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Introducción a la antropología filosófica

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Serie: Filosofía

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JOSÉ MIGUEL IBÁÑEZ LANGLOIS

Sexta edición

Introducción a laantropología filosófica

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.PAMPLONA

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Primera edición: 1978Sexta edición: 2007

© 2007. José Miguel Ibáñez LangloisEdiciones Universidad de Navarra, S.A.

Apdo. Correos 5.196. 31010 Barañáin (Navarra) - EspañaTeléfono: +34 948 25 68 50 – Fax: +34 948 25 68 54

e-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-313-0000-0Depósito legal: NA 000-2007

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de repro-ducción, distribución, co municación pú bli ca y transforma ción, total o parcial, de esta obra sin contar con autorización escrita de los titulares del Copy right. La infracción de los derechos men cionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelec tual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).

Foto cubierta:Archivo propio

Tratamiento:Pretexto. Estafeta, 60. Pamplona

Imprime:Imagraf, S.L.L. Mutilva Baja (Navarra)

Printed in Spain - Impreso en España

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IIntroducción sistemática:

naturaleza y sentido de la antropología filosófica

1. Filosofía y antropología ............................... 112. Grandeza y límite de la antropología ........... 213. Los temas de la antropología filosófica ........ 314. El principio y el método de la antropología . 41

IIIntroducción histórica:

para una historia de la idea del hombre

1. Bosquejo histórico de la antropología: la an- tigüedad ...................................................... 592. La revelación cristiana y la antropología me- dieval ........................................................... 723. La crisis moderna y la antropología raciona- lista .............................................................. 874. El naturalismo: los problemas de la antropo- logía actual .................................................. 101

Índice

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I. Introducción sistemática:

Naturaleza y sentidode la antropología filosófica

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1. FILOSOFÍA Y ANTROPOLOGÍA

Muy diversas disciplinas y formas de sa-ber confl uyen hoy en la denominación de antropología. El término, de suyo, signifi ca «conocimiento del hombre»; su ambigüe-dad alberga extremos tan heterogéneos y aun opuestos como, por ejemplo, la analítica existencial de Heidegger y las investigacio-nes paleontológicas de Leakey. De hecho, lo primero que evoca hoy el nombre de antro-pología es un conjunto de conocimientos empíricos o positivos –casi ciencias natura-les– que se preocupan de la especie humana, de su origen, de la prehistoria, de las razas

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y costumbres primitivas, etc. (paleantropolo-gía). En un sentido más amplio, antropología puede designar todos aquellos conocimien-tos de orden histórico, psicológico, socioló-gico, lingüístico, etcétera, que aborden desde distintas perspectivas el fenómeno humano (ciencias humanas). Pero el término admite todavía un signifi cado distinto y más radical: aquella refl exión última sobre el ser del hom-bre y su constitución ontológica, que forma parte de la fi losofía –saber de ultimidades– y posee como tal una dimensión metafísica. Esta antropología fi losófi ca se propone la cuestión de qué es el hombre en su sentido más profundo y radical, que ha sido común a los fi lósofos de todos los tiempos, desde Platón y Aristóteles hasta Bergson y Scheler, no importa bajo qué denominación se haya planteado la pregunta. Es este el sentido que damos aquí al término antropología: aquella parte de la fi losofía que se ocupa del hombre, con los métodos propios del saber fi losófi co (lo que griegos y medievales llamaron psico-logía, en el sentido de una verdadera metafí-sica del hombre).

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Introducción sistemática 13

Importa señalar que esta tarea no ha sido en modo alguno desplazada por las actuales ciencias positivas, naturales o humanas, de contenido antropológico. Al contrario, tales ciencias han prodigado múltiples conoci-mientos o hipótesis sobre aspectos particu-lares del fenómeno humano; si de ellas qui-siéramos extraer un concepto fi losófi co del hombre, obtendríamos solo un mosaico dis-perso de observaciones que carecen de uni-dad y a veces aun de convergencia; y esto, en razón de la forzosa limitación que proviene de su metodología, en cuanto reducen el ser del hombre a sus manifestaciones empíricas más externas, y a menudo ocultan más que iluminan su naturaleza profunda. Resulta así que la bioquímica, la paleontología, la fi sio-logía, la psicología, la economía, la sociolo-gía actual, aun si las ponemos integradas en una hipotética unidad, no nos ofrecen nada semejante a una idea de hombre capaz de alumbrar su puesto en el universo y el sentido de su existencia. Ni cabe esperar que el avan-ce de las ciencias empíricas nos ofrezca, en el futuro, otra cosa que datos interesantes para

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ser integrados en una perspectiva más amplia y más esencial. El mosaico de la antropología científi ca carece de un centro intelectual, que solo podría serle restituido desde más allá de las ciencias experimentales. Esta es, en par-te, la tarea de la antropología fi losófi ca; ella podría establecer un fundamento último y unas metas unitarias a esa abigarrada serie de disciplinas especiales que hoy se ocupan del hombre: la física, la biología, la etnología, las ciencias psicológicas y sociales, las ciencias de la cultura, etc.

Si bien todas estas ciencias tienen en co-mún con la metafísica del hombre su objeto material o temático –el hombre mismo–, di-fi eren de ella por su objeto formal. La antro-pología fi losófi ca (a la que desde ahora llama-remos simplemente antropología) no es una mera elaboración superior de los resultados de las ciencias experimentales en relación a lo humano; como parte de la fi losofía, ella tie-ne su propia perspectiva formal, de carácter ontológico: mira al ser del hombre, a la reali-dad humana. Las ciencias positivas, en cam-bio, están esencialmente ligadas al fenómeno

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humano y a las regularidades perceptibles de sus diversas manifestaciones particulares. Tales manifestaciones no dejan indiferente al fi lósofo, quien, con todo, solo se interesa por ellas en cuanto contienen o señalan po-tencialmente la naturaleza profunda, la ín-dole entitativa, el tipo de ser, la esencia o las propiedades esenciales del ente humano. La antropología se consagra formalmente a esa prodigiosa modalidad del ser que es el hom-bre, a esa asombrosa forma de la realidad que es la persona. Todo lo humano le interesa, pero precisamente en cuanto trasluce la con-sistencia interna, la universalidad, la subs-tantividad íntima y última del ser hombre, dimensión que permanece velada y como en suspenso –o bien como oscura e implícita-mente presupuesta– para las ciencias positi-vas que se ocupan de él.

En efecto, ninguna de las ciencias huma-nas, en cuanto empíricas y particulares, sa-bría ocuparse de semejante objeto ni hacerlo con la radicalidad del saber fi losófi co. Más aún, cuando las ciencias empíricas traspasan su propio límite fenoménico y elevan su par-

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ticularidad al rango de explicación universal del hombre, dan lugar a esas pseudoontolo-gías que son hoy el biologismo, el psicologis-mo, el sociologismo: interpretaciones espurias que pretenden abarcar la totalidad humana a fuerza de reducirla a alguno de sus modos de ser o estratos articulares, como la estructura corporal, el instinto sexual, la función social, etc. Los nombres de Darwin, Marx, Comte y Freud están hoy ligados a semejantes em-presas, que ni son válidas como ciencia –por exceder los límites y condiciones del saber científi co–, ni lo son como fi losofía –ya que solo en forma inadecuada, vergonzante o aun inconsciente se apropian del carácter total del saber fi losófi co–. Desde luego, las ciencias particulares –en este caso la bio-logía, la psicología, la sociología– pueden aportar elementos válidos o aun indispen-sables a la elaboración antropológica; pero siempre queda en pie la radical originalidad y autonomía de esta última, en cuanto las ciencias particulares no pueden exceder su propio límite formal –el fenómeno–, y en cuanto la fi losofía del hombre arranca de

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más allá y más acá de las ciencias: del terreno común y previo de la experiencia humana, la misma –en substancia– que hicieron Sócra-tes, san Agustín o Pascal, y que puede hacer hoy un individuo lúcido sin conocimientos especializados.

Tomemos los ejemplos más sencillos a la vez que complejos: el hablar, el enamorarse, el haber de morir, el rezar. Las ciencias posi-tivas no carecen de una explicación para ta-les actos, y así nos hablarán, por una parte, de las estructuras corporales y vitales que los sustentan –órganos, funciones, instintos, ne-cesidades– y del íntegro organismo humano como sujeto de las propiedades y relaciones correspondientes; por otra parte, y en un sen-tido menos natural y más cultural, podrán codifi car los comportamientos y estructuras típicas del lenguaje, del amor, de la muerte, de la religión, según variadísimos métodos de análisis y registros antropológicos; y sin duda tales ordenamientos y codifi caciones y leyes fundacionales nos instruirán, en buena medida, sobre la índole del sujeto capaz de tales acciones y pasiones. Pero ninguna de

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esas perspectivas supera el nivel del cómo o la descripción del fenómeno y su génesis y regularidades típicas. Frente al qué, al por qué y al para qué últimos de aquellos pro-cesos, el hombre precientífi co sentirá oscura pero infaliblemente que él sabe más, aunque no pueda dar razón ni forma refl exiva a esa sabiduría espontánea. Es la antropología fi -losófi ca la disciplina que, fundándose en esas experiencias primordiales, intenta dar-les forma de episteme –de ciencia–. Lo hará preguntándose, por ejemplo, más allá de las formas y funciones del lenguaje, por el prin-cipio intelectivo y la radical comprensión del ser que constituyen al sujeto humano como hablante; inquiriendo, tras el mecanismo de la atracción de los sexos, la naturaleza de ese apetito radical y total que es la voluntad hu-mana, su apertura infi nita, su poder de elec-ción y creación, y el carácter entitativamente inconcluso del amante; se interrogará, a par-tir del límite de la muerte, por aquello que en el hombre no está sujeto a su poder; y, en los fenómenos constantes de la historia de las religiones, buscará el hilo conductor de una

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original y fundamental religación del hombre a la trascendencia.

Se temerá, tal vez, que semejante preten-sión de trasponer el dato científi co inme-diato –exterior y modesto, pero al menos verifi cable y cierto– hacia borrosos horizon-tes metafísicos derive, en defi nitiva, en un vago ensayismo o en un ejercicio más bien literario o poético de la mente, donde que-pan las opiniones personales y más subjeti-vas. Y es verdad que una buena parte de la fi losofía contemporánea es acreedora de esta sospecha. Pero ello no le ocurre ciertamente por un excesivo aliento metafísico, sino por el defecto de privilegiar determinadas viven-cias o emociones o procesos morales –angus-tia, náusea, tragedia, esperanza, etc.– en la base misma del conocimiento del hombre. Con razón puede estimarse poco científi co este modo de fi losofar, que caracteriza, por ejemplo, al existencialismo actual. La antro-pología fi losófi ca no puede ser una mera ra-cionalización de ciertos estados de ánimo o de determinadas opciones éticas. Su base de experiencia, aun trascendiendo el dato em-

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pírico inmediato, debe cumplir exigencias rigurosas de objetividad y universalidad: no se trata de la condición particular de un indi-viduo, grupo, cultura o época determinada, sino de la naturaleza humana en su constitu-ción universal. Pero esta exigencia de univer-salidad no se cautela por la simple absorción de la antropología en el dato científi co puro: este no existe como tal, puesto que siempre es la cifra velada e implícita de una metafísica del hombre. La antropología se propone esta explicitación, según los métodos propios del saber fi losófi co, que se orientan justamente hacia el grado más alto de la objetividad y de la universalidad gnoseológica. En otros términos, la antropología es un intento epis-temológicamente serio: trasciende a la vez el particularismo de las ciencias empíricas y el lirismo de las divagaciones sobre la condición humana, en el sentido más alto de la pregun-ta fundamental: qué es el hombre.

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2. GRANDEZA Y LÍMITE DE LA ANTROPOLOGÍA

La pregunta por el ser del hombre tiene, para el hombre mismo que la formula, una trascendencia que ninguna apología sabría encarecer bastante. Todas las culturas superio-res han visto en ella, de alguna manera, una clave del universo en cuanto el hombre es un microcosmos: el mundo inferior se ilumina a partir del hombre, y por él se revela el mundo superior. Si el hombre es el puente entre lo vi-sible y lo invisible –según la hermosa fórmula medieval– su propio conocimiento debe ser un lugar común o una región privilegiada en la íntegra estructura del saber humano. El pensamiento contemporáneo enfatiza que solo el hombre se pregunta por sí mismo: él es el ser que se interroga, él es el contenido de su interrogación, y el preguntar por sí es precisamente un modo de ser suyo, lo que signifi ca que el hombre es el ser que está en juego en el universo. Si la fórmula humanista decía «hombre soy, nada de lo humano me es ajeno», aún más radicalmente podríamos decir que el hombre mismo no debe ser ajeno

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al hombre. Sin embargo, esta posibilidad –el autoocultamiento humano– es tan constitu-tiva de nuestro ser como la propia pregunta por nosotros mismos. En ello se revela justa-mente que nos jugamos la propia existencia en la pregunta: no se trata de una cuestión académica o neutral, ya que compromete en profundidad nuestro propio ser.

De allí que el hombre pueda retroceder ante la pregunta, lo que, en el orden noéti-co, toma la forma positiva de una curiosidad insaciable por el mundo infrahumano: el hombre se lanza a conocer la tierra, el ma-crocosmos, los astros y la vida, las partícu-las elementales y los ciclos de la naturaleza, pero –repitiendo la sentencia de san Agus-tín– «permanece él como un misterio para sí mismo». Esta distracción –en el sentido pas-caliano– envuelve por lo general una cierta dosis de mala conciencia, en cuanto el hom-bre, al optar por el conocimiento de la natu-raleza, de algún modo moldea su idea de sí según el paradigma de los entes corpóreos, y elige mirarse como cosa. No sería difícil ver en el empirismo, el positivismo y, en general,

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el cientifi smo, esta abdicación de lo huma-no: un autoocultamiento que, bajo pretexto de rigor científi co, esconde una decisión pre-via, la de renunciar a lo específi co y singu-larmente humano, por más que esta empresa pueda presentarse también como un cierto humanismo o una exaltación del hombre. En efecto, se intenta compensar al hombre como sujeto –como el próspero sujeto de la propia ciencia positiva– por aquella grandeza y elevación que se le sustrae como degradado objeto de una mera ciencia natural. Pero esta compensación es, por supuesto, vana, además de contradictoria: si el hombre puede hacer ciencia, y conocer de algún modo todas las cosas, y dominar las fuerzas de la naturaleza, es justamente porque emerge sobre esas cosas y las trasciende, lo que signifi ca que él mis-mo es –como objeto de conocimiento– una realidad superior, inaccesible a las ciencias de la materia, y que debe hacer cuestión de sí mismo en términos originales e irreductibles: metafísicos. La pregunta del hombre por su ser es, entonces, un imperativo ético y a la vez noético, y debe superar toda distracción

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inferior, todo ocultamiento en el mundo de los objetos –todo naturalismo–, para formu-larse rotundamente como una disciplina sui iuris, según la palabra del antiguo oráculo: «Conócete a ti mismo», precepto que impera a la vez sobre la conciencia moral y sobre la inteligencia especulativa del hombre.

Una buena parte de la fi losofía contempo-ránea responde a este llamado ético o tíquico –del destino humano–, más allá de las catego-rías materialistas de la ciencia decimonónica. El problema, hoy, ha llegado a tener un signo inverso: la pregunta antropológica se enfren-ta, en términos originales, con una intrépida resolución, pero se termina por hacer de ella la única pregunta o, al menos, la cuestión central y principal de todo fi losofar, lo que constituye un fl aco servicio para la propia antropología. Se la obliga, en efecto, a sus-tituir la fi losofía como totalidad o, al menos, se la desconecta de todo otro conocimiento, como si la lógica, la ciencia de la naturaleza, la ética o la teología no tuvieran otra realidad que la de ser prolongaciones particulares de la autoconciencia humana. Frente a este antro-

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pologismo, debe subrayarse que el hombre, no obstante su radical originalidad ontológi-ca, sigue siendo un ser de la naturaleza; que el conocimiento del hombre debe recibir un aporte esencial de las ciencias naturales; que la antropología no es todavía metafísica, ni el centro o coronación de la fi losofía; que la to-talidad del ser abarca tanto al hombre como a los demás entes, y que entre uno y otros no cabe una discontinuidad total. Cualquier humanismo fundado en la renovación del re-lativismo clásico –«el hombre es la medida de todas las cosas»– está condenado a la esterili-dad, puesto que vacía al hombre de la subs-tancia y contenido real de sus actos, la objeti-vidad del ser y del bien, que son la auténtica coronación metafísica de la antropología.

La raíz histórica del antropologismo mo-derno puede remontarse a Descartes, que cumple una doble operación reductiva de la unidad del ser: la separación abrupta entre materia y espíritu –res extensa y cogitans– y la reducción de la verdad del ente a la idea clara y distinta. Así da paso a un conocimiento del hombre como sujeto espiritual, que se des-

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conecta tanto de la fi losofía de la naturaleza como de la metafísica. Pero la absorción de la fi losofía en la antropología es cabalmente una herencia del criticismo kantiano. Kant redu-ce la fi losofía a estas cuatro preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?, ¿qué es el hombre? A ellas responde-rían, respectivamente, la metafísica, la moral, la religión y la antropología. Pero en el fondo –dice Kant–, estas disciplinas se podrían re-fundir en la antropología, porque las tres pri-meras cuestiones se reducen a la última. Esta reducción ha resultado bastante imperativa para la fi losofía posterior hasta hoy mismo (Scheler, Buber, Jaspers, etc.), y se entiende bien a la luz de las conclusiones del idealis-mo kantiano: dada la incognoscibilidad de la cosa en sí y la actividad ordenadora del sujeto trascendental, no quedaba a la fi losofía otra posibilidad que dar la espalda a un mundo ya sin misterio, y concentrarse en los procesos trascendentales –del ego puro– plasmadores de la realidad y confi guradores del mundo, es decir, en la propia actividad del espíritu humano. El hombre quedaba como objeto

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principal y único del esfuerzo fi losófi co: su estructura subjetiva, sus formas, sus disposi-ciones. El interés humano por el mundo, la realidad, el ser –el misterio– desaparecía; el hombre ya no iba a encontrar en sí sino a sí mismo, expresándose de infi nitas maneras, y ya no iba a aprender del mundo otra cosa que su propia habilidad ordenadora. El antropo-logismo posterior posee esta raíz cartesiana y kantiana, y –aun en los más casos más realis-tas– delata siempre un residuo nominalista e idealista mal eliminado.

Pero este giro representa un empobreci-miento de la fi losofía y también de la propia antropología. La empresa de una autognosis indefi nida tiene contenido e interés por al-gún tiempo, pero a la larga se revela como un intento vacío. Comparemos este intento fi lo-sófi co con el intento personal de ciertos indi-viduos que se consagran a bucear en su pro-pia interioridad, cansados tal vez del mundo externo, y con la intención de encontrar –de espaldas a lo real objetivo– quién sabe qué ri-quezas o hallazgos profundos que los salven del desierto exterior: la empresa no tarda en

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revelarse vana, pues los veneros sin duda ri-cos y misteriosos que existen en las profundas potencias del alma solo pueden actuarse y lle-gar a ser ellos mismos en el mundo, es decir, por su esencial apertura a lo real, sin la cual son perfectamente vacíos, o –al decir de los escolásticos– tanquam tabula rasa. Análoga-mente, la empresa fi losófi ca del autoconoci-miento humano solo es rica y plena cuando se expande en el medio nutricio del conoci-miento integral de la realidad. Esto signifi ca que la antropología, igual que el hombre mis-mo, solo es real –solo es lo que es– en virtud de sus límites. La antropología se constituye a partir de una doble limitación, que es tam-bién una doble fecundación. Por una parte –por abajo–, y puesto que el hombre es un ser de la naturaleza o un animal, debe recibir de la fi losofía de la naturaleza –de la física y de la biología fi losófi cas– ciertos principios de interpretación, que ningún espiritualis-mo podría hacer superfl uos. Estos principios se refi eren a la constitución ontológica de la materia y de la vida, de los cuerpos y de los seres vivientes, de cuya naturaleza el hombre

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participa. Por otra parte –hacia arriba–, la an-tropología, no siendo ella misma la refl exión más alta o suprema, debe abrirse a la metafí-sica y, a través de ella, a la ética y a la teología, ofreciéndoles ciertos fundamentos indispen-sables para la interpretación del ser, de la ver-dad, del bien, de la belleza, en cuanto esos trascendentales contienen el sentido mismo de la existencia humana.

Esta relación de la antropología con la fi lo-sofía de la naturaleza y con la metafísica es, por supuesto, recíproca. Es decir, la antropología recibe pero al mismo tiempo aporta algo al conocimiento de los entes naturales infrahu-manos, en cuanto ese conocimiento está, des-de la partida, orientado hacia el hombre; no por obra de interés creado de tipo subjetivis-ta, sino porque una física y una biología que no dieran paso a una auténtica antropología no serían ni siquiera una física y una biología verdaderas. Si la ciencia de la materia se cierra a la posibilidad de la materia viviente, y si la ciencia de la vida se cierra a la posibilidad de la vida humana, no alcanzan ni siquiera su propio objeto –la materia y la vida– de modo

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adecuado. También la relación con la metafí-sica es recíproca: la antropología no solo ofre-ce ciertos principios y fundamentos a la com-prensión del ser, sino que ella misma opera desde la partida con un criterio ontológico, es decir, nace ya como una auténtica metafísica del hombre. De no hacerlo así –de cerrarse en esquemas positivistas–, no solo priva a la metafísica de su arranque original, sino que ella misma falla como antropología, es decir, no llega a constituirse como un auténtico co-nocimiento del hombre, del animal metafísi-co que es el ser humano. Esta doble relación confi ere a la fi losofía del hombre su sentido; la limita y le impide esa hipertrofi a que se llama antropologismo, pero, limitándola, la constituye en su verdadero orden gnoseoló-gico; situándola en el contexto de la unidad del saber fi losófi co, le reconoce y le asegura su verdadera grandeza.

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3. LOS TEMAS DE LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

El contenido de los temas y problemas de la antropología no puede ser deducido a priori de ninguna idea del hombre, puesto que, teniendo esa idea su origen en la expe-riencia –autoexperiencia–, también su conte-nido problemático reivindica a cada paso el mismo origen y recurso empírico. El punto de partida antropológico reside, pues, en la experiencia de nosotros mismos, y su con-tenido, en las cuestiones que esa experiencia nos plantea sin cesar. De hecho, cualquier vi-vencia humana, llevada a un nivel adecuado de intuición, refl exión y abstracción, podría ser el punto de partida del desarrollo antro-pológico: una decisión o elección importan-te, la contemplación de un paisaje, una en-fermedad o afección corporal, una operación matemática, el aprendizaje lingüístico, una invención práctica, etc. En todos los actos humanos se pone en juego, de algún modo, el hombre entero. Pero no podemos presumir la perspicacia de una visión tan profunda y

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total como para extraer la íntegra antropolo-gía de una experiencia determinada –punti-forme y fragmentaria– de lo humano. Por lo cual, si no queremos caer en un anecdotismo diletante, debemos agrupar las experiencias y los problemas antropológicos correspondien-tes en ciertas fi guras o constelaciones preci-sas, que, desde el tiempo de los griegos has-ta hoy, han constituido –con innumerables variaciones, es cierto– la trama central de la antropología. Lo importante, en este diseño, es que contenga y ordene efectivamente las cuestiones claves del ser del hombre en sus relaciones con la naturaleza, consigo mismo, con los demás hombres y con el fundamento último de la realidad.

Un primer tipo de problemas –forzosa-mente introductorio o previo– viene dado por lo que podríamos llamar el lugar del hombre en el universo. El hombre es un ser de la naturaleza, un cuerpo, un ser viviente, un animal; no obstante su índole enteramen-te peculiar o diferencial –y aun, diríamos en virtud de ella misma–, ocupa un lugar bien preciso en la jerarquía de los entes, es decir,

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en los grados del ser y de la vida. Por eso de-bemos proponer una ordenación inteligible de esos grados –materia, vida vegetal, ani-mal y humana– que dé cuenta, a la vez, de la continuidad ontológica de la discontinuidad profunda que el hombre posee en relación a la naturaleza inferior. Por cierto que esta ubica-ción contiene ya la íntegra antropología, aun-que solo en forma germinal e indiferenciada. En este contexto debe examinarse la frontera entre el hombre y el animal, escrutando el lí-mite máximo del instinto o de la que algunos llaman inteligencia animal. También debe hacerse aquí lugar al problema del origen del hombre como especie viviente y de la evo-lución; problema que, viniendo de suyo de las ciencias empíricas –de la paleontología y la biología– tiene implicaciones fi losófi cas, o totales, que es preciso esclarecer más allá de los simples datos del registro empírico, que de por sí no abarcan –no pueden abarcar– la integridad del ser humano.

En un planteamiento general sobre el lu-gar del hombre en el universo, está implícita –pero solo implícita– la especifi cidad o singu-

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laridad humana, o sea, la realidad de un prin-cipio intelectivo o espiritual que trasciende toda vida sensitiva y toda materialidad. Uno de los capítulos centrales y más confl ictivos de la antropología es justamente la explicitación de ese principio y la comprensión de su natu-raleza última; puesto que, si todos conceden la evidencia empírica de sus manifestaciones singulares –técnica, lenguaje, cultura, moral, religión , etc.–, queda en todo caso abierto el problema de determinar su índole esencial, es decir, lo que haya de entenderse en último término por espiritual. El único camino me-todológicamente seguro es el que emprendió ya Aristóteles en su De anima: comparar el sentido con la inteligencia, o sea, la sensación con la intelección, o más, propiamente, el objeto sensible con el objeto inteligible. El análisis de aquello que es formalmente alcan-zado por la intelección en cuanto tal –lo real a secas, lo que es, el ser de las cosas, en pero al mismo tiempo más allá de las formas sen-sibles concretas– implica toda una teoría de la inteligencia y de lo inteligible. Esta teoría –capítulo central de la antropología fi losófi -

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ca– debe abarcar también la relación interior entre inteligencia y sensibilidad; el grado de materialidad e inmaterialidad que encierra el conocimiento intelectivo y, por lo tanto, su principio: el alma humana; las operaciones propias de la inteligencia –la aprehensión, el juicio y el raciocinio–, y el modo específi co del proceso intelectivo –la abstracción de lo inteligible a partir de lo sensible y de lo uni-versal a partir de lo singular–. Al análisis de la ideación abstracta debe añadirse, por último, el estudio de la capacidad de refl exión sobre sí mismo, conciencia o autoconocimiento del sujeto humano, y la estructura global del alma intelectiva como apertura al mundo y como centro y fuerza de relación.

Puesto que a todo conocimiento sigue, en los seres que conocen, la apetición corres-pondiente, deben plantearse en seguida los problemas ligados a la estructura apetitiva del hombre, y también aquí se impone, en forma paralela, comparar el apetito sensitivo del animal –y del hombre– con aquello que, en este último, llamamos voluntad –el ape-tito intelectivo como síntesis de la estructu-

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ra tendencial del hombre, y aun de la entera persona humana–. En este punto nos sale al paso otra cuestión crucial de la antropología: la libertad del hombre, su albedrío o poder de autodeterminación, asunto de enorme trascendencia como fundamento de toda ética por su implicación defi nitiva en el pro-blema del sentido de la existencia humana. El esclarecimiento fenomenológico y metafí-sico del acto libre y el desarrollo y análisis de las pruebas del libre albedrío constituyen el contenido de esta vexata quaestio en la que confl uye la íntegra fi losofía. A esta cuestión antropológica debe añadirse, completándola desde dentro, la cuestión ética del sentido de la libertad en relación al amor, al bien y al mal, a la plenifi cación integral del hombre, como algo inseparable del propio problema psicológico de la libertad. La antropología no es aún la ética, sin duda; pero no cabe abrir entre ambas ninguna discontinuidad puesto que la verdad moral no es una entidad super-puesta a la naturaleza y al destino de un ser éticamente neutro, sino que es la ley interna del hombre en cuanto tal.

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Todavía otro problema donde confl uye la íntegra fi losofía –y donde se juega con particular intensidad el ser y el destino del hombre– es la cuestión del alma y el cuerpo en su mutua distinción y relación; o sea, el problema de la substantividad y la unidad del ser humano. Innumerables monismos y dualismos, cosismos y fenomenismos, desde Platón hasta nuestros días, convierten esta cuestión, de suyo misteriosa puesto que en-cierra el secreto más íntimo del microcos-mos humano, en un quebradero de cabeza de los sistemas fi losófi cos y en una piedra de toque de la calidad de sus fundamentos. No renunciar a la realidad y al sentido de la corporeidad humana, o sea, a la evidencia de su animalidad; no renunciar tampoco a la verdad superior de su espiritualidad, re-velada en la intelección y en el acto libre; y todavía afi rmar y hacer inteligible la unidad substancial del hombre, materia y espíritu, cuerpo y alma, ser unitario y substantivo, que no se compone de substancias yuxta-puestas ni se disipa en series paralelas de fe-nómenos físicos y anímicos: he allí el arduo

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desafío que enfrenta la antropología a la hora de pensar aquello que tan sencillamente nos es dado en nuestra doble y unitaria concien-cia de nosotros mismos. Con este problema se relaciona otro del que todavía podríamos repetir que contiene el sentido de nuestra existencia: nuestro haber de morir, como individuos de una especie animal de ciclo orgánico limitado; necesidad que el hombre no enfrenta con neutralidad animal, sino con la angustia y esperanza que corresponde a un misterio, el misterio radical de la con-dición humana. Al análisis fenomenológico de la experiencia de la muerte debe seguir, entonces, la pregunta propiamente metafísi-ca de si algo –y qué, y por qué razón– puede subsistir de nosotros mismos tras la muerte: la inmortalidad del alma espiritual, exigida por la infi nitud objetiva de nuestro querer, así como también por la propia espirituali-dad de la conciencia.

Si el hombre aparece hasta aquí en su qué esencial –como naturaleza corpóreo-espiri-tual–, la refl exión antropológica debe, sin embargo, abrir capítulo aparte a la pregunta

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por el quién humano: la persona –el ser indi-vidual trasferible, concluso, cerrado a la vez que abierto con la peculiar clausura y aper-tura del espíritu; centro y mundo a la par, solidario de la totalidad del ente a partir de su mismidad consciente y libre–. La autopo-sesión activa de su ser –autoconocimiento y autodeterminación, conciencia y libertad– es el atributo objetivo de la personalidad, que, con todo, debe ser examinado en su dimen-sión ontológica formal, como el modo de ser o subsistencia de la naturaleza espiritual, o sea, como la particular substantividad del existente humano. La refl exión sobre la per-sona, a su vez, nos sitúa ante su constitutiva apertura hacia las otras personas, lo que da lu-gar a los múltiples y apasionantes problemas de la relación interpersonal: el conocimien-to del otro, el amor, el diálogo, la soledad, la comunicación; problemas que, por supuesto, la antropología no considera en su variedad anecdótica y literaria, sino en su forma esen-cial, es decir, en las conexiones de sentido y valor, de verdad y bien, que estas relaciones implican.

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A partir de la persona y de la relación in-terpersonal, surgen diversos problemas rela-cionados con el sexo, en su doble sentido de sexualidad de alteridad –masculino y femeni-no– y de apetencia y amor de hombre y mujer. Estos problemas pertenecen originalmente a la fi siología y a la psicología, en cuanto cuali-fi caciones psicofísicas y en cuanto conductas instintivas afectas; pero, puesto que tienen también una dimensión antropológica uni-versal, como modos de ser humanos y como estructuras existenciales, deben ser asumidos por una fi losofía abierta a la integridad del hombre; y tanto más si se piensa en las pro-fundas implicancias éticas que encierran y en la insufi ciencia positiva con que suelen tratar-los las ciencias convencionales. Una situación análoga se produce con respecto a las ciencias humanas o a las ciencias del espíritu, a las que pertenece, de suyo, ocuparse de los proble-mas relacionados con la sociedad, la historia, el lenguaje, la cultura y el trabajo humano. Hay un fundamento antropológico o esen-cial de estas dimensiones del hombre, que no puede ser adecuadamente esclarecido por las

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ciencias particulares de la cultura. Es, enton-ces, la antropología fi losófi ca quien debe ocu-parse de esta realidad radical y original que es la cultura en sí misma; corresponde a la antropología mostrar esa necesidad interna, en virtud de la cual el hombre se despliega en la vocación y el quehacer de la palabra y del arte, de la moral, de la religión; realidades que debe examinar en su fundamento y cons-titución esencial.

4. EL PRINCIPIO Y EL MÉTODO DE LA ANTROPOLOGÍA

Pero el esquematismo de este cuadro –un apretado repertorio de problemas– no da idea del verdadero arranque original –ex-periencial, para no decir empírico– de los problemas antropológicos. Las ciencias po-sitivas pasan a apoyarse más directamente en la experiencia humana que la fi losofía, tan abstracta de asuntos y métodos como aparece en este esquema. Pero, en el fondo, ocurre lo contrario: las ciencias empíricas se

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hacen cargo de los actos humanos ya hechos o constituidos en su ser esencial; los registran, ordenan y relacionan en diversas estructuras psicológicas, sociales, políticas, culturales, etc., sin asomarse nunca a su brotar interior, a su hacerse mismo, a su donación original de ser, a su posición pura de sentido y valor (puesto que ningún método genético o cau-sal serviría para descubrir esa constitución interna de los actos de conocimiento, amor, autoconciencia, lenguaje, creación, etc.). La fi losofía del hombre aspira justamente a ese descubrimiento, por eso su experiencia origi-nal de lo humano es más profunda y a la vez concreta que la de ninguna ciencia positiva. Y si la enumeración precedente de asuntos y problemas da una impresión más bien abs-tracta y reconstituida, ello se debe al esque-matismo de toda visión global, y al hecho ya mencionado de que la fi losofía no puede ser un anecdotismo caprichoso. Pero debe te-nerse presente que cada uno de los capítu-los genéricamente esbozados más arriba –la inteligencia, la libertad, el alma, la muerte, la persona, la cultura– contiene, en su punto

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de partida y en su desarrollo, experiencias su-mamente concretas y originales de la realidad humana. Esas experiencias –y no postulados, convenciones, principios a priori o intereses de hecho– son el verdadero punto de partida de la antropología como disciplina fi losófi ca.

Debemos a Platón y Aristóteles la cons-tatación de que el principio del fi losofar está en el asombro. Esto es rigurosamente cier-to en el caso de las experiencias originales de la antropología. Una pesada rutina y un acostumbramiento casi imposible de evitar gravitan sobre nuestra conciencia de lo que somos, y sobre nuestra manera de vivenciar los actos más sencillos –y maravillosos– de conocimiento, de amor, de elección, etc. Po-cos hombres, en pocos momentos de su vida, escapan a esta inercia para abrirse a la admi-ración de prodigio humano. De las ciencias positivas tampoco puede esperarse gran cosa por el momento derivado en que captan las acciones y relaciones humanas ya cristaliza-das para su posterior ordenación. La fi losofía, como quedó dicho, aspira a penetrar, más allá de las rutinas, el surgimiento original de las

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propiedades, actos y relaciones del hombre: allí donde lo humano es materia del asombro más puro. Citemos algunos ejemplos imper-fectos por esquemáticos.

La experiencia expresada –simbolizada apenas– en el juicio «yo soy yo», puede con-tener una inefable admiración. Para dar idea de ella habría que recurrir a la palabra poética o llenar páginas de un prolijo análisis que no viene al caso desarrollar aquí. Digamos solo que, en condiciones privilegiadas –de ruptu-ra de nuestra inercia mental: el instante de despertar, una impresión brusca, etc.–, el hombre puede captar su ser íntimo con una profunda distancia y extrañeza, como si se tratara de otro, pero a la vez con la indestruc-tible intimidad –identidad– que corresponde a nuestra mismidad personal. Entonces deci-mos con asombro «yo soy un yo», signifi can-do el sujeto de la oración nuestra subjetividad empírica, y el predicado, la yoidad pura como algo enteramente extraordinario; la cópula del juicio contiene la distancia inmensa pero al mismo tiempo nula de sí a sí, distancia que se recorre en un instante maravilloso, como

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si uno viniera a encontrarse y coincidir con-sigo mismo desde la lejanía más remota. A la misma impresión corresponde el juicio gene-ral de que, para el hombre, lo más lejano es lo más próximo. Experiencias así iluminan, por ejemplo, la cuestión de la espiritualidad o aun de la inmortalidad del alma humana, si bien en forma puramente implícita, que debe ser puesta a prueba y desarrollada por el pen-samiento discursivo.

No es, la mencionada, una experiencia única o solitaria. Podríamos descubrir, en tér-minos semejantes, el asombro de conocer. Si logramos apartar la rutinaria autoconciencia que acompaña a nuestros actos noéticos para abrir paso a una conciencia auroral u origi-nal, que captara nuestra propia captación de las cosas sin supuestos previos ni acostum-bramientos, lo asombroso de la experiencia podría expresarse –simbolizarse apenas, de nuevo– en el juicio «yo soy lo otro». Lo otro, es decir, lo conocido, está en sí mismo; reposa en su propia consistencia natural; es lo que es de suyo. Así tal árbol cuyo follaje diviso por la ventana, cuyo color miro, cuyos pro-

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cesos y propiedades vegetales recapitulo en la mirada. Todo eso que el árbol tiene y es, lo tiene y es de suyo, a partir de sí mismo, en sí mismo. Y he aquí que todo eso –lo que yo siento y entiendo de él– es ahora mío, es en mí, es yo mismo, existe en mí y está some-tido a mi propio medio de ser. Lo conocido es ello, lo otro, y a la par es yo, yo mismo; yo soy ello; ello es yo; yo, en cuanto yo, me identifi co con lo conocido en cuanto conoci-do. Y puedo distinguir esa peculiar identidad de aquella otra que el árbol guarda consigo y yo conmigo, en mi ser natural; y al modo de ser de esta identidad puedo llamarlo cognos-citivo, intencional, etc.; pero la imposición del nombre no descifra, sino que simplemen-te connota el prodigio del conocimiento, el asombro de ser yo mismo aquel árbol, y esta página, y todas las cosas que me rodean, y sus relaciones, y, en suma, todo: yo soy, po-tencialmente, la totalidad, lo que es, todo lo que es; mi modo de ser como cognoscente es esta apertura hacia la identidad indefi nida, esta otredad que no anula mi mismidad, sino que la constituye.

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El mismo asombro que produce la expe-riencia original del conocimiento puede pro-ducirlo, en términos análogos, la experiencia de elegir, la de amar, la de contemplar la be-lleza, la de hablar, etc. Si la antropología no parte de esta clase de experiencias originarias, cuyo signo es el asombro, no puede aspirar a ser una ciencia autónoma y original; la par-ticularidad de sus metas como saber de ulti-midades y la de sus métodos propios proce-den del carácter original de sus experiencias de la realidad humana. Por aquí echamos de ver lo singular y lo siempre novedoso de una ciencia semejante. Para las ciencias positivas, su objeto está previamente dado, acotado, defi nido: empíricamente dado. Para estas ciencias –psicología, sociología, etnología, etc.– el hombre debe estar también dado en su principio. Para la antropología fi losófi ca, en cambio, el ser humano no está dado a la manera de un dato empírico. El hombre es una totalidad abierta, un movimiento de au-totrascendencia, una frontera siempre móvil, un principio siempre inconcluso y en juego, un proyecto siempre abierto hacia estas to-

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talidades indefi nidas que son el ser, el bien, la verdad, la belleza. La naturaleza o esencia humana –que no queda abolida por esta uni-versalidad, como piensan muchos hoy, sino justamente constituida por ella– debe ser in-ducida y deducida como el principio propio de este dinamismo singular y de esta apertura universal. Pero, como naturaleza abierta de suyo a la infi nitud objetiva del ser, no puede estar nunca dada en ningún registro empíri-co, por la misma razón por la cual el ser o la totalidad real no está nunca dado en el prin-cipio de la metafísica, sino que es su propio horizonte indefi nido. Así, la naturaleza del animal metafísico que es el hombre no está previamente acotada, defi nida y dispuesta para las experiencias empíricas, como lo es-tán para las ciencias sus respectivos objetos. El hombre no es una cosa experimentable, sino el horizonte de una pregunta metafísi-ca: ¿quién es este ente así determinado como apertura al ser, como apetencia del bien en toda su universalidad?

Es fácil comprender que el método de una ciencia semejante no tiene nada de con-

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vencional. Aunque parezca que estamos an-ticipando a priori una determinada idea del hombre ya en el umbral mismo de la antro-pología, las consideraciones precedentes son indispensables para establecer la modalidad metodológica de nuestra incursión; pues el método de una ciencia presupone siempre, aunque sea implícitamente, una cierta idea de su objeto: a tal objeto, tal método. No hay tal establecimiento neutral y descom-prometido de un método científi co: se está pensando siempre, ya de antemano, en la ín-dole del objeto que se abordará para adecuar a él la forma del conocimiento. Si yo pre-tendo constituir la ciencia del hombre sobre los métodos convencionales de las ciencias positivas –v. gr. la sociología o la psicología experimental–, es que ya estoy prejuzgando al hombre como un sistema dado de propie-dades y procesos –psique, sociedad, etc.–, a la manera de los objetos naturales; determi-nación, esta, que no solo me impide cues-tionar a fondo la naturaleza profunda de lo psíquico y lo social como modo del ente hu-mano, sino que me obliga también, en razón

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del propio método, a dejar fuera la espiritua-lidad, la libertad, la trascendencia humana como posibles objetos de estudio. Luego, más que prejuzgar aquí una determinada idea del hombre, estamos haciendo lo contrario: preservando la necesaria apertura e indefi -nición de esta idea para no excluir a priori ninguna dimensión de lo humano, es decir, para no cerrarnos de partida en la estrechez de una antropología positivista. Como todo método ya prejuzga la índole del objeto, se trata aquí de asegurar a la antropología un método abierto y comprensivo de la posible totalidad de lo humano. De más está decir que tanto la efectividad metafísica de esta to-talidad como la propiedad gnoseológica de este método deberán probarse en su efectiva realización, es decir, en el propio despliegue del discurso antropológico: por ahora, solo nos corresponde establecer su posibilidad, o sea, excluir toda negación a priori.

El método de la antropología fi losófi ca no es, pues, el método genético, causal, in-ductivo de las ciencias positivas: con él, solo podríamos codifi car los actos y relaciones hu-

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manos en cuanto datos, dejando en la oscu-ridad su constitución interna y esencial, que es justamente lo que nos interesa. La antro-pología, por el contrario, induce y deduce, describe e introspecciona, separa y reconstru-ye, y todo esto según su peculiar manera. Lo esencial, para ella, no es encontrar las leyes funcionales del comportamiento humano, ni sus regularidades empíricas, ni las hipótesis que las explican: de todo esto se hacen cargo ya las ciencias positivas del hombre. La tarea de la fi losofía consiste en descubrir la estruc-tura esencial de los actos y facultades huma-nas, desde el instinto y la sensibilidad hasta la razón y la libertad, en términos objetivos, es decir, investigando la índole del objeto pro-pio de estos actos y sus conexiones esenciales en la jerarquía de los entes. A partir de esta averiguación, se pregunta cómo deben estar constituidas las potencias humanas y el alma en que radican, y la propia substancia o per-sona del hombre para que esos actos, relacio-nes y propiedades sean posibles. Y luego, en un movimiento continuo de retorno, transita del sujeto a su dinamismo, y de este a aquel,

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en una recíproca interpretación. Para la fase de mostración primera de los actos humanos, sus objetos y sus propiedades, la antropología puede usar con gran ventaja el método feno-menológico –la descripción de la esencia del fenómeno, las mostración desnuda de lo que aparece– en el sentido en que lo usaron todos los grandes fi lósofos, más allá de cualquier etiqueta de escuela. Pero la antropología no se reduce a la mera fenomenología; y, una vez que esta le despeja el camino, no puede renunciar a otros procedimientos o métodos que inciden en forma más comprometida en el corazón de lo real. La simple intros-pección, la inferencia causal, la deducción, son recursos lógicos y metodológicos que la antropología necesita en virtud de su funda-mental vocación metafísica: lejos de reducirse a mostraciones de esencias puras, ella aspira a comprender la realidad del hombre, su natu-raleza, su lugar en el universo, y a abrir paso, cuando menos, a la cuestión ético-religiosa del sentido de la existencia humana.

Esta aspiración soteriológica o de salva-ción, por más que trasciende a la antropolo-

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gía, está de tal modo incorporada a su esfuer-zo que solo por una fi cción formal podemos separarla de su objeto y aun de su método. En cuanto a su objeto, el hombre no es nun-ca, para sí mismo, un tema neutral; que el hombre sea o no un ente espiritual o libre o inmortal o abierto a Dios por naturaleza, es cosa que interesa apasionadamente a cada uno de nosotros, con efectos totales sobre nuestro destino y nuestra responsabilidad moral; esto es obvio. Lo que no lo es tan-to –y merece destacarse aquí– es que inclu-so el método y la modalidad epistemológica de la antropología se relacionan con el saber de salvación o, mejor dicho, con el compo-nente ético de todo conocimiento humano. Esto signifi ca que el conocimiento entera-mente neutral no existe, porque el hombre no es una pura razón pensante (lo que equi-valdría a un monstruo metafísico), sino que conoce con su ser entero, y particularmente con el corazón, en el sentido, por ejemplo, de la máxima evangélica: «Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios». Cuanto más alto en la jerarquía de los

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ententes es un objeto de conocimiento, más intervienen en su aprehensión ciertas dispo-siciones existenciales –éticas– que dilatan o contraen nuestra conciencia intelectiva, fa-voreciendo o entorpeciendo el desempeño de la inteligencia. Objetividad no es, pues, el nombre de una neutralidad aséptica o indi-ferente (salvo en el caso límite de nuestro co-nocimiento positivo de las meras cosas ma-teriales); objetividad signifi ca, en su sentido pleno, «las disposiciones subjetivas óptimas con relación a cada ente –desprendimiento de sí mismo, apertura, confi anza, amor– para que cada ente nos revele su ser en la apertura debida».

Así, por ejemplo, es evidente que el conoci-miento objetivo del prójimo –que es otro suje-to, no simple objeto– implica cierta forma de simpatía o amor por él. Y que el conocimien-to religioso objetivo implica una apertura o disponibilidad semejante del sujeto humano hacia el Sujeto absoluto que Dios es. Y que la ley moral solo puede ser objetivamente cono-cida por quien tiene una mínima disposición esencial de obediencia hacia ella. En el caso

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de la antropología, análogamente, tratándose de un objeto que es el sujeto que somos, y de un saber que compromete nuestro propio ser, y el sentido de nuestra existencia, no existe conocimiento neutral o indiferente con res-pecto a las disposiciones del corazón huma-no: para conocer objetivamente al hombre, igual como a Dios mismo, se requiere cierta pureza de corazón. La posibilidad de ocul-tarnos nuestro ser espiritual o nuestro libre albedrío o nuestra vocación eterna, en virtud de la coartada científi ca, es una posibilidad innegable. A ella se añade otra consideración: estando la antropología fundada en ciertas experiencias originarias del hombre, y siendo algunas de esas experiencias –como en el caso del libre albedrío– esencialmente éticas, es la propia fuente experiencial de la antropología la que depende de las disposiciones correctas del corazón humano. No se trata aquí, por supuesto, de inclinar subjetivamente la ba-lanza del dilema antropológico en función de intereses previos del sujeto humano; se trata, al contrario, de asegurar a la antropología la necesaria objetividad, en el sentido de que

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sus experiencias y deducciones solo pueden alcanzar un contenido objetivo dentro de las disposiciones adecuadas de apertura del suje-to humano a su autoconocimiento.

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II.Introducción histórica:

Para una historiade la idea del hombre

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1. BOSQUEJO HISTÓRICO DE LA ANTROPOLOGÍA: LA ANTIGÜEDAD

Debemos completar esta introducción con un bosquejo –mínimo y esquemático, por cierto– de la historia de la antropología fi losófi ca. El desarrollo de idea del hombre, desde Grecia hasta la actualidad, suele des-cribirse hoy con arreglo a dos principios de interpretación. Por una parte, se piensa que esta historia avanza en la dirección de una creciente autoconciencia humana, desde la indiferenciación primitiva del hombre con la naturaleza, hasta la exacerbada lucidez y conciencia de sí del hombre contemporá-neo. Por otra parte, este proceso de ascen-

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sión de conciencia se describe como una su-cesión contrastante de dos tipos de fases: las de seguridad y las de angustia. En las prime-ras, la antropología está cobijada dentro de la cosmología y de la metafísica, y se mani-fi esta en forma de grandes sistemas donde el hombre encuentra una defi nición y un lugar preciso en el universo (Aristóteles, santo To-más, Hegel); en las épocas de crisis, cuando los sistemas se derrumban, la antropología emerge como la ciencia –o la duda– rectora, cobrando forma independiente como teoría del hombre trágico o problemático y como exaltación de la mismidad personal (Sócra-tes, san Agustín, Pascal, Kierkegaard). Apar-te de la índole simplifi cada de este doble principio, que no da cuenta de la comple-jidad real de la historia de las ideas, puede concedérsele algún crédito como esquema puramente descriptivo o funcional, es decir, siempre que se lo depure de todo juicio de valor. Pues hoy, a partir de nuestra propia situación de autoconciencia crítica, tende-mos a considerar que el pensamiento antro-pológico ha evolucionado hasta nosotros, en

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forma perfectiva, y análogamente tendemos a valorar más los problemas que los siste-mas, el cuestionamiento que la certeza: todo ello en favor del actual sentimiento trágico de la vida. Pero ese juicio de valor es solo la expresión de nuestra propia crisis antropo-lógica, y no puede erigirse en principio de interpretación de un pasado que en muchos sentidos nos supera.

No es efectivo que la verdad antropológica coincida con el mayor grado de autoconcien-cia, pues la subjetividad creciente es un pro-greso harto ambiguo. Si la conciencia diferen-ciada de sí es un avance en relación a la hybris primitiva, por otra parte, la exacerbación de esa conciencia, desde el cogito cartesiano has-ta el existencialismo actual, tiene mucho de enfermizo y descompuesto, y aun de ilusorio: el yo se crece a costa de las realidades objetivas que le dan sentido. Pero la intencionalidad o primacía del objeto real es lo propio de la conciencia sana; y la primacía de la metafísica sobre la antropología es lo propio de la cultura sana. Por otra parte, y análogamente, valorar más los problemas que las soluciones, la duda

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que la certeza, la angustia que la ciencia, es lo propio de una actitud escéptica que puede te-ner cierto valor limitado como estímulo para el conocimiento (así la ironía socrática), pero no puede ser la vida esencial de la ciencia. De allí que la substancia de la antropología como saber fi losófi co se encuentre más en los sis-temas clásicos que en las problematizaciones que estos padecen en las épocas de crisis. De allí, también, que los momentos más altos en la historia de la antropología no tengan por qué coincidir con la enervada conciencia de sí y con la angustia crítica que caracteriza nuestro presente histórico.

Siguiendo, pues, en términos descriptivos y no axiológicos el esquema aludido, pode-mos condensar la historia del pensamiento antropológico occidental en tres grandes ciclos precedidos y prolongados por sus co-rrespondientes crisis. El pensamiento griego brota de la crisis socrática y se despliega en las grandes construcciones sistemáticas de Platón y Aristóteles, que se continúan en la antropología estoica, el neoplatonismo y la gnosis helénica. El pensamiento medieval

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nace del problematismo crítico de san Agus-tín y se desarrolla en múltiples corrientes que reinterpretan a Platón y Aristóteles desde la fe cristiana, confl uyendo en la grandiosa sín-tesis antropológica y metafísica de santo To-más de Aquino. Con el quiebre de la cultura medieval, la crisis religiosa y la revolución copernicana, el problematismo de Pascal abre paso a los grandes sistemas del raciona-lismo moderno, que culminan en Hegel. El impacto del evolucionismo y la lucidez crí-tica de un Kierkegaard inician, tras la supe-ración de Hegel, un período que es todavía el nuestro y del cual difícilmente podemos hacer historia. De más está señalar el carácter enteramente esquemático, selectivo y simpli-fi cador de este bosquejo, que sólo persigue agrupar en grandes ciclos las concepciones antropológicas más relevantes de la historia occidental.

Sabido es que el hombre primitivo se sin-tió inmerso, solidario, en suma, casi idéntico con la naturaleza, y sobre todo con el mundo animal y vegetal de su entorno. La conciencia de sí, germinal y borrosa, estaba aún sumer-

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gida en la conciencia de totalidades más am-plias a las que el hombre se sentía pertenecer: la tribu, el ámbito vital, las fuerzas telúricas, el cosmos. Este no es solo un rasgo del hom-bre primitivo, sino también de momentos muy elevados de la cultura oriental hasta el día de hoy. Así, el humanismo moral chino y al panteísmo hindú se fundan, en buena medida, en el sentimiento de la unidad casi indiferenciada del hombre con la naturaleza. Los seres –mineral, planta, animal, hombre– se perciben en relación aditiva, enlazados por esencia en la totalidad de lo existente. Suele decirse que el hombre no se destaca netamen-te sobre la naturaleza hasta la culminación de la cultura griega clásica. Con todo, este juicio es válido solo en el ámbito del pensamiento fi losófi co propiamente dicho; pues ya mucho antes de la época áurea de la cultura griega, en la historia original del pueblo judío, existió una experiencia del hombre como ser perso-nal abierto a la trascendencia que condiciona nuestra idea del hombre y del mundo hasta el día de hoy; sin embargo, este sentido an-tropológico permaneció implícito bajo una

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expresión religiosa y solo vino a formularse como fi losofía en los siglos cristianos.

Los comienzos de la antropología griega están envueltos aún en las explicaciones mí-ticas de la cosmogonía. Sobre este trasfon-do, el «conócete a ti mismo» brota a la par como un mandato ético-religioso y como un alumbramiento especulativo. Se lo encuentra ya explícito en Heráclito, que es a la vez un fi lósofo de la naturaleza y un virtual antro-pólogo: «me he buscado a mí mismo», «por muy lejos que vayas, no hallarán los límites del alma: tan profundo es su logos». Pero la autorrefl exión encuentra su forma madura en Sócrates, quien hace de ella –en oposición a los presocráticos o naturalistas– el centro y aun la totalidad del saber. Toda otra cuestión debe ser ahora despreciada o postergada en relación a esta: ¿qué es el hombre? El Sócrates original nos plantea más bien la pregunta que la respuesta. Esta última se nos ofrece solo en forma implícita: «una vida no examinada no vale la pena de ser vivida»; el hombre es el ser que se pregunta por sí mismo y accede a la respuesta por vía diagonal: el hombre es

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diálogo con el hombre sobre el hombre. Pero en esta sola indicación late ya, en forma ger-minal, toda la antropología pues la facultad que hace posible la pregunta, el diálogo y la respuesta, convierte al hombre en un ser ló-gico y ético, sujeto inteligente y moral; la re-fl exión platónica se encargará justamente de formular una teoría expresa de este atributo superior –la mente–, al hilo de una metafí-sica de la verdad y del bien. El análisis de la razón humana, como potencia distinta de los sentidos capaz de abrirse inmaterialmente a la forma y ser de las cosas tal como son en sí mismas, y de conocer por conceptos univer-sales, es para Platón y Aristóteles el principio socrático de toda antropología y también el fundamento de la ciencia, de la ética y de la teología. La fi losofía de Platón proporcionará a la cultura occidental el repertorio ejemplar de las pruebas de la espiritualidad e inmor-talidad del alma humana, de la existencia de Dios y de la objetividad del bien moral. Pues el descubrimiento de la inteligencia racional le lleva necesariamente a la afi rmación de la divinidad, supremo bien del alma humana a

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la vez que principio ordenador de la armo-nía cósmica. La mente pensante del hombre participa de la naturaleza divina y, por su per-tenencia y vinculación inmaterial al mundo de las ideas, trasciende al cuerpo y al íntegro universo de las cosas que se mueven: el hom-bre es un espíritu alojado temporalmente en la cárcel del cuerpo. Este dualismo platónico volverá a aparecer una y otra vez en la historia del pensamiento europeo.

Aristóteles comparte, en general, los su-puestos fundamentales de Platón; pero, con-vencido de la debilidad y límites del intelec-to humano, y mejor fundado en el rigor del análisis empírico, recorta los vuelos del opti-mismo espiritualista de su maestro en favor de una antropología realista y unitaria. Por de pronto, y a partir de un depurado análisis del proceso cognoscitivo, reconoce que la inteli-gencia, aunque de suyo una facultad superior o inmaterial, solo puede actuar a partir de los sentidos corporales, y por tanto que el alma depende del cuerpo y está unido a él substan-cialmente. Así como la forma aristotélica es la idea platónica que ha descendido al mundo

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real y hace una sola cosa con la substancia o ente singular, del cual es su acto o principio confi gurador, análogamente, el alma aristo-télica ya no es un ente espiritual puro, sino el principio formal o actual del cuerpo hu-mano; el hombre posee, pues, la misma es-tructura hilemórfi ca de los demás vivientes y aun de todos los seres naturales. El alma es, entonces, el primer acto o forma animadora del cuerpo orgánico; su principio intelecti-vo depende del cuerpo, aunque es, de suyo, inmaterial e inmortal. (Aristóteles afi rma la inmortalidad impersonal del intelecto agen-te; sobre la suerte del alma individual tras la muerte, su juicio es incierto.) Por el conoci-miento superior, «el alma es en cierto modo todas las cosas» del universo; pero solo llega a serlo a partir de la sensibilidad. El alma hu-mana es para Aristóteles una sola, vegetativa, sensitiva e intelectiva: el principio único de la vegetación, la sensación y la intelección. Por cierto que este concepto antropológico no se entiende sino en relación al sistema compacto constituido por la lógica, la física, la biología, la metafísica, la teología, la ética, la política

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y la poética aristotélica, síntesis monumen-tal del saber antiguo. Digamos, en suma, que de Aristóteles arranca la perdurable noción clásica del hombre como zoón ekonlogou, el animal rationale, fórmula tan discutida como se quiera a partir del siglo XIX, pero aún hoy vigente como escueta defi nición esencial (por el género próximo y la diferencia específi ca).

No se trata, en esta defi nición, de seña-lar solo los límites empíricos que separan al hombre de los animales superiores; partiendo de una consideración empírica, este concepto griego alcanza una dimensión metafísica, en cuanto contrapone al hombre con toda la na-turaleza infrahumana en general, y lo relacio-na –mediante el logos– con el theos o funda-mento del cosmos. El principio o forma acti-va de la naturaleza humana, su acto, energía, entelequia específi ca, es la mente pensante, poder espiritual o participación del principio divino que encierra en sí las ideas eternas de las cosas y que mueve y plasma eternamen-te el mundo y su ordenamiento ideal. Es en virtud de este principio que el hombre puede conocer la realidad tal como es en sí (theo-

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rein), obrar bien en la vida (pratein) y pro-ducir en la naturaleza obras llenas de senti-do (poiein). En suma, el hombre posee en sí, como principio constitutivo o formal de su realidad, un elemento agente superior (nous poietikos) que la naturaleza no posee subjeti-vamente (en forma de sujeto); ese elemento está ligado ontológicamente al principio que da forma al mundo y convierte el caos en cos-mos; es un agente absolutamente constante en la historia, pueblos, épocas, clases, etc.

El hombre, en el pensamiento griego, se proyecta sobre este grandioso fondo metafísi-co. Dos límites, sin embargo, se harán sensi-bles en esta concepción cuando se encuentre con el pensamiento cristiano. Por una parte, parece no dar razón sufi ciente de la presencia del mal en el hombre y en el mundo –esa te-rrible herida ontológica en el corazón de lo real–, salvo que se atribuya a la propia exis-tencia humana –a la propia incorporación del espíritu en este mundo– el carácter de una caída o culpa radical, de la que solo nos libraremos al morir, con lo que su optimismo se convierte en el pesimismo más denso; cosa

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que, en buena medida, ocurrirá en los siglos fi nales de la cultura helenística. Por otro lado, el hombre, todo lo alto que se quiera en la jerarquía del orden natural, forma todavía parte de la naturaleza y de sus ciclos eternos; no ha alcanzado aún el reconocimiento de la condición que los siglos cristianos llamarán persona, y, por lo tanto, no se ha revelado to-davía la profundidad inconmensurable de su destino. En otros términos, todo lo singular –incluido el sujeto humano– es todavía solo un caso individual de una idea o forma ejem-plar que, en su universalidad intemporal, se repite indefi nidamente en distintas unidades de materia. La crisis de esta concepción se producirá a partir de una nueva conciencia del destino humano en su dimensión sobre-natural. La fi gura clave del enfrentamiento será san Agustín. Con todo, y para evitar sim-plifi caciones, debe observarse que la fi losofía cristiana, a partir de ese nuevo principio, querrá salvar todo lo esencial de la versión platónico-aristotélica de la naturaleza huma-na, a saber: que el hombre es tal en virtud de la razón –logos, fronesis, nous, ratio, mens,

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intellectus–, el poder de aprehender el qué de todas las cosas; y que, en virtud de este po-der, el hombre, y solo él entre todos los seres naturales, participa subjetivamente de aque-lla inteligencia que es el fondo o fundamento del universo.

2. LA REVELACIÓN CRISTIANA Y LA ANTROPOLOGÍA MEDIEVAL

Sugerimos ya que la idea griega del hom-bre –alma espiritual, animal racional– no se opone necesariamente a la revelación judeo-cristiana de la creatura hecha a imagen de Dios, caída y salvada en la existencia históri-ca; ambas concepciones –que de suyo perte-necen a dos órdenes de conocimiento, natural y sobrenatural– se enlazan y aun se integran a lo largo de todo el medioevo y de la pro-pia modernidad. Pero el primer choque de ambos mundos conmovió a la antropología clásica hasta los cimientos. San Agustín re-presenta este confl icto con claridad ejemplar. Antes de entrar en él, digamos lo que había

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de portentosamente nuevo y paradójico en la revelación cristiana. Ella, a la vez, exaltaba y abatía al hombre en los abismos del bien y del mal sobrenatural, de la gracia y del peca-do, en una forma enteramente desconocida para el alma griega. La existencialidad más profunda e irrepetible irrumpía en ese sereno mundo circular de formas que se repiten. El hombre estaba ahora frente a Dios infi nito, personal y providente, Creador del universo y Señor de la historia, y se percibía a sí mis-mo como creatura personal de Dios, como un destino único, como una libertad puesta a prueba dentro de los límites de la tempo-ralidad y al borde de esos abismos de la sal-vación o condenación eterna. A la vez, como humanidad solidaria, se sentía parte de una historia universal de la salvación, que arran-caba del paraíso original y se cerraría con el fi n de los tiempos. Nació así el sentido de dos realidades que dominan el íntegro horizonte de nuestra cultura: el sentido de la persona y el sentido de la historia.

Este doble sentido tarda siglos en formu-larse fi losófi camente; pero, como experiencia

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viva, dirige desde el comienzo la especulación cristiana en sus relaciones con el pensamien-to griego. El hombre ya no es solo naturale-za, como las piedras y los ríos y los animales; ni siquiera es la parte más excelsa –racional y espiritual– de la naturaleza. Como per-sona frente a un Dios vivo y personal –que los griegos propiamente no conocieron–, el hombre ingresa ahora en otra esfera, que es de suyo sobrenatural –el pecado y la gracia– pero que ilumina con nueva luz su ser natu-ral. A la consideración del individuo como ejemplar de la especie humana, se sobrepone ahora su ser personal e histórico, su abismal libertad, su destino único, irrepetible, pues-to en juego peligrosa y esperanzadamente al borde de la eternidad de Dios. «¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si es a costa de su alma?» He aquí una nueva antropología: el «alma» vale más que todos los reinos de «este mundo», no ya por su lo-gos –que es ambiguo: puede salvar o perder al hombre–, sino por su libertad, por lo eter-no que se juega en ella, por un destino del cual la razón es solo el fundamento natural.

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La autoconciencia humana, iluminada por la revelación, percibe en sí una hondura que podría llamarse infi nita por su vinculación esencial con el misterio de Dios. Esta imagen del hombre no ha nacido como ciencia an-tropológica, sino como experiencia viva a la luz de la revelación cristiana; de allí que haya podido engendrar, en la historia, una plura-lidad de antropologías diversas: san Agustín, san Buenaventura, santo Tomás, Pascal, Leib-niz, Kierkegaard, etc. El interés singular de san Agustín reside en que protagoniza, como ningún otro, el primer choque conceptual de ambos mundos.

San Agustín es un personaje fronterizo que, formado en la fi losofía griega, es a la vez el fundador de la fi losofía medieval; sus Con-fesiones, quicio de dos mundos, nos hacen se-guir su itinerario desde la especulación neo-platónica, pasando por la gnosis maniquea, hasta la fe católica. El alma es aquí el escenario de una lucha indecible. Quis ergo sum, Deus meus, quae natura mea? No se trata ya solo del asombro fi losófi co, sino de la ansiedad huma-na que habla en primera persona. La fórmula

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del animal racional no puede servir de gran cosa a san Agustín porque le llega escindida entre los dos mundos hostiles de la materia y el espíritu –así, en la tradición neoplatónica y en la dicotomía maniquea de los dos rei-nos, del mal y del bien–; y porque tanto el cuerpo con su miseria y fragilidad, como el espíritu con su impotencia y sus errores, se le muestran, en el mejor de los casos, como am-biguos respecto al mal y al bien. La respuesta fi losófi ca del propio san Agustín no importa mucho para esta cuestión; es un platonismo cristianizado: el hombre como alma, el hom-bre como espíritu inmortal. El problema no quedaba resuelto –no podía quedarlo– en términos simplemente antropológicos. La es-colástica de los siglos posteriores se encargaría de enfrentar el desafío con nuevas armas fi lo-sófi cas a la vez que con una constante inspi-ración agustiniana. La respuesta profunda de san Agustín, la superación de su ansiedad, es su respuesta vivida y experimentada: la con-templación de Dios en el fondo del alma. In interiore homine habitat veritas. Se trata de la verdad increada percibida por la oración y

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la sabiduría sobrenatural, no todavía de una nueva formulación fi losófi ca. Ocurre, sin embargo, que bajo los conceptos y términos platónicos se ha inyectado ahora una profun-didad, un sentido y unos alcances del todo nuevos, por más que se vistan equívocamente bajo el ropaje clásico del pensamiento grie-go. Hombre, alma, espíritu, libertad, son casi las mismas palabras, pero desde ahora poseen una nueva carga de sentido e interioridad que jamás vislumbró la conciencia griega.

Esta ambigüedad terminológica persisti-rá durante toda la Edad Media, y se repetirá en la fi losofía de santo Tomás en su relación con Aristóteles. El historiador superfi cial en-contrará en ella la ocasión de considerar la antropología medieval como una segunda edición del pensamiento griego, con algunos añadidos o correctivos teológicos. No es así. Hondas diferencias de estructura metafísica se ocultan bajo la identidad o similitud de las terminologías. El sentido mismo del pensa-miento antropológico es nuevo, incluso fi lo-sófi camente nuevo, en virtud de una nueva relación del hombre con Dios, mucho más

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íntima y radical que la relación del anthro-pos con la idea platónica o el primer motor aristotélico. La primera y más esencial dife-rencia antropológica se refi ere a la persona, de la que por primera vez se desarrolla una doctrina psicológica y metafísica; a la unidad de la persona humana –cuerpo y alma espiri-tual– y a la relación del espíritu con el orga-nismo del hombre.

Resulta que la fi losofía griega nunca con-siguió incardinar satisfactoriamente el logos en la animalidad humana. Así lo muestran las visibles difi cultades del espiritualismo plató-nico, que hacía del hombre, esencialmente, un puro espíritu encarcelado en el cuerpo o unido a él en forma accidental, «como el auri-ga al carro». El realismo aristotélico se acercó a una solución a través del hilemorfi smo; pero las visibles vacilaciones de Aristóteles frente a la naturaleza, origen y destino del intelecto agente –al parecer, una potencia impersonal que viene al hombre de fuera, lo anima tran-sitoriamente y luego lo sobrepasa retornando a una inmortalidad impersonal– muestran a la claras lo problemático de esta solución, que

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sigue prendida a un dualismo de inspiración platónica, agravado por la impersonalidad divina de la parte más espiritual del hom-bre. La fi losofía griega posterior se reduce a la incómoda dualidad entre un naturalismo de inclinación materialista –epicúreos y estoi-cos– y un espiritualismo neoplatónico donde el cuerpo es expulsado hacia las fronteras del reino del mal. En esta disyuntiva inicial, es bien lógico que el pensamiento cristiano op-tara primero por la tradición platónica, que le aseguraba la espiritualidad e inmortalidad personal del alma humana. Pero las serias di-fi cultades de san Agustín y de los escolásti-cos posteriores muestran qué problemático resultaba el espiritualismo y, en general todo dualismo, con respecto a las fuentes de la re-velación cristiana.

En efecto, el Evangelio anunciaba la sal-vación del hombre entero, no la simple libe-ración del espíritu humano. En la Biblia no se formula nunca la dicotomía entre alma y cuerpo como espíritu y materia: se habla solo del hombre a secas. No se habla de la in-mortalidad del alma: al hombre entero le está

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prometida la resurrección gloriosa, en la que participará el propio cuerpo del hombre. Los misterios de la encarnación y la resurrección eran, pues, un correctivo del dualismo espiri-tualista, e inclinaban de suyo a una antropo-logía unitaria. De esos misterios procede la in-sistencia del pensamiento cristiano en el valor y la perpetuidad del cuerpo y en la dignidad de la materia como creatura de Dios asociada a los más altos misterios de la salvación. La principal ventaja del pensamiento cristiano sobre el mundo pagano, en esta materia, re-side en que no necesita atribuir al cuerpo, o a la unión del alma con el cuerpo –a la pro-pia constitución ontológica del hombre–, la responsabilidad del mal y de las limitaciones de la existencia. Pues, proviniendo el mal de un acontecimiento histórico –el pecado–, ya no aparece la propia existencia como una caí-da, ni la unión del alma con el cuerpo como un daño para esta, sino que la constitución natural del hombre se revela –como obra de Dios– en toda su adánica positividad. El mundo griego tuvo una experiencia viva de la existencia humana como caída (se trata de

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una experiencia universal, como sabe muy bien el existencialismo contemporáneo). La interpretación griega más frecuente de esta caída consistió en atribuirla al cuerpo, al na-cimiento, a la materia como cárcel del alma espiritual. Así, la existencia se oscurecía y la suprema liberación era la muerte –la desen-carnación–. El misterio cristiano de la caída histórica –el pecado original y todos los pe-cados personales– y de la salvación también histórica –la redención de Cristo– confi ere, en cambio, un carácter positivo a la unión del alma con el cuerpo –y al cuerpo mismo–; la caída no reside en la propia encarnación del espíritu que desciende a encarcelarse en un cuerpo. Se abre así paso a una interpretación positiva de la unión de alma y cuerpo, y a una doctrina antropológica de la unidad y armo-nía del ser natural del hombre.

En el desarrollo de esta antropología, re-sultó natural que santo Tomás de Aquino se volviera –en un gusto visionario de grandes consecuencias– hacia Aristóteles, que por entonces parecía un pagano naturalista y un enemigo potencial de la fe cristiana. La

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antropología aristotélica se había acercado mucho más a la buscada unidad, si bien no había llegado a una solución satisfactoria –ni compatible con la fe–. Se trataba ahora, no solo de insufl ar un sentido rotundamente nuevo a la fórmula aristotélica, sino también de corregirla en puntos substanciales. Lo que complica la labor del historiador es que santo Tomás atribuye siempre sus propias ideas a Aristóteles, aun allí donde lo modifi ca esen-cialmente. Así ocurre con el problema del in-telecto agente, que para santo Tomás no es un poder separado ni advenedizo que tras la muerte personal se reintegra a su esencia im-personal, sino una potencia natural de la per-sona humana, un poder intrínseco del alma individual. Así se explica, no solo la unidad substancial del ser humano, sino también la inmortalidad personal del alma. Los porme-nores de esta gran síntesis, que supera con mucho los datos aristotélicos del problema, no pueden entregarse aquí. Digamos solo que para santo Tomás «el alma es una suer-te de horizonte y de línea fronteriza entre el universo corporal y el universo incorpóreo».

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El espíritu humano es el más débil de los espíritus –en contraste con los ángeles–: de-masiado débil para aprehender el inteligible puro, ante el cual quedaría cegado y deslum-brado; pero, en cambio, apto para conocer lo inteligible que se encuentra en la materia sensible. Para ejercitar su acto y su destino es-piritual debe, pues, ser creado y actualizar su pontencialidad –la tabula rasa aristotélica– en el mundo de los cuerpos, como forma de un cuerpo orgánico y, a través de él, en contacto con el mundo sensible. Hay un estrecho pa-ralelismo entre la constitución metafísica del ente corpóreo y la del hombre: así como el mundo de las cosas sensibles posee una es-tructura ideal o una confi guración inteligible –es un sistema de formas–, y en cuanto tal encierra lo inteligible en potencia, así tam-bién el hombre posee, como organismo, una forma inmaterial que es su principio anima-dor, el alma intelectiva que se abre a lo in-teligible de los cuerpos. El espíritu humano, pues, es alma o principio de vida, y esta alma espiritual o intelectiva es el acto primero o ley estructurante del organismo humano. A esta

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visión descendente se llega, en todo caso, por vía ascendente o empírica, a partir del análisis de la sensación y la intelección humana. En suma: la síntesis tomista es una explicación múltiple, a la vez que coherente y unitaria, de las diversas realidades que constituyen al hombre y que han resultado tan difíciles de integrar en otros sistemas fi losófi cos: la cor-poreidad o animalidad humana, la espiritua-lidad e inmortalidad del alma, y la unidad substancial del alma y cuerpo. Se trata de un aristotelismo perfeccionado en sus fórmulas, pero a la vez cargado desde el interior con la gravidez ético-religiosa de la revelación cris-tiana.

A partir del advenimiento del cristianis-mo, parecería que la conciencia humana ya no es susceptible de una exaltación más alta y profunda que esta, y que toda nueva profun-dización en el misterio del hombre debe ser una nueva y más insistente exploración en la misma experiencia de la seriedad terrible de la vida humana. Con todo, el problema no queda resuelto de una vez para siempre, pues el hombre, un verdadero microcosmos a la

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vez que un ser en equilibrio inestable, va des-cubriendo históricamente en forma siempre distinta el mundo material al que pertenece por su cuerpo, el orden espiritual al que está abierta su alma, y la propia relación de ambos universos tal como se funden en su propio ser. Así, en los siglos modernos, las nuevas ciencias de la naturaleza le han planteado un desafío inédito, las nuevas técnicas de pro-ducción han modifi cado su base social, y la historia espiritual de Occidente ha sufrido cambios profundos de sentido con el retroce-so de la fe sobrenatural cristiana y el avance de nuevas formas de ateísmo. Sin embargo, los desarrollos ulteriores de la antropología desde la ruptura del orden medieval hasta hoy, por muy heréticos o excéntricos que parezcan en relación al mundo de la fe, son ampliamen-te tributarios de su origen cristiano, y solo se entienden en profundidad como formas se-cularizadas del cristianismo. Así la antropolo-gía del racionalismo, que culmina en Hegel: el hombre no ya unido sino identifi cado a la divinidad; así la antropología existencial de nuestros días: el hombre no ya caído en el pe-

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cado sino irremisiblemente perdido en la an-gustia de la fi nitud; y así, también, todas las fi losofías de la historia en la Edad Moderna Contemporánea: el reino de Dios traspuesto al interior de la historia en forma de progre-so, edad de la razón, era positiva, sociedad sin clases, etc. La antropología, pues, ha seguido girando en torno a su eje helénico-cristiano, que contiene la experiencia y la sistematiza-ción antropológica más alta y diferenciada de la historia. Lo que viene después no es una su-peración de la autoconciencia humana, como nos hace creer un menguado historicismo de premisas hegelianas; lo que viene después del mundo clásico y medieval son originalísimas variaciones en torno a la antropología del animal racional y de la imagen y semejanza de Dios, en torno al sentido cristiano de la persona, de la libertad, de la historia y de su consumación mesiánica.

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3. LA CRISIS MODERNA

Y LA ANTROPOLOGÍA RACIONALISTA

Cuando la escolástica medieval tardía de-genera en un conceptualismo inerte y satis-fecho, sin contacto con la realidad ni con-tenido dramático, y ocupan su lugar como conocimiento del mundo las nuevas ciencias de la naturaleza en cierto modo hostiles al hombre, se desencadena una profunda crisis antropológica. Esta crisis es demorada pero en modo alguno detenida por el humanismo renacentista y sus alegres proclamas del hom-bre infi nito, y es luego intensamente acele-rada por el sobrenaturalismo protestante y su descrédito de la naturaleza y de la razón natural. El Renacimiento y la Reforma, todo lo contrastantes que se quiera, tienen al me-nos esto de común (implícito en sus propios nombres): su fatiga de la historia, su deseo de retornar a un origen auroral, que en un caso es la antigüedad clásica y en otro el cristia-nismo primitivo, concebidos ambos a través de un prisma antimedieval y en forma casi ahistórica. Si a estas dos fuerzas se agrega la

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intensa sobrevivencia del gnosticismo medie-val, se tendrá idea de las críticas condiciones intelectuales y afectivas en que el hombre moderno padece la bancarrota de la idea clá-sica de la humanitas y hace frente a una nue-va conciencia de sí, originada esta vez en las ciencias naturales.

Tanto la fi losofía griega como la teología medieval concebían el universo como un or-den jerárquico y un dinamismo teleológico, donde el hombre ocupa el centro y el punto más alto. Este supuesto, vacilante a partir del pesimismo luterano, se verá también cuestio-nado a fondo por la física de Galileo y Kepler, la nuova scienza, y especialmente por la re-volución de Copérnico, el sistema heliocén-trico. La antigua imagen del universo físico hace crisis, situando al hombre en una posi-ción minúscula y angustiosa ante los espacios infi nitos, y sin que la escolástica sobreviviente –debilitada por la duda protestante– pueda afrontar este nuevo desafío. La cosmología de Dante, la jerarquía medieval donde el hombre es el rey de la creación, la tierra como centro del universo con sus diez esferas concéntricas,

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el mundo familiar donde hasta el cielo y el in-fi erno están al alcance del turismo del poeta (imágenes que revestían una verdad metafísi-ca teológica con la rudimentaria cosmología del medioevo), ceden su lugar a una nueva y terrible visión científi ca del cosmos: la tierra deja de ser el centro del universo; el hombre se percibe como una partícula insignifi cante rodeada por los espacios infi nitos. En los es-píritus de la época –Montaigne y Pascal, por ejemplo– se percibe el estremecimiento de esta nueva evidencia. ¿Quién ha hecho creer al hombre –pregunta Montaigne–, que «esas luminarias que giran tan por encima de su cabeza, y los movimientos admirables y te-rribles del océano infi nito, han sido estable-cidos y se prosiguen a través de tantas edades para su servicio y conveniencia»? Y un autor de nuestros días, haciéndose eco de esa an-gustia todavía actual: «Hay que padecer un antropocentrismo verdaderamente incurable para creer que esta raza de microbios pensan-tes que pueblan un globo imperceptible que gira alrededor del sol, puede tener la menor importancia».

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El sistema copernicano, sumándose a la crisis interna que padecía el pensamiento me-dieval en su decadencia, vino a ser un gran estímulo para el agnosticismo fi losófi co y teológico del siglo XVI. El hombre se anula ante la inmensidad de un universo hermético a su persona, ciego y mudo y neutral para su sentimiento religioso y sus aspiraciones mo-rales. Pero, por otra parte, esta constatación repugna al antropocentrismo moderno, al humanismo del Renacimiento y de la Ilus-tración, que, a su manera –de espaldas al Dios cristiano–, quieren hacer del hombre el centro de la creación y, más aún, atribuirle prerrogativas antes reservadas a la divinidad. Por eso, el mesianismo de la Edad Moderna –su conciencia de cerrar un pasado oscuro y de protagonizar un nuevo y radical comienzo de la humanidad, con horizontes indefi nidos de progreso ante sí– lleva a neutralizar por todos los medios aquel pesimismo cosmoló-gico, más aún, a convertirlo paradójicamente en un factor de exaltación humana, en una suerte de nueva religión de la razón y del pro-greso científi co. Pues, con todo, es la razón la

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que descubre la estructura del universo físico y su desolada extensión; ella será también el fundamento del nuevo credo. Solo que, para hacer posible este abrupto cambio de signo de la cosmología heliocéntrica, hará falta identifi car la razón del microbio pensante con la razón universal; esa será, justamente, la empresa de la fi losofía moderna.

La vivencia de nuestra insignifi cancia cós-mica, que está en la base de la nueva antropo-logía, fue sentida con particular intensidad, en los orígenes mismos de la modernidad, por Pascal –matemático, físico y creyente apasionado–. Este es ya esencialmente un hombre moderno, que participa de los su-puestos mentales de la fi losofía cartesiana y de la nueva ciencia empírico-matemática. «El silencio eterno de estos espacios infi nitos me espanta.» «¡Cuántos reinos nos ignoran!» El entusiasmo inicial de Kepler y Copérnico ha sido ahogado por esta melancólica pregunta: «¿Qué es un hombre en el infi nito?» La em-presa de Pascal consiste en hacer, junto al es-prit geométrique de la nueva ciencia, un lugar al esprit de fi nesse como actitud propia para en-

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frentar el problema del hombre, el drama de este ser contradictorio y caído. El espíritu de fi neza, como sentido de lo paradójico, solo se cumple cabalmente en la fe católica. «Cono-ce, hombre soberbio, qué paradoja eres para ti mismo. Humíllate, razón impotente; calla, naturaleza imbécil; aprende que el hombre so-brepasa infi nitamente al hombre... Escucha a Dios.» Un intenso acento agustiniano vuelve a resonar en este momento crítico, verdadera réplica del siglo V. Así como la crisis antigua encamina a san Agustín a la fe cristiana como única respuesta, pero le obliga también a una nueva formulación fi losófi ca, así Pascal se ve conducido, no solo a una fe apasionada en Jesucristo, sino también a un planteamiento fi losófi co que contiene en germen toda la an-tropología moderna: «El hombre no es sino una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante... Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Es de allí de donde debemos alzarnos, y no del espacio y del tiempo, que no podemos llenar.»

Hay que comprender bien este nuevo giro de la cuestión antropológica en los albores de

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la modernidad. La cultura grecocristiana ha-bía conseguido llenar el espacio y el tiempo con la presencia del hombre, es decir, representar-se un mundo humano y un hombre unitario, sólida y positivamente inserto en la materia-lidad por el cuerpo. Pero ahora ya no puede regir la idea tomista del alma humana como horizonte fronterizo entre el universo físico y el universo espiritual. Ambos mundos se han escindido. Hostilizado por la inmensidad de los espacios físicos, el pensamiento humano vuela a las regiones de sus propia grandeza incorporal; la caña pensante se resarce de su abandono y pequeñez material en la fuerza del cogito y de la autoconciencia. El espíritu se escinde de la materia, de la res extensa que, sometida a la desolación de lo infi nito y al rigor ciego del mecanicismo, ya no es morada habitable para el hombre. El dualismo pla-tónico conoce así una tercera edición; el es-piritualismo moderno genera el problema de la comunicación de las substancias, espíritu y materia. El lazo causal entre ambas se hace cada vez más débil y, a medida que este lazo se debilita –ocasionalismo, armonía preestable-

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cida, idealismo–, el espíritu humano se separa del cuerpo, lo absorbe y se acerca por fi n a la identifi cación con Dios, o sea, a la deifi cación de la razón. Este paso es todavía inconcebi-ble, durante mucho tiempo, por infl ujo de la tradición cristiana; así, en Pascal, Descartes, Malebranche, Liebniz y Kant. Pero Spinoza y Hegel llevarán sin vacilaciones este germen a su consumación panteísta y monista.

Se trata, en otros términos, de exorcizar la inhumanidad de la nueva cosmología in-terpretándola en un sentido favorable a la afi rmación racional del hombre; se trata de mostrar que la inteligibilidad mecánico-ma-temática del universo es un caso especial de las leyes generales de la propia razón huma-na, que se crece así hasta ser virtualmente infi nita. La infi nitud del universo, afi rmada por la nueva cosmología, se transforma con la infi nitud potencial de la propia mente que, forjando esta cosmología, penetra el se-creto físico-matemático del universo. En un paso ulterior, esa inteligibilidad del mundo se hará provenir de la propia mente huma-na, ahora una potencia ordenadora e incluso

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creadora, es decir, idéntica a la razón divina. Al cabo de este proceso, el terror de los es-pacios ilimitados se habrá convertido en la más rotunda autoafi rmación del hombre que conozca la historia; la melancolía de la caña pensante será ahora el optimismo románti-co-racionalista del espíritu hegeliano. Y en este cumplimiento habrán confl uido, para-dójicamente, todas las aspiraciones iniciales de la modernidad: la ciencia positiva, que engendró el proceso; el ideal renacentista y antropocéntrico del hombre infi nito, aho-ra satisfecho; el espíritu protestante, que en su modalidad secularista o desacralizadora ve extrañamente cumplido su objetivo; y el agnosticismo moderno, que, como religión de la razón, cree alcanzar por fi n el secreto del hombre y del universo y la técnica de su redención. A su vez, esta empresa, como fi lo-sofía de la historia, abre al hombre un hori-zonte también infi nito –el progreso–, puesto que se estima potencialmente infi nita la per-fectibilidad racional de la mente humana.

Este proceso está ya iniciado en Giorda-no Bruno, que por primera vez atribuye a

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la infi nitud del universo un carácter positivo y aun dichoso y liberador para el hombre, en cuanto signo del poder ilimitado de la propia mente humana. Galileo, por su par-te, hace del saber matemático un verdadero análogo del conocimiento divino. A partir del cogito –la afi rmación de la autoconcien-cia– Descartes aproxima la conciencia de sí y la conciencia de Dios –que ya algunos mís-ticos heterodoxos habían identifi cado– has-ta un grado tal que cree poder demostrar la existencia del mundo externo mediante la de Dios, y no viceversa, como hizo siempre el pensamiento metafísico. En Descartes –ca-tólico– no está planteada la identidad entre razón y divinidad, pero sus continuadores la afi rmarán a partir de sus propias premisas. El ocasionalismo de Geulincx y el ontologismo de Malebranche empujan este proceso hacia la identidad: Dios es la única causa real de toda acción y movimiento de la creatura; Dios es poseído inmediatamente en la in-tuición del espíritu humano. Spinoza –more geometrico demonstrata– arranca de la infi ni-tud astronómica, cuyo carácter inquietante

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trata de neutralizar: la extensión infi nita es ahora uno de los infi nitos atributos de la substancia infi nita, Deus sive substantia sive natura. El otro atributo infi nito que noso-tros conocemos es el pensamiento. El espí-ritu humano es solo «una parte del infi nito amor con el que Dios se ama a sí mismo». El íntegro sistema de Spinoza es un delirio racional de infi nitudes; nuestra absorción en la substancia infi nita cobra un carácter abier-tamente gozoso. Leibniz, el más aristotélico de los modernos, afi rmará todavía el plura-lismo de las substancias; pero, por otra parte, reducirá la materia extensa –compuesta de puntos de fuerza inextensos– a una ilusión de los sentidos; y hará del espíritu humano una substancia cerrada –sin puertas hacia la materia– cuyo movimiento ha sido impreso por Dios en ella desde el origen.

La crítica kantiana admite una interpreta-ción semejante, como intento de trasformar la nueva cosmología –ahora la físico-mate-mática de Newton– en una liberación antro-pológica. Más aún, del propio Kant procede formalmente la idea de que la estructura inte-

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ligible del universo obedece a la misma estruc-tura del sujeto cognoscente, ahora ordenador del mundo. El espacio ya no es real, sino la forma a priori de la sensibilidad humana; la infi nitud es solo el contenido ideal de una an-tinomia de la razón pura. Lo inquietante de un mundo ciego y de un espacio infi nito ha sido exorcizado, es decir, reducido al enigma de la propia constitución del sujeto humano. El idealismo trascendental alemán –Fichte, Schelling, Hegel– arranca de esta premisa, la reducción del objeto al sujeto, y termina suprimiendo del todo la problemática cosa en sí kantiana como un límite humillante para la creatividad del sujeto humano. Solo que el auténtico sujeto está ahora más allá del hom-bre mismo, de su constitución psico-física individual; es el yo puro, trascendental. Y la personal, el yo empírico, pasa a ser ahora un momento o forma del yo absoluto, una po-sición del espíritu en su despliegue histórico. Toda objetividad, en cuanto tal, es subjetivi-dad. El inhóspito universo de la física moder-na es una posición interna de la conciencia; el espacio queda reducido a ilusión, exteriori-

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dad, apariencia sensible; la verdadera morada del hombre es el tiempo, «la suprema poten-cia de todo lo que es», según Hegel. El deve-nir temporal o histórico está regido por las leyes de la dialéctica, y es pura racionalidad; su sentido se identifi ca con su conocimiento, es la propia ascensión de la autoconciencia. El universo es el devenir de un teorema divi-no, y el hombre, su momento de conciencia. La facticidad de nuestro cuerpo y de nues-tra existencia singular es cosa tan racional y deductible como todas las demás piezas del sistema. El proceso está consumado; la an-tropología de la modernidad ha alcanzado su plenitud en Hegel.

La formidable miseria de esta solución se hará sentir muy pronto –en pleno siglo XIX– en la fi losofía europea. La crítica y superación del racionalismo será obra de dos grandes ten-dencias antropológicas, sumamente variadas, pero que pueden caracterizarse a grandes ras-gos por las dos realidades que, anuladas por el espíritu moderno, reivindican ahora sus derechos con acento hostil: la naturaleza, la materia, la vida, la corporeidad y animalidad

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humana, por una parte; la existencia perso-nal, el individuo, el sentimiento, la libertad, la sinrazón, el absurdo, por otra. De la pri-mera raíz arrancan las antropologías natura-listas –Darwin, Comte, Marx, Freud–; de la segunda, los planteamientos existencialistas –Kierkegaard, Heidegger, Jaspers, Sartre–. Entre una y otra corriente, o más allá de ellas, se sitúan diversas formas del pensamiento ac-tual que apenas podemos mencionar en este breve esquema: el vitalismo, la fenomenolo-gía, la axiología, el neotomismo... No pode-mos aquí ni siquiera reseñar su contenido; solo nos interesa destacar las fuerzas vivas en nombre de las cuales se proclama, desde la segunda mitad del siglo pasado, la bancarro-ta del racionalismo como antropología; ellas son las nuevas ciencias biológicas, sociales y psicológicas; el pensamiento judeo-cristiano, católico y protestante; y el sentimiento trá-gico o irracional de la existencia. Entre estas grandes coordenadas se sitúan las diversas tendencias de la antropología contemporá-nea. Todas ellas proclaman un retorno a la realidad concreta del hombre, en su ser na-

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tural, espiritual o histórico, más acá de las gi-gantescas abstracciones e ilusionismos de la modernidad.

4. EL NATURALISMO: LOS PROBLEMAS DE LA ANTROPOLOGÍA ACTUAL

Si la fi losofía moderna debió aceptar, des-de el siglo XVI, el reto de la físico-matemática naciente, son en cambio las nuevas ciencias biológicas sociales las que, desde mediados del XIX, desafían o aún se imponen al pensamien-to fi losófi co, imprimiendo nuevos rumbos a la antropología. El espíritu, que el racionalis-mo magnifi có hasta el límite de la deifi cación, se interpreta ahora, en nombre del realismo científi co, como simple función psico-física, como un caso particular del desarrollo de las formas orgánicas de la naturaleza. Los esplén-didos sistemas racionales del idealismo pasan a ser poco más que secreciones cerebrales o sueños fantásticos del mamífero humano; la razón es reducida a las condiciones de su gé-nesis natural, y el hombre –Homo faber antes

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que Homo sapiens– resulta un simple animal de organización más compleja. Lo que el he-liocentrismo fue en los albores de la Edad Moderna, lo representa ahora el evolucionis-mo o trasformismo en esta nueva hora crítica del pensamiento occidental. A la biología, como ciencia piloto de la nueva mentalidad, siguen luego la psicología y la sociología; las tres tienen en común, sin embargo, el prin-cipio de reducción de las formas superiores a las formas inferiores de la naturaleza; así la so-ciología nace como física social, y la psicolo-gía como una fi siología superior. A su vez, el trasfondo fi losófi co o interpretativo de estas ciencias procede de la tradición materialista, mecanicista, nominalista, empirista que exis-tió, en forma paralela al racionalismo, desde los albores de la fi losofía moderna.

Si casi toda la antropología anterior –grie-ga, cristiana o moderna–, se fundó de distin-tas maneras en la trascendencia ontológica de la ratio por encima de toda naturaleza o historia natural, es justamente este privilegio el que ahora no se está dispuesto a otorgar-le. Más bien, se supone que no habría, en-

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tre hombre y animal, diferencia de esencia, sino de grado. Se piensa que en el hombre actúan las mismas fuerzas de la naturaleza in-frahumana, solo que en forma más compleja o evolucionada. Y esto, a partir de la hipó-tesis darwiana de El origen de las especies. La idea evolucionista, empero, fue mucho más que una acumulación de datos empíricos de carácter paleontológico; esos datos –bas-tante escasos y fragmentarios– fueron casi el símbolo y la cifra de un presupuesto meta-físico, de un sentimiento evolucionista, de un nuevo estado de la mente, que solo creía comprender algo cuando lo reducía a su gé-nesis hipotética, a su originación a partir de las formas inferiores y más simples de la na-turaleza. La explicación aristotélica –por las causas efi cientes y fi nales, demasiado metafí-sicas– fue abandonada en favor de las causas materiales, a las que se hacía operativas por la mediación del azar y de algún principio me-cánico –como la selección natural y la lucha por la vida– actuando a través de un tiempo virtualmente infi nito. Así, la idea de Darwin excedió con mucho a las ciencias biológicas,

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convirtiéndose en una suerte de metodología universal de todo saber posible.

La idea, germinada en contacto con las especies biológicas inferiores, no tardó en ex-tenderse integralmente al dominio humano. Esta extensión signifi caba que la civilización y la cultura debían reducirse, como cualquier otro fenómeno natural, a unas pocas causas o elementos simples que explicaran su génesis y desarrollo, en el supuesto de que la espe-cie humana produce religiones, obras de arte o códigos jurídicos igual como la araña, su tela y miel, la abeja. La mente, la libertad, el sentido religioso, moral o estético serían tar-díos epifenómenos, refl ejos más complicados de las fuerzas análogas del mundo animal, sobre todo de los primates antropoides. La inteligencia, en esta hipótesis, se reduce a una facultad de adaptación activa frente a situa-ciones atípicas, por encima de la rigidez del mero instinto. Su fi n sería, por lo demás, la satisfacción de los mismos impulsos funda-mentales de la vida inferior: el instinto de po-der (Hobbes, Nietzsche), el instinto nutritivo o la necesidad económica (Feuerbach, Marx),

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el impulso sexual (Freud). A su vez, el paso de hominización –el modo concreto de originar-se el hombre y la cultura a partir de la vida animal– se describe e interpreta en términos análogos: «los hombres comienzan a dife-renciarse de los animales desde el momento en que se dedican a producir sus medios de subsistencia» (Marx); «el hombre se ha he-cho hombre por la mano... Al ojo del animal rapaz, que domina teóricamente el mundo, añádese la mano humana, que lo domina prácticamente» (Spengler); las facultades superiores del hombre «pueden sin esfuerzo comprenderse como una consecuencia de la represión de los instintos» (Freud).

El hombre es, pues, animal de trabajo, animal de señales, animal de instrumentos, animal cerebrizado. En cierto modo, también estos conceptos poseen, paradójicamente, una intención humanista, ya que quisieran suministrar al hombre una nueva dignidad, la dignidad terrestre por encima de las fan-tasías metafísicas o religiosas; la dignidad del trabajo, del poder y de los instintos vitales. De allí que, a menudo, estas teorías hayan

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actuado como estímulo histórico con vistas a determinadas metas civiles (el superhom-bre nietzscheano, la sociedad sin clases mar-xista, etc.). Por cierto que el humanismo así defi nido, no ha tardado en exhibir su lastre naturalista y su esencial enemistad hacia lo propio y formalmente humano. Y desde el punto de vista teórico, estas tesis han mos-trado una contradicción análoga: resulta que todos sus portavoces son decididos empiris-tas, que alegan fundarse exclusivamente en datos positivos y hechos experimentales; pero el coefi ciente interpretativo y abstracto de ta-les sistemas se pone de manifi esto a la hora de contrastarlos entre sí, en su esencial he-terogeneidad; cada uno postula una versión diferente de lo humano, según se favorezca o absolutice el instinto sexual, la voluntad de poder, el impulso económico, la fabricación de herramientas, la función del lenguaje, del signo, etc. Tenemos así tantos sistemas di-versos cuantos esquemas abstractos se hayan construido para insertar en ellos a la fuerza todo lo humano, eliminando lo que no se ajustaba a su simplifi cación.

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Los presupuestos básicos de estas corrien-tes antropológicas pertenecen, en rigor, al si-glo XIX más que a nuestro tiempo; con todo, alcanzan hasta hoy, desde el punto de vista social y cultural, cierta difusión popular, al menos cuando se han convertido en auténti-cos movimientos de masas: así el positivismo, el psicoanálisis, el marxismo. Como teoría, la mentalidad naturalista pervive hoy en el estructuralismo, que es una actualización de sus tesis esenciales en el campo de la cultu-ra, sobre todo de lo lingüístico o etnológico. Pero los planteamientos antropológicos más propios del siglo XX, desde el punto de vista fi losófi co, comienzan rechazando por igual los presupuestos del racionalismo y los del naturalismo decimonónico: ya sea porque se inspiran en tradiciones anteriores –en la pro-pia fi losofía griega y en el pensamiento me-dieval: así las escuelas más metafísicas de la fi losofía actual–, ya sea porque arranquen del nuevo sentido kierkegaardiano de la existen-cia. La crítica y demolición del sistema hege-liano, realizada por Kierkegaard, y extensiva en muchos aspectos al naturalismo –en cuan-

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to que ambos atropellan la existencia perso-nal–, convierte al pastor danés en un símbolo semejante a san Agustín y Pascal como fi gu-ras de crisis y personajes fronterizos. Por lo demás, igual que ellos, Kierkegaard fi losofa a partir de una intensa experiencia religiosa cristiana, recela de los sistemas y hace fi loso-fía al hilo de sus confesiones y pensamientos. Kierkegaard no perdona a Hegel que haya di-luido al hombre en una totalidad impersonal, siendo que la existencia humana concreta –el individuum ineffabile– no puede jamás dedu-cirse racionalmente a partir de la idea absolu-ta. En contraste con la proclamada identidad del hombre con el absoluto –la disolución del yo empírico en el yo trascendental– se trata ahora de afi rmar –y practicar– la identidad de la persona consigo misma, lo que solo se con-seguiría en la existencia cristiana, y en todo caso en la existencia. Esta, que se caracteriza por la subjetividad, la elección y el riesgo, es la antípoda del pensamiento puro. «Pienso, luego no existo», dice Kierkegaard parodian-do a Descartes. Filosofar a lo Hegel es «cons-truir palacios de cristal, y tener que acostarse

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en el cobertizo vecino». La verdad es «la in-certidumbre objetiva apropiada fi rmemente por la interioridad más apasionada». No se trata aquí del subjetivismo, sino de vivir la verdad objetiva en forma de elección, pasión y riesgo.

Las corrientes existencialistas, que se apo-yan en Kierkegaard, atienden menos a su contenido ético-religioso –del cual han pres-cindido casi por completo– que a su peculiar sentido de la existencia. Por otra parte, han sido intensamente infl uidas por Nietzsche, y el «Dios ha muerto» es el horizonte de su experiencia fundamental: la angustia de la fi -nitud. El primer motor, el Dios cristiano, el absoluto hegeliano, en suma, la idea de todo principio eterno y fundante se desvanece en lo histórico. Queda el hombre como liber-tad pura, sin naturaleza, sin fundamento, contingencia pura, pasión inútil, absurdo: ser abocado a la muerte, héroe de la auten-ticidad inútil. Esta no es, por cierto, toda la fi losofía contemporánea. Al infl ujo deshu-manizador del naturalismo y a la angustia existencial, debe sumarse el aporte positivo

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de otras corrientes; en especial, la afi rma-ción realista, espiritualista y personalista de Bergson, Scheler y Buber, entre otros pen-sadores del primera fi la. Todos ellos estiman al hombre irreductible a la naturaleza o a la corporeidad; enfatizan la condición ontoló-gica y la dignidad ética de la persona; subra-yan la irreductible vocación moral y religiosa del hombre; desarrollan una rica doctrina de las relaciones interpersonales y del amor. En algunos de estos aspectos, se les suman fi lósofos caracterizados habitualmente como existencialistas: Jaspers y Marcel. Pero todos ellos ven limitada la solidez de sus afi rmacio-nes por ciertos lastres que son prácticamen-te comunes a la fi losofía contemporánea; a saber: el nominalismo y antiintelectualismo, al menos implícito en su teoría del conoci-miento (la negación de los conceptos uni-versales como forma válida del saber), y el consiguiente actualismo (la negación de la substancia, esencia o naturaleza del hombre, que se reduce así a su devenir o historia).

El pensamiento aristotélico y neotomis-ta de nuestros días se nos presenta como el

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único capaz de responder integralmente al desafío antropológico actual, en cuanto si-multáneamente abierto, desde su inspiración metafísica, a los dos órdenes de problemas claves del presente: el hombre como especie o naturaleza, y el hombre como libertad y existencia personal. No parece haber diálogo posible entre el actualismo existencial o per-sonalista y el naturalismo de origen o preten-sión científi ca. Por falta de una mínima base antropológica común, uno y otro excluyen a veces hasta la legitimidad del problema con-trario. A los unos, la existencia o la persona les parece un pseudoproblema, una ilusión, un galimatías; los otros piensan algo similar de la naturaleza de la especie humana. La con-cepción aristotélico-tomista, en cambio, está abierta por igual a ambos problemas, desde su doble experiencia del hombre como ente natural en el cosmos y como existencia espi-ritual personal. No se trata, empero, de un eclecticismo, sino de una apertura originaria; pues esta antropología arranca de una física y de una biología fi losófi ca: de una fi losofía de la naturaleza con sólida base empírica. Y,

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sin negar este fundamento –antes, afi rmán-dolo– alcanza lo más singular e inefable de la persona espiritual e inefable de la persona es-piritual en su ser histórico y en su libertad. Se abre así por igual a los problemas planteados por la ciencia contemporánea y a los enigmas histórico-morales del destino del hombre, re-novando la mejor tradición de la philosophia perennis en contacto vivo con los problemas antropológicos del presente.

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FILOSOFÍAY CIENCIAS SOCIALES

Manual sobre el aborto (2.ª edición) / Dr. J. C. Willke y esposaLibertad en la sociedad democrática / Jean-Claude LambertiLa última edad (2.ª edición) / Diego Díaz DomínguezDe Aristóteles a Darwin (y vuelta) (3.ª edición) / Etienne GilsonLos herejes de Marx / Manfred SpiekerAnalítica de la sexualidad / Autores variosEl enigma del hombre (2.ª edición) / Manuel GuerraIntroducción a la antropología filosófica (6.ª edición) / José Miguel Ibáñez

LangloisAgonía de la sociedad opulenta / Augusto del NoceCrítica de las utopías políticas / Robert SpaemannLa supresión del pudor, signo de nuestro tiempo y otros ensayos (2.ª edi-

ción) / Jacinto ChozaSobre el estructuralismo / José Miguel Ibáñez LangloisLas raíces de la violencia / Sergio CottaÉtica: cuestiones fundamentales (7.ª edición) / Robert SpaemannDimensiones de la realidad / Juan José R. RosadoLa barbarie de la reflexión. Idea de la historia en Vico / Juan Cruz CruzAl otro lado de la muerte. Las elegías de Rilke / Jacinto ChozaAlimentación y cultura. Antropología de la conducta alimentaria / Juan

Cruz CruzSentido del curso histórico / Juan Cruz CruzElementos de Filosofía y Cristianismo / Jesús García LópezSobre la razón poética / María Antonia LabradaEl mundialismo económico frente a la Europa cultural / Jacqueline

Ysquierdo HombrecherLibertad como pasión / Daniel InnerarityLa intimidad (2.ª edición) / Miguel-Angel Martí GarcíaRazones del corazón. Jacobi entre el romanticismo y el clasicismo / Juan

Cruz CruzLas virtudes / Peter T. GeachEl poder de la sinrazón / José Luis del BarcoLa ilusión (2.ª edición) / Miguel-Angel Martí GarcíaLibertad en el tiempo. Ideas para una teoría de la historia / Juan Cruz

CruzCiencia, ateísmo y fe en Dios (2.ª edición) / José Antonio SayésTomás de Aquino. Vida, obras y doctrina / James A. WeisheiplLos otros humanismos / Jacinto ChozaLa renovación pragmatista de la filosofía analítica. Una introducción a la

filosofía contemporánea del lenguaje (2.ª edición) / Jaime NubiolaLa convivencia / Miguel-Angel Martí GarcíaLa irrealidad literaria / Daniel InneraritySexo y naturaleza / Autores varios

Astrolabio

Page 114: Introducción a la antropología filosófica...Introducción sistemática: naturaleza y sentido de la antropología filosófica 1. Filosofía y antropología ..... 11 2. Grandeza y

La tolerancia / Miguel-Angel Martí GarcíaDignidad: ¿una palabra vacía? / Tomás Melendo y Lourdes Millán-PuellesTras las ideas. Compendio de Historia de la Filosofía (2.ª edición) / Carlos

Goñi ZubietaDe dominio público. Ensayos de teoría social y del hombre / Higinio Ma-

rínEl pensamiento de Edith Stein / Michel EsparzaEl taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosófica (4.ª edi-

ción) / Jaime NubiolaExpertos en sobrevivir. Ensayos ético-políticos / Ana Marta GonzálezOrden natural y persona humana. La singularidad y jerarquía del uni-

verso según Mariano Artigas / Miroslaw KarolEl viviente humano. Estudios Biofilosóficos y Antropológicos / Alejandro

Serani MerloEl trabajo. Comunión y excomunicación / Nicolas GrimaldiEn busca de la naturaleza perdida. Estudios de bioética fundamental /

Ana Marta GonzálezEl diablo es conservador / Alejandro LlanoSueño y vigilia de la razón / Alejandro LlanoLa verdadera imagen de Romano Guardini. Ética y desarrollo personal /

Alfonso López QuintásDe Foucault a Derrida. Pasando fugazmente por Deleuze y Guattari,

Lyotard, Baudrillard / Amalia QuevedoEl misterio de los orígenes / Joaquín Ferrer ArellanoBreve teoría de la España moderna / Fernando InciarteLa justicia política en Tomás de Aquino. Una interpretación del bien co-

mún político / Gabriel Chalmeta¿Sentido o sinsentido del hombre? / Edmond BarbotinNuevas cuestiones de bioética / José Miguel Serrano Ruiz-CalderónPor un feminismo de la complementariedad. Nuevas perspectivas para

la familia y el trabajo / Ángel Aparisi y Jesús Ballesteros (eds.)Filosofía y vida de Eugenio d’Ors. Etapa catalana: 1881-1921 / Marta To-

rregrosaUna visión global de la globalización / Antxón SarasquetaLa implantación de los derechos del paciente. Comentarios a la Ley

41/2002 /Pilar León Sanz (ed.).El caos del conocimiento. Del árbol de las ciencias a la maraña del saber /

Juan AranaDeseo, violencia, sacrificio / Alejandro LlanoSiniestra. En torno a la izquierda política en España / Héctor GhirettiLa filosofía analítica y la espiritualidad del hombre. Lecciones en la Uni-

versidad de Navarra / G.E.M. Anscombe (Edición de J.M. Torralba y J.Nubiola)

Una filosofía de la esperanza: Josef Pieper / Bernard N. SchumacherDerecho a la verdad. Valores para una sociedad pluralista / Andrés OlleroLa experiencia social del tiempo / Rafael Alvira, Héctor Ghiretti, Montserrat

Herrero (Eds.)Claves para una antropología del trabajo / Maria Pia ChirinosHumanidades para el siglo XXI / Rafael Alvira y Kurt Spang (Eds.)Peirce y el mundo hispánico. Lo que C. S. Peirce dijo sobre España y lo

que el mundo hispánico ha dicho sobre Peirce / Jaime Nubiola y Fernan-do Zalamea

Cultura y pasión / Alejandro Llano

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La disolución en Yugoslavia / Romualdo Bermejo García y Cesáreo Gutié-rrez Espada

COMUNICACIÓN

La revolución empieza en Harvard y otras crónicas americanas de nues-tro tiempo / Juan Antonio Giner

Crónicas internacionales de nuestro tiempo / Pedro Lozano BartolozziPersona y sociedad en el cine de los noventa (1990-1993). Tomo I / J. M.

Caparrós LeraCómo entender las finanzas en la prensa / María Jesús Díaz GonzálezComunicación y mundos posibles (2.ª edición) / Juan José García-NoblejasElogio de la intolerancia / Carlos SoriaMedios de conspiración social (3.ª edición) / Juan José García-NoblejasPulitzer. Luces y sombras en la vida de un periodista genial (3.ª edición) /

José Javier Sánchez ArandaComunicación borrosa. Sentido práctico del periodismo y de la ficción ci-

nematográfica / Juan José García-NoblejasDesmemorias / Francisco Gómez AntónLos nuevo areópagos: 25 textos de Juan Pablo II en las Jornadas Mun-

diales de las Comunicaciones Sociales (1979-2003) / Francisco J. Pérez-Latre

La Iglesia católica en la prensa. Periodismo, retórica y pragmática / Die-go Contreras

El tsunami informativo / Pedro Lozano Bartolozzi

EDUCACIÓN

La educación como rebeldía (4.ª edición) / Oliveros F. OteroLos adolescentes y sus problemas (7.ª edición) / Gerardo CastilloLas posibilidades del amor conyugal (3.ª edición) / Rodrigo SanchoLa educación de las virtudes humanas (14.ª edición) / David IsaacsEl tiempo libre de los hijos (5.ª edición) / José Luis Varea y Javier de AlbaAutonomía y autoridad en la familia (5.ª edición) / Oliveros F. OteroPreparación para el amor (3.ª edición) / Rodrigo SanchoEducación y manipulación (4.ª edición) / Oliveros F. OteroLos niños leen / José Luis Varea y Rosa María SáezLa libertad en la familia (3.ª edición) / Oliveros F. OteroEl derecho de los padres a la educación de sus hijos / María EltonLos padres y los estudios de sus hijos (3.ª edición) / Gerardo CastilloLa mujer frente a sí misma (5.ª edición) / Carmen BalmasedaQué es la orientación familiar (4.ª edición) / Oliveros F. OteroLos padres y la orientación profesional de sus hijos (3.ª edición) / Gerardo

CastilloLa educación para el trabajo (2.ª edición) / Oliveros F. OteroFeliz Tercera Edad (2.ª edición) / David Isaacs, Luis María Gonzalo y cols.Diálogos sobre el amor y el matrimonio (3.ª edición) / Javier HervadaLa educación de la amistad en la familia (3.ª edición) / Gerardo CastilloCuestión(es) de método. Cómo estudiar en la Universidad (2.ª edición) /

R. de Ketele y cols.Cartas a un joven estudiante / Alvaro d’OrsPosibilidades y problemas de la edad juvenil. Un dilema: ¿intimidad o

frivolidad? / Gerardo Castillo

Page 116: Introducción a la antropología filosófica...Introducción sistemática: naturaleza y sentido de la antropología filosófica 1. Filosofía y antropología ..... 11 2. Grandeza y

Coeducación. Ventajas, problemas e inconvenientes de los colegios mix-tos / Ingber von Martial y María Victoria Gordillo

Desarrollo moral y educación / María Victoria GordilloJosemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad / Autores variosLa rebeldía de estudiar. Una protesta inteligente (2.ª edición) / Gerardo

CastilloPolítica y educación / Antonio-Carlos Pereira MenautGuía de lecturas infantiles y juveniles / Yolanda Castañeda, María del Car-

men Lomas y Elena MartínezEducación de la sexualidad / José Antonio López OrtegaUn veneno que cura. Diálogo sobre el dolor y la felicidad (2.ª edición) /

José Benigno FreireCómo mejorar la educación de tus hijos / José Manuel Mañú NoáinLa hora de la familia (3.ª edición) / Tomás MelendoCómo entender a los adolescentes / Enrique MiralbellAprendiendo a ser humanos. Una Antropología de la Educación (2.ª edi-

ción) / María García AmilburuLa fiebre de la prisa por vivir. Jóvenes que no saben esperar / Gerardo

CastilloHumor y serenidad. En la vida corriente (5.ª edición) / José Benigno FreireLa creatividad en la orientación familiar / Oliveros F. OteroDiscursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria / John

H. NewmanSer profesor hoy (5.ª edición) / José Manuel Mañú NoáinLa pasión por la verdad. Hacia una educación liberadora / Tomás Melen-

do y Lourdes Millán-PuellesEducar con biografías / Oliveros F. Otero¡Vivir a tope! En reconocimiento a Viktor Frankl (3.ª edición) / José Be-

nigno FreireProfesores del siglo XXI / José Manuel Mañú NoáinEscuela del siglo XXI / José Manuel Mañú NoáinTrilogía de la «Residencia de Estudiantes» / Eugenio d’OrsVivir y convivir en una sociedad multicultural / Jutta BurggrafFlos Sophorum. Ejemplario de la vida de los grandes sabios / Versión de

Pedro LleneraLa educación familiar en los humanistas españoles / Francisco Galvache

ValeroEl arte de invitar. El diálogo como estilo educativo / Patricia BonaguraAnatomía de una historia de amor. Amor soñado y amor vivido / Gerardo

CastilloLa vida escolar de tus hijos / José Manuel Mañú NoáinCrecer, sentir, amar. Afectividad y corporalidad / Juan Ramón García-Mo-

ratoRetos educativos de la globalización. Hacia una sociedad solidaria (2.ª

edición) / Francisco Altarejos, Alfredo Rodríguez Sedano, Joan Fontrodo-na

¿Quieres enseñar en Secundaria? ¡Atrévete! / José Luis Mota Garay, Anto-nio Crespillo Enguix

Ocho cuestiones esenciales en la dirección de centros educativos / DavidIsaacs

Educación diferenciada, una opción razonable / José María Barrio Maestre(ed.)

Padre no hay más que uno / Diego Ibáñez-Langlois

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Ayudar a crecer. Cuestiones de filosofía de la educación / Leonardo PoloAprendizaje Permanente / José Luis García Garrido e Inmaculada Egido

Gálvez (Coords.)

HISTORIA

Grandes interpretaciones de la historia (5.ª edición) / Luis SuárezHistoria de las religiones / Manuel Guerra

I. Constantes religiosas (2.ª edición)II. Los grandes interrogantes (2.ª edición)

III. Antología de textos religiosos (2.ª edición)Civilizaciones del Este asiático / Wm. Theodore de BarySacerdotes en el Opus Dei. Secularidad, vocación y ministerio / Lucas F.

Mateo Seco y Rafael Rodríguez-OcañaRusia entre dos revoluciones (1917-1992) / Autores variosLa Gamazada. Ocho estudios para un centenario / Autores variosHistoria del feminismo (siglos XIX y XX) / Gloria Solé RomeoCorrientes del pensamiento histórico / Luis Suárez FernándezCuba y España, 1868-1898. El final de un sueño / Juan B. Amores Carreda-

noPablo Sarasate (1844-1908) / Custodia PlantónMi encuentro con el Fundador del Opus Dei. Madrid, 1939-1944) (3.ª edi-

ción) / Francisco PonzEl matrimonio civil en España. Desde la República hasta Franco / Fran-

cisco Martí GilabertLa vida de Sir Tomás Moro (2.ª edición) / William Roper (Introducción,

traducción y notas de Alvaro de Silva)¿Por qué asesinaron a Prim? La verdad encontrada en los archivos / José

Andrés Rueda VicenteCarlos IV en el exilio / Luis Smerdou AltolaguirreCarlos V. Emperador de Imperios / Emilia Salvador EstebanFilipinas. La gran desconocida (1565-1898) / Lourdes Díaz-TrechueloEl conflicto árabe-israelí en la encrucijada ¿es posible la paz? / Romualdo

Bermejo GarcíaJosemaría Escrivá de Balaguer y los inicios de la Universidad de Navarra

(1952-1960) / Onésimo Díaz Hernández y Federico M. Requena (Eds.)La Iglesia y la esclavitud de los negros / José Andrés-Gallego y Jesús María

García AñoverosLa moda en la pintura: Velázquez. Usos y costumbres del siglo XVII /

Maribel Bandrés OtoFelipe V: La renovación de España. Sociedad y economía en el reinado

del primer Borbón / Agustín González EncisoCristianismo y europeidad. Una reflexión histórica ante el tercer milenio

(1.ª edición; 1.ª reimpresión) / Luis Suárez FernándezProfetas del miedo. Aproximación al terrorismo islamista / Javier JordánEl legado social de Juan Pablo II / José Ramón Garitagoitia EguíaJoseph Ratzinger. Una biografía / Pablo Blanco SartoLos creadores de Europa. Benito, Gregorio, Isidoro y Bonifacio (1.ª

reimpr.) / Luis Suárez FernándezEl nuevo rostro de la guerra / Javier Jordán y José Luis Calvo AlberoLos musulmanes en Europa / José MoralesEspaña y sus tratados internacionales: 1516-1700 / Jesús M.ª UsunárizIntuición y asombro en la obra literaria de Karol Wojtyla / M.ª Pilar Fe-

rrer Rodríguez

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La revista Vida Nueva (1967-1976). Un proyecto de renovación en tiem-pos de crisis / Yolanda Cagigas Ocejo

RELIGIÓN

En memoria de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer (2.ª edición) / Alva-ro del Portillo, Francisco Ponz y Gonzalo Herranz

Homenaje a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer / Autores variosFe y vida de fe (3.ª edición) / Pedro RodríguezA los católicos de Holanda, a todos / Cornelia J. de VogelLa aventura de la teología progresista / Cornelio Fabro¿Por qué creer? (3.ª edición) / San Agustín¿Qué es ser católico? (2.ª edición) / José OrlandisRazón de la esperanza (2.ª edición) / Gonzalo RedondoLa fe de la Iglesia (3.ª edición) / Karol WojtylaJuan Pablo I. Los textos de su PontificadoLa fe y la formación intelectual / Tomás Alvira y Tomás MelendoJuan Pablo II a los universitarios (5.ª edición)Juan Pablo II a las familias (5.ª edición)Juan Pablo II a los enfermos (3.ª edición)Juan Pablo II y el orden social. Con la Carta Encíclica Laborem Exercens

(2.ª edición)Juan Pablo II habla de la Virgen (3.ª edición)Juan Pablo II y los derechos humanos (1978-1981) (2.ª edición)Juan Pablo II a los jóvenesJuan Pablo II, la cultura y la educaciónJuan Pablo II y la catequesis. Con la Exhortación Apostólica Catechesi

TradendaeMe felicitarán todas las generaciones / Pedro María Zabalza UrnizaJuan Pablo II y los medios de comunicación socialCreación y pecado (2.ª edición) / Cardenal Joseph RatzingerSindicalismo, Iglesia y Modernidad / José Gay BochacaÉtica sexual / R. Lawler, J. Boyle y W. MayCiencia y fe: nuevas perspectivas / Mariano ArtigasJuan Pablo II y los derechos humanos (1981-1992)Ocho bienaventuranzas (2.ª edición) / José OrlandisLos nombres de Cristo en la Biblia / Ferran Blasi BirbeVivir como hijos de Dios. Estudios sobre el Beato Josemaría Escrivá (5.ª

edición) / Fernando Ocáriz e Ignacio de CelayaLos nuevos movimientos religiosos. (Las sectas). Rasgos comunes y dife-

renciales (2.ª edición) / Manuel Guerra GómezIntroducción a la lectura del “Catecismo de la Iglesia Católica” / Autores

variosLa personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (2.ª edición) /

Autores variosSeñor y Cristo / José Antonio Sayés (agotado)Homenaje a Mons. Álvaro del Portillo / Autores variosConfirmando la Fe con Juan Pablo II / José Luis García LabradoSantidad y mundo / Autores variosSexo: Razón y Pasión. La racionalidad social de la sexualidad en Juan

Pablo II / José Pérez Adán y Vicente Villar AmigóLos doce Apóstoles (2.ª edición) / Enrique Cases Martín

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Ideas éticas para una vida feliz. Guía de lectura de la Veritatis splendor /Josemaría Monforte Revuelta

Jesucristo, Evangelizador y Redentor / Pedro Jesús LasantaTeología y espiritualidad en la formación de los futuros sacerdotes / Pedro

Rodríguez (Dir.)Esposa del Espíritu Santo / Josemaría MonforteDe la mano de Cristo. Homilías sobre la Virgen y algunos santos (2.ª edi-

ción) / Cardenal Joseph RatzingerServir en la Iglesia según Juan Pablo II / Jesús Ortiz LópezIglesia y Estado en el Vaticano II / Carlos SolerUn misterio de amor. Solteros ¿por qué? / Manuel Guerra GómezPero, ¿Quién creó a Dios? / Alejandro Sanvisens HerrerosLas sectas y su invasión del mundo hispano: una guía / Manuel Guerra

GómezCristología breve / Enrique CasesQué dice la Biblia. Guía para entender los libros sagrados (2.ª edición) /

Antonio Fuentes MendiolaComprender los Evangelios / Vicente Balaguer (Coord.)Cristianos y democracia / César Izquierdo y Carlos Soler (Editores) (1.ª

reimpr.)El impacto de la Biblia. Textos que hablan y hacen cultura / Juan Luis Ca-

ballero (Editor)El celibato sacerdotal. Espiritualidad, disciplina y formación de las voca-

ciones al sacerdocio / Juan Luis Lorda (Editor)Belleza y misterio. La liturgia, vida de la Iglesia / José Luis Gutiérrez-Mar-

tín

SOCIOLOGÍA

Introducción a la sociología (5.ª edición) / Antonio Lucas MarínEl laberinto social. Cuestiones básicas de sociología (3.ª edición) / Pablo

García RuizLo femenino (2.ª edición) / Carlos Goñi ZubietaPositivismo y violencia. El desafío actual de una cultura de la paz / José

María Barrio MaestreSociología: una invitación al estudio de la realidad social (2.ª edición) /

Antonio Lucas Marín

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