inés tiene que ir al baile de disfraces...fiesta de disfraces, y yo estaba obligada a asistir...

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Inés tiene que ir al baile de disfracesde su prima y por eso visita unacasa de venta de ropa antigua. Allícompra un vestido amarillo deorganza, y en el ruedo de esteencuentra una carta del 1958 en laque una adolescente, pide ayudapara evitar el asesinato de su padrey su propia muerte. Intrigada por lahistoria la protagonista embarca enuna búsqueda detectivesca que lalleva a entablar relación condiferentes personajes que estuvieronen contacto con la joven de la carta.

Octubre, un crimen es una novela

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policial con detectives ocasionales,que respetan las normas del género.

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Norma Huidobro

Octubre, uncrimen

El barco de vapor: Serie Roja-Volumen 4

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ePub r1.0Ariblack 12.04.14

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Título original: Octubre, un crimenNorma Huidobro, 2004Diseño de cubierta: Ricardo Fernández

Editor digital: AriblackePub base r1.1

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Para Alejo, Rodrigo y Violeta

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1

Fueron las flores del paraíso lasque me hicieron pensar en el vestido.Las flores, su perfume, la noche, mibronca. Soy adicta al perfume de lasflores del paraíso. No lo puedo evitar,no quiero evitarlo; me quedo horas a lanoche, asomada a la ventana de micuarto, oliendo el aire cargado y dulzónde los paraísos de mi vereda; vivo en unsegundo piso y tengo las copas

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rebosantes de flores casi a la altura demi nariz. Lástima que florezcan una solavez al año: en octubre, nada más.

Yo estaba asomada a la ventana demi habitación, pensando en el baile dedisfraces que haría mi prima Ayelén.Una fiesta ridícula, con la ridícula de miprima y las ridículas de sus amigas. Porsupuesto que lo primero que dije fue queno iría. Es más, mi prima me invitósabiendo de antemano que yo iba a decirque no. Sé muy bien que lo hizo porquesu madre, hermana de mi madre, laobligó a que me invitara. La antipáticaAyelén jamás me habría invitado si nohubiera mediado una imposición, y hasta

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una amenaza, de parte de mi tía. Ayelény yo jamás nos llevamos bien. Pero estavez a mi prima se le ocurría hacer unafiesta de disfraces, y yo estaba obligadaa asistir porque, ya es hora de decirlo,al igual que su hermana, mi madretambién creía en el sagrado deber decumplir con la familia. Entonces, paraevitar un conflicto más en casa, que adecir verdad ya teníamos bastantes,terminé aceptando.

Esa noche de octubre, mientras olíalos paraísos y alimentaba la broncahacia mi prima, me acordé de un vestidoque tenía mamá cuando yo era chica; unvestido de verano que a mí me

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encantaba, de una tela estampada conflorcitas celestes y rosadas como las delparaíso. Y al acordarme de ese vestidotambién me vino a la mente una casa quequeda cerca del colegio, donde vendenropa antigua. Muchas veces, al pasar porahí me quedo un rato mirando losvestidos, en su mayoría de las décadasdel setenta, del sesenta y hasta delcincuenta. Así fue como se me ocurrió ira esa casa en busca de un vestido para elbaile. ¿Por qué no? Bien podríadisfrazarme de chica de los sesenta, porejemplo. Por supuesto que hubierapodido inventar un disfraz con lo quetenía en casa, pero yo me había

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empecinado en comprarme uno de esosvestidos, y como mamá queríamandarme a la fiesta a toda costa,seguramente no pondría demasiadosreparos a mis gastos.

Al día siguiente, al salir del colegio,me fui derecho a ver la ropa. Estuvecomo dos horas probándome de todo. Ladueña del negocio era muy simpática ysabía un montón de modas, de épocas,de estilos, de telas, y por cada vestidoque me probaba me contaba una historiade lo más entretenida. Claro que contanto entretenimiento me olvidé de queese día me tocaba cocinar a mí; así quecuando volví a casa me esperaba una

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pelea con mis hermanos y después elsermón de mamá, que me llamó desde eltrabajo para retarme por mi falta deresponsabilidad, porque, como eralógico y previsible, mis hermanos ya lahabían llamado antes para denunciar miausencia en la cocina. En fin, nadagrave, de todos modos. La cosa terminóen que cada uno se hizo un sángüiche yreacomodamos los turnos de la cocina, osea que al día siguiente otra vez metocaba cocinar a mí.

Vuelvo al vestido. La señora delnegocio insistía en que me llevara unatuendo completo de los sesenta que, laverdad, me quedaba muy bien, pero no

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terminaba de convencerme; el vestidoera recto y corto, a cuadros, como untablero de ajedrez en blanco y negro.

—Estilo Courrèges —me dijo laseñora—. La última moda a mediadosde los sesenta. Tenés que usarlo con estacartera —y me dio una carterita negra,cuadrada y con manija cortita, realmentehorrible—. Ah, y también tengo loszapatos —siguió la mujer, bajando unacaja de un estante—. ¿Ves? Se usabanasí, con el taco corto y ancho.

No, a pesar de que la señora insistíaen que me quedaba «pintado» (eso dijo:«pintado»), a mí el atuendo Courrègesno terminaba de convencerme; así que

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seguí revolviendo hasta que encontré unvestido diferente, que me hizo recordarunas series viejísimas de la televisión,donde las chicas aparecían con vestidosfruncidos o tableados, largos hasta porabajo de la rodilla, y con zoquetes yzapatos sin taco.

Tengo que decir, y no exagero, queese vestido me impacto, aunque nopuedo explicar por qué. No sé, yo sentíalgo. Sentí que lo que tenía delante demí era algo más que un vestido. Es raro,pero fue así. Después de todo, notardaría mucho tiempo en comprobarque había motivos reales para quesintiera eso.

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Me lo probé. No había dudas, era mitalle. Me vi rara, pero me gustó; a lomejor fue por el color: el amarillo meencanta.

—Es de organza —me informó ladueña del negocio—. Mirá cuánta telase usaba antes para hacer un vestido.

Y sí, tenía razón. Los frunces de lacintura caían en innumerables plieguesque se abrían mucho más abajo de larodilla. Tomé el ruedo con las dosmanos, de un costado y del otro, ylevanté los brazos dejándolos paralelosal piso. Todavía sobraba tela como paralevantarlos más. Mirándome al espejorecordé una foto de mamá y tía Luisa

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cuando eran chiquitas, tomadas delbrazo y levantándose la punta delvestido; unos vestidos semejantes al queyo me estaba probando, con mangasfarolito y moños en la cintura.

—Es viejísimo —le dije a lavendedora.

—Década del cincuenta —mecontestó con precisión—. Pero fijate queestá perfecto —agregó, levantando partedel ruedo y acercándome la tela a losojos—. La mujer que me lo vendió lotrajo con una funda y me dijo que asíestuvo durante muchos años. Mandalo ala tintorería y te va a quedar comorecién hecho.

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Esa tarde, ni bien mamá volvió detrabajar le mostré el vestido. Le encantó,pero le agarró la nostalgia. Empezó ahablar de su infancia, de los abuelos, decuando ella y tía Luisa iban a loscumpleaños de los amiguitos y tomabanchocolate; en fin, empezó a sacarcuentas y corrían los años como si nada,hasta que llegó a la conclusión de quecuando la dueña del vestido —laprimera, porque ahora era mío— lousaba, suponiendo que fuera unaadolescente más o menos de mi edad,ella y tía Luisa tendrían cinco y seisaños, respectivamente, o sea, la edadque tenían en la foto que yo recordé

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cuando vi el vestido por primera vez.Bueno, después de la nostalgia,

mamá volvió a ser la mujer práctica detodos los días, y apoyando el vestidocontra su cuerpo y mirando hacia abajocon ojo experto, me dijo:

—Mmm, me parece que es muylargo. Probátelo, así vemos si hay quesubirle el dobladillo.

Obedecí. Mamá me miró atentamentey llegó a la conclusión de que lesobraban unos cinco centímetros.

—Se usaban largos, pero no tanto —dijo—. Descosele el dobladillo quedespués de comer yo te lo coso.

Mamá no habló más, se fue a la

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cocina, prendió la radio y empezó con lacomida. Yo busqué el costurero y meencerré en mi habitación. Extendí elvestido sobre la cama y empecé a cortarcon mucho cuidado el delgado hilo quecorría alrededor del amplísimo ruedo.Ya había descosido más o menos lamitad cuando descubrí la carta.

Al principio solo fue un papel, unpapel doblado en cuatro. Después supeque era una carta. Por supuesto que mesorprendí. Me imagino que nadie quedescosa un dobladillo espera encontraralgo en él. Y también me imagino quealguien que cose un dobladillo no tienepor qué meter ni un papel ni nada debajo

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del doblez de tela. A menos que…quiera esconderlo. Bueno, todo esto seme ocurrió cuando descubrí el papeldoblado en cuatro. Y tenía razón: nadiemete un papel en el dobladillo de unvestido, a no ser que tenga un buenmotivo.

Desdoblé el papel con la sensaciónde estar metiéndome en secretos ajenos.Estaba íntegramente escrito de un sololado, con tinta azul muy clarita y letrachica y apretada. A juzgar por la tintalavada, como borroneada, y por el coloramarillento del papel, era fácil darsecuenta de que llevaba muchos años en elvestido, o por lo menos que hacía

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muchísimo tiempo que alguien lo habíaescrito. Esa fue la primera impresiónque tuve: el tiempo, la cantidad de añosque tenía ese papel escrito, y elmisterio…

Al sacar la carta del vestido sentí, yno exagero, un pozo profundo entre mismanos; un pozo hecho de años y de vayaa saber qué.

«22 de octubre de 1958», leí y casime caigo. La carta era de la mismaépoca que el vestido.

22 de octubre de 1958

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Querida Malú:

Tengo miedo.Mis sospechas se confirmaron,lodo lo que te conté en micarta anterior resultó cierto.Anoche subí a la terracita dela cúpula y los escuché.Hablaban del veneno, de lasdosis, de que ya falta poco. Nopude escuchar todo, ya sabésque es peligroso acercarsemucho a la ventana. Creo queme acerqué demasiado, casime caigo. Pisé en falso, peropude agarrarme del borde de

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la ventana. No sabés el miedoque tuve. Te juro que no subomás. Igual, ya no hace falta.Ahora sé todo.

Por favor, tepido otra vez que me ayudes.Habla de nuevo con el doctorDe Bilbao. Hoy mismo. Quieroque interne a papá. Tengoesperanzas de que lo salve.Pero tiene que venir, tiene quevenir enseguida. Por favor,Malú, cuento con tu ayuda. Nome abandones.

Tu amiga delalma,

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Elena

P. D.: Sé muy bien que si papámuere, la siguiente seré yo.

Salí corriendo de mi habitación conla carta y se la mostré a mamá y tambiéna Juanjo, mi hermano mayor, queacababa de llegar de la facultad. Losdos se interesaron inmediatamente ydurante diez o quince minutos sepusieron a barajar hipótesis de lo másabsurdas, hasta llegar a la conclusión deque la carta la había escrito la dueña dela casa donde compré el vestido, con elmalsano propósito de crear una

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atmósfera de misterio, muy beneficiosapara su negocio. Por supuesto que noestuve de acuerdo, pero después llegóJavier, mi hermano menor, y con la únicafinalidad de llevarme la contra apoyó lahipótesis de mamá y Juanjo.

Finalmente, para completar elcuadro familiar, llegó papá y, tal comome imaginaba, estuvo de acuerdo con loque sostenía la mayoría, o sea, la partelógica y sensata de la familia. Así queahí quedé yo como una «loca detelenovela», según palabras de Juanjo;«muy dada a la sensiblería», como dijopapá; «demasiado fantasiosa», segúnmamá y «siempre pensando en

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pelotudeces», textuales palabras delmismísimo Javier. En fin, guardé bienguardada la carta en el cajón de miescritorio y me juré iniciar una pequeñainvestigación que me permitierademostrar que tanto mi padre y mi madrecomo mis dos hermanos estabanabsolutamente equivocados.

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2

—¿Se acuerda de mí? La semanapasada le compré un vestido de ladécada del cincuenta…

La mujer levantó la cabeza de lamaraña de papeles que tenía sobre elmostrador, se bajó los anteojos hasta lapunta de la nariz y me miró.

—Claro que me acuerdo. Te llevasteel vestido amarillo de organza. Y loquerías para un baile. ¿Ya lo usaste?

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—Todavía no. El baile es el sábadoque viene. Ahora estoy muy ocupada conuna monografía para Historia. Por esovine a verla.

La mujer me pidió que me sentara yme escuchó con atención. Era de lo másamable. Yo había estado casi unasemana entera elaborando un plan deacción para investigar lo de la carta, ylos primeros pasos debía darlosnecesariamente en el lugar donde habíacomprado el vestido. Eso sí, de ningúnmodo le iba a contar a la mujer lo de lacarta. Con la experiencia que ya habíatenido con mi familia, suficiente.

Lo que se me ocurrió no era para

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nada disparatado. Simplemente, dije quetenía que hacer una monografía para elcolegio, que consistía en investigar lahistoria de algún objeto. Y a mí, porsupuesto, se me había ocurrido rastrearnada menos que la historia del vestido.La mujer me miraba fascinada; me dijoque le parecía un trabajo interesantísimoy que me iba a ayudar en todo lo quepudiera.

—Lo que tengo que hacer es rastrearestos cuarenta y pico de años que tieneel vestido, yendo de adelante haciaatrás. Empiezo por usted, que me lovendió, y termino con la primera dueña,la que se lo hizo en el cincuenta y ocho.

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—¿Cómo sabés que fue en elcincuenta y ocho? —preguntó la mujer,mirándome con curiosidad.

Me mordí la lengua. Estuve a puntode meter la pata así porque sí. Leexpliqué que mi mamá tenía una foto decuando era chica, en la que aparecía conun vestido casi igual al que yo habíacomprado; y la foto era de 1958.

—Sí, más o menos debe ser ese elaño. Tu mamá tendrá mi edad, por lo queveo. Yo también tenía vestidos asícuando era chica…

«Otra vez la nostalgia», pensé al verque la mujer ponía la misma cara quepuso mamá cuando le mostré el vestido.

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—¿Usted dónde lo compró? —pregunté de repente, mientras sacaba demi mochila un cuaderno y una lapicera,dispuesta a anotar cualquier cosa,importante o no, que me dijera la mujer.

—Aquí mismo. Me lo vino a ofrecer,junto con otras cosas, la hermana de unaamiga mía que tenía una casa deantigüedades en San Isidro. El añopasado liquidó todo porque se fue avivir a España.

—¿Había alguna otra cosa de lamisma época del vestido? —pregunté,imaginando locamente no menos demedia docena de vestidos más, todoscon cartas escondidas en el dobladillo.

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—No. Lo demás eran cortinas,manteles y una alfombra.

«¿Y ahora qué?», pensé. De ningúnmodo iba a permitir que ahí se terminaratodo. Pero no me imaginaba cómoseguir. La única persona que podríadarme una pista sobre el origen delvestido vivía en España… ¿Qué hacer?Me quedé con la mirada fija no sé dóndey la lapicera en el aire, sin saber cómoseguir. Y ahí nomás, como si me hubieraleído el pensamiento y haciéndose cargode mis dudas, la mujer del negocio medijo:

—A lo mejor, mi amiga te puedeayudar. Yo hasta aquí llegué. Más no te

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puedo decir porque no sé. Dejame tuteléfono, yo voy a hablar con ella yvemos qué se puede hacer.

Le agradecí y de paso exageré unpoco con el tema de la monografía. Ledije que la profesora era muy exigente yque yo me tomaba el trabajo muy enserio, no solo por la nota, sino porqueme encantaba la materia, y que ya habíaempezado a investigar losacontecimientos importantes de ladécada del cincuenta, y bla, bla, bla,bla, y que lo único que me faltaba eraarmar la historia particular del vestido,porque el trabajo era así: la historia delpaís por un lado y la particular del

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objeto elegido por el otro, y bla, bla,bla, y de golpe me callé porque escuchéque en la radio anunciaban las noticiasde la una; y ahí me acordé de que eramartes y me tocaba cocinar a mí. Le dejémi teléfono a la mujer y salí corriendopara casa.

Salchichas con ensalada de tomatesno es un mal almuerzo, salvo que uno sehubiera hecho a la idea de que comeríapollo con papas al horno. Yprecisamente esa era la idea de mishermanos, y también la mía, hasta queme di cuenta de la hora. En fin, comimoslas salchichas y no hubo quejas a mamá,a cambio de que yo cocinara al día

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siguiente. Otra vez, cambio de turnos.No dije nada, pero me sentí como

me siento tantas veces: el salame delsángüiche. Juanjo de un lado, Javier delotro y yo en el medio. En fin, no le dimás vueltas al asunto, acepté cocinar alotro día como pago por miimperdonable atraso y por mi menosperdonable cambio de menú, y medediqué a pensar en la carta y en suautora. No podía menos que imaginarmeverdaderas telenovelas del estilo de lasque yo solía mirar. ¿Qué habría sido deElena? ¿Y su padre? ¿Se habríasalvado? ¿Quién había tratado deenvenenarlo? Preguntas, por supuesto,

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que de ningún modo podía contestar,aunque pensaba que en algún momento,como resultado de mi investigación,alguien me iba a responder.

Pero había algo que me obsesionabatodavía mucho más y era el hecho de quequizás esa carta nunca hubiera llegado adestino. ¿Quién la habría escondido?¿Elena o Malú? Malú (qué nombreextraño) tal vez jamás recibió esa carta,y si no la recibió, nunca pudo haberhecho lo que le pedía Elena. Está bienque se hablaba de una carta anterior y sedaba a entender que Malú ya habíahablado con el médico, pero la urgenciade Elena por ver al médico otra vez para

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internar a su padre, esa desesperaciónpor salvarlo… ¿Qué habría pasado? ¿Yla posdata? Elena decía que las mismaspersonas que estaban envenenando a supadre la matarían también a ella…

No, por más que le diera vueltas alasunto, jamás encontraría respuestas.Solo tenía mis fantasías. Y precisamenteeso era lo que yo no quería. Ya estabaharta de ser la loca fantasiosa de lafamilia. Yo quería demostrar que esacarta, a pesar de los años transcurridos,era tan real como el almuerzo de todoslos días. O por lo menos lo había sido.Y si había llegado a mis manos, teníaque hacer algo. La había recibido yo. La

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destinataria había sido Malú, sin dudas,pero ahora me llegaba a mí. Más decuarenta años habían transcurrido desdeque Elena la escribió, y la recibía yo.Por una de esas vueltas de la vida, Elename mandaba una carta a mí. Y eso teníaque significar algo.

Por el momento, lo único que podíahacer era esperar que me llamara ladueña del negocio de ropa. Era la únicaforma de conectarme con la mujer deEspaña. Si ella me averiguaba ladirección, yo podría escribirle parapreguntarle cómo y dónde habíaconseguido el vestido. Otra cosa nopodía hacer; así que, para no ser pesada,

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dejaría pasar dos o tres días y si no mellamaba, volvería otra vez al negocio.

Mientras tanto, llegó el sábado y ninoticias de la vendedora de ropa ni desu amiga ni de la hermana de la amiga.La verdad, mucho tiempo para pensar eneso no tuve. Mi única preocupación erael baile de mi prima. Y las amigas de miprima. Y mi prima.

A las nueve en punto, yo ya estabalista y resignada. Es decir, con elvestido puesto, los zoquetes, los zapatosde taco bajo, el pelo recogido en unacola de caballo con una cinta deterciopelo, y el ánimo por el piso, paradecirlo de algún modo. Estaba dispuesta

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a aburrirme y a pelear solapadamente,es decir, a dar respuestas irónicas ehirientes cada vez que mi prima o algunade sus amigas me hicieran una preguntairónica e hiriente. Iba decidida a comerde todo para fomentar la envidia, puessabía perfectamente que Ayelén ycompañía seguían la moda de la flacuraextrema y, por lo tanto, no comeríannada. Bueno, con todo este arsenal listo,ya estaba en condiciones de que papáme llevara en auto a la casa de mis tíos,en el barrio de Belgrano.

—¿A qué hora te vengo a buscar? —me preguntó papá, en la puerta dellujosísimo edificio de veinte pisos, con

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pileta de natación, solárium, cancha detenis, sauna y vigilancia las veinticuatrohoras del día.

—A las doce. En punto —remarqué.—¿Como Cenicienta? —preguntó

papá sonriendo, porque conoce y respetami antipatía por mi prima. Antipatía queél comparte aunque la vuelca hacia mitío, que le resulta tan insoportable comoa mí Ayelén.

—Como Cenicienta. Ni un minutomás. Mirá que después de las doce dejode ser la dulce chica de los cincuenta yvuelvo a ser la odiosa Inés de siempre.Y eso quiere decir que me voy a agarrarde los pelos con Ayelén.

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Papá se retiró con la carroza y medejó en los jardines del palacio.Mientras subía los escalones hacia lapuerta principal, noté que estabarelampagueando.

—¡Inés! ¡Viniste! ¡Qué alegría! —gritó Ayelén, falsa, refalsa, mientras medaba el más falso de los besos delantede mi tía, que también había salido arecibirme.

El grupito de amigas selectas —seisauténticas arpías que conozco a laperfección después de haber padecidotodas las fiestas de cumpleaños deAyelén, más comunión, confirmación,egreso del primario con medalla y

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diploma de honor celebrado en un salónde fiestas a todo lujo, y algúnacontecimiento más que por fortunadebo haber olvidado— estaba presenteen pleno. Obviamente, también lassaludé.

—Me vas a disculpar, Inés —medijo Tatiana, una de las arpías, ni bienmi tía salió de escena—, no entiendo tudisfraz… ¿Qué significa?

—No veo por qué tiene quesignificar algo —contesté con cara deasco—. Me parece que formulaste malla pregunta. Simplemente, tendrías quehaber dicho: «¿De qué te disfrazaste?».

—Bueno, me corrijo, entonces —me

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atajó Tatiana—. ¿Me podés decir de quéte disfrazaste, por favor?

—Me disfracé de chica de loscincuenta, es decir, de la década delcincuenta —aclaré, como si Tatianafuera incapaz de comprender nada.

Decidí no esperar ninguna respuestay me retiré dignamente hacia el otroextremo del living. Mi prima vive en unpiso dieciocho, y si hay algo que a míme fascina es mirar por las ventanas; ycuanto más alto, mejor. Seguíarelampagueando.

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No voy a decir demasiado de esanoche. Solamente que me aburrí, talcomo sabía que iba a suceder. Segúnmamá, me aburrí porque fui decidida aaburrirme. Puede ser, pero yo sabía quelas cosas no podían ser de otro modo. Elconflicto con Ayelén viene de lejos.Entre ella y yo, un abismo.

Pero eso no importa, ahora. Vuelvo ala carta. El domingo me llamó la dueña

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del negocio donde compré el vestido.Me dijo que su amiga había hablado porteléfono con la hermana, que le habíacontado lo de mi monografía y que lamujer había sugerido que yo le mandaraun fax, preguntándole lo que quisiera.¿Un fax? ¿Y por qué no un mail? Bueno,parece que la mujer era un poco antigua.No insistí con lo del mail. Esa mismanoche preparé las preguntas y al otro díamandé el fax a España. A mi familia, niuna palabra.

Todos los días, después de salir delcolegio, pasaba por el locutorio a ver sihabían recibido la respuesta. Preferíapasar yo y no que me llamaran a casa,

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por las dudas. Estaba decidida a quenadie se enterara de nada, por lo menoshasta que hubiera descubierto algo bienconcreto. Mientras tanto, lo único quehacía era releer la carta todas las nochesy convencerme cada vez más de que laverdadera destinataria era yo. Elena mehabía escrito a mí para que descubrieravaya a saber qué misterio. Ninguno enmi casa me iba a sacar esa idea de lacabeza.

El jueves llegó el fax. Lo retiré almediodía y me fui a sentar en un bancode la plaza para leerlo tranquila.

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Estimada Inés:

Paso acontestar las preguntas que mehiciste llegar. Espero que estasrespuestas sean de utilidadpara tu trabajo.

1. Compré elvestido en el ochenta y cuatro.Lo recuerdo muy bien porquefue la primera compra quehice yo sola para la casa deantigüedades de mi madre.Nunca pude venderlo. Variasveces estuve a punto dehacerlo, pero por un motivo u

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otro la persona interesadaterminaba llevando un vestidodiferente o, en el peor de loscasos, nada.

2. Lo compré enun remate, en una casona delbarrio de San Telmo.

3. No sé a quiénperteneció. Solo sé que la casase iba a vender y los dueñosremataban todo lo que habíadentro. Recuerdo a una señoramuy elegante, que recorría lacasa como si la conociera ycada tanto hablaba en vozbaja con el rematador. En ese

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momento pensé que era ladueña.

Bueno, Inés,ojalá que lo que te conté tesirva. Si necesitas algo más,mandame otro fax.

Te saluda,Alicia S.

Gutiérrez

Eso era todo. Ni una palabra deElena. Solamente la señora muy eleganteque parecía la dueña de la casa. ¿Elena,quizá? Una mujer que fue adolescente enel cincuenta y ocho, en el ochenta y

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cuatro tiene que haber sido una señora,seguro; siempre y cuando hubieraseguido viva, desde luego… «¿Quéhacer?», me preguntaba con el fax en lamano, sentada en la plaza. «¿Tal vezbuscar una casa con cúpula en SanTelmo? Absurdo. Debe haberochocientas mil, más o menos…». Loirónico era que yo había vivido toda mivida en San Telmo, y tal vez la casa deElena estaba por ahí nomás y no losabía. Claro que en ese momento notenía la menor idea de lo que podríahaber hecho en el caso de que alguienme hubiera dicho con exactitud cuál erala casa. Tampoco me planteaba si

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después de cuarenta y pico de años eraposible averiguar algo. Es que no se meocurría pensar en las dificultades. Loúnico que quería era encontrar la casa.Después vería qué hacer.

Entonces le mandé el segundo fax aAlicia Gutiérrez, pidiéndole que mecontara cualquier cosa que recordara dela casa; por ejemplo, si tenía balcones, oquizá una cúpula… Esta vez tardó dossemanas en responder, pero la esperavalió la pena.

La respuesta llegó por correo, unsábado a la mañana; me agarródesprevenida porque esperaba un fax. Yel que recibió la carta de manos del

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portero fue Javier. Menos mal que se meocurrió algo para salir del paso, porquesi no todavía lo tendría dando vueltas ami alrededor tratando de averiguar quiény por qué me escribía. Le dije queAlicia era amiga por carta de una de miscompañeras del colegio y que queríacartearse con otras chicas argentinas, asíque yo me había enganchado. Me dijoque mis compañeras y yo éramos de otroplaneta y que la gente solo escribecartas en las novelas; le dije que teníarazón y me fui volando a mi cuarto a leerla carta.

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Querida Inés:

Discúlpame latardanza en contestar, peroestuve pensando muchodespués de recibir tu fax, en elque me preguntabas sirecordaba la casa. Es extraño,pero si no me hubieraspreguntado por la cúpula, talvez no habría recordado nada.Pasó mucho tiempo. Sinembargo, a veces basta unapalabra, un olor, un sonido, nosé, algo aparentementeinsignificante que de golpe nos

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pone un pedazo del pasadodelante de los ojos. Eso mepasó cuando me preguntaste sila casa tenía una cúpula. Quéextraño. Bueno, te cuento. Esedía, como ya te he dicho, seremataba todo lo de la casa. Yoestaba muy interesada y muyansiosa porque era la primeracompra que haría sola, ya quesiempre las había hecho mimadre. Era tanta mi ansiedad,que Ilegué dos horas antes.Imagínate, yo estaba sola, enun lugar desconocido para mí,ya que lo único que conocía de

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Buenos Aires era el centro(viví siempre en San Isidro yese era mi mundo). Bueno,¿qué podía hacer en esas doshoras? Lo primero que penséfue buscar un bar. Miré paraun lado y para otro, y no vininguno. Yo no queríaalejarme demasiado porquetenía miedo de desorientarmey no saber volver o llegartarde. Nunca fui buena paraorientarme. Esto te lo digopara que entiendas lo quesigue. Ahí estaba yo, con doshoras para llenar de alguna

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manera, sin ningún bar a lavista y sin querer alejarme. Teaseguro que no tengo la menoridea del nombre de la calledonde estaba la casa. Sé queocupaba toda una esquina, queera muy grande y tenía unacúpula o, mejor dicho, lo queyo pensé que era una cúpula;ahora te explico. Caminé unao dos cuadras, hacia lo queparecía un parque. Recuerdoque cuando pensaba dónde ir,miré en una dirección y vimuchas plantas, árboles y unportón de reja. Todo estaba al

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fondo de una de las calles.Caminé hacia allí y, al llegar,leí en una placa que estaba enla pared el nombre de unmuseo (no recuerdo quémuseo). Bueno, ya tenía dóndepasar el tiempo. Entonces medi vuelta para ver la casa. Yate dije, parecerá tonto, peroquería ubicarme bien, queríaestar segura de que la casaestaba ahí nomás y al alcancede mis ojos. Y fue en esemomento, al mirarla antes deentrar al museo, cuando lepresté atención a la cúpula.

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Tenía delante de mí otraperspectiva de la casa. La veíatoda entera, con su cúpulaincompleta: le faltaba eltecho. Te juro que me llamó laatención. Como te daráscuenta, hablando conprecisión, no se trataba de unacúpula. En realidad era unahabitación redonda, como unatorre, en la parte superior dela casa, sin el techoabovedado, que es lo que hacea la cúpula. Bueno, aunque nolo fuera, yo pensé que era unacúpula sin techo, y esto

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importa, porque fue esa lapalabrita mágica que me hizorecordar todo. Sigo. Me quedémirando la casa; tenía algoraro, entre melancólico ymisterioso, con esa habitaciónredonda cortada al ras… Medio un poco de vergüenzaquedarme ahí parada, mirandohacia la calle; yo era un pocotímida por entonces. Bueno,entré al museo. No recuerdo sunombre, ya te dije. Sé quehabía muchas cosas de SanMartín; me acuerdo, porejemplo, de una réplica de su

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habitación de Boulogne-sur-Mer. También recuerdograndes cuadros de batallas,trajes de la época colonial…Sé que el museo estaba en unparque que no me animé arecorrer porque tenía miedo deperderme y llegar tarde alremate. Al salir del museo, loprimero que vi fue la casa dela cúpula. Estaba ahí,derechito, a una o dos cuadrasde la puerta del museo.Creeme, era imposibleperderse; y tené en cuenta quesoy un desastre para

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orientarme.Bueno, Inés,

aquí terminan mis recuerdos.Por lo menos, los másprecisos. Ya te hablé de lamujer elegante que hablabacon el rematador y que supuseque era la dueña. Tambiénrecuerdo una escalera demadera muy imponente, muyaristocrática, y nada más.Compré el vestido, algunasporcelanas y unos cubiertos deplata; creo que eso fue todo.El vestido lo compré porqueme hizo acordar a los que yo

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usaba cuando era chica. Aquítermino, espero que te sirva dealgo.

Mucha suertecon tu monografía.

Con un saludocordial,

Alicia S.Gutiérrez

De no creer. Era más fácil de lo quehabía pensado. El museo no podía serotro que el del Parque Lezama, o sea, elMuseo Histórico Nacional. Lo conozco.

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Allí está la réplica de la habitación deSan Martín en Boulogne-sur-Mer, talcomo recordaba Alicia. Salí volando,por supuesto; aunque, como siempre, meapuré un poco. No era el mejor momentopara salir de casa. Los sábados a lamañana estamos todos, cada uno con sutarea correspondiente. No tenemos anadie que nos ayude, salvo una vez cadaquince días, ocasión en que aparece lasiempre bien esperada Teresita, quiendespués de seis horas de limpiezaprofunda deja la casa tan reluciente queda gusto verla. Lástima que tanta higienedure tan poco. En fin, como Teresita noviene muy seguido, debemos repartirnos

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las tareas domésticas entre los cinco. Unpoco cada uno, más unos que otros y,por uno de esos misterios de la vida, yomás que todos. Qué se le va a hacer. Esesábado, a mí me tocaba limpiar el bañoy a Juanjo ir al mercado. Podría haberesperado tranquilamente hasta la tarde ysalir sin tener que dar explicaciones anadie; pero no aguanté y le cambié aJuanjo el baño por el mercado. Élaceptó, pero con una condición: que ellunes cocinara yo en su lugar, ya queconsideraba que la limpieza del bañoera más trabajosa que ir al mercado.Acepté, a pesar de que el martes tendríaque cocinar otra vez, porque ese día me

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tocaba a mí. «De nuevo el salame delsángüiche», pensé, pero no me importó.Agarré la bolsa de los mandados y volé.

El mercado queda a dos cuadras decasa, y el Parque Lezama, a seis.Caminé hasta Defensa, que es la calledel museo, y por ahí seguí hasta el crucecon Caseros, que es donde está el portónde reja del que hablaba Alicia. Más quecaminar, corrí; cuando llegué a la puertasubí un escalón, mirando hacia el museo,después me di vuelta de golpe y miréhacia Caseros, dando la espalda a lapuerta del museo. Ahí estaba, a unacuadra. ¿Cómo no verla? Una cuadramás allá, en una esquina. Una cúpula

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cortada al ras. Una torre. Una cúpula sintecho o como se llame. Una habitaciónredonda en la parte superior de la casa,sin cúpula. No sé. Pero ahí estaba. Unacasa vieja, como casi todas las delbarrio, en la esquina de Caseros yBolívar, a unas siete u ocho cuadras demi propia casa. Así la había visto Aliciay así la veía yo. Me quedé unos minutosparada, tratando de imaginar a Elenatrepada a una de las ventanas. ¿Cómohabría hecho? No se veían balcones nisalientes. Seguramente, la terracita de laque Elena hablaba en su carta estaría enla parte de atrás. Llegué a la esquina deBolívar y me paré en la vereda de

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enfrente, en diagonal a la casa. No podíadejar de pensar en Elena, trepada a latorre, espiando por una de las ventanas.De solo pensarlo, me daba vértigo. Lacasa era de tres pisos más la torre. Pisosaltos, desde luego, porque era una casamuy antigua. Y también deteriorada.Parecía abandonada. Al lado de lapuerta se veía un cartel. Crucé paraleerlo. «Danza jazz, flamenco, gimnasiamodeladora». Pensé que si se meocurría investigar en la casa, podríaanotarme en las clases de baile. Pero laidea no me convencía demasiado. Loque yo tenía que averiguar no estabaadentro. Yo necesitaba que alguien me

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contara qué había pasado con la genteque vivió allí a fines de la década delcincuenta. Y en la casa no quedaba nadiede esa época; la habían vendido, habíanrematado sus muebles, todo. No habíanada que buscar en ella. ¿Y afuera? ¿Pordónde empezar? ¿A quién preguntar? Talvez a algún vecino viejo que recordaraalgo de aquellos tiempos. ¿Quién? ¿Ycómo encontrarlo? La gente se muda; semuere. ¿Qué hacer? Volví a cruzar y mefui caminando por Bolívar, pensandoque lo mejor iba a ser cortar por un ratoel rollo que tenía en la cabeza, ir almercado y volver pronto a casa, porquemamá estaba esperando el pescado para

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hacer la comida. Caminé una cuadra y alllegar a Brasil me di vuelta de golpe.Ahí estaba otra vez la torre con Elenacolgada de una de las ventanas. Doblépor Brasil hacia Defensa. Quería evitarla tentación de darme vuelta otra vez.Me concentré en el mercado, el pescado,las verduras, la fruta, mamá, elalmuerzo, Juanjo, que seguramente yahabría terminado de limpiar el baño yestaría libre de tareas domésticas hastael almuerzo del jueves… y en mí, penséen mí, que ni siquiera había pisado elmercado y ya faltaba poco para elmediodía, y tendría que hacer la colapara comprar el pescado, y otra más

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para la verdura y la fruta… Y tambiéncocinar el lunes y también el martes… Ycomo tantas otras veces, volví asentirme el salame del sángüiche.

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4

Si hay una materia que odio, esMatemática. Tuve que dar examen endiciembre. Para colmo, en casa nisiquiera me dieron la oportunidad deprepararme con un profesor particular.

—El profesor lo tenés en casa —medijo mamá—. Juanjo sabe mucho. ¿Paraqué vamos a pagar clases particulares?

—Juanjo no tiene paciencia —protesté.

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—Vos tampoco —dijo mamá—.Pero eso se soluciona con un poco debuena voluntad de parte de cada uno. Yno se hable más del asunto.

Y no se habló más del asunto. Es queante argumento tan razonable, noquedaba nada por decir. Además, el añoanterior había pasado exactamente lomismo. La cosa fue más o menos así:Juanjo me explicaba, yo no entendía, élse enojaba y me gritaba, yo me enojabay le gritaba, nos peleábamos, estábamosel resto del día sin hablarnos, llegabamamá y Juanjo le hablaba mal de mí, yome defendía hablando mal de él, mamáme retaba, yo me enojaba con ella… y

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así durante diez días. Por suerte, zafécon un seis y se terminó la tortura.

Pero esta vez fue diferente. Diferentey peor. No solo tuve que soportar alsabihondo de mi hermano mayor, sinotambién al genio de mi hermano menor.Javier es decididamente insoportable.Tiene un año menos que yo y sabe más.Sabe tanto como Juanjo. La verdad, y nopienso reconocerlo delante de él, es queJavier es brillante en Matemática. Elproblema consiste en que le gustamolestarme. Y cómo. En fin, esta veztuve que aguantar a los dos. EmpezabaJuanjo a explicarme, yo no entendía, élse enojaba, nos peleábamos, venía

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Javier, me explicaba gritando, yo noentendía y gritaba, él se enojaba, yo meenojaba, nos peleábamos, llegaba mamá,los dos le iban con las quejas, mamá meretaba y… finalmente volví a zafar conseis. Listo. Se terminó.

Bueno, es de imaginar que, con todoesto, mucho tiempo para ocuparme de lainvestigación no tuve.

Noviembre se me fue volando. A losprofesores siempre se les ocurre tomartodas las pruebas juntas. Y con lacuestión de Matemática, voló tambiénparte de diciembre. Pero una vez que mesaqué la maldita materia de encima,quedé con tiempo disponible para

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ocuparme del asunto.Ya sabía cuál era la casa de Elena.

Pero ¿quién iba a decirme qué habíapasado allí en el cincuenta y ocho?Pensé, y creo que cualquiera en mi lugarhubiera pensado lo mismo, que lo únicoque podía hacerse era preguntar a losvecinos. Y allá fui, un lunes por lamañana; eso sí, tuve que cambiar deverso. Las clases ya habían terminado yno podía seguir con el cuento de lamonografía.

—Buenos días, señor —saludé alhombre que baldeaba la vereda delrestaurant situado exactamente enfrentede la casa de Elena.

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—Buen día… —me contestó,dejando quieta la escoba justo a tiempopara no salpicarme.

—Colaboro en una revista y estoyhaciendo una investigación sobre elbarrio, es decir, sobre cómo era elbarrio antes, hace más o menos cuarentaaños, un poco más —el hombre memiraba con ganas de seguir baldeando—en la década del cincuenta… Eso.Estamos tratando de reconstruir esaépoca, barrio por barrio…

—¿Y yo qué puedo hacer? —preguntó él, empezando a barrer otravez.

—Bueno, a lo mejor usted recuerda

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algo —dije y me corrí para que no mesalpicara.

—No, yo no —afirmó, dejando otravez quieta la escoba—. Hace cuarentaaños yo era muy chico y además novivía en este barrio.

—¿Y no conoce a nadie que mepueda dar una mano?

—A ver… —se quedó pensativo,usando la escoba como punto de apoyo—. Allá enfrente vive una señora muyviejita. A lo mejor te puede ayudar. Queyo sepa, vivió siempre ahí.

Fui, por supuesto. La señora vivíaarriba del mercadito de la esquina quehace diagonal con la casa de Elena. Era

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la dueña de toda la esquina y lealquilaba el local a un vecino. Todo estome lo contó el hombre del restaurant.

Bueno, hice exactamente lo mismoque había hecho antes: entré, saludé a laúnica persona que se encontraba a lavista, me presenté como colaboradorade una revista interesada en el pasadode los barrios de Buenos Aires y lepregunté por la señora que vivía arriba,aclarando que me enviaba el señor delrestaurant de enfrente.

—La señora es muy viejita —medijo el hombre, mientras colgaba unaristra de chorizos en un gancho, sobre elmostrador—, no sé si podrá atenderte.

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—Por favor, son algunas preguntas,nada más. Como se imaginará, todas laspersonas que me pueden dar algunainformación son… de edad avanzada —y ni bien dije estas últimas palabras, mesentí tonta por no haberme animado adecir «viejas».

—Está bien —dijo el hombre, no demuy buena gana—. Esperá un momento—y caminando unos pasos hacia elfondo, gritó—: ¡Ameeeliaaa…! ¡Decilea doña Anita que la buscan!

Amelia apareció enseguida, como sihubiera estado esperando que lallamaran.

—¿Quién la busca? —preguntó

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mirándome a mí, con cara dedesconfianza.

Largué el verso de un tirón, sonreí yme quedé aguardando una respuesta.Todo lo que conseguí fue una especie debufido y un gesto de impaciencía. Lamujer se fue y yo me quedé esperando.No sé qué, pero me quedé esperando. Elhombre ni me miraba; envolvía huevosen papel de diario, sobre el mostrador.En un rincón dormía un gato negro. Unventilador de techo daba unas vueltaslentas y monótonas, dejando oír unaespecie de ronroneo sordo y lentotambién. Amelia volvió, tan desconfiadae impaciente como antes.

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—Doña Anita va a bajar, dice que laesperes.

Me senté en un banco, al lado de uncajón de cebollas, dispuesta a esperartodo el tiempo que doña Anita quisiera.Y por suerte no fue mucho.

—¿Quién me busca? —escuché unavoz a mis espaldas. La voz era suave,débil, quebradiza.

Ahí estaba doña Anita, como unarama larga, seca y fina a punto departirse; el pelo blanco y hablando casicomo si rezara. La saludé y le cedí elbanco.

—Así que la historia del barrio…Qué bien —murmuró apenas.

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Hablé, hablé y hablé. Por unmomento, me pareció que la estabaaturdiendo. Se veía tan frágil… Penséque podía caerse del banco, empujadapor el viento de mis palabras. Yo sabíamuy bien lo que tenía que decir, habíaensayado bastante. Pero también fuiagregando cosas que me iban saliendoen el momento. Le dije que ya habíaaveriguado cómo era el Parque Lezamahace cincuenta años, cuando había pecesde colores en las fuentes y rosales en loscanteros. Hice hincapié en el interés quetenía por las casas, tan antiguas, contanta personalidad. ¿No conocería ella,por casualidad, la historia de alguna de

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las casas de la cuadra? ¿Por qué nocerraba los ojos y viajaba en el tiempounos cuarenta o cincuenta años atrás…?Doña Anita sonreía, cansada, y a medidaque yo hablaba los ojos se le iban lejos,lejos. Doña Anita recordaba, claro. Elhombre seguía envolviendo huevos en elmostrador. Amelia cortaba fiambre ycada tanto me echaba una mirada entrecuriosa y desconfiada. Doña Anita cerrólos ojos. Yo dejé de hablar y tomé aire;un suspiro largo. Solo se oía el zumbidotenue de la cortadora de fiambre, elcrujir del papel de diario al plegarsesobre los huevos y el ronroneo delventilador.

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—Hay una historia muy triste… —rezó doña Anita—. No sé si te servirá.

—Sí, me sirve —me apuré acontestar, mientras le acercaba elgrabador—. Me sirve todo. Cuénteme,por favor.

Otra pausa. Doña Anita volvió acerrar los ojos, los abrió, levantó unbrazo esquelético y tembloroso y señalóla esquina de enfrente. La casa deenfrente, en diagonal. Volví a suspirarlargo, largo, esta vez de ansiedad.

—Esa casa, fue en esa casa. Hacemás de cuarenta años ya. Qué tragedia,pobre Elenita… Tan linda, tan joven…Tendría más o menos tu edad —dijo,

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apartando los ojos de la casa parafijarlos en mí—. Se mató, ¿sabés?Estaba muy mal, pobrecita, mal de lacabeza… Sufrió mucho en la vida…Primero perdió a la madre, cuando eramuy chica. Después, el padre se volvióa casar con una mujer muy linda, másjoven que él. Pero Elenita nunca laquiso. Y después… después el padre seenfermó… se puso muy mal. Elenita locuidaba noche y día, nunca se separabade su lado. Imagínate, era lo único quele quedaba. No tenía hermanos. Era ellasólita. Tenía miedo de perderlo, pobrechica… Pero don Emilio se puso cadavez peor. Y al final se murió. Elenita no

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lo soportó. Estuvo días enterosencerrada en su habitación sin hablarcon nadie. No quería comer…

Hasta que… bueno, parece que sevolvió loca, pobre ángel… Eso es loque dijeron, y tiene que haber sido así,porque para hacer lo que hizo…¡Criatura de Dios! ¡Subió a la torre y setiró! En el barrio no lo podíamoscreer…

A esta altura del relato, doña Anitatenía otra vez los ojos fijos en la esquinade enfrente.

—Se tiró de la torre… —repetí,mirando yo también hacia la esquina—.¿Y después qué pasó?

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—La viuda se quedó un tiempo másen la casa con el hermano, que le hacíacompañía. Era una buena mujer…

—Y antes de que Elena y el padremurieran, ¿el hermano ya vivía conellos?

—Estaba siempre, pero no sé sivivía en la casa…

—Hábleme de Elena. ¿Qué recuerdade ella? ¿Cómo era?

—Era una chica linda, pero muytriste. No salía casi nunca. Don Emilioera un hombre muy difícil. Quería tenera todos bajo su dominio. Muy buenapersona, muy recto, pero demasiadosevero. Su primera esposa, la mamá de

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Elena, charlaba conmigo de vez encuando, acá en el negocio. En esa épocateníamos un almacén con mi marido. Loatendíamos los dos. Y cuando ella veníaa comprar (pocas veces, porque casisiempre venía la mucama) charlaba unratito conmigo. Entonces me contabaalgunas cosas. Se quejaba de que a donEmilio no le gustaba salir. Se iban todoel verano de vacaciones, pero el restodel año se lo pasaban metidos en lacasa…

—¿Y Elena también venía a compraral almacén?

—Cuando era chiquita venía con lamamá y se quedaba a jugar con mi hija.

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Las dos tenían la misma edad. Perodespués, cuando la pobre señora murió,Elenita no vino más. Don Emilio no ladejaba. Kilos siempre fueron muy ricos.Elena iba a un colegio carísimo. No, donEmilio no la dejaba…

—¿Y su hija se acuerda de Elena?—No sé. Se acordará, tal vez… —

dijo, mirándome con unos ojos tantristes que pensé que se iba a poner allorar. Yo me pregunté si no habríametido la pata al preguntarle por la hija,pero ella siguió hablando—. Mi hijavive en Francia. Viene una vez poraño…

—¿Me puede decir algo más de la

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familia de Elena? —pregunté, tratandode rescatarla del recuerdo de la hija.

—No… No… Pasó tanto tiempo…—¿La casa la vendieron?—Sí, pero después de muchos años.

Estuvo vacía un tiempo largo… Cuandose cayó la cúpula, vino el hermano…Pero a la viuda no la vi…

—¿Cuando se cayó la cúpula…? —repetí, intrigadísima.

—Sí. Esa torre que ves ahora —medijo, levantándose del banco ycaminando hacia la puerta—, antes teníauna cúpula. Era hermosa. ¡Qué casa!¡Qué lujo…! Bueno, como te decía —siguió doña Anita, más animada—, una

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noche hubo una tormenta terrible. No sémuy bien cuándo fue, pero sé que ya novivía nadie en la casa. Y a la mañana,cuando nos levantamos, la cúpula ya noestaba. Se había roto toda. Creo quecayó un rayo. Seguramente estaba enmuy malas condiciones; después de lamuerte de don Emilio, nunca hicieronarreglos… La cuestión es que desde esedía la torre quedó sin cúpula; así comola ves ahora. Parece que alguien le avisóa la viuda, porque unos días despuésapareció el hermano. Vino con unosalbañiles que arreglaron el techo de latorre y ahí terminó todo.

Y, al parecer, ahí terminaban también

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los recuerdos de doña Anita, porque diomedia vuelta y le pidió a Amelia que laacompañara arriba. Después, sonriendodulcemente, me dijo:

—Espero que cuando se publique lanota me t raigas la revista.

—Sí, por supuesto. Vamos a tenerque esperar un poquito, porque larevista es nueva. Esta nota es para elprimer número. A lo mejor, dentro dedos o tres meses… —inventé, mientrastrataba de pensar en cómo conseguir queme dijera algo más.

—Bueno, bueno. Me voy porqueestoy cansada. Discúlpame. Igual, másno puedo decirte… Mi memoria no anda

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del todo bien… Lástima que no vinistela semana pasada. A lo mejor teencontrabas con Amparito. Ella sí quesabe muchas cosas…

—¿Amparito…?—Sí, la mucama de la casa. Vivió

muchos años con la familia de Elenita…—¿Y viene a visitarla? —pregunté,

decidida a revolver cielo y tierra con talde encontrar a Amparito.

—Sí, cada tanto. Es muy buenapersona. Tan atenta…

—¿Vive por acá?—Sí, bastante cerca. En el Rawson.—¿En el hospital?—Sí. Ahí hay un asilo de ancianos,

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un hogar… Amparito trabaja y vive ahí.Le dieron una habitación para ella sola.Está contenta, la pobre. Imagínate situviera que pagar un alquiler… ¿adóndeiría? Es jubilada…

—La voy a ir a visitar —y juré quelo haría—. ¿Qué apellido tiene?

—No me acuerdo… Pero noimporta. Allá la conocen todos. Vospreguntá por Amparo. Mejor, porAmparito. No creo que haya otra…

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Amparito. Amparito tenía que serla llave del misterio. Eso creía yo, almenos. Una mujer que había vivido en lamisma casa que Elena tenía que sabermuchas cosas. Salí del mercaditohaciendo planes y sacando conclusiones.En un primer momento había pensado enir directamente hacia el Rawson. Perodespués decidí que no, que era mejor noapresurarse y preparar una lista con

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todas las preguntas que debía hacerle aAmparito. Volví a casa y ahí nomás meacordé de que me tocaba cocinar a mí.Perfecto. No hubo ningún problema.Tenía tiempo de sobra para preparar lasalsa de tomates, hervir los fideos yrallar el queso, según dictaba el menúdel día. Por suerte, Juanjo y Javier noestaban; eso quería decir que mientrascocinaba podía pensar sin estorbos, sinruidos, sin nadie que entrara y saliera dela cocina cada cinco minutos para abrirla heladera o la lata de las galletitas.Pensar. Yo quería pensar. Lo que habíadicho doña Anita no dejaba mucho lugarpara dudas: a Elena la habían matado.

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Después de leer la carta, nadie podríapensar en un suicidio. Ella había sidomuy clara: «… si papá muere, lasiguiente seré yo». Y pasó todo tal cual:murió el padre, murió ella. Conclusión:la mataron. ¿Quién? ¿Quiénes? Laesposa del padre y el hermano; los quehablaban del veneno cuando Elena subióa la torre. Primero matan al padre yhacen pasar por loca a la hija; después,un empujoncito y Elena cae de la torre.Y ellos dos, ricos. Así de simple. Yaestaba todo resuelto: víctimas, asesinos,móvil del crimen y la carta paraprobarlo. Claro que, ¿probarlo antequién? Y después de tantos años, ¿para

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qué? Además, aunque yo estuviera muysegura de cómo habían sido las cosas,no creía para nada que la carta pudieraser la prueba que demostrara laculpabilidad de la viuda y del hermano.Alguien podría decir, y tal vez conrazón, que Elena había escrito la cartaestando muy trastornada y que teníadelirio de persecución o algo semejante.Y además —y sobre todo—, ¿a quiénpodría interesarle descubrir la verdadde algo que pasó hace tanto tiempo? Yaunque era obvio que a mí sí meinteresaba, ¿quién era yo para metermedonde nadie me había llamado? Loúnico que se me ocurrió fue dejar las

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preguntas a un lado y empezar a pensaren lo que le iba a decir a Amparito.

Las posibilidades no eran muchas.Lo único que podía hacer era seguir conel invento de la nota para la revista. Niel hombre del restaurant, ni el delmercadito, ni la propia doña Anita, nisiquiera Amelia, habían desconfiado demi condición de periodista. Y si lohicieron, por lo menos no me dijeronnada. Además, si alguien desconfiarapor verme demasiado joven, le podríadecir que todavía no me recibí y quetrabajo en una revista de barrio, de esasque se hacen con el esfuerzo de un grupode vecinos. Eso era algo posible, ¿por

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qué no me lo iban a creer?Después de comer, y mientras Juanjo

lavaba los platos y Javier esperaba parasecarlos, me fui a mi habitación yescribí una larga lista de preguntas paraAmparito. Puse de todo. No queríaolvidarme de nada. Primero, mepresentaría y hablaría de la revista.Después, mencionaría la casa deBolívar y Caseros y la historia que mehabía contado doña Anita. Acontinuación, le acercaría el micrófonoy la dejaría que empezara a hablar. Siveía que no contaba demasiado, la iríaguiando con las preguntas de mi lista.Fácil. Pero como no sabía adónde me

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iba a llevar lo que Amparito pudieracontarme, no quise adelantarme a sacarconclusiones. Por supuesto que esperabaencontrar a Malú por su intermedio,aunque también sabía que era muydifícil. Malú podía haberse mudado ohaber muerto o qué sé yo. Hasta ahora,todo me había salido más que bien.Desde el principio. Desde que recibí laprimera contestación de AliciaGutiérrez; y con la segunda carta, nihablar. Después, doña Anita… Y ahora,Amparito. Más no podía pedir.

Ya había terminado la lista de laspreguntas y estaba tratando deimaginarme cómo sería Amparito,

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cuando Juanjo golpeó la puerta de mihabitación para avisarme que empezabami telenovelón de las cuatro. No lopodía creer. Me había pasado dos horasencerrada, sin tener la menor noción deltiempo. Decidí no darle más vueltas alasunto hasta el día siguiente.

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El Hospital Rawson me resultabamás o menos familiar. Cuando estaba enla primaria tuve que ir varias veces porla libreta sanitaria. Me acuerdo de queíbamos todos los chicos del grado conlas madres. Yo, particularmente, tuveque ir más que mis compañeros graciasa mi mala pronunciación de la erre.Mamá me llevó unas cuantas veces alconsultorio de la foniatra, hasta que por

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fin me firmaron la libreta. A mí megustaba ir. Me atraía ese hospital tanviejo, con paredes de azulejos blancos yescaleras de madera crujiente. Meparecía misterioso. Y también megustaba que tuviera árboles y techos ados aguas.

Llegué temprano. Entré por el granportón de la esquina y fui derecho haciael edificio donde me llevaba mamá porla libreta. Ni bien vi a una señora conguardapolvo celeste, le pregunté porAmparito.

—Tenés que buscarla en lospabellones del asilo —me dijo—. Espara aquel lado —y señaló un sector de

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edificios a la derecha del portón deentrada.

Fui hacia allá. El lugar es inmenso.Caminé por una vereda larga, limitadapor una franja de tierra con árboles y unparedón, por encima del cual se veíanlas copas de los árboles de la calle y dela Plaza España. Todo esto, a miderecha. A mi izquierda se alineaban lospabellones del asilo; una monótonacontinuidad de paredes descascaradas,ventanas oscuras y puertas vacías,interrumpida cada tanto por uno que otroviejo sentado en un banco de madera.

Los árboles me gustaron. Meencantan los árboles. Había muchas

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tipas; enormes y frondosas tipas en lafranja de tierra pegada al paredón, en lavereda y en la plaza. Pero los viejos medaban pena y miedo. Sentados en elbanco, algunos con la cabeza apoyada enla pared y los ojos cerrados, otros conla mirada perdida; todos comoesperando algo. Esperando. ¿Qué podíanesperar esos viejos? Por supuesto quesabía la respuesta, y precisamente esoera lo que me daba miedo. Miré paraotro lado, como hacen muchos cuandono quieren ver algo que duele. Entoncesla vi. Era ella; no sé bien por qué, perolo supe enseguida. Era Amparito. Ahíestaba, de rodillas, trabajando la tierra,

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plantando algo. Tenía un delantal verdey un pañuelo floreado en la cabeza, quele ocultaba todo el pelo.

—¿Usted es Amparito? —lepregunté.

—Sí, ¿y vos quién sos? —mepreguntó a su vez, mirándome como siyo fuera una extraterrestre.

—Me llamo Inés —empecé,dispuesta a largar de un tirón todo elverso del reportaje para la revista, perono me dejó.

—Inés. Qué lindo nombre. Cuandoyo era chica tuve una amiga que sellamaba Inés. Justo ayer estuve pensandoen ella… —de golpe se interrumpió y se

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quedó mirándome, sorprendida—. ¿Teconozco? —preguntó.

Bueno, me dio pie y hablé. Le contélo del reportaje, le dije que ya habíaentrevistado a doña Anita, queprecisamente ella me había mandado alRawson, y si sería tan amable decontarme la historia completa de la casade la cúpula, que era por demásinteresante, etcétera. Amparito meescuchó sin interrumpirme ni una solavez, me miraba con los ojos bienabiertos y sin levantarse del suelo. Nibien terminé mi discurso, hubo unossegundos de silencio que seguramentenecesitó para terminar de redondear una

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idea, algo que se le fue ocurriendomientras me escuchaba.

—Una revista… —murmuró, con lamirada perdida—. Justo lo que andonecesitando. Yo te voy a contar algo másinteresante que esas historias antiguas—me dijo, ahora mirándome de frente—. Te voy a hablar de los viejos, nena,de los jubilados. De los que están acá yde los que están afuera. De los quetrabajaron toda la vida y ahora no tienendónde caerse muertos. Ellos son másimportantes que las historias del pasado.Y vos vas a hacerme el favor de ponertodo en la revista. Para que la gentesepa. Para que sepan lo que pasa ahora.

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Te voy a contar de la olla popular queestamos organizando para Navidad conun grupo grande de jubilados. Te voy ainvitar y además podés traer a algúnfotógrafo de la revista. ¿Qué te parece?

Me preguntó qué me parecía y ahímismo me quise morir. De vergüenza,me quise morir. Y como me quedécallada, Amparito siguió hablando. Mecontó que iba a las marchas de protestade los jubilados, a las manifestacionespor los derechos humanos y porcualquier reclamo que le parecieradigno y justo. En fin, Amparito resultóser toda una activista social, unaluchadora solidaria que me pedía la

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pequeña colaboración de una notadenunciando el dolor de la gente —delos viejos— para hacer que otra gentetomara conciencia. ¿Y yo qué podíahacer, aparte de sentirme como unacucaracha? ¿Seguir mintiendo? ¿Decirque sí, que haría la nota, pero queprimero me contara la historia de Elena?No, no podía. Seguí mirándola, sinhablar. Pero ahora ella tampocohablaba, solo me miraba, como dándometiempo a que le diera una respuesta.

—Bueno… —empecé— me gustaríahacer lo que me pide, pero… no puedo.

—¿No hacen ese tipo de notas en turevista?

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—No, no es eso. Lo que pasa esque…

Y ahí me paré otra vez. Queríadecirle la verdad y no sabía cómo. Medaba mucha vergüenza. Ella iba defrente y yo con mentiras estúpidas.Además, tenía la sensación de que meestaba estudiando. De golpe, mepreguntó:

—¿Y por qué te interesa la casa deBolívar y Caseros?

—Porque tengo una carta de Elena—dije, mirándola a los ojos y bastantesorprendida conmigo misma por haberlodicho así, tan directamente.

—¿Qué…?

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—Una carta de Elena… —repetícomo una tonta.

Amparito se quedó callada unossegundos, sin dejar de mirarme; despuésse levantó, se sacudió la tierra de lasmanos y de las rodillas, y me indicó unbanco largo, invitándome a que nossentáramos.

—Contame —me dijo.Y conté. Conté todo. Desde el

principio. Desde que se me ocurrió laidea de comprarme un vestido para ir ala fiesta de Ayelén. Amparito meescuchó sin interrumpirme. Me dejócontar todo de un tirón. Me escuchabaentrecerrando los ojos, como si, además

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de estar ahí, también estuviera en la casade Caseros y Bolívar, hace más decuarenta años. Por momentos me parecíaque no me escuchaba; entonces yo mecallaba apenas un instante, y ella, sindecir nada, abría grandes los ojos y memiraba sorprendida. Entonces yo seguía,segura ya de que Amparito no se perdíauna sola de mis palabras. No sé cuántotiempo hablé, pero cuando terminé medijo:

Quiero ver la carta y el vestido.—Sí —le dije, un poco molesta

porque lo sentí Kimo una exigencia—.Esta misma tarde se los traigo.

—Por favor —me dijo, muy seria—,

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no me trates de usted. Me hacés sentircomo una vieja.

No sé si fue por nervios o por qué,pero casi me río. Para mí, Amparito erauna vieja. Y con esto no quiero serdespectiva, pero yo la veía como veo ami abuela o a las abuelas de mis amigos.Está bien que… todavía no la conocía.

—Tuteame —ordenó—. Y ahora teaclaro que necesito ver la carta y elvestido, no porque no te crea, sinoporque me resulta indispensable verlospara volver un poco en el tiempo y, talvez así, recordar más cosas que las querecuerdo en este momento, ¿meentendés?

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Sí, cómo no iba a entender. Le volvía repetir que a la tarde le llevaría todo.También le pedí disculpas por la mentirade la revista y le dije que no se me habíaocurrido otra manera de presentarme.Me dijo que no me preocupara, que loentendía, y me prometió que cuando letrajera el vestido y la carta me iba acontar todo lo que recordara. Es más,me dijo que cuando me fuera se iba aponer a pensar en Elena, el padre y lacasa, a la luz de lo que yo le habíacontado, y que en una de esas podríanreflotar en su memoria algunas cosasque daba por perdidas. Quedamos envernos ahí mismo, a las cinco y media.

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En casa no pensaba contar ni unasola palabra. ¿Para qué? Ya meimaginaba lo que podrían llegar adecirme: que estaba loca, que meocupara de algo útil, lo de siempre. Asíque esa tarde, antes de irme con la cartay el vestido, le dejé una nota a mamádiciéndole que había salido con unaamiga y que volvería en un par de horas.

Cuando llegué al Rawson, Amparitoya me estaba esperando. Tomaba matedebajo de un tilo, cómodamente sentadaen una reposera plegable. El tilo estabacolmado de flores y su perfumeespesaba el aire. Amparito tenía puestoun guardapolvo verde, como a la

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mañana, pero se notaba que no era elmismo porque estaba impecable, sinmanchas de tierra. Me causó un poco degracia el peinado; antes la había vistocon el pañuelo, que le tapaba todo elpelo; en cambio, ahora podía apreciar sumelenita con flequillo, a lo CristóbalColón, pelirroja y «más indicada parauna nena que para una vieja», pensé enese momento, pero nada más que en esemomento: ahora no me la podríaimaginar con otro peinado; creo que esees el más apropiado para ella.

—No te ofrezco porque está lavado—fue lo primero que me dijo, señalandoel mate—. Además, todavía no nos

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conocemos y el mate es algo deconfianza.

Le di la razón. Y me gustó la formadirecta en que lo dijo. Yo pienso lomismo; el mate se toma con la familia ocon amigos, y nosotras recién nosconocíamos.

—Vení, sentate —me dijo,indicándome otra reposera, que estabaplegada y apoyada contra el árbol—. Note creas que son del hospital, ¿eh? Sonmías. Me compré dos porque siempreviene alguna amiga a tomar mateconmigo. Me gusta ponerlas debajo deltilo. Da mucha sombra y en primavera superfume me trae lindos recuerdos.

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Le dije que los tilos me gustaban,que en realidad me gustaban todos losárboles. Le hablé de los paraísos de mivereda y me escuchó con atención. Melamenté de que sus flores duraran tanpoco y de tener que esperar un añoentero para sentir otra vez su perfume.Amparito me escuchaba y sonreía, perono con la boca solamente, sino con loshoyitos de las mejillas y con los ojos,me sonreía con los ojos todo el tiempo.Y ahí me di cuenta del color. Los ojosde Amparito son color miel, una mielbrillante con puntitos de luz.

—Estuve pensando desde que tefuiste, ¿sabés? —me dijo, poniéndose

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seria de golpe—. Mostrame el vestidoprimero, y después, la carta.

Yo había dejado la bolsa apoyadacontra el tilo y ya casi me habíaolvidado de que era ese el motivo de mivisita. Casi podría decir que mesobresalté; me di vuelta rápido, agarréla bolsa y saqué el vestido. Lo extendísobre mi falda. Los ojos de miel sehumedecieron un poco. Los puntitos deluz se hicieron más intensos.

—Es increíble… —dijo, tocandoapenas el vestido con la yema de losdedos—. Lo recuerdo perfectamente. Talcomo te dije a la mañana, muchas cosaslas recordé pensando, pero otras, y

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cuántas, me están llegando en estemomento. Este vestido, Elenita se lohizo hacer para un cumpleaños. Creoque lo usó esa vez y nunca más. Noestoy segura. Pero me lo dio para que selo llevara a la modista, a Malú; queríahacerle algún arreglo, no sé qué. Fue eldía que murió el padre. Ella estaba muymal. Nerviosa. No comía, teníapesadillas. Se pasaba todo el día al ladode la cama de su padre. Él estaba muyenfermo. Ya al final, poco antes demorir, Elenita no se separaba de él nisiquiera durante la noche. Dormíaacurrucada en un sillón, junto a su cama.Daba pena verla. Estaba flaca,

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demacrada. Me acuerdo de que cuandome dio el vestido, me sorprendí. Penséque, como estaba tan flaca, lo mandabapara que se lo achicaran, pero… ¿paraqué?, si no salía a ningún lado. Unvestido como este no era para andaradentro de la casa.

—¿Y después qué pasó? ¿Le llevasteel vestido a la modista? —pregunté.

—Se lo llevé, pero no la encontré.Ese día yo tenía franco… así que seríaun jueves. El jueves era mi día defranco; mejor dicho, mi medio día,porque me iba a las doce. A la mañanahacía las compras, nada más. Tenía unaamiga que vivía en el Once y almorzaba

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con ella. Los domingos los pasaba conmis viejitos, en San Vicente. Me iba elsábado a la noche y volvía el lunes bientemprano. Yo estaba contenta trabajandoen esa casa. Me trataban bien. La casaera enorme. Ya la conocés. Ahora estáhorrible, abandonada; pero no sabés loque era en esa época… un lujo, unverdadero lujo. Y había más personal.No te creas que yo sola me encargaba detodo. Lo que pasa es que yo era laempleada más antigua y la de másconfianza. Imagínate, cuando empecé atrabajar Elenita era recién nacida; y yoera muy jovencita, nena, muyjovencita…

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—¿Y qué pasó con la modista? —insistí, aprovechando una pausa queAmparito hizo para suspirar y fijar losojos no sé dónde.

—No estaba. Vivía cerca, a unacuadra y media, más o menos. Yoandaba apurada porque mi amiga meesperaba para almorzar. Pero queríacumplir con Elenita, pobrecita. Mehabía pedido que llevara el vestido contanta urgencia, con desesperación, tediría… Claro, ahora entiendo por qué…Yo pensé que era un capricho, unalocura, qué sé yo, como estaba tanmal… Mostrame la carta —dijo degolpe, interrumpiendo el relato.

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La leyó moviendo apenas los labios,como si rezara. Cuando terminó, memiró con los ojos llenos de lágrimas.

—Si yo hubiera sabido…—Imposible. ¿Cómo ibas a saber?—Si me hubiera dicho algo, podría

haberla ayudado…—A lo mejor no confiaba en nadie.

Si pensaba que querían envenenar alpadre, era lógico que desconfiara detodo el mundo.

—Pero es terrible, nena. ¿Te dascuenta? Si es verdad lo que dice,primero lo mataron al padre y después aella…

—O si no, no mataron a nadie y todo

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fue un delirio de Elena —dije, dándomecuenta en el momento de que era laprimera vez que se me ocurría algosemejante.

—No, no creo —dijo Amparito muysegura, rescatándome del repentinoataque de sensatez que habríamaravillado a mi familia.

—Hablame de Malú —le pedí.—Bueno, como te decía, fui a la

casa, me cansé de llamar y no saliónadie. Yo quería llegar a lo de mi amigaantes de la una, ya te dije que meesperaba para almorzar. Así y todo,pensando en Elenita, decidí insistir.Además, si la modista no estaba, ¿qué

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iba a hacer yo con el vestido? Si volvíaa la casa y Elena me veía con el vestidoa cuestas, se iba a poner más nerviosade lo que estaba. Podría habérmelollevado a lo de mi amiga, pero noquería. Era mucho bulto como paraandar paseándolo todo el día. Yo lohabía envuelto con un papel maderagrande, como envolvían antes los trajesen la tintorería, ¿me entendés? ¿Cómoiba a andar cargando semejante paquete?Bueno, te sigo contando. Me cansé dellamar y entonces pensé: «A lo mejorsalió a hacer un mandado. Doy unavuelta manzana, hago un poquito detiempo y llamo otra vez». Eso hice. Di

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la vuelta manzana y aparecí otra vezdelante de la puerta. Volví a llamar unmontón de veces y nada. Y mirá quegolpeé, ¿eh? La puerta tenía un llamadorde bronce, bien pesado. Nada. No saliónadie. Entonces, se me ocurrió otra ideapara no tener que irme con el vestido.Fui a la verdulería de enfrente; la dueñaera amiga mía. Le dejé el vestido y leencargué que si veía a Malú, por favor,se lo diera, que Elenita quería que lehiciera el arreglo lo más rápido posible,que Malú ya sabía. Y si no la veía, queen algún momentito libre cruzara y lallamara. Nada más. Me fui enseguida.

—¿Y después qué pasó?

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—Bueno, cuando volví, el padre deElenita ya había muerto. Parece que unrato antes de que yo llegara; y yo volvíasiempre alrededor de las nueve, Elenita,pobrecita, estaba dormida. El doctor DeBilbao, que era el médico de la casa, lehabía dado unas pastillas para quedurmiera. Había sufrido lina crisisterrible y tenían miedo por su salud,estaba tan débil… Bueno, con semejantebaile, te imaginarás que del vestido nime acordé.

—O sea que todavía lo tenía laseñora de la verdulería. Pero contamecuándo volvió a la casa.

—No me apures —me atajó,

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cortándome la ansiedad—. Te lo voy acontar con detalles porque lo recuerdomuy bien. Fueron días muy bravos y mequedaron bien grabados en la memoria.Esa noche, antes de volver a la casa, yotenía la intención de pasar por laverdulería de mi amiga, para ver sihabía podido darle el vestido a Malú.Pero como me retrasé un poco y el señorestaba tan enfermo, y Elenita tannerviosa, pensé que la señora María delCarmen, la esposa del señor Emilio,podría necesitarme; así que me apuré yfui directamente a la casa, con la idea deque al otro día, temprano, iría aaveriguar qué había pasado con el

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vestido.—Y fuiste a la mañana siguiente…

—Amparito no me había cortado laansiedad del todo.

—Si no me interrumpís, voy a hacermás rápido —me reprochó, soplándoseel flequillo—. A la mañana siguiente nofui porque el señor Emilio había muertola noche anterior, así que me olvidé delvestido y ayudé a la señora María delCarmen con los preparativos delvelorio. Imagínate la situación para ella.Una mujer joven, con el muerto ahí,fresquito, en la cama; Elenita, con unataque de nervios, y el hermano, quemucha maña no se daba… En fin, la

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pobre no sabía qué hacer, pero entre eldoctor De Bilbao y yo la ayudamos asalir del paso.

—¿No sabés si antes de que ladurmieran, Elena pudo hablar con eldoctor?

—No, no sé. A lo mejor le dijoalgo… andá a saber. Yo no sospechabanada. La primera noticia que tengo delveneno es la que vos me trajiste con lacarta… Aunque ahora, atando cabos,entiendo algunas cosas… Vení,acompañame que voy a preparar másmate —vació el mate junto al tilo,agarró el termo y caminó hacia el fondo.La seguí.

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Unos metros más atrás, después delpabellón de los viejos, había unaconstrucción más moderna, que consistíaen una habitación bastante grande y unbaño.

—Es mi departamentito —me dijoorgullosa Amparito, invitándome a pasar—. Como verás, sencillito… peropráctico; es todo lo que necesito.

A continuación, mientras preparabael mate y se calentaba el agua, me contósu historia en el Rawson, como llama altiempo que lleva viviendo en ese lugar.

—Empecé a trabajar acá comomucama unos cuantos años antes dejubilarme. Siempre pensé que cuando

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me llegara ese momento, iba a poderretirarme tranquila, a disfrutar de misúltimos años en la casita de mis viejos,en San Vicente. Pero no pudo ser… —Amparito miraba fijo hacia la ventanaabierta, desde la cual se veía la copa deltilo—. Cuando me llegó el momento, deaquella casita con huerta y jardín quetanto quise ya no quedaba nada. Almorir mis viejos, mi hermano y yo…porque tuve un hermano, ¿sabés? —aclaró, mirándome ahora a mí y no altilo—, tuvimos que vender la casa parapagar deudas; deudas de él, porque loque es yo, jamás le debí un centavo anadie. No lo juzgo, ya está muerto, igual

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que los viejos… La vida sigue y ¡aquíestoy! —exclamó suspirando—.Además, no lo puedo odiar, era mihermano. Me jodió, pero ya está. Lavida sigue —repitió—. Bueno,abreviando, me jubilé y no tenía dóndecaerme muerta. Para colmo de males, ladueña de la pensión donde vivía semurió y al poco tiempo los hijosvendieron la casa. Conclusión: mequedé en la calle. Lo que yo pagaba ahíera muy poco y por ese precio noconseguí nada. Y si tenía que pagar máspor una pensión, no comía; así que,imagínate, nena, un desastre atrás deotro. Eso es jubilarse en este país:

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morirse de hambre. Bueno, ahí estabayo: en la calle; sin trabajo y sin casa.Entonces volví. Creo que no habíapasado ni un mes desde que me habíaido. Hasta me hicieron una despedida ytodo… Volví y planteé mi situación…—Amparito hizo una pausa larga parasorber el primer mate y escupirlo en lapileta—. Y hay algo que es cierto, nena,como que me llamo Amparo del SocorroMonteverde, y es que así como hay gentemala, también hay de la buena, y quégente. Yo tuve la suerte de encontraralguien así: el doctor Otamendi. Quémaravilla de persona. Él me dijo que mequedara acá, que podía seguir

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trabajando y que ya verían cómopagarme, que con lo poco que mepudieran dar, más la jubilación, ya melas iba a arreglar. Además, me ofrecióesta pieza, que la habían hecho construirno sé para qué, pero la usaban nada másque para amontonar trastos. Yo misma lalimpié. Me dieron una cama y el resto delas cosas me las fui comprando yo.Hasta el bañito me hice hacer —me dijoorgullosa, señalándome una puertablanca—. Como ves, no me falta nada.Tengo un techo y comida. Es poco lo queme pagan, pero como además tengo lajubilación, con las dos cosas me arreglo.Ahora, eso sí, eh, trabajar, trabajo

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bastante. No sabés lo que son los viejos,peor que si fueran criaturas… Pero,bueno, no me quejo, algún día yotambién seré como ellos, qué vamos ahacer —concluyó triunfal, con unareflexión propia de una persona que notiene más de treinta años—. Bueno,bueno, sigamos con Elenita —dijo degolpe, mientras me alcanzaba el mate yme invitaba a volver a la sombra del tilo—. Me gusta tomar mate allá. Ese jardínlo hice yo, ¿sabés? El tilo y los otrosárboles ya estaban, pero las flores laspuse yo. Y la huertita la empecé esteaño. Vas a ver qué lindos tomates voy acosechar.

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Otra vez nos sentamos en lasreposeras, con el termo y el mate. Peroahora yo también tomaba. Amparitohabía considerado que nuestra confianzaya era suficiente como para justificarque lo compartiéramos.

—Te dije antes que estuve atandocabos y que ahora entendía algunascosas —siguió, retomando el tema deElena—. Me acordé de que los últimosdías, antes de que el señor Emiliomuriera, Elenita se había agarrado lamanía de meterse en la cocina cuando lacocinera preparaba la comida.Controlaba todo, hacía preguntas ycuando la comida estaba lista, ella

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misma le llevaba la bandeja a su padre.No permitía que nadie lo hiciera en sulugar, ni siquiera yo.

—Claro, tenía miedo de que leenvenenaran la comida…

—Esa fue la época en que se pusotan nerviosa. Dormía mal y poco.Recuerdo una noche en que me levanté ala madrugada, no sé por qué motivo, y laencontré bajando por la escalera de laterraza, en camisón y descalza. Norecuerdo qué le pregunté ni qué mecontestó, pero sé que la acompañé a suhabitación y me quedé hasta que semetió en la cama. Otra vez, la encontréen el dormitorio de la señora María del

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Carmen, buscando algo en los cajonesde la cómoda. Me sorprendiómuchísimo, no era una i Inca de haceresas cosas…

—Hay algo que no termino deentender —dije de pronto—. Elena lerogaba a Malú que volviera a hablar conel doctor De Bilbao, lo que significa queya había hablado una vez —abrí la cartay releí—: «Hablá de nuevo con eldoctor De Bilbao». O sea que el doctoralgo sabía. Si no lo de la internación,por lo menos lo del veneno…

—La sospecha del veneno —mecorrigió Amparito, quitándome la carta—. «Mis sospechas se confirmaron —

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leyó—. Todo lo que te conté en mi cartaanterior resultó cierto». Lo que el doctorDe Bilbao sabía era que Elenasospechaba que estaban envenenando asu padre, no que tenía evidencias.

—Entonces, el doctor puede haberhecho dos cosas —deduje—: O le creyóo pensó que la pobre se estabavolviendo loca.

—Eso era lo que parecía. Ya te dijelo nerviosa que estaba y las cosas quehacía. Me juego cualquier cosa a que eldoctor no le creyó. Después de todo, silo estaban envenenando, él, comomédico, tendría que haberse dadocuenta.

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—A no ser que él también estuvierametido en el asunto…

—No. No creo. Era el médico de lafamilia, una buena persona… Claro que,bueno… Anda a saber… Aunque, no sé,¿por qué lo iba a hacer? Según tengoentendido, la señora María del Carmen yel hermano se quedaron con todo. Esmás, sé que el doctor tuvo algunosapuros económicos y malvendió sudepartamento para pagar deudas. Y esofue después de la muerte de Elenita. Unaamiga mía trabajaba en la casa de lahermana del doctor, así que lo sé debuena fuente.

—Lo más probable es que pensara

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que Elena inventaba cosas…—Sí, seguro. Además, sé que hay

venenos que se dosifican muy bien ynadie se da cuenta, ni los médicos.

—Hay algo más que no tengo muyclaro. ¿Por qué Elena le mandaba lascartas a Malú dentro de un vestido? ¿Porqué no iba a la casa y hablabadirectamente con ella? O con el doctor.O por qué no usaba el teléfono…

—Empiezo por lo del teléfono, quees lo más fácil. En esa época, nena,tener teléfono no era tan común comoahora. En la casa de Elenita había. No teolvides de que eran ricos. Pero Malú notenía. ¿Por qué no llamaba al médico?

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Andá a saber. A lo mejor, porque noencontraba el momento para hablar sintestigos. Se sentiría vigilada. ¿Por quéno iba a la casa de Malú? Bueno,Elenita no iba a ninguna parte. Y laculpa de eso la tenía su padre. Era unhombre muy déspota. No le gustaba quesu hija anduviera en la calle, ni que sejuntara con la gente que no era de suclase. Imagínate, Malú era modista. Ypara él, no era digna de ser amiga de suhija. Por otro lado, no sé si realmenteeran muy amigas; lo que pasaba es quela pobre Elenita no tenía a nadie, y comoa Malú la veía cada tanto porque lehacía la ropa, bueno, la habrá

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considerado su amiga.—¿Cuántos años tenía Elena?—Cuando murió tenía diecinueve.—¿Estudiaba alguna carrera?—No. Había hecho el secundario,

nada más, en un colegio de gente rica, enSan Isidro. Estaba pupila. Era uncolegio de monjas. Imagínate, pobrechica: presa en el colegio y presa en lacasa, porque cuando se recibió y volviócon don Emilio, fue como pasar de unacárcel a otra. Su padre era un verdaderotirano. No sé cómo lo aguantaba laseñora María del Carmen, tan dulce, tanamorosa…

—Si lo de la carta es cierto, tuvo su

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recompensa…—Y qué recompensa. Don Emilio

tenía muchísima plata, nena.—Por eso después la mataron a

Elena…—No lo puedo creer…—La versión oficial fue que se

suicidó tirándose de la torre, ¿no?—Sí. No me olvido más de aquel

día. Fue poquito después de la muertedel padre. Elenita estaba tan mal… Laseñora María del Carmen queríainternarla, pero el doctor De Bilbaodecía que había que esperar un poco,darle tiempo para que se hiciera a laidea de que el padre estaba muerto…

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Porque ella no lo aceptaba… Lollamaba, le hablaba al aire, como si elpadre estuviera ahí, frente a ella. Nocomía. Imagínate, si antes comía poco,ahora comía menos. Estaba flaquísima.

—¿Nunca acusó a la madrastra y alhermano de haber envenenado al padre?

—No, que yo sepa.—Eso no lo entiendo. Tiene que

haber hablado con alguien. Por lomenos, con el doctor. Ella confiaba enél…

—No sé. Estaba casi todo el díadurmiendo y cuando se despertaba,hablaba con el aire. Todos pensábamosque se había vuelto loca. Los primeros

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tiempos la vigilábamos hasta de noche.Pero después, como dormía bien (no teolvides que le daban calmantes), laempezamos a dejar sola. Quién se podíaimaginar que se iba a tirar de la torre…O que la iban a matar… No, eso no lohubiéramos pensado jamás… —Amparito hizo una pausa y se quedómirando la copa del tilo—. Como tedecía —siguió, sin quitar los ojos deltilo—, la dejamos sola… Pensábamosque dormía, pero una noche subió a latorre y se tiró. Oímos un grito. Un gritoterrible que nos despertó a todos. ¿Visteque dicen que una persona, aunque setire por propia voluntad, grita igual?

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Bueno, debe ser cierto. Elenita gritó. Yosalté de la cama y salí de mi habitaciónsin saber a dónde ir. Parece que losdemás hicieron lo mismo, porquecuando llegué al patio, ahí estabantodos. La señora María del Carmen y elhermano gritaban que Elenita no estabaen su cama. Herminia, la cocinera, ya sehabía puesto a rezar el rosario; yAmérico, que era mucamo y chofer a lavez, y marido de Herminia, no hacía másque agarrarse la cabeza y repetir: «¡Diosmío!, ¡Dios mío!». Yo no sabía quéhacer, y justo en ese momento sonó eltimbre de la puerta, así que salícorriendo para ver quién era. Te juro

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que no pensaba nada bueno. Sabía,estaba segura de que llamaban paraanunciar una desgracia. Y así fue. Erandos vecinos de la casa de enfrente quehabían oído el grito y se asomaron a laventana… Mirá, hasta ahí tengo todoclaro, como si lo estuviera viendo.Después, se me mezclan las imágenes.La veo a Elenita tirada en la vereda,boca abajo, en un charco de sangre, conun camisón blanco. Veo a la señoraMaría del Carmen y a su hermano;Herminia, dele mover los labios y apunto de deshacer el rosario de tantoque lo apretaba. Oigo gritos. Veo a losvecinos que se van acercando. No sé, a

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partir de ese momento todo pasódemasiado rápido… Lo único que tepuedo decir es que estábamos comolocos, no sabíamos qué hacer ni quédecir. Con la muerte del señor Emiliofue diferente, porque él estaba enfermo yya era viejo. Siempre es distinto con unviejo. Cuando muere una persona joven,uno piensa que es injusto. Eso. Unosiente la injusticia de la vida. ¿Te dascuenta? Y la vida no es justa ni injusta;es la vida, nada más —concluyóAmparito, apretando el mate entre lasdos manos.

—¿Y qué pasó con el vestido?—Qué pasó con el vestido… —

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repitió lentamente—. Mirá vos, esotambién lo recuerdo bien clarito —dijo,mirándome a los ojos—. Unos díasdespués de que enterramos a Elenita,apareció Juana, mi amiga, la que tenía laverdulería enfrente de la casa de Malú.Venía con el vestido. Me dijo que habíacruzado varias veces a golpearle lapuerta, pero que Malú nunca le habíacontestado. Me traía el envoltorio depapel madera tal como yo se lo habíadado. Y al verlo otra vez me di cuentade todo el horror: ahí estaba el paqueteencerrando un vestido hermoso y ladueña, en el cementerio… muerta yenterrada. Las cosas… ¿Te das cuenta?

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Siempre las cosas viviendo más quenosotros. Bueno… Mucho no podíahacer. Agarré el vestido, lo llevé a lahabitación de Elenita y lo guardé en elropero. Ahí quedó. Después, no sé. Laseñora que te escribió desde Españarecuerda a una mujer muy elegante queestaba en el remate. Tiene que ser laseñora María del Carmen. En esa épocayo ya no estaba en la casa, pero igualsupe que ella y el hermano vendierontodo y después se fueron.

—¿Y Malú? ¿Qué pasó con Malú?—Nada. Nada de nada.

Simplemente, no la vi nunca más.—¿Nunca? ¿En el velorio tampoco?

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—En el velorio, no me acuerdo. Vitantas caras, estaba tan aturdida…

Amparito se calló y yo me quedépensando. De golpe, lo vi todoclarísimo.

—¿No te das cuenta? —le dije. Ellase quedó mirándome con sus lindos ojoscolor miel—. A Malú también lamataron. La sacaron del medio porquesabía demasiado. No leyó esta carta,pero leyó otras donde Elena le contabade sus sospechas de que estabanenvenenando a su padre.

—Malú era una chica sola —dijoAmparito, como reflexionando—, notenía a nadie. La casa donde vivía era de

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una viejita que le alquilaba una pieza.Para esa época, la vieja ya había muertoy la casa estaba en sucesión. No vivíanadie con ella…

—¿No tenía familia?—Era de una provincia… No me

acuerdo si de San Juan o Mendoza…Acá no tenía a nadie. Era modista; unachica trabajadora, ¿entendés? Y Elenitaera rica. Hija única y millonaria. Poreso me cuesta pensar en una verdaderaamistad entre ellas. Y no lo digo porElena, sino por su padre, ya te dije. Elseñor Emilio era un hombre quemarcaba mucho estas diferencias.

Amparito volvió a perderse en la

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copa del tilo y yo, por primera vezdesde que había llegado, tuveconciencia de la hora. Hacia el lado dela calle, encima de los árboles, el cielose había puesto rojo. Decidí que ya eratiempo de irme. Amparito pareció darsecuenta, porque dejó de mirar el tilo y memiró a mí.

—¿Se puede saber qué hacemosahora con todo esto? —me preguntó. Lospuntitos dorados saltaban en la miel desus ojos.

—No tengo la menor idea —dije, yfui totalmente sincera.

De golpe me había dado cuenta de laimposibilidad de seguir con la

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investigación. ¿Investigar qué?, mepreguntaba. ¿Y a quién hacerlepreguntas? Pero sobre todo, y esto era lomás triste, ¿para qué? ¿A quién podríainteresarle la historia de Elena despuésde tantos años?

—Mirá, nena —me dijo Amparito,adivinando mis pensamientos—: Todoesto es horrible, pero no se puede hacernada. Pasó mucho tiempo.

Pasó mucho tiempo, me fuirepitiendo por el camino. Mucho tiempo.Le dejé mi teléfono a Amparito, por lasdudas. No sé qué dudas, pero noimporta. Me fui derecho a casa, resueltaa archivar el asunto. Sabía que me

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costaría una barbaridad, pero estabasegura de que no me quedaba otra.

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7

Estoy rodeada de gente sensata:una madre sensata, un padre sensato, doshermanos sensatos. Y lo que es peor:una amiga sensata. Florencia, mi mejoramiga. Tuve la pésima idea de contarletoda la historia de la carta. «Estás loca»fue lo primero que me dijo cuando leconté el comienzo de la investigación. Y«Me alegro» cuando le conté el final,con la despedida de Amparito en el

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Rawson.Anduve dando vueltas toda una

semana sin saber qué hacer, peleándomecon Juanjo y Javier, y molesta conFlorencia, hasta que Amparito me llamó.

—Venite esta tarde al Rawson —medijo—. Averigüé algo.

Fue como una luz. Amparito mellamaba, y eso quería decir que lainvestigación seguía. O empezaba.

Vaya una a saber. Me olvidé deFlorencia y de las peleas familiares, y ala tarde me fui al Rawson.

Encontré a Amparito tomando matedebajo del tilo. Me estaba esperando.Yo había llevado medialunas y, cuando

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abrí el paquete, dos viejitos que estabansentados en un banco empezaron aacercarse de a poco, como con miedo.

—Tenemos que convidar —me dijoAmparito—. Si no, se van a quedarmirando hasta que terminemos de comer.

Les dimos dos medialunas a cadauno y se fueron riendo y caminando asaltitos. Parecían chicos felices. Mesentí mal.

—Quiero que conozcas a Rosa —dijo Amparito—. Es mi amiga. La quetrabajaba con la hermana del doctor DeBilbao. Vive con la hija, por acá cerca.Nos vemos siempre en el club. Ayer nospusimos a charlar de tiempos viejos.

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Amparito hablaba, interrumpiéndosenada más que para sorber el mate ymasticar un poco. Yo la escuchaba ycada tanto miraba a los viejos quedormitaban en el banco mientrasdigerían las medialunas, como si elesfuerzo requerido por la masticaciónles hubiera hecho indispensable elsueño.

Según me dijo, Amparito había vistoa Rosa en el club de jubilados delbarrio. Allí se reunían siempre. Rosaprácticamente no podía caminar, así quela hija la llevaba al club en silla deruedas y la dejaba toda la tarde allí.

—No hablamos mucho porque la

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hija fue a buscarla temprano. Era elcumpleaños de uno de los nietos. Perovamos a seguir la charla y me gustaríaque estuvieras vos.

Por supuesto, le dije que sí. ¿Por quéno? Rosa había aportado algunos datosque servirían para averiguar algo más. Ytal vez en esos días que faltaban paraque nos viéramos, podría recordar otrascosas. Por el momento, le había dicho aAmparito que el doctor De Bilbao teníaun geriátrico muy importante en SanIsidro o Vicente López. Al menos, lotenía unos diez años atrás, según lehabía contado la hermana, una vez que laencontró en la iglesia de Santa Catalina.

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(¡Entonces el doctor no estaba en laruina!). Entre Amparito y Rosacalcularon que en la actualidad el doctorDe Bilbao, en caso de estar vivo (cosaque ninguna de las dos sabía), andaríaentre los setenta y cinco y los ochentaaños, o sea que ya debería estar retiradode la profesión. Amparito dijo que esono importaba porque él era dueño delgeriátrico y, aunque no ejerciera comomédico, igual podía desempeñarse comodirector o lo que fuera; y aunque no sedesempeñara como nada, igual el datonos iba a servir para tratar de ubicarlo.Eso, por supuesto, siempre y cuando elgeriátrico todavía existiera. En fin,

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quedamos en encontrarnos en el club dejubilados. Amparito me invitó para el 25al mediodía. Los jubilados hacían unaolla popular de Navidad y Amparito erala organizadora. Me hubiera gustadoestar ahí, pero eso habría significado unconflicto de primera magnitud en micasa. El 25 almorzábamos con «losLuises», como dice papá, o sea: tíaLuisa y tío Luis, más su adorable hijaAyelén. Decirle a mamá que el 25 yo noiba a estar en casa habría sido comoclavarle un puñal en el corazón, en elestómago o en los intestinos (para elcaso, lo mismo daba). Así que ni lointenté. Quedé con Amparito en que iría

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a la tarde y llevaría un pan dulce.Cuando salí del Rawson, empecé a

pensar en una estrategia familiar. No ibaa hablar del vestido ni de la carta, perosí de Amparito y de su actividad socialcon los jubilados. Yo sabía muy bienque por ese lado la cosa podía sermenos terrible. Abandonar la reuniónfamiliar sin un buen motivo eragravísimo, más que nada para mamá,que siempre anda tratando de que yohaga buena letra delante de su hermana ymi prima. Pero salir por una causa justaera distinto. Mis viejos siempre fueronmilitantes de la justicia. Mis hermanos yyo estamos acostumbrados desde chicos

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a las marchas por los derechos humanos,las manifestaciones de docentes, deobreros, de jubilados… No, por eselado no iba a haber problema. Lo quetenía que inventar era mi conexión conAmparito, porque del vestido y la carta,nada. Ni una palabra.

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8

—¿Justo el 25?—Si es una olla popular de

Navidad, tiene que ser el 25. El 24 a lanoche es más difícil. Los viejos seacuestan temprano.

—Está bien. Pero podrías llevar a tuprima, ¿no?

—¡Ayelén en una olla popular!Delirás, ma.

—Podrías intentarlo. La invitás y

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listo.—Ni pienso.—En el colegio de Ayelén hacen

muchas obras de caridad, visitanhospitales, reparten ropa…

—Vos lo dijiste, ma. Obras decaridad. No sé por qué no querésentender. Esto es otra cosa, no hace faltaque te lo explique.

—Sí, ya lo sé —suspiró mamá,resignada.

Yo también suspiré, pero de alivio.Ayelén era asunto terminado, al menospor ahora.

—¿Y dónde conociste a esa mujer?… —preguntó al fin mamá, que era lo

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que yo esperaba que preguntara desdeque empecé a hablar de la olla popular.

—Amparito. Se llama Amparito. Esamiga de la tía de Florencia. La conocíen su casa.

No más preguntas. Mamá es unapersona práctica, y ante una respuestaclara y precisa, ¿para qué seguirindagando?

Por fin llegó el 25, pero antes, el 24,por suerte. Siempre me gustó laNochebuena más que la Navidad,porque la pasamos en la casa de mi tíoJorge, que es el hermano de papá. Ahínos juntamos toda la familia paterna.Papá tiene dos hermanos y dos

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hermanas, y ninguno tiene menos de treshijos, así que somos un batallón. Yvamos a la casa del tío Jorge porque esla más grande, con patio, terraza yjardín. Toda mi vida pasé laNochebuena en lo del tío Jorge con misprimos y siempre me divertí; y mishermanos, lo mismo. Pero el 25, ¡ay!, el25 me toca Ayelén. Un año en su casa,un año en la mía. Este año, en la mía.Tía Luisa es la única hermana de mamáy las dos son bastante unidas, no porquetengan mucho en común, sino porque sonhermanas y nada más. Y me parece bien;lo que no soporto es que mamá trate deimponerme a Ayelén y me la quiera

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vender como una verdadera joya. Contío Luis pasa algo parecido: papá no selo banca. Apenas lo soporta en Navidadpara darle el gusto a mamá, pero el restodel año los dos se ignoran. Y no es paramenos. Mamá tampoco se lo banca, perolo aguanta bastante porque es el maridode su hermana. Tío Luis es un tipoegoísta, un empresario exitoso que vivecon la única finalidad de ganar más ymás y más, y súper convencido de quetodo el mundo debe estar a su servicio.Mi tía representa impecablemente elpapel de esposa modelo. Le gustaaparentar y gasta mucha, muchísimaplata. Y mi prima, bueno, es el perfecto

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exponente de lo que mis tíos esperan deella como hija.

En fin, el 24 nos acostamostardísimo; cuando llegaron los Luises yla heredera, Juanjo, Javier y yo todavíadormíamos. Y eso que mamá ya habíaprobado todos los métodos para que noslevantáramos y recibiéramos a la familiareal como correspondía. Lo único quefaltó fue que nos tirara un baldazo deagua; todo lo demás lo hizo. Puso laradio a lodo volumen, abrió las ventanasde nuestros dormitorios, pegó unoscuantos gritos, pero nada dio resultado.Yo me levanté de un salto cuandoescuché el portero eléctrico, y me metí

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rápido en el baño para ganarles de manoa mis hermanos y bailarme primero.

El almuerzo fue aburridísimo. TíoLuis no paró de hablar de sus éxitosempresariales; tía Luisa y Ayelén, de lospreparativos para las vacaciones en sucasa de Punta del Este; lo de siempre.Pero en el momento exacto en que miquerida prima preguntó adónde íbamos air nosotros de vacaciones (sabiendo deantemano que, igual que todos los años,nos íbamos quince días a la casa de miabuela en San Clemente del Tuyú, y quesi no vamos ahí, no vamos a ningunaparte), me levanté de la silla como si mehubieran pinchado el traste con un alfiler

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y dije:—Bueno, me voy. Tengo un

compromiso con un grupo de jubilados.Me invitaron a una olla popular…

Dejé que Ayelén se atragantara conla pregunta de todos los años y quemamá se encargara de dar la respuesta, yme retiré con la cabeza en alto.

Cuando llegué al club de jubilados,que queda a unas cinco o seis cuadrasdel Rawson, me encontré con algo queno esperaba: un baile. El club encuestión es una casa vieja con un patioenorme, convertido para la ocasión enpista de baile. En una habitación quedaba a la calle, junto a la ventana, había

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un árbol de Navidad y un pesebre, y enel centro, una mesa con mantel dondehabían puesto tortas, budines y pandulce. El baile estaba de lo másanimado y me sorprendió. No era paramenos: los viejos bailaban cumbia yAmparito era la que más se movía. Nohabía gente joven, al menos de mi edad.Sí había dos o tres mujeres que tendríanmás o menos la edad de mi mamá; elresto, todos viejos. Ni bien me vio,Amparito se acercó a mí; me hizo dejarel pan dulce en la mesa del mantel y mellevó hacia el fondo de la casa.

—Tenés que conocer a Rosa —medijo—. No le gusta el barullo; está en el

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fondo. Seguro que se puso a arreglar lasplantas.

El fondo en cuestión era otro patio,un poco más chico que el de adelante,pero lleno de canteros y macetones yenredaderas. Había todo tipo de plantas:helechos, malvones, geranios, claveles,rosas, margaritas.

—Este es el refugio de Rosa —dijoAmparito—. La pobre vive en undepartamento sin patio ni balcón —agregó, mirando a Rosa de reojo ysonriendo—; por eso se apropió de este.Ella es la que cuida las plantas.

Rosa me miraba como pidiendoperdón, como si hubiese cometido un

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extraño delito con la tijera y la palitaque tenía en la falda. Pero eso pasóenseguida; y cuando comprendió que yoera de confianza, me sonrió y avanzóhacia mí con su silla de ruedas.

—Así que vos sos Inés —me dijo—.Bueno, encantada de conocerte. Yo soyRosa.

Me gustó Rosa. Es muy distinta deAmparito. Es tranquila y piensa muchoantes de hablar, pero lo que compartecon ella es la capacidad de hacer cosas,y eso a pesar de la silla de ruedas. Ellase encarga de todas las plantas del club.La hija, con quien Rosa vive y que lalleva al club todos los días, riega las

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plantas de las macetas colgantes; delresto se encarga Rosa.

—¿Te gusta mi jardín? —mepreguntó—. Acá vas a encontrar detodo…

Rosa extendió los brazos hacia uncostado y hacia el otro, señalando loscanteros y los macetones. Me detuve enla glicina, que formaba un techo sobreuna enorme pileta de lavar la ropa; superfume tan intenso me hizo acordar alde los paraísos, y el color también. Unapared estaba completamente tapada porrosales trepadores, y otra, por jazminesdel país y una enamorada del muro. Enel centro del patio había una palmera

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altísima con el tronco cubierto por unaSanta Rita.

—Es hermoso, nunca vi nada igual—dije sinceramente—. ¿Cómo hacepara cuidarlo usted sola?

—Vengo todos los días, a la mañanay a la tardecita, para regar. Amparitotambién viene, aunque no tan seguido.Ella tiene mucho trabajo. Yo, en cambio,me dedico nada más que a las plantas,así que tengo tiempo de sobra.

Mientras hablaba, la miré bien, nopor andar curioseando, sino porque yosoy así. Miro mucho a la gente y megusta verle los detalles. Así como enAmparito me llamaron la atención esos

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puntitos dorados que tiene en los ojos yel pelo teñido de rojo (que tal vez sea unpoco excesivo para su edad pero lequeda tan bien), en Rosa observé que sumirada era muy atenta, penetrante, unade esas miradas que parecen metersedentro de lo que miran. Una a una me fuenombrando las plantas, mientrasrecorríamos lentamente todo el patio;ella en su silla, Amparito detrás,empujándola, y yo a un costado, mirandoy escuchando: geranios, pensamientos,dalias, rayitos de sol, helechos serrucho,flores de seda, malvones, jazmines,begonias, alelíes, margaritas, conejitos,coquetas, aljabas…

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Desde el patio de adelante llegaba lavoz de Mercedes Sosa: «… para lasotras no, pa’ las del norte sí, para lastucumanas, mujer galana, naranjo enflor…».

—Tenemos dos parejas de viejosque bailan folclore —dijo Amparito, «lajoven»—. El año que viene los vamos aponer a dar clases. Desde ya que meanoto —agregó, mientras acomodaba aRosa, debajo de la palmera.

Amparito y yo nos sentamos en unbanco de madera largo y nos quedamosmirando a Rosa, que a su vez nos mirabaa nosotras, como esperando queempezáramos a hablar. Amparito no

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perdió tiempo en miradas y empezó ella:—Bueno, nena —dijo, levantando

los hombros y apoyando las manos enlas rodillas—: Como ya te conté, Rosatrabajó muchos años con la hermana deldoctor De Bilbao. Entonces, sabe unascuantas cosas; por ejemplo, lo delgeriátrico de San Isidro, que te dije elotro día.

—Sí. El geriátrico que tenía eldoctor, unos diez años atrás —confirméla información— y que no saben si sigueteniendo.

—Sigue —dijo Amparito,enigmática, señalando a Rosa con lamano abierta y cediéndole la palabra

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con ese solo gesto.—Lo acabo de averiguar —dijo

Rosa, aceptando la invitación de suamiga con una sonrisa de satisfacción yuna mirada picara dirigida a mí—.Después de hablar con Amparito, penséque lo mejor iba a ser darme una vueltitapor Santa Catalina. No voy a misa muyseguido, pero de vez en cuando me gustair y encontrarme con viejas amigas yvecinas… No es que sea chusma, nena—aclaró—, pero conviene estarinformada, saber cómo le va a la gente;por eso, a la salida de la iglesia nosjuntamos un ratito y charlamos. Bueno,el domingo le dije a mi hija que me

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llevara, y allá fuimos. Dicho y hecho,me encontré con Aída, con Blanquita,con Isabel, con María…

—No importa la lista de amistades—interrumpió Amparito—. Contá lo quete dijo Isabel.

—Sí, a eso iba cuando te metiste —contestó Rosa, mientras alzaba la manocon la que sostenía la palita y la agitabahacia adelante y hacia atrás, marcandoel compás de sus palabras—. Resultaque Isabel era vecina de la señoraAmanda, la hermana del doctor DeBilbao, y me contó que la pobrecita haceunos cuatro o cinco años que estáinternada en un geriátrico…

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—¡El del hermano! —volvió ainterrumpir Amparito, entusiasmada.

—El del hermano —repitió Rosa,tranquila y mirándome a mí—. Según mecontó Isabel, a la señora Amanda lainternaron porque ya no se podía valersola, la pobre. Necesitaba atenciónpermanente. Entonces, ¿qué mejor que elsanatorio de su propio hermano? Claroque Isabel no sabe si sigue viva o no,aunque supone que sí porque si sehubiera muerto, en el barrio ya se lohabrían contado. Vos sabés, nena, cómovuelan las noticias. Además, Isabelsiempre lee los avisos fúnebres de losdiarios, por si aparece algún conocido,

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y a ella nunca la encontró; y al hermanotampoco, así que viven los dos.

—Y el geriátrico queda en SanIsidro… —dije, recordando lo que mehabía dicho Amparito.

—En Beccar; me lo confirmó Isabel—precisó Rosa, señalándome con lapalita—. Es casi lo mismo. Yendo entren, es una estación después.

—Bueno —dije, suspirando—, parasaber si el doctor sigue ahí, lo único quetenemos que hacer es llamar porteléfono y preguntar. Lo que más mepreocupa ahora es saber algo de…

—Malú… —me interrumpióAmparito.

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—Sí. Malú. ¿Usted sabe algo, Rosa?—le pregunté de repente, al ver que memiraba con atención.

—Antes que nada, tuteame, porfavor —me pidió Rosa—. No veo porqué la tuteás a ella —dijo, señalando aAmparito con la palita— y a mí no.Después de todo, soy un año menor.Bueno —siguió—, de Malú no sé nada.Estuve pensando mucho, eso sí, desdeque Amparito me contó lo de la carta yel vestido de la pobre Elenita. Yo laconocí a Malú porque le cosía la ropa ala señora Amanda. Eramos del mismobarrio. La señora Amanda tenía undepartamento en Garay, llegando a

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Chacabuco, y Malú vivía en Chacabucocasi esquina Caseros; me acuerdo bienporque la dueña de la casa donde Malúalquilaba una pieza había sido muyamiga de la mamá de la señora Amanda—Rosa se quedó pensativa, mirando lasflores de la Santa Rita que trepaban porla palmera—. Me acuerdo de cuando ibaa probarle la ropa a la señoraAmanda… —siguió—. Era una chicaque llamaba la atención, no solo porqueera hermosa, sino por lo delicada… tanfina… siempre impecable… Hablabapoco; era simpática, agradable, perosilenciosa.

—Lo que a mí me llama la atención

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—dije— es que nadie la haya vistodespués de la muerte de Elena o delpadre.

—Yo no dije eso —aclaró Amparito—. Lo que dije es que no me acuerdo dehaberla visto después de que ellosmurieron, ni siquiera en los velorios deninguno de los dos. Pero eso no quieredecir nada. Solamente que yo no meacuerdo; nada más.

—¿Y usted… vos…? —me corregí atiempo, mirando a Rosa.

—No, no me acuerdo, querida.Pasaron tantos años…

—Pero ¿siguió cosiendo para laseñora Amanda?

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—Sé que dejó de ir a la casa, perono sé por qué.

Además, no recuerdo si fue antes odespués de la muerte de Elenita.

Resumiendo, ni Amparito ni Rosapodían decir algo de Malú. Nada, salvoque era muy linda y delicada. Mientrastanto, a mí me daba vueltas la hipótesisde que la habían asesinado porque sabíademasiado. Si tenía conocimiento de queestaban envenenando al padre de Elena,es lógico que no se tragara el cuento delsuicidio. Seguramente trató de hablarcon la policía y se lo impidieron. Laviuda y el hermano habrían actuadosolos o con la ayuda del doctor De

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Bilbao. Tranquilamente podrían haberlamatado y después hacer desaparecer elcadáver sin que nunca se supiera nada.Las tres, Amparito, Rosa y yo,estuvimos de acuerdo en la hipótesis delasesinato de Malú. Tres crímenes y trescómplices con un solo móvil: la inmensafortuna del padre de Elena.

Esa misma tarde, en el patio delfondo del club de jubilados (o el jardínde Rosa), elaboramos un plan queconsistía básicamente en tres puntos:rastrear a Malú; averiguar si el doctorDe Bilbao seguía vivo y si aún sehallaba a cargo del geriátrico; y porúltimo, averiguar qué había sido de la

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viuda y de su hermano.—Bueno —suspiró Amparito—,

aquí estamos, en la mitad del río y sinsaber nadar.

—Yo diría que ni siquiera salimosde la orilla —le contestó Rosa,señalándola con la palita.

—¿Y ahora qué hacemos? —dije yo,por decir algo.

—Lo que acabamos de decir queharíamos, nena: buscar a Malú, al doctorDe Bilbao y a la viuda y a su hermano—me recordó Rosa.

—Eso ya lo sé. Lo que quiero decires cómo vamos a hacer paraencontrarlos.

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—Yo creo que lo más difícil esMalú. Ni siquiera sabemos su nombrecompleto. En el barrio no debe quedarnadie que la recuerde —dijo Amparito—, y aunque quedara, ¿de qué nosserviría? Nosotras dos la recordamos y,sin embargo, no podemos decir de ellanada que tenga menos de cuarenta añosde antigüedad.

—Sí, estoy de acuerdo —siguióRosa—. No se me ocurre cómo buscar aMalú. Al doctor ya sabemos dóndeencontrarlo, si es que vive, claro…

—Yo diría que dejemos pasar estasemanita y la fiesta de Año Nuevo, y queempecemos con la búsqueda la primera

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semana de enero. ¿Qué les parece? —propuso Amparito.

Ninguna objeción. Nos fuimos alpatio de adelante, con los demásjubilados; ya era la hora del mate, lastortas y el pan dulce.

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9

Los planes de Amparito de dejarpasar las fiestas y arrancar con lasaveriguaciones en la primera semana deenero no tuvieron éxito. Mi abuelamaterna, la dueña de la casa de SanClemente, tuvo que cambiarnos lasvacaciones para la primera quincena deenero y de paso se le ocurrió reunir asus dos hijas, con sus respectivasfamilias, la noche del 31 y el 1º. Los

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Luises y Ayelén ya habían llegado aPunta del Este y ni soñaban con pasarlas fiestas de Fin de Año y Año Nuevonada menos que en San Clemente delTuyú, después de haberse instalado entan elegante playa. Yo tampoco loesperaba, ya que la abuela nos habíainvitado para la segunda quincena; pero,dada la circunstancia de que si noíbamos en la primera nos quedábamossin vacaciones porque a la abuela lecaían unas primas de Santa Fe para lasegunda, todos decidimos que la primeraestaba bien. Antes de irnos, llamé aAmparito al Rawson y le conté.

—Bueno, nena —me dijo—: Si te

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vas, te queda la peor parte de lainvestigación. Te vas a encargar deMalú.

Protesté, pero Amparito estabaconvencida de que era justo. Ella y Rosase quedaban y yo me iba de vacaciones.¿Por qué me la tenía que llevar dearriba? Por una cuestión de dignidad,acepté. Es lo que tenía que hacer, ypunto.

—En San Clemente vas a tenerbastante tiempo para pensar —me dijo—. Cuando vuelvas, nos encontramos yhablamos.

Y así quedaron las cosas. Yo me fuia San Clemente y pensé. Pensé en la

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playa, en la casa de mi abuela, cuandome iba a dormir, cuando me levantaba.Trataba de recordar todas las películaspoliciales y de misterio que había vistoen mi vida, más las novelas y cuentosleídos, más las telenovelas y hasta lasnoticias policiales que leía en losdiarios. Buscaba algo, cualquier cosaque me diera una pista para encarar labúsqueda de Malú. Una noche por fin laencontré. Llovía muchísimo y nadiesalió de casa. Nos quedamos mirandotelevisión y justo dieron una películaque era más o menos lo que yo andababuscando. Y, por increíble que parezca,todo comenzaba con una carta. Una carta

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del pasado, aunque no tan antigua comola mía. Esta tenía veinte años y la habíaescrito una mujer que pensaba que laiban a matar y efectivamente la matan,haciendo pasar su muerte por unaccidente. Ahora bien: los protagonistasno saben nada de esta mujer; solo tienenla carta y su nombre. Quieren rastrearla,saber algo de ella. ¿Qué hacen? Muysimple: van a una hemeroteca yconsultan los diarios de la época. Y allíencuentran la noticia de la muerteaccidental de la mujer. Ellos investigany descubren que fue un asesinato, talcomo ella decía en la carta. Pues bien,ahí me estaban mostrando cuál era el

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procedimiento que debía seguir. Teníaque buscar en los diarios de 1958 algunanoticia acerca de la muerte de una mujerjoven. Claro que existía la posibilidadde que Malú estuviera viva, pero eramuy raro. Nadie recordaba haberla vistodespués de la muerte de Elena, nisiquiera después de la muerte del padre.Para mí estaba claro que el doctor DeBilbao, la viuda y su hermano habíanmatado a Elena y al padre para quedarsecon la herencia, y después a Malú paraque no los delatara. Qué más fácil quesacar del medio a una chica joven ysola, alguien por quien seguramentenadie reclamaría, en el supuesto caso de

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que un día desapareciera del barrio ydel mundo. Mi tarea ya estaba tomandoforma; por lo menos, tenía una idea de loque iba a hacer cuando terminaran lasvacaciones. A partir de esa noche, mequedé tranquila y no pensé más en elasunto.

La primera semana en San Clementehabía sido bastante agitada. Nosotrosllegamos el 30 de diciembre a la noche,o sea que el 31 ya estábamosperfectamente instalados, haciendo lospreparativos para la cena, lo cualsignificaba: asado. Cada vez que mipapá tiene la oportunidad de hacer unasado, lo hace. Y como vivimos en un

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departamento, las oportunidades sereducen a las vacaciones. Conclusión: lacena del 31 no se discutía. A las siete ymedia de la tarde llegaron los Luises dePunta del Este, acompañados por laprincesa, en una avioneta alquilada. Y loprimero que dijo tío Luis al entrar a lacasa de mi abuela fue:

—Mañana, a las seis, la avionetanos pasa a buscar y volvemos a Puntadel Este.

Y lo segundo, separado de loprimero por una breve pausa parasaludar a mi abuela con un beso en lamejilla:

—Me imagino que no comeremos

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asado… Creo que lo más indicado serácenar afuera. Yo invito.

En fin, vaya esto como una muestrade lo que fueron las aproximadamenteveinticuatro horas que pasamos juntaslas dos familias. Esa noche ganó papá ycomimos asado. Tío Luis y Ayelén seofendieron mortalmente, y después dealgunas protestas cerraron la boca y nola abrieron hasta la mañana siguiente.Tía Luisa no protestó, pero se pasó todoel tiempo hablando de sus amigos dePunta del Este y de la actividad socialque tenía programada para lasvacaciones, desfiles de modas incluidos.Por suerte, el 1º de enero a las seis de la

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tarde en punto partió la familia real a supalacio de verano.

Esa quincena resultó bastantelluviosa. Pero no me quejo, disfrutéigual. Caminé por la playa, leí, vipelículas por televisión, me encontrécon algunos amigos de otros años; lapasé bien. Siempre es bueno alejarse deBuenos Aires, aunque sea por pocotiempo y con lluvia. Se vuelve con ganasde empezar cosas nuevas. Al menos, amí siempre me pasa así.

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10

Buscar en los diarios a unapersona que, se supone, murió hace másde cuarenta años es tarea de por síardua. Más aún si no se sabe suapellido, y ni siquiera su nombre,porque desde ya que Malú sería unapodo; nadie se llama así. Lo único quemás o menos sabía era la edad;Amparito me había dicho que era unpoco mayor que Elena, apenas unos dos

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o tres años. Y Elena había muerto a losdiecinueve; ahí Amparito no dudaba.Conclusión: los únicos datos con quecontaba eran un apodo y una edadaproximada; y decir que esos eran datosera delirar.

Cuando le pedí a la empleada de laHemeroteca del Congreso los diarios denoviembre y diciembre de 1958, memiró con curiosidad. Pensé que me iba apreguntar para qué los quería; y yaestaba por improvisar una respuestacuando se me adelantó para preguntarmequé diarios necesitaba. Le dije quetodos. Me contestó que esperara y se fuepor un pasillo. Me quedé pensando qué

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iba a sacar en limpio de los diarios si nosabía a quién estaba buscando.¿Aparecería alguna joven de veintipicomuerta en un supuesto accidente detránsito, por ejemplo? ¿O tal vez por unescape de gas del calefón, mientras sebañaba? Yo había escuchado muchasveces que en las casas antiguas loscalefones se instalaban en el baño y queera muy peligroso si no había una buenaventilación. Pero enseguida descartéesta posibilidad porque, si hubiera sidoasí, Amparito tendría que haberlosabido. No, Malú no había muerto en sucasa. Malú había desaparecido. Lahabían borrado del mapa para que no

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acusara al médico y a la viuda y a suhermano de la muerte de Elena y supadre. Después de haber matado a dospersonas, ¿por qué no matar a una más siera necesario? Malú, sola en BuenosAires, seguramente debe de haber sidouna víctima fácil. Nadie sabía nada,nadie la había visto, nadie recordabahaber hablado con ella en el velorio deElena; no estaba en su casa cuandoAmparito le llevó el vestido con lacarta. Hasta era probable que lahubieran matado antes que a Elena.Después de este razonamiento, me dicuenta de que sería mejor que pidieratambién los diarios de los últimos días

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de octubre, y como la carta estabafechada el 22, directamente empezaríapor ese día.

La empleada apareció abrazandounos carpetones enormes, donde searchivaban los diarios; me dijo que esoseran los de noviembre y que cuandoterminara me traería los de diciembre.Por la cara que puso cuando le pedí losde octubre, me di cuenta de que lapaciencia no era una de sus virtudes.

No sé exactamente cuántas horasestuve ahí adentro, dedicada nada másque a leer las noticias policiales del mesde noviembre de 1958. Lo único que sées que no encontré nada. Nada que me

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sirviera, desde luego, porque lo que esasesinatos y otro tipo de delitos, había amontones. Le devolví los diarios a laencargada de la hemeroteca y le dije quevolvería al día siguiente para consultarel resto. Me fui bastante decepcionada;la verdad es que estaba casi segura deque iba a encontrar algo, una pista, quésé yo.

Antes de llegar a casa, le hablé aAmparito desde un teléfono público y leconté cómo iban las cosas. Me dijo queella y Rosa habían averiguado algo yquedamos en vernos cuando yoterminara con los diarios.

Esa noche, antes de dormirme, me

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hice un replanteo de toda la situacióndesde el comienzo, y volví apreguntarme qué necesidad tenía yo demeterme en semejante baile. Para quétanto trabajo. Consultar los diarios,buscar una pista, escarbar en cosas quepasaron tanto tiempo atrás y que yanadie recordaba. Por qué. Para qué.Cuando leí la carta por primera vez, loque sentí fue una curiosidad extraña;quería saber qué había pasado con Elenay su padre. No podía dejar de pensar enla carta. Más tarde, cuando la señora delmercadito me dijo que Elena se habíasuicidado tirándose de la torre, bueno,ahí tuve bien claro que de ningún modo

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me olvidaría del asunto. Y después,cuando supe que Malú habíadesaparecido, me di cuenta de que yaera imposible salir, y menos conAmparito y Rosa interesadas en saber laverdad. Pensar en Malú era lo que peorme ponía. La muerte de Elena ya mehabía golpeado. Pero con Malú era peortodavía, porque su muerte era anónima yla había ligado de rebote. Si Elena no lehubiera pedido ayuda, hoy estaría viva.Malú no importaba por lo que era, sinopor lo que sabía. Estas cosas meangustiaban, pero seguía sinresponderme para qué averiguar laverdad después de tanto tiempo.

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Al día siguiente volví a lahemeroteca. Empecé con los diarios deoctubre: nada. Seguí con los dediciembre, y ya estaba pensando que ibaa tener que volver al otro día paraconsultar los de enero del 59, cuandoencontré algo que me llamó la atención.El diario correspondía a la ediciónvespertina del 18 de diciembre y lanoticia decía así: «Muerte en elRiachuelo. En las primeras horas de estamañana, vecinos de una humildevivienda situada a orillas del Riachuelo,a escasos metros del Puente Bosch, dellado de Avellaneda, vieron el cadáverde una mujer flotando en las oscuras

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aguas e inmediatamente dieron aviso ala policía. Al cierre de esta edición,todavía se ignoraba la identidad de lavíctima».

No quise apurarme a sacarconclusiones, pero ya estaba imaginandoque había encontrado a Malú. Abrí eldiario del 19 de diciembre, pero laedición matutina. «Misterio en elRiachuelo. Hasta el cierre de estaedición, no se había logrado aúnidentificar el cadáver de la mujerhallado en el Riachuelo, según loinformáramos en nuestra ediciónvespertina del día de ayer. La mujer,cuya edad se calcula en alrededor de 25

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años, tenía pelo castaño claro, ojoscelestes, tez blanca, 1,65 m de estatura yun peso cercano a los 55 kg. Vestía unapollera azul y una blusa blanca. Sucadáver presenta un hematoma en la sienizquierda. Se esperan los resultados dela autopsia».

La edición vespertina del 19 noagregaba nada nuevo. Repetía lo de lamañana y prometía los resultados de laautopsia para la edición matutina del 20.Allá fui. Esta vez, la nota ocupaba másespacio: una página entera. El titular eramás destacado y aparecían dos fotos:una, del cadáver, cubierto hasta el cuellocon una sábana y dejando ver la cabeza

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con el pelo alborotado y un rostroborroso; y la otra, del lugar donde sehabía encontrado el cuerpo: la orilla delRiachuelo, una parte del puente y la casade inquilinato donde vivía la gente quehabía descubierto el cadáver, una casade madera de dos pisos, con unaescalera al costado y ventanas quedaban al río. «Crece el misterio de “lamujer del Riachuelo”. Los resultados dela autopsia practicada sobre el cadáverde la mujer que apareció el día 18 delcorriente en aguas del Riachuelo, en lavecina localidad de Avellaneda, y queaún sigue sin identificar, revelan que lamujer murió a causa de un golpe

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perpetrado con un objeto contundente enla sien izquierda. Según declaración delos peritos, la víctima ya estaba muertacuando fue arrojada a las aguas delRiachuelo».

Lo único nuevo era el resultado dela autopsia, porque lo demás era unarepetición de lo publicado desde elprimer día. De ahí en adelante, hasta elúltimo día del mes, todo siguió igual. Nose pudo averiguar quién era la mujermuerta y nadie reclamó el cadáver. Lanoticia siguió apareciendo todos losdías durante la primera semana y luego,únicamente en la edición vespertina. Lostitulares aumentaban la dosis de misterio

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y su tamaño: «¿Quién es la mujer delRiachuelo?»; «Enigma en el Riachuelo»;«El misterioso crimen del Riachuelo», yasí hasta que simplemente dejó deaparecer. Pedí los diarios de la primeraquincena de enero del 59 y solo encontréun recuadro, el día 14: «Mujer delRiachuelo. Aún no se ha identificado elcadáver. El más absoluto misterio seciñe en torno de este asesinato. Nadie hadenunciado la desaparición de unapersona de tales características (mujer;alrededor de 25 años de edad; 1,65 m deestatura; peso de 55 kg,aproximadamente; tez blanca; ojoscelestes; pelo castaño claro).

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Recordemos que la policía efectuó en sumomento un exhaustivo rastreo de lazona donde apareció el cadáver, enbusca de cualquier objeto quecontribuyera a arrojar algo de luz sobreel caso, pero los resultados fueroninfructuosos». Eso era todo. No encontréni una palabra más sobre la misteriosamujer, ni en los diarios de la primeraquincena de enero ni en los de lasegunda, que también los pedí, por lasdudas. A esta altura de la búsqueda yaestaba más que práctica, por lo querevisar todo el material me llevó menostiempo que el primer día. Pedí que mefotocopiaran los artículos y me fui.

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Quería que Amparito y Rosa vieran lafotografía del cadáver. Los rasgos de lacara no se distinguían, pero no meimportó. En una de esas servía paraalgo. Y si no servía, ahí estaba ladescripción: altura, peso, color de peloy de ojos. Eso sí serviría.

Cuando llegué a casa no había nadie.A papá y mamá les quedaban unos díasde vacaciones y aprovechaban para salirtodo lo que podían. Juanjo había pasadode San Clemente a Villa Gesell, dondesiguió veraneando con sus amigos; y encuanto a Javier, lo tenía todo el día encasa, peleando como de costumbre. Porsuerte, en ese momento no estaba, así

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que pude hablar por teléfono conAmparito sin que nadie anduvieracurioseando alrededor.

—Describime a Malú —le pedí.—¿Encontraste algo?—Sí. Pero primero decime cómo era

Malú. Físicamente, quiero decir.—Era muy linda. Una chica alta,

delgadita, muy fina…—¿Rubia o morocha?—Tirando a rubia, digamos. Pelo

castaño claro.—¿Con rulos o lacio?—¡Nena! —protestó Amparito—.

¿Cómo me voy a acordar de esas cosas?Pasó mucho tiempo.

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—¿De qué color tenía los ojos?—¿Por qué no me decís qué

encontraste?—Después. Ahora pensá en el color

de sus ojos.—No estoy segura… Creo que eran

claros…—¿Celestes?—Puede ser…—Entonces es ella.

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11

Quedé con Amparito en que nosveríamos a la mañana siguiente, en elRawson. Ella me dijo «Vení temprano»y yo me apuré un poco. Cuando llegué,la encontré baldeando la galería dondelos viejitos se sentaban a la sombra, enlos bancos de madera. Me hizo una señapara que entrara en su casa.

—¡Hay una caja arriba de la mesa!—me gritó—. ¡Revísala!

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Era una caja de zapatos, forrada conun papel de fondo celeste con rosasrojas. Estaba llena de fotos; muchas enblanco y negro, amarillentas por eltiempo, y otras en color; estas últimas,en álbumes de plástico, de esos que danen las casas de fotografía cuando selleva a revelar un rollo. Miré losálbumes por encima y comprobé que encasi todas las fotos estaba Amparito conotros viejos en el club de jubilados, ytambién en el Rawson con médicos yenfermeras. Dejé los álbumes y saqué dela caja las fotos en blanco y negro. Lasacomodé sobre la mesa, una al lado dela otra. Las fui dando vuelta, a medida

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que las miraba, pensando que tal veztuvieran fechas y nombres escritos, perono. Ninguna tenía nada que me orientaraen cuanto a las personas retratadas o a laépoca en que habían sido tomadas, asíque me dejé llevar por mi imaginación.Una casa de madera con techo de chapaa dos aguas; un señor y una señoramayores, no muy viejos, sentados debajode un alero: los padres de Amparito,seguro, en la casa de San Vicente. Unanena con un moño enorme en la cabeza yun nene vestido de marinero: Amparito ysu hermano, sin ninguna duda. Me causógracia el peinado de la nena: eraprácticamente igual al que Amparito

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llevaba ahora. Otras dos fotosmostraban a dos bebés acostados bocaabajo, con el traste al aire; uno, con losojos muy abiertos y sorprendidos; elotro, llorando. Di por hecho que tambiéneran Amparito y el hermano.

Ya me estaba preguntando para quéservirían esas fotos, cuando reparé enuna, no tan antigua como las queacababa de mirar, donde se veía a ungrupo de mujeres vestidas como en laépoca en que mamá era chica. Enseguidame acordé de las fotos del casamientode una tía de mamá que vi muchas vecesen la casa de mi abuela, donde todas lasmujeres, hasta mamá y tía Luisa, que

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eran chiquitas, tenían sombrero. En lafoto de Amparito se veían únicamentemujeres, todas con sombrero y vestidossemejantes a los de las fotos de miabuela.

—Justo la que te quería mostrar —dijo Amparito, que acababa de entrar yme sorprendió con la foto en la mano—.Ahí está Elenita. Quería que la vieras.Es la fiesta de casamiento del señorEmilio con la señora María del Carmen.Esta es Elenita —dijo, señalando a unachica rubia, de ojos tristes ysorprendidos, que estaba a un costado,algo separada de las demás—. La queestá sentada en el medio es la novia; las

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otras, no sé; no me acuerdo.—Era linda, pero algo triste, ¿no?

¿Cuántos años tenía? —dije,refiriéndome obviamente a Elena.

—Y… andaría por los quince, más omenos.

—¿Y María del Carmen?—Veintipico. Era muy joven.

Parecía la hermana de Elenita. PobreElena. Nunca la quiso a la señora Maríadel Carmen; ella trató de acercarsedesde el principio, intentó ser su amiga,pero Elenita nunca se lo permitió.

—¿Por qué no tiene traje de novia?—Porque el señor Emilio era muy

estricto. Él pensaba que un hombre

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viudo, y que además tenía una hija, nopodía casarse de manera muy ostentosa.Entonces, ni vestido blanco, ni fiestaimportante. Se hizo una reunión para losmás allegados y nada más. Eso sí, laluna de miel la pasaron en Europa.

Saqué las fotocopias de los diarios ydejé que Amparito leyera todo. Yo seguímirando la foto: la cara triste de Elena yla sonriente de María del Carmen. Uncasamiento de conveniencia, desdeluego: mujer joven, millonario maduro,herencia segura. Y tres muertos paraacelerar el trámite. Centré toda miatención en María del Carmen, tratandode encontrarle una expresión de futura

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asesina. Pero no vi nada; es más, nisiquiera le vi bien la cara, porque entreel flequillo (parecido al de Amparito) yel sombrero espantoso que llevaba (unaespecie de cacerola cubierta de rosas,que le caía hacia un costado y le tapabamedia cara) era imposible sacar algo enlimpio.

—Tiene que ser ella —dijoAmparito—. Por lo que yo recuerdo, ladescripción coincide. Tenía unos ojoshermosos, claros. Era delgadita y alta,de pelo castaño… Y estaba sola, nena,sola. Acá no se distingue nada —dijo,señalando la foto del diario—, pero porlos datos es ella. Además, está la fecha:

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esto pasó poco después de la muerte deElena. Mucha casualidad, ¿no?

Sí, demasiada casualidad. El solohecho de buscar un cadáver en el diarioy encontrarlo ya era demasiado. Uncadáver anónimo, pero que respondía alas características de Malú y por el quenadie había reclamado.

—Bueno —dijo Amparito—, yatenemos algo. Ahora te cuento lo queaveriguó Rosa.

La historia del geriátrico del doctorDe Bilbao había resultado cierta; enrealidad, se trataba de un geriátrico desúper lujo, a dos cuadras de la estaciónde Beccar. El doctor De Bilbao ya había

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pasado los ochenta y hacía rato que noejercía la medicina. No estaba bien desalud y vivía en el mismo geriátricoporque necesitaba del cuidado demédicos y enfermeras. Además, suesposa, más joven que él, era la actualdirectora.

—Parece que se casó con lasecretaria, cuando tenía la clínica enMar del Plata. Vivieron muchos añosallá y después vinieron a instalarse acá—explicó Amparito—. Rosa estuvohablando con una vecina de la hermanadel doctor, que le contó todo. Yatenemos la dirección y el teléfono delgeriátrico; «La Casa del Sol» se llama.

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¿Qué te parece?—Mmm… No me suena como

nombre de geriátrico…—No me refería a eso, sino a la

información que conseguimos: teléfono,dirección…

—Ah, me parece buenísimo, pero…—¿Pero qué?—No sé. Tengo tantas dudas…

Supongamos que el doctor De Bilbao,tal como pensamos, haya matado alpadre de Elena, a Elena y a Malú con lacomplicidad de la viuda y del hermano.¿Qué podemos hacer nosotras ahora,después de tantos años, con un doctorDe Bilbao que ya pasó los ochenta y

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que, aunque sea el dueño de Ungeriátrico, está internado ahí comocualquier otro viejo?

—Qué podemos hacer exactamente,no sé. Tengo algo pensado… digamos,más o menos pensado, pero eso lovemos después. Ahora dejame que tecuente lo que anduve investigando yo.

Amparito abrió un cajón de lacómoda que tenía junto a su cama y sacóuna lata de té, bastante vieja a juzgar porla pintura descolorida, donde aún sedistinguía a dos chinas ante una mesabaja con tacitas en las manos.

—Acá hay mil porquerías —dijo,mientras destapaba la lata—. Soy

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bastante basurera, ¿sabés?Sacó una tarjeta amarillenta y me la

dio. Era una tarjeta doble, en forma decuadernillo, escrita con letras doradas:«Confitería Los Leones. Enlace de Ma.del Carmen Lima y Emilio Echeverría».

—Es la tarjeta de la confitería —meexplicó Amparito—. La que hizo elservicio cuando se casó el señor Emilio.Se me ocurrió revolver en la lata paraver si encontraba algo de aquellostiempos y ahí estaba. Te juro que ni meacordaba de que la tenía. Y me vino muybien, porque gracias a la tarjeta pudeaveriguar el apellido. Como verás, es unapellido bastante común; no debe ser

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nada fácil encontrar una María delCarmen Lima si no sabés dóndebuscarla. Pero yo sabía que la señoraera de Balcarce. Fíjate vos, de eso nome olvidé nunca.

—No me digas que fuiste aBalcarce.

—No, nena. Hice algo mucho mássencillo. Me fui hasta el escritorio deldoctor Marini, en el primer piso delsegundo pabellón, y tomé prestada laguía de la provincia de Buenos Aires.Qué te cuento que en Balcarce hay cinco«Lima». Llamé al primero y me atendióun hombre. Pregunté por la señora Maríadel Carmen y me contestó de mal modo

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que allí no vivía ninguna mujer. Probécon el segundo y me atendió una nenaque me dijo que su mamá se llamabaSusana y me cortó. El tercero me dabaeternamente ocupado y probé con elcuarto. Y ahí tuve suerte —dijoAmparito, respirando largo y profundo—. Me atendió un hombre —continuó,más pausada— y me dijo que era elsobrino de María del Carmen Lima.¿Qué te parece?

—¿Te dijo dónde está?—Sí y no. Me preguntó quién era yo

y le inventé una historia del pasado. Ledije que era una antigua amiga deBuenos Aires, que me había ido a vivir

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a Europa muchos años, y ahora,instalada otra vez acá, quería reunirmecon los viejos amigos. Parece que elcuento le cayó bien, porque me dio unmontón de datos de su tía. Me dijo quese volvió a casar, que viajó por todo elmundo, que no tuvo hijos y que ahoraestaba radicada en Buenos Aires.

—Me imagino que le habrás pedidoel teléfono.

—Te imaginás bien. Pero no me lodio. Muy amable, me pidió disculpas yme dijo que no estaba autorizado a darel teléfono de su tía, pero que podíatransmitirle mi mensaje y que le diera minombre y un número de teléfono, que

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ella seguramente me iba a llamar. Le diun nombre cualquiera y el primernúmero que me vino a la cabeza, y tratéde sacarle algo más. Le pregunté por elhermano de María del Carmen, a quienrecordaba de aquellos tiempos.Entonces me dijo que ese hermano erasu padre y que andaba muy bien. Leagradecí la información, dejé saludospara la familia y corté.

Eso era todo. Los tres asesinos delpasado estaban vivos y disfrutando de lafortuna del padre de Elena. La únicaforma de conseguir la dirección deMaría del Carmen era revisando la guíade Buenos Aires; lo hicimos y

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encontramos una «Lima, María C.».Amparito la llamó, pero nada que ver; la«C» resultó ser de «Cristina». Noinsistimos por ese lado y llegamos a laconclusión de que lo único seguro queteníamos era al doctor De Bilbao o, porlo menos, su geriátrico. Habría quevisitarlo.

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12

«La Casa del Sol. Residencia paramayores»: el letrero de madera blanca,con letras pintadas en negro, estabaclavado en el poste de un gran farol,junto a la puerta de rejas de la entrada.La casa era bellísima. Más que una casa,una mansión. Una mansión blanca, tanblanca como una sábana recién salida deuna propaganda de jabón en polvo.Jamás había visto un jardín con un

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césped tan prolijo, ni canteros con lasflores tan bien combinadas de acuerdocon su tamaño y su color. En el centrodel jardín había una pérgola con rosalestrepadores y debajo, cuatro viejitos (tanviejos como los del Rawson) sentadosen reposeras de lona blanca, jugando alas cartas alrededor de una mesatambién blanca. Lo primero que mepregunté fue cuánto le sacarían a esagente para pagar tanto lujo. Pensé enAmparito; me habría gustado queestuviera ahí conmigo, pero habíamosquedado en que la primera visita laharía yo sola, como una supuestaestudiante de periodismo que estaba

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escribiendo la historia de la casona deCaseros y Bolívar. Según lo que pasaraen la primera entrevista, veríamos sidespués aparecía Amparito o no.

La puerta de rejas de la entradaestaba abierta, así que entré; pero nibien di dos pasos, me salió al encuentroun tipo enorme, joven, musculoso, muybronceado y todo vestido de blanco, conropa deportiva y zapatillas. Parecía elenfermero de un hospitalneuropsiquiátrico de alguna película deterror.

—¿A quién buscás? —me atajó, concara de querer ponerme el chaleco defuerza.

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—Buenos días —saludé, sin hacercaso a sus intenciones—, busco aldoctor De Bilbao. Me dijeron que viveacá.

—Sí, vive acá, pero no te va a poderatender. Está enfermo.

—¿No podría hablar con él aunquesea un poquito? —insistí.

—No habla con nadie —mecontestó, con gran economía de lenguaje.

—¿Y la esposa…? Sé que trabaja enel geriátrico.

—Sí, ella es la directora, perotampoco te va a poder atender. Está muyocupada.

—Bueno, pruebe —le dije. Me

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había propuesto no tutearlo para hacer lacosa más seria—. Vaya y dígale que unaestudiante de periodismo quiere hacerleun reportaje.

Alzó los hombros y las cejas, inclinóun poco la cabeza, como diciendo «Meda lo mismo», y enfiló para la casa.

Decidí esperar unos minutos por sivolvía, pero en caso de que no lohiciera, me metería en la casa por mispropios medios. Mientras tanto, meentretuve mirando a los viejos quejugaban a las cartas debajo de la pérgolade las rosas. Me dieron ganas de saberqué pasaría si alguien desenvolvieradelante de ellos un paquete de

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medialunas. En eso estaba cuandovolvió el patovica.

—La señora De Bilbao dice que porahora no da entrevistas —afirmó.

—Se trata de una investigación —insistí, con cierto dramatismo—. Dígale,por favor, que necesito hacerle una odos preguntas, nada más.

Volvió a mirarme con ganas deponerme el chaleco, pero se contuvo.Suspiró, dijo «Bueno» y se fue.

En el frente de la casa había unaamplia galería con sillones de mimbre yalmohadones blancos; hundida entre losalmohadones, dormitaba una viejita casitransparente, con la cabeza echada hacia

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atrás y las manos sobre la falda. Meacordé otra vez de los viejos delRawson; salvo el decorado, la situaciónera la misma. Volví a pensar en lasmedialunas.

—Dice la señora que pases —anunció el grandote, como haciéndomeun favor.

Sonreí con humildad y lo seguí haciala casa. Tres escalones de mármolimpecables, como recién lavados,separaban el jardín de la galería. Elenfermero de película de terror abrióuna de las hojas de la gran puerta doblede entrada y me señaló el despacho dela señora. No dijo ni media palabra.

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Cerró la puerta y me dejó adentro. Meencantó el piso de tablero de ajedrez enblanco y negro, reluciente como unespejo. Igual que afuera, predominaba elblanco: puertas, ventanas, paredes,sillones, cortinas, todo blanco y pulcrocomo en los avisos de lavandina ydetergente. Me acerqué a la puerta deldespacho y golpeé dos veces.

—Adelante —me respondió una vozde mujer entre firme y susurrante, unavoz de locutora de radio.

Abrí la puerta y entré. Si lo anteriorme había parecido de película, ahoratenía todo Hollywood ante mí. Unamujer hermosa, a la que rápidamente

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ubiqué en los cuarenta y pico, me saludómuy sonriente y me invitó a sentarmeante su escritorio. Tenía el pelo rubio ylargo hasta los hombros, y al menormovimiento de la cabeza se balanceaba,brillante y pesado, al mejor estilo de laspropagandas de champú. Su nariz erachiquita y fina. La boca, sensual; losojos, grandes y grises. Una bellezaperfecta; con cierta frialdad de estatua,sí, pero belleza con todas las letras.¿Actriz de cine?, ¿modelo? «LicenciadaMaría de Bilbao. Directora», se leía enun pequeño y delicado cartelito de letrasdoradas que estaba sobre su escritorio,de cara a la persona que se sentaba

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delante de ella, en este caso yo. Sudespacho era tan bello y elegante comoella misma. Todo, muebles, libros,alfombra, cuadros, todo hacía juego consu persona. Belleza y elegancia.Distinción. Eso era lo que se respirabaen ese lugar y, sobre todo, irrealidad; lamágica irrealidad de las revistas dedecoración.

—¿En qué puedo servirte? —mepreguntó la mujer.

—Estoy escribiendo la historia deuna casa que su marido conoció. Él erael médico de la familia que vivía allí.La casa me interesa porque tiene unmisterio y pensé que su marido podría

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ayudarme a aclarar algunas cosas.—Mi marido está postrado. No

habla con nadie, salvo conmigo, pero nisiquiera yo entiendo siempre lo que medice. Está… ¿cómo podría decirte…?—describió un arco en el aire con lamano derecha y miró hacia el techo,como si allí se encontrara la palabra queandaba buscando— …como ausente,metido en sí mismo, ¿te das cuenta? Esimposible que hables con él, pero, siquerés, podés contarme a mí de qué setrata. A lo mejor te puedo dar algunaayuda.

—Bueno, no sé, es algo que pasóhace mucho tiempo… Unos cuarenta

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años, más o menos…La mujer me miró con cara de

asombro, pero no dijo nada, así queseguí hablando. Empecé con la mentirade la investigación, detalladamente, talcomo me lo había estudiado; todo elverso del taller de periodismo, elrescate de las historias barriales y laposibilidad de publicar la nota en unarevista. Le conté lo misteriosa queresultaba esa casa, con una torre sincúpula, y del suicidio de la chica quevivió allí y a quien el doctor De Bilbaoconocía, por ser el médico de la familia.Me escuchó con atención, clavándomesus bellísimos ojos grises y con los

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codos apoyados en el escritorio y elmentón sobre sus blancas manos.

—Creo que no puedo ayudarte —medijo con su aterciopelada voz—. Eldoctor y yo nos conocimos en Mar delPlata. Todo eso que vos querés sabersucedió mucho antes de que él se fuerapara allá a instalar su clínica y, laverdad, de eso no sé nada.

¿Para qué insistir? Estaba reclaroque ni ella ni el marido podrían aportaralgo útil. La bella mujer me dio unconsejo: me dijo que hablara con lagente del barrio; que buscara a algúnvecino viejo que recordara algo delsuicidio de esa pobre chica. Le agradecí

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el magnífico consejo. Sonrióampliamente, dejando ver (como nopodía ser de otro modo) unos hermososdientes de aviso de crema dental y diopor terminada la entrevista. Meacompañó hasta el hall de entrada y,para completar su gesto de amabilidad,me dijo:

—Si vas para el centro, te llevo.Tengo que ir hasta Santa Fe yMontevideo. Esperame un minuto,enseguida vuelvo…

Le iba a decir que sí, que aceptaba,pero no me dio tiempo. Me hizo un gestocon la mano, como para que esperara, yse fue hacia un ancho pasillo, en

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dirección contraria a su despacho; abrióla primera puerta muy despacio, comotratando de no hacer ruido, y entró.

Cuando salió, yo ya había cambiadode idea. Le agradecí y le dije que iba atomar el tren hasta Tigre para visitar auna tía. Salimos juntas. Ella subió a unauto blanco y partió. Caminé despacioen la misma dirección, hasta que la vidoblar en una esquina. Yo tambiéndoblé. Di la vuelta manzana y volví algeriátrico.

Unos metros antes de llegar a la granpuerta de rejas de la entrada principal,había una pequeña puerta de madera,seguramente destinada al personal de

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servicio. Por ahí me metí. Una pareja deviejitos, que caminaban tomados de lamano, me miraron sin curiosidad ysiguieron tranquilos, como si meconocieran de toda la vida. Alcancé aver al patovica, sentado en un banco demadera, junto a la puerta de rejas. Leíael diario. Caminé por una angostavereda de lajas que continuaba hacia losfondos y que seguramente llevaría a lacocina. Cuando llegué a la altura de lapuerta doble, por la que antes habíaentrado, dejé el camino de lajas, miré alatleta (que seguía leyendo el diario) yme metí en la casa. Igual que antes, nohabía nadie en el amplio y blanco hall

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de entrada. Fui hacia el pasillo de laizquierda, y ya estaba llegando a laprimera puerta, cuando me pareció oíruna voz que venía desde la habitación.Alcancé a esconderme detrás de unmacetón que tenía una planta enorme.

—Dentro de media hora le traigo lacomida, doctor —era la voz de unamujer. Se oyó el golpe suave de lapuerta al cerrarse, y luego, los pasospresurosos de alguien (la mujer) que sealejaba hacia el fondo del pasillo.

Miré mi reloj. Eran las once ymedia. No dudé. Creo que tampocopensé. Si me hubiera puesto a pensarseriamente en lo que estaba haciendo,

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habría salido corriendo. Abrí la puertade la habitación con todo cuidado, talcomo lo había hecho la esposa deldoctor; yo estaba segura de queencontraría al viejo en la cama, másdormido que despierto y con el cuartooscuro y silencioso. Pero no. Apenasentreabrí la puerta, noté la claridad. Laluz del sol entraba por una ventana quedaba al jardín. A simple vista noté ciertodesorden, tal vez por el contraste con loque había visto hasta el momento; no sé,lo cierto es que lo percibí antes quecualquier otra cosa. Y no era undesorden de prendas tiradas, zapatos singuardar y camas deshechas; era como un

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revuelo de papeles y de imágenes.Frente a la ventana había una mesaamplia, repleta de revistas, algunasapiladas y otras simplementedesparramadas. En el piso había másrevistas y, sobre todo, papeles rotos;mejor dicho, hojas rotas de revistas,pedazos de hojas de todos los tamaños.Frente a la mesa y de espaldas a lapuerta, un hombre estaba sentado en unasilla de ruedas. A pesar de que me dabala espalda, me di cuenta de quemanipulaba las revistas. En esemomento no supe qué hacía; después, sí.Cerré la puerta con cuidado y caminéhasta la mesa. Había un fuerte olor a

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desinfectante.—¿Doctor De Bilbao…? —dije,

muy despacio.Me miró y sonrió. Se quedó así,

mirándome y sonriendo. Después, sacóuna revista de una de las pilas y empezóa pasar las hojas con mucho cuidado;cada tanto me miraba. A un costado dela mesa había recortes de revistas confotos de personas. Estaban bienacomodados, quiero decir,deliberadamente puestos de unadeterminada manera, no desparramados.Y no eran exactamente recortes, comolos que se hacen con una tijera; teníanlos bordes irregulares. De repente dejé

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de mirarlos porque sentí que el doctorDe Bilbao tenía los ojos clavados en mí.Lo miré y me sonrió. Volvió a mirar larevista y arrancó una hoja. Dejó larevista a un lado, apoyó la hoja en lamesa y, con toda la precisión manual queno imaginamos para un viejo enfermo,empezó a recortar con los dedos la fotode la mujer que aparecía en la hoja.Trabajaba con los dedos índice y pulgar:presionaba el papel y rompía unpedacito, luego corría los dedos yvolvía a presionar y romper, siempresiguiendo la silueta de la foto. Cadatanto me miraba y sonreía. Miré la fotorecortada. Una modelo adolescente, de

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pelo largo y oscuro, con amplia sonrisay vestimenta deportiva, invitaba a beberun yogur. «Vitaminas y minerales parauna dieta equilibrada». Me pareció quela chica tenía cierto aire a mí. Y mepareció también (podría decir que tuvela certeza) que el viejo pensaba lomismo y por eso la estaba recortando.Cuando terminó, la puso sobre elescritorio junto a las otras imágenes:siluetas de hombres, mujeres y niños,pacientemente recortadas con los dedos.

El doctor De Bilbao miraba elcollage con ternura y con la mismaexpresión me miraba a mí. Después sacóotra revista de una de las pilas y empezó

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a hojearla, dedicándole más tiempo aaquellas páginas donde aparecíanfiguras humanas. Evidentemente, no ibaa haber ninguna charla entre los dos. Mepregunté qué hacía yo ahí y qué diría sillegaban a descubrirme. Comprendí quelo más sensato era irme en ese mismoinstante, pero, como me sucede infinidadde veces, a pesar de saber qué es lo queme conviene, hago lo contrario. Sí, mequedé; esa habitación, tan distinta decualquier habitación de sanatorio, mellamó la atención. Se notaba que ahívivía alguien, aunque ese alguien fueraun viejo que lo único que hacía eramirar revistas y recortar figuras con los

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dedos. Era una habitación con detallespersonales, y no solo por las revistas.Contra una pared había un televisor, unequipo de música y una bibliotecarepleta de compacts, todos de músicaclásica: Brahms, Beethoven, Mozart,Chopin, Bach; dos estantes de la mismabiblioteca estaban ocupados porálbumes de fotos. Miré la hora. Faltabanveinte minutos para que le trajeran elalmuerzo al doctor. Por supuesto, mepuse a mirar las fotos. Casi todas eranfotografías de viajes: Francia, España,Egipto, la India. El doctor De Bilbao ysu esposa habían viajado por todo elmundo. En casi todas las fotos aparecía

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ella sola; en algunas, los dos; en muypocas, él solo. Era evidente que lasfotos las sacaba él. A pesar de que ahoraestaba viejo y enfermo, se notaba queera el mismo de las fotos; ya en esaépoca era tan pelado como ahora; laúnica diferencia radicaba en el escasopelo de los costados de la cabeza, queen las fotos se veía oscuro y en laactualidad estaba indiscutiblementeblanco. La sonrisa era la misma que mehabía dedicado a mí cuando recortaba lafigura de la revista. Su esposa estabacasi igual que ahora: el mismo portedistinguido, el mismo pelo rubio, aunqueun poco más largo.

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Si bien se podía reconocer al doctorDe Bilbao actual en el hombre de lasfotos, era imposible dejar de advertir elpaso del tiempo. Pero no sucedía lomismo con la mujer. Con ella era comosi el tiempo se hubiera detenido. Se veíatan joven en las fotos como yo la habíavisto apenas unos minutos antes. Mepregunté cuántos años le llevaría eldoctor De Bilbao a su esposa; calculémás de treinta; a lo mejor, cuarenta.Después de cinco álbumes de viajesque, la verdad, ya me estabanaburriendo, encontré el del casamiento;era un poco más grande que los otros ytenía las tapas de cuero. Toda la

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ceremonia del civil en fotografías enblanco y negro. Ni una en la iglesia nicon traje de novia. Me acordé de lasfotografías del casamiento de mispadres, que solo se casaron por civil.Cuando yo era chica, le envidiaba a miprima Ayelén las fotos del casamientode sus padres. Ellos habían tenido unafiesta importante, con vestidos largos ytrajes de etiqueta, y se habían casadopor iglesia. Tía Luisa parecía unaprincesa, con su traje blanco yvaporoso. En una foto tiraba el ramo porel aire; en otra sonreía detrás de unatorta gigantesca repleta de cintitascolgantes; en otra bajaba por una

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espectacular escalera alfombrada, delbrazo de tío Luis… Esas fotos habíansido motivo de pelea entre Ayelén y yodurante años, peleas que se trasladabana mi familia cuando yo contaba las cosasque mi prima me decía. Para Ayelén, suspadres habían tenido un casamiento deverdad, mientras que los míos se habíancasado como pordioseros. Eso decía. Yolo contaba en casa y papá se poníafurioso.

Las fotos del doctor De Bilbao y suesposa eran como las de papá y mamá,aunque parecían un poquito más viejas.No sé muy bien por qué, si por la ropa olos peinados, pero deduje que se habrían

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casado unos años antes que mis padres.Miré otra vez mi reloj: eran las docemenos cinco. Dejé los álbumes en labiblioteca y me acerqué al doctor, quepacientemente recortaba con los dedosla foto de una bella mujer rubia vestidade blanco. Miré su collage: una multitudde mujeres rubias ponía de manifiesto laobsesión del doctor De Bilbao.

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13

Esa misma tarde me fui al Rawson.Amparito tomaba mate, debajo del tilo.Cosía la ropa usada que la gente llevabaal asilo para los viejos. Antes desentarme a su lado, repartí medialunasentre los dos viejos del banco. Uno deellos me sonrió igual que el doctor DeBilbao cuando recortaba la chica depelo oscuro del aviso de yogur.Amparito dijo «Contame» y me pasó el

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termo para que cebara yo.Le conté todo. Me escuchó sin

hablar, sin mirarme y sin dejar de coser;solo suspendía su tarea de vez en cuandopara agarrar el mate y chuparfuriosamente de la bombilla. Cuandoterminé, ya no quedaba agua en el termoy Amparito acababa de zurcir la últimacamisa. Se había quedado pensativa,mirando la copa del tilo.

—¿Y? ¿Qué me decís? —quisesaber.

—Yo vi muchos casos así, nena —me contestó—. Eso es la vejez. Eso ymuchas cosas más. Y peores, todavía. Eldoctor De Bilbao está en su mundo. No

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vamos a sacar nada de él —concluyó,mirándome muy seria—. Pero… laesposa a lo mejor sabe algo, aunque note lo haya dicho.

—No sé. No creo que él le hayacontado que se hizo rico gracias a quemató a tres personas.

—No, tenés razón. ¿Para qué le iba acontar que era un asesino? No habíaninguna necesidad… De todos modos —suspiró Amparito, levantándose de lareposera—, suponiendo que lo sepa,tampoco lo va a andar desparramandopor ahí. Imagínate, en cualquiermomento se le muere el marido y ellaqueda libre y millonaria, y como si fuera

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poco, joven… ¿Qué edad le calculaste?—preguntó, volviendo a sentarse.

—Cuarenta y pico. Mi mamá tienecuarenta y nueve y parece un pocomayor. Lo que pasa es que mi mamá esmás… natural. La esposa del doctorparece una actriz de Hollywood… Y, sinembargo, no sé…

—¿«No sé» qué, nena? Habláclaro… —me apuró Amparito, como siyo le estuviera escondiendoinformación.

—Había algo en las fotos delcasamiento que no me termina decerrar… Todo el tiempo las comparécon las de mis viejos… Por un lado,

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parecían iguales; pero, por otro, eracomo si fueran de otra época…

—¿En qué año se casaron tuspadres?

—En el setenta y cinco.—¿Y por qué las comparaste?—Creo que porque eran fotos

sacadas en el Registro Civil. Mis viejosno se casaron por iglesia y tampocohicieron fiesta. Apenas un brindis y sefueron de mochileros a Machu Picchu.Las fotos son casi iguales; los noviosfirmando el libro, los testigos, la juezasaludando, los novios bajando por unaescalera… Y, además, son fotos enblanco y negro… A lo mejor las asocié

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por eso.—¿Y la ropa? ¿Te acordás de cómo

estaban vestidos el doctor y la esposa?—Él con traje y ella con un vestido

corto y sombrerito… ¡Claro! Elsombrero es lo que me debe haberparecido antiguo.

—Eso no quiere decir nada. Todavíahoy, algunas mujeres usan sombrero enlos casamientos.

—Además, mis viejos se casaroncon ropa muy informal; los dos teníanjeans gastados y zapatillas; por eso eldoctor y la esposa me habrán parecidomás antiguos.

—Claro; a veces, la gente que se

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viste con ropa seria parece mayor.—Pero ella tenía un vestido corto,

para nada formal… Y hasta el sombreroera… qué se yo… alegre. Y, sinembargo… tengo la sensación de quetodo era antiguo. No sé. Deben ser ideasmías. Lo concreto es que no tenemosnada, Amparito, nada.

—Yo voy a seguir intentando con laseñora María del Carmen. Otra cosa nose me ocurre.

Cuando volví a casa, fui derecho alarmario del comedor, donde guardamoslas fotos de la familia. Tenemos trescajas grandes con álbumes y fotossueltas. En dos cajas están todas las

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fotos familiares sacadas a partir delmomento en que papá y mamá se fuerona vivir a México, donde nació Juan jo.Ahí se quedaron hasta la vuelta de lademocracia en la Argentina; para eseentonces, Juanjo tenía dos años. Yo yanací en Buenos Aires y Javier también,un año después que yo. En esas cajasestán las fotos de cumpleaños, devacaciones, de Nochebuena en la casade tío Jorge, las fotos de la escuela; todanuestra vida en fotografías. Cada tantome gusta mirarlas.

Esta vez fui derecho a la otra caja, lade las fotos más viejas; ahí hay fotos decuando papá y mamá eran chicos y

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adolescentes y todavía no se conocían,de cuando eran novios y estaban en lafacultad, del casamiento y la luna demiel en Machu Picchu. Saqué el álbumdel casamiento con las fotos delRegistro Civil. Mamá tenía jeans y unablusa con bordados que le habíaregalado una amiga peruana queestudiaba con ella. También llevaba unacartera de cuero como las que todavía seven en las ferias de artesanos yzapatillas blancas. Papá también teníajeans y zapatillas y una remera oscura.Me quedé mirando la foto en que lostestigos firman ese libro grande queaparece en todas las ceremonias y no sé

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cómo se llama. Los testigos eran Lucía yAndrés, los mejores amigos de papá ymamá por aquellos años. Nunca losconocí. Son desaparecidos. Lossecuestraron durante la dictadura del 76.Poco después papá y mamá se fueron aMéxico. Andrés estaba vestido comopapá. Lucía tenía un vestido, al menoseso parecía; no se veía muy bien porquela foto era poco más que de mediocuerpo y ella estaba algo tapada porAndrés. Revisé las demás fotos,buscando una donde estuviera de cuerpoentero. La encontré; estaban los cuatrojunto a la puerta del Registro Civil; papáy mamá abrazados, en el medio, y Lucía

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y Andrés a los costados, abrazando a suvez a papá y a mamá. Todos sonrientes.Felices. El vestido de Lucía le llegabacasi hasta las rodillas. Infinidad deveces vi esas fotos, pero jamás habíareparado en ese detalle. ¿Una chica convestido de vieja en plena década delsetenta? Había algo que no terminaba deencajar, así que cuando vino mamá se lopregunté. Por suerte, no se sorprendió deque me hubiera puesto a revolver lasfotos; pensó que lo hacía de puroaburrida.

—En esa época no se usaba laminifalda; después de unos años, en losochenta, volvió otra vez.

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Eso fue todo lo que dijo. Mamáestaba apurada porque había llegadomás tarde que lo habitual y se fuederecho a la cocina para preparar lacena. Pero para mí fue suficiente. Yasabía cuál sería mi próximo paso.

A la mañana siguiente me tocaba amí pasar la aspiradora, y a Juanjo, hacerlos mandados. Quise cambiar, pero nohubo caso. Me levanté bien temprano,aspiré el polvo y las pelusas de todo eldepartamento, y a las diez me fuiderecho a la casa de ropa antigua dondehabía comprado el vestido de Elena. Yome acordaba perfectamente del vestido ydel sombrerito de la esposa del doctor

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De Bilbao. Ni bien entré, me puse arevisar la ropa que colgaba delperchero. Encontré un vestido muyparecido a aquel: corto, sin mangas y sinningún adorno, salvo unos botonesforrados con la misma tela, en la partesuperior, y un cuellito redondo. Tambiénencontré un sombrerito prácticamenteigual al de la foto.

—¿De qué época es todo esto? —lepregunté a la vendedora.

—De mediados de los sesenta.Estilo Courrèges. Te probaste algoparecido cuando compraste el vestidode organza, ¿te acordás?

Estilo Courrèges, mediados de los

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sesenta. Claro, la mujer me lo habíadicho aquella vez. Mediados de lossesenta. Saqué cuentas. En esa épocamamá era chica, y si la esposa deldoctor De Bilbao era menor que ella,según me pareció cuando la conocí…No, no podía ser. Había algo que nocerraba. Le agradecí a la dueña delnegocio de ropa y me fui.

Ese mediodía le tocaba cocinar aJavier, y cada vez que cocina élcomemos más tarde. Hacía calor, peropor suerte estaba nublado, así que no mecostaba caminar. Me fui derecho a lacasa de Elena. La casa de la cúpula sincúpula. La casa de la torre, mejor dicho.

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Me paré en la esquina del mercadito yme quedé mirándola. Algunas ventanasestaban abiertas y había un contenedoren la vereda de Bolívar. Crucé y mepuse a curiosear: el contenedor estaballeno de ladrillos rotos, tierra, azulejospartidos, tablas. Por un portón abierto,tapiado a medias con chapas y tablones,salió un obrero con casco cargando dosbaldes con botellas y pedazos de maderaque volcó en el contenedor. Me hubieragustado entrar, pero no me animé. Volvía cruzar a la esquina del mercadito.Miré la torre otra vez y vi a Elena, laElena de la foto que Amparito guardabaen su caja. Una chica de mirada triste

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que tendría mi edad. Una chica a la queun día tiraron de una torre —esa torre—y murió aplastada contra la vereda. Elbocinazo del 29 que bajaba por Bolívara toda carrera me cortó la inspiración.Le dije «Basta» al delirio y volví acasa.

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Cuando Javier cocina, pretendeaplausos prolongados de toda la familia.Y la verdad es que cocina como losdioses, suponiendo que los diosesexistan y además cocinen. Loterriblemente fastidioso es tener quereconocérselo. Si por lo menos fuera unpoquito modesto, resultaría más fácil.Javier quiere brillar en todo, y lo peores que lo consigue; más que Juanjo, que

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ya es bastante perfecto. Las milanesasque prepara Javier, por ejemplo, sonmejores que las de mamá. Todos se lodicen, menos yo. Jamás se lo reconocí yme juré no hacerlo hasta que deje deverduguearme con el colegio,especialmente con mi ineptitud paraMatemática.

Cuando llegué a casa, lo encontréhablando por teléfono con mamá; sequejaba porque yo me había pasado todala mañana afuera y no había puesto lamesa (tarea que me correspondía a mí,igual que levantar los platos y secarlos,ya que le tocaba lavarlos a Juanjo); y él,pobre criatura, no solo había cocinado

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el pollo a la portuguesa de la maneramás maravillosa que mamá se pudieraimaginar, sino que había tenido queponer la mesa y «esta (esta era yo) llegarecién ahora, que ya está todo listo y loúnico que tiene que hacer es sentarse acomer». Conclusión: mi justa madredictaminó desde el otro lado delteléfono que al día siguiente, que metocaba cocinar a mí y a él lavar losplatos, yo cocinaría y además lavaría.Para mamá, ante todo la justicia. YJavier, feliz. No dije nada; fui a lacocina y me serví los dos muslos, que esla parte del pollo preferida de Javier.Me senté a comer con cara de asco. El

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pollo a la portuguesa era lo másexquisito que había probado en losúltimos tiempos. Desde luego, no lodije.

Cuando terminé de secar los platos,los chicos ya se habían ido. Llamé aAmparito, pero no la encontré. Medijeron que estaba en el club dejubilados.

Llegué a eso de las cuatro. Dosviejos jugaban al ajedrez, sentados juntoa una ventana. Me fui hasta el patio delfondo. Ahí estaba Rosa, en su silla deruedas, removiendo la tierra de unmacetón de hortensias; Amparito lavabael patio con la manguera. Su melenita

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roja contra el fondo verde de laenamorada del muro parecía una enormeflor recién abierta. La primera que mevio fue Rosa.

—¡Nena, qué sorpresa!Amparito se dio vuelta. Me sonrió

con los ojos y la boca y los hoyitos delas mejillas.

—Si estás acá, es porqueaveriguaste algo —me dijo.

Yo no había averiguado nada. Loúnico que tenía eran dudas. Y lo quehice fue planteárselas a las dos.

—Cuando vi a la amiga de misviejos en las fotos del civil, con elvestido casi hasta las rodillas, no

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entendí nada. Yo creía que de lossesenta hasta ahora siempre se habíausado la minifalda, pero mi mamá meexplicó que no, que cuando ella se casóhabía dejado de usarse. Eso fue más omenos en el setenta y cinco o el setenta yseis, y según lo que recuerda, se volvióa usar otra vez en los ochenta. O sea queel doctor De Bilbao se tiene que habercasado antes que mamá o bastantedespués… —Rosa y Amparito memiraban entrecerrando los ojos yfrunciendo el ceño, como si se hubieranpuesto de acuerdo. Seguí con misdeducciones—. Después, no creo… No,no, tiene que haber sido antes, bastante

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tiempo antes. Y lo digo por el vestido.Fui a la casa de ropa vieja dondecompré el vestido de Elena. Ahí habíavisto yo vestidos parecidos al de la foto.Y la vendedora me lo confirmó: son deestilo Courrèges, me dijo, lo que seusaba a mediados de los sesenta…

—¿Y qué pasa si se casaron antes odespués? No entiendo —dijo Rosa.

—La esposa del doctor De Bilbao—intervino Amparito, que a pesar deseguir la conversación, en ningúnmomento dejó de lavar el patio—, siInés no se equivocó, debe tener más omenos la edad de su madre, o un pocomenos: alrededor de los cuarenta y

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cinco, digamos…—O sea que en los sesenta era una

nena —seguí yo—. Y la mujer de lasfotos que vi en el geriátrico no eraninguna nena.

—Sigo sin entender —dijo Rosa—.¿Cómo sabés que la mujer que vos visteen el geriátrico y la de las fotos son lamisma persona?

—Porque eran iguales…—¿Cómo puede ser, después de

tanto tiempo…?—Bueno, es una manera de decir…

eran casi iguales. Se notaba que era lamisma mujer… Aunque si pasaron tantosaños, no entiendo cómo sigue tan

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joven…—No, no puede ser —insistió Rosa

—. Si es como vos decís, ¿cuántos añostiene esa mujer?

—Tiene más de sesenta. ¿Y por quéno puede ser? —dijo Amparito, que yahabía terminado con la limpieza y sehabía puesto a enrollar la manguera—.Ustedes están un poco desactualizadas, m’hijitas. ¿Qué hace una mujer desesenta para parecer de cuarenta? Muysimple —se apuró a responder ellamisma—: Una mujer que quiere parecermás joven se opera; siempre y cuandotenga plata, por supuesto.

—Y esta tiene bastante —concluyó

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Rosa.Las tres nos quedamos calladas.

Amparito se fue a guardar la manguera yla escoba y volvió enseguida. Rosa hizogirar las ruedas de su silla hasta la otrapunta del patio y se puso a remover latierra de las azaleas.

—Yo quiero averiguar algunascosas, nena. Ahora no puedo porquetengo mucho que hacer. Dentro de unrato tenemos una reunión de jubilados.

Estamos organizando una marcha deprotesta, ¿sabés? Entre mañana y pasadote llamo —me dijo, mientras me daba unbeso en la mejilla, dejando bien en claroque se trataba de una despedida—.

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Ahora discúlpame, pero me voy acambiar; ya va a empezar a venir lagente.

La vi preocupada, no sé, demasiadoseria a lo mejor. Pensé que con todo esode la marcha no era para menos. Saludéa Rosa y me fui. Los viejos que estabanjunto a la ventana seguían jugando alajedrez.

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15

Los dos días siguientes a mi visitaal club de jubilados pasaron sin queAmparito diera señales de vida. Yotampoco las di; en ningún momento seme ocurrió llamarla porque pensé queandaría muy ocupada con laorganización de la marcha y no queríamolestarla. Al tercer día me llamó. Eranlas ocho y media de la mañana. Papá ymamá ya se habían ido a trabajar; los

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chicos y yo dormíamos. La primera vezque sonó el teléfono lo escuchéperfectamente, pero no me levanté; dejéque atendiera el contestador. Al oír lavoz de Amparito, pegué un salto y fui aatender. Mis hermanos ni se despertaron.

—Averigüé algo, nena. Si podés,vení ahora que tengo un rato libre;después empiezo a limpiar y no parohasta el mediodía. Apúrate.

Por suerte, ese día me tocaba hacerlas compras. Les dejé una nota a mishermanos donde les detallaba unrecorrido lo suficientemente ampliocomo para que me tuviera ocupada lamañana entera: compraría la fruta y la

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verdura en el mercado de San Telmo; lacarne, en la feria de Constitución; y elresto, en un supermercado de Barracas.Así, con la excusa de conseguir mejoresprecios, me aseguraba la libertad depasarme media mañana charlando conAmparito sin que nadie me recriminarapérdidas de tiempo; total, despuéscompraba todo en un solo lugar y listo.

En veinte minutos estuve en elRawson. Encontré a Amparito en suhabitación, sentada ante la mesa. Meesperaba con el mate, la caja de fotos yla lata de té con las chinas descoloridas.

—Estuve pensando, nena; repasandouna y otra vez todo lo que tenemos, y

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llegué a una conclusión. Pero antes decontarte lo que se me ocurrió, volvé adescribirme a la esposa del doctor DeBilbao.

—Alta, delgada, elegante, rubia, deojos grises… Muy hermosa… Un pocofría, tipo estatua si querés, perohermosa.

—Y ahora, acordate de la carta quete mandó la mujer de España, la quecompró el vestido de Elena. ¿Cómo tedescribió a la mujer que estaba en lacasa cuando se hizo el remate?

—Dijo que era una mujer muyelegante…

—Ahora mirá esta foto otra vez —

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me pidió, mientras me alcanzaba lafotografía donde estaban Elena y Maríadel Carmen—. Decime si la esposa deldoctor De Bilbao se parece a María delCarmen.

Miré la foto preguntándome siAmparito estaba trastornada.Seguramente, organizar una marcha deprotesta ante el Congreso debe alterar acualquiera, pero de ahí a lo que estabasugiriendo…

—No puede ser, Amparito…—¿Por qué no? Mirá bien.—¿Qué querés que mire?, si no se

ve nada… Un pedazo de cara sonrientelimitada por un flequillo espantoso —

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ahí me mordí la lengua, pero seguí—, yun sombrero con unas rosas enormes quele llegan hasta el cuello. Más que ver,hay que adivinar.

—Es ella, estoy segura. Yo empecé asospechar el otro día, cuando contaste lode las fotos y la ropa, y hablamos de laedad… Tiene más de sesenta, nena, y,por supuesto, unas cuantas cirugías.

—Yo creo que es demasiadacasualidad. ¿Por qué tiene que serjustamente ella?

—Todo encaja, nena. Seguramenteya eran amantes cuando planearon mataral señor Emilio. ¿Entendés? No seríararo que las cosas hayan empezado así.

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Primero, el adulterio; después, sacar almarido del medio y apoderarse de lafortuna, y si algo sale mal y hay quematar a otro, se lo mata. Había muchaplata en juego, no podían correr riesgos.Por eso murieron Elena y Malú, paraque nadie sospechara. Y cuanto másunidos estuvieran ellos, másposibilidades de tener éxito, ¿te dascuenta?

Claro que me daba cuenta, pero mesonaba un poco rebuscado; no sé,encontrarlos a los dos juntos, después detantos años, me parecía poco creíble,demasiado fácil.

—María de Bilbao… Perdón, la

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licenciada María de Bilbao, directora—recitó, Amparito—, es María delCarmen Lima.

—¿Y por qué María solo y no Maríadel Carmen? ¿Y por qué el apellido delmarido y no el de ella? —insistí con misdudas.

—María es un nombre que está demoda. María del Carmen suena antiguo.Es más interesante María solo. Y si serejuveneció con las cirugías, ¿por quéno se iba a rejuvenecer con el nombre?En cuanto al apellido, bueno, «DeBilbao» le da prestigio. No te olvidesde que antes el director del geriátricoera él. Eso pesa mucho, nena. Es mejor

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que la nueva directora lleve el apellidodel… fundador, digamos, y no que sepresente como una Lima cualquiera, quenadie conoce.

Sonaba lógico, pero quizá por esomismo no me terminaba de convencer.Me parecía demasiado lógico. Le dije aAmparito que tenía mis dudas, pero queno rechazaba su teoría. Y a continuaciónle hice la pregunta que seguramente ellamisma ya se había formulado:

—¿Y ahora qué hacemos?—Mañana hablamos —me contestó

—. Tengo limpieza hasta el mediodía y ala tarde, reunión de jubilados; por lamarcha, ¿sabés?

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Cuando salí del Rawson, pasé por laferia de Constitución y compré todo loque tenía anotado en la lista. Le tocabacocinar a Juanjo y quería llegartemprano. Mi hermano mayor esmaniático con los horarios y tan buchóncomo el menor, así que para evitar quele fuera con cuentos a mamá en caso deque yo llegara tarde, me apuré y lleguétemprano. Claro que, con el apuro, meolvidé de las costillitas de cerdo. ¡Yjuro que miré la lista! En fin, elproblema era grave, porque la comidadel día era precisamente esa: costillitasde cerdo al horno con papas. Cuandollegué, Juanjo ya había pelado las papas

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y estaba encendiendo el horno. Ni bienme vio, me pidió las costillitas. Y ahínomás recordé que no las habíacomprado. Resumiendo: tuve que salirvolando a comprarlas a la carniceríamás cercana. Y cuando volví (¿qué otracosa podía esperar?), Juanjo estabahablando por teléfono con mamá. Lo desiempre, bah.

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16

Al día siguiente, Amparito volvióa llamarme temprano. Se repitió laescena de la mañana anterior: papá ymamá ya se habían ido, mis hermanos yyo dormíamos, sonó el teléfono, nadie selevantó, atendió el contestador, escuchéla voz de Amparito, corrí a atender. Mellamó para decirme que habíamosllegado al final de la historia, queteníamos que rematarla de una vez, que

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por favor fuera al Rawson a la tarde, asíplaneábamos el remate y a otra cosa. Mepareció que estaba un poco nerviosa,pero no le dije nada porque pensé que alo mejor eran ideas mías.

El desenlace, pensé, solo falta eldesenlace. Entonces se me ocurrió quetoda esta historia era una novelaaburrida, que al principio había sidomuy interesante, con el descubrimientode la carta, el de la casa y sobre todocon Amparito, y también con lainvestigación de los diarios y el cadáverdel Riachuelo, pero que después sehabía estancado. Y ahora venía undesenlace de lo más aburrido. Si bien yo

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no sabía qué planeaba Amparito, más omenos me lo podía imaginar.

A las cinco y media de la tardeaparecí en el Rawson con el consabidopaquete de medialunas, mejor dicho, condos paquetes: uno para los viejos delbanco y el otro para nosotras. Amparitoestaba sentada a la sombra del tilo, conel mate preparado. Ya había terminadocon la limpieza del día y lo único que lequedaba era ayudar en la cocina a lahora de la cena; eso, al margen de losimprevistos que pudieran presentarse,siempre relacionados con los viejos:alguno que necesitaba tomar unmedicamento a una hora determinada y

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había que dárselo puntualmente (ahícorría Amparito, aunque fuera a lamadrugada); otro que se encaprichaba yen vez de ir a dormir quería quedarseafuera y se ponía a gritar (¿quiénconvencía al viejo de que entrara y sedejara de hinchar?: Amparito). Ni bienme senté en la reposera, me alcanzó unmate y me habló de la marcha que estabaorganizando con los jubilados y de otrasmarchas anteriores, y se preguntó paraqué servían y si valía la pena tantoesfuerzo, y suspiró. Después miró lacopa del tilo, su huerta-jardín, dondeconvivían en buenos términos lostomates y los zapallos con las

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campanillas azules, los pensamientos ylas margaritas; miró a los viejos delbanco, que habían puesto el paquete demedialunas entre los dos y le hacíanseñas con la mano a otro viejo,invitándolo a compartir la merienda, yvolvió a mirar la copa del tilo y másallá. Entonces fue cuando dijo:

—Espero que valga, nomás, porqueyo sigo.

La propuesta de Amparito pararematar el asunto, como decía ella, eralo que yo había imaginado; la verdad,creo que era lo único que cualquiera queconociera toda la historia podría haberimaginado. La cosa no daba para más.

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Desenlace aburrido; no quedaba otra.Después de charlar un buen rato,

acordamos en ir algún día al geriátricode Beccar y directamente encarar a laesposa del doctor: María del CarmenLima, sin ninguna duda, para Amparito;con ciertas reservas para mí, a pesar deque ya estaba casi convencida de queera ella. Dimos por hecho, entonces, quela licenciada María de Bilbao era Maríadel Carmen Lima, y coincidimos en laimposibilidad de acusarla, junto con elmarido y el hermano, de tres crímenescometidos más de cuarenta años atrás.El padre de Elena estaba muy enfermo yen su momento su muerte no sorprendió

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a nadie; tampoco la muerte de Elenaresultó extraña; nadie dudó de que fueraun suicidio. Y la de Malú, peor todavía:quedó como una NN, la mujer delRiachuelo, el cadáver que nadiereclamó. ¿Podíamos hacer algo más queenfrentarla y decirle que nosotrassabíamos, que conocíamos la terribleverdad gracias a una carta desesperadaque Elena le había mandado a Malúescondida en el ruedo de un vestido?No; no se podía hacer más. Nadie iba apagar por esos crímenes, pero al menosella iba a saber que ya no eran unsecreto, que nosotras también losabíamos.

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Estuve a punto de preguntar quéganábamos con todo esto, pero Amparitome respondió antes de que yo abriera laboca:

—Es lo único que podemos hacer,nena. Y para mí es muy importante. Yotrabajé mucho tiempo en esa casa, creíconocer a esa mujer, pensé que era unabuena persona y ahora descubro que esun monstruo. Se lo tengo que decir,¿entendés? Le tengo que decir que yo séque es un monstruo. Nada más.

Se quedó mirándome con el mate enla mano, con sus lindos ojos doradosfijos en los míos. Parecía cansada.Siguió:

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—Pero vos no tenés por quéenfrentarla. Puedo ir sola. La cosa esconmigo. No te preocupes.

¿Y quién dijo que la cosa no eraconmigo también? Desde el principiosentí que Elena me había escrito a mí.Será una locura, no sé. Serán fantasías olo que sea. O a lo mejor mis hermanostienen razón y mi gusto por lastelenovelas y las películas de misteriome contamina la realidad. Qué sé yo, noimporta. Lo que sí tenía reclaro es quela cosa era conmigo también.

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17

Llegamos a la estación de Beccar alas diez de la mañana. Lloviznaba, peropoco; no fue necesario abrir el paraguas,que tan previsoramente había llevadoAmparito al ver que el cielo estabanublado. Las dos cuadras hasta elgeriátrico las caminamos sin hablar. Yahabíamos hablado poco en el tren, asíque no me extrañó. Amparito iba muyseria, con los ojos como arrugados, fijos

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en un punto visible solo para ella.La puerta de rejas estaba abierta.

Cruzamos el jardín. Ni un viejo a lavista; seguramente la llovizna los habíaahuyentado. Llegamos a la puertaprincipal de la bella casona, tocamos eltimbre y esperamos pacientemente quealguien acudiera a nuestro llamado. Yalguien acudió.

—¿Sí? —dijo el patovica, a modode saludo.

—Buenos días —dijo Amparito,remarcando las dos palabras, para dejaren claro que ella sí saludaba—.Queremos hablar con la señora DeBilbao.

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—En este momento no está —yahora el tipo me miró a mí, de reojo—.Si quieren hablar con ella, tendrán quepedir una cita por teléfono.

—¿A qué hora vuelve? —preguntóAmparito, obviando lo del teléfono.

—¿No le dije que tiene que pediruna cita? —le contestó el musculoso, demala manera.

—Mire, señor, yo vengo por algomuy importante —retrucó Amparito,levantando la voz—. Sé muy bien lo queme dijo, pero necesito ver a la señorahoy mismo, así que, por favor, dígamecuándo vuelve.

—No sé cuándo vuelve —dijo él,

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abiertamente odioso y repugnante—. Leaconsejo que llame por teléfono. Buenosdías —y nos cerró la puerta en la cara.Así nomás.

Amparito no es mujer de dejarseintimidar por un patovica cualquiera. Yyo, tampoco. Nos sentamos en un banco,junto a la puerta de rejas, con elparaguas abierto; ahora la llovizna sehabía convertido en una lluviecitabastante intensa. Desde allí podríamosver a cualquiera que se acercara a lacasa. Y la casa también. Amparitoestaba deslumbrada.

—La fortuna que pagarán losfamiliares de los viejos para tenerlos

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acá, nena. ¿Cuánto costará todo estelujo?

—No tengo la menor idea, pero nocreo que estos viejos estén mejor quelos tuyos. Tienen cara triste.

—¿Y qué cara querés que tengan?Una vez que los traen al depósito, yasaben que la única forma de irse es conlos pies para adelante.

—¿Depósito?—Y, sí. ¿Qué creés que es un

geriátrico?Había empezado a llover más fuerte

y nos mojábamos los pies. Decidimosque ya era hora de buscar un refugio unpoco más efectivo que el paraguas y

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pensamos que el más indicado era ungran alero que estaba en un extremo dela casa, bastante retirado de la entradaprincipal. Desde allí podríamos vigilarigual y no nos expondríamos al enojodel atleta. Ya nos habíamos ubicadodebajo del alero cuando entró el auto, elmismo auto blanco de vidriospolarizados que yo había visto laprimera vez que estuve en el geriátrico.

—Tiene que ser ella —le dije aAmparito—. Es su auto.

Ni siquiera me dejó terminar dehablar; salió corriendo, llevándose elparaguas. No se me ocurrió otra cosamás que seguirla, y como estaba

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diluviando, me empapé. Pero no tuvosuerte Amparito, porque el musculoso leganó de mano; y a juzgar por la prontitudcon que salió de la casa (con paraguas ytodo), corrió hasta el auto, abrió lapuerta y acompañó a la señora hasta laentrada principal, no se podía dudar deque había estado espiándonos desdealgún lugar y calculando el tiempoexacto que le llevaría prevenir a supatrona antes de que nosotras laalcanzáramos. Y le salió bien aldesgraciado, porque Amparito llegó a lapuerta principal en el preciso instante enque el patovica la cerraba de un golpe.

Amparito no se asustó. Puso el dedo

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en el timbre, apretó y ahí lo dejó,mientras insultaba al muchacho en vozbaja. En ese momento llegué yo,chorreando a lo loco.

—Eso te pasa por salir sin paraguasen un día nublado —me dijo, mirándomede arriba abajo, enojada y sin sacar eldedo del timbre.

No sé si me estaba cargando ohablaba en serio. Por las dudas, no lepregunté. Siguió insultando en voz bajaunos cuantos minutos más, hasta que porfin se abrió la puerta.

—Dice la señora De Bilbao quepasen —anunció el musculoso.

Ni Amparito ni yo dijimos esta boca

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es mía. Pasamos. Ella, con el paraguaschorreando, y yo, chorreando con mipersona. El simpático nos miró como ados insectos repugnantes y le señaló aAmparito un paragüero con el dedo. Fueuna orden sin palabras innecesarias.Amparito obedeció y dejó el paraguasdonde le indicaron. Yo tuve la certeza deque así trataba el musculoso a los viejosinternados. Era un carcelero, eso era. Amí me miró con asco y nada más, aunqueestoy segura de que no descartó la ideade meterme en el paragüero. Después sefue y nos dejó a las dos solas, paradasen el hall. Nos miramos, pero no dijimosnada. Realmente desentonábamos en ese

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ambiente tan impecable, tan blanco, tanexcesivamente refinado. Yo, empapadade los pies a la cabeza y con laszapatillas llenas de barro, parecía unazaparrastrosa; Amparito, con suspantalones azul eléctrico, la blusaestampada en amarillo y violeta y elpelo rojo, era un estallido nuclear entresemejante blancura. Sentí que estábamosagraviando tanta delicadeza. Volvimos aintercambiar miradas las dos y mepareció que Amparito estaba pensandolo mismo que yo, porque me hizo ungesto levantando las cejas y loshombros, como diciendo: «Y bueno, quéle vamos a hacer». En eso estábamos

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cuando se abrió la puerta del despachode la señora De Bilbao.

—Sé que vinieron a verme. Pasen,por favor.

Yo avancé enseguida, pero noté queAmparito se ponía dura. No se movía.La tuve que agarrar de un brazo yarrastrarla suavemente hasta la puerta.No hizo falta más; caminó directamentehacia el escritorio y se sentó en una delas sillas. La señora De Bilbao hizo lomismo en su sillón giratorio, enfrentandoa Amparito. Yo me quedé parada, sabíaque si me sentaba iba a estropear eltapizado de la silla. Ninguna de las dosparecía darse cuenta de mi presencia.

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Empecé a sentir frío y creo que hastatemblé; me masajeé los brazos paraentrar un poco en calor. La esposa deldoctor se dio cuenta.

—Bueno, creo que antes de que mecuenten el motivo de su visita, vos te vasa tener que cambiar de ropa —me dijo,con una mirada compasiva.

Quise decir que no importaba, queasí estaba bien, pero en lugar de eso mepuse a estornudar. La señora De Bilbaotocó un timbre y me señaló una puerta, asu derecha.

—Ese es mi baño. En un canasto vasa encontrar batas de toalla. Ponete una.Ahora va a venir una mucama. La llamé

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para que te seque la ropa.Debo haber puesto cara de

desconfianza o algo peor, porque se vioobligada a tranquilizarme:

—No te preocupes. Te la secanenseguida. Tenemos un lavaderocompleto con varias secadoras.

Se oyó un golpe en la puerta, un«Adelante», un «Permiso» y corrí albaño. Me saqué el pantalón y la remera,entreabrí la puerta y se los alcancé a lamucama. En ese momento sonó elteléfono; escuché la voz de la señora DeBilbao que contestaba. Traté deimaginar la cara de Amparito, mirandotodo a su alrededor, mientras la esposa

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del doctor hablaba por teléfono. Decidíbuscar la bata. El baño era amplio,cómodo, lujoso; blanco, por supuesto.Todo blanco y reluciente. El piso era deun mármol traslúcido, con unas tenuesvetas anaranjadas. En una de las paredeshabía una ventana con cortina depuntillas y volados, y debajo de laventana, una mesa pintada de blanco,repleta de macetas con violetasafricanas en tonos que iban del violetafurioso al rosa más pálido. Era el únicodetalle de color entre tanta blancura,aparte de las vetas anaranjadas del piso.El canasto de mimbre, esmaltado deblanco y con adornos de volados y

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puntillas que hacían juego con lascortinas, estaba en un rincón. Ni bienlevanté la tapa, sentí un perfume alavanda suave e intenso a la vez. Saquéuna bata (había cuatro, perfectamentedobladas y colocadas una encima de laotra, junto a una pila de toallas) y me lapuse. Me apuré a salir porque no queríaperderme la conversación entre laseñora De Bilbao y Amparito.

Y no me perdí nada, porque cuandollegué hasta el escritorio y me sentéjunto a Amparito, María de Bilbaorecién cortaba. Nos pidió disculpas porhacernos esperar y nos explicó queestaban por internar a una señora muy

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mayor (no dijo «vieja»; dijo «muymayor») y tenía que tramitar con losfamiliares «los últimos papeleos».Después de la disculpa y la aclaración,vino la inevitable frase:

—Bueno… Ustedes dirán…Amparito se quedó mirándola y no

abría la boca.María de Bilbao nos miró a las dos,

primero a Amparito y después a mí.Cuando me miró a mí, hablé. Nopensaba hacerlo, pero el silencio deAmparito me obligó y también la actitudde la señora, su serenidad, su altivez, suforma de exigir sin palabras.

—Esto tiene que ver con aquella

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historia que yo estaba escribiendo, ¿seacuerda? Bueno, Amparito fue mucamaen aquella casa y me contó muchascosas… Y… bueno, pensamos quepodríamos charlar de todo eso conusted.

Mientras yo hablaba, Amparito nohabía dejado de mirarla; María deBilbao me miraba solamente a mí, peroahora que yo me callaba, sus ojos notuvieron otra alternativa que fijarse enlos de Amparito. Yo me dediqué amirarlas a las dos.

—Hace más de cuarenta años quetrabajé en esa casa; la llamábamos «lamansión». Me refiero a la casa de la

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esquina de Caseros y Bolívar. Ahí vivíaElena con su padre y la madrastra.Como en los cuentos… Y también vivíael hermano de la madrastra. El padre deElena estaba muy enfermo y un día semurió. Elenita, que era una chica muydébil y nerviosa, no lo resistió y terminósuicidándose. Una noche se tiró de latorre. Esa casa tiene una torre queremataba en una cúpula. Años más tardela cúpula se cayó y quedó la torre,nomás. Todavía hoy recuerdo el grito; ungrito profundo, doloroso, como salidode las entrañas…

Amparito hizo una pausa. Lasfacciones de María de Bilbao se habían

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endurecido. Una máscara, eso era sucara. El único signo de vida eran losojos: unos ojos claros, fríos,inexpresivos, pero dotados demovimiento, vivos.

—Los años pasaron —siguióAmparito—; muchos años… —volvió ahacer una pausa— y me vengo a enterarde que las cosas no fueron así. Y acáentra Inés en la historia —dijo,señalándome con la mano, pero sinmirarme—. Inés y una carta. Una cartaescondida en el ruedo de un vestido deorganza amarillo, con cintas y volados,que Inés compró en una casa de ropaantigua. Esta es la carta; léala, por favor

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—dijo, mientras la sacaba de su bolso yse la alcanzaba.

María de Bilbao leyó la carta. Másde una vez la leyó, porque vi que susojos llegaban hasta el final y volvíanotra vez a la parte superior de la hoja.Después la dejó en el escritorio y miró aAmparito. Su cara seguía igual: unamáscara. Los ojos parecían más fríos,más lejanos. Le miré las manos, estabanapoyadas sobre la carta; me parecierondemasiado blancas, demasiadotraslúcidas; las imaginé heladas.

—No entiendo —murmuró apenas.—No es mucho lo que hay que

entender —dijo Amparito—. Es la carta

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de una hija desesperada que acaba deconfirmar una sospecha. Sabe que a supadre lo están envenenando y le escribea una amiga pidiéndole ayuda. Quiereque Malú hable con el médico y le digalo que ella acaba de averiguar. Lo queElena no sospechaba era que el médico,su madrastra y el hermano erancómplices. Lo que tampoco sabía eraque Malú jamás recibiría esa carta. Eldoctor De Bilbao se haría cargo de queno la recibiera. Él o cualquier otropagado por él. Malú desapareció. Sabíademasiado. Ya había hablado antes conel doctor De Bilbao, a pedido de Elena,como dice en la carta. Si la dejaban

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viva, seguramente iría a la policía. Nopodían correr ese riesgo. Poco tiempodespués apareció un cadáver en elRiachuelo, que nadie reclamó. Era elcadáver de una mujer joven, y ladescripción que daban los diarioscoincidía con el aspecto físico de Malú.Nadie identificó ese cuerpo. Malú erauna chica sola, sin familia, que trabajabaen su casa. ¿Quién iba a preguntar porella? ¿Elena, tal vez? Sí, seguramenteElena habría preguntado. Pero nuncapudo hacerlo porque a ella también lamataron. Comprenderá que después detodo esto, no se puede creer en laversión del suicidio.

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Amparito no habló más. Se quedómirando a la mujer de la máscara con lacabeza en alto, desafiante. María deBilbao levantó la carta lentamente, comosi temiera romperla, la dobló en dos y sela entregó a Amparito. Después apoyólos codos en el escritorio y juntó las dosmanos, entrelazando los dedos como sifuera a rezar. Me concentré en lasmanos: eran casi transparentes, de unblanco enfermizo y con las venas bienmarcadas; me acordé de haberleescuchado a mi abuela, alguna vez, que auna persona la edad se le nota en lasmanos. ¿Será realmente así?

—Sigo sin entender —dijo, muy

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seria, la señora De Bilbao.—Le repito que no hay demasiado

para entender. La historia es simple. Hayuna fortuna inmensa que le pertenece aun hombre: Emilio Echeverría. Elhombre es viudo y tiene una hija: Elena.Hay una mujer muy ambiciosa que secasa con el viudo. Esa mujer tiene unhermano y entre los dos planean lamuerte del millonario, pero necesitan laayuda de un médico. ¿Quién mejor queel médico de la familia? Envenenan alseñor Emilio de a poco y hacen pasar sumuerte como resultado de una penosaenfermedad. Después matan a la hija,simulando un suicidio y, finalmente, a la

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única persona que sabía algo y podíainterferir en los planes: Malú, la amigade Elena. Resultado: la esposa, elhermano y el médico son los únicosdueños de la fortuna del señor Emilio.Pero hay que hacer las cosas bien, nosea que a alguien se le ocurra investigar.Entonces el doctor se va, se instala enMar del Plata y, con el tiempo, se casa.Dicen que con su secretaria. Pero no, eldoctor De Bilbao no se casó con susecretaria, sino con María del CarmenLima, la viuda del señor Emilio. Usted,María, usted.

La máscara de la señora De Bilbaopalideció todavía más. Amparito, en

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cambio, se puso roja, casi tan roja comosu pelo. Noté que le temblaban loslabios. A María no le temblaba nada:estaba rígida. Una verdadera estatua,pensé.

—No entiendo —dijo, como simurmurara.

—Usted sabe de qué hablo —dijoAmparito.

—Me llamo María Fernández.Adopté el apellido de mi marido por…—titubeó— porque el mío es demasiadocomún.

—Muy bien —dijo Amparito—.Supongo que no tendrá inconveniente enmostrarme su documento…

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—No tiene por qué desconfiar de mipalabra… —dijo la estatua, en voz muybaja, cuando lo normal hubiera sidoenojarse ante la actitud de policíaadoptada por Amparito.

—En realidad, no tengo por quéconfiar… Pero si no me lo muestra,puedo averiguar su verdadero nombresin ningún trabajo. Yo sé que usted esMaría del Carmen Lima. Aunque loniegue.

La mujer se puso a temblar de unamanera extraña: movió los hombros unay otra vez y después el pecho; agachó lacabeza, se encorvó sobre el escritorio yempezó a gemir. Cuando se incorporó,

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algunas lágrimas le corrían por lasmejillas.

—Está bien —suspiró—. Les voy adecir la verdad. Soy María del CarmenLima. Perdón, Amparito —dijo,mirándola con sus fríos ojos grises, algohúmedos aún por las pocas perorecientes lágrimas—. Me vi obligada amentir. En nombre de los viejos tiempos,le vuelvo a pedir disculpas y le ruegoque me crea. No soy tan mala comoustedes piensan. Siempre fui víctima demi marido. Ahora también, porque, viejoy enfermo, me sigue tiranizando. Toda lavida fue un hombre despótico. Meenamoré perdidamente de él cuando mi

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primer esposo ya estaba enfermo. Meobligó a seguir su plan para matarlo. Yono me negué, es cierto. Emilio estabamuy mal, sufría mucho y lo que hicimosfue acelerarle la muerte, nada más. Encuanto a Elena… les juro que yo nosabía nada. Me enteré mucho después,cuando ya estábamos casados. Yo creí,como todos, que la pobre Elena se habíasuicidado; jamás se me ocurriósospechar otra cosa. Cuando supe laverdad, quise separarme, pero meamenazó con matar a mi hermano. Tuvemiedo y me quedé junto a él. Era unhombre muy violento… y muyambicioso. Por eso mató a Elena; quería

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todo para él. Pero yo no sabía, nosabía… Después de la muerte deEmilio, Elena se puso muy rara; todospensábamos que se había vuelto loca…La pobrecita estaba alterada, teníaproblemas para dormir y Ricardo lesuministraba alucinógenos y le hablabade la torre, instigándola a que subiera,hasta que al fin lo hizo… No fuenecesario que alguien la empujara…Pero yo no sabía, no sabía… —gimió,tapándose la cara con las dos manos.

—¿Usted tiene idea de la gravedadde lo que han hecho? —preguntóAmparito.

—Sí, sí… Es un peso que arrastraré

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hasta el último de mis días… —sedestapó la cara y vi que sus ojos estabansecos—. Pero tengo bien claro que elúnico culpable es él —declaró, con lacabeza en alto—. Es un monstruo,aunque de alguna manera está pagandosu crimen. Lo paga con su enfermedad.

—¿Y qué pasó con Malú…? Porquetambién la mató a ella…

—No sé, no sé… Nunca me lo dijo.Malú… —se quedó pensando, como sitratara de recordarla—. No sabía quetenía algo que ver con todo esto. Si estemonstruo la mató también a ella, nuncalo vamos a saber…

Otra vez se oyó un golpe suave en la

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puerta. Me traían la ropa. La dejé aAmparito con su cara de asco y horror,mirando fijamente a María de Bilbao,que a su vez la miraba a ella acongojaday sumisa, y me fui a cambiar al baño. Vipor la ventana que ya no llovía. Mesaqué la bata. Pensé en guardarla, perome arrepentí. Me pareció que lo mejoriba a ser dejarla fuera del canasto, paraque se la llevaran a lavar; está bien queyo la había usado solo unos minutos y nola había ensuciado, pero como ahí todoera tan impecable, tan aséptico, se meocurrió que lo más probable sería que lalavaran antes de volver a guardarla. Ladoblé en dos y la puse encima del

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canasto. En ese momento reparé en laspequeñas iniciales bordadas en azul enel doblez de la manga izquierda:«M. L.»; me sorprendí porque antes nolas había visto. «M. L.», «María Lima».Su sello está en todas partes, pensé.

Cuando salí del baño, Amparitoestaba de pie, junto a la puerta deldespacho. María seguía detrás de suescritorio, pero se había parado. Memiró y me hizo una especie de sonrisa,que tomé como una despedida. No dijenada y salí detrás de Amparito, que nibien me vio aparecer empezó a caminarhacia la salida. Llegamos a la estaciónsin hablar. Justo pescamos un tren; por

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suerte iba casi vacío y nos sentamos.Amparito estaba muy pensativa. Decidíque lo mejor era no abrir la boca hastaque lo hiciera ella. Me dediqué a mirarpor la ventanilla. Me gustan lascampanillas azules que crecen junto alas vías, enredadas en los alambrados ylos postes; me recuerdan a las alas delas mariposas, tal vez por la fragilidadde sus pétalos y porque cuando lasmueve el viento parece que fueran asalir volando. Llegamos a Retiro sinhaber hablado ni una palabra. Recién enel subte, Amparito abrió la boca.

—No sé qué decirte, nena. Me sientoestúpida. Estúpida y ridícula.

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No dije nada. No porque noquisiera, sino porque no se me ocurríaqué decir.

—¿Te das cuenta, nena? —siguió—.Confesó todo, lo más tranquila. Como sila hubieran acusado de matar al gato…

Siguió otro silencio largo, que duróhasta Diagonal Norte, donde subió unaluvión de gente. Amparito levantó unpoco el tono y continuó reflexionando envoz alta, con la mirada perdida en eltúnel:

—Esas lágrimas, esas lágrimas…Todo era falso. Lo único cierto es quepasó mucho tiempo y que ya no hayculpables.

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Y no habló más. Seguimos ensilencio hasta Constitución. Cuando nosdespedíamos, me preguntó por qué nohabía dicho nada. Le contesté que teníaque pensar, que no tenía nada claro yque mejor hablábamos por la mañana.Estuvo de acuerdo. Y era totalmentecierto. No tenía nada claro. A mítambién me habían resultado falsas laslágrimas y el reconocimiento de suculpabilidad, aunque fuera en parte.Desenlace aburrido, tal como habíapensado y, sin embargo, había algo queno me terminaba de cerrar.

Cuando llegué a casa, me encontrécon una nota en la mesada de la cocina:

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«Javier se fue a la quinta de Alejandro.Yo voy a averiguar algo a la facultad.No vengo a comer. Juanjo». Tuve ganasde llamar a mamá para quejarme almejor estilo de mis hermanos, ya queese día le tocaba cocinar a Javier y semandaba a mudar, pero no. Lo pensémejor y no llamé. ¿Para qué? Iba a estarsola en casa y lo que más necesitaba eratranquilidad para pensar. Me hice unsángüiche y me puse a repasar todomentalmente, quería saber qué era esoque no me acababa de cerrar. Recordé laprimera entrevista que le hice a Maríade Bilbao, detalle por detalle. Despuéspasé a la visita de esa mañana, con

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Amparito; me repetí, palabra porpalabra, todo lo que dijo María en suconfesión. Repasé hasta los detalles delmobiliario, sobre todo del baño, que erala primera vez que lo veía. Entonces mevi doblando la bata de toalla ycolocándola sobre el canasto, segura deque cuando la mucama hiciera lalimpieza, la llevaría al lavadero… Y ahícomprendí que no era la escena de llantoy arrepentimiento de María lo que no meterminaba de cerrar, sino otra cosa: undetalle, un pequeño detalle.

Volví a alegrarme de que mishermanos se hubieran mandado a mudar,dejándome sin almuerzo y sola para

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poder pensar, y volé al teléfono.Amparito estaba ocupada en la cocina,según me dijo la persona que meatendió. Le dejé un mensaje y le roguéque se lo comunicara a Amparito loantes posible.

Cuando llegué a la estación deBeccar ya eran más de las cinco de latarde. Pensé que en el geriátrico estaríantodos ocupados con la merienda de losviejos. Me equivoqué: todos, no; almusculoso se lo veía muy entretenidolimpiando el auto de su patrona. Porsuerte no me vio. Fui derecho a la puertade servicio. Crucé el tramo de jardínque iba desde la vereda hasta la casa,

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pegada al ligustro que servía demedianera con el terreno vecino. Entrépor la puerta doble. Atravesé el hall yfui derecho a la habitación del doctor.No había nadie. Solo se oían murmullosy ruido de vajilla provenientes del fondodel pasillo. Pegué la oreja a la puerta.Ningún ruido. Entré.

La habitación estaba ensemipenumbra. La persiana, casi bajadel todo, dejaba entrar algo de claridad.Las hojas de vidrio de la ventanaestaban abiertas. Lejos, se oía ladrar aun perro. El doctor De Bilbao dormía; almenos, eso parecía; acostado y con losojos cerrados, no se podía pensar otra

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cosa. Fui hacia el estante donde estabanlos álbumes de fotos y busqué el delcasamiento, aquel con tapas de cueroque había mirado en mi anterior visita.Lo encontré enseguida. La habitación,insisto, tenía muy poca luz; y luz era loque yo necesitaba para leer la tapa delálbum. Me acerqué un poco a la ventanay comprobé que, tal como habíasospechado, había una inscripción en latapa, como siempre suele haber en losálbumes de casamiento; no en el de mispadres, que ni siquiera era un álbum,sino apenas una carpeta con separadoresde plástico, pero sí en el de los Luises,que Ayelén me mostraba para darme

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envidia cuando éramos chicas. Traté deleer la inscripción. No lo conseguí; lasletras estaban un poco borroneadas. Meacerqué aún más a la ventana y pudeleerla. En ese momento oí un ruido depasos que se acercaban por el pasillo.Me escondí detrás de un sillón, que eralo único que había para esconderse.Después me di cuenta de que me podríahaber metido en el baño, pero ya eratarde. Cuando se abrió la puerta, casi memuero del susto. Me agaché todo lo quepude y quedé con la nariz pegada alpiso. Los pasos se dirigieron hacia lacama y se detuvieron ahí. Me animé aespiar. Era una enfermera. Estaba de

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espaldas a mí, así que pude mirar bien.Había venido a aplicarle una inyecciónal doctor. Vi cuando levantaba la jeringapara verificar si el líquido pasaba bien.Concluyó su trabajo y salió. Volví a laventana con el álbum; quería leer denuevo la inscripción dorada. En esoestaba cuando se abrió la puerta degolpe. Esta vez no había oído ningúnruido de pasos. El patovica me agarróde un brazo y me arrastró fuera de lahabitación. La enfermera que le habíapuesto la inyección al doctor estaba enel pasillo y me miraba con cara detriunfo. La muy cretina me había visto,pero no dijo nada y corrió a buscar al

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carcelero. Y ahora el grandote me teníaagarrada de un brazo y me llevaba aldespacho de la esposa del doctor.

—Bueno, bueno —dijo María deBilbao, desde su escritorio—. Otra vezpor acá. Sentate —me ordenó, mientrascon un movimiento de la mano leindicaba al musculoso que se fuera—.¿Qué tenés ahí? —me preguntó,levantando las cejas y mirando el álbumde fotos.

—Su identidad —le contesté,bastante tranquila.

Me miró como desafiándome.—¿Vos tenés noción de lo que

hiciste? —preguntó—. Entraste a una

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propiedad privada sin permiso, temetiste en la habitación de un hombreenfermo y, como si eso fuera poco,robaste.

—Yo no robé nada. Tenía una duda yvine a aclararla. Eso estaba haciendocuando entró su guardaespaldas.

Me callé y no dijo nada. Me estabaestudiando. Trataba de averiguar quésabía. Pensó que yo seguiría hablando.Decidí darle el gusto. Puse el álbumsobre el escritorio y señalé lainscripción.

—Enlace de María Lucrecia Onettoy Ricardo de Bilbao —leí—. MaríaLucrecia. Malú.

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Rígida y pálida. Dura como unapiedra, fría, helada, mármol blanco; eso,una estatua. Por un momento me parecióque le brillaban los ojos, como si fueraa llorar, pero enseguida comprendí queno, que se le habían terminado laslágrimas en la actuación anterior. Sucara era una máscara perfecta.

—La mujer del Riachuelo seguirásiendo una NN —oí a mis espaldas. Y lavoz era de Amparito—. La pobre Malú,la buena chica de barrio, está viva. Yrica. A punto de enviudar y ser más ricatodavía. Felicitaciones.

—Yo soy inocente —dijo la estatua—. No maté a nadie. Ricardo y María

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del Carmen planearon todo. Ellosenvenenaron al viejo. Pero a Elena… aElena no querían matarla. Fue unaccidente. Pensaban internarla, nada más—la máscara se alteró un poco: se lehicieron algunas arrugas en la frente yunos surcos profundos le cruzaron lasmejillas—. Cuando me enteré de lamuerte de Elena me puse muy mal. Yo laquería. No lo supe enseguida. Cuandomurió el padre, Ricardo me llevó a Mardel Plata. Él volvió, me dijo que teníaque atender a Elena. Y cuando se reunióconmigo otra vez, no me contó nada. Yole preguntaba por ella y siempre medecía que estaba internada. Un tiempo

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después me dijo la verdad. Yo la queríaa Elena… —la máscara se estabaablandando; además de la aparición delas arrugas y los surcos, se le afinaronlos labios y las comisuras se arquearonun poco hacia abajo—. Ricardo me dijoque se había suicidado… No hablamosmás, pero uno o dos años después meconfesó que le habían estadosuministrando alucinógenos, paradespués internarla… No fue necesario,una noche subió a la torre y se cayó.

—La mataron —dijo Amparito,calmosamente—. La mataron —repitió.

—No. Yo, no.—Sí. Usted es tan asesina como su

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esposo y María del Carmen. Usted esresponsable. ¿Qué hizo cuando Elena lepidió ayuda? ¿Corrió a su lado? ¿Fue ala policía? No, nada de eso… Usted ladelató… ¡La traicionó! ¡Usted la mandóal muere!

Ya no había nada de rigidez en lamáscara; toda ella era de consistenciablanda, fofa. Tuve la sensación de quese iba a deshacer.

—Y usted sabe muy bien que no esinocente —siguió Amparito—. Por esomintió con su nombre y no le importópasar por María del Carmen. Todo eraválido antes que confesar que Malúestaba viva. Todo. Hasta permitir que

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siguiéramos creyendo que la pobredesgraciada del Riachuelo era ella.Mejor muerta y olvidada que traidora.Es eso, ¿no?

La mujer de la máscara miraba unpunto invisible, más allá de dondeestábamos nosotras dos. Sus bellos ojosgrises se habían opacado del todo. Laboca era una línea fina; no se distinguíanlos labios, tanto los apretaba. Amparitome hizo un gesto y nos fuimos.

Otra vez hicimos el camino hasta laestación sin hablar. Otra vez tomamos eltren, nos sentamos y no hablamos. Me lapasé mirando por la ventanilla, pero novi las campanillas azules; creo que se

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cierran al anochecer. En Retiro,Amparito me preguntó si tenía tiempopara tomar un café. Quería quehabláramos.

—¿Me querés decir cómo te distecuenta? —me preguntó, mientras leponía azúcar a su café—. Yo estabaconvencida de que era María delCarmen. A esa cara la conocía… Claro,era Malú.

—Me di cuenta por la bata de toalla.Tenía bordadas las iniciales «M. L.».«María Lima», pensé ni bien las vi, perodespués dudé. ¿Por qué poner la inicialde un apellido que no usa? No sé, habíaalgo que no me terminaba de cerrar. Yo

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sabía que el álbum de fotos tenía unainscripción en la tapa. Algo había vistola primera vez que estuve ahí, pero no lepresté atención. Esos álbumes siempretienen grabados los nombres de losnovios en la tapa. El de mi tía Luisa esasí. Tenía que volver, ¿entendés? Nuncasupimos cómo se llamaba realmenteMalú, pero, pensándolo un poco, teníaque ser un compuesto de María y otronombre que empezara con «Lu»; qué séyo: Lucía, Luján… Lucrecia.

Terminamos el café y nos fuimos delbar. Todavía faltaba el subte hastaConstitución. Otro viaje sin hablar. EnConstitución nos despedimos y

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quedamos en llamarnos.Llamé yo dos días después, justo uno

antes de la marcha de jubilados. Queríasaber desde dónde salía el grupoliderado por Amparito.

—Desde el club, nena. ¿Vas a venir?—Si me aceptan…—La entrada es libre y gratuita.Allá fui. Aunque la entrada no me

resultó demasiado gratuita que digamos,porque me engancharon para empujar lasilla de Rosa. Menos mal que despuésaparecieron la hija y el nieto por elCongreso y se encargaron de la vuelta.No me quejo; el viaje de ida fue bastanteentretenido; hicimos todo el camino por

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Entre Ríos, y a medida que avanzábamosse nos iban agregando grupos dejubilados con carteles y pancartas, quevenían de distintos clubes barriales.

Cuando llegamos al Congresoéramos una multitud. Fue ahí dondeperdí de vista a Amparito. Pero al ratoescuché su voz multiplicada por losparlantes: estaba pronunciando undiscurso. Después les tocó el turno aotros jubilados; todos hablaron dereivindicaciones y justicia social, desolidaridad, toma de conciencia,compromiso… ¡Cómo me gustaría quealguna de esas palabras lograra filtrarsepor las paredes del Congreso!

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Pasaron dos semanas y empezaronlas clases. Me costó adaptarme al ritmodel colegio. Siempre me cuesta. Unatarde, me fui hasta el Rawson con dospaquetes de medialunas. Después delmate, Amparito me propuso salir a daruna vuelta. Nos fuimos caminando hastaCaseros y Bolívar. La remodelación dela casa estaba bastante avanzada. Yahabían pintado el frente y colocadocarteles de «Se vende» en algunas de lasventanas.

—Mirá vos —dijo Amparito—,ahora la mansión es un edificio dedepartamentos. Me parece bien —siguió, después de reflexionar un poco

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—, es demasiado grande para una solafamilia.

Cruzamos hasta el mercadito y meacordé del invento de la revista y de lanota acerca del barrio. Se me ocurrióque en una de esas terminabaescribiendo la historia de Elena. Quiénsabe, ¿no? Amparito aprovechó el paseopara saludar a doña Anita. Yo medespedí en la esquina. Pero antes deirme miré otra vez la torre. Habíancolocado maceteros debajo de lasventanas. Me pregunté si volverían aponerle la cúpula.

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NORMA HUIDOBRO. Nació en 1949en Lanús, provincia de Buenos Aires. Esprofesora en Letras y trabaja decorrectora de libros. Ha obtenidoimportantes premios y tiene publicados,entre otros libros, ¿Quién conoce aGreta Garbo? y El sospechoso viste denegro.