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Domingo V del Tiempo Ordinario Nº 250 - DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO - Ciclo A - 5 de febrero de 2017 Vosotros sois la luz del mundo Is 58,7-10 · Sal 111 · 1Cor 2,1-5 · Mt 5,13-16 1. Las tres imágenes. En el evangelio aparecen tres imágenes, las tres introducidas por un apóstrofe que Jesús dirige a sus discípulos: «Vosotros sois». En este indicativo se encuentra también, como claramente muestra lo que sigue, un optativo: «Debéis ser esto», tenéis que serlo aunque la amenaza que sigue («ser arrojado fuera») no deba cumplirse. Estas imágenes son muy sencillas y evidentes para todos. Las tres tienen algo en común. La sal no existe para sí misma, sino para condimentar; la luz no existe para sí misma, sino para iluminar su entorno; la ciudad está puesta en lo alto del monte para ser visible para otros e indicarles el camino. El valor de cada una de ellas consiste en la posibilidad de prodigar algo a otros seres. Esto, que para Jesús es evidente, se expresa de un modo muy peculiar en la primera lectura, donde se habla dos veces de la luz y una vez del mediodía: la luz brilla allí donde alguien parte su pan con el hambriento, viste al desnudo y hospeda a los pobres que no pueden dormir bajo techo. En la segunda lectura la fuerza de la luz y de la sal se manifiesta en el hecho de que el apóstol «no quiere saber» ni anunciar cosa alguna «sino a Jesucristo, y éste crucificado». Este es su don espiritual. 2. El desfallecimiento. Jesús lo explica en dos de las tres imágenes del evangelio: el discípulo que debe ser sal puede volverse soso; entonces ya no puede salar nada y toda la comida se vuelve insípida para la comunidad que le rodea. Jesús dice «Vosotros sois»: se dirige tanto a la Iglesia o a la comunidad como a cada cristiano en particular. El cristiano que no vive las bienaventuranzas, cada una de ellas, ya no alumbra más; no debe extrañarse de que se le tire a la calle y de que le pise la gente. En la parábola de la vid, el labrador poda las cepas, corta los sarmientos estériles y los echa al fuego, los quema. A una comunidad, a la Iglesia de un país, puede sucederle algo similar: quizá una cruel persecución sea el único medio de devolverle su capacidad de alumbrar y de salar. Por esta razón Pablo (en la segunda lectura) teme difundir, «con sublime elocuencia» o «con persuasiva sabiduría humana», difundir una luz falsa, una luz que no remitiría la fe de la comunidad a la fuerza y a la luz de Dios ni construiría sobre ellas. Entonces el apóstol no sería una luz que alumbra en el sentido de Jesucristo, sino que se colocaría sobre la luz y haría justamente lo que Jesús quiere decir con la imagen de la vela que se mete debajo del celemín. Quien se pone sobre la luz de Dios, la apaga inmediatamente por falta de aire. 3. Alumbrar, ¿para qué?: «Para que los hombres vean vuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre que está en el cielo». Aquí hay un peligro evidente: si los hombres ven nuestras buenas obras, podrían alabarnos como cristianos buenos y santos, y entonces «ya habríamos cobrado nuestra paga» (Mt 6,2.S). El justo del Antiguo Testamento está expuesto a este peligro porque todavía no conoce a Cristo: «Te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor» (Is S8,8). Pero Cristo jamás ha irradiado su luz y su sabiduría a partir de sí mismo, sino siempre desde el Padre. Y por eso el cristiano debe ser plenamente consciente de que todo lo que él puede transmitir le ha sido dado por Dios para los demás: «Santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad». El hombre que reza verdaderamente (no como el fariseo, sino como el publicano) aprende a experimentar más profundamente que debe entregarse del todo porque Dios en sí mismo es el amor trinitario que se da, un amor en el que cada una de las personas sólo existe para las otras y no conoce ningún ser-para-sí. (H. U. von Balthasar)

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Domingo V del Tiempo Ordinario

Nº 250 - DOMINGO V  DEL TIEMPO ORDINARIO - Ciclo A - 5 de febrero de 2017 Vosotros sois la luz del mundo

Is 58,7-10 · Sal 111 · 1Cor 2,1-5 · Mt 5,13-16

1. Las tres imágenes.

En el evangelio aparecen tres imágenes, las tres introducidas por un apóstrofe que Jesús dirige a sus discípulos: «Vosotros sois». En este indicativo se encuentra también, como claramente muestra lo que sigue, un optativo: «Debéis ser esto», tenéis que serlo aunque la amenaza que sigue («ser arrojado fuera») no deba cumplirse. Estas imágenes son muy sencillas y evidentes para todos. Las tres tienen algo en común. La sal no existe para sí misma, sino para condimentar; la luz no existe para sí misma, sino para iluminar su entorno; la ciudad está puesta en lo alto del monte para ser visible para otros e indicarles el camino. El valor de cada una de ellas consiste en la posibilidad de prodigar algo a otros seres. Esto, que para Jesús es evidente, se expresa de un modo muy peculiar en la primera lectura, donde se habla dos veces de la luz y una vez del mediodía: la luz brilla allí donde alguien parte su pan con el hambriento, viste al desnudo y hospeda a los pobres que no pueden dormir bajo techo. En la segunda lectura la fuerza de la luz y de la sal se manifiesta en el hecho de que el apóstol «no quiere saber» ni anunciar cosa alguna «sino a Jesucristo, y éste crucificado». Este es su don espiritual.

2. El desfallecimiento.

Jesús lo explica en dos de las tres imágenes del evangelio: el discípulo que debe ser sal puede volverse soso; entonces ya no puede salar nada y toda la comida se vuelve insípida para la comunidad que le rodea. Jesús dice «Vosotros sois»: se dirige tanto a la Iglesia o a la comunidad como a cada cristiano en particular. El cristiano que no vive las bienaventuranzas, cada una de ellas, ya no alumbra más; no debe extrañarse de que se le tire a la calle y de que le pise la gente. En la parábola de la vid, el labrador poda las cepas, corta los sarmientos estériles y los echa al fuego, los quema. A una comunidad, a la Iglesia de un país, puede sucederle algo similar: quizá una cruel persecución sea el único medio de devolverle su capacidad de alumbrar y de salar. Por esta razón Pablo (en la segunda lectura) teme difundir, «con sublime elocuencia» o «con persuasiva sabiduría humana», difundir una luz falsa, una luz que no remitiría la fe de la comunidad a la fuerza y a la luz de Dios ni construiría sobre ellas. Entonces el apóstol no sería una luz que alumbra en el sentido de Jesucristo, sino que se colocaría sobre la luz y haría justamente lo que Jesús quiere decir con la imagen de la vela que se mete debajo del celemín. Quien se pone sobre la luz de Dios, la apaga inmediatamente por falta de aire.

3. Alumbrar, ¿para qué?:

«Para que los hombres vean vuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre que está en el cielo». Aquí hay un peligro evidente: si los hombres ven nuestras buenas obras, podrían alabarnos como cristianos buenos y santos, y entonces «ya habríamos cobrado nuestra paga» (Mt 6,2.S). El justo del Antiguo Testamento está expuesto a este peligro porque todavía no conoce a Cristo: «Te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor» (Is S8,8). Pero Cristo jamás ha irradiado su luz y su sabiduría a partir de sí mismo, sino siempre desde el Padre. Y por eso el cristiano debe ser plenamente consciente de que todo lo que él puede transmitir le ha sido dado por Dios para los demás: «Santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad». El hombre que reza verdaderamente (no como el fariseo, sino como el publicano) aprende a experimentar más profundamente que debe entregarse del todo porque Dios en sí mismo es el amor trinitario que se da, un amor en el que cada una de las personas sólo existe para las otras y no conoce ningún ser-para-sí.

(H. U. von Balthasar)

¡No podéis imaginaros cómo me escuece el alma al recordar las muchedumbres, que como imponente marea, se congregaban los días de fiesta y ver reducidas ahora a la mínima expresión aquellas multitudes de antaño! ¿Dónde están ahora los que en las solemnidades nos causan tanta tristeza? Es a ellos a quienes busco, ellos por cuya causa lloro al

caer en la cuenta de la cantidad de ellos que perecen y que estaban salvos, al considerar los muchos hermanos que pierdo, cuando pienso en el reducido número de los que se salvan, hasta el punto de que la mayor parte del cuerpo de la Iglesia se asemeja a un cuerpo muerto e inerte. Pero dirá alguno: ¿Y a nosotros qué? Pues bien, os importa muchísimo a vosotros que no os preocupáis por ellos, ni les exhortáis, ni les ayudáis con vuestros consejos; a vosotros que no les hacéis sentir su obligación de venir ni los arrastráis aunque sea a la fuerza, ni les ayudáis a salir de esa supina negligencia. Pues Cristo nos enseñó que no sólo debemos sernos útiles a nosotros, sino a muchos, al llamarnos sal, fermento y luz. Estas cosas, en efecto, son útiles y provechosas para los demás. Pues la lámpara no luce para sí, sino para los que viven en tinieblas: y tú eres lámpara, no para disfrutar en solitario de la luz, sino para reconducir al que yerra. Porque, ¿de qué sirve la lámpara si no alumbra al que vive en las tinieblas? Y ¿cuál sería la utilidad del cristianismo si no ganase a nadie, si a nadie redujera a la virtud? Por su parte, tampoco la sal se conserva a sí misma, sino que mantiene a raya a los cuerpos tendentes a la corrupción, impidiendo que se descompongan y perezcan. Lo mismo tú: puesto que Dios te ha convertido en sal espiritual, conserva y mantén en su integridad a los miembros corrompidos, es decir, a los hermanos desidiosos y a los que ejercen artes esclavizantes; y al hermano liberado de la desidia, como de una llaga cancerosa, reincorporándolo a la Iglesia. Por esta razón te apellidó también fermento. Pues bien, tampoco el fermento actúa como levadura de sí mismo, sino de toda la masa, por grande que sea, pese a su parvedad y escaso tamaño. Pues lo mismo vosotros: aunque numéricamente sois pocos, sed no obstante muchos por la fe y el empeño en el culto de Dios. Y así como la levadura no por desproporcionada deja de ser activísima, sino que por el calor con que la naturaleza la ha dotado y en fuerza a sus propiedades sobrepuja a la masa, así también vosotros, si os lo proponéis, podréis reducir, a una multitud mucho mayor, a un mismo fervor y a un paralelo entusiasmo.

SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilía sobre Romanos 12, 20

Domingo V del Tiempo Ordinario (A)

MONICIÓN DE ENTRADA

Bienvenidos, hermanos, a la celebración de la Eucaristía en el quinto domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra de hoy nos propone una comparación muy sencilla de entender: en un lugar sin luz no nos podemos orientar. Un guiso sin sal está insípido y lo comemos con desagrado. Pues, bien, Dios quiere dar a nuestra vida esa luz y ese sabor que muchas veces le falta. Como verdaderos cristianos, dispongámonos a acoger al Señor Jesús en la Palabra y en la Eucaristía, para ser confirmados en la fe y recibir su Espíritu de santidad, que nos hace “familia de Dios” y testigos de su Amor en el mundo entero.

ACTO PENITENCIAL (Fórmula 3ª)

— Tú, que quieres que seamos sal de la tierra: Señor, ten piedad. R. Señor, ten piedad. — Tú, que en la locura de la Cruz nos reúnes para que seamos tu Iglesia: Cristo, ten

piedad. R. Cristo, ten piedad. — Tú, que en el Bautismo nos has hecho luz del mundo: Señor, ten piedad. R. Señor, ten

piedad.

MONICIÓN A LAS LECTURAS

La liturgia de hoy orienta nuestra atención hacia la vocación comunitaria de la Iglesia, que es signo de la alianza con Dios para toda la humanidad. El “sermón de la montaña” no se dirige solamente a individuos aislados unos de otros, sino a personas que están disponibles a ser Comunidad para ser de esa manera sal de la tierra y luz del mundo. Escuchemos con atención.

ORACIÓN DE LOS FIELES

Hermanos: el Señor se nos da a conocer por medio de su palabra y de su ejemplo. Él conoce nuestra vida, nuestras sombras, nuestras dudas, nuestras inseguridades. Conoce también nuestra capacidad de cambiar si nos fiamos de su Palabra. Dirijámonos al Padre con confianza, para que ilumine nuestro camino y sostenga nuestra débil voluntad. Digamos juntos: Haz brillar tu luz sobre nosotros, Señor.

Domingo V del Tiempo Ordinario (A)

Domingo V del Tiempo Ordinario (A)

Lector:

• Para que la Iglesia resplandezca con la luz de Cristo, roguemos al Señor.

• Para que los cristianos nunca perdamos el sabor de la fe, roguemos al Señor.

• Para que los que tienen autoridad en este mundo sepan aunar voluntades en un proyecto común contra la pobreza, el hambre y la desigualdad, roguemos al Señor.

• Para que los cristianos perseguidos, a pesar de la violencia y el miedo, no dejen de dar testimonio de Cristo, roguemos al Señor.

• Para que todas las familias vivan plenamente su vocación de ser “Iglesia doméstica”, roguemos al Señor.

• Para que la vida humana sea promovida y salvaguardada desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, roguemos al Señor.

• Para que nosotros, aquí presentes, podamos vivir coherentemente nuestro sacerdocio bautismal, roguemos al Señor.

Sacerdote:

Señor, tú nos propones una vida auténtica, buena y feliz, y nos llamas a construirla junto contigo. Te damos gracias por la ternura de tu amor, por la confianza que pones en nosotros, por la presencia que nos sostiene. Concédenos tu Espíritu Santo, para que sea luz en nuestro camino y fuerza para nuestras decisiones. Haznos testigos tuyos, fieles a nuestro Bautismo, solidarios con los hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

MONICIÓN AL PADRENUESTRO

Invoquemos con fe al Padre para que nos ilumine con su presencia, nos guíe a reconocer su voluntad, de modo que podamos ser con él constructores de su Reino en el mundo. Fieles al mandato del Salvador, digamos juntos: Padre nuestro…

ORIENTACIONES PARA LA CELEBRACIÓN

• Ornamentos de color verde. • Se dice “Gloria”. Se dice “Credo”. • Se utiliza uno de los prefacios dominicales. Sin embargo, dada la temática de las lecturas,

recomendamos usar el Prefacio Común, I. • En la Plegaria Eucarística se puede decir el embolismo propio del domingo. • No se permiten las misas de difuntos, excepto la misa exequial.

Domingo V del Tiempo Ordinario (A)