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5 La actualidad en debate: interpretaciones sobre el “modelo” agroexportador en función de las polémicas sobre el presente Pablo Volkind (CIEA-FCE-UBA) Introducción En las últimas décadas, motivadas por el estallido social del 2001 y los festejos por el bicentenario, recobraron protagonismo las disputas ideológicas y políticas en torno a nuestra historia. En medio de la pro- liferación de escritos e investigaciones sobre los sucesos acaecidos hace 200 años, sus alcances y limitaciones y la situación política del presente, algunos conspicuos historiadores –cuyas interpretaciones predominan en el ámbito “académico”- optaron por restar relevancia a los sucesos de 1810 (asociados con la revolución, la independencia, las propuestas de trans- formación social) y tomaron como punto de referencia y comparación para nuestro presente a los “logros” económicos y sociales que se alcan- zaron hacia el centenario de la patria, aquel momento fundacional de la Argentina moderna. De este modo, propusieron que el espejo con el que debía contrastarse la actualidad no eran los alcances y limitaciones que había tenido el proceso revolucionario de Mayo sino el desarrollo que se produjo durante la etapa agroexportadora, momento en que el país habría estado a la altura –inclusive superado en algunos aspectos- de Australia o Canadá al tiempo que se alejaba de las condiciones que predominaban en sus vecinos latinoamericanos. Así, Luis Alberto Romero afirma que: “En su Oda a los ganados y a las mieses, escrita en 1910, Leopoldo Lugo- nes celebró la prosperidad argentina y la asoció con el gran crecimiento agropecuario. Su visión optimista sobre el pasado y el futuro argentino fue compartida por otros intelectuales y literatos, como Rubén Darío, y por notorios visitantes extranjeros, invitados a los magníficos festejos del Centenario de la revolución de Mayo. Les habría sorprendido saber que, cien años después, en la Argentina no se celebraría la prosperidad sino que se lamentaría la miseria y la decadencia. Que en lugar de certezas, solo habría dudas. Más aún, que las esperanzas de recuperar el impulso y el crecimiento seguirían estando puestas, como en 1910, en los frutos de

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La actualidad en debate: interpretaciones sobre el “modelo” agroexportador en función de las

polémicas sobre el presente

Pablo Volkind (CIEA-FCE-UBA)

IntroducciónEn las últimas décadas, motivadas por el estallido social del 2001

y los festejos por el bicentenario, recobraron protagonismo las disputas ideológicas y políticas en torno a nuestra historia. En medio de la pro-liferación de escritos e investigaciones sobre los sucesos acaecidos hace 200 años, sus alcances y limitaciones y la situación política del presente, algunos conspicuos historiadores –cuyas interpretaciones predominan en el ámbito “académico”- optaron por restar relevancia a los sucesos de 1810 (asociados con la revolución, la independencia, las propuestas de trans-formación social) y tomaron como punto de referencia y comparación para nuestro presente a los “logros” económicos y sociales que se alcan-zaron hacia el centenario de la patria, aquel momento fundacional de la Argentina moderna. De este modo, propusieron que el espejo con el que debía contrastarse la actualidad no eran los alcances y limitaciones que había tenido el proceso revolucionario de Mayo sino el desarrollo que se produjo durante la etapa agroexportadora, momento en que el país habría estado a la altura –inclusive superado en algunos aspectos- de Australia o Canadá al tiempo que se alejaba de las condiciones que predominaban en sus vecinos latinoamericanos. Así, Luis Alberto Romero afirma que: “En su Oda a los ganados y a las mieses, escrita en 1910, Leopoldo Lugo-nes celebró la prosperidad argentina y la asoció con el gran crecimiento agropecuario. Su visión optimista sobre el pasado y el futuro argentino fue compartida por otros intelectuales y literatos, como Rubén Darío, y por notorios visitantes extranjeros, invitados a los magníficos festejos del Centenario de la revolución de Mayo. Les habría sorprendido saber que, cien años después, en la Argentina no se celebraría la prosperidad sino que se lamentaría la miseria y la decadencia. Que en lugar de certezas, solo habría dudas. Más aún, que las esperanzas de recuperar el impulso y el crecimiento seguirían estando puestas, como en 1910, en los frutos de

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la producción agropecuaria” (Romero, 2010).1 Más allá de sus juicios sobre el presente –que podemos o no compartir- Romero hace suyas las palabras de Lugones y parece añorar esos “años dorados de prosperidad”. En un tono similar, Eduardo Míguez jerarquiza la labor de la generación del `80 y destaca que “las campañas de Alsina y Roca, y sus continuaciones en Patagonia y el Chaco, pusieron a disposición de la sociedad de origen eu-ropeo enormes territorios, e incrementaron la seguridad de la propiedad y la vida en otros aledaños” (Míguez, 1997, p.101).

Esta perspectiva interpretativa, tendió a magnificar las virtudes de la expansión agroexportadora y de las clases dirigentes del período, a las cuales asoció con un hasta entonces poco reconocido –salvo por la his-toriografía más oficial de signo liberal- “potencial modernizante”. Cabe remarcar que dentro de las líneas de investigación orientadas por la teo-ría neoclásica se enfatizó la puesta en explotación de la tierra –especial-mente luego de la conquista del “desierto”- en base al fluir de los factores de producción, delineándose un proceso sostenido de modernización eco-nómica, donde las diversas capas de empresarios se movían plenamente guiados por la racionalidad capitalista, la que parecía manifestarse sin contrapesos ni limitaciones (Cortés Conde, 2005, p.24 y Díaz Alejandro, 1975). Según esta perspectiva, Argentina habría sido ampliamente be-neficiada (durante el boom agroexportador) por la fuerte competencia entre los países industriales que se disputaban la participación en su próspero mercado (Ras, 1977). Tal como lo señaló Míguez en un balance posterior, esta visión –a la que denomina “optimista”- vino a contra-ponerse a la “pesimista”, que a su juiciojerarquizaba los determinantes socio-políticos que habrían impedido un “progreso racional” durante la etapa de la “gran expansión” agropecuaria. Dentro de esta perspectiva, indisociable del sesgo liberal original, las relaciones sociales –incluidas aquellas articuladas alrededor del latifundio y la gran propiedad- pasa-ban a considerarse elementos “institucionales” escindidos de la esfera económica (Cortés Conde, 1992). Según Míguez, el denominador común de este “revisionismo” (como caratula a la visión revalorizadora del modelo agroexportador) fue “intentar pensar las prácticas y los procesos econó-micos de la gran expansión como una adaptación relativamente exitosa de la economía agraria a las condiciones del mercado internacional. Ésta fue analizada mediante la aplicación de algunas nociones básicas de la teoría económica clásica: la búsqueda de maximización de beneficios por parte de los actores económicos, la peculiar estructura de costos de factor

1 Romero, Luis Alberto. “El espejo lejano del primer centenario”. Revista Ñ, 25/4/2010; Romero, Luis Alberto. “La Argentina en sus centenarios”. El Día, 25/5/2010.

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en una frontera agraria y el intento de comprender la economía teniendo en cuenta la relación entre variables…” (Míguez, 2006, p.212).

Esta concepción entroncó con las interpretaciones que venían to-mando fuerza desde fines de la década de 1970 en nuestro país. Sus prin-cipales exponentes planteaban que el régimen de arrendamiento bajo el cual se desarrolló la agricultura pampeana benefició tanto a chacareros como a ganaderos, dado que permitía una gran flexibilidad en las labores y “posibilitó una respuesta rápida de los productores a los cambiantes precios” internacionales (Cortés Conde, 1979, p.122). Según esta visión, existían amplias posibilidades para progresar económicamente, dado que se disponía de acceso relativamente fácil al crédito (otorgado tanto por el almacenero de ramos generales como por los circuitos bancarios) y se había consolidado un dinámico mercado de tierras y del “factor” trabajo que se veía beneficiado por la tendencia económica a la plena ocupación, lo que a su vez se reflejaba en los elevados salarios que percibían entre fines del siglo XIX e inicios del XX.

Estas concepciones apologéticas de aquel pasado se complementa-ron con investigaciones que analizaron diversas ramas productivas desde la misma perspectiva teórica e ideológica. De este modo, comenzaron a proliferar -en lo que se refiere al desarrollo industrial y la producción lo-cal de implementos agrícolas-, los trabajos que enfatizaban la existencia de un acelerado crecimiento industrial entre 1880 y 1914 (Gallo, 2013). Si bien advierten cierto déficit en la estructura fabril (textiles, metalúrgi-cas), las explicaciones señalaban que no estuvo generado por la política librecambista impulsada desde el gobierno sino, a lo sumo, por una falta de previsión. Según estas posiciones, habría existido una amplia varie-dad de aranceles aduaneros que recargaban los costos de las importacio-nes y que permitieron el despliegue de un heterogéneo abanico de ramas industriales vinculadas fundamentalmente al desarrollo agropecuario, pero también de otras actividades como la construcción. Por esta razón, los desarrollos agropecuario e industrial no habrían sido contradictorios sino, por el contrario, complementarios, dado que uno estimulaba directa e indirectamente al otro (Gallo y Cortés Conde, 1986, p.32).

Sin embargo, fueron muchas las voces que se alzaron en plena expansión agrícola, alertando o denunciando las condiciones en las que se desenvolvía dicho proceso y las consecuencias que iba generando en el plano económico y social. Estos testimonios llamaron la atención des-de muy temprano sobre las dificultades y problemas que incubaba dicho desarrollo: la existencia de grandes latifundios (apropiación de la tierra previo a su puesta en explotación), el carácter nómade de los arrendata-

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rios, el escaso desarrollo industrial, el peso y las condiciones impuestas por las compañías ferrocarrileras, las comercializadoras y las exporta-doras en manos del capital extranjero, la falta de crédito a tasas accesi-bles y en definitiva, la dependencia de nuestra economía estructurada alrededor de las necesidades de los sectores dominantes locales y de las potencias extranjeras. Estos protagonistas hicieron correr su pluma antes de que se desatara la crisis económica mundial de 1929 y se sintieran sus contundentes y perdurables efectos sobre nuestro territorio, de mane-ra que resultan testimonios premonitorios de aquello que emergería con fuerza hacia 1930.2

Durante mucho tiempo, estos escritos fueron parte de los insumos que utilizaron diversos investigadores para dar cuenta de las caracte-rísticas que había asumido el desarrollo agropecuario durante la etapa agroexportadora. Sin embargo, a partir del violento corte que significó la última dictadura militar y sus consecuencias en todos los planos, la corriente historiográfica predominante secundarizó estas posiciones más críticas y se propuso presentar un pasado más armónico y próspero.3

En este artículo nos proponemos reponer y jerarquizar –a través de un número acotado de casos que sin embargo resultan heterogéneos y sig-nificativos- aquellos testimonios que señalaron la existencia de una serie de problemas, conflictos y contradicciones desplegadas en torno a la ex-pansión agrícola de fines del siglo XIX e inicios del XX puntualizando en ciertas temáticas: el patrón de distribución de la tierra, las condiciones de vida y trabajo de los obreros rurales, la producción y disponibilidad de maquinaria agrícola y la incidencia de las empresas de transporte y comercialización de granos controladas por el capital extranjero.

2 No se desconoce que existen un conjunto de interpretaciones elaboradas entre finales del XIX y principios del XX de signo contrario a las aquí expuestas. En este trabajo no han sido desarrolladas debido a que no se persigue el objetivo de contraponerlas sino el de volver a poner sobre el tapete una serie de problemáticas.

3 Al respecto Romero escribió que “paradójicamente, los años del Proceso aclararon las cosas. Los militares arrasaron con vidas, con lugares institucionales y hasta con preocu-paciones sociales por la dimensión histórica del presente. Los libros revisionistas desapa-recieron de las librerías, y su lugar fue ocupado por versiones triviales o pintorescas de la historia. Pero los efectos fueron mucho más complejos. Muchos historiadores marcharon al exilio, y muchos de ellos completaron su formación profesional, escribieron sus tesis, que serían los buenos libros publicados en la década siguiente, se profesionalizaron y se familiarizaron con las prácticas del mundo académico internacional”(Romero, 1996, pp. 93-94).

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Los problemas asociados al patrón de distribución de la propiedad territorial

Desde los propios inicios de la gran expansión agrícola ya se cons-tataba, por ejemplo, en el informe oficial de 1898 elaborado por el in-geniero Francisco Seguí, quelas enormes concentraciones de tierras en pocas manos constituían un problema para el desarrollo de la producción agrícola en la Provincia de Buenos Aires (Seguí, 1898, pp. 6-9). Para el mismo momento (1895-1896), Germán Avé Lallemant -uno de los pre-cursores del pensamiento marxista en nuestro país- daba cuenta de los cambios operados en nuestro país en lo que se refiere a las posibilida-des de acceso a la tierra. Planteaba que entrada la década de 1890 ya no eraposible transitar el recorrido deseado portantos inmigrantes: de obrero a arrendatario y luego acumular hasta acceder a la parcela propia. Lallemant consideraba que el acelerado aumento del precio de la tierra y de las máquinas hacía imposible, ya para ese momento, la posibilidad de reproducir el ejemplo de las prósperas colonias fundadas, esencialmente, en Santa Fe (Lallemant, 1974, pp. 143-145).

Compartiendo esta opinión, el ingeniero agrícola Ricardo Huergo afirmaba hacia 1904 que la causa de todos los males de la agricultura radicaba en el carácter nómade de los arrendatarios y medieros, de los cuales la mayoría eran inmigrantes italianos. La dificultad que existía para poder arraigarse en una parcela de tierra redundaba en el perma-nente desplazamiento de una zona a otra y esto traía como consecuencia, la no rotación de cultivos, el poco cuidado y esmero en las labores cultu-rales, el trabajo superficial sobre la tierra, la precariedad de la vida y la vivienda, generando en el productor un “espíritu especulativo”, que lejos de permitirle concentrarse en la forma en la que mejorar los cultivos, lo llevaba a buscar el máximo aprovechamiento del terreno con el menor tiempo y costo posible. Es por eso que en su informe consideraba que “la intervención del Estado, para operar un cambio más o menos inmediato es absolutamente necesaria, sea por la expropiación directa y la enajenación a los agricultores en fracciones conforme a las necesidades de éstos […] o por otros medios indirectos [para] provocar la subdivisión de la propiedad rural, combatiendo el latifundio, una de las mayores trabas con que debe luchar la inmigración europea” (Huergo, 1904, p.92). En ese mismo año, Juan Bialet Massé, en su informe encargado por el Poder Ejecutivo Nacio-nal manifestaba sus preocupaciones frente a lo que observaba y sugería ciertos cambios: “aquí lo que hace falta son colonos agrícolas, y estos mismos requieren ya que se cambie un poco de sistema, porque está muy

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estrujado y le es difícil adquirir la tierra y aún arrendarla” (Bialet Massé, 1985, p.265).

Un tono similar se trasluce en las afirmaciones de Godofredo Dai-reaux, quien en 1901 argumentaba que en la Argentina la producción de una abundante cantidad de cereales no redundaba en el enriquecimiento de los agricultores, sino que -por el contrario- eran los sectores propie-tarios y dirigentes los que se apropiaban de esa riqueza, condenando a los productores directos a la pobreza: “La agricultura, hasta hoy, en la Argentina, no hace más que enriquecer a sus parásitos” (Daireaux, 1908, p.223).

Estos juicios críticos tuvieron mayor eco luego del “Grito de Alcor-ta”. En ese contexto, el mismísimo Director del Departamento Nacional de Trabajo, Julio B. Lezama, concluía en un informe elaborado en 1912 que “hoy como ayer, el latifundio no es un ideal ni una forma eficaz de progreso para un pueblo, sino un inconveniente y una causa de su atraso y de empobrecimiento general” (Gori, 1958, p.106). También los dirigen-tes del Partido Socialista, Juan B Justo y Nicolás Repetto, denunciaban –hacia fines de la década de 1910- que la contracara del latifundio era la existencia de un sinnúmero de pequeños arrendatarios sometidos a una vida llena de sacrificios y muy pocas satisfacciones, atados a expoliantes contratos de arrendamiento verbales y anuales que les impedían arraigar-se y mejorar las técnicas de cultivo (Repetto, 1959, p.173). Esto también se manifestaba a través de que “les faltan instalaciones para guardar el grano, que se pudre a la intemperie, en las pilas de bolsas, como se deteriora y gasta el inventario de máquinas y enseres de la chacra, ex-puesto a la intemperie el año entero. Las lonas suplen mal los techos que faltan, y, por su costo, están fuera del alcance de la generalidad de los arrendatarios, que para sus mismas familias apenas tienen techo” (Jus-to, s/f, pp.107-108). Estas opiniones fueron compartidas posteriormente por Pierre Denis (geógrafo francés que visitó Argentina) y Hugo Miatello (ingeniero agrícola y funcionario del Ministerio de Agricultura), quienes consideraban que esta situación constituía un círculo vicioso donde la puesta en producción de la tierra por parte de los arrendatarios y el cre-cimiento de la agricultura generaba la valorización del suelo los compor-tamientos especulativos que redundaban en una progresiva brecha entre el creciente fruto generado por los arrendatarios y su posibilidad de pro-pietarizarse (Denis, 1987 y Miatello, 1904). Inclusive, el propio Alejandro Bunge, aunque planteaba que el latifundio había cumplido una misión progresiva y necesaria de 1890 a 1914, generando las condiciones para la expansión y enorme crecimiento agrícola de nuestro territorio, afirmaba,

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sin embargo, que pasada esa etapa se debíasubdividir lo que denomina-ba el latifundio social, con el fin de poder repoblar el campo, superar el estancamiento de la superficie sembrada y aumentar los rendimientos por hectárea. En este sentido Bunge no dejaba de interrogarse: “¿Cree alguien, sinceramente, que todo está en orden y que no haya motivo para amargas insatisfacciones? Piénsese […] en los agricultores seminó-madas que viven en ranchos miserables sin una huerta, sin un árbol, sin oportunidad espiritual alguna…” (Bunge, 1984, p.20 y 169). No respon-sabilizaba sólo al Estado Nacional por esta situación sino que también los particulares debían, en función de sus posibilidades, dividir y entregar la tierra a los inmigrantes agricultores con las facilidades necesarias para que éstos pudieran producir en buenas condiciones (Bunge, 1920, pp.159-160). La duración de los contratos de la mayoría de los arrendatarios, la vivienda precaria (modesta pero mucho menos insalubre que la del obrero urbano), la falta de crédito accesible y la imposición de bajos precios de compra para su producción, eran todos elementos que perjudicaban el desarrollo nacional. Afirmaba que “los colonos y arrendatarios de la agri-cultura (67% de los que cultivan la tierra) no son otra cosa que obreros, cuyo salario es apenas el indispensable para subvenir a sus necesidades primordiales, dentro de una forma de vida realmente miserable, con un mínimo de “confort” para un país civilizado; “confort” inferior al del obrero urbano, con la sola compensación del aire y la luz, y de cierta ma-yor independencia moral” (Bunge, 1917, pp.71-72).

Preocupado por impulsar mecanismos que garantizaran una ma-yor paz social en la agitada década de 1910, Juan Álvarez afirmaba que “mantenemos innecesariamente dos causas susceptibles de producir des-orden: a) el latifundio que por ahora abarata la producción, pero no es fórmula de democracia; b) el derecho que la ley acuerda a los propietarios de explotar sus campos con entera abstracción de las necesidades de la colectividad, esto es, de resolver si por ser más productiva la ganadería vivirán sobre la tierra vacas, o si por resultar conveniente el precio de los cereales admitirán la instalación de labradores en ella. El desarrollo de la agricultura en los últimos tiempos ha acumulado en nuestras campañas millares de familias de arrendatarios que antes no tenían como vivir ahí, y volverán a quedarse sin ocupación el día que por cualquier causa los grandes propietarios decidan producir ganados en lugar de cereales. Siguiendo a lo largo de nuestra historia la influencia de los precios mun-diales sobre el desarrollo agrícola, parece prudente considerar inestable el actual sistema, mientras la propiedad no se halle en manos de quienes trabajan y viven en los campos” (Álvarez, 1972, pp.78-79). Esto requería

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con urgencia, la distribución más equitativa de las ganancias generadas por las producciones agropecuarias, facilitar el acceso a la propiedad te-rritorial para los productores y fomentar el poblamiento rural efectivo y permanente, evitando la extrema concentración en la Ciudad de Buenos Aires. También Miguel Ángel Cárcano sintetizaba críticamente la realidad agropecuaria hacia fines de la década de 1910: “la tierra está en manos de grandes propietarios formando los latifundios, los arrendamientos o braceros, son los trabajadores; el crédito comercial constituye la acción de los capitalistas” (Cárcano, 1918, pp.517-518). En la Argentina se hacía ne-cesario tomar medidas urgentes que permitiesen implantar las reformas –con las particularidades correspondientes- que ya habían sido llevadas adelante en otros países como Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Ita-lia, transformando la legalidad agraria de manera de poder superar el atraso y las deficiencias que presentaba, consecuencias de aquel reparto imprevisor. En general, había primado la ausencia de todo plan y concep-to de lo que se iba hacer y de cómo se aprovecharía la tierra que se dis-tribuía (Cárcano, 1972, p.386). Esto había desestimulado el poblamiento del campo a través de planes carentes de conocimiento real del terreno a repartir, de un difícil acceso al crédito (manejado por intermediarios) y de una falta de apoyo global del Estado para que esos nuevos emprendi-mientos pudieran llegar a buen puerto.

En este mismo sentido, Emilio Coni –ingeniero agrónomo y profesor de la Universidad de La Plata, enfatizaba en 1926 las enormes penurias que sufrían los agricultores, obligados a movilizarse permanentemente, a tener viviendas precarias y a no poder mejorar sus cultivos (Coni, 1926). Estas circunstancias redundaban en la imposibilidad de acumular una cantidad suficiente de capital que permitiera acceder a la tierra, lo que sumado al aumento del precio de la misma habría generado un cambio en las condiciones y perspectivas de estos arrendatarios, dado que “las pingues ganancias que obtenían los colonos en los primeros veinte años, se ven reducidas hoy apenas a cubrir sus gastos en los años regulares y a guardar muy poco en los buenos o excelentes” (Bialet Massé, 1985, p.138).

Se desprenden de estos testimonios las crecientes dificultades que tuvieron los obreros rurales y los pequeños y medianos chacareros para acceder a una parcela de tierra. Esta situación habría generado, a su vez, condiciones de vida y trabajo más precarias.

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Las condiciones de vida y trabajo de los obreros ruralesJunto al trabajo realizado por la mano de obra familiar en cada

una de las explotaciones agrícolas, este período estuvo caracterizado por la expansión y predominio de las relaciones salariales en el campo en combinación y contradicción con la proliferación de diversos estratos de chacareros, terratenientes y contratistas propietarios de las maquinarias más costosas, que fueron configurando en el ámbito rural pampeano una nueva estructura de clases.

Los obreros rurales eran contratados mayoritariamente a la hora de cosecha y se los obligaba a trabajar bajo condiciones que permitían extraerle un mayor volumen de plusvalía. Tanto el corte y trilla, la reali-zación de las parvas, el acarreo y la estiba implicaban grandes esfuerzos y riesgos que se prolongaban en extensas jornadas que transcurrían de estrella a estrella. Al respecto Bialet Massé afirmaba que “Todos los tra-bajos son duros, tanto por las altas temperaturas en que se operancuanto por lo excesivo de la jornada, aunque se dice que se hacen de sol a sol, es falso, porque aprovechan la luna, al alba, o después de puesto el sol, para alargar la jornada” (Bialet-Massé, 1985, p.97). A esto se sumaba el polvo permanente que respiraban, la deficiente comida que les brindaban, y la exposición a un ritmo feroz y a un gran peligro físico que llevaba a que el trabajo en dichas máquinas fuese considerado el “más brutal” (Pisano, 1907, p.7).Al respecto, y sin perjuicio del sesgo de la fuente citada, algu-nas imágenes resultan sumamente sugestivas: “He visto en días calurosos –y en verano lo son casi todos- caerse los hombres boca abajo, echando sangre por la boca, y temblando, decir con voz desfallecida: -¡Patrón no puedo más, estoy enfermo! Y no para allí. Si a aquel hombre se le diera un refresco cualquiera, un vaso de agua con vinagre o caña sería más perdonable, más ¡ay! No es así. Cuando a los jefes de la máquina les queda un átomo de instinto humano –lo que difícilmente se ve- le permiten a ese desgraciado que se muera o se cure debajo de la casilla, sin tomarse la molestia de darle un vaso de pseudo agua o mejor dicho de lodo que es lo que se toma en las máquinas; sino, al contrario, se le echa de la máquina por inútil y haragán”.4 A este panorama, Lallemant le agregaba otra de las penurias que solía sufrir el asalariado y que reiteradamente formaba parte de sus reivindicaciones, la calidad y tipo de alimentos y el alojamiento: “trabaja bajo un sol abrasador, ingiere un agua salobre fuertemente mezclada con aguardiente y se producen casos frecuentes de insolación” (Lallemant, 1974, pp.159-161)

4 La Protesta, 24/10/1903.

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Con un tono similar Antonio Buira –militante del Partido Socia-lista- afirmaba que “tan pronto como rompía el alba comenzaba la fae-na, después de 5 horas les daban mate cocido hecho con yerba ardida y amarga como la hiel. Parecía agua de malvas, más bien que mate. Y sin tiempo para fumar un cigarrillo volvían al rastrojo hasta las doce, hora en que iban a almorzar. El almuerzo se componía de zoquetes de carne con “queresas” y a veces hasta gusanos, malamente hervida y sin espumar, para que el caldo no tuviera desperdicios. Tal puchero era devorado en un cuarto de hora, porque no había más tiempo para eso a que se llamaba almuerzo. Por la tarde nueva ración del famoso mate de la mañana; y dos horas después de haber entrado el sol en ocaso recién sonaba el instante de abandonar la bárbara faena, con el cuerpo destroncado de cansancio. Algunos, muertos de hambre, esperaban que la comida estuviera; otros se hacían la cama a la intemperie tendiendo sus pilchas bajo el techo… del firmamento. La comida de la noche era la misma que la de la mañana… empeorada: mayor suma de querenzas y gusanos. La inmundicia es mucho más apetitosa que semejantes comidas. Los chanchos que se engordan con ellas son más felices que los obreros que hacen las cosechas”.5

En relación al alojamiento, los relatos de Godofredo Daireaux coin-cidían con los de Buira: “en todos los [establecimientos] encontrarán galpones, algunas veces magníficos, para alojar padrillos o vacas finas, y en ninguno, casi, una casa higiénicamente distribuida para alojar a los peones” (Daireaux, 1908, p.329). Refiriéndose al mismo tema, José Tardit-ti señalaba que las condiciones de vida de los trabajadores del campo con-tinuaban siendo muy malas. “Interminables jornadas, reducidos salarios y pésimos alojamientos, he aquí sintetizada la condición en que viven los campesinos. La índole de la tarea que realizan los obliga a albergarse en casa del patrón. Pero ni aún el personal estable y permanente cuenta con alojamiento más o menos decente. No cuesta mucho pensar que los ocu-pados extraordinariamente no tienen ni un mísero y destartalado rancho para cobijarse” (Tarditti, 1926, p.384)

En el caso de los “juntadores” de maíz las viviendas eran, en gene-ral, más deplorables aún. Pasaban en la misma chacra de 2 a 3 meses en los que se alojaban –muchas veces junto a toda su familia- en una especie de chozas construidas con palos unidos con alambres y cubiertas con la chala del maíz. En el mejor de los casos podían techarlas con unas chapas de zinc, pero no lo era lo más corriente dado que en general llegaban a las chacras con lo mínimo indispensable como para desarrollar sus labores. La chala, a su vez, también era utilizada a modo de colchón, dado que no

5 La Vanguardia, 13/02/1904.

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existía ninguna protección contra la humedad o el frío que podía arreciar en los meses finales de la tarea (Miatello, 1915).

Los salarios que percibían estos trabajadores presentaban una gran variabilidad que dependía no sólo de las tareas para las que eran contra-tados sino también de las zonas y el tipo de cultivo. Estas diferencias en las remuneraciones se originaban –entre otros factores- en la densidad de población en el área, la cercanía a importantes centros urbanos, el tamaño de las explotaciones (y por lo tanto el requerimiento de peones especialmente para la cosecha), la importancia de la producción cerealera en ese partido. Para la mayoría de los trabajadores, el monto de las remu-neraciones no resultaba elevado en función de las tareas requeridas y la duración de las jornadas. En este sentido, el Director de la Oficina de In-migración Alsina afirmaba que muchos propietarios tenían un “proceder incorrecto e inhumano para con los trabajadores, a quienes pagan salarios reducidos y obligan a trabajar más horas que de sol a sol, dándoles una alimentación mala e insuficiente”.6 Además, el dinero efectivo recibido en mano por los trabajadores al finalizar la cosecha estaba mediado y condi-cionado por los diversos procedimientos puestos en práctica por los due-ños de trilladoras y almaceneros de ramos generales. Los peones “deben proveerse de lo que necesitan en el negocio instalado en el mismo lugar de trabajo, con lo que el patrón recupera buena parte de lo que pagó en salarios. Es indudable que allí se les hace víctimas de una vulgar estafa, cobrándoseles diez lo que vale uno” (Tarditti, 1926, p.387).

Disponibilidad y procedencia de la maquinaria agrícolaEn relación a esta problemática, hay coincidencia en la mayoría de

las fuentesdel período sobre la existencia de un parque de maquinaria moderno que permitió poner en producción las extensas y relativamente poco pobladas superficies agrícolas pampeanas. Sin embargo, las dificul-tades para fabricar esos implementos en el país, la desigual distribución de dichos medios de producción entre los diversos estratos de productores y los perjuicios que generaba la necesidad de importarlos fue un tópico reiterado entre los testigos calificados de aquel período. Al respecto tam-bién resulta ilustrativo el relato de un conspicuo miembro de la oligarquía argentina de la época -Estanislao Zeballos-, quien luego de su visita a Norteamérica realizada a fines del siglo XIX, brindaba un expresivo tes-

6 La Prensa, 6/9/1904, p. 8

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timonio: “he ahí principalmente la grande ventaja del agricultor de los Estados Unidos del Norte sobre el de cualquiera otra parte del Mundo. Su maquinaria es ingeniosa, sencilla, dividida indefinidamente, como las necesidades grandes y pequeñas, que atiende y mejora cada año. No es ciertamente tan sólida como la inglesa, la francesa o la de Suecia y No-ruega; pero es más barata. Las reparaciones lo son igualmente, porque las fábricas están situadas entre las chacras mismas, brindándoles compos-turas y repuesto. El instrumento y la maquinaria barata ahorran, tiempo y gastos, y aumentan las entradas, pues las cosechas rinden más a medida que los medios mecánicos se perfeccionan. La República Argentina está obligada a importar esos elementos fundamentales de trabajo, pagándo-los a oro sellado con una moneda depreciada, que impone sacrificios. La acción de los agricultores está así restringida, porque no pueden usar, ni la cantidad ni las mejores calidades cada año invertidas en instrumentos y máquinas. Ellos pagan por una sola de estas, lo que cuesta al pequeño chacarero norteamericano el juego de las que necesita para su cosecha” (Zeballos, 1896, p.605).

Diagnósticos y juicios parecidos habían sido esgrimidos por Lalle-mant. Este fino y agudo observador constataba la existencia de un parque de maquinaria agrícola moderno en el país, aunque sin dejar de enfatizar la imposibilidad que tenían los colonos y la mayoría de los productores arrendatarios –esencialmente familiares- de acceder a las mismas, pro-ducto de sus altos costos. Estas herramientas quedaban circunscriptas a las “estancias gigantes” (grandes latifundios), que sí podían adquirirlos, modernizando su producción y generando una importante brecha con las pequeñas explotaciones (Lallemant, 1974:147-148). En estas parcelas, la ausencia de dicha maquinaria se reemplazaba mediante una extenuante “autoexplotación” a la que se sometían los colonos y sus familias, princi-palmente italianos que vivían y trabajaban en condiciones infrahumanas y cuya única meta era llegar a poseer una parcela de tierra (Lallemant, 1974, pp.280-282). En esta misma línea argumental podrían ubicarse las opiniones de Godofredo Daireax, quien planteaba que los exorbitantes impuestos y costos a los que estaba expuesto el agricultor le impedían acumular una pequeña cantidad de dinero que le permitiese acceder a la maquinaria agrícola más cara, quedando a merced de las arbitrariedades de los empresarios de trilladoras. A esto se sumaban los problemas aca-rreados por la necesidad de importar la maquinaria que, esencialmente, no se producía en el país: “Desgraciadamente, en estos países de poca industrialización todavía, el agricultor se tiene que contentar con lo que le mandan de allende los mares y, bueno o malo, si no hay más, se debe

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conformar. Sucede que, muchas veces, la máquina mejor poco se venderá y que la más buscada será la de inferior, para lo cual habrán multiplicado los avisos bombásticos. Hemos visto máquinas que después de haber dado a sus fabricantes una fortuna merecida, se han vuelto inservibles por la codicia de los mismos que han querido ganar demasiado, aprovechando su fama, y han mandado máquinas débiles, que á cada rato fallan. La elección de máquinas es tanto más difícil cuanto no hay todavía concur-sos públicos frecuentes, donde se pueda juzgar con imparcialidad y prác-ticamente las calidades y los defectos de las varias máquinas ofrecidas a la venta” (Daireaux, 1908, pp.275-276).

El papel del crédito, los ferrocarriles y las empresas de comercialización de granos

Además del fuerte monopolio de la propiedad territorial ylas difi-cultades inherentes al carácter dependiente del país que determinaban la heterogeneidad de la tecnificación ¿cuáles eran los otros factores que condicionaban al trabajo obrero y a los pequeños y medianos chacareros?

Bialet Massé, luego de su ardua investigación realizada en diversas regiones del país comentaba que los productores directos se veían estru-jados por los diversos intermediarios que, a través de la realización de las tareas de acopio y almacenamiento, se veían en condiciones favorables para quedarse con una importante porción de las ganancias de los chaca-reros. “La venta de los productos se hace a los acopiadores, que vuelven a vender a los exportadores y más generalmente al almacenero, que sirve de habilitador y que abusa en los precios de venta de las mercaderías y en los precios a que recibe los cereales. Un verdadero enjambre de recibido-res, de negociantes intermedios, poniendo en juego todas las artes de la mala fe, esquilman al verdadero productor, que no tiene más defensa que hacerse también de mala fe” (Bialet Massé, 1985, pp. 89-90).

Los colonos, que en general no poseían ahorros, requerían los an-ticipos de los almaceneros para poder poner en producción los campos. Estos, general, anticipaban lo necesario (alimentos, dinero para las deu-das, instrumentos de trabajo, semillas) pero a un interés que podía llegar al 100%. “Al llegar la época de la recolección le exige al colono la cesión de trigo por precio inferior al corriente, en un 2%” (Huret, 1988, p.220). Aunque en estas condiciones producía la mayoría de los chacareros, exis-tía un sector que contaba con un ahorro –en general pequeños propieta-rios- que les otorgaba mayor libertad relativa, y por lo tanto podían llegar

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a evitar a los intermediarios vendiendo su cosecha directamente a los agentes de las grandes casas de exportación.

En cuanto al comercio de campaña, Repetto lo caracterizaba como un actor “siempre voraz y a veces desprovisto de escrúpulos” (Repetto, 1959, p.176). Este epíteto se derivaba de que se aprovechan con los pre-cios, aumentaban las sumas que se les debían a la hora de saldar las deu-das y cumplían de manera muy irregular con los contratos que acordaban. A esto se sumaba la inexistencia de créditos formales para los chacareros que los condenaban a la usura despiadada de los intermediarios y de los comercios rurales.

En este mismo sentido Godofredo Daireaux planteaba que “la agri-cultura, hasta hoy, en la Argentina, no hace más que enriquecer a sus parásitos. El resultado más curioso del progreso de la agricultura en el país ha sido, en efecto, la codicia verdaderamente feudal que ha desarro-llado entre las clases dirigentes. No han visto en ella más que una presa y en el agricultor más que un siervo explotable sin piedad” (Daireaux, 1908, pp.223-224)

El problema del crédito agrícola, también aparece reflejado en los informes de Emilio Lahitte. Para éste “el crédito sobra, es excesivo, pero no desempeña las funciones económicas que debe desempeñar, no tiene la organización que podría tener” (Lahitte, 1916, p.72). En su gran mayo-ría, planteaba este funcionario del Ministerio de Agricultura, el crédito no llegaba directamente a manos de los colonos u arrendatarios y por lo tanto dificultaba las operaciones rurales que iban desde la compra de tierras hasta la puesta en producción de los campos. “Los comerciantes, son precisamente los distribuidores del crédito agrícola; lo que reciben en dinero, de los bancos, va en mercaderías íntegramente al agricultor y, en muchos casos, se destina a operaciones puramente agrícolas” (Lahitte, 1916, p.72). En cuanto al rol de los intermediarios, Lahitte, expresaba su preocupación frente a la falta de medidas gubernamentales tendientes a mejorar la comercialización de los granos y a lograr mejorar las condi-ciones de los propietarios de 50 a 300 hectáreas –a los que caracterizaba como los más dinámicos e inteligentes- independizándolos “de las tira-nías del acopiador o exportador de cereales” (Lahitte, 1916, p.77), dismi-nuyendo, de esta manera, la cantidad de productos o dinero que quedaba en manos de los intermediarios vendedores y compradores. Esto estaba en línea con sus propuestas y reclamos acerca de la necesidad de crear nue-vas leyes e instrumentos que permitieran regular la actividad agrícola, fomentar la colonización, evitar recargar la actividad con excesivos im-puestos y generar las condiciones para que el colono pudiera “equilibrar

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su acción con la del colonizador o del terrateniente a fin de que su parte en la distribución del valor de las cosechas, respondiera al fin económico y social de la colonización” (Lahitte, 1918, p.15).

Finalmente, en relación al rol de los intermediarios, los comer-ciantes de campaña y el crédito “informal”, Zeballos, afirmaba que “el chacarero argentino no es independiente, él está en la mayoría de los casos, sometido al prestamista rural, de tienda abierta a acopiador. Si a esta circunstancia se agrega la de que la mayoría notable de los chacare-ros argentinos no son, por desgracia, propietarios, se comprenderá cuan superior es la condición orgánica de la agricultura de los Estados Unidos de América. El chacarero tiene en ella dinero a 90 días al 5% e hipoteca por tres a cinco años al 6%...” (Zeballos, 1896, p.605).

Así, un destacado funcionario del Ministerio de Agricultura de la Nación comentaba que “faltando bancos habilitadores fuera del hipote-cario y este mismo en pequeña escala, el agricultor cae entre las garras de los usureros que le explotan, esquilman y arruinan. […] A menudo el comerciante concede el crédito al colono con la garantía de la cosecha, escrita o verbal; cuando éste es propietario, responde con la tierra, los animales y las herramientas, que aunque no embargables según el código, pueden pasar a manos del acreedor por varios medios y con la mayor faci-lidad a pesar de la protección de las leyes que sonfácilmente burladas […] No hay reglas ni límites respecto del recargo que sufren los artículos de consumo facilitados por el comerciante al colono: es muy variable según la situación agrícola, la competencia comercial, la solvencia del colono, la probidad del comerciante. En general no baja del 20 al 25% y no faltan casos en que alcanza a 40 o 50% y hasta el doble de su valor originario” (Girola, 1904, p.355). Refiriéndose al caso, Hugo Miatello comentaba que los comerciantes de campaña imponían un interés por las compras al fiado que rondaba el 25%. “Pero hay más: el precio al fiado no es igual para propietarios, arrendatarios y medianeros; este último, porque es menos responsable que los anteriores, aunque es igualmente garantido pues el propietario responde por él, paga precios más altos que todos; es el más necesitado, el que menos gana; por esto se le cobra más. Tenemos a la vista listas de precios sacados de las libretas y constatando que entre los precios de los medianeros y sus propietarios, hay diferencias de 15 a 20% […] Cuando no liquidan sus cuentas los colonos a la cosecha, se recarga el 12 y 15% sobre la deuda, hipotecando la tierra a veces y otras, dando los certificados de los animales de trabajo, figurando como que el colono, que los usa, los tiene alquilados”.7

7 La Nación, 16/12/1896, p. 4.

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Otro de los problemas, reflejado en innumerable cantidad de testimonios,era el referido al sistema de transporte y comercialización es-tructurado en nuestro país. Mario Saenz, en la conferencia inaugural del curso de régimen agrario en la Facultad de Ciencias Económicas en 1916, ya identificaba a los transportes y los comercializadores como losprinci-pales problemas a resolver para lograr una agricultura más avanzada y eficiente. “Constatamos simplemente un hecho: la gran masa de nuestros agricultores es pobre y atrasada. Sobre 4.000.000 de personas que compo-nen la población rural, ¿cuántos son propietarios de la tierra que labran o de los implementos que utilizan? Semillas, envases, depósitos, trans-portes, cada uno de estos elementos requeridos por la producción hasta llegar a los mercados de consumo, va substrayendo paulatinamente una buena parte del beneficio del agricultor, sin contar lo que va quedando en las manos de múltiples intermediarios… Es menester, pues, afrontar el problema de organizar la producción” (Saenz, 1916, p.305). A las expolia-ciones a las que estaba sometido el chacarero se sumaba “el monopolio de las bolsas de arpillera” (Repetto, 1959, p.179).El precio de las bolsas podía rondar para 1919 en 0,80 centavos la de lino y 0,75 las utilizadas en la cosecha de trigo. Pero a la hora de entregarlas y cobrarlas efectivamente era común que se lo hiciera en una menor cantidad a la solicitada por el productor y a un precio mayor al acordado. Miatello, hacia 1921, también llegaba a la conclusión de que existía un “monopolio de la producción por el comercio acopiador” y que eso era una de las causas fundamentales de la crisis que estaba viviendo la agricultura (Miatello, 1921, p.32). En la boca del embudo operaban las grandes casas exportadoras, de capital imperialista o intermediario del capital extranjero, que constituían un factor interno fundamental de la dependencia del país.

En este sentido Germán Avé Lallemenat, hacia 1908-1909, explica-ba que el enorme desarrollo agrícola y ganadero que había experimentado el país en la primera década de 1900 no generaba una mayor riqueza del país que permitiera un desenvolvimiento independiente, sino que este proceso conllevaba nuevos y más sólidos mecanismos de subordinación aciertos países europeos. “Con todo, la situación financiera del estado ha empeorado porque, no obstante el hecho de que las entradas desde el año pasado han aumentado en 20.000.000, la deuda estatal ha crecido en 28 millones. La situación general, por lo tanto, puede ser resumida de la siguiente manera: un gran aumento del trabajo productivo cuyo mayor rendimiento va a parar a manos del capital extranjero, especialmente del capital inglés, y un simultáneo deterioro constante del presupuesto gene-ral de la nación” (Lallemant, 1974, p.202-203).

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Con una tónica similar, el ex Ministro de Agricultura, Damián Torino, colocaba el eje de su escrito –“La economía argentina”- en las condiciones de dependencia en las que había caído nuestro país y en la necesidad de revertir esa situación. Esto se expresaba en que a pesar de que las estadísticas demostraban que era el mayor exportador de maíz, lino y carnes congeladas y uno de los principales exportadores mundiales de trigo, lana y grasas; eran ciertos países europeos los que obtenían los mayores beneficios de esta situación. Ellos se derivaban no sólo de los em-préstitos otorgados a la Argentina sino también a través de los dividendos que remitían a sus países de origen correspondientes a las inversiones realizadas en este territorio. “Como comerciante retira también Europa grandes beneficios, porque en manos de fuertes firmas comerciales y ban-carias extranjeras se halla concentrado, mejor dicho, monopolizado, en su casi totalidad, nuestro comercio internacional de importación y exporta-ción […] En este terreno el dominio y el control de Europa puede decirse que es absoluto, así como es secundario y de escasa significación el rol que juegan los capitales y empresas argentinas. ¡He ahí otro capítulo de gruesas ganancias que nuestro país proporciona y los que de él somos, tan poco aprovechamos!” (Torino, 1914, pp.34-35). A esto se sumaba la inexistencia de una marina mercante que anudaba todavía más esa sub-ordinacióny consolidaba su accionar “tutelar, absorbente y dominadora” sobre Argentina. En definitiva, la organización económica impuesta en el país, cuyo principal objetivo era el de exportar, reportaba a la Argentina una ínfima porción de las ganancias generadas, que se dirigían, en am-plias proporciones hacia las potencias Europeas a través del control del trasporte, los seguros y los fletes, entre otros factores: “Tal es la realidad de las cosas, de la que parece no quisiéramos apercibirnos, extraviados por el falso concepto, profundamente arraigado en nuestro espíritu, de que exportación y aumento de riquezas son términos equivalentes, y que a una más grande suma de exportaciones que la Argentina realice, for-zosamente tiene que corresponderle un mayor enriquecimiento” (Torino, 1914, p. 80).

Esta situación de la economía nacional era criticada enfáticamente por Alejandro Bunge desde las páginas de la Revista de Economía Argentina. El diagnóstico se basaba en que desde 1908 la agricultura estaba estanca-da y esto era producto de una política económica tendiente a privilegiar la exportación de unos pocos productos agropecuarios y la importación de manufacturas, que en muchos casos se podrían producir en el país. Esta situación derivaba en trabas y dificultades para el desarrollo nacio-nal condenándonos a un lugar secundario en el escenario internacional.

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“La teoría del beneficio absoluto no ha sido practicada en ninguno de los estados que alcanzaron un alto grado de cultura y bienestar. Véase cómo Inglaterra, produciendo carbón más barato que Estados Unidos y que Ale-mania, no se circunscribió a producir carbón para cambiarlo por hierro barato de aquellos países, los cuales lo producían en mejores condiciones; explotó con empeño sus minas de hierro venciendo dificultades. […] Un país en desarrollo como el nuestro, tiene que renovar periódicamente sus normas a riesgo de estabilizarse en un período primario y convertirse en instrumento de naciones más adelantadas” (Bunge, 1985, p.41). Este au-tor resaltaba las potencialidades que poseía nuestro país y se lamentaba por la “situación de segundo orden, económicamente tributario de otras potencias” al que nos estaban condenando las políticas adoptadas por los gobiernos nacionales (Bunge, 1985, p.43). Esto se evidenciaba, aún con mayor nitidez, a través de la comparación con otros países como Cana-dá. Al realizar este tipo de análisis (tomando como referencia el período 1908-1926) llegaba a la conclusión de que el crecimiento del país del norte había sido mucho mayor que el de la Argentina, y esto se evidenciaba no sólo en el desarrollo agrícola sino también en el crecimiento industrial, los caballos de fuerza utilizados en las producciones manufactureras, la fabricación de automóviles y hasta de implementos agrícolas que llegaron a exportarse hacia nuestro país. Se sumaba también el importante peso de los capitales nacionales en la construcción de la red de transportes y el destino del “ahorro nacional” que se inclinaba hacia inversiones pro-ductivas en su propio país y en el exterior. Esta situación no era privativa de Canadá sino que también podían observarse derroteros con diversos grados e similitud en Australia o Nueva Zelandia (Bunge, 1929).Pero las negativas consecuencias de no implementar políticas tendientes a buscar un desarrollo más autosostenido de la Argentina, evitando ese exorbi-tante nivel de vulnerabilidad de su economía, se evidenciaba también en el análisis de las medidas adoptadas por los gobiernos estadounidenses con el objetivo de proteger sus producciones agropecuarias. “Según in-formación reciente, transmitida por el representante de La Nación en los Estados Unidos, el grupo que inspira Mr. Borah se puso de acuerdo para elevar los derechos aduaneros de importación de maní, […] de trigo, de maíz y de otros productos de la agricultura. Los Estados Unidos reciben del exterior solamente un 5% de lo que consumen, y consideran que de-ben ser atendidas las aspiraciones de los productores del país que desean conquistar parte de ese 5% y evitar que entre al país a precios bajos” (Bunge, 1985, p.93). Estas políticas proteccionistas permitían generar las condiciones para que los productores agropecuarios norteamericanos o

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canadienses pudiesen acumular y desenvolver sus vidas con muchas más comodidades que sus pares argentinos. El librecambismo imperante en nuestras tierras redundaba en el empobrecimiento de los trabajadoresde-bido a que el mercado interno estaba abarrotado de productos extranjeros con los cuales los nacionales tenían muchas dificultades para competir. Esto llevaba a Bunge a concluir que “nuestra política económica no ha sido, ni es otra cosa que una dócil sumisión a la de otros países” entre los que se encontraban Inglaterra, Francia, Alemania y Estados Unidos (Bunge, 1985, p.48).

El agro a través de los testimonios, consideraciones finales Pareciera poderse inferir de este conjunto heterogéneo de testimo-

nios críticos de aquella época una serie de dificultades o problemas que incubaba el desarrollo agrícola en los inicios del siglo XX. Muchos de estos factores estaban concatenados y en su gran mayoría se conjugaban –según como lo presentan estas fuentes del período- de modo tal de favorecer a empresarios contratistas, terratenientes-capitalistas, grandes comerciantes de campaña, los dueños de los ferrocarriles y de las exportadoras de gra-nos al tiempo que los pequeños y medianos chacareros encontraban serías dificultades para llevar adelante la producción en una parcela y fundamen-talmente los superexplotados obreros agrícolas generaban el néctar del cual se alimentaban todo el enjambre de explotadores. El patrón de distribución de la propiedad territorial, si bien iba sufriendo ciertos desgajamientos, mantenía en lo esencial una alta concentración en pocas manos, situación que se repetía en el caso de las maquinarias más modernas y costosas. Se-gún algunos de los testimonios que hemos revisado, esto habría repercutido negativamente en el avance y mejoramiento de los cultivos, anticipando elementos de fenómenos que comenzarían a ser visibles, en otro contexto, hacia fines de la década del 30. A su vez, estos relatos denotan que los consorcios extranjeros ejercieron un control significativo sobre la logísti-ca de la producción, derivando en una serie de limitaciones impuestas a los agricultores, en particular las referidas al sistema de almacenamiento, envase y transporte del cereal. De este modo, la no construcción por parte del Estado de silos y bodegas, de elevadores de granos en los puertos y la ausencia de instalaciones en las chacras y estaciones ferroviarias -que ex-ponían el cereal embolsado a las lluvias y a fuertes pérdidas por la rotura de los envases-, obligaban a los chacareros a aceptar los precios y las con-diciones de compra impuestas por las casas acopiadoras y exportadoras. La

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falta de un sistema de almacenamiento relativamente independiente de las pocas firmas exportadoras extranjeras que controlaban el negocio, limitó severamente la posibilidad de negociación de los chacareros (Tulchin, 1971). El control llegaba hasta las bolsas para envasar el cereal, negocio que se hallaba concentrado por unas pocas empresas -destacándose Bunge & Born- protegidas por los altos derechos de importación fijados por el Estado, que facilitaban la fijaciónde precios de monopolio (Schvarzer, 1989). Estas polí-ticas discrecionales por parte de las clases dominantes argentinas de aquel período, tendían a perjudicar la producción industrial nacional de ciertos insumos (entre ellos las bolsas de arpillera para cereales) que podrían ha-ber redundado en ciertos beneficios para los productores familiares (Bunge, 1985, p.67). La inmigración también fue un tópico muy recorrido por los analistas de aquel período. Si bien constituyeron unos de los contingentes fundamentales de la mano de obra que posibilitó la expansión agropecuaria, la cantidad de europeos arribados a estas costas fue muy inferior a la de otros países, situación atribuida por muchos testimonios de principios de siglo alas dificultades para acceder a la propiedad de la tierra que existía en nuestro país en comparación, por ejemplo, con Estados Unidos (Nemiro-vsky, 1933). Todos estos factores tuvieron relevancia en tanto sus efectos impactaron directamente en los diversos estratos de trabajadores agrícolas generando severas limitaciones a las posibilidades de mejorar sus condicio-nes de vida y trabajo.

Si el objetivo es avanzar en la comprensión del pasado para enten-der nuestro presente se debe ponderar el peso de cada uno de los registros atendiendo a aspectos tales como: las inversiones monopólicas extranjeras que articularon y condicionaron la forma que fue adquiriendo la producción agropecuaria nacional, el tendido del ferrocarril, los frigoríficos, los fletes, las empresas productoras de bolsas y las cerealeras, que jugaron un papel fundamental en la determinación de la distribución del valor agrario gene-rado en los campos argentinos. Tampoco deben escamotearse las consecuen-cias del monopolio de la tierra, las condiciones de vida y trabajo de obreros rurales y arrendatarios, y menos aún las determinaciones económicas, polí-ticas y sociales engendradas por la dependencia.

En las últimas décadas del siglo XX y entrado el siglo XXI, se ha veni-do elaborando un nuevo y heterogéneo conjunto de investigaciones sobre la etapa agroexportadora que, guiadas por otras teorías y poniendo en práctica “nuevas” metodologías,tienden a jerarquizar ciertos aspectos, relativizando o directamente contradiciendo las afirmaciones y tesis críticas, que llega-ron a ser predominantes hasta entrada la década del 70. Los testimonios revisitados en este trabajo imponen con urgencia una recuperación de es-

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tos estudios y fuentes desatendidas o descalificadas actualmente si lo que nos proponemos es poder profundizar, desde el mirador del presente, en el conocimiento de los aspectos nodales de aquel período fundamental de la Argentina moderna. Estos testimonios proyectan una imagen muy distante de aquella planteaba por las interpretaciones apologéticas que pretenden contrastar aquella prosperidad con las dificultades económicas y sociales actuales. Por el contrario, la Argentina del Centenario parece presentar más similitudes que diferencias con respecto a la presente situación que se evi-dencian en la dependencia, el peso determinante del capital extranjero, la concentración de la tierra, las pésimas condiciones laborales de los obreros rurales e inclusive, la procedencia extranjera de un alto porcentaje de la ma-quinaria agrícola que se puso en marcha para alcanzar este “boom sojero”.

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