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Konrad Lorenz Konrad Zacharias Lorenz (Viena, Austria, 7 de noviembre de 1903 - 27 de febrero de 1989). Estudió Medicina en la Universidad de Columbia en Nueva York y al finalizar sus estudios se dedicó a la Zoología, obteniendo el doctorado de esta materia en la Universidad de Viena. Trabajó sobre el comportamiento animal y es uno de los padres de la etología. Fue nombrado director del Instituto Max Planck de Etología de Seewiesen en la Alta Baviera alemana. Falleció en 1989 en Alterberg, Austria. Recibió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1973. I. Propiedades estructurales e interferencias funcionales de los sistemas vivos. La Etología puede ser definida como aquella rama del saber que surgió cuando se aplicaron a la investigación del comportamiento animal y humano las indagaciones y los métodos que, desde Charles Darwin, resultaban ya sobreentendidos y obligatorios en todas las demás disciplinas biológicas. El que esto sucediera de un modo tan sorprendentemente tardío tiene sus razones en la Historia de la investigación del comportamiento, la que veremos más adelante, en el Capítulo dedicado al adoctrinamiento. La Etología concibe, pues, el comportamiento – tanto animal como humano – como la función de un Sistema que debe su existencia y su forma especial a un desarrollo histórico que ha tenido lugar en la filogenia, en el desarrollo del individuo y, en el hombre, en la Historial cultural. La pregunta auténticamente causal acerca de por qué un determinado sistema está constituido de una forma y no de otra, es una pregunta cuya respuesta legítima sólo puede encontrarse en la explicación natural de este devenir. Entre las causas de todo desarrollo orgánico, al lado de los procesos de mutación y de recombinación de genes, el papel

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Konrad Lorenz

Konrad Zacharias Lorenz (Viena, Austria, 7 de noviembre de 1903 - 27 de febrero de 1989). Estudió Medicina en la Universidad de Columbia en Nueva York y al finalizar sus estudios se dedicó a la Zoología, obteniendo el doctorado de esta materia en la Universidad de Viena.

Trabajó sobre el comportamiento animal y es uno de los padres de la etología. Fue nombrado director del Instituto Max Planck de Etología de Seewiesen en la Alta Baviera alemana. Falleció en 1989 en Alterberg, Austria.

Recibió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1973.

I. Propiedades estructurales e interferencias funcionales de los sistemas vivos.

La Etología puede ser definida como aquella rama del saber que surgió cuando se aplicaron a la investigación del comportamiento animal y humano las indagaciones y los métodos que, desde Charles Darwin, resultaban ya sobreentendidos y obligatorios en todas las demás disciplinas biológicas. El que esto sucediera de un modo tan sorprendentemente tardío tiene sus razones en la Historia de la investigación del comportamiento, la que veremos más adelante, en el Capítulo dedicado al adoctrinamiento. La Etología concibe, pues, el comportamiento – tanto animal como humano – como la función de un Sistema que debe su existencia y su forma especial a un desarrollo histórico que ha tenido lugar en la filogenia, en el desarrollo del individuo y, en el hombre, en la Historial cultural. La pregunta auténticamente causal acerca de por qué un determinado sistema está constituido de una forma y no de otra, es una pregunta cuya respuesta legítima sólo puede encontrarse en la explicación natural de este devenir.

Entre las causas de todo desarrollo orgánico, al lado de los procesos de mutación y de recombinación de genes, el papel más importante lo desempeña la selección natural. Ésta produce lo que llamamos adaptación, un proceso auténticamente cognitivo por medio del cual el organismo asimila informaciones que están disponibles en el medio ambiente y que resultan relevantes para su supervivencia; lo que equivale a decir que es un proceso por medio del cual el organismo adquiere un conocimiento sobre el medioambiente.

La existencia de estructuras y funciones surgidas por adaptación es característico de los seres vivos. En el mundo inorgánico no existe nada semejante. Con ello al investigador se le impone una pregunta que el físico y el químico no conocen. Es la pregunta de “¿para qué?”. Cuando la biología hace esta pregunta, no está buscando una explicación teleológica sino, más modestamente, quiere saber tan sólo en qué medida o forma un caracter determinado contribuye al mantenimiento de la especie. Cuando nos preguntamos para qué posee el gato garras curvas y respondemos: “para cazar ratones”,

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el razonamiento no es sino una síntesis abreviada. En realidad, lo que queremos saber es qué función contributiva al mantenimiento de la especie del gato ha podido seleccionar en él esta forma de garra.

Cuando uno se ha pasado toda una larga vida de investigador haciéndose una y otra vez esta pregunta ante las más sorprendentes estructuras y maneras de comportamiento; y cuando una y otra vez ha podido encontrar siempre una respuesta convincente a dicha pregunta, uno se inclina a opinar que las complejas y en general prodigiosas formas de constitución corporal y de comportamiento nunca se producen de otra manera que no sea por selección y adaptación. Sin embargo, la opinión queda puesta en duda cuando se aplica esa pregunta del “¿para qué?” a ciertos y regularmente observables modos de comportamiento de la humanidad civilizada. ¿Para qué le sirve a la humanidad su ilimitada reproducción; el apresuramiento competitivo con un ritmo que llega a lo demencial, el armamentismo cada vez mayor y cada vez más terrorífico, el reblandecimiento cada vez mayor del hombre urbano, etc. etc.? No obstante, al mirar las cosas más de cerca queda en claro que prácticamente todos estos errores son interferencias que actúan sobre mecanismos de comportamiento muy precisos que en su origen pudieron muy bien ser conservadores de la especie. En otras palabras: hay que entenderlos como patologías.

El análisis del sistema orgánico sobre el que se basa el comportamiento social del ser humano es el objetivo más difícil y más ambicioso que la ciencia natural se puede imponer desde el momento en que este sistema es, por lejos, el más complejo que existe sobre el planeta. Se podría llegar a pensar que este objetivo, ya de por sí difícil, se vuelve por completo imposible de alcanzar debido a que el comportamiento del ser humano resulta modificado y superpuesto – en múltiples e impredecibles modos – por fenómenos patológicos. Por suerte, esto no es así. La interferencia patológica no sólo está muy lejos de representar un obstáculo insalvable para el análisis de un sistema orgánico sino que, por el contrario, con mucha frecuencia brinda precisamente la clave para entenderlo. De la historia de la fisiología conocemos casos en que el investigador descubrió la existencia de un importante sistema orgánico recién cuando una interferencia patológica produjo una enfermedad en el mismo. Cuando E. T. Kocher trató de curar la llamada Enfermedad de Basedow mediante la extirpación de la glándula tiroides provocó al principio tetanía y convulsiones porque había extirpado también las glándulas adyacentes que regulan el intercambio de calcio. Cuando corrigió este error, produjo con el todavía demasiado radical procedimiento de la extirpación de la glándula tiroides un complejo sintomatológico que llamó Kachexia thyreopriva y que presentaba ciertas similitudes con el Myxödem, una forma de la idiocía bastante frecuente en los valles alpinos con fuentes de agua muy pobres en yodo. De estos y similares descubrimientos resultó que las glándulas con sus secreciones internas forman un sistema en el cual, literalmente, todo está causalmente relacionado con todo. Cada una de las secreciones descargadas en la sangre por las glándulas endocrinas produce un efecto precisamente determinado sobre todo el organismo; un efecto que puede influir sobre el metabolismo, los procesos de crecimiento, el comportamiento y otras áreas. Por ello es que a estas secreciones se las llama “hormonas” (del griego hormao = impulso). La acción de dos hormonas puede ser

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exactamente opuesta; pueden ser “antagónicas” de un modo similar a como pueden serlo dos músculos que concurren a posicionar una articulación en la posición deseada y lo mantienen en esa posición. Mientras el equilibrio hormonal se mantenga, ni nos damos cuenta de que el sistema de las glándulas endocrinas está edificado sobre funciones parciales. Pero en el momento en que algo interfiere la armonía de las acciones y reacciones, aunque sea tan sólo un poco, el estado general del organismo se desvía del deseado “valor preestablecido”; es decir: se enferma. Un exceso de hormona tiroidea provoca la Enfermedad de Basedow; una insuficiencia ocasiona el Myxödem.

El sistema de las glándulas endocrinas y la historia de su investigación nos ofrecen valiosas sugerencias sobre cómo deberíamos proceder en nuestro intento de comprender el sistema total de los impulsos humanos. Se sobreentiende que la arquitectura de este sistema es mucho más compleja, y por fuerza debe serlo puesto que incluye en si misma, como un sub-sistema, a todo el sistema de las glándulas endocrinas. El ser humano posee evidentemente una enorme cantidad de fuentes independientes de impulsos de los cuales un gran número puede rastrearse hasta conductas-programadas, es decir: “instintos”, que surgieron a lo largo de su filogenia. Llama a engaño describir al ser humano como un “ser reductor de instintos”, tal como yo mismo solía hacerlo antes. Es cierto que largas y completas cadenas de comportamientos innatos pueden “disolverse” en el transcurso de la evolución filogénica de la capacidad del aprendizaje y la comprensión, en el sentido de que se pierde el acoplamiento obligado entre sus componentes, de modo tal que estos eslabones terminan quedando a disposición del sujeto de un modo independiente, tal como P. Leyhausen demostró convincentemente en los felinos predadores. Al mismo tiempo, sin embargo, como también lo demostró Leyhausen, cada uno de estos eslabones puestos en disponibilidad se convierte en un impulso autónomo que desarrolla su propio comportamiento tendiente a lograr su satisfacción. Sin duda, al ser humano le faltan largas cadenas de movimientos instintivos obligatoriamente acoplados entre si, pero, en la medida en que es lícito extrapolar de los resultados obtenidos de los mamíferos superiores, se puede suponer que el hombre dispone de más – y no menos – impulsos auténticamente instintivos que cualquier otro animal. En todo caso, debemos contar con esta posibilidad al intentar su análisis como sistema.

Esto se vuelve especialmente importante en la evaluación de comportamientos que están obviamente interferidos de un modo patológico. Ronald Hargreaves fue un psiquiatra que lamentablemente desapareció demasiado pronto. En una de sus últimas cartas me escribió que, ante cada intento de comprender una disfunción mental, se había hecho la costumbre metodológica de hacerse dos preguntas. En primer lugar la de cual podría ser la función normal, contribuyente al mantenimiento de la especie, del sistema perturbado en el caso dado. Y en segundo lugar, la de qué clase de perturbación se trataba; es decir: si estaba siendo producida por la hiper-función o por la infra-función de un sistema parcial. Los sistemas parciales de una totalidad orgánica compleja están en una relación mutua tan íntima que muchas veces se hace difícil delimitar sus funciones específicas ya que ninguna de ellas es imaginable en su forma normal sin el concurso de todas las demás. Más aún: ni siquiera las estructuras de los sistemas parciales son siempre claramente

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definibles. Es en este sentido que hay que entender a Paul Weiss cuando en su inspirado escrito “Determinism Stratified” nos dice de los sistemas subordinados: “Un sistema es todo aquello que posee suficiente homogeneidad como para merecer un nombre”.

Hay muchos impulsos humanos lo suficientemente homogéneos como para merecer un nombre en el lenguaje común. Palabras como odio, amor, amistad, ira, lealtad, encariñamiento, desconfianza, confianza, etc. describen todas situaciones que se condicen con la predisposición a comportamientos muy bien determinados y no difieren en esto de los términos acuñados por la ciencia del comportamiento tales como agresividad, tendencia al ordenamiento jerárquico, territorialidad, etc. como que tampoco difieren de todos los otros términos compuestos con carga emocional tales como cloquera, celo, impulso a volar, etc. Podemos confiar en la sensibilidad que nuestro idioma cotidiano y usual tiene para con profundas interrelaciones psicológicas y otorgarle la misma confianza a la intuición del observador científico que investiga a los animales, tanto como para suponer – por de pronto como hipótesis de trabajo – que cada una de estas denominaciones relacionadas con estados de ánimo humanos y predisposiciones a la acción humanas se condice con un sistema-implusor real siendo que, provisoriamente, carece de importancia establecer en qué proporción el impulso en cuestión toma su fuerza de fuentes filogenéticas o de fuentes culturales. Podemos suponer que cada uno de estos impulsos es miembro de un sistema bien ordenado y armónicamente operativo siendo que, como tal, resulta indispensable. La pregunta de si el odio, el amor, la lealtad, la desconfianza etc. son “buenos” o “malos” sólo puede hacerse sin comprender la función sistémica de este todo y resulta exactamente tan tonta como si alguien hiciera la pregunta de si la glándula tiroides es buena o mala en definitiva. La concepción usual de que es posible catalogar tales manifestaciones en buenas y malas; que amor, lealtad y confianza son buenos mientras que odio, deslealtad y desconfianza son malos, proviene tan sólo del hecho de que, en nuestra sociedad, las primeras en general escasean mientras que las segundas abundan. Un amor demasiado grande malcría innumerables niños prometedores; una mítica lealtad nibelungueana elevada a la categoría de valor absoluto intrínseco ha demostrado tener consecuencias infernales y Erik Erikson ha demostrado hace poco, con una argumentación irrebatible, que la desconfianza es imprescindible.

Una propiedad estructural de todos los sistemas orgánicos altamente integrados es la regulación a través de los llamados circuitos regulatorios u homeóstasis. Para tener una idea de su efecto, imaginemos por de pronto un entretejido dinámico compuesto por cierto número de sistemas que se refuerzan en sus funciones mutuamente y de tal modo que el sistema “A” apoya los efectos del sistema “B”, éste los del “C” y así sucesivamente hasta que por último el sistema “Z” ejerce un efecto reforzador sobre los efectos del primer sistema “A”. Un circuito de “realimentación positiva” como éste puede hallarse, en el mejor de los casos, en un equilibrio inestable. El más mínimo aumento de uno solo de los efectos forzosamente tiene que conducir a una catarata de aumentos en la totalidad de las funciones sistémicas y, viceversa, la más mínima de las reducciones llevaría a la progresiva suspensión de toda actividad. Tal como la tecnología ha descubierto desde hace mucho tiempo, un sistema inestable de estas características puede ser convertido en

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un sistema estable mediante la incorporación al circuito de un solo elemento cuya acción sobre el elemento siguiente sea tanto más débil mientras más fuerte sea el estímulo que reciba del elemento anterior. De este modo se establece un circuito regulado, una homeóstasis, o “retroalimentación negativa” como también suele llamarse. Es uno de los pocos procesos que resultó inventado por los técnicos antes de que fuera descubierto por las ciencias naturales en el ámbito de lo orgánico.

En la naturaleza viva existen incontables circuitos regulados. Son tan imprescindibles para el sostenimiento de la vida que es casi imposible imaginarla sin el simultáneo “invento” del circuito regulado. Prácticamente no es posible encontrar circuitos de retroalimentación positiva en la naturaleza. En el mejor de los casos, existen como fenómenos que crecen y se agotan rápidamente, al modo de las avalanchas o el incendio en un pastizal. Algunas interferencias patológicas en la vida social de los seres humanos nos hacen recordar, en relación con estos fenómenos, lo que Schiller dice en “La Campana” refiriéndose a los poderes del fuego: “¡...pero ay si se los libera!”

La retroalimentación negativa del circuito regulado hace innecesario que los efectos de cada uno de los subsistemas que en él participan esté fijamente establecido a una medida determinada. Un pequeño sobre-funcionamiento o infra-funcionamiento puede ser equilibrado con facilidad. A una interferencia peligrosa del sistema completo se llega tan sólo cuando una función parcial resulta aumentada o disminuida en tal medida que la homeóstasis ya no puede equilibrarla, o bien y por el otro lado, cuando algo falla en el mecanismo regulador propiamente dicho. En lo que sigue hallaremos ejemplos de ambos casos.

II. Sobrepoblación

En el organismo individual, normalmente, es muy poco probable que encontremos un circuito de retroalimentación positiva. Solamente la vida como un todo goza del privilegio de estos desenfrenos, impunemente hasta ahora y por lo que parece. La vida orgánica, como si fuera una extraña represa, se ha colocado a si misma en el torrente de la energía cósmica que se disipa. Está “devorando” entropía negativa. Acapara energía, crece con ello, y en virtud de su crecimiento se coloca en posición de acaparar más y más energía, haciéndolo de un modo tanto más rápido mientras más energía ha acaparado ya. Que esto no ha llevado a un desborde y a la catástrofe se debe a que la multiplicación de los seres vivos está mantenida dentro de ciertos límites por los despiadados poderes de lo inorgánico y por las leyes de la probabilidad. Además, en segundo lugar, también se debe a que se han desarrollado circuitos reguladores dentro de las diferentes especies de seres vivos. De qué manera actúan estos circuitos es algo que se verá brevemente en el próximo capítulo que trata de la destrucción del espacio vital terrestre. Tratar en primer término la irrefrenada multiplicación de los seres humanos es algo aconsejable aunque más no sea por el hecho de que varios de los fenómenos que se tratarán a continuación no son más que su consecuencia.

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Todas las oportunidades que le surgen al ser humano gracias a la profunda comprensión de la naturaleza que lo rodea; el avance de su tecnología; sus ciencias químicas y médicas; todo lo que parece estar dispuesto para aliviar el sufrimiento humano, termina actuando de un modo espantoso y paradójico en pro de la desgracia de la humanidad. El ser humano amenaza con hacer precisamente lo que de otro modo casi nunca les sucede a los sistemas vivos, es decir: sofocarse a si mismo. Lo más espantoso es que a través de estos procesos apocalípticos y según todas las apariencias, las primeras en sucumbir son nuestras propiedades y facultades más elevadas y nobles, precisamente aquellas que percibimos y valoramos con todo derecho como las más específicamente humanas.

Todos nosotros, que vivimos en países cultos densamente poblados y hasta en grandes ciudades, ya ni sabemos qué tan carentes estamos de un general, afable y cálido amor al prójimo. Hay que haber llegado como huésped no invitado a una casa, en un país escasamente poblado, dónde varios kilómetros de malas calles separan a los vecinos entre si, para poder evaluar qué tan hospitalario y amablemente sociable es el ser humano cuando su capacidad para el contacto social no está constantemente sobre-exigida. Una experiencia inolvidable me hizo tomar conciencia de esto en su oportunidad. Estaba yo hospedando en mi casa a un matrimonio norteamericano de Wisconsin, ambos guardaparques profesionales, cuya vivienda se halla en completa soledad en medio del bosque. Estábamos justo por sentarnos a cenar cuando sonó el timbre de calle y yo exclamé irritado: “¡Quién será esta vez!” Ni aún permitiéndome la mayor de las descortesías podría haber perturbado más a mis invitados. Para ellos era escandaloso que alguien respondiese a un inesperado llamado a la puerta de otro modo que no fuese con alegría.

Seguramente el hacinamiento de masas de seres humanos en las modernas megalópolis tiene gran parte de la culpa de que ya no somos capaces de distinguir el rostro del prójimo en medio de una fantasmagoría de caras eternamente cambiantes que se superponen y se difuminan. Nuestro amor al prójimo se diluye tanto con las masas de los semejantes adyacentes, con los demasiado cercanos, que al final ya no quedan ni rastros de él. Aquél que en absoluto todavía quiere cultivar sentimientos afectuosos y cálidos hacia el prójimo, se encuentra obligado a concentrarlos sobre un número reducido de amigos, porque no estamos construidos de manera tal de poder amar a todos los seres humanos, por más correcto y ético que sea el imperativo de hacerlo. Debemos, pues, hacer una selección. Es decir: emocionalmente debemos “mantenernos a distancia” de algunos seres humanos que de seguro serían igualmente merecedores de nuestra amistad. “Not to get emotionally involved” [1] es una de las preocupaciones principales de muchos habitantes de las grandes ciudades. Este procedimiento, que ninguno de nosotros puede llegar a evitar del todo, ya tiene el mal hálito de lo inhumano. Recuerda a los propietarios de las plantaciones del Sur norteamericano que trataban de un modo muy humano a sus “negros domésticos” pero que a los esclavos que trabajaban en la plantación les dispensaban, en el mejor de los casos, un trato acorde al de animales domésticos relativamente valiosos. Si este blindaje deliberado contra contactos humanos se extiende, conduce, conjuntamente con los fenómenos de la merma de la sensibilidad que se

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tratarán más adelante, a esos espantosos fenómenos de indiferencia de los cuales nos informa la prensa todos los días. Mientras más se extiende la masificación del ser humano, más imperioso se vuelve para el individuo aislado el “not to get involved”. Así, en la actualidad precisamente en las grandes ciudades es dónde el robo, el homicidio y la violación pueden suceder a plena luz del día y en calles de intenso tránsito, sin que ningún “pasante” se involucre para hacer algo al respecto.

El hacinamiento de muchos seres humanos en un espacio reducido no sólo conduce a fenómenos de deshumanización por la vía indirecta del agotamiento y el empantanamiento de las relaciones interhumanas sino que directamente produce un comportamiento agresivo. Sabemos por muchísimos experimentos con animales que la agresión intra-específica [2] puede ser aumentada mediante el hacinamiento. Aquél que no lo ha experimentado por si mismo siendo prisionero de guerra o habiendo vivido en una similar agrupación forzada de muchas personas, no puede ni siquiera formarse una idea de los grados que puede alcanzar la irritabilidad por trivialidades en alguien bajo esas condiciones. El estado aumenta hasta convertirse en tortura justamente cuando uno considera que se tiene a si mismo bajo control y se esfuerza por tener un comportamiento amable – es decir: amistoso – en el contacto cotidiano y continuo con congéneres que no son sus amigos. La predisposición a la animadversión general que uno puede observar en las grandes ciudades es claramente proporcional a la densidad del hacinamiento de las multitudes en diferentes lugares. En las grandes estaciones ferroviarias o, por ejemplo, en la terminal de ómnibus de Nueva York, llega a grados terroríficos.

De un modo indirecto, la sobrepoblación contribuye a varias anormalidades y manifestaciones de deterioro que trataremos en los próximos siete capítulos. En todo caso, me parece una ilusión peligrosa el creer que, mediante un “condicionamiento” adecuado, se puede producir una nueva clase de seres humanos que sea resistente a las consecuencias nefastas del más denso de los hacinamientos.

III. Desertización del espacio vital

El creer que “la naturaleza” es inagotable constituye un error ampliamente difundido. Cada especie de animal, planta u hongo – ya que las tres clases de seres vivientes pertenecen al mismo gran sistema – está adaptado a su medioambiente y a este medioambiente no pertenecen, obviamente, tan sólo los componentes inorgánicos de una zona geográfica determinada sino, de la misma manera, también todos sus habitantes vivientes. Por lo tanto, todos los seres vivos de un espacio vital están adaptados los unos a los otros. Esto vale también para aquellos que se enfrentan de un modo aparentemente hostil, como por ejemplo la fiera y su presa, el animal predador y su alimento. Una observación más atenta deja en claro que estos seres, considerados como especie y no como individuos, no solamente no se perjudican sino que a veces hasta forman una comunidad de intereses. Es completamente obvio que la fiera tiene un ardiente interés en la supervivencia de la presa de la cual vive, sea esta presa vegetal o animal. Mientras más exclusivamente especializado esté para ciertas clases de alimento, necesariamente más

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grande será este interés. La fiera, en estos casos, jamás podría exterminar a su presa. El último par de fieras ya habría muerto de hambre hace rato antes de haberse encontrado siquiera con el último par de la especie que constituye su presa. Cuando la densidad poblacional de la presa baja de determinados límites, la fiera sucumbe, tal como por suerte le ha sucedido a la mayor parte de las empresas balleneras. Cuando el Dingo – que originalmente era un perro doméstico – llegó a Australia y se hizo salvaje allí, no causó el exterminio de ninguno de los animales de los cuales vivía, aunque sí lo hizo con los dos grandes marsupiales predadores, el “lobo” marsupial Thylacinus y el “diablo” marsupial Sarcophilus. Estos marsupiales dotados de una mordida directamente tremenda hubieran sido, por mucho, superiores al Dingo en una pelea individual pero, al disponer de un cerebro más primitivo, necesitaban una población de presas de una densidad mucho mayor que el perro salvaje que los superaba en inteligencia. Los marsupiales no fueron muertos a dentelladas por el Dingo. Éste los exterminó con su competencia y los hizo morir de hambre.

Sucede sólo raras veces que la reproducción de un animal esté regulada directamente por la cantidad del alimento disponible. Sucede que esto sería antieconómico tanto desde el punto de vista de la fiera como del de su presa. Un pescador que vive del aporte de un lago, hará muy bien en pescar en el mismo tan sólo hasta el punto de asegurarse de que los peces restantes puedan producir el máximo de descendencia que equipare la cantidad de peces extraídos. Esta cantidad óptima es algo que solo se puede computar mediante un complicado cálculo de máximos y mínimos. Si se pesca demasiado poco, el lago permanecerá sobrepoblado y no habrá una cría numerosa de nuevos peces. Si se pesca en exceso quedarán demasiado pocos peces-reproductores, insuficientes para producir la cantidad de peces que el lago bien podría alimentar y dejar crecer. Tal como lo ha demostrado V. C. Wynne-Edwards, muchísimas especies de animales practican una clase análoga de economía. Aparte de la delimitación de territorios, que impide una concentración demasiado densa de coexistencia, existen todavía otras formas diferentes de comportamiento que impiden una sobre-explotación de los medios de subsistencia disponibles.

No es en absoluto infrecuente que la especie devorada obtenga manifiestas ventajas de la especie devoradora. No es tan sólo que el índice de reproducción de los animales o las plantas que sirven de alimento está correlacionada con los hábitos alimentarios de un consumidor, y de tal modo que se produciría un desorden en el equilibrio vital existente entre ambos si este factor desapareciera. Los grandes colapsos de población que se pueden mencionar en roedores de reproducción rápida, inmediatamente después de haberse alcanzado la densidad poblacional máxima, son ciertamente más peligrosos para la continuidad de la especie que el equilibrado mantenimiento de un valor medio, tal como lo garantiza la “cosecha” de los sobrantes por parte de los animales predadores. En muchos casos, la simbiosis entre el devorador y el devorado va muchísimo más lejos. Existen muchas especies de pasto que están directamente “construidas” para ser constantemente cortadas y pisoteadas por grandes ungulados, algo que en los céspedes artificiales se tiene que imitar mediante un constante mantenimiento. Cuando estos

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factores desaparecen, los pastos son pronto suplantados por otros que no soportan este tipo de tratamiento pero que, desde otro punto de vista, son más agresivos para imponerse. En resumen, dos formas de vida pueden estar relacionadas entre si de un modo muy similar a cómo se relaciona el ser humano con sus animales domésticos y sus plantas cultivadas. Las normas que rigen estas relaciones recíprocas son también frecuentemente bastante parecidas a la economía humana, algo que también se refleja en el término que la ciencia biológica ha acuñado para expresar estas interrelaciones: se llama ecología. Hay un concepto económico del cual todavía nos ocuparemos y que, en todo caso, no aparece en la ecología de los animales y de las plantas. Es el de la depredación o esquilmamiento del suelo.

Las relaciones recíprocas que existen en el entretejido de las variadas especies de animales, plantas y hongos que habitan un espacio vital en común y que, en conjunto, constituyen la comunidad vital o biosfera, son tremendamente multifacéticas y complejas. La adaptación de las diferentes especies de seres vivos, que se ha producido en espacios de tiempo cuyo rango de magnitud se condice con la geología y no con la Historia humana, ha producido un estado de equilibrio tan admirable como fácil de romper. Hay muchos procesos reguladores que aseguran este equilibrio contra las interferencias inevitables causadas por el clima y otros factores similares. Todos los cambios que se producen lentamente, como los de la evolución de las especies y los que se producen por progresivos cambios climáticos, no pueden poner en peligro el equilibrio de un espacio vital. Sin embargo, influencias súbitas, aun cuando sean aparentemente de menor trascendencia, pueden producir efectos inesperadamente grandes y hasta catastróficos. La introducción de una especie animal aparentemente inofensiva puede producir la desertización, en el sentido literal de la palabra, de grandes áreas geográficas, tal como sucedió en Australia con los conejos. Esta intromisión en el equilibrio de un biotopo fue ocasionada por el ser humano. Efectos iguales, aunque menos frecuentes, pueden, en principio, producirse también sin su intervención.

La ecología del ser humano se modifica a una velocidad muchas veces superior a la de los demás seres vivos. El ritmo de la modificación le está dictado al ser humano por el progreso de su tecnología que se acelera constantemente en una proporción geométrica. Por ello es que el ser humano no puede menos que hacer profundos cambios y, con demasiada frecuencia, produce el colapso total de la biosfera en la cual y de la cual vive. Una excepción en esto la constituyen solamente muy pocas tribus “salvajes” como, por ejemplo, algunos indios de la selva sudamericana que viven como recolectores y cazadores; o la población de algunas islas de Oceanía, que lleva a cabo algunas pocas actividades agrarias y que, en lo esencial, vive de los cocoteros y de los productos del mar. Culturas como éstas no ejercen sobre el biotopo una influencia distinta a la de una especie animal. Este es uno de los modos teóricamente posibles en que el ser humano puede vivir en equilibrio con su biotopo. El otro es creándose un biotopo propio, mediante actividades agrícolo-ganaderas completamente dimensionadas según sus necesidades, un biotopo que, en principio, es exactamente tan sustentable en el largo plazo como algún otro surgido sin su intervención. Esto es válido para algunas antiguas culturas agrarias en

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las cuales las personas, durante muchas generaciones, han estado sobre la misma tierra, la aman, y le devuelven al suelo lo que del mismo han recibido mediante muy buenos conocimientos ecológicos obtenidos de la práctica y la experiencia.

Sucede que el campesino sabe algo que el resto de la humanidad parece haber olvidado, y es que las bases vitales de todo el planeta no son inagotables. Después de que en América grandes extensiones de tierras cultivables se convirtieron en desiertos como consecuencia de la erosión del suelo que siguió a la depredación; después de que grandes áreas se volvieron estériles por la tala de árboles y se extinguieran innumerables especies de animales útiles; estos hechos están siendo nuevamente comprendidos, en especial porque grandes empresas industriales de la agricultura, la pesca y la caza de ballenas comenzaron a sentir sus consecuencias dolorosamente desde el punto de vista comercial. Pero aun así, ¡estos hechos todavía no son reconocidos en forma general y no han penetrado en la conciencia de la opinión pública!

El frenesí de los tiempos actuales, del cual todavía hablaremos en el próximo capítulo, no le deja tiempo a los seres humanos para verificar y para evaluar, antes de actuar. Para colmo, los inconscientes hasta están orgullosos de ser “doers” [3] – “hacedores” – mientras se convierten en atentadores contra la naturaleza y contra si mismos. Los atentados se perpetran actualmente en todas partes mediante el empleo de sustancias químicas, como por ejemplo en el uso de los insecticidas en la industria agrícola y frutícola, pero con casi la misma miopía en la farmacopea. Los biólogos inmunólogos están manifestando serias dudas respecto de medicamentos de uso generalizado. La psicología del “tener-que-tenerlo-inmediatamente”, sobre la cual volveré en el Capítulo IV, hace que algunos sectores de la industria química sean directamente irresponsables de un modo criminal en lo que se refiere a la distribución de productos cuyo efecto a largo plazo no es previsible en absoluto. En lo que se refiere al futuro ecológico de la agricultura, pero también en cuanto a cuestiones médicas, impera una inconciencia realmente increíble. Aquellos que se han atrevido a advertir y que se han alzado en contra del empleo inconsciente de sustancias tóxicas han sido desacreditados de la forma más infame y se los ha acallado.

La humanidad civilizada, al desertizar de forma ciega y vandálica a la naturaleza viva que la rodea y sostiene, se expone a la amenaza de la ruina ecológica. Cuando sienta esta ruina también económicamente, es posible que reconozca sus errores, sólo que, con mucha probabilidad, para ése entonces ya será tarde. Sin embargo, de lo que menos se da cuenta es de la manera en que está dañando su espíritu en el transcurso de este bárbaro proceso. El general y rápidamente creciente distanciamiento de la naturaleza viviente tiene gran parte de la culpa del embrutecimiento estético y ético del hombre civilizado. ¿Cómo habría de despertarse en el ser humano en vía de desarrollo un profundo respeto por su entorno cuando todo lo que le rodea es obra de seres humanos, siendo que esta obra es baratísima y fea además? Al habitante de la ciudad, hasta el panorama de un cielo estrellado le está obstaculizado por las torres de los edificios y una atmósfera químicamente contaminada. De este modo, no es demasiado sorprendente que el avance de la civilización venga de la mano de un tan lamentable afeamiento de la ciudad y del

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campo. Compárese con los ojos bien abiertos el viejo centro de cualquier ciudad alemana con su moderna periferia; o bien incluso la atrocidad cultural que se expande rápidamente hacia el campo circundante con los lugares que aun no han sido atacadas por ella. Y después compárese el cuadro histológico de cualquier tejido normal con el de un tumor maligno. ¡Se encontrarán analogías sorprendentes! Considerándola de forma objetiva, y traduciendo lo estético a lo cuantificable, esta diferencia consiste esencialmente en una pérdida de información.

La célula del tumor maligno se diferencia de la célula corporal normal por sobre todo en que, ha perdido la información genética que necesita para desempeñar su papel como miembro útil de la comunidad de intereses que es el cuerpo. Se comporta, por lo tanto, como un animal unicelular, o bien y mejor dicho, como una joven célula embrionaria. Carece de estructuras especiales y se divide de un modo desenfrenado y desconsiderado, de tal modo que el tejido tumoral crece, se infiltra hacia dentro de los tejidos todavía sanos que lo circundan, y los destruye. Las evidentes analogías existentes entre el cuadro de la periferia de una gran ciudad y un tumor responden al hecho de que, tanto en un caso como en el otro, en el ámbito aun sano se materializaba una multiplicidad de muy diferentes pero finamente diferenciados planes arquitectónicos que deben su sabio equilibrio a una información recolectada durante su larga historia evolutiva, mientras que en el ámbito desertizado por el tumor o por la tecnología moderna, el cuadro está dominado por estructuras muy escasas y extremadamente simplificadas. El cuadro histológico de las células tumorales completamente uniformes y estructuralmente pobres posee una desesperante similitud con la vista aérea del sector moderno de una ciudad con sus viviendas estandardizadas, diseñadas sin muchas consideraciones por arquitectos culturalmente pauperizados y en medio de una competencia frenética. Los procesos de la carrera que la humanidad corre compitiendo consigo misma y que se tratarán en el próximo capítulo, ejercen una influencia letal sobre la construcción de viviendas. No se trata solamente de consideraciones económicas que hacen que los elementos de construcción producidos masivamente sean más baratos. También la moda de nivelarlo todo contribuye a que en las periferias de las ciudades de todos los países civilizados surjan alojamientos masivos por cientos de miles de unidades, diferenciables entre si tan sólo por un número y que ni siquiera merecen el nombre de “vivienda” desde el momento en que, en el mejor de los casos, constituyen montones de jaulas para el ganado humano, tanto como para poner esta expresión en analogía con el ganado común.

Mantener gallinas Leghorn en jaulas es, con justa razón, considerado como una forma de torturar animales y una atrocidad cultural. El hacer algo análogo con seres humanos se considera totalmente permitido, aun a pesar de que es justamente el ser humano quien menos soporta un tratamiento tan indignamente inhumano en la acepción más verdadera de la expresión. La autovaloración de la persona normal exige, con todo derecho, la afirmación de su individualidad. El ser humano no está, como una hormiga o una termita, construido por su filogenia de tal modo de poder soportar una existencia de elemento anónimo y completamente intercambiable entre millones de congéneres exactamente iguales. Véase tan sólo una vez con los ojos bien abiertos un asentamiento de

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horticultores y obsérvense los efectos que produce allí la pasión del ser humano por expresar su individualidad. El habitante de la jaula para seres humanos dispone de un solo camino para mantener su autoestima: desplazar de su conciencia la existencia de la multitud de personas que padecen su misma condición y encapsularse en si mismo bien lejos de su prójimo. En muchísimas viviendas masivas, entre los balcones de cada vivienda, existen paredes separadoras que hacen invisible al vecino. Nadie quiere tener un contacto social “por sobre la cerca” con el vecino porque el temor de verse a uno mismo reflejado en él es demasiado grande. También por este camino la masificación conduce a la soledad y a la insolidaridad para con el prójimo.

El sentido estético y el sentido ético están, evidentemente, muy relacionados entre si y las personas que deben vivir bajo las condiciones que acabamos de tratar padecen de un modo bastante evidente de una atrofia de ambos. La belleza de la naturaleza y la belleza del entorno cultural creado por el ser humano son, evidentemente, ambos necesarios para mantener la salud del alma y del espíritu del ser humano. La total ceguera espiritual para todo lo bello que hoy se extiende tan rápidamente por todas partes, es una enfermedad mental que debe ser tomada en serio aunque más no sea porque es correlativa de una insensibilidad frente a lo éticamente execrable.

Entre quienes deben decidir si se construirá una calle, una usina o una fábrica que destruirá para siempre la belleza de todo un amplio paisaje, las consideraciones estéticas no juegan papel alguno. Desde el intendente de una pequeña comunidad hasta el ministro de economía de un gran Estado, existe total unanimidad de criterios en cuanto a que la belleza natural no merece sacrificio alguno de orden económico – ni tampoco político. Los escasos científicos y defensores de la naturaleza que tienen los ojos abiertos para ver la desgracia que se aproxima carecen completamente de poder. Algunos de los terrenos allá arriba a la vera del bosque aumentarán sus precios de venta si hay una calle que conduce hacia ellos, y así el encantador arroyuelo de serpentea a través del pueblo resultará entubado, enterrado y tapado, con lo cual el hermoso camino del pueblo terminará convirtiéndose en una horrenda calle de los suburbios de la ciudad.

IV. La competencia contra uno mismo.

Al principio del Capítulo I he explicado que, y por qué, es imprescindible la función de circuitos reguladores o retroalimentación negativa para el sostenimiento de un estado estable (steady state) en los sistemas vivientes. Más allá de ello también hemos visto que, y por qué, en la acción sobre estos circuitos los efectos de retroalimentación positiva siempre invocan el peligro del efecto-avalancha producido por una acción unitaria. Existe un caso especial de retroalimentación positiva que se produce cuando individuos de la misma especie establecen entre si una competencia que termina ejerciendo, por selección, una influencia sobre su evolución. Al contrario de la selección debida a factores extra-específicos ambientales, la selección intra-específica produce modificaciones en el capital hereditario de la especie que no solamente no multiplican sus expectativas de supervivencia sino que, en la mayoría de los casos, la perjudican claramente.

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Un ejemplo ya utilizado por Oskar Heinroth para ilustrar las consecuencias de la selección intra-específica se refiere a las plumas del faisán macho Argus (Argusianus argus L.). En ocasión del celo estas plumas le son mostradas a la hembra desplegándolas de una manera similar a la rueda del pavo real que, como es sabido, está constituido por las capas superiores de la cola. Tal como está con seguridad comprobado en el caso del pavo real, es evidente que también en el caso del Argus la selección de la pareja está exclusivamente a cargo de la hembra y las posibilidades de reproducción del macho se hallan en una relación bastante directa con la fuerza de atracción que su órgano de celo ejerce sobre las hembras. Pero, mientras que la rueda del pavo real se pliega durante el vuelo en una popa más o menos aerodinámica, con lo que apenas si causa alguna molestia al volar, el alargamiento de las plumas del Argus macho lo convierte a éste en casi un incapacitado para el vuelo. Que esta incapacidad no haya llegado a ser completa obedece con seguridad a la selección que los animales carnívoros que viven a ras del suelo ejercen en sentido contrario, haciéndose cargo del necesario efecto regulador.

Mi maestro Oskar Heinroth solía decir en su drástico estilo: “Junto con el vaivén del Argus macho, el ritmo de trabajo de la humanidad moderna es el producto de selección intra-específica más estúpido que se conoce.” Esta afirmación, en el momento en que fue pronunciada, era manifiestamente profética. Hoy, sin embargo, resulta una crasa subestimación, un clásico “Understatement [4] ”. En el Argus, al igual que entre muchos animales con caracteres análogos, las influencias del medioambiente impiden que la especie, por la vía de la selección intra-específica, se lance por caminos que conducen a lo monstruoso y, en última instancia, a la catástrofe. Ninguna potencia sanamente reguladora, similar a algunas de éstas, actúa sobre la evolución cultural de la humanidad que ha aprendido a dominar – para su desgracia – todas las fuerzas de su medioambiente extra-específico pero sabe tan poco sobre si misma que está inerme y expuesta a las satánicas consecuencias de la selección intra-específica.

“Homo homini lupus” – el hombre es el lobo para el hombre – es, al igual que el famoso dicho de Heinroth, un “understatement”. Lamentablemente, el ser humano, como único factor selectivo determinante de la próxima evolución de su propia especie, no es en absoluto tan inofensivo como incluso el más peligroso de los animales feroces. La competencia del hombre contra el hombre actúa, como no lo ha hecho cualquier factor biológico anterior, directamente en contra “del poder eternamente activo y sanadoramente creador” y destruye así casi todos los valores que este poder ha creado, con un frío y endemoniado puño cuya acción está exclusivamente determinada por consideraciones comerciales, ciegas a todo valor.

Lo que es bueno y útil para la humanidad como un todo, e incluso aquello que lo es para el ser humano individual, ha sido completamente olvidado bajo la presión competitiva de las personas entre si. La impresionante mayoría de las personas actualmente vivas percibe como valor tan sólo aquello que resulta exitoso y apropiado para sobrepasar al prójimo en la competencia despiadada. Cualquier medio que sirva a este fin aparece engañosamente como un valor en si mismo. Es posible definir al devastador error del utilitarismo como la

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substitución del fin por los medios. El dinero, originalmente, es un medio; el idioma coloquial todavía lo sabe, ya que se dice de tal o cual persona que “tiene los medios”. Pero ¿cuántas personas quedan todavía que consiguen entenderme en absoluto cuando les quiero explicar que el dinero, en si mismo, no representa valor alguno? Exactamente lo mismo sucede con el tiempo. La expresión “time is money” [5] le dice a todo aquél que considera al dinero como un valor absoluto que lo mismo vale para cada segundo de tiempo ahorrado. Cuando se puede construir un avión que habrá de sobrevolar el Atlántico en un tiempo algo menor que los aviones actuales, nadie se pregunta qué precio se pagará por ello a través de aeropuertos con pistas más largas y mayores velocidades de despegue y aterrizaje con su correspondiente mayor riesgo y mayor ruido. El ganar media hora es, a los ojos de todo el mundo, un valor en si mismo y, para conseguirlo, ningún sacrificio puede ser demasiado grande [6] . Todas las fábricas automotrices deben ocuparse de que los nuevos modelos sean un poco más veloces que los anteriores. Con ello, todas las calles deben ser ensanchadas, cada curva debe ser reconstruida, supuestamente por una cuestión de mayor seguridad pero, en realidad, para que podamos manejar tan sólo un poquito más rápido y, también, de un modo un poquito más peligroso.

Sería cuestión de preguntarse qué es lo que le causa un mayor daño al alma de la humanidad: si la codicia enceguecedora o el apuro devastador. Pero, sea cual fuere el más dañino, está en la orientación de los dueños del poder de todas las tendencias políticas promoverlos a ambos y aumentar hasta la hipertrofia las motivaciones que impulsan a las personas a ser competitivas. Por lo que yo sé, todavía no existe un análisis de psicología profunda de estas motivaciones pero creo altamente probable que, aparte de la avidez por propiedades materiales o por una posición jerárquica social más elevada, o ambas a la vez, también el miedo juega un papel muy esencial. Miedo a ser superado en la competencia, miedo al empobrecimiento, miedo a tomar decisiones equivocadas y a no estar – o a ya no poder estar – a la altura de toda la apremiante situación. El miedo en todas sus formas es con toda seguridad el factor más esencial que mina la salud del hombre moderno produciéndole alta presión arterial, genuina atrofia renal, infarto cardíaco prematuro y placeres similares. La persona ansiosa seguramente no está tentada solamente por la codicia. Las más fuertes tentaciones no podrían llevarlo a dañarse a si mismo de una forma tan enérgica. Está impulsado, y lo que lo impulsa sólo puede ser miedo.

La ansiedad con miedo y el miedo con ansiedad contribuyen a robarle al ser humano sus cualidades más esenciales. Una de ellas es la reflexión. Tal como lo he detallado en mi trabajo “Innate bases of Learning” [7] , a lo largo del enigmático proceso de hominización muy probablemente jugó un papel decisivo el hecho de que ese ser que con tanta curiosidad exploraba su medio ambiente, un buen día se descubrió a si mismo en el campo visual de su investigación. Este descubrimiento del propio ser no tiene en absoluto que haberse producido con aquél asombro ante lo hasta ayer sobreentendido que dio nacimiento a la filosofía. El sólo hecho de que, pongamos por caso, la mano sensible que aprehende llegó a ser vista y comprendida como una cosa del mundo exterior, al lado de las cosas externas aprehendidas y percibidas por el tacto, tiene que haber establecido una

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nueva relación cuyas consecuencias se hicieron determinantes de toda una nueva era. Es imposible que un ser desarrolle el pensamiento conceptual, el lenguaje hablado y la conciencia moral responsable si todavía no ha tomado conciencia de la existencia de su propio ser interior. Un ser que deja de reflexionar corre el riesgo de perder todas estas cualidades y todos estos caracteres específicamente humanos.

Una de las más malignas consecuencias de la ansiedad frenética, o bien y quizás del miedo directamente producido por esa ansiedad, es la evidente incapacidad de los hombres modernos de quedarse solos incluso por cortos períodos de tiempo. Evitan cualquier posibilidad de introspección y de meditación con temerosa diligencia, como si tuviesen miedo de que la reflexión los enfrente con un horrible retrato de si mismos, de un modo similar a lo que describe Oscar Wilde en su clásica novela de terror “The Picture of Dorian Gray” [8] . La cada vez más extendida adicción al ruido – que hasta resulta directamente paradójica en vista de la neurastenia generalizada – no se explica más que por el hecho de que algo debe estar teniendo que ser anestesiado. En ocasión de un paseo por el bosque, mi esposa y yo de pronto escuchamos una radio portátil cuyo barullo se aproximaba rápidamente y que un joven de unos 16 años llevaba en el portaequipaje de su bicicleta. Mi esposa observó: “¡Éste tiene miedo de escuchar el canto de los pájaros!” Yo creo más bien que solamente tenía miedo de verse por un solo instante en el peligro de encontrarse consigo mismo. Personas que por lo demás son bastante intelectualmente exigentes, ¿por qué prefieren las directamente estúpidas transmisiones comerciales de la televisión antes de quedarse a solas consigo mismas? Con toda seguridad sólo porque esto les ayuda a reprimir la reflexión.

Los seres humanos sufren, pues, bajo las presiones nerviosas y espirituales que les impone la competencia con sus semejantes. Aunque desde la más tierna infancia resultan adiestrados para ver progresos en todas las demenciales manifestaciones de esta competencia, es justamente en los ojos de los más progresistas que más nítidamente se puede ver el miedo que los impulsa, y son los más capaces y los más adaptados a “los tiempos que corren” quienes mueren de infarto particularmente pronto.

Aun haciendo la suposición injustificadamente optimista de considerar que la superpoblación de la tierra no seguirá aumentando en la inquietante proporción actual, la competencia económica de la humanidad consigo misma forzosamente resultaría ya de por sí suficiente para arruinarla por completo. Todo proceso circular con una retroalimentación positiva conduce, tarde o temprano, a una catástrofe y el fenómeno aquí tratado contiene varias de ellas. Aparte de la selección intra-específica comercial hacia un ritmo de trabajo cada vez más acelerado hay todavía un segundo proceso circular en acción sobre el cual Vance Packard llamó la atención en varios de sus libros y que tiene por consecuencia un progresivo aumento de las necesidades del ser humano. Por motivos obvios, todo productor buscará aumentar la necesidad del consumidor por los productos que fabrica. Muchos institutos “científicos” de investigación se ocupan exclusivamente de dilucidar la cuestión de qué medios serían los más adecuados para el logro de este aborrecible objetivo. La gran masa de los consumidores, sobre todo por los fenómenos

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tratados en los Capítulos I y VII, es lo suficientemente estúpida como para permitir este direccionamiento elaborado con los métodos de las encuestas de opinión y de investigación de mercado. Nadie se rebela en contra de tener que pagar, con cada tubo de pasta dentífrica o con cada hoja de afeitar, un empaque publicitario que muchas veces cuesta tanto o más que la mercadería propiamente dicha.

Los fenómenos suntuarios que surgen gracias al círculo endemoniado de una retroalimentación entre la producción y el fomento de las necesidades de consumo se convertirán en nefastas para los países occidentales, sobre todo para los EE.UU., por el hecho de que sus poblaciones ya no serán competitivas frente a las menos malcriadas y más sanas de los países orientales. De parte de los capitalistas dueños del poder resulta pues, sumamente miope mantener el procedimiento actual consistente en premiar y “condicionar” al consumidor con un aumento del “estándar de vida” para que prosiga en una competencia que le aumenta la presión sanguínea y le destruye los nervios.

Aparte de ello, estos fenómenos suntuarios conducen a un círculo de fenómenos perniciosos de una clase especial. Los mismos serán tratados en el próximo capítulo.