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JEAN GIRAUDOUX LA LOCA DE CHAILLOT ACTO PRIMERO EL PRESIDENTE. — Siéntese, Barón. El camarero nos va a servir mi oporto especial. Tenemos que festejar este día, que se anuncia histórico. EL BARÓN.— ¡Venga ese oporto! EL PRESIDENTE. — ¿Un cigarro? Es de mi sello. EL BARÓN. — Preferiría una pipa turca. Me siento en una leyenda árabe, en una de esas mañanas de Bagdad en que los ladrones se encuentran, y antes de afrontar nuevas aventuras, se cuentan su vida. EL PRESIDENTE. — Por mi parte, estoy dispuesto. Sobre el mar de las aventuras es provechoso a veces hacer alto. Cedo a usted el honor. EL BARÓN. — Me llamo Juan Hipólito, Barón de Tom-mard... (Un cantante callejero se ha instalado delante de los parroquianos y canta el principio de "La Bella Polonesa".) EL CANTOR.— (Cantando). ¿Oyes tú la señal de la orquesta infernal? EL PRESIDENTE. — ¡ Camarero, eche a este hombre! EL CAMARERO. — Está cantando "La Bella Polonesa", señor. EL PRESIDENTE. — No le pregunto el programa, le digo que eche a este hombre. (El cantante desaparece.) EL BARÓN. — Me llamo Juan Hipólito, Barón de Tommard. Mi vida hasta los cincuenta años fue simple, y mi actividad se reducía a vender sucesivamente por cada una de mis amigas, una de las propiedades heredadas de mi familia. Cambiaba de lugares por sobrenombres: "Les Essarts" por Mémené, "La Maladrerie" por Linda, "Durandiére" por Daisy. A medida que el nombre del lugar era más francés el nombre femenino tornábase más exótico. Mi última propiedad fue Frotteau y mi último nombre, Anouchka. Siguió después un período más inestable durante el cual me vi obligado a corregir, por intermedio de un librero, los 1

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JEAN GIRAUDOUX

LA LOCA DE CHAILLOTACTO PRIMERO

EL PRESIDENTE. — Siéntese, Barón. El camarero nos va a servir mi oporto especial. Tenemos que festejar este día, que se anuncia histórico.EL BARÓN.— ¡Venga ese oporto!EL PRESIDENTE. — ¿Un cigarro? Es de mi sello.EL BARÓN. — Preferiría una pipa turca. Me siento en una leyenda árabe, en una de esas mañanas de Bagdad en que los ladrones se encuentran, y antes de afrontar nuevas aventuras, se cuentan su vida.EL PRESIDENTE. — Por mi parte, estoy dispuesto. Sobre el mar de las aventuras es provechoso a veces hacer alto. Cedo a usted el honor.EL BARÓN. — Me llamo Juan Hipólito, Barón de Tom-mard... (Un cantante callejero se ha instalado delante de los parroquianos y canta el principio de "La Bella Polonesa".)EL CANTOR.— (Cantando). ¿Oyes tú la señalde la orquesta infernal?EL PRESIDENTE. — ¡ Camarero, eche a este hombre!EL CAMARERO. — Está cantando "La Bella Polonesa", señor.EL PRESIDENTE. — No le pregunto el programa, le digo que eche a este hombre. (El cantante desaparece.)EL BARÓN. — Me llamo Juan Hipólito, Barón de Tommard. Mi vida hasta los cincuenta años fue simple, y mi actividad se reducía a vender sucesivamente por cada una de mis amigas, una de las propiedades heredadas de mi familia. Cambiaba de lugares por sobrenombres: "Les Essarts" por Mémené, "La Maladrerie" por Linda, "Durandiére" por Daisy. A medida que el nombre del lugar era más francés el nombre femenino tornábase más exótico. Mi última propiedad fue Frotteau y mi último nombre, Anouchka. Siguió después un período más inestable durante el cual me vi obligado a corregir, por intermedio de un librero, los ejercicios y problemas de los alumnos del Liceo Janson. Vuestro hijo, fijándose en la semejanza de nuestras letras, me confió incluso el cuidado de pasar sus copias en limpio. Esta asiduidad escolar que no había tenido en mi infancia me valió la recompensa prometida por la moral a los buenos estudiantes: vuestro hijo, a quien le presenté a Anouch-ka, me presentó a su vez a usted y, ante la sola mención de mi nombre —por así decirlo-— ha juzgado usted conveniente ofrecerme un asiento en el consejo de administración de la sociedad que usted funda hoy.EL PRESIDENTE.— ¡Mi turno entonces! Yo me llamo...LA VENDEDORA DE FLORES. — ¿Violetas, señor?EL PRESIDENTE. — Yo me llamo Emile Durachón. Ernestina Durachón, mi madre, se mataba trabajando para pagar mi pensión en el colegio; siempre la veía encorvada lavando. Cuando la evoco en mi memoria, no consigo concretar su rostro: es el de no sé qué venganza, que me observa con desprecio. ¡Qué vamos a hacerle! Expulsado del pensionado por haber constituido mi primera Sociedad Anónima, una biblioteca pornográfica que alquilaba a altos precios a mis camaradas, vine a París con la ambición de emular los métodos de los personajes célebres.

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Tuve un mal principio como recadero del diario "La Fronde" cuya directora, la ilustre Severina, me empleaba para trasladar los cadáveres al cementerio de animales de Asniéres, que ella había creado. Parece que mi naturaleza también me obliga a maltratar hasta los perros muertos. Tampoco tuve mejor suerte como portador de equipajes de Sarah Bernhardt, desde el día en que se le ocurrió contar sus maletas; ni como mecánico del campeón ciclista Jaquelín, desde el día en que contó sus neumáticos. Mis contactos con la gloria me dejaron hambriento, humillado y andrajoso, por lo que me dirigí hacia esos rostros inexpresivos y sin nombre que había observado en medio de la muchedumbre, en disimulado acecho. Mi fortuna estaba hecha. Un primer rostro lampiño, encontrado en pleno subterráneo, me proporcionó la ocasión de ganar mis primeros mil francos verdaderos a cambio de pasar piezas falsas de un franco. Otro no menos imberbe, pero con facha de bebedor, encontrado en la Plaza" de la Ópera, dio impulso a mi talento confiándome la dirección de un equipo de vendedores de pilas eléctricas falsificadas. Había comprendido. Después me bastó dirigirme hacia cada una de estas máscaras sin vida, sacudidas por tics nerviosos, agujereadas por la viruela, cuando tenía la suerte de percibirlas, para llegar a lo que me veis ahora: Presidente de once compañías, miembro de cincuenta y dos consejos de administración, titular de igual cantidad de cuentas en el Banco, y electo director de la Sociedad mundial en la cual usted acaba de aceptar un asiento. (Un trapero se ha acercado y se agacha.)EL PRESIDENTE.— ¿Qué busca aquí?EL TRAPERO. — Lo que usted ha dejado caer.EL PRESIDENTE. — Yo nunca dejo caer nada.EL TRAPERO. — Este billete de cien francos, ¿es suyo?EL PRESIDENTE. — Déme ese billete y largúese. (El trapero entrega el billete y se va.)EL BARÓN. — ¿Está usted bien seguro de que ese billete era suyo?EL PRESIDENTE. — Más que de él en todo caso. Los billetes de cien francos son de los ricos, no de los pobres. ¡Camarero! Cuide nuestro tranquilidad. ¡Esto parece una feria!EL BARÓN. — ¿Y sería una indiscreción, Presidente, preguntar el objeto de nuestra sociedad?EL PRESIDENTE. — No es indiscreción, pero tampoco costumbre: usted es el primer miembro de un consejo de administración que ha demostrado esa curiosidad.EL BARÓN. — Perdón. No la tendré más.EL PRESIDENTE.— Os perdono tanto más cuanto yo mismo ignoro todavía ese objeto.EL BARÓN. — Pero, ¿ tiene ya reunido el capital ?EL PRESIDENTE. — Tengo un corredor de Bolsa, al que estamos esperando.EL BARÓN. — ¿Dispone usted de un producto, de un yacimiento?EL PRESIDENTE. — Mi querido Barón, sabed que al fundarse una Sociedad no necesita un fin, sino un título. Nosotros, los aristócratas del negocio, nunca infligimos a nuestros accionistas la afrenta de pensar que suscribiéndose realizan una acción mercantil, sino que les ofrecemos un campo libre para su imaginación. Pues es a ésta únicamente a quien tenemos la ambición de servir, y no cometemos el error de los novelistas que se creen obligados, cuando han elegido un título, a escribir la novela en suplemento.EL BARÓN. — ¿Y cuál es el título de hoy?EL PRESIDENTE. — Lo ignoro todavía. Estoy nervioso, porque mi inspiración está atrasada... ¡Oh, mirad! He aquí una. Nunca la he visto más insinuante.EL BARÓN. — ¿Una mujer? ¿Dónde ve usted mujeres?EL PRESIDENTE. — No, una cara, una de esas caras de las cuales le hablaba antes. Este hombre sentado a nuestra izquierda, que bebe agua.EL BARÓN. — ¿Insinuante? Parece un mojón.

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EL PRESIDENTE. — Usted lo ha dicho. Uno de los mojones de la astucia humana, de la avidez, de la obstinación... Están plantados a lo largo de todos los caminos del juego, del acero, de la lujuria, del fosfato... Jalonan el éxito, el crimen, el presidio, y el poder. ¡Mire! Ya nos ha visto. Ha comprendido. Vendrá.EL BARÓN. — ¿No pensará usted confiarle nuestros proyectos ?EL PRESIDENTE. — Mi querido Barón, jamás he hecho una confidencia a mi esposa o a mi hija. Mis amigos íntimos, mis secretarios, han ignorado siempre todos mis secretos, hasta los más inocentes: mi primera secretaria, por ejemplo, no conoce mi verdadero domicilio. Pero, en cam-bio, es mi principio abrirme ante estos desconocidos que me ofrece el azar, cuando me dan la seguridad que inspira su cabeza inerte. Ninguno de ellos me ha traicionado. Estos labios torvos, estos ojos esquivos constituyen en nuestra esfera de trabajo una garantía de lealtad, de nuestra lealtad. Por su parte, él también me ha reconocido, y no vacilará en revelarme todo. Los signos a través de los cuales se reconocen los adeptos a una sociedad, a los aficionados a un mismo vicio, son pueriles comparados con los que usamos para identificarnos los hombres de fortuna, una palidez y un reflejo de muerte en la expresión. Él lo ha visto en la mía: acudirá en seguida. (Un sordomudo hace su ronda, colocando un sobre encima de cada mesa.) ¡Pero, querrán dejarnos! ¡Es una conjuración!... Recoja sus sobres, y rápido. (El sordomudo hace señas de que no oye.) ¡Camarero! No toque esos sobres, Barón. Este sordomudo es de la policía, que toma de ese modo las huellas digitales.EL BARÓN. — Pues lo consigue. ¡ Cuántas marcas!EL PRESIDENTE. — ¡Pobre policía! Siempre ingenua. Así no consigue más que las huellas inútiles: las de las gentes generosas y honestas. ¡Sordomudo, márchate o te haré encarcelar! (El sordomudo tiene una mímica extraordinaria.) Camarero, ¿qué está diciendo?EL CAMARERO. — Solamente Irma lo comprende, señor.EL PRESIDENTE.— ¿Qué Irma?EL CAMARERO. — Irma la fregona, señor. Ahí viene. (Aparece Irma, una muchacha angelical.)EL PRESIDENTE. — Líbranos de este hombre, muchacha, o llamo al gendarme. (El sordomudo continúa su mímica.) ¿Qué diablos estará diciendo?IRMA (interpretando la mímica). — Dice que la vida es bella...!EL PRESIDENTE. — No le incumbe a él tener una opinión sobre la vida.IRMA.— Y vuestra alma fea...EL PRESIDENTE. — ¿Mi alma o mi mujer? IRMA. — Las dos, las tres. Usted tiene dos mujeres.EL PRESIDENTE.— ¡Que venga el gerente! (El sordomudo e Irma desaparecen.) Y ahora, ¿qué más? (Un vendedor de cordones para zapatos se ha acercado.)EL VENDEDOR.— ¿Cordones para zapatos, señores?EL PRESIDENTE.— ¡Gendarme!EL BARÓN. — Justamente necesito unos.EL PRESIDENTE. — No compre nada a este hombre.EL VENDEDOR. — ¿Prefiere rojos o negros? Los suyos están muy usados, no se distingue el color.EL BARÓN. — Circunstancias afortunadas me permiten adquirir ambos pares.EL PRESIDENTE. — Barón, yo no tengo autoridad para darle órdenes. Solamente tengo autoridad para fijar en nuestra primera asamblea el porcentaje de su participación en los beneficios, así como la atribución eventual de un automóvil. Pero la situación me obliga a expresar modes-tamente mis deseos de que no le compre nada a este hombre.EL BARÓN. — ¿Cómo podría rechazar pedido tan simpático? (El vendedor se va.) Pero, ¿a quién

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volverá a colocar su mercancía este pobre diablo?EL PRESIDENTE. — No tiene usted por qué ayudarle. Una solidaridad intolerable permite a esta chusma prescindir de nosotros. Los vendedores de cordones para zapatos tienen por clientela a los vagabundos, a los desharrapados, a los vendedores callejeros de corbatas o juguetes mecánicos, los peones del mercado de La Halle... ¡De ahí su voz desdeñosa, su mirada insolente, su ignominiosa independencia. ¡No la favorezca! ¡Ah! He aquí a nuestro corredor. ¡Bravo! Su expresión es radiante. (Llega el corredor.)EL CORREDOR. — ¡Señor presidente, por justo título, la victoria es nuestra! Escuchad: podemos partir. (Un malabarista se ha acercado y hace juegos de manos con bolas de colores.)EL PRESIDENTE.— ¡Ardemos de impaciencia por escucharlo!EL CORREDOR. — Primero la emisión. El título había sido emitido a la par, cien igual cien. Fijo la acción del accionista a ciento diez, tasa de la acción del obligacionista, lo que me da el derecho a revenderla a ciento doce, por lo que su cuota se establece, después de una fluctuación provocada, a 91 1/5... Ligero rumor de guerra, lanzado por mis agentes. Resultado: pánico entre los compradores. Resultado: readquisición nuestra. (El malabarista juega con bolas de fuego.)EL PRESIDENTE. — Operación clásica, pero excelente.EL BARÓN. — ¿Puedo preguntar?EL PRESIDENDE. — No, toda explicación os confundiría.EL CORREDOR. — Para la obligación —cuidado— método inverso. Aseguro el alza normal mediante un descenso temporal. Hago negociable al portador el título nominal intransferible por la prolongación del retardo imperceptible y el anuncio del reparto ficticio del dividendo real. De donde: pánico entre los suscriptores. Dos suicidios cuando generalmente ocurre uno solo. De donde: readquisición completa de nuestra sociedad. Ligero rumor de paz y ¡ readquisición entusiasta por parte de aquellos suscriptores que mi primera operación no había arruinado completamente! (El malabarista juega con anillos de diamante. Un pequeño rentista se ha acercado y escucha con admiración.)EL PRESIDENTE.— ¡Maravilloso! ¿Cuántas partes hay reservadas en esta ganga para cada miembro del Consejo?EL CORREDOR. — Cincuenta, como habíamos convenido.EL PRESIDENTE. — ¿No le parece insuficiente?EL CORREDOR. — Bien, tres mil.EL PRESIDENTE. — ¿Comprende usted, Barón?EL BARÓN. — Empiezo a nacerlo.EL PRESIDENTE. — Pero, ¿y la inversión?EL CORREDOR. — ¿La inversión? Es mi obra maestra. Por medio del inspector titular, encargado de la dirección de los grandes trabajos; suscribo para bloqueo y vuelvo a llevar sobre la caja de calzas el seguro obrero previsto por los cierres del "Massif Central". El complemento, reservado al pequeño ahorro es depositado íntegramente en la Sociedad General y en el Crédito Lionés, que nos dan una póliza del centesimo autorizado. Queda la reserva inmóvil, que podría-mos clasificar bajo la rúbrica de Fondos Corrientes, pero que gravaría así el impuesto sobre el capital devuelto.EL PRESIDENTE. — Evidentemente. Ahí está el escollo...EL CORREDOR. — Escollo salvado de un salto. Por medio del inspector de finanzas en misión permanente junto al comité provisorio de textiles convertí en lignito la reserva admitida para el algodón, como lo prevé, para las materias primas, el párrafo once del decreto sobre los tejidos manufacturados.EL PRESIDENTE. — Dios mío, ¡qué inspiración!

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EL CORREDOR. — De donde: ataque de aplopejía de nuestro enemigo de la calle Feydeau en plena Bolsa. Gran expectación en el mercado y por fin ¡readquisición total por La Unión! Naturalmente, inmediata avalancha de suscripto-res provincianos, avisados por la agencia. Y aquí estamos, señor Presidente. Nuestra jornada se colma con la absorción total de los títulos; la gente se aglomera a las puertas de nuestras oficinas de la calle Valmy y de la avenida Verdún.EL PRESIDENTE. — ¡Qué bellos nombres!EL RENTISTA. — Un recibo, señor, por favor. (Precipitándose.)EL CORREDOR. — ¿Qué he recibido?EL RENTISTA. — Mis economías, señor. Helas aquí. Toda mi fortuna. He escuchado y comprendido. Me confío a usted en cuerpo y alma.EL CORREDOR. — Si usted ha comprendido, sabrá que entre nosotros es el cliente quien da el recibo.EL RENTISTA.— ¡Naturalmente! ¿Dónde tenía yo la cabeza? Aquí está. Mi agradecimiento eterno, señor. (Se va. El malabarista termina sus juegos en el cielo: las anillas no vuelven a caer; pero el cantor ha regresado.)EL CANTOR. — (Cantando). ¿Oyes tú la señal

de la orquesta infernal?EL PRESIDENTE. — ¡Se callará de una vez! ¿No tiene más que hacer que repetir esos dos versos como una cotorra?EL CAMARERO. — Son los únicos que conoce. Es imposible encontrar "La Bella Polonesa" en las casas de música; así que confía en que un día algún oyente le enseñe la continuación.EL PRESIDENTE.— No seré yo, desde luego. ¡Que se vaya al diablo! (Un buhonero que pasa, bastón en mano, se detiene familiarmente cerca de ellos.)EL BUHONERO. — Ni yo, querido señor. Y más cuanto que estoy en el mismo caso de él, por la única canción que canté en mi infancia..., una mazurca, también, si ello os interesa.EL PRESIDENTE. — No me interesa en absoluto.EL BUHONERO.— ¿Por qué se olvidan tan fácilmente las palabras de las mazurcas, querido señor? ¡Sin duda se fundan en el ritmo endiablado! De la mía recuerdo solamente los dos primeros versos: "De l'Espagne a l'Angleterre

j'ai gouté, tour á tour..."EL PRESIDENTE. — Este café es, verdaderamente, la feria de las maravillas.EL CANTOR. — (Que se acerca, siguiendo). Le vin blond, la douce hiere et l'ivresse et l'amour! EL BUHONERO. — ¡ Qué suerte! Gracias a este cantor, recuerdo las palabras. ¡Helo aquí, el milagro! (Canta.) J'ai vu des beautés divines

au pays du soleil...EL PRESIDENTE.— ¡Le ruego! EL CANTOR. — Me verser de leus mains fines un néctar sans pareil! EL PRESIDENTE.— ¡Largúense! CANTOR Y BUHONERO (a dúo).— Mais pour jamáis j'ai gardé souvenance... EL PRESIDENTE. — ¡Silencio! (El cantor y el buhonero se van. El personaje lampiño se levanta de su silla, se acerca al grupo y se sienta, en medio de un silencio expectante. Por fin se decide a hablar.) EL DESCONOCIDO. — ¿Entonces? EL PRESIDENTE. — Necesidad de una idea. EL DESCONOCIDO. — Necesidad de fondos. EL PRESIDENTE. — Para una Sociedad, urgente.

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EL DESCONOCIDO. — Para una ramera, antes de mediodía. EL PRESIDENTE. — Se trata de un título. EL DESCONOCIDO. — Se trata de quinientos mil. EL PRESIDENTE. — Un título claro, sin equívoco. EL DESCONOCIDO. — Cheque, no. EL PRESIDENTE. — Comprendido.EL DESCONOCIDO. — Perfecto. He aquí vuestro título: Unión Bancaria del Subsuelo Parisién... (Se instala, como lo han hecho los otros, para contar su historia.)EL PRESIDENTE. — Excelente. Pague, corredor. (El corredor paga.) Ahora explique.EL DESCONOCIDO. — Me llamo Roger Van Hutten. No es mi nombre. No tengo ninguno. Soy hijo de un fabricante de bragas de Arras, quien no quiso reconocerme. De ahí surgió mi carrera. Resuelto a no mostrar nunca mi acta de nacimiento, me aparté de la vida en la que hay que presentarse a exámenes, casarse, ser soldado o heredar, en resumen, donde se requiere cédula de identidad, y entré donde no se la necesita. Me mezclé con los objetos que también carecen de él: fósforos belgas, puntillas y cocaína. Libros especiales también. En toda vida de aventurero hay un período en el cual se saca provecho de la lujuria humana. La obligación en que vi de empujar a un aduanero más allá de la frontera sin regreso, me ofreció la ocasión de embarcar como pañolero por un río que resultó ser el de la Malasia. Pude allí desempeñarme y organizar un contrabando de cuernos de rinoceronte, base de todos los medicamentos chinos. Para esta caza prohibida bajo pena de muerte, armaba a los indígenas de trabucos tan cargados de pólvora que era necesario atarlos fuertemente al árbol desde donde ejercían su vigilancia. Allí los abandonaba después, llevándome al monstruo. Amenazado por la policía de ser marca-do a fuego sobre la piel, me escapé hacia Sumatra donde mi conocimiento del ajedrez —juego nacional de la isla— me valió de un jefe nativo su simpatía y su hija. Ella me dio un niño a quien no tuve necesidad de reconocer pues allí es el hijo quien reconoce al padre, si lo juzga digno, a su mayoría de edad. Abusando de la confianza de mi esposa pude localizar una fuente petrolífera, considerada sagrada e inaccesible a la curiosidad de los blancos, y mostrársela a la Compañía Lloyd, la que me admitió entre el personal altamente considerado de sus buscadores de minas... Mi esposa pasó por traidora y murió empalada.EL PRESIDENTE.— ¡Prospector! ¡Usted es prospector!EL PROSPECTOR. — Para serviros. Pues imagina que esta sola palabra de prospección indica mi idea.EL CORREDOR.— ¡Es maravillosa!EL BARÓN. — ¿La prospección? No entiendo.EL PRESIDENTE.— ¡Pero, Barón, es la reina actual del mundo! Es ella la que localiza en las entrañas de la Tierra ese depósito de líquido o metal sobre el cual se funda el más fuerte, el único grupo humano que tolera nuestra época, cansada de formas nacionales o patriarcales, ¡la Sociedad Anónima! ¡El señor Prospector nos colma! Nos propone asentar la nuestra sobre un campo de prospección.EL PROSPECTOR. — Exactamente.EL PRESIDENTE. — Es Sumatra, sin duda.EL PROSPECTOR. — Mucho más cerca.EL PRESIDENTE. — ¿En Marruecos? Está de moda.EL PROSPECTOR. — Mucho más cerca todavía... Mi título os lo dice... En París.EL PRESIDENTE. — ¿En París? ¿Sitúa usted yacimientos en el subsuelo de París?EL CORREDOR. — ¿De oro?EL BARÓN.— ¿De petróleo?

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EL PROSPECTOR. — ¿Qué buscan ustedes, señores: una napa, un filón o un título?EL CORREDOR. — Un título para nuestros accionistas. Un filón para nosotros.EL PRESIDENTE. — ¿No habrá usted hablado sin pensar, Prospector? ¿El subsuelo de París oculta millones?EL PROSPECTOR. — Estoy convencido. Aunque nadie lo sepa todavía, París es el lugar más inexplorado del mundo.EL BARÓN. — Inconcebible. ¿Y por qué?EL PROSPECTOR. — Querido Barón, los demonios o los genios que velan sobre los tesoros subterráneos lo hacen con gran celo. Y quizás tienen razón. Cuando hayamos vaciado nuestro planeta de sus equilibrios y dosificaciones internas hay peligro de que un día se arriesgue a tomar un curso ajeno a la gravedad en los caminos del cielo. Peor para nosotros. Puesto que el hombre ha preferido ser, no el habitante, sino el jockey de su globo, debe soportar los riesgos de la carrera. Pero la tarea de prospector es dura.EL PRESIDENTE. — Ya sé: las chinches azules en Tabriz, el riesgo de ser despellejado en las Célebes.EL PROSPECTOR. — Si usted quiere. La fe y los mártires han pasado en este siglo de los carburantes. Pero la peor arma de nuestros enemigos es el chantaje. Disponen de la superficie de la tierra bajo la forma de pueblos o ciudades, bellezas que el respeto humano impide librar a nuestra explotación o, mejor dicho, saqueo, pues por donde pasamos ni la hierba ni los monumentos vuelven a crecer. Convencen a los espíritus retrógrados que estas reacciones mediocres que son el recuerdo, la historia, la intimidad humana, deben tener preferencia sobre los metales y líquidos infernales.... Dejan jugar a las criaturas aquí mismo, sobre los lugares mejor designados por el cateo. ¡El oro del Rin está mejor guardado por sus gnomos que el oro de París por sus guardianes de plaza!EL PRESIDENTE. — Indíquenos el sitio exacto a excavar, Prospector. Cuento con una ayuda que nos proporcionará el permiso, aunque se tratara del centro de las Tullerías.EL PROSPECTOR. — ¿Cómo indicaros con exactitud en esta ciudad que se ha convertido en depósito del pasado? Dejan acumular en todos los puntos sensibles —alrededor de las encrucijadas, al borde de las colinas, en las terrazas de cafés y. jardines, en el flanco de los cementerios— los sedimentos espirituales que han depositado a través de siglos las almas ilustres en combate y amor. Confieso que me desoriento. Por todas partes, en estos barrios donde distingo los efluvios del betún de hierro, del platino, un efluvio más fuerte se desprende de las generaciones muertas, de los apasionados vivos, y disipa el otro o lo enturbia. Doquier la aventura humana se divierte en confundirme a costa de la aventura mineral... Aquí mismo...EL BARÓN. — ¿Aquí mismo? ¿En Chaillot?EL PROSPECTOR. — ¿Usted frecuenta los cafés de Chaillot, Barón?EL BARÓN. — Desde hace treinta años. Y no sin asiduidad.EL PROSPECTOR.— ¿Y ha probado usted el agua?EL BARÓN. — Siempre he postergado la experiencia.EL PROSPECTOR. — El prospector es el catador de agua. El agua es la gran denunciadora de los secretos de la tierra, y el bello manantial no es más que una traición a sus entrañas. Así, ayer, en esta misma mesa, me he estremecido en esperanza al primer trago del agua de mi botella. He bebido un segundo vaso, un tercero, un quinto... ¡No me equivocaba! Mis papilas se dilataban bajo el gusto de la caricia para el prospector: el gusto a petróleo.EL CORREDOR.— ¡Petróleo en Chaillot!EL PRESIDENTE.— ¡Dios mío! ¡Rápido, camarero, una botella de agua y tres vasos! Ésta será a mi cuenta, Barón. ¡Vamos a beber por la Unión Bancaria!

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EL BARÓN. — Encantado...EL PROSPECTOR. — No agradezca. Va usted a beber un agua insípida: el sabor ha desaparecido, hasta para mí. Nuestros enemigos los demonios me lo han prevenido: han dispuesto alrededor de este café una atmósfera, una animación, que ha distraído mis sentidos. No piensen ustedes que la pesadez del aire en el atardecer de ayer, la belleza de las mujeres que pasaban, no haya tenido su razón. Ni esta mañana la ronda de todos estos truhanes ante nuestras mesas. Ha sido con el fin de debilitarnos, enervarnos, empujarnos hacia el champagne, rápido en devolver su gusto al agua pura. Acabo de probar nuevamente la experiencia. En vano. No he podido impedir que el camarero me contara que antaño, en esta misma plaza, Moliere, Racine y La Fontaine venían asiduamente a beber su vino de Auteuil. Estaba de acuerdo con ellos; han trasformado mi agua en aguapié.EL PRESIDENTE.— ¡Pero usted tiene un plan! Un hombre como usted debe tener un plan.EL PROSPECTOR. — Sin duda.EL PRESIDENTE. — ¿Podemos conocerlo?EL PROSPECTOR. — Sí, pero que cada uno de ustedes, con una confidencia, me dé primero prueba de su discreción.EL PRESIDENTE. — Es bien justo.EL PROSPECTOR. — Con nombres y fechas.EL PRESIDENTE. — Eso se sobreentiende. Comienzo: El buque carguero mixto "Santa Bárbara" declarado totalmente perdido con su carga el 24 de diciembre de 1930 había sido equipado totalmente por mí para este naufragio y asegurado al triple de su valor a mi exclusiva cuenta. Era el día de Navidad, pues recuerdo que me dieron la noticia durante la misa de medianoche. A usted corresponde, Barón.EL BARÓN. — La joven Chantal de Lugre, que se disparó el jueves 3 de mayo de 1927 una bala de revólver en la frente, no había podido comprarme al precio por mí estipulado, unas cartas muy interesantes. Era un jueves, estoy seguro; su hermanito no había ido a clase y jugaba cerca de ella. Pero no murió: solamente quedó ciega. A usted le toca, Corredor.EL CORREDOR. — Yo he sido tesorero y depositario, desde el 16 de abril de 1932 por la tarde, hasta la mañana del 17 de abril, de los bonos y socorros para los damnificados por las inundaciones del Mediodía.EL PROSPECTOR. — Perfecto. Es suficiente.EL CORREDOR. — Era exactamente entre el 16 y 17 de abril. El 17 de abril es el cumpleaños de mi querida madre.EL PROSPECTOR. — He aquí mi plan. Dios mío, ¿qué significa esta figura? (La Loca de Chaillot aparece. De, gran dama: falda de seda con cola, pero recogida por un broche de metal; zapatos Luis XIII; sombrero María Antoniela; impertinentes sujetos por una cadena; un camafeo. Llcvn una cestilla. Contornea la terraza, se detiene a la altura del grupo y saca de su escole un timbre de comedor, que Jiace sonar. Aparece Irma.)LA LOCA. — ¿Están listos mis huesos, Irma?IRMA. — Hoy habrá pocos, condesa. Pero son de pollo tierno. Vuelva dentro de diez minutos.LA LOCA.— ¿Y mi molleja?IRMA. — Trataré de salvarla. Hoy el cliente está comiendo todo.LA LOCA. — Si se come mi molleja, guárdame el intestino, El gato de la Plaza Tokio lo prefiere a tu bazo. (Reflexiona, se adelanta un paso y se detiene frente a la mesa del Presidente.)EL PRESIDENTE. — ¡Camarero, haga circular a esta mujer!EL CAMARERO. — Me guardaré bien, señor. Está en su casa.EL PRESIDENTE. — ¿Es la dueña del café?

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EL CAMARERO. — Es la Loca de Chaillot, señor.EL PRESIDENTE. — ¿Una loca?EL CAMARERO.— ¿Por qué una loca? ¿Por qué tiene que ser una loca?EL PRESIDENTE.— ¡Pero si usted lo está diciendo, idiota!EL CAMARERO. — ¿Yo? Yo digo cómo la llaman. ¿Por qué loca? No le permito que la insulte. Es la Loca de Chaillot.EL PRESIDENTE.— ¡Llame al gendarme! (La Loca de Chaillot silba con los dedos. Aparece el recadero con tres echarpes sobre el brazo.)LA LOCA. — Y bien, ¿has encontrado mi boa?EL RECADERO. — Todavía no, condesa. He encontrado estas tres echarpes pero no la boa.LA LOCA. — En cinco años que hace que la perdí hubieras podido encontrarla.EL RECADERO. — Tome una de estas echarpes; nadie las reclama.LA LOCA. — Me parece que es bien fácil ver una boa con plumas doradas de tres metros de largo.EL RECADERO. — La azul es muy bonita.LA LOCA. — ¿Con el cuello rosa del corsage y el velo verde del sombrero? Bromeas. Dame la amarilla. ¿Va bien?EL RECADERO. — Divinamente. (Con un movimiento coqueto, la Loca lanza su echarpe hacia atrás, derramando el vaso del Presidente sobre su pantalón, y se va.)EL PRESIDENTE.— ¡Camarero! El gendarme. Me quejo.EL CAMARERO. — ¿Contra quién?EL PRESIDENTE.— ¡Contra ella! ¡Contra usted! ¡Contra todos ellos! Ese cantor, ese vendedor de cordones, esa loca...EL BARÓN. — ¡Cálmese, señor Presidente!EL PRESIDENTE. — ¡Jamás! He aquí a nuestros verdaderos enemigos, Barón. ¡De ellos debemos limpiar París antes de iniciar ningún negocio! Estos fantoches todos diferentes de color, talla, aspecto. ¿Cuál es la única salvaguardia, la única condición de un mundo verdaderamente moderno? El tipo único de trabajador, el mismo rostro, las mismas ropas, el mismo gesto y las mismas palabras. Así solamente el dirigente llega a creer que un solo ser humano suda y trabaja. ¡Qué facilidad para su vista, qué reposo para su conciencia! ¡Y ved! Ver en el barrio mismo que es nuestra cindadela, que cuenta en París con el mayor número de administradores y millonarios, surgir y agitarse ante nuestras barbas a estos fantasmas de la farándula, de la juglaría, de los que estafan en los restaurantes. Estos espectros de carne y hueso de la libertad, de aquellos que no saben las canciones que tienen que cantar, de oradores que resultan sor-domudos, de pantalones desgarrados en las nalgas, de flores que no son flores, de timbres de comedor que salen de los escotes! Nuestro poder expira allí donde subsiste la pobreza feliz, la domesticidad despreciable y criticona, la locura respetada y adulada. Y si no..'. ¡ ved esa loca! El camarero la instala con la mayor cortería, y sin que ella vaya a efectuar ninguna consumisión, en el mejor lugar de la terraza. Y la florista le ofrece gratis un iris gigante, que se coloca en el ojal de su bata... E Irma corre... Pienso en el escándalo que provocaría, siendo todo un Presidente, si me colocara en la sópala un gladiolo y me pusiera a gritar a voz en cuello, en esta respetable plaza, y ante este símbolo oficial de la amistad franco-belga: "¡Mis huesos y mi molleja, Irma!" (Ha gritado. Desde las otras mesas lo miran con reprobación.)EL CORREDOR. — Cálmese, Presidente, y tenga confianza en mí. Elimino esta plaga en dos días.EL PROSPECTOR. — He aquí mi plan.EL PRESIDENTE. — Hable bajo. Nos están mirando.EL PROSPECTOR. — ¿Sabe usted lo que es una bomba, Presidente ?

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EL PRESIDENTE. — Tengo entendido que es una cosa que explota.EL PROSPECTOR. — ¿Y sabe usted quién habita ese pabellón, en el rincón del muelle?EL PRESIDENTE. — No tengo esa suerte.EL PROSPECTOR. — Mi adversario. Mi único adversario. El ingeniero que desde hace veinte años rehusa todo permiso de prospección para París y sus alrededores. El único personaje que he encontrado en este bajo mundo insensible a nuestros argumentos.EL PRESIDENTE. — Somos todos oídos. ¡Dios mío! ¿Qué quiere todavía este otro? (Un viejecito avanza sorteando las mesas, acicalado, enguantado, los bolsillos al aire.)EL VIEJECITO. — Su salud solamente, señor, o mejor dicho, la salud de sus pies. Cuando el pie marcha, todo marcha. Oficial de Salud Jadin retirado de la Marina. Especialista en Gabon en arrancar garrapatas; actualmente, en ablandamiento de durezas y callos. En casos de urgencia, Marcial os dará mi dirección. Para operaciones inmediatas estoy allí, en esa mesa, todo el día. Y esa vesícula, Marcial, ¿marcha?MARCIAL. — ¿Un pernod?EL VIEJECITO. — Mi pernod. Mis pernods. (Descubre a la condesa. La llama.) ¡Salud, condesa! Y ese riñon izquierdo, ¿flota un poco menos? (Signo negativo de la condesa.) Fluctuat nec mergitur. No tenga miedo.EL PRESIDENTE.— ¡Es para volverse loco! ¡Vamonos de una vez!EL PROSPECTOR. — No. Es desde aquí que presenciaremos nuestro espectáculo. Falta poco para mediodía, ¿no?EL PRESIDENTE. — Cinco minutos.EL PROSPECTOR. — Pues en cinco minutos el pabellón de nuestro enemigo el ingeniero, volará. Un joven que no me puede rehusar ningún pedido, está depositando una ligera carga de dinamita.EL BARÓN.— ¡Cielos! Parece que a usted le gustan las soluciones modernas dentro de la prospección.EL PRESIDENTE. — Error. Esta solución entre nosotros es corriente pero legendaria; para conseguir un tesoro, siempre ha sido necesario matar al dragón que lo custodia.EL PROSPECTOR. — En nuestra clase de negocios, Barón, rendimos a las gentes honradas el homenaje que merecen, haciendo de la honestidad un peligro de vida tan grande como el crimen. Es también un axioma de la prospección que cerca del petróleo un cadáver nunca huele.EL BARÓN.— ¿La explosión del pabellón no puede alcanzarnos?EL PROSPECTOR. — No tenga ningún temor. Pero, ¡ dése vuelta! Nos vigilan: finjamos que estamos sumergidos en nuestra discusión. Os escuchamos, señor corredor: usted no puede quedar en deuda con nosotros.EL CORREDOR. — Me llamo Jorge Chopin. Ningún parentesco con el músico, pero le debo mi sobrenombre. Sin él, no hubiese escuchado durante toda mi vida, a mi paso, frases como ésta: "El pianista nos ha vendido"; o bien: "El pianista tiene para dos años"; o bien: "Disparen contra el pianista". Hijo de una madre pobre pero deshonesta, quien aseguraba en la calle Tiquetone la readquisición de los bonos del Montepío, he dedicado mi vida a esta mujer. Era para ofrecerle un corsé de medida, pues es obesa y contrahecha, que olvidé a los quince años llevar al comisario un portafolio encontrado en el suelo; era para ofrecerle una tabaquera de oro, pues ella masca tabaco, que he posado a los 18 años para el cine especial; para instalarla en Co-lombes, a causa de su asma, que durante siete años, por cuenta del ujier de Charonne, aseguré la expulsión de los locatarios insolventes. Operación delicada en principio, con mujeres que lloran, criaturas que gritan, niñas que quieren guardar un mueble y se agarran a él

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desesperadamente. La idea de mi madre me sostenía, y llegué a ser un maestro en el arte de abrir a la fuerza los bracitos infantiles. Mi reputación llegó pronto a tal grado que un comisionista me envió a Buenos Aires para expulsar a trescientas familias italianas de un bloc que la policía no había logrado despejar. El 17 de abril se aproximaba, y mi madre deseaba una esmeralda, una esmeralda de hombre, puesto que sus dedos son excesivamente gruesos. En ocho días el bloc estaba vacío de sus habitantes con sus muebles, comprendidas trescientas muñecas. Mientras tanto, en la ciudad, y a propósito de una carestía de alimentos en Oriente, había recibido algunas nociones de comisionismo y secuestro de trigo, asegurando así mi vocación definitiva. Mi madre vive todavía; el abuso de las grasas y del Benedictine le suprime lentamente la conciencia, pero todos los 17 de abril me reconoce y me tiende, para recibir un nuevo regalo, su mano sobrecargada de brazaletes y anillos que espero no tener que arrancarle —¡querida madre!— hasta un día aún lejano... He terminado. Como ven, será para un juego de niños limpiar Chaillot de esa horda.EL PROSPECTOR. — Perfecto. Ya es mediodía... ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? (Entra el salvavidas del Puente del Alma trayendo un cuerpo.) ¡Es Pedro! ¿Qué ha ocurrido? ¡Eh, usted!, ¿qué lleva ahí?EL SALVAVIDAS.— Un ahogado. Mi primer ahogado. ¡Soy el nuevo salvavidas del Puente del Alma!MARCIAL. — Tiene más bien el aspecto de haber sido desmayado a golpes; su ropa está seca.EL SALVAVIDAS. — Golpeado también, es cierto. Estaba saltando la baranda y lo desmayé para que no resistiera. Nuestras reglas son formales: desmayar al ahogado para que no nos arrastre al fondo del agua.MARCIAL. — Pero sobre tierra firme...EL SALVAVIDAS. — Es mi primer salvado, señor. Me he hecho cargo del servicio esta mañana.EL PROSPECTOR. — ¡El idiota nos va a denunciar! ¡Dónde diablos habrá dejado la pólvora!EL PRESIDENTE.— ¡Hay que evitar un escándalo a cualquier precio, o nuestra Unión peligra! (El salvador sopla sobre la garganta del muchacho y le hace tracciones rítmicas.)EL PROSPECTOR (acercándose). — ¿Qué está usted haciendo ?EL SALVAVIDAS. — Agito su tórax. Infiltro mi aire en su faringe. Socorros para ahogados.EL PROSPECTOR. — ¡Pero si no está ahogado!EL SALVAVIDAS. — Cree que lo está.EL PROSPECTOR. — Se cree ahogado pero es un ahogado terrestre. Sus recetas para ahogados de agua no sirven en este caso.EL BARÓN. — ¡Bravo, prospector! Ya entiendo.EL CORREDOR. — Es un retardado. ¡No vacilemos!EL SALVAVIDAS. — Pero entonces, ¿ cómo hacerlas eficaces ?EL PROSPECTOR. — Vuelva a arrojarlo al Sena. Espere a que esté verdaderamente ahogado. Entonces su socorro será eficaz.EL SALVAVIDAS. — En efecto. Es lógico.EL PROSPECTOR. — Tírelo en el sitio exacto desde donde saltó. Es allí donde el río tiene más remolinos. Y no se zambulla usted hasta después de un minuto. ¡No querrá usted, imagino, salvarlo sin mérito!EL SALVAVIDAS. — ¡Con peligro de mi vida! Es tan simpático ... Pero os debo una confesión: no sé nadar.EL PRESIDENTE. — Aprenderá en el agua. ¿Acaso sabía usted respirar cuando vino al mundo?EL SALVAVIDAS. — Evidentemente que no, ¡vamos!...EL OFICIAL DE SALUD JADIN. — Perdón, señores. Perdón si intervengo en el incidente. Pero es

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mi deber profesional señalarles que la respiración intrauterina ya no es puesta en duda por nadie, y, que el día de su nacimiento, el señor salvavidas sabía ya, no solamente aspirar y expirar, sino toser e hipar.EL PRESIDENTE. — ¡Qué quiere ahora este imbécil!EL SALVAVIDAS. — ¿Entonces corro el riesgo de ahogarme?EL OFICIAL DE SALUD JADIN. — Nunca he oído hablar de natación intrauterina. ¡Se va a hundir usted como plomo!EL PRESIDENTE. — ¿Quién le pide su opinión? ¡Nos rompe usted la cabeza con sus charlatanerías de clínica!EL SALVAVIDAS. — Perdón, perdón, señores. Estas charlatanerías me interesan en alto grado; nosotros, los salvavidas, tenemos también entre nuestros cometidos el cuidar los alumbramientos callejeros, y todo lo que el profesor me pueda enseñar al respecto será para el barrio y para mi futuro de importancia vital.EL PRESIDENTE.— ¡Están locos!EL OFICIAL DE SALUD JADIN. — Enteramente a sus órdenes.EL PRESIDENTE. — ¡Salvavidas!EL SALVAVIDAS. — ¿Es verdad, señor profesor, que hay que distribuir el pelito del recién nacido a todas las personas que han presenciado el nacimiento?EL PRESIDENTE.— ¿Cómo podríamos hacerlos callar, corredor?EL OFICIAL DE SALUD JADIN. — Exacto. ¡Si no, la nodriza se muere al año! Todas estas supersticiones populares se fundan en la verdad cósmica. Con respecto a las abejas, por ejemplo, nada más exacto que el enjambre disminuye si se olvida poner un paño negro sobre la colmena cuyo propietario ha muerto.EL CORREDOR. — Salvavidas, si usted no viene al instante...EL SALVAVIDAS. — Un minuto. No creo tener a las abejas entre mis atribuciones... Pero, ¿es verdad que, por una extraña anomalía, el primero de los mellizos venido al mundo es el menos viejo y el que no hereda?EL OFICIAL DE SALUD JADIN. — Exacto también. Si los nacimientos ríe mellizos han tenido lugar a caballo durante la noche de San Silvestre, el mellizo más viejo tiene hasta un año menos que su hermano menor. Hace su servicio militar un año más tarde. Es para controlar estos casos que las reinas deben dar a luz delante de testigos. Volviendo a las abejas, quiero remarcaros que aquellos que aseguran las propiedades antiartríticas de sus aguijones, son miserables a sueldo de los intereses del droguero.EL SALVAVIDAS.— ¡Apasionante! ¡Ah, los misterios del nacimiento, tan próximos y a la vez tan lejanos de los misterios del salvamento!EL OFICIAL SANITARIO. — La abeja muere de su picadura; los drogueros engordan de su droga. Os dejo juzgar a uno y otro.EL PROSPECTOR. — Hemos caído entre locos; no podemos salir, y esta vieja nos observa extrañamente. ¡Mirad! La gente se reúne. Desaparezca, Presidente. Yo quedo en acecho, y vendré a apoderarme del joven traidor cuando la vía quede libre... (Desaparecen.)EL SALVAVIDAS. — Y llego ahora a la cuestión que me obsesiona desde la juventud, señor profesor; pues, aunque no lo parezca y a pesar de mis treinta y seis años, todavía no me he sacrificado a Venus. Es verdad...EL BARÓN. — ¡Señor salvavidas, señor salvavidas!EL SALVAVIDAS. — ¿Qué pasa?EL BARÓN. — ¡Dos damas piden socorro en la acera de la Avenida Wilson!EL SALVAVIDAS. — ¡Dos damas! ¡A la vez! ¿ De pie? ¿Acostadas? ¿Burguesas? ¿Reinas?

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EL BARÓN. — Imposible distinguir... ¡Rápido!EL SALVAVIDAS.— ¡Venga conmigo, señor profesor, por favor! ¡Ya llego, señores, quiero decir señoras, ya llego! (El salvavidas y el oficial sanitario se alejan corriendo. El prospector, que avanzaba, es apartado por Irma, quien se acerca al muchacho desmayado y le toma las manos.)IRMA.— ¡Qué bello es! ¿Está muerto, Marcial?MARCIAL. — Pon este espejo delante de su boca. Si se cubre de vapor, es que vive.IRMA. — Sí, tiene vapor.MARCIAL. — Es que va a volver en sí... Mi espejo, si le parece.IRMA. — Un minuto... (Limpia el espejo, se mira, se hermosea. El prospector ha intentado acercarse nuevamente; pero el ojo de buitre de la Loca lo hace desistir.) ¡Oh. abre los ojos! (Pedro ha abierto los ojos y contempla con asombro a Irma, quien le tiende las manos. Vuelve a cerrarlos, extenuado. La Loca se levanta y va a sentarse f.n el lugar de Irma, a la que llamaron desde el interior del café. Toma, como Irma, las manos de Pedro. Pedro se incorpora de golpe pero en lugar de la joven que busca con la mirada ve a la Loca de Chaillot adornada con su iris gigante.)LA LOCA. — ¿Está mirando el iris? Es hermoso, ¿verdad?PEDRO (fatigado). — Muy hermoso.LA LOCA. — El gendarme se dignó decirme que me sentaba bien; pero no tengo confianza en su juicio. La florista le dio ayer un aromo y él pretendió convencerme de que me quedaba mal.PEDRO. — El iris le va bien.LA LOCA. — Le voy a pedir su opinión. Se sentirá muy orgulloso. ¡Gendarme!PEDRO. — No llame al gendarme.LA LOCA. — ¡Sí, sí! Lo he regañado con el aromo, ahora debo reconfortarlo con el iris.PEDRO. — Déjeme ir, señora. (Ella lo retiene.)LA LOCA. — Quédese echado... ¡Gendarme! (Él trata de librarse.)PEDRO.— ¡Déjeme partir!LA LOCA. — Claro que no. Cuando se deja ir a alguien, ya no se lo ve más. Dejé partir a Carlota Mazamet; nunca más la vi.PEDRO.— ¡No tengo fuerzas!LA LOCA. — Dejé partir a Adolfo Bertaut. Sin embargo, era bien mío; nunca más lo vi.PEDRO. — ¡Dios mío!LA LOCA. — Solamente una vez, treinta años más tarde, en el mercado. Había cambiado mucho, y además no me reconoció. Me pasó bajo la nariz un melón, el único maduro del año... ¡Ah! ¡Helo aquí por fin! ¡Gendarme!EL GENDARME. — No tengo tiempo, condesa.LA LOCA. — Es a propósito del iris. Este joven os da la razón. Me sienta bien.EL GENDARME. — Debo correr; hay un ahogado en el Sena.LA LOCA. — No, está sobre mis rodillas. (El gendarme ve a Pedro.) Está en mis rodillas, así que dispone usted de todo el tiempo. No se escapará él; lo tengo tan apretado como mal supe retener a Adolfo Bertaut. Si lo dejara volvería a tirarse al Sena.PEDRO.— ¡Oh, puede estar segura!LA LOCA. — Es mucho más guapo que Adolfo Bertaut, ¿No es verdad, gendarme?EL GENDARME. — ¿Cómo podría saberlo?LA LOCA. — Le mostré su retrato, de ciclista, con el Cronstadt.EL GENDARME.— ¡Ah, sí, el que tenía el labio leporino!LA LOCA. — Se lo he repetido cien veces. Adolfo Bertaut no tenía labio leporino. Es un defecto

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de la fotografía. Cómo ha podido usted tomar contacto con la tía abuela de Adolfo, que fue la que extendió esa calumnia del labio leporino, es lo que tendrá usted que explicarme algún día... ¿Qué está haciendo?EL GENDARME. — Anoto el apellido del ahogado, su nombre y la fecha de nacimiento.LA LOCA. — ¿Y para qué piensa usted que le va a servir? ¿Le va a impedir tirarse al agua decirle el día de su nacimiento?EL GENDARME. — Es él quien me lo dirá.LA LOCA. — Pues hará muy mal. Yo no le diría el mío... Guarde esa libreta y consuélelo.EL GENDARME. — ¿Que lo consuele?LA LOCA. — Corresponde a los representantes del gobierno hacer el elogio de la vida ante los que están por suicidarse. No a mí.EL GENDARME. — ¿Que yo le haga el elogio de la vida?LA LOCA. — Ustedes guillotinan a los asesinos; ustedes maltratan a los verduleros ambulantes; ustedes prohiben a las criaturas escribir sobre las paredes. Entonces es que quieren la vida activa, que la encuentran digna y limpia... Dígaselo... Son los funcionarios como ustedes los que organizan la vida, pues les corresponde defenderla... Un guardián de la paz no es nada, si no es un guardián de la vida.EL GENDARME. — Evidentemente. Joven ahogado...LA LOCA. — Se llama Fabricio.PEDRO. — No me llamo en absoluto Fa...LA LOCA. — Llámelo Fabricio. Es mediodía. A mediodía todos los hombres se llaman Fabricio.EL GENDARME. — A excepción de Adolfo Bertaut.LA LOCA. — En el tiempo de Adolfo Bertaut, la moda obligaba a las mujeres a cambiar de hombre para cambiar su nombre. Nuestra época es menos inmunda. Pero usted no está aquí para hablarme de Adolfo Bertaut... Usted está aquí para interesar a este joven en la vida.PEDRO. — Será bien difícil.EL GENDARME.— ¿Por qué? La condesa tiene razón, señor. ¿Qué significa esto de tirarse a un río desde lo alto de un puente?LA LOCA. — Significa que no es posible tirarse al río por debajo de su nivel. En este punto, Fabricio es lógico.EL GENDARME.— ¡No veo cómo puedo interesar a nadie en Ja vida si usted me está interrumpiendo a cada paso!LA LOCA. — No lo interrumpo más.EL GENDARME. — El suicidio es un crimen contra el Estado, señor Fabricio. Un suicida es un soldado menos, un contribuyente menos.LA LOCA.— ¿Es usted recaudador o amante de la vida?EL GENDARME. — ¿Amante de la vida?LA LOCA. — Sí. ¿Qué es lo que le place en la vida, gendarme? Si ha elegido ser su campeón, y en uniforme, debe ser porque en ella usted tiene alegrías secretas o públicas... Dígaselas a él, y no se avergüence.EL GENDARME. — No me avergüenzo... Tengo mis pasiones: amo el tutte. Si eso tienta a este joven, como mi turno de guardia está por terminar, Irma puede arreglarnos la sala del fondo para una partida. Una partida con vino caliente... si tiene una hora para perder.LA LOCA. — Tiene su vida para perder. ¿Estos son todos los goces de que dispone la policía?EL GENDARME. — ¿Cómo goces? ¿Se piensa que Teresa?PEDRO. — ¡Déjenme! ¡Déjenme!LA LOCA. — Usted no se gana su sueldo, gendarme. Dudo que un joven resuelto a matarse

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desista de hacerlo escuchándolo.EL GENDARME. — Quizá usted lo hará mejor.LA LOCA. — Seguramente. No puede ser un verdadero desesperado un joven enamorado de una chica que le tenía las manos y que lo ama.PEDRO. — No es verdad. ¿Cómo iba a amarme?LA LOCA. — Os ama. Se puede amar por el hecho de tomarse las manos. ¿Conoció usted a la sobrina del mariscal Canrobert?EL GENDARME. — ¿Cómo hubiera podido conocerla?LA LOCA. — Pudo muy bien haberla conocido. Todas las personas que vivían a su alrededor la conocían. Todos los que habitaban su casa, los que iban a misa con ella, sus amigos y sus criados la conocían. Para no conocerla, realmente hubiera sido necesario esquivarla... No, Fabricio, quédese.PEDRO. — ¡Quiero matarme!EL GENDARME.— ¿Ve usted? No logrará más que yo reconciliarlo con la vida.LA LOCA. — Apostemos. Apostemos uno de los botones de su uniforme; necesito uno para mi botín. Fabricio, adivino por qué se tiró al agua.PEDRO. — Seguramente no.LA LOCA. — Porque ese prospector le pidió que cometiera un crimen.PEDRO.— ¿Cómo lo sabe?LA LOCA. — Me ha robado mi boa y le ha pedido que me mate.PEDRO. — Le aseguro que no.LA LOCA. — No es el primero, pero no se mata así como así. Por dos razones. Primero, porque son los que entran en mi casa los que resultan muertos. Si entran bajo la forma humana, un tropezón los azota, un trabuco los golpea. Si entran bajo la forma de ratones, tengo una trampa infalible en el tocino. Además... (Un gendarme se acerca al que está sentado, bebiendo un vaso de cerveza que le ha servido el camarero.)GENDARME SEGUNDO. — Vengo a relevarte, no te molestes.EL GENDARME. — Estoy salvando a un ahogado.LA LOCA. — ...además, no tengo ganas de morir.PEDRO. — Pues tiene mucha suerte.LA LOCA. — Todos los vivos tienen suerte, Fabricio... Evidentemente, el despertar no es siempre muy alegre. Eligiendo en el cofre hindú el cabello del día, sacáis la dentadura postiza del único vaso que ha quedado del juego después de la mudanza de la calle Bienfaissance, y podéis, evidentemente, sentiros un poco decepcionado de este bajo mundo, sobre todo si acabáis de soñar que erais una niña y que ibais a recoger frambuesas montada en un burrito. Pero para sentiros atraída por la vida, basta encontrar en vuestro buzón una carta con el programa del día. Esta carta la escribe uno mismo la noche anterior; es lo más razonable. He aquí mis consignas de esta mañana: recoser mis enaguas con hilo rojo, planchar mis plumas de avestruz, escribir la famosa carta atrasada, la carta a mi abue-lita, etc., etc.... Después, cuando os habéis lavado la cara con agua de rosas, secándola, no con este polvo de arroz que no alimenta la piel, sino con un poco de almidón puro; cuando os habéis puesto, para controlarlas, todas vuestras joyas, todos vuestros broches, incluso los botones en miniatura de las favoritas, y los pendientes persas con sus pendantifs haciendo juego; en una palabra, cuando vuestra toilette para el desayuno está terminada y os miráis, no en el espejo, que es falso, sino en la parte inferior del gong de cobre que perteneció al almirante Courbet, entonces, Fabricio, estáis adornado, estáis fuerte, podéis marchar... (El muchacho se ha incorporado, apoyándose sobre el codo, y la escucha ávidamente.)

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PEDRO.— ¡Oh, señora! ¡Oh, señora!LA LOCA. — Después, todo resulta alegre y fácil. La lectura del diario primero. Del mismo diario, naturalmente, no crea que voy a leer esos impresos actuales que propagan la mentira y la vulgaridad. Yo leo Le Gaulois y no me amargo la vida con sus novedades, sino que leo siempre el mismo número: el del 7 de octubre de 1896. Es el mejor. El artículo sobre los hombres de la condesa Diana está completo... Con el post scriptum sobre el talle a la Bressant. Y anuncia como última noticia la muerte de Leonor Leblanc. Habitaba en mi misma calle. ¡Pobre mujer! Cada mañana tengo un sobresalto... Pero no se lo puedo prestar, está en pedazos.EL GENDARME.— ¿Es el número en que el señor Barthelemy relata su combate con la tigresa?LA LOCA.— ¡Por supuesto!EL GENDARME.— ¿Una tigresa y un marqués, en lucha cuerpo a cuerpo, entre los pimenteros?LA LOCA. — Después, una vez tomadas vuestras sales Karsen, no en agua, pues, digan lo que digan es el agua la que da aerofagia, sino en alajú, bajo el sol o la lluvia, Chaillot os llama, y no tenéis más que poneros vuestros adornos para el paseo. Esto lleva más tiempo, evidentemente. No menos de una hora, sin doncella, teniendo que ponerse un corsé, un cubrecorsé y un pantalón con cuerpo que se abrochan por detrás. He ido a casa de las hermanas Callot para que me pusieran cierres relámpago. Fueron muy corteses pero no quisieron. Perjudica el estilo. (Marcial se ha acercado.)MARCIAL. — Conozco un pequeño tafiletero...LA LOCA. — Cada cual con sus abastecedores, Marcial. Además, me arreglo bastante bien. Los abrocho por delante y los deslizo hacia atrás. No me falta más que elegir entre mis impertinentes, buscar sin éxito por cierto la boa que vuestro prospector me ha robado —estoy segura que fue él, pues no pudo soportar mi mirada— y sujetar interiormente la sombrilla blanca por sus varillas pues no tienen más juego desde el día en que la usé para golpear ese gato que acechaba una paloma... Gané bien mi día esa vez. La vista de la capilla expiatoria cayó del mango de hueso y se perdió. (Irma y la mayor parte de la comparsa fian llegado y escuchan.)IRMA. — ¿Por qué no quiere usted este ojo de cabra que me dio un mejicano? Es justo del tamaño del agujero y trae suerte.LA LOCA. — Gracias, Irma. Dicen que estos ojos a veces reviven y se ponen a llorar. Tendría demasiado miedo.EL TRAPERO. — Yo he encontrado una pequeña vista de Budapest en marfil. Si le conviene se ve a Buda tal como si uno ya hubiera estado allá.PEDRO. — ¡Continúe, señora, continúe, se lo suplico!LA LOCA. — ¿Os interesa, pues, la vida?PEDRO. — ¡Continúe! ¡Es hermoso!LA LOCA.— ¡Ve cómo es hermoso! Después los anillos. Mi topacio, si voy a confesar. En realidad hago mal. No se puede uno imaginar los destellos del topacio en el confesonario. El padre Bridet me dice siempre: "¿Viene usted todavía a confesarse con el ojo del diablo?" Ríe, pero me deja ir al cabo de un minuto. Nunca me ha querido escuchar hasta el final, quizás porque comienzo por los pecados de la infancia. En todo caso, salgo absuelta de mi primera mentira, mi primera glotonería, pero todos mis otros pecados, ay de mí, me quedan pendientes... Bueno, ello no es muy grave... ¿Qué está contando ése? (El sordomudo hace una mímica.)IRMA. — Dice que conoce un cura...LA LOCA. — Que se lo guarde, no voy a ir a confesarme por las manos, sobre todo con mi topacio.

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PEDRO.— ¡Hable, señora, hable, ya no me mataré! ¿Qué hace usted después?LA LOCA. — Mi paseo, Fabricio. Voy a vigilar a las malas gentes de Chaillot: los que fruncen los labios, los que golpean a hurtadillas las paredes de las casas, los enemigos de los árboles, de los animales. Los veo entrar, en un intento de disimularse, en los establecimientos de baños, en casa del ortopedista, del peluquero. Pero salen sucios, cojos, con falsas barbas. Dudan si matar al plátano del museo Galliera o dar comida envenenada al perro del carnicero de la calle Bizet. Cito a estos dos protegidos porque los conozco desde pequeñitos. Para que estos bandidos pierdan todo su poder, es necesario que yo pase a su altura, por la izquierda. Es duro, pues el crimen marcha rápido, pero tengo el paso largo, ¿no es verdad, amigos míos? ¡Nunca el plátano ha dado tantas vainas y tanta borrilla! ¡Nunca el perro del carnicero de la calle Bizet se ha pa-seado más alegre!EL GENDARME. — Y sin collar. Lo agarraré uno de estos días...MARCIAL. — La crápula va incluso a robar a casa del carnicero de la calle Hyacinthe.IRMA. — Solamente el lebrel de la duquesa de La Rochefoucauld adelgaza.LA LOCA. — Eso es otra cosa. La duquesa lo compró a un vendedor que no sabía su verdadero nombre. Todo perro, sin su verdadero nombre, adelgaza.EL TRAPERO. — Puedo enviarle un sidi. Saben todo acerca de perros árabes.LA LOCA. — Envíeselo, buena idea. Recibe el martes de cinco a siete. He aquí lo que es la vida, Fabricio. ¿Os tienta, ahora?PEDRO. — ¡Es maravilloso, señora!LA LOCA. — Mi botón, gendarme. Y sólo os he hablado de la mañana. Por la tarde, comienza el verdadero juego.PEDRO.— ¡Dios mío, ahí vienen! (Todos se dispersan. El prospector se acerca.)EL PROSPECTOR. — Vengo a buscarlo, Pedro.PEDRO. — Estoy bien aquí.EL PROSPECTOR. — No le pido su opinión; venga.PEDRO. — Bien, voy. ¿Quiere usted soltarme la mano, por favor?LA LOCA. — No.EL PROSPECTOR. — ¿Me hará usted el favor de soltar la mano del señor?LA LOCA. — ¡Jamás en la vida le haré a usted ningún favor!EL PROSPECTOR. — Pues tendrá que soltarlo a la fuerza. (Quiere asir la mano de la Loca, pero ella le descarga un golpe en la cabeza.)PEDRO. — Señora...LA LOCA. — Usted no se mueva. Este intruso quiere que yo deje su mano de usted; ¡que trate de conseguirlo! Guardo su mano porque en seguida tendré necesidad de su brazo para que me acompañe hasta casa. Soy muy miedosa... (Golpea al hombre, que insiste, con el timbre. Irma aparece, y toma a Pedro de la otra mano. El prospector redobla sus esfuerzos. La Loca silba; aparece el recadero. Y el gendarme. Y el trapero. Y el sordomudo.)EL PROSPECTOR.— ¡Gendarme!EL GENDARME. — ¿Qué quiere?EL PROSPECTOR.— ¡Ordene a esta mujer que deje la mano del joven!EL GENDARME. — ¿Y puedo saber por qué?EL PROSPECTOR. — No hay razón para que ella no deje la mano de un joven desconocido...IRMA. — ¿Desconocido? ¿Y si es su hijo el que acaba de encontrar, el que le fue robado en la cuna?EL TRAPERO. — Su hijo o su hermano. La señora no es tan vieja.LA LOCA. — Gracias.

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EL TRAPERO. — Su hijo o su tío. Conozco una familia en que la madre tiene treinta años, y el tío, dos.LA LOCA. — Ya está bien, ya está bien, trapero. No es mi abuelo.EL PROSPECTOR. — Por última vez, gendarme: haga que la señora suelte esa mano, o elevaré mi queja. (El sordomudo hace mímica.)IRMA. — El sordomudo tiene razón. ¡ Si ella ha leído en la mano del joven que le amenaza un peligro de muerte por estrangulamiento si abandona entre mediodía y las dos de la tarde la Plaza del Alma!EL PROSPECTOR. — Me veo obligado a tomar su número, gendarme.LA LOCA. — Tómelo. Es el 2133. Sumando las cifras, obtendrá nueve. Le traerá suerte.EL GENDARME. — Además, ¿qué quiere usted que le haga a la señora para hacerle soltar la mano? ¿Cosquillas?LA LOCA. — Pruebe, amigo mío.EL GENDARME. — Bromeo, condesa. Usted retiene a este joven porque él quiere, ¿no es eso? ¿No es bastante grande para irse, si quiere hacerlo?LA LOCA.—Tengo además todas las razones para retenerlo. Lo retengo porque no quiero que ese señor se lo lleve. Lo retengo porque es agradable retenerlo. Es el primer hombre que tengo, y aprovecho. Lo retengo porque es la primera vez, sin duda, después de muchos días, que él se siente libre.EL PROSPECTOR. — Pedro, ven... ¡o cuidado!PEDRO. — Déjeme ir, señora.LA LOCA. — Lo retengo porque es Irma quien lo hace a través de mi mano.IRMA. — ¡Oh, condesa! (Pedro se deja caer nuevamente.)EL GENDARME (al prospector).—Usted, usted, circule. Ella no lo sujeta. Puede irse.EL PROSPECTOR. — Hasta esta noche, Pedro. Ya sabes dónde. Arreglaremos cuentas. Si no estás allí a las ocho, la carta saldrá. (Se va. Los otros se dispersan.)PEDRO. — Gracias, señora.LA LOCA. — ¿Le hacen cantar, verdad? ¿Ha matado usted a alguien?PEDRO. — Jamás.LA LOCA. — ¿Ni siquiera a alguno de ellos? ¡Qué lástima! La próxima vez no dude... ¿Ha robado?PEDRO. — No, se lo aseguro.LA LOCA. — Si hubieran sido acciones del Bajo Amazonas hubiera hecho muy bien. Sería robar a ladrones. Me hicieron comprar dos a 1.000 y las he tenido que revender a 33. ¿Ha servido misas negras?PEDRO. — He firmado un cheque sin fondos. Desde entonces no me dejan.LA LOCA. — ¿Qué hacen esos bandidos? ¿Hablan de destruir Chaillot, si no he oído mal?PEDRO. — Completamente. Y todo París. Tienen un plan de prospección que no deja nada en la ciudad. Quieren sondear todo, excavar todo. Sus perforaciones están listas.LA LOCA. — ¿Qué buscan? ¿Han perdido algo?PEDRO. — Buscan petróleo. (Todas las comparsas se han reunido de nuevo.)LA LOCA. — Curioso. ¿Y qué quieren hacer con él?PEDRO. — Lo que se hace con el petróleo. Miseria. Guerra. Fealdad. Un mundo miserable.EL TRAPERO. — Exactamente. Lo contrario de lo que se hace con el sebo.LA LOCA. — Déjelos tranquilos. El mundo es hermoso y feliz, porque Dios lo ha querido. Ningún hombre podrá nada en contra.MARCIAL. — ¡Ah, señora!

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LA LOCA. — ¿Qué tiene usted que objetar, Marcial?MARCIAL. — ¿Debemos decírselo, amigos míos?LA LOCA. — ¿Qué es lo que me ocultan?EL TRAPERO. — Es usted misma quien se lo oculta, condesa, no nosotros.MARCIAL. — Anda, trapero. Tú has sido vendedor ambulante y sabes hablar bien. ¡Explícaselo!TODOS. — ¡Sí, habla!LA LOCA. — Me asustáis, amigos. Os escucho, trapero.EL TRAPERO. — Condesa, antaño los trapos eran mejores que los tejidos nuevos: el hombre hacía honor a lo que deformaba. Yo he revendido a la alta costura. Y no hablo de los tenedores de palta: no pasaba una semana sin que encontrara alguno en las conchas de las ostras. Para un regalo de casamiento, no tenía más que comprar el cofre. Y barato. Le daré la dirección. Ahora los objetos sólo dejan en los cajones de basuras sus excrementos, como las personas...LA LOCA.— ¿Dónde quiere usted ir a parar?EL TRAPERO. — Excrementos que apestan, señora condesa. Antes, todo lo que el hombre tiraba olía bien; lo que se decía mal olor de un cajón de basura era la suma de varios olores diferentes: sardinas, agua de colonia, yodo, crisantemo... Eso confundía. Pero nosotros, los traperos, no nos equivocamos. En el invierno, cuando hay nieve, y sumergimos la nariz en ese pequeño efluvio que asciende...LA LOCA. — ¡Le pregunto dónde quiere ir a parar!EL CANTOR. — Díselo, trapero, o lo canto.EL TRAPERO. — A esto, condesa. ¡Tanto peor, desembucharé todo! A esto: el mundo hila un mal algodón.LA LOCA. — ¿Qué es esta historia?EL TRAPERO. — Hay una invasión, condesa, el mundo ya no es hermoso, el mundo ya no es feliz, a causa de esa invasión.LA LOCA. — ¿Qué invasión?EL TRAPERO. — Ah, usted... usted vive en un sueño. Cuando usted decide a la mañana que los hombres sean hermosos, las dos arrugas que el portero de su casa lleva en la cara se tornan tiernas mejillas para besar. A nosotros, ese poder nos falta. Desde hace diez años, los vemos salir de su cueva, deambular cada vez más feos, cada vez más malos.LA LOCA. — ¿Habla de esos cuatro hombres que ahogaban a Fabricio?EL TRAPERO.— ¡Ah, si sólo fueran cuatro! Es una invasión, condesa. Antes, cuando usted transitaba por París, la gente que encontraba era como usted, eran como usted misma. Estaban mejor o peor vestidos, iban contentos o encolerizados, eran avaros o generosos, pero como usted. Usted era soldado, el otro era coronel. Y eso era todo: la igualdad. Pero hace diez años, un día, en la calle, el corazón me dio un salto. Entre los transeúntes, vi un hombre que no tenía nada de común con los habituales: rechoncho, barrigón, el ojo derecho desafiante, el ojo izquierdo inquieto. Otra raza. Caminaba a sus anchas, pero de una manera extraña, amenazante, artificial, como si hubiera matado a uno de mis compañeros para reemplazarlo'. ¡Y bien que lo había matado! Era el primero: comenzaba la invasión. Desde entonces, no hay día en que uno de los antiguos no desaparezca y sea reemplazado por uno nuevo.LA LOCA. — ¿Cómo son?EL TRAPERO. — Son de cabeza descubierta por fuera y con sombrero por dentro. Hablan por la esquina de los labios. No corren, no se apuran. Nunca verá sudar a uno de ellos. Golpean su cigarrillo contra su pitillera cuando van a fumar; un ruido de trueno. Tienen en los ojos arrugas y bolsas que nosotros no tenemos. Se diría que hasta tienen otros pecados capitales que los nuestros. Tienen nuestras mujeres, pero en una forma más rápida y rica. Han ocupado los

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maniquíes de las vitrinas, con sus pieles, y los han dotado de vida mediante un suplemento: son sus esposas.LA LOCA. — ¿Y qué hacen?EL TRAPERO. — No tienen ningún oficio. Cuando se encuentran, cuchichean y se pasan billetes de cinco mil. Se los encuentra cerca de la Bolsa, pero no gritan; cerca de los grupos de casas en próxima demolición, pero no trabajan; cerca de los depósitos Se verduras en los mercados centrales, pero no las tocan; delante de los cinematógrafos pero contemplan la cola, no entran. Antes, las mercancías, las piezas de teatro, tenían aspecto de venderse por sí solas. Ahora, todo lo que se come, todo lo que se bebe, todo lo que se emprende, y el vino, y el espectáculo se diría que tienen un cafisio que los pone en vereda y los vigila, sin hacer nada. Son ellos, mi pobre condesa. Es su cafisio.LA LOCA.—¿Y entonces?EL TRAPERO. — Entonces el mundo está lleno de cafisios. Manejan todo, echan a perder todo. Vea los comerciantes; ya no le sonríen. Sólo tienen atención para ellos. El carnicero depende del cafisio del ternero, el garagista del cafisio de la gasolina, el frutero del cafisio de las ver-duras. No es posible imaginarse hasta dónde llega el vicio. La verdura y el pescado van en cartas. Estoy seguro de que hay un cafisio para los salsifís y un cafisio para la caballa. Pregunte a Marcial, que nos conoce. Usted bebe su vino blanco con cassis. De sus dos pesos, cincuenta centavos son para el eafisio del cassis, cincuenta para el del vino. Prefiero los cafisios verdaderos, condesa. A ellos les estrecho la mano: por lo menos enfrentan un riesgo y, por otra parte, es lo regular. Hay mujeres que están tan locas por su cafisio como la ternera se ríe del suyo. Perdón, Irma.EL CANTOR.— ¡Si dejaras a Irma, canalla!EL TRAPERO. — Ya está. Ya lo he dicho. La condesa lo sabe; somos los últimos hombres libres, la época de la esclavitud llega, y no tardará mucho. Habéis visto hoy sus cuatro voraces representantes. El cantor tendrá que tratar con el cafisio de la canción, y yo con el de las latas de basura. Esto es el fin.LA LOCA. — ¿Es verdad lo que explica el trapero, Fabricio?PEDRO. — Todavía peor, señora.LA LOCA. — ¿Y tú sabías esto, Irma?IRMA. — Pero el recadero sí, condesa. Hay que desconfiar de todo el mundo, hasta de sus palabras. Ya no toma más apuestas por teléfono.EL CANTOR. — Hasta el aire no es como antes, condesa. Si el malabarista lanza sus antorchas un poco altas, se extinguen: o es la nafta.EL TRAPERO. — Hay un cafisio del oxígeno.EL CANTOR. — Las palomas van a pie.LA LOCA. — Pues son imbéciles, y vosotros también. ¿Por qué no me has prevenido, Irma?IRMA. — ¿Qué podía hacer usted?LA LOCA. — Eso es lo que vamos a ver esta misma tarde. ¿Qué os pasa? ¡Todos lamentándonos, en lugar de actuar! ¡Podéis tolerar esto, un mundo donde la gente no es feliz, desde la mañana hasta la noche! ¡Donde uno no es dueño de sí mismo! ¡Seréis cobardes! Puesto que sus verdugos son culpables, Fabricio, no hay más que suprimirlos.PEDRO. — Son demasiados, señora.LA LOCA. — Son cuatro, y nosotros diez. El gendarme nos ayudará ¡o escribo al prefecto para denunciarle la policía!IRMA. — Son cientos, condesa. El sordomudo los conoce a todos: han querido alquilarlo. Utilizan sordomudos para no ser traicionados... Lo han echado en cuanto han visto, sin duda,

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que no era ciego. Escuchad. Recita la lista. (Mímica del sordomudo. Irma traduce.) Los presidentes de los consejos de administración; los administradores delegados; los prospectores conscientes; los agentes de bolsa; los secretarios generales de los sindicatos de empresas; los diputados de los Alpes marítimos afectados al presupuesto de Marruecos; los expropiadores profesionales; el señor Duplat Vergorat, sin profesión; el señor X, publicitario, etc., etc., etc.PEDRO. — Se entienden todos, se sostienen todos. Están más estrechamente ligados entre ellos que los alpinistas por su cuerda.LA LOCA. — Tanto mejor. Ésa será su pérdida. Basta con atraerlos a todos a la vez a la misma trampa.EL GENDARME.— ¡Imposible, condesa, son desconfiados! En la Süreté, cada vez erramos el golpe. En cuanto nos acercamos, cambian de forma. Me acerco al administrador delegado, resulta presidente; el presidente resulta presidente honorario; el agente a comisión, corredor a sueldo; el diputado, ministro...LA LOCA. — Me está recitando el dúo de Mireille, gendarme. Cuélgueles carteles en la espalda para reconocerlos. ¿Dónde está ese chico idiota que siempre me pincha papeles en la espalda?PEDRO.— ¡Tienen el poder, el oro, están ávidos!LA LOCA. — ¡Ávidos! Entonces están perdidos; si son ávidos son ingenuos. ¿Dónde se hacen los malos negocios¿ Exclusivamente en los negocios. Ya tengo mi plan, amigos míos. Esta noche usted será inocente, Fabricio, y su aspecto será elástico, juglar, y tu amargura liberada, Marcial. ¡Al trabajo, todos! ¿Tienes petróleo, Irma?IRMA. — Sí, del puro, en la cocina.LA LOCA. — Lo quiero impuro, en un recipiente sucio. Tú, cantor, corre a la calle Ranelagh aavisar a Madame Constanza... UN SEÑOR SUCIO QUE SE HA INSTALADO EN LA MESA VECINA.— ¡Ah, sí, la loca de Passy!LA LOCA. — ¿Quién es este tipo?EL CAMARERO. — Un malvado, condesa. Ofrece fotos horribles a Irma y llama "locas" a las damas amigas vuestras.LA LOCA. — Corre a la calle Ranelagh a prevenir a Madame Constanza que se encuentre a las dos en la calle Chaillot, no en mi casa, sino en el subsuelo donde el propietario autoriza mi siesta. ¡ Que no falte! Dile que es para un consejo del cual depende la felicidad del universo. Como desea mal a todo el mundo, correrá como una bala... ¡Y que convoque sin falta a Madame Gabrielle!EL SEÑOR SUCIO (siempre burlón).— ¡Ah, sí, la loca de San Sulpicio!EL CANTOR.— ¿Le rompo la cara?LA LOCA. — No, déjasela. No lo reconoceríamos y tendríamos que tratar de nuevo con él. ¿Sabe cómo hacerse abrir por Madame Constance? Después de llamar, hay que maullar tres veces. ¿Sabe usted maullar?EL CANTOR. — Ladro mejor.LA LOCA. — Arrégleselas como pueda. Eso le valdrá una recompensa; creo que Madame Constance sabe la Belle polonesa. Hágame acordar esta noche de preguntárselo... He aquí a Irma. Toma el dictado, sordomudo.IRMA (traduciendo para el sordomudo). — Escucho.LA LOCA. — Señor presidente, o señor director, o señor síndico. Variaré según el personaje.LA LOCA. — Señor presidente: si usted se quiere convencer de la presencia en Chaillot...IRMA (traduciendo). — De visu.LA LOCA. — ¿Por qué de visu?IRMA (traduciendo). — El latín es lengua oficial.

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LA LOCA. — Vaya por de visu... "de fuentes de petróleo de las cuales el pedazo de algodón aquí incluido, embebido en dicho líquido, os permitirá juzgar la calidad..."IRMA (traduciendo). — De olfactu...LA LOCA. — En efecto, es más claro... "venga sin tardanza y por los medios más rápidos, sólo o con sus asociados y consorcios, a la calle Chaillot número 21. Irma los esperará en la puerta de la cochera y los conducirá en seguida..."IRMA (traduciendo). — De pede...LA LOCA. — "A la propia fuente y a la digna persona que es la sola propietaria."IRMA. — Comprendido, condesa. El sordomudo poligrafía. Yo pongo una muestra en cada sobre y todos serán distribuidos en una hora.LA LOCA. — ¿Cuántos sobres tienes, sordomudo?IRMA. — Unos trescientos cincuenta.LA LOCA.— ¿Quién los distribuirá? Sobre todo, no el sordomudo. ¡Le devolverían un promedio de noventa y nueve sobres por cada cien!IRMA. — El recadero, en motocicleta.LA LOCA. — ¿Esa máquina que apesta? ¡Buena idea! Que coloque las cartas contra el depósito; así el sebo será más gustoso. Os dejo. Tengo que buscar mi capa roja para la ceremonia. Muchacho, mi boa.EL RECADERO. — ¿La robada?LA LOCA. — Sí, la que ese presidente me ha robado.EL RECADERO. — No la he encontrado, condesa. Pero se han dejado un cuello de armiño.LA LOCA. — El armiño combina admirablemente con el iris. ¿Verdadero armiño?EL RECADERO. — Así parece.LA LOCA. — Tráelo. Usted, Fabricio, me acompañará. Sí, sí, vendrá conmigo. Todavía está muy pálido. Tengo chartreuse del viejo en casa; bebo un vaso todos los años,y el pasado olvidé hacerlo, así que lo beberá usted.PEDRO. — Si puedo serle útil, señora.LA LOCA. — Naturalmente que puede serme útil. No se puede imaginar todo lo que hay que hacer en una habitación donde no ha entrado ningún hombre durante veinte años. Desenredará la cadenita de la celosía, y podré por fin levantarla y ver bien claro en pleno día. Sacará el espejo del armario para hacer desaparecer la imagen de ese horror que me contempla. Desmontará la ratonera, porque es muy dura para mí y no he podido sacar la rata... También hay varias moscas para matar. Eso lo entrenará para esta tarde. Hasta pronto, amigos míos. ¡Será duro, cada uno a su puesto! ¡En marcha! (El recadero le pone el cuello.) Gracias, chico. Es conejo... Vuestro brazo, Valentín.PEDRO.— ¿Valentín?LA LOCA.— ¿No oye tocar la una? A la una, todos los hombres se llaman Valentín.PEDRO. — He aquí mi brazo, señora.LA LOCA. — O Valentino. Aunque, evidentemente, no es lo mismo. ¿No es cierto, Irma? A ellos toca elegir. (Salen. Todos se dispersan. Irma queda sola.)IRMA. — Me llamo Irma Lambert. Detesto lo feo. Adoro lo hermoso. Soy de Fursac, de Creuse. Detesto a los malvados, adoro la bondad. Me padre era herrador, en el cruce de los caminos. Detesto a Boussac, adoro Bourganeuf. Decía que mi cabeza es más dura que su yunque. A menudo sueño que golpea sobre ella. Saltan chispas. Pero si hubiera sido menos testaruda, no hubiera dejado la casa y llevado esta vida maravillosa. En Gueret, primero, donde alumbraba el fuego en el liceo de niñas. Detesto el anochecer, adoro la mañana. Después, en Dur-ser-Auron, donde cosía las camisas, en el obrador, para las hermanas. Detesto al diablo, adoro a Dios.

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Después aquí, donde soy fregona y tengo libre la tarde del jueves. Adoro la libertad, detesto la esclavitud. Ser fregona en París no se parece a nada. La palabra seduce. Es bella, Y parece todo. Pero, ¿quién tiene más relaciones que una fregona, en la terraza, en la cocina, sin contar con que a veces forro vestidos y yo, que no quiero demasiado a las mujeres, adoro a los hombres! Ellos no lo saben. Jamás le he dicho a ninguno de ellos que lo quería. Sólo se lo diré a aquel que ame verdaderamente. Muchos pretenden ese silencio; me pasan la mano por el talle, y creen que no los veo. Me pellizcan, y creen que no lo siento. Me abrazan en los corredores y creen que no lo sé. Me invitan, los jueces, y me llevan a sus casas. Me hacen beber. Detesto el whisky, adoro el anisette. Me retienen y se acuestan. Todo cuanto quieren. Pero mi boca está cerrada. Pero que mi boca les diga qué los amo, antes matarme. Ellos comprenden. No hay uno que después no me salude así que me encuentre. Los hombres detestan la cobardía, adoran la dignidad. Si se ofenden, peor para ellos, no se hubieran acercado a una verdadera mujer. Y ¿qué pensaría aquél quien yo espero, si supiera que he dicho "te amo" a los que me han tenido antes que él en sus brazos? Dios mío, cuanta razón he tenido en obstinarme en ser fregona. Pues él vendrá, no está muy lejos. Se parece a ese joven salvado de las aguas. Al verlo, en todo caso, la palabra llena ya mi boca, esas palabras que le repetiré sin cesar hasta la vejez, sin cesar, me acaricie o me pegue, me cuide o me mate. Él elegirá. Adoro la vida. Adoro la muerte.UNA voz. — ¡ Fregona!IRMA (saliendo de su sueño). — ¡Ya voy!

TELÓN

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ACTO SEGUNDO

Subsuelo convertido en departamento en la calle Chaillot. Ambiente de abandono. LA LOCA en un sillón.

IRMA (anunciando). — El cloaquero, condesa.LA LOCA.— ¡Lo has encontrado! Gracias, Dios mío. ¡Estamos salvados! (Irma y el sordomudo exunt, como diría éste.) ¿Con sus botas en la mano, señor cloaquero?EL CLOAQUERO. — Por deferencia, condesa.LA LOCA. — Cortesía americana, señor cloaquero; hay mucho que decir sobre eso. Actualmente los hombres se excusan al extender su mano enguantada. Una pretensión de su parte, pensar que su piel es más agradable al tacto que la de la gamuza o ternera. Tanto más cuanto que ge-neralmente sudan. Por favor, póngase las botas.EL CLOAQUERO. — Tengo los pies secos, señora, pero gracias igualmente.LA LOCA. — Señor cloaquero, ¡cuántos parisienses tienen ante usted la conciencia turbia! Es vuestro dominio que han arrojado todos los desperdicios y deshechos de sus vidas. Yo no. De todas las suciedades que arrastran sus alcantarillas, no hay ninguna de la que yo sea responsable; quemo mis uñas y aventó mis cenizas. Jamás me sorprenderá lanzando en una de sus bocas, como he sorprendido haciéndolo a un consejero de Estado, un innoble papel con su innoble contenido. Solamente tiro mis flores, y ni siquiera totalmente marchitas. Si habéis visto esta mañana flotar un aromo en vuestro canal, tengo fuertes razones para creer que es el mío. Considero que no hay razón para estar más orgulloso cuando uno hace sus necesidades por debajo de uno que cuando se hacen al propio nivel, y siempre me he arreglado, en lo que a mí concierne, para que las alcantarillas estén limpias y perfumadas. Si ello no se nota, tanto peor.EL CLOAQUERO. — Sin embargo se nota, condesa. A veces encontramos objetos que sólo pueden haber sido arrojados en atención nuestra. Una vez es un cepillo de dientes; otra, un libro. Todo eso es útil. En todo caso, gracias por el aromo.LA LOCA. — Mañana por la mañana encontrará este iris. Y ahora, al grano, señor cloaquero. Irma lo ha convocado porque tengo dos preguntas que hacerle.EL CLOAQUERO. — A sus órdenes, condesa.LA LOCA. — La primera tiene conección con lo que me preocupa hoy. Es pura curiosidad. ¿Verdad que ustedes tienen un rey?EL CLOAQUERO.— ¡Oh, condesa, es solamente una historia de los barrenderos municipales! No saben qué inventar ya sobre nosotros. Están envidiosos, porque nos ven circular bajo la tierra, ¡y hay que ver lo que cuentan! Dicen que hay una raza de mujeres que no suben nunca a la superficie y que es especial para nosotros. Es completamente falso; suben todos los meses. ¡Y las orgías en góndola! ¡Y las ratas que siguen al sonido de la flauta! ¡Y que las alcantarillas son influidas por la salida y puesta del sol y se colorean por la mañana y por la noche! La verdad es que el 14 de julio disparamos fuegos artificiales en los arroyue-los subterráneos de Grange Bateliére y Menilmontant que tienen corriente y hasta una cascada. Algún cohete debe haber pasado por una boca abierta. Pero eso es todo. No. Somos más bien una democracia, una aristocracia, lo que se dice una oligarquía. Si festejamos el 14 de julio es porque no tenemos rey.LA LOCA. — ¿Ni reina tampoco, entonces?EL CLOAQUERO. — En absoluto. En cuanto a esa calumnia de los barrenderos de que tomamos lecciones de natación en las alcantarillas...LA LOCA (interrumpiendo). — Le creo, señor cloaquero, y voy a hacerle mi segunda pregunta

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porque el tiempo apremia.EL CLOAQUERO (continuando). — Puede que un día de verano, cuando el calor aprieta...LA LOCA. — Le creo, le creo. Pero, ¿recuerda que el día que encontramos juntos este subsuelo abandonado me prometió revelarme un secreto?EL CLOAQUERO. — ¿El secreto que abre el muro?LA LOCA. — Sí. Hoy lo necesito.EL CLOAQUERO. — Nadie más que yo lo sabe.LA LOCA. — Lo dudo. Conozco tres palabras que abren todo lo que se abre con una palabra. Termino dé ensayarlas: ninguna sirve.EL CLOAQUERO. — He aquí el secreto, condesa, será sólo nuestro. (Se apoya sobre un rincón del plinto; una sección del muro gira sobre su eje y revela un pasaje que desciende casi verticalmente.)LA LOCA. — ¿Dónde conduce esta escalera?EL CLOAQUERO. — A ningún lado. Después de sesenta y seis escalones, se encuentra una encrucijada en forma de estrella, de la que cada camino conduce a un callejón sin salida.LA LOCA. — Bajo a verlo.EL CLOAQUERO. — Cuídese bien de hacerlo. Los escalones están hechos de tal manera que se baja fácilmente, pero son imposibles de remontar.LA LOCA. — Sin embargo usted ha subido.EL CLOAQUERO. — Juré no revelar el truco.LA LOCA. — No hay más que gritar.EL CLOAQUERO. — Sí, se puede gritar, pero con el muro movedizo en su lugar, solamente se oiría la explosión de un cañón.LA LOCA. — ¿Un cañón? Perfecto. ¿Por casualidad no hay dentro de la caverna alguna fuente de petróleo?EL CLOAQUERO. — Ninguna, ni una gota de agua. Algunas ratas para comer, pero es inevitable morirse de sed.LA LOCA.— ¡Qué lástima! Me hubiera gustado una fuente de petróleo, de petróleo puro. O una mina de carbón del mejor: antracita. O un filón de oro puro... o de diamantes... ¿Está seguro de que no lo hay?EL CLOAQUERO. — Ni siquiera hongos. Y crea que los he buscado.LA LOCA. — Paciencia. ¿Y cómo se cierra vuestro muro?EL CLOAQUERO. — Para abrir, hay que apoyarse tres veces sobre el saliente de este plinto. Para cerrar, tres veces sobre el motón de esta acanaladura.LA LOCA. — Si digo al mismo tiempo las palabras mágicas, ¿no hay inconvenientes?EL CLOAQUERO. — Siempre pueden ayudar. (Aparece Irma.)IRMA. — La señora Constanza y la señorita Gabriela están aquí, condesa.LA LOCA. — Hazlas bajar.EL CLOAQUERO. — Es como la historia de una lavandería de Grenelle. condesa, que se habría establecido entre nosotros... ¡Oh, perdón, señoras! (Sale, Entran Constanza, la loca de Passy, y Gabriela, la loca de San Sulpicio. Constanza lleva un vestido blanco con volantes, sombrero estilo María Antonieta con velillo de color violeta, y fuertes botines elásticos. Gabriela, rebuscadamente sencilla, con toca y manchón 1880, y exageradamente maquillada y melindrosa.)CONSTANZA. — ¿Cuál es el milagro, Aurelia? ¿Has encontrado tu boa?GABRIELA. — Adolfo Bertraut pide, por fin, tu mano; ¡estaba seguro!AURELIA. — Buenos días, Constanza; buenos días, Gabriela; gracias por haber venido.

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GABRIELA. — No se moleste en gritar, Aurelia. Es miércoles hoy, uno de los días en que oigo bien.CONSTANZA. — No, es jueves.GABRIELA. — Entonces hábleme bien de frente; es el día en que veo mejor.CONSTANZA (dejando pasar a un perro imaginario).— Entra, Dicky, y deja de ladrar, nos rompes los tímpanos. Vas a ver la boa más larga y el hombre más guapo de París.AURELIA. — No se trata de mi boa, Constanza. No de ese pobre Adolfo. ¡ Se trata del mundo! Sentaos y escuchad.CONSTANZA. — ¿De qué mundo? ¿Del grande? ¿Del pequeño? ¿Del mediano?AURELIA. — No bromees. El día es grave: del mundo entero. Tenemos que tomar entre nosotras cuatro una decisión que lo puede transformar en un paraíso.CONSTANZA. — ¿No podía esperarse hasta mañana? Estaba lavando mis zapatillas. Quieto, Dicky.AURELIA. — Era un asunto de la mayor urgencia. Os explicaré todo cuando llegue Josefina. Tomemos el té mientras tanto.GABRIELA. — Encontré a Josefina sentada en su banco de los Campos Elíseos. Imposible moverla. La pobre espera que Carnot salga.AURELIA. — Es una lástima porque, en el fondo, tiene juicio.CONSTANZA. — Entonces te escuchamos. ¿Quieres subirte a las rodillas de tía Aurelia? Sube, Dicky.AURELIA. — Mi querida Constanza, te apreciamos bien y queremos mucho a Dicky, pero el momento es demasiado serio para estas niñerías.CONSTANZA. — ¿Qué niñerías? ¿Qué quieres insinuar?AURELIA. — Hablo de Dicky, Tú sabes que es bien recibido aquí. Nos arreglamos para recibirlo y tratarlo tan bien como cuando vivía. Es un recuerdo que ha tomado en tu cerebro una forma particular: los respetamos. Pero no~Tne lo instales sobre las rodillas cuando os tengo que hablad del fin del mundo. Tiene todavía su cestita en el armario; que vaya allí. Y, ahora, escuchadme.CONSTANZA.— ¿Así que también es esa tu posición, Aurelia? ¿La de mi conserje y mi notario?AURELIA. — ¿Cuál es la de tu notario?CONSTANZA. — Exactamente la tuya. Me trataba de loca con Dicky. Fue necesario que se lo llevara disecado para probarle que existía y cerrarle el pico. ¡Y tú hablas de salvar el mundo! El mundo donde cada ser, muerto o vivo, debe proporcionar de sí esta prueba innoble que es su cuerpo, no necesita ser salvado.AURELIA. — ¡No hagas frases! Sabes tan bien como yo que este pequeño pobre Dicky es entre nosotros una convención, emocionante, pero una convención. Y, de otro lado, eres tú quien lo vuelve imposible. Cuando te fuiste a casa de tu sobrina y lo confiaste a mi cuidado el mes pasado, nos entendimos perfectamente. Cuando tú no estás, es un modelo. No ladra. No come. Contigo sólo se lo oye a él. No lo aceptaría en mis rodillas por nada del mundo.GABRIELA. — Puedo muy bien tenerlo yo, Aurelia. Conmimo es muy limpio.CONSTANZA. — No te hagas la gatita muerta, Gabriela. Eres demasiado complaciente para ser honesta. Algunos días hago como si Dicky estuviera presente, cuando en realidad lo he dejado en casa. Y tú lo abrazas y lo acaricias igualmente.GABRIELA. — Adoro los animales.CONSTANZA. — Pero no debes acariciar a Dicky cuando no está presente. Está mal...AURELIA. — Gabriela tiene todo su derecho...CONSTANZA.— ¡Oh, Gabriela tiene todos sus derechos! Gabriela tiene el derecho, desde hace

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quince días, de pretender traer a nuestras reuniones una especie de invitado del cual no nos ha dicho ni siquiera el nombre y que, seguramente, no existe más que en su imaginación.AURELIA. — Si te parece que eso no es una existencia.GABRIELA. — Yo no lo traigo, Constanza; él viene por sí mismo. Sin duda le resultamos agradables.CONSTANZA. — ¿ Por qué no nos avisas, cuando crees verlo entrar, tosiendo, o por un signo ? Yo os aviso cuando Dicky está, a pesar de que él ladra.AURELIA. — Puesto que para ti es una ilusión, ¿qué te importa? Cállate, que voy a empezar.CONSTANZA. — Ilusión, seguramente. No, no es menos insoportable sentirse espiada por una ilusión de la cual se ignora, sobre todo la edad y el sexo. Quizá es un niño. Y yo, que hablo con realismo...GABRIELA. — No es un niño.CONSTANZA. — Afortunadamente. ¿Lo ves ahora, Gabriela?AURELIA. — ¿Me dejaréis hablar? ¿Es que vamos a reproducir aquella escena en la que teníamos que decidir si había que vacunar al gato de Josefina y, a pesar de nuestros esfuerzos, no pudimos abordar la cuestión?CONSTANZA. — Pues abordémosla, mi posición es clara. Jamás te dejaré pinchar, pequeño mío.AURELIA. — Vedla cómo llora ahora. Es infernal. Todo va a fracasar por su culpa. Seca tus lágrimas, está bien: lo voy a tener.CONSTANZA. — No, no; no irá. ¡Si yo soy infernal, tú eres cruel! ¡Crees que yo no sé la verdad sobre Dicky! ¿Crees que preferiría tenerlo bien vivo y bullicioso? Tú tienes a Adolfo. Gabriela tiene sus pájaros. Yo no tengo más que a Dicky. ¿Crees que me haría así la idiota si el mantenerlo en el pensamiento alrededor de nosotros no fuera la condición para que de vez en cuando vuelva realmente? La próxima vez no lo traeré más.AURELIA. — ¡No empieces historias! Ven aquí, Dicky. ¡Irma te sacará a la calle!CONSTANZA. — ¡No, no; es inútil! Además, no lo había traído. Os está bien empleado.AURELIA. — Como quieras. Pero no te alejes, Irma; vigila la puerta.CONSTANZA.— ¡Vigilar la puerta! Me das miedo. ¿Qué sucede?AURELIA. — Lo sabrías si me hubieses permitido hablar. Amigas mías, desde esta mañana, a la hora exacta del mediodía...CONSTANZA. — ¡Qué apasionante!AURELIA. — Cállate. Desde esta mañana, exactamente a mediodía, y gracias a un joven abogado... ¡Ah! ¡Ahora que pienso! ¿Me dijiste que sabías La Bella polonesa?CONSTANZA. — Sí, Aurelia.AURELIA. — ¿La sabes toda?CONSTANZA. — Sí, Aurelia.AURELIA. — ¿Podrías cantarla en este mismo momento?CONSTANZA. — Sí, Aurelia. Pero me parece que eres tú quien nos hace perder el hilo.AURELIA.— Tienes razón. A los hechos. Desde esta mañana estoy al corriente de un horrible complot: ¡unos bandidos quieren destruir Chaillot!CONSTANZA. — ¿Nada más que eso? ¡Vendrás a vivir a Passy! Siempre me he preguntado por qué vivías en Chaillot. Es el barrio de París donde por la noche hay más murciélagos.GABRIELA. — Vendrás a San Sulpicio, Aurelia. En este momento la taza de la fuente de los curas está llena de sapos cantores. Es maravilloso.AURELIA. — ¡Pero vosotras estáis tan amenazadas como yo, pobres locas! San Sulpicio está condenado, como Passy. ¡Corréis peligro de ser desalojadas inmediatamente y vagar por París como dos viejas lechuzas!

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CONSTANZA. — ¿Por qué dos? ¿Te excluyes de la comparación?AURELIA. — Como tres, si te empeñas.CONSTANZA. — Me gusta verte cortés.GABRIELA. — No lo entiendo, Aurelia. ¿Por qué los hombres tienen que destruir San Sulpicio? ¡Son ellos quienes lo han construido!AURELIA. — No tienes más ojos que oídos, Gabriela. Si no, habrías visto que todos esos hombres que por doquier se dan aires de constructores, están dedicados secretamente a la destrucción. Su edificio más nuevo no es más que el maniquí de una ruina. Mirad nuestros consejeros municipales y sus arquitectos. Todo lo que construyen como albañiles los destruyen como francmasones. Constrúyenlos destruyendo los ríos: ved el Sena; ciudades, destruyendo el campo: ved el Pre-aux-clercs; el Palacio de Chaillot, destruyendo el Trocadero. Dicen que revocan una casa, pero no es cierto. Los he observado de cerca. Con sus raspadoras y lijadoras gastan por lo menos varios milímetros. Gastan el espacio y el cielo con sus libros de proximidad, y el tiempo con sus relojes. La ocupación de la humanidad no es más que una empresa universal de demolición. Me refiero a la humanidad macho.GABRIELA. — ¡Oh, Aurelia!CONSTANZA. — ¿Por qué usas esa palabra? Sabes que Gabriela no la soporta.AURELIA. — Sabe tanto como tú. Tiene canarios.GABRIELA. — Te encuentro bien injusta para con el hombre, Aurelia. El hombre es grande, es bello, es leal. Yo no he querido casarme, pero todos mis amigos me han dicho que era la ternura y la belleza del matrimonio. El marido de Berta Carassut hasta sabe zurcir.AURELIA.— ¡Pobre amiga! Igual pensaba yo esta mañana, pero el trapero me acaba de abrir los ojos. Los hombres están simplemente en camino de convertirse en animales ávidos. Ya no tienen voluntad de disimular. En otros tiempos, el más hambriento era el que retardaba más el ataque a la comida. El que no quería ir a cierto sitio era el que tenía más amplia sonrisa... ¡ Perdón, Gabriela! Cuando yo era jovencita, nos divertíamos reteniéndolos y haciéndolos sonreír así durante horas enteras. Ahora entran a los restaurantes con gesto de ogro. En la carnicería parecen carnívoros; en la lechería, están listos para mamar; en la verdulería, se dirían conejos. Se están cambiando en bestias lentamente, y no acabarán de otra manera. En otros tiempos os tomaban la mano con deferencia. Ahora, miradlos, dan la pata.CONSTANZA. — ¿Y te molestaría tanto que los hombres se volviesen bestias? Yo estaría encantada.AURELIA. — Me parece verte. Estarías preciosa de coneja.CONSTANZA. — ¿Por qué, de coneja? Continuaría siendo lo que ahora.GABRIELA. — Hombres y mujeres son de una misma raza, Constanza. Nosotras cambiaríamos con ellos.CONSTANZA. — ¿Y de qué serviría? Si fuéramos jóvenes todavía, para la reproducción. ¡Otra vez perdón, Gabriela! Aún tengo un futuro como anciana señora, pero no tengo el menor porvenir como coneja vieja. Tampoco veo, por otra parte, por qué tendría que convertirse precisamente en conejo mi marido, en el caso de que viviese.AURELIA.— ¿No te acuerdas de sus incisivos? Eran lo más sobresaliente de su persona.CONSTANZA. — No recuerdo nada de Octavio. Me acuerdo muy bien de mi cuñada y de su dentadura postiza. También de los dientes de su yegua, que reía siempre. Se llamaba Cloe. De Octavio, nada. Hay días en la vida que son pozos de olvido. Debí pensar mucho en él uno de esos días. Y lo he dejado caer. Sin embargo, mis recuerdos son bien claros respecto de aquella mañana con el padre Lacordaire.AURELIA. — Seguro... Seguro... Continúa.

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CONSTANZA. — ¿Qué significa "seguro"? ¿Acaso el padre Lacordaire no me ha tomado en sus brazos en las Tulle-rías, y no me ha besado?AURELIA. — Mírame fijamente, Constanza, y dinos lealmente, de una vez por todas, si te han contado esa historia del padre Lacordaire o si realmente la recuerdas.CONSTANZA.— ¡Me insultas, ahora!AURELIA. — Después te prometemos creerte otra vez, ¿no es verdad, Gabriela? Pero habreñios sabido la verdad.CONSTANZA.— ¡Decirme quebráis recuerdos me engañan es como si te dijera que tus perlas son falsas!AURELIA. — Lo son. O, mejor dicho, lo era. ¡Toma manteca!CONSTANZA. — No te hablo de lo que eran, sino de lo que son ahora. Son verdaderas tus perlas, ¿sí o no?AURELIA. — ¡No vas a comparar perlas con recuerdos! Todo el mundo sabe que las perlas, sobre la piel de quien las lleva, devienen verdaderas. ¡Pero nunca he oído decir que un recuerdo falso devenga una realidad, incluso en el cerebro de una mula como tú!CONSTANZA.— ¡Te estás volviendo muy tiránica, Aurelia! Gabriela tiene razón. Todavía hay hombres verdaderamente hombres. Si no los sabes ver, déjalos para nosotros. En la calle Tournon, un antiguo senador saluda a Gabriela todos los días.GABRIELA. — Es verdad. Empuja un cochecito vacío de niño y me saluda.AURELIA. — No perdamos tiempo. Continúo. Y todo lo que producen estos hombres de segunda clase se ha vuelto también de segunda clase. No fabrican más verdadero polvo de almidón; fabrican talco, a la americana. Si no tuviera desde 1914 mi provisión, estaría obligada a ponerme en la cara lo mismo que se pone en los traseros de los bebés. Las dentaduras postizas ya no son más de verdaderos dientes. Es cemento. Nos pavimentan la boca. El agua de lavanda se hace de las balas Bernot. Y puedes creer que lo que hacen con sus productos, lo hacen con sus sentimientos. No oso preguntarme qué es lo que deben tener en vez de su sinceridad, su fe, su generosidad. ¡Y su amor! Suplico a Gabriela que no responda a los avances de su senador con el cochecito de bebé. Está bien que sea el último hombre con sombrero, pero tiemblo ante la idea de pensar qué es lo que le reserva.GABRIELA. — Es muy circunspecto, te aseguro. A veces se arrodilla para saludarme.AURELIA. — Justamente. Son en seguida los más desatados. Te pondrá botas de ecuyére y te cantará a voz en cuello porquerías mientras baila el can can alrededor de ti. Si no es uno de tus. días de sordera, tiemblo. Los hombres ya no son circunspectos. En las terrazas de los cafés, reclaman mondadientes. Y los usan, amigas mías; los he visto: sacan carne, cebolla. ¿Por qué no piden escarbaorejas? La circunspección en la calle ya no existe. Ya no tienes farmacias: tienes especierías; ya no tienes especierías: tienes cambalaches. Pasa por el picadero Montaigne: aunque todavía tienen caballos, se huele a bencina y no a estiércol.CONSTANZA. — Perdona; pero los salchicheros todavía tienen las cortinas pintadas.GABRIELA. — Desaparecen, Constanza. El de la calle de Cuatro Vientos ha desaparecido; los doce jabatos mamaban de su madre jabalina, cerca del estanque, bajo la luna y la mirada del ciervo. Ahora hay un toldo con festones y las iniciales del salchichero.AURELIA. — No se moleste en contestar a Constanza, Gabriela. Discutirá tanto más cuanto es de nuestra opinión.CONSTANZA. — ¿De qué opinión.AURELIA. — ¿Qué te hace el droguista cuando le pides amablemente verdadero polvo de almidón?CONSTANZA. — Lo mismo que a ti: me echa.

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AURELIA. — Cuando pasa un entierro, ¿cuáles son las únicas personas de cortejo que te parecen algo convenientes y dignas?CONSTANZA. — Las que lo son. Los sepultureros.AURELIA. — ¿Qué te dice el guarda del tranvía si tardas en encontrar la moneda?CONSTANZA. — Me injuria, como diría Gabriela.GABRIELA. — ¡Oh, Constanza!AURELIA. — ¿Por qué te parapetas en tu cuarto y obligas a tus amigas a maullar tres veces antes de abrir? Entre paréntesis, resultamos muy divertidas, Gabriela y yo, imitando el gatazo ante tu puerta cuando vamos a visitarte.CONSTANZA. — No tenéis más que dejar de maullar las dos juntas. ¡Hacéis un ruido terrible! Una sola sería suficiente, porque hay asesinos.AURELIA. — No veo que pueda impedir un asesino maullar. Pero, ¿por qué hay asesinos?CONSTANZA. — Porque hay ladrones...AURELIA. — ¿Y por qué hay ladrones? ¿Por qué no hay casi más que ladrones?CONSTANZA. — Porque el dinero es el rey del mundo.AURELIA. — Por fin. Tú lo has dicho. Ya hemos llegado: porque estamos en el reino del vellocino de oro. Seguramente que no dudas de este horror, ¿verdad, Gabriela? Actualmente los hombres adoran el vellocino de oro.GABRIELA. — ¡Es espantoso! Y en las esferas superiores, ¿lo saben?AURELIA. — ¡Teneos! Los gobernantes los protegen, hijas mías. Un joven acaba de explicarme que los ministros sólo encuentran verdaderas las palabras de aquellos que tienen oro. Como sucede con los billetes de banco. Para reforzar la verdad hace falta un respaldo en lingotes. ¿Comprendéis ahora por qué os he convocado, amigas mías? A nosotros nos corresponde actuar. Solamente podemos confiar en personas como nosotras para volver este mundo a la razón. ¿Tienes un remedio, Constanza?CONSTANZA. — Tengo mi remedio. Podemos ensayarlo.AURELIA. — ¿Tu carta al Presidente del Consejo?CONSTANZA.— ¿Por qué no? Hasta ahora siempre me ha escuchado.. AURELIA. — ¿Y te contesta?CONSTANZA. — No tiene que contestarme, si escucha lo que yo le digo. Podemos avisarle por neumático. Fue así que le notifiqué que el nuncio no tenía frigidaire. Le llevaron una al cabo de dos días.AURELIA.— ¿Te escuchó cuando le escribiste sobre la conveniencia de anexar Luxemburgo?CONSTANZA. — Después supe por qué. Se había comprometido.AURELIA. — Quizá se había comprometido por oro. ¿Usted, Gabriela, qué propone?CONSTANZA. — Ya conoces a Gabriela. Te propondrá escuchar sus voces.GABRIELA. — Justamente. Las consultaré y nos volveremos a reunir esta noche.AURELIA. — No tenemos tiempo, y, por otra parte, las voces de Gabriela nunca han sido verdaderas voces.GABRIELA. — ¿Qué osas decir, Aurelia?AURELIA.— ¿De dónde salen, en este momento, tus voces? ¿Siempre de la máquina de coser?GABRIELA. — De mi calentador. Me gusta más. No tengo que deshacer el forro para recoserlo de nuevo. Y no son muy alentadoras por el momento. Ayer me repetían que soltara mis canarios. Suéltalos. Suéltalos. Y, esta mañana, lo que decían no estaba desconectado con las confidencias de Aurelia: ¡París... Angustia!... ¡París... Angustia!CONSTANZA. — ¿Y los has soltado?GABRIELA. — No quieren salir de la jaula. La puerta está abierta.

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AURELIA. — Yo no llamo voces a eso. Los objetos parlantes es cosa normal. Es el principio de los discos fonográficos. Los hombres han hablado tanto delante de ellos que emiten un eco. Pero de ahí a pedirles consejo, es muy diferente. Seríamos tan tontas como esos idiotas que hacen mover las mesas. No. La solución es más simple, y no depende más que de nosotras.CONSTANZA. — Evidentemente. Si nos has hechos el honor de solicitar nuestro parecer, ¡es por que tu decisión ya está tomada!AURELIA. — Has adivinado. Tengo mi plan. Se trataba de saber quiénes eran los autores del mal. Desde esta mañana ya lo sé.CONSTANZA. — ¿Quiénes son?AURELIA. — Poco importa. Tengo sus nombres y títulos completos gracias al sordomudo. Se trataba, después, de reunirlos a todos en un mismo lugar.CONSTANZA. — ¿De acorralarlos como en una cacería?AURELIA. — Exactamente. Tengo todas sus direcciones, y he encontrado el cebo. Todos, sin excepción, estarán aquí dentro de un cuarto de hora.GABRIELA. — Dios mío, ¿qué va a hacer usted con ellos?AURELIA. — Es para resolver esta cuestión que estáis aquí, amigas mías. Escucha bien, Constanza. ¡Atiende bien, Gabriela! Aquellos que provocan el hambre en la tierra, que roban nuestras boas, que preparan la guerra, que reciben comisiones, que se hacen nombrar en los cargos sin diploma, que corrompen a los jóvenes, van a estar aquí, reunidos en esta sala. ¿Tenemos derecho de suprimirlos en bloque? Si estáis de acuerdo, tengo el medio.GABRIELA.— ¿De matarlos?AURELIA. — De suprimirlos de este mundo para siempre.CONSTANZA. — La intención es muy buena, pero ¿tenemos derecho? Consulta antes a tu confesor.AURELIA. — El abate Bridet me dijo un día en que le confesé mis impulsos de matar a todos los malos: "No se prive, hija mía. Cuando se haya decidido le prestaré la quijada del asno de Sansón".CONSTANZA.— ¿Eso dijo? Tómalo al pie de la letra. ¿Cómo te arreglas?AURELIA. — Es mi secreto.CONSTANZA. — Matarlos es fácil. Pero tiene que ser una muerte que no deje rastro. Aun cuando dispusieras, por medio de amigos, de un horno de yeso o de una piscina de ácido clorhídrico no creo que se dejarían matar fácilmente. No hay nada más sensible al dolor que los hombres. Se debatirán como diablos.AURELIA. — Dejadme hacer.CONSTANZA. — Lo peor es que nos arriesgamos a una multa cuando se den cuenta de la desaparición. ¡Qué lástima que Josefina no esté aquí! Es prima segunda política del abogado Lachaud y sabe el código de memoria.AURELIA. — Nadie se dará cuenta. Tú gritas como una descosida cuando tu herpes supura. ¿Es que piensas en él cuando no lo tienes? El mal del mundo es como el mal de las personas. No se creerá más en él cuando haya desaparecido. No habrá más várices en el alma ni soplos en el corazón. La gente será buena, decente, honrada, el cielo será puro, y eso es todo. Por otra parte, no se me reconocerá más que al inventor del bálsamo Herpéfugo. Estoy segura de que no le has escrito nunca.GABRIELA.— ¡Reflexiona bien! ¡La muerte es algo!AURELIA. — La muerte vale lo que vale la vida del muerto. La muerte de un sinvergüenza no importa.GABRIELA. — Marcarlos con hierro candente, cortarles una oreja, todavía. ¡Pero matarlos es

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demasiado!AURELIA. — ¿Y con qué los marcarás? ;.Con tu molde de hacer barquillos? No, amiffas mías. Mi remedio es el único: la muerte. ;.Estás de acuerdo, Constanza?CONSTANZA. — Una pregunta, primero. ¿Está aquí, sí o no. Gabriela?AURELIA.— ¿Qué mosca te pica?CONSTANZA. — Pregunto a Gabriela si en este momento ve a su visitante.GABRIELA. — No estoy autorizada a decirlo.CONSTANZA. — Lo está viendo, estoy segura. Desde hace un momento está charlando y haciendo monadas. Él no gana nada, se lo aseguro. Está mucho más seductora cuando actúa con sencillez.AURELIA.— ¿Y qué te importa si ella lo ve?CONSTANZA. — Me importa que no voy a decir una palabra más. Creía convenido que en nuestras reuniones seríamos siempre nosotras solas, y que cada una dejaría sus manías y sus visitas particulares en su casa.AURELIA. — ¡Pues tú bien lo traes a Dicky!CONSTANZA. — ¿Y qué tiene que ver? En todo caso, rehuso tomar una decisión tan grave y votar la muerte, aunque fuera la de una sola persona, delante de un tercero que nos escucha, aunque no exista.GABRIELA. — Usted es descortés, Constanza.AURELIA. — ¿Te estás volviendo loca? ¿Eres tan tonta como para creer que cuando estamos entre nosotras, como tú dices, estamos solas? ¿Es que nos consideras tan desgraciadas y tan chochas para que, de los millones de seres en busca de conversación o de amistad, ilusiones u otras cosas, ni una se complazca con nosotras?... Por otra parte, bajas verdaderamente en mi estima, Constanza, si no hablas siempre como si el universo entero te escuchara, el de las personas reales y el de las otras. Es de una hipocresía sin límites.GABRIELA. — ¡Bravo, Aurelia!CONSTANZA. — Aurelia, tú sabes bien...AURELIA. — Sé que estar entre nosotras es justamente atraer su atención. Decirles que en este caos y en está mascarada que es el mundo, hay por lo menos un pequeño círculo donde serán bien recibidos y estarán tranquilos. ¡Y ellos lo saben bien, y se aprovechan! No todos los días se puede conseguir una vieja chiflada para divertirles con sus historias de Dicky. Pero tú no vacilas. Para ti estamos solas. ¡Hay manos que tocan las nuestras, nuestros cabellos, zarandean tu peluca, y para ti estamos solas! La ventana se abre por sí misma cuando hace calor, encuentra en el aparador crema fresca que nadie ha puesto, pero, no, estamos solas. ¡El otro día, cuando cantaste Colinette, una voz susurrante tarareaba el acompañamiento en medio del departamento, pero, no, estamos solas!CONSTANZA. — Aurelia, tú sabes bien que en mi casa...AURELIA. — ¡En tu casa, en tu casa, y aquí no! ¡Siempre tu vanidad! En tu casa, evidentemente, han formado su club. No solamente eres visionaria, sino miope. Piensas que allí se entusiasman. Tu parquet cruje: es que bailan, con la Taglioni a la cabeza. Te ves reflejada en el espejo del armario, vistiendo un camisón y es Lacordaire. Has olvidado una bolsita de ciruelas secas en tu cajón: es su regalo de cumpleaños. A veces me pregunto verdaderamente si no eres una de esas mujeres que creen en fantasmas. Lamento que Gabriela tenga que soportar que su visitante asista a esta escena, pero desde hace tiempo que yo no podía más, estallo.GABRIELA. — Ya se ha dicho.AURELIA.— ¿Estás contenta? Bien, ya que estamos solas, contesta: ¿estás de acuerdo?CONSTANZA. — ¿Por qué me consultas si sientes desprecio por mí?

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AURELIA. — Ahora lo sabrás. Y sabrás también por qué te doy la mejor porción de torta y lo mejor de mi miel. Peor para ti si te ofendes. Es que cuando vienes a mi casa, no es con Dicky que te veo entrar. No sonrías, te aseguro que es verdad. Es con otra Constanza, que se te parece como a una hermana, con la diferencia que ella es joven y bella, y que nunca fanfarronea, sino que se sienta dulcemente en la sombra y me contempla con ternura. Inútil que vengas el día en que lo hagas sola. Es a esta Constanza tan discreta que yo ofrezco los bizcochos que te tragas, y es el parecer de este ángel que pido a través de tu voz cascada. CONSTANZA. — Adiós, me voy.AURELIA. — Vuelve a sentarte, necesito que la otra se quede.CONSTANZA. — Jamás. Eres demasiado injusta. Me la llevo... ¡ Adiós!IRMA (anunciando). — La señora Josefina...GABRIELA. — ¡Estamos salvadas!JOSEFINA (la Loca de la Concordia, entra majestuosamente, con un disfraz mitad Fallieres, mitad papel. Charlotte blanco). — Queridas amigas...AURELIA. — Josefina, nos explicarás la salida de Carnot otro día. El tiempo apremia.JOSEFINA. — Justamente, no ha salido.AURELIA. — Como fue asesinado en Lyon en junio de 1893 . por Cserio, te expones a esperar demasiado.JOSEFINA (instalándose). — ¿Crees que no lo sé? ¿Y por qué tiene eso que impedir que salga? Caserio, que fue guillotinado, ¿no se pasea, acaso, todos los lunes delante de Marigny?AURELIA. — Es preciso que verdaderamente apreciemos tu buen juicio, Josefina, para prescindir de tus extravagancias y pedirte consejo. He aquí la cuestión en dos palabras. Tu parentesco con el doctor Lachaud te da ventaja para responder. Tienes reunidos en esta habitación a todos los criminales del mundo y los medios de hacerlos desaparecer para siempre. ¿Tienes derecho?JOSEFINA. — Seguramente. ¿Por qué no?AURELIA. — ¡Bravo!GABRIELA. — ¡Oh, Josefina! ¡Tanta gente!JOSEFINA.— ¡Tanta gente! Ahí radica justamente el interés de la empresa. Cuando se destruye, hay que destruir en masa. Ved los arcángeles. Ved los militares. Tenéis todos los precedentes. Sin remontar hasta el diluvio, os recordaré a Poitiers, mi ciudad natal, donde Carlos Martel juntó a todos los árabes para hundir sus cráneos a golpes de maza. Todas las batallas se basan en ese principio: reúne en el mismo sitio a todos tus enemigos y los matas. Si hubiera que matarlos individualmente buscándolos en sus familias y en sus trabajos, uno se cansaría y desistiría. Hay gente que se pregunta por qué se han inventado la conscripción y el servicio militar. Es por eso. Nunca lo había pensado, pero es una excelente idea. Felicito a Aurelia.GABRIELA. — Entonces, de acuerdo.JOSEFINA.— ¿No puedes esperar hasta mañana, Aurelia? Me arreglaría para traerte también al frutero de la calle del Circo. Me ha tratado de vejestorio.AURELIA. — Lo siento, todo está listo.JOSEFINA. — Entonces, antes de actuar, no falta cumplir más que una condición indispensable. ¿Tienen su abogado?AURELIA. — ¿Su abogado?JOSEFINA. — La persona calificada que los defienda, que intente probar su inocencia. La ley es formal. No se puede emitir ningún veredicto sin el previo alegato del abogado.AURELIA.— ¡Te juro que son culpables!JOSEFINA. — Aurelia, todo acusado tiene derecho a defenderse. Hasta los animales. ¿Recuerdas

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el perro de Montar-gis? Antes del diluvio, Dios dejó que Noé defendiera la causa de los hombres. El pobre tartamudeaba, parece. Ya sabes el resultado. A Caserío fue el doctor Lebicat quien lo defendió. Admirablemente. De todos modos, el resultado fue el mismo. No arriesgas, pues, absolutamente nada.AURELIA. — ¡No voy a ponerlos en guardia! La menor sospecha, y se desvanecen para siempre.JOSEFINA. — Designa un abogado profesional para que hable en su ausencia. ¡Si no te convence, los condenas por contumacia!AURELIA. — No conozco ningún abogado.JOSEFINA. — El doctor Lebicat murió. Se había tragado sin darse cuenta, durante su defensa, una cápsula de agua de Evián. Eso te da idea de su fogosidad. Pero cuando tuve aquellas dificultades por el fuego de mi chimenea, me dirigí a un tal Pédouze, que es agente de negocios. Convendrá para ellos: me hizo condenar a costas a pesar de todos los testigos y del mismo propietario, que estaba en favor mío. Puedo buscártelo. Mi primo tercero Lachaud, además, tiene sus entradas en la Corte. Conoce muy bien a Grévy.AURELIA. — Solamente tenemos diez minutos, Josefina, diez minutos.CONSTANZA. — Y Grévy ha muerto.AURELIA. — Si te dedicas a hacer morir aJ»dos los presidentes de la república ante Josefina, la discusión no terminará nunca.GABRIELA. — ¡Ya llegan, Josefina, ya llegan!JOSEFINA. — Entonces toma por abogado al primero que esté a tu alcance. La defensa es como el bautizo: es indispensable. Pero no importa quien la provea. Hasta un tartamudo, como te decía. El abogado de Landrú era enano. Cuando comenzó su alegato, el presidente Ravelle le dijo: "Doctor Bertet, debe ponerse de pie". Landrú rio bastante. Pide a Irma que nos consiga a alguien. (Irma había entrado.)AURELIA. — ¿Quién hay en la avenida, Irma?IRMA. — Nadie más que el gendarme, condesa, y nuestros amigos. Temen algún escándalo y han venido a ayudarla.JOSEFINA. — No puede ser el gendarme. Está juramentado. No puede hacerse cargo de la defensa.GABRIELA. — Ni el sordomudo, pienso. Podríamos romper la sentencia.AURELIA. — El trapero que hablaba esta mañana, ¿está allí?IRMA. — Está, y todavía habla. No se le oye más que a él.AURELIA. — Tráenos al trapero. (Irma sale.)CONSTANZA. — ¿No es peligroso hacer defender a todos esos ricos por un trapero?JOSEFINA. — Excelente elección. El abogado que defiende mejor al asesino, es el que no mataría ni a una mosca. El que defiende mejor al ladrón, es el más honesto. El defensor de Soleilland el sátiro, era el doctor Perruche, que era virgen. Lo salvó. ¡Sólo se logra la absolución por medio de ellos!AURELIA. — ¡Pero nadie quiere la absolución!JOSEFINA. — La justicia está en marcha. ¡Tú lo has querido! (El trapero entra acompañado por Irma. Aparecen detrás los otros comparsas, el malabarista, el vendedor de cordones, etcétera.)EL TRAPERO. — Salud, condesa. Señoras: los cumplidos de rigor...AURELIA. — Señor trapero, ¿Irma lo has puesto al corriente?EL TRAPERO. — Sí, condesa; tengo que defender al explotador, al banquero...AURELIA. — Solamente tenemos diez minutos, Josefina, diez minutos.CONSTANZA. — Y Grévy ha muerto.AURELIA. — Si te dedicas a hacer morir aJ»dos los presidentes de la república ante Josefina, la

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discusión no terminará nunca.GABRIELA. — ¡Ya llegan, Josefina, ya llegan!JOSEFINA. — Entonces toma por abogado al primero que esté a tu alcance. La defensa es como el bautizo: es indispensable. Pero no importa quien la provea. Hasta un tartamudo, como te decía. El abogado de Landrú era enano. Cuando comenzó su alegato, el presidente Ravelle le dijo: "Doctor Bertet, debe ponerse de pie". Landrú rio bastante. Pide a Irma que nos consiga a alguien. (Irma había entrado.)AURELIA. — ¿Quién hay en la avenida, Irma?IRMA. — Nadie más que el gendarme, condesa, y nuestros amigos. Temen algún escándalo y han venido a ayudarla.JOSEFINA. — No puede ser el gendarme. Está juramentado. No puede hacerse cargo de la defensa.GABRIELA. — Ni el sordomudo, pienso. Podríamos romper la sentencia.AURELIA. — El trapero que hablaba esta mañana, ¿está allí?IRMA. — Está, y todavía habla. No se le oye más que a él.AURELIA. — Tráenos al trapero. (Irma sale.)CONSTANZA. — ¿No es peligroso hacer defender a todos esos ricos por un trapero?JOSEFINA. — Excelente elección. El abogado que defiende mejor al asesino, es el que no mataría ni a una mosca. El que defiende mejor al ladrón, es el más honesto. El defensor de Soleilland el sátiro, era el doctor Perruche, que era virgen. Lo salvó. ¡Sólo se logra la absolución por medio de ellos!AURELIA. — ¡ Pero nadie quiere la absolución!JOSEFINA. — La justicia está en marcha. ¡Tú lo has querido! (El trapero entra acompañado por Irma. Aparecen detrás los otros comparsas, el malabarista, el vendedor de cordones, etcétera.)EL TRAPERO. — Salud, condesa. Señoras: los cumplidos de rigor...AURELIA. — Señor trapero, ¿Irma lo has puesto al corriente?EL TRAPERO. — Sí, condesa; tengo que defender al explotador, al banquero...JOSEFINA.— ¿Los conoce suficientemente bien para defenderlos?EL TRAPERO. — He pasado todas las mañanas, durante tres años, ante la casa de Basilio Zaharov. ¡Si lo conozco! ¡Solamente flores en sus cajones de basura! Nunca lo he visto, pero todas sus ventanas estaban siempre llenas de jardineras con plantas rojas. ¡Si lo conozco! No sé el nombre de esas plantas, pero me parece que las veo todavía.CONSTANZA. — Geranios.EL TRAPERO. — Es posible.CONSTANZA. — Por otra parte, es el descargo de toda esta gente demasiado rica: adoran las flores.EL TRAPERO. — ¿Le parece?JOSEFINA. — No ayudes a la defensa, Constanza.AURELIA. — ¿No es a disgusto que usted defiende a esos bandidos?EL TRAPERO. — Les propongo incluso un truco que simplificará todo.AURELIA. — Dirige los debates, Josefina.EL TRAPERO. — En vez de hablar directamente como el abogado, voy a hablar directamente como el explotador. Tengo más fuerza, estoy más convencido.AURELIA. — ¡En absoluto! ¡En absoluto!JOSEFINA. — Muy sensato, aceptado.EL TRAPERO. — ¿A cuánto asciende mi fortuna?AURELIA. — Decídelo. Millones.

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EL TRAPERO. — ¿He robado, he matado?AURELIA. — Es usted bien capaz.EL TRAPERO. — ¿Tengo una mujer, una amante?AURELIA. — Ambas, como ellos.EL TRAPERO. — Lo prefiero. Estoy más cómodo. ¡Vamos!GABRIELA. — ¿Toma té, doctor?EL TRAPERO. — ¿Es bueno el té?CONSTANZA. — Para la voz, excelente. Los rusos no beben más que té. No hay nadie más charlatán.EL TRAPERO. — Venga el té, pues.JOSEFINA. — ¡Os podéis acercar, vosotros! La audiencia es pública. Tu timbre, Aurelia...AURELIA. — ¿Pero si tengo que llamar a Irma?JOSEFINA. — Irma se va a quedar a mi lado. Si necesitas, ella se llamará a sí misma. (Toca el timbre.) Os escuchamos: ¡jurad!EL TRAPERO.— ¡Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad!JOSEFINA. — ¿Qué está cantando? Usted no es testigo, es abogado. Por el contrario, debe recurir a todas las astucias para defender a su cliente. A la mentira. A la calumnia.EL TRAPERO. — Perfecto. Entendido. Está jurado.EL MALABARISTA. — No le costará trabajo, señora. ¡Como sacamuelas, se lo recomiendo!EL VENDEDOR DE CARDONES. — Miente como respira. Ofreció casamiento a Irma y ya está casado.EL TRAPERO. — Puedo divorciarme. Si no me pidieran en la escribanía cuarenta y cinco francos de previsión.JOSEFINA (toca el timbre). — Cállese.EL TRAPERO. — Si alguien tiene derecho, sin embargo, a la ayuda judicial...JOSEFINA. — Le escuchamos...EL TRAPERO. — Señoras, ante este auditorio elegante y selecto...JOSEFINA.—Nada de adulaciones. ¿Qué le pasa, Gabriela?GABRIELA. — ¿Y San Yvo? ¿No invoca previamente a San Yvo?EL TRAPERO.— ¿Que invoque a San Yvo?GABRIELA. — El patrón de los abogados. Lea su vida. Se arriesga a que se le paralice la lengua.EL MALABARISTA. — Este no ariesga nada, señora.JOSEFINA. — En la Corte la invocación es optativa, Gabriela. Pregunta, Aurelia.AURELIA. — Señor trapero. ¡Oh, perdón! Le llamaré presidente, ¿verdad? Es el nombre genérico.EL TRAPERO. — A sus órdenes, condesa.AURELIA. — Presidente, ¿sabe de qué se le acusa?EL TRAPERO. — En absoluto: mi vida es íntegra, mis costumbres, puras; mis manos, limpias.EL VENDEDOR DE CORDONES. — Nada en las manos. Nada en los bolsillos. Es bien él.AURELIA. — Usted miente descaradamente.CONSTANZA. — No vas ahora a insultarlo. Miente por obedecerte.AURELIA. — Cállate... No entiendes nada de esto. ¡Se le acusa de adorar el dinero!EL TRAPERO. — ¿Adorar el dinero? ¡Ah, Dios mío! Yo adoro las orgías, me sumerjo en ellas, adoro los casinos, adoro los geranios, pero no el dinero!AURELIA.— ¿Los geranios? ¿Ves tu idiotez, Constanza? ¡Con tus flores lo has provisto de circunstancias atenuantes!JOSEFINA. — Nada de evasivas. Conteste.

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EL TRAPFRO. — Naturalmente que voy a contestar. Señoras : ante este auditorio elegante y selecto...AURELIA. — Adora usted el dinero, ¿sí o no?EL TRAPERO. — ¿El dinero, condesa? ¡Pero si es él, ay de mí, quien me adora! Es él que ha venido a buscarme en el seno de una honorable familia del barrio de San Gervasio haciéndome encontrar en un tacho de basura un lingote de oro de diez kilos. No lo buscaba en absoluto, se lo aseguro. Unas viejas plantillas habrían sido mejor negocio. Fue él, cuando compré con ese lingote la zona que el ferrocarril hizo subir mis terrenos de cinco francos a cuatro mil. Fue él, cuando los revendí, que me hizo comprar los ingenios del norte, Bon-Marché y Creusot. El dinero es robo, combina, que yo detesto, no como de ese pan, pero él me ama. Es para creer que tengo las cualidades que lo atraen: no ama la distinción, yo soy vulgar; no ama la inteligencia, yo soy idiota; no ama los apasionados, vo soy egoísta. Así, no me ha dejado hasta cuarenta mil millones. No me abandonará jamás. Soy el rico ideal. No estoy por ello orgulloso, pero he llegado.AURELIA. — Perfecto, trapero, lo ha comprendido.EL TRAPFRO. — Los pobres son responsables de su pobreza. ¡Que sufran las consecuencias! ¡Pero no los ricos de su pobreza!AURELIA. — Muy bien, continúe. Un poco más, y será perfectamente innoble... Y si usted se avergüenza de ese dinero, presidente, ¿por qué lo guarda?EL TRAPERO. — ¿Yo lo guardo?EL MALABARISTA.— ¡Y cómo! No eres tan manirroto como para dar diez centavos al sordomudo.EL TRAPERO. — ¿Yo, que lo guardo? ¡Qué horror! ¡Y qué injusticia! ¡Qué vergüenza sentirme acusado así delante de este auditorio elegante y selecto! ¡ Pero, condesa, al contrario! ¡Dedico mi tiempo a tratar de deshacerme de él! ¡Tengo un par de zapatos amarillos, compro unos negros! Tengo un velocípedo, compro un automóvil. Tengo una mujer...JOSEFINA.— ¡A los hechos!EL TRAPERO. — Me levanto a la madrugada para depositar dones en especies en el fondo de cada tacho de basura. Tengo testigos. No hay más que seguirme. Hago venir flores de Java, que se recogen a lomo de elefante. Y que no me la pisen porque los dejo morir de hambre a los nativos. Para nosotros, los ricos, lo difícil es no tener dinero. No nos suelta más. Juego al peor caballo de carrera y gano por veinte metros. Compro un billete, lo elijo con malas cifras y ése es el que sale. Y sucede igual con mis piedras preciosas que con mi oro. Cada vez que tiro un diamante en el Sena, lo vuelvo a encontrar en el gobio que me sirven mis maitres. Diez diamantes, diez gobios. ¡No es dando diez centavos al sordomudo que me desembarazaré de mis cuarenta mil millones! Entonces, ¿dónde está el crimen?CONSTANZA. — En eso tiene razón.EL TRAPERO.— ¿No es verdad, mi pequeña señora? He aquí una por lo menos que me comprende. Le enviaré un gran ramo en cuanto sea absuelto. ¿Qué flores prefiere?CONSTANZA. — Las rosas.EL TRAPERO. — Le enviaré un ramo cada día durante cinco años. Mis medios me lo permiten.CONSTANZA. — Y los amarilis...EL TRAPERO. — Es como yo...; alternaré. Anoto el nombre.EL VENDEDOR DE CORDONES. — Miente descaradamente con sus flores. Las detesta.JOSEFINA. — No interrumpa el debate. Las detesta como trapero. Las ama como explotador.EL VENDEDOR DE CORDONES. — No lo interrumpo, pero quiero'que vean qué clase de sujeto es.EL TRAPERO. — Sí, tiene razón la pequeña dama. Aunque le diera veinte centavos al

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sordomudo, veinte francos, veinte millones..., ustedes ven, voy rotundamente a que no me desembarazaría de cuarenta veces mil millones. ¿No es verdad, señora? Los pobres, por otra parte, lo comprenden muy bien. Esta mañana he arrebatado cien francos al trapero que los había encontrado bajo mi mesa. Me ha dejado hacer, porque comprende.EL VENDEDOR DE CORDONES. — Porque es un completo cretino.EL TRAPERO. — Por favor, no hablen mal de los traperos. No estoy aquí para defenderlos. Pero si se supiera qué tesoros de invención generosa, de inteligencia leal, de coraje incomprendido...EL MALABARISTA. — De limpieza anual. Apesta desde aquí, señora.JOSEFINA. — Silencio. Al hecho, presidente.EL TRAPERO.—-Ya llego. Si juego a la bolsa...AURELIA. — En efecto, hablemos de la Bolsa. ¿Por qué ha vendido las acciones del bajo Amazonas a mil para bajarlas a treinta y tres en ocho días?EL TRAPERO. — Siempre por la misma razón, para agradaros, condesa. Es mi objeto en la vida. Agradar a las damas. Desembarazar del dinero a quienes lo tienen.AURELIA. — En este punto ha triunfado. Pero estoy segura de que las ha vuelto a comprar a todas a treinta y tres y de que han vuelto ha subir a mil.EL TRAPERO. — A veinte mil. Es con ello que he comprado mi castillo de Chenonceax y mi rosaleda de Bourg-la-Reine...EL CANTOR. — ¡Tu estercolero!EL TRAPERO. — Es con ello que subvenciono el Ritz. Es con ello que mantengo mis doce bailarinas.AURELIA. — Usted es un triste personaje, presidente. Espero que lo engañen todas ellas.EL TRAPERO. — ¡Error, error! ¿ Cuándo se engaña a alguien? Cuando se lo abandona por otro que no sea él. Yo poseo toda la ópera. Mis doce bailarinas pueden engañarme con doce bailarines, con el administrador general, con los maquinistas, con el corno inglés. Los poseo a ellos también. Es como si me engañaran conmigo mismo. ¡Ni me va ni me viene!AURELIA. — ¡Qué ignominia! ¡Espero que usted oiga, Gabriela!GABRIELA. — ¿El qué?AURELIA. — Que se regocije al ser engañado por sus bailarinas. Además, se ve por su aspecto que no tiene más que esas doce.EL TRAPERO. — Tengo a todas las mujeres. Con dinero se tiene a todas las mujeres, las presentes exceptuadas. Envuelvo con visón a la orgullosa y esquiva que se debate mientras trata de acertar las mangas. A aquella que camina de prisa le grito desde atrás que tendrá un Rolls-Royce y comienza a dar pequeños pasitos. Justo un pie delante de otro. Un pasito medido. No hay más que recogerla.EL VENDEDOR DE CORDONES — ¡Qué crápula!EL TRAPERO. — Todas sin excepción. Hasta Irma.EL MALABARISTA. — Ten cuidado. ¡Irma te ha rechazado ya como trapero!EL TRAPERO. — ¡Pues me comerá como multimillonario!AURELIA. — Y bien, ¿duda todavía, Gabriela? Es cínico. He aquí dónde lleva el dinero.GABRIELA. — ¡En efecto, es espantoso!EL TRAPERO. — He aquí dónde lleva el dinero, ¿y qué se le reprocha? Es la honestidad. Los que no tienen dinero y fundan negocios, esos son los sospechosos. Si se llama sospechoso al hombre de negocios que no tiene dinero es que el dinero es una cualidad y no un vicio. Con dinero en un negocio, los obreros cobran, el material es bueno. Tome las casas de conservas: si la casa tiene capitales al comienzo, no hay ni una vieja lata que no pueda volver a usarse. Hasta aquellas de atún que se abren con cizalla. Las compra de nuevo al trapero a precio de oro.

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AURELIA. — ¿Y el petróleo? Desde el comienzo de la conversación usted evita hablar del petróleo...EL TRAPERO. — No hablo del petróleo como no hablo de la hulla, del algodón, de las bananas. Todo es mío y no me gusta hablar de mí. Como no menciono el caucho, puesto que lo que he dicho con respecto de las viejas cajas de conservas se aplica también a las viejas cámaras de aire. Si provienen de una casa rica, rinden todavía servicios increíbles. En los deportes: para los bañistas del Marne. En la Nación, para los burócratas de los funcionarios. En el amor: para los corsés. ¡Ah, amigos míos! ¡No hay más que ver la atracción de un billete de diez francos al lado de dos monedas de diez centavos para comprender la atracción del dinero. Todos ustedes son de mi opinión, y ustedes también, señoras, o me la quieren llevar a la larga. ¡Viva el dinero, camaradas! ¡Bebo mi té a tu salud!... ¡Dios, qué malo es!AURELIA. — ¿Cuáles son sus proyectos si encuentra en Chaillot el petróleo que usted busca?EL TRAPERO. — Compraré el castillo de Chambord. Será más amplio. Mantendré en suplemento las bailarinas de la Opera Cómica. Resultará más alegre. No tengo más que caballos de carrera; los compraré también de carreras de obstáculos. No tengo más que cuadros sobre tela; compraré sobre madera y sobre mármol, que es más sólido. ¡Compraré a Irma!JOSEFINA. — ¿Por qué te agitas, Constanza?AURELIA. — ¿Tienes que preguntar algo a este innoble individuo?CONSTANZA. — Sí, querría saber cómo se hace para volver a soldar las latas de conserva vacías. Justamente tengo dos.EL TRAPERO. — Démelas y se lo haré con autógena.JOSEFINA. — Constanza, espera hasta el fin del debate. Estás excluida de la discusión. El acusado te compró con sus flores.EL MALABARISTA. — Y no conoce nada, señora. Pregúntele el nombre de la que lleva en su pecho. No se lo dirá.AURELIA. — Excelente idea, vamos a juzgar su buena fe. Acércate, Sibila. (La florista se acerca.) Muéstrale tus flores, una después de otra. Si erra un nombre, nuestro juicio concluye, ¿no es así?SIBILA. — ¿Esta?EL TRAPERO. — Gracias, preciosa niña.SIBILA. — ¡No la tome! Su nombre.EL MALABARISTA. — ¡Su nombre!EL TRAPERO.— Jamás, me niego. Preguntarme el nombre de una flor es como si me pidierais el nombre de una de mis bailarinas. Son mis bailarinas y eso es todo. La respiro. La abrazo. Es mi bailarina. ¡Es mi flor! No me importa su nombre.EL VENDEDOR DE CORDONES — ¡Qué crápula!AURELIA. — Creo que la causa está resuelta, ¿no es verdad, amigos míos? Ustedes son testigos. No sabe ni siquiera el nombre de la camelia. El dinero es realmente el mal del mundo. (Murmullos hostiles al abogado.) ¿Quieres que votemos, Josefina?EL TRAPERO.— ¿Cómo, resuelta? ¡Soy miembro de doscientas familias! ¡Nunca causa alguna ha sido resuelta paralas doscientas familias!JOSEFINA. — Le ordeno que se calle. Nuestra decisión está tomada.EL TRAPERO.— ¡Ninguna orden vale para un miembro de las doscientas familias! ¡Y ninguna ley! ¡Vosotros no los conocéis! Los Duran pescan con cartuchos de noche. Los Duval se bañan sin calzones en verano, y, si les place, en las fuentes de la plaza de la Concordia. Al agente que recrimina a los Mallet si no tienen patente de registro en su tándem le espera la destitución. Y no entro en detalles. En el fútbol, ningún arquero osa detener a los Boyer. Los miembros de las

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doscientas familias pueden dar la espalda, señoras, y se les sonríe y se les abraza como si estuvieran de frente. Hay que abrazarlos. No están por ello más orgullosos, pero los aduladores lo exigen. Es por ello que quiero casarme con Irma. Ella también es así. Es una Lambert. Verás nuestros hijos, Irma. No será necesario hacerles la toilette. Los aduladores estarán allí. (Toma a Irma. Los demás se acercan.) Tocad uno solo de mis cabellos, vosotros. Veréis lo que son las órdenes del rey, la prisión, el destierro, las galeras, las máscaras de hierro. Los doscientos no son malos. Cuando los atacan, se defienden. Es su divisa. ¡Aviso a los domadores y domadoras!EL VENDEDOR DE CORDONES.— ¡Y cuidado con los piojos!AURELIA. — ¿Es chantage?EL TRAPERO. — No, pero los prevengo.AURELIA. — Es chantage. ¿No lo oyes, Josefina?JOSEFINA. — E insulto al tribunal. Levanto la sesión. Tanto más cuanto que tengo que ver pasar por los Campos Elíseos a alguien que espera.AURELIA. — Es suficiente, siniestro individuo. Si había indecisos, su discurso ha destruido todo escrúpulo. (A Constanza.) Tú lo defierfdes, naturalmente.CONSTANZA. — Si está en buenas relaciones con los Mallet, lo abandono. Los Mallet no contestaron nunca a la participación de casamiento de mi tía Beaumont.AURELIA. — ¿Así que dais plenos poderes sobre los explotadores, amigos míos? (Gritos de aprobación.) ¿Puedo arruinarlos? (Gritos de aprobación.) ¿Puedo eliminarlos de este mundo? (Gritos de aprobación.) Perfecto. Seré digna de vuestra confianza. Y usted, mi buen trapero, gracias. Ha estado verdaderamente imparcial.EL TRAPERO. — Si lo hubiera sabido antes, me hubiera tomado una copa en casa de Maxim. He debido cometer faltas.JOSEFINA. — En absoluto; la semejanza era impresionante y usted tiene la voz de Berryer, aunque un poco menos sonora. ¡Buen porvenir! Adiós, señor trapero. Hasta la vista, Aurelia. Mátalos bien a todos. Me llevo a la pequeña Gabriela hasta el puente de Alejandro. ¿Cómo vas tú a Passy, Constanza?CONSTANZA. — A pie, por el muelle. Ah, de vuelta, ¿eh? ¡Y la oreja sangrando! ¿Con que de pelea? ¡Y con un danés, seguramente! ¡Los detesta!AURELIA. — ¿Lo ves? Dicky ha sido menos tonto que tú. Ha vuelto. ¿La acompañará, por favor, señor trapero? Durante el camino lo pierde todo. Y al revés: su libro de misa en el mercado, su cubrecorpiño en la iglesia.EL TRAPERO. — Muy honrado. Aprovecharé para llevarme la lata de conservas.EL CANTOR (interviniendo). — Condesa, recuerde que me había prometido... puesto que la señora Constanza está acá...AURELIA. — ¡Tiene razón!... Constanza. (Dirigiéndose al cantor.) ¡Usted, cante! (Constanza se detiene.)EL CANTOR. — ¿Que cante?AURELIA. — Y dése prisa. Mi tiempo es precioso.EL CANTOR. — A sus órdenes, condesa. (Canta.) Entends-tu le signal

de l'orchestre infernal?CONSTANZA. — Pero, si es "La Bella Polonesa". (Canta.)

Belle, permets que j'enlace avec grace plaine d'audace!...

EL CANTOR. — ¡Estoy salvado!JOSEFINA (que reaparece, continuando la canción.) Cette taille aux contours sculptés par les

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amours! AURELIA.— ¡Todas la saben! Tiene usted suerte, cantor. GABRIELA (que reaparece también, y que retoma el estribillo con las otras dos y con el cantor.)

Pour mazurker tous deux plus a Valse serrons nous bien, ma belle Polonaise! Sautillonnons en toupie hollandaise sautons hop-la! Frapper le sol en cadenee blonde Lodoiska on se grise quand on dance un air de mazurka! La bonheur le voila!

JOSEFINA.— ¡Es el mejor final de un proceso que he visto en mi vida!IRMA (apareciendo repentinamente).— ¡Ya están aquí, condesa! ¡Márchense todos ustedes! (Escapan enloquecidos.)EL TRAPERO. — Hasta luego, Irma. Hasta luego, corazón. El tiempo de comprar un visón y vuelvo. (Irma queda sola con la loca.)IRMA. — No vienen todavía, condesa. Pero hacía falta despejar el terreno; es la hora de su siesta. Duerma un minuto. Yo vigilaré la llegada y le avisaré.LA LOCA.— ¡Ah, el buen almohadón! ¡Qué sueño tengo! IRMA. — Detesto la paja. Adoro la pluma. (La Loca se duerme e Irma sale en puntas de pie. Pedro entra llevando la boa en el brazo. Contempla a La Loca con emoción, se arrodilla ante ella y le toma las manos.)LA LOCA (siempre con los ojos cerrados.) — ¿Eres tú, Adolfo Bertaut?PEDRO. — Es Pedro, señora.LA LOCA.—No mientas, son tus manos. ¿Por qué complicas siempre las cosas? Confiesa que eres tú.PEDRO. — Sí, señora.LA LOCA. — ¿Es que se te torcería la boca si me llamaras Aurelia?PEDRO. — Soy yo, Aurelia.LA LOCA. — ¿Por qué me has dejado, Adolfo Bertaut? ¿Tan hermosa era esa Jorgelina?PEDRO. — Mil veces menos bella que usted...LA LOCA. — ¿Era su espíritu que te atraía?PEDRO. — Era tonta.LA LOCA. — ¿Su alma, entonces? ¿Su transparencia en este bajo mundo? ¿Veías a través de tu Jorgelina?PEDRO. — Ciertamente no.LA LOCA.— ¡Es exactamente lo que yo pensaba! ¡Es exactamente lo que hacen todos los hombres! Os aman porque sois buena, espiritual, transparente, y en cuanto tienen ocasión os dejan por una mujer fea, insulsa y opaca. ¿Por qué, Adolfo Bertaut, por qué?PEDRO.— ¡Por qué, Aurelia!LA LOCA. — No era muy rica tampoco. Cuando te volví a encontrar en ese mercado y me pasaste aquel melón bajo las narices, tus puños de camisa estaban bien gastados, pobre amigo mío.PEDRO. — Sí, ella era pobre.LA LOCA. — ¿Por qué "ella era"? ¿Está muerta? Si es porque está muerta que vuelves, puedes irte. No quiero lo que la muerte se digna dejarme. No quiero heredarte de ella.PEDRO. — Ella está muy bien.

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LA LOCA. — Tus manos siempre son jóvenes y fuertes; es la única parte de ti que se me ha conservado fiel. El resto ha recaído bastante, pobre Adolfo. Comprendo que no te atrevas a acercárteme más que cuando estoy con los ojos cerrados. ¡Está bien!PEDRO. — Sí, he envejecido.LA LOCA. — Yo no. Tú has envejecido como todos los que reniegan de sus recuerdos, que aplastan sus antiguas huellas. Estoy segura de que has vuelto al parque de Colombes con esa Jorgelina, ¿no?PEDRO. — El parque de Colombes ya no existe.LA LOCA. — Tanto mejor. ¿Hay todavía un parque de Saint-Cloud, un parque de Versailles? Nunca más volví. ¡Si hubiera justicia, los mismos árboles se hubieran ido, el día en que volvieran con Georgina!PEDRO. — Han hecho lo posible. Muchos murieron.LA LOCA. — ¿Volviste con ella al Vaudeville a escuchar "Denise"?PEDRO. — Tampoco existe ya el Vaudeville. Él le ha sido fiel.LA LOCA. — Nunca más doblé por la esquina de la calle Bizet porque la había pasado tomada de tu brazo, la noche que regresábamos de "Denise". Doy la vuelta por la plaza de los Estados Unidos. Es duro, en invierno, por la nieve. Siempre caigo una o dos veces.PEDRO. — Querida Aurelia, ¡perdón!LA LOCA.— ¡No! No te perdonaré. ¡Llevaste a Georgina a todas partes donde habíamos ido juntos, a Bullier, al Hipódromo! ¡La llevaste a la Galería de las Máquinas, para ver el retrato de Mac-Mahon en acero cromado!PEDRO. — Te aseguro...LA LOCA.— ¡No asegures nada! ¡Le hiciste grabar tarjetas en la casa Stern! ¡Le compraste chocolates en Gouache! Y nada queda, ¿no es cierto? Yo, en cambio, todavía tengo todas mis tarjetas, salvo la que envié al general Boulanger. ¡Todavía tengo doce chocolates! ¡Nunca te perdonaré!PEDRO. — Yo te amaba, Aurelia.LA LOCA.— ¡Me amabas! ¿Es que estás muerto también?PEDRO. — Te amo, Aurelia.LA LOCA. — De eso estoy segura. Me amas. Es lo que me ha consolado de tu abandono. ¡Está en los brazos de Jorgelina en Bullier, pero me ama; va a ver "Denise" con Jorgelina, pero me ama! ¡Y tú no la amabas, es evidente! Nunca creí a quienes me contaron que Jorgelina había huido con el ortopedista. No la amabas; pues se quedó. Y cuando ella volvió y me contaron su nueva huida con el agrimensor, tampoco les creí. Nunca te librarás de ella, Adolfo Bertaut, puesto que no la quieres... Ése será tu castigo.PEDRO. — No me olvides... Quiéreme...LA LOCA. — Y ahora, adiós. Ya sé lo que quería saber. Pasa mis manos al pequeño Pedro. Se las sostuve ayer. Es su turno ahora... ¡Vete! (Pedro retira sus manos y después retoma las de La Loca. Pausa. Ella abre los ojos.) ¿Es usted, Pedro? ¡Ah, tanto mejor! ¿Él ya no está más?PEDRO. — No, señora.LA LOCA. — Ni siquiera lo lie oído partir... ¡Oh, de partir sabe mucho ése! ¡Dios mío, mi boa!PEDRO. — La encontré en el armario de la luna, señora.LA LOCA. — ¿Con una bolsita de terciopelo malva?PEDRO. — Sí, señora.LA LOCA.— ¿Con una pequeña mercería?PEDRO. — No, señora.LA LOCA.— ¡Tienen miedo, Pedro, tiemblan de miedo, por eso me devuelven todo lo que me

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han robado! Nunca abro el armario de luna por esa vieja, pero veo lo que contiene a través del espejo. ¡Y ayer estaba vacío! Quieren apaciguarme pero no saben hacerlo. Lo que más aprecio de todo es mi mercería, que me robaron en la infancia... ¿Está seguro que no la han devuelto?PEDRO.— ¿Cómo es?LA LOCA. — Un cartón verde con trencilla de oro, con ventanas góticas de papel de encaje para las perlas y el cañamazo. Me la regalaron para Navidad, cuando tenía siete años, y me la robaron justo al día siguiente; hasta los ocho años, lloré mucho.PEDRO. — No está en el armario, señora.LA LOCA. — El dedal era dorado. Juré no tener nunca otro. ¡Mire mis pobres dedos!PEDRO. — También se lo han quedado.LA LOCA. — Estoy encantada. Eso me devuelve toda mi libertad. Gracias por la boa, Pedro. Póngamela. Es necesario que la vean sobre mi cuello. ¡Creerán que es una boa de verdad! (Irma entra agitada, trayendo una botella con agua y vasos.)IRMA. — Ya están aquí, condesa. ¡Parece una manifestación! ¡La avenida está llena!LA LOCA. — Déjeme sola, Pedro; no tengo nada que temer. Irma, ¿estás segura de haber echado un poco de petróleo en la botella?IRMA. — Sí, condesa. Y les voy a decir que usted es sorda, como me ha ordenado. (Una vez sola, la Loca oprime tres veces el plinto y el muro se abre. Se ve la entrada del subterráneo. Irma anuncia.) ¡Los señores presidentes de los Consejos de Administración! (Entran encabezados por el presidente del primer acto. Con trajes Príncipe de Gales. Cigarros.) La condesa es muy dura de oído, señores. ¡Hablen muy fuerte!EL PRESIDENTE. — Gracias por su llamado, señora.UN PRESIDENTE. — La vieja es sorda. Grita.EL PRESIDENTE (gritando).— Ayer, en ese café, un no sé qué me ha dicho que nos volveríamos a ver.LA LOCA. — A mí también.EL PRESIDENTE (gritando). — ¿Quiere usted, por favor, firmar este papel?LA LOCA. — ¿De qué se trata? No tengo mis lentes.EL PRESIDENTE (gritando).— Es un contrato por el cual usted está asociada a nosotros para todos los beneficios, según el baremo en rigor.LA LOCA. — Perfecto. (Firma.)UN PRESIDENTE. — ¿Qué es?EL PRESIDENTE. — Es el papel por el cual ella renuncia a todo en provecho nuestro. (Grita.) Y aquí tiene su comisión, señora. Si tiene la amabilidad de decirnos dónde se encuentra la fuente, este paquete será suyo.LA LOCA.— ¿Qué es?EL PRESIDENTE (gritando).— ¡Un quilo de oro!LA LOCA. — Perfecto.UN PRESIDENTE. — ¿Qué es?EL PRESIDENTE. — Un quilo de plomo dorado. Nos lo llevaremos a la salida.LA LOCA. — Por allá. Es en el fondo. Pueden bajar. (Uno de los presidentes trata de bajar primero.)EL PRESIDENTE.— ¡Eh, ahí bajo! ¡Presidente! No quiero caballeros solos: detrás de mí y en fila... ¡Vuestros cigarros, presidentes! (Apagan los cigarros. Se aproximan al abismo.)LA LOCA. — Un segundo. ¿Ninguno de ustedes lleva consigo una pequeña mercería?EL PRESIDENTE. — Yo no. (Detiene a otro presidente que había aprovechado el incidente para pasar primero.) Cuando sea su turno, presidente.

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LOS PRESIDENTES. — Nosotros tampoco.LA LOCA.— ¿Ni un dedal dorado, por casualidad?LOS PRESIDENTES. — En absoluto.LA LOCA. — ¡La suerte está echada! ¡Id! (Desaparecen bajo tierra.)IRMA. — ¡Los señores prospectores de los Sindicatos de Explotación! La señora condesa es muy sorda, caballeros. (Sale. Los señores entran. Aspecto abigarrado. Cigarros. En el transcurso de la escena, el prospector prueba el agua de la botella, tiene un sobresalto de alegría y hace señas a sus compañeros. Todos eructan, pero se regocijan.)EL PROSPECTOR (gritando).— ¿Petróleo?LA LOCA. — Petróleo.EL PROSPECTOR. — ¿Vestigios? ¿Rezumos?LA LOCA. — Surtidores. Napas. Inundación. (Gran euforia entre los señores.)EL PROSPECTOR.— ¿Olor sui generis?LA LOCA. — Perfume.EL PROSPECTOR.— ¿Perro mojado, cuero mojado?LA LOCA. — No. Incienso.EL PROSPECTOR. — Es Kirkik, amigos míos. La esencia más rara. ¿Cómo lo ha descubierto? ¿Por bombeamiento? ¿Perforación?LA LOCA. — Con el dedo.EL PROSPECTOR. — ¿Quiere firmar este papel?LA LOCA. — ¿Qué es?EL PROSPECTOR. — Nuestro compromiso de repartir las obligaciones.LA LOCA. — Ya está.UN PROSPECTOR. — ¿Qué es?EL PROSPECTOR (con voz natural). — La conformidad para ser encerrada como loca.. El hospicio está prevenido. En cuanto salgamos telefonearé por la ambulancia... ¿Por aquí?LA LOCA. — Aquí es. (Se hunden.)IRMA. — ¡Los señores representantes del pueblo en los intereses petrolíferos de la Nación! (Sale. Entran ellos. Barbudos. Ventrudos. Bigotudos. Sobre todo familiares. Cigarros.)UNO DE ELLOS. — ¡Oh, oh! ¡Aquí se huele a petróleo!EL SEGUNDO. — Un poco demasiado. Ceno con Rolanda, y detesta este olor. Aligéremenos.EL TERCERO. — ¿Estás seguro? Luciana dijo a Mimí que cenaba con Rolanda.EL SEGUNDO. — Ceno con Mimí y Rolanda. Si quieres venir con Luciana avisa a Lulú.EL CUARTO. — Hubieras podido decirlo antes. Yo ceno con Juanita, quien traerá a Magda. Está libre, porque Minouche cena con Paula.EL QUINTO. — Juanita toma el aperitivo con Yvette. No tienes más que telefonear a Raimunda para pedirle a Regina que le telefonee. (Parecen cada vez más barbudos, bigotudos, familiares y ventrudos.)EL PRIMERO. — Señora, ¿cuándo se puede realizar la visita al yacimiento?EL QUINTO.— ¿Es muy urgente, amigos míos? Son más de las tres. Si nos retrasamos, perdemos a Olga que toma el té en el Moulin des Carches con Jorgelina. Ya la conoces. No me lo perdonará.LA LOCA.— ¡Jorgelina!... Pobre Adolfo.EL PRIMERO. — Tenemos la comisión de nafta a las seis. Tenemos que fijar los porcentajes de participación. La Nación ante todo. Ya he redactado un informe entusiasta, pero cualquier imbécil puede preguntar si hemos visto el yacimiento. Y más, que podría dictar el informe a Alberta esta tarde. Es cómodo, porque vive con Dolores, quien ha subalquilado a Esther.

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EL SEGUNDO. — ¿No podríamos obtener su firma sin bajar, señora?LA LOCA. — Imposible.EL TERCERO. — Entonces bajemos. Un minuto bastará como dice Méméne. ¿Bastará un minuto, señora?LA LOCA. — Completamente. (Van a bajar, cuando la florista entra con su cestilla.)EL PRIMERO. — ¡Mirad el tesoro que he encontrado en la escalera!LA FLORISTA.— ¿Flores, señora?OTRO. — ¡Todas tus flores! ¿Tu nombre, bella niña?LA FLORISTA. — Me llamo Sibila.EL OTRO.— ¡Qué nombre tan bonito! ¡Amigos, Bibí nos ofrece flores! (Se colocan todos flores en el ojal y bajan al abismo.)IRMA.— ¡Los señores síndicos de Prensa Publicitaria! (Entran: altos, bajos, huesudos, gordos.) La señora condesa es muy sorda.EL SÍNDICO. — Pues tiene suerte. Si no conocería todas las variantes del término "dromedario". (Grita.) Deposito a sus pies mis homenajes más perfectamente distinguidos, señora.EL DIRECTOR. — Es verdaderamente Dante en los infiernos. (Grita.) La expresión de mi más profunda y altamente masculina admiración, condesa.EL SECRETARIO GENERAL. — ¡El Premio Goncourt de las Brujas ha sido ganado! (Grita.) Beso respetuosamente sus manos de diosa, adorable dama.EL SÍNDICO. — ¿Estamos completamente de acuerdo? ¿No vamos a acordar a esta cabra vieja la comisión corriente del treinta por ciento?EL DIRECTOR. — Seguro, señor síndico. ¡Si no entiende nada! Y nosotros doblamos la tarifa.EL SÍNDICO. — Le proponemos este contrato de publicidad, querida señora. Son las condiciones más ventajosas que hayamos acordado nunca.LA LOCA. — Perfecto. He aquí la entrada para la visita.EL SÍNDICO (gritando). — Oh, señora, nosotros no haremos la visita. La publicidad no tiene por qué ocuparse de la realidad. Que su yacimiento sea real o imaginario, es el honor de su misión, de la que no se apartará, describirlo con el mismo celo.LA LOCA. — Entonces no firmo.EL SÍNDICO (gritando). — Como usted quiera. Visitémoslo. Pero obligándonos a constatar la existencia del material publicitario, nos obliga de golpe a romper con nuestras tradiciones de imparcialidad entre lo real y lo falso. Debemos, por lo tanto, elevar nuestra tarifa al treinta y cinco por ciento...LA LOCA. — Firmaré.EL SECRETARIO GENERAL (gritando).—- Es bien agradable de ver, señora, que las fuentes de petróleo tienen desde ahora su náyade. (Se internan en la escalera. Irma aparece tratando de detener a tres damas. Aspecto bien claro. Cigarrillos.)IRMA.— ¡Señoras, señoras, sólo los hombres han sido convocados!LA LOCA. — Déjalas entrar, Irma. Y no digas más que soy sorda.UNA DE LAS MUJERES. — Ya ves. Félix nos oculta todo. Pero he sabido de este petróleo por Raimundo: él no dudaba que yo escuchaba en el ministerio desde el teléfono de Jimmy. A propósito de Jimmy: ya se ha arreglado con Huberto acerca de las seis mil conservas. El grupo de Kiki está de acuerdo.LA SEGUNDA. — Si queremos prevenir a Bob, lleguémonos después de la visita a Iván. Raúl ya no tiene las posibilidades de Paul. E Iván está muy relacionado. Hasta más que Jaime. A propósito, Jaime nos cederá la opción sobre los trigos de Totor.

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LA TERCERA. — ¿Nada a Francisco, en todo caso? Felipe lo sabría todo. ¡Y ya conoces a Gustavo! ¿Es este el pozo, señora ?LA LOCA (que las ha contemplado con disgusto). — Sí, es el pozo.UNA DE LAS MUJERES. — Los cigarrillos, chicas. ¡Cuidado con el petróleo! ¡Os imagináis, con una pestaña quemada! (Descienden.)LA LOCA. — Y ya está. El mundo está salvado. Terminó. (Cierra el muro. Irma aparece, enloquecida, conteniendo la puerta que empujan desde afuera.)IRMA.— Es el viejecito, condesa. Aquél que llama a la señora Constanza "la loca de Passy". ¡Me pellizca! ¡Me persigue!LA LOCA. — Déjalo entrar. Llega a punto. (El viejecito entra. Terriblemente antipático. Irma escapa.)EL VIEJECITO.— ¡Ah, hela aquí! ¡Qué suerte! Tengo que notificarle que sus gatos del muelle Debilly la habrán diñado esta noche.LA LOCA. — ¿Cómo es eso?EL VIEJECITO. — Vea estos bolsillos llenos: son bolas de veneno que les voy a arrojar inmediatamente. (Mientras habla, se apodera del lingote.)LA LOCA. — Lo desafío a hacerlo. Están allí, en el sótano.EL VIEJECITO.— ¡Ábralo!LA LOCA. — ¡Jamás!EL VIEJECITO.— Le ordeno abrirme la puerta del sótano.LA LOCA. — Está oscuro.EL VIEJECITO. — Soy nictálope.LA LOCA. — La escalera es muy empinada.EL VIEJECITO. — Soy del club alpino. (Ella va hacia el muro.)LA LOCA. — ¿Le gustan los costureros de niña de cartón verde con bordes dorados?EL VIEJECITO. — Cuando los veo los rompo. Soy filatelista. (Ella abre la trampa.)LA LOCA.— ¡Muy bien! ¡Vaya!EL VIEJECITO. — ¡Estos animales asquerosos! Están maullando. Son bien los del muelle Debilly. A cien metros, juraría que son gritos humanos. ¡Hasta parece que hay gatas! (Se interna muy contento. La Loca vuelve a cerrar el muro.)LA LOCA. — Me ha quitado el lingote, el muy bandido. ¡Tiene que devolvérmelo! (Va a abrir, pero se detiene.) Tenía que sucederme, con mi distracción. Me acuerdo del secreto para cerrar, pero he olvidado el de abrir. Después de todo, no caerá mal un lingote de oro entre esos locos. (Toca el timbre. Aparece Irma.)IRMA. — ¿Sola, condesa? ¿Y todos esos hombres?LA LOCA. — Evaporados, Irma. Eran malos. Los malos se evaporan. Dicen que son eternos, y la gente les cree, porque hacen todo lo posible por serlo. No los hay más prudentes para evitar los resfríos y los automóviles. ¡Pero no! El orgullo, la avidez, el egoísmo, los calienta hasta tal punto que enrojecen y si llegan a pasar por algún sitio donde la tierra esconde bondad o la piedad, se evaporan. Dicen que varios financistas han caído en un avión al mar. El avión ha pasado, sencillamente, sobre un banco de sardinas inocentes. Todos esos bandidos se han desflorado a su paso. ¡No los verán más! (Se ha vuelto a instalar en su sillón. Irma sale un momento y reaparece con Pedro, radiantes, seguidos de todas las comparsas amigas.)PEDRO.— ¡Oh, señora, gracias!LA FLORISTA. — Suba con nosotros, señora. ¡Todo es tan hermoso, allá arriba! Deben firmar un armisticio. Los desconocidos se abrazan.EL MALABARISTA. — Las palomas vuelan separadas como las de después del diluvio.

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EL VENDEDOR DE CORDONES. — La hierba del Paseo de la Reina se ha puesto a crecer en un minuto: ¡es la muerte de Atila!EL TRAPERO. — No queda ni un cafisio. ¡El pescadero me ha dado los buenos días! (A partir de ese momento, las palabras de los amigos de la Loca ja no son perceptibles. Hablan entre ellos, llenos de alegría. Se advierte el movimiento de sus labios, pero sólo se oye al sordomudo. La pared opuesta a la del subterráneo se abre y van saliendo sucesivos cortejos, que sólo la Loca ve... El primero es un grupo de hombres amables, sonrientes.)SU JEFE. — Gracias, condesa. En compensación por sus envíos subterráneos por fin nos han liberado. Somos todos los que han salvado razas de animales. Este es Juan Cornell, quien ha salvado al castor. Este es el barón Blerancourt, quien ha salvado al perro perdiguero de San Germán. Este es Bernardino Cevenot, quien intentó salvar al ganso de la Reunión. Era el pájaro más imbécil del mundo. Pero era un pájaro. No queda más que este huevo encontrado en el fondo de un lago de nafta. Esta noche lo haremos incubar. Gracias, y véngase. Iremos a decir su verdadero nombre al sloughi de la duquesa. (Desaparecen. Los otros gesticulan sin ver nada, hablan sin sonidos, excepto el sordomudo.)EL SORDOMUDO. — Exactamente como dice Irma: el amor es el deseo de ser amado. (Otro grupo sale del subterráneo, tan cortés y sonriente como el anterior.)SU JEFE. — Gracias, condesa, por este relevo al que teníamos merecido derecho. Somos todos los que hemos salvado o creado una planta. Era un contrasentido dejarnos bajo tierra. Tanto más cuanto los vegetales más pequeños poseen las mayores raíces, y vivíamos en continua confusión. Este es el señor Pásteur, el del lúpulo. Este, el señor de Jussieu, el del cedro. Nos acompaña a arrancar el diente de ajo que un criminal acaba de clavar en el cedro del muelle de Tokio. (Se desvanecen.)EL SORDOMUDO. — Son las mismas palabras de Irma: sobre las alas del tiempo vuela la tristeza. (Un último grupo sale del subterráneo, compuesto por hombres extrañamente semejantes, un poco apolillados, un poco calvos, con largos puños de camisa raídos.)SU JEFE. — Gracias, condesa. Es gracias a usted sola que podemos volver. Somos todos los Adolfos Bertaut del mundo. Hemos decidido vencer esta timidez que ha estropeado nuestra vida y la vuestra. No huiremos más de lo que amamos. No seguiremos más a lo que odiamos. Queremos ser elegantes, con los puños de la camisa impecables. Le traemos este melón y venimos a pedir su mano.LA LOCA (gritando).— ¡Demasiado tarde, demasiado tarde! (Los Bertaut desaparecen. Las voces llegan apenas perceptibles, excepto la del sordomudo.)PEDRO. — ¿Por qué demasiado tarde, señora?IRMA. — ¿Qué dice usted, condesa?LA LOCA. — Digo que cuando han tenido, para declararse, el 24 de mayo de 1880, el más bello lunes de Pentecostés que jamás se haya visto en los bosques de Verrieres; el 5 de setiembre de 1887 cuando han pescado y asado sobre la hierba esa merluza en Villanueva de San Jorge o, hasta en rigor, el 21 de agosto de 1897, día de la entrada a París del zar, y que han dejado pasar todas esas ocasiones sin decir nada, es demasiado tarde. ¡Abrazaos los dos, y rápido!IRMA Y PEDRO.— ¿Qué nos abracemos?LA LOCA. — Hace tres horas que os conocéis, y os gustáis, y os amáis. Abrazaos en seguida, si no será demasiado tarde.PEDRO. — Señora...LA LOCA. — Vedlo cómo ya duda ante la felicidad, como todos los de su sexo. Abrázalo, Irma. Si dos seres que se aman dejan un sólo minuto interponerse entre ellos, ese minuto se transforma en meses, años, siglos. Obligadlos a abrazarse, vosotros, si no en poco tiempo ella

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será la Loma del Alma y a él le crecerá una barba blanca... ¡Bravo! Si hubieseis estado allí hace treinta años hoy no sería yo lo que soy. Querido sordomudo, cállate. Nos rompes los ojos. Irma ya no está más para traducirte.IRMA (entre los brazos de Pedro). — Dice que nos abracemos.LA LOCA. — No se le escapa nada. Gracias, sordomudo. Y ya está todo terminado. ¿Veis cómo era bien sencillo? Basta una mujer con sentido común para detener la locura del mundo. Pero la próxima vez no espere, trapero. En cuanto amenace otra invasión de sus monstruos, avíseme en seguida.EL TRAPERO. — Comprendido, condesa. En cuanto vea la primera jeta.LA LOCA. — Ya hemos perdido bastante tiempo. (Se levanta.) ¿Tienes mis huesos y mi molleja, Irma?IRMA. — Están listos, condesa.LA LOCA. — Entonces subamos. ¡A los asuntos serios, amigos míos! Aquí abajo no hay más que hombres. ¡Ahora ocupémonos un poco de los seres que valen la pena!

TELÓN

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