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LA CONTINUIDAD Y LA DISCONTINUIDAD EN LA HISTORIA DEL DERECHO (*) CONFERENCIA PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA MATRI TENSE del Notariado el dIa 14 de mayo de 1974 POR EL profesor HANS THIEME Catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Friburgo de Brisgobia (*) Texto traducido del francés en el Seminario de Derecho Civil de la Universidad de Salamanca, bajo la dirección del profesor, doctor José Luis de los Mozos.

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LA CONTINUIDAD Y LA DISCONTINUIDAD EN LA HISTORIA DEL DERECHO (*)

CONFERENCIA

P R O N U N C IA D A E N LA A C A D E M I A M A T R I ­

T E N S E d e l N o t a r i a d o e l d I a 14 d e m a y o

d e 1974

POR EL p r o f e s o r

HANS THIEMECatedrático de Historia del Derecho de la Universidad de

Friburgo de Brisgobia

(*) T exto traducido del francés en el Seminario de Derecho Civil de la Universidad de Salamanca, bajo la dirección del profesor, doctor José Luis de los M ozos .

El problema de la continuidad y de la discontinuidad se extiende a muchas ciencias. Se pregunta, si la evolución de nuestra cultura, de nuestra civilización europea, está dominada aún por el antiguo legado de nuestros antepasados, o si cada vez más está manipulada por actos de recepción, de asimilación y de revolución, por rupturas y por el olvido. Los antropólogos buscan las huellas de poblaciones desaparecidas, como los visigodos y los árabes, entre los actuales habitantes de vuestro hermoso país. Los lingüistas se asoman a los orígenes de antiguos nombres, de palabras y de expresiones extranjeras introducidas en nuestra geografía y en nuestra lengua. Los historiadores profundizan en el pasado para encontrar la influencia de tal o cual idea, de esta o aquella persona­lidad, para determinar el significado decisivo de una conquista o de una derrota. ¿Es que la continuidad gobierna la vida de los pueblos y de los individuos todavía en nuestros tiempos? o acaso la discontinuidad ha construido un mo­saico de piezas distintas, de fragmentos de procedencia totalmente diferente, una sucesión de etapas históricas sin vínculos significativos o preponderantes con las generaciones de nuestros precursores, de nuestros antepasados, según la expresión tan conocida de F a u s t o , «El mundo no ha existido antes que yo, yo lo he creado» («Die Welt, sie war nicht, eh’ ich sie erschuf!»).

La Historia del Derecho conoce del mismo modo muy bien del problema de la discontinuidad. Podría reprochárseme de llevar agua al mar, si me atreviera a hablarles de la continuidad romana o germánica del Derecho español. Me limito a citar esas dos obras de historiadores del Derecho de vuestro país que se han ocupado recientemente de manera excelente y profunda del problema de la continuidad y de la discontinuidad en la Historia del Derecho: Alfonso G a r c I a

G a l l o en su gran «Manual de Historia del Derecho español» y José Manuel P é r e z P r e n d e s en su magnífico «Curso de Historia del Derecho español». Se sabe igualmente muy bien en España que, según el muy conocido historiador belga Henri P i r e n n e , la continuidad del mundo antiguo y de la cultura medite­rránea existía todavía durante los siglos de las inmigraciones de los pueblos germánicos, y que es solamente la conquista del África del Norte y de la Península Ibérica por el Islam la que ha provocado el nacimiento de Occidente («die Geburtsdes Abendland») en la batalla de Potiers, con la confrontación de

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«Mohamed et Charlemagne». Así y todo, se plantea una pregunta para los historiadores del Derecho de vuestro país: ¿Cuántos vestigios del mundo de la antigüedad, del Derecho romano vulgarizado no existen todavía en la Ley Visigoda? ¿cuántos de Derecho germánico en los «Fueros?

Nosotros, los historiadores del Derecho de Alemania, tenemos también problemas de continuidad: les recuerdo solamente la discusión provocada por los libros del historiador austríaco Alfons D opsch sobre «Les fondem ents de la culture européenne» y sobre « L ’évolution économique du temps des Caroíin- giens», después de la Primera Guerra Mundial. Mientras que la Historia del Derecho, antes de D o psc h , estaba convencida de que las instituciones de la Antigüedad se destruyeron por la invasión germánica y que el mundo de la Edad Media no tenía continuidad con el Bajo Imperio, Alfons D opsch y su escuela han demostrado la supervivencia de muchos fenómenos, por ejemplo, la ciudad antigua con su constitución municipal, las grandes heredades con su organiza­ción de la servidumbre, las iglesias particulares, que no forman parte del andamiaje jerárquico de la «Una Sancta». Sólo es necesario citar el nombre de Ulrich S t u t z , de origen suizo, pero que enseñaba Historia del Derecho canó­nico y secular en Berlín, para recordar las discusiones encarnizadas que estas tesis de D opsch provocaron en el período de entreguerras. Más tarde se descu­brió junto a la continuidad romana una continuidad germánica, por ejemplo, la de la «Santa Lanza» del dios pagano Wotan con la Santa Lanza del rey de Borgoña, de San Mauricio y del Sacro Imperio. Recientemente Hermann A ubin y, sobre todo, Heinrich M itteis han tratado el tema de la continuidad en la Historia económica y social, en la Historia del Derecho y de las instituciones, y es a éstos a quienes debemos referirnos, tratando al mismo tiempo de poner al día algunos aspectos más modernos aún sobre nuestro problema.

Sin embargo, es necesario constatar —como con razón han dicho estos dos científicos— , que existen varias significaciones de «continuidad». Se entiende, en primer lugar, como la transmisión de valores culturales de un pueblo a otro, y, en segundo lugar, como la subsistencia de esos valores en el mismo pueblo. M itteis distinguía también entre una continuidad defensiva y otra ofensiva. Aquélla, es el mantenimiento y la defensa de una creencia orgánica en un pueblo; ésta, es la movilización de fuerzas de repulsión contra el peligro del heterogenismo, fuerzas que deberían tal vez llamarse, en lugar de continuidad defensiva, más bien, fuerzas de asimilación.

¿Qué significa para nosotros, por contrapartida, la discontinuidad? M it­teis ha hablado del proceso histórico propiamente dicho, del «madurar, deve-

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n i i, perecer y desaparecer», como contradicción polar de la continuidad, y de una relación dialéctica entre la perpetuidad y el cambio, porque lo uno supone lo otro. La perseverancia, la constancia, la continuidad—y la «procesualidad», el despliegue, la evolución creadora de Henri B er g so n , el traspaso cultural, están implicados recíprocamente: «no es más que el cambio que ilumina la perpetui­dad y que le presta su significación histórica»— dice M it t e is . En cuanto a la Historia del Derecho, esto quiere decir, que la originalidad de la tradición particular debe siempre mantenerse al lado de la recepción de los valores culturales extranjeros, y es esta recepción la que aporta el dinamismo histórico. Sin embargo, es necesario mencionar desde ahora que esta discontinuidad en el campo del Derecho, encuentra a veces su realización, repentinamente, me­diante un cambio y no solamente por un proceso sucesivo de cierta duración. Un solo acto revolucionario de algunas horas, como por ejemplo el asalto de la Bastilla en 1789, puede provocar consecuencias para todo el sistema jurídico, en la realización de los valores intrínsecos, consecuencias seculares que producen una nueva continuidad.

La transmisión de ciertos valores culturales extranjeros entre los historia­dores del Derecho es llamada normalmente «recepción», y toda la Historia del Derecho está compuesta de una serie de recepciones, en la que la recepción propiamente dicha, la recepción del Derecho romano por los pueblos europeos de la Edad Media, juega el papel de un acontecimiento ejemplar. Hablamos de una recepción del Derecho griego por Roma, de una primera, segunda y tercera recepción del Derecho romano en Alemania, de la llamada «post-recepción», Nach-Rezeption, por el Pandectismo del siglo xix.

Hablamos de la recepción del Code de Napoleón por muchos países du­rante el Imperio, de la recepción del Derecho civil alemán del BGB, en Japón y en China, del Derecho holandés, del «roomsch hollands recht», en África del Sur, del Common Law inglés en los Estados Unidos y de muchos conceptos jurídicos del Derecho americano en Europa—desde los contratos modernos de «leasing» y «know how», hasta las «Holding Companys» y los «Investiment Trusts» de nuestros días— . Parece que todos los pueblos han experimentado sus recepcio­nes. Les recuerdo el caso de Polonia y de Hungría, que han adaptado sus estados al Derecho de Magdeburgo, al Derecho sajón, o Turquía, cuyos juristas deben utilizar ahora la comunidad «en mano común», una «Gesamthand» germánica, porque el Código Civil suizo de 1912, el ZGB y el de Procedimiento Civil de Neuchátel, la contienen, ya que un jurista turco había estudiado fortuitamente Derecho en Neuchátel y consideraba el Código de procedimiento civil de este pequeño cantón suizo como el mejor del mundo.

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Incluso el fenómeno de la continuidad ofensiva y defensiva en el sentido de M i t t e i s , la defensa personal, le conocemos bastante bien: pensemos por ejem­plo en aquellos campesinos legendarios de la corte de justicia de Frauendelf en Suiza, cantón de Thurgovia, que respondieron a un «doctor legum» de la ciudad episcopal de Constanza, que citaba delante de ellos su Derecho romano de los Posglosadores, sus Bártolos y Baldos: «Váyase, doctor, váyase, no queremos oír a vuestro Bártolo y a vuestro Baldo. Nosotros tenemos aquí nuestro propio Derecho autóctono y nuestras costumbres nacionales!» Toda la recepción «in complexu» en el Sacro Imperio es un proceso de asimilación, en el cual el Derecho romano, el Derecho escrito, el Derecho común, como se le llama, abarca al Derecho indígena, al Derecho germánico, como un alud de rocas cubre los prados de la montaña. Pero, después de algunas decenas de años, o después de algunos siglos, las mismas hierbas y las mismas flores empiezan a crecer como antes de la caída de las rocas. Esto se prueba en el «usus modernus pandectarum» y en el Derecho natural de los siglos x v n y x v m , como lo demostró, por ejemplo, Otto V o n G i e r k e en su famosa conferencia «Derecho natural y Derecho germánico» («Naturrecht und Déutsches Recht») de 1883.

Adviertan ustedes, que no estamos de acuerdo con la reciente teoría de la recepción, propagada sobre todo por mi eminente colega Franz W i e a c k e r ,

historiador del Derecho en la Universidad de Gotinga, quien ha manifestado, que la recepción del Derecho romano ha sido más bien un proceso formal, una «cientificación», una « Verwissenschaftlichung», más que un proceso material, el cambio de un sistema, de un Derecho por otro. Desde luego, el Derecho común de los siglos x iv y x v estaba en un estado de evolución superior al Derecho germánico de aquel tiempo. Pero los «doctores legum» en ningún momento trataron de desarrollar este último —al contrario— . Han querido a tuertas y a derechas reemplazar el Derecho común por el Derecho imperial.

Con todo, se sabe perfectamente, que la Historia del Derecho a partir de la Escuela Histórica, desde S a v i g n y y E i c h h o r n al comienzo del siglo XIX, ha estado inspirada por la idea de la continuidad. El espíritu del pueblo, la «con­ciencia popular», el famoso «Volksgeist» como fuente del Derecho. He ahí, la profesión de fe de esa escuela. Su rama germanistica prestó juramento a esta profesión en todas las partes de la Historia del Derecho, tanto en la Historia de las instituciones como en la del Derecho privado. Pero todo el mundo sabe muy bien, que la rama germanista de los seguidores de S a v i g n y , influenciada por esta dialéctica singular, no podía aceptar una contradicción entre la teoría del «Volksgeist», creador del Derecho, y la recepción del Derecho romano en Alemania. Para estos romanistas el «ius commune» se había convertido en una

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parte integrante del espíritu del pueblo alemán, gracias a su recepción por los juristas, que representaban al pueblo entero. El mismo S a v ig n y , con su alma doble, romántica y romanista —como muy bien ha dicho M itteis— quería incluso eliminar los resultados de la asimilación del Derecho romano, el «usus modernus» y el Derecho natural, para encontrar la herencia pura y no falsificada de lo clásico.

Estas querellas entre los romanistas y los germanistas, alimentadas por la contradicción entre la recepción y la teoría del « Volksgeist», creador del Dere­cho, repercutieron en Alemania y alguno de sus países vecinos durante todo el siglo x ix , como una vez más ha demostrado G ie r k e . Y sólo con la entrada en vigor del Código Civil alemán, del b g b de 1900, es cuando este conflicto, entre originalidad y recepción, terminó en Alemania, porque solamente a partir de este momento la Historia del Derecho se convierte en una disciplina verdadera­mente histórica.

Abordemos pues ahora nuestro problema, la continuidad y la discontinui­dad, no tanto como romanistas o germanistas, sino simplemente como historia­dores del Derecho; el combate encarnizado sobre la procedencia de tal o cual institución o concepto no tiene ya consecuencias en la práctica de los tribunales de justicia. La batalla de los Campos Cataláunicos ha terminado; no son más que fantasmas los que todavía se baten. Otras dos luces han facilitado el buen entendimiento entre las disciplinas: el descubrimiento de germanismos eñ el Derecho de la antigüedad tardía, el «Derecho vulgar», que tema este nombre ya desde Heinrich B r u n n e r (1840-1915), pero que sobre todo fue dilucidado por Ernest L evy (1881-1968), y el excepticismo'de nuestros días frente a la existen­cia de un Derecho privado común de origen germánico en la Edad Media, como habían supuesto los germanistas del siglo x ix , por ejemplo, Andreas H eu sler y Otto VON G ie r k e . Acaso ese «gemeines Deutsches Privatrecht» ¿es quizá solamente una generalización errónea del Derecho sajón, un malentendido? ¿O no ha sido más que una invención especulativa de los científicos, dirigida contra la dominación monárquica del Derecho común romano, un Derecho de profeso­res) «Professorenrecht»), como se le ha denominado? Sin duda la actual reserva de los historiadores del Derecho frente a esta totalidad de un Derecho germáni­co, emanación del espíritu del pueblo, al lado de la totalidad del Derecho romano, ha convertido en dudosa la antigua concepción de una continuidad nacional del Derecho de los germanos a través de la época franca hasta el final de la Edad Media. Esiiecesario asomarse con frecuencia a las fuentes muy diferen­tes de las tribus del Norte y del Sur, del Este y del Oeste de la Alemania Medieval. Creemos, sin embargo, en cierta unidad nacional de sus fundamen-

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tos. Pero es preciso ser bastante precavido cuando se quiere llegar a un «ius commune germánico».

Esta incertidumbre de los romanistas, provocada por el Derecho vulgar, y esta frustración de los germanistas, causada por la pretendida falta de un Derecho privado común de origen autóctono, encuentran su confirmación en el reconocimiento de otras dos corrientes muy importantes en la Historia del Derecho de nuestro continente, cuya significación no ha sido vista durante mucho tiempo y que no están ligadas en absoluto a nacionalidad alguna, ni por ello a ninguna tradición popular; apuntamos con estas palabras al Derecho canónico y al Derecho natural. Existen, gracias a su influencia ciertas continui­dades ideológicas, pero sobre todo continuidades de método y de manera de pensar en nuestro Derecho desde la Edad Media y desde el Siglo de las Luces. La significación del Derecho canónico en la esencia del Derecho europeo fue dilucidada hace algunos años por Hans L i e r m a n n , historiador del Derecho de Erlangen, quien ha hablado de la «introversión» (« Verinnerlichung») y de la «moralización» del Derecho, como herencia eclesiástica: no es solamente el acto lo que caracteriza al hombre, sino también la intención, la parte interior de sus actos —una máxima de gran importancia para el Derecho penal, pero también para el civil— . La idea social, la emancipación de la mujer, pero también las cuestiones más bien técnicas, como el paralelismo entre dos juris­dicciones, la jurisdicción eclesiástica y la secular, o la diferencia entre un acto legislativo y un acto administrativo, entre el privilegio y la dispensa, son otros de los rasgos de nuestra tradición común, formada por el Cristianismo y por la Iglesia. La continuidad en este aspecto la debemos a nuestra herencia espiritual, las fuerzas de la sangre y de la raza no juegan ningún papel en esta parte de nuestro Derecho.

Del mismo modo el Derecho natural pertenece a nuestro Derecho común europeo, «ius commune europaeum»: tanto en la Edad Media, basado en la religión, como en los tiempos modernos, basado en lajusta razón, «recta ratio». Ninguno de los pueblos de nuestro continente ha escapado a su influencia y la mayoría de ellos ha contribuido a su evolución. No quiero repetir en este momento lo que hemos dicho en otras ocasiones acerca del eminente significado de la Escuela de Salamanca y de la Escolástica tardía española, pues publicamos hace veinte años, en 1954, un estudio en la «Revista de Derecho Privado» sobre «El significado de los grandes juristas y teólogos españoles del siglo xvi para el desarrollo del Derecho Natural» y ulteriormente tratamos del mismo tema en una conferencia en Salamanca en 1969, impresa en el volumen xvn del Anuario de la Asociación Francisco de Vitoria. Por último, volvimos al tema sobre lo que

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los juristas europeos deben ala «Segunda Escolástica Española» con ocasión de un congreso celebrado en Florencia en 1972, cuyas actas se publicaron, en 1973, en Milán. Muchos científicos de varios países, de España, de Italia, de Francia, de los Países Bajos, de Suiza y de Alemania contribuyeron a este congreso que concierne especialmente a la «España del Siglo de Oro» y que debe dar una gran satisfacción a los historiadores del Derecho de este país. Pues es esta escuela la de la «Segunda Escolástica». La Escuela de Salamanca, la que ha transmitido la idea del Derecho Natural a los tiempos modernos, la que ha influido en Hugo Grotius y en sus seguidores, el Derecho Natural racionalista, las codificaciones. Incluso el método iusnaturalista, la deducción de conclusiones, emanadas de ciertos principios y nociones preexistentes, gobierna todavía hoy la ciencia jurídica de muchas naciones europeas.

Así, nuestro primer golpe de vista parece llevar al resultado de que la continuidad de nuestro Derecho se halla todavía intacta, continuidad que está garantizada, ya sea, por nuestra herencia nacional, ya, por todas esas formas espirituales que influyen en nuestra vida. ¿No tenemos ejemplos impresionantes de esta continuidad del Derecho en todos los países?. Desde hace 592 años, a partir de 1382, un miembro de la familia Roth en el cantón de Soleure en Suiza recibe una remuneración de su gobierno y un vestido de honor, porque uno de sus antepasados salvó la ciudad de Soleure, amenazada por el conde de Kiburg. Desde hace 800 años, a partir de 1174, los habitantes del asilo de pobres de Canterbury reciben la reparación que el rey Enrique II de Inglaterra prometió a la muerte de Thomas Becket, es de trece libras, seis chelines y ocho peniques por año, y todavía hoy se paga anualmente. Más antiguo aún, pues data de 881 años, es un privilegio concedido por el rey de los normando Roger de Sicilia, que está todavía en vigor, conforme a este privilegio, la nieve del Etna pertenece desde el año 1093 al obispo de Catania, que recibió las instrucciones para la venta de esta nieve, en otro tiempo tan importante para los sicilianos como un frigorífico de nuestros días. Existen todavía muchos ejemplos parecidos, tam­bién en vuestro país, en España, que ustedes conocen mucho mejor que yo, y que nos prueban la importancia, la perseverancia de la continuidad, de la constancia y de la perpetuidad en la Historia del Derecho. Cada uno de nosotros —notarios, abogados, jueces y profesores— se ha enfrentado durante su activi­dad profesional con tales curiosidades con motivo de dictámenes o de pleitos al relacionarse con cuestiones que conciernen a nuestro antiguomDerecho. Todas las ramas del saber jurídico están afectadas por esta especie de continuidad, tanto el Derecho público como el Derecho privado, las instituciones y la dogmá­tica y hasta lo que se llama el folklore jurídico, la «rechtliche Volkskunde». El

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año pasado, un juez francés, el presidente del Tribunal de Justicia de Melun, M. Melun, ha prohibido que una mujer, que debe prestar juramento, lleve pantalo­nes; debe llevar, como toda la vida, faldas.

Pero este cuadro de una relación totalmente apacible entre el Derecho de nuestro tiempo^y nuestro pasado jurídico sería absolutamente erróneo. No son más quz cuestiones periféricas, «Randgebiete», por las que estamos atados todavía a la historia y al pasado de nuestro Derecho. Pertenecen al mundo de la anécdota, de las curiosidades —así se dice— que nadie toma en serio. Nuestra relación con los tiempos pasados es generalmente muy débil y superficial. Se usan, por ejemplo, términos y nociones del Derecho romano en la moderna ciencia comparativa del Derecho, en el Derecho comparado, se habla de la «actio», de la «iusta causa», de la novación, del error, pero se les atribuye generalmente un sentido distinto del que les atribuían los romanos, los glosado­res y los comentaristas, un sentido nuevo que han tomado en nuestras codifica­ciones y en nuestra jurisprudencia. Y no son más que un pequeño número de especialistas los que se interesan todavía per el pensamiento originario de los romanos. Al mismo tiempo, la importancia de la Historia del Derecho en el marco de la enseñanza universitaria a los jóvenes juristas ha disminuido seria­mente en muchos países. Se ha hablado de «una instrucción similar a la de un curso de idiomas para camareros de hotel», un «Sprach-Unterricht fü r Zahlke- llner». En mi país, en Alemania Occidental, solamente las relaciones del Dere­cho vigente con el Derecho antiguo forman parte, todavía, del examen jurídico de los estudiantes. El conocimiento de la lengua latina no es tampoco obligatorio páralos juristas. Los resultados de este antihistoricismo son manifiestos. Hace solamente unos meses he oído decir a un candidato al Grado de Licenciado en Friburgo que los digestos eran juristas excelentes, a otro, que la más antigua codificación era la de las doce tablas mosaicas,ny, a un tercero, que la Constitu­tio Criminalis Carolina de Carlos V, la Ley sobre el Derecho penal del Sacro Imperio de 1532, es obra de Carlomagno.

Vivimos pues en una época en la que el péndulo desde hace tiempo se ha volcado hacia la discontinuidad. Se encuentran muchas razones para esta evo­lución. La más eficaz es, ciertamente, la racionalización del Derecho. Se le juzga según su practicabilidad, no según su valor histórico, ni según su enraiza- miento en la tradición, ni de acuerdo con su popularidad y su conformidad con el carácter y la tradición nacionales. Esta tradición nacional ha dejado de ser, por otra parte, una fuerza atractiva, lo que el pueblo ha de respetar, lo que debe pensar, lo que debe considerar como bueno y útil le viene enseñado cada día por

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los periódicos, por la radiodifusión, por la televisión. Hoy se puede manipular al pueblo más que nunca. De ahí la razón por la cual reglas de Derecho que han sido respetadas durante siglos, hoy son abolidas de la noche a la mañana y reempla­zadas por otras. Esto no sólo se refiere a cuestiones de menor impprtancia, como las reglas de circulación en las carreteras, sino que afecta también a materias principales, como el Derecho al nombre de la familia, el estatuto de la mujer, el régimen de bienes en el matrimonio o la participación de los hijos ilegítimos en la herencia. Son, por supuesto, ejemplos procedentes de mi propio país, pero creo que existen parecidos fenómenos en todo el mundo.

Estos últimos ejemplos nos demuestran cómo éstos cambios profundos dan a nuestro Derecho un aire de discontinuidad. Ideas como la de la «igualdad de la mujer» o la «mejora de las condiciones del hijo ilegítimo» o la «igualdad de oportunidades» quiebran y tergiversan la tradición. Se habla de la «democrati­zación», de la «cooperación» o de la «participación» con relación a todas las instituciones, sean capaces o no de tal transformación, de una formación de su voluntad según estos nuevos modelos. La universidad llamada «jerárquica» de profesores se convierte así en una asociación de grupos divergentes: los profe­sores ordinarios —catedráticos—, los extraordinarios, los asistentes, los estu­diantes, las secretarias, las mujeres de limpieza... La empresa no se gobierna ya por uno o varios directores sino por un consejo, del que la mitad de los miembros está directa o indirectamente dirigida por los sindicatos. La redacción de un periódico no obedece ya a las indicaciones del redactor-jefe, sino que cada miembro del comité de redacción sostiene su propia opinión, que es posible­mente diferente de la de todos los demás. No son más que tres ejemplos de organizaciones transformadas por las ideas de nuestro tiempo, la universidad, la empresa y la redacción de un periódico. Hubiéramos podido enumerar otros muchos, el teatro, la escuela, incluso, la prisión. La evolución no se limita, por otra parte, a las fronteras de un pueblo, de un estado o de un continente. Lleva consigo cambios jurídicos en muchos países, en el Viejo y en el Nuevo Mundo. Hace desaparecer normas e instituciones, que han sido válidas y han estado en vigor durante siglos enteros, pero que hoy parecen anticuadas y desfasadas. Los investigadores futuros sabrán, sin ninguna duda, encontrar en las leyes de nuestro tiempo las ideas que han inspirado su contenido, para escribir la Histo­ria del Derecho del siglo xx, lo mismo que nosotros conocemos las ideas, que han informado las codificaciones del Siglo de las Luces o las leyes de la Edad Media. Esos historiadores del año 2.000 sabrán descubrir los momentos decisi­vos de nuestro siglo, como por ejemplo, el octubre de 1917 con la revolución de Petrogrado o el mayo del 68 con las revueltas del barrio latino de París. Más o

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menos, es el mismo fenómeno que con el 14 de julio de 1789, con el Congreso de Viena de 1815 o con los acontecimientos de 1848, porque todas estas ideas y concepciones después de su nacimiento y de su evolución sucesiva han ganado el poder parcial o totalmente en un cierto momento histórico. Se han dispersado entre los pueblos y los continentes frecuentemente en una duración considera­ble, pero con una diferencia de fases. En ocasiones han sido rechazadas por otras ideas o se han transformado en cierto sentido. Pero es necesario resaltar el hecho de que esas ideas no respetan las tradiciones nacionales del Derecho, que a menudo las desprecian y que una adaptación de ellas a esas tradiciones es muy rara.

Es pues la Historia de las ideas la que dirige la Historia del Derecho. Esto es una realidad indiscutible. M i t t e i s en la conferencia que acabamos de citar habla de los «estilos del Derecho», que se suceden, y lo que quiere decir es que son las ideas las que forman esos «estilos». Nosotros preferimos utilizar con el paleontólogo de Munich, Edgar D a c q u é (1878-1945), el término «signatura de la época» ( «Zeitsignatur»), Encontramos siempre trazas de estas signaturas de la época en las diferentes instituciones y regulaciones: la evolución de la elec­ción de los papas y de los emperadores, por ejemplo, ha experimentado una evolución paralela durante siglos; la semejanza de los cardenales y de los príncipes electores del Sacro Imperio presenta un paralelismo instructivo. La feudalización, como signatura de la época, después de haber acaparado las tierras y los bosques, se arroga funciones públicas, oficios y administraciones y, en definitiva, todos los derechos provechosos. La regalía no se limita ya a los antiguos derechos del rey, como las minas, la sal, los ríos, los puertos, los molinos, las carreteras y los puentes: se convierte en una especie de organiza­ción y de administración del país por los que han recibido un privilegio, pero bajo el control de aquél que se lo ha conferido. En el siglo x m , las ciudades están organizadas por consejos que las gobiernan. En el x iv , sufren la influencia de las corporaciones gremiales. En el x v i, los «doctores legum», los síndicos, ganan de día en día una influencia preponderante sobre la política de las ciudades, de los príncipes y del emperador. Estas señales de discontinuidad, estas signaturas de la época, son al mismo tiempo elementos de evolución, tal vez de progreso. Nos enfrentamos al mismo fenómeno en el Derecho privado: la constitución comunitaria o jerárquica de las sociedades, la preponderancia de la voluntad o de su declaración, la responsabilidad por falta o por riesgo son manifestaciones de un estilo del Derecho o de una signatura de la época.

Pero parece que esta signatura no ha prevalecido nunca tanto como en nuestro tiempo. Los elementos perseverantes de la continuidad antaño eran más

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fuertes que hoy día. La relación entre «cadena» y «trama» en el tejido de la historia parece estar completamente decidida a favor de esta última. Existen aparte de la racionalización, todavía otras muchas razones como factores de racionalización, todavía otras muchas razones como factores de discontinui­dad: el internacionalismo del Derecho, de la Economía, de la política, del comercio, se ha h,echo más fuerte que nunca, lo que arrastra a la unificación de las leyes y de los usos en muchas materias, la fluctuación y la emigración de las personas, la identidad de la técnica y de los problemas que se plantean en nuestra sociedad industrial en todos los países. ¡Cuántos hombres no han sido desarraigados durante las últimas decenas de años! Sus lazos con el Derecho y con las costumbres de sus antepasados han sido cortados, y, al mismo tiempo, estos inmigrantes se han adaptado a las leyes y a las costumbres de sus nuevos vecinos. Mientras que en otra época la religión del príncipe era decisiva para la confesionalidad del individuo, la propiedad del señor para el sistema de los bienes del matrimonio, el privilegio de una ciudad para su constitución durante siglos, actualmente una gran parte de los hombres lleva y decide su vida en condiciones totalmente diferentes de aquéllas, en las que nacieron y vivieron. ¿Cuántos africanos viven en Francia? ¿Cuántos prusianos y silesianos en las orillas del Rhin? ¿Cuántos italianos en Suiza? ¿Cómo unir a todos esos millares de hombres a tradiciones desconocidas y extrañas para ellos?

Por otra parte nuestro Derecho ha tomado un carácter cosmopolita y.de una vasta extensión. Tenemos no solamente el Derecho del Mercado Común Eu­ropeo, de los tratados internacionales en muchas materias, que unifican el Derecho, sea en el marco de las Naciones Unidas, sea gracias a organizaciones y congresos anteriores, por ejemplo, para las patentes de invención, para los derechos de autor, para algunas partes del Derecho mercantil y para la navega­ción aérea. Tenemos también proyectos para la unificación mundial de la compraventa e incluso ya existe el Derecho del espacio ( «das Weltraum- recht»).

Sin embargo, al lado de esto, distinguimos todavía las grandes familias del Derecho. Conocemos la familia romano-germánica del continente europeo y de los pueblos influidos por él, el sistema anglo-americano del Common-Law y los derechos socialistas del bloque oriental. En estas familias se encuentra todavía o de nuevo una cierta continuidad. La primera, la del continente europeo, pre­senta todavía los rasgos de la tradición romana, germánica, canónica y iusnatu- ralista como hemos observado anteriormente. En los derechos socialistas se encuentran a veces manifestaciones sorprendentes de viejas tradiciones rusas o chinas. «El ideal socialista de una sociedad sin Derecho» —como dice, por

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ejemplo. René D a v id , nuestro eminente colega francés— «es mucho más adaptable a la tradición de la antigua China que a cualquier otra forma de sociedad basada en un orden jurídico». Por último, en la familia anglo-ame­ricana encontramos todavía el antiguo Common-Law, aunque limitado cada vez más por el Statute-Law. Este ejemplo nos muestra claramente como el factor de la continuidad ha sido mucho más fuerte en el siglo x ix que en la actualidad. No se hacían entonces códigos en Inglaterra en el mismo sentido que en otras partes de Europa, y la evolución del Derecho era en primer término tarea de la jurisprudencia y de los tribunales de justicia. Hoy, en el saludable estado moderno del siglo x x , el Common-Law se encuentra en grave crisis, porque —según René D avid— la evolución del Derecho por las sentencias más bien fortuitas de la jurisprudencia no se corresponde con la reciente necesidad de la sociedad de efectuar reformas aceleradas y profundas. Parece pues, que incluso en el mundo del Common-Law, la continuidad está hoy más amenazada que nunca. Debe, por tanto, adaptarse a la formación y a la evolución del Derecho por el legislador y por la ciencia jurídica, tal como nosotros la conocemos en la familia romano-germánica del continente.

Al lado de esta tendencia a la racionalización de la que hemos hablado, junto a la unificación del Derecho y a la formación de grandes familias homogé­neas que sobrepasan los límites de las naciones y de los pueblos de otras épocas, existen todavía otros elementos de discontinuidad, que muy brevemente pode­mos mencionar ahora. La técnica moderna —ya lo hemos señalado— plantea problemas en todo el mundo, que piden en casi todas las partes las mismas soluciones prontas y efectivas. A la vista de estas necesidades, el antiguo dogma del «espíritu del pueblo» («Volksgeist») como fuente del Derecho cae casi en ridículo. Recordemos solamente algunos temas de la legislación de nuestros días: el tráfico por carretera, la energía atómica, la protección de la naturaleza contra la polución. Las leyes, por ejemplo, concernientes a la defensa de la sociedad contra los peligros del acetileno serán casi las mismas en todo el mundo, aunque en un país caigan bajo la competencia del gobierno civil, y en otro bajo la del municipio. La técnica, las necesidades, el fin que se debe lograr prevalecen frente a toda especialidad tradicional y frente a toda herencia histó­rica. Para estos problemas y soluciones legislativas tal vez en el futuro sea posible una nueva continuidad, pero en este momento estamos ante ello sin ninguna carga histórica, en la famosa «clemencia del punto cero» («in der Gnade des Null-Punkts»),

Nuestro balance acerca de la importancia de la continuidad y de la disconti­nuidad en la historia del Derecho llega a su fin. Hemos señalado que esta

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herencia común de nuestro Derecho europeo, existe todavía, pero que forma sólo una parte del Derecho vigente que, por otra parte, ha sufrido una evolución sorprendente y, a veces, aterradora. ¿Es que esto quiere decir que el papel de la continuidad ya ha terminado? ¡No lo creo! La Historia del Derecho nos enseña siempre que hay problemas permanentes en el Derecho, cuestiones referentes a las relaciones humanas en el Estado y en la comunidad, en la vida social y entre los individuos, en la familia, en una empresa—cuestiones, paralas que se ofrece un número bastante restringido de soluciones—. No se puede regular el arren­damiento, el préstamo, la sociedad, ni tampoco el matrimonio o las relaciones legales entre padres e hijos según una multiplicidad de soluciones ilimitada. Es preciso atender siempre a ciertos datos, a ciertas estructuras prescritas por la lógica, por la esencia y por la naturaleza de las cosas, «Sachlogische Struktu- ren» —por citar a Hans W e l z e l , el filósofo del Derecho de Bon, de sobra conocido en vuestro país— y a ciertos intereses inmanentes. El recurso a los modelos y a las soluciones anteriores será siempre inevitable. Y aquí encontra­mos, por tanto, una aplicación bastante rica para el elemento de continuidad en nuestro Derecho. En este momento debemos limitarnos a recordarles a ustedes algunos ejemplos de la resurrección de instituciones antiguas de nuestro Dere­cho, casi olvidadas en Alemania: la indivisibilidad de las explotaciones agrícolas en la herencia campesina, el «Anerbenrecht» o «Hóferecht», el derecho de superficie por noventa y nueve años, que da un poder casi idéntico a la propie­dad, que nosotros llamamos «Erbbaurecht», la propiedad por pisos, llamada «Stockwerks-Eigentum», que es también una antigua institución del Derecho germánico, que fue abolida por el Pandectismo, según el aforismo romano «superficies cedit soli». Pensemos también en la comunidad, en la unión coope­rativa, en la «Genossenschaft», noción fundamental del antiguo Derecho ger­mánico que fue reanimada y casi descubierta por Otto v o n G i e r k e y que ha reportado un gran servicio en nuestra época, tanto en el Este como en el Oeste. Otro ejemplo de esta continuidad renovada, es -la Economía dirigida de las ciudades de la Edad Media, concebida para hacer frente a la autarquía econó­mica y a una subsistencia suficiente de los ciudadanos, la que conocemos bastante bien pues se parece a la Planificación y a la Economía planificada de nuestros días.

En esta «dialéctica entre perpetuidad y cambio» — por citar otra vez a M itteis— es preciso pues encontrar esos m odelos y precursores, que prom e­ten, de un lado, la mejor solución de nuestros problemas actuales y que se adaptan mejor, por otra parte, a nuestra tradición nacional. Son ellos los que tienen más probabilidades de éxito en la realidad y en la práctica; son los que

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mejor acogerá el pueblo y los que le causarán menos problemas. Existen ejemplos de tales revivificaciones en muchos países, parecidos a los que hemos citado de Alemania: la «Hófeordnung», el «Erbbaurecht» el «Stockwerks- Eigentum», la «Genossenschaft». Pensemos en la continuidad del «mir» del antiguo derecho ruso que existe todavía hoy en el sistema de los «Kolchoses» Pensemos en el Derecho de familia israelí, imbuido de tradiciones religiosas. Pensemos en las tendencias islámicas de Turquía, que piden de alguna manera una política retrógrada contra las reformas de Atatürk, tal vez demasiado progresistas para un pueblo con una tradición totalmente diferente de la nuestra.

Me parece, pues, que el papel de la continuidad en la Historia del Derecho no se ha agotado. La discontinuidad no debe gobernar la legislación de nuestro tiempo. El historiador del Derecho tiene una función y un deber bastante importante y lleno de responsabilidades. No debe limitarse solamente a enseñar el antiguo Derecho a las nuevas generaciones. Debe transmitir a los jóvenes los valores intrínsecos de nuestra tradición jurídica. Cierto, desde luego, que debe sondear las instituciones y los hechos sociales de los tiempos antiguos con mucho discernimiento y con aguda crítica. Pero debe descubrir también los valores eternos, realizados a menudo no sin defecto, y, sin embargo, respeta­bles. Terminemos con unas palabras de G o e t h e que nos parecen simbólicas para nuestra situación presente: «Es preciso conservar lo viejo con fidelidad, pero también es necesario recoger lo nuevo con benevolencia» («Altestes be- wahrt mit Treue, freundlich aufgefasst das Neue».