumorado—. Anunciósu intención de ver a mi hija y, en cuantosalga de su confusión, ¡no cabe duda deque volverá!

—¡Mi señor! —Lord Frankish seincorporó con una agitación impropia—.¡Debo oponerme! ¡No debe permitirseque mancille la reputación de laprincesa Selinda!

—No, estoy de acuerdo, Frankish.Sin duda, no debe permitirse. ¿Quién

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puede adivinar sus planes? En estemismo momento podría estar tramandoenviar un mensaje secreto a mi hija.Admito que ella tiene cierta debilidadpor él, desde que lo exculparon de todossus crímenes.

—Si lo deseáis, mi señor… —ofreció el Martín Pescador.

Sir Russel Moorvan habíapertenecido a la Orden de la TúnicaBlanca, pero recientemente lo habíannombrado nuevo señor de la Orden deMagos Auxiliares de Solamnia, losMartín Pescador.

—… sería algo tan sencillo comoconjurar un encantamiento que nos

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permitiera observar a la princesa en susaposentos, aquí, en palacio. Sólonecesitaría que me dierais un espejo, oincluso un cuenco con agua clara…

—¡Ya es suficiente! —graznó DuChagne—. ¡Espiar y espiar! Todo esespiar. ¡No os pondré a espiar a mi hija!

—Bien. Mis disculpas, señor —contestó Moorvan con una graciosareverencia.

—¡Pero tenemos que hacer algo! —afirmó lord Frankish de mal humor—. Elseñor mariscal es cada vez másdescarado. No tiene escrúpulos y es unpresuntuoso. Hoy amenaza a vuestrahija. Mañana podría amenazarnos a

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todos nosotros. Cómo sabemos que notraerá a su ejército por las montañas ynos sitiará a nosotros cuando hayaterminado con Ankhar y Solanthus.

—No lo sabemos. Y precisamentepor eso os he convocado esta noche —contestó el señor regente—. ¡Hay quedetenerlo!

—Podríamos proceder de muchasformas —empezó a decir Moorvan,escogiendo las palabras con cuidado—.Por supuesto, debe tenerse en cuenta laimpresión del pueblo. Y el momento.Pero yo sugiero que ahora tenemos laoportunidad de actuar, mientras seencuentra en Palanthas.

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—¿No podéis ordenar que loarresten sin más? —preguntó Frankish—. Representa al Ejército de Solamniay, al fin y al cabo, sería de esperar querespetara las tradiciones de lacaballería. Todo el mundo sabe quehace caso omiso del Código y laMedida, sin ni siquiera disimularlo.Podríamos retarlo por su deshonra a lacaballería.

—No —repuso Du Chagnebruscamente, sacudiendo la cabeza—.Esa sería la forma más segura delevantar a aquellos que lo apoyan.

—¿Quizá algo más directo,entonces? —propuso el Martín Pescador

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—. Algunos de mis agentes, por puranecesidad, han establecido contacto conalgunos de los personajes másindeseables de nuestra amada ciudad,aquellos que vagan por los callejonesmás oscuros del puerto. Por ejemplo, seme ha informado de que incluso estáformándose un gremio de asesinos…

Una vez más, Du Chagne sacudió lacabeza.

—Está atento a las traiciones.Conozco un caso, responsabilidad deuno de los difuntos duques, porsupuesto, en el que un asesino intentóatacarlo. A pesar de que en ese momentoJaymes Markham estaba encadenado y

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era prisionero de la caballería,consiguió derrotar al asesino y escapar.Fue un asunto vergonzoso para todosaquellos… —dijo, tosiendo connerviosismo— implicados.

—Eh, sí. Yo también he oído algo deese asunto —dijo el hechicero delMartín Pescador—. En aquel tiempo,era sospechoso de ser el asesino deLorimar, ¿no es así? Es muy escurridizo,de eso no cabe duda. —Se rio, casi conadmiración.

—¿No tenéis ninguna sugerencia,mago? —preguntó Frankish.

—Mi sugerencia es que sigamosdando una imagen poco favorable del

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señor mariscal, para que poco a poco laopinión pública se vuelva contra él.Vuestro discurso en el último Festivalde la Cosecha, excelencia, preparó elterreno magníficamente. El pueblo secansa de la larga guerra. De algo nocabe duda: están hartos de pagar laguerra. Y es bien sabido que el señormariscal ascendió a su posición actualsin derechos de nacimiento, sin título denobleza.

—No, desgraciadamente se trata deun caso de aclamación de loscaballeros, después de que salvara alejército de la ineptitud del duqueWalker —intervino el clérigo—. En

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realidad, fue cuestión de un momento depopularidad. Y está claro que siguesiendo popular.

—Por desgracia, no parece que supopularidad decaiga —convino DuChagne.

—Motivo de más para que noperdamos tiempo. Si regresa al frente yse beneficia de la buena fortuna de sustropas, de alguna victoria importante, elmariscal será el favorito del pueblo. —Moorvan se había levantado y paseabade un lado a otro—. No podemospermitirlo. Debemos hacer que pierda,al menos, su posición de poder, yseguramente más que eso.

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—Hemos descartado la opción delasesinato —señaló el sacerdote conironía—. Al menos, ¡esa fue la firmedecisión de su excelencia!

—¡Así es! Los riesgos, paranosotros, son excesivos —afirmó DuChagne.

El hechicero de rostro afilado miró alord Frankish con aire meditabundo.

—Vos, mi señor, os contáis entreaquellos que cortejan a la hermosa hijade nuestro regente, ¿no es así?

—¡Es bien sabido! Pero ¿qué tieneque ver eso con lo que nos ocupa?

—Es sólo que… si algo pusiera enduda el honor de la princesa… Bueno,

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en mi opinión, necesitaría un guerreroleal y experto que defendiera su honor.Eso podría suponer una soluciónhonrosa a este gran dilema.

—¿Queréis decir que rete a JaymesMarkham a duelo? —preguntó LordFrankish.

Caminó hacia la puerta. Los dueloseran raros en Palanthas, pero tenían unalarga tradición en la cultura solámnica.Se trataba de combates muy ritualizadosque a menudo terminaban con la muertedel perdedor, o hiriéndolo de gravedad.Prueba de la valentía de lord Frankish,así como del fervoroso interés que teníapor la princesa Selinda, fue que no

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desechara la idea de inmediato.—¿Creéis que podría vencerlo? —

preguntó el señor de la Rosa.—Sois un hábil espadachín, sin

duda. —El Martín Pescador se erigiócomo representante del grupo—. Conarmas similares y en un combate justo,tendríais muchas opciones.

—En realidad, sólo hay una opción—objetó el clérigo.

Frankish se estiró cuan largo era —un hombre corpulento, de anchasespaldas— y se dirigió al señor regente:

—No temo al mariscal. Mi señor, sies vuestro deseo que lo rete…

—¡No puedo permitirme perderte!

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—gruñó Du Chagne.—No, de hecho, nadie, ninguno de

nosotros, puede permitirse perder anuestro estimado general Frankish. —ElMartín Pescador hablaba con voztranquilizadora. Entrecerró los ojos y serascó la barbilla, sin apartar la vista delord Frost—. Mi querido clérigo,¿podríais investigar sobre este tema enlos archivos del templo? El último duelobajo el gobierno de la caballería tuvolugar hace muchas décadas, pero seríade gran utilidad conocer sus detalles.Podríais aclararnos las normas y losriesgos.

—Por supuesto, si ese es el deseo de

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mi señor.—Por favor —contestó Du Chagne

—. Consideraría una atención personalque estudiaseis este asunto de inmediato.

—Así lo haré, mi señor. Para mí esun placer serviros.

El sacerdote se levantó de suasiento, hizo una reverencia y salió de lasala. El señor regente tomó la palabra encuanto la puerta se cerró.

—Ahora, ¡pensad! Un duelo esdemasiado peligroso. Necesitamos unplan mejor, algo que asegure nuestroéxito.

—Ruego al señor regente que meperdone —intervino el Martín Pescador

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con voz tranquila—. No había terminadode explicar mi plan. Pero no creo quehaya que molestar al señor clérigo conlos detalles.

—¡Hummm!, veamos. —Du Chagneestaba intrigado—. Continúa.

—Creo que nuestro señor de laRosa, Frankish, podría estar dotado delos medios para ganar el duelo, de ciertaforma que pasara desapercibida. Comosabéis, parte del ritual del duelo exigeque los oponentes reciban armasidénticas y que un juez imparcial y almenos dos hechiceros estén presentes,para cerciorarse de que ninguna de laspartes utiliza la magia.

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—Sí, conozco todas esas normas —contestó el regente, impaciente.

El Martín Pescador se resistió aapresurarse.

—Mi sugerencia es que puedoencantar al señor aquí presente con unhechizo de velocidad, antes delcombate. Si lo utiliza con sutileza, deforma que se limite a ligeras mejorías desus reflejos habituales, su velocidad deataque, etcétera, nadie descubrirá elhechizo. Sin embargo, le garantizará laventaja suficiente para que puedarechazar todos los golpes y, después dehaber disimulado un rato delante deljuez, dar él mismo el golpe definitivo.

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Creí que al clérigo no le importaría mitruco sin importancia y pensé que seríamás conveniente enviarlo afuera,mientras nosotros discutíamos el asunto.

—¡Hummm!, pero ¿qué hacemos conel otro hechicero? Seguro que la BrujaBlanca está atenta a cualquier traición.

—Un hechizo no es un instrumentomágico. Ningún conjuro podrá detectarque lord Frankish tiene a su favor unhechizo de velocidad. Dependerá devuestra discreción, evidentemente —apuntó el Martín Pescador, volviéndosehacia el señor de la Rosa—. Si osmovéis demasiado de prisa, ellasospechará. Como he dicho, la sutileza

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es la clave.—¿Podrás hacerlo? —preguntó el

señor regente.—¡Sí, por supuesto! —contestó

Frankish.Volvió a levantarse y a pasear por la

estancia, golpeándose la palma de lamano con el puño. Dio media vuelta yarrastró los pies, como si estuvierapreparando mentalmente losmovimientos del duelo.

—Lo retaré en la primeraoportunidad que se me presente.

—¿Quién será el juez? —inquirióDu Chagne.

—Creo que nuestro colega, el

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clérigo inquisidor, podrá cumplir bienese papel —aseguró Moorvan conironía.

Los tres hombres se quedaron ensilencio unos minutos, cada uno perdidoen sus pensamientos.

—La Bruja Blanca sigue siendo unpeligro —comentó el señor regente,rompiendo el silencio—. Sin duda,asistirá al duelo y vigilará que no seproduzca ninguna irregularidad.

—Iré a buscarla después de que selance el reto y le propondré queasistamos juntos —contestó sir Moorvan—. Me aseguraré de que no encuentreninguna ocasión en la que ella misma

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pueda hacer un hechizo. No podrádetectar el hechizo de velocidad, nialterar el combate mágicamente. Al seryo quien la invite, quizá no sospechenada.

—Muy bien —concluyó el regente,resueltamente—. Está decidido. Ahora,¿cómo lo ponemos todo en marcha?

—En referencia a eso —contestó elMartín Pescador con una sonrisa—,tengo otra idea…

—Por tu expresión, diría que tu misiónno ha tenido éxito —dijo Coryn,secamente.

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Cuando el señor mariscal volvió allaboratorio, ella estaba sentada a sumesa. Después de mirarlo concuriosidad, se concentró de nuevo en elgrueso volumen que estaba leyendo.

Él se limitó a encogerse de hombrosy cruzó la habitación en dirección alarmario donde Coryn guardaba variasbotellas de vino, además de una decoñac. Después de estudiarcuidadosamente los vinos, se sirvió untrago generoso del licor oscuro. Bebióun sorbo y se volvió para mirar a Coryn.Vio entonces que la hechicera habíaapartado el libro y lo contemplaba conaire especulativo.

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—El hechicero me ha confundido —admitió, por fin—. Ni siquiera me hedado cuenta de que conjurara unhechizo, pero me he ido sin ver a laprincesa. ¡De hecho, ni siquierarecordaba por qué estaba allí!

—Sir Moorvan es capaz de hacertrucos así, sin duda. Pero no esdemasiado sorprendente. ¿Vas a volvercon tu ejército mañana? —Coryn lopreguntó sin demasiadas esperanzas.

Jaymes clavó su mirada en ella.—No. Esto ha sido una diversión

temporal. Mañana volveré allí, y si esehechicero intenta engañarme de nuevo,pasaré por encima de él.

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—Eso sería llevar las cosas alextremo ——comentó la hechicerablanca, reprobadoramente. Se levantó ycerró el libro, para colocarlo en elestante—. En este momento —continuó,con un suspiro resignado—, lo quenecesitamos es descansar un poco.Puedes utilizar la misma habitación en laque dormiste anoche.

—¿Necesitamos? —preguntóJaymes, con cautela.

Coryn asintió.—Mañana, cuando vayas a visitar al

señor regente y a su hija, yo teacompañaré.

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7El ejército de la oscuridad

Tenemos que bajar por este barranco,hasta el fondo oscuro —insistió Laka,señalando con el tótem de la cabezamuerta.

La hobgoblin miró con ferocidad aAnkhar y a Hoarst al ver que ninguno desus acompañantes hacía el más levemovimiento para arrojarse al vacío sinfin.

El abismo era infinito ysobrecogedor; estaba sumido en la más

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absoluta oscuridad y, sin embargo,misteriosamente vivo. La negruraamplificaba cada susurro, cada arrastrarde pies, cada tintineo de las hebillas.Ankhar sintió que se le erizaba el pelode la nuca y no pudo reprimir ungruñido. El semigigante se aferró a lalanza con las dos manos, blandiendo lapunta de esmeralda.

—¿Sabéis lo que hay ahí abajo? —preguntó el Caballero de la Espina conescepticismo—. O, al menos, ¿a quédistancia está el fondo?

—No importa —contestó la bruja—.Este es el camino que debemos seguir.Tú tenías que venir por una razón.

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—También hay otra razón, supongo—aventuró el hechicero.

—Sí, pero esa vendrá más tarde.Primero, tienes que bajarnos al fondo deeste gran agujero.

Por un momento, parecía que elCaballero de la Espina estaba dispuestoa discutir, pero después asintió con ungesto brusco.

—Puedo hacerlo —contestó Hoarst,dirigiéndose a Ankhar—, pero senecesita coraje. Debo conjuraros con unhechizo, mi señor. Tendréis que confiaren la magia y saltar por el borde delprecipicio. El hechizo hará que flotéissuavemente, como una hoja, hasta el

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fondo.—¿Y mi madre? —preguntó Ankhar.El hechicero se encogió de hombros

y a sus ojos asomó un atisbo de cruelalegría cuando añadió:

—Sólo tengo un hechizo. Tendréisque cogerla en brazos y llevarla convos.

—Eso haré —convino elsemigigante, aunque sentía el corazónlatiéndole en la garganta y el terror leoprimía el pecho cuando se imaginaba así mismo y a su amada hechiceralanzándose al vacío—. ¿Tú tambiénbajas al fondo?

—Sí, tengo otro hechizo que

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utilizaré para mí. Podré volar unperíodo corto de tiempo y así podréseguiros hasta donde aterricéis.

—Muy bien. —De repente, Ankharestaba impaciente por que aquellaaventura acabara, quizá porque sabíaque si vacilaba demasiado empezaría apensar en los peligros y se echaría atrás—. Di los hechizos —ordenó conbrusquedad.

Hoarst sacó un pellizco de plumón,como el de los gansos, de uno de losbolsillos de su túnica. Lo levantó hastael rostro del semigigante —en realidad,hasta su barbilla, que era lo más alto quepodía llegar— y murmuró unas palabras

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roncas. Aquellas extrañas palabras nisiquiera parecían articuladas por unhumano.

Después de esperar pacientementevarios minutos, Ankhar no sintió ningunadiferencia.

—¿Cómo sé que el hechizo estáfuncionando? —gruñó.

—Confiad en mí —respondióHoarst, fríamente—. Y recordad que yoestoy tan ansioso por que esta búsquedatermine bien, y por salir de este lugarhorrible, como lo estáis vos.

—¡Llévame! —insistió Laka, tirandode la gigantesca mano del semigigante.

A regañadientes, Ankhar soltó la

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lanza, la sujetó con una sola mano ylevantó a Laka con la otra. Acurrucócontra su pecho el cuerpo huesudo,como si fuera un bebé. Hoarst levantóamablemente la espada, para que su luzdescubriera el borde del precipicio y lavastedad vacía que se abría detrás.

A Ankhar se le ocurrieron un millarde razones por las que, de repente,aquello parecía una idea muy mala, perono se pondría en ridículo delante de sumadre y del poderoso hechicero, que erasu subordinado, así que cerró los ojos;sin darse cuenta contuvo la respiración ydio un paso hacia el vacío. Lanzó ungruñido cuando se sintió caer. A pesar

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de su evidente confianza, Laka ahogó ungrito sobresaltado y clavó los dedoscomo garras en el brazo del semigigante.Se aferró a su talismán y la luz verde delas cuencas muertas parpadeó y desgarróla negrura. Ya habían saltado alprecipicio y caían hacia el abismo.

Pero tal como Hoarst habíaprometido, caían muy, muy lentamente.El hechicero, con la espada luminosa, selanzó al vacío. Voló alrededor de ellosen círculos perezosos, y Ankhar viopasar a su lado la pared oscura. Podríahaber extendido un brazo para tocarla,pero no se atrevía a aflojar el abrazo enel que sujetaba a la temblorosa Laka,

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que se aferraba a él con pánico evidente.Se limitó a apretar a la hobgoblin yesperar, repartiéndose entre el miedo yel asombro, mientras descendíanlentamente, más y más, bajo lasuperficie de la tierra.

Ankhar intentó calcular cuántotiempo llevaban cayendo, qué distanciahabían recorrido bajando junto a lapared oscura y lisa. Una vez se rozó conuna piedra increíblemente fría quesobresalía, pero el golpe fue muy suavey lo alejó de la superficie. Al final, serindió y dejó de intentar calcular a quéprofundidad estaban. Seguro que habíandescendido más de lo que jamás hubiera

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creído posible. Durante todo ese tiempo,Hoarst flotaba cerca de ellos. Laka yAnkhar podían verlo gracias a la espadaencendida que llevaba, la única luz enaquel vacío negro.

Por fin, el hechicero desaparecióbajo ellos, describió varios círculosmás y se posó sobre el suelo de piedra.Ankhar distinguió una superficiesorprendentemente lisa, que partía de lapared con una ligera inclinación.Cuando ya estaban cerca abrazó a latodavía temblorosa Laka, flexionó lasrodillas y aterrizó con suavidad en latierra firme. Lo primero que se le pasópor la cabeza fue pensar cómo saldrían

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de aquel lugar. ¿La magia de Hoarst lespermitiría flotar hacia arriba con lamisma facilidad? Pero se mordió lalengua. En vez de decir algo, dejó aLaka delicadamente en el suelo y,cuando todos estaban en el círculo deluz que emitía la espada mágicamenteiluminada de Hoarst, preguntó:

—¿Dónde estamos? ¿Y adóndevamos ahora?

—Buenas preguntas —repuso elhechicero humano—, pero de difícilrespuesta. Da la sensación de que estoes un lugar de muerte. En algún tiempoaquí se produjeron muertes, muchasmuertes.

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—Mirad.Laka levantó su talismán, de cuyas

horribles cuencas salía una luz verdemás intensa aún que la de la espada delhechicero. El resplandor verde iluminóvarios objetos que había en el suelo,vasto e inclinado. Ankhar vio un escudoroto, puntas afiladas que parecían delanza, un yelmo agrietado, un trozo depeto… y huesos. Lo que le habíaparecido un montón de piedrasredondeadas y regulares, ahora serevelaban como cráneos, cientos decráneos, esparcidos por doquier. Eranantiguos y estaban polvorientos. Aprimera vista, no hubiera sabido decir si

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pertenecían a humanos, goblins, enanoso a cualquier otra criatura. Las cuencasvacías parecían mirarlo con reproche…o como una señal de advertencia.

—Esto fue un campo de batalla —conjeturó Hoarst.

El humano pegó una patada a una delas puntas de flecha, comida por elóxido. Un olor seco y polvoriento seapoderó del aire. Entonces, el hechicerocogió la punta y con ella rascó la cortezaque cubría la hoja de una espada tosca ypesada.

—Bronce —murmuró—. O cobre.Estos guerreros lucharon mucho tiempoatrás, antes del descubrimiento del

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hierro.—Una gran hueste combatió y

muchos fueron los muertos —observóLaka, sosteniendo el talismán másarriba.

La luz verde se extendió, acariciólos restos de unas almenas y cubrió desombras la cicatriz de una trinchera ylos esqueletos de unos carros. Lasruedas habían desaparecido muchotiempo atrás, pero la estructura de losvehículos resistía, protegida por unagruesa capa de polvo.

—Pero ¿cómo podría bajar a estaprofundidad un gran ejército, o mejordicho, dos grandes ejércitos? —se

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preguntó el semigigante—. ¿Qué tipo decampo de batalla es este?

—Quizá no haya estado siemprebajo tierra —especuló Hoarst—. Sedice que en los primeros días delmundo, la tierra era muy diferente acomo es ahora. Tal vez esto fuera unallanura a los pies de una montaña, alláen la Era de los Sueños. Pero en algúnmomento después de la matanza, elcampo de batalla se hundió bajo la tierray así se conservó durante mucho tiempo.

—Puede ser —admitió Ankhar,frunciendo el entrecejo. De hecho, no sele ocurría otra explicación posible—.Sin duda, lleva aquí mucho, mucho

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tiempo. En la superficie, todos estoshuesos, estas reliquias, se habríanconvertido en polvo. —El semigiganteestaba empezando a sentirse muyincómodo en aquel lugar—. Deberíamosirnos de aquí.

—¡Chsss! ¡Mirad, allí! —exclamóLaka—. ¡Algo se mueve!

Al principio, parecía una voluta dehumo, pero Ankhar sabía que no podíahaber nada que se estuviera quemando.¿Sería niebla o una especie de bruma?En su corazón, que empezaba a saltarcomo el martillo de un herrero sobre elmetal, sabía que no era ninguna de lasdos cosas. Era como escarcha; podía

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verse que era algo frío. Dio un pasoatrás, con las manos aferradas a la lanza.

Las figuras de humo eran cada vezmás numerosas. Formas espectrales quese elevaban sobre las calaveras, sobrelas armas oxidadas y rotas, sobre losrestos que cubrían el campo de batalla.Se alzaban como columnas, quizá de laaltura de un hombre o un poco más.Parecían unidas al suelo, aunque sebalanceaban hacia adelante y atrás, apesar de que en aquellas profundidadesno soplaba ni la más leve brisa. CuandoAnkhar volvía la cabeza, parecía que lasformas de humo se desdibujaban, casidesaparecían. Pero cuando las miraba

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intensamente, podía llegar a distinguirsus rasgos. No eran exactamente rostros,pero tenían agujeros donde deberíanhaber estado los ojos; un vacío negro seabría silencioso, como bocas de las quesalieran gritos mudos.

El semigigante sintió el aguijón delmiedo. Con un gesto de impotencia, miróa su madre adoptiva y vio que Lakacontemplaba las apariciones conferocidad. Les mostraba los dientes; ensus ojos centelleaba la furia.

—¡Atrás! —gruñó Ankhar,balanceando su arma.

—No, van a acercarse —dijo entredientes la hembra de hobgoblin.

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Así fue. Las columnas de niebla,como si fueran una sola, avanzaronsilenciosa, lentamente hacia los tresintrusos, que cada vez se pegaban másentre ellos. A su paso no se levantaba elpolvo, pues flotaban como si algúnviento las impulsara. La luz verde queemitía el talismán de Laka brilló conmás intensidad, y eso sólo logrómagnificar el horror, pues Ankhar pudover que muchas otras imágenesfantasmagóricas —docenas, inclusocientos de formas de humo— se alzabandel antiguo campo de muerte. Lasinfinitas figuras de bruma se retorcían enel aire con inexplicables ansias y

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deseos, avanzando siempre hacia elsemigigante y sus compañeros.

Sobre algunas de las formas sealzaban hilos finos y esbeltos de vapor,como si sostuvieran lanzas espectrales.Aquí y allá, Ankhar distinguió unasplacas redondas, una especie de escudosprimitivos que también llevaban en alto.Hojas de espadas transparentes cortabanel aire, manejadas por las figuras dehumo. Todas las armas imaginables, enforma intangible, apuntaban a los treshabitantes de la superficie que habíanosado pisar aquel campo de batalla,antiguo y olvidado mucho tiempo atrás.

—¡Destrúyelos! ¡Mátalos con tu

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magia! —gritó Ankhar a Hoarst. Su voz,alta e inesperada, rasgó el sobrecogedorsilencio.

—Estos seres no son vulnerables altipo de magia que yo poseo —contestóHoarst con la voz rota.

A los oídos de Ankhar la voz delhechicero, por lo general imperturbable,sonaba profundamente afectada. Con elfin de comprobar sus temores, Hoarstlevantó un dedo tembloroso y gritó unapalabra mágica. Del dedo salieron unasflechas, acompañadas de chispas y unsilbido. Los proyectiles mágicosrasgaron la oscuridad y atravesaronalguna que otra forma de humo. Los

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arcanos misiles siguieron su camino,hasta que desaparecieron, pero losespectros continuaron avanzandoimperturbables, intocables para aquelataque mágico.

Ya estaban cerca, y Ankhar creyódistinguir rostros en aquellas grotescasfiguras, semblantes atrapados enexpresiones de eterno tormento. De lasbocas abiertas no salía ningún sonido,pero el semigigante sentía en la piel sualiento frío. Era más gélido que losvientos invernales de las altas cumbres.El poderoso guerrero, comandante deuna horda de miles de guerreros,matador de más de cien enemigos, sintió

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que las rodillas le temblaban yretrocedió con paso inseguro. Unprofundo gemido llegó hasta sus oídos,pero apenas era consciente de que habíasalido de su propia boca desencajada.Miró cientos de cuencas vacías y en suestómago se clavó el odio y ladesesperación que percibió en ellas.

—¡Valor! —exclamó Laka—. ¡Miracómo se alimentan de tu miedo!

Era cierto: a medida que el terrordebilitaba a Ankhar, los guerrerosfantasmagóricos se hacían más fuertes,se cernían sobre sus víctimas, clavabansus lanzas de aire. Una de las puntasespectrales tocó la rodilla del

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semigigante, y este sintió un intensodolor. El roce era glacial y rápidamentese le extendió por la pierna, que quedósin sensibilidad. Dio un traspié y seaferró a la lanza, para que el astil lesirviera como muleta. Ni siquiera seplanteaba utilizar el arma para lucharcontra esos seres. Instintivamente,comprendía que ninguna hoja de Krynnpodría herirlos.

—Retroceded hasta la pared —susurró Hoarst, cuya voz se desgarró.

Ankhar se aterrorizó al darse cuentade que incluso el temible hechiceroestaba asustado.

Lentamente, los tres retrocedieron,

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pero en realidad no había huida posible.Las imágenes espectrales los rodeaban yse detenían a sólo unos pasos de ellos,formando hileras. La pared negra que sealzaba detrás era una barrerainfranqueable. Estaban atrapados.

—¿Qué son estas criaturas? —preguntó Ankhar en voz baja.

—Son los fantasmas de los muertos—explicó Laka con una tranquilidadsorprendente—. Han estado aquí por lostiempos de los tiempos, miles de años,anhelando sentir la cálida caricia delsol, o de la sangre.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntóHoarst, incrédulo.

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—Estaban en mi sueño —repuso lavieja hembra de hobgoblin.

Con la mano izquierda Laka acariciólos cachivaches que llevaba colgados alcuello, mientras sus ojos saltaban de unahilera de guerreros espectrales a otra.

—¿Sabías que estaban aquí estascosas? —Ankhar estaba horrorizado.

Tuvo que reprimir el impulso degolpear a su madre hasta dejarla sinsentido. Pero el miedo era un impulsomás poderoso, y el semigigante sabíaque sólo Laka podría rescatarlos deaquel horror.

Los dedos huesudos de la hembraacariciaban sin descanso las cuentas de

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su collar, mientras que con la manoderecha aferraba el mando del tótem.Aparentemente, encontró la combinacióncorrecta de piedras, pues, con unmovimiento brusco, levantó la cabezamuerta. Las gemas verdes se clavaron enlos espíritus como si fueran los ojos deun vivo.

—¡Temed al Príncipe de lasMentiras! —graznó, exultante—. ¡LaVerdad será su espada!

»¡Arrodillaos ante lord Ankhar!¡Aclamadlo como vuestro señor!

La luz verde latía en la calavera y elresplandor se extendía por el vastocampo de batalla. Ankhar vio el perfil

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de unas montañas en la distancia, pozosen la tierra y cientos, incluso miles, deguerreros fantasmagóricos reunidosdelante del grupo. Las cuentas deesmeralda parecían paralizarlos, pues,de repente, todos se detuvieron,temblorosos, en una grotesca caricaturade asombro, terror o duda.

—¡Deteneos, guerreros de lostiempos! —volvió a gritar Laka, conmás fuerza—. ¡Pues estáis en presenciade un señor poderoso! ¡Arrodillaos,todos!

Ankhar oyó un sonido leve,imperceptible al principio, como unabrisa tenue que sopla en un bosque de

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árboles desnudos. Aumentó lentamente,se convirtió en un gemido, en un grito y,por fin, en un aullido. El chillidoprovenía de todas partes y elsemigigante tuvo que hacer un esfuerzopara no taparse las orejas. Pero semantuvo erguido, con las manos quietas,consciente de que no sólo tenía queproyectar un aura de valentía, sinotambién de autoridad y poder. Una a unatodas las figuras se desplomaron, comohumanos que caen de rodillas. Ese gestoespeluznante se repitió a lo largo detodas las hileras silenciosas.

—¿Estos fantasmas son mis nuevosaliados? —preguntó Ankhar a Laka con

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asombro—. Seguro que puedenaterrorizar a los humanos.

—No —contestó la bruja consequedad—. Morirían bajo el cielo encuanto sintieran el roce del sol. Estáncondenados a permanecer aquí, paraproteger el legado de su derrota y sumuerte, a pesar de que su tiempo, la Erade los Sueños, pertenece al lejanopasado.

—Entonces, ¿por qué? —inquirió elcomandante de la horda—. ¿Por quéestamos aquí arriesgando nuestraspropias vidas?

—La respuesta es sencilla. No sonmás que un obstáculo. Otro, como el

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precipicio por el que acabamos de bajarflotando, en el camino hacia nuestrodestino. Ahora, míralos. El poder deHiddukel los mantendrá alejados. Perono dejes que sientan tu miedo; labendición del Príncipe sólo protege aaquellos que poseen la valentía de losvencedores.

—Si es así, abre la marcha —gruñóAnkhar—. Nosotros mostraremosnuestra valentía.

Laka empezó a caminar, con eltalismán bien alto. La luz verde sepaseaba entre los rostros de losguerreros espectrales. Las espadasintangibles seguían balanceándose en el

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aire; las grotescas bocas se abrían ycerraban, enfurecidas. Pero el hechiceroy el semigigante seguían a la viejahobgoblin, y las filas de espíritus seapartaban a su paso.

La bruja iba la primera. Ankharcaminaba detrás a grandes Zancadas,seguido de cerca por Hoarst. Los rostrostorturados los miraban, las cuencasvacías y las bocas pavorosas seretorcían y temblaban, pero elsemigigante se había impuesto mantenersu expresión amenazadora y el pasofirme.

Si alguno de los seres osaba siquieraacercarse a su camino, la anciana

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mascullaba una maldición y agitaba lascuentas para advertirle que se alejara.Laka miraba a derecha e izquierda conferocidad, blandiendo el talismán comosi fuera un arma poderosa.

La escena duró una eternidad,aunque cuando Ankhar lo pensó despuésno habían tardado más que unos minutosen atravesar aquel espacio. Su destinoera un hueco que se abría en la paredmás lejana del cañón subterráneo. Elpasaje se perdía de vista, puesdescendía a profundidades aún mayoresen las entrañas ciegas de Krynn.

A sus espaldas, el silenciosoejército observaba, observaba…,

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ansioso de calor y sangre.

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8Dos retos

Coryn contrató una compañía detamborileros, todos ellos ataviados conuna túnica de raso rojo yresplandecientes botas de piel. El líderde cada sección —bombo, timbal ytamboril— llevaba un sombreroadornado con enormes plumas. Sereunieron delante de su mansión congran fanfarria y se pusieron a la cabezade una magnífica procesión, que llevaríaal señor mariscal y a la hechicera,

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ambos a lomos de caballos blancos,hasta el centro de la ciudad, para subir alas puertas del palacio del señorregente.

El desfile atraía todas las miradas.Las madres subían a los niños ahombros para que pudieran ver pasar alfamoso guerrero y a la hermosahechicera. Los soldados y losmercaderes los vitoreaban, e incluso lossargentos de la Legión de Palanthas lossaludaron con gran ceremonia cuandocruzaron las puertas de la ciudad.Continuaron su camino por la sinuosacalzada que llevaba al palacio del señorregente. Avanzaban directamente hacia

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las puertas abiertas, dejando atrás a laentusiasmada multitud.

Cuando entraron en el patio deaquella construcción majestuosa, lostamborileros y lady Coryn continuaronhacia la entrada principal del edificio.El caballo blanco caminaba con pasoorgulloso al lado de la hechicera y elaura de magia sobre la espléndida sillade montar hacía que pareciera queJaymes Markham cabalgaba sobre él.Sin duda, todos los sirvientes,mayordomos y cortesanos sin excepcióncreían que lo habían visto a lomos de lamontura blanca, hasta que el caballo sedetuvo y una mirada más cuidadosa

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descubrió que en la silla no se sentabanadie.

Para entonces, Jaymes ya se habíaescabullido por el establo y habíaentrado en el palacio por la puerta de lacocina. Los tamborileros, los caballos yla hechicera dieron una vuelta más alenorme patio para mantener las formas.

—Mi señor mariscal —dijo Selindadu Chagne al recibir a su visita en laantesala de sus aposentos privados—.¡Qué sorpresa! ¿A qué debo el placer?

—Ha pasado mucho tiempo desdeque hablamos —contestó Jaymes,acomodándose en una de las lujosassillas, mientras la joven tiraba de una

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cuerda para que acudiera un sirviente—.Deseaba volver a veros.

—¿Por qué? —preguntó ella,directamente—. Os engañé para que oscapturaran, intenté que os trajeran aquípara que os juzgaran y ejecutaran. ¡Creíamás bien que querríais estar lo más lejosposible de todo lo que tuviera que verconmigo!

La princesa se rio con nerviosismo,sin dejar de pasear por la habitación,aunque evitando las sillas que quedabana ambos lados de Jaymes. Este, por suparte, se deleitaba apreciando ladeslumbrante belleza de Selinda. Lajoven jugueteaba con un mechón de

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cabellos dorados. Se apartó de unaventana y lo miró con sus enormes ojosque la curiosidad entrecerraba.

—Suponía que, a estas alturas, esepequeño malentendido ya estaríaolvidado —respondió Jaymes, riéndose—. Según lo veo yo, también mesalvasteis la vida en Caergoth, cuando elduque Crawford podría habermematado.

—¡Ese miserable! —exclamóSelinda—. ¡Fue un deshonor para lacaballería, para toda la historia deSolamnia! El reino está mucho mejor sinél.

—No podría estar más de acuerdo

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—repuso Jaymes, echándose hacia atrásy apoyando un pie en un taburete.

—Habéis progresado desde aquellavez en Caergoth. ¿Dos años han pasado?Parece tan lejos. Traer el ejército delnorte por el río Garner, echar a losbárbaros de Garnet… Habéisconseguido muchas victorias. Decidme,¿estaba la ciudad asolada?

—Los daños eran cuantiosos, sí.Pero la mayor parte de la población havuelto y la reconstrucción está muyavanzada.

—¿Y habéis echado a los bárbarosdel oeste de las llanuras? Esesemigigante, Ankhar, ¿sólo tiene las

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tierras alrededor de Solanthus?Jaymes asintió.—Muy pronto no tendrá ni siquiera

eso.—Sí, habéis recorrido un largo

camino desde aquella vez que descubrí aun forajido escondido en una bodegaoscura de las praderas —comentó conironía.

—En mi vida ha habido algunoscambios inesperados —admitió.

Entró una doncella e hizo unareverencia.

—¿Queréis algo para beber? —preguntó la princesa. Sus maneras sehabían endulzado un poco.

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—¿Qué tomaréis vos? ¿Vino tinto,tal vez?

—Sí, es buena idea. Marie, ¿podríastraernos una botella de Rosa deNordmaar, de la cosecha de hace dosaños?

—Por supuesto, mi señora. Ahoramismo.

La criada se retiró, y Selinda sevolvió hacia el señor mariscal.Entrecerró los ojos, con una miradaapreciativa.

—Creo que seguís siendo un hombremuy peligroso —dijo después deobservarlo unos minutos.

—A veces, el mundo necesita

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hombres peligrosos —respondióJaymes, encogiéndose de hombros—. Lahorda de Ankhar no será derrotada porun puñado de caballeros perfumados ode nobles pretenciosos.

Lo miró maliciosamente.—¿Pensáis que soy una noble

pretenciosa? —le preguntó en tonoacusador.

—Cuando me encontrasteisescondido en aquella bodega oscura ytambién cuando entrasteis para hablarconmigo… En fin, eso es lo menospretencioso que puede hacer alguien. —Se detuvo un momento—. Todavía measombra lo que hicisteis. Entonces,

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¿también pensabais que era un hombrepeligroso?

—Lo supe de inmediato.—Pero ¿no estabais asustada?—Bueno, supongo que estaba

aterrorizada.—¿Por qué? ¿Qué hay en mí tan

aterrador, tan peligroso?La joven frunció el entrecejo, pero

Marie le evitó tener que responder, puesen ese momento la doncella volvió conuna jarra de vino tinto y dos copas.

—¿Sirvo a los señores? —preguntóla sirvienta, mientras dejaba la bandejaen una mesa auxiliar.

—¿Me permitís? —preguntó Jaymes,

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incorporándose ágilmente.—Sois mi invitado —repuso Selinda

—. Así está bien, Marie.La princesa se sentó en una silla que

estaba junto a la que había ocupadoJaymes.

Jaymes se acercó a la mesita cuandola doncella se retiró y cerró la puertadetrás de sí. El mariscal se dirigió a laprincesa, de espaldas.

—Entonces…, ibais a decirme porqué os parezco peligroso.

Tenía en la mano el diminuto frasco,invisible para Selinda, pues lo tapabacon el cuerpo. Levantó la licorera y lainclinó con cuidado, para que el líquido

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oscuro se agitara lentamente. Parecíaque estuviera admirando la calidadexquisita del cristal, mientras vaciaba lapoción en una de las dos copas. Despuéssirvió el vino; primero, la copa de laprincesa, y luego, la suya propia, casillena.

—Supongo… —Selinda estabaensimismada, tratando de encontrar unarespuesta—. Supongo que es porque noesperáis a que pasen las cosas, sino quehacéis que pasen. Tomáis lo que queréistomar, y al Abismo con lasconsecuencias.

Jaymes se dio la vuelta y caminólentamente hacia ella para ofrecerle una

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de las copas. Ella la cogió, y el mariscalse sentó a su lado. Entonces, alzó sucopa.

—¿Tal vez podríamos brindar porun nuevo comienzo, por uno que nonazca en el sótano sombrío de una casaincendiada?

—Me parece bien —contestó ellacon voz suave.

Entrechocaron las copas condelicadeza y ambos bebieron un sorbode vino. Era un cosecha extraña, suave yrica, pero sin rastro de amargor. Jaymesasintió con aprobación y la contemplómientras tomaba otro sorbo.

—Pero me gustaría que una cosa

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quedase clara —continuó Selinda—. Osencuentro un hombre peligroso, perointeresante. Reconozco que sois buenopara el futuro de Solamnia. Si queremosque nuestra nación esté unida y quecrezca poderosa de nuevo, necesitamosun ejército fuerte y un comandante fuertea su cabeza. Pero espero que no estéisaquí para cortejarme, como mi padre meha advertido, pues yo no estoyinteresada en eso.

—Ha quedado claro —contestóJaymes, mirándola mientras la joventomaba otro sorbo de vino—. ¿Puedopreguntaros si no estáis interesada enque yo os corteje, o en que os cortejen,

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en general?—Ambas cosas debo responder. —

Selinda se recostó en la silla, agitó elvino en la copa y lo miró por encima delbode de cristal—. Mi falta de interéspor el cortejo puede resultaros extraña.Pero hay muchos hombres, los noblesmás poderosos de toda Solamnia, queparecen verme como una especie detrofeo, el premio que reclaman en unajusta real. A lord Frankish prácticamentese le cae la baba. Y odio esesentimiento. Lo odio.

—Creo que puedo entenderlo —admitió Jaymes.

—Mi padre sabe cómo me siento. En

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cuanto llegué a la mayoría de edad, quefue hace dos años justos, le hiceprometer que me casaría con quien yodecidiera, cuando yo lo decidiera. Porsu parte, no recibo ninguna presión. ¡Enesta casa no habrá matrimoniospolíticos!

—¿Y cómo reaccionó el señorregente ante eso? —preguntó Jaymes,enarcando las cejas—. Yo os diría…Bakkard du Chagne me parece unhombre que toma lo que quiere, en vezde quedarse sentado esperando a que selo ofrezcan.

A Selinda se le escapó una risitatonta y se llevó la mano a la boca,

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sorprendida.—No puedo creer que hayáis dicho

eso. ¡Nunca había oído a nadie hablarasí de mi padre!

—Eso es porque también es unhombre peligroso —contestó el mariscalcon franqueza. Seguía recostado en lasilla, agitando el vino de la copa condelicadeza. Después de dar otro sorbo,prosiguió—: ¿Le tenéis miedo?

—No —aseguró ella, agitando lacabeza con determinación. En su miradaencontró una expresión segura; ladiversión asomada a sus ojos—. Claroque no. Es mi padre. Y acabo de darmecuenta de una cosa: tampoco os temo a

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vos.—Me alegro —contestó el hombre.Dejó su copa en una mesa y se

inclinó para observarla. La mayoría demujeres se habrían inquietado, habríanapartado la vista bajo su intensoescrutinio, pero no la princesa dePalanthas. En vez de eso, volvió areírse.

—¡Ojalá…, ojalá tuviera unhermano mayor como vos!

Jaymes parpadeó y se echó haciaatrás, sorprendido.

—¿Un… hermano?—Sí. No, no es que no seáis un

hombre atractivo. ¿Sabéis? Creo que

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lady Coryn está enamorada de vos. ¡YDara Lorimar pensaba que lo estaba, esoseguro!

Ella misma se sorprendió al oír loúltimo que había dicho, y dolorososrecuerdos nublaron su mirada.

—Dara Lorimar no era más que unaniña. Una niña encantadora, sin duda. Detodas maneras, no vivió el tiemposuficiente para conocer el significadodel amor. —Su tono era duro.

—¡Ya sé que murió demasiadopronto! Pero ya os lo he dicho: nosotraséramos amigas, lo éramos desde niñas.Y hablaba de vos cuando vino aPalanthas el último invierno, cuando

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trabajabais para su padre, protegiéndolea él, su casa y su familia.

—Buena protección —mascullóJaymes. No se esforzó por esconder laamargura de su voz. Sus recuerdostambién estaban cargados de dolor—.Murió intentando alejar a los asesinosde su padre, y yo les fallé a los dos. ¡Nisiquiera me di cuenta de que estaban enpeligro!

—Pero cuando lo descubristeis, losvengasteis con honor… y ganasteis unejército entero en el camino —dijoSelinda—. ¿No amabais a Dara, aunquefuera un poco?

—Acabo de decíroslo: era muy

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joven, ¡casi una niña!—¡Era un año mayor que yo!—Bueno, eso fue hace mucho tiempo

—repuso Jaymes, sin más.Su copa de vino estaba en la mesa,

olvidada. Selinda casi había acabado lasuya, según notó Jaymes con interés.Con un gesto brusco, el mariscal bebióde golpe lo que quedaba en la copa, selevantó y cruzó la habitación.

Volvió con la licorera. Selindaterminó su copa en silencio y se latendió para que pudiera volver aservirle. Esa vez, James dejó la licoreraentre los dos, antes de tomar asiento denuevo.

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—¿Qué pasa con lady Coryn? —preguntó Selinda, tímidamente.

—¿Qué pasa con ella? —repusoJaymes, brusco.

Ella no se inmutó.—Yo… Lo que quiero decir… ¿La

amáis?—Es una buena amiga, una aliada

poderosa. Me ayuda, y yo la ayudo. Peroella viste la túnica blanca, ella ama lavirtud, los ideales, las verdades que yojamás podré abrazar de formaincondicional.

—¿Qué es lo que abrazáis? —preguntó Selinda. Tenía los ojoshúmedos, su voz casi era una súplica—.

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¿Por qué aceptasteis el emblema de laRosa? ¿Por qué lideráis el Ejército deSolamnia contra la horda cuandopodríais ir a cualquier lugar, hacer loque quisierais? Confieso que sois unmisterio para mí.

Jaymes se levantó y paseó por lahabitación. Abría y cerraba las manossin darse cuenta. Sus dedos se cerraronen puños, hasta que se obligó a abrirlosde nuevo. Durante un rato, permanecióen silencio. No parecía darse cuenta deque ella lo observaba, aguardando surespuesta.

—Solamnia podría ser la nación másgrandiosa de Krynn —dijo por fin—.

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Pero ninguno de sus líderes por derechode nacimiento, ¡incluido vuestro padre!,tiene la voluntad o la fortaleza paraponer en pie su grandeza. Como Corynes bondadosa, imagina una Solamniacomo existió en el pasado, defendidapor caballeros de corazón puro, de actosnobles.

»Pero yo sé que esa historia ya haquedado muy lejos para hacerserealidad, a no ser en los cuentos. Elmundo es un lugar nuevo, que cambiamás con cada día que pasa. Está lleno dehombres peligrosos. El mayor de todoslos viejos dioses ha desaparecido eincluso la magia está dejando lugar a

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nuevas tecnologías, a conocimientos quedan el poder a la fuerza industrial…

—¿Tecnologías como la sustanciade la que habla todo el mundo, el polvonegro? —preguntó la joven. Locontemplaba embelesada.

—Sí. Con ese polvo negro, cuandosepa cómo manejarlo correctamente, ycon un ejército formado por líderesnaturales y soldados valientes ymotivados, creo que Solamnia puedealcanzar cumbres de grandeza que nuncajamás ha tenido.

—¿Qué pasa con Solanthus? —preguntó Selinda, sorprendiéndolo—.Esas pobres gentes muriéndose de

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hambre, sitiadas. ¿Creéis que podréisliberarlas sin que ocurra el desastre?

—Voy a hacer todo lo que esté en mimano para liberar Solanthus.

Volvió a la silla y se sentó mirandoa Selinda con franqueza.

—¡Estoy segura de que lo haréis! —exclamó la joven. Se inclinó hacia él,apoyó la mano en su rodilla y lo miró alos ojos. En su mirada se adivinabanintensas emociones, sentimientos que lesonrojaban las mejillas—. ¡Tambiénestoy segura de que sois el único quepuede hacer lo que decís! No sé por quéme costó tanto tiempo…, pero ahora loveo tan claro. Sois el hombre que tendrá

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éxito donde otros han fracasado… Yopodría ayudaros. Quiero ayudaros.Quiero…

Su voz se fue apagando. Respirabacon trabajo y lo miraba con la bocaentreabierta. Nerviosa, se humedeció loslabios con la lengua.

Él se levantó. Ella se levantó. Elcuerpo de la joven se movió como situviera voluntad propia, hasta que quedópegada a él. Alzó las manos hacia sushombros y sus ojos se clavaron en los deél. Su mirada brillaba con calidez y algomás… ¿Esperanza? La joven echó lacabeza hacia atrás.

Jaymes Markham tomó a la princesa

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de Palanthas en sus brazos y la besó.Ella le devolvió el beso con una fuerzaque le sorprendió. Las manos de lajoven recorrieron su espalda y bajaronhasta la cintura, para atraerlo hacia sí,intentando unir los dos cuerpos en unosolo.

Jaymes no hizo ningún movimientopara apartarla.

Una hora más tarde, Jaymes caminabapor el salón vacío de la residenciapalaciega del regente. Se dirigía alestablo, donde ya había enviado a unsirviente para que le ensillara el

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caballo. Era tarde y el gran edificioestaba silencioso y oscuro.

Se puso en tensión al llegar cerca dela puerta. Un hombre, vestido con elpeto de la Rosa y cubierto por una largacapa roja, salió de las sombras paracerrarle el paso. Jaymes reconoció alord Frankish, el comandante de laLegión de Palanthas.

El señor mariscal se detuvo. Ibadesarmado, excepto por una pequeñadaga, pero no temía el ataque. De todosmodos, se echó hacia atrás cuando elotro hombre, sin previo aviso, levantó lamano y lo abofeteó con un guante depiel.

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—¡Sois un sinvergüenza, señor! —exclamó Frankish—. Todo el palacioconoce vuestra atroz conducta tras laspuertas cerradas de la princesa. Os lohabía advertido, y el padre de laprincesa también. ¡No tenéis nada quetratar con ella!

—¿Acaso creéis que vos sí? —gruñó Jaymes, llevándose una mano a lamejilla dolorida—. ¿O con quienrealmente tenéis algo que tratar esconmigo?

—Pensad lo que queráis, sois unmiserable. ¡Exijo venganza!

Jaymes resopló.—¿Me estáis retando a duelo? Os

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ruego que lo penséis mejor. Podríaisencontraros en una situación ciertamenteincómoda.

—Vuestra impertinencia es inaudita—replicó el señor.

—Entonces, señor —contestóJaymes, más molesto que furioso—,acepto el duelo. ¿Cuándo estarán listoslos preparativos?

—Ya se lo he notificado a mipadrino, el hechicero sir Moorvan.Estará preparado en un momento.Supongo que vuestra propia hechicera…

—¿Lady Coryn?—Sé que se encuentra entre estas

paredes mientras hablamos. Quizá

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queráis que hable con ella.—Entonces, dejaré que os

encarguéis de todos los preparativos —dijo Jaymes, apartando a su adversariode un golpe para pasar.

Con dos pasos, el señor mariscal yahabía cruzado la puerta y había salido ala quietud de la noche solitaria.Entonces, con un resoplido, mezcla dediversión y de furia, se volvió hacia elpalacio.

Una vez más, se escabulliría por lapuerta de la cocina.

El barón Dekage se disculpó por

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interrumpir a Coryn en la biblioteca delpalacio.

—Se trata de sir Moorvan, el MartínPescador —explicó el barón—. Ruegaque lo perdonéis por molestaros, peroinsiste en que debe veros por un temaurgente y de mucha importancia.

Un momento después, ataviada consu inmaculada túnica blanca y el cabellosuelto, la hechicera recibió al caballeromago, que le hizo una reverencia alentrar.

El Martín Pescador tenía elsemblante de un hombre consumido porla preocupación.

—He pensado que, quizá, no

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supieses lo que ha ocurrido —empezó adecir el hombre.

—¿Y qué es lo que ha ocurrido? —repuso Coryn, con aspereza.

La hechicera conocía a Moorvan. Dehecho, habían trabajado juntos cuandolos solámnicos se enfrentaron a loscaballeros negros para recuperarPalanthas. Sabía que era un intrigante yque su principal interés no residía en lamagia y la justicia, sino en lasambiciones del señor regente DuChagne.

—Va a haber un duelo poco despuésde medianoche, en el patio del palacio,entre el señor mariscal Jaymes y el

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señor de la Rosa Frankish. Y, por lo queveo, no sabes lo que ha ocurrido.

—No —contestó Coryn.En el rostro de la hechicera se

reflejaba su sorpresa. Se alejó de suinterlocutor y miró fijamente hacia elotro extremo de la estancia, la sala deestudio lúgubremente elegante delpalacio del regente. El Martín Pescadoresperó a que dijera algo, pero cuando sevolvió de nuevo, se limitó a mirarlo conferocidad.

—Estoy seguro de que estarás deacuerdo en que es esencial que elencuentro tenga lugar sin interferenciaalguna de las partes interesadas —

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aventuró el caballero hechicero lo máseducadamente que pudo.

—Sí, sí, por supuesto —convinoCoryn, pensando rápidamente. ¿Unduelo? ¿Cómo era posible que Jaymesfuese tan estúpido?

—En ese sentido, tenía la esperanzade que nosotros dos pudiésemosobservar el duelo juntos. Vigilaremostodos los, ¡hummm!, aspectos. ¿Teparece bien?

Coryn frunció el entrecejo.Necesitaba tiempo, tiempo paraconsultar sus augurios, para considerarsus opciones. Simplemente, tiempo parapensar.

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—¿Cuándo has dicho que tendrálugar el duelo? —preguntó, aturdida.

—A la primera campanada. Dentrode tres horas.

No había mucho más que decir yprácticamente ningún tiempo para lospreparativos.

—Muy bien —contestó—. Nosencontraremos en el patio y seremos eljurado.

—¿Vas a luchar contra lord Frankish?¡No puedes hacer eso! ¡No debeshacerlo! Podría herirte, ¡incluso matarte!

Selinda se echó en los brazos de

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Jaymes entre sollozos. Se aferró a él contanta fuerza que el mariscal tuvo queapartar los brazos de la joven pararespirar.

—¿Tan segura estás de que voy aperder? —le preguntó con una sonrisaleve, abrazándola y mirando sus ojosllenos de lágrimas.

—No sabes mucho de lord Frankish,¿verdad? Hará cualquier cosa paraganar, ¡cualquier cosa! ¡No puedesconfiar en él! ¡Ya ha matado a muchoshombres! ¡Todo esto es culpa mía!

Se zafó de su abrazo y cruzó laantesala de sus aposentos con pasosairados. Faltaba una hora o dos para el

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duelo. Selinda se volvió, furiosa.—¡Juraría que mi padre lo

convenció para que lo hiciera! ¡Estoysegura! ¡Pero no pienso permitirlo! ¿Meoyes? ¡No pienso permitirlo!

—Claro que te oigo —contestóJaymes, acercándose a ella a grandeszancadas. La atrajo hacia sí, y la jovense fundió en su pecho, agradecida—.Pero esto no es algo que puedas permitiro dejar de permitir. —La apartó paramirarla a los ojos—. Y no te preocupes.No tengo la intención de perder.

—Pero ¿por qué? —exclamóSelinda—. ¿Por qué vas a hacerlo?

—Más o menos, porque lord

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Frankish me obligó —reconoció él,avergonzado—. No fue idea mía. Perocreo que puedo volver la situación ami…, a nuestro favor.

—Sólo lo hace porque está celoso.Sabe lo mucho que me importas. Piensaque de esta forma puede cometer unasesinato legal. ¡Quiere matarte!

—No lo va a conseguir. Y, comoacabo de decirte, esto nos favorecerá.

Selinda se estremeció y se secó laslágrimas con el dorso de la mano.

—¿Cómo es posible que nos puedafavorecer?

—Eso todavía no está determinadodel todo. Primero necesitaba hablar

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contigo y después haré una visita a tupadre. Por eso vine aquí antes de acudiral lugar del encuentro. Necesitabapreguntarte algo.

—¿El qué? ¿De qué se trata? ¿Quéquerías preguntarme?

La miró a los ojos y apoyó susfuertes manos en los hombrostemblorosos de la joven.

—En el caso de que ganara estecombate, querría pedirte, con toda mihumildad y amor, que consintieras en sermi esposa. ¿Te casarías conmigo?

Los ojos de la princesa se hicieronenormes. Tomó una profunda bocanadade aire. Al segundo siguiente, lo atrajo

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hacia sí con tal fuerza que estuvo a puntode ahogarlo.

—¡Sí! —exclamó.En su voz se mezclaban los sollozos

y la risa. Pensó que jamás olvidaría loque había ocurrido aquel día, antes ydespués del duelo.

—Sí —repitió entre lágrimas y risas—. ¡Sí!

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9El rey del inframundo

Poco a poco, Ankhar sintió la calidez,que le resultó extraña en aquel lugaroscuro, sin sol que lo iluminara. Durantemillas infinitas y días incontables, elgrupo había caminado penosamente porla negrura gélida, arropándose con suscapas para combatir el frío penetrante.Avanzaban por las entrañas de la tierra,abandonados por el sol, y seguíandescendiendo. Ankhar temblabadormido, ansiando la calidez de una

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hoguera. Pero no había madera, ni másluz que la que llevaba el pequeño grupo.

Hasta que un día —¿o era unanoche?—, el semigigante sintió unasgotas de sudor en la frente y, sin darsecuenta, se aflojó la capa de lana. Concuriosidad, extendió un brazo y tocó unsaliente de piedra, que resultó cálido altacto. El ambiente estaba cargado yhúmedo, con una leve huella de humoacre. Un momento después, todos sehabían quitado las capas. De repente, lacaverna se había convertido en un lugarsofocante, y Ankhar se preguntó siestaría perdiendo los sentidos.

—Estamos muy lejos de la

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superficie —anunció Hoarst, mientras sesecaba la frente con una tela suave—.Debemos de estar acercándonos a losfuegos que habitan en el mismo centrodel mundo.

El hechicero todavía sostenía laespada reluciente, pero en ese momentola hoja estaba ligeramente inclinadahacia abajo, a su lado. La luz, que habíasido brillante, apenas era un resplandornacarado. De todos modos, erasuficiente para mostrar el camino a lostres, cuya vista se agudizaba cada vezmás.

—¿Cuánto tiempo llevamos en estecamino oscuro? —se quejó Ankhar—.

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He perdido la cuenta de las millas… yde las noches.

—El sol ha salido y se ha puestoseis veces desde que entramos en lacueva —aseguró Laka—. Ahora estáamaneciendo en el mundo de lasuperficie.

Ankhar descubrió que ansiaba verese mundo de la superficie, aunque sólofuera atisbar el brillante sol que habíadado por seguro desde que había nacido.Intentó imaginarse cómo eran capaceslos enanos, e incluso algunos goblins, depasar tantos días bajo tierra,resguardados de aquella bendita calidez,de aquella resplandeciente luz. Se

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estremecía sólo de pensarlo.Hoarst se arrodilló para beber de

uno de los charcos de agua clara,comunes en aquellas cuevas. Al hacerlo,el extremo de la capa cubrió la hoja dela espada un momento, lo suficiente paraque Ankhar se diera cuenta de que veíabastante bien sin su brillo. ¡La oscuridadremitía!

El semigigante escudriñó el vacíoque tenía delante y descubrió un leveresplandor rojizo que bañaba lasparedes de la cueva. Era como sipasaran por un cañón al atardecer y lasúltimas luces del día acariciaran lapiedra. Como en muchas puestas de sol

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aquella luz brillaba con un leve tononaranja. Iluminaba las paredes que losaprisionaban, incluso proyectaba lassombras de las estalactitas que colgabandel techo abovedado, muy alto sobre suscabezas.

Cuando pasaron por un nuevorecodo de la cueva siempre descendentevieron que el horizonte estaba dibujadoen fuego. Era una luz extraña,sobrecogedora, que obligó alsemigigante a levantar una mano, en unesfuerzo inútil por protegerse la cara deaquel resplandor y calor infernales.

—Ya estamos cerca —dijo Laka—,pues este lugar también me fue revelado

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en mi sueño.—Bien —repuso Ankhar.En ese momento, cuando ya estaban

realmente cerca de encontrar almisterioso y poderoso aliado que Lakahabía estado buscando, se sentía másfanfarrón que valiente. Pensó que unbuen rugido quedaría bien y emitió unsonido que brotó de lo más profundo desu pecho.

El resplandor aumentaba a medidaque el cañón subterráneo describíavarios recodos más. Por fin, llegaron aun saliente, en el que una serie decornisas de piedra resquebrajadaformaban una escalera descendente.

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Cuando se detuvieron, los tres sequedaron contemplando sin palabrasaquel lugar único.

Se encontraban en lo alto de unacaverna, tan vasta y profunda como unvalle en el centro de una gran cordillera,con la diferencia de que las paredes depiedra que había sobre ellos se elevabanvertiginosamente. Tenían la forma deuna sima al revés, que zigzagueaba y securvaba a lo largo de la parte central deltecho abovedado. Las profundidades dela sima se perdían entre las sombras,pero el resto de la grandiosa cavernaquedaba dibujado por el intenso fuegoque ardía en todas partes.

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Más impresionante aún era el río defuego líquido, naranja y rojo, queparecía nacer en un canal de la paredcontraria del colosal valle. Saltabacomo una poderosa cascada de color. Laespuma se precipitaba cientos de piesdesde su alto origen, ardía en sudescenso, para chocar con una granexplosión en la base de la pared. Allí, ellíquido borboteaba y se agitaba en ungran lago carmesí y naranja. En lasuperficie sobresalían rocas oscuras,como islas solitarias cuyas inhóspitascostas bañaban remolinos de agua defuego.

Otros lagos y charcas —unos de

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feroz lava, otros oscuros y espesoscomo el aceite, algunos de agua apagada— salpicaban el ancho valle. En elextremo derecho, la pared de la cavernagigantesca desaparecía detrás del vapor,pues en algún sitio oculto nacía agua,que entraba en contacto con la piedraardiente y se convertía en vaporsiseante. La nube se agitaba y estremecíacomo una cortina con vida propia y,mientras la observaban, creció hastacubrir todo el extremo de la cueva. Unmomento después se disipó y setransformó en gotas de lluvia, quecayeron sobre la piedra abrasadora.Estas se evaporaban al instante y

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volvían a formar una densa niebla. Asíse repetía el mismo proceso, sindescanso.

Una explosión atronadora sacudió elaire, y el suelo de piedra se estremecióbajo las botas de Ankhar. A la izquierdasaltó un géiser de fuego líquido y lanzóuna masa de rocas al rojo vivo a cientosde pies del suelo. Enormes trozos depiedra se desprendieron de las paredesy el techo, arrancados por la fuerza de laexplosión. Rebotaron en las paredes ycayeron al suelo. La mayor parte de laspiedras quedaban apiladas en enormesmontones enredados, pero algunaspiedras desaparecieron en el viscoso

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lago, donde rápidamente se las tragó elfuego.

—¿Cruzamos por este lugar? —preguntó Ankhar, lleno de escepticismo—. ¿Tu sueño te mostró esto?

—No. Tenemos que bajar ahí. —Laka señaló el enorme lago que había enel centro de la caverna—. Ahí es dondetenemos que encontrar a nuestro aliado.

—¡Eh! Pues vamos a encontrar a esealiado —gruñó el semigigante, aunqueno sentía demasiadas ganas de visitar ellago de fuego.

—Estate preparado con la lanza —masculló la anciana, antes de volversehacia Hoarst—. Y prepárate para

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utilizar tus hechizos. Aquíencontraremos enemigos y debemosderrotarlos o morir.

Ankhar cogió la enorme lanza porencima del hombro y se sintióreconfortado al tomar el astil suave, tanfamiliar. Miró alrededor en busca dealgo donde clavar la lanza y sedesilusionó un poco al no ver ningúnenemigo. Empezó a bajar por lapendiente de piedra. Sus largas zancadasle permitían descender fácilmente por laescalera natural. Con la lanza en unamano, ayudó a Laka a pasar de unsaliente a otro, pues algunos estabanseparados por auténticos precipicios. Al

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mismo tiempo, se mantenía alerta. Conun ojo vigilaba la cueva; buscaba losenemigos de los que le había advertidosu madre.

El primero de esos enemigos selevantó de improviso, muy cerca deellos, cuando estaban a punto de llegaral suelo de la cueva. Se había agazapadoentre las rocas, invisible entre laspiedras que había por todas partes, hastaque se movió. Aquella criatura se irguió.Tenía el tamaño de un gigante hecho depiedra; los músculos pétreos dibujabandos piernas, dos brazos, un torso y unenorme bloque que hacía las veces decabeza. Un par de agujeros negros se

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abrían bajo la cima de la frente.A pesar de su sorpresa, el

semigigante atacó de inmediato. Clavóla gran lanza en el puño de piedra que selanzaba hacia su rostro. La punta deesmeralda, encantada con la bendicióndel Príncipe de las Mentiras, hizoañicos el puño, y la criatura de piedra ytierra se tambaleó hacia atrás. Era másgrande que Ankhar, pero menos ágil. Elsemigigante siguió el primer golpe conuna serie de fieros ataques, quearrancaron esquirlas al ser grotesco. Porfin, Ankhar clavó el arma directamenteen el torso de piedra, y el golpe hizoperder el equilibrio al monstruo. La

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criatura cayó a una parte más profunda yse deshizo en piedras infinitas degravilla.

Antes de empezar a bajar de nuevo,con más precaución, Ankhar vio queLaka se agachaba, tanteaba entre losrestos de aquel ser y escogía una piedratan pequeña que cabía en la palma de sumano. Asintió con satisfacción y la hizodesaparecer en uno de sus innumerablesbolsillos. Con un gesto brusco, indicó alsemigigante que continuara su camino.

Siguieron descendiendo, atentos ycuidadosos, hacia el suelo de la cueva.Llegaron a un saliente ancho, quizá amedio camino de la cornisa a la que

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habían salido. Ankhar dio un paso,pensando que era un peldaño de piedrasólida, pero se balanceó al sentir que sele hundía el pie en un barro suave yrezumante. Se fue hacia adelante y, paramantener el equilibrio, no tuvo másremedio que meter el segundo pie en elfango. En cuestión de segundos, yaestaba hundido hasta las rodillas y sintióque la masa cálida le subía rápidamentepor los muslos.

—¡Eh! ¡Cuidado! —gritó Laka,levantando el talismán.

La luz verde dibujó una forma que sealzaba del lodo, a pocos pasos detrás deAnkhar. Se trataba de otro ser elemental,

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nacido del cieno, al igual que su primeroponente había surgido de la roca. Elsemigigante clavó la lanza, pero casi notenía equilibrio y la hoja apenasdesgarró una de las extremidades de lacriatura. El agua fluyó rápidamente paracerrar la herida y el ser mágico siguióirguiéndose en la laguna. Absorbió elagua y creció hasta convertirse en unenemigo gigantesco, más del doble dealto que el semigigante.

—Agachaos, ¡abajo! —gritó Hoarst.Ankhar se echó al suelo

inmediatamente. El cuerpo de la criaturahabía absorbido tanto líquido que elsemigigante pudo salir del cieno y

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agazaparse a un lado, mientras a suespalda el hechicero pronunciaba laspalabras de un hechizo.

La magia era silenciosa e invisible,pero su gran poder penetró hasta elcorazón del semigigante. La explosióngélida atravesó el cuerpo de Ankhar y lodejó helado. Se abrió un cono de fríomortal. El hechizo golpeó de lleno algigante de barro y lo cubrió con unacapa de hielo, que lo congeló en unapostura de pleno ataque. Una piernatodavía se movía, pero el resto delcuerpo estaba rígido, inmóvil pese a laforzada postura.

—Ahora, ¡atacadle con la lanza! —

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gritó el Caballero de la Espina.Ankhar la clavó con todas sus

fuerzas, sujetándola con las dos manos.La punta cincelada de esmeralda penetróel tronco congelado dela criatura. Elmonstruo se resquebrajó como unaestatua de hielo. Los bloques de aguasólida cayeron al suelo y se fundieronlentamente en el barro. Al igual quehabía hecho con el ser de piedra, Lakase detuvo para coger un trozo de losrestos del monstruo y lo guardó en unode sus bolsillos. Después, hizo un gestoa Ankhar para que continuara.

—Debemos darnos prisa —losapremió Ankhar.

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Cogió a Laka por un brazo y la pasóhasta el otro lado del pozo. Después,cruzó él mismo. Hoarst esquivórápidamente la depresión redondeadapara unirse a ellos al otro extremo. Elsemigigante miró hacia atrás concautela, preguntándose si las gotas deagua volverían a la vida. Pero los trozosde hielo permanecían inertes, mientrasse derretían en pequeños charcos deagua.

Por extraño que resultara, la viejahechicera parecía agradecida por habertenido esos encuentros.

—Estos son los sirvientes de aquelque venimos a esclavizar —dijo con

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orgullo—. A juzgar por sus criados esciertamente poderoso.

A continuación, se materializaronunos guardianes de fuego, tres gigantesen llamas que arrojó la roca líquida. Sebalanceaban con furia y emitían rugidoscomparables a los violentos estallidosde un horno. Salieron del lago de lava yse interpusieron en el camino de los tresviajeros. Lanzando chispas, goteandollamas, subieron la pendiente paraencontrarse con aquellos intrusosmortales. Ankhar atacó a uno con sulanza encantada, pero las llamas leabrasaron las manos. Laka apagó a losotros dos cuando blandió su talismán y,

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de alguna forma, conjuró una tormentaque descargó torrentes de agua sobre lasabrasadoras figuras. Crepitaron yhumearon, hasta que desaparecieron.Antes de desvanecerse por completo,Laka cogió con cuidado una brasaencendida de uno de los guardianes defuego y la puso rápidamente en un bolsode malla metálica.

A medida que se acercaban a laorilla del lago de fuego el calorasfixiante les abrasaba la piel.Auténticos ríos de sudor caían por elrostro de Ankhar, que tenía queparpadear de forma continua para poderver. Se protegió los ojos y, de repente,

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sintió algo sorprendentementeagradable, algo fresco. Una suave brisasopló sobre su piel. El sudor se evaporóy se alivió el calor infernal. El únicoproblema era que aquella brisa, cadavez más fuerte, provenía de otroatacante.

Aquel enemigo era un guardiánhecho de puro aire. Se puso a girarcomo un tornado. Los empujó convientos tan fuertes que casi los arrancade la cornisa y los arroja al lago defuego. Más alto que ninguno de los otrosseres elementales, el guardián de airegritaba como un goblin bajo tortura ygemía alrededor del grupo, cada vez

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más cerca.La fuerza de Ankhar fue su

salvación, porque el semigigante afianzólos pies, se agachó y envolvió a sus doscompañeros en un musculoso abrazo. Elvendaval golpeaba, latía, giraba. Aligual que las otras, la criatura de airehabía adoptado forma física y parecía untornado con largos tentáculos retorcidos,que intentaban absorber y tirar de losmortales, lanzarlos al magmaburbujeante.

Hoarst sacó una especie de polvodel bolsillo, parpadeando por culpa dela tierra que se levantaba y se le metíaen los ojos. El hechicero hizo rechinar

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los dientes y masculló las palabras delconjuro. Por fin, abrió la mano y dio unpaso adelante, en el mismo corazón delciclón. El ser de aire estuvo a punto delevantarlo del suelo. Lo único que loretenía eran las fuertes manos deAnkhar. Entonces, la magia de Hoarstsurtió efecto. El deslumbrante estallidode luz hizo desaparecer completamente ala criatura encantada. No quedaron másque unas ráfagas perdidas de aire quegiraban sobre el lago de lava, agitabanel humo y soplaban inútilmente losriachuelos de fuego.

Laka sacó un pequeño mortal de antemuy flexible, vacío, muy bien cosido. Lo

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agitó con las dos manos y atrapó una delas ráfagas errantes que hinchó el morralcomo si fuera un globo. Rápidamente,cerró la boca del saco con una cuerda yse lo ató al cinturón, donde se quedóagitando un poco.

—Ahora tenemos que ir allí, a esaisla —anunció Laka, señalándola.

—¿Cómo? —preguntó Ankhar,mirando el peligroso líquido rojo querodeaba el pináculo de piedra oscuroque había indicado su madre—.¿Nadando?

—Parece que hay un camino —dijoHoarst.

El semigigante parpadeó,

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sacudiendo la cabeza con escepticismo.Sin embargo, pudo ver el caminoserpenteante de piedra negra, como ellomo encrestado de un cocodrilo deroca, que sobresalía por la superficie delava. Podrían cruzar por él sin tocar laroca líquida. Si mojaban las capas enagua y se envolvían muy bien en ellas,como protección, quizá podrían soportaraquel calor asfixiante.

—¿Estás segura? —preguntó elsemigigante, con la mandíbulaadelantada en una expresión agresiva—.¿Por qué el esclavo, ¡hummm!, el aliado,no viene aquí?

—Porque es el camino que me fue

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revelado en mi visión —contestó Laka,tranquilamente—. Es la Verdad.

No había argumento posible contraaquella razón. Malhumorado, Ankhar sepuso al frente del grupo y abrió elcamino hacia el extremo de aquel istmode rocas estrechas y escarpadas. Sentíaque el calor le arrancaba la piel delrostro y le —quemaba cada milímetrode carne que quedaba al descubierto. Sehabía echado la capa sobre los hombrosy la cabeza; apenas le asomaban los ojosy la nariz.

La lengua de rocas era estrecha yestaba cubierta de piedras sueltas. Concada paso que daban un montón de

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piedras caían al lago. Al tocar lasuperficie, el líquido las recibía con unaerupción de llamas. Cada vez que veíaaquellos tentáculos de fuego, Ankharpensaba en lampreas hambrientas, conlas fauces abiertas, ansiosas de probarsu carne.

El calor se convirtió en un mantoabrasador, que lo envolvía en un abrazode dolor. Apenas podía ver entre laslágrimas que anegaban sus ojos, entrelas gotas de sudor que le caían por lafrente. Cada vez que tomaba aire, elfuego le abrasaba los pulmones. El airele daba más dolor que vida. Avanzabacon pasos vacilantes, temeroso de que

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cualquier resbalón lo llevara a aquellaenorme olla burbujeante. Aquella era lapromesa de una muerte instantánea, queempezaba a ver como misericordiosa.

Tropezó con una piedra suelta ycayó sobre una rodilla. Al apoyar lamano enguantada, se quemó la piel. Conun movimiento pesado, casiinconsciente, se puso de pie. Casi lloró,aliviado, cuando por fin pisó el suelofirme de la isla negra. Se puso a gatas yse arrastró hacia el centro, lejos deaquella terrible lava mortal.

Hasta que no llegó a la cima de laisla cónica no se acordó de su madreadoptiva y del hechicero. Pegó un salto,

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sorprendido y asustado, cuando vio a lavieja hobgoblin llegar cojeando detrásde él con gran valentía. El sudorbrillaba en los pliegues de su rostromarchito, pero en sus ojos lucía unamirada triunfal que hizo sentir culpableal semigigante por su momentáneacobardía. Alargó una mano y la ayudó asubir los últimos pasos de la pendiente.Se sintió aliviado al contacto deaquellos dedos fuertes y nervudos, alnotar que le apretaba la mano en señalde ánimo.

Hoarst llegó el último. Ankharestaba impresionado por la calma delCaballero de la Espina, por su aspecto

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incluso arrogante. Se ordenó el cabellooscuro con gesto tranquilo y miróalrededor con los ojos entrecerrados,como si ya hubiese relegado a un merorecuerdo la terrible experiencia decruzar el lago.

Ankhar apenas podía hacer nada másque boquear por un poco de aire,secarse el sudor y las lágrimas de losojos y dar las gracias al Príncipe de lasMentiras y a todos los demás dioses porhaber llegado con vida. Entonces, se diocuenta de que la superficie en la que seencontraban, que no tenía más de veintepies de diámetro, había sido niveladapor alguna fuerza con voluntad. Era tan

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suave como el suelo de mármol de lamansión de un gran señor. De hecho, lapiedra negra como el carbón estaba tanpulida que, mirase donde mirase, lasuperficie reluciente reflejaba las llamasque ardían por todas partes.

En el suelo había cuatro formasextrañas, esculpidas en la misma piedranegra. Al acercarse a contemplar una,Ankhar descubrió que tenía un cuenco deparedes lisas, un hueco semicircularcincelado en la superficie plana delpedestal. Con una mirada rápidacomprobó que había tres pedestalesmás, parecidos a aquel.

Hoarst estudió las columnas de

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piedra. Las tocó, y miró muy de cerca lasuperficie que rodeaba cada cuenco. Alfinal, asintió como si fueran exactamentecomo él esperaba.

—Fuego y agua, piedra y aire —explicó, señalando los extrañosjeroglíficos que Ankhar había vistograbados en la piedra, al borde deloscuencos. Cada pedestal estaba dedicadoa un elemento diferente.

—Aquí, coge esto —dijo Laka, ytendió un trozo de piedra a Ankhar.

El semigigante vio que era una delas esquirlas del ser de piedra que habíadeshecho con su lanza. La goblin miró alhechicero, expectante.

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—No sé leer los signos; dime cuáles cuál.

—Ese es el cuenco de la piedra —contestó Hoarst, señalando el pedestalmás cercano al semigigante. Fueindicando los demás—. Y esos otros sondel agua, el fuego y el aire.

—Bien.Laka sacó los tres mortales con los

restos de los otros tres sereselementales. Colocó cada uno junto alcuenco correspondiente y miró alCaballero de la Espina con gransolemnidad.

—Ahora tienes que estar preparadocon los brazaletes. Tendrás muy poco

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tiempo para ponérselos a nuestroesclavo.

—¿Qué pasa si falta tiempo? —preguntó Ankhar.

—Entonces, todos moriremos ynuestros huesos serán devorados por lasllamas de las entrañas del mundo —repuso la vieja hobgoblin, encogiéndosede hombros.

—¡Estate preparado! —ordenó elsemigigante a Hoarst, aunque no hacíafalta, porque el hechicero oscuro teníaun semblante muy serio cuando sacó lases osas. Las sostuvo entre las manos,mirando a Laka con cautela.

—Ahora sigue mis instrucciones —

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continuó la hechicera. Si estaba tanpreocupada como sus compañeros, nodaba ninguna muestra de ello—. Colocala piedra en ese cuenco. Bien. Ahora elagua.

Ankhar vertió el líquido fangoso quecontenía el morral en la depresión delsegundo pedestal. Lo miró concuriosidad, pero no le pareció quepasara nada.

La misma Laka depositó el restobrillante del ser de fuego en el tercercuenco. Ankhar apretó con nerviosismoel astil de la lanza cuando su madreadoptiva preparó el cuarto saco, elglobo hinchado de aire. La mirada de

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Hoarst seguía cada movimiento de labruja.

La anciana levantó el saco de airesobre el cuarto cuenco y, de repente, loapretó, obligando a la pequeña ráfaga apasar al cuenco. Inmediatamente, Ankharsintió una nueva presencia,amenazadora. Aquel fue el único cambioque se produjo, y quizá también el nuevoresplandor que iluminaba la brasa delser de fuego, como si la hubiesenencendido con un fuelle. El semigigantese volvió de un salto y miró a derecha eizquierda, sin darse cuenta de que habíaalzado la lanza a la altura de su pecho yla sostenía entre sus dos manos enormes,

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preparada.Entonces, oyó un sonido

desconocido, un rugido distante, comoun vendaval lejano que poco a pocoaumentara su volumen y su fuerza. Eltrozo de piedra tembló y el charquito deagua marrón se erizó. Parecía que latierra vibrara bajo sus pies. El temblorprovocó que trozos grandes del techo dela caverna se desprendieran. Seestrellaban en la roca o se hundían en ellago de lava, donde levantabancolumnas altísimas de fuego líquido.Caía una lluvia de piedras que por pocoaplastaba a los tres intrusos.

Pero aquel bombardeo ciego quedó

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rápidamente olvidado cuando, en elpequeño claro en lo alto de la isla, tomóforma la presencia tangible de algogigantesco, mágico, monstruoso. Ankharlevantó la lanza, pero no había nada enlo que clavarla, ningún enemigo sólido.

Sin embargo, era innegable; habíauna presencia.

Entre el aullido que los envolvíacomo un huracán, Ankhar sintió lacaricia leve de algo, como un soplo deaire, que le rozaba la nuca. Se volvió deun salto y clavó la lanza. Sintió elmismo roce espeluznante en la espalda.La sensación le recorría las piernas ysubía por la columna vertebral. Se

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imaginó cientos de hormigas invisiblescorriendo sobre su piel. Miró a suscompañeros, preguntándose siexperimentarían las mismas sensacionessobrecogedoras. Laka tenía los ojosencendidos; los finos labiosentreabiertos mostraban los colmillosamarillentos e irregulares, como lagrotesca caricatura de una sonrisa. Echóla cabeza hacia atrás y gritó, exultante.El alarido se perdió, absorbido por elbramido del aire.

Hoarst estaba inmóvil, con los finosbrazaletes de metal en las manos.Ankhar quería maldecir al Caballero dela Espina por su ineptitud. ¿Cómo podía

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pensar que esas pulseritas podríancontener siquiera una milésima parte deaquella fuerza palpable, primigenia, quese batía sobre ellos como un manto,como una soga?

Una presencia empujó a Ankhar y loarrastró hasta el borde de la escarpadapendiente. El semigigante tambiénempujó y, a pesar de que no veía nada,sintió resistencia, algo sólido como unaroca. El semigigante empleó toda sufuerza, pero era como intentar derribaruna montaña. No era solo que aquellapresencia invisible no cediera, sino queni siquiera percibía su esfuerzo.

Ankhar vio que Laka y Hoarst

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también habían sido arrastrados hasta elperímetro del pequeño claro, víctimasde la misma amenaza que empezaba atornar forma. El semigigante blandió lalanza, pero se dio cuenta de que seríaridículo atacar con ella. En vez de eso,miró a las alturas, boquiabierto,preguntándose cómo podrían sobrevivira aquella creación de los dioses.

Dos ojos abrasadores miraronferozmente a los tres intrusos, comopuntos de fuego en el corazón de unhorno encendido. Se formó una boca enel centro del vago recuerdo de un rostro.Cuando se abrió, el bramido que salióde ella agitó el aire con un poder tan

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puro que se alzó por encima del huracánque los zarandeaba, hizo temblar elsuelo y arrebató la fuerza de Ankhar,que estuvo a punto de caer de rodillas yrogar piedad.

Lo único que le mantuvo en pie fuesu deseo de no humillarse delante de suscompañeros. Laka miraba hacia arribacon su ferocidad habitual y una sonrisaexultante, mientras Hoarst se mostrabaincreíblemente tranquilo, con lasesposas en las manos.

Pero, por el momento, no había nadaque esposar. Entre los ojos encendidos,la respiración de ciclón y las piernasrecias como la piedra, quedaba un hueco

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intangible, un contorno vago que seagitaba y se movía como una nube detormenta. Las volutas se abrieron unmomento, y Ankhar pudo vislumbrar uncorazón de agua pura; latía y se hinchabacomo un órgano vivo, lanzando gotas defuego, agua y aire a toda la formagigantesca.

De repente, se formaron dos brazos,tan anchos como la cintura de Ankhar.Terminaban en dos puños de piedranegra y se unían al enorme torso pormedio de unos nervios de nube negra. Elsemigigante casi se echa a reír ante elabsurdo de intentar subyugar aquellosbrazos colosales con las esposas

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diminutas, como de juguete, que Hoarstlevantaba en ese mismo instante.

—¡Este es el momento! —chillóLaka, cuya voz logró traspasar de algunamanera el ruido ensordecedor, como sihablara directamente a las mentes deAnkhar y Hoarst.

El hechicero gritó una frase arcanaque el estruendo absorbió de inmediato.Sostuvo en lo alto los dos ridículosanillos de metal. Las esposas brillaron yatrajeron la atención del gigante de ojosencendidos. La boca se abrió, unasfauces cavernosas se tragaban el airecomo un torbellino. Arrancó a Ankhardel suelo, y Hoarst, aferrado a las

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esposas, salió disparado hacia aquelagujero voraz.

La criatura golpeó con los dos puñospoderosos al Caballero de la Espina.Aquel golpe, inevitablemente,convertiría al hechicero en papilla.Ankhar se sintió asombrado al ver lavalentía del humano que se enfrentaba atal destino sin temblar siquiera. Élmismo ya estaba preparado para darsemedia vuelta y echar a correr, sinpreocuparse por la escarpada pendienteni por el lago abrasador que habíadebajo. El semigigante estabacondenado, de eso no cabía duda, y loúnico que le quedaba era elegir la

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manera en que quería morir.Sin embargo, en vez de huir, siguió

mirando, embelesado y aterrorizado, elmovimiento de los poderosos puñoshacia el Caballero de la Espina. Amedida que se acercaban, los brillantesbrazaletes se transformaban. Seguíanemitiendo brillos dorados, pero derepente se habían hecho enormes,argollas gigantescas en las manos delhechicero. Entonces, en un instantedemasiado veloz para que los ojos deAnkhar pudieran percibirlo, las esposasdesaparecieron de las manos de Hoarsty se transportaron mágicamente paraatrapar las muñecas del gigante arcano.

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En ese mismo momento, el estruendodesapareció derrotado por el poder delhechizo de Hoarst. La criaturamonstruosa seguía allí, pero su bocaestaba cerrada, y los ojos llameantesapagados. La cosa levantó lospoderosos puños y miró conestupefacción los anillos de oro que lerodeaban las muñecas y le imponíanobediencia.

En la calma, se oyó un gemido. ElCaballero de la Espina, pálido ytembloroso, se tambaleaba sobre laspiernas sin fuerzas. Ankhar acudiórápidamente a su lado y lo sujetó antesde que se desplomara.

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Laka, eufórica por la victoria, selanzó a una danza frenética y primitiva.Giraba alrededor del monstruo esposadoy gritaba alabanzas al Príncipe de lasMentiras.

Ankhar dejó a Hoarst, inconsciente,en el suelo y levantó la vista hacia sunuevo esclavo, el rey de los sereselementales, una poderosa adquisiciónpara su horda. Ya no cabía duda de quesería invencible.

Laka sonrió triunfalmente a su hijo ehizo un gesto desdeñoso hacia elCaballero de la Espina, tumbado en elsuelo. El hechicero se recuperaríapronto.

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Sacó una caja pequeña con brillantesrubíes engarzados y abrió la tapa.

Corrió a los pedestales para recogerun poco del contenido de cada cuenco ylo metió en la caja. La colocó entre losenormes pies del rey de los sereselementales que empezó a encogerselentamente, como si la pequeña cajaabsorbiera todo aquel cuerpogigantesco. En pocos segundos, elmonstruo había desaparecido, y cuandoAnkhar miró al interior del recipientesólo vio los dos anillos de metal.Volvían a ser unos brazaletes tanpequeños que bien podrían haber validopara las finas y huesudas muñecas de su

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madre adoptiva. Esta levantó la cajabrillante y se la entregó al semigigante.

Ankhar la miró, asombrado.—Los muros de Solanthus no

resistirán mucho más —murmuró,embargado por el placer.

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10El duelo

El señor mariscal dejó a Selinda en susaposentos. La princesa seguía afligida,pero al mismo tiempo rebosaba dealegría por su reciente compromiso. Sehabía estado batiendo entre los sollozosy las súplicas, y Jaymes se había vistoobligado a zafarse, literalmente, de susbrazos.

Con delicadeza y resolución almismo tiempo, le dijo que había llegadoel momento de que él se fuera y se

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defendiera. Le pidió que no acudiera aver el duelo, pero no le cabía la menorduda de que la princesa haría lo quemejor le pareciera.

El encuentro tendría lugar en unazona llamada el Corral del Perro, que enrealidad era un patio pequeño en laparte posterior del enorme palacio deDu Chagne. Jaymes se dirigía allí,atravesando solo el salón vacío, cuandovislumbró una forma blanca entre lassombras. Coryn apareció entre doscolumnas, donde había estadoesperándolo.

—Hola —saludó Jaymes,despreocupadamente—. Me imagino que

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te han llegado las noticias. Vienes alespectáculo, ¿no?

—Vengo a advertirte —respondió lahechicera con voz cortante—. DuChagne está tramando algo. Todo esteasunto apesta a él, y el señor regente noes tan buen jugador como paraarriesgarse en el juego. Seguro quetienen algo preparado, algún tipo detrampa.

—He tenido la certeza desde elprimer momento —convino Jaymes.

Después de una pausa, añadió—: Detodos modos, gracias por la advertencia.Tendré cuidado. Tenía la esperanza…,es decir, ¿serás mi madrina?

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Coryn asintió con un gesto brusco.—Sí. He acordado con el Martín

Pescador Moorvan que lo vigilaremostodo. El inquisidor será el juez delduelo. Es un hombre de Du Chagne, perocreo que todavía le queda algo deconciencia, no como al resto de sucírculo.

—Si tú lo dices —repuso Jaymes.No parecía en absoluto preocupado porel asunto.

—Escúchame. Tienes que entenderque no podré hacer nada por ayudarte —le advirtió Coryn.

—Soy consciente de eso. No tepreocupes, puedo cuidarme yo solo.

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—¿Seguro? Hace sólo dos noches,el Martín Pescador te distrajo con unhechizo, tanto que olvidaste porcompleto cuál era el propósito de tuvisita. Si no fuera por ese pequeñocontratiempo, hoy no estaríamos metidosen este lío.

El mariscal la miró fijamente.—Cuento contigo para evitar las

traiciones mágicas. En cuanto a laespada de Frankish, me enfrentaré a esaamenaza con mis propios medios.

Coryn resopló.—¿En qué estabas pensando cuando

has dejado que te provocara para acabaren esto? Es el mejor espadachín de

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Palanthas, mata por placer. Mientras quetú… ¡Tú tienes cosas mucho másimportantes que hacer, como ganar laguerra contra Ankhar! En vez de eso,¡arriesgas tu vida en un duelo por unamujer!

—Lo creas o no, ganar este duelopuede ayudar a la campaña más quecualquier otra cosa que pudiera estarhaciendo en este momento. Este duelo noes sólo por una mujer, no lo olvides. Yya te lo he dicho: yo no he sido quien haforzado el duelo, sino Frankish. Peroahora que he aceptado, creo que puedovolver la situación a mi favor.

—¿Cómo?

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—Tienes que esperar, pero ya losabrás, como todo el mundo. Mientrastanto, te interesará saber que parece quetu poción es muy eficaz.

—Maldita sea, ¿por qué tienes queser tan difícil? —exclamó Coryn. En suvoz se adivinaba la tensión. Enfadada,cerró la boca, con los labios muyapretados—. ¡Intenta que no te separenla cabeza de los hombros! —añadió,antes de alejarse en la oscuridad conpasos airados.

—Lo intentaré —contestó él en voztan baja que la hechicera no pudo oírlo,antes de seguirla hacia la puerta quellevaba al Corral del Perro.

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Coryn y el Martín Pescador estaban unojunto al otro, en el otro extremo delCorral del Perro. La expresión de losdos magos era solemne. El señorregente, junto con su edecán, el barónDekage, estaban a su izquierda. Elclérigo inquisidor Frost se encontrabaen la posición tradicional del juez, enmedio del lateral derecho de la pistaovalada.

El patio era relativamente pequeño,con muros altos que lo cerraban portodos lados. Jaymes entró por la puertacon barrotes que había en un extremo yvio que habían colocado antorchas

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encendidas a lo largo de toda la pared.El corral estaba tan iluminado que casiparecía de día. En cierta manera,aquello perjudicaba al señor mariscal,que tenía muy buena visión nocturna.

Justo en ese momento, llegó Selinda,acompañada únicamente por susirviente, Marie. Las dos jóvenesestaban sin aliento y pálidas. Marieseguía a la carrera a la agitada princesa.

—¡Querida mía! ¡Este no es lugarpara ti! —insistió el señor regente encuanto vio entrar a su hija.

—En realidad, padre, ¡este es elúnico lugar para mí! —repuso ella,fríamente.

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—Pero, mi princesa… —comenzó adecir lord Frankish.

La joven se volvió hacia él, con lamirada encendida.

—¿Cómo osáis dirigirme lapalabra…, o creer que podéis hablar enmi nombre? —le espetó—. Si pensáisque vais a ganar mi corazón matando atodo aquel que se ponga en vuestrocamino, me conocéis muy mal, mi señor.¡Será un placer ver vuestra sangrederramada!

Frankish se puso muy tieso.—Si tan poco aprecio tenéis a

vuestro honor, al menos valorad quehaya otros que estén dispuestos a

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cuidaros. Sea cual sea el engaño que esemiserable…

—¡Sois un pendenciero y un asesino!—le interrumpió la princesa—. Y no meimporta nada vuestra protección.

Haciendo un esfuerzo evidente porrecuperar la compostura, se irguió cuanalta era —y era una mujer notablementealta— y miró fijamente a lord Frankish ydespués a su padre. Las siguientespalabras que salieron de su boca laspronunció con cuidado y reposadadignidad.

—Ambos deberíais saber que estanoche he concedido mi mano al señormariscal Jaymes Markham. No hay nada

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que ninguno de los dos pueda hacer porcambiar ese hecho. Así que dejad a unlado vuestras ideas estúpidas sobre elhonor, todos vosotros. Marchaos adormir. Este duelo no tiene motivo.

El rostro de Du Chagne palideció,mientras que el de Frankish mostró lareacción contraria: un rojo arrebatadoempezó a subirle por el cuello, seapoderó de sus mejillas, llegó hasta lafrente. Su mirada, furiosa, se clavó enJaymes.

—No sé qué traición, qué villaníahabéis sido capaz de cometer —dijoFrankish, dirigiéndose al mariscal—,pero por esas palabras que acaba de

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pronunciar la graciosa dama, sólo poreso, os merecéis morir y sufrir unaeternidad de tormento en el Abismo.Jaymes hizo caso omiso del insulto congran estoicismo y miró a Coryn, que locontemplaba con una ira comparable ala de Frankish. El mariscal apartó losojos, en vez de enfrentarse a la miradacelosa de la hechicera.

La princesa Selinda du Chagne sealejó de su padre y fue a colocarse en elextremo contrario del patio. Selindaclavó los ojos en el señor mariscal conuna intensidad casi hipnótica, con lasmanos en la boca. Sobre su cabeza,crepitaban y humeaban las antorchas.

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Los ojos le brillaban y la piel relucía.Parecía tan orgullosa como aterrorizadase sentía.

Lord Frankish fue hasta Jaymes,aunque ninguno de los dos dio muestrasde ver a su contrincante. El señorinquisidor dio un paso adelante y colocóuna mesa pequeña entre los doscombatientes, sobre la que había unestuche alargado. Frost abrió la caja,cuyo interior reveló dos estoques largosy finos con un acabado impecable,hechos con el fino acero de los enanos.Las puntas letales estaban afiladas comoagujas.

—Lord Frankish ha convocado el

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duelo. Corresponde al señor mariscalescoger primero el arma —anunció elclérigo.

Jaymes tomó una de las espadas sinmirarlas. La blandió en el aire variasveces y estudió su equilibrio. Cogió lapunta con la mano izquierda y curvó lahoja, impresionado por la resistenciaflexible del acero.

—Esta me sirve —dijo.Frankish cogió la otra espada y

afirmó que estaba conforme.Inmediatamente, la mesa y el estuchevacío desaparecieron. El juez volvió ycacheó a los dos guerreros para saber siescondían otra arma. El señor inquisidor

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declaró que los combatientes noocultaban nada.

A continuación, los dos hechicerosrecorrieron el Corral del Perro lenta,metódicamente. Cada uno de ellosconjuró un hechizo de detección sobrelos contrincantes y se aseguraron de queno llevaran un anillo mágico u otroartefacto. Estudiaron las paredes, laspuertas e incluso los soportes de lasantorchas, en busca de algo prohibido.Sir Moorvan y, por fin, lady Coryndeclararon que en aquel lugar no habíamagia alguna.

—Ocupad vuestros lugares —ordenó el señor inquisidor Frost. A

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Jaymes le indicó la izquierda, y aFrankish, la derecha—. Diez pasos.

El caballero clérigo se irguió y seaclaró la garganta. Lord Frankish miró aJaymes con puro odio, mientras el rostrodel señor regente Du Chagne era unamáscara imperturbable.

El señor mariscal Jaymes Markhamya estaba cansado de tantos trámites.¡Ya era hora de acabar con aquello, portodos los dioses!

Selinda le lanzó un beso, aunquetenía los ojos anegados en lágrimas.

Coryn la Blanca seguía mirándolofijamente con los ojos entrecerrados.

—El duelo solámnico es un reto con

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gran importancia y tradición —recitó elinquisidor, dirigiéndose directamente alos dos combatientes—. Desde lostiempos de la antigüedad, la caballeríaha basado su doctrina en los principiosdel Código y la Medida y en ningún otrocaso esos principios son tan claros.

Jaymes pensó que aquello tenía unafalta de lógica evidente, pero no dejótraslucir sus pensamientos, mientras elseñor clérigo seguía hablando.

—Esta es una prueba de armas…, yde habilidad…, y de valentía. Sabed queen la derrota no hay humillación si elcaballero se ha entregado a su empeño.Los combatientes pueden rendirse en

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cualquier momento para evitar elderramamiento de sangre. Lo único quetienen que hacer es tirar el arma y pedirclemencia. El honor de su contrincantele obliga a obedecer su ruego y seráconsiderado el vencedor del duelo,aunque el perdedor conserve la vida.

—No desperdiciéis las palabras,clérigo —dijo Frankish con desdén—.Este canalla jamás se rendirá, y yo novoy a necesitar clemencia.

—De todos modos —le amonestóFrost con severidad—, la retirada estáarraigada en la tradición del duelo seráobservada.

Los dos combatientes se

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contemplaron cuidadosamente. Jaymespalpó la espada. Aunque el estoque noera su arma preferida, era habilidosocon él y confiaba en su velocidad y en larapidez de sus reacciones.

No tenía miedo.—Ahora, que empiece el combate

—proclamó el inquisidor, después deuna pausa larga.

Lord Frankish se acercórápidamente, con el arma lista paraatacar; los pies se deslizaban por elsuelo polvoriento del Corral del Perro.Jaymes se ladeó un poco, anticipándoseal primer golpe de su contrario,preparado para esquivarlo. Pero

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Frankish giró a gran velocidad y loatacó. La espada del noble se movía contanta rapidez que los ojos de Jaymes nopodían seguirla. El mariscal levantó suespada para parar el golpe queesperaba, pero antes de que la hojapudiera interponerse, sintió cómo lebrotaba la sangre en el brazo.

Se retiró varios pasos, y Frankish seabalanzó sobre él, con ira y agresividadrenovadas. De repente, Jaymes se diocuenta de que se enfrentaba a unenemigo experimentado y de queluchaba por su vida. Se deslizó a unlado, mientras su contrincante cargabasin inmutarse. El mariscal intentó

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eludirlo por la izquierda, y Frankish selanzó a su derecha. Antes de que pudieraesquivarlo, le abrió una herida en lacadera.

A pesar de su destreza, su enemigodemostraba tener un magnífico ataque.Cuando Jaymes intentaba parar lasestocadas altas, la espada atacaba pordebajo. Cuando se retiraba, Frankishavanzaba. Y cuando el señor mariscalesbozaba un modesto contraataque, loasediaba una sucesión de estocadas quele obligaba a retirarse rápidamente, apunto de tropezar con sus propios pies.

La espada enemiga traspasaba sudefensa con una velocidad aterradora.

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Jaymes tuvo que retroceder de nuevo,esquivando el ataque a duras penas.Antes de que pudiera recuperar elequilibrio, la hoja metálica ya loacosaba por la derecha. Se retorcióhacia la izquierda en un intento porescapar de una cruel estocada, pero nopudo evitar que la espada le desgarrarala manga a la altura de la muñeca.

Al otro lado del Corral del Perro, laprincesa Selinda gritaba.

La sangre empezó a bajarle por lamano y le empapó los dedos. El señormariscal se tocó la herida con torpeza,sin dejar de retroceder. De repente,sintió las piedras frías de la pared del

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patio contra su espalda. Los ojos deFrankish se iluminaban con un brillocruel y triunfal a medida que seacercaba. Jaymes hacía fintas, arremetíay rechazaba los golpes, pero se sentíacomo si estuviera atrapado en el barro yno lograra moverse.

«¡No es tan bueno!».Coryn se dio cuenta casi de

inmediato que, de algún modo, el señorde la Rosa había logrado mejorar sushabilidades sin utilizar ningún artefactomágico, pues estaba segura de que lohabría detectado. La figura de Frankish

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se desdibujaba por la rapidez con que semovía, danzando alrededor del diestro—aunque claramente superado— señormariscal. Los golpes de Jaymes se veíanlentos. Frankish dirigía el duelo a suantojo.

Una y otra vez, Frankish se lanzabasobre Jaymes. Cada encuentro con elestoque dejaba una huella sangrienta.Después, se alejaba en una danza veloz,antes de que el señor mariscal pudierareaccionar.

Coryn miró a sir Moorvan, queobservaba al señor de la Rosa con clarairritación, animosidad incluso. El MartínPescador retorcía las manos a los

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costados, como si estuviera deseandoacercarse a Frankish y estrangularlo.«Pero ¿cuál es la razón del enojo delMartín Pescador?», se preguntaba lahechicera. ¡Estaba claro que sirMoorvan quería que venciera Frankish!

De repente lo entendió.—Conjuraste un hechizo de

velocidad para él, ¿verdad? —dijo entredientes, furiosa.

La miró con asombro y en su rostrose reflejó la culpabilidad. En ese mismoinstante, no le cupo duda.

—Se suponía que tenía que utilizarlocon discreción, ¿me equivoco? Pero hafallado. ¡Está siendo demasiado

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evidente!—No seas ridícula…—Deshaz el hechizo, ¡ahora mismo!

—insistió Coryn, airada—. Si no,conjuraré el mismo hechizo para Jaymesy convertiremos todo este duelo en unafarsa. Y después, descubriré vuestraperfidia y la del señor regente a todaslas partes interesadas, desde Palanthashasta el Consejo de la Piedra Blanca, ¡eincluso al mismísimo Gran Maestre!

Con expresión afligida, el MartínPescador se revolvió en su asiento.

—Pero yo no puedo…—Hazlo, ¡ahora mismo! —le exigió

Coryn.

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Con una mueca, Moorvan agitó lamano hacia el señor de la Rosa e hizodesaparecer el hechizo. Casi en esemismo instante, el señor mariscalinfligió la primera herida a su enemigo.

Jaymes avanzaba sin pausa. Vio elmiedo creciendo en los ojos abiertoscomo platos de su oponente, el sudorque le perlaba la frente antes seca.Había llegado el turno de que el señormariscal atacara con ferocidad.Deslizaba los pies hacia adelante,estocada tras estocada, repitiendo losgestos con una precisión exacta. Con

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paso firme, las rodillas flexionadas,bien equilibrado, Jaymes avanzaba yobligaba a retroceder a su enemigo.

Frankish reaccionaba casi sinfuerzas al ataque cada vez más intensode Jaymes. Esquivaba los golpes yarremetía con desesperación; apenasquedaba rastro de su velocidad anterior.Los reflejos del señor se habíanmermado notablemente y su habilidadestaba siendo sometida a una duraprueba. El señor mariscal lo acosaba sinpiedad y le forzaba a perder terreno sinpausa. Los mejores esfuerzos deFrankish no lograban mucho más quemantenerlo a la distancia mínima.

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Cuando el señor de la Rosa trató derodearlo, Jaymes se interpuso en sucamino deslizándose a la izquierda. Suenemigo intentó un ataque desesperado,blandiendo y hundiendo el estoquefrenéticamente, pero Jaymes se mantuvoen su posición, rechazando y bloqueandolos golpes. Las hojas se encontraban confuria renovada; el tintineo del metal seperdía entre los silbidos y el estruendo.

El señor mariscal no retrocedió niun paso, y Frankish no tuvo más remedioque replegarse, sudando profusamente yboqueando por un poco de aire. Jaymesvolvió a tomar la iniciativa y avanzólenta, metódicamente por el patio. A

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cada paso no deslizaba los pies más queunas pulgadas. El enemigo seguíaretrocediendo, a punto de tropezar, hastaque chocó contra la pared, justo delantedel señor regente Du Chagne. Frankishempezó a atacar, dando golpesdesesperados a la espada de Jaymes, loque le dejaba desprotegido.

El mariscal estaba jugando conFrankish y se apartó un poco para mirarfijamente el rostro pálido del señorregente Du Chagne. Con una sonrisa fría,clavó la vista en el rostro de suoponente y le lanzó una fuerte estocada,que apartó la espada del otro hombre aun lado.

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De repente, lord Frankish losorprendió dejando caer el arma.

—¡Clemencia! —gritó antes deponerse de rodillas—. Ruego clemencia,en nombre del Código…

Jaymes lo mató antes de que pudieraterminar la súplica. Le clavó la espadaen el pecho, hasta llegar al corazón.Incluso mientras Frankish moría, losojos del señor mariscal no apartaron sufría mirada de él. El noble lo miró conla perplejidad, el temor y la cóleraescritos en el rostro.

—Lo siento, no lo oí a tiempo —dijo Jaymes, sacando la espada delpecho del hombre.

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Frankish se desplomó en el suelo, yel señor mariscal limpió la sangre de lahoja en su cadáver.

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11Compuestos secretos

Jaymes se tomó su tiempo en su viajepara alejarse de Palanthas. Durantecuatro días, cabalgó por el paso delSumo Sacerdote, siguió lasestribaciones de la cordillera deVingaard y ascendió a la próspera villaque había fundado dos años antes, ellugar que simplemente se llamabaCompuesto. Tenía motivos paradirigirse allí y necesitaba tiempo paraaclararse las ideas.

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Después del duelo, naturalmente,Coryn había querido teletransportarlodirectamente a su ejército para quepudiera poner en marcha un plan parasalvar Solanthus. Él había dado unaexplicación razonable: el equipo delpuente que había contratado en Palanthasno llegaría al ejército hasta variassemanas después y las operaciones en elfrente tendrían que esperar hastaentonces. Le recordó que las montañasde Vingaard eran una barrera ancha yprofunda. El paso del río suponía todoun reto y el resultado de la campañadependería de eso. Esa era la verdad.

Pero había otra verdad que se

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guardaba para sí mismo. Aunque Corynle había ayudado mucho, no podíapermitirse caer completamente bajo suinfluencia. A pesar de que se sentíadolorido tras dos días a caballo, aunquela lluvia y el viento lo azotaron en elpaso, agradecía aquellasincomodidades. Haría las cosas cuandoa él le pareciera; lo sentía mucho porCoryn.

Alejarse de Selinda no habíasupuesto una prueba tan dura para suvoluntad, aunque había implicado unauténtico drama. La princesa habíallorado y había suplicado, aterrorizadaante la idea de que pudieran herirlo en

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la batalla, o, quizá, de que sus deseos decasarse con ella se desvanecieran con eltiempo y la distancia. Él le aseguró, conbastante honestidad, que su ardorseguiría siendo igual de apasionado y sezafó de sus brazos con embarazo.

El caballo blanco era perfecto parapasearse por la ciudad, pero lo que leesperaba era un camino de montaña, porlo que dejó el animal al cuidado deDonny y compró una resistente yeguanegra. Demostró ser una montura veloz eincansable. Parecía compartir lainquietud de su jinete, mientras ascendíapor los bosques de pinos olorosos de lasestribaciones del Vingaard. Jaymes soltó

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las riendas, y el animal se estremeció deplacer en la sombra fresca. El ambienteestaba húmedo y la intensa fragancia dela vegetación resultaba relajante. Eljinete dejó que la yegua fuera másdespacio cuando la pendiente se hizomás pronunciada. El paisaje habíacalmado aquella prisa que era habitualen él. Ese valle, su destino, quizá nofuera su casa, pero era lo más parecidoa un hogar que tenía en el mundo.

El camino era cada vez másescarpado, pero la exhausta yeguaapuraba el paso, como si sintiera que yaestaban cerca de su destino. Subió altrote las últimas cuestas, siguiendo el

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camino que se abría entre las ramas delos pinos. El animal se lanzó a la carreracuando el sendero llegó a tierras llanasy los árboles desaparecieron de repenteen la boca de un valle ancho.

Allí, el aroma de los pinos dabapaso al olor ácido del humo y el hollín.En el aire flotaba una nube de humo,como si el valle tuviera un techo queprotegiera aquel lugar secreto de lasmiradas no deseadas. Aquella nubepermanente parecía querer decir: «¡Nisiquiera los dioses pueden mirar aquí!».Para Jaymes Markham, todo era comodebía ser.

Compuesto había cambiado mucho

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durante el último año. Antes, un pequeñoclaro se abría tímidamente en lavastedad del bosque. En aquel momento,no sólo habían talado los árboles delfondo del valle, sino también los de lasladeras de las montañas cercanas. Elsuelo estaba marrón, recorrido por lashondonadas y las brechas que habíaempezado a abrir la erosión. A derechae izquierda había montones enormes detroncos, que secaban al aire. Lostrabajadores enanos, esforzados y bienpagados, estaban ocupados en guiar lostiros de caballos que arrastraban lamadera, más y más troncos de lo alto delas montañas. Otros cortaban y partían

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los maderos o clavaban puntas en losedificios en construcción.

En lugar de las chozas rudimentariasde la primera época, ahora selevantaban grandes estructuras demadera que albergaban las fábricas, asícomo una serie de barracones dondecomían y vivían los trabajadores, que yase contaban por cientos. Los sonidos deltrabajo resonaban en todo el valle: lacadencia regular de las hachas, elmartilleo de los herreros, el rugido delas fraguas y las voces de lossupervisores y los capataces, que dabanlas órdenes a gritos.

La llegada del jinete solitario no

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pasó desapercibida y los mensajeroscorrieron a informar a sus capataces y allevar la noticia a la gran casa que sealzaba en el centro de Compuesto. Peroel trabajo no se detuvo cuando Jaymesentró en el corral que había delante de lacasa más grande de todo el lugar. Setrataba de una mansión enorme, formadapor dos alas y con la fachada altarecorrida por columnas. Los dossirvientes, ambos humanos, salieron delos establos para encargarse de la yegua.Cuando Jaymes subía los escalones dedelante de la casa, un enano con barbacruzó el patio rápidamente, secándoselas manos en el mandil. Recibió,

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ceñudo, al mariscal en la puertaprincipal.

—¡Pensaba que no llegarías hastadentro de tres días! —se quejó DramFeldespato, enfadado—. ¡Tenía laspruebas preparadas para entonces!

—Todo está yendo muy de prisa —contestó el mariscal— y quería veniraquí sin perder un momento. Necesitoestar con el ejército dentro de unasemana, para la siguiente campaña.

—Vaya, es una pena. Y Sally va aquedarse decepcionada. Íbamos asacrificar un cerdo de primera categoríay a pasar todo un día asándolo, paracelebrar la ocasión como se merece.

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—Seguro que vuestra comida detodos los días está bien. —Por primeravez, el hombre esbozó una leve sonrisa yseñaló la prominente tripa de su viejoamigo—. A mí me parece que ya hasestado celebrándolo de sobra.

—Sí —reconoció Dram, un pocoavergonzado—. Tengo que decir que lavida de casado me sienta bien.

—¿Así que Sally todavía no te hapegado un buen tirón de orejas?

—De eso nada. Aunque tengo queconfesar que a veces echo de menos elcamino y una buena hoguera, andar deaquí para allá. Y los ruidos de unabuena batalla. Eso me haría resucitar.

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—Ten cuidado con las cosas queechas de menos —le advirtió Jaymes.

El rostro de Dram se iluminó.—¿Has venido para llamarme a las

armas? Mi hacha está afilada; siempreecho aceite a la hoja, ya lo sabes. Puedoestar listo en…

—No, no —le interrumpió el señormariscal, levantando una mano—. Yasabes que aquí eres más necesario.

—¡Bah! Tenía que habérmeloimaginado. ¡Todo el día rodeado deenanos de las colinas y de gnomos!

—Hablando de enanos de lascolinas, ¿cómo está el padre de Sally?¿Todavía te soporta?

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El enano de las montañas resopló.—Buche Aguamelada soportaría a

cualquiera que le reporte tantosbeneficios como yo. En cuanto a Sally,simplemente digamos que nos hacemosmuy felices el uno al otro. De hecho,parece que la familia está creciendo.

Está esperando un pequeño maestrode la fragua para antes de la primerahelada. —Dram se sonrojó, aunque elorgullo asomaba bajo el tono carmesíque cubría su rostro tosco.

—Entonces, muchas felicidades.Incluso si resulta ser una pequeñamaestra de la fragua.

—¡Muérdete la lengua! —gruñó el

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enano. Pero se detuvo y empezó arascarse la barba muy pensativo, comosi aquella idea nunca se le hubierapasado por la cabeza—. ¿Tú crees…?¡Vaya! Bueno, entra y ponte cómodo.Envié un mensaje a Buche en cuanto loscentinelas me informaron de tu llegada.Seguro que está aquí a la hora de cenar.

—Perfecto.—¿No puedes quedarte más que

unos pocos días? —Se aclaró lagarganta para parecer más brusco—. Heechado de menos…, es decir, tengo queenseñarte muchas cosas.

—En efecto, tendrá que ser unavisita rápida. El ejército está

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reuniéndose en la orilla occidental delVingaard y tengo que estar en elcampamento lo antes posible. ¿Cuántotiempo se necesita para preparar lademostración?

—En fin, me gustaría tener un pocomás de tiempo, pero no hay nada que nosimpida hacerla mañana por la mañana;vamos, si de verdad tienes que irte ya.

El enano estaba muy cariacontecido,pero su expresión se iluminó cuando oyóuna voz femenina que provenía de lahabitación contigua.

—¡Jaymes!Sally Feldespato llegó corriendo, o

más bien andando como un pato. Las

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mejillas sonrosadas de la enanaenmarcaban una amplia sonrisa y se girópara poder dar un fuerte abrazo al reciénllegado sin que le molestara laprominente barriga.

—Tienes muy buen aspecto, Sally.Dram me ha dado la buena nueva; si no,nunca lo habría adivinado.

—¡Oh!, qué zalamero eres, JaymesMarkham. Eso es lo que eres. Y apuestoa que eres un zalamero sediento,además. ¿Este marido mío no tiene laeducación de ofrecer algo que beber aun viejo amigo?

—¡Caray, mujer! —gruñó el enano,que en ese momento ya estaba llenando

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un par de picheles con el barril queestaba en la entrada. El tonel era unelemento que nunca faltaba en lahabitación—. ¡Acaba de entrar por lapuerta!

—Bueno, voy a ayudar a la cocineraa encender el fuego —anunció Sally conalegría—. Estoy segura de que tenéis unmontón de cosas de las que hablar.Quitaos de delante todos los asuntosaburridos, ¿de acuerdo? En la cena, meuniré a la conversación y espero quepara entonces habléis de cosasinteresantes.

—¡Ah, es una gruñona y siempreestá dándome órdenes! —dijo Dram con

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cariño cuando su esposa desapareciópor la parte posterior de la casa—. Nosé cómo podía vivir sin ella.

—Es muy diferente a dormir en elsuelo, junto a una hoguera,preguntándose si los goblins andancerca, preparándose para atacar elcampamento. ¿De verdad echas demenos esa vida?

—¿Sabes? —contestó Dram con airepensativo—, a veces me parece que sí;pero otras veces pienso en ello y creoque no.

Sin embargo, los ojos del enano nose dirigieron a la cocina, a la despensa oa su esposa. Casi sin darse cuenta, su

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mirada se perdió por la ventana abierta,hacia el horizonte montañoso y el cieloazul. Dio una cerveza a Jaymes y los dosse sentaron. Bebiendo la cerveza, sequedaron un rato sin decir nada.

Buche Aguamelada llegó pocodespués. Entró en el salón donde Dram yJaymes tomaban su cerveza y estrechó lamano del señor mariscal conentusiasmo. Jaymes abrió su morral ysacó una bolsa pequeña de piel. Elreluciente enano de las colinas, elsuegro de Dram, sopesó el saco y, alnotar cuánto pesaba, ensanchó más sicabe su sonrisa.

—Espero que no te importe que le

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eche una ojeadita —preguntó con unguiño.

—En absoluto —contestó el humano.El jefe de los enanos de la colina

derramó el contenido de la bolsa en lapalma de la mano y en sus ojos aparecióun brillo tan intenso como el del montónde gemas que salieron del saco.

—Diamantes, rubíes, ¡y unas cuantasesmeraldas de esas que tanto me gustan!—exclamó—. ¡Es un placer hacernegocios contigo, buen hombre! Y estavez, ni siquiera voy a preguntar dóndeguardas estas pequeñas maravillas.

—Mientras te encargues de que losenanos sigan trabajando en mi

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compuesto y de que no se acerqueningún extraño, yo me encargaré de queseas bien pagado —aseguró el hombre.

El aspecto de Buche había cambiadobastante desde la última vez que Jaymeslo había visto, antes del invierno. En elpasado, el jefe de los enanos de lascolinas se contentaba con llevar ropasde ante y unos mocasines suaves. Por elcontrario, en aquel momento vestía unacamisa de seda, pantalones hechos amedida y unas relucientes botas de piel.Del cuello le colgaban cadenas deplatino, y el mariscal calculó que nopesarían menos de veinte libras. Variosanillos adornaban los dedos del enano y

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en el lóbulo de la oreja izquierdabrillaba un diamante. La descuidadabarba se había convertido en unasesmeradas trenzas. La larga cabelleraestaba cepillada con aceites y atada enuna cola con una cinta de seda que lerecorría toda la espalda.

Tal vez Dram no tuviera tiempo paraasar el cerdo que había pensadosacrificar, pero la cocinera de la casa,con la ayuda considerable de Sally,consiguió preparar un buen festín.Empezaron por un pan de corteza duracon cremosa mantequilla, seguido de unarica sopa de tocino, patatas y cebolla. Elplato principal era pavo, uno de los

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ejemplares gordos y sabrosos que vivíanlibremente por las montañas deVingaard. Estaba relleno dechampiñones y hierbas, servido con unaexquisita salsa. Como postre, comieronuna tarta de hojaldre, crema y fresas,cogidas de los arbustos que salpicabanel pie de las montañas.

Como era de esperar, Dram habíapreguntado cómo progresaba la guerra, yJaymes estaba informándole de losúltimos acontecimientos. Como parte deestos, le contó que los Caballeros de laCorona y los soldados del general Dayrhabían acabado con la fuerza del nortede Ankhar y, por fin, los habían

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empujado al este del río Vingaard.—¡Ah, el fragor de la batalla! El

caos, los sonidos, el peligro —dijoDram, antes de tomar un buen trago desu pichel. Se limpió la espuma delbigote y sacudió la cabezamelancólicamente—. ¿Sabes?, ¡echo demenos esos tiempos! ¡Los mejores detoda mi vida!

—¡No es posible que hables enserio! —bufó Sally, con las cejasenarcadas en una mueca de desprecio—.¿La muerte, el dolor, el sufrimiento?¡Todas esas cosas que me dices queintentas olvidar!

—¡Hummm!, sí —murmuró Dram,

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avergonzado—. Quizá las olvidé mejorde lo que creía. Pero, de todos modos,siento que debería estar allí con miamigo, ayudando de alguna forma.

—Estás ayudando, por si tambiénhas olvidado eso —comentó Jaymes—.El polvo negro que estáis haciendo aquíen Compuesto va a ser un elementodecisivo en nuestra estrategia, estoyseguro. Primero, tenemos que descubrircómo utilizarlo en la batalla.

—Para eso está la demostración,mañana. En este mismo momento, losgnomos están supervisando lospreparativos. Conociendo a Sulfie y aPete, pasarán toda la noche trabajando y

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resolviéndolo todo, asegurándose de quepodamos ver la prueba después dedesayunar.

Tras toda una tarde bebiendo encompañía —Jaymes se limitaba a darsorbos, mientras el enano de lasmontañas y el de las colinas hacían unacompetición entre ellos, como eracostumbre—, el mariscal durmiócómodamente en la mejor habitación deinvitados de la casa. Después de uncopioso desayuno, y unas cuantas quejasde Buche Aguamelada por lo tempranoque era, los tres amigos siguieron unacalzada de piedra que cruzaba elcorazón de Compuesto, en dirección a la

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zona de pruebas, en el otro extremo delvalle.

A medida que pasaban junto a losnumerosos edificios, Jaymes ibafijándose en las mejoras que se habíanhecho durante el invierno. Había unaenorme fábrica de carbón vegetal que sehabía terminado hacía poco y ampliosbarracones donde se almacenaba lamadera llevada desde el otro lado de lasmontañas: roble, nogal y arce de losbosques de la costa. Aquellos pesadostroncos habían resultado ser másadecuados que los pinos locales para elproceso de carbonización. En losalmacenes de azufre, los montones

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gigantescos de la piedra amarillaextraída por los mineros de Buche sealzaban a ambos lados.

Una parte entera de Compuestoestaba dedicada a purificar el polvonegro. Aquella era la contribucióninvaluable del gnomo, Salitre Pete. Losedificios de purificación tenían lasparedes de tablas en vez de troncos y eltejado estaba hecho con pizarra. Engeneral, el lugar parecía más unpintoresco pueblo de montaña que uncentro industrial.

—Esos son los mezcladores, ahíabajo, cerca del río y el estanque —explicó Dram con orgullo, señalando

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varios barriles de hierro del tamaño deun granero pequeño. Del interior salíanlos sonidos de pulverizar y revolver elpolvo. Los tres ingredientes cruciales dela fórmula secreta se machacaban hastaconseguir un polvo fino y se mezclabanen una proporción medida con muchocuidado.

A pesar de lo temprano que era,Compuesto hervía en plena actividad.En la mayoría de las fábricas trabajabanenanos delas colinas del pueblo deBuche Aguamelada, Meadstone, aunquetambién había unos cuantos gnomos yhumanos, atraídos al duro trabajo por lapromesa de un buen jornal. El mariscal

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oía las puertas de las fraguas abriéndosey cerrándose, el martilleo de losherreros en el hierro y el acero, y elrugido de los hornos por doquier. Alpasar junto a las puertas abiertas de unafundición, sintió una bofetada de calor.Dram señaló hacia el interior.

—Estos que alimentan la fundiciónson los enanos que de verdad se gananel jornal —dijo—. Para ellos, es comotrabajar en el desierto de Neraka sin laclemencia de una sombra.

—Sí, están fuertes estos enanos deMeadstone —señaló Buche con orgullo.

Después de la zona de fabricación,se extendía un terreno tan grande como

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una plaza de armas, salpicado de unasestructuras de piedra medio enterradasen el suelo. Entre aquellos almacenes seabrían amplias superficies de hierba ycada uno estaba rodeado por fosos deagua estancada y turbia.

—Estos son los centros dealmacenaje. Ahora mismo hay doce yhabrá ocho más este verano.

—Muy bien. Me alegra ver que loshas separado. Así, aunque hubiera unaccidente en uno de los almacenes,podríamos proteger el resto de montonesde polvo.

—¡Ajá! No queríamos que serepitiera el desastre del invierno pasado

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—convino Dram.Jaymes no había estado presente en

aquel accidente, pero el enano le habíadescrito las terribles consecuencias enuna lúgubre carta. Se había declarado unincendio en el almacén principal y todoel montículo de polvo habíadesaparecido en una explosióntremenda. Decenas de trabajadoreshabían perdido la vida, y todos losedificios cercanos habían sufrido daños.

Después de la tragedia, Dram habíatomado medidas de seguridad deinmediato. Desde entonces, algunasconstrucciones eran subterráneas y otrasestaban muy separadas. Varios

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depósitos y canales de agua recorríantodo Compuesto. No había vuelto aproducirse ningún accidente.

Por fin, llegaron al extremo de laparte nueva de Compuesto. El señormariscal descubrió un aparato muyextraño a media milla de allí. Se tratabade un tubo gigantesco, parecido a untronco enorme al que hubieran cortadotodas las ramas y le hubieran quitado lacorteza. Al acercarse más, Jaymes viouna serie de anillos de metal querodeaban el tubo.

—Hicimos este cañón de prueba conmadera de quebracho —explicó Dram—, porque el de roble que estábamos

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utilizando se deshizo en la pruebaanterior.

—¿Y los proyectiles? —preguntóJaymes.

—Tenemos unas cuantas rocas,cinceladas para que encajenperfectamente en el diámetro del tubo.Esa es una de las cosas que aprendimos.Si la bola es demasiado pequeña, no haysuficiente presión para lanzarla. Si esdemasiado grande, se queda atascada enel tubo, claro. Entonces, acaba saltandopor los aires todo el invento.

—Hola, jefe. Mejor échate haciaatrás si no quieres saltar tú por los aires.

Quien había hablado era una hembra

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de gnomo de cabello encrespado yexpresión irritada, que acababa de salirde detrás del enorme tronco. Llevabaunas lentes colgadas de la narizdiminuta, algo nuevo desde que Jaymesla había visto por última vez. Loscristales estaban tan sucios que almariscal le costó imaginar cómo podíanayudarla a ver.

La gnomo parpadeó mirando aJaymes y volvió al trabajo, queimplicaba escudriñar unas cifras quehabía garabateado en un rollo depergamino, para luego compararlas conlas cantidades de polvo negro que habíaen tres barriles diferentes. Cada uno era

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del tamaño de un barril pequeño decerveza.

—Gracias por el consejo, Sulfie —contestó Jaymes.

Observó a la experta diminuta, quehabía vuelto a enfrascarse en el trabajo,uno de los tres hermanos que intentabaperfeccionar el polvo negro para laguerra. Su hermano, Salitre Pete, vestíaun mandil de piel rígida e iba y venía deun barril a otro, comprobando una y otravez la cantidad de polvo que conteníacada uno. Si se percató de la presenciade Jaymes, no dio muestras de ello.

—Los barriles son del mismotamaño, como puedes ver —siguió

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explicando Dram—. Pero ponemos unacantidad diferente de polvo en cada uno.Empezaremos por el más pequeño, quesólo tiene tres libras. Es la mismamedida que utilizamos en la últimaprueba, la que reventó el cañón. Estavez el tubo es casi el doble de fuerte,por lo que tenemos más posibilidades deéxito.

—Poned la prueba en marcha —dijoel mariscal—. Me gustaría verlo enacción.

Jaymes, Dram y Buche observaron alos dos gnomos, que vaciaroncuidadosamente el contenido del primerbarril en la boca del tubo. Un tercer

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enano de las colinas lo presionó con unabarra hasta que todo el polvo quedó enel extremo del cañón, que medíaalrededor de doce pies de largo.

—Ponemos una mecha en eseagujero pequeño de ahí —indicó Dramcuando Salitre Pete se arrodilló detrásdel tubo y pasó un trozo rígido de cuerdaa través de una estrecha abertura—.También hemos estado trabajando en eseproblemilla. Utilizamos una cuerdatrenzada con un poco de polvo, para queel fuego corra por la mecha a unavelocidad controlada. Claro, no esexacto. A veces, la cosa se apaga y otrascorre tan de prisa que no te lo creerías.

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—La mecha está preparada. Vamosa cargarla —anunció Pete conbrusquedad.

Dos corpulentos enanos de lascolinas levantaron una piedra esféricaque, tal como Dram había descrito,parecía del mismo diámetro exacto queel tubo. La colocaron en la boca delcañón y después ayudaron al enano delbombardero a empujar la pesada esfera,hasta que quedó pegada al polvo delbarril vertido en el extremo del tubo.

—Ahora es el momento en quedeberíamos retroceder cien pasos —apuntó el enano de las montañas.

Sulfie, Buche, Dram, Jaymes y todos

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los enanos de las colinas se retiraron auna distancia prudencial. Únicamente,Salitre Pete se quedó atrás. El gnomosostenía un pedernal y un fósforo, sinapartar los ojos de Dram.

—¿Preparados? —preguntó Dram,mirando alrededor.

—Por mí, puedes dar la ordencuando quieras —respondió Jaymes.

—¡Fuego! —gritó Dram—. Serámejor que os tapéis los oídos —añadiópara los novatos en aquel tipo deexperimentos.

Salitre Pete encendió el fósforo yacercó la llama al extremo de la mechazigzagueante. En cuanto la cuerda

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empezó a chisporrotear y crepitar, elgnomo se volvió y echó a correr haciadonde estaban los demás. Llegó justocuando el fuego alcanzaba el extremodel tubo. Entonces, la llama desaparecióy hubo un momento de cruel suspense, enel que parecía que no iba a pasar nada.Incluso el viento pareció detenerse,esperando, vacilante y temeroso.

De repente, se produjo la explosión,increíblemente ensordecedora yviolenta. Fue un estallido que vibró enel aire, acompañado de una nube dehumo que salía de la boca del tubo.Entre los jirones de humo apareció laroca redonda. Voló con desgana cerca

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de cien pasos, para caer pesadamente alsuelo. Rodó una docena más de pasos yse detuvo.

—¡Hummm! Por ahora, ha sido elmejor resultado —comentó Dram.

—En principio —repuso Jaymes, sinquerer comprometerse—. Pero no sirvede mucho en el campo de batalla. Unbuen arquero puede lanzar una flecha atres veces esa distancia.

—Bueno, esto no ha sido más que elprincipio, un calentamiento, porsupuesto —se ofendió el enano de lasmontañas—. Ahora intentaremos laverdadera explosión.

El grupo de enanos de las colinas se

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apresuró a cumplir de nuevo los pasos.Antes, limpiaron el tubo con un trapohúmedo.

—Aprendimos en nuestras propiascarnes que no hay que poner otro barrilcuando todavía quedan chispas dentro—explicó el enano de las montañas.

Después colocaron el segundobarril, que contenía doce libras de polvonegro.

—Una explosión cuatro veces mayor—comentó Dram, orgulloso—. Más delo que hayamos probado antes, perotambién el tubo es cuatro veces másfuerte que el utilizado hasta ahora; asíque cruza los dedos o recita una oración,

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si eres del tipo religioso.Contemplaron a Pete arrodillado y

manipulando otro trozo de mecha. Dejóun buen trozo fuera de la base del cañón.Por último, los enanos cargaron elsegundo proyectil y lo colocaron en labase del tubo. Los trabajadores sealejaron rápidamente.

—Esta explosión va a ser másensordecedora todavía —advirtió Dram.

Jaymes asintió y se tapó los oídos,como hicieron todos los presentes.Salitre Pete esperó la señal de Dram ydespués encendió otro fósforo. Loacercó al extremo de la mecha. Deinmediato, la llama prendió la cuerda y

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corrió y crepitó tan velozmente que,para cuando el gnomo se había puesto depie y había pegado un salto para darsemedia vuelta, ya había recorrido lamitad del camino.

—¡Corre! —chilló Sulfie.Pete sólo había dado dos pasos

cuando el fuego alcanzó la base delcañón y desapareció por el agujero. Elruido de la explosión fue mucho mayor,pero Jaymes se dio cuenta de inmediatoque algo había ido terriblemente mal. Envez de una lengua de fuego y humosaliendo de la boca del tubo, toda laestructura parecía hincharse y enrojecerpor el calor. Entonces, todo el aparato

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saltó por los aires en una explosión deincreíble violencia.

El tubo, el soporte y el gnomodesaparecieron en el mismo estallido.

—¡Mi hermano! —gritó Sulfie,echándose hacia adelante.

Dram la agarró por el cuello de latúnica y tiró de ella hacia atrás.

—¡Espera! —le ordenó el enano, sinhacer caso a las protestas de la gnomo,que intentaba librarse de él entresollozos.

Pocos segundos después, se produjouna segunda explosión, seguida por elestruendo de los barriles de polvo queestaban detrás del revestimiento. Las

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brasas de la primera detonación habíancaído sobre ellos y los hicieronexplotar.

Después de unos minutos deexplosiones, fuego y luces, sólo quedóhollín y humo.

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12Los elementos desatados

Incluso en ese momento, con la bóvedade estrellas relucientes sobre él y laslunas roja y blanca asomadas en losextremos del cielo, Ankhar no podíalibrarse de la sobrecogedora sensaciónde aislamiento y de estar enterrado vivoque lo había acosado durante subúsqueda ciega. Jamás había pensadoque echaría tanto de menos el mundo quesiempre había conocido. Nunca habíasido de los que se ponían poéticos con

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el canto de un pájaro ola fragancia de unverde bosque y, sin embargo, aquellosrecuerdos de sus sentidos loatormentaban en sueños. Hacían que sedespertara sobresaltado y al borde de ladesesperación, al reconocer la piedra, laoscuridad y el frío de su lechosubterráneo.

Además, el penoso camino de vueltaa la superficie parecía ser dos vecesmás largo que el de descenso. Habíasido un ascenso agotador a través dellaberinto bajo tierra. El cansancio leagarrotaba los músculos. Tenía lasmanos llenas de ampollas, porque debíalevantar todo su peso apoyado en

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escarpadas piedras. Más de una vez,tenía que alzar a Laka por tramosabruptos. En cierto momento, el caminode regreso se vio aliviado por elhechizo de levitación que conjuróHoarst. El semigigante había vuelto acoger a su madre adoptiva en brazos yascendió el precipicio interminable quehabía descendido mágicamente en unalejana vida anterior.

Al menos, parecía una vida anterior.Únicamente, el increíble —y aterrador— éxito con que había terminado sumisión le había dado la fuerza necesariapara perseverar y avanzar penosamente,a ciegas, por las cuevas interminables

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que conducían, esa era su desesperadaesperanza, de vuelta a la superficie. Sinembargo, el ánimo de Laka nunca habíaflaqueado ni había mostrado duda algunasobre la elección de su camino. Comosiempre, estaba en lo cierto.

El trío, exhausto, se acercaba ya a laboca de la cueva. Entrecerrando los ojospara protegerse de la luz, a pesar de queya había anochecido, el comandante dela horda logró erguir su maltrechafigura. Incluso caminaba con pasodecidido cuando llegaron alcampamento. Allí se enteraron de quehabían pasado veinte días desde supartida. En ese tiempo, las posiciones

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del ejército no habían cambiado, peroAnkhar fue informado de que loscaballeros cruzaban las montañas deVingaard en gran número. Con urgencia,el semigigante ordenó que comenzaraninmediatamente los preparativos para elataque a Solanthus.

Se convocó a los capitanes másimportantes para que acudieran al puntode encuentro a la medianoche. Río deSangre informó de que su brigada, quesería la que liderara el asalto despuésde que se abriera una brecha en lamuralla de la ciudad, estaba en camino yse posicionaría bajo la puerta occidentalantes de que amaneciera. El capitán

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Blakgaard llegó a lomos de su corcel deguerra, negro como la noche. El animalresoplaba y pateaba el suelo como sisintiera —y ansiara— la cercanía de labatalla. El señor de los wargs, MachacaCostillas, también estaba allí. Aunque sucaballería de lobos no participaría en elataque a las murallas, Ankhar quería quesu comandante de más confianzaescuchara todos los planes y viera elnuevo poder de la Verdad. El jefe de losgoblins se sentó junto al fuego, envueltoen su capa, y no tardó en quedarsedormido.

A medida que transcurrían las horas,el semigigante paseaba nerviosamente

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de un lado a otro. Todos aquelloscapitanes, todos sus guerreros fieros ycurtidos en la batalla, no bastarían paraganar la contienda que quería entablar.Al final, llevó a su madre adoptiva a unaparte y le preguntó en un susurro ronco:

—¿Dónde está? ¿Qué retiene alCaballero de la Espina?

—Sir Hoarst tiene mucho trabajoque hacer —le recordó Laka—. Sicomete un error en la creación delartefacto, será muy difícil, quizáimposible, controlar al rey cuandoabramos la caja.

Ankhar se estremeció. El recuerdodel rey de los seres elementales,

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esposado y cautivo, era aterrador. Lamera idea de que corriera desbocadoera completamente inaceptable.

El amanecer ya iluminaba el cielo,perfilando las altas almenas, lascolumnas y las murallas de la puertaoccidental, cuando llegó el hechicero.Llevaba una varita delgada, un palo queno era más largo que la distancia queseparaba la yema del pulgar de la delmeñique de la mano abierta delsemigigante.

—¿Eso? —preguntó Ankhar,escéptico.

El hechicero estaba demacrado. Unasombra oscura enmarcaba sus ojos, y su

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piel brillaba con una luz blanca. Supalidez se había acentuado en la largaestancia bajo tierra. No habíadescansado desde que habían llegado alcampamento y clavó los ojos en elcomandante con una mirada que hizo queAnkhar se arrepintiera de inmediato deltono que había utilizado.

—Esta varita es el resultado demuchas investigaciones, de hechizos ydelicadas tallas —contestó Hoarst conbrusquedad—. Si su aspecto no es losuficientemente impresionante, ¡misugerencia es que busquéis a otrapersona que controle a esa criatura!

—¡No! ¡Funcionará! ¡Tiene que

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funcionar!Para entonces, los ogros ya habían

llegado. Eran cerca de un millar deseres bárbaros, organizados en cincocolumnas de batalla, cada una de ellascon diez ogros de ancho y veinte deprofundidad. El poder y el empujeaplastantes de aquella formaciónsuperarían a cualquier ejército, si el reyde los seres elementales lograbaderribar la puerta. Ankhar confiaba enque, después, los ogros podrían penetrarlas defensas de la ciudad. Los seguiríanmillares y millares de goblins,hobgoblins y mercenarios deBlackgaard.

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¡El semigigante casi podía saborearla victoria! Pero todavía había muchaspreguntas que responder. Se sentó conHoarst y Laka debajo del blasón delcuartel general del ejército y trató deacordar todos los detalles. En el suelo, asus pies, descansaba la caja de rubíes.

—La caja es la forma principal decontrolarlo —comenzó el Caballero dela Espina. No era la primera vez que loexplicaba, pero si el hecho de repetirlole impacientaba, no lo demostró—.Mientras el rey lleve las esposas cuandoesté fuera, tendrá que volver a la cajacuando esta se abra.

—Así sucedía en mi visión, la

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imagen de la Verdad —confirmó Laka,que hizo un gesto de asentimiento haciala fina varita—. ¿Y ese palito?

Hoarst se encogió de hombros.—Es una forma de centrar la

atención de la criatura en un objetivo.Debo ser yo quien maneje la varita, puesnecesita un hechizo para que surtaefecto. Cuando abramos la caja, el reyaparecerá, consumido por la ira de estaratrapado. Pero las esposas lo someten anuestra voluntad, por lo que no atacará aquien sostenga la caja ni a aquellos queestén cerca de ella.

»Con la varita, lo guiaré hacia lapuerta y su cólera innata lo empujará a

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un delirio de destrucción. Espero que lavarita funcione con una fuerza poderosay que pueda guiarlo a varias millas dedistancia.

—Pero si se aleja demasiado,¿puede romper el hechizo? —A Ankharle parecía que ese punto era muyimportante—. ¿Podría volverse contranosotros?

—Si empezamos a perder el controla través de la varita, Laka debe abrir lacaja. De esta manera el rey será atraídohacia nosotros y se verá forzado a entraren su prisión.

—Muy bien —concluyó elcomandante del ejército.

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El este del cielo ya lucía un pálidotono azul y faltaba menos de una horapara que amaneciera. Ankhar llamó aRío de Sangre con un gesto.

—Preparaos —ordenó elsemigigante. Después se volvió hacia sumadre adoptiva—. Ha llegado elmomento de abrir la caja.

Sir Cedric Keflar miró a sus tres hijos,que dormían juntos en un camastroestrecho. Violeta, la mayor, era casi tanalta como larga la cama. La niña encogíasu delgado cuerpecito para que sushermanos pequeños pudieran descansar

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en el centro del colchón de paja, que eramás suave. El caballero se agachó ybesó a los tres niños en la mejilla. Se lerompía el corazón al ver la palidez deaquellos rostros preciosos, testimoniodel hambre que les hundía los ojos,tiempo atrás tan llenos de vida. Sealegró de que no se despertaran. SóloVioleta suspiró en voz baja y se movióun poco en sueños.

A apenas un paso, dentro de lamisma habitación diminuta, Kiera, lajoven esposa de Cedric, con tan sóloveinte años, yacía temblorosa en sucatre. Le tocó la frente con la mano y vioque la fiebre estaba consumiéndola. Se

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detuvo para humedecer un trapo yponerlo sobre la piel sudorosa. Seagachó para besarla, conmovido por elaleteo de pestañas de la joven, el únicogesto de reconocimiento que podíaofrecerle.

Se acercaba el amanecer y con elamanecer llegaba el deber. El sol noesperaba a nadie, y Cedric Keflar,capitán de la Espada, estabadeterminado a ser tan exacto como eldisco cósmico en lo que a su deber serefería. Salió del pequeño dormitorio yse abrochó el cinto de la espada, el armaque había pertenecido a los padres delos padres de su padre, durante tantas

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generaciones como los Keflar podíanrecordar. Cerró la puerta sin hacer ruidoe intentó evitar que su armaduraentrechocara, mientras pasaba junto alas familias que dormían hacinadas enlas demás habitaciones, apiñadas en lasgalerías y apretadas en la escaleradesvencijada del edificio.

Así se vivía en la atestada y sitiadaSolanthus. El rango de Cedric le dabaderecho a tener una casa para su familia,pero sólo si había casas disponibles.Toda la población humana de cientos demillas a la redonda había acudido enbusca de protección a las altas einexpugnables murallas, al menos todos

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aquellos que habían sobrevivido a laprimera invasión de la horda. Sealimentaban de míseras raciones y, a lolargo del último invierno, habíanquemado hasta la última astilla demadera que quedaba en Solanthus. Losclérigos trabajaban para crearalimentos, pero, aunque sus esfuerzosmantenían con vida a muchas personas,nunca era suficiente.

Cedric tuvo que pasar por encima devarias personas que dormían en laescalera delantera del edificio. Otrosmuchos estaban acurrucados en lacuneta, en los callejones, a vecesincluso desplomados en la calzada. A

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través de la oscuridad, el capitánavanzaba con cuidado. Aquí y allá, unosojos brillantes lo observaban desde lassombras, y él se esforzaba por parecersereno y capaz mientras caminaba haciaun día más en su puesto.

Al girar por la calle de la puerta,miró de reojo al corazón de su ciudad.La Aguja Hendida se alzaba a laizquierda, pero las líneas esbeltas ydelicadas del palacio ducal dominabanla vista. Flanqueado por graciosastorres, con una bóveda que lo hacíaparecer más una catedral que un castillo,su imagen siempre inspiraba a sirCedric. Le recordaba todas las cosas

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por las que luchaban.—Bendita seáis, mi señora —

murmuró, pensando agradecido en lamujer que moraba allí, la duquesa que semovía entre su pueblo con tal serenidadque los ciudadanos encontrabanesperanza en su ejemplo.

Camino de la puerta occidental,Cedric cruzó una amplia plaza demercado, oscura y silenciosa, exceptopor los ronquidos de los refugiados. Alotro lado, se alzaban los altos muros. Sedetuvo en la plaza antes de entrar en latorre de la puerta. Delineada por lacreciente luz del amanecer, la AgujaHendida se recortaba contra el cielo

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rosado. Bajo los últimos rayos de laluna blanca se dibujaba la silueta de lacasa de la puerta y la magnífica murallaoccidental. Allí se dirigía Cedricaquella mañana… y todas las demásmañanas. Como comandante de la puertaoccidental, era el responsable de uno delos elementos más importantes en ladefensa de la ciudad.

—¿Cómo va, muchachos? —preguntó a los hombres de la guardianocturna, que se pusieron firmes cuandoel capitán subió por la escalera de laprimera torre, el baluarte que estabadirectamente sobre las pesadas puertasreforzadas con hierro.

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—Ha habido un poco de jaleo ahífuera a la madrugada, señor —contestóel sargento mayor, que estaba a cargo deaquella posición durante las horas deoscuridad—. Parece que algunos ogrosestán acercándose a una milla de lapuerta.

—Bien, Mapes, tendremos queesperar a que se acerquen un poco más—repuso Cedric, jovialmente—. ¡Ynuestros arqueros podrán convertirlos enacericos!

—¡Sí, capitán! —contestó Mapes,con el mismo buen humor.

Los hombres del puesto, una docenao más que podían oírlos desde donde

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estaban, se miraron y asintieron. Entremurmullos, ya había empezado adifundirse la conversación de los dosoficiales, a lo largo de las líneas de loalto de la muralla, en el interior de losbastiones y hasta en el patio central. Conlíderes tan seguros como aquellos, loshombres confiaban en que eraninvencibles.

La puerta occidental era algo másque el torreón de una puerta; era unauténtico castillo. Cuando estabaabierta, la puerta era tan ancha quepodían pasar por ella dos carros demercancías o una fila de diez caballerosarmados por completo. Para cruzarla,

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había que pasar por un puente levadizode aproximadamente cuarenta pies delongitud, casi los mismos que tenía elfoso que salvaba. En el fondo del fosohabía un cenagal en el que se mezclabanaguas residuales, agua salobre y barro.Era tan profundo que podía cubrir a unhombre alto hasta el cuello. Cuando elpuente levadizo estaba levantado, era laprimera barrera de las puertas. Justodetrás había un enorme rastrillo debarras de hierro, lo que suponía lasegunda línea de defensa.

Si un atacante lograba traspasar elprimer rastrillo, se encontraría en unpasillo estrecho, cerrado por un segundo

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rastrillo, a sólo cuarenta pies. Sobre sucabeza había un techo lleno de rendijas.Aquellas rendijas eran agujerosmortales, porque servían para tiraraceite caliente o lanzar flechas a lacabeza de los enemigos invasores. Si lafuerza asaltante lograba superar elsegundo rastrillo, los soldados tendríanque cruzar un patio de cien pies deancho, rodeado por todas partes poraltos muros y torres. Desde aquellasalturas, podía lanzarse un fuegodevastador sobre los invasores,totalmente expuestos. Después, al otrolado del patio, se repetía el mismomodelo del pasillo cerrado por dos

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rastrillos, antes de que el enemigorealmente llegara a las calles deSolanthus.

Sir Cedric contaba con unaguarnición de más de quinientoshombres sólo para defender esa puerta.A pesar de que las tropas, como todoslos habitantes de la ciudad, estabanhambrientas y desanimadas, aquelloseran hombres valientes que, si tenían laoportunidad, sin duda se comportaríancomo dignos Caballeros de Solamnia.De hecho, el enemigo más temible al quese habían enfrentado, además delhambre, era el largo período deinactividad que había desgastado sus

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fuerzas durante más de trece meses deasedio. Para combatir aquella lasitudforzada, Cedric y Mapes habíanorganizado innumerables actividades yprogramas de instrucción, que teníanlugar en el patio central. Pero el anunciode la batalla cercana, la posibilidad degolpear a la horda siempre presente,aunque inalcanzable, era la mejormedicina que podía dar a sus hombres,desde el punto de vista del capitán.

De todos modos, Cedric no podíareprimir un sentimiento de inquietud almirar por encima de la muralla yobservar los bloques inmensos de lascolumnas de ogros, cada vez más

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visibles bajo la luz creciente del día.Los ogros se organizaban en estrechasfilas. Cada una estaba seguida de cercapor una fila más. Cuando asaltaran lapuerta, lo harían casi como si fueran unaúnica fuerza. El capitán se fijó en quelos tambores, que tocaban al compás,marcaban un ritmo lento y casi fúnebre.Cedric sabía de sobra que los ogroseran unos bárbaros duros, pero aunquese protegieran con enormes escudossobre la cabeza, la lluvia devastadorade flechas, piedras y aceite hirviendolos diezmaría sin remedio, antes de quepudieran arrastrarse siquiera al fangodel foso. Por eso, el capitán dudaba de

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que pensaran atacar a la vez ysospechaba que tenían otro plan.

En ese momento llegó la primerapista de cuál era la estrategia. Una formagigantesca, acompañada por unacomitiva de soldados de talla másnormal, apareció en la vanguardia de laprimera compañía de ogros.

—¡Vaya, ese es el semigigante enpersona! —exclamó Mapes—. ¡O mipadre es un enano gully!

Cedric, que tenía un catalejo, sellevó el instrumento al ojo y miró.

—No, Mapes, podemos afirmar concierta seguridad que tu sangre es humana—confirmó el capitán.

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Cuando el rostro bestial decolmillos prominentes del comandantede la horda miró hacia él, el caballerosintió el primer escalofrío.

—Esa bestia tiene algo preparadopara hoy —comentó con recelo.

Escudriñó la fuerza de Ankhar,examinando todas sus partes. Junto alsemigigante vio a un hombre con peto yuna capa color ceniza, característica delos Caballeros de la Espina. Al otrolado, avanzaba una criatura baja yencorvada con rasgos animales.Recordaba a una especie de hechicero,pues blandía un grotesco talismán queparecía hecho con un cráneo humano

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sobre un palo corto.Esta última figura, una hembra

corcovada, colocó una caja pequeña enel suelo, delante de Ankhar, justocuando los primeros rayos de sol sedeslizaban sobre las almenas eiluminaban el suelo. Algo tan rojo comola sangre —sin duda, se trataba derubíes— resplandeció en la caja cuandola bruja abrió la tapa.

Cedric siguió mirando, sin delataremoción alguna. De pronto, un par dedestellos deslumbrantes salierondisparados de la caja. Subieron por losaires, dando vueltas sobre sí mismos,girando. Ascendieron por encima de las

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cabezas del extraño grupo, flotaronvacilantes. Se sacudían y zigzagueaban,a veces se entremezclaban y cruzaban.Los ojos del capitán volvieron a la caja,que arrojaba humo. Una nube oscura devapor se alzaba en una columnagigantesca que ocultaba al semigigante ya sus dos acompañantes. El vapor negroascendió hasta la altura de las brasas,que no dejaban de girar, y después dejóde subir. Sin embargo, seguía saliendohumo de la caja y la columna se hacíacada vez más espesa, más turbia, casihasta convertirse en un cuerpo sólido ytangible.

El capitán oía los murmullos

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recelosos de los hombres que estaban enel baluarte.

—Firmes, compañeros —les alentó—. Mapes, ¿podrías traer a un par demagos del Martín Pescador?

El sargento mayor corrió a buscar alos Magos Auxiliares de Solamnia,nuevos en las filas de la antigua orden.Aquellos hombres, generalmentejóvenes y de aguda inteligencia,dedicaban su tiempo a estudiar loshechizos y la brujería, más que a lahabitual instrucción con la espada y elescudo. Como su símbolo era un martínpescador, muchos caballeros veteranosacostumbraban llamarlos con ese

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nombre. Cedric tenía el presentimientode que los del Martín Pescador podríanser útiles contra aquel nuevo misterio.La figura vaporosa ya estaba tomandoforma vagamente humanoide, conbrazos, piernas y un ancho torso. Todoaquel cuerpo gigantesco era negro comola noche, excepto las dos brasasencendidas y un par de anillos plateadosenormes, que parecían sujetar lasmuñecas del monstruo.

Las dos brasas se habían detenido enel rostro, donde deberían haber estadolos ojos. El capitán, que había derrotadoa numerosos y terribles enemigos, sintióque un escalofrío le recorría la espalda

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cuando aquellas órbitas malvadas yllameantes parecieron clavarsedirectamente en él. Cedric maldijo envoz baja, apartó el catalejo y tomó unabocanada de aire. No necesitaba ningúninstrumento para ver al monstruo devapor. El ser mágico se alzaba sobrepiernas de piedra y las llamas seagitaban donde deberían estar el torso,los brazos y el rostro.

—¡Mirad atentamente hacia allí,hombres! —ordenó el capitán—.Arqueros, preparados. Encended lasollas de aceite. Traed las reservas delas murallas. Estad todos a punto.

Cuando terminó de gritar todas las

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órdenes, la criatura gigantesca ya habíaempezado a avanzar. Los pesados piesgolpeaban el suelo y retumbaban hastalo alto de la muralla. En ese momento,se dio cuenta de que no estaba ante unmonstruo de humo. Era evidente que sehabía convertido en una masa sólida depiedra o metal. Cedric pensó en lapuerta gruesa, reforzada con placas dehierro, que estaba debajo de sus pies, ysintiendo una punzada, se preguntó siresistiría el envite de tal enemigo.

Los tambores, enormes timbales quegolpeaban unos ogros tamborileros, ibanacelerando el ritmo. La primera columnade ogros avanzaba hacia la puerta,

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escoltando al gigante cientos de pasospor detrás. Pero era aquel sermonstruoso quien lideraba la carga…, élsolo.

La verdad era que no parecía quenecesitara mucha más ayuda.

El monstruo estaba cada vez más ymás cerca. Con cada paso ensordecedor,parecía crecer, cernirse másamenazadoramente sobre ellos. Cedricse dio cuenta de que su tamaño era unailusión. Cuando estaba a doscientasyardas, el monstruo se alzaba tan altocomo el puente levadizo, que, porsupuesto, estaba levantado para cerrar elpaso. A cien yardas, la distancia que

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habían marcado con unos postes blancosclavados en la tierra, delante deltorreón, el capitán dio la orden.

—¡Arqueros: apuntad! ¡Disparad!Una nube de flechas se alzó en el

cielo. Eran los proyectiles lanzados porlos más de doscientos arqueros de laguarnición de la puerta. Las saetasconvergían en lo más alto de su vuelo,resplandecían un momento bajo la luzdel amanecer y caían sobre el gigante yel suelo que pisaba. Cedric lo miraba,con las manos apretadas en puños,mientras susurraba una oración a Kiri-Jolith. Evidentemente, la oración no fueoída, pues la cortina de flechas se

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desintegró en cuanto entró en contactocon la carne encantada del monstruo.Hubo flechas que no acertaron en suenemigo, por supuesto, y se clavaron enla tierra. Allí formaron la silueta delgigante, como un tatuaje sobre lasuperficie terrosa.

Cedric miró por encima del hombroy vio a dos magos jóvenes, ataviadoscon las túnicas blancas adornadas con elpájaro multicolor, que se unían a él en laplataforma. Miraban horrorizados laaparición gigantesca.

—¡Magos del Martín Pescador!¡Preparados! —ordenó el capitán.

Temblorosos, los jóvenes levantaron

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las manos y conjuraron sus hechizos. Delos dedos del primer mago salierondisparadas varias saetas mágicas. Lasflechas encendidas desaparecieron encuanto tocaron al gigante de ojos defuego. El segundo intentó conjurar unhechizo más complicado, pero el terrorhabía borrado las palabras de su mente.Masculló un sonido inarticulado e hizoun gesto exagerado, pero no pasó nada.

La criatura siguió avanzandopesadamente, en apariencia sindisminuir la velocidad. Cada segundo,estaba más cerca. Cedric ordenó que ledispararan una segunda y hasta unatercera tanda de flechas, pero el efecto

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siguió siendo igual de ineficaz. Losogros que formaban la columna detrásdel gigante rugieron con voz ronca,exultantes al sentir el poder de su nuevoaliado.

—¡Preparad el aceite! ¡Empapad aese maldito cuando cruce el foso! —gritó el capitán.

A ambos lados, se arrastraron laspesadas ollas hasta el mismo borde dela muralla. Las levantaron y aguardaron,con los recipientes inclinados entre lasalmenas. El gigante siguió haciaadelante. Hundió un pie en el fango delfoso y con el otro cruzó la ancha barrerade un solo paso. Sacó el pie atrapado en

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el barro, aparentemente sin esfuerzoalguno. El monstruo ya estaba en lapuerta.

—¡Ahora! ¡Lanzad el aceite! ¡Tiradlas antorchas!

La voz de Cedric se alzaba conurgencia, no con miedo. Jamás dejaríatraslucir el terror que sentía. Se aferró ala espada de su padre y, en silencio, retóal gigante a ponerse al alcance de suhoja.

Pero primero probarían con el fuego.Cedric vio el aceite ardiendo,resplandeciente en la caída, derramarsesobre la cabeza y el torso de aquellacriatura. El cuerpo negro quedó cubierto

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por una costra espesa y oscura. Vistadesde cerca, la carne del giganterecordaba más a la piedra que al hierro,pensó el capitán, perfectamenteconsciente de que ninguna de las dossustancias era especialmente vulnerableal fuego.

Docenas de antorchas encendidassurcaron el aire, lanzadas por loshombres valerosos que esperaban en lamuralla. Humeando y crepitando,cayeron sobre el monstruo cubierto deaceite, y aquel líquido prendió casi alinstante. Una enorme pared de fuego,enfurecida, lamió el aire e hizo que lossoldados retrocedieran un momento.

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En cuestión de segundos, lagigantesca figura se convirtió en unabola de fuego. Pero si el monstruo sentíaalgo bajo el intenso calor que quemabalos rostros de los solámnicos, no diomuestra alguna de ello. Todo locontrario: levantó un poderoso puño y loestampó en las gruesas placas del puentelevadizo. Cedric oyó que las tablas seastillaban y sintió el rumor queanunciaba el derrumbe de la enormebarrera. Bajo sus pies, la misma torre setambaleaba.

—¡Las piedras! ¡Lanzadlas ahora!—chilló el capitán, cada vez másdesesperado.

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Al instante, las cestas enormes queestaban preparadas en el baluartecayeron al vacío y desparramaron sucontenido. Enormes rocas golpearon lacabeza, el torso y los brazos delmonstruo, pero ni siquiera la más pesadade todas ellas le dejaba ninguna marca.Las piedras rebotaban, inofensivas.

Incluso bajo aquella feroz lluvia, elmonstruo siguió golpeando la puerta,aporreándola una y otra vez. Al pocotiempo, empezaron a saltar trozos demadera, que salían disparados o ardíanenvueltos en llamas. La criatura entrópor el hueco que se había abierto y llegóal pesado rastrillo, la segunda barrera

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de la puerta. Empezó a tirar de él. Conun solo movimiento, devastador, arrancóla verja de hierro, que pesaba toneladas.Sin más, la separó de los soportes.Como si no fuera más que un juguete, elmonstruo lanzó a un lado el rastrillo.Cayó sobre el foso, de manera queserviría como puente para las tropas deogros que venían detrás.

El camino a la puerta ya estabaabierto. Los hombres se arremolinaronalrededor de las rendijas mortales,preparados para clavar las largas picas,en un valiente esfuerzo por herir almonstruo desde las alturas. Pero en vezde avanzar, como Cedric y el resto de

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defensores esperaban, la bestia sedetuvo y desvió su atención hacia lamuralla de piedra que quedaba a laderecha de la puerta abierta. Con variosgolpes de aquellos puños enormes,destrozó la mampostería y tiró el muroal suelo.

El capitán pegó un salto a un lado, alsentir que el suelo cedía bajo sus pies.Otros hombres no fueron tan afortunadosy por lo menos doce soldados cayeron alvacío cuando la criatura abrió unabrecha en la muralla exterior. Cedricoyó sus gritos desesperados mientrascaían sobre la criatura, gritos de pánicoque la muerte se encargaba de silenciar.

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El gigante elemental aplastaba a losdefensores con los puños y los pies, lesdisparaba fuego por los ojos, leslanzaba llamas por la boca.

Al mismo tiempo, la criaturadesgarraba la muralla. Destrozó otraparte grande. Las piedras caían al foso,a las llanuras e incluso salíandisparadas al patio interior. Losescombros cubrían el foso y cada vezhabía más puentes. Más secciones de lamuralla se derrumbaban. Cedric viocómo los dos caballeros del MartínPescador, junto con otros muchosguerreros, encontraban la muerte. Elveterano capitán se resguardó justo

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cuando otro trozo de la muralla saltabapor los aires.

El gigante elemental abrió un huecode más de cien pasos de ancho, y sóloentonces el monstruo entró en el patio.De una patada, se zafó de toda unacompañía de arqueros —los pocoshombres que habían sobrevivido a lalluvia de piedras que saltaba de lamuralla destrozada—, y Cedric se diocuenta de que no necesitaría ni unsegundo para diezmar a sus hombres,cruzar el pasillo y destruir la últimabarrera. Entonces, el camino a Solanthusestaría abierto.

Sin embargo, la criatura pareció

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vacilar y se volvió hacia la única partede la muralla exterior que seguía en pie.Sir Cedric y unos pocos supervivientesmás aguardaban allí, valientes. Elcapitán blandió su espada, el arma quehabía pertenecido a los padres de lospadres de su padre. Sintió el calor deaquellos ojos de brasas cuando lamirada inhumana se posó sobre él y elmonstruo levantó un puño del tamaño deuna montaña.

—¡En nombre del Código y laMedida, no pasarás! —gritó el capitánde la puerta occidental.

Se lanzó desde el parapeto, con laespada extendida delante de él. La hoja

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tocó el rostro del monstruo… y estallóen llamas.

Sir Cedric corrió la misma suerte.

La puerta ya no era más que ruinas, unmontón de escombros que recorrían lamuralla derruida, que cubrían el foso yformaban un camino, si bienaccidentado, para la primera compañíade ogros. Ankhar se sentía admirado yasombrado, no sin cierto sentimiento demiedo, al presenciar la destrucción queel rey de los seres elementales habíadejado a su paso.

Todo estaba pasando fuera del

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control del semigigante. Después dedestrozar la muralla externa, el puentelevadizo y dos de las altas torres queflanqueaban la puerta occidental, el reyde los seres elementales se habíaperdido de vista. Ankhar avanzabarápidamente, junto a Hoarst y Río deSangre, justo detrás de la primeracompañía de ogros. Los tamboresretumbaban e, inconscientemente, elcomandante acomodaba su paso al ritmocada vez más trepidante. Vio que laspiedras salían volando por la brecha dela muralla y contempló, maravillado,que otra torre enorme empezaba abalancearse. Se inclinaba a la izquierda

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y después volvía hacia la derecha.Cuando se inclinó de nuevo, ya no sedetuvo y desapareció de la vista deAnkhar. Un momento después, se alzóuna gran nube de polvo, que subiómucho más alto que la muralla.

Se fijó en que algunos humanosresistían en los laterales de la brecha.Comenzaron a contraatacar lanzandoflechas aquí y allá. Unos cuantosarqueros recuperaron la valentía y lasangre fría para disparar al grupo deogros, mientras los guerreros se abríancamino por el terreno accidentado de labrecha. Incluso aquel fuego indecisotuvo su efecto, pues las puntas de acero

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siempre encontraban dónde clavarseentre las prietas filas de los ogros. Losproyectiles tenían la fuerza suficientepara traspasar los escudos y lasarmaduras y arañar el hueso.

Con una velocidad asombrosa losarqueros se reorganizaron y, mientraslos ogros bajaban la cabeza y cruzabanlas ruinas de la muralla, una lluvia másintensa de flechas empezó a caer sobrela vanguardia de la formación. Losogros se desplomaban, heridos yretorciéndose de dolor, o inmóvilescomo muertos. Los atacantes que losseguían tropezaban y tenían quesepararse para evitar a sus compañeros

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caídos. El ataque se ralentizó, pues losogros tenían que levantar los escudos enun intento vano de parar aquella lluviamortal. La mitad de la primera compañíahabía caído y, con cada andanada deflechas, morían más y más ogros. Lossupervivientes vacilaban y algunosvolvían la vista hacia la seguridad desus propias líneas.

¿Dónde estaba el monstruo, el rey delos seres elementales? Ankhar se repetíaesa pregunta, tratando inútilmente devislumbrar a la criatura en medio de laconfusión.

—¡Cargad, malditos cobardes! —bramó Río de Sangre—. ¡Arrasad este

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lugar o morid en el intento!Él mismo cargó hacia adelante,

dispuesto a liderar personalmente elasalto, pero Ankhar le puso una mano enel hombro para detenerlo.

—Te necesito vivo —dijo elcomandante a su capitán, que lo miró,furioso.

La situación también resultabafrustrante para Ankhar. Veía el agujero,¡la brecha enorme que se abría en lamuralla y que llevaba directamente a laciudad! Pero ¿cuántos guerrerossacrificaría en esa brecha? La carniceríasería terrible.

Mientras tanto, seguía sin haber

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rastro del rey de los seres elementales.Del suelo cubierto de escombros subíael lamento de los ogros malheridos, elbramido de las órdenes y los gritos yvítores de los humanos. A su espalda,los tambores seguían retumbando con lamisma cadencia. Ankhar se volvió haciaHoarst, que se había acercado a él y lomiraba con expresión interrogante.

—¡Haz que vuelva!El Caballero de la Espina sacudió la

cabeza y miró la varita.—La varita me permite guiarlo lejos

de nosotros, pero no llamarlo.—¿Adónde ha ido de repente?—Por lo que sabemos, ahora mismo

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podría estar masacrando a los ogros.También ha desaparecido de mi vista.

En otras circunstancias, el tonoinsolente de Hoarst podría haber tentadopeligrosamente la paciencia delsemigigante. En aquel momento, miró asu teniente con el ceño fruncido yresopló, desesperado.

—¡Laka! —rugió el comandante,escudriñando con impaciencia a travésdel humo y el polvo—. ¿Dónde estás?

—Estoy aquí, hijo mío. —Elsemigigante se sobresaltó al ver que lavieja hembra de hobgoblin estaba, enefecto, justo detrás de él—. ¿Quéordenas?

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—El rey se ha alejado demasiado denosotros. Abre la caja, haz que vuelva.

—Como desees.Laka se arrodilló y colocó

delicadamente la caja de rubíes en elsuelo. Levantó la tapa poco a poco y,mientras lo hacía, Ankhar sintió que unescalofrío le traspasaba la piel, como siel viento del límite del glaciar hubierallegado hasta el centro de Solamnia. Erala misma sensación gélida que se teníaal abrir un sepulcro sellado muchotiempo atrás.

Al otro lado de la puerta en ruinas,Ankhar vio que el aire turbio se agitaba.El humo y el polvo se revolvían como

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un tornado, y se levantaban formandouna columna oscura que se alzaba sobreprácticamente toda la ciudad,compitiendo en grandeza con la AgujaHendida. El sonido que acompañabaaquel fenómeno era el aullido de unvendaval, de una tormenta que ahogabalas palabras, arrancaba los árboles yobligaba a hombres y animales a buscarrefugio.

Pero Ankhar se mantuvo firme, conlos brazos en jarras. Se echó un pocohacia adelante para enfrentarse a lacreciente fuerza del vendaval. Parpadeó,se pasó una mano por los ojos llorosos ytrató de ver a través de la oscuridad.

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Sintió un bombardeo de escombros quele mordían la piel. En la espalda,aleteaba su gran capa. Laka estaba apunto de caer, pero él la sujetó con unade sus manazas y la mantuvo firme, sindejar de mirar el vendaval.

Allí estaba, por fin. Un terribleresplandor que giraba y brillaba en elcentro de la nube. Cuanto más seacercaba, más abrasador era el calorque emitía. El semigigante sentía elfuego contra su piel y distinguió lasilueta del rey de los seres elementales,enorme sobre el comandante delejército. Se agitaba hacia adelante yhacia atrás con furia, tratando de romper

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los lazos mágicos que lo encerraban.Hoarst se irguió y levantó la varita,

para reprender al rey antes de que losinmolara. Laka lanzó una carcajadaestridente, un chillido de puro placer,mientras mantenía abierta la tapa de lacaja. Lentamente, temblando por lafrustración y la cólera, la inmensacolumna de piedra y llamas se retorció,se condensó y se contrajo, mientras pocoa poco era absorbida hacia abajo.Desapareció en la caja de piedraspreciosas de forma tan repentina que sequedaron sin aliento.

En el súbito silencio, Ankharsacudió la cabeza, intentando aclarar sus

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ideas. Sin embargo, Laka no mostróvacilación alguna y cerró la tapa degolpe.

El rey de los seres elementales habíaregresado a su prisión y la murallaexterna de Solanthus había caído.

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13Nuevos peligros

La mansión de Palanthas volvía a estar aoscuras, excepto por el resplandormágico de la estancia principal, laalcoba del laboratorio de la hechicera.Allí, Coryn miraba fijamente el interiorde la vasija de porcelana blanca,estudiando la superficie un poco agitadadel vino. El cuenco brillaba con suhabitual incandescencia nacarada, peroen ese momento se mezclaba con una luzverdosa que iluminaba la habitación en

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sombras. La luz emanaba de unapequeña esmeralda que la hechicerasostenía entre el pulgar y el índice de lamano derecha.

La piedra estaba sobre el líquido ycon su luz verdosa iluminaba la figuraoscura. A pesar de que se le veía desdeuna gran altura, era fácil reconocer loshombros anchos y la estatura colosal deAnkhar, el semigigante. Junto a él seencontraban sus dos aliados máspeligrosos: el Caballero de la Espinaque había servido a Mina en la Guerrade los Espíritus y la hobgoblin quenunca se alejaba del enorme comandantedel ejército.

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Durante el último año, Coryn habíapasado mucho tiempo observando a losadversarios de Jaymes, desde que porfin había descubierto que la esmeraldaera el elemento más adecuado para queAnkhar se revelara a la magia de suhechizo prospectivo. Lo había estudiadoen su campamento y en el campo debatalla; había observado sus gestos y susrelaciones. También había contempladoa sus capitanes. Poco a poco, Corynhabía llegado a la conclusión de que elCaballero de la Espina servía a Ankharpor avaricia. El semigigante habíaconseguido magníficos botines en lossaqueos y los ataques a Garner,

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Thelgaard y otras ciudades máspequeñas, y los compartíagenerosamente con el poderosohechicero. Hoarst había ido cogiendotodas aquellas riquezas y las habíateletransportado a un escondite quetodavía no había descubierto.

La hembra de hobgoblin, con susplumas, la capa raída y aquel talismánespeluznante, era otra cosa. Parecía quehabía un lazo muy estrecho entre la viejabruja encorvada y el colosalsemigigante, pero Coryn todavía nohabía descubierto en qué se basaba esarelación. De los dos, la hechicerapensaba que la bruja era la más

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peligrosa, pues sus motivos eran oscurosy, en cierta forma, parecía que actuabapor amor. La avaricia podía vencerse,desviarse, incluso comprarse, Coryn losabía, pero el amor siempre se manteníafiel a sí mismo.

Durante casi una hora la hechicerablanca había contemplado la visión,horrorizada. Con el hechizo prospectivohabía visto al gigante de fuego destrozarla puerta occidental de Solanthus yentrar en la ciudad. Había visto morir envano a cientos de valientes guerreros,que intentaban detener aquella criaturapavorosa. Había sido testigo de que elmonstruo no prestaba atención siquiera a

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las flechas, a las piedras, al aceiteencendido y a las lanzas punzantes.Pasaba por los ataques sin percatarse delos esfuerzos desesperados de loshumanos.

La destrucción en el interior de lasmurallas de la ciudad era terrible. Lasestructuras de piedra habían quedadoreducidas a montones de escombros.Cuando el monstruo había llegado alprimer barrio de casas de madera, habíaescupido llamas por la boca, y laslenguas de fuego habían incendiado losedificios. En un momento, el barrio sehabía convertido en un infierno. La gentehabía salido de las casas atestadas,

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presa del terror y otros, demasiados,habían muerto en el incendio. Después,el monstruo había cruzado un mercado,donde unos pocos vendedores seguíantrabajando. Los puestos habían quedadoenvueltos en llamas, y los montones delana y madera y los recipientes de aceitese habían consumido en cuestión deminutos.

Detrás del mercado se encontrabaotro barrio de atestadas construccionesde madera, casas y más casas llenas degente. Coryn se llevó la mano a la boca,horrorizada, al ver que la criatura sedirigía hacia allí. Entonces,inexplicablemente, se detuvo. Sintió su

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resistencia, las extremidadeshumanoides agitándose, mientras labestia luchaba por seguir adelante. Peroalgo lo arrastraba, casi físicamente,hacia atrás, a través de la puerta enruinas. Los ogros de Ankhar retrocedíancon rapidez al verlo acercarse.

Por fin, desapareció en una simplecaja, una prisión de rubíes que por lovisto podía encerrar a una criaturamágica mucho más grande que lospequeños confines de la caja.

—Un ser elemental —musitó Corynpara sí—. De alguna manera, haconseguido controlar a una criaturaelemental.

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Pero la hechicera sabía que aquel noera un ser elemental cualquiera. Ellamisma había investigado algo sobre lamagia necesaria para dominar a aquellascriaturas de otro plano, había sentido elcontacto abrasador de un ser elementalde fuego y conocía la terca fuerza de unaráfaga de aire. Había experimentado elpoder incesante del agua pura animada yla fuerza aplastante e inherente a lamisma tierra. Pero jamás habíacontrolado una criatura de tanto poder,de aquella envergadura, una criatura quereunía los cuatro poderosos elementos.Era como si Ankhar hubiera atrapado alseñor de todos los seres elementales y

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lo blandiera como un arma al serviciode su ejército.

Volvió a mirar el vino blanco. Lasburbujas casi habían desaparecido y elborde era grisáceo, pero en el centropodía ver el avance de los ogros, quereclamaban la zona que rodeaba lapuerta destrozada. Los bárbaros estabanamontonando piedras para construir unasbarricadas improvisadas y levantabanuna pared de tablones para protegersede las Hechas de los defensores.Estaban formando un frente fuerte dentrode los mismísimos muros de Solanthus.Cuando aquel fuerte estuviera bienasegurado, Ankhar podría hacer avanzar

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a su fuerza por la brecha y a la hechicerano le costaba adivinar lo que vendríadespués: un nuevo ataque con el rey delos seres elementales a la cabeza.

No había tiempo que perder.Coryn dejó la piedra y se levantó.

Cuando abrió la puerta de la alcoba, lavasija iluminada se oscureció deinmediato. Entró en el laboratorio ycogió un grueso volumen de un estanteque estaba encima de su mesa detrabajo. Empezó a pasar las hojas conuna mano. Con la otra, agitó unacampanilla.

Encontró el hechizo que buscaba enel mismo momento en que Rupert

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llamaba quedamente a la puerta. Lahechicera marcó lo que quería con layema de uno de sus largos dedos ylevantó la vista.

—Adelante.—Sí, mi señora. ¿Puedo ayudaros?

—preguntó su sirviente y fiel amigo.—Tengo que estar fuera unos días.

Di a Donny que me traiga la capa y lasbotas. También me gustaría llevar algode comida, no mucha. ¡Ah!, ¿y podríasvaciar el vino de la vasija prospectiva?

—Por supuesto —contestó Rupert, yse dirigió diligentemente hacia laalcoba. Se detuvo y miró ala hechiceracon expresión interrogante—. ¿Hay

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algún problema, mi señora? Es queparecéis bastante enojada.

Coryn hizo una mueca.—Si que hay algún problema. La

guerra ha dado un giro a peor. A no serque consiga que Jaymes y el ejército decaballeros se pongan en marcha deinmediato, me temo que Solanthus estásentenciada.

—Estoy seguro de que conseguiréisvuestro propósito, mi señora —aseguróRupert con suavidad—. Y confío en queregreséis a tiempo para el baile delseñor regente.

—¿El baile? Vaya, me habíaolvidado por completo. ¿Cuándo es?

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Le molestaba que se lo recordaran,pero sabía que era imprescindible queatendiera a la cena de gala. El señorregente Bakkard du Chagne era capaz demuchas sorpresas, a menudodesagradables. Si a eso se unía unaocasión en que todos los ojos dePalanthas, incluidos los de la numerosacomunidad diplomática de la ciudad, sedirigirían a Du Chagne, se convertía enuna de esas veces en que era imperativovigilarlo. Coryn quería estar presentepara asegurarse de que no anunciabaninguna política nueva que fuera endetrimento del esfuerzo de la guerra.

—Sí, allí estaré —respondió de mal

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humor. Se dio cuenta de que tenía quedarse prisa—. Pero eso significa quetendré que salir en pocas horas, así quetodos tenemos mucho que hacer.

—Por supuesto, señora —convinoRupert, e hizo una ligera reverenciaantes de entrar en la alcoba.

Cuando salió llevando el cuenco deporcelana, Coryn estaba tan inmersa enla lectura del hechizo que ni siquiera sedio cuenta.

Amanecía en Compuesto. Una espesaniebla grisácea flotaba en el aire y semezclaba con la nube de humo que se

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resistía a desaparecer desde laexplosión que había matado a SalitrePete. Jaymes se despertó poco después.Se vistió rápidamente y cruzó lamansión silenciosa. Sally, con los ojosenrojecidos y abatida por el dolor,intentó detenerlo con una taza de té, peroél se limitó a negar con la cabeza y salióde la casa hacia el día frío.

El olor a hollín y azufre acompañabacada bocanada de aire. El hedor nohacía más que empeorar a medida quecruzaba el enlodado Compuesto endirección al escenario del desastrosoexperimento del día anterior. Allíencontró a Dram y a Sulfie. Ambos

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hurgaban lánguidamente entre losescombros y levantaban los trozoschamuscados de madera que habíanformado parte del tubo del cañón. Aquíy allá aparecían pedazos de lasabrazaderas de hierro que sujetaban lastablas.

—Pete tenía un anillo. Lo llevabacolgado en una cadena —explicó Sulfie,tragándose las lágrimas al levantar lavista hacia el señor mariscal—. Nuestropapá se lo dio y siempre lo llevaba.Pero no estaba en su cuerpo… Debió desalir disparado cuando murió.

—Yo…, yo me ofrecí a ayudarle abuscarlo en cuanto me levantara —

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admitió Dram—. Pero no parece queesté por aquí.

Jaymes sacudió la cabeza,comprensivo.

—Supongo que no hay muchasposibilidades de encontrarlo. Pero porqué no llamáis a un grupo detrabajadores para que peinen la zona, almenos el día de hoy. Quizá aparezcaantes de que tengamos que volver altrabajo.

—Sí, esperaba que estuvieras deacuerdo en hacer eso; cuanto antes mejor—contestó Dram, que miró a Jaymes concautela, los ojos entornados y laexpresión de su rostro escondida bajo la

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barba crespa—. En fin, ya habíaordenado que vinieran.

El mariscal asintió y se agachó paracoger una de las abrazaderas rotas.

—¿Tal vez tendríamos que utilizaracero más resistente? —preguntó, dandovueltas al trozo de metal en la mano.

—Más, eso seguro —convino Dram—. Bandas más gruesas y el doble ennúmero. Pero es aleación de Kaolyn; noencontrarás un metal más resistente entodo Krynn. Y los troncos eran dequebracho, así que eso tampoco puedemejorarse.

—Entonces, ¿la única solución eshacerlo más grande?

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—Más grande y más pesado, eso es—contestó el enano—. Este pesaba susbuenas tres toneladas, así que sóloReorx sabe qué tamaño tendrá que tenerel siguiente para evitar accidentes —concluyó, mirando a Sulfie, que seguíaestudiando los escombros.

—Quizá deberíamos… —Jaymes seinterrumpió de repente y se dio la vueltade un salto.

Con los ojos entrecerrados, elmariscal escudriñó la puerta delalmacén donde se guardaban los troncos,envuelta en sombras.

—¿Qué pasa? —preguntó Dram.Siguió la mirada de Jaymes y

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resopló al ver un destello que iluminabala oscuridad.

—¡Uf! Tendría que habérmeloimaginado —dijo el enano, desabrido,dirigiéndose a Jaymes—. Pero ¿cómosabías que iba a aparecer así derepente?

—Tuve un presentimiento —contestó el señor mariscal,encogiéndose de hombros.

Una estela de chispas giró unmomento en las sombras de la puerta yal instante allí estaba la Bruja Blanca.Su túnica de blanco alabastro reflejabala tenue luz con la pureza y la intensidadde un glaciar bañado por el sol. La larga

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cabellera negra ondeaba sueltaalrededor de sus hombros. Los cabellosnegros todavía flotaban en el aire, unefecto de la magia del teletransporte.Los labios, normalmente carnosos ycálidos en el delicado óvalo del rostro,se habían convertido en una línea fina depreocupación.

Se acercó a ellos con paso decidido.El borde de la túnica rozaba el suelochamuscado y cubierto de ceniza, pero,misteriosamente, el tejido blancosiempre se conservaba impecable.Sulfie miraba a la hechiceraboquiabierta —sus preocupacionesparecían olvidadas por un momento—,

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mientras Dram se acercaba lentamente aJaymes. Todavía la separaba de ellosuna veintena de pasos cuando Corynempezó a hablar con voz enfadada.

—Tienes que volver con tu ejércitode inmediato —anunció—. Ha pasadoalgo.

Describió con crudeza el ataque delmonstruoso rey de los seres elementales,los destrozos que había provocado y elpeligro abierto con la brecha de lasdefensas de la ciudad.

—Creo que si no contraatacas deinmediato, será demasiado tarde. Inclusodándote toda la prisa posible me temo lopeor.

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Si Jaymes se sentía consternado oenfadado por las noticias, en su voz nose reflejó más que determinación ycompromiso.

—Supongo que tendrás algún mediopara que me desplace rápidamente, algoque no sea un caballo. Me ahorraríacuatro días cabalgando por las llanuras.

La hechicera asintió.—Muy bien.El mariscal hizo un gesto al enano,

que le había agarrado del brazo cuandohabía dado media vuelta para irse.

—Yo también voy —anunció Dram—. Lo que quiero decir es que me llevescontigo. ¡Me necesitas!

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Jaymes se volvió hacia Dram ySulfie.

—No. Es verdad que te necesito,pero no en el campo de batalla. Ahorano hay tiempo. Tienes que trasladarCompuesto. Quiero que pongas enmarcha a los trabajadores, las materiasprimas, todo. Compra todos los carrosque necesites, lo que seguramentesignifica todos los carros del oeste deSolamnia. Dirígete al este. Quieroestablecer las operaciones a la sombrade la cordillera de Garnet, lo más cercaposible de Solanthus.

—¡Pero…, no…, no podemostrasladar todo Compuesto así sin más!

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—estalló Dram—. ¡Todo el mundo viveaquí! ¡Todos los enanos de Meadstoneestán aquí! Y el bosque…

—Los enanos pueden moverse, igualque los edificios. Recuerda a tustrabajadores que reciben un buen jornaly que seguirán recibiéndolo. En cuanto ala madera, puedes explotar los bosquesde la cordillera de Garnet igual que losde Vingaard. Y precisamente me decíasque el acero venía de Kaolyn. Asíestarás mucho más cerca del metal.

—No; es una locura —insistióDram, sacudiendo la cabeza—. No veocómo podemos hacerlo. Y están Sally yBuche. Lo que quiero decir es que ellos

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se opondrán…—Quiero que se cumplan mis

órdenes —repuso Jaymes con frialdad—. Quiero que se cumplan sin másdilación. Sally y Buche pueden venir opueden quedarse aquí y aguardar turegreso. Pero te necesito a ti y tutrabajo, necesito el polvo negro ynecesito que Compuesto esté más cercade la acción. Quiero que me prometasque te encargarás de todo, ¡ahoramismo!

—Está bien, está bien. —La voz deDram era un gruñido enojado y sus ojoscentelleaban al pasear la mirada delmariscal a Coryn.

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Sulfie había seguido la conversacióncon los ojos muy abiertos y todavíallenos de lágrimas.

—Pero… ¿qué pasa…, qué pasa conel anillo de Pete? —dijo, vacilante.

La gnomo se sorbió los mocos deforma lastimera y palpó con la mano elcírculo ennegrecido de hollín, lascicatrices de la violenta explosión deldía anterior.

Coryn observó el rastro negro comosi lo viera por primera vez. Se volvióhacia Jaymes y lo miró con las cejasenarcadas, en un gesto reprobador.

—Un experimento fallido —repusoel mariscal con brusquedad.

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—Dedicaremos el tiempo necesariopara inspeccionar los restos —dijoDram, que apoyó una mano en el hombrode Sulfie—. Encontraremos el anillo detu hermano y lo velaremos como a unhéroe. —El enano levantó la cabeza ymiró a Jaymes, desafiante—. Eso es lomínimo que podemos hacer. Y después,sólo entonces, lo recogeremos todo ynos iremos.

El guerrero contempló a su viejoamigo un momento y después asintió.

—Siento lo de tu hermano —dijo aSulfie con una emoción rara en él, antesde volverse hacia Coryn—. Llévamecon el ejército.

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—Vamos a forzar el cruce del río entodos los vados, en cuanto despunte eldía —informó Jaymes a sus generales,después de sobresaltarlos con su llegadarepentina, mientras desayunaban.

Coryn se había teletransportado conél, pero, consciente de que su presenciaincomodaba a los comandantes, se habíaretirado a una tienda para «arreglarse»,según había dicho. El mariscal noperdió tiempo para empezar a darórdenes y alertar a sus generales.

—Será necesario caminar toda lanoche para que los hombres estén enposición —advirtió Marckus—. Al

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menos, si queréis cubrir más de diez odoce millas de río. Y entonces,atacaremos con las tropas exhaustas.

—No podemos hacer nada alrespecto. Y sí que necesito cubrir granparte del río, para envolver a Ankhar detal manera que no pueda detenernos portodas partes. Quiero atacar por todos losvados a veinticinco millas en cadadirección. Es decir, un frente decincuenta millas. General Dayr, teocuparás del flanco norte. Tendréis quecruzar con botes, porque allí no hayningún vado. Es imprescindible quesalgáis durante la noche, lo que significaque quiero veros en marcha en menos de

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veinticuatro horas a partir de estemomento.

—Sí, mi señor —respondió Dayrcon seriedad—. ¿Hago que lascompañías de los botes se pongan enmarcha de inmediato?

—Sí. —Mientras el general de losCaballeros de la Rosa se apresuraba adar las órdenes necesarias a sussubordinados, Jaymes se volvió hacialos otros dos comandantes—. ¿Hallegado alguna de las compañías depuentes desde Palanthas?

—La primera llegó esta misma tarde—contestó Marckus—. Sé que hay dosmás en camino, pero todavía están a

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varios días.Jaymes asintió, pensativo.—General Rankin, tú estarás al

frente de la parte central. Hay tresvados, por lo que debería podersepasar. Organiza ataques simultáneos enlos tres e intenta introducir una cabezade puente en la orilla oriental.

»Marckus, te encargarás del ala sur.Hay un vado que creo que os servirá,pero quiero que también dirijas lacompañía de puentes. Colócala al nortedel vado, por donde no esperan quecrucemos.

La primera compañía de puentes erauna unidad que había inventado el

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mismo señor mariscal. Se trataba de unconvoy que transportaba pontonesflotantes y secciones de tablones.Habían practicado la operación decolocar un puente provisional sobre unrío ancho y lo habían hecho bastantebien. Sin embargo, nunca lo habíanintentado en una batalla real.

—Primero, atacad por el vado eintentad sorprenderlos con el puente.Veré si puedo conseguiros algún tipo desubterfugio para vuestra actividad.

—Muy bien, mi señor —contestóMarckus, que envió un mensajero paraque la compañía de puentes se pusieraen marcha.

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El general Dayr volvió, y Jaymesdedicó una hora más a describir lasdisposiciones más concretas, a hablarcon los intendentes para asegurarse deque despacharan lo antes posible losconvoyes con comida, combustible yflechas. Habló con los capitanes de doscompañías y les insistió en la urgenciade la misión. Les describió el aspectodel nuevo y poderoso aliado de Ankhary la situación desesperada de Solanthus.Cuando terminó de hablar, elcampamento era un hervidero deactividad. Las tiendas levantadas, loscorrales desmontados y los caballos ylos bueyes con sus cabestros preparados

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para partir.Fue entonces cuando Jaymes volvió

junto a Coryn, que lo esperabapacientemente junto a la parcelaembarrada de tierra donde, sólo uncuarto de hora antes, había estado lazona de mando, en medio de las tiendasordenadamente dispuestas.

—En cuanto te decides, las cosas seponen en marcha muy de prisa —comentó la hechicera con ironía,mientras una columna de Caballeros dela Corona pasaba pesadamente junto aellos y tres filas de piqueros formabanpara partir con rapidez hacia el norte.

—Mañana al mediodía, muchos de

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estos buenos hombres estarán muertos—dijo Jaymes—. Ellos lo saben, todoslo sabemos, pero ninguno vacila en labatalla cuando es necesario luchar.

—Eres el único hombre que puedeunir a todos estos caballeros, a todosestos soldados —repuso Coryn—. Y séque cruzar el río es una misiónpeligrosa, pero hay que hacerlo.

Pasó un grupo de barqueros con unacaravana de cinco carros tirados porcaballos. Ellos, y otros muchos comoellos, partirían hacia los vadosprincipales, llevando consigo fardos delona y tiras de madera flexible. Bajo laprotección de la oscuridad, podían

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montar cientos de barcas en una solanoche.

La pesada compañía de puentestambién se puso en marcha. Salió haciael sur en un convoy independiente quellevaba los largos pontones y lostablones. Su objetivo era montar unpuente sobre el río en las siguientesveinte horas.

—Busca a sir Templar —ladróJaymes a un mensajero que estaba cerca.

Un momento después, se presentóante el comandante del ejército elcaballero clérigo, sin aliento y con elrostro rojo.

—¡Sí, mi señor! —gritó, después de

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saludar y ponerse firme—. ¡Esperovuestras órdenes!

—Descansa —dijo Jaymes—.Quiero que acompañes al sur al generalMarckus, con tus aprendices.Permaneced con la compañía depuentes. Cuando empiecen a montar lospontones en el agua, haced todo lo quepodáis para ayudarlos a ocultar sutrabajo. Puede ser niebla, oscuridad oalgún hechizo de invisibilidad. Muchasvidas van a depender de que esassecciones de puente crucen el río antesde que le enemigo se dé cuenta.

—Pero… —Templar parecíaafligido, aunque volvió a ponerse firme

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—. ¡Sí, mi señor! ¡Como ordenéis!Haremos todo lo que esté en nuestramano.

—No lo dudo. Y tenéis que serconscientes de que no hay tiempo queperder.

—¡Por supuesto, mi señor! ¡Sí,claro!

Templar se quedó quieto un segundomás, pero entonces pareció darse cuentade que ya lo habían despedido.Saludando, el clérigo se dio mediavuelta y se alejó, presuroso.

—¿Crees que podrán ser de ayuda?—preguntó Coryn.

—Mañana lo sabremos. Pero han

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cabalgado con el ejército desde quepartimos del norte de Caergoth, hancomido nuestra misma comida y hanpredicado el credo de Kiri-Jolith a todoaquel que se ha puesto a su alcance. Yaes hora de saber si estos caballerosclérigos de verdad sirven para algo enel ejército.

La hechicera blanca palideció y laslágrimas acudieron a sus ojos cuandovio pasar otra compañía, formada en sumayor parte por jovencísimosespadachines de las llanuras del norte.Iban cantando una canción de guerra,aunque muchos de los soldados —enrealidad, simples chiquillos— parecían

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a punto de desmayarse de miedo.—La guerra es algo terrible —dijo

Coryn con la voz estrangulada.—Sí. Perderemos muchos hombres

—contestó Jaymes—. Pero espero queal atacarlos por tantos sitios a la vez,encontremos una grieta en las defensasde Ankhar. Cuando la hayamosencontrado, los caballeros podráncolarse por ella.

—Pero Solanthus está casi acincuenta millas —señaló la hechicera.

—Marcharemos tan rápidamentecomo podamos. Cada columna será unpuño de acero que aplastará a losdefensores de Ankhar.

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—Aunque sea así, el precio será alto—repuso ella en voz baja.

—¿Qué quieres que haga? —inquirió él con un tono cada vez másáspero—. Estamos sujetos a algunasrestricciones, ¡y la velocidad a la quepuede marchar un ejército es una deellas!

—¡Maldita sea! —contestó lahechicera, de mal humor. Clavó los ojososcuros en los del mariscal, hasta quesuspiró y apartó la vista. Volvió lamirada hacia el este—. Sí, tienes razón.Estoy enfadada conmigo misma por tantasangre derramada.

—Es algo que debemos asumir y

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continuar adelante. —Jaymes hizo unamueca y sacudió la cabeza—. ¡Ojalásupiéramos algo más sobre esemonstruo, ese rey de los sereselementales! Si pudiera verlo,observarlo, tendría una idea más clarade cómo podríamos enfrentarnos a él.

—Hay una cosa que podemosintentar —dijo Coryn.

La hechicera parecía vacilar, algoextraño en ella, y cuando miró almariscal, su mirada se había suavizado.En esos ojos había miedo, pero no eramiedo a la muerte ni a los peligros.

—¿De qué se trata? —Jaymes apartóla mirada y observó las tropas, mientras

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una compañía de arqueros a caballopasaba trotando.

Coryn se mordió los labios connerviosismo al hablar.

—Podría intentar teletransportarte ala ciudad. Allí podrías tener laoportunidad de hacer algo que nadie máspuede hacer, pues nadie tiene tuvalentía…, ni tu espada.

—¿Estás diciendo que Mitra delGigante podría matar al rey de los sereselementales?

—No, no matarlo. Dudo de que algopueda matarlo; sería como intentar darmuerte a la misma esencia del mundo.Pero he estado leyendo mucha historia.

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Todo se resume a que tu espada fuecreada por Vinas Solamnus, pero con lacolaboración de un poderoso hechicero.Podría ayudarte a comprender algocrucial sobre el ser elemental, adivinarsu debilidad, descubrir algún modo porel que podamos expulsarlo a su planoinferior.

»Si apuntas a ese ser con tu espada ylo miras a los ojos, tal vez puedas leersu mente. Es una estrategia muypeligrosa, pues, en el mejor de loscasos, leerlos pensamientos de otrosseres es una experiencia aterradora.Pero si resistes delante de la criaturaelemental y la estudias mientras le

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apuntas con la espada, es posible quepercibas alguna debilidad, algunafrustración que puedas explotar.

—Si no me mata antes —apuntóJaymes.

—Si no te mata antes, sí —reconoció Coryn.

—¿Y cómo lo hago?—Tienes que ponerte delante de la

criatura e intentar mirarla a los ojos,mientras el monstruo te mira a ti. Si teconcentras, si escuchas atentamente,sentirás sus intenciones, sus miedos.

—Lo intentaré —contestó Jaymessin vacilar—. Mis generales puedenliderar a los hombres y ganar esta

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batalla. Yo iré a Solanthus y encontraréal ser elemental. ¿Puedes mandarmeallí?

—No es tan fácil —objetó ella—.Habrás oído hablar de la AgujaHendida, ¿verdad?

—¿La gran montaña partida que estáen el centro de Solanthus? Claro.

—Pues es una montaña conpropiedades mágicas muy poderosas.Desde que empezó el asedio, loshechiceros de la ciudad la han utilizadopara bloquear la magia delteletransponte. De esa forma evitan quelos Caballeros de la Espina de Ankharse escabullan por la ciudad o envíen

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asesinos, saboteadores o individuos deesa calaña. Esa magia hace máscomplicado enviarte a la ciudad.

—¿Hay alguna forma de evitarla?—Creo que podría salvarla cuando

la luna blanca esté alta. Esta nocheSolinari está llena, así que te mandaré ala ciudad cuando alcance su cenit en loscielos. Quizá quieras dormir un pocoantes.

—Esta noche mis tropas no duermeny yo tampoco lo haré. Eso me darátiempo para escribir órdenes y enviarlos planes detallados a los generales.

—Muy bien —contestó Coryn—. Yoprepararé el hechizo. Y encantaré tu

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anillo, el que te di hace años. Tendrásun hechizo de teletransporte, para quepuedas salir de la ciudad cuando hayascumplido tu misión.

—¿No habías dicho que lateletransportación no funcionaba enSolanthus?

La hechicera sacudió la cabeza,como un maestro impaciente con unpupilo que aprende despacio.

—La barrera evita que la gente seteletransporte dentro. No hay ningunarestricción para salir. De hecho, yo herecibido la visita de hechiceros quevenían de la ciudad. Es una de lasformas por las que me mantengo

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informada de lo que pasa allí.—Entendido. Entonces, hagamos lo

que dices.

Doce horas más tarde, en el campamentode la orilla occidental del Vingaard sóloquedaban unos pocos rezagados. Lastropas avanzaban hacia los vadosplaneados, bajo la luz blanquecina de laluna llena. Jaymes se erguía solo bajoaquella misma luna, mientras Coryncalculaba el paso del tiempo.

Finalmente, conjuró el hechizo. Lamagia envolvió a Jaymes Markham.Sintió su fuerza, un mundo que pasaba

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velozmente. Vio las murallas deSolanthus y reconoció la silueta de laAguja Hendida recortada por la luz fríade la luna. Se sintió desorientado, elmareo le atrapó el estómago y apenas lepermitía ver. Sintió la cercanía delobstáculo y quiso estirarse y posarse enel suelo de la ciudad.

¡Pero había una barrera! Una magiapoderosa lo frenaba, tiraba de él yalejaba la ciudad de su mirada, de sualcance. Al final, el hechizo se deshizocon un chisporroteo y se encontró sobreuna superficie irregular, de piedra.Ninguna fuente de luz iluminaba laoscuridad absoluta, así que permaneció

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varios minutos sin moverse. Puso aprueba sus sentidos.

El aire era fresco, calmo y muyhúmedo. Traspasaba su túnica empapadaen sudor y le dejaba tiritando. Cerca, enalgún sitio, caía agua. Era un goteomusical amplificado por la ausencia decualquier otro ruido, excepto por surespiración cada vez más entrecortada.

Sin viento. Un sonido incesante… yel frío penetrante. En seguida se diocuenta: Coryn lo había teletransportadoa algún lugar bajo tierra.

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14Un camino encontrado

Por todas partes lo rodeaba la másabsoluta oscuridad, un vacío frío y sinluz que envolvía al señor mariscal.Jaymes tenía un zumbido horrible en losoídos y, vagamente, se dio cuenta de queera el martilleo de su corazón. Lesobrevino una ola de vértigo y setambaleó. Trató de recuperar elequilibrio, pero tropezó con una rocaque sobresalía y cayó de rodillas.

Sus dedos palparon rocas rugosas,

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algunas sueltas y pequeñas comogravilla. Otras parecían formar parte delsuelo, que estaba claro que era el de unacueva. La rodilla derecha le latía en elpunto donde, al caer, se le había clavadouna piedra puntiaguda. Se aferró al suelocomo un hombre a punto de ahogarse seaferra a una balsa. Sintió que le subíabilis por la garganta, pero se obligó atragarla de nuevo y cerró la mandíbula.Hizo un esfuerzo por respirar másdespacio.

—¿Dónde estoy? —preguntó a laoscuridad. Las palabras apenas eran unsuspiro que se había escapado entre loslabios cuarteados.

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—Yo estoy en algún lugar debajo dela cordillera de Garnet —respondió unavoz—. La pregunta es: ¿cómo hasllegado tú hasta aquí?

La voz venía de detrás de él y,aunque el tono era amistoso, la merapresencia de un interlocutor erasuficiente para sobresaltar a Jaymes.Giró sobre sí mismo, se agazapó y tratóde ver una señal —cualquier señal— dela otra persona. Desgraciadamente, elsuelo escarpado seguía sin ponerse desu parte y resbaló de nuevo. Cayósentado sobre sus posaderas, sindemasiadas ceremonias.

—¿Quién está ahí?

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En aquella ocasión, la únicarespuesta que obtuvo fue un sonidoáspero, seguido de un destello de luz. Elresplandor fue una sensación turbadora ydolorosa, y lo cegó tanto como lo hacíala oscuridad. Jaymes cerró los ojos paraprotegerse de una luz amarilla tanabrasadora como mirar al sol. Levantóuna mano para resguardarse el rostro.

Pero no tardó en darse cuenta de queno sentía calor en la piel, nada queindicara que realmente la luz del sol sehabía colado en aquel foso inhóspito.Entonces, casi inmediatamente, recordóel sonido áspero que había anunciado eldestello: ¡no era más que un fósforo

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contra la madera! Volvió a abrir losojos, sin bajar la mano para protegersedel punto de fuego, y empezó a descubrirun poco más aquel lugar.

Los pies de quien sostenía el fósforoeran perfectamente visibles. Calzabaunos mocasines que, al igual que la voz,le resultaban extrañamente familiares.Cuando esos pies se acercaron, no conun paso decidido ni a la carga, sino conun saltito casi infantil, el guerrero locomprendió.

—¿Fregón? —preguntó, perplejo.Era la primera vez en su vida que sentíaal menos un mínimo de alegría por lapresencia de un kender—. ¿Eres tú?

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—Claro. ¡Este sitio es increíble!¡Deberías verlo! Bueno, supongo que loverás, ahora que estás aquí. A no ser quete vayas tan rápidamente como hasllegado. Pero dime, en confianza, porsupuesto, ¿cómo hiciste eso? Me refieroa llegar tan de prisa.

—Espera. Deja que aclare misideas. —Jaymes dio la espalda a la luz einspeccionó los alrededores.

Se encontraba en una cueva, en unazona muy pequeña. Una pared irregular yagrietada se levantaba a sólo cuatro ocinco pies de donde estaba y, aunquecasi todo el techo se perdía entre lassombras, podía ver los extremos de las

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estalactitas como colmillos, atacándolepor todas partes.

El suelo era más desigual de lo quehabía imaginado. Echó un vistazoalrededor y vio que podía haber sufridouna mala caída si hubiera dado un pasomás en cualquier dirección. Por lo visto,el hechizo de teletransporte lo habíallevado a lo alto de una especie de rocacuadrada, en el centro de una pequeñacueva. El kender estaba en otra roca quehabía cerca, y cuando los ojos deJaymes se acostumbraron a la luz,descubrió que la otra pared no estabamuy lejos de su diminuto compañero.

—¿Dónde has dicho que estamos?

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—preguntó el guerrero—. ¿Bajo lacordillera de Garner?

—Sí. Da la casualidad que justoestaba explorando por aquí. Ya sabes,trabajando en mis mapas. Pensaba que alo mejor por aquí hay un camino hastaSolanthus. Quería ir a la ciudad y verla,¡porque nunca he estado en un asedio!Pero los goblins no me dejaronatravesar el campamento cuando intentéir por el camino normal, así que bajéaquí. Eso era lo que estaba haciendocuando te oí llegar. Pero no me dijistecómo… ¡Espera un momento! Fue ellaquien te envió, ¿a que sí? ¡La BrujaBlanca te ha traído aquí mágicamente!

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¡Guau!, ¡es increíble! Debe de haberseimaginado que necesitaba uncompañero. Nunca se tienen demasiadoscompañeros cuando se trata de explorar.Sí que lee bien la mente, esa BrujaBlanca.

—¡Hummm!, todo es muydesorientador —repuso Jaymes— yconfuso. No creo que quisiera enviarmeaquí. ¡Los dos pensamos que llegaría aSolanthus!

—Vaya, pero si allí no se puedellegar con magia. Todo el mundo losabe. Hay un hechizo que no lo permite.Me sorprende que ella no lo sepa. Leescribiré una nota o algo para avisarle.

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¿No tendrás un poco de papel, verdad?—¡No! Y ella ya sabe lo de la

barrera mágica, pero creía que habíaencontrado un modo de superarla.

El kender se rio de buena gana yaquel sonido puso a prueba los nerviosdel hombre, como un hacha chirriandosobre una pared de piedra.

—¡Bueno, pues se equivocó! —Lavoz de Fregón se convirtió en un susurroconspiratorio—. A veces esdesesperante que actúe como si losupiera todo.

—Sí, desesperante —gruñó Jaymes.Comprobó todo su equipo, tratando

de pensar, de esbozar un plan. La gran

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espada, Mitra del Gigante, seguía bienatada a su espalda. Las dos ballestaspequeñas estaban sujetas en las fundas,colgando de la cintura. Por suerte,aquellas armas tan sensibles no estabancargadas, pues habría sido fácil que sehubieran disparado mientras andabatropezando por la cueva. Llevaba elanillo, la pequeña tira metálica queCoryn había conjurado con un hechizode teletransporte adicional. Por unmomento, pensó en utilizarlo paraescapar de aquel lugar, pero desechó laidea. No, Coryn tenía que tener algunarazón para enviarlo allí con el kender.Además, sería muy decepcionante

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regresar sin más, sin haber conseguidonada.

—¡Vaya, esto quema! —exclamó elkender, dejando caer el fósforoconsumido. Era probable que después sehubiera metido los dedos chamuscadosen la boca, mientras la oscuridad volvíaa envolverlos.

—¿Tienes otros de esos? ¿O unaantorcha? —preguntó Jaymes.

Pensó en la hoja de Mitra delGigante, el filo de acero que podíaarder con llamas azuladas, pero no legustaba utilizar aquella arma legendariapara cosas tan mundanas cuando prontonecesitaría todo su poder. Por otra parte,

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no quería descubrir la presencia delarma, con toda su magia antigua ypoderosa, en un lugar del que sabía tanpoco. En ese sentido, se recordó a símismo que no era buena idea decir alkender nada que quisiera mantener ensecreto.

Por suerte, Fregón tenía una buenaprovisión de teas ligeras. Rápidamente,encendió una y se la tendió al hombre.

—La verdad es que yo no necesito elfuego para ver aquí abajo —explicó elpequeño—. Los kenders vemos bastantebien en la oscuridad. De todos modos, aveces es bueno tener una antorcha paraver los detalles. Me gusta incluir

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muchos detalles cuando hago los mapas.—Ahora, explícamelo otra vez: ¿qué

estás haciendo aquí? —preguntó Jaymes—. ¿Buscando un camino haciaSolanthus?

—Bueno, estoy haciendo un mapa,buscando el mejor camino, por supuesto.¿Ya te he dicho que soy un magníficoguía y un explorador profesional? Más omenos, eso es lo que hago.

—Sí, ya lo has mencionado algunavez. Pero ¿no es un poco diferentellevarme a la mansión de lady Coryn enPalanthas que andar husmeando por unacueva, a oscuras, bajo la tierra?

Fregón se encogió de hombros. Era

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evidente que para él no había ningunadiferencia.

—Un camino es un camino. Algunoslugares tienen mapas mejores, eso estodo.

—¿Así que sabes un camino parasalir de aquí?

—Bueno, no. Nunca he dicho que lotuviera, ¿verdad?

—¿Cómo has llegado aquí,entonces?

—Bueno, sí que bajé por un caminoque entraba aquí, claro.

Jaymes tomó aire. La antorchatembló un poco cuando cerró los dedoscon fuerza alrededor del mango de

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madera.—Muy bien. Piénsalo de esta otra

manera: ¿no podríamos salir de aquí porel mismo camino por el que entraste? ¿Yeso no lo convertiría en un camino parasalir de aquí?

—Bueno, quizá para ti sí. Pero esano es la dirección en la que yo voy,porque eso sólo me llevaría de nuevopor donde he venido, cuando lo que yode verdad quiero encontrar es un caminoa Solanthus. ¿No has dicho que la BrujaBlanca estaba intentandoteletransportarte a la ciudad? Esta debede ser su manera de decirte que tienesque ir de la forma tradicional.

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—¿Y tú crees que esta cueva nosllevará a Solanthus? —preguntó Jaymes,receloso.

—Bueno, sin duda espero que asísea, porque si no todo esto habrá sidouna pérdida de tiempo. No una pérdidatotal, claro. Hay muchas cosas que veraquí abajo.

Fregón sacó un trozo de pergaminode uno de sus innumerables bolsillos. Enotro encontró un trozo grueso decarboncillo, terminado en punta. Hizo ungesto hacia la antorcha.

—Mira, te lo enseñaré. Levántala unpoco, ¿vale?

Jaymes hizo lo que le pedía,

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mientras el kender se deslizaba de suroca y se quedaba en la superficie planaque había entre las dos. El hombre sedejó caer a su lado y, con la antorcha enlo alto, estudió el mapa del kender,mientras Fregón añadía unas notasbreves con el palito negro y mugriento.

Por desgracia, para el humano elmapa no era más que un garabato llenode líneas y formas, que a menudo secruzaban y se rodeaban entre sí. Enalgunos sitios, se leían burdasanotaciones. «¡No!», «giro equivocado»,«cuidado, ¡agujero!» y «¡ay!», eran unasde las pocas que podía descifrar. En esemomento, el explorador añadía con

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mucho cuidado «encuentro al humano»,junto a una cruz bien marcada. Derepente, levantó la vista y vio queJaymes lo observaba.

—Ya sé que no eres un humano sinmás —se apresuró a explicar Fregón—,pero no me cabía todo eso de señormariscal Jaymes en tan poco espacio.

—Humano está bien —contestó elguerrero con brusquedad—. Pero ¿quépasa con Solanthus?

—¡Oh!, ahí es donde empieza laparte verdaderamente interesante…

Una eternidad de horas más tarde,

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Jaymes estaba empezando a comprenderlo que significaba «la parteverdaderamente interesante».Significaba gran variedad de golpes desu cabeza contra las rocas más bajas deltecho y tramos inacabables deespeleología, en los que tenía quearrodillarse y gatear sobre el polvo, lamugre y las irregularidades del suelo.Estas cumplían su misión raspándole lasespinillas y, en más de una ocasión,haciéndole caer de morros.

Cuanto más avanzaban, másconvencido estaba de que lo único quehacía Fregón Frenterizada eradeambular por ahí abajo; de que no tenía

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ni la más mínima idea de adónde iban o,más importante aún, cómo iban a llegarallí —es decir, a Solanthus—, a travésde aquella pesadilla hecha de oscuridady piedra. Por la misma razón,desconfiaba de la capacidad del kenderde volver sobre sus pasos, así que no lequedaba más remedio que llegar a laconclusión de que su mejor opción eraseguir adelante sin más y probar suertecon aquel magnífico guía y exploradorprofesional.

A pesar de su razonamiento, en másde una ocasión Jaymes se sorprendió así mismo frotando el anillo. Pensó enactivar el preciado hechizo de

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teletransporte. No tenía más que girarloen el dedo y pensar en su destino.Saldría de aquel lugar al instante, unasituación que se hacía más y másinteresante cuanto más andaba dandovueltas con el kender.

—¡Aquí está! —anunció Fregón porfin, exultante.

—¿El qué?Jaymes levantó la antorcha mientras,

de un traspié, entraban en una pequeñacámara circular. Descubrió por lomenos cuatro pasajes oscuros que seperdían en diferentes direcciones.

—Bueno, esto.El kender le mostró el mapa

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amablemente y señaló un borrón en elpergamino. El humano reparó en que lasuperficie había ido ensuciándose yvolviéndose más ininteligible a medidaque se aventuraban en aquellas cuevaslaberínticas.

—Está muy claro. Nosotros estamosaquí, que es donde ya hemos estado tresveces antes. Bueno, yo he estado tresveces, porque tú sólo has estado doscontando esta. Pero eso significa quesólo nos queda por explorar una de esascuevas que salen de aquí. Así que vamoseliminando posibilidades, que siemprees una buena noticia.

—¿Estás diciendo… que hemos

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estado dando vueltas en círculo? —Lavoz del mariscal era baja yamenazadora.

—En realidad, no. —Fregón sacudióla cabeza, rechazando tal idea por tonta.Blandió el mapa como prueba—. Másbien hemos descrito un cuadrado enzigzag. Fuimos hacia el norte por elnordeste un rato, pero después nosdesviamos totalmente al oeste y luegotorcimos hacia el oeste por el suroeste,o al sur por el oeste, o algo así. Al finalvolvimos al norte nordeste y, como hedicho, aquí estamos.

—¡En el mismo lugar que antes! —La voz de Jaymes se elevó.

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—Bueno, sí. Pero ahora ya hemosdescartado ese camino, y ese camino yese camino, ¡así que sabemos queseguramente este camino es el mejor!

—¡Seguramente! ¿Qué te hacepensar que alguno de estos caminosinfernales lleva a Solanthus? —exigiósaber Jaymes.

Fregón lo miró asombrado, unasombro que sugería que jamás se habíaplanteado una pregunta tan estúpida.

—Pero, bueno, ¿adónde si no? —preguntó a su vez.

Se adentró en el túnel supuestamenteinexplorado antes de que Jaymespudiera encontrar respuesta.

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Sorprendentemente, aquella cuevaparecía más transitable que lasanteriores. Desde el principio el sueloera liso y el camino estaba relativamentedespejado, aunque a veces sobresalíauna roca que había que esquivar. A laluz de la antorcha, muchas veces podíanver que esas rocas habían caído de lasparedes o del techo. Todos aquellosfactores parecían indicar que, en algúnmomento, aquel lugar había sido demucho paso; pero habrían pasado siglos,quizá muchos siglos, desde que alguiense había molestado en apartar losobstáculos.

Había más signos del antiguo paso

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por aquella cueva. Ya no encontrabanlos tramos estrechos tan habituales en elresto de pasadizos, sino que estos sehabían agrandado e incluso se habíanlabrado arcos regulares. Las paredeseran tan lisas que parecían una extensiónnatural del suelo.

—¿Crees que lo habrán excavadolos enanos? —preguntó Jaymes cuandorecorrieron una parte en que las paredeslisas se habían ensanchado, de maneraque el guerrero podía pasartranquilamente, sin golpearse la cabezani los hombros con la piedra.

—No —contestó Fregón sin vacilar—. Con los enanos, se ven por lo menos

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las marcas de los cinceles. Y,normalmente, son canteros, notalladores. Utilizan piedras y ladrillospara construir. Seguro que si fuera obrade los enanos esos arcos tendríandovelas. Tiene más pinta de ser piedrasregulares subterráneas, pero que se hanmoldeado de alguna forma.

El mariscal no podía más que estarde acuerdo con su guía. Estaba a puntode decírselo cuando el kender se detuvotan bruscamente que Jaymes casi chocócon él.

—¡Guau! —dijo Fregón.Pocas palabras daban tanto miedo

como esa, cuando era pronunciada por

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un miembro de la raza kender, intrépidahasta la temeridad.

—¿Qué? —susurró Jaymes,levantando la antorcha para intentar veralgo en la oscuridad. Su mano libre sedeslizó hacia la empuñadura de laespada.

El estrecho pasillo se abría derepente a lo que parecía un salónsubterráneo, bordeado a derecha eizquierda por unas columnas de piedraseparadas por intervalos regulares. Laluz de la antorcha no bastaba paradescubrir la extensión del salón o parapenetrar las galerías, oscuras como lanoche, que se extendían detrás de cada

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fila paralela de columnas. Lo que estabaclaro era que las líneas regulares y losángulos rectos eran obra de un serinteligente.

Jaymes agitó la antorcha y lallamarada que provocó apenas iluminóun poco más de espacio. No obstante, sísirvió para que vieran mejor lascolumnas de piedra más cercanas. Elhumano se dio cuenta de que no setrataba de columnas, sino de estatuas.Eran esculturas de guerreros ataviadascon prendas antiguas y en posición deatención, a lo largo de los dos lados delsalón.

Llevaban kilts que parecían faldas.

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Era como si estuviesen esculpidosbasándose en prendas reales, con suscintas metálicas, tal vez de bronce.Tenían yelmos altos, con plumas rígidasque se alzaban como la cresta de ungallo, desde la frente hasta la nuca. Cadaguerrero asía un pequeño escudo en lamano izquierda, pegado al pecho,mientras que con la derecha sujetaba elmango de una lanza. El extremo inferiorse apoyaba en el suelo y la punta depiedra llegaba un poco más arriba que lacresta del yelmo. Los astiles del armapétrea eran delgados y se pegaban alcuerpo de los guerreros, pero, a pesarde su aparente fragilidad, se

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conservaban intactos. En el cinturóncada guerrero llevaba una espada cortade hoja ancha y cruel. Aquella arma, aligual que la armadura, se remontaba auna era anterior a las acerías y tal vezincluso al hierro. Los rostros de lasestatuas estaban dotados de un realismosobrecogedor, desde las arrugas de lasmejillas y la frente hasta los nudillos delas manos. Muchos guerreros teníanbarba y los meticulosos escultores sehabían molestado en grabar cadacabello. Sin embargo, era evidente quelos rostros eran de piedra, fríos,carentes de vida y eternamenteinmóviles.

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—Creo que a lo mejor deberíamosvolver —dijo Fregón en voz baja.

—¿Volver? ¿Adónde? —gruñóJaymes—. No, este es el camino quelleva a Solanthus. Tú mismo lo dijiste ycreo que tenías razón. Ahora puedosentirlo. ¡Tenemos que seguir!

—¿Crees que estos tipos de verdadquieren que estemos aquí? —insistió elkender.

—Son estatuas. ¡No quieren ni dejande querer nada!

—¡Está bien! —accedió el kender—. Si tú lo dices. Lo único que noquiero es que esa hechicera andeechándome la culpa si pasa algo. Porque

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ya sabrás que algo va a pasar.Una vez más, Jaymes no tenía más

remedio que estar de acuerdo con elkender. Había una inquietante sensaciónde vitalidad en aquellas estatuas tanrealistas. Se preguntó cuántas habría,qué longitud tendría aquel salón. Jaymeslevantó la antorcha y la agitó para que lallama se intensificara. Podía verfácilmente ocho o diez a cada lado, y laluz vacilante de la llama sugería quehabía muchas más. Su presencia noresultaba muy acogedora.

—Toma, coge esto.Jaymes tendió la antorcha a Fregón,

que la cogió sin hacer ningún

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comentario, mientras observaba alguerrero desenvainar la gran espada quellevaba atada a la espalda. Agarrando laempuñadura con las dos manos, Jaymeslevantó el arma y la sostuvo sobre suhombro derecho, lista para atacar. Frotóambas manos y la hoja se encendió.Surgieron unas llamas azules que lamíanel aire en silencio, iluminando los dosfilos metálicos.

—¡Vaya, eso sí que me gusta! —declaró Fregón—. ¿Sabes hacerlo enotros colores?

Jaymes no hizo caso al kender. Conla nueva iluminación vio que el salón seextendía hacia adelante y todavía no

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llegaba a ver el fondo. Hasta donde lealcanzaba la vista las dos filas deguardias mudos se sucedían. Mirándoseentre sí, los guerreros bordeaban unanave de unos doce pies de ancho. Lassombras eran negras, la luz fría bañabalos rostros pétreos con un color azulado.El techo se perdía entre los velos depenumbra.

—Vamos —dijo Jaymes.Juntos, se internaron en la nave.

Caminaban con cautela, perorápidamente, lanzando miradas haciaadelante y atrás. Las estatuas de piedraseguían inmóviles. No eran más queimágenes esculpidas, pero parecía que

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los amenazaran con bajar de lospedestales y empezar una batalla de unmomento a otro. Con paso regular, losdos compañeros fueron pasando entrelos guardias silenciosos. La luz deMitra del Gigante les mostraba elcamino. Jaymes tenía la sensación deestar en una habitación inmensa. ¿Cuángrande era, en realidad, aquella nave?

Se deslizó un poco hacia la derecha,con la espada en alto, y dejó que la luzse colara entre dos de las estatuas.Iluminado por las llamas, adivinó detrásotra fila de guardias de piedra. Parecíaidéntica a la primera y estaba a variospasos de ella. Aunque la luz no bastaba

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para mostrar nada más, se imaginó unatercera fila detrás de la segunda y unnúmero infinito de ellas extendiéndoseen la oscuridad inescrutable. El eco querespondía a sus pasos sugería un espaciomuy grande.

—¡Es como todo un ejército! —dijoFregón—. ¡Pero un ejército paralizado!

—¡Ojalá se quede así! —repusoJaymes—. Vamos, rápido.

Apretaron el paso. La boca de lacueva por donde habían entrado habíadesaparecido entre las sombras, perotodavía no veían el final de la hilera deestatuas. Jaymes se volvió y retrocedióvarios pasos, estudiando con cautela las

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formas inertes. Ya había visto uncentenar o más de estatuas y habíadejado de contar.

La amenaza surgió sin que la vieran,pero sí la oyeron. Primero no fue másque un ruido, como una piedra queraspara sobre otra. Provenía de laoscuridad impenetrable que se abríadetrás de ellos, en un lateral, y casi deinmediato se repitió una y otra vez.Áspero y sibilante al mismo tiempo, elruido se alzó y acabó envolviéndolos.Sintiendo un escalofrío, Jaymes seimaginó una fila de serpientesgigantescas, deslizándose y raspando elsuelo de piedra.

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En el fondo deseaba que fueranserpientes, pero estaba seguro de queiba a enfrentarse a algo más extraño yespeluznante. Trató de ver algo y letranquilizó un poco comprobar que todaslas estatuas seguían inmóviles. Por fin,identificó la fuente de los ruidos, que secorrespondía con lo peor que podíahaberse imaginado desde que habíanentrado en aquel lugar. Casiimperceptiblemente, uno de los guardiasen el extremo de su campo de visión sehabía vuelto y, lentamente, conmovimientos rígidos, había bajado deldisco de piedra que había sido su puestopor sólo los dioses sabían cuánto

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tiempo. La estatua que estaba a laderecha de ese guardia, la más cercana alos dos intrusos, empezó a hacer lomismo. Después, la siguiente, y lasiguiente; un poco más tarde, toda la filade esculturas había bajado de lospedestales y se había unido a la marchaque avanzaba hacia los dos intrusos.

—No creo que quieran que estemosaquí —comentó Fregón.

—Entonces, salgamos. ¡Corre! —bramó Jaymes.

—¿Por dónde? —chilló el kender.La respuesta del hombre fue la

carrera que emprendió pasillo abajo,seguido de cerca por Fregón. Ambos

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pasaron junto a más estatuas, cuyasbotas se arrastraban por la piedra. Lassombras danzaban delante de ellos,proyectadas por las llamas de laantorcha y la espada, enloquecidas en sucarrera. Los guerreros de piedra noapretaron el paso, pero tampoco sedetuvieron. Cuanto más se adentraban enla nave, más guerreros cobraban vida.

—¡Allí está el final! —exclamóJaymes.

Por fin, se adivinaba una pared altay lisa que se alzaba delante de ellos.Miró al pie del muro, con la esperanzadesesperada de que se viera lacontinuación dela cueva, un pasadizo

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que los sacara de aquel lugar.Entonces, lo vio: un agujero negro

tan grande que cabría por él un gigante.Pero antes de que pudiera anunciar envoz alta su prometedor descubrimiento,una falange de guardias pétreos lesbloqueó el paso. Los antiguos guerrerosestaban uno junto al otro, con las puntasde piedra de las armas extendidas y losescudos bien sujetos.

—Bueno —admitió Fregón. Sedetuvo de un salto, antes de que una delas puntas de lanza que les cerraban elpaso se le clavara—. Parece queestamos atrapados.

—¡Tendremos que abrirnos camino

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luchando! —declaró Jaymes. Las llamasse avivaron en la hoja de Mitra delGigante cuando levantó la gran espadapor encima de su cabeza—. ¡Esto loscortará como si fueran mantequilla!Retrocede, pero ven detrás de mí encuanto abra un hueco.

—¡Espera! —chilló Fregón—.Quizá deberíamos intentar hablar conellos o algo así. Lo que quiero decir esque ellos son muchos y tú sólo eres uno.Estoy seguro de que podrías dar unosbuenos golpes con la espada y todo eso.Tal vez puedas derribar a diez, veinte o,¡caramba!, hasta a cien. Pero de todosmodos…

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Jaymes dudó, con los ojosentrecerrados. Su avance agresivo nohabía provocado reacción alguna. Laslanzas seguían apuntándolos, fila trasfila. Por lo menos, tenían doce hilerasenfrente. Pero los guerreros habíanvuelto a detenerse.

—Entonces, intenta hablar con ellos—gruñó el mariscal—. A ver qué pasa.

—¡Hola! —exclamó Fregón con vozalegre.

El kender se puso delante de uno delos guardianes. Dio una vuelta sobre símismo, mirando a todos los guerreroscon expresión jovial, a los que teníandelante y a los que les cerraban el paso

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por detrás.—Muchachos, vosotros sí que

debéis de tener paciencia. Quiero decirque estar ahí todo ese tiempo esperandoque pase algo… ¿De verdad nosestabais esperando a nosotros? Porqueni siquiera nosotros mismos sabíamosque íbamos a acabar aquí, la verdad.Por supuesto, yo soy un magnífico guía yexplorador profesional, pero, y esto esun pequeño secreto, hasta yo estaba unpoquito perdido.

Miró avergonzado a Jaymes queseguía con la espada lista, pero no hacíaningún movimiento de ataque. A sumanera, el hombre era tan impasible e

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indescifrable como los guardias depiedra. El kender parecía sentir la cargade comportarse como el único seranimado de aquel lugar y retomó sualegre charla con un gesto, que abarcabaa todos los guardias que los rodeaban,con aire de complicidad.

—Bueno, amigos. ¿Podéis oírme losde ahí detrás? Lo que quiero decir esque a lo mejor podéis echaros unpoquito hacia atrás. Alguien va a acabarhaciéndose daño con esas lanzas tanpuntiagudas.

El kender tocó una de las armas eintentó apartarla con cuidado. No huboningún movimiento.

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Con un suspiro, Fregón miróalrededor, con los hombros caídos. Porfin, se volvió hacia Jaymes.

—Me rindo. No parece que quieranhablar. Al mirar sus caras de piedra mepregunto qué estarán pensando. ¿Estánasustados? ¿Quieren matarnos? Hace unmomento estaban caminando y ahoravuelven a estar como estatuas.

—¿Crees que podrían estarasustados?

Jaymes apenas había prestadoatención a la cháchara del kender, peroesa frase le daba vueltas, como elrecuerdo de otra conversación pasada.«Sentirás sus intenciones, sus miedos»,

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le había dicho Coryn, al explicarle elpoder de su espada, ¡el poder de leer lamente!

Lentamente, poco a poco, levantóMitra del Gigante y alineó el extremode la hoja con los ojos vacíos del rostrode piedra de uno de los soldados.

Lo primero que sintió fue unacalidez que no era desagradable, pero,casi al momento, Jaymes empezó a oírmurmullos. Sonaban extraños y sordos,como si oyera a un grupo grande depersonas que conversaran a ciertadistancia, demasiado lejos paradistinguir las palabras. La presenciainquieta del kender también estaba allí,

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curiosa y bulliciosa. Como si sintiera laintromisión, Fregón miró por encima delhombro y, por un momento, sus ojos seencontraron con los de Jaymes. Derepente, los pensamientos del kender serevelaron a la mente del mariscal.

«… Menuda espada… Es bastantegraciosa, pero… Estos tipos no parecentener muy buen humor… Podría intentarhacer algo útil en vez de…».

Jaymes volvió a mirar a las estatuasy, por suerte, desaparecieron lastonterías del kender. El hombre mirófijamente el rostro de unas de lasestatuas más cercanas y se concentró enlos ojos vacíos del guerrero de piedra.

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Al hacerlo, oyó un sonido que seacercaba y percibió los sentimientos deotra criatura retorciéndose bajo supropia piel. Trató de alejar todos losruidos y un escalofrío lo recorriócuando sintió que lo embargaba unaemoción poderosa y pura.

¡Miedo!Jaymes sabía que sentía los

pensamientos y las emociones deaquellos guardias, y estaban asustados.De hecho, estaban aterrorizados por laamenaza que los había despertado de susueño de siglos.

—¿Por qué nos teméis? —preguntóel mariscal en voz baja—. No queremos

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haceros daño.La respuesta no se materializó en

palabras, sino en imágenes en su mente.Lo invadió un torrente de imágenes ysintió el horror y el misterio. Vio ungigante enorme y cruel, y sintió que, antetodo, los guardias temían a aquel serextraordinario. Envuelto por el pavor,Jaymes deseaba apartar la mirada, perose obligó a sí mismo a mantenerse firme,a seguir aprendiendo y comprender.Sintió que las estatuas lo acusaban,sintió la fuerza que quería atacarle a él yal kender, una hostilidad que proveníade todas partes.

Echaban la culpa de algo a Jaymes y

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a Fregón, pero ¿de qué?De repente, notó una fuerte presencia

de una de las estatuas, que habló ennombre de todas las demás. «Adamitas».La palabra se apoderó de él, susurradaen su mente.

—Se llaman adamitas —dijoJaymes. Entonces, sintió la acusación ycomprendió el miedo—. ¡Creen quefuimos nosotros los que liberamos al reyde los seres elementales! Son suscarceleros y no pudieron retenerlo. Nosechan la culpa a nosotros.

—¡Oye, que no fuimos nosotros losque lo soltamos! —proclamó Fregón conel tono de voz herido—. Pero sí estamos

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intentando detenerlo. Jaymes, este queestá aquí, mi amigo el señor mariscal,va a matarlo personalmente, o a frenarsu fuerza, o algo así.

En torno a la mente del guerrero searremolinaron más imágenes y se diocuenta de que aquellas criaturas habíanentendido al kender. Ahora suspensamientos eran interrogaciones,exigencias.

—Mi enemigo liberó al rey —explicó Jaymes—. Yo estoy intentandodetenerlo. Lo único que quiero es llegara Solanthus. Allí es adonde ha ido,donde se alzará como un peligro paratodo el mundo.

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En su mente se formó una imagennítida, la Aguja Hendida, el hito depiedra que dominaba la ciudad sitiada.

—¡Sí! —exclamó el mariscal—. Esese lugar. Ahí es adonde nos dirigimos,donde debemos encontrar al rey de losseres elementales.

Entonces, se produjo un movimientoondulante y rápido, y el círculo deguerreros se rompió. Varios levantaronlas lanzas y se apartaron para abrirles uncamino. Aquel camino conducía a lasalida, al hueco en el otro extremo de lanave que había sido el destino deJaymes. El resto de guardias esperabanexpectantes, con las armas todavía

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empuñadas, pero no hicieron amago deatacar.

—Creo que quieren que vayamospor ahí —dijo Fregón, antes de empezara caminar hacia el hueco.

El kender agitaba la antorcha parailuminar el camino. Jaymes no dudó enseguirlo, pero ya había envainado laespada. No tenía importancia alguna quehubieran preferido ese u otro camino.Los guerreros formaban una filaapretada a ambos lados, lo que losobligaba a seguir esa dirección.

Los guerreros de piedra formaban untúnel ancho y largo. Una hilera deguardias caminaba pesadamente a ambos

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lados de los intrusos. A lo largo de másde una milla, el humano y el kenderavanzaron en medio de aquella extrañaprocesión. Caminaban lo más de prisaque podían, subiendo una pendienteserpenteante entre las filas silenciosasde los guerreros de piedra.

Por fin, llegaron a una pared lisa.Parecía una superficie sólida que lescerraba el paso. Las columnas deguerreros se detuvieron a ambos ladosde la pareja, hasta fundirse con la pared.No había otra salida.

Una vez más, el mariscal sintió elcosquilleo en la mente y se le aparecióuna imagen que le reveló que el muro de

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piedra no era una barrera sólida, sinouna cortina tenue y vaporosa.

—Sigue caminando —ordenó alkender.

Por una vez, Fregón no protestó antesus órdenes. El kender dio otro paso yextendió una mano, como si quisieratocar la piedra. Gritó, sorprendido,cuando vio que la pared de piedra cedíabajo su palma. La mano, la muñeca ytodo el brazo del kender desaparecieron.Fregón dio un alegre saltito y sedesvaneció.

Jaymes lo siguió con más lentitud. Éltambién atravesó la pared como si noexistiera. La cueva quedaba detrás de

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ellos, pero al volver la vista sólo vieronuna pared de piedra. Tocó la superficiegris y comprobó que era tan dura comocualquier muro de granito.

Lo siguiente que sintió el señormariscal fue la luz del sol, un trozo decielo azul que brillaba sobre su cabeza,asomándose entre dos cumbresescarpadas. A derecha e izquierda, elsuelo entre las montañas era llano. Másadelante vio los muros de los edificios yla torre de un templo.

—¡Ya sé dónde estamos! —exclamóel kender—. Esta es la Aguja Hendida.¡Hemos salido justo en medio! Vaya,¿soy un magnífico explorador, o no?

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—No está mal —gruñó Jaymes, quese sentía generoso—. Parece que hemosaparecido en el centro de Solanthus.

Deslizó la espada en la funda yvolvió a cruzársela a la espalda. Echó acaminar por el estrecho pasillo hacia laluz, el aire fresco y la ciudad sitiada.

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15Vadear el rio Vingaard

El general Dayr estaba en el banco oestedel gran río. La orilla opuesta seocultaba detrás de una niebla húmedaque flotaba sobre las aguas mansas. Perosobre la nube de vapor ya empezaban acolarse los primeros rayos de sol,venidos del este. Por el momento, labruma era un buen camuflaje para suejército, que se concentraba en aquellaorilla, pero no duraría mucho con lallegada del sol. Si quería aprovechar la

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ventaja que le ofrecía la niebla tenía quelanzar el ataque en ese mismo instante,hacer que el ejército cruzara la mayorparte del río antes de que las tropas deAnkhar lo descubrieran. Las tropas delsemigigante estaban bien posicionadas ylistas para el combate.

Por desgracia, el ejército de laCorona todavía no estaba preparado.Dayr no podía hacer otra cosa queobservar y esperar, lleno de frustración,mientras los barqueros se afanaban enterminar de montar las endeblesembarcaciones. Por su parte, lascolumnas de infantería, desprovistas dela mayor parte de su armadura para

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reducir peso, se arremolinabanimpacientes en la ribera del río. Uno auno, los botes se deslizaban hasta suposición en la orilla, pero los primerosrayos de luz sólo encontraron unas pocasdocenas preparadas.

El general sabía que si gritaba yrecriminaba a sus hombres lo único quelograría sería minar su moral. Ellosmismos podían ver la niebla tan biencomo él y comprendían perfectamentelos peligros que corrían con aquel asaltotan temerario. Así que Dayr se mordió lalengua y siguió paseando arriba y abajo.

Cuando la niebla se levantó,aproximadamente una hora después, ya

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había cincuenta botes en posición, peroapenas eran suficientes para embarcar auna pequeña parte de la fuerza de Dayr.En aquel momento, la orilla opuesta eracompletamente visible, y el general nodejaba de maldecir y pasear inquieto,sabedor de que el ataque sería mássangriento de lo debido.

De hecho, el enemigo parecía másque preparado para luchar. En la otraorilla se veía fila tras lila de arquerosgoblins. Entre los grupos de arqueroshabía hileras de aquella terriblecaballería: más goblins a lomos deloslobos salvajes. Las líneas se extendíanrío arriba y abajo, hasta donde Dayr

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podía ver, y los exploradoresaseguraban que había muchas más tropasenemigas que ni siquiera vislumbrabanen ambas direcciones.

El general Dayr no tenía más opciónque seguir adelante con el ataque. Otrasdos alas del ejército solámnico sepondrían en movimiento en el mismomomento y el triple golpe coordinado dela ofensiva sería beneficioso para todoslos solámnicos. En teoría, aunque suejército no lograra vadear el río, elenemigo se vería obligado a dedicarreservas vitales en su defensa.

Casi habían llegado al mediodíacuando Dayr tuvo los cuatrocientos

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botes que consideraba necesarios.Todavía estaban montándose algunasembarcaciones, pero podían esperar alsegundo golpe.

—¡Comienza el ataque! —gritó eloficial.

El pendón de la Corona se agitó conla brisa y, a lo largo de toda lavanguardia, los soldados ondearonbanderas parecidas, que comunicaban laorden a través de casi siete millas defrente. Al momento, los barquerosdeslizaron al agua las embarcacionescubiertas de lona. El agua salpicó y lasbarcas se agitaron un poco. Mientrasunos soldados las sujetaban

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contracorriente, la infantería ligera y losarqueros se subieron a los botes. Encada barca seis hombres cogieron losremos y los hundieron en el agua caminoal centro del río.

Más botes aguardaban en la orilla,mientras otros todavía estaban en plenomontaje. Las tropas de reservaavanzaron. Dayr no quería llenar el ríocon demasiados botes al mismo tiempo.La segunda oleada zarparía cuando elprimer grupo casi hubiera llegado a laorilla.

—General, ¡padre! Te lo ruego…Por favor, ¡permite que los caballerostambién vayan!

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Quien hablaba era el capitán Franz,líder de los Caballeros de la Corona, unveterano de todas las batallas de Dayr, yde Jaymes, en la campaña de liberación.Además, era el único hijo del general.Franz había ido distinguiéndose entrelos demás caballeros y se habíaconvertido en un eminente líder porderecho propio. Él y sus caballeros, losJinetes Blancos, no formaban parte de lafuerza que iba a vadear el río. Ese hechohabía sido la causa de su granfrustración a lo largo de todo el día depreparativos.

—Hijo mío, ya lo hemos discutidoantes. ¡Los botes son demasiado

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pequeños!—Pero, padre, si lográis alcanzar la

otra orilla nos necesitaréis para rechazarel contraataque que, sin duda, van alanzar los goblins. ¡Nos necesitaréis avuestro lado! Podríamos ir en las barcasde reserva, ¡en cada una caben al menosdos caballos!

—¡Ojalá pudiera satisfacer tusdeseos, hijo mío! —contestó Dayr, queentendía la postura del joven—, perocada bote puede llevar veinte soldadosde infantería, que son muchos encomparación con dos caballeros y susmonturas. Si logramos establecer unaposición en la otra orilla, no

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esperaremos ni un momento para ir enbusca de tu regimiento y todavía osquedará mucho por hacer. Vosotroslideraréis la marcha desde la ribera.

Dayr pensó con preocupación que,además, también era verdad que uncaballero y su pesada armadura estabacondenado a ahogarse si el bote sehundía, mientras que los soldados deinfantería tenían más posibilidades dellegar a tierra a nado.

—Pero, padre —el tono delcaballero era desesperado—, ¡no esjusto que nos protejas del peligro!

—Ya he tomado una decisión,capitán. Tu regimiento no será de

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demasiada ayuda en el desembarco.Ahora, preparaos para partir cuando seos requiera —ordenó el general.

El capitán de los caballeros sequedó junto a su padre. Ambosobservaban el avance de los botes. Lalínea de frágiles embarcaciones ya habíarecorrido más de la mitad del río y losremos no se detenían. La corrientearrastraba un poco las barcas, pero yahabían tenido en cuenta ese hecho alplanear el ataque. Para Dayr, era comosi avanzaran en línea recta.

Cuando los primeros botes seacercaron a la orilla opuesta, una lluviade flechas de los goblins se alzó en el

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cielo. Se elevaron sobre el agua ydespués cayeron al río con un silbido,pero más de una acertó en los botes y sucarga humana.

Dayr oyó los gritos de los heridos ysentía cada chillido como un desgarro ensu propia piel. Sabía que, en aquellasembarcaciones, sus hombres estabanindefensos. El agua se agitaba bajo losesfuerzos redoblados de los remeros.No ignoraban que su única opción erallegar a la otra orilla lo antes posible.Aunque los botes avanzaban más deprisa, cada vez había más filas degoblins en la ribera. Y más flechas, unadescarga tras otra, surcaban el cielo,

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caían sobre el río y diezmaban a lossolámnicos.

—¡Lanzad el segundo ataque! —ordenó el general Dayr.

Él mismo y muchos de sus oficiales,además de media docena de mensajerosy edecanes, subieron a los botes que sebalanceaban en el margen. Empezaron aavanzar junto a las demásembarcaciones. Se acercaban a la otraorilla con una lentitud desesperante, apesar de los esfuerzos de los remeros.Hombres jóvenes y recios hundían losremos en el agua, pero parecía que el ríose resistiera y los obligara a avanzar tanlentamente como tortugas.

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A pesar de todo, el primer bote yaestaba cerca de la orilla. El general vioque otras barcas se dejaban arrastrar ala deriva; la tripulación había sidomasacrada hasta el último hombre.Algunas escoraban y se tambaleaban,impulsadas únicamente por uno o dosremeros ilesos. Dayr vio dos botesvolcar a una docena de pasos de laorilla. Los hombres gateaban en el aguapoco profunda, se arrastraban por laribera de barro y caían al intentar treparpor el lodazal que les llevaría a lasgarras de la resistencia de los goblins.

Mientras tanto, las flechas seguíancayendo. Habían encontrado un nuevo

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objetivo en la segunda tanda de botes. Eledecán de Dayr se desplomósilenciosamente, con una flecha fatalclavada casi en el centro de la cabeza.En la popa, un barquero achicaba aguaconstantemente, pues las endeblesembarcaciones siempre tenían grietas,hasta que una flecha en la espalda lotumbó. El agua empezó a acumularse.

En la orilla estalló la batalla, uncaos sangriento de goblins y hombres.Las espadas entrechocaban con losescudos, las lanzas se clavaban a diestray siniestra. Los aullidos de triunfo nolograban ahogar los chillidos de dolor,formando un coro grotesco. Los hombres

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daban traspiés, en medio de una agoníabañada de sangre, y se desplomaban enlas aguas poco profundas, demasiadodébiles o malheridos para ponerse asalvo. Sus compañeros, atrapados enuna batalla desesperada por sobrevivir,no se detenían para ayudarlos.

Por fin, la barca de Dayr se unió alos botes del primer ataque que habíanresistido y llegó a la orilla. El generalsaltó al agua y desenvainó la espada,mientras bramaba órdenes y alentaba alos hombres que luchaban por su vidaentre el barro. Oyó la nota desgarradorade un cuerno y supo que su enemigoestaba dando una nueva orden, aunque

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no sabía cuál.Se abrió un hueco en el frente y lo

vio: la caballería de los goblins, losterribles lobos warg, avanzaban al trote.Estaban listos para lanzar un ataquedevastador.

El general Rankin no prestaba atenciónal agua que le llenaba las botas, allíquido helado que cubría su silla demontar, mientras lideraba la carga por laparte central del gran río. Su ejércitoestaba cruzando por uno de los mejoresvados del alto Vingaard. Tenía casi uncuarto de milla de longitud, pero el agua

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era relativamente poco profunda en todoel recorrido. Además, el fondo degravilla, endurecido bajo siglos deruedas de carros, formaba un piso firme.El problema del vado residía en que,evidentemente, el enemigo conocía susvirtudes tan bien como los solámnicos.Tenían una compañía permanentementeapostada allí y habían llamado a másrefuerzos en cuanto el amanecer habíadescubierto al ejército de la Espada enla otra orilla.

El general cabalgaba justo detrás dela vanguardia, tres compañías deEspadachines de la Sombra de la Aguja,con sus escudos y largas espadas.

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Estaban vadeando el río y, a veces, elagua los cubría hasta el pecho. El sueloduro del vado tendría una anchura dequizá cien yardas, y toda esa distanciaera la que cubrían los valientes soldadosdel ejército de la Espada.

Cuando se acercaron a la orillaopuesta, los hombres levantaron losescudos por encima de la cabeza.Estaban aproximándose a un grupoheterogéneo de las tropas enemigas,formado por goblins y humanos. Estosúltimos hacían las veces de escudocerca de la orilla, mientras los goblinslanzaban una descarga de flechas trasotra con sus arcos curvos y fuertes. Los

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proyectiles caían sobre los hombres.Muchos se clavaban en los escudoslevantados, pero otros encontrabanhuecos por los que colarse y mordíanlos hombros, los brazos o los torsos delos guerreros. No obstante, lossolámnicos seguían avanzando,manteniendo la disciplina.

Rankin pasó junto al cadáver de unsoldado que flotaba inerte, boca abajo,con una flecha atravesándole lagarganta. La sangre teñía lentamente decarmesí el agua. Otra flecha abrió unaprofunda herida en la cruz del caballodel general. El enorme animal seencabritó por el dolor y casi tiró al

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comandante al agua.—¡Tranquilo, tranquilo! —exclamó

Rankin, sujetándose con fuerza a la sillamientras acariciaba el cuello delcaballo. Un momento después, el corcelde guerra agachó la cabeza y siguiócaminando.

Las flechas seguían silbandoalrededor, y Rankin tuvo que reprimir eldeseo de agacharse o estremecerse. Nomostraría ningún signo de debilidad. Nollevaba escudo y, con el resplandecientepero adornado con la imagen de laespada y el yelmo plateado, era elblanco perfecto. Pero para él lo másimportante era que sus hombres vieran

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el coraje de su comandante y seanimaran con su ejemplo, así quecontinuó bien erguido y sin vacilar, bajola lluvia de misiles mortales. QuizáKiri-Jolith le había bendecido con unescudo inmortal, pues aunque susedecanes y los caballeros de su escoltacaían, el general llegó a las aguas pocoprofundas ileso, a lomos de su corcel.

La orilla estaba seca y firme, adiferencia de muchas otras partes delrío, donde la ribera era un lodazalbordeado de juncos. En ese momento,junto a Rankin llegaba la primera hilerade sus tropas, que salían del agua conlas espadas desenvainadas.

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Las voces roncas de los hombres sealzaron, mientras lanzaban un ataqueconfuso contra los defensores, queestaban esperándolos.

—¡Solanthus!—¡Por los Caballeros de la Espada!—¡Por el Código y la Medida!Aquellos hombres, muchos de los

cuales llamaban hogar a la ciudadsitiada, se lanzaron sobre el enemigoansiosos de venganza.

Toda una hilera de humanos, quetiempo atrás habían jurado fidelidad alejército de Mina, los recibió con susespadas también desenvainadas. Encuestión de segundos el caos se apoderó

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de la orilla del río. Más y más hombresde Rankin salían del agua, y el frente delos defensores empezó a retrocederpoco a poco. Entre las filas se veíanexpresiones grotescas, gestos dedeterminación arrolladora, golpesdesesperados. En algunos puntos, loscaballeros negros caían, agonizantes,pero en otras partes eran los solámnicosquienes retrocedían. Muchos de losheridos y de los muertos rodaban denuevo hacia las aguas del río.

A pesar de las bajas, la furia delataque hacía avanzar a los hombres deRankin. El comandante percibía lospuntos débiles de la línea defensiva y

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guiaba allí a sus hombres.—¡Caballeros de la Espada, formad

filas, multiplicad las líneas! ¡A la carga!—gritaba el general.

Los caballeros con armadura queconformaban el Regimiento de NuevaCreación, a lomos de los pesadoscorceles de guerra, seguían a lossoldados de infantería. Estos estabanbien preparados y se separaron envarios lugares. Los espadachinesformaban cuadrados, mientras loscaballeros se lanzaban a la carga entreellos.

Aliviado al pisar tierra firme,Rankin aulló, exultante. Levantó la

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espada y lideró un contingente decaballeros al mismo centro de la líneaenemiga. El propio general partió en dosa un hombre, desde la frente hasta elesternón, de un solo golpe. Incapaces deenfrentarse a los caballeros, losdefensores retrocedieron un poco.Muchos quedaron atrapados bajo loscascos de los caballos; otros recibían ungolpe mortal en la espalda cuandotrataban de escapar de los corcelescorriendo.

Pero más humanos se unían al frenteenemigo. Rankin vio las lanzas largascon la cabeza de acero y las espadasafiladas. Sintió que se desmoronaba.

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Puso una mueca de desesperación, perono tenían más remedio que seguiradelante.

Sólo había una formación deinfantería que pudiera detener una cargade caballeros: una formación depiqueros bien disciplinados. El capitánenemigo había dispuesto tres líneas depiqueros a lo largo de trescientasyardas. Los hombres de la primera filaestaban arrodillados, los de la segundaagachados y los de la última de pie. Loque todos hacían igual era sujetar confirmeza las picas. Apoyadas en el suelo,las puntas letales formaban una especiede arbusto con hojas de acero. Los

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piqueros cerraban el camino del ejércitohacia las llanuras.

—¡Pasad sobre ellos! —gritóRankin.

El comandante alzó su espada yazuzó el caballo apretando las rodillas.Cientos de caballeros se unieron a él,lanzándose a la carga mientras gritaban.

Realmente, no quedaba otraalternativa. Retirarse, volver al río bajola cortina de flechas, sería unaignominia. Para el general Rankin, lasúnicas opciones eran los piqueros o unamuerte segura.

—¡Venid a mí! —gritó mientras elsoldado encargado de las señales

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levantaba el cuerno y tocaba unallamada que resonó en todo el frente—.¡Hombres de Solanthus, esos miserablesse interponen entre nosotros y nuestraciudad! ¡A por ellos!

Parecía que hasta el mismo vientocontuviera la respiración, nervioso porver el resultado de aquel choque frontalentre la caballería y la formacióninmóvil de picas.

El general Marckus observaba lacolumna del ala de la Rosa, mientrascruzaba el vado del sur a pesar de lacruenta resistencia. Entonces, algo

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distrajo al comandante.Llamó a sir Templar.—La compañía de puentes está en

posición. Haz lo que puedas paracubrirla —ordenó—. Y hazlo rápido.

—¡Sí, general! —contestó el jovenclérigo—. Creo que tengo algo quepuede funcionar. He apostado a misaprendices a lo largo de la orilla, y silogro…

—No me lo cuentes; enséñamelo —ladró Marckus.

—¡Sí, señor, por supuesto! ¡Ahoramismo!

El caballero clérigo se alejó deforma apresurada. El general se volvió

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para contemplar a sus tropas, queluchaban al otro lado del vado sindemasiado éxito. Aquella punta de lanzano era más que una pequeña parte delala de la Rosa y no incluía a loscaballeros. El grueso de sus tropascruzaría por el puente en cuanto esteestuviera listo. Cuánto tardaría enestarlo era algo que nadie podía saber,pues nunca habían intentado montar unpuente en un río tan ancho.

Un momento después, Marckus vioque a lo largo de la orilla cubierta dejuncos, al norte del vado, se formabauna neblina. Sabía que los enormesmaderos del puente estaban ocultos entre

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las cañas y se sintió esperanzado al verque la bruma se hacía más intensa yformaba una auténtica niebla, oscura eimpenetrable. Fuera lo que fuese lo queestaban haciendo el clérigo y sushombres, parecía que funcionaba. Desdesu posición, a un cuarto de milla, ya nisiquiera veía la ribera, y mucho menoslo que allí estaba pasando.

Marckus montó en su caballo ycabalgó rápidamente hasta llegar juntoal capitán Perrin, el líder dela compañíade puentes.

—¡Rápido, muchachos! —exclamócon un tono firme pero amistoso—.Vamos allá. Ahora traed el siguiente.

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Después otro más y otro. ¡Rápido,compañeros!

Una a una, las secciones del puentese alejaban flotando de la orilla. Lasvigas de los pontones se alineabanperpendicularmente a la corriente delrío y permitían que el agua pasara sinejercer demasiada presión en laestructura. Cuando ya había seiscolocadas, el capitán Perrin supervisóen persona el lanzamiento del ancla alfondo de barro del río. Cuando ya habíadoce, tiraron otra ancla. A medida queel puente avanzaba a través del río haciala otra orilla, las anclas ayudaban a quese mantuviera en su posición.

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Al mismo tiempo, cada vez que secolocaba un par de secciones, las tropasinstalaban unas planchas entre las vigasy rápidamente las ataban. Las tablaseran largas y gruesas. Tenían que serpesadas, pues por ellas cruzarían loscaballeros montados en sus caballos. Encuestión de minutos, el puente ibacreciendo por las aguas mansas del río.

La niebla seguía extendiéndosesobre la superficie, turbia y espesa.Cuando el puente ya estaba a la altura dela mitad del río, el general cruzó laestructura, bamboleante pero segura, yaprobó el trabajo de la compañía. Aldarse cuenta de que la luz del sol

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penetraba las brumas, ordenó a Templarque llegara al extremo del puenteconstruido y, sin detener las obras, elclérigo se quedó cerca del final. Así,podría mantener la niebla al mismoritmo que avanzaba el puente.

Mientras tanto, las tropas quetrataban de cruzar por el vado sufríanpenosas bajas. Llegó un mensajeropidiendo permiso para retirarse, pero,muy a su pesar, el general ordenó que semantuvieran firmes. Tenía ladesesperada esperanza de que susacrificio no fuera en vano. Cada vidaperdida servía para distraer al enemigode aquella extraña niebla y del puente

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que ocultaba, pues la horda estaríaconcentrada en las tropas del vado.

Marckus cabalgó de nuevo a laorilla occidental, bajó hasta el vado yenvió otra compañía a aquella franjamortal del río. Mientras los veía partir,con la firme determinación de entregarsus vidas a un alto precio, el general vioque se acercaba al galope el oficial depuentes.

—¡Señor, el puente ya está listo! —fueron por fin las palabras del capitánPerrin.

—Caballeros de la Rosa, ¡ahí tenéisel camino a la victoria! ¡A la carga! —ordenó el general Marckus.

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Se apartó a un lado para observar elcruce de los jinetes. Las planchas delsuelo del puente se agitaron y temblaronbajo los cascos de los pesados caballos,pero el puente resistió y los caballeroscruzaron el río velozmente. Ante ellos seextendía la orilla oriental, las líneasenemigas y la ciudad sitiada.

—¡Retroceded!El general Dayr se sentía desolado.

Notaba en la boca el amargor de laderrota. ¿Cuántos botes habían perdido?¿Cuántos hombres se habían ahogado ohabían perecido bajo la lluvia de

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flechas? Los supervivientes de su aladel ejército estaban atrapados en unazona reducida de la ribera, luchando avida o muerte contra el ataque continuode los goblins y su caballería salvaje delobos. Las fauces de las bestias mordíany babeaban prácticamente en su cara. Deuna estocada, derribó a otro de esosmonstruos. Peludos y feroces, deltamaño de ponis pequeños, los lobossalvajes eran veloces y valientes, máspeligrosos aún que los goblins que losmontaban.

A cada segundo un hombre caía ensu afán por mantener su precariaposición en la orilla. Durante la mayor

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parte de la tarde, sus tropas semantuvieron firmes, haciendo gala degran coraje. Pero con cada cruentoataque perdían un poco de la tierra tanduramente conquistada. A lo largo de laribera, se alineaban varios cientos debotes, justo detrás de la vanguardia. Laúnica alternativa posible a laaniquilación era que los supervivientesse subieran a ellos y comenzaran aretroceder. Cruzarían de nuevo el río, enbusca de la seguridad de su posicióninicial.

Aquella decisión era la más difícilde tomar para el general de los Corona,pero miles de bárbaros pintarrajeados

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gritaban y aullaban, exultantes,rodeándolos por los dos costados. Dayrsabía que era mejor retroceder conalgún superviviente que perder a todoslos caballeros en aquella misión suicida.

—¡A los botes! —ordenó—. ¡Vamosa retroceder!

La retirada fue caótica. Las espadasgolpeaban los escudos de los goblins enlas aguas cenagosas y sangrientas de laorilla del río. Los hombres subían contanta prisa a las barcas que algunas sehundían. Únicamente a base de gritarhasta quedarse roncos, los sargentos ycapitanes lograron restablecer algovagamente parecido al orden.

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Finalmente, la frágil flota se alejó de laorilla. Los hombres remaban en aquellasaguas que tanto les había costado cruzar,mientras en la ribera oriental estallabanlos gritos de júbilo de los goblins.

—Deben de haber gastado lamayoría de las flechas —comentó elcapitán Johns, uno de los pocoscomandantes de Dayr que habíasobrevivido.

Era cierto que la cortina deproyectiles que los había recibido sehabía reducido a una lluvia intermitente.Aquello era lo único por lo que Dayrpodía sentirse agradecido. Atrás dejabamás de mil hombres valerosos y, cuando

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el último bote hubo zarpado, no podíadecir que hubiera ganado ni un puñadode tierra a cambio de tantas vidas.

—¡Manteneos firmes! ¡Levantad losescudos! ¡Aquí vienen otra vez!

El general Rankin vociferaba lasórdenes desde su corcel de guerra. Elcaballo, cansado y sangriento, trotabadiligentemente entre las líneas de lascompañías, entre los hombres que sehabían abierto camino por el gran vadocentral. Se habían hecho con la orillaopuesta, pero las unidades no habíanlogrado avanzar más que un ciento de

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yardas desde la ribera. El general sabíaque su ejército, que formaba una líneade apenas un cuarto de milla de longitud,estaba en una situación desesperada.

La causa de su frustración eraaquella pared de piqueros. Cientos decaballeros con sus caballos habíancaído allí, víctimas del afilado metal.Los guerreros humanos que asían laspicas eran veteranos de los ejércitos deMina. Los jinetes de Rankin los habíanatacado varias veces, ansiosos portraspasar la línea, por aplastar alejército enemigo y correr por lasllanuras.

Pero la determinación del enemigo

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era fuerte. El mismo Rankin habíaliderado varios ataques y había tratadode abrirse camino hasta el comandanteenemigo, un antiguo Caballero deNeraka en el que reconoció a un hombrellamado Blackgaard. En todas lasocasiones, los había recibido la barreraimpenetrable de picas, listas paradesgarrar a todo valeroso caballero quese pusiera a su alcance.

Al final, el ejército de la Espadahabía tenido que retirarse a la orilla.Allí resistían, haciendo que el enemigopagara con sangre cada intento porempujarlos hasta el agua. Pero sólopodían resistir, intentar sobrevivir y

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rogar que pronto llegaran refuerzos delas otras alas del ejército solámnico.

Si no conseguían avanzar, todo elEjército de Solamnia estaría condenado.

—¡Al ataque! —gritó el generalMarckus—. ¡Escudos de Acero deCaergoth, a por la victoria!

Las planchas del puente resonaban ytemblaban bajo las botas de la columnade los caballeros ataviados con pesadasarmaduras. Sólo podían marchar en seisfilas, pues el puente era demasiadoestrecho. Los solámnicos avanzabanpesadamente hacia la orilla oriental del

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gran río. Salieron del puente envuelto enbrumas y, al galope, llegaron a tierrafirme.

En el extremo del puente encontraronuna pequeña compañía de goblins, queseguramente había sido enviada paraestudiar aquella niebla tan extraña. Loscaballeros ni siquiera tuvieron quedetener su carrera para masacrarlos. Lospocos goblins que, aterrorizados, sedieron media vuelta para salir huyendo,cayeron víctimas del metal de lasespadas antes de que pudieran dar dospasos.

Sir Templar, agotado, se desplomó aun lado del puente, pero consiguió dar

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un vítor ronco mientras la hilera dejinetes seguía pasando en su carreraensordecedora. Otros clérigos cruzaronel puente y se unieron a él, todosalentando a los caballeros que pasabanal galope.

En la orilla, Marckus ordenó a losjinetes que formaran compañías. A lastres primeras las envió hacia el sur, paraque acudieran rápidamente en ayuda delas tropas atrapadas en la pesadilla delextremo oriental del vado. A las demásles ordenó cruzar las llanuras o avanzarhacia el norte, para unirse a las fuerzasdel general Rankin, que estaba a laorden del gran ataque de la zona central.

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—¡General, están mandando barcosen llamas!

Le llevó la noticia un mensajero sinaliento. Marckus miró hacia el río y viovarias islas enormes de fuego quebajaban por la corriente. En pocosminutos, entrarían en contacto con elpuente de madera, un pasto propiciopara las llamas.

Una vez más, sir Templar y sussacerdotes caballeros acudieron alrescate. El joven clérigo se puso de piey empezó a conjurar otro hechizo. En unmomento, se formó una nube, oscura yamenazadora, que se quedó flotandosobre los barcos de fuego. Entonces, de

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la nube empezó a caer una llovizna fina,que pronto se convirtió en un diluvio.Las llamas se transformaron enmontones humeantes de cenizasarrastradas por la corriente,completamente apagadas e inofensivas.Siguiendo el curso del río, chocaroncontra los maderos, pero ya no eranninguna amenaza para el puente ni parael ejército de la Rosa.

Ya habían cruzado todos losCaballeros de la Rosa y, en esemomento, los seguían las columnas deinfantería. Estas también cubrieron lasllanuras. Cientos de hombres avanzabanhacia el horizonte, sin ningún enemigo

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que intentara impedírselo.Del sur llegó un oficial. Marckus

reconoció a uno de sus capitanes, unhombre cuya compañía atacaba en elvado.

—¿Cómo va la operación?—Los caballeros que cruzaron por

el puente atacaron por el flanco, general,y alejaron a los defensores de la orilla.Nuestros hombres avanzan hacia el esteen este mismo instante.

Entonces, por fin, Marckus se relajó.Desmontó del caballo y, por primeravez, reparó en los dolores y el cansanciotras un largo día de batalla. Pero habíamerecido la pena.

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El Ejército de Solamnia habíacruzado el Vingaard.

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16La duquesa

¡El látigo sirve para algo, maldita sea!—gruñó Dram Feldespato mientras elpesado carro intentaba abrirse caminopor el último tramo del vado del ríoVingaard.

El enano de las colinas que dirigíael carro ya estaba aplicando el látigo asus seis bueyes y no se molestó enresponder siquiera al enano de lasmontañas. Se contentó con gritar a losanimales, tirar de las riendas y dedicar

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toda clase de epítetos poco agradables alos esforzados animales. Estos, enormes,respondieron bajando la cabeza, tirandode los arneses y arrastrando el pesadocarro afuera del agua, hasta tierra firme.El carro chorreaba agua, mientraspatinaba sobre los surcos del caminoembarrado.

—Ahora vosotros, ¡moveos! —gritóDram, volviéndose hacia el siguientecarro, el último de la larga hilera.

Alargó el brazo para coger la bridadel caballo de carga que lideraba el tiroy tiró de él hasta que su rostro adquirióun alarmante tono rojo, como si a fuerzade tirar pudiera sacar al animal y al

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pesado carro del río.Sirviera de mucho o de poco su

esfuerzo, lo cierto fue que funcionó. Loscuatro caballos que tiraban del carrotensaron los músculos y lo sacaron delagua. Los cascos, anchos y cubiertos depelo, patearon el barro, y el carroavanzó a saltos por los surcos quehabían abierto los vehículos que lohabían precedido. Por fin, llegó alcamino, en medio de una sinfonía deruidos sordos.

Dram estaba a punto dedesplomarse. El sudor le caía sobre losojos y sentía que le latía el hombroizquierdo, justo donde había recibido

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una coz mientras vadeaban el río. Pero,por fin, el convoy de carros al completohabía cruzado el Vingaard y rodabahacia las lejanas cumbres de lasmontañas de Garnet. Los pesadoscarromatos llevaban todo lo necesariopara reconstruir Compuesto en su nuevaubicación, incluidos las materiasprimas, el equipo y los trabajadoresnecesarios para poner en marcha laproducción. Afortunadamente, a medidaque se alejaban de la ribera, el suelo sevolvía más duro y seco, y los animalesde carga podían acelerar el paso.

Agotado, Dram volvió a su caballoque había estado al cuidado de un joven

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enano de las colinas. Por lo general,detestaba viajar a caballo, pero esa vezse sintió realmente aliviado cuandosubió a la silla y dejó que el animal lollevara. Montaba un caballo fornido, depatas cortas. En realidad, era poco másalto que un poni, pero el hosco enano delas montañas había llegado a sentirsemuy orgulloso de él a lo largo de losdías interminables de cabalgada por lasllanuras.

Espoleó el animal al trote,consciente de que su figura no eraprecisamente grácil, mientras asía lasriendas con una mano y la brida con laotra. La silla se sacudía y desplazaba

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debajo de él, y el enano no podíapreocuparse por nada más que no fueramantener el equilibrio. No obstante, eraimportante que alcanzara la cabeza de lacolumna, que ya estaba a varias millasde distancia en la llanura.

Dando saltos sobre la silla pasójunto a varias docenas de enormescarros. Muchos los arrastraban tiros decaballos. Esos eran los que llevaban losenseres domésticos, además de lacomida y demás sustento (trece vagonescargados con treinta y dos barriles decerveza cada uno) para la comunidadque vivía y trabajaba en Compuesto. Loscarromatos de mercancías, más grandes

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todavía y arrastrados por bueyes,transportaban montones enormes delpreciado polvo negro, así como decarbón vegetal, salitre y azufre, que eranlas materias primas para el trabajo deDram.

Otros bueyes se encargaban de tirarde enormes troncos de quebracho,talados en los bosques de la costa y queya habían cruzado la cordillera deVingaard. Ahora recorrían cientos demillas hacia el este, siguiendo lasórdenes de Jaymes de que restablecieranCompuesto en las montañas de Garnet.Habían desmantelado y recogido todoCompuesto en poco más de una semana,

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justo a tiempo para cuando volvieron losenviados de Dram, después de comprartodos los carros disponibles en cienmillas a la redonda.

El largo convoy había necesitadocinco días para llegar al río Vingaard ydos más para que todos los carros locruzaran. Hubo que esperar una semanacompleta después de que vadearan el ríopara que la larga columna de carrosllegara al pie de las altas y nevadasmontañas de Garner. Dram habíaenviado una partida de exploradores,liderados por su esposa. Cuando lasmontañas empezaban a tomar forma enel horizonte, Sally volvió a la caravana

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y le informó de que había encontrado unvalle con las características quebuscaban: tierra llana, mucha agua ybosques de madera dura cerca.

—Está allí arriba, por undesfiladero entre las montañas —explicó Sally, señalando el lugar.Aunque habían pasado una semanaseparados, evitaba mirar a Dram a losojos.

—Bien —contestó el enano. Seaclaró la garganta, con torpeza—. Mira,ya sé que esto es duro para ti, lo dedejar las montañas de Vingaard y todoeso. Sólo quiero que sepas que te loagradezco, que me alegro de que estés

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aquí.—Estoy aquí —fue toda su

respuesta.No dijo en voz alta la verdad que

ambos sabían: era una esposa sumisaque seguiría a su marido a donde este lanecesitara.

—¡Muy bien! —gritó Dram,apresurándose hacia la cabeza delconvoy—. Ya tenemos un destino.¡Vamos allí arriba y empecemos atrabajar!

Como si quisiera hacer honor al estatusde Solanthus como ciudad fortificada, el

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palacio ducal parecía más un castilloque una gran mansión. Situado cerca delcentro de la ciudad, era fácil deencontrar, y el kender y el señormariscal, después de aparecer en elcentro de la Aguja Hendida, dirigieronsus pasos directamente a la granestructura. En cada esquina de laconstrucción amurallada, que ocupabatoda una manzana de la ciudad, se alzabauna torre alta.

Las calles estaban prácticamentedesiertas. El guerrero no despertódemasiado interés en los pocosviandantes, aunque era inevitable que elkender provocara una mirada

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horrorizada de los ciudadanos, querápidamente asían el monedero ocualquier cosa de valor que llevaran,apretando el paso.

Fregón se adelantó a Jaymes cuandollegaron a la gran puerta delantera delpalacio. Inmediatamente, un par deguardias salió con dificultad de unpequeño cobertizo que había junto a lapuerta. Cogieron al kender cada uno porun brazo y lo levantaron del suelo.

—¡Quieto ahí, granuja! —exclamóuno, mientras sacudía al pequeño más delo que era estrictamente necesario.

—¡Eh! ¡Ay! ¡Eso duele! —se quejóFregón, mientras se retorcía sin mucho

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éxito.—Viene conmigo —dijo Jaymes,

dando un paso hacia adelante—.Soltadlo.

—¿Y quién, en nombre del Abismo,eres tú? —preguntó el segundo guardia,llevándose la mano a la empuñadura dela espada.

Al ver que el mariscal no se detenía,el hombre soltó al kender y,desenvainando el arma, la extendióhacia adelante con aire agresivo.

—No te muevas, extranjero —leadvirtió. Después se dirigió a sucompañero, sin apartar la mirada deJaymes—. Lew, será mejor que llames

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al sargento mayor.—Hazlo. Pero deja que el kender se

vaya —dijo Jaymes.—¿Quién eres, señor? —resopló el

caballero con bigote que salió de la casade los guardias un momento después—— ¿Qué significa todo esto?

—Soy el señor mariscal JaymesMarkham, comandante del Ejército deSolamnia. He venido a ver a la duquesaBrianna, y este kender es mi guía. Heordenado a tus hombres que lo suelten, ysi no lo hacen, ¡me encargaré de que a lahora de la cena no puedan sostener niuna zanca de pollo!

—Tranquilo, tranquilo —contestó el

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guardia mayor—. Lew, suelta al kender.Max, vete a decir al mayordomo que laduquesa tiene una visita, y dale unabuena descripción. Mientras tanto, ¿porqué no nos tranquilizamos todos ysolucionamos esto? —Clavó en Jaymesuna mirada cansada—. Si llevaras aquíalgo de tiempo, sabrías que hace yamucho desde la última vez que uno denosotros vio una zanca de pollo.

Fregón demostró muyexpresivamente lo herido que se sentíaen su dignidad, colocándose el moño yla túnica, y asegurándose de que todossus morrales estaban en orden. Volvió allado de Jaymes a grandes zancadas, con

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el aire de aquel que ha recibido un graveinsulto, pero estropeó el efecto al sacarla lengua al ceñudo Lew.

—¿Así que eres el señor mariscal?—dijo el sargento mayor, que por suparte estaba haciendo todo unespectáculo del hecho de escupir unahebra de tabaco—. No llevas uniformeni nada que se le parezca. Supongo queeso fue un buen truco cuandoatravesasteis las líneas enemigas, ¿no?,tú y tu guía el kender.

—Contaré mi historia a la duquesa—contestó Jaymes sin más.

Estaba a doce pasos del puesto deguardia, observando mientras aparecían

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más hombres en lo alto de la muralla delpalacio. En un lateral se abrió unapuerta y rápidamente salieron másguardias, que formaron un círculoalrededor de los dos recién llegados.

—¿Pudisteis echar un vistazo alsemigigante cuando pasasteis junto a sutienda? —continuó diciendo el sargentomayor, avanzando con paso arrogante.La expresión de su rostro era cada vezmás escéptica—. A lo mejor hasta osinvitó a una taza de té.

Los guardias ya eran más de unadocena y todos miraban a los visitantescon evidente hostilidad. Sus rostrosestaban demacrados y sin afeitar, y en

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los ojos hundidos brillaba ladesconfianza. Los efectos del hambreeran bien visibles en todos ellos.

—Oye…, creo que no se alegrandemasiado de verte —susurró Fregón losuficientemente alto como para que se leoyera, mientras tiraba de la manga delseñor mariscal—. Quizá sería mejor quevolviéramos a la Aguja Hendida.

—Nos quedaremos aquí hasta quetengamos la oportunidad de hablar conla duquesa —contestó Jaymes,tranquilamente.

—A lo mejor tiene mejores cosasque hacer que hablar con un espía —gruñó el guardia.

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—¡No es un espía! ¡Es el señormariscal de todo el ejército y yo soy sumagnífico guía y explorador profesional!—declaró el kender, enojado—. Y novinimos cruzando el ejército de Ankhar.¡Encontramos un nuevo camino parallegar! Y será mejor que… ¡Vaya!

Fregón chilló, asustado, y seescondió detrás de las piernas de sucompañero cuando, de repente, unasombra se les vino encima. Una gran redredonda, con pesos alrededor del borde,había caído de la muralla, arrojada pordos guardias. Se había extendido y habíaatrapado a los dos viajeros, queaguardaban a las puertas del palacio.

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En ese mismo instante, Jaymes sellevó la mano a la espalda y desenvainóMitra del Gigante. Las llamas azulesrefulgieron bajo la luz del sol, mientrasdescribía un círculo sobre su cabeza ycortaba limpiamente la red antes de quetocara el suelo. El borde cayó por lospesos, pero el guerrero y el kenderquedaron libres en medio de la reddeshecha.

Por primera vez, en los ojos delsargento mayor se adivinó la sombra delrespeto. Frunció el entrecejo conexpresión sombría, mientras varios desus hombres susurraban entre sí.

—Esa es la espada de Lorimar, está

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claro —dijo uno de ellos—. A lo mejores quien dice ser.

La aparición de una mujer evitó elconsiguiente debate. Se trataba de unamujer muy joven, de bellezaimpresionante, ataviada con una falda depiel suave que le llegaba hasta los pies.Sobre los hombros le caía el cabello delcolor del cobre, una melena ondulada ypesada. Su piel era blanca, excepto porlos círculos negros que bordeaban losojos hundidos. Las mejillas, el cuello ylos brazos de la joven tenían el mismoaspecto macilento que caracterizaba atodos los habitantes de la ciudad, peroen ella también se apreciaba cierto

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brillo cálido, agradable, y algo más…Esperanza, quizá.

—Mi señor mariscal —dijo lamujer, atravesando el anillo de guardias.

Alargó una mano en señal debienvenida. Jaymes la tomó y le hizo unareverencia—. Qué agradable es verosaquí.

—El honor es mío, su excelencia —contestó Jaymes.

—Sargento mayor Higgins —dijo laduquesa, volviéndose y mirando alguardia con un leve aire reprobador—,¿quizá podríais ayudar a nuestrovisitante a desenredarse?

—Pero… ¡Su excelencia! Señora

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duquesa, ¿conocéis a este hombre? —farfulló Higgins—. No es de la ciudad y,entonces, ¿cómo ha podido atravesar laslíneas de asedio?

—Nunca lo había visto, pero esexactamente tal como Dara Lorimar lodescribió. ¡Esos ojos! Parece quepudieran atravesarte a diez pasos. Labarba es un bonito detalle, mi señor. Daun toque de madurez a vuestros rasgos.

—La duquesa se volvió hacia elsargento mayor, con una sonrisaasomandosele a los labios—. Y por loque Dara me contó sobre él hace años,supongo que si Jaymes Markhamquisiera atravesar las líneas enemigas,

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encontraría el camino para lograrlo.—¡Yo le mostré el camino! —

anunció Fregón.—Qué amable por tu parte —repuso

la duquesa, con una sonrisadeslumbrante—. Debes de ser un guíamagnífico.

Fregón le devolvió la radiantesonrisa y pareció que hasta crecía un parde milímetros.

La ciudad de Solanthus todavía estabaintacta, como pudo comprobar Jaymes,mientras la duquesa lo guiaba por lascalles en dirección al barrio occidental.

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En su mayor parte, los edificios eran depiedra y muchos se alzaban dos o trespisos. Las fachadas no tenían daños; lamampostería y las escaleras exterioresestaban limpias. Pero, al fijarse mejor,se dio cuenta de que muchas estructurasparecían inacabadas. La razón era quehabían desaparecido los porches demadera. No había bancos e inclusohabían quitado las puertas innecesarias.

—Quemamos casi toda la maderaque teníamos durante el pasado invierno—explicó Brianna—. A pesar de todo,perdimos a mil personas, sobre todoancianos y niños, por culpa del frío.

—Vuestra valiente resistencia ha

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sido extraordinaria —reconoció Jaymes—. Toda Solamnia se guía por vuestroejemplo.

Incluso a sus propios oídos, aquellaspalabras sonaban huecas. ¿Cómo podíaentender alguien que no hubiera estadoallí todo lo que había pasado aquellagente?

Al pasar junto a corrales, establos ypequeñas cuadras, se dio cuenta de queno haba animales. Al igual que lamadera, era evidente que se habíanconsumido todos después de casi dosaños de asedio.

—Hace pocos días sufrimos otroataque —le contó Brianna mientras

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atravesaban, sin más ceremonia, lascalles de la ciudad—. Era un sermágico, gigantesco, con una fuerzadestructora terrible.

—Me llegó noticia del ataque —contestó el señor mariscal—. Unahechicera me lo dijo. Describió lacriatura como un ser elemental, unaunión mágica de fuego, agua, tierra yaire.

—¡Oh! ¿Os dijo cómo podemosmatar a ese enemigo mágico? —preguntó la duquesa.

—No exactamente —contestóJaymes, sacudiendo la cabeza—. Esa esuna de las razones por las que he

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venido. Estoy ayudándole a encontrar larespuesta.

—Venid por aquí y os mostraréalgunos de los destrozos que provocó.

Pasaron junto a varios grupos dedefensores, que adoptaban posición defirmes en cuanto veían acercarse a laduquesa. Era evidente que los hombresde la guarnición la consideraban conafecto y una admiración casireverencial. Le abrían pasorápidamente, presurosos por apartar laspiedras de su camino, mirándola conrespeto cuando pasaba a su lado. Apesar de su belleza, no había deseo ensus miradas. Más bien, en ellas se

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reflejaba la adoración de un niño por sumadre.

No obstante, Jaymes se percató deque los ojos de la duquesa estabancargados de dolor, mientras lo guiaba aél y a Fregón por la ciudad, escoltadosúnicamente por cuatro lanceros depalacio que siempre se mantenían a unadistancia respetuosa del grupo. Parecíaque los precedía el rumor de su llegada.La gente los aguardaba a lo largo detodo el camino, se asomaba a lasventanas, se arremolinaba en las acerasde las calles estrechas. No lanzabanvítores, sino que se limitaban a asentiren silencio y a hacer reverencias a su

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paso.Aquellas mismas personas miraban a

Jaymes con evidente curiosidad y, devez en cuando, una expresión deaparente hostilidad.

—Recuerdan las promesas deCaergoth y Thelgaard —explicóBrianna, a modo de disculpa—, y de loscaballeros que nunca han aparecido. Sesabe muy poco sobre vos, por supuesto,aunque nos han llegado rumores de quevuestro ejército viene por el norte,cruzando el río Garner. Pero este últimoaño les ha traído muy pocos motivospara la esperanza.

—En este momento, mi ejército

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debería estar cruzando el Vingaard.Nuestro objetivo es liberar vuestraciudad, pero habrán de pasar días paraque mi ejército caiga sobre elcampamento enemigo.

—Hasta entonces, debemos resistir,por supuesto —respondió la princesacon serenidad.

Dieron la vuelta a una esquina ydescubrieron una manzana entera deedificios destruidos.

—Venid por aquí. Subiremos a lamuralla para que podáis verlo bien.

Ascendieron por una escaleraestrecha de piedra y rápidamentellegaron a lo alto de la muralla de la

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ciudad. La duquesa subió con pasoságiles y elegantes. Una vez arriba,señaló hacia una zona cercana querecordaba a las desoladas ruinas de unacivilización muy antigua.

—Hace sólo una semana, todo estoera un castillo fortificado —explicó laduquesa Brianna con voz triste—. Peroel gigante de fuego causó todos estosdestrozos en menos de una hora.Murieron más de un centenar dehombres.

Jaymes asintió con la cabeza. Habíaestado en Garnet después de que lahorda de Ankhar la saqueara y quemara,pero aquella devastación era mucho

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peor. Entre las ruinas sobresalía algunapiedra o viga rotas, pero el destrozo eratal que le costaba identificar siquiera losmateriales que habían levantado eledificio.

Observó a la duquesa quien, conexpresión ausente, era la personificacióndel más profundo dolor. Era muy joven.Habría pasado los veinte en uno o dosaños, a lo sumo. Sin embargo, secomportaba con una dignidad yresolución impresionantes. El mariscalsabía que el liderazgo de la duquesa erala inspiración de la larga y firmeresistencia de Solanthus contra elejército asediador.

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—¿Por qué habéis venido? —preguntó la duquesa, volviéndose haciaél con un movimiento brusco—. Nodebe de haber sido fácil llegar hastaaquí. Sé que hay un escudo mágicoalimentado por la Aguja Hendida.Además, ¿no podríais ayudarnos más siestuvierais con vuestro ejército, almando de todas las fuerzas?

Sorprendido, Jaymes pensó unmomento antes de contestar.

—Sea lo que sea el ser que ha hechoeste daño a vuestra ciudad, es una fuerzaque decidirá el final de la guerra. Estabatalla será decisiva. Necesitaba ver aesa criatura con mis propios ojos, para

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desarrollar una estrategia con quécombatirla.

—¿Qué podéis hacer vos, un soloindividuo? —preguntó la duquesa.Después sacudió la cabeza—. Lo siento.Sé lo importante que es conservar laesperanza, es lo único que nos mantieneen pie. Pero ¿qué optimismo puedealentarnos enfrentados a algo así?

Señaló el agujero donde habíaestado la torre de la puerta, en el queahora el enemigo hervía de actividad.Detrás de una pantalla formada porescudos sobre carros, docenas de ogrosse afanaban en apartar piedras. Estabanconstruyendo unas barreras altas y

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anchas a ambos lados. Era evidente queabrían el camino a un ataque dirigidodirectamente a las calles de la ciudad,para el que no faltaba mucho.

—El primer día les lanzamos flechas—explicó Brianna con un toque deamargura—. Pero tenemos muy pocosproyectiles, a pesar de que los herrerostrabajan día y noche para fabricar todoslos que nos hacen falta. Ya hemosfundido ollas y cazuelas, palas y arados.Pero no podemos mantener una defensaconstante.

—Son muy metódicos, ¿verdad?Jaymes observaba a un grupo de

ogros que adelantaba un escudo,

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mientras otra docena avanzaba, cogía laspiedras que iba encontrando y laslanzaba a los lados. La barrera depiedra, que crecía sin parar, dabaprotección a los ogros y, al mismotiempo, canalizaba el ataque a la ciudad.

—Supongo que esta no será más queuna de las muchas rutas de avance queestán preparando —comentó Jaymes envoz baja—. Cuando estén listos,volverán a liberar al ser elemental.

—¿Y qué será de nosotros,entonces?

—Tengo una herramienta, unaherramienta mágica. La hechicera creeque podría ayudarme a entender algo

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esencial sobre ese gigante hechizado. Encualquier caso, creo que nuestroobjetivo debe ser atacar a quienescontrolen a la criatura. Luchardirectamente contra ella no será más queuna pérdida de tiempo.

—Una pérdida de tiempo —murmuró Brianna con el ceño fruncido.

—Pero hay motivos para laesperanza. Imaginad un perro cruel,prisionero de una cadena y un collar,maltratado por un amo brutal. Cuandofuera libre, el perro se volvería contrasu señor. Quizá podamos liberar al serelemental para que ataque a quienes lodominan.

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—Mi señor mariscal —dijo laduquesa, sonriendo de repente, y le tomódel brazo con una excitación evidente—,debéis contarme más cosas sobre esaestrategia del perro cruel. Y no me cabeduda de que tendréis hambre y estaréiscansado. Por favor, volvamos a mipalacio. Os guiaré a vos y a vuestracompañía a los aposentos de invitados ydespués os invitaré a cenar en mi mesa.

Fregón y Jaymes fueron guiados a losaposentos privados del palacio. Parecíaevidente que la invitación a cenar noincluía al kender, por lo que Fregón se

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habría sentido menospreciado si nohubiera sentido la llamada detentaciones mucho más interesantes. —Tú vas y tienes esa cena aburrida —ledijo a Jaymes, alegre—. Nunca anteshabía estado en un palacio sitiado y voya echar un vistazo a este sitio.

—Intenta no meterte en problemas—le aconsejó el señor mariscal,sintiéndose poco optimista al respecto.

Se tomó su tiempo para sacudirse elpolvo del cabello y la barba, y despuésse sorprendió a sí mismo al tomar ladecisión de afeitarse. Se recortó labarba para conseguir cierto aspecto depulcritud. Cuando hubo acabado, una

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sirvienta llamó a su habitación paraconducirlo al comedor.

Allí había varios invitados más.Entre ellos se encontraban dos nobles,lord Harbor y lord Martin, y el hijo deeste último, sir Maxwell, un MagoAuxiliar de Solamnia, un MartínPescador. A la mesa había una sillavacía, en recuerdo de un valiente capitánllamado Cedric Keflar. Había lideradola notable, si bien inútil, defensa de lapuerta occidental y allí había perdido lavida.

—Tenía tres hijos y una esposa muyenferma —explicó Brianna con grantristeza—. A pesar de todo, aquel día

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cumplió su obligación por todosnosotros.

—El Código y la Medida así se loexigían, excelencia —dijo sir Maxwell—. Era un modelo para todos aquellosque estábamos a sus órdenes.

—Dime —intervino Jaymes,volviéndose hacia el Martín Pescador—, ¿os han sido de ayuda los hechizospara resistir el asedio?

El joven asintió con gran seriedad.—Todavía no. Pero he estado

organizando mis recursos y tengo variasideas sobre lo que puede resultar útil enel futuro, mi señor.

—Sir Maxwell ha demostrado ser un

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espía excelente —dijo Brianna—. Seoculta bajo toda clase de conjuros y yaha visitado varias veces el campamentode Ankhar.

—Eso está muy bien —reconoció elseñor mariscal.

—¿Por qué tarda tanto vuestroejército en venir a ayudarnos? —preguntó lord Harbor—. Nos llegan lasnoticias de una victoria tras otra, perotodos esos triunfos quedan muy lejospara nosotros. Por lo que sé, vuestrastropas todavía están al otro lado delVingaard.

—Quizá no dispongas de tantainformación como crees —repuso

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Jaymes.Mientras daban cuenta de una exigua

cena a base de pan, queso seco y unasopa aguada —todo ello servido en unaelegante vajilla y con cubiertos de plata—, Jaymes les contó todos los avancesde la campaña hasta ese momento. Lesdescribió el plan para cruzar elVingaard.

—Los tres ejércitos tenían quelanzar el ataque ayer por la mañana. Eneste momento, ya debería haberterminado —aseguró con cierta molestiapor no poder informar sobre lo que elejército había conseguido durante suausencia.

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—Rezaremos por que el final sea elmás feliz, por supuesto, y sabed que, sila valentía y el ingenio son losvencedores, vuestro ejército habrávadeado el río con éxito —dijo sirMartin, haciendo el gesto de brindar.

—He visto las barricadas y losparapetos en la calle —apuntó Jaymes,cambiando de tema bruscamente—. ¿Enqué medida estáis preparados para unnuevo ataque?

La duquesa hizo un gesto deasentimiento a lord Martin, que vestía latúnica de un Caballero de la Espada,con las charreteras doradas de un oficialde rango alto.

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—Bartolomeo, ¿puedes resumirnuestra situación? —le invitó a hablar.

—La mayor parte de la muralla, asícomo los torreones de las otras dospuertas, siguen intactos. Sin embargo, ladestrucción de la puerta occidental nosha dejado muy vulnerables, como sinduda habréis apreciado hoy. Hemosestablecido puestos de mando enposadas, establos y almacenes dentrodel área devastada y hemos enviado lamayoría de las reservas a la defensa deesas calles. Pero si el gigante atacacomo la primera vez, no sé cómopodemos albergar la esperanza deresistir.

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La cruda explicación, totalmenterealista, empañó el resto de la cena y laconversación. Finalmente, se terminó lacomida y los otros invitados seretiraron. La duquesa se levantó e indicódos butacas mullidas que estaban junto ala gran chimenea, fría como la nieve.

—Por favor, no olvidéis que vuestravisita ha servido para subir la moral —empezó a decir la joven, mientras seacomodaba en uno de los asientos y leseñalaba el otro—. Mi moral, al menos.Me alegro de que os arriesgarais avenir. Y también estoy muy intrigadasobre esa herramienta mágica quedijisteis poseer. ¿Qué más podéis

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contarme? Rogaré por que nosproporcione una oportunidad en labatalla.

Jaymes sacudió la cabeza contristeza.

—No es un arma. En el mejor de loscasos, me permitirá descubrir ciertascosas sobre esa criatura. Tengo queconfiar en que ese descubrimiento, eseconocimiento, nos llevará a una tácticaadecuada. Eso es todo lo que puedoprometer.

La doncella volvió a la estancia conuna botella fresca de vino tinto. Setrataba de una cosecha poco común, que,según sospechaba Jaymes, la duquesa

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había estado reservando desde hacíamucho tiempo.

—Eso será todo, Darcy —dijo laduquesa cuando la doncella se hubollevado los últimos platos de la cena—.Puedes dejar la botella.

—Sí, excelencia —contestó lasirvienta. Hizo una educada reverencia ycerró la puerta después de salir delcomedor.

—¿Así que fuisteis amiga de DaraLorimar? —preguntó Jaymes, tomandoasiento al lado de la duquesa.

—Sí, y de Selinda du Chagne. Soyde Palanthas, pero pasaba el verano enlas llanuras. La mansión de lord Lorimar

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era uno de mis refugios favoritos yrecuerdo veros en aquel tiempo, cuandotrabajabais para el señor como capitánde su guardia. Creo que Dara estaba unpoco enamorada de vos. Ahora empiezoa entender por qué.

—No era más que una niña —dijo elmariscal. Su tono fue frío para cortarcualquier comentario más al respecto—.Y cuando murió era demasiado jovenpara saber nada sobre el amor.

—Sois un hombre extraño —lereprochó Brianna con brusquedad—.Frío. Inspiráis miedo, pero de unamanera muy particular. —Entonces,sonrió con coquetería—. ¿Acaso no

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creéis que sé que matasteis a mi esposo?¿Y que robasteis las gemas de Garner desu carro?

Jaymes parpadeó, perplejo por unmomento, y después se encogió dehombros.

—No he venido a disculparme.Merecía morir. Y yo necesitaba laspiedras preciosas para Solamnia —contestó.

—Sí —repuso ella, lacónicamente—, tenéis razón. El duque merecíamorir. Era un cobarde, corrupto yavaricioso. Además, abandonó suciudad cuando el pueblo más lonecesitaba. Me alegro de que esté

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muerto.—De todas las reacciones posibles,

esta no era la que esperaba de vos —confesó Jaymes con voz suave—. Paraser sincero, debo contaros el resto de lahistoria, toda la historia. Maté a vuestroesposo para castigarlo por un terriblecrimen. Sin embargo, al final descubríque él no había cometido tal crimen. Lohizo otra persona. Alguien que todavíaestá libre.

—¿Lo matasteis porque pensabaisque era el asesino de lord Lorimar? —preguntó Brianna con una sonrisacansada—. Sí, ya lo había oído. Pero yosé que no tenía el coraje para hacer algo

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así.—Tenía fama de ser un magnífico

espadachín. Retó a hombres a duelo ysiempre ganó. Excepto la última vez,evidentemente.

—Pero luchó contra vos porque voslo obligasteis. Normalmente, teníamucho cuidado al retar a duelo, seaseguraba de que no cabía laposibilidad de perder. —La duquesa seencogió de hombros—— Así que muriópor algo que no hizo, cuando habíatantas cosas que sí había hecho y por lasque merecía ser castigado. Pero dejemosde hablar de este tema; no quierorecordar a mi difunto marido.

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Jaymes la contempló con una nuevamirada, más curiosa. No cabía duda deque era una mujer extraña.

La duquesa se inclinó hacia adelantecon la jarra y le llenó la copa de vino.Era un vino espeso, del color de lasangre. A continuación, se sirvió a símisma, hasta que la copa también estuvollena. La alzó en un gesto hacia él, yJaymes la imitó. —Vos, mi queridoseñor mariscal, sois justo lo que estanación necesita, si es que algún díavuelve a haber una nación. No perdéis lacabeza en la batalla y parece que loshombres os siguen, incluso mueren porvos. Muchos hombres. —Volvió a

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sonreír—. Y también algunas mujeres,me atrevería a aventurar.

Jaymes se encogió de hombros.—La mayoría de veces hago las

cosas yo solo. Actúo solo.—Esta noche —repuso ella,

deslizándose a los brazos que laesperaban—, no estarás solo.

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17Batallas y más batallas

Los solámnicos han cruzado el río por elvado sur con pontones flotantes, y hanestablecido un puesto fuerte en la orillaeste —informó el capitán Blackgaard.

Todavía estaba cubierto de polvopor la larga cabalgada, pero no habíaperdido tiempo para ir a informar aAnkhar, en cuanto llegó a la posición delejército a las afueras de Solanthus.

—¿No podemos empujarlos denuevo hacia el río? —gruñó el

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comandante del ejército.—Muy difícil, mi señor. Muy difícil

—contestó el veterano oficial y antiguocaballero negro—. En el mejor de loscasos, los goblins pueden retenerlosunos cuantos días. Y los jinetes dewargs de Machaca Costillas losacosarán mientras avanzan. Pero, enestos momentos, habrá al menos milcaballeros a este lado del río. Pueden ira donde quieran y sospecho que notardarán en venir aquí.

—Ese puente, ¿cómo lograronconstruirlo tan rápidamente?

Blackgaatd describió el montaje delos pontones y las planchas. Ankhar

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frunció el entrecejo, sacudiendo lacabeza.

—Ingenioso, lo admito. ¿Y esepuente era lo suficientemente resistentecomo para soportar a los caballeros contoda su armadura?

—Sí lo era, señor. Utilizaron lamagia para esconderse, un hechizo deniebla, y colocaron los maderos en elrío sin que nuestros hombres detectaranninguna actividad.

—¡Vaya! Pero está claro que actúandesesperados —reflexionó elsemigigante—. Deben de haber oídohablar de nuestra mascota y del ataqueque ha dejado Solanthus vulnerable. Me

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pregunto cómo habrán conseguido esainformación tan de prisa. Bueno, no cabeduda de que el rey de los sereselementales ha captado toda la atenciónde la caballería.

—Tenéis razón, mi señor; estándesesperados. El mariscal lanzó a todosu ejército en tres grandes ataques. Lossolámnicos sufrieron importantes bajas,pero parecen determinados a seguiradelante.

—Razón más que suficiente para queaplastemos la ciudad ahora mismo —concluyó el semigigante. Se dirigió avarios mensajeros goblins que estabancerca, esperando sus órdenes—. Llamad

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a Río de Sangre y a ese hobgoblin,Destripador. También al arquero Picode Águila. Que el Caballero de laEspina y mi madre vengan también. Iré aesperarlos a mi atalaya.

Un momento después, los tenientesmás importantes de Ankhar se habíanreunido con él en el altozano que seencontraba a un tiro de flecha de laantigua puerta occidental. El semigiganteestaba en el terraplén, a bastante alturasobre la llanura, con los brazos enjarras. Miró fijamente el hueco abiertopor el ansia de destrucción del serelemental y estudió las murallas de laciudad que todavía seguían en pie. La

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Aguja Hendida se alzaba en el centro deSolanthus. Los monolitos gemelos serecortaban claramente, mientras elmadrugador sol aparecía por elhorizonte, detrás de la ciudad.

Llegó el capitán de los ogros deLemish, después de haber seguido unatrinchera cubierta desde las ruinas de lapuerta occidental.

—¿Se han despejado los caminos deataque? —preguntó Ankhar a Río deSangre, uno de sus capitanes de másconfianza, un guerrero astuto ydespiadado.

—Tres rutas están listas —contestóel capitán—. Dos más lo estarán

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mañana.—No podemos esperar a mañana.

Atacaremos hoy.—Sí, mi señor —contestó el ogro,

que lanzó un bufido agresivo—. Estamospreparados para matar.

—Eso ya lo sé. Este es el plan.Mandarás un tercio de tus tropas porcada ruta de ataque. Machacas lasdefensas humanas y llegas rápidamente alos edificios en el interior de la muralla,y a las torres de cada lado. —Se volvióhacia otro subcomandante, que habíaformado parte de la gran horda desdeque habían bajado de las montañas deGarnet, tres años atrás—. Destripador,

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quiero que mandes mil hobgoblins ygoblins detrás de cada grupo de ogros.Cuando llegues a la ciudad, dispérsalosy envía a los humanos por delante.

Destripador se rio e hizo un gestohacia los brutales guerreros que yaestaban reunidos detrás del altozano.

—Ya estamos en posición. A vuestraorden, mi señor, ¡nos podremos enmarcha!

Ankhar asintió y se volvió hacia elcapitán de los arqueros goblins.

—Pico de Águila, tus compañíastienen que atacar a los humanos por losdos lados del agujero de la muralla, conlas flechas. Disparad tan rápidamente

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como podáis, y no os preocupéis sigastáis todas las flechas. ¡Esta nochepodremos recogerlas en las calles deSolanthus!

Aquel valioso guerrero también leprometió obediencia. Por fin, elsemigigante se volvió hacia Laka yHoarst. El Caballero de la Espina, consu capa del color de la ceniza,escuchaba estoicamente, sin moverse,mientras la vieja hechicera daba saltitosde un lado a otro. Ladró con alegríacuando su hijo adoptivo le pidió que lemostrara la pequeña y delicada caja.Los rubíes de la tapa y los lateraleslanzaron destellos bajo el sol del

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mediodía.—El rey está preparado, mi señor,

¡mi hijo! —graznó la vieja—. Loliberaré cuando me lo ordenes.

—Bien.Ankhar miró a Hoarst, que asintió y

retiró un poco su capa, lo suficiente paraque se viera que en la mano derechatenía la delgada varita, la herramientaque evitaba que el ser elemental losatacara a ellos. El semigigante asintió,satisfecho.

—Pico de Águila, prepara a tusarqueros. En cuanto disparen la primeraflecha, mi madre abrirá la caja derubíes.

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Los primeros rayos de sol realzaban losrasgos pálidos de Brianna. La jovenparpadeó antes de despertarsecompletamente, y Jaymes se dio cuentade que estaba a punto de morir dehambre. Pero ella le sonrió y la calidezde su mirada suavizó la delgadez de surostro, como si diera vida a las mejillas,los ojos, los labios. Jaymes estabaapoyado sobre un codo, preparado paralevantarse, pero se quedó quieto,contemplándola.

—Sois una mujer admirable —dijo,moviendo la cabeza despacio—. Nomerecíais tener que sufrir a un hombre

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como Rathskell y, sin embargo, ahoracumplís su deber mucho mejor de lo queél lo hizo El pueblo de Solanthus esafortunado.

—Yo…, yo normalmente no actúoasí —repuso ella. Se sentó y, con recato,cogió la manta para ocultar su desnudez—. Pero… necesitaba…

—Yo también lo necesitaba —contestó el hombre, acariciándole lamejilla—. Lo entiendo y me alegro deque haya pasado.

—También yo —dijo la joven, antesde saltar rápidamente de la cama,envuelta en la manta como si fuera unatoga—. Ahora tenéis que iros. —Se

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acercó a la pared y empujó un panel, quedio paso a un pasillo oscuro detrás deuna puerta en la que Jaymes no habíareparado antes—. Por aquí llegaréis avuestros aposentos, ¡rápido! —loapremió.

Jaymes volvió a su dormitorio através del pasadizo secreto. Ya habíaamanecido y le llegaba el sonido de laspisadas y del entrechocar de platos en lacocina, prueba de que el palacio ducalya había despertado. Se vistiórápidamente. Cuando estaba deslizandoMitra del Gigante en la pesada vainaque llevaba a la espalda, alguien llamó ala puerta con cierta insistencia.

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—Adelante —gruñó, después decoger una de sus ballestas en miniatura.Se aseguró de que estuviera lista paradisparar uno de sus cuadrillos letales.

Abrió la puerta un mensajero concharreteras doradas, uno de los oficialesque había asistido a la cena de la nocheanterior, y le dedicó una breveinclinación de cabeza.

—Perdonad que os moleste, miseñor mariscal, pero hemos detectadoactividad en el campamento enemigo. Laduquesa también ha sido informada. Hasugerido que podemos observar desde latorre más cercana a las ruinas, en lo altode la muralla.

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—Ahora mismo estoy listo. —Elseñor mariscal preparó la otra ballesta yse colocó ambas en el cinturón—.Llévame directamente a la muralla.

Pasaron a buen paso junto a muchosde los parapetos que habían colocado enlas calles, en todos los cruces. Jaymesvio con el rabillo del ojo que losarqueros ya estaban en lo alto de losedificios con tejado plano y vislumbróun patio amurallado, en el que se reuníauna pequeña compañía de caballerosarmados, con sus caballos cogidos delas riendas. Llegaron al pie de lamuralla, donde cuatro Caballeros de laEspada hacían guardia junto a una

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pequeña puerta. Los cuatro caballeros seapartaron para dejar pasar a los doshombres, que se dirigieron a la escalerainterior.

Un momento después, Jaymes llegó alo alto de la escalera, un poco fatigado.Salió a la cima de la torre más cercana alas ruinas de la puerta destrozada. Sesorprendió al ver que la duquesa yaestaba allí. Brianna lo recibió con unamirada, aunque en ella ya no quedabarastro de la intimidad que había dejadoen sus ojos al irse de su habitación. Lajoven hizo un gesto hacia la llanura quese abría a las afueras de la ciudad.

—Pronto vendrán hacia aquí —dijo

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con un tono de fría calma.Jaymes comprobó al momento que

no se equivocaba. Enormes columnas deogros, en tres formaciones, se habíandesplazado a pocos cientos de yardas dela ciudad. Se habían detenido justo fueradel alcance delos arqueros. A cadaflanco, avanzaban unas formaciones degoblins más numerosas incluso. Peromientras los ogros formaban columnasbien definidas, los goblins se repartíanen líneas largas, que avanzabanparalelas a la muralla de la ciudad. Eranarqueros, con sus armas a punto.

Dentro del área donde una vez sehabía levantado la puerta occidental,

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Jaymes vio varios caminos anchos, depiedra. Se abrían paso entre las ruinas yestaban protegidos por altos muros derocas. Aquellas rutas de ataque salían ala plaza que antaño estaba dentro de lapuerta. En aquel espacio, los defensoresde la ciudad habían levantado una seriede barricadas de madera y parapetos depiedra. Valientes guerreros defendían laposición, con las espadas y las lanzasbien asidas, pero eran pobres sustitutosde lo que había sido una valiosafortaleza.

—Necesito bajar allí, con losdefensores —dijo Jaymes—. Deboprepararme para encontrar al monstruo y

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enfrentarme a él, a poca distancia,cuando haga su aparición.

—Pero no podréis ver nada enmedio del caos —argumentó Brianna—.¿No deberíais esperar aquí hasta queaparezca y después ocupar vuestraposición?

—No, va a atacar allí —contestóJaymes, señalando la barricadadefendida por los hombres de la plaza.Estaba completamente seguro de lo quedecía—. Tengo que bloquearle el paso,estar justo delante de él.

—Id, entonces, y que los diosesbendigan vuestra seguridad y éxito —dijo la duquesa.

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Brianna apoyó su mano en el brazodel hombre. Por un momento, sus ojos sesuavizaron y descubrió en ellos lacalidez, incluso un rastro de la intimidadque había iluminado su rostro la nocheanterior.

—Gracias —contestó. Asintió y, porun momento, se quedó quieto bajo sucaricia.

Finalmente, Jaymes se volvió yempezó a bajar la escalera de la torre.Un poco después, salió a la base de lamuralla y siguió la calle queacompañaba al muro hasta llegar a laplaza.

Miró en derredor. La plaza era un

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hervidero de defensores que iban de unlado a otro. Aflojó la solapa del morralen que llevaba el yelmo. Pero, por elmomento, no se lo puso.

—Tienes aspecto de estar en buenascondiciones. Colócate aquí en el flancoizquierdo —le dijo un Caballero de laEspada, por lo visto el capitán deaquella parte del frente—. ¿Sabesutilizar esa espada tan grande quellevas? —preguntó el caballero,escéptico.

—Sí, pero quiero estar en el centrode la línea —contestó Jaymes.

—Tú mismo —contestó el hombre,que entrecerró los ojos—. Oye, pero si

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eres…—Soy un guerrero y un espadachín,

y estoy aquí para hacer mi trabajo, comotodos los demás.

El señor mariscal pasó junto aloficial y se dirigió al centro del largoparapeto. La barrera estaba hechaprincipalmente de carros y carretones alrevés, unidos por tablas. En algún queotro punto, habían apilado grandespiedras para hacer una barrera un pocomás sólida. Los hombres que defendíanaquel frente eran soldados flacos ycetrinos, con algún que otro ciudadanoentre ellos. Todos tenían una expresiónmuy resuelta.

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El comienzo de la batalla no fue másque un sonido lejano, que empezó allegar desde las dos secciones demuralla que había a cada lado de laplaza. Jaymes vio que en lo alto delcielo se materializaba una cortina deflechas. Los misiles cayeron sobre losparapetos, muchos resbalaban por lapiedra y rebotaban en las calles de laciudad. ¡Ojalá la duquesa se hubieraresguardado en la torreta!, pues el lugardonde la había dejado era el objetivo deuna descarga especialmente empecinada.

También salían flechas hacia fuera,disparadas por los defensores quebordeaban la muralla. Pero aquel ataque

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era ridículo si se comparaba con lalluvia de misiles de los goblins. Almismo tiempo, empezó a oírse el ritmoconstante de los tambores. Los ogros sehabían puesto en marcha. El retumbarhacía temblar el suelo debajo de lospies de Jaymes. El ritmo iba haciéndosemás frenético.

—Vienen a buen paso —declaró conrazón un veterano de pelo gris, cuyaspalabras fueron recibidas por elasentimiento de los hombres y losjóvenes que lo rodeaban—. Van a estaraquí en un momento, eso me parece a mí.

Pero aquel momento fue más cortoaún de lo que esperaban, pues en ese

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mismo instante apareció una formamonstruosa. Se alzaba sobre losmontones de ruinas que marcaban ellugar donde había estado la puerta.Jaymes se percató de que el rey de losseres elementales era tan alto como lamuralla. La criatura se acercaba conandares que no presagiaban nada bueno.Los dos ojos de fuego sobresalían de unrostro enorme, que sólo lograbarecordar a un escarpado precipicio.

Muchos de los defensores, jóvenesque seguramente ni habían empezado aafeitarse, comenzaron a llorarquedamente a medida que el monstruo seacercaba.

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—Me recuerda a los dragones rojosde Mina, en Sanction —siguió charlandoanimadamente el veterano. Se detuvopara escupir al suelo—. Mucho ruido ymucho escándalo, todo un espectáculo,os lo aseguro. Pero no son más queanimales como nosotros. Animales quepueden matar, pero que también puedenmorir.

Los muchachos lo escuchaban, conlos ojos abiertos como platos, y parecíaque las palabras del hombre lograbanaplacar un poco su temor. Jaymes notenía ninguna intención de contradecirlo,aunque el rey de los seres elementalesera muy diferente de cualquier animal

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que hubiera visto jamás.El torso era de pura roca. Los brazos

se balanceaban como látigos, tan ágilescomo tentáculos. Eran translúcidos ynadie habría dudado de su fuerza alverlos. El monstruo alargó uno ydestrozó una chimenea que,inexplicablemente, había sobrevividoentre las ruinas de la torre. Bajo aquelgolpe, se deshizo como si fuera dejuguete.

Por fin, podían ver el monstruoentero, mientras se dirigía directamentehacia la plaza. Jaymes vio que sesostenía sobre dos ciclones gemelos,tornados negros de aire tumultuoso,

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incansable. Su mera visión resultabaaterradora, pues aquellas columnas deaire levantaban la tierra y las piedrasdel suelo, y sacudían las tablas de labarricada. Por todos los dioses, ¿cómoiba a ser posible detener algo así?

El señor mariscal alzó la espada ysiguió la hoja con la mirada, buscandolos ojos abrasadores de la criatura.Cuando encontró su mirada, dio untraspié hacia atrás, empujado por elimpacto físico de las emociones purasdel ser elemental. A Jaymes letemblaron las rodillas y cayó al suelo.Se apoyó en la trinchera con una mano,sin que pudiera evitar balancearse por el

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mareo.No obstante, no bajó los ojos. Se

obligó a sí mismo a mantener la miradafija en el rostro del monstruo. Sosteníala espada apuntando directamente a susojos, para que la magia de aquel antiguoartefacto encontrara y atrapara a lacriatura.

La mirada del rey de los sereselementales era fuego líquidoderramándose directamente en la mentede Jaymes.

Furia.Jamás podría haberse imaginado una

cólera así, tal ansia de destrucción,venganza, castigo. La violencia de las

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emociones del rey de los sereselementales le hizo sentirse enfermo,pero siguió sin apartar la mirada.Apretando las mandíbulas, siguiómirándolo. Ni siquiera se dio cuenta deque apretaba las manos en un puño.Tambaleándose, Jaymes se irguió. Nodejó de apoyarse en la barricada, conlas rodillas flexionadas como siestuviera a punto de lanzarse al ataque.

Odio.La criatura dirigía su ira al mismo

cielo, al sol que ardía en las alturas.Odiaba a toda la ciudad de los humanos,a las miles de almas que allí seestremecían y sobrevivían, viviendo y

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muriendo tan rápidamente que elmonstruo jamás podría comprenderlo. Elrey de los seres elementales despreciabaa todos los seres vivos y ansiabadestruir la vida. Profundizando aún más,Jaymes exploró aquella concienciacargada de odio. Quería llegar a laesencia del monstruo.

Ira.La cólera era el sentimiento

fundamental de aquella criaturaabrasadora. El ser elemental no odiabasólo a los humanos, sino que odiabatambién a su propio ejército. Enconcreto, Jaymes percibió la imagen delsemigigante, de Ankhar la Verdad.

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Entonces, vislumbró otra figura, la de unhombre con una capa gris, el Caballerode la Espina, y el rostro marchito yespeluznante de la chamán hobgoblin. Elmariscal comprendió que aquellos eranlos seres que el monstruo odiaba conmás fuerza.

Furia… Odio… Ira.Todas esas emociones se dirigían

principalmente hacia esas tres criaturas,hacia sus propios aliados.

Entonces, ¿por qué el ser elementalatacaba Solanthus? La respuesta parecíaclara: porque no podía volverse contraaquellos a los que más odiaba. Jaymespercibió aquella sencilla verdad entre

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los sentimientos desgarradores delmonstruo. No podía atacar a sus peoresenemigos, así que aniquilaba todo lo quese pusiera a su alcance.

Fregón Frenterizada llegó a otro recodoy miró a la derecha, y después a laizquierda. Las sombras de aquel reinosombrío dejaban que aquí y allá unosrayos de luz las desgarrasen. El agua lellegaba hasta los tobillos, pero noprestaba la más mínima atención alcharco pestilente, otro de los muchosque había en el sistema de alcantarilladode Solanthus.

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Sin ninguna duda, aquel era elsistema de alcantarillado de una ciudadmás asombroso de todos los que habíavisto el kender en su vida. Pudoconsultar su mapa gracias a la luz delsol, recortada como una parrilla, queentraba por la reja de hierro que tapabael agujero, situado sobre su cabeza.Fregón marcó una raya con elcarboncillo y echó a andar por el túnelde la izquierda. Según sus cálculos,aquel pasaje le llevaría al oeste o, en unángulo más o menos cerrado, hacia elnorte o el este.

Todos aquellos túneles conformabanun intrincado laberinto que le brindaba

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el placer de explorarlo. Llevaba allíabajo toda la mañana, dando vueltas,explorando, añadiendo a sus mapasdetalles e informacionesimportantísimos. Y todavía le quedabaun montón de cosas por ver.

Aquello era todavía mejor que andarcurioseando por el palacio ducal, queera a lo que se había dedicado la mayorparte de la noche anterior. Estuvo apunto de no poder llevar a cabo laexploración, pues no tardó en descubrirque alguien, seguro que por error, habíacerrado con llave la puerta de sudormitorio y no podía salir. Era muyraro, porque aunque oía pasar a los

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sirvientes por el pasillo y habíaaporreado la puerta y había gritado hastadesgañitarse, nadie se había dado cuentani había ido a abrir. Por suerte, junto asu ventana del cuarto piso pasaba unacañería y no había tenido más que treparpor ella hasta el tejado y despuésdescolgarse por una chimenea.

Evidentemente, el palacio ducalmerecía ser calificado de lugarapasionante. Se había divertido dandovueltas durante toda la noche,investigando un sinfín de estancias.Había muchos guardias haciendo susrondas y en más de una ocasión Fregónse había sentido tentado de presentarse a

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alguno de ellos; pero todos parecían tanserios que supuso que estaban muyocupados vigilando, y esas cosas. Asípues, se limitó a desaparecer entre lassombras y dejar que continuaran.

¡Incluso había encontrado un pasajesecreto! Cuando había ido al dormitoriode Jaymes a ver si el señor mariscalestaba durmiendo bien, se habíasorprendido al descubrir que no estabaallí. Entonces, había descubierto unpanel en la pared que se deslizabasilenciosamente. Cuando Fregóncorreteaba por el pasadizo que acababade descubrir, el mismo Jaymes apareciópor otra puerta secreta que daba a los

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aposentos de la duquesa. En aquellaocasión Fregón también estuvo tentadode saludar, pero el señor mariscalparecía tan preocupado que el kender lohabía dejado pasar sin presentarse anteél.

Pero después de seis u ocho horas,Fregón ya había visto todo lo que queríaver del palacio. En el sótano habíadescubierto una boca de alcantarilla,que alguien se había tomado la molestiade tapar con una reja. Parecía unaentrada hecha a medida para un kender.Se había deslizado entre los barrotes yse había dejado caer a trompicones porun tobogán de piedras resbaladizas y

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cubiertas de musgo —¡un descenso de lomás divertido!—, hasta que se encontróen aquella red enorme totalmente pordescubrir.

Acababa de desviarse hacia el oeste,o hacia el norte por el este, cuando algosacudió el suelo bajo sus pies. Laporquería del techo del túnel sedesprendió y cayeron polvo ypiedrecitas sobre el moño del kender.Vio ondas concéntricas en los charcosque, hasta el momento, habían estadocompletamente inmóviles. Un momentodespués, volvió a sentir el temblor…,después otro, a un ritmo regular.

—Ya sé lo que pasa: ¡alguien está

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caminando ahí arriba! —musitó elkender, seguro de su conclusión.

Entonces, abrió los ojos comoplatos. Tenía que ser alguien muygrande. Al fin y al cabo, por toda laciudad había personas y caballos yendode un lado a otro y ni siquiera le habíallegado un murmullo. Pero aquelalguien, quienquiera que fuese,estremecía el suelo con cada paso quedaba.

Fregón miró el túnel arriba y abajo.Todavía le quedaba mucho por ver. Porlo menos, millas y millas dealcantarillado que todavía no habíadibujado en el mapa. Pero la curiosidad

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por saber lo que estaba pasando arribapudo con él. Volvió corriendo a la bocapor donde se colaba la luz y subió por laescalerilla de metal oxidado que habíaen una pared del túnel. Al llegar arriba,logró pasar la cabeza entre dos barrotes,aunque estaban demasiado juntos y nopodía escabullirse por ahí.

¡Vaya, maldición, el caminantegigante acababa de pasar! Vislumbró unpoco de un hombro de piedra y unaenorme cabeza oscura que se balanceabamuy lejos del suelo, pero desapareciódetrás de un montón enorme de piedrascasi al momento. Bueno, ¡eso sí que eraser grande! Más grande que cualquier

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otro ser que hubiera visto jamás. Casi seechó a llorar desesperadamente, pueshabía perdido la oportunidad de echarun buen vistazo al monstruoso rey de losseres elementales.

Por suerte, Fregón no había podidosalir por los barrotes de la reja, porquedescubrió, asombrado, un montón depezuñas de hobgoblin acercándose abuen ritmo. ¡Un verdadero montón! Porlo menos, eso parecía mientras pasabanjusto al lado de la boca de alcantarillaen la que estaba. El kender estaba apunto de saludar alegremente, pero,cuando ya estaba levantando la mano,resbaló sobre la escalera pringosa y

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perdió el equilibrio. Cuando logróvolver a lo alto, los hobgoblins yahabían pasado y pensó que sería mejorno molestarlos.

Entonces, vio un par de botas másgrandes que las de un ogro. A su ladocaminaba un par de piernas delgadascomo palillos, con unos pies demasiadograndes para ellas, envueltos en unassandalias de piel muy andrajosas.Fregón se irguió y se dio cuenta de queestaba mirando al semigigante, Ankharla Verdad, en persona. Lo acompañabanuna vieja hobgoblin, un guerrero vestidode gris y un par de arrogantes caballerosnegros que parecían escoltas.

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—¿Dónde está el rey? —bramóAnkhar—. ¡No dejes que se alejedemasiado!

El kender pensó que parecía un pocoenfadado, preocupado incluso.

—Si prestáis atención, lo oiréis.Está masacrando a los hombres de laplaza, pero todavía no ha llegado a laciudad —respondió el hombre de lalarga capa gris—. ¡Todavía lo tenemosdelante!

—Entonces, tengo que encontrar unlugar desde el que pueda verlo, un sitiodesde donde pueda presenciar la caídade la ciudad —gruñó el semigigante.

De repente, la alcantarilla perdió

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todo su interés. El kender miró enderredor y recordó que unos cuantospasadizos antes había una reja losuficientemente grande como para poderpasar.

Sería mejor que saliera de allí yfuera a buscar al señor mariscal.

—¡Avanzad! ¡A la carga, adelante, y porla izquierda!

Ankhar gritaba sin dejar de correr,persiguiendo a los ogros que se habíandispersado en la plaza de la ciudad.Pasaban por encima de los pocosdefensores humanos que quedaban.

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Aquella vez, con la ayuda de la Verdad,no dejaría que el rey delos sereselementales se perdiera de vista.

—¿Dónde está Pico de Águila? —rugió el semigigante—. ¡Lo necesito a ély a sus arqueros aquí, ahora mismo!

Le sorprendió ver que el capitánhobgoblin aparecía a su lado unmomento después. Pico de Águilallevaba el tocado de plumas torcido ytenía las mejillas coloradas por laexcitación de la batalla.

—¿Cuáles son vuestras órdenes,señor?

—Trae a tus arqueros en cuanto lascolumnas de Destripador hayan pasado.

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Quiero que una cortina de flechasasegure nuestro avance, que caigancomo una tromba sobre cada flanco.

—Así se hará, señor —aseguró elhobgoblin antes de darse la vueltarápidamente y echar a correr para poneren marcha las órdenes.

Ankhar salió de la avenida arrasaday entró en la gran plaza. El rey de losseres elementales seguía a la vista.Había estado destrozando a patadas losendebles parapetos levantados por loshumanos.

Los ogros ya estaban cargando, entreaullidos de furia. Las pesadas botashacían temblar el empedrado. Los

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hobgoblins y los goblins corrían detrásde ellos. Las tropas de Destripador sedetenían para abrir en canal, desollar ymutilar de mil maneras posibles loscuerpos de los humanos que habíancaído. Pero el capitán era eficiente ycruel, y no dudaba en utilizar el látigocontra ellos.

Un instante después, los atacantesllegaban a las calles de Solanthus.Avanzaban sin encontrar una defensaorganizada que les cortara el paso.

Le latía la cabeza. Tenía la boca llenade polvo seco y arenoso. Jaymes

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escupió, o intentó escupir, pues no teníasaliva. Trató de recordar dónde estaba.

El olor a humo fue la primera pista.A medida que dejaba de sentir el pitidoen los oídos, empezó a oír los gemidosde dolor de los hombres. Cerca de él, enalgún lugar, un niño sollozaba,inconsolable. El mariscal yacía sobre elempedrado de la calle, cabeza abajo.Con los dedos de la mano estirada palpóalgo húmedo y lo primero que pensó eraque se trataba de lo que tanto ansiaba:¡agua! Pero se dio cuenta al instante deque aquella no era la textura adecuada.Era un líquido pegajoso y viscoso, máscaliente que el suelo y el aire.

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Sangre.Entonces, empezaron a llegarle

todos los recuerdos. El rey de los sereselementales había llegado a la barricadaen tres zancadas y, a la cuarta, la habíadestrozado de una patada. Los tableroshabían empezado a arder, y el veteranode pelo cano que estaba en el centrohabía desaparecido debajo de un pieenorme, hecho de mil vientos. Aquelloque Jaymes tocaba era su sangre, unamancha más en la plaza.

Se irguió. Sacudió la cabeza y tratóde olvidar el dolor lacerante queacompañó aquel movimiento brusco.Cerca había un niño que lloraba,

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abrazado al cadáver de su hermano. Elretumbar de los tambores lo envolvíatodo y bastaba una mirada más allá de labarricada humeante para descubrir atoda una hilera de ogros que bajaba porla calle. Ansiosos por derramar sangre,rugían exultantes mientras pasaban sobrelas defensas rotas. El canto de lostambores los apremiaba.

—¡Vamos! —dijo Jaymes conbrusquedad. Se puso de pie,tambaleante, y cogió al muchacho por elhombro—. ¡Corre!

El niño abrió los ojos como platosal descubrir a los ogros avanzandopesadamente. Cuando Jaymes echó a

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correr, el pequeño lo siguió. Los dossalieron de la plaza a la carrera y seinternaron por una de las múltiplescallejuelas que se abrían en loslaterales.

Jaymes y el muchacho llegaron juntoal Caballero de la Espada que habíaintentado reclutar al señor mariscal parael flanco izquierdo de la barricada demadera. Toda la defensa estaba hechaañicos y ardiendo. Muchos defensoreshabían muerto y el guerrero de granbigote estaba herido. Encontraron alsolámnico sentado, apoyado contra unbloque de granito, limpiándose la sangrede una herida en la cabeza. Unos pocos

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hombres, la mayoría sangrando poralgún sitio, iban levantándose comopodían y trataban de reorganizarse.

Los ogros estaban entrando por elhueco abierto en el centro de las ruinas,pero ninguno se desviaba para hostigar aaquellos lastimosos supervivientes, quehabían quedado apartados de la batalla.

—Saca a estos hombres de aquí —dijo Jaymes mientras ayudaba alcaballero herido a incorporarse—.Encuentra un paso estrecho en alguna delas callejuelas laterales y organiza unadefensa.

—Sí, mi señor —contestó el hombre—. Por el Código y la Medida, ¡no

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pasarán!—Bien —repuso el señor mariscal,

dándole una palmadita en el hombro.Pocos pasos más allá, llegaron a una

calle lateral en la que había una docenade hombres de armas. Paseaban lamirada enloquecida entre el señormariscal y los ogros, que bajabanpesadamente por la avenida, a apenas untiro de piedra. El señor mariscal miró alotro lado de la plaza y vio que el rey delos seres elementales había cruzado porallí. Su paso había quedado marcadopor los montones de ruinas que unmomento antes habían sido recias casasde piedra.

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—Quédate aquí; ayuda a estoshombres a luchar contra los ogros —ordenó Jaymes al niño, que asintió congran seriedad—. Y, en nombre de todoslos dioses, ¡formad una línea! —ladró alos hombres, que seguían mirando,horrorizados, la escena de la plaza—.¡Despertad! ¡Defended esta calle!

—¡Ya lo habéis oído! ¡Una línea! —gritó el Caballero de la Espada, que porfin había recuperado la voz.

—¡Eso! ¡Una línea! —exclamó elniño.

Jaymes se llevó la mano a la espalday desenvainó Mitra del Gigante. Con lahoja hacia adelante, echó a correr en

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dirección a las ruinas que marcaban elcamino del ser elemental.

Apenas había dado unos pasoscuando lo sobresaltó una voz muyfamiliar. Con el rabillo del ojo adivinóuna figura pequeña que le hacía señasdesde una de las bocas de alcantarillaque había en todas partes.

—¡Jaymes, hola, señor mariscal!¡Hoooola!

La voz, inconfundible, pertenecía aFregón Frenterizada, magnífico guía yexplorador profesional.

—¿Qué haces ahí abajo?—¡Buscarte! —respondió el kender

a gritos—. No vas a poder creer lo que

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acabo de oír…

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18Un pequeño ataque

Jaymes, arrastrando a Fregón, se acercóa un capitán de la Espada que estaba conun pequeño grupo de hombres, en unabarricada de la avenida del Duque.

—¡Tengo que encontrar a laduquesa! —anunció el señor mariscal—.¿Dónde está?

—Estaba dirigiendo el flancoizquierdo —le informó el caballero—.La vi bajar de la torre antes de que elgigante la destrozara. La guarnición

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tiene un puesto en la posada del TigreNegro, esa casa grande de piedra de ahí.Creo que es allí adonde ha ido.

Jaymes le dio las gracias con ungesto y echó a correr. Rodeó la plaza,que seguía llena de ogros, y se internópor un callejón estrecho. El kender,inusualmente sombrío, trotaba a su lado.Llegaron al Tigre Negro en un momentoy los dejaron pasar rápidamente por unapuerta que daba a un patio grande.

Se detuvieron para dejar paso a unacompañía de arqueros, todos elloshombres muy jóvenes, que trepaban poruna escala para tomar posiciones en eltejado. Por la misma puerta que habían

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entrado el guerrero y el kender, aparecióun mensajero a la carrera y lanzó ungrito hacia los establos.

—¡Los ogros están flanqueando laavenida del Duque! ¡Una docena o másse dirigen hacia el barrio de losPlateros!

Cuatro caballeros montaronrápidamente en sus corceles y losespolearon. Atravesaron el patio a lacarrera, mientras dos hombres abrían lapuerta principal. Los jinetes salieron ala calle y la barrera volvió a cerrarseantes de que el repiqueteo de los cascosdesapareciera por la primera esquina.

—La duquesa tiene que estar allí —

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dijo Fregón, señalando el salónprincipal de la posada. Estaba en unedificio de piedra que había en el otroextremo del patio.

Hombres con armadura entraban ysalían por la puerta abierta del salón, yJaymes y el kender se dirigieronrápidamente hacia allí. El señormariscal entró y miró de soslayo,mientras sus ojos se acostumbraban a lapenumbra. Fregón lo siguió, pegándosebien a su pierna.

La duquesa hablaba a uno de suscapitanes en una mesa. Lord Harborpaseaba nerviosamente detrás de ella.Brianna estaba pálida y tenía un arañazo

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en la mejilla, pero parecía tranquila yhablaba con autoridad. El señormariscal entendió con una sola miradaque la presencia de la joven tenía unefecto tranquilizador sobre los agitadoshombres de armas, que estaban reunidosalrededor de la mesa.

—Mi señor mariscal —dijo laduquesa, cuando levantó la vista y lo vioacercarse—. Me alegro de veros; todostemíamos que hubierais muerto cuandoel gigante cruzó la plaza.

—Muchos murieron. Yo tuve mássuerte.

—Pero ¿qué podemos hacer ahora?—preguntó ella con el rastro de la

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desesperación en su voz—. El serelemental ha destrozado manzanasenteras de edificios y vaga por la ciudadsin control. Al mismo tiempo, los ogrosy los hobgoblins entran por el hueco dela puerta. Me temo…

Su voz se fue apagando, pero Jaymesveía el miedo en sus ojos. Su ciudad ysu pueblo estaban condenados.

—La situación es complicada, perotodavía tenemos alguna opción —aseguró Jaymes, avanzando hasta lamesa. Los capitanes le dejaron sitiojunto a la duquesa e incluso permitieronque Fregón se abriera camino entre loscaballeros—. Es verdad, no podemos

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luchar contra el ser elemental. No sé sialguien en Krynn podría enfrentarse a él.Pero tal vez podamos detenerlo de otramanera. Quizá sea posible atacar aaquellos que lo dominan.

—¡Contadme! —exclamó laduquesa, con los ojos iluminados poruna nueva luz—. ¿Qué habéisdescubierto?

Fregón empezó a hablar,sorprendentemente tranquilo mientras sedirigía a la duquesa y a sus capitanes.

—Bueno, Ankhar tiene a esa brujahorripilante a su lado y también a unCaballero de la Espina, ya sabéis, unode esos caballeros grises. Los tres van

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siempre juntos y toman todas lasdecisiones sobre el ejército y esemonstruo. Ankhar lo llamó «el rey».

—¿El rey? ¿El rey de qué? —preguntó uno de los caballeros.

—No estoy seguro —contestóJaymes—. Pero creo que proviene delas profundidades de la tierra. En él sereúnen muchos de los elementosfundamentales. Debe de ser una especiede rey de los seres elementales.

—¿Un rey? ¿Cómo podemosenfrentarnos a un rey de los sereselementales? —inquirió Brianna.

—Esos tres líderes del ejércitoenemigo son quienes controlan a la

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criatura. Ellos son la clave. Se muevencon bastante imprudencia y no están bienprotegidos. Tienen una pequeña guardia,según el kender, y se mantienen muyalejados de la vanguardia. Pero sipudiéramos acercarnos lo suficiente…—dijo Jaymes—. Mi propuesta es queintentemos atacarlos. Seguro que sumuerte desorganiza al ejército y creoque también puede romper su controlsobre el monstruo.

—¡Asesinarlos! —exclamó lordHarbor con el ceño fruncido—. ¡Eso esun deshonor!

Jaymes lanzó una mirada al hombreque lo hizo callar de inmediato.

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—¿Cómo lograríais llegar hastaellos? —preguntó Brianna.

—Del mismo modo que losencontré, ¡por debajo de la tierra! —contestó Fregón.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió lordHarbor—. ¿Y por qué deberíamosconfiar en la palabra de un kender?

—Yo confío en él —repuso Briannacon frialdad. Su tono se suavizó cuandomiró a Fregón y a sus labios se asomóuna sonrisa—. De todos modos, a mítambién me gustaría saber cómo hasconseguido esa información, pequeño, ycómo crees que podemos encontrar aesos tres en las líneas enemigas.

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—Ya los he encontrado una vez,¡por el alcantarillado! Estaba haciendoun mapa, eso es lo que hagonormalmente. Soy un magnífico guía. ¡LaBruja Blanca me llama así! Estabayendo por debajo de la ciudad y vi pasaral gigante y después a los ogros, yentonces vinieron Ankhar y sus amigos.Así que escuché con mucha atenciónmientras hablaban. Como un espía. Unespía muy valiente que se ríe ante lospeligros, ¡ja!

—Sí que creo que eres un espía muyvaliente —dijo la duquesa—. Y tambiéncreo que eres muy bueno encontrandocosas. Estoy impresionada por tu

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audacia y me gustaría intentar llevar acabo tu plan.

El kender estaba resplandeciente.Asintió y miró a los hombres que habíaen la habitación, retándolos acontradecir a la duquesa. Por desgracia,la mayoría de ellos estaba mirando alsuelo.

La duquesa levantó la mirada ycontempló a Jaymes con ojosinterrogantes.

—¿Cómo sugerís que actuemos?—En primer lugar, vuestras fuerzas

deben mantenerse firmes contra elejército enemigo. Si las tropas deAnkhar avanzan libremente por la

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ciudad, no servirá de nada queconsigamos alguna victoria sobre elgigante. Esta posada es un buen puesto yhay otros alrededor de la plaza. Laprimera columna de ogros ya estábajando por la avenida, hacia el palacio,pero hay un buen capitán liderando unpuñado de caballeros. Tratarán demantenerlos a raya. Acabo de ver unapequeña partida de caballeros queacudían a defender una callejuela.Debéis mantener la presión sobre elejército enemigo, mientras tratamos dehacer algo contra la principal amenaza,el rey de los seres elementales.

Jaymes se volvió hacia el kender.

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—Quiero que guíes a una partidapequeña por las alcantarillas.Lograremos tomar por sorpresa aAnkhar y a su séquito si salimos de lasprofundidades, al otro lado de laslíneas, sin previo aviso. Primero atacaréal Caballero de la Espina. Utiliza lamagia, y hay que encargarse de él.Después, iremos a por el semigigante yla hobgoblin, lo que es algo máscomplicado. Es probable que podamoscortar su liderazgo y dispersar el ataque,e incluso es posible que podamos hacerretroceder al rey de los sereselementales.

—¿Cómo pensáis…? No, olvidadlo

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—intervino Brianna, asintiendo condecisión—. Estoy de acuerdo. Notenemos mucho tiempo y merece la penacorrer el riesgo. —Se volvió hacia unode sus oficiales—. Sir Michael, ¿cuál esla última noticia sobre la situación delser elemental?

—Al norte de la avenida del Duque;el informe ha llegado hace un momento.Está destrozando las mansiones demuchos nobles del comercio, después dehaber atravesado una manzana de casasde trabajadores.

—Y avanza hacia el este de aquí, suexcelencia —añadió un joven caballero.

Se trataba de sir Maxwell, el único

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hombre presente que vestía el uniformedel Martín Pescador, en vez del peto dela Espada. Levantó un pequeño discoque parecía una brújula.

—Logré conjurarlo con un hechizo—continuó—. Me temo que no esperfecto, pero me ayuda a seguir suposición con esto.

—Puede resultar muy útil. Ahora hayque ponerse en marcha —anuncióBrianna. Cogió un par de guanteletes ydeslizó sus delicadas manos en losguantes de metal. Miró a Jaymes con unbrillo retador en los ojos—. Voy convos.

—¡Pero, su excelencia! —objetó sir

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Michael—. ¡No lo permitiré! ¡Esdemasiado arriesgado!

Sus palabras pronto fueron repetidaspor los demás caballeros reunidosalrededor de la mesa.

—¡No olvides que yo soy quien dalas órdenes! —repuso Brianna,secamente.

—Yo tampoco lo permitiré —intervino Jaymes—. Os necesitan aquí.

Brianna enrojeció, pero su tonoseguía siendo frío.

—Osáis…—Oso comprender lo importante

que sois en esta ciudad. El pueblo osnecesita. Necesita veros, reunirse a

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vuestro alrededor. Si podemos acabarcon los comandantes del ejércitoenemigo, ¡tendremos una opción devencer! Sería una tontería quearriesgarais vuestra vida con nosotros…

—¡En un apuesta desesperada yridícula, que tiene muy pocasposibilidades de resultar exitosa! —terminó la frase sir Michael. Miró conintensidad a Brianna y después sedirigió a Jaymes—. Sin embargo, insistoen acompañaros, mi señor —añadió,con voz más tranquila.

—Por supuesto —convino Jaymes.Asintió con la cabeza y casi esboza unasonrisa.

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—Está bien —dijo la duquesa conbrusquedad—. Que todos los aquípresentes sepan que acepto, reluctante ycontra mi voluntad. Pero, por favor,Jaymes, llevad a unos cuantos hombresmás con vos.

—Me gustaría unirme —dijorápidamente el Martín Pescador. Teníalos ojos muy abiertos, pero en su voz setraslucía seguridad.

—Bien. Podemos utilizar unhechicero para dar caza a otro hechicero—convino Jaymes.

Un instante después, un coro devoces, prácticamente las de todos loshombres del salón, se ofrecían para

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llevar a cabo la peligrosa misión.Rápidamente, sir Michael señaló alMartín Pescador y a otros dos fornidosguerreros.

—Eso hacen cinco hombres… y unkender —añadió cuando Fregón le tiróde la manga con insistencia—. ¿Essuficiente?

Jaymes asintió.—Tendrá que serlo. ¿Por dónde

sugerís que empecemos?—Mi templo está justo a este lado

del palacio. Podemos trepar a la agujapara intentar encontrar nuestro destino.Desde allí arriba tendríamos que ver alos tres líderes —contestó Maxwell.

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—Vete delante —ordenó la duquesa,mirando retadora a Jaymes y a Michael—. Me atrevo a suponer que no meimpediréis ir hasta allí, ¿verdad?

Encogiéndose de hombros, el señormariscal se dirigió a la puerta, seguidorápidamente por los demás.

—Mañana por la mañana puedo teneraquí una tonelada, si el precio es bueno—aseguró Rogard Machacadedos,maestro herrero de Kaolyn.

El enano se pasó los dedoscuadrados por la barba entrecana yesperó a que Dram Feldespato

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respondiera, con expresión cautelosa.Ambos se habían reunido alrededor

de una mesa, en un claro de NuevoCompuesto. Alrededor, las chimeneashumeaban, las hachas resonaban y losenanos corrían de un lado a otro,concentrados en construir la nuevaciudad en la colina de Garnet. Al mismotiempo que la ciudad iba alzándose, lafabricación del polvo negro seguíaadelante, así como el diseño de unanueva herramienta de bombardeo, másresistente todavía.

En cuanto habían llegado, Dramhabía enviado un mensaje a su antiguohogar de Kaolyn, el reino enano que

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estaba literalmente debajo de lasmontañas más altas de la cordillera. Sesintió orgulloso al ver que el mismoRogard Machacadedos en persona habíaacudido a hablar de negocios.

Los dos enanos de las montañas eranviejos conocidos, y Dram sabía que elherrero era de confianza, pero tambiénque pediría unos precios desorbitados.Como el acero forjado en el reino de losenanos de las montañas no tenía igual,Dram no dudó en coger del suelo unsaquito lleno de piedras preciosas quetenía preparado justo para ese momento.Lo levantó hasta la mesa, derramó sucontenido y contempló con satisfacción

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la cara de asombro de Rogard.—Eso por la primera tonelada.

Tendrás una suma comparable por cadatonelada que le siga. Y sólo en estaestación, voy a necesitar por lo menosdiez toneladas lo antes posible.

Rogard alargó el brazo y cogióvarias gemas para estudiarlas. Habíarubíes, esmeraldas y diamantes. Sostuvouna a una cada piedra y las miró acontraluz. Las observó de soslayo conrecelo, murmurando para sí mientras lasvaloraba. La lengua le asomó entre losdientes al coger una esmeraldaespecialmente valiosa y no pudo evitarlamerse los labios de nuevo cuando

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contempló una de las gemas másgrandes, un diamante.

—Sí —acabó por decir, de malhumor—. Supongo que con esto valdrá.

Metió las piedras preciosas en elmorral y ya estaba a punto deguardárselo en el bolsillo cuando Dramse lo arrebató de las manos, sonriendo.

—Entonces, ¿mañana por lamañana? —preguntó, riéndose—.Podrás llevártelo cuando tenga el acerode Kaolyn.

—¡Está bien! —se ofendió Rogard.Por supuesto, no esperaba nada menosde un duro negociante como Dram—.Pero déjame que le eche otro vistazo.

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—Claro —convino Dram.Observó al maestro herrero mientras

contaba cuidadosamente las gemas yvolvía a sopesar el saquito, para sentirsu peso alentador.

—Entonces, ¿hay trato? —dijoRogard mientras devolvía el morral aDram.

—Hagámoslo oficial. ¡Sally! —exclamó.

Su esposa subió con dificultad elbanco de un riachuelo que había cerca.Tenía el rostro sucio, y las manos y eldelantal cubiertos de escamas y detripas de pescado. Estaba ayudando alimpiar la cena de aquella noche.

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—¿Qué tal si nos traes un par dejarras de cerveza fría para cerrar untrato entre viejos amigos? —preguntóDram, alegremente.

—¡Ve tú mismo por las malditasjarras! —repuso ella, malhumorada—.¿No ves que estoy ocupada?

Dram parpadeó a causa de lasorpresa y después miró a Rogard,avergonzado.

—Esto me pasa por haberme casadocon una enana de las colinas —admitiócon gran pesar en el corazón, intentandobromear mientras contemplaba a Sallyvolver al riachuelo con paso airado.

—Dejemos esa jarra de cerveza

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para cuando baje con el acero —propuso Rogard diplomáticamente,mientras se levantaba—. Será mejor queme vaya. ¡Mañana por la mañana estaréaquí!

Desde la cornisa del templo, un lugarsagrado dedicado a Kiri-Jolith,dominaban gran parte de la mitadoccidental de la ciudad. Vieron lasviolentas refriegas que tenían lugar en lacalle que había a sus pies, en la que unalínea de caballeros resistía detrás de unabarricada improvisada con carros ymesas volcadas, sacadas de una taberna

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cercana. Los hombres estaban armadoscon espadas y escudos, y combatíanvalientemente contra un grupo de goblinsque se había dado de bruces con ellos.

Lanzando aullidos e insultos, losatacantes los hostigaban entre lostablones, se arrastraban debajo de loscarros y trataban de alcanzar a loscaballeros con las espadas y las lanzas.Pero los hombres daban más querecibían y acababan con los pocosgoblins que lograban cruzar labarricada. Cortaban manos y cabezas delos enemigos, que se apelotonaban alotro lado. Mostraban una disciplinaadmirable y, por el momento, estaban

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bloqueando el ataque.Sin embargo, tal como podían ver,

en la calle adyacente la situación erapeor. Allí, un pelotón de ogros avanzabapesadamente hacia el palacio,persiguiendo a los pocos supervivientesde una posición arrasada. Un caballero,de pie, cerraba el paso de los atacantes.Derribó al primer ogro con unmovimiento veloz como un rayo de suespada de doble filo y logró herir aotros dos dándoles una tajada en laspiernas. Aquellos bárbaros no habíanterminado de caer, gimiendo de dolor,cuando sobre el caballero se echarontres enormes guerreros. Lo golpearon

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con las hachas hasta convertirlo en unamasa sanguinolenta.

Pero antes de que los ogros lograranreagruparse, tres caballeros montadoscargaron contra ellos desde una callelateral. Avanzaban en línea paraimpedirles que siguieran hacia adelante.Los caballos daban coces y obligaron aretroceder a varios ogros. Loscaballeros consiguieron avanzar ymantener su débil posición, mientras losogros no tenían más remedio quealejarse lentamente del palacio.

—¡Allí! —exclamó sir Maxwell,que había estado estudiando su brújulamágica—. Mirad hacia el norte, ¡más

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allá del arsenal!El rey de los elementales apareció a

unas pocas manzanas, caminando agrandes zancadas por detrás de lafortificación, alta y cuadrada. El gigantelevantó un puño para derribar unedificio de piedra de tres plantas.Hundió el tejado como si lo golpearacon un martillo gigante. Después, siguióaporreando la estructura hastaconvertirla en un montón de piedras. Desus ojos salió fuego y, al instante, elinterior del edificio derruido se vioenvuelto en llamas. El humo negroempezó a subir al cielo, otra de lasmuchas piras que ya ardían por toda la

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ciudad. El rey de los elementales seapartó del fuego y cruzó hasta lasiguiente manzana, donde comenzó adestrozar un almacén.

—Ankhar no estará muy lejos si lainformación del kender es correcta —puntualizó Jaymes.

—¡Claro que lo es! —protestóFregón.

—¡Allí está el semigigante! —dijoBrianna, señalando hacia la avenida delDuque, la calle ancha donde los goblinsse arremolinaban alrededor de labarricada.

En ese momento, podía verse aAnkhar caminando con paso arrogante,

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cientos de yardas por detrás de lasrefriegas. Lo acompañaban varioshumanos con armadura negra —antiguoscaballeros negros—, además delCaballero de la Espina, vestido de gris,y la figura encogida y decrépita de lahechicera. Estaban a varias manzanasdel templo, en una parte de la ciudaddonde parecía que todos los defensoreshumanos habían muerto o habían huido.

Con las manos plantadas en lascaderas, el comandante semigigantemiró primero hacia el frente de labatalla y el palacio. Después, volviórápidamente la cabeza hacia el norte.

—Está buscando al ser elemental —

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aventuró Brianna. Los demás asintieronen un murmullo.

Bajo su atenta mirada, la criaturaabandonó las ruinas del edificio enllamas y volvió a pasar por detrás delarsenal, en dirección al noroeste. Estabavolviendo sobre sus pasos dedestrucción. Entró en otro barrio, dondehabía edificios altos que habían sidoprósperos comercios. Uno de los brazosserpenteantes del monstruo destrozó lafachada del taller de un tejedor y lanzóal aire un arco iris de lanas multicolor.

Ankhar y su séquito echaron acaminar hacia la criatura, pero sedetuvieron cuando el semigigante señaló

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una posada grande y que todavía se teníaen pie, en una esquina de la avenida delDuque. Los observadores del capitel deltemplo vieron que los guardias entrabanen el edificio de piedra, en cuya esquinase alzaba una torre de treinta pies. Unmomento después, uno de ellos salió ehizo un gesto. El semigigante,acompañado por el hechicero y la bruja,entró en la casa.

—Parece que va a establecer uncuartel provisional —dijo Jaymes. Tocóa Fregón en el hombro—. ¿Crees quepodrás encontrar un camino hasta allípor las alcantarillas?

—¡Por supuesto! Puedo encontrar un

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camino a donde sea, por eso soy unexplorador. Podemos bajar por la bocaque está justo ahí, delante del templo. Ytendremos que buscar otra para salircerca de esa posada, pero eso no tendríapor qué ser muy complicado. Sólo tengoque consultar mis mapas —dijo. Sacóuno de uno de sus múltiples morrales yse oyó el profundo suspiro de unsolámnico.

—Algunas rejas de las alcantarillasestán tan duras que no pueden moverse—les previno Brianna.

Jaymes se llevó una mano a laempuñadura de la espada.

—Yo puedo cortar acero si es

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necesario —le aseguró.—Buena suerte —les deseó ella.

Apoyó una mano sobre el brazo deJaymes y lo apretó con una fuerzasorprendente—. Y tened cuidado.

—Vos también —contestó Jaymes,posando su mano sobre la de la joven,antes de retirarla rápidamente. Cogió alkender por el hombro y lo obligó aponerse en acción.

Los tres Caballeros de la Espada, elMartín Pescador, Fregón y Jaymesdescendieron rápidamente a la calle.Salieron por la puerta principal deltemplo y encontraron la boca de laalcantarilla en un callejón que había

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justo en un lateral. Dos de los caballeroslevantaron la pesada reja de hierro y sevio un pozo que se perdía en laoscuridad. En una de las paredes delpozo había unos ganchos de hierro quesujetaban una escalera. Parecía quellevaban allí desde antes delCataclismo.

—Esto servirá —dijo Jaymes. Fueel primero en sentarse en el borde delagujero y bajar un pie hasta encontrar elescalón.

—¿No puedo ir yo el primero? —sequejó el kender con voz lastimosa,sentándose junto al señor mariscal—.Soy yo el explorador, ¿es que ya no te

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acuerdas?—Iré yo primero —objetó Jaymes,

que guiñó un ojo a los caballeros—.Hay que proteger al explorador. Cuandoestemos abajo, a salvo, podrás decirmepor dónde ir.

El kender se encogió de hombros yapartó las piernas a un lado, para dejarque el señor mariscal se internara en laoscuridad. Pero no perdió tiempo parabajar después. Lo siguieron sir Maxwelly los tres Caballeros de la Espada.Como era su costumbre, el kender teníauna buena provisión de antorchaspequeñas y pasó un par a dos de loscaballeros. Las encendieron

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acercándolas a uno de sus fósforos y,siempre que las sostuvieran en alto,daban bastante luz para ver el camino.Además, sir Maxwell conjuró unhechizo de luz en la hoja de su daga ylevantó el arma hacia adelante paracolaborar con aquella iluminación fría yblanquecina.

Jaymes iba a la cabeza, con una desus pequeñas ballestas encordada y listapara disparar. A su lado avanzaba sirMaxwell, con la daga encendida, y losseguían el kender y el resto decaballeros. Podía decirse que el pasajeera cilíndrico, con el techo y las paredesabovedados, aunque el suelo era sólido

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y liso. Los charcos embarradosreflejaban la luz de las antorchas, peroquedaba espacio para rodearlos y notener que mojarse.

Fregón sacó un pliego grande depergamino y lo estudió bajo la luz de laantorcha.

—Ahora, seguimos por aquí hastaque termine y giramos a la izquierda —dijo el kender.

—Espero que sepas lo que estáshaciendo —masculló sir Michael, quesostenía la antorcha con la manoizquierda, mientras apoyaba la derechaen la empuñadura de la espada.

—Puedo dar fe de que tiene un buen

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método para encontrar caminos —lotranquilizó Jaymes en voz baja.

Avanzaron en silencio unos cienpasos hasta descubrir que, tal comoFregón había predicho, el túnelterminaba en una intersección en formade T. Tomaron el pasadizo de laizquierda y continuaron hasta recorreruna distancia similar, mientras dejaban alos lados un sinfín de túneles. Llegaron aun cruce más grande, del que partían trespasadizos anchos. El kender señaló ensilencio el que iba hacia la derecha ysiguieron un poco más.

Fregón hizo un gesto a sir Michael yel caballero bajó la antorcha, para que

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el kender volviera a escudriñar elpergamino. Mirando por encima delhombro del explorador, el caballerosacudió la cabeza con incredulidad alver el laberinto de marcas decarboncillo. Pero se mordió la lenguacuando Fregón dobló el pergamino yvolvió a meterlo en el morral.

—Es justo por aquí —indicó,susurrando de forma exagerada—.Ahora ya tenemos que empezar a buscarun sitio por donde salir.

A sólo quince pasos, encontraronuna salida en un pequeño nicho quehabía a un lado del túnel. Unos peldañosoxidados, parecidos a aquellos por los

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que habían bajado, daban a una rejametálica. No entraba la luz del sol, porlo que Jaymes supuso que estabandebajo de un edificio o del alero de untejado, o quizá en un callejón estrecho.Cualquiera de las tres posibilidades eraperfecta para una aparición discreta.

El señor mariscal reunió al pequeñogrupo a los pies de la escalera y leshabló rápido y en voz baja.

—Recordad, primero el Caballerode la Espina. El gigante y la hechicerason peligrosos, pero seguramente sea elcaballero el que domine al serelemental. Cuando hayamos acabado conél, vamos por Ankhar y la bruja.

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¿Entendido?—Estoy preparado —contestó sir

Maxwell, cuyo joven rostro apenas teníacolor.

—Vamos —dijo sir Michael,asintiendo con la cabeza—. Todosestamos preparados.

Jaymes se puso a la cabeza, sinsoltar la ballesta, mientras con la otramano se sujetaba a la escalera. Subía lomás sigilosamente posible. Escudriñóentre los barrotes de la boca de laalcantarilla, intentando hacerse una ideade adónde iban a salir. Cuando llegó alúltimo peldaño, vio dos murosexteriores de piedra ennegrecidos por el

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hollín, lo que parecía indicar queestaban en un callejón estrecho. Se veíauna franja estrecha de cielo, cubierto dehumo, entre dos tejados que casi setocaban. Envolvían la callejuela ensombras protectoras.

Sin embargo, la reja no estaba de suparte. Jaymes la empujó con una mano,pero no se movió. Muy a su pesar, quitóel cuadrillo de la ballesta y se la colgódel cinturón. Sujetó los barrotesoxidados con las dos manos y afianzóbien los pies en el escalón. Empujó contodas sus fuerzas, apretando lasmandíbulas. Las gotas de sudor le caíansobre los ojos, pero la reja no se movió.

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Pegó el rostro a los barrotes y miróa derecha e izquierda. Vio unos barrilesamontonados cerca de allí, parecía quecerraban uno de los extremos delcallejón. El otro lado daba a unaavenida ancha, por la que, mientras élmiraba, pasaron dos ogros con suszancadas torpes. No prestaron atenciónal callejón, pero la boca de laalcantarilla estaba a sólo veinte pasosde la avenida.

Se dio la vuelta y bajó variospeldaños. Estuvo a punto de pisar losdedos de Fregón al volverse parasusurrar al kender:

—¿Qué edificio crees que es la

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taberna en la que entró Ankhar?—Pues, veamos…El kender sacó el trozo de

pergamino y dejó que se desenrollarahasta que tocó el suelo y quedóbalanceándose delante de la nariz delcaballero que tenía a su lado. Miróhacia la boca de la alcantarilla, ydespués otra vez al mapa. Por fin,asintió.

—Este de aquí; tiene que ser este —aseguró, señalando el edificio que habíaen el lado derecho del callejón.

—Perfecto —repuso Jaymes,tratando de disimular el escepticismoque sentía—. Vamos a tener que

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movernos de prisa —informó a todos—.Voy a cortar la reja con mi espada, y esopuede llamar la atención, así que estadpreparados. Todo el mundo afuera en unsuspiro.

—Vamos —dijo sir Michael—.Iremos detrás de vos.

Jaymes volvió a subir a lo alto de laescalera y preparó las dos ballestas.Después se agachó hacia un lado parasacar Mitra del Gigante de su largafunda. Haciendo equilibrios en lospeldaños, con una rodilla apoyada en unescalón oxidado, lentamente acercó elextremo de la espada a los barrotes dela reja.

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Cuando retorció la empuñadura entrelas manos, a lo largo del filo de aceroaparecieron las llamas, silenciosas, deun intenso azul entre las sombras de laalcantarilla. Tocó uno de los barrotescon la espada y se oyó un sonidosibilante, como el del agua vertida enuna olla caliente. Cortó el metal conrapidez y acercó la hoja ala siguientebarra. Caían chispas y gotas de metalfundido, y algunas le quemaban losbrazos.

No prestó atención al dolor y siguióejerciendo fuerza con la espada. En unmomento, había cortado todos losbarrotes por un extremo. Rápidamente,

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repitió el proceso en el otro lado. Cortótodos los barrotes menos uno. Bajó laespada y tiró de la reja, casi suelta porcompleto, para abrir la salida hacia elcallejón.

Echó un vistazo hacia abajo, paraconfirmar que sus compañeros estabanlistos, y se impulsó hacia arriba. Nadamás salir, se agazapó sobre el ásperoempedrado de la callejuela. Tenía losojos fijos en el extremo abierto delestrecho pasaje. Por suerte, lo único quevio fue un trozo desierto de la avenidadel Duque. Deslizó la espada en la funday cogió las dos ballestas, una en cadamano.

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Para entonces, Fregón y el MartínPescador ya estaban fuera, y detrás ibanlos tres Caballeros de la Espada.Maxwell parecía un niño con lareluciente túnica y los pantalones depiel. Empuñaba su daga, mientrasofrecía una mano a sir Michael, elúltimo caballero en salir.

—Allí hay una puerta… Debe de serde la cocina de la taberna —dijoFregón, acercándose a una puertadesvencijada de madera. El olor amanteca de cerdo parecía confirmar suhipótesis.

—Mantén vigilada la entrada delcallejón —ordenó Jaymes a uno de los

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caballeros—. Volveremos a bajar porese agujero en un momento.

Él mismo se puso a la cabeza y fuehasta la puerta de la cocina. Al mover elpomo, vio que estaba cerrado. Seencogió de hombros y arremetió contrala puerta, que cedió rápidamente.Apareció en una habitación vacía, en laque vio otra puerta al otro lado de labarra, después del enorme horno dehierro. Cruzó la cocina corriendo, perola puerta del otro extremo se abrió antesde que le diera tiempo a llegar a ella.

Jaymes casi tropezó con uno de loscaballeros negros que acompañaba aAnkhar por la calle. Era evidente que el

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hombre no esperaba encontrarse a unintruso en la cocina, pero se llevó lasmanos a la espada con reflejos de lince.Jaymes levantó una de las ballestas ydisparó. El veloz cuadrillo se clavó enel cuello del guardia, justo por encimadel peto metálico.

Boqueando, el hombre cayó al suelo,y el señor mariscal cargó hacia el gransalón de la taberna. Descubrió alsemigigante al momento. Ankhar estabacerca de la ventana de la fachada, desdedonde parecía que contemplaba el pasode sus tropas. Se volvió de un salto. Laboca abierta mostraba los colmillos, enuna expresión de puro asombro. Allí

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estaba también la menuda hembra dehobgoblin. Esta reaccionó rápidamente.Lanzó un chillido y agitó el grotescotalismán delante de los atacantes. Pero¿dónde estaba el Caballero de laEspina?

Jaymes adivinó la túnica gris con elrabillo del ojo, en el otro extremo de lahabitación. El hombre se movía con laligereza del agua. Se deslizó detrás deuna columna, como si supiera que él erael objetivo de aquel ataque. Aparecieronmás caballeros negros, parte de laguardia de Ankhar, pero Jaymes echó acorrer, mientras sir Michael y el otrocaballero se enfrentaban a los guardias

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con el acero. El señor mariscal rodeó lacolumna y se enfrentó al hechicero gris.

Los ojos del Caballero de la Espinase clavaron en los suyos. El hechiceroestaba conjurando algún tipo de hechizo.Murmurando una palabra arcana, hizo ungesto con sus delgados dedos, mientrasagitaba una fina varita de madera con laotra mano.

El señor mariscal empezó a levantarla ballesta, pero el mago, sin vacilar,cargó directamente contra él, aunque, almismo tiempo, se alejó. Jaymes propinóun puñetazo al hechicero gris, y la manoatravesó la imagen, que desapareció. Derepente, había cuatro hechiceros

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idénticos que echaban a correr endistintas direcciones. El señor mariscalapuntaba con la ballesta a una imagen,después a otra, sin saber con seguridad acuál disparar su último cuadrillo.

Fregón pasó como una exhalación yse lanzó sobre uno delos caballerosgrises. Tenía los brazos estirados, comosi quisiera abrazarlo. El kender atravesóla imagen mágica a toda velocidad ycayó de morros. Al mismo tiempo, elreflejo del hechicero desapareció. Perotodavía quedaban tres objetivosposibles: uno corría hacia la puertadelantera y dos se alejaban hacia losextremos del gran salón.

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En ese tiempo, Ankhar habíarecuperado el dominio de la situación yse lanzaba al combate. Sacó una espadaque llevaba colgada del cinturón.Aunque el arma parecía pequeña entrelas manos del semigigante, tenía unahoja tan larga como la de Mitra delGigante.

Jaymes se arriesgó y echó a correrhacia el hechicero gris que se dirigía ala puerta. Levantó la ballesta, preparadopara disparar al hombre por la espalda.Apenas reparó en el Martín Pescador,que recitaba algo aceleradamente yagitaba las manos alrededor de lahabitación.

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—¡Allí! —gritó sir Maxwell, en elmismo instante en que la imagen sedesvaneció delante de Jaymes.

El señor mariscal se volvió de unsalto. El reflejo del Caballero de laEspina que corría hacia la parteposterior de la taberna también habíadesaparecido. Sólo quedaba una figura aun lado de la estancia. La túnicaondeaba en su carrera hacia la escaleraque subía al segundo piso. Jaymes seabalanzó sobre ella y aquella vez golpeóun cuerpo sólido.

El hechicero cayó por la barandillay se desplomó boca arriba en el suelo.Los labios del hechicero gris se

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curvaron en un gruñido y agitó las manosdelante de su rostro. En una, todavíasujetaba la varita.

Pero no tuvo tiempo para terminar elhechizo.

Jaymes había levantado la ballesta ydisparó el cuadrillo directamente alpecho del hombre. La fuerza del disparolo empujó hacia atrás, pero el señormariscal recuperó en seguida elequilibrio. Vio que los dedos sin fuerzadel mago dejaban caer la varita y seagachó para recogerla. Sintió elchasquido de la madera al romperseentre su mano y el suelo, antes demeterse rodando debajo de un cajón.

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—¡Ha roto la varita! —chilló lahechicera, horrorizada.

—¡No! —bramó Ankhar.Jaymes vio que el Caballero de la

Espina estaba malherido, tal vez demuerte. El bramido del semigigante, elgrito angustiado de su madre,retumbaron en la habitación. Por lapuerta delantera cargaron más soldadosde Ankhar, un puñado de refuerzos. Eraevidente que los atacantes estaban endesventaja y tenían que retirarse.

—¡Hemos conseguido lo quequeríamos! —gritó el señor mariscal,sacando Mitra del Gigante de la fundaque llevaba a la espalda.

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Echó a correr hacia sir Michael, quese enfrentaba él solo a dos guardias deAnkhar. Fregón, sangrando por la nariz,corría junto a él. Esquivó de un salto elcuerpo del Caballero de la Espada quehabía luchado junto a Michael cuandohabían entrado en el salón.

—¿Dónde está Maxwell? —preguntó Jaymes, que giró sobre símismo, sujetando la espada con unamano.

Pero Ankhar ya se cernía sobre eljoven Martín Pescador. Una de susmanazas se cerró sobre el cuello delmuchacho y lo levantó del suelo.Maxwell agitaba pies y manos, pero no

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podía hacer nada contra aquel bárbarogigantesco. Lanzando un gruñido ronco,el semigigante apretó los dedos.

Sir Michael derribó al últimocaballero negro de un tajo en elabdomen y se unió a Jaymes. Ambos selanzaron sobre el comandante enemigo.La hechicera hobgoblin chilló algo y, derepente, los dos guerreros separalizaron, como si una barrerainvisible los detuviera. El señormariscal balanceó la espada llameante ysintió que la barrera temblaba, mientrasel rostro de Maxwell adquiría un tonoazulado y las extremidades del jovencolgaban inertes.

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Fregón atravesó la habitación a lacarrera y se lanzó directamente a lacabeza de la bruja. Le tapó el rostro conlos brazos y los dos fueron dandotumbos hasta una gran chimenea depiedra, que, por suerte, estaba apagada.Los gritos y los chillidos de ambos semezclaban, mientras caían sobre lapiedra de granito, el kender encima de lavieja hechicera. Con un grito triunfal,Fregón soltó a la hobgoblin.

En ese mismo instante, se abrió degolpe la puerta de la calle y por ella seabalanzó una tropa de ogros.

—¡Matadlos! —chilló la hechicera,señalando a los atacantes con el

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talismán del cráneo.Los bárbaros cargaron todos a una

contra los dos caballeros y el kender.Maxwell hizo un último gestodesesperado. Agitó la mano haciaJaymes. Abrió la boca y, a pesar de queno logró emitir ningún sonido, en suslabios se leyó claramente: «¡Escapad!».

La puerta escupió más ogros.—¡Matadlos! ¡Matadlos! —La vieja

hobgoblin gritaba la misma orden una yotra vez.

—Tenéis que huir —dijo Michael aJaymes, mientras se alejaban de losogros.

—También, tú —ordenó el señor

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mariscal, cogiendo al caballero por elhombro y tirando de él—. Ya nopodemos hacer nada.

Con una mueca de ira y dolor, elCaballero de la Espada admitió aquellaverdad. Fregón ya había salido y los doshombres se dieron media vuelta y losiguieron hacia la cocina. Sólo sedetuvieron para volcar un gran arcónque bloqueaba la salida.

En el callejón, encontraron al últimoCaballero de la Espada cerca de laavenida, luchando contra un ogroenorme. Poco a poco, el humano perdíaterreno. Las flechas silbaban alrededor,pues unos cuantos arqueros de Ankhar

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habían oído la alarma y disparaban sindescanso hacia el callejón. El caballerogimió y se derrumbó. La sangre lemanaba por una herida que tenía en elpecho. Pero antes de que el ogro pudieraavanzar, sir Michael corrió a ocupar ellugar del hombre caído.

—¡Salid de aquí! —gritó elcaballero por encima del hombro, antesde acabar con el ogro con un soloestoque.

Por la boca del callejón aparecieronmás ogros.

—¡Marchaos! —exclamó Michael,antes de enfrentarse al siguiente ogrocon el ruido metálico de las espadas—.

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¡Est Sularus oth Mithas! —gritó, con eléxtasis de la honrosa batalla resonandoen su voz.

Jaymes empujó a Fregón hacia laboca de la alcantarilla. Con un chillido,el kender desapareció de la calle, y elseñor mariscal lo siguió. Corrieronenvueltos por la oscuridad, perseguidospor el entrechocar del acero de lavaliente defensa del caballero solitario.

Diez segundos después, los sonidosde la batalla se interrumpieronrepentinamente, pero ya habían llegadoal primer recodo y se alejaban a todaprisa por las alcantarillas de Solanthus.

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19Fuera de control

¿Qué ha pasado? —rugió Ankhar.Agarró al jefe de su guardia

personal y lo sacudió por los hombros,hasta que el cuello del hombre se quebrócon un chasquido. El semigigante tiró elcuerpo sin vida a un lado y miró a sumadre adoptiva con ferocidad.

—¿Qué ha pasado? —repitió, perocon voz aún más atronadora y enfadadasi eso era posible.

Pero Laka ni siquiera le dedicó una

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mirada. Estaba ocupada apretando laherida sangrante del pecho de Hoarstcon una mano, mientras murmuraba unaoración al Príncipe de las Mentiras. Derepente, bajo la atenta mirada deAnkhar, arrancó el cuadrillo y lo tiró aun lado. Levantó el talismán del cráneohumano y lo sostuvo sobre el rostromacilento del Caballero de la Espina.Empezó a agitarlo frenéticamente. Laspiedrecillas entrechocaban en el interiordel cráneo y las gemas verdes de losojos se iluminaron. Se veían incluso a laluz del día. Después, la hobgoblin bajóel talismán, para que los labios sin vidadel cráneo rozaran los labios azules y

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fríos del hombre agonizante.Hoarst lanzó un grito espeluznante.

La luz verde volvió a centellear, enaquella ocasión con tanta intensidad queAnkhar tuvo que parpadear. No pudoevitar la curiosidad de inclinarse sobreel Caballero de la Espada, empapado ensangre, y observarlo con los ojosentrecerrados.

Hoarst jadeaba y tosía, como si seahogara. Laka lo apoyó sobre uncostado, y el hechicero vomitó sangresobre las gastadas tablas del suelo de lataberna. El humano tuvo variasconvulsiones y después se hizo unovillo, entre jadeos desgarrados y

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arcadas. El hechicero tenía los ojoscerrados, las manos apretadas en puño ypegadas al pecho. Temblaba como si loconsumiera la fiebre de Nordmaar.

—Está casi muerto —dijo Laka,mientras se ponía de pie y dedicaba unasonrisa ribeteada de colmillos alcomandante del ejército—, pero no deltodo.

—¡La varita! —farfulló elsemigigante—. ¿No puedes utilizarla?

Laka se encogió de hombros.—No sé —contestó con mucha

menos preocupación de la que esperabael comandante.

—¿Qué vamos a hacer sin ella? —

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gruñó.—La coges tú —contestó ella,

tendiéndole los trozos delgados demadera que había sacado de debajo delcajón.

El semigigante miró aquello, queparecía un palillo roto en su manaza, ytuvo que reprimir los deseos dearrojarlo al suelo. Se veía tan pequeño,tan insignificante, que le costaba creerque sirviera de algo cuando lo agitarahacia el rey de los seres elementales yempezara a darle órdenes.

Laka se sacudió la ceniza que lacubría de pies a cabeza, tras su caída enla chimenea. Palpó su morral y movió la

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cabeza con seriedad mientras miraba asu hijo adoptivo.

—La varita no es lo peor de todo.Laka sacó un objeto pequeño de su

bolso con rubíes incrustados, y se lomostró a Ankhar.

La tapa de la caja se había soltado ydescansaba sobre la palma arrugada dela hobgoblin. Se habían caído variaspiedras. Chispas de color carmesíiluminaban la piel marrón,apergaminada.

—Ya no tenemos la caja paraatrapar al gigante cuando venga pornosotros. —Lo anunció como siestuviera informándole de que ya no

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quedaba manteca para la tostada delcomandante.

Ankhar miró con recelo la caja rota.Su magia había desaparecido; de eso elsemigigante se daba cuenta. La varita noserviría de mucho, ni siquiera de haberestado entera. El rey de los sereselementales ya no sería prisionero en lacaja mágica. De repente, la mera idea deaquel ser horrible persiguiéndolo, librede su prisión y totalmente fuera decontrol, surtió efecto. No cabía duda deque era un pensamiento bastanteinquietante.

—Va a venir muy pronto, ¿verdad?Y nos estará buscando… a ti, a mí y al

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hechicero gris.Laka lanzó un bufido.—¿Tú qué crees?Ankhar echó la cabeza hacia atrás y

rugió su desesperación. Se golpeó elpecho con uno de sus poderosos puños ydespués trató de pensar, de recuperar elcontrol de sus emociones, en primerlugar; después, de su ejército, y porúltimo, de la batalla.

—Sí, lo entiendo. El hechicero quecontrolaba al rey está herido yseguramente muera. Y la caja que loaprisionaba está rota.

El semigigante gruñó, se dio lavuelta y recorrió la habitación con pasos

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airados. Volvió a girarse y, con un dedogordo, señaló a su madre adoptiva y a lafigura acurrucada del Caballero de laEspina.

—Sólo podemos hacer una cosa:¡arreglarla! —rugió—. ¡Antes de quenos mate a todos!

Jaymes y Fregón, un poco sucios ymojados por su incursión en lasalcantarillas, entraron corriendo en eltemplo de Kiri-Jolith, donde la duquesahabía acordado esperarlos. Encontrarona la joven y a sus capitanes en unvestíbulo lateral, estudiando un mapa de

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la ciudad que habían extendido sobreuna mesa.

—¡Habéis vuelto! —exclamóBrianna, corriendo para abrazar al señormariscal—. ¿Qué tal os ha ido?

El hombre se encogió de hombros.—No demasiado bien. Logramos

atacar al hechicero. Está malherido,seguramente moribundo, pero unacompañía de ogros se lanzó al ataqueantes de que pudiéramos infligirles másdaño. Tuvimos que retroceder.

—¡Pero por lo menos pudisteis conel hechicero! —exclamó la duquesa,buscando algo a lo que aferrarse—. Sino puede seguir ayudando a nuestro

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enemigo, nos va a beneficiar.—Hubo que pagar un alto precio —

admitió el señor mariscal—. Cuatrovalientes caballeros cayeron en nuestrahuida. —Jaymes se volvió hacia lordMartin—. El valor de tu hijo fuefundamental en el ataque…, perolamento tener que decir que pagó talcoraje con su vida.

El rostro del señor palideció. Setambaleó un poco. Rápidamente, seenderezó y obligó a las palabras a salirentre los dientes apretados.

—Los del Martín Pescador siguen elmismo credo que el resto de religiones:Est Sularus oth Mithas. Me alegro de

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que su muerte no haya sido en vano.—Por todo lo que es sagrado,

¿dejasteis a los muertos atrás sin más?¿Los cuerpos de esos valientesabandonados? —exigió saber lordHarbor, que se enfrentó a Jaymes desdeel otro lado de la mesa—. ¿Queréisdecir que huisteis preocupándoos sólode vuestra propia seguridad?, ¿que nohicisteis que esos miserables lo pagarancaro?

—¡Deja de decir tonterías! —lointerrumpió Brianna.

—Pero el honor de la caballería…,¡la tradición! ¡Un caballero honorableno abandona los cuerpos de sus

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compañeros a la merced del enemigo!—Esas tradiciones tienen que ser

flexibles ante las situacionesdesesperadas —repuso la duquesa.

—Su excelencia —dijo lord Harbor,irguiéndose—, si ha llegado el momentoen que mi consejo ya no…

—¡Necesito vuestros consejosrazonables, mi señor! —aseguró Brianna—. Y seguiré necesitándolos. ¡Peroahora debemos ocuparnos de lasnecesidades más apremiantes!

—Tengo la intención de que elenemigo pague caro lo que ha hecho —dijo Jaymes al noble—. No olvidaré elsacrificio de los buenos hombres. Pero

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debemos continuar con nuestro plan. Nopodemos detener al rey de los sereselementales, pero ahora tenemos laposibilidad de atacar al ejército por elflanco, mientras avanza.

Lord Martin se aclaró la garganta.—El ser elemental ha ganado terreno

rápidamente, tan de prisa que sus tropasno pueden seguirlo —apuntó. Su rostrono había recuperado el color, pero suvoz era firme y decidida—. Tenéisrazón, tal vez podamos caer sobre ellosdesde detrás y por los flancos,aprovechar para lanzarles un buenataque, mientras el monstruo está lejos.

—¿Dónde está el gigante ahora? —

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preguntó Jaymes.—Empezó a destrozar el arsenal

poco después de que bajarais a lasalcantarillas. Ha estado golpeando losmuros y las torres, en una especie delocura. No está muy lejos de aquí —explicó Brianna.

—Recuerdo dónde está el arsenal —contestó Jaymes—. Debería dirigirmedirectamente allí y echar un vistazo. Sies posible, trataré de hostigar y retrasara esa criatura. ¿Cuántas tropas tenéis enposiciones cercanas?

—Varias compañías se hanreplegado desde la puerta —le informóMartin—. Puede acompañaros por lo

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menos una.—Bien. Que el resto de la

guarnición se ponga en posición para unataque general contra los ogros y losgoblins.

—Estarán preparados lo antesposible —dijo la duquesa con lasmejillas encendidas—. No hay tiempoque perder. —Acarició la barba delseñor mariscal con su mano menuda y lomiró con ojos brillantes—. Vos… tenedcuidado. Que los dioses os protejan.

—No todo está perdido —repuso él—. Conservad la fe, pero estadpreparada para cualquier cosa.

—Adiós, mi señor mariscal —se

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despidió la joven, apartando la manocon evidente resistencia.

Con un último gesto de despedida, elseñor mariscal y su magnífico guía yexplorador profesional cruzaroncorriendo la puerta y salieron a lascalles cubiertas de humo de Solanthus.Lord Martin se había adelantado y ya losesperaba con casi un centenar deespadachines y arqueros organizados endos unidades. Los caballeros armadoscon espadas y escudos levantaron susarmas y avanzaron rápidamente detrásde Jaymes y del kender, mientras losarqueros alzaban los carcajes y echabana correr cubriendo la retaguardia.

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El monstruo se cernía sobre las ruinasde unos barracones militares, en mediode los muros de piedra derruidos. Losvientos soplaban alrededor de losciclones de sus piernas, levantaban unaespesa nube de polvo nocivo y lanzabanrocas en todas las direcciones. Aquellosescombros caían por doquier sin ningúnorden, rodaban por el suelo yaumentaban el caos y la destrucciónreinantes, para acabar estrellándosecontra las paredes de madera de losedificios colindantes.

Las llamas lamían los rasgospedregosos de su cara y, por un

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momento, el monstruo se detuvo, comosi quisiera contemplar lo que habíaconseguido hasta el momento. Elarsenal, que era un castillo pequeñopero sólido, había quedado reducido aun montón de piedras resquebrajadas.Las hogueras marcaban los lugares enque el monstruo había fijado su miradallameante. Pero en la construcción depiedra no había casi nada que pudieraservir de combustible, así que no sehabía declarado un incendio importante,sólo pequeños focos de llamas,montones humeantes de troncoschamuscados y columnas de humo negro.

Jaymes y Fregón habían localizado

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al rey de los elementales en cuantohabían salido del templo. Atajaron poruna callejuela y avanzaron hacia el nortedurante un par de manzanas. Después, sedesviaron por una calleja estrecha queles llevó al patio de un establo. LordMartin y su compañía improvisada losseguían. En ese momento, todos podíanver perfectamente al monstruo a travésde una puerta arrancada, detrás de losmuros derruidos de un edificio del otrolado de la calle.

—¿Y ahora qué? —preguntó elkender, con un hilo de voz, mientrasmiraba al monstruo con escepticismo—.Espero que no nos descubra. No parece

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que podamos hacer nada por detenerlo,¿verdad?

—No tengo muy claro lo que vamosa hacer —contestó el hombre.

Aquella respuesta hizo que sucompañero parpadeara, sorprendido otal vez consternado. Sin embargo, poruna vez, parecía que el locuaz kender noencontraba las palabras y se limitó aasentir con seriedad.

El rey de los elementales habíadestrozado la mayor parte de la zonaoccidental de Solanthus. Ya habíaacabado de destruir el arsenal y todoslos barracones que lo rodeaban, así queen ese momento tenía que tomar una

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decisión. Al norte se extendían losvastos barrios de casas y mansiones,mientras que al este lo esperaban elpalacio ducal y el centro de lametrópolis de Solanthus.

Después de un breve descanso, laenorme criatura dio un paso entre lasruinas, hacia el establo en que el señormariscal y el kender se agazapabanintentando que no los descubriera. Porsuerte, lo estaban consiguiendo. Una deaquellas piernas gigantescas yarrolladoras dio una patada a lo quequedaba en pie de un muro del arsenal yse dejó caer sobre la calle. Con cadapaso, se levantaban altas columnas de

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polvo y el humo se espesaba con lafuerza de los vientos. El monstruo diootro paso, y otro, y empezó a bajar porla avenida.

—Por aquí —dijo Jaymes, guiando aMartin y a lo guerreros hacia el oeste.

Se alejaban del ser elemental,manteniendo el muro caído entre ellos yel descomunal monstruo.

En un momento, llegaron a un cruce.A la derecha, una pequeña compañía deogros corría tras los pasos del serelemental. En la dirección contraria,vieron las figuras pardas ydesmadejadas de una docena de wargs,cada uno de ellos con un goblin en el

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lomo. Aquellos animales rebeldes ybabeantes hurgaban entre las ruinas deuna casa, mientras sus jinetes farfullabany chillaban.

—Esta es una oportunidad tan buenacomo cualquier otra —dijo Jaymes alnoble—. Que tus arqueros se concentrenen esos lobos. Yo lideraré el grupo deespadachines contra los ogros.

—De acuerdo —convino Martin.Los arqueros, armados con un

resistente arco, prepararon las flechasen las cuerdas. Los soldados conespadas y escudos tomaron posición.

—¡Ahora! —exclamó Jaymes, almismo tiempo que desenvainaba Mitra

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del Gigante y cargaba hacia la calle,seguido por los caballeros.

Los ogros empezaron a aullar y ainsultarlos, y se volvieron paraabalanzarse sobre los defensores de laciudad. Un momento después, las doscalles estaban sumidas en la batalla. Ala cabeza de su compañía, Jaymesluchaba como un loco, lanzandoestocadas a derecha e izquierda.Derribó a dos ogros, mientras las mazasy las espadas del enemigo caían sobrelos escudos de los solámnicos y lacallejuela se llenaba de cuerpos que seretorcían, de combatientes que aullabany vociferaban.

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Jaymes tiró al suelo a otro ogro ycon una estocada certera atravesó elpeto, el pecho y el corazón del bárbaro.Se apartó un poco del tumulto y, porencima del hombro, vio que los arquerosno paraban de disparar. Las flechascaían sin piedad sobre los goblins y loswargs, derribaban a lobos y a jinetes asólo cincuenta pasos. En pocos minutos,todo el destacamento de caballería habíasido aniquilado y, un momento después,el último ogro se desplomaba,sangrando y agonizante.

Sin embargo, antes siquiera de quetuvieran tiempo para alegrarse por lavictoria, una forma descomunal se alzó

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sobre ellos. El rey de los sereselementales, que no parecía seguirningún camino fijo en su vagabundeo, seacercaba por el mismo sitio por el quese había ido. Los hombres habíanquedado expuestos en la calle y mirarona lo alto, desperdigados.

El señor mariscal no se movió,esperando que el monstruo cargarasobre ellos y los pisoteara.

Pero entonces, aquel ser gigantescose desvió hacia un lado. En sus ojoscentelleó el fuego y la boca enorme seabrió en un rugido increíble, como ellamento de un viento devastador en unbosque desolado. Era así, pero cien

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veces más alto.—¿Qué está haciendo? —preguntó

Martin, que había acudido corriendo allado de Jaymes.

—No lo sé. Es como si algo lohubiera distraído —contestó el señormariscal.

—¡Mirad! —gritó uno de lossoldados—. ¡Es el kender!

Entonces, lo vieron, en lo alto deltejado de uno de los pocos edificios queseguía en pie en la calle. Fregón pegabasaltos y lanzaba insultos cargados deimaginación, mientras agitaba los brazosy gritaba al ser elemental con suvocecita aguda. El monstruo volvió su

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rostro enorme hacia aquel kenderdiminuto, como si fuera incapaz decreérselo. Rugió y se agitó.

—¿Por qué estás tan seguro de quedas tanto miedo? —cantaba Fregón agritos—. ¡He encendido fósforos quetenían más llama que tú! ¡Estoy segurode que te asustan los pequeñajos comoyo! ¡A que sí!

El rey de los elementales volvió arugir, y el sonido se clavó en lostímpanos de los hombres como elsilbido de un viento huracanado. Lacriatura no dio un paso más, sino que sequedó agitando los brazosfrenéticamente.

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El fuego ardía en sus ojos, profundoscomo cuevas. El gigante se retorcía y seagitaba con evidente tormento. Fregóndesapareció en cuanto la criatura dio unpaso hacia él. El monstruo volvió adetenerse, rugiendo y aullando.Entonces, su torturador apareció denuevo.

El kender había trepado a lo alto deun montón de piedras. Después dearrastrarse por la montaña de ruinas, sesujetó a la cima con una mano. Desdeallí, afianzó los pies en un par de rocasplanas y se irguió cuan alto era.Blandiendo un puño se dirigiódirectamente a la criatura monstruosa.

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—¡Te lo estoy advirtiendo, más quefeo! ¡Vete de aquí! —gritó Fregón, sindejar de pegar saltitos—. ¡Tienes lacara roja de tanto fuego! ¡Esta es tuúltima oportunidad para escapar! —Cerró los dos puños y empezó aagitarlos en el aire, mientras dabaalaridos y lanzaba alegres gritos devictoria—. ¡No eres más que un truenogrande y feo, eso es lo que eres!

El ser elemental volvió a rugir, másalto incluso que antes, angustiado por laincreíble humillación de las burlas de unkender, tal como Fregón lo describiríaincansablemente durante el resto de suvida. La poderosa criatura dio un paso y

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después otro. Se acercabaamenazadoramente, pisando una hilerade casas medio derruidas. Reciosvientos marcaban su camino y caíangotas de lluvia sobre la calle, pero elvendaval las secaba antes de quetocaran el suelo.

Jaymes vio una escalera cerca,apoyada en el balcón de un edificio dedos plantas. Rápidamente, trepó por lospeldaños y subió a lo alto. Empujó lapuerta, atravesó un vestíbulo estrecho yencontró una escalera que llevaba altejado. Subió y apareció a variosedificios de Fregón, pero con unamagnífica vista de toda la ciudad.

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Desde su posición, Jaymes podía verun regimiento entero de ogros avanzandoen formación por la avenida del Duque.Comprobó que Fregón seguía inmerso ensu retahíla de insultos, aunque el señormariscal estaba demasiado lejos paraentender lo que decía. Tampoco estabaclaro que el rey de los seres elementaleslo entendiera. Pero lo más importanteera que el monstruo siguieraconcentrado en aquel pequeño tormento,mientras se dirigía directamente hacia elbatallón de ogros.

Los guerreros bárbaros se dieroncuenta demasiado tarde de que elmonstruo estaba sobre ellos, y cuando

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empezaron a huir, ya era demasiadotarde para escapar de su camino. Laspiernas de vendavales atravesaron elregimiento y docenas de ogros salieronvolando por los aires, como si fueranbolas de algodón o semillas de dientesde león. Unos cuantos ogros lanzaron lasespadas y blandieron sus hachas contrasu supuesto aliado, pero aquellas armasno tuvieron más efecto que el que habíantenido las espadas de los defensores dela ciudad.

Sin embargo, no satisfecho con laprimera masacre, aparentementeaccidental, el ser elemental se agachópara barrer otro grupo de ogros con sus

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brazos. Los hundió en el suelo o losestrelló contra las paredes que selevantaban a ambos lados de la calle.Docenas de guerreros fuertes y brutalesquedaron aplastados como hormigas.Enormes lenguas de fuego nacieron delos ojos del ser elemental y abrasaron amás ogros con su calor infernal.

Jaymes bajó la vista hacia la calle ybuscó a lord Martin.

—¡Vuelve junto a la duquesa! —aulló—. Dile que la criatura estáalejándose de aquí. Ahora es elmomento de atacar a los guerreros deAnkhar, ¡mientras están completamentedesorganizados!

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—¡Voy ahora mismo! —contestó elnoble—. ¡Buena suerte!

Lord Martin salió a la carrera,mientras los arqueros encontrabanrefugio en la calle y lanzaban una nuevaandanada de flechas a otro grupo desoldados de infantería de Ankhar, unosgoblins pintarrajeados que habíanaparecido por una calle cercana y que sedirigían al palacio ducal. Los atacantesse protegieron detrás de unos barriles yen los edificios, para escapar de losproyectiles mortales.

El rey volvió a rugir, exultante,mientras golpeaba sin descanso. Cuandotodos los ogros habían muerto, habían

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perdido el conocimiento o ya estabanmuy lejos de allí, el ser elemental sedetuvo. Recordó algo y volvió la vista.Sus ojos crueles buscaban al kender, queya no estaba allí. Jaymes saltó desde eltejado donde estaba a otro edificio másbajo y después se dejó caer al suelo.Había desenfundado la poderosa espaday la blandía sobre su cabeza, mientras asu alrededor se reagrupaban lossolámnicos. Toda la compañía empezó aavanzar al trote.

Entonces, el monstruo cambió dedirección. Se alejó del escenario de suviolencia desenfrenada y se abalanzóhacia la plaza, hacia el agujero en las

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murallas de la ciudad y hacia el gruesodel ejército de Ankhar la Verdad, quetodavía estaba concentrado en lasllanuras.

El rey de los seres elementales, unmonstruo de fuerza y energía puras, notenía pensamientos, planes o ideas en lamisma forma que los humanos y otrascriaturas inteligentes y sensibles. Lomovían instintos misteriosos, deseos yfurores que nacían en lo más primario yfundamental del ser.

Esos instintos llevaban a la criaturahacia aquellos que lo habían

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esclavizado, que lo habían arrancadodel reino —aunque fuera infernal— quehabía sido su cubil, de sus dominios, desu hogar.

Rugía y se agitaba como una fuerzade la naturaleza terrible, dejando muertey destrucción a su paso. Donde selevantaban edificios, sólo quedabanmontones de escombros. Las murallas depiedra se tambaleaban, toda la maderaardía. Pero el rey de los sereselementales no prestaba atención a ladestrucción, al caos. Sus ojoscentelleantes escudriñaban la tierra,buscando su objetivo.

Buscando a aquel que lo había

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esclavizado.

—¡Se está alejando, su excelencia!¡Todavía no me lo creo, pero el kenderha logrado distraerlo y lo ha alejado delcentro de la ciudad! —anunció lordMartin.

Brianna no pudo responder, quizáporque le sobrevino una ola deemociones que le atenazó la garganta yno estaba segura de que pudierapronunciar ninguna palabra deesperanza. Pero la prueba se mostrabaclaramente ante sus ojos: el serelemental de fuego, por alguna razón, se

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había vuelto contra sus antiguos aliados,los guerreros salvajes de Ankhar laVerdad.

Después de diezmar a todo unregimiento de ogros, el monstruo sehabía dedicado a desbaratar las filas dearqueros goblins que se habían reunidoen la plaza de la puerta occidental. Sehabía vuelto hacia la hilera de soldadosenemigos y los ciclones de sus piernaslanzaron por los aires a cientos de ellos.Torrentes de látigos de agua salían delos brazos líquidos y arrastraban acompañías enteras. Los goblins quequedaban demasiado perplejos para huiro que eran demasiado pequeños se

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ahogaban en el torrente.La duquesa miró alrededor. La

guarnición había reunido a más dedoscientos Caballeros de la Espada,todos con armadura, a caballo,sosteniendo pesadas lanzas. Habíaordenado que se agruparan en el patio,delante del palacio. Convocados por elestandarte ducal —el emblema de laEspada—, todos habían acudido alinstante y esperaban sus órdenes.

La calle era lo suficientemente anchacomo para que pasara una columna decuarenta jinetes, así que los caballeroshabían formado seis filas. Cerca,aguardaban cientos de otras tropas,

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incluidos espadachines y hacheros,compañías de milicias con lanzas yescudos y varias compañías dearqueros. Estos últimos estaban armadoscon todos los proyectiles coronados conplumas que quedaban en la ciudad. Losdefensores estaban ansiosos por vengarel terrible daño que había sufrido suciudad y por todos los compañeros quehabían perdido en los días anteriores.

Después de meses de asedio y díasde caos, estaban preparados paracontraatacar. Todos y cada uno de elloscomprendían que la próxima batalladebía terminar en victoria o, de locontrario, perderían para siempre la

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ciudad que amaban, en la que habíanprotegido a sus familias y susposesiones.

—Pero, su excelencia —continuabadiciendo Harbor, bajando la voz yacercándose a la esbelta joven, quetodavía no había pronunciado palabraalguna—, no hace falta que lideréis lacarga. Dejad que mis caballeros másveteranos se ocupen de esaresponsabilidad, mientras les daisánimos desde la retaguardia.

—Mi señor —repuso ella, en untono duro, pero suavizado por la calidezde su mirada—, ya he contempladodemasiadas veces esta batalla y toda

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esta guerra desde la ventana de mi torremás alta. Ahora debo ir a la cabeza yblandiré mi espada por la defensa de miciudad.

Harbor intentó argumentar suposición con más insistencia, hasta quese dio cuenta con gran disgusto de que laduquesa miraba hacia fuera, sinescucharlo. Entonces, decidióaleccionar en voz baja a los caballerosque había cerca, para que cuidaran deBrianna, o pagarían con su honor y suspropias vidas.

La duquesa se sentó muy erguida enla silla de su yegua negra. Llevaba lamelena color cobre suelta sobre los

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hombros. Brianna se había negado allevar yelmo, pues había decidido queera importante que se la viera ydistinguiera bien. En el brazo izquierdotenía un pequeño escudo y en la vainaque colgaba del cinto llevaba unaespada de hoja fina, más parecida a unestoque.

La duquesa desenvainó la espadacon gesto triunfal y la blandió porencima de la cabeza. La yegua se agitabacon nerviosismo y oyó los relinchos ylas patadas de los otros caballos.Parecía que ellos también se pusieranalerta, como sus jinetes, presintiendo lainminencia de la batalla.

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—¡Guerreros de Solanthus! —exclamó Brianna con voz clara y fuerte—. ¡Hoy será el día en que reclamemosnuestra ciudad! ¡Seguid a vuestroscapitanes! ¡Ha llegado el momento!¡Defended vuestro honor!

Apretó las rodillas y la yegua echó acaminar. Los caballeros la acompañabana ambos lados, mientras avanzabanlentamente por la avenida del Duque.Brianna cabalgaba en el centro de laprimera fila, entre dos fornidosCaballeros de la Espada que larodeaban con gesto protector. No lesdedicó una mirada a ellos ni a los que laseguían, sino que continuó cabalgando

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un poco antes de espolear a la yegua yechar a correr. Las filas de caballeros lasiguieron.

Llegaron a un lugar de la avenidadonde yacían decenas de ogros muertos,muchos de ellos aplastados o mutiladospor el rey de los seres elementales.Brianna volvió a espolear la montura, yla yegua se lanzó al medio galope,mientras el resto de la línea seapresuraba para seguirle el paso. Cadavez más veloces, hombres y caballos selanzaban sobre el enemigo. Lascolumnas de infantería de Solamniatenían que correr para mantenerse lomás cerca posible de los caballeros.

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Pero los caballos ibanadelantándose. El viento agitaba lamelena cobriza de Brianna en una estelareluciente. El ruido de los cascos serepetía y retumbaba en los edificios. Selevantaba el polvo, se agitaba el humo,crecía el ruido.

Brianna sintió una emoción quenunca antes había experimentado, unapercepción del destino y lainevitabilidad, como si todas lasexperiencias de su vida, todas susdecisiones —incluida la de casarse conel duque que había resultado ser uncanalla— hubieran estado dirigidas aese momento, a la realización de su

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destino.La primera fila de caballeros se

acercaba a la gran plaza, donde sehabían reunido miles de tropas deAnkhar. Los goblins, hobgoblins, ogrosy humanos, entre los que había muchosque acababan de presenciar y sobrevivira la destrucción del ser elemental,estaban completamente desorganizados.Las unidades estaban dispersas,mientras los capitanes intentaban reunira sus tropas.

Nadie se había ocupado de apostarcentinelas para vigilar quién seacercaba.

La avenida estaba envuelta en

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jirones de humo, pero algunos goblinsexhaustos vislumbraron el ejército quese cernía sobre ellos. Lanzaron un gritode advertencia y se dieron media vueltapara echar a correr. Las tropas deAnkhar levantaron la vista, se aferraronapresuradamente a sus armas y trataronde descubrir la razón de la alarma. Peroningún guerrero del ejército enemigoestaba preparado para recibir la cargade los caballeros, que blandían suslanzas.

Brianna sintió una emocióntrascendental cuando los jinetesdesembocaron en la plaza. Nunca anteshabía matado en una batalla, pero en ese

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momento sentía una necesidad casidesbocada de desgarrar la carne delenemigo con su espada. Una docena degoblins escapaba a gatas justo delantede ella. Intentaban huir, pero todoscayeron bajo las lanzas de loscaballeros o quedaron aplastadosdebajo de los cascos de los corceles.

Los caballeros se dispersaron, y laprimera hilera avanzó. Por fin, la hojade Brianna se bañó en sangre al clavarseen un hombro musculoso. En el ímpetude la carrera, la espada se hundió tantoque estuvo a punto de separarse de sumano.

Los soldados de infantería de la

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ciudad entraron en la plaza. Atacabancon espadas y hachas, picas y lanzas.Salieron por todas las callejuelas ycallejones que conectaban la plaza conel resto de la ciudad. Las trompetaselevaban sus notas, tocadas por losheraldos que cabalgaban en velocesmonturas.

El colosal gigante, con la cabezatodavía envuelta en el humo de sus ojosde fuego, cruzaba la llanura de lasafueras de la ciudad con paso airado.Con una minuciosidad vengativa, arrasólas trincheras y las rutas de ataque quelos ogros habían cavado con tantoesmero en las ruinas de la puerta.

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Derribaba los altos muros de piedra,llenaba de agua turbia las zanjas. Enmedio de la llanura, el rey de loselementales llegó hasta la atalaya deAnkhar y la aplastó con un solo golpe desu pierna descomunal. Su avancedecidido no vacilaba nunca y no tardóen llegar al campamento principal delejército del semigigante.

Brianna descubrió a Jaymes, queavanzaba con la misma decisión que elmonstruo en medio de todo aquel caos.Llevaba la espada en las manos.Combatía junto al kender. Ambosarremetían y lanzaban estocadas a unlado y otro, a la cabeza de una compañía

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de soldados de infantería de Solanthus.La mirada del señor mariscal seencontró con la de la duquesa, y levantóla espada en señal de saludo, paradespués bajarla y hundirla en un ogrovociferante que los humanos habíanrodeado.

El mismo combate se repetía confuria alrededor de otros focos deresistencia en torno a toda la plaza, perolos guerreros de Solanthus noencontraban demasiada oposición. Todoaquel invasor que no tuviera elsuficiente sentido común para darsemedia vuelta y correr acababa ensartadoen un arma solámnica. Sin embargo,

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fueron muchos los que lograron escapar,arrastrándose a través de las ruinas quemarcaban el paso del ser elemental,avanzando hacia la supervivencia acuatro patas, víctimas del pánico.

En el exterior de la muralla de laciudad, unos pocos goblins levantaronlos arcos y dispararon varias andanadasde flechas al ejército humano. Las saetasse alzaron sobre la barrera de piedra ycayeron en la plaza, pero no eransuficientes para detener el contraataque.

Las tropas de Ankhar fueronexpulsadas de la ciudad y todo foco deresistencia aplastado.

Habían ganado la batalla por

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Solanthus.

—¡Arregla esa maldita caja, ya! —bramó Ankhar—. Recuerda, ancianamadre, ¡Est Sudanus oth Nikkas! ¡Mipoder es mi Verdad!

Y la Verdad, eso podía verlo consus propios ojos, era que iba a morirmuy pronto si no encontraban unamanera de dominar al rey de los sereselementales, airado y totalmente fuera decontrol.

Había salido de la ciudad y a supaso había destrozado la atalaya y lasconstrucciones que habían levantado con

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tanto esfuerzo. Cientos, miles quizá, deguerreros de Ankhar habían muerto en elvendaval del paso del monstruo. Elsemigigante bajó la mirada hacia elpalito de madera que tenía entre lasmanos. Era la varita de Hoarst, quehabía arreglado con una cuerda de piel.No le cabía duda de que no serviría paranada.

Ankhar deseó con todas sus fuerzasconvertirse en un lirón, un murciélago oalgún otro animal que pudieraesconderse o batirse en rápida retirada.Pero aquello no iba a ser posible, puesen ese mismo momento el rey de losseres elementales avanzaba hacia el

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semigigante con zancadas enormes ydecididas.

—Ya casi está —dijo su madreadoptiva con una tranquilidadexasperante.

Se arrodilló en el suelo y, conmucho cuidado, colocó los rubíes en lasuperficie de la pequeña caja. No lospegaba con ninguna sustancia, sino quese había metido cada gema en la boca ydespués había recitado una oración alPríncipe de las Mentiras en unmurmullo, mientras apretaba cada rubísobre la caja. Cuando retiraba la mano,la piedra siempre se quedaba en su sitio,hasta que cuatro o cinco rubíes se

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cayeron de golpe.Laka se arrastró por el polvo,

tratando de recuperar las piedraspreciosas, mientras Ankhar gruñía y sepaseaba con nerviosismo.

—¡Rápido! —ladró, pero con esosólo consiguió que su madre adoptiva sequedara quieta y lo mirara en silencio.

Como aquello era lo contrario de loque quería conseguir, el semigigantetuvo que reprimir sus palabras airadas.Dio la espalda a la hechicera, paraevitar la tentación de propinarle el golpeque tanto merecía.

El Caballero de la Espina, Hoarst,yacía en el suelo, en el mismo sitio en

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que Ankhar lo había dejado. Elhechicero tenía los ojos abiertos, peroestaba pálido. No había dicho ni unapalabra desde que lo habían herido en elataque por sorpresa. En su túnica grisseguía viéndose la mancha de sangre, yaseca, de la herida que el señor mariscalle había hecho en el pecho con laballesta. Había soportado la herida, y laretirada de la ciudad, sin quejarse, peroparecía que estaba al borde de lamuerte.

Ankhar miró al mago con un vagodesdén. Se sentía furioso por el ataquesorpresa y culpaba al hechicero por nohaber sabido defenderse a sí mismo y a

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su comandante. Pero algo en los ojosfríos y crueles de Hoarst evitaba que selo reprochara.

El rey de los seres elementalesestaba más cerca todavía. La criaturamágica había aparecido entre las ruinasde la puerta occidental y había aplastadolos grupos de goblins que había allí. Lastropas salían corriendo en todasdirecciones, lanzando gritosaterrorizados. Con cada paso que daba,el rey pisoteaba a más soldados, quesalían por los aires impulsados por losciclones de las piernas del monstruo.Ankhar había ordenado que se formaraun frente de piqueros delante de su

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cuartel general, con la esperanza deganar algo de tiempo, pero elcomandante vio con desprecio que susfuerzas dejaban caer las armas sin nisiquiera desenvainarlas para escaparantes de que la criatura estuviera sobreellos.

El rey de los seres elementales seacercaba más y más, y por primera vezen su vida, Ankhar sintió un terrorabsoluto y sin concesiones. Cadamilímetro de su cuerpo lo apremiabapara que se diera media vuelta y echaraa correr. Lanzó un gruñido que dejó aldescubierto sus dos colmillos y levantóla pesada lanza con la punta de

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esmeralda. Echó el brazo hacia atrás,para lanzar su último golpe. No moriríasin, al menos, una resistencia simbólica.

Hoarst masculló una palabra, unsonido que parecía una maldicióngutural, y de repente, desapareció.

Y en ese mismo instante, el rey delos seres elementales ya estaba allí,cerniéndose sobre ellos. Ankhar arrojóla lanza y la criatura la apartó como sino fuera más que un molesto mosquito.Ante él se extendió un puño poderoso,apuntando directamente hacia elsemigigante. Estaba claro que Ankharera el elegido para morir.

—¡No puedo arreglar la caja! —

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graznó Laka, frustrada. Levantó la vistay sus finos labios se abrieron en unasonrisa espeluznante—. ¡Tienes queayudarme! ¡Debes utilizar la varita!

Ankhar volvió a mirar aquel palillo,perdido entre el dedo índice y el pulgarde su mano derecha. Temblando de piesa cabeza, levantó aquel objetoinsignificante y lo dirigió hacia elmonstruo.

Y, antes de que el golpe cayerasobre su objetivo, el rey de los sereselementales se dio media vuelta y sealejó.

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El rey de los seres elementales sintió elrechazo de la varita mágica como unapresencia detestada que, a pesar de serintangible, no podía vencer. Se retorcióy bramó, pero casi al instante dirigió sufrustración a otros objetivos a los quetambién podía odiar. Había muchascriaturas moviéndose por las llanuras,miles de mortales que no tenían laprotección del talismán invisible. Un piepoderoso se posó sobre una columna decaballeros negros y lanzó a jinetes ycorceles por los aires. Aullando yagitándose, las criaturas condenadas

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cayeron de nuevo al suelo. Los cuerposdesmembrados salpicaban la llanura.

Un grupo de arqueros hobgoblins selanzó a la carrera en cuanto vioacercarse al monstruo, pero el reymandó un tornado que arrasó sus filas.El monstruo rugió por la libertadrecuperada y aplastó la retaguardia delejército. Se sentía liberado.

Las llanuras de Solamnia se abríanante él en toda su vastedad.

El kender levantó la vista hacia Jaymes,y a pesar de las sombras que empezabana anunciar la noche, el señor mariscal se

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percató de que las lágrimas anegabanlos ojos del pequeño, algo muy extraño.El humo se arremolinaba alrededor,pero lo peor de la batalla ya habíapasado. Los ruidos se habían acallado.Los soldados iban de un lado a otrohaciendo recuento de los muertos.

—Dijo que yo era un buenexplorador —se lamentó Fregón.

Sostenía la cabeza de la duquesaBrianna en su regazo. Una flechasobresalía grotescamente del cuello dela joven. Había sangre por todas partes.

—¡Debería haber cuidado mejor deella!

Jaymes se arrodilló y acercó una

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mano al cuello de la joven, intentandoencontrarle el pulso, a pesar de que laherida causada por la flecha no dejabalugar a dudas.

La duquesa de Solanthus habíamuerto.

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20Misiones urgentes

El cuerpo de la duquesa descansaba enel gran salón del palacio ducal.

A pesar de que habían expulsado porcompleto de la ciudad a las tropas deAnkhar, el pueblo de Solanthus, perplejoy conmovido, no podía celebrar lavictoria. Las tropas de la guarniciónvolvieron a la muralla y se esforzaronpor organizar una posición defensiva enel sangriento campo de batalla de lapuerta occidental. El resto de los

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ciudadanos se reunió alrededor de laAguja Hendida, en la plaza y delante delpalacio ducal, en un duelo silencioso.

Dentro del alto edificio, lord Harbory lord Martin fueron los primeros endesfilar delante del ataúd, con pasolento y respetuoso, mientras el resto decapitanes, nobles y maestros de losdistintos gremios de la ciudadaguardaban en la antesala. Uno a uno,todos pasaron a presentar sus respetos.

La duquesa Brianna estaba hermosay parecía en paz. Los rizos cobrizosenmarcaban su rostro y ocultaban laterrible herida de flecha que le habíaarrebatado la vida. Las delgadas manos

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descansaban unidas sobre el vientre;tenía los ojos cerrados como sidurmiera.

La penúltima persona de la fila erael magnífico guía y exploradorprofesional, que había acunado a laduquesa Brianna en su último suspiro. Elkender se detuvo junto al ataúd y se pusode puntillas para estar más cerca de lajoven. Fregón sorbía los mocosruidosamente y las lágrimas corríancomo ríos por sus mejillas.

—No merecías que te mataran así —dijo el kender, acariciando suavementeel rostro frío—. Deberías haber visto elfinal de la batalla victoriosa y al gigante

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de fuego persiguiendo a Ankhar y todolo que pasó. Habrías estado muycontenta. Yo…, yo siento mucho que nohaya sido así.

La última persona de la hilera era elseñor mariscal Jaymes Markham,comandante del Ejército de Solamnia. Éltambién se detuvo un momento paracontemplar el rostro inmóvil y bello dela duquesa. Si su muerte le causabadolor, ira o un sentimiento de injusticia,se encargó de ocultar sus emociones.Rozó los dedos de la mano derecha deBrianna y se alejó en el momento en quelos sacerdotes de Kiri-Jolith seacercaban para cerrar el ataúd y

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prepararla para el funeral. Pasearía enprocesión por la ciudad, para que elpueblo tuviera la oportunidad dedespedirse de ella, y la enterrarían en elpanteón de los nobles, bajo la parte másseptentrional de la Aguja Hendida.

Jaymes se abrió camino entre lamultitud de oficiales hasta llegar a losdos señores que se encontraban en laescalera de la fachada del templo. Laplaza estaba atestada de personas en elmás completo silencio, sólo roto poralgún sollozo ahogado.

—Tengo que dejar la ciudad —dijoJaymes a los dos nobles—. Mi intenciónes regresar, lo antes posible, con el

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ejército.—¿Qué pasará si el ser elemental

vuelve? —preguntó Harbor con cautela—. ¿Cómo nos enfrentaremos a él sinvos?

—En esta ocasión, no podríamosplantarle cara —contestó Jaymes—. Talvez deberíais rezar al dios en quetengáis fe, para que encuentre otravíctima de su ira. Si vuelve aquí, nopodremos hacer nada por detenerlo.

—Seguro que Ankhar envía denuevo al ser elemental —intervino lordMartin, que miró hacia el ejércitoenemigo, que todavía estabaconcentrado al otro lado de la muralla,

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con los ojos anegados en lágrimas.—Lo único que podemos hacer es

esperar que no lo haga —dijo Jaymes—.Creo que, de alguna manera, nuestroataque al Caballero de la Espina hadebilitado su control sobre el monstruo.Eso se lo debemos agradecer a tu hijo ya su noble sacrificio.

—¿Cuánto tiempo estaréis fuera? —preguntó Harbor.

El señor mariscal se encogió dehombros.

—El ejército de Ankhar ha sufridomuchas bajas. Pasarán días, por lomenos, antes de que pueda recuperarsepara lanzar un ataque. Para entonces, mi

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ejército ya debería haber cruzado elVingaard. Si Ankhar se queda dondeestá, estaremos preparados para atacarlopor la retaguardia y, con suerte, acabarcon su ejército de una vez por todas.

—Muy bien, pero ¡daos prisa! —dijo el señor, descendiente de un antiguolinaje de nobles.

Jaymes se quedó mirándolo confrialdad un rato, hasta que lord Harborse aclaró la garganta, murmuró algo y,después de darse media vuelta, se fue.

—Estamos muy agradecidos por quehayáis venido —habló sir Martin—. Elprecio que ha habido que pagar ha sidoalto, pero sin vos probablemente

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habríamos perdido la batalla y lasconsecuencias habrían sidocatastróficas.

—Tu hijo era un hombre muyvaliente, un honor para los del MartínPescador —repuso Jaymes—. Meencargaré de que su coraje se conozcaen Sancrist, de que llegue hasta elConsejo de la Piedra Blanca y el GranMaestre.

—Gracias, mi señor mariscal. —Porun instante, la voz de Martin seresquebrajó. Pero pronto se puso enposición de firmes, erguido, con la manoen la empuñadura de la espada—. EstSularus oth Mithas.

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Los generales Marckus Dayr y Rankincabalgaban juntos a la cabeza de suenorme ejército unido. Avanzaban abuen paso. Las tropas enemigas habíanquedado atrás, en las llanuras, en cuantohabían consolidado el vado del río. Yano les separaban de Solanthus más decuarenta millas y sus tropas marchaban aritmo forzado, en su urgencia por llegara la ciudad, romper el asedio y saberqué le había sucedido al señor mariscal.

Las miradas estaban clavadas en elhorizonte, buscando el primer rastro delenemigo o de la ciudad sitiada. Lo quevieron en su lugar fue una figura

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monstruosa, terrible, hecha de fuego ytierra, viento y agua. Cruzaba lasllanuras como una tormenta desbocada.Aulló sobre la vanguardia y dispersó ala caballería ligera que abría el avance.

Los generales ordenaron a las tropasque se mantuvieran firmes, pero elgigantesco rey de los seres elementalesllegó como un vendaval y segó laslíneas. Los hombres morían entrealaridos, salían despedidos por los airescomo si fueran de paja y se estrellabancontra el suelo como guiñapos. Miles deguerreros murieron y otros muchoshuyeron presa del terror, cuando sedieron cuenta de que no podían hacer

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nada por detener al monstruo.Los rebaños de caballos y ganado

que acompañaban al ejército se zafaronde sus pastores y escaparondespavoridos. Miles de animalessalieron corriendo por las llanuras.

Muchos lograron sobrevivir porqueel espantoso monstruo se lanzaba sobreel ejército y aplastaba las filas, peroseguía avanzando sin mirar atrás.Continuaba su camino de destrucción sinprestar atención a sus miserablesvíctimas, al igual que un tornado no sepreocupaba por las ruinas de las casasde labranza que dejaba detrás.

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—¿De verdad? —Fregón tenía los ojosabiertos como platos—. ¿De verdadquieres que vaya?

—No hay nadie más que pueda teneral menos una posibilidad —afirmóJaymes con expresión seria—. Estamisión requiere un magnífico guía yexplorador profesional.

—Por supuesto, si quieres que vaya,iré.

El kender asintió con la cabeza,meneando el moño con entusiasmo. Él yJaymes hablaban a la sombra de laAguja Hendida, a pesar de que el funeralde la duquesa estaba cruzando la granplaza central de la ciudad. El señor

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mariscal había convocado allí a Fregóncon una palabra susurrada. Después sehabía agachado a su lado y le habíahablado con aire conspirador.

—¿Sabes?, creo que ella tambiénhabría querido que fuera yo —dijoFregón con gravedad, mirando hacia laprocesión del funeral de la duquesaBrianna.

Una docena de caballos negrostiraban del carro fúnebre. Lamuchedumbre se había apartado, comopor arte de magia, para dejarle paso. Elpueblo contemplaba el carro, en unsilencio casi absoluto, aunque se oía elmurmullo de las oraciones que parecía

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salmodiar toda la multitud.—Estoy seguro de que sí.—¡Pero… acabo de acordarme de

una cosa! Cuando salimos de la AgujaHendida, la pared se volvió de piedrasólida detrás de nosotros, ¿no teacuerdas? Creo que no podré volver porese camino. Digamos que es demasiadopétreo y resistente.

El kender miró con preocupación losaltos pilares y la superficieinfranqueable de piedra lisa y dura.

—No, dudo mucho que loconsiguieras.

—Entonces, ¿por dónde crees quepodré ir? —preguntó Fregón, con voz

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temblorosa—. Teniendo en cuenta quetengo que ir… Ya sé que ella querríaque fuera y todo eso. Pero ¿cómo?

—Como ya te he dicho, eres el másmagnífico guía y explorador profesional—contestó Jaymes, que tocó el hombrode su pequeño compañero y lo apretópara darle ánimos—. Me parece quetendrás que encontrar un nuevo camino.

Un sirviente del palacio acompañó aJaymes a la habitación de invitados, enla que nunca había dormido. Entró solocerró la puerta con llave.

Después de echar un vistazo rápido

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al dormitorio, abrió las cortinas de lapared. Tanteó el interior de los dosgrandes armarios encontró el panel queescondía el pasaje secreto, el queconectaba aquella estancia con losaposentos de la duquesa. La puerta seabrió sin hacer ruido. Cogió unalámpara de aceite de una mesita quehabía cerca, la encendió y entró en elpasillo estrecho y recto. La puerta secerró a su espalda y empezó a caminarde prisa.

Cuando llegó al otro extremo pegó eloído al panel y se quedó escuchando unmomento. No oyó nada. Con cuidadoabrió la puerta secreta y entró en el

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dormitorio de la duquesa Brianna. Sedetuvo, apagó la lámpara y la dejó en elsuelo. Las cortinas estaban abiertas y através de los enormes ventanales se veíael magnífico atardecer sobre lo que,horas antes, era un sangriento campo debatalla.

La habitación no había cambiadomucho respecto a como la había dejadoesa misma mañana. La cama estabahecha y se habían llevado las dos copasy la licorera, pero nada indicaba que lapersona que había vivido allí no fuera avolver de un momento a otro. Jaymesvaciló, miró la cama y el camisónvaporoso que descansaba

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descuidadamente en una silla cercana.Un momento después, cruzó la

habitación hacia el elegante tocador conespejo. Casi se estremeció al ver supropio reflejo en la superficie fría:estaba sucio, la barba se pegaba a lamandíbula y tenía un ojo hinchado porun golpe que había recibido en labatalla. Las manos también las teníamugrientas y vaciló antes de tocar elpomo de perla de uno de los cajones deltocador.

Al final, tocó el delicado pomodiseñado para los dedos finos de unadama, y abrió el cajón. En su interiorhabía una colección de guantes que iban

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desde un par blanco hasta un elegante yreluciente par de piel negra.

Cada par estaba doblado condelicadeza, ordenados en pulcras filas.Cogió unos de seda blanca, se losacercó al rostro y respiró con suavidad.

Quedaba un rastro de perfume, oquizá sólo fuera jabón. Era un aromadulce y seductor. A Jaymes se lepusieron los nudillos blancos, puesapretó los guantes de seda con muchafuerza. Con gran cuidado, los dobló ylos metió en el pliegue interior de latúnica, manchada de hollín y barro.Cerró el cajón suavemente y volvió acoger la lámpara. No se molestó en

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encenderla para pasar por la puertasecreta y deshacer sus pasos por elpasaje, hasta su habitación.

Ya no tenía nada que hacer enSolanthus. Se ajustó todos sus avíos y seaseguró de que tenía consigo el yelmode leer la mente, las ballestas y la granespada, todo bien sujeto. Cuando estuvopreparado, tocó el anillo deteletransporte que llevaba en la manoizquierda. Le dio vueltas en el dedocomo Coryn le había enseñado. Seimaginó el palacio del señor gobernadoren Palanthas y, concretamente, losaposentos de la princesa Selinda.

La magia se puso en marcha. Una

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bocanada suave de aire sopló en lahabitación, pasó por debajo de la puertay llenó el espacio vacío que acababa dedejar el señor mariscal al desaparecer.

—¡Tú! —gruñó Jaymes, sorprendido.Se encontraba en el laboratorio de

magia de la casa de Coryn la Blanca,justo a la puerta de la habitación dondela hechicera guardaba su vasija deporcelana. Jaymes entrecerró los ojosmientras Coryn se acercaba.

—¿Tú me has traído aquí? —laacusó.

—¿En vez de a los aposentos de esa

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tonta a la que has engañado? —repuso lahechicera. Cogió un trapo y lo sumergióen un cubo de agua que, como porcasualidad, descansaba en un bancocercano. Se lo lanzó—. Cógelo. Aséate,que después tenemos que hablar.

Enfadado, Jaymes cogió la tela y sela pasó por el rostro. Cuando entró encontacto con el ojo hinchado, parpadeó.Volvió a sumergirla en agua y dedicóvarios minutos a limpiarse. Se lavó lasmanos e incluso quitó el polvo del petode piel. Por último, se arrodilló paradarle una pasada rápida a las botas.Cuando hubo terminado, ya se le habíapasado el enfado y lo que sentía era

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curiosidad por saber por qué lo habíallevado allí.

—¿A qué se debe tantapreocupación por mi aspecto? —preguntó, lanzando el trapo mugriento alcubo—. ¿Tienes miedo de que asuste ala princesa cuando me vea? —añadió,fríamente.

Era evidente que a Coryn le habíadolido el comentario. La hechiceraparpadeó, como si quisiera contener laslágrimas, pero tenía la mandíbula muyapretada y se enfrentó a su mirada conojos gélidos.

—Eso es muy improbable —lecontestó—. Por lo que todos dicen, la

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poción ha funcionado incluso mejor delo que tú querías. Se pasa el díasuspirando por ti, subiendo a lo alto dela Aguja Dorada, con la mirada fija enla calzada de Vingaard. ¡Esperando aque vuelvas a su lado!

—Bueno, eso no son más que buenasnoticias. No finjas que no recuerdaspara qué necesitaba la poción. El futurode Solamnia quizá dependa de su éxito.

—El futuro… ¡Tu futuro! —Se leresquebrajó la voz—. Mi futuro… —Derepente, se detuvo y recuperó lacompostura con evidente esfuerzo.

Cuando volvió a hablar, su tono eraneutro—. Yo sé, mejor que nadie, los

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sacrificios que son necesarios por elfuturo de Solamnia. Pero lo que túnecesitas es estar al corriente de lo queha pasado en la ciudad mientras estabasfuera.

—Perfecto. ¿Te importa que nossentemos?

Coryn lo condujo en silencio a unsofá pequeño que estaba cerca de laterraza que daba al laboratorio. La vistaera magnífica: el sol se ponía sobre labahía de Branchala y dibujaba la siluetade las espectaculares mansiones delbarrio de los nobles, que se extendíanpor la ladera hasta la misma ciudad.Varios barcos navegaban ligeros, y las

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velas se agitaban con entusiasmo.Blancas como alas de gaviota, atrapabanla suave brisa de la costa y cabalgabansobre el mar y el viento rumbo norte.

Frente al mar, se alzaba la murallade la ciudad, que encerraba un laberintode casas, templos y edificiosadministrativos. Antaño, la Torre de laAlta Hechicería —primero deFistandantilus, luego de Raistlin ydespués de Dalamar—, se cernía en unsolar escarpado. La torre ya no existía,pues, según creía la mayoría, había sidodestruida. Coryn sabía que no era así.

A pesar de todos los años quehabían pasado, nadie se atrevía a utilizar

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esa tierra, aunque tuviera una situaciónprivilegiada en el centro de la ciudadmás próspera de Ansalon. No cabíaduda de que nadie construiría allí jamás,mientras en el mundo una sola personasiguiera recordando las historias de loshechiceros de la Túnica Negra.

El elemento de mayor magnificencia,desde la situación de la casa de Coryn,era el gran recinto con muros de cristaldel palacio del señor regente, dominadopor la alta torre que se conocía como laAguja Dorada. La gran mansión seencontraba en lo alto de una colina, en ellado contrario al valle del barrio de losnobles, pero desde allí podía verse

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claramente, como desde todos los puntosde Palanthas.

—Al señor regente le gusta estar enel punto de mira —comentó Jaymesmientras admiraba las líneas elegantesde la mansión, las ventanas que relucíancomo espejos bajo el sol del atardecer,la habitación de cristal en lo alto de latorre.

—Quizá te interese saber que havuelto a ponerte a ti en el punto de mira—repuso la hechicera blanca.

Jaymes se limitó a observarla,esperando una explicación.

—Du Chagne pronunció un discursoen el Baile de los Nobles. No defendió

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abiertamente tu destitución, pero criticóel transcurso de la guerra. Insinuó que lacampaña para liberar Solanthus estádurando demasiado porque tienes otrasprioridades. Directamente, hizoconjeturas sobre Compuesto y preguntósi alguien de los allí reunidos sabía aqué cosas secretas te dedicas en eselugar.

—Nadie lo sabía, espero.—No. Pero tampoco saben a quién

tener más miedo, si a ti o a Du Chagne.Todos saben que destruiste el puente delRey hace dos años con algo que no eramagia, sino una tecnología nueva.

—Por cierto, un hecho que hizo

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posible que el Ejército de Solamniasobreviviera.

Coryn se encogió de hombros.—Creen que amenazas su modo de

vida.Jaymes se rio con frialdad, pero sin

alegría.—Bueno, sí que es verdad que soy

una amenaza para su modo de vida —apuntó—. Tú y yo sabemos que elantiguo régimen, su corrupción yvenalidad, han sangrado a Solamnia.¡Esas ratas avariciosas que sólo piensanen enriquecerse destruirían esta tierrasólo para alimentarse de su cadáver!

—Bien dicho —repuso Coryn,

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sonriendo muy a su pesar—. Pero estápasando exactamente lo que túpredijiste: Du Chagne quiere acabarcontigo, que el pueblo se vuelva contrati.

—Desde mi punto de vista, doscosas son necesarias para evitarlo. Miejército tiene que ganar la guerra, y yonecesito cerrar mis asuntos con laprincesa de Palanthas.

—Entonces —dijo Coryn, muy seriade nuevo—, mi sugerencia es queempieces por la princesa.

Los tres ejércitos de Solamnia

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acamparon después de que pasara el reyde los seres elementales. Los caballerosclérigos y otros sacerdotes atendieron alos heridos, mientras los guardias seapostaban en el perímetro y las unidadesde caballería patrullaban por delante ydetrás del campamento. Buscaron yllevaron de vuelta a los soldadosaterrorizados. Lo mismo hicieron conlos caballos que habían huido endesbandada al intuir el ataque. Todosestaban de nuevo en los enormescorrales del ejército.

Los tres generales, serios y abatidos,se reunieron alrededor de la hoguera dela zona de comandancia, en el centro del

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campamento. Contemplaban las llamasen silencio, inmersos en sus propiospensamientos, atormentados por elrecuerdo del terrible ataque delmonstruo.

¿De dónde venía? ¿Adónde sedirigía? ¿Volvería? ¿Cómo iban asobrevivir a un ser así?

Y, por último, ¿dónde estaba elseñor mariscal, del que todosnecesitaban consejo, órdenes einspiración?

—Tenemos que contemplar laposibilidad de que nuestro señormariscal haya muerto —dijo por finDayr, pronunciando las palabras que

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todos temían oír—. Es imposibleenfrentarse a eso y salir con vida.

—Sí —convino Rankin.Miró al resto de generales, antiguos

rivales en la época en que eran loscapitanes de los duques. Lo que les uníaera el liderazgo de Jaymes.

—¿Y qué repercusión tiene eso paranosotros, para la caballería y, de hecho,para todo nuestro mundo? —añadióRankin.

—¡Basta de cháchara! —ladróMarckus—. Si hubiera muerto, sirTemplar o uno de sus hechiceros habríapercibido esa terrible verdad y nos lohabría dicho. Yo creo que sigue vivo y

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que está luchando para ganar estabatalla. Con monstruo o sin él, el señormariscal querría que siguiéramos susórdenes.

—Tienes razón, señor de la Rosa —convino Dayr, asintiendo con airepensativo.

Rankin también se mostró deacuerdo.

—Eso significa que mañana, aunquetengamos que dejar a los heridos atrás,debemos proseguir la marcha haciaSolanthus y estar preparados paracuando el señor mariscal aparezca denuevo.

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El ambiente en Palanthas eracompletamente diferente respecto a laúltima visita de Jaymes. Tomó prestadoun caballo del establo de Coryn y bajópor el camino serpenteante del barrio delos nobles. En las puertas de la ciudad,los guardias se pusieron firmes al verlopasar.

Cuando cruzaba las calles, la gentesalía a los balcones o levantaba la vistadesde los puestos del mercado. Laexpresión de los ciudadanos no erahostil, pero en sus rostros se adivinabaun cansancio que no tenía nada que vercon la alegría y aprobación con que lorecibían antes.

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Parecía que la noticia de su llegadase había propagado rápidamente, puescada vez se reunían más personas.Cuando llegó al otro extremo de laciudad y empezó a subir el camino haciala residencia de Du Chagne, ya habíauna auténtica multitud a ambos lados dela calzada.

—¿Cuándo vais a acabar con todoesto? —preguntó un anciano—. Con esaguerra contra esos salvajes bárbaros.¡Ya llevamos luchando demasiadotiempo!

—¡Mi hijo lleva una lanza en tunombre desde hace cuatro años! —exclamó una campesina de cabello

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blanco—. ¡Quiero que vuelva a casa!El guerrero se apartó la capa de los

hombros y dejó que sobresaliera,orgullosa, la empuñadura de Mitra delGigante. Hacía sólo dos años queestaba al mando del ejército, pero noprestó atención a los insultosmascullados entre dientes, y apenas sefijó en aquel gentío.

A paso constante, llegó junto a lamansión y las puertas se abrieron paraél. Una mujer joven acudió a recibirlo ala carrera. Selinda corría por el caminoempedrado, con los brazos abiertos.Cuando llegó a su lado, Jaymes seagachó y la alzó en volandas.

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Ella no dejaba de abrazarlo,sollozando quedamente, mientrasseguían cabalgando hacia el patio de supadre. Las enormes puertas de maderade vallenwood se cerraron pesadamentedetrás de Jaymes.

—He vuelto a casa —fue todo loque el señor mariscal dijo a la princesa.

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21Atrapado

¿Cuántos ogros tuyos cayeron? —preguntó Ankhar la Verdad a Río deSangre, de Lemish.

El semigigante había presenciado lacarnicería que se había producido a lasafueras de la ciudad y estaba preparadopara lo peor. Aunque el rey de los sereselementales ya había desaparecido porel horizonte hacía varias horas, todavíatemblaba al recordar su carrera y sucompleto fracaso al intentar controlar a

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su «aliado».—Demasiados —gruñó el capitán

—. Me quedarán unos quinientos, perohe perdido muchos más que eso. Elmonstruo los aplastó y los quemó,¡incluso algunos murieron ahogados! —Río de Sangre miró a su comandante conaire acusador.

El semigigante le devolvió la miradacon ferocidad, dejando bien claro queno necesitaba ni deseaba ningún otrocomentario por parte del líder de losogros.

—Ni siquiera ante algo así salióhuyendo ningún ogro —aseguró elcapitán con orgullo.

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Ankhar masculló una contestaciónincierta, y el capitán de los ogros sealejó dando fuertes pisotones. Elcomandante del ejército ya había oído elinforme de Destripador, que habíaperdido a miles de soldados deinfantería, y el de Pico de Águila, cuyosarqueros también se habían reducido ala mitad, por culpa de la violencia delrey de los seres elementales y el fierocontraataque de la guarnición de laciudad.

La buena noticia era que losmercenarios del capitán Blackgaard ylos jinetes de wargs de MachacaCostillas no habían sufrido muchas bajas

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en su posición de resistencia en losvados del río, por donde habían pasadolas tres secciones del ejércitosolámnico. En aquella batalla, loscaballeros habían perdido muchossoldados, sobre todo cuando les habíanlanzado flechas mientras todavía estabanen los botes. Otros solámnicos habíanmuerto inútilmente en la pared depiqueros de Blackgaard.

Además, los dos capitanes habíanliderado sus veloces fuerzas coninteligencia. Habían acudido al frentedel asedio y, al mismo tiempo, habíanretrasado el avance de los tres grupos decaballeros. Habían obligado a los

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solámnicos a detenerse a luchar envarias ocasiones, pero siempre seretiraban antes de que el enemigopudiera contraatacar. Cuando el rey delos seres elementales había aparecido,Blackgaard había apartado rápidamentea sus hombres del camino del monstruoy había observado la destrucción quecausaba en el ejército enemigo. Laúltima vez que había visto a la criatura,se movía hacia el sur, en dirección a lacordillera Garner.

Blackgaard y Machaca Costillas sehabían reunido con Ankhar, mientras lossolámnicos se reagrupaban ycontinuaban hacia el este. La vanguardia

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del ejército de caballeros ya seperfilaba en el horizonte. Ankhar eraconsciente de que tenía muchasdecisiones que tomar, pero se sentíaconfuso. Los últimos reveses noanimaban a intentar conquistar la ciudadde nuevo. Además, los humanos deSolanthus habían reparado rápidamenteel hueco de sus defensas, después deexpulsar a los invasores.

El rey de los seres elementalesseguía desaparecido y no podía más quealbergar la esperanza, y rogar por ello,de que siguiera sembrando el caos y elterror en las tierras de los humanos.Hoarst se recuperaba lentamente de sus

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heridas casi fatales, pero, por elmomento, el Caballero de la Espina nopodía crear otra varita de control. Sinese instrumento, Ankhar no se atrevía ahacer predicciones temerarias sobre elmonstruo.

Como era habitual, buscó el consejode su madre. Ella lo escuchóatentamente, mientras el semigiganteargumentaba las pérdidas que habíasufrido su ejército y contemplaba lasposibilidades que se abrían ante él.

—El Príncipe delas Mentiras conocela verdad, como siempre —declaró lavieja hobgoblin.

Cogió su talismán y lo sacudió hacia

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él. Inmediatamente, Ankhar sintió unaola de poder y determinación, cuandorecibió la bendición del dios oscuro.

—Se ganarán batallas y se perderánbatallas —entonó la hobgoblin—. ¡A lasombra de las montañas, mi hijovencedor!

—Sí —repuso el semigigante—. Unconsejo muy sabio, como siempre.Tenemos que irnos de aquí, utilizar lasmontañas como protección. Lossolámnicos vendrán detrás de nosotros yallí nos enfrentaremos a ellos.

En el fondo, sospechaba que el reyde los seres elementales también habíaido hacia las montañas. Si volvía a

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aparecer, por lo menos podría intentaratraparlo en la caja de rubíes que lavieja bruja había arreglado. ¡Ojalá elCaballero de la Espina se hubierarecuperado para entonces!

—¡Allí acabarás con ellos, hijo mío!—graznó Laka con júbilo.

Ankhar asintió y rozó con ternura elhombro huesudo de su madre.

—Est Sudanus oth Nikkas —dijo,sintiéndose satisfecho por haber tomadola decisión correcta.

—¿Pensabas en mí cuando estabas enSolanthus, combatiendo contra ese

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monstruo espantoso? —preguntóSelinda.

La princesa de Palanthas seencontraba a solas con su amado, pueshabía echado a sus eficientes —aunquedemasiado entrometidos— sirvientescon los platos del postre. Habíaencargado una tarta espectacular, concrema escarchada y bayas rojas. Losfrutos venían de mucho más al sur, de lacosta, y se habían transportado en cajasllenas de hielo. El cocinero de palaciose había superado a sí mismo con aquelpastel dulce y crujiente, que resultabaprecioso a la vista y delicioso alpaladar.

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Sin mucho entusiasmo, su invitadohabía picoteado el manjar, y al final lacrema, las bayas y el hojaldre se habíandesmoronado, para convertirse en unamasa poco apetitosa en el plato. Una delas doncellas se lo había llevado,conteniendo las ganas de llorar ante eldesperdicio de aquella obra maestra delarte culinario.

Pero, evidentemente, el señormariscal estaba cansado, agotado porlos peligros a los que se habíaenfrentado las semanas anteriores. Laprincesa era perfectamente conscientede que seguía vivo de puro milagro. Nole había hablado mucho sobre aquel

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monstruoso ser elemental, pero susdescripciones desganadas habíanbastado para que sintiera un escalofrío.La joven le asía la mano con tanta ansiaque se le pusieron los nudillos blancos,como si con su fuerza pudiera alejartodos los peligros futuros.

Estaba terriblemente preocupada porél. Los rumores que había oído en losúltimos días a los sirvientes eran muyinquietantes. El pueblo se quejaba deque la guerra estaba durando demasiado,¡de que el ejército costaba demasiadodinero! ¿Acaso no entendían loimportante que era aquella guerra? ¿Y lodifícil? A Selinda aquellas quejas le

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partían el corazón y no había vacilado ala hora de defender a aquel hombreincreíble ante cualquiera que seatreviera a criticarlo, siempre que talesquejas llegaban a sus oídos. Su defensaera tan vehemente que poco tiempodespués la gente dejó de expresar suopinión en presencia de Selinda.

—Pero la batalla en la ciudad…¿Expulsaste al ejército de Ankhar, deSolanthus?

—Sí. Una batalla terrible, pero unavictoria clave. En este mismo momento,las tres secciones del Ejército deSolamnia están llegando a la ciudad. Yadeberían estar viendo las murallas.

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—Entonces, ¿no deberías decírseloal pueblo? —preguntó la princesaSelinda—. Estoy segura de que sealegrarán mucho. Todos se sentirán muyfelices.

—Que el pueblo de Palanthas estéfeliz o no, no es asunto mío —repusoJaymes, encogiéndose de hombros. Susojos se encontraron con los de la joven,mientras se llevaba la mano al bolsillode la túnica—. Te he traído un regalo.De Solanthus.

A Selinda se le iluminó la cara.—Pero…, por todos los dioses,

¿cómo conseguiste…?—Aquí está —dijo él, encontrando

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por fin el pliegue de la túnica.Sacó un bulto de gasa blanca y se lo

tendió a Selinda. Ella lo desenvolviócon cuidado y encontró un elegante parde guantes largos con encaje. Ahogó ungrito, y primero se puso uno, después elotro.

—¡Son preciosos! —exclamó. Sepuso en pie de un salto, corrió alrededorde la mesa auxiliar y lo abrazó—. ¡Meencantan!

—Bien. Cuando estaba allí pensabaen ti y quería traerte algo para que losupieras. —Se incorporó, soltándose demanera delicada de su abrazo, justocuando alguien llamó a la puerta y la

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abrió rápidamente.—¡Marie! —reprendió Selinda a su

doncella al volverla cabeza yencontrarla asomándose a la puerta.

—Ruego que me disculpéis —dijola muchacha. Hizo una reverencia conlos ojos muy abiertos—. Se trata delseñor inquisidor. Desea veros, ¡Aseguraque es muy importante! Está aquí, aquíen…

La doncella se interrumpió cuando elclérigo adusto y con cara de halcón laempujó y pasó junto a ella.

—Mi querida princesa —empezó adecir con altanería—, ¡casi esmedianoche! Os ruego que penséis en

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vuestra reputación, en vuestra posiciónen esta ciudad justa. ¡No podéis permitirque este hombre permanezca aquí! Metemo que vuestro prestigio ya ha sufridoun daño considerable. Si no lo despedíspor vuestro propio bien, ¡hacedlo almenos por vuestro padre! —Elinquisidor se volvió muy tieso a mirar alseñor mariscal—. Os ruego, mi señor,que os vayáis inmediatamente.

Jaymes se quedó mirando alsacerdote con una expresión irónica ydivertida. Selinda, en cambio, lomiraba, furiosa.

—¿Cómo os atrevéis a venir aquí?¿Lo sabe mi padre?

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—Es vuestro padre, querida mía,quien me envía —contestó Frost consuavidad.

—¿Dónde está? ¡Voy a hablar con élde inmediato!

—Lo encontraréis en su salónprivado, me parece. Sugiero que vayáisallí al momento.

Selinda no perdió tiempo ni paraecharse un chal a los hombros. Corrióhacia la puerta, pasó junto al clérigo ycruzó el vestíbulo del palacio. Novolvió la vista y no se percató de queJaymes Markham y el inquisidor Frostse observaban con cautela.

—Buenas noches, mi señor —acabó

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por decir el clérigo, que hizo unareverencia envarada.

—Mejor, vamos todos juntos —dijoel señor mariscal. Pasó muy cerca delinquisidor y después se volvió parahacerle una seña—. Ya es hora de quetodos vayamos a tener unas palabras conel señor regente.

—Padre, ¡no tienes ningún derecho aenviar al señor inquisidor a misaposentos! —afirmó Selinda convehemencia en cuanto entró al salón,seguida por uno de los dos guardias.

—¡Lo siento, excelencia! —se

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disculpó el soldado—. Le dije que nodeseabais…

—Está bien, Roland. Puedesretirarte. Buenas noches, querida —dijoDu Chagne con frialdad, mientras selevantaba de la silla que estaba junto ala chimenea oscura—. Veo que estásenfadada, pero seguro que entenderásque ha sido por tu propio bien.

—¡No entiendo nada de eso! —replicó ella—. Estábamos teniendo unacena muy agradable; el pobre Jaymesestá terriblemente cansado a causa de laguerra, de sus viajes. ¡No estábamoshaciendo nada malo!

—Por supuesto que no, pequeña. Yo

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confío en ti. ¡Pero ya sabes cuánto legusta hablar a la gente!

—Pues que hable —contestóSelinda, irguiéndose cuan alta era.Sacaba una pulgada a su padre—. Ya lesdiré yo algo cuando llegue el momentoadecuado, pero ahora te lo diré a ti enprivado.

—¿Sí? —repuso el regente conrecelo.

—Tengo la intención de casarme conese hombre —anunció la princesa—. ¡Yno puedes hacer nada para impedírmelo!

Selinda pensó que su padre setomaba la noticia sorprendentementebien. Se limitó a mirarla con fijeza y se

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sentó de nuevo. Padre e hija sevolvieron hacia la puerta cuando esta seabrió bruscamente y aparecieron Jaymesy el señor inquisidor.

—¿Qué estáis haciendo vos aquí? —preguntó Du Chagne al señor mariscal.

—No hay mucho tiempo; tengo quevolver al frente. No es el momento deandarse con ceremonias. Podemossolucionarlo todo ahora mismo —contestó Jaymes sin alterarse.

—¿Qué hay que solucionar?—Vuestra hija y yo deseamos

casarnos.—Ahora mismo ella estaba

diciéndome lo mismo —repuso Du

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Chagne, secamente.—¿Os ha dicho también que la

ceremonia tendrá lugar mañana?—¿Mañana? ¡Imposible!Aquello, por fin, hizo que el señor

regente se levantara con el rostroenrojecido. El señor inquisidor, por suparte, parecía perplejo y sin palabras.

—¡Mañana! —exclamó Selinda,sorprendida y contenta en el mismogrado que su padre estaba estupefacto.Rodeó a Jaymes con sus brazos y loabrazó con fuerza—. Sí, ¡tiene que sermañana!

—Es imposible hacer todos lospreparativos en tan poco tiempo —

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objetó el señor inquisidor, tratando deparecer razonable—. Hay que haceraugurios, debe determinarse una fechaauspiciosa. Y, por supuesto, una bodaimplica el gran arte de gobernar y de ladiplomacia. Seguro que deseáis queacudan representantes del resto dereinos solámnicos, por lo menos. ¿Y deSancrist? ¡Seguro que el mismo GranMaestre en persona desea estarpresente!

—No hay tiempo para eso, paranada de eso —respondió Jaymes,secamente—. La campaña está en unmomento decisivo y debo volver con miejército de inmediato.

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—¿Por qué no celebráis la bodacuando se hayan resuelto los asuntos enel campo de batalla? —preguntó elinquisidor Frost, esforzándose porencontrar las palabras, después de unapausa larga.

—Porque este matrimonio es unpaso clave para la victoria final de miejército —contestó Jaymes con firmeza.

—¡Creía que teníais cosas másimportantes que hacer que discutir esteasunto mientras vuestras tropas siguenen el frente y el enemigo campa porSolanthus! —declaró el señor regenteDu Chagne—. Ankhar sigue siendo unoponente temible.

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Jaymes se encogió de hombros.—Sé cómo es Ankhar. Es temible, es

cierto, pero yo también lo soy. Estabatalla no durará mucho más. Estoy aquípara exigiros dos cosas.

—¿Exigirme? —El señor regenteenarcó las cejas con desprecio—. ¿Noestáis lo suficientemente entretenidoluchando en una batalla por el futuro deSolamnia? ¿Qué más queréis, aparte dela mano de mi hija? Supongo quequerréis una dote, ¡una buena cantidadde oro también!

—No tengo ningún interés en vuestrooro, pero estoy arriesgando al ejércitoen el campo de batalla. De hecho, estoy

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poniendo en peligro mi propia vida.Tengo la seguridad de que mi muerte nosería demasiado lamentada por vuestraexcelencia.

Du Chagne hizo un gesto impacientepara que Jaymes llegara al puntoimportante.

—Dos cosas. En primer lugar,vuestra hija se casará conmigo mañana.Vos mismo podéis ver que ella lo deseaasí y que está de acuerdo. La boda secelebrará de inmediato…, antes de quevuelva a las llanuras.

Du Chagne apretó la mandíbula,pero no se opuso.

—¿Y la otra cosa?

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—Lord Frankish estaba al mando dela Legión de Palanthas. Comorecordaréis, el general me retó y pagóese error con su vida. Por lo que sé, laLegión no tiene un oficial al mando. Lareclamo en lugar de la dote. No haynadie que merezca más ese puesto, nadiemás apropiado para dirigir vuestroejército privado.

El señor regente consideró lapropuesta con mucha atención, antes deresponder secamente.

—Muy bien. Tendréis la Legión.Ahora, salid de aquí, tengo muchascosas que hablar con mi hija y el clérigomayor. Hay muchas cosas que hacer.

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Jaymes ya se dirigía hacia la puerta.

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22Nuevas adquisiciones

El señor mariscal visitó el gremio de lospregoneros antes del amanecer del díasiguiente. Gastando una única gemareluciente contrató a dos docenas deheraldos. Con las primeras luces deldía, aquellos hombres y mujeres yahabían salido a la ciudad y anunciabanla boda noble que iba a tener lugaraquella misma tarde. Tal novedadsorprendió y entusiasmó al pueblo dePalanthas.

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Cuando Jaymes volvió al palacio delseñor regente al mediodía, a lomos delcaballo blanco que Donny habíapreparado para él, los ciudadanosabarrotaban las calles en medio delentusiasmo general. Habían olvidado sudescontento con el progreso de laguerra. Vitoreaban y aclamaban aJaymes a su paso, arremolinados en elcamino que bajaba del palacio,anticipándose con nerviosismo a laprocesión nupcial que esperabanpresenciar varias horas más tarde.

Una vez en el palacio, el señormariscal acudió inmediatamente a ver aBakkard du Chagne.

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El regente lo recibió en el salón delpalacio. Du Chagne se sentó conexpresión huraña y escuchó al señormariscal, mientras este le resumía susplanes.

—Me pondré a la cabeza de laLegión sin perder un momento —informó Jaymes al regente—. Tengo laintención de utilizar una guardia dehonor de la Legión para la boda. Encuanto acabe la ceremonia, la fuerza alcompleto partirá conmigo hacia lasllanuras, donde lanzaré la últimacampaña de la guerra.

—¿Así que realmente pensáis seguiradelante con esta farsa de boda? ¿Con

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esta burla? —repuso Du Chagne,encontrando al final las palabras.

—Vuestra hija parece feliz. Habríacreído que eso os alegraría. Ella haelegido el lugar de la celebración y hapedido a una sacerdotisa, una amigasuya, que presida el enlace. Y sí, porsupuesto, pienso estar allí y, como vosdecís, seguir adelante.

—¿Y qué pasará conmigo? ¿Miposición, mi casa, mi oro? Supongo quetenéis la intención de reclamarlo todo enel futuro. —El señor regente se secó lacapa de sudor de la calva con unpañuelo—. Siempre lo he sospechado,¡queréis arruinarme!

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—Si estáis arruinado o no, poco meimporta. Pero debéis entender quehabéis sido vos quien ha provocadotodo esto —repuso el mariscal,encogiéndose de hombros—. Fue unatontería poner a lord Frankish en unasituación en la que no me quedaba másremedio que matarlo. Fue él quien meretó, pero no me cabe duda de que vosestabais detrás de su intento temerariopor terminar con mi vida.

—¡Pero os he entregado el mando dela Legión de Palanthas! —protestó DuChagne—. En cuanto a mi hija, no sé quéclase de maleficio habéis llevado a cabocon ella, pero…

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Jaymes levantó el puño y lo estampóen la mesa, lo que hizo que el regente seapartara, lanzando un chillido. Los ojosdel mariscal se convirtieron en estrechasrendijas y parecía que estaba haciendograndes esfuerzos por controlar sugenio. Las manos le temblaban cuandose levantó y miró con ferocidad a aquelhombre gordinflón que era el padre desu prometida.

—Los asuntos entre vuestra hija y yono son de vuestra incumbencia —lecortó—. Será mejor que lo recordéis enel futuro. Os he dicho que vuestrafortuna o ruina no me preocupa, pero siintentáis impedir mis planes, si tratáis

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de impedirme… —Lanzó una carcajadacon desdén—. En fin, ya visteis lo quele pasó a vuestro asesino… y lo quesucedió a vuestros tres duques cuandointentaron retarme. La próxima vez, miespada buscará vuestro propio corazón.Consideraos avisado, querido suegro.

Riendo, el señor mariscal cruzó elgran salón y se detuvo a admirar lasvistas desde la ventana. Du Chagne nodejaba de mirarlo, pero no dijo nada, niintentó levantarse del asiento. Losprimeros rayos de sol atravesaron unacapa de nubes doradas y envolvierontodo el valle —la ciudad y la bahía—con un resplandor trémulo, casi etéreo.

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Aquella escena de bellezatrascendente pasó desapercibida para elregente Du Chagne.

—En cuanto a esto —Jaymes hizo ungesto que abarcaba el palacio, la ciudady todo lo que estaba a la vista—, podéisquedároslo. No tengo ningún interés envuestra posición ni, lo creáis o no, envuestro oro. Excepto, por supuesto, en elque sea necesario para financiar lacampaña militar. Eso tendréis que seguirpagándolo.

El señor regente se limitaba amirarlo con el ceño fruncido. Enrealidad, no había nada que pudieradecir. Jaymes fue hasta la puerta, giró el

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pomo y volvió la vista hacia Du Chagne.—La boda se celebrará esta tarde.

Por razones que no alcanzo acomprender, Selinda desea que estéispresente. Así que, ¿puedo esperar que oscomportaréis como es debido?

La boca del regente se movía, peroparecía que no lograba articular laspalabras. Por fin, asintió con un gestobrusco.

—Sí. Allí estaré.

Los generales Dayr, Marckus y Rankinlideraban columnas independienteshacia el este por las llanuras de

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Solamnia. Avanzaban lo másrápidamente que podían marchar lossoldados agotados y cabalgar loscaballeros exhaustos. Las incursionesdel ejército de Ankhar se veíanobligadas a retroceder de continuo, puessin el río como defensa, las tropasenemigas estaban demasiado dispersaspara ofrecer resistencia. Si aquellasunidades, formadas principalmente porjinetes de wargs y mercenarios humanos,no retrocedieran, las columnas decaballeros los aislarían y destruirían.

No obstante, las tres secciones delejército habían sufrido mucho al cruzarel río, y después la fuerza combinada

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había quedado diezmada tras el paso delmonstruoso ser elemental. A pesar deque las tropas solámnicas no se habíanenfrentado directamente a la criatura,esta había causado miles de bajas encuestión de minutos.

Cientos de heridos eran atendidospor los clérigos en un gran campamentohospital que habían levantado en laorilla occidental del río. Muchas de lasprovisiones se habían agotado o sehabían perdido en el vado del río; otrashabían ardido en los incendiosprovocados por el ser elemental. Losalimentos, las armas de repuesto y losutensilios médicos eran escasos.

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El ejército de la Corona del generalDayr se había quedado reducido amenos de la mitad de su fuerza inicial.La andanada de flechas había matado amuchos hombres en los botes, y otrosmuchos se habían ahogado cuando lasfrágiles embarcaciones habían volcado.Nada más acabar la batalla, los de laCorona habían tenido que curarse lasheridas en la orilla occidental y esperara cruzar el río a que la caballería degoblins se retirara, para evitar que losrodearan.

El ejército de la Espada del generalRankin no había perdido tantos hombres,pero sus mejores caballeros se habían

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estrellado una y otra vez contra lospiqueros de Blackgaard. Su valentíahabía sido excepcional, pero sus tácticasdesastrosas. Las líneas firmes de losdefensores, su férrea disciplina, hicieronposible que las largas armas mataran acientos de caballos e hirieran a casi elmismo número de jinetes. Los tristessupervivientes de los Caballeros de laEspada que acompañaban las columnasde infantería ya no sumaban más queunas pocas centenas.

El general Marckus y el ejército dela Rosa habían salido un poco mejorparados que sus compañeros del norte,pero incluso así su fuerza había quedado

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diezmada. Además de las bajas que sehabían producido en el vado del río,Marckus había tenido que renunciar a uncontingente numeroso para queprotegiera al ejército de un posibleataque proveniente de las montañas deGarnet.

Ankhar provenía de aquellacordillera y, en ocasiones anteriores, yahabía aprovechado las laderas boscosasy los valles pedregosos para lanzar susataques. Por esa razón, Marckus habíaenviado compañías de espadachines yarqueros al sur, donde debíanencargarse de vigilar las numerosasrutas por las montañas. La última vez

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que se había visto al rey de los sereselementales vagaba por aquellascumbres, así que también aprovechabanpara descubrir el paradero del monstruo.

Las tres secciones del gran ejércitoavanzaban a ritmo constante, perosiempre llevaban a la caballería y a losmercenarios de Ankhar por delante.Cuando llegaron cerca de Solanthus, losexploradores informaron de que elenemigo estaba retirando las líneas deasedio. Los primeros informesaseguraban que la horda se replegabahacia el este o el sudeste, seguramentehacia el territorio salvaje de Lemish,conocido por ser el baluarte de los

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ogros. Pero no disponían de demasiadosdetalles y las montañas también podíanser un lugar oculto y seguro dondereagruparse.

Por fin, el ejército solámnico sedetuvo cuando ya se divisaba la AgujaHendida de Solanthus. Los soldadospodían ver los restos de la destruccióndonde antes había estado la puertaoccidental. Más allá, se alzaban lastorres de la ciudad. Delante de ellos seextendía una línea de trincheras yparapetos de madera, pero era evidenteque el enemigo había abandonadoaquella posición.

Los tres generales, Dayr, Marckus y

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Rankin, se reunieron para discutir supróximo movimiento.

—¿Alguna noticia del señormariscal? —preguntó Marckus en cuantoél mismo y los otros dos generaleshubieron desmontado.

—Ninguna —contestó Dayr.La respuesta de Rankin fue la misma.

Cuando el capitán de los CaballerosLibres, la guardia personal de Jaymes,llegó un momento después, Marckus hizola misma pregunta al capitán Powell.

—Lo siento, general. Pero notenemos ninguna noticia desde que laBruja Blanca lo mandó a la ciudad yeso, me temo, ya fue hace muchos días.

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—¿Creéis que todavía estará enalgún lugar de la ciudad? —preguntóMarckus, señalando la silueta deSolanthus—. ¿Podría esperarnos algunatrampa allí dentro?

—No, parece que Ankhar estáreplegándose —aventuró Rankin—. Nodebería haber nada que le impidierasalir y reunirse con nosotros. Sonextraños esta ausencia y este silencio tanlargos.

Mientras los tres generales discutíansus posibilidades, dos nobles de laciudad salieron para recibirlos. LordHarbor y lord Martin dieron labienvenida a las tropas del ejército

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libertador e informaron con tristeza a lostres generales de que la duquesa Briannahabía caído heroicamente en la últimabatalla, justo en el momento de lavictoria.

Les contaron la batalla de la ciudadcon el ser elemental y el papel que habíatenido Jaymes en el combate. Perocuando les preguntaron dónde seencontraba el señor mariscal, los dosnobles sólo pudieron encogerse dehombros y contestarles que habíadesaparecido en el palacio del duque.Nadie le había visto salir del edificio y,tras varios días de intensas búsquedas,no habían conseguido dar con ninguna

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pista.—No obstante, debemos creer que

seguramente abandonó la ciudad sano ysalvo, de forma tan misteriosa comollegó —concluyó Martin—.Seguramente por magia. El kender quellegó con él también desapareció, más omenos en el mismo momento. Creedme,si el kender siguiera por aquí, losabríamos.

Perplejos, los tres generales y losdos nobles se retiraron al cuartel generaldel campamento, donde podrían pensarmás cómodamente su plan de acción.

—El ejército de Ankhar está a sólodoce millas al este —explicó Martin,

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después de que todos se hubieranacomodado con un té y unas galletas—.Hemos puesto exploradores para que losigan y no parece que tenga mucha prisapor huir. ¿No podéis atacarlo aquímismo, de prisa?

Los tres generales negaron con lacabeza, aunque fue Marckus quienrespondió en voz alta.

—Nuestros hombres están agotadosy nos faltan fuerzas. Este ejércitonecesita descanso, comida y refuerzos,si es que podemos encontrarlos. Seríamuy temerario lanzarnos a la batallaahora, en el supuesto de que pudiéramosalcanzar al enemigo.

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—¡Pero es que está ahí mismo, anuestro alcance! —insistió lord Harbor,haciendo un gesto vago hacia el este—.Es evidente que no podemos dejar pasaruna oportunidad así.

—¿Qué hay de vuestra propiaguarnición? —preguntó el generalRankin, bruscamente—. ¿Tenéis quizáun millar de caballeros listos parapartir? ¿Podéis aportar cinco veces esenúmero de soldados de infantería anuestra fuerza? ¿O tal vez dosregimientos de arqueros, con veinteflechas por hombre?

—¡Claro que no! —replicó el noble—. A duras penas hemos logrado

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sobrevivir al asedio con una guarniciónen los huesos. Tendremos, como mucho,trescientos caballos, todosincreíblemente mal alimentados. Ynuestros soldados están medio muertosde hambre. Pero expulsamos al enemigo,¡siempre hemos dado lo mejor denosotros mismos!

—Lo que quiere deciros micompañero —intervino lord Martin, conmás diplomacia— es que nosotrostambién hemos sufrido mucho y casi nonos quedan fuerzas. Parece obvio que,aunque uniéramos todos nuestrosrecursos, no contamos con tropassuficientes para enfrentarnos al enemigo.

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Al menos, no en este momento.Sir Templar llegó y se encontró a los

dos grupos reunidos alrededor de lahoguera. El consejo había idoapagándose hasta convertirse en unacadena de suspiros y largos y lúgubressilencios.

—Señores —dijo el recién llegado,apenas sin aliento—, he recibido unmensaje de uno de mis compañerosclérigos de Palanthas.

—¿Te refieres a ese inquisidor? —preguntó Dayr con recelo—. ¡No me fíode nada de lo que tenga que decirnos!

—No, no me refiero a él. —El jovencaballero clérigo, que había demostrado

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su valía a los tres generales cuandohabía protegido el ataque con puentes enel Vingaard, habló con franqueza—. Dehecho, yo también comparto vuestrasdudas sobre el inquisidor, especialmenteen todo lo que se refiere a este ejército.Pero lo que he recibido es una misivaetérea de una sacerdotisa, Melissa duJuliette. Evidentemente, eso significaque se trata de una mujer.

—¿Y qué es lo que tiene que deciresa sacerdotisa? —preguntó Marckus, apunto de acabársele la paciencia.

—¡El señor mariscal está enPalanthas! —Las palabras quecomunicaban tan importante noticia

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parecieron escaparse de la boca delclérigo—. En el último mes ha estadoallí dos veces. Por lo visto, en la últimaocasión apareció hace unos días.Evidentemente, viaja por mediosmágicos; quizá la Bruja Blanca loteletransporta. La primera vez queestuvo en la ciudad, luchó en duelocontra lord Frankish por la princesaSelinda. Fue Frankish quien lo retó a él,y me alegra decir que el señor mariscalfue el vencedor. Frankish murió. Hoymismo, el señor mariscal está casándosecon la princesa, que fue la causa deaquel duelo. Además, el señor mariscalJaymes se ha puesto al mando de la

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Legión de Palanthas y mañana se pondráen marcha, ¡para unirse rápidamente anosotros en el frente! ¡Con él marchanmil caballeros y seiscientos uochocientos soldados de infantería!

—Bueno —dijo el general Dayr,esbozando la primera sonrisa queiluminaba su rostro desde que habíanvadeado el Vingaard—, yo diría que esocambia bastante las cosas.

Selinda desdeñó el gran templo en elcentro de Palanthas y eligió una modestacapilla de Kiri-Jolith para celebrar suboda. Toda la ciudad festejaba el

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enlace, pero en realidad menos de uncentenar de personas podía entrar en elpequeño edificio. De los invitados,prácticamente todos eran amigos de lanovia, pertenecían a la corte o erandiplomáticos que representaban lugaresde todo Ansalon.

La clérigo que presidía laceremonia, Melissa du Juliette, unajoven sacerdotisa de Kiri-Jolith, no erael miembro del clero con másexperiencia o más conocido. Sinembargo, había sido doncella en la cortedel regente cuando lady Du Chagnevivía, y desde entonces era amiga ymentora de la joven princesa. Selinda

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recordaba su sabiduría, afecto yamabilidad, y le había pedido queoficiara su boda. Melissa le habíaadvertido que ofendería a muchosmiembros de la jerarquía del templo alelegir a una sacerdotisa joven, pero laprincesa se había encogido de hombros,alejando tales preocupaciones.

—De todos modos, ya los heofendido —dijo Selinda con frialdad—.Jaymes no pertenece a la nobleza y esteenlace es una aberración para aquellosque se aferran a la tradición y se creenlos dueños y señores de lo que es buenoy apropiado. Pero yo lo amo…, y creoque es el hombre más increíble de

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nuestra era.—Casarse por amor está bien —

contestó Melissa, diplomáticamente—,aunque vuestro noviazgo ha durado muypoco. ¿Estáis segura de que no queréisesperar un poco más de tiempo?

—No, tenemos que casarnos ahoramismo. Los dos lo deseamos así. ¡Y éltiene una guerra que ganar!

—Esta boda tan urgente, ¿fue idea deél? —preguntó la sacerdotisa.

—Ni siquiera me acuerdo —aseguróla princesa—. No, él me lo pidió, porsupuesto, pero yo insistí en que noscasáramos urgentemente, antes de quevolviera al frente. ¡Melissa, no imaginas

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lo feliz que soy!—Me alegro —repuso la clérigo,

acariciando a la joven con ternura en lamejilla.

De esa forma, se realizaron lospreparativos de las nupcias, y todo sepuso en marcha ese mismo día, antes delatardecer. El señor regente estabapresente, con un aspecto magníficogracias a una levita dorada y una pelucaempolvada. Acompañó a su hija a lolargo de la nave de la bella iglesia ehizo una reverencia —aunque fueramínima— cuando el señor mariscalJaymes Markham dio un paso adelante.La princesa dio un beso rápido a su

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padre en la mejilla y después tomó elbrazo del hombre con el que iba acasarse.

Si alguien se percató de que elclérigo inquisidor Frost y el MartínPescador, sir Moorvan, no habíanacudido a la ceremonia, no hizocomentario alguno. Sin embargo, serumoreaba entre susurros a qué sedebería la ausencia de Coryn la Blanca,de la que se sabía que se encontraba enla ciudad. Era una conocida aliada delregente, amiga de la novia y compañeraconstante del novio, así que ¿dóndeestaba? Era inevitable que su ausenciadiera pie a múltiples especulaciones.

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¿Estaría celosa de la princesa? ¿Seríaverdad que estaba enamorada de JaymesMarkham, como muchos aseguraban? ¿Otendría objeciones secretas paraoponerse a aquella unión?

La celebración fue aún más alegrecuando se supieron las buenas noticiasdel campo de batalla. Los primerosinformes llegaron mediante palomasmensajeras, pero a lo largo de la nocheentraron por las puertas de la ciudaddiferentes mensajeros procedentes delas llanuras, a lomos de caballosexhaustos. Los partes que llevaban secolgaron por toda la ciudad. En ellos seanunciaba la liberación de Solanthus, la

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retirada general del ejército de Ankhar yel avance continuo del Ejército deSolamnia. A pesar de no contar con suaclamado general, los leales Caballerosde la Rosa, la Corona y la Espadaestaban liberando las tierrasconquistadas y recordando las victoriaslegendarias de sus órdenes históricas.

Todos coincidían en que los novioshacían una pareja ideal, perfecta para elfuturo de la nación solámnica. A loscomunes no les importaba mucho queJaymes Markham no perteneciera a lanobleza. Su aire marcial levantabaadmiración y, fortalecido por las buenasnoticias del frente, auténtico asombro.

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En cuanto a Selinda, personificaba ellegado de la ciudad, simbolizado por elalto rango de señor regente queostentaba su padre. Aquel título era elmás alto en la jerarquía de losterritorios de Solamnia, ya que lamonarquía había desaparecido.

Cuando, por fin, Jaymes y Selindaaparecieron en la puerta de la capilla,los ciudadanos concentrados en la plazalos vitorearon jubilosos. Selinda estabaradiante, con un vestido de seda blancaadornado con encaje. Los collares deperlas que llevaba en el cuello yalrededor de las muñecas resaltaban aúnmás su belleza. La melena dorada,

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recogida en un moño alto, resplandecíacon varias peinetas de diamantes. Sufelicidad era bien visible para todos,pues no llevaba velo.

El señor mariscal, para sorpresa dealgunos de los que lo conocían, tambiénestaba resplandeciente. Vestía unachaqueta roja, pantalones blancos y unasbotas negras altas de montar, quebrillaban sin mácula. Una capa negra,que le llegaba hasta las rodillas, daba eltoque final a su atuendo nupcial. Jaymesllevaba una espada ceremonial —en laque los más astutos reconocieron elarma con la que había matado a lordFrankish en duelo— en una funda con

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piedras preciosas.La pareja se quedó en la plaza,

recibiendo los elogios de lamuchedumbre, durante casi media hora.Al final, la multitud se echaba con tantafuerza sobre la guardia de honor de losCaballeros de la Rosa de la Legión dePalanthas, que esta se vio obligada aretroceder casi hasta la puerta de lapequeña capilla. Antes de que la parejavolviera a entrar en el santuario, Jaymesse inclinó y dijo algo rápidamente alcapitán de la guardia de honor.

—Ordena que la Legión se concentrea las puertas de la ciudad esta noche, envivaque. Partimos hacia las llanuras con

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las primeras luces.—Como ordenéis, mi señor mariscal

—contestó el capitán, abrumado yasombrado ante su nuevo líder.

Durante los dos últimos años, elcapitán y sus hombres se habían vistoobligados a permanecer en la ciudad,mientras sus compañeros de los tresejércitos luchaban una gloriosa campañapor Solamnia. ¡Por fin, podrían ponerseen marcha!

Cuando las puertas se cerrarondetrás de Jaymes y Selinda, el capitán yaestaba reuniendo a los tenientes, dandolas órdenes y asegurándose de que eldeseo del señor mariscal se cumplía de

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inmediato.

Se apagaron las luces en la gran mansióndel barrio de los nobles, excepto eldébil resplandor que salía de la alcobaprincipal, en el laboratorio de lahechicera. La imagen de la vasijaacababa de mostrar la plaza, con lamultitud enfervorecida y la pareja derecién casados. En ese momento, volvíaal interior de la capilla de Kiri-Jolith,siguiendo a Jaymes y a Selinda a travésde la puerta, alejándose de la adoraciónde los ciudadanos.

La hechicera blanca observaba la

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imagen completamente quieta. Sujetabael cuenco de porcelana por ambosextremos, apretando los dedos con tantafuerza que los nudillos se le pusieronblancos. Coryn vio que la pareja pasabaa una sala en penumbra, en dirección auna puerta lateral por la que saldrían auna calle estrecha, en la que lesesperaba un carruaje. Este los llevaría alo alto de la colina, al palacio delregente, para que pasaran su noche debodas.

Antes de que llegaran a la puerta, lahechicera blanca vio que Selinda separaba y tiraba del brazo de Jaymespara que también se detuviera. La

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princesa levantó los ojos para mirarlo.Su mirada, todo su rostro, estabaniluminados por una felicidad absoluta.Con una sonrisa maliciosa —una sonrisaque Coryn había visto muchas veces muycerca de sus propios labios—, el señormariscal se inclinó y besó a su esposa.La rodeó con sus fuertes brazos y laabrazó. La princesa lo atrajo aún máshacia sí y apretó el cuello de Jaymes,mientras sus labios se unían.

Coryn pegó un puñetazo al vino, y ellíquido salpicó toda la estancia.Entonces, se llevó las manos a la cara yempezó a llorar.

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A la mañana siguiente, Jaymes partióantes del amanecer. El campamento dela legión ya estaba despierto, pues loscapitanes Weaver y Roman se habíananticipado a la llegada de su nuevocomandante.

—Decidme cuántos hombres sois —dijo el señor mariscal mientrasdesmontaba. Aceptó una taza de téhumeante que rápidamente le habíallevado un edecán del capitán.

—Tenemos un poco más de milCaballeros de la Rosa —informóWeaver—, dos mil piqueros, el mismonúmero de arqueros y más de tres milespadachines de la milicia, en

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compañías de trescientos hombres.—Bien —contestó el señor mariscal

—. Weaver, a partir de ahora te nombrogeneral. Capitán Roman, tú serás elsegundo al mando. Desde este mismomomento, la Legión se conocerá como elEjército de Palanthas. Marcharemos porel paso del Sumo Sacerdote, hacia elVingaard y más allá.

—¡Sí, mi señor! ¡Gracias! —contestaron los dos oficiales.

—Ahora, pongamos en marcha a latropa. Tenemos que ganar una guerra.

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23Concentraciones

¿Crees que hay alguna posibilidad deque esta vez funcione? —preguntóSulfie, mirando el arma de bombarderocon escepticismo.

El arma era un tubo enorme. Lehabían sumado más de la mitad de largoy era más gruesa que la versión anterior.Estaba un poco inclinado hacia arriba;con la boca apuntaba a una charca quehabía en el valle que se extendía a suspies.

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—A pesar de todas las tiras extrasde acero que hemos puesto, no estoysegura de que sea suficiente —continuóla gnomo.

—Lo único que podemos hacer esmeter una bola por el cañón y ver quépasa —contestó el enano de lasmontañas, filosóficamente—. Pero siesta vez tampoco funciona, no tengo muyclaro que podamos conseguir algo quede verdad sirva.

Habían colocado el bombardero enun cerro bajo, cerca de NuevoCompuesto. El objetivo estaba río abajorespecto a la ciudad y al complejoindustrial. Era una charca poco

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profunda, señalada por varias plantas denenúfar y unas ocas que nadaban, y a lasque esperaban pegar un buen sustodentro de poco. La próspera ciudad seextendía por el valle; una ringlera deedificios de madera, fundicioneshumeantes y almacenes. Ya habíacrecido más que el Compuesto original,en la cordillera de Vingaard.

En sólo tres semanas se habíacreado todo aquel complejo. Lostranquilos pastos se habían convertidoen un centro humeante. Las casas de lostrabajadores todavía estabanconstruyéndose. Cada día se levantabauna docena. Por el contrario, las

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instalaciones necesarias para laproducción ya estaban listas. El carbónse obtenía de los enormes hornos. Enunas naves muy grandes se mezclaba ypreparaba el carbón, el azufre y elsalitre en las proporciones adecuadaspara crear el polvo negro.

Uno de los motivos del gran tamañode las nuevas instalaciones era laparticipación entusiasta de los enanos deKaolyn. El rey de los enanos en personase había interesado por la empresa deDram, inspirado, sin duda por el nuevomercado que se abría para su acero, laaleación de resistencia y flexibilidadlegendarias. Había mandado a varios

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maestros herreros y canteros, además demineros y fundidores, para quetrabajaran en Nuevo Compuesto. Acambio de muy buenos salarios, porsupuesto.

Poco después de que la producciónse hubiera puesto en marcha, Dramhabía recibido noticias de los ejércitossolámnicos. El señor mariscal habíapartido de Palanthas a la cabeza denumerosas tropas de refuerzo, la Legiónde Palanthas, para unirse a las fuerzasque ya estaban movilizadas. El enano delas montañas sabía que la batalla erainminente y que toda la ayuda de NuevoCompuesto sería necesitada con

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urgencia.Rogard Machacadedos, el emisario

del rey de Kaolyn, había subido al cerropara unirse al Dram, a Sulfie y a ungrupo de enanos de las montañas quetrabajaban en Nuevo Compuesto, con elfin de presenciar el experimento. Allíestaban todos, impacientes y nerviosos,esperando aquella prueba definitiva.

—Si no sale bien, tendremos queesperar al año que viene antes de volvera intentarlo —confesó Dram.

El tubo era bastante diferente al quehabía explotado en Vingaard y habíacercenado la vida del hermano deSulfie, Salitre Pete. Tenía el doble de

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tiras de acero rodeándolo y las tablas dequebracho estaban unidas entre sí conmuescas machihembradas, queresistirían mayor presión en el disparo.Además, Dram había encargado a loscanteros de Kaolyn que cincelaranesferas perfectas, con las dimensionesexactas del tubo. Ya había reunidodocenas de misiles potenciales y sólo lequedaba esperar que las pruebas delarma tuvieran éxito.

Las mechas también se habíanmejorado mucho. Después de múltiplesexperimentos, a base del método deprobar y cometer errores, habíandescubierto que si empapaban el

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bramante en salmuera antes de cubrirlocon el polvo negro, podían controlarmejor la velocidad a la que ardían laslargas cuerdas. Ya no ocurría nunca queuna mecha ardiese en pocos segundos ose negara a prender. Habían logradocontrolar el componente crucial de laignición, de forma que todas las mechasardían según unos parámetros.

Aunque el polvo negro en sí todavíapodía resultar un poco impredecible, losgranos de todos los componentes semolían según unas característicasdeterminadas, y el proceso de mezclaera más eficiente y estaba máscontrolado. Gracias a unas cuidadosas

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inspecciones de las materias primas,habían ido eliminando otros problemasdel proceso.

Por fin, habían terminado todos lospreparativos. El tubo estaba encima deun carro muy resistente, al que habíanbloqueado las ruedas. El extremo delarma se elevaba en un ángulo de casicuarenta y cinco grados.

—¿Sally no va a venir a ver laprueba? —preguntó Sulfie mientrasescudriñaba el camino que bajaba a laciudad. Desde allí se veía la millaentera que había que recorrer, y eraevidente que nadie estaba subiendo alcerro—. ¿Quieres que esperemos hasta

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que llegue?—No va a venir —contestó Dram.

Su rostro se ensombreció un momento ydespués se encogió de hombros—. Estoypreparado para la prueba. Vamos allá.

Como habían hecho en las ocasionesanteriores, echaron un barril del polvopor el tubo, hasta que llegó a la base.Allí explotaría mediante una mecha quesalía por la parte posterior. Cuando elbarril de explosivo ya estuvo en su sitio,Dram hizo una señal a uno de loscanteros. El enano, que estaba en elcarro, levantó una piedra redonda quepesaba más de cien libras hasta la bocadel tubo, la metió y la dejó caer, hasta

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que oyeron que chocaba contra el barrilde polvo negro. Rápidamente, elcargador bajó del carro y corrió detrásdel bombardero, donde estaba el restode observadores.

—¡Encended la mecha! —exclamóDram.

Un enano de las montañas se habíaquedado junto al arma. Rápidamente,acercó la llama a la mecha y echó acorrer. Él y los demás se taparon lasorejas con las manos y observaron lacuerda que se consumía rápidamente,entre humo y chispas. El fuego llegóhasta donde desaparecía la mecha, en elagujero del tubo, y también desapareció.

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Dram contuvo la respiración sindarse cuenta. Había sido necesario tantotrabajo para llegar a ese momento —tantos preparativos, sacrificios y energía—, y ni siquiera sabía si iba a salir bien.Volvió a sentir un escalofrío. Sifallaba…

Sacudió la cabeza, negándose acontemplar siquiera esa posibilidad.

La respuesta fue una erupciónenorme de humo y fuego, una explosiónen la boca del bombardero que cruzó elaire a cien pies de altura,chisporroteando en una bola abrazadoray llameante. La nube de humo era tanespesa que no les dejaba ver. De

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repente, la oscuridad los envolvió.Al principio, Dram se preguntó qué

habría pasado con la bola, porque en losexperimentos anteriores siempre lahabía visto salir volando por la boca deltubo. Entonces, miró al otro lado delvalle y la descubrió. A una milla dedistancia, se había elevado cientos depies sobre el suelo. Perplejo, el enanode las montañas contempló el arco quedescribía el misil y cómo ibadescendiendo, para caer en las aguasmansas de la charca, en la que selevantó un chorro de espuma blanca. Lasocas, asustadas, agitaron las alas yecharon a volar entre graznidos.

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Dram lanzó un grito, un vítor que serepitió en las gargantas de todos lostrabajadores que estaban en el cerro.

—¡Ninguna prueba había alcanzadoni siquiera la cuarta parte de esta! —proclamó, orgulloso—. ¡La bola hadebido de volar una milla y media!

—¿Crees que funcionará otra vez?—preguntó Rogard.

Dram se encogió de hombros.—Sólo hay una manera de

averiguarlo —contestó.Aquella había sido la clave de todos

sus problemas anteriores. Ninguno delos tubos de pruebas había sobrevividomás de cuatro o cinco tiros, antes de que

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todo el bombardero saltara por losaires. A veces, se rompía por completoo, en otras ocasiones, estaba tanagrietado que no podía seguirutilizándose. Pero no tardarían mucho endescubrirlo. Los artilleros ya habían idohasta el carro con los trapos y estabanlimpiando el cañón. Tenían queasegurarse de que no quedara ningunachispa antes de volver a meter un barrilde polvo para la siguiente prueba.Cargaron otra bola y encendieron lasegunda mecha.

—Disparo número dos, ¡fuego! —gritó Dram.

El bombardero volvió a lanzar un

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fogonazo, y el segundo proyectil siguióel mismo camino que el primero.Describió el mismo arco y recorrióidéntica distancia hasta caer en lacharca.

El equipo de cargadores empezó atrabajar con velocidad constante.Repitieron el procedimiento de carga ydisparo, y el barril lanzó una bola portercera vez. Los trabajadores habíansalido de las instalaciones de NuevoCompuesto y los leñadores searremolinaban en el límite del bosque.Todas las miradas se dirigían a lo altodel cerro, justo cuando el bombarderodisparaba la tercera bola hacia el lago.

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El misil cayó muy cerca de dondehabían aterrizado los dos primerosdisparos.

Una y otra vez, repitieron losmismos pasos, hasta que consiguierondisparar diez veces seguidas con éxito.Todas las bolas de piedra llegaron a lacharca. Sin embargo, en los últimostiros, el proyectil caía cada vez unospasos más cerca que en la explosiónanterior. En esos últimos disparos,empezó a salir humo por las juntas delas tablas de quebracho, y los aros deacero que las sujetaban estaban cada vezmás sueltos.

—Estamos empezando a perder un

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poco de presión —comentó Dram, conojo crítico, mientras estudiaba las tablasde madera y los anillos metálicos quesujetaban el artilugio—. Pero no es tangrave como para que no podamossolucionarlo apretando un poco estasabrazaderas. Creo que casi lo hemosconseguido.

Levantó la vista y miró hacia elnorte, donde se divisaba en el horizontela lejana ciudad de Solanthus. Estabandemasiado lejos para distinguir elcampamento del ejército, pero sabía quelos solámnicos estaban allí agrupados y,más o menos, por dónde se habíareplegado Ankhar.

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—Jaymes, viejo amigo —dijo elenano en voz baja—, me parece quetengo un regalo para ti.

Ankhar se acercó a la tienda gris, laúnica que se levantaba en todo el vastocampamento de su ejército. Comocomandante, tenía derecho a ir acualquier parte del campamento quequisiera, pero, por alguna razón, elsemigigante vaciló en la entrada de latienda. Se aclaró la gargantaruidosamente y, a cambio, una voz débillo llamó desde el interior.

—¡Entrad! —graznó el Caballero de

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la Espina.El semigigante se agachó y apartó la

lona. Entrecerró los ojos al quedarenvuelto en sombras. La tienda era másgrande de lo normal, pero aun asíAnkhar tenía que inclinarse bastantepara poder entrar. Avanzó y se puso encuclillas, mientras observaba el rostromacilento del Túnica Gris.

—¿Cómo está el dolor?Hoarst se llevó una mano al pecho,

donde se le había clavado el cuadrillodel señor mariscal. La flecha habíallegado hasta el corazón. Habría muerto,si no hubiera sido por la magia curativade Laka.

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—Mal. Apenas puedo respirar.—Lo siento —se compadeció el

semigigante. Le alargó una taza quehabía llevado al Caballero de la Espinacon mucho cuidado en sus manazas—.Laka dice que tienes que beberlo.

El humano no hizo ninguna pregunta.Extendió un brazo, cogió el cuenco y selo llevó a los labios. El desagradableolor del líquido se extendió por toda latienda, como si por allí cerca anduvierauna mofeta; pero Hoarst no vaciló ybebió la fuerte infusión en sorbosamargos de hiel. Tosió con violencia yAnkhar, amablemente, le retiró la tazapara que al Caballero de la Espina no se

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le cayera.—¿Te hace bien? —preguntó el

semigigante cuando al hombre se lealivió la tos y pudo respirar de nuevo.

—Sorprendentemente, sí —admitióHoarst, mientras se incorporaba parasentarse. Inhaló y expulsó el aire,disfrutando del simple hecho de poderllenar los pulmones de oxígeno—.¡Puedo respirar!

—Bien. Necesito que te levantes yvayas a trabajar ahora mismo.

Hoarst se apoyó en las dos manos.—Debe de ser muy importante —

gruñó—, pero no sé si podré caminar.—No tienes que caminar, tienes que

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tallar —contestó el semigigante.Cuando el hombre enarcó las cejas

en una pregunta muda, Ankhar prosiguió—: El ejército de los caballeros tienerefuerzos. Ahora mismo están saliendode Solanthus, hacia nosotros. Tenemosque enfrentarnos a ellos aquí, a lasombra de las montañas. El rey está ahíarriba, en algún lugar entre las cumbres.Quiero hacer que vuelva. Pero paraenviar al rey contra los humanos,necesito otra varita.

Hoarst asintió, al comprender lasituación.

—Muy bien; puedo hacer otra varitasi me traéis el material.

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—¿Qué necesitas?—La rama de un sauce adulto. Tiene

que ser un árbol grande. Por ejemplo,tan grande que yo no pueda abarcarlocon mis brazos. La rama debe ser de lasbajas, las que tocan el agua con la punta.Tenéis que traerme la rama entera,aunque no vaya a utilizar más que elextremo. Y cuando la hayáis cortado,hay que talar el árbol entero y quemarloen una buena hoguera.

Ankhar asintió, mientras grababa ensu memoria aquellas instrucciones tanextrañas.

—Descansa —dijo, por fin—.Volveré luego.

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Encontrar el sauce fue más difícil delo que esperaba, pero después de enviara docenas de jinetes humanos —losexploradores de la caballería ligera deBlackgaard—, supo que en un valle queno estaba demasiado lejos había unárbol con las características necesarias.El semigigante no confiaba en nadiepara aquella importante misión y,acompañado por Laka y varios ogroshabilidosos con el hacha, él mismo fuehasta el lugar. Siguiendo lasinstrucciones de Hoarst, Ankhar eligióla rama adecuada y la cortó con unospocos tajos de su cuchillo. Después,ordenó a los ogros que talaran el árbol y

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lo quemaran en una buena hoguera,alimentada con un montón dequebradizos troncos secos de pino quehabía por el lugar.

Al día siguiente volvió alcampamento con la rama y encontró alhechicero sumido de nuevo en un sueñointranquilo, sobresaltado. Ankhar esperócon impaciencia mientras Lakapreparaba otra taza de aquel brebajerepugnante, aunque reconstituyente. Laobservó mientras mezclaba losingredientes, que parecían corteza ybayas, con unas cosas inidentificables,que tal vez fueran trozos secos deanimales. Todo aquello iba saliendo de

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la infinidad de morrales y bolsillos de lahobgoblin.

Mientras paseaba delante del fuego,Machaca Costillas se aproximó aAnkhar.

—El ejército de caballeros sigueviniendo hacia aquí —informó elsubalterno.

—¿A qué distancia están ahora?—A menos de diez millas, según mis

cálculos —contestó el goblin, cuyoscálculos de las distancias siempre eranimprecisos.

—Entonces, están muy cerca.Tenemos que estar preparados paraenfrentarnos a ellos pronto —concluyó

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el semigigante.Por fin, la infusión estuvo lista y el

comandante del ejército se la llevó alhechicero. Una vez más, Hoarst se sentóen el catre y pudo respirar sinproblemas durante unas horas, gracias ala poción. Le indicó a Ankhar quequitara las hojas de la rama del sauce ydespués pidió al comandante delejército que lo dejara solo, mientras éltrabajaba con su navaja pequeña y bienafilada.

El semigigante volvió a pasearalrededor de la hoguera, unto a la queestaba su madre en cuclillas, con lamirada fija en las llamas.

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—¿Puedes hacer otra taza de esebrebaje asqueroso? —preguntó Ankhar—. Por si acaso el Túnica Gris no lograterminar antes de que desaparezcan susefectos.

—Puedo hacer una jarra entera, ydespués otra y otra más —contestó Laka,encogiéndose de hombros—, pero esuna bendición peligrosa. Aunque le hacesentirse bien durante unas horas si bebedemasiado su organismo se colapsará.

—¿Y entonces?—Entonces lo matará —repuso su

madre adoptiva, mientras cogía elmortero y empezaba a machacar otromanojo de hierbas.

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—Estaba empezando a pensar que tehabías olvidado de mí —dijo JaymesMarkham cuando saludó a DramFeldespato.

—No tendrás esa suerte —respondióel enano, que empezaba a sentir su típicomal humor después de montar a caballo.

Estaba cubierto de polvo y le dolíanlas posaderas. A pesar de todo, agarróla mano de su compañero con fuerza y sedeslizó de la silla. Se estiró, en unintento por que dejaran de dolerle losmúsculos.

—¿No tenéis nada frío que beberpor aquí? —preguntó Dram.

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—Desde que supe que estabas decamino tengo un barril enfriándose en elrío —contestó Jaymes.

Mandó a un par de hombres a buscarel barril, mientras él se concentraba enlos carros que seguían entrandoruidosamente en el campamento, loscarros que Dram Feldespato habíabajado desde Nuevo Compuesto.

—Así que son seis, ¿eh? —comentóel señor mariscal, impresionado.

Había media docena debombarderos, cada uno en uno de loscarros que abría el convoy, con lasbocas de los tubos apuntando haciaatrás. Para tirar de cada carro de los

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bombarderos, se necesitan ocho bueyes.Las otras carretas eran más pequeñas yde diversos tipos y cargas. En muchas seapilaban los barriles de polvo negro.Otras iban cargadas de rocas, esculpidasen esferas perfectas e idénticas. Jaymesobservó todo el convoy con los brazosen jarras, mientras asentía, satisfecho.

—En las pruebas, llegamos a más deuna milla —acabó de explicar Dram unahora más tarde, mientras bebía unacerveza fría.

Era evidente que el enano se sentíamuy orgulloso.

Y Jaymes sabía que tenía razones desobra para estarlo.

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—El ejército de Ankhar está en lasiguiente cadena, con el flanco izquierdobien metido en las montañas. Hastaahora, nuestras fuerzas han estadoigualadas en número, así que hemosestado en punto muerto —informó elseñor mariscal a su amigo, el enano delas montañas, mientras servía a ambosotro pichel fresco.

—Querido amigo —dijo, levantandoel vaso para brindar—, creo que acabasde poner la suerte de nuestro lado.

Finalmente fue Machaca Costillas, eljinete goblin de wargs, quien llevó a

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Ankhar las noticias que esperaba y temíarecibir desde hacía tanto tiempo.

—El monstruo de fuego ha cruzadolas montañas —informó MachacaCostillas—. Está bajando por los valles,hacia vuestro ejército.

—¿A qué distancia?—A menos de una jornada, seguro.—Perfecto —gruñó Ankhar.El semigigante fue en busca de su

madre de inmediato. La hobgoblin salióde la tienda, sujetando con fuerza lapequeña caja con rubíes engarzados quehabía reparado. Con Machaca Costillasa la cabeza, el comandante del ejército ysu madre adoptiva partieron hacia el

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valle más cercano, entre las montañas.Delante de ellos se alzaban las altascumbres de Garnet, coronadas de nieve.

Cuando el semigigante y su madre,quien, a pesar de su apariencia frágil,podía trepar bastante de prisa, habíanrecorrido diez millas desde elcampamento, Ankhar percibió el olor ahumo. Cruzaron una cadena baja yvieron un bosque entero calcinado. Lostroncos ennegrecidos todavía lanzabancolumnas de humo. El incendio no habíasido aún mayor gracias a la humedad yla vegetación verde del bosque.

Y allí estaba el rey de los sereselementales, alzándose sobre el fondo

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negro del paisaje quemado. Los ojoshundidos, relucientes como las brasasdel Abismo, brillaron de un modocegador cuando el semigigante se pusodelante de él. Ankhar alzó su lanza deesmeralda y la agitó, retador.

El rey de los seres elementalesrugió. El bramido era tan feroz que sesentía como un golpe físico. Ankhar lerespondió con otro rugido, en tonodesafiante, y la criatura mágica se lanzósobre él.

La tierra temblaba bajo las pisadasdel monstruo. Los huracanes envolvíansus piernas, arrancaban de cuajo losárboles y levantaban enormes columnas

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de agua al pasar sobre un riachuelo demontaña. El rey de los seres elementalesvolvió a rugir. Se irguió, y el sonido desus gritos rebotó en las montañas ycubrió el valle…

Hasta que Laka abrió la pequeñacaja de rubíes.

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24El retumbar de las montañas

El campo de batalla se encontraba al piede las montañas de Garnet, donde seunían a las llanuras, a unas cincuentamillas al sudeste de Solanthus. Lospocos pueblos que había en aquella zonahabían sido abandonados hacía muchotiempo. Por fin, habían hecho lamaniobra y las unidades estabandispuestas para la última batalla. Ambosbandos tenían la moral muy alta y,después de dos años de asedio, tanto los

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solámnicos como el ejército de Ankharestaban ansiosos por dar por acabado elasunto.

Los caballos piafaban y relinchabancon impaciencia. Los wargs, babeantes,ladraban. Humanos, goblins, ogros yenanos afilaban las armas y, con los ojosentrecerrados, estudiaban las posicionesenemigas. Los guerreros de ambosbandos sentían que ya se habían acabadolas marchas, las fintas, las retiradas ylas escaramuzas. Se acercaba la granbatalla.

Los dos ejércitos se habíandispuesto uno enfrente del otro, a lolargo del límite nororiental de las

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montañas de Garnet. El ejército deAnkhar, que miraba hacia el norte y eloeste, protegía su flanco izquierdo conlas escarpadas laderas de una cadena demontañas. Jaymes, por su parte,orientaba su frente hacia el sur y el este.Mediante la caballería ligera y variosescaramuzadores, pretendía mantener elflanco derecho bastante flexible, con elfin de reaccionar ante cualquier amenazaque se presentara en el terreno más alto.

La Legión de Palanthas se habíasumado a las filas de la fuerzasolámnica, de forma que esta era másnumerosa que nunca. Los tres ejércitosde caballeros estaban bien descansados.

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Habían pasado casi dos meses desdeque vadearon el Vingaard y habíanaprovechado bien ese tiempo. Muchosde los heridos ya se habían recuperado yhabían acudido al frente parareengancharse al ejército. Volvían atener Hechas y armas de repuesto,gracias a los ímprobos esfuerzos de losarmeros, que habían trabajado sindescanso, hasta que todas las unidadesestuvieron bien equipadas. Un intendentehabía llegado hasta Kalaman paracomprar una manada de más deseiscientos caballos, recios y fuertes.

Mientras tanto, Río de Sangre habíaenviado urgentes mensajes a las tierras

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salvajes de Lemish, prometiendo unmagnífico botín, tierras y esclavos paralos nuevos voluntarios. La consecuenciafue que Ankhar recibió a cientos deogros y miles de goblins como refuerzo.

El primer día en el campo de batallalos dos ejércitos se observaron conrecelo, realizaron pequeños cambios ensu posición, protagonizaron escaramuzassin importancia entre los exploradores yla caballería ligera, pero ninguno de loscomandantes hizo amago de dar paso amayores hostilidades. Los lanceros, ensus veloces corceles, anduvieronpersiguiendo a los goblins de MachacaCostillas, con sus monturas lupinas,

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durante la mayor parte de la tarde, perola reyerta perdió fuerza al mismo tiempoque se apagaba el día. No hubo grandesvictorias, pero los jinetes de ambosbandos volvieron a sus campamentospresumiendo de todos los enemigos quehabían matado y de las glorias quehabían conseguido.

Por parte de Ankhar, el semigigantese limitaba a esperar y ver lo queintentaba hacer su oponente, mientrasaprovechaba para dar tiempo a quellegaran más refuerzos del sur. Estosseguían acudiendo a la llamada: cientocincuenta hobgoblins de los Señores dela Muerte, varias tribus nómadas de

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goblins que llegaban desde las montañasde Garner. Lo más importante para elsemigigante era que se sentía seguro alsaber que el rey de los seres elementalesvolvía a ser su prisionero, su esclavo.El monstruo invencible estaba atrapadoen la caja de rubíes de Laka. Perocuando llegara el momento, que yaestaba muy cerca, liberarían al rey paraque volviera a arrasar aquellas tierras,para que sembrara la guerra y ladestrucción.

Desde el punto de vista de Ankhar,Jaymes estaba haciendo unos esfuerzos

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inútiles. Las tropas del humano estabandesplegadas y cavaban fosas ylevantaban barreras de afiladas estacas.Lo que el semigigante no sabía era queel objetivo real de tanta actividad eradistraerlo, para que no se diera cuentade lo que asaba en la ladera occidentalde un cerro bajo desde el que sedominaba el campo de batalla. Lacumbre ocultaba la ladera y la escondíaa los ojos del enemigo.

Casi dos días necesitaron loshacheros de Kaolyn para talar variosárboles del pinar que cubría la laderaoculta. Querían abrir un camino hasta loalto del cerro, que se alzaba en el

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extremo derecho de la posición delejército solámnico. Era un trabajo duro,pero Jaymes había elegido aquel lugarporque era la mejor posición paradisparar los bombarderos, y las tropasya sabían que no debían cuestionar lasdecisiones de su comandante.

Por tanto, los enanos habían taladocientos de árboles, mientras todo unregimiento de la milicia —armado conpicas y palas en vez de espadas ibadetrás, quitando y echando tierra, paranivelar el suelo y que los pesados carrospudieran subir a la montaña. Colocarontablas y troncos en las zonasaccidentadas del camino y levantaron

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resistentes muretes de contención en laspartes más escarpadas. De esa manera,aunque hubiera un diluvio, el nuevocamino, el camino creado con una únicae importante misión, no se derrumbaría.

El general Weaver pidió que susCaballeros de la Rosa pudieran tener elhonor de ser los primeros en atacar en lapróxima batalla, y el comandante delejército se lo concedió.

—Gracias, mi señor. Quiero quesepáis que esta petición no sólo viene demí, sino de todos y cada uno de mishombres. Demasiado tiempo hemosaguardado en nuestra ciudad, mientras laguerra se libraba en las montañas.

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Estamos ansiosos por ayudar a la causade Solamnia.

—Esas palabras son muy hermosas—repuso Jaymes—. No me cabe lamenor duda de que tus hombres lucharántan bien como tú hablas.

—Quiero que sepáis, señor —prosiguió Weaver—, que nosotros, loscaballeros de Palanthas, hemos sufridomucho tiempo bajo las órdenes delseñor regente. Quizá ostente un título pornacimiento, pero para nosotros norepresenta los principios de lacaballería. Vos, por el contrario, sois unguerrero al que todo hombre estaríaorgulloso de servir. Vuestro ejemplo nos

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anima a creer que, tal vez, hayaesperanza y podamos tener una nación ala que llamemos nuestra.

Entonces, el general se irguió y segolpeó el pecho con un puño.

—Mi señor —declaró, con el bigotetembloroso—, ¡Est Sularus oth Mithas!

A la undécima hora, el ejércitocreció con la llegada de un regimientode infantería pesada que llegaba deKaolyn. Con las cotas de malla negras yun buen surtido de hachas y mazas deaspecto amenazador, los guerrerosentraron en el campamento entonando uncántico de guerra. Los solámnicos ytodos sus aliados los recibieron con

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entusiasmo.—Me parece que el viejo rey Metast

quiere proteger su fuente de ingresos —comentó Dram con una risita. Le habíacontado a Jaymes la compra del acerode Kaolyn, por supuesto.

—Podemos utilizar su acero ytambién sus tropas —resumió el señormariscal, alegre.

Por fin, estuvo listo el camino alcerro, y los pesados carros subieron a lacumbre. En realidad, por el momento sequedaron un poco por debajo del puntomás alto, en la ladera occidental, paraque las líneas enemigas no losdescubrieran. La auténtica batalla

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empezaría por la mañana.La larga noche transcurrió sin

sobresaltos. Aquellos que sabíanescribir redactaban breves misivas parasus familias y para las de suscompañeros menos ilustrados.

Jaymes se paseó tranquilamenteentre sus hombres, en las cuatrosecciones del ejército, hablando con loscaballeros y los voluntarios de lamilicia, con los señores y los escuderos.Alabó el trabajo de los Caballeros de laRosa, felicitó a los hombres deSolanthus y al ejército de la Espada porhaber liberado a la ciudad sitiada yanimó al general Dayr y a los guerreros

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del ejército de la Corona, que tantaspenalidades habían sufrido. LosCaballeros Libres, su guardia personal,lo acompañaban y se mantenían alerta,mientras el comandante paseaba y serelajaba, bromeaba y compartía un tragoo un poco de pan con los hombres.

El señor mariscal también sepreocupó de descansar más de lo queera habitual en él. Se acostó antes de lamedianoche y dio órdenes de que no lomolestaran hasta dos horas antes delamanecer. Se cubrió con una manta fina,se estiró en el catre e, inmediatamente,se quedó dormido. Tuvo un sueño muyreconfortante, pues lo visitaron las

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imágenes de Coryn y, por raro quepareciera, de Fregón Frenterizada.Curiosamente, su esposa estaba ausenteen sus sueños, como lo estaba de suspensamientos en la vigilia.

Cuando un ordenanza fue adespertarlo a la hora indicada, Jaymessalió de la tienda con fuerzas renovadas.Tomó un poco de pan y queso y montóen su yegua. Cabalgó por todo elcampamento, observando —y siendoobservado— mientras las unidades sepreparaban.

Al amanecer, los caballeros, más dedos mil quinientos, ensillaron loscorceles y formaron con las lanzas

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preparadas, las armaduras brillantes ylos caballos bien cepillados. Losguerreros guiaron a los animales por lasbridas, sin montar, hasta que llegó elmomento de la verdad. Entonces,ocuparon su puesto en la vanguardia delejército. Los palanthinos, a las órdenesdel general Weaver, formaron una filalarga. Los contingentes de la Corona, laEspada y la Rosa se colocaron en tresgrandes columnas, detrás de suscompañeros de la luminosa ciudad de labahía. Los caballeros palanthinosatacarían en primer lugar y las columnaslos seguirían, buscando los huecos quese abrieran en las formaciones

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enemigas.—¡Mi señor mariscal!Jaymes levantó la vista y vio a uno

de los señores de Solanthus, lordMartin, que se acercaba a caballo. Elnoble tenía una expresión grave, peroalentadora.

—Tengo otra compañía de la miliciade la ciudad… Llegó al campamentoanoche. Mil espadachines.

El señor mariscal asintió, satisfecho.—Por el momento, los dejaremos en

la reserva. Pero que estén preparados.—Sí, sí, mi señor. Y buena suerte —

dijo Martin antes de volver a caballojunto a su compañía, la infantería pesada

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de la ciudad, armada con alabardas.Jaymes montó la resuelta yegua

ruana que lo había llevado a lo largo detantas millas por las llanuras. El capitánPowell y los Caballeros Libres, siemprearmados y atentos, dispusieron suspropias monturas en un círculo abiertoalrededor del señor mariscal. Elcomandante del ejército estaba a puntode partir con sus hombres, cuando seprodujo un alboroto entre los guerrerosque había cerca.

—¡Es la Bruja Blanca! —exclamóuno de los hombres.

Nada más decirlo, miró conaprehensión al señor mariscal, pues

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todos sabían que no aprobaba esa formade llamar a lady Coryn.

Pero Jaymes Markham no estabaprestando atención al guerrero. En vezde eso, miraba fijamente el hueco que sehabía abierto entre los solámnicos,donde se agitaba una nube chispeante,señal clara de la presencia mágica. Elseñor mariscal desmontó justo cuandoCoryn salía de la nube reluciente, y lossoldados se apartaban presurosos. Lahechicera se acercó a él con una miradapensativa en los ojos, pero con unasonrisa bailándole en los labios.

Jaymes la tomó por los brazos y lacontempló, muy cerca de ella.

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—Me alegro de que hayas venido.No lo esperaba; no me atrevía siquiera atener la esperanza de que vinieras. Perome alegro de que estés aquí.

—Te ayudé a empezar esta guerra ylo menos que puedo hacer es ayudarte aterminarla —repuso Coryn,sencillamente.

—Así que vienen a por mí con todo elejército de solámnicos a caballo, ¿eh?—se burló Ankhar, lanzando unacarcajada. Se dirigía al capitánBlackgaard, que se encontraba junto alejército del comandante, a lomos de su

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semental negro—. A lo mejor es que yahan olvidado lo que les pasó con tuspiqueros en la orilla del Vingaard, ¿eh?

Blackgaard entrecerró los ojos yestudió la larga línea de jinetes, con laslanzas alzadas, de forma que relucíanbajo los primeros rayos de sol.

—Yo no estaría tan seguro, miseñor. Los solámnicos son tozudos, deeso no cabe duda, pero no son tontos.No creo que olviden nunca lo que pasóen el río. No obstante, estoy de acuerdoen que debemos situar a los piqueros enla primera línea del frente.

El capitán humano dio las órdenesnecesarias y sus mejores tropas,

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cargadas con las largas armas,avanzaron hasta la vanguardia delejército de Ankhar. Se colocaron en tresfilas, en posición de descanso —laspuntas de las picas apoyadas en el suelo—, mientras esperaban para ver cómotranscurrían los acontecimientos. En unmomento, podrían levantar las picas yformar una línea impenetrable, muchoantes de que los caballeros recorrieranmedia milla de distancia, aunquegaloparan lo más rápidamente quepudieran.

Mientras esperaban el siguientemovimiento de los caballeros, Ankhar sevolvió hacia su madre adoptiva, quien,

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como siempre, permanecía muy cerca deél.

—¿Preparaste el brebaje para elTúnica Gris?

—Sí. Ya lo ha bebido y estáviniendo hacia aquí.

—Dijiste que la poción lo mataría.No morirá hoy, ¿verdad?

Laka se rio.—Ya debería haberle matado. Estoy

empezando a creer que ese Caballero dela Espina tiene una magia incluso máspoderosa que la mía. Pero no, hijo mío,no creo que lo mate, por lo menos hoyno.

—¿Y la varita? ¿La tienes?

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La hobgoblin se abrió la capa y lemostró la delgada pieza de madera,enganchada en su cinturón.

—Dice que es mejor que la primera.Y yo estaré preparada cuando llegue elmomento. —Abrió el morral y le enseñóla caja de rubíes.

El semigigante parpadeó. A pesar detodas las veces que la había visto, nuncadejaba de sorprenderle que algo tanpequeño pudiera contener una fuerza tanterrible y asombrosa.

—¡Mi señor! —exclamóBlackgaard, haciendo que Ankharvolviera a concentrarse en el ejército—.Parece que los caballeros han empezado

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a moverse.—Eso parece, sí —gruñó el

semigigante. Las largas filas decaballeros de reluciente armadurahabían montado y estaban avanzando, apaso tranquilo—. ¿Y tus piqueros?

—Mirad, allí —contestó el capitánhumano, con un gesto de cabeza.

Los hombres de las largas picasestaban colocándose. Los astiles estabanen su letal posición, como si fueran unerizo. En tres filas, los primeros searrodillaban, los segundos se agachabany los terceros permanecían de pie,sujetando todos con fuerza las afiladaspicas de acero.

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—Perfecto. Dejad que los mismoscaballeros se empalen en la barrera —dijo Ankhar, y lanzó una carcajadaprofunda.

Intentó alejar de sí una leveinquietud, pero aquel sentimiento seresistía a irse: ¿por qué los humanos seaferraban a una táctica que sabíancondenada al fracaso?

—¿Las filas de arqueros? —preguntó el semigigante a Pico de Águilay a Destripador, que estaban cerca deallí.

—Los arqueros están preparados, miseñor.

—También mis soldados.

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—Y yo tengo un millar de ogros,dispuestos a avanzar en cuanto elenemigo ataque —aseguró Río deSangre, que se había unido al grupo conpasos pesados.

En la retaguardia, se impacientaba lacaballería lupina de Machaca Costillas.Los goblins ya habían montado ysujetaban las riendas, tratando decontrolar sus monturas inquietas yansiosas por luchar. El semigigantesabía que, literalmente, estaríanbabeando por sangre cuando él diera laorden.

De repente, Ankhar oyó una especiede trueno que procedía de las montañas

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de Garnet. Un estruendo ronco sacudióel aire, un sonido tan poderoso que losintió en el estómago, además declavársele en los oídos. Levantó la vistahacia las cumbres nevadas de lacordillera. Los picos blancos relucíanbajo el sol de la mañana. Sin embargo,ni el anuncio de una nube de tormentamanchaba el cielo prístino.

Al mirar con más atención,descubrió algo que parecía una nieblagris. Envolvía uno de los cerros máscercanos. Recordaba más al humo deuna hoguera hecha con hierba verde quea la acumulación de humedad en elcielo. La columna se elevaba hacia las

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cumbres más altas. Ankhar pensó queera imposible que fuera una nube.Cuando volvió a mirar al cielo, confuso,siguió sin ocurrírsele de dónde venía laamenaza.

—¡Qué raro! —murmuró para sí—.¿Cómo puede haber un trueno sin nubes?

—Creo que vamos a quedarnos un pococortos —apuntó Dram, que hablaba conSulfie casi con aire despreocupado.

Escudriñaron a través del humoespeso del primer disparo y vieron lasseis bolas surcando el cielo —todavíaeran visibles, aunque se las tragaba la

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distancia—, hasta caer en la llanura. Suobjetivo eran los grupos de piqueros.Las picas se extendían a lo largo de másde una milla, protegiendo la horda deAnkhar. «Veamos cómo se enfrentan auna lluvia de piedras esos soldados tandisciplinados», pensó Dram, conexpresión muy seria.

Tal como el enano había predicho,las seis bolas cayeron pesadamente acientos de yardas del frente enemigo.Varias se hundieron en la tierra blanda ydesaparecieron, pero tres o cuatroempezaron a saltar y correr. Cogieronvelocidad y se abalanzaron sobre lalínea de piqueros como si estos no

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fueran más que bolos indefensos. Inclusoa una milla de distancia, el enano y lagnomo pudieron ver el efecto de lasbolas. El frente de piqueros se tambaleóy algunos hombres cayeron.

Los caballeros solámnicos seguíanavanzando lentamente, con las lanzas ylos estandartes bien altos, y lasarmaduras brillando bajo el sol. Lamagnífica formación recordaba más a undesfile que a un ataque. Los caballossiguieron al paso hasta llegar a mediamilla de la posición enemiga. La Legiónde Palanthas estaba al frente, seguidapor las tres columnas de la Espada, laRosa y la Corona, que dejaban entre sí

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un espacio.—Levantadlos un cuarto de vuelta,

nada más —ordenó el enano.Los artilleros lo obedecieron y

ajustaron los tornillos enormes quehabía debajo de la boca de los tubos.Los enanos de las montañas giraron lasmanivelas y los bombarderos seelevaron imperceptiblemente.

Mientras corregían el tiro, otrosartilleros se subían a los carros,limpiaban los tubos y cargaban másbarriles de polvo negro. Los seis enanosmás robustos se encargaban de lasbolas. Levantaron los pesadosproyectiles sobre su cabeza y los

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dejaron caer en la boca negra delbombardero.

—Muy bien —los animó Dram,entusiasmado—. Vamos a intentarlo otravez.

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25El bramido de los cañones

Seis esferas perfectas de piedra, cadauna de ellas de más de cien libras depeso, surcaron pesadamente el cielo.Desde lejos, parecían inofensivas, comoun guijarro lanzado por un niño. Pero, amedida que se acercaban, crecían cadavez más, aunque su vuelo seguíapareciendo engañosamente cansino. Porfin, las rocas aterrizaron a apenas unasdocenas de pasos de los piqueros deBlackgaard. Cayeron con tanta fuerza,

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que el suelo tembló.Una de las bolas fue a parar a una

pequeña ciénaga pantanosa y se hundióen el barro, con un sonido ahogadocomo única consecuencia. Las otrascinco bolas cayeron en tierra más dura,rebotaron y se lanzaron a una carreraimparable. Cogieron fuerza, olvidada yala pesadez de su vuelo, y echaron acorrer por la llanura. Un momentodespués, ya estaban atravesando lasapretadas filas de cuerpos humanos yastiles de madera. Las picas se partían,los huesos se quebraban y la carne seaplastaba bajo el ímpetu de aquellosproyectiles.

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Cuando llegaban a la línea, laspesadas bolas pasaban por encima,fieles siempre a la trayectoria que leshabían marcado los bombarderos delcerro, a una milla de distancia. Noencontraban ningún obstáculo que lasdetuviera o desviara su camino. El armao cuerpo que se hallara ante las rocasvoladoras quedaba aplastado sin más,mientras las bolas acudían veloces a laretaguardia del ejército. Cabezas,troncos, brazos y piernas, incluso aveces cuerpos enteros, salían volandopor los aires, como insignificantesgranitos de arena arrastrados por unarama, que a su paso dejara una estela de

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cuerpos desmembrados. La línea depiqueros se tambaleó, abierta por cincoheridas desgarradas.

La mayoría de piedras siguiórodando hasta acabar entre losnumerosos bloques de las tropas deAnkhar, que esperaban a unos cien pasosde los piqueros. Una de las bolas rodócon gracia aparentemente inofensivahasta una columna de goblins. Uno delos soldados levantó un pie para detenerla bola cuando se acercara. Cuando estallegó a él, lo que realmente pasó fue quele arrancó la pierna entera con suímpetu. En el momento en que elproyectil por fin se detuvo, en el centro

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de la columna, una docena o más degoblins yacían en el suelo con laspiernas rotas o los pies aplastados.

Entonces, volvió a oírse unestruendo en lo alto del cerro. El humo yuna intensa llamarada amarilla salieronde la boca de los seis bombarderos,mientras seis bolas más eran disparadashacia la distante línea. La trayectoria delos dos disparos era ligeramentediferente, pues los barriles de polvo notenían siempre la misma fuerzaexplosiva y los pesados vagones habíanretrocedido un poco por la fuerza de laprimera andanada. Cuando los enanos delas montañas volvieron a colocarlos, los

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tubos no apuntaban exactamente en lamisma dirección.

Como resultado, las piedras delsegundo disparo cayeron en lugares unpoco diferentes. Dos se hundieron entierra blanda, pero las cuatro quesiguieron rodando atravesaron la líneatemblorosa de piqueros. Antes de quelos hombres y los confusos oficialespudieran adivinar siquiera lo que estabapasando, se habían abierto cuatro huecosmás en el frente, el cual dependía de suposición perfecta para resultar eficaz enla batalla.

En ese momento, los caballerossolámnicos apretaron el paso. Los

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caballos avanzaban al trote. Miles decascos golpeaban la tierra y cubrían consu estruendo la distancia que separaba alos dos ejércitos. Esa distancia era cadavez más pequeña, pues apenas había uncuarto de milla entre los caballeros conarmadura y lanza, y los piqueros. Sinembargo, todavía no se habían lanzado ala carrera.

El retumbar de los cascosdesapareció bajo la explosiónatronadora de un nuevo disparo de losbombarderos. Los oficiales de lospiqueros habían recuperado el control ydaban órdenes desesperadas a sushombres para que cubrieran los huecos

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que se habían abierto. Sus esfuerzostuvieron buen resultado, hasta queapareció la siguiente andanada deproyectiles.

Una bola arrancó la cabeza a uno delos sargentos mayores más veteranos,que trataba de reorganizar a sus hombrescon cierto orden. El cuerpo, despojadode la cabeza entrecana, se desplomólanzando chorros de sangre. Un centenarde hombres, que habían presenciado ladecapitación, tiraron las picas y huyeronhacia la retaguardia. Dejaron un huecogrande en el centro de la línea, y loshombres que estaban en las compañíasvecinas los miraban con el rabillo del

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ojo, después volvían los ojos hacia loscaballeros que avanzaban hacia ellos yse imaginaban lo seguro que se debía deestar detrás de su posición.

Los cañones tronaron de nuevo. Erafácil localizarlos por las nubes de humoque salían de la ladera. Más bolasdesgarraron el frente, mientras unanueva andanada surcaba los aires. Elhumo espeso y gris lo cubría todo,haciéndolo invisible, excepto losdestellos constantes que atravesaban lanube, relucientes como las llamas delAbismo.

Entonces, comenzó la verdaderabatalla: los capitanes de los caballeros

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levantaron las lanzas, aullaron sus gritosde guerra, y todos los guerrerosespolearon a sus pesados corceles algalope.

—¿Qué nos están haciendo? —preguntóAnkhar, mientras contemplaba,horrorizado, que docenas de piquerossaltaban por lo aires, vencidos por unanueva y extraña fuerza que no lograbacomprender.

Miró con odio hacia la laderaenvuelta en humo, seguro de queaquellas explosiones que se oían y ladestrucción total que se producía en sus

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líneas estaban relacionadas de algunamanera. Pero, aparte de los destellos defuego, no lograba ver nada en aquellabruma impenetrable. No entendía lo queestaba pasando.

—Se trata de algún tipo de arma quelanza proyectiles —aventuró elhechicero Hoarst, con una voz carentede toda emoción, al aparecer junto alcomandante del ejército y sobresaltarlo—. Esas piedras salen disparadas comode la honda de un gigante…, o de unacatapulta gigantesca. Recorren una millao más antes de caer al suelo.

—¿Es magia? —inquirió elsemigigante—. ¿Puedes combatirla con

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tus hechizos?El Caballero de la Espina se limitó a

encogerse de hombros, paraexasperación de Ankhar.

—No veo la manera, al menos nodesde aquí. De todos modos, venía ahablaros de otro asunto muy importante:la varita.

—¿Qué? —Ankhar estaba tandistraído que tuvo que detenerse apensar un momento para darse cuenta dequé le hablaba el Caballero de la Espina—. ¡Ah!, sí, mi madre dice que ya estáacabada.

—Así es. Tendría que poderutilizarla para dominar al rey de los

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seres elementales… Mejor incluso queantes. Volveremos a tener al monstruo ala cabeza del ataque.

—¡Pero para eso necesito seguirteniendo un ejército! —bramó elsemigigante—. ¡Mira el frente! Tienesque ir ahí arriba e intentar destruiresos…, ¡esas cosas! —ordenó Ankhar;pero entonces lo distrajo una amenazamás inmediata—. ¡Maldita sea! ¡Mira,los caballeros!

Los solámnicos cargaban contra suejército a toda velocidad, en líneasapretadas, con las lanzas bien asidas. Elfrente de piqueros era caótico. Muchoshombres habían caído, pero muchos

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otros habían sido presa del pánico yhabían huido. Se habían abierto enormeshuecos, por los que se colaban loscaballeros galopantes. Una veztraspasado el frente, lanzaban golpes aderecha e izquierda, clavaban las lanzasy balanceaban las espadas. Los soldadosde infantería no tenían tiempo paradefenderse con sus pesadas armas.

La clave de una buena formación depiqueros residía en que todas las armasestuvieran en una línea bien formada.Cuando esta se rompía, los piquerosquedaban prácticamente indefensoscontra los enemigos a caballo. Pocopodía hacer un soldado armado con un

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astil de madera de veinte pies de largo ycoronado con una punta de acero contraun oponente con más movilidad y fuerza.Aunque un piquero solitario tratara dealejar al caballo con la pica, alcaballero no le costaría apartar la torpearma de un golpe y después patear a suenemigo.

Y eso era lo que hacían lossolámnicos a lo largo de todo el vastofrente. Los jinetes aplastaban a lospiqueros. Si estaban demasiado cercapara utilizar las lanzas, los caballerosdesenvainaban las enormes espadas ylas hundían en los indefensos piqueros.Los caballos pateaban y se encabritaban,

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machacaban a los soldados de infanteríabajo sus cascos.

Al mismo tiempo, el ataqueatronador no se detenía, aunque seajustaba a la nueva situación en elcampo de batalla. Las bolas volaban porencima de los caballeros y los piqueros,y caían pesadamente en la retaguardiadel ejército de Ankhar. Allí las filas noeran tan apretadas y muchas veces losproyectiles no acertaban sobre ningunaunidad, pero siempre que caían sobreuna columna de guerreros, la matanzaera terrible. Ankhar quedó horrorizadoal ver que una bola partía a un ogro endos al acertarle en el centro del

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estómago. Lanzó un grito ahogadocuando vio que esa misma bola seguíarodando y derribaba a una docena másde salvajes guerreros.

—¡Machaca Costillas! —gritó elsemigigante, llamando al goblin jinetede warg.

Señaló hacia la batalla. Los últimospiqueros hacían un intento desesperadopor formar cuadrados o círculos, paramantener a los caballeros alejados.Aquella era una causa perdida.

—¡Atacad a los caballeros! ¡Frenadsu carga! —ordenó el comandante—.¡Necesitamos ganar tiempo!

—¡Sí, señor! —aulló el respetado

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capitán.Saltó sobre su lobo y convocó a sus

tropas a gritos. Al momento, unaavalancha de la terrible caballeríalupina se lanzaba al frente del ejércitodel semigigante.

Una vez más, las letales armas delcerro rugieron y la llamarada atravesólas nubes de humo. Ankhar se acordó delo que había ordenado al Caballero dela Espina y se volvió para repetírselo.Pero Hoarst había desaparecido.

Dram paseaba nerviosamente por detrásde la línea de bombarderos. Animaba a

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los artilleros y, de vez en cuando, seadelantaba corriendo para ver dóndecaían los proyectiles. Volvía presurosohacia los carros de munición, cuandouna columna de aire con brillos blancosllamó su atención. Se desvió pararecibir la figura de alabastro tanfamiliar.

—¡Lady Coryn! —exclamó, alreconocer a la hechicera de túnicablanca que se había materializado detrásde los cañones.

La mujer se tapaba las orejas con lasmanos, y su rostro, al igual que el deDram y el de todos los demás, estabacubierto de hollín y sudor. Sin embargo,

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su túnica lograba conservarse taninmaculada como la nieve recién caída.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el enano.

—Comprobando que no hayaproblemas —contestó la hechicera,después de bajar las manos—. Tengo elpresentimiento de que habéis llamado laatención de Ankbar.

El enano de las montañas sonrió.—Sí, esto está funcionado, ¿verdad?

—dijo con orgullo. Se detuvo a su ladoy observó cómo cargaban losbombarderos que tenían más cerca, losúnicos dos que se veían a través delhumo.

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—Impresionante —confirmó Coryn.Dram tenía motivos para sentirse

satisfecho. Todos los tubos estabanresistiendo. Sus artilleros apretabanregularmente las abrazaderas delasbandas de acero que los sujetaban yninguno daba muestras de fallar. Sihabía que buscar un problema, más bienlo encontrarían en los carros quesoportaban los bombarderos, puessufrían los envites de los disparoscontinuos.

—¡Tápate las orejas! —advirtióDram, siguiendo él mismo su consejo alver que encendían las mechas.

Un momento después, las enormes

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armas arrojaban su carga letal al cielo.Al mismo tiempo, los carros saltabanhacia atrás, como sucedía con cadadisparo, y rodaban varias decenas depasos antes de que los detuvieran laspesadas cadenas que los sujetaban.Varios enanos de las montañas seafanaban alrededor de cada carro.Giraban las enormes ruedas a mano ylos empujaban con mucho esfuerzo,hasta que volvían a estar en la posiciónde tiro.

—¡Jefe!Quien gritaba era Sulfie, que corría

entre todo el humo, buscando a Dram.—¡Estoy aquí! —respondió él.

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La diminuta gnomo apareciócorriendo, casi sin aliento. Estabacubierta de hollín y mugre de la cabeza alos pies. Parecía que acababa de salirde una mina de carbón. Pero sus ojosbrillaban por la emoción y una ampliasonrisa descubrió unos dientessorprendentemente blancos.

—Hola, dama —saludó a Coryn—.¡Bienvenida a la batería!

—Hola, Sulfie. Tú y tus hermanoshabéis hecho una magnífica aportación—contestó la hechicera blanca.

—Sí —repuso la gnomo y, por unmomento, en su expresión se adivinó lamelancolía—. ¡Ojalá Carbo y Pete

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estuvieran aquí!Pero entonces recordó lo que iba a

decir, y frunció el entrecejo con muchaseriedad.

—¡Hemos perdido una rueda en elnúmero dos! —informó—. Se ha rotocon el retroceso.

—¡Maldita sea! —masculló elenano. Dram hizo un gesto a Coryn—.Será mejor que vaya a echar un vistazo,a ver si podemos levantarlo y seguirdisparando.

—Buena suerte. Yo también tengocosas que hacer. Nos vemos mástarde…, quizá.

El enano asintió y echó a correr. Por

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primera vez se dio cuenta de lo cansadoque se sentía. Estaba sudando como unherrero en un día de verano. Cuandollegó al bombardero estropeado, tuvoque apoyarse un momento en el carropara recuperar el aliento. El humo leahogaba los pulmones y sintió el saborde la arenilla en la lengua y la nariz.

Rápidamente, vio que el eje traserodel pesado carro se había partido endos. La plataforma del carro descansabaen el suelo y el tubo apuntaba hacia elcielo.

—Tengo unos cuantos ejes derepuesto —le dijo al jefe del grupo—.Tú te encargas de levantarlo, y yo

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mandaré una pieza desde el convoy desuministros.

Aunque no quería abandonar losbombarderos, tampoco confiaba ennadie más para ir a buscar la piezacorrecta, así que él mismo fue trotando.

Los carros de suministro, con piezasde repuesto, polvo y munición, seencontraban junto a la nueva calzada, acientos de yardas ladera abajo, pues nohabía espacio para todo en lo alto delcerro. Esperaba no tardar más que unosminutos en volver con la piezanecesaria.

Corría de prisa, y un momentodespués ya había dejado la nube pastosa

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y espesa, para salir a un pasto demontaña, con flores de colores vivos, unarroyo saltarín y, lo más increíble detodo, aire fresco. Pero no podíadetenerse a disfrutar de aquella estampaidílica, y siguió jadeando y resoplandohasta llegar al último recodo delcamino. Localizó el carro con losrepuestos de ejes de un vistazo y, sinperder tiempo, llamó a varioscarreteros.

—Llevad esto al cerro —ordenó—.Directamente al número dos.

—De acuerdo, jefe —contestaronlos carreteros.

Eran humanos que antes cultivaban

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la llanura del Vingaard, pero habíancambiado de oficio para sacarse un buendinero trabajando en Compuesto.Rápidamente, fueron al pasto a reunir untiro de caballos de carga.

Satisfecho, Dram se dio mediavuelta para volver a lo alto del cerro.Ya no tenía fuerzas para correr y,cuando llegó junto al riachuelo, decidiódetenerse, arrodillarse y tomar un buentrago de agua fresca.

Aquel trago le salvaría la vida.

Coryn sentía un hormigueo, una señal dealarma. Algo iba muy mal, y ese algo

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implicaba magia. Pronunció una palabray, inmediatamente, desapareció.Arropada por la invisibilidad, paseó pordetrás de los bombarderos atronadoresescudriñó el humo con su agudezamágica. No sabía cuál era la naturalezadel peligro, pero todos sus sentidos ledecían que estuviera alerta.

Se hechizó a sí misma con conjurosque permitían detectar la magia y ver losobjetos o seres invisibles. Sabía elterrible daño que estaban infligiendo lasarmas al ejército enemigo y no confiabaen que Ankhar y el Caballero de laEspina lo permitieran sin más. Pero ¿quéharían para evitarlo? ¿Cómo atacarían?

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Sopló una brisa, extraña yrefrescante. El suave viento despejóparte del humo, aunque cada disparovolvía a lanzar una nube sofocante yteñida de sulfuro. Por un momento, pudover los cinco bombarderos en activo a lavez, mientras los colocaban para lanzarotra andanada de proyectiles. Tambiénse veía un grupo de enanos de lascolinas trabajando afanosamente paracolocar un gato enorme con el quelevantar la plataforma del bombarderoroto.

La hechicera blanca vio que alguiencaminaba directamente hacia ella. Era lapequeña hembra de gnomo, Sulfie, y

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Coryn se apartó ágilmente para nobloquearle el paso con su cuerpoinvisible. Sulfie corría hacia uno de lospesados carros de munición, donde seapilaban los barriles de polvo negro,para que los bombarderos siempreestuvieran abastecidos. Coryn laobservó y después se enderezó.

¡Algo más se movía hacia el carro!Su sentido mágico hormigueaba,

aunque no lograba discernir los detalles.Era algo informe, como una burbuja deaire, no exactamente un cuerpo invisible.De repente, la nube tomó forma y vioaparecer la túnica gris de un Caballerode la Espina. Había subido hasta allí

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escondido por la magia. Con una pocióno un hechizo, se había transformado enuna nube gaseosa de vapor efímero, enla que se había envuelto hasta alcanzarel lugar donde estaba la bateríaensordecedora.

El Túnica Gris ya tenía la manolevantada y pronunció un único hechizoletal antes de que Coryn pudierareaccionar. Una chispa luminosa seencendió en la yema de sus dedos, unadiminuta bola de fuego que avanzó,infalible, hacia el carro del polvo negroy el montón de barriles. Sulfie estabasubida a él, ladrando órdenes a variosenanos de las montañas que manejaban

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los enormes recipientes de polvo negro.—¡No! —gritó la Bruja Blanca.Levantó la mano y en sus labios se

formó un hechizo que derribaría alCaballero de la Espina, pero, en esemismo instante, el hombre desapareció.Se había teletransportado a otro lugar.

Un segundo después, la bola defuego explotó.

A lomos de su ruana Jaymes observabael transcurso de la batalla consatisfacción. Lo acompañaban variossoldados con los banderines de hacerseñales y los jinetes libres, quienes,

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también a caballo, lo rodeaban paraprotegerlo. Se encontraban en unapequeña elevación, desde donde podíaverse todo el campo de batalla. Veía labatería en acción y también la carga delos caballeros. Coryn se había ido paraechar un vistazo a los cañones, mientrasel general Weaver lideraba el ataque dela caballería pesada. Los generalesDayr, Rankin y Marckus se encontrabancon sus respectivos ejércitos, a laespera de sus órdenes.

La eficacia del bombardeo habíasuperado las expectativas másoptimistas del señor mariscal, y loscaballeros no habían perdido el tiempo

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para destrozar completamente la líneade piqueros. En ese momento, loscaballeros se habían visto frenados poruna refriega con los jinetes de wargs deAnkhar. Pero los corceles de guerra nomostraban miedo antes las fauceslupinas y babeantes, y el contraataque nolograba detener a los solámnicos.

Jaymes hizo un gesto a tres de lossoldados de los banderines, querápidamente acudieron a su lado.

—Levantad los estandartes de laEspada, la Rosa y la Corona —ordenóJaymes—. Indicadles un avance general.

Los hombres alzaron los pendones ylos banderines aletearon al viento.

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Inclinaron los astiles hacia adelante yvolvieron a repetir la señal. Jaymescontempló, satisfecho, que las tresgrandes columnas respondían deinmediato. Miles de soldados decaballería avanzaban hacia el ejércitode Ankhar con paso constante.

De repente, un ruido ensordecedorahogó el fragor de la batalla. Era másatronador que el disparo de todos loscañones juntos. En realidad, más altoque nada que Jaymes hubiera oído entoda su vida. El señor mariscal sevolvió sobre la silla y miró hacia elcerro.

Lo que vio era la consecuencia de

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una violenta explosión. Una columna dehumo gigantesca se alzaba hacia elcielo. Las ruedas de los carros salíandisparadas en medio del humo negro yvio que uno de los tubos descomunalesbajaba rodando por la ladera, como untronco fuera de control. Otras cosassurcaban el cielo, y el rostro delmariscal se deformó en una muecacuando comprendió que eran cuerpos.Docenas de artilleros, trabajadores ycarreteros salían disparados comomuñecos de trapo.

Sabía que Dram y Sulfie estabanallí. Su siguiente pensamiento fue paraCoryn, que también había acudido a la

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batería.

—¡Lo ha conseguido! —gritó Ankhar,levantando los puños.

Exultante, contempló la explosióndel cerro y el vuelo de las terriblesarmas de su enemigo, que habían saltadopor los aires con la violencia de unvolcán. Enormes lenguas de fuegodevoraban el aire, y el humo se alzó deforma tan repentina y rápida que laoscuridad cubrió más de una milla decielo.

Ankhar parpadeó, sorprendido,cuando Hoarst se materializó delante de

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él.—¡Bien hecho! —bramó,

conteniendo a duras penas el deseo deabrazar al humano.

—Sí, las armas han quedadodestruidas y aquellos que las manejabanhan muerto —informó Hoarst. Setambaleó un poco y el semigigantealargó un brazo para sostenerlo—. ¿Serásuficiente para ganar la batalla? —preguntó el hechicero con la voz rota.

—No —respondió Ankhar. Hizo ungesto hacia su madre adoptiva, queesperaba acuclillada cerca de allí, yvolvió a dirigirse al hechicero—: Peroha sido un golpe tremendo, y ahora ya

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estamos a la espera del siguiente paso.Prepara tu varita.

—Está preparada.—Laka liberará al rey. Tú lo

dirigirás.—Os daré el instrumento a vos —

objetó el Caballero de la Espina—. Vosmismo manejaréis la varita, mi señor.

—¿Yo? —repuso Ankhar,sorprendido.

—Lo haréis increíblemente bien,estoy seguro —contestó Hoarst. Lesobrevino un ataque de tos, entreespasmos. Jadeó, recuperó el alientopoco a poco y miró al escépticocomandante—. No se necesita emplear

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la magia. Sólo hay que manejar la varita.El hechizo de repulsión es inherente aella y alejará al rey de los sereselementales.

—¿Y tú? —gruñó el semigigante,estudiando al Caballero de la Espinacon recelo—. ¿Qué harás tú?

—Iré a buscar al comandanteenemigo, el señor mariscal. Quizá puedaderrotarlo con mi magia, como él quisoderrotarme con una flecha en el corazón.

Ankhar se quedó pensando unmomento y después echó la cabeza haciaatrás. Lanzó una carcajadaensordecedora.

—Muy bien. Yo manejaré la varita,

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y tú buscarás al comandante enemigo. ¡Ydejaremos que el rey se encargue de lamatanza!

Hoarst sacó la fina vara de madera yse la tendió a Ankhar. Observaronatentamente a Laka, mientras esta abríapoco a poco la caja de rubíes. Alinstante salieron las dos motas gemelasde fuego. Se alzaron en zigzag,relucientes sobre el cielo soleado. Lahechicera rio alegremente cuando seformó una gigantesca pluma de humo,siguiendo la estela de las dos chispas.Después, el torso tomó forma y tapó laluz del sol. Las extremidades deciclones y tornados se agitaban arriba y

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abajo. Se oyó un lamento, el chillido delviento y el agua, y un ronquido másprofundo, más visceral.

Una vez más, el rey de los sereselementales se alzó sobre las tierras deKrynn.

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26Victoria y destrucción

Jaymes vio el humo negro unirse hastaformar la conocida figura humanoide,cerniéndose sobre el campo de batalla.El rostro pedregoso se solidificó en loalto, las cuencas cavernosas brillabancon los fuegos del Abismo. Aquellamirada abrasadora se paseó por elcampo de batalla, lanzando destellosante la idea de la matanza que iba aproducirse. El lamento del airehuracanado lo cubría todo, un rugido que

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levantaba columnas de polvo y tierraalrededor de las piernas del monstruo.

Era espeluznante, terrible. Elmonstruo, tanto tiempo desaparecido,había regresado a las órdenes delcomandante enemigo; de eso Jaymesestaba seguro. Lo que no sabía era cómohabía logrado Ankhar recuperar elcontrol sobre él o dónde había estado elrey de los seres elementales todo esetiempo.

Pero tenía la certeza de que tendríaque cambiar todas sus tácticas paraaquella batalla. La columna de humonegro que señalaba el cerro marcaba ellugar en el que Coryn, Dram y Sulfie

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dirigían la batería. Aquel monstruosalido de las entrañas de la tierra,inexpugnable e incomprensible, dirigíasu mirada abrasadora hacia allí.

El señor mariscal había espoleadosu caballo hacia el frente en cuantohabía adivinado la forma gigantesca. Enese momento, cabalgaba directamentehacia el monstruo encantado, con Mitradel Gigante en la mano y una mueca defría indiferencia en el rostro, quelograba ocultar la desesperaciónabsoluta que lo embargaba. Los hombreslo veían pasar, pero sus vítoresjubilosos no le infundían más seguridad.

El combate proseguía con furia a lo

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largo de un frente de una milla o más.Los dos ejércitos se enfrentaban hastadonde alcanzaba la vista. Los jinetes conla armadura del ejército solámnico,liderados por los Caballeros de la Rosade Palanthas, habían formado apretadasfilas para hacer frente al ataque de lacaballería warg de los goblins. En lasangrienta refriega, los jinetes salvajes ysus monturas lupinas retrocedían poco apoco. Humanos, goblins y animalescaían en ambos bandos. Los lobosaullaban y mordían el corvejón de loscaballos, mientras los corceles pateabany aplastaban a sus torturadores. Goblinsy caballeros luchaban desesperados,

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entrechocando las espadas.Al mismo tiempo, las fuerzas de

infantería de las tres secciones delejército de Jaymes se abalanzaban sobrela horda de Ankhar, atacando con fierezaa hobgoblins y ogros. Las flechasdisparadas por los arqueros de ambosbandos surcaban el cielo y escogíanindiscriminadamente a sus víctimas. Unacompañía de ogros avanzaba,presionando las líneas solámnicas. Másallá, los Hacheros de Kaolyn cargabancontra las filas de hobgoblins, lanzandoalegres hachazos a sus enemigosancestrales. En todas partes, el resultadoera una gran masa de guerreros

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luchando, sin mucha organización niorden aparentes.

El rey de los seres elementalestodavía no se había movido, y lamayoría de los hombres del ejército deJaymes —concentrados en los enemigosque tenían justo delante— aún no sehabían percatado de que una figuraenorme se cernía detrás de ellos. Aquí yallá, Jaymes oía un profundo lamentodesesperado, o un grito de puro terror.Cuando esos sonidos se generalizaronsupo que sólo era cuestión de minutosque la moral de sus tropas decayera antela visión del monstruo.

El tacto frío de la empuñadura de la

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espada en las manos no resultabareconfortante, pues de poco le serviríaante aquella presencia enorme, de otromundo. Sus fieles jinetes libres, laveintena de caballeros sin emblema quele habían jurado lealtad y quecabalgaban a su lado, no vacilaron enacompañar a su comandante en suconstante avance. El capitán Powellhabía desenvainado la espada y lallevaba en el regazo, preparado parautilizarla.

Pero Jaymes no tenía ningún plan.Esquivaba los focos de encendidabatalla siempre que podía, concentradoen la figura del ser elemental. Ya podía

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ver los tentáculos que se agitaban en losbrazos de agua, y supo que el monstruoestaba listo para atacar. El señormariscal detuvo su caballo, mientrasobservaba y esperaba el siguientemovimiento de aquella criatura.

—¿Qué podemos hacer, mi señor?—preguntó Powell con voz alarmada,mientras tiraba de las riendas—. Losjinetes libres estamos a tus órdenes.

—Lo sé —contestó el señormariscal—. ¡Ojalá tuviera una orden quedaros! Me temo que nuestra únicaopción es hostigarlos y huir, pero esaidea me duele más de lo que puedaexpresar.

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Algo brilló con luz trémula, a apenasunas docenas de yardas. Era elCaballero de la Espina con su túnicagris, que de repente apareció en un abriry cerrar de ojos. Jaymes vio que lasmanos del hombre hacían un gesto,mientras clavaba sus ojos llenos de odioen el señor mariscal.

—¡Cuidado con la hechicería! —exclamó Powell, haciendo que elcaballo girara sobre sí mismo ylevantando la espada.

Pero el general estaba al otro ladode Jaymes y lo único que logró fueapartar al comandante e intentar cargarcontra el Caballero de la Espina.

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—¡Matad al Túnica Gris! —gritóotro Caballero Libre, al descubrir alhechicero enemigo.

Junto con otro caballero, el hombrelanzó su caballo contra el hechicero,quien apenas reparó en ellos en sucarrera hacia el comandante. ElCaballero de la Espina miró fijamente aJaymes lo que dura un suspiro. Despuéshizo un gesto y emitió un sonido gutural.El corcel de Jaymes se encabritó y elseñor mariscal sintió que algo sólido legolpeaba el plexo solar y le derribabade la silla de montar. Se quedó sin aire ycayó al suelo.

La pareja de Caballeros Libres

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alcanzó al Túnica Gris, pero este, con unúltimo gesto, desapareció justo antes deque pudieran clavarle la espada.

Resollando, Jaymes se sentó,dolorido, y trató de tomar aire. Su yeguaestaba cerca, mirándolo con las orejasatiesadas, y relinchó con curiosidad. Elsargento Ian de los Caballeros Libresllegó hasta él y ayudó a Jaymes aponerse de pie, vacilante. Sacudió latúnica del comandante.

Entonces, Jaymes vio a otrocaballero que vestía la túnica blanca desu guardia personal. Era evidente que elCaballero Libre estaba muerto, inmóvily azulado, con los ojos abiertos, fijos en

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una expresión de… ¿Qué era eso? Noera horror ni miedo, como el señormariscal habría esperado. Por elcontrario, el rostro del caballero caídoestaba congelado en un último gesto deindescriptible alegría.

—Acabó con él la magia de lamuerte —aventuró el capitán Powell,que había desmontado y, en esemomento, miraba con tristeza al caído—. Se llamaba sir Benedict. Os dio ungolpe para tiraros de la silla antes deque el hechicero os alcanzara. Fue élquien recibió el conjuro.

—Padeciendo su efecto en mi lugar—dijo Jaymes, emocionado—. Un

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hombre lleno de coraje.Querría haber dicho más, mucho

más, pero el rey de los sereselementales había empezado a moverse.

Hoarst se teletransportó de nuevo juntoal semigigante, que estaba con su lanzade esmeralda clavada al lado y la varitalevantada en la enorme manaza. Ankharcontemplaba, admirado y consternado,al rey de los seres elementales, que yahabía tomado forma por completo, y sesobresaltó un poco cuando apareció elCaballero de la Espina.

—¡Vaya, aquí estás! ¿Lo has

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matado? —preguntó el semigigante.—No estoy seguro —repuso Hoarst

con su imperturbabilidad de costumbre—. Lancé un poderoso hechizo, peroestá bien protegido. Tal vez el señormariscal haya sobrevivido.

—No importa —ladró elsemigigante—. ¡Estoy preparado paraenviar al rey contra los caballeros!

Ankhar describió un gran círculo conla varita e hizo un gesto hacia el serelemental, que no tuvo más remedio queretroceder. Se alejó pesadamente deellos.

—¡Mira cómo obedece mis deseos!—bramó el comandante, exuberante—.

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¡Adelante! ¡Mata! ¡Ataca ahora mismo!La fuerza de la magia hizo que el rey

de los seres elementales rugiera e,inmediatamente, se diera media vuelta.Cargó contra el ejército enemigo y, porel camino, pateó a todo aquel soldado losuficientemente desventurado como paracruzarse ante sus pasos. Lamuchedumbre que atestaba el campo debatalla se dispersó, pues las tropas delos dos ejércitos trataban de alejarse,desesperadas. Los hombres acuchillabana los hombres que se interponían en sucamino, los ogros no dudaban en hacerlo mismo con otros ogros. El pánico erageneral, arrollador.

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El ciclón de una de las patasatravesó un grupo de hacheros y docenasde enanos salieron volando por losaires. Un ogro aterrorizado sintió queunos dedos vaporosos lo levantaban delsuelo, para después lanzarlo contra ungrupo de sus congéneres, presas delpavor más absoluto. Como si estuvieradescribiendo los pasos de una alegredanza, el monstruo descomunalarrastraba una pierna y otra. Cada vezmás de prisa, los dos tornados de lasextremidades se unieron en unapoderosa tormenta.

Muchos goblins, ogros y humanosmurieron en aquel torbellino de

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violencia. El frente se abría en dos alpaso del gigantesco monstruo. Todos losguerreros huían, olvidando susmiserables escaramuzas ante laextinción segura. Caballos y lobos seentregaban a una carrera frenética, sinhacer caso a las órdenes de los jinetesque trataban de controlarlos. Por todo elfrente, el monstruoso ser repartió sufunesto don de destrucción, hasta queuna enorme nube de polvo, atravesadasólo por gotas de agua repugnante,ocultaba el caos que reinaba a sus pies.

Ankhar lo contemplaba, con la bocaabierta de admiración, mientras la bestiamataba, destrozaba y arrasaba el campo

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de batalla. Varios minutos después,recordó el instrumento mágico quesostenía en la mano. Por fin, levantó lavarita y la agitó delante de él,dirigiéndola hacia adelante condecisión. La fuerza del talismán mágicorepelía al rey de los seres elementales y,lanzando un chillido desgarrador, unsonido sin igual en la naturaleza, elmonstruo empezó a alejarse.

Hoarst y Ankhar siguieronavanzando, mientras el semigigantemanejaba la varita. El monstruo semovió hasta que, un momento después,ya se abalanzaba sobre el grueso delejército solámnico. Aquellas eran las

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unidades que estaban en reserva detrásdel frente y habían estado observando,horrorizadas y paralizadas, la matanzadel rey de los seres elementales.

Los valientes guerreros, sabedoresde que no podían hacer nada contraaquel ser monstruoso, dieron mediavuelta a los caballos, los espolearon yhuyeron al galope del campo de batalla.

Dram se levantó. Le pitaban los oídos yestaba cubierto de hollín. El riachueloclaro en el que había estado bebiendo sehabía convertido en una corriente debarro, y el verde pasto se había vuelto

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negro. Levantó la vista hacia el cerro ydescubrió que una fuerza terrible habíaarrancado todos los árboles. De hecho,toda la cima estaba arrasada.

Sin que el creciente terror lesacudiera el aturdimiento, se abriócamino hacia el cerro. Tuvo que treparpor encima de los troncos chamuscadosde los árboles que bloqueaban elcamino, que estaba perfectamentedespejado cuando había bajado unmomento antes. La cima del cerro era unpaisaje desolador. No había rastro delos carros, de los bombarderos, ni delos instrumentos. Sencillamente, todohabía desaparecido.

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Vio cuerpos desperdigados,ennegrecidos y mutilados. Allí estabaSulfie, quemada e inerte. Lo único quepermitía reconocerla era su tamañodiminuto. La giró con delicadeza, y laslágrimas del enano cayeron sobre elpequeño cuerpo chamuscado.

—No merecías este final, mipequeña gnomo —dijo Dram en vozbaja.

Entonces, pensó en Jaymes, y no fueun pensamiento agradable: sucompañero había utilizado a los tresgnomos, había aprovechado susconocimientos para su propio provecho.Uno a uno, ellos habían caído por una

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causa que no era la suya. ¿JaymesMarkham alguna vez se daría cuenta delos sacrificios hechos en su nombre?

Dram sabía que no.Había un punto blanco en aquellas

ruinas negras. Allí estaba hecha unovillo lady Coryn. Su túnica blanca, deforma misteriosa, había conseguidomantenerse inmaculada. Dram searrodilló a su lado, la tocó y ahogó ungrito de sorpresa cuando la hechicerablanca lanzó un quejido.

De alguna manera había logradosobrevivir. Se le habían quemado lascejas y tenía el rostro y las manos rojos,pero donde la túnica la cubría, parecía

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que estaba bien.—Coryn, ¿qué ha pasado? —

preguntó Dram, desesperado.La única respuesta que obtuvo fue un

profundo lamento. Dram le acarició lamano y la hechicera abrió los ojos. Lacapucha se deslizó y descubrió sucabellera, que no se había quemado. Elenano se dio cuenta de que Coryn habíalogrado envolverse con la protecciónsuficiente para, de alguna manera,salvarse de la explosión.

La hechicera volvió a gemir y,mirando a Dram, sacó la lengua a travésde los labios agrietados y cubiertos deampollas.

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—¡Agua! ¡Tengo que conseguirteagua! —El enano se incorporó de unsalto y miró alrededor.

Antes había carros con agua detrásde cada bombardero, pero ellos, comotodo lo que había en el cerro, tambiénhabían desaparecido.

Sollozando por la frustración,desanduvo sus pasos hasta el arroyo.Llenó el pequeño odre que llevabaconsigo y volvió corriendo junto a lahechicera. Lo acercó a los labios deCoryn y dejó caer unas pocas gotas.

—Toma, bebe un poco. Todo va a irbien.

Pero el humo se había despejado lo

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suficiente como para que pudiera ver elcampo de batalla, y todavía no habíaacabado de pronunciarlas, cuando se diocuenta de que aquellas palabras eranmentira.

Las cuatro secciones del Ejército deSolamnia se habían replegado ante elmonstruo invencible. Las tropas sehabían dispersado por el campo debatalla, preocupadas únicamente porsobrevivir. El ejército de la Rosa sehabía retirado al norte, mientras el de laCorona y de la Espada huían hacia eloeste. No quedaba nada que recordara alas formaciones o la disciplinaanteriores; sólo había hombres

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aterrorizados tratando de escapar. Losjinetes iban más de prisa que lossoldados de infantería, cargados con supesado armamento. Estos se deshacíande la armadura del equipo e incluso delas armas. Todos los carros con lasarmas de repuesto quedaronabandonados y los heridos tuvieron quedefenderse por sí solos.

Los palanthinos, en el flanco sur dela posición original, debieron retrocederhacia el valle de las montañas deGarnet, adentrándose en tierras másaltas. Esa fue la sección a la que decidióperseguir el rey de los sereselementales. Jaymes pasó junto a la

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criatura mientras esta acosaba a una filade arqueros. Los vientos desatados delas piernas lanzaban a los hombres porlos aires, como si fueran briznas dehierba. Parecía que quisiera acompañara las tropas con sus enormes Zancadas.Cruzó una cadena y destrozó un caminoancho que discurría entre los pinos delbosque, para volver después al profundovalle.

El señor mariscal cabalgaba justopor delante del monstruo y se internó enel valle por el que había huido laLegión. Encontró al general Weaverintentando organizar una línea dedefensa.

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—¡Resistid, desgraciados! —gritabael oficial a las tropas aterrorizadas.

Algunos de los soldados todavíatenían la disciplina suficiente paraobedecer la orden. Dispararon flechas alser elemental, pero las saetasdesaparecían al entrar en contacto con eltorso gigantesco, sin que, aparentemente,tuvieran ninguna consecuencia. Un grupopequeño de caballeros cargó con lanzas,pero los huracanes del ser elemental loslanzaron por los aires.

—¡General! —gritó Jaymes,mientras cabalgaba hasta el corcelinquieto de Weaver—. ¡Tenéis queretroceder! ¡Tus hombres no pueden

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luchar contra esta cosa!—¿Retroceder? ¡Por Joli, no puedo,

señor! —protestó—. En nombre delCódigo y la Medida, ¡tenemos queresistir!

—¡General! —bramó de nuevoJaymes—, es una orden, ¡replegaos!Lleva a tus hombres hacia las montañas.¡Encárgate de que sobrevivan cuantosmás mejor!

Con los ojos afligidos y cargados defrustración, el Caballero de la Rosaobedeció a su señor mariscal. Alejó asus hombres del ser elemental y losapremió a que treparan por lasmontañas. Subieron con dificultad por el

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terreno pedregoso, algunos mojándosepor el cauce del arroyo, otroszigzagueando entre los árboles delbosque. Como si estuviera jugando conellos, el rey de los elementales dudó unmomento y se detuvo en la boca delvalle.

El rostro sombrío observó a susvíctimas indefensas.

Los hombres seguían corriendo,olvidado ya por completo todo rastro dedisciplina, pero la huida se vio frustradamedia milla más allá. Las tropasllegaron a un recodo, corriendo, y allí sedetuvieron, consternadas y presas delpánico. Una escarpada pared se alzaba

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justo delante de ellos, impidiéndolescontinuar su camino hacia las montañas.Entonces, apareció el rey de loselementales, con lentitud, como siestuviera divirtiéndose, pero con pasodecidido.

Jaymes se volvió hacia el generalWeaver.

—¡Aquí le plantaremos cara, miseñor! —declaró el general—. ¡EstSularus oth Mithas!

—Sí —convino el señor mariscal,amargamente.

No había salida y parecía inevitableque millares de hombres valientespagaran con su vida una verdad tan

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sencilla.—¡Hola, hola, Jaymes! ¡Señor

mariscal! Soy yo, ¡ya he vuelto!Jaymes se volvió sobre la silla y

quedó boquiabierto al ver a FregónFrenterizada, que apareció gateando porun montón de rocas que había cerca, enun risco al pie de la pared. El kender lehacía señas alegremente y después miróalrededor, hacia los soldados a los quehabía asustado con su inesperadaaparición.

—Muchachos, sois un pocoasustadizos, ¿no os parece?

En ese mismo momento, el rey de losseres elementales lanzó un rugido

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atronador, que recorrió todo el valle,rebotó en las paredes de piedra y se alzóhacia el cielo.

Fregón bajó de la roca de un saltitoy se acercó tranquilamente a Jaymes.Saludó con aire despreocupado almonstruo que se cernía sobre ellos, auna milla escasa.

—Vaya, así que otra vez este. Meparece que he llegado justo a tiempo.

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27La marcha de los adamitas

Durante varios segundos, JaymesMarkham fue incapaz de pronunciarpalabra alguna. Sencillamente, se quedómirando a Fregón, perplejo ante laaparición del kender en pleno campo debatalla. El aire despreocupado delexplorador resultaba incongruente enaquel escenario de muerte y caos. Elseñor mariscal tuvo que realizar unauténtico esfuerzo para, sacudiendo lacabeza, convencerse a sí mismo de que

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aquella extraña escena del kenderpaseando tranquilamente entre las rocasno era producto de su imaginación.

Jaymes echó un vistazo por encimadel hombro y comprobó que el monstruohabía dejado de avanzar, como sipresintiera la completa indefensión delos humanos atrapados. De su gargantasalió otro bramido, tan atronador que elsuelo tembló y se desprendieron variasrocas del valle. Aquel ruido, por fin,logró que la lengua volviera aobedecerle.

—¡Fregón! En nombre de todos losdioses, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Pordónde has aparecido? —preguntó el

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señor mariscal cuando por fin recuperóel poder de la palabra.

El kender sonrió, rebosante dealegría.

—Pues encontré otro camino. Perono es lo que parece, quiero decir, no salíde entre las rocas por arte de magia,como hicimos en la Aguja Hendida.Volví bajo tierra como me pediste y tuveque andar por ahí buscando durantemucho tiempo. ¡Pero volví a encontrarun camino de vuelta! —Señaló porencima del hombro con el pulgar,indicando el montón de rocas grandes alos pies de la pared—. Verás, ahí abajohay una cueva, y yo salí por el agujero.

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—Claro.El señor mariscal se puso a pensar

rápidamente. Levantó la vista y vio lafigura gigantesca del rey de los sereselementales, la silueta negra recortadasobre el cielo. Los dos ojos encendidosestaban clavados en los soldadosdesperdigados de la Legión palanthina,atrapada en aquel valle. Estabanarrinconados contra la pared de piedra.Se contaban por millares, muchoscientos a caballo. Valientes y deseososde luchar todos ellos, eso no les servíapara combatir al monstruo. Su únicaesperanza para sobrevivir era escapar.

Miró la pared vertical, la piedra que

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se alzaba hacia el cielo. Estabacoronada por un saliente cruel, queimpediría llegar a lo alto hasta alescalador más hábil. Jaymescomprendió que no había forma deescapar por allí. Aunque el kenderaseguraba que había encontrado unacueva al pie de aquella barrera, en algúnsitio entre las rocas, Jaymes novislumbraba ninguna abertura.

—Dices que ahí hay una cueva. ¿Eslo suficientemente grande como para queestos hombres huyan por ella?

No había terminado de formular lapregunta cuando sintió la presenciaamenazadora del gigante y supo que era

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una esperanza vana. Fregón confirmó sutemor en cuanto contestó.

—En realidad, no. Es muy pequeña yestrecha. Si dejan los caballos fuera,podrían entrar de uno en uno, supongo,si la cueva no estuviera llena deadamitas. Pero es que los adamitas estánbloqueando toda la caverna.

—¿Los adamitas? —Jaymes sintióun atisbo de esperanza—. ¿Así que losencontraste? ¿Y han venido contigo?

—Sí, ¡y tenías razón! Todos meacompañaron, el ejército entero, cuandoles dije lo que me dijiste que les dijera.Ahora mismo están ahí abajo. ¡Por ahísalen!

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El señor mariscal vio aparecer laprueba de lo que el kender asegurabaantes siquiera de que este lo dijera. Deun blanco grisáceo, el color de la rocadesnuda, el primer guerrero pétreo salióde la cueva oculta, entre un par de rocasgrandes y cuadradas. El guerrero depiedra se deslizó ágilmente, paradetenerse en el valle. Lo seguía otroguerrero, y a este, otro más. Los dos sedejaron caer en el suelo del valle yflanquearon al primer guerrero, que másbien parecía una estatua.

La fila de adamitas emergía de lacueva en un silencio sobrecogedor. Enla cabeza llevaban los antiguos yelmos

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terminados en una cresta; en la manoizquierda sostenían un pequeño escudoredondo, y en la derecha blandían unalanza recia. Salían rápidamente. En unmomento, ya había más de una docenade guerreros en el valle. Entonces, esafila dio un paso adelante, para dejarespacio a la segunda hilera, que yaestaba surgiendo entre las rocas. Elsegundo grupo caminó hacia un lado,para tomar posición junto al primero, yasí el frente quedó formado por unosveinticinco guerreros —con susveinticinco lanzas fuertes y afiladas—,mientras más y más figuras de piedrasalían de la angosta caverna.

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—¡Mi señor! —gritó el generalWeaver, acercándose con la espada enla mano. Miraba con preocupación a losadamitas, que acababan de dar otro pasohacia adelante para dejar sitio a suscompañeros—. ¿También nos atacan pordetrás?

—No, general —contestó Jaymes,levantando una mano para disuadir a loscaballeros cercanos, que se habíanvuelto hacia los recién llegados con lasarmas desenvainadas—. Si lo heentendido bien, acabamos de recibirrefuerzos.

—En nombre de los dioses, ¿quéson? —inquirió Weaver.

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—No sé si podemos llamarlosaliados, pero sí creo que son enemigosdeclarados de ese ser —repuso elmariscal, señalando hacia la criaturaelemental, que se había acercado unpaso más.

Una de las piernas de todos losvientos dio una patada a un grupo delegionarios y derribó a los palanthinoscomo si estuvieran hechos de paja. Loscaballos relinchaban, se encabritaban ycorcoveaban. Una compañía de arquerosdisparó una andanada de flechas, quedesaparecieron sin más al chocar contrael estómago del rey de los sereselementales.

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Los humanos que estaban más cercade los adamitas se alejaron para dejarsitio a las nuevas tropas, interminables,que ya sumaban varios cientos. Losespadachines mascullaban maldiciones yexclamaciones, y los arqueroslevantaban los arcos, con las flechaspreparadas, mientras más y másguerreros, con vida propia, y pétreos almismo tiempo, salían de la estrechacueva. Los adamitas avanzabanrápidamente y formaban filas en unfrente cada vez más vasto, alrededor dela boca oculta de la caverna. Varioscientos cubrían el valle, y continuabansaliendo más todavía de las entrañas de

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la tierra. El frente ya se extendía cienpasos, siempre precedido por las puntasafiladas de las lanzas.

—Odian al ser elemental —explicóFregón, mirando con curiosidad aldescomunal monstruo—. Creo quequieren atraparlo y devolverlo a dondepertenece.

Los adamitas habían empezado aavanzar, sin prestar la más mínimaatención a los guerreros humanos, que seapartaban como podían, tropezando ygateando por las rocas. Las lanzas novacilaban, el frente no se rompía, nisiquiera cuando los guerreros mágicoscaminaban entre árboles y piedras,

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cuando cruzaban los arroyos queserpenteaban por el valle. Dejando atrásla pared de piedra, con las lanzas alaaltura del hombro, sus pasos se dirigíanal rey de los elementales.

—¿Cómo van a…? Bueno, noimporta —dijo Jaymes. Se volvió y gritóal general Weaver—: ¡Abrid todo elfrente! ¡Dejadlos pasar sin molestarlos!

Los soldados de la Legión dePalanthas se apartaron rápidamente, másque impacientes por dejar que aquellosguerreros sobrenaturales pasaran sinproblemas. Los adamitas prosiguieronsu avance en una formación apretada,rodeada de las puntas afiladas. Sus pies

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marcaban la cadencia de la marcha.Pasaron rápidamente junto a las tropaspalanthinas, en dirección al terriblegigante. Con precisión exacta yconstante, sus pisadas resonaban en elsuelo con un ritmo cada vez másaudible.

Precedidos por las lanzas, losadamitas, que ya se contaban por miles,cubrían todo el valle. Los últimosguerreros en salir iban hacia los lados yse unían a las filas, cada vez másanchas, con una disciplina perfecta. Nodetenían su avance; con las lanzassiempre preparadas, se acercaban más ymás al rey de los seres elementales.

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Sin embargo, el terrible monstruo nodio muestras de tener ningún miedo a losrecién llegados. En vez de eso, losciclones de las piernas empezaron agirar con más violencia, y el monstruoechó a caminar pesadamente hacia laprimera fila de adamitas. Lanzó otrochillido, tan intenso que de lo alto de lapared de piedra se desprendieron tres ocuatro rocas.

—Va a aplastarlos allí. ¡No puedenseguir retrocediendo! —se regocijó elsemigigante Ankhar, mientras seapresuraba por el recodo del valle,

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acompañado por Hoarst.El comandante del ejército admiró

casi con embeleso al gigantesco ser, amedida que este se acercaba al ejércitosolámnico cautivo. El escarpado murocon el saliente en lo alto formaba latrampa perfecta. Los humanos,acorralados contra aquella barrerainsalvable, habían olvidado la antiguaformación, y ya no mostraban lalegendaria disciplina y cohesión de loscaballeros.

—¡Todo el ejército va a morir aquí!—graznó el semigigante.

Ankhar y el Caballero de la Espinahabían corrido detrás del monstruo,

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mientras este perseguía a lossolámnicos. Así, se habían adelantado algrueso del ejército. La mayor parte delas tropas del semigigante habíanquedado muy por detrás, tratando derecuperarse del caos de la batalla,aunque varios cientos de goblins alomos de los wargs habían formado unaescolta. Ankhar había insistido enadelantarse a las tropas, e incluso dejóatrás a Laka, para poder presenciar todolo que ocurriera y precediera a suvictoria final.

—¡Rápido! —exhortó al hechicero—. ¡Seremos testigos de una granvictoria!

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Sólo entonces Ankhar se dio cuentade que Hoarst, con expresiónimperturbable, no estaba mirando almonstruo. Sus ojos se clavaban en otropunto.

—¿Qué son esas cosas? —preguntóel Caballero de la Espina con vozextrañamente preocupada y alerta.

—¿Qué cosas? ¿De qué estáshablando?

Hoarst parecía inquieto, y esomolestó a Ankhar. ¿Por qué no podíadisfrutar de aquel magnífico momento,de aquel acontecimiento histórico? Peroel humano, sin prestar atención al ceñotaciturno de su comandante, se volvió y

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corrió a trepar por unas rocas quehabían caído al fondo del valle.

—Subid aquí; podremos ver mejordesde una posición más alta —loapremió el Caballero de la Espina en untono perentorio.

Ankhar frunció aún más el entrecejo,pero siguió a aquel hombre exasperantea lo alto del montón de rocas. Setambaleó y se arañó las manos alintentar agarrarse. Después, se torcióuna rodilla cuando una piedra cedióbajo su peso y cayó rodando al suelo.Entre maldiciones, el semigigante logróllegar al saliente al que había trepadoHoarst y se volvió para mirar.

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Podía ver con claridad la masa delas tropas enemigas, las líneasdeshechas y las compañías dispersas,arremolinadas contra la pared de piedraque había interrumpido su huida por elvalle. Algunos jinetes habíandesmontado y sujetaban por las riendasa los caballos aterrorizados. Eraevidente que no tenían escapatoria,ningún camino que saliera del valle,excepto el que ellos mismos habíantomado para huir, y en ese camino sealzaba el rey de los seres elementales.

Pero algo más se movía en el fondodel valle, algo que debía descubrirsecon los ojos entrecerrados. Era como si

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el suelo de piedra del valle se deslizarahacia adelante, como una alfombra convida propia. Una corriente espectral depiedra gris que corría al encuentro delrey de los seres elementales y le cerrabael paso hacia la presa humana. Con losojos entrecerrados, el semigigantedistinguió una hilera de puntas de lanza—cientos de ellas— y, perplejo, se diocuenta de que aquellas formas de piedratenían cuerpo de hombre.

—¿Qué son? —preguntó, irritadoporque la carnicería tardaría un pocomás en llegar, aunque todavía no lepreocupaba demasiado el desenlace dela batalla.

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—No lo sé —repuso secamente elCaballero de la Espina.

—¡Qué guerreros más extraños…!Mira, están atacando al rey —gruñó elsemigigante, divertido.

Aquello sería un buen espectáculo.Vería cómo morían aquellos misteriososrecién llegados.

—Sean lo que sean, no carecen decoraje —comentó el humano.

—Entonces, dejemos que muerancon valentía, en vez de cobardemente —bufó Ankhar. Pero en sus palabras habíaalgo de fanfarronada. Al fin y al cabo,¿qué eran esas cosas?

Empezó a sentir una punzada en el

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estómago.Los extraños guerreros recordaban

en cierta manera a los humanos, peroparecían hechos de piedra. Bajo lamirada fascinada de Ankhar, llegaronjunto al rey de los seres elementales, lorodearon y empezaron a clavarle laslargas lanzas. El monstruo caminaba enmedio de las filas. Balanceó lasenormes columnas que eran sus piernasy pisó con fuerza a los portadores de laslanzas de piedra.

Sin embargo, la siguiente oleada deatacantes mostró el mismo entusiasmopor el combate. Con las lanzas mirandoal cielo, marcharon sin miedo bajo la

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fuerza aplastante de las piernas del rey.El monstruo volvió a hundir el pie ydocenas de guerreros desaparecieronbajo la planta. Pero cuando el monstruointentó moverse, se tambaleó y quedóclavado en el mismo sitio.

—Como si se hubiera metido en unpozo de brea —comentó Hoarst—.Parece que está pegado.

—¡No! ¡Los va a machacar! —insistió Ankhar, dejando que susesperanzas se impusieran a lo que veíansus ojos.

De hecho, parecía que el rey de losseres elementales se había quedadoatrapado. Lanzó el más poderoso de los

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rugidos —cuyo eco hizo que incluso aAnkhar le dolieran los oídos—, pero nologró levantar ninguno de los dos pies.Doblándose por la cintura, el gigantescoser lanzó un puño de granito contra elfrente de lanceros. En vez de aplastarloscontra el suelo, los guerreros se lequedaron enganchados, como un perrosarnoso que va recogiendo todas laspulgas. Todos y cada uno de losguerreros recibió el golpe con la lanzaerguida, y las armas se clavaron en elpuño del monstruo. Los guerreros depiedra se sujetaban a los astiles sinvacilación, así que cuando el rey volvióa levantar el puño, de la mano le

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colgaba una veintena o más de guerrerosgrisáceos.

Las siguientes filas de extrañosatacantes seguían avanzando ycombatían de igual manera. Alrededordel rey se formó un anillo de figuras depiedra y las últimas hileras se subieronsobre sus compañeros, que ya se habíanaferrado a los pies del monstruo.Después, clavaban sus propias lanzas enlos tobillos y las pantorrillas del serelemental. En un momento, el rey estabacompletamente rodeado y aquellas cosasno paraban de trepar, clavar las lanzas yquedarse enganchadas.

Por muy extraño que pareciera, los

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recién llegados no morían, a pesar deque el rey de los seres elementalesluchaba por agitar las descomunalespiernas y seguía dando puñetazos consus brazos como mazas. El troncogigantesco se retorcía hacia adelante yatrás, se doblaba e inclinaba, se sacudíacon violencia. Pero los guerreros, comoerizos, resistían pegados al enormecuerpo en cuanto lo tocaban. Y cada vezmás guerreros trepaban, clavaban y seenganchaban. Otro antebrazo poderosobarrió el suelo, pero cuando volvió alevantarse, cerca de cien guerreros depiedra colgaban de él, como si unextraño ribete de flecos lo adornara.

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Los guerreros de piedra no cejabanen su ataque. Hincaban y hundían lasarmas en el monstruo. El rey rugía y seagitaba, pero no parecía capaz de acabarcon los atacantes. Ankhar parpadeó ylanzó un bramido desde lo más profundode su pecho. ¡Aquello era tan extraño yrepentino! ¿Qué era lo que estabapasando? Cada vez que el monstruoarremetía contra los guerreros, todosaquellos a los que golpeaba quedabanpegados a él, hasta que las extremidadesinferiores del ser monstruoso estuvieronenvueltas en una especie de falda depiedra.

Cuando el monstruo se retorcía, los

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guerreros de piedra entrechocaban entresí y hacían ruido. A pesar de los golpesy las sacudidas, ninguno se soltaba.Todo lo contrario: cada vez más figurasde piedra trepaban, lo atacaban con laslanzas, se prendían de él.

Era obvio que el monstruo se hundíabajo tanto peso.

Agitándose con gran desesperación,el rey de los seres elementales parecíaencogerse. Sus piernas desaparecían enla tierra. Los atacantes que se aferrabana ellas también desaparecían, devoradospor el suelo de piedra del valle. El reyde los seres elementales se hundía conellos.

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Más y más portadores de lanzas seabalanzaban sobre el monstruo, comohormigas recorrían su cuerpo y yallegaban a los hombros, mientras el reyno dejaba de hundirse y hundirse. Elmonstruo había desaparecido casi decintura para abajo, agitaba los brazoscon gran consternación y retorcía eltronco, desesperado. Pero con cadagolpe, lo único que conseguía era atraermás guerreros misteriosos a su cuerpoinmortal. Las lanzas se hundían en lagran bóveda del pecho del rey, mientrasmás guerreros de piedra —demovimientos ágiles, a pesar de su rígidaapariencia— trepaban por el cuello y la

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nuca de la criatura.Escalando y clavando la lanza, los

atacantes terminaron por cubrircompletamente al rey de los sereselementales. Ankhar ya no veía los ojosencendidos, los hombros escarpados,los tormentosos brazos y piernas. Sugrandioso monstruo no era más que unmontón enorme de criaturas de piedra,que cubrían al ser y lo hundían sinremedio. Sin dejar de luchar, agitarse,convulsionarse, la enorme forma ibadesapareciendo debajo de la tierra.

El suelo del valle ya le llegaba hastael pecho y seguía hundiéndose. Bramóuna vez más, pero incluso su potente voz

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se había reducido a un sonido hueco,como si viniera de muy lejos. En vez dela expresión de su cólera, parecía ellamento de un dolor insoportable.Cuando el rey aulló, los atacantespétreos se colaron en la boca abierta, leclavaron las lanzas, siguieronempujándolo hacia abajo, más y másabajo. Ya sólo quedaban los hombros yla cabeza por encima de la tierra, eincluso estos se movían con torpeza,superados por el peso de los misteriososportadores de las lanzas.

En un momento, el rey de loselementales había desaparecido,cargado de aquellos extraños atacantes.

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Estos seguían luchando, clavando suslanzas en el suelo. Arrastrados por lafuerza de sus propios golpes, ellostambién desaparecían en lasprofundidades de la tierra.

Finalmente, no quedaba ni unguerrero de piedra en la superficie delmundo.

Sólo entonces Ankhar desvió sumirada y se fijó en los guerreroshumanos, que se reorganizaban a lasórdenes del señor mariscal y de ungeneral que lucía el símbolo de la Rosa.Los pocos goblins sobre las monturaslupinas que habían seguido a Ankharestaban siendo masacrados por las

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compañías de caballeros, pues loshombres habían recuperado fuerzas yespíritu con la derrota de su monstruosoenemigo. Resonaron las trompetas, ytoda la Legión de Palanthas empezó aavanzar, empujando delante de ellos alas tropas desperdigadas de la horda deAnkhar.

—Creo que será mejor quevolvamos con el ejército —dijo Hoarst,después de lanzar un suspiro largo yafligido, mientras empezaba a bajar desu atalaya de piedra.

La Legión de Palanthas lideró el

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contraataque. Salió del valle condeterminación y se abalanzó sobre lascompañías dispersas de la horda deAnkhar. Jaymes y sus Caballeros Librescabalgaban junto al general Weaver, enla primera línea de ataque. Elcomandante del ejército enviómensajeros de inmediato, hombres de supropia guardia personal, al resto de lastropas en retirada.

En una hora, los hombres de la Rosa,la Corona y la Espada corrían de nuevoal campo de batalla, procedentes deloeste y el norte. La noticia de la derrotadel rey de los seres elementales leshabía dado fuerzas renovadas y

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cargaban como si fuera la primera vezque combatían. Los bárbaros y losmonstruos de la horda del semigigante,viendo ante sí el inminente desastre,empezaron a huir al sur y al este.

Era evidente que el ejércitodescompuesto del enemigo seguiríaescapando hasta llegar a Lemish.Agotados, los humanos del ejércitosolámnico abandonaron la persecucióncuando la noche se posó sobre el campode batalla. En aquel día de grantrascendencia habían pasado demasiadascosas y a los soldados apenas lesquedaban fuerzas para seguir luchando.Estaba claro que el enemigo había sido

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derrotado, que las tropas estabandesmoralizadas y deshechas.

La aniquilación tendría que esperara otra campaña.

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28El fin del principio

La única función de los adamitas eravigilar al rey de los seres elementales,evitar que ascendiera al mundo yprovocara la destrucción de la que eracapaz. Debían de estar allí desde hacíamuchos siglos, quizá incluso seremonten a la Era de los Sueños.

Jaymes explicaba la situación a lordMartin, mientras cabalgaban juntos haciaSolanthus, acompañando al Ejército deSolamnia en su retirada. Miles de

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soldados avanzaban con ellos, seextendían por delante y por detrás, enuna inmensa columna. El júbilo de lagran victoria les daba fuerzas paracontinuar, pero la alegría se veíamitigada por el recuerdo de tantaspérdidas dolorosas, de los hombres ymujeres caídos, de las ciudadessaqueadas y quemadas, a lo largo de lostres años de la guerra de Ankhar.

—Debemos ofrecer una oración degratitud por quienes fueran nuestrosancestros, o los dioses de nuestrosancestros, que les hayan asignado esamisión eterna —repuso el noble deSolanthus—. Sin ellos, seguramente

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nuestra causa habría fracasado.—No sólo nuestra causa —apuntó

Jaymes—. Imagina que esa criaturavagara libre por la superficie delmundo. Ninguna ciudad resistiría en piesus ataques. Incluso los dragones máspoderosos tendrían que huir o morir.

Por fin, el ejército marchaba hacia eloeste, lejos del campo de batalla al piede las montañas de Garner. Porsupuesto, los exploradores vigilaban lastierras por las que avanzaba la granfuerza y los soldados llevaban sus armaspreparadas. Pero todos los informescoincidían en que el enemigo estabaderrotado y se había dispersado por el

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sudeste. Incluso el señor mariscal sepermitió relajarse un poco.

Los dos hombres cabalgaban alpaso, detrás de un carro cerrado quehacía las veces de ambulancia,cuidadosamente acondicionado para queCoryn viajara de la forma más cómodaposible. El caballero sacerdote, sirTemplar, iba en el carro con lahechicera, pues con su magia curativa lealiviaba el dolor y le ayudaba arecuperarse. El señor mariscal habíadecidido acompañar el carro todo elcamino hasta Palanthas, pero Solanthusera la primera parada de aquel largoviaje.

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Los generales Weaver, Dayr yMarckus iban con sus propias tropas, enalgún lugar de aquella enorme columna.El general Rankin había caído en labatalla de las Montañas, comoempezaban a llamarla, y su cuerpoviajaba en un carro que no estabademasiado lejos. Lo llevaban aSolanthus para celebrar un funeral deestado. El capitán Powell y losCaballeros Libres cabalgaban alrededordel señor mariscal, sin conservar laformación pero lo suficientemente cercapor si su señor los necesitaba. Otrojinete, la figura pequeña de FregónPrenterizada a lomos de un pequeño

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poni, seguía de cerca a Martin y aJaymes.

—¿Así que enviasteis al kender enbusca de esos adamitas para que losatrajera hacia la superficie? —dijoMartin, sacudiendo la cabeza conincredulidad—. ¿Cómo sabíais dóndeencontrarlos? ¿O cómo conducirloshasta el campo de batalla?

Entonces, llegó el turno de Jaymesde sacudir la cabeza, con expresiónperpleja.

—Lo único que puedo decir es quese llama a sí mismo magnífico guía yexplorador profesional, y si alguien semerece tal título, ese es Fregón

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Frenterizada. Un dios muy benévolodebe de ser el que se encarga de subienestar. Nunca he conocido a nadieque pueda encontrar el camino como él.Ayer, el camino que encontró salvó atodo un ejército.

Sin embargo, Fregón, que escuchabalo que decían los dos humanos mientrascabalgaba a su lado, se mostrabaextrañamente apagado y modesto.

—Pensaba que toda esta guerra iba aser una gran aventura —repuso,lanzando un profundo suspiro—. Perosufre demasiada gente. La ciudad sequedó en ruinas y no soporto ver tantoscaballos muertos.

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—Así es, amigo mío —dijo Jaymes,dándole unas palmaditas en el hombro—, demasiada gente sufre.

—Estamos volviendo a Solanthus,pero eso me pone triste porque ya noestá la duquesa. Ella lideró al pueblodurante el largo asedio y ahora ya no vaa estar allí. ¡Nunca más! —declaró elkender, sorbiendo los mocosruidosamente.

—Es cierto —convino lord Martin—, pero ella nos mantuvo unidos;mantuvo la ciudad viva durante los añosdel asedio. Puedes consolarte, amigomío, pensando que su recuerdo vivirámientras haya una sola persona en

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Solanthus.—Supongo que eso ya es algo —

admitió el kender—. De todos modos, laecho de menos.

—De hecho, a todos nos pasa lomismo —declaró Martin con granseriedad.

La princesa de Palanthas miró por losventanales de sus aposentos, en lo altode una de las torres del palacio de supadre. Sus ojos volaron hacia el este,donde las cimas de la cordillera deVingaard se recortaban contra los rayospúrpura del sol del atardecer. En la

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mano tenía un papel, unas pocas líneasescritas apresuradamente que habíanllegado a la ciudad en el mortal de unmensajero. En ese mismo morral, velozcomo el jinete que lo llevaba, viajó lanoticia de la gran victoria.

Toda la ciudad celebraba la derrotade Ankhar. Su ejército había sidoexpulsado a Lemish, según decía elinforme, y ya no había amenaza algunapara las tierras de la caballería en unfuturo previsible.

La otra nota que había recibido erauna misiva personal del señor mariscalen persona.

«He ganado la batalla. Mi ejército

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ha triunfado y regreso a Palanthas.Regreso a ti, mi esposa».

Aquellas líneas le habían provocadouna reacción extraña. No era la alegríadesbordante que esperaba, ni siquiera untrémulo sentimiento de alivio, lapreocupación por el bienestar de suesposo barrida por las buenas nuevas.

En vez de eso, se sentía confusa yasustada.

Recordaba sus lágrimas, su histeriaprácticamente incontrolable la mañanasiguiente a la boda, cuando Jaymeshabía partido hacia la guerra. Se habíaencerrado en sus aposentos durante días,sin querer ver a nadie más que a su leal

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doncella, Marie, y a su consejera deconfianza, la sacerdotisa Melissa duJuliette. Esta había permanecido a sulado, atendiéndola noche y día,hablándole con voz suave, aliviando eldolor de la joven, hasta que por finSelinda volvió a sentirse un poco comoera antes, segura de sí misma.

Cuando por fin salió de la reclusiónque ella misma se había impuesto, habíadescubierto un palacio, una ciudad y unpueblo que apenas reconocía. Por fin,entendió que aquella nueva percepciónse debía a que había sufrido unatransformación profunda, fundamental,pues en realidad su entorno seguía

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siendo el mismo. Aquella era unacerteza que la asustaba y confundía, porlo que trató de descubrir qué era lo quele había hecho cambiar tanto.

Al principio, había rezado a todaslas diosas que conocía, con la esperanzade que la semilla de la pasión de sunoche de bodas prendiera en su vientre ydiera el fruto que tan ansiosamenteesperaba.

Sin embargo, pocas semanasdespués supo que no estaba embarazada,y aquello despertó en ella máspreguntas, misterios, un nuevodescubrimiento.

¿De verdad deseaba un hijo?

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Decidió que no, no en ese momento,y esa conclusión dio pie a nuevaspreguntas. ¿Por qué se había enamoradotan tontamente de un hombre al queconocía desde hacía años y hacia el quesentía un respeto ciertamente cargado derecelo? ¿Qué le había sucedido? ¿Qué lehabía hecho cambiar?

¿Cuál sería su futuro?

—¡Inútil! —gritó Ankhar, levantando elpuño sobre el rostro surcado de arrugasde su madre adoptiva—. ¡Me prometisteun aliado indestructible y fue destruidoen el mismo momento de mi triunfo

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final!—¡Era tan poderoso como sus

enemigos! —chilló Laka, en absolutoacobardada—. Tú eres el inútil, ¡quedejaste que lo atraparan en lasmontañas! ¡Tenías que haberlo dirigidopor las llanuras con la varita!

—¡Bah! ¡Lo mató un ejército depiedra! ¿Quiénes eran? ¿De dóndesalieron tan repentinamente?

Laka se limitó a mirarlo conferocidad. Al semigigante le tembló lamano, pero no podía golpear con ella.En vez de eso, se dio media vuelta y vioal Caballero de la Espina, que loobservaba con los ojos entrecerrados.

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Estaban en un vivaque del ejércitovencido, un campamento descuidadocerca de las ciénagas que delimitaban lafrontera entre Solamnia y Lemish.Aquella tierra, oscura y misteriosa, yhabitada por monstruos, goblins y otrosseres miserables, se extendía como unsudario por el horizonte, hacia el sur. Alo largo de millas y millas a la redonda,lo que quedaba de las tropas de la hordadel semigigante descansaba en tiendasdesperdigadas, en petates extendidossobre el suelo húmedo y mísero.Mosquitos e infinidad de insectoszumbaban en sus oídos. Todos loscapitanes del semigigante, sin

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excepción, habían encontrado motivosineludibles para evitar al comandante enaquella noche oscura y nefasta.

—¿Por qué no pudiste prevenir elpeligro? —preguntó Ankhar alhechicero, en voz baja y grave.

—¿Quién podría? —repuso Hoarst,no sin razón—. Esos soldados de piedrano se conocen en toda la historia delmundo.

—¡Inútil! —gritó de nuevo elsemigigante, sin dejar de temblar.

Dejándose llevar por un impulso, lepropinó un golpe con la mano. Aquelgolpe habría roto el cuello al hechicerosi hubiera alcanzado su objetivo, en

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pleno rostro del humano engreído, casidesdeñoso.

Pero el Caballero de la Espina ya noestaba allí. Había desaparecidomágicamente una fracción de segundoantes de recibir el fuerte golpe. Ankhardescribió un círculo amplio, golpeandosólo aire, y se tambaleó al tratar derecuperar el equilibrio.

—¿Adónde ha ido? —preguntó alavieja hembra de hobgoblin.

Laka se encogió de hombros, de esamanera exasperante que ella tenía.

—Lejos. Quizá vuelva cuando tehayas calmado.

El semigigante se obligó a sí mismo

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a tomar una bocanada de aire.Entrecerró los ojos, tratando de recordaralgo.

—¡Dijiste que esa poción, lainfusión que bebía para recuperarfuerzas, acabaría matándolo!

—Así debería haber sido —repusola hechicera, con un gestodespreocupado—. Pero tiene una fuentede fortaleza que no percibí. Parece quemi poción no sólo lo curó por un tiempo,sino que acabó haciéndole más fuerte.

—Es un hombre peligroso.—Un poderoso enemigo, seguro;

pero también un poderoso aliado.—¿Crees que volverá? —preguntó

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Ankhar, desanimado.Se dio cuenta, demasiado tarde, de

lo mucho que había llegado a dependerdel Caballero de la Espina. Loshechizos y la sabiduría de Hoarst habíansido esenciales para el éxito delcomandante del ejército y sabía que nole iría tan bien sin su magia.

El semigigante se dejó caer en elsuelo, sin preocuparse por la humedadcenagosa que inmediatamente le empapólas posaderas. Laka se acercó a él yposó su mano, más parecida a una garra,sobre el musculoso antebrazo delsemigigante.

—Si tiene razones para volver,

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volverá —dijo la hobgoblin—. Tú lohas hecho un hombre muy rico y no loolvidará. Por el momento, tienes quedescansar. Mañana nos internaremos enLemish. Allí, hijo mío, serás el señor detodo… ¡El rey Ankhar!

—¿Rey de Lemish? ¿Señor de unaciénaga y un bosque? ¿Dueño de unospocos pueblos salvajes? ¿Qué tiene esode bueno?

—Es un nuevo comienzo. Un lugaren el que podrás empezar de nuevo,volver a hacerte fuerte, mi audaz hijo.He tenido otro sueño esta misma noche.

—¿Un sueño? ¿Sobre qué?—Un sueño que decía que

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regresabas a Solamnia. Tu ejército serámás poderoso que nunca y los humanosdel mundo se inclinarán ante ti y tepedirán clemencia.

—Una profecía —dijo Ankhar. Seechó hacia atrás, se estiró sobre el sueloy de repente se dio cuenta delagotamiento que sentía en todo el cuerpo—. Me gusta esa profecía. Cuéntamemás.

Pero cuando Laka iba a empezar ahablar, ya estaba roncando.

La gran columna de las fuerzassolámnicas se iba dispersando a medida

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que avanzaba. Un gran contingente, conrepresentación de los cuatro ejércitos,se quedó en las cercanías de Solanthuspara vigilar la frontera con Lemish ycontrolar cualquier reaparición de lahorda desaparecida y vencida, deAnkhar. El general Rankin del ejércitode la Espada, antiguo capitán deSolanthus, descansaría después de unfuneral de honor en la ciudad, pero elseñor mariscal presentó sus disculpas yexplicó que quería llegar cuanto antes aPalanthas con Coryn la Blanca.

Los destacamentos del ejército de laRosa se desviaron hacia el sur y eloeste, en dirección a Caergoth, mientras

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muchos Caballeros de la Corona sedirigían a la ciudad en ruinas deThelgaard, donde ya había empezado lareconstrucción. Los Hacheros de Kaolynse volvieron hacia las montañas deGarnet y su reino subterráneo.

Muchos hombres de las llanuras deVingaard simplemente se despidieron yvolvieron a sus hogares y casas delabranza. Dram, con los poquísimossupervivientes de su compañía original—en su mayoría, los enanos de lasmontañas que se encargaban de loscarros de abastecimiento—, se dirigiríaa Nuevo Compuesto.

—Se tardará un tiempo en resolver

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todos los asuntos de los enanos quemurieron en la batería —explicó Dram aJaymes. Su expresión era dura, sumirada fría. Ni una lágrima le acudió alos ojos—. Eso es lo más importante. Eltrabajo no volverá a ponerse en marchahasta el año que viene.

—Lo comprendo —dijo el señormariscal.

Si estaba impaciente por acelerar eltrabajo de Compuesto y tenerrápidamente una nueva batería debombarderos que sustituyera a laperdida en las montañas, conocíademasiado bien a su ayudante como parainsistir.

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—Buena suerte —fue todo lo quedijo cuando su más antiguo y lealseguidor se desvió hacia las montañas alomos del fuerte poni. Dram no volvió lavista atrás.

La Legión de Palanthas abría elcamino hacia su gloriosa ciudad. JaymesMarkham, acompañado por susCaballeros Libres, cabalgaba detrás dela Legión. Avanzaban lentamente, puesestaban escoltando el carro en el queCoryn descansaba y se recuperaba. Tressemanas necesitó la fuerza para cruzarlas llanuras, superar el paso del SumoSacerdote y bajar a la ciudad.

Avanzaron hacia las altas murallas a

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ritmo constante y, a pesar de la granvictoria en el campo de batalla, nofirmaron un desfile triunfal. En la puertade la ciudad, la multitud aguardaba a lastropas, pero el pueblo percibió el ánimosombrío del señor mariscal y noaplaudió ni vitoreó. En vez de eso,contemplaron con gran solemnidad elpaso de Jaymes Markham, flanqueadopor su veintena de Caballeros Libres,que se separó de la gran columna de laLegión de Palanthas y escoltó laambulancia a través de la ciudad, hastallegar al elevado barrio de los nobles.

Por fin, la hechicera blanca llegó asu casa y una joven sacerdotisa de la

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ciudad —amiga íntima de Coryn y de laprincesa— acudió para cuidarla en suconvalecencia.

—Lady Coryn ya descansacómodamente —informó la sacerdotisaMelissa du Juliette a Jaymes Markham,que paseaba nerviosamente por laantesala de la mansión—. El viaje hasido muy duro para ella, pero la magiade sir Templar surtió efecto y lamantuvo con vida. Puedo anticipar quesu recuperación será lenta, perocompleta. La túnica la protegió de lopeor y creo que conjuró algún tipo dehechizo defensivo en el último momento,antes de que la explosión la rodeara.

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—Gracias —contestó Jaymes—. ¿Tequedarás con ella?

—Por supuesto. Supongo que osdirigís al palacio… a visitar a vuestraesposa. Creo que le gustaría hablar convos.

La suposición era mordaz y el señormariscal se sonrojó.

—Claro. Sé que querrá verme.Melissa du Juliette lo miró con

frialdad.—No he mencionado que quisiera

veros, sólo que le gustaría hablar convos.

Tras esas palabras, cerró la puertadel dormitorio de Coryn y no dejó otra

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opción a Jaymes Markham más quemarcharse.

—¡Mi señor mariscal, es un placerveros, daros la bienvenida de nuevo enPalanthas!

El señor regente Bakkard du Chagnecruzó apresuradamente la antesala delpalacio y estrechó la mano de Jaymesefusivamente.

—Permitidme que yo también meuna a las felicitaciones de vuestraseñoría —añadió el clérigo inquisidorFrost, que llegaba justo detrás delgobernador—. Esas criaturas de las que

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todo el mundo habla, ¡aparecieron yarrastraron al rey de los sereselementales! Ese día os favorecieron losdioses, mi señor.

—Si podemos hacer cualquier cosapor ayudar, ahora que el enemigo estáderrotado —metió baza sir Moorvan, elMartín Pescador—, por favor,decídnoslo.

—¿Quién ha dicho que la guerra haterminado? —preguntó Jaymes—.Ankhar y la mayor parte de sus tropashuyeron. Se han retirado hacia Lemish, ya no ser que acabemos con ellos allí,volverán. Sólo es un descanso en labatalla, nada más.

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—Entonces, mi señor mariscal —dijo Bakkard du Chagne—, ¿no seríamejor que volvierais al campo debatalla?

—Durante un tiempo, no —contestóJaymes—. Ahora, si me disculpáis, hede ir a ver a mi esposa.

Cruzó los salones oscuros delpalacio y subió la escalera hasta losaltos aposentos a los que se habíatrasladado la princesa Selinda despuésde la boda. Cuando llegó, estaba sinaliento y en cierto modo sorprendido —incluso un poco molesto— porque lajoven todavía no había acudido arecibirlo.

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Se dirigió a los aposentos y, comodueño y señor de su propio dormitorio,abrió la puerta sin llamar. Encontró aSelinda en la siguiente habitación, elcomedor, pero la princesa no corrióapasionadamente a sus brazos, tal comoél esperaba.

En vez de eso, lo observó con unamirada ambigua desde el otro extremode la larga mesa. Finalmente, se acercó,pero se detuvo a varios pasos.

—¿Así que hemos ganado la guerra?—preguntó la joven—. ¿Puede eso sercierto?

—Hemos ganado; al menos demomento. Ankhar no ha muerto, pero

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tengo a los caballeros persiguiendo loque queda de su ejército para saberadónde se dirige y qué debemos hacer acontinuación. Seguramente seránecesaria una nueva campaña paraacabar completamente con ellos.

—¿Qué pasó? —preguntó Selinda.—Bueno, pudimos expulsarlos de

Solanthus y…—No me refería a eso…, no quería

decir qué pasó en la guerra —lointerrumpió bruscamente. Lo miró confiereza y, por primera vez, Jaymes vioira y angustia en sus ojos—. Queríadecir… con tu cortejo…, con mi locura,como si fuera una colegiala…, con que

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todo pasara exactamente como túquerías, ¡precisamente cuando tú queríasque pasara!

—Yo…, yo… —empezó a decirJaymes.

—Sabes de lo que hablo… —Laprincesa inspiró con fuerza, pero sumirada fría no vaciló—. ¿Qué traición,qué ardid empleaste? ¿Qué me hiciste?