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JUAN SOLDADOIlustraciones: José Guadalupe Posada

2013 D.R. © Instituto Cultural de AguascalientesDirección EditorialVenustiano Carranza 101, Centro,Aguascalientes, Ags. [email protected]

ISBN impreso: 978-607-7585-81-7ISBN digital: 978-607-9444-04-4

Impreso en México

JUAN SOLDADO(CUENTO)

ILUSTRACIONESJOSÉ GUADALUPE POSADA

PRESENTACIÓN

Seguramente a ti, que estás leyendo esto, te gustan los cuentos. Es-tos relatos existen desde hace muchísimo tiempo y están presentes en todas las culturas del mundo. En un principio se inventaban, no sólo para divertir, sino también para dejar enseñanzas en los chicos y grandes. Lobos, cerditos, dragones, princesas, caballeros, magos, hechiceras y muchas otras criaturas fantásticas han poblado estas historias que nos siguen fascinando.

Pero no siempre los cuentos han tenido finales felices o perso-najes encantadores; hay algunos cuyas historias podrían parecerte tristes porque hablan sobre personas y sucesos trágicos. Existen relatos que se contaron infinidad de veces a los niños que vivieron en México hace poco más de un siglo y ellos nunca escucharon al final la famosa frase: “y vivieron felices para siempre”.

José Guadalupe Posada, el más célebre de los grabadores mexi-canos, ilustró esta historia que tienes en tus manos y que pretendía asustar a los niños para que se portaran bien. El Gobierno del Esta-do, a través del Instituto Cultural de Aguascalientes, te invita a que admires el trabajo que “Don Lupe” hizo para los niños mexicanos y que, además, conozcas algunos de los relatos que los estremecie-ron. ¿Te atreves?

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JUAN SOLDADO(CUENTO)

Juan Soldado había obtenido su licencia absoluta hacía cinco días, y cami-naba triste y pensativo pues el dinero que recibió al separarse del ejército apenas le alcanzó para comer cuatro días. Se sentó, fatigado y hambriento, al pie de un árbol, y pensando en su situación exclamó:

—Sería capaz de servir al diablo diez años con tal de tener el dinero que quisiera.

Apenas acabó de decir esto cuando vio delante de él a un individuo vestido todo de terciopelo rojo, y todo él rojo también. Este individuo le dijo a Juan:

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—Sé lo que deseas, y yo puedo satisfacer tus deseos; pero debes saber que no protejo a los cobardes.

Juan, que desde luego conoció a quien le hablaba, le dijo:—Claro que no soy un cobarde; tengo heridas que atestiguan que a nada

tengo miedo.—Pues mira a tu espalda. Juan volteó y vio un terrible mono del tamaño de un hombre que arma-

do de un formidable palo se le echó encima, lanzando terribles gruñidos. Juan Soldado, sin asustarse, lo esperó y, evitando el primer golpe, le metió la bayoneta, rematándolo a golpes con la culata del fusil.

—Veo —le dijo el individuo rojo— que eres valiente, y desde hoy cuenta con que tendrás lo que quieras, siempre que cumplas estas condiciones: te pondrás el vestido que llevo puesto, y siempre que metas mano al bolsillo lo hallarás lleno de dinero; te cubrirás con la piel del mono que acabas de matar, y durante diez años no te bañarás, ni peinarás, ni te cortarás el pelo ni la barba. Si en esos diez años cometes una mala acción, tu alma será mía; y si eres bueno, al cabo de ese tiempo serás completamente dichoso.

Juan Soldado aceptó y sin pérdida de tiempo se puso el traje del diablo, desolló al mono, se puso encima la piel y se alejó muy contento.

Lo primero que hizo fue meter la mano a los bolsillos del traje y vio que estaban repletos de relucientes monedas de oro. Cuando calculó cuánto po-dría reunir en diez años sin hacer más que sacar dinero de las bolsas, creyó volverse loco de contento. Podría reunir un tesoro como no lo ha tenido nadie en el mundo y sería dichoso mucho tiempo, pues Juan apenas tenía dieciséis años.

Desde que se había cubierto con el vestido del diablo, sintió en su cora-zón el deseo de hacer cuanto mal hay en el mundo, pero comprendiendo que este era un ardid del demonio para ganar su alma procuró vencer su mala inclinación y se dedicó a hacer todo el bien que pudo. Pronto su fama se extendió y la gente, que primero le huía por su mal aspecto, lo buscaba para pedirle ayuda.

Todos los días sacaba una buena cantidad de dinero de los bolsillos y dedicaba una buena parte para buenas obras. La otra la iba enterrando para formar un capital suficiente para cuando se cumpliera el plazo de los diez años.

Un día, cuando Juan Soldado enterraba una cantidad de dinero, lo sor-prendió un individuo de muy mal aspecto que parecía tener la intención de

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apoderarse del tesoro de Juan, pero éste se levantó dispuesto a defender su dinero y le preguntó a aquel sujeto qué deseaba. El otro le respondió:

—Quiero que me des ese oro que tienes ahí guardado o yo me apodero de él.

—Eso no es fácil —le dijo Juan—, pues ya ves que no soy manco y si quieres, haz la prueba.

—Pues ya lo veremos. Y aquel hombre intentó echarse sobre el hoyo donde estaba el oro; pero

Juan Soldado lo rechazó con tal violencia que lo aventó a gran distancia y antes de que pudiera reponerse se le echó encima, le sujetó el cuello con ambas manos hasta que ya casi lo ahogaba. Pero entonces aquel hombre arrojó por los ojos, por la boca y por la nariz un torrente de llamas que prendieron fuego en la piel de Juan, el cual, sin perder su serenidad, soltó a su enemigo y se arrojó en tierra, logrando así apagar el fuego que parecía que lo iba a devorar. Al levantarse dispuesto a seguir la lucha, vio que el hombre aquel se había transformado en el diablo con quien había celebrado su contrato. Y el diablo le dijo:

—He querido probar si de veras eres valiente y digno de mi protección, y por poco me sale cara la prueba, pues nada faltó para que me hubieras ahorcado. Cumples bien tu compromiso, pero para que tengas más mérito, voy a aumentar el mal aspecto que ya tienes y te daré la apariencia más horrible. Si sales bien, tienes asegurada mi protección; pero si no, tu alma será mía. Hasta la vista—. Y desapareció, convertido en una ligera nube de humo.

Juan se sintió satisfecho de sí mismo y, sin desanimarse para nada, con-tinuó el género de vida que se había propuesto.

Sin embargo, a pesar de tanto bien que hacía, la gente lo veía de mal modo. Y como su aspecto empeoraba cada día, ya no podía acercarse a ningún lugar habitado, pues creían que era un monstruo de especie desco-nocida. Varias veces estuvo a punto de ser asesinado a pedradas o a palos. Incluso una vez se formó un grupo de hombres armados con el fin exclusi-vo de perseguirlo para matarlo.

Al ver esto, Juan decidió huir de aquellos sitios y se escondió en los montes más espesos, con el riesgo de que lo devorara alguna fiera. Un día llegó a una selva muy espesa y rara. La tierra era roja, como si estuviera regada de sangre, y todos los árboles eran negros desde el tronco hasta la última hoja. Lo más raro era que estos árboles tenían formas de hombres y

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mujeres en distintas posiciones, y el aire que movía las hojas producía un ruido idéntico a gemidos.

Esto alarmó a Juan, pero con todo, se internó en aquella selva y caminó todo el día y toda la noche por ahí. Al día siguiente llegó a una especie de plazoleta donde vio a un hombre que estaba labrando la tierra con un aza-dón sumamente pesado. Al escuchar los pasos, el hombre levantó la cara y ya iba a huir cuando Juan le dijo:

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—No huya usted, pues ningún daño trato de hacerle. Soy una criatura humana y procuraré serle útil.

El labrador se detuvo y, mirando a Juan con admiración, dijo: —No extrañe a usted mi sorpresa, pues hace siete años que nadie pisa

esta selva sin que no sea convertido en árbol. Esto era antes un reino que yo gobernaba, pero vino un terrible encantador y como me negué a ven-

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derle a mis hijas, convirtió a mis súbditos en árboles y a mí me sentenció a sembrar. A mis hijas, que son cuatro, las convirtió en fuentes de agua. Sólo podría romper el encanto un hombre bastante valiente como para luchar contra él y sacarle un colmillo.

—Ya que he llegado aquí —dijo Juan Soldado—, procuraré desencantar este reino.

No había concluido de decir esto, cuando de entre los árboles salió un gigante que se dirigió hacia Juan lanzando chispas de furor:

—¿Quién eres tú —le preguntó—, que te has atrevido a traspasar mis dominios?

—Yo soy Juan Soldado, el hombre que te ha de vencer para librar a tanto infeliz de tu tiranía.

—Desgraciado —exclamó el gigante—, te venceré y te convertiré en as-querosa culebra.

Y diciendo esto se abalanzó sobre Juan, que esperándolo con valor logró dominarlo y lo arrojó al suelo. Y ayudado por el labrador, pudo a fuerza de golpes con el azadón sacarle un colmillo. En el mismo momento se oyó un trueno horrible y el gigante se convirtió en una enorme lechuza que voló por el aire, al mismo tiempo que se oía un gran tumulto de voces que ex-presaban alegría. La selva desapareció y Juan se encontró al lado del trono del rey, quien le dijo:

—El inmenso beneficio que me has hecho no puede recompensarse con nada; sin embargo, te ofrezco todos mis tesoros y partir contigo mi trono.

—Gracias, señor —dijo Juan Soldado—, pero soy mucho más rico que vuestra majestad y no podría gobernar un reino porque soy muy ignorante.

—Acepta, entonces —le dijo el rey— la mano de una de mis hijas—. Y diciendo esto, dejó a Juan Soldado.

Al poco tiempo volvió el rey con sus cuatro hijas. La mayor y la segunda, al ver a Juan, huyeron dando gritos de terror. La tercera, se desmayó. Sólo la más pequeña, que era la más bonita, se acercó a Juan, y tendiéndole su preciosa manita, le dijo con dulzura:

—Mi padre nos ha contado tu noble acción y el compromiso que ha contraído, que yo con gusto cumpliré si tú me recibes por esposa.

—Pues bien —le dijo Juan—, aquí tienes esta media medallita, y si pasa-dos cinco años no he vuelto, será porque he muerto y entonces rezarás por mí y estarás libre del compromiso.

Despidiéndose de la niña y del rey, Juan les juró que volvería a los cinco años para celebrar sus bodas.

Pasaron cinco años, y Juan Soldado fue al sitio en donde había encon-trado al diablo. Al poco tiempo apareció éste, que le dijo:

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—Has ganado y es justo que alcances la felicidad, que bastante cara la has comprado. Dame mi traje y toma el tuyo.

Juan se puso su ropa inmediatamente y se fue corriendo a un río cerca-no, ahí se bañó perfectamente. Se dirigió a una peluquería donde lo rasura-ron y le cortaron el pelo. También se compró un traje elegante y, transfor-mado, se presentó en el palacio del rey desencantado.

Era tan rico su traje, y tan bella y simpática su figura, que todos lo to-maron por un gran príncipe. Solicitó al rey una audiencia secreta y le fue concedida; en ella se dio a conocer con su futuro suegro y le rogó que lo presentara con sus hijas sin decirles quién era. En cuanto las tres mayores lo vieron, quedaron encantadas por la imagen de Juan. Y cuando el rey les dijo que aquel joven deseaba casarse, las tres se pusieron contentísimas y procuraron atraer su atención de Juan. Mientras tanto, la más pequeña per-maneció triste y pensativa, y ni siquiera se fijó en el joven.

Juan se despidió y regaló a las mayores joyas llenas de diamantes, y a la pequeña le entregó una caja que parecía no tener ningún valor. Pero la joven, obedeciendo a una natural curiosidad, la abrió y cuál no sería su sorpresa al ver el pedazo de medallita que se había llevado Juan.

Al día siguiente volvió Juan con un hermoso tren; y acompañado del rey y de toda la corte, llevó a la niña a la iglesia del palacio, donde se casaron. Las fiestas de celebración fueron soberbias, tocaron cuatro orquestas mag-níficas, a medio día hubo una gran comida en la que no faltaron los brindis con riquísimos licores; y por la noche se ofreció un refresco con multitud de helados, todos de un gusto delicadísimo. Después siguió el baile, que fue espléndido y entusiasta: miles de jóvenes bellísimas, vestidas con esmero y deslumbrante lujo, cruzaban en vertiginoso vals con sus elegantes parejas.

Se encontraban en lo mejor del baile, cuando Juan vio al diablo que lo llamaba. Cuando llegó con él, el diablo le dijo:

—Si quieres que tu dicha sea completa, es preciso que ahora mismo va-yas a buscar al gigante que tenía encantada a tu esposa, pues ha recobrado algo de su poder. Tiene otro reino encantado como tenía éste y quiere hacer lo mismo para vengarse de ti.

—Pero, ¿cómo podré llegar hasta él cuando he perdido mi anterior fi-gura? —dijo Juan.

—No temas —le contestó el diablo—, yo te daré la misma apariencia que tenías para que puedas pasar; pero para matar a tu enemigo necesitas usar el azadón que tenía el rey. El cual hallarás en el centro de la selva y debajo de la tierra al pie del tercer árbol de la derecha.

Inmediatamente se halló Juan con su anterior aspecto y frente a una selva semejante en todo a la anterior. Juan Soldado penetró con valor la

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selva y cuando llegó al centro de ella se puso a escarbar para encontrar el azadón. Apenas lo había descubierto cuando vio que el terrible gigante acu-día dando horribles alaridos. Juan se apoderó del azadón y se lanzó sobre el gigante derribándolo al primer ataque y sujetándolo por los cabellos, lo remató con varios golpes más. En cuanto el gigante expiró, el reino tomó su verdadera forma y Juan se halló en medio de una multitud que a toda costa quería hacerlo rey de aquel lugar; pero Juan se rehusó porque tenía que devolver al diablo el traje de mono, y así lo hizo.

Hasta la presente fecha, Juan y su esposa viven en su palacio felices, con bastante comodidad y opulencia.

Fin