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Historias que la memoria rescata del olvido Gustavo Vega Morán

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Leyendas de Sonsonate. Recopilación de tradiciones orales.

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Historias que la memoria rescata del olvido

Gustavo Vega Morán

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A la memoria de Elvira y Cruz Morán, abuela y madre.

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Historias que la memoria rescata del olvido

La memoria

Tengo una madre a quien amo, Tuy la llamamos cariñosamen-te, de quien creo haber heredado la fantasía y los entreveros de mis emociones; tuve –tengo– un padre amante ciego de la vida a quien la muerte le importaba un pito y con quien quisiera volver a recorrer las calles polvorosas y sedientas de los pueblos aleda-ños a la ciudad de Sonsonate, Dago es de quien heredé la imagi-nación y –si acaso la tengo– la razón. De ambos heredé unos ojos pequeños y tristes, tomé el silencio de ambos y la costumbre de nadar en mis aguas interiores. De allí que de pronto, inconsciente y obcecado, me encuentro escarbando en la memoria, intentando rescatar del olvido mi pasado, mi historia personal. La memoria es traidora, lo sé, pero la mía es además artera y fugaz, la busco y no la encuentro. Pero algunas veces doy en el clavo, o es quizá la memoria quien acierta conmigo y me trae trozos de paisajes, fragmentos de conversaciones, briznas de recuerdos, tan ligeros que a punto de comprenderlos desaparecen de nuevo, agazapa-dos y burlones. La memoria. Buñuel sabía de ésta, es como un continuo de suspiros: no siempre nos da lo que buscamos, casi nunca, pero en ocasiones nos da sin buscar.

Las Historias

Surgen entonces las historias. Las escenas y los actos de la vida. Las pequeñas historias compartidas por los contemporá-neos las cotidianas. Personas y situaciones; luces y sombras de la historia personal y, a la vez, de la historia colectiva. SOM BRAS: Memín, Manuel Rivera desaparecido con Lil Milagros en 1976, que fuera destripado como un pajarito y hundido para siempre en la oscuridad húmeda y pestífera de un cuartel. LUCES: Los dos Julios, los más grandes futbolistas del barrio El Pilar, tal como lo pueden testimoniar los sonsonatecos que han escuchado sus conversaciones, allá en la esquina del Ave María o a la salida para Nahuizalco, en tardes de domingos provincianos. Se jac-tan, Achan y Mistral, de los goles convertidos por sus izquierdas

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sabias, de los milimétricos pases de gol y de sus fintas inconte-nibles… en un partido que perdieron siete a cero. SOMBRAS: Jorge Marchanta, Cuper para sus condiscípulos universitarios, en tardes soporíferas invitando a sorbete a los jóvenes, casi niños, que intentábamos organizar los sueños. Su muerte y su recuerdo. Su muerte compartida por otros que decidieron correr al encuen-tro de un destino luminoso, pero compartida sobre todo por su compañera Carmen.

Son los trozos de historia que la memoria rescata del olvido. El parque central con su kiosco antiguo –no el de hoy, sino aquel con sus pilares de árbol simulado– en donde a la noche acudían los amantes de la música clásica, señores inmersos en sí mismos, mi pudre entre ellos con un gesto lejano e imborrable, y también jóvenes y niños que por imitación o diversión, sin saberlo sorbía-mos notas premonitorias de un encuentro futuro con el arte.

El campo Cantarrana y sus mascones de fútbol entre inmen-sos breñales, donde ahora se encuentra la colonia Atonal. Un par de profesores y profesoras que permanecen después de todo, un señor muy viejito, carpintero de la escuela “Rafael Campo, te-nía en su casa la colección completa de suplementos “a colores” de los periódicos publicados durante todos los domingos de su vida.

Son las pequeñas historias, historias compartidas cuyo re-cuerdo quizá se pierda para siempre en la memoria personal.

Las Leyendas

Hay otras historias que la memoria rescata del olvido. Histo-rias que se trocan en leyendas. Historias que son recuerdos de re-cuerdos y que, por magia de la palabra oral, supimos cada quien a su manera.

Hay unas en las que se funden verdad y fantasía, realidad y superstición no son leyendas aún pero podrán llegar a serlo algún día...

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A mediados de la década de los setenta, mi familia habitaba una casa, de la cual no daré la dirección por razones comprensibles, que tenía fama de estar em-brujada, sólo diré que tal casa aún está en pie y habi-tada. En aquella casa había funcionado un prostíbulo durante muchos años; un día –de esto tengo memo-ria– una de las “muchachas” se lanzó a las aguas del río Sensunapán, el rión que corta en dos la ciudad de Sonsonate, se lanzó del puente de hierro (el mismo que aparece en la viñeta del aguardiente “Tres puen-tes”) a una altura aproximada de treinta metros. La joven murió, por el abandono de un amor furtivo fue el dictamen popular. Si fue por eso, nunca se supo a cabalidad. El caso es que a raíz de aquel aconte-cimiento fue clausurado el lupanar y la casa puesta a disposición de los arrendadores interesados. Fue alquilada por una familia integrada por el padre, la madre y una niña de cinco años; familia sana y nor-mal valga decir! o, que vivió en aquel lugar durante poco más de un año, después del cual se mudaron con rumbo des conocido, llevando sus pertenencias menguadas debido los gastos en que incurrieron por el tratamiento médico de la niña, que durante la per-manencia en la casa aquella, sufrió ataques de aluci-nación y terminó presentando un cuadro clínico de locura precoz.

La familia se fue con el secreto de su drama. Mas

La casa de la mujer de blanco

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la gente sabía lo ocurrido: A pocas semanas de habi-tar la casa, la familia empezó a ser testigo de suce-sos inexplicables e inauditos producidos por fuerzas demoníacas de las que es mejor no hablar: trastos dejados por la noche en el lavadero del patio amane-cían lavados, los muebles cambiaban de posición sin que nadie fuera capaz de advertir en qué momento sucedía, rumor de canciones viejas, ecos de besos y gemidos, tintinear de vasos. Nada, en verdad, que pudiera trascender a los terrenos del terror.

Sin embargo, una madrugada plateada aún por la luna, una mujer joven y bonita, con un largo vestido blanco cuya cola despertaba en los ladrillos un pe-queño ge mido, atravesó el patio; como surgida del muro alzado al fondo del terreno de la casa, se enca-minó sin prisa, apenas besando el suelo con sus pies desnudos, hacia el cuarto de la niña. Entró en él, se acercó a la cama y se sentó en la orilla contemplando el rostro de la pequeña que dormía ajena al misterio; poco antes del amanecer completo, la mujer desan-duvo el camino. Desde entonces visitó todos los días a la niña y no bastándole con ello, la arrullaba con un canto profundamente melancólico y sin palabras, un canto como un gemido materno de madre sin hi-jos, un canto sin sonidos que llegaba a los oídos de la niña dormida, arrullándola y metiéndole en el alma la paz de aquel arrullo.

La niña empezó a ver a la mujer cuando ya su me-moria se extraviaba entre el cariño de la realidad y

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el del espanto, entre el amor de la madre y el amor de aquella otra madre que la abrigaba enternecida en las madrugadas puras. Se volvió feroz, sobre todo contra su madre volcó violencia y veneno sin mise-ricordia. Por la casa empezaron a resonar insultos brutales y prostibularios, gritos que se volvieron tan violentos que se escuchaban por todos los rumbos de la colonia San Antonio. Eran los insultos que la mujer de blanco susurraba al oído de la niña, extra-viada para siempre en el mundo de sus alucinacio-nes, jugada por el espanto y la melodía silenciosa de la joven muerta años hay cuyo cuerpo fuera rescata-do de las aguas del Sensunapán.

***

A la familia de la historia no le quedó otro recur-so que marcharse. Pocos meses después, mi familia habitó la Casa y dio inicio a otra serie de apariciones y espantos que por ratos la memoria rescata del olvi-do.. En aquella Casa, también, mi abuela Elvira, cuan-do el corazón no le había afectado la memoria me relató otras verdades, recuerdos de recuerdos que hoy intento narrar a mi modo...

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“Ese día llegué a casa más rendida que nunca, el trajín de la costura y el andar todo el día de aquí para allá a fin de ganar la comida, había sido bien duro. Así que llegué a casa, pues, preparé la cena y les di de comer a los cipotes. En ese tiempo las más pequeñas eran la Crucita y la Julia.

El asunto es que las dormí temprano para que darme arreglando unas cosas; eché agua a los leños que aún estaban encendidos en el poyetón y lavé un poco de ropa. A eso de las once de la noche me acos-té; en el cuarto dormían conmigo la Cruz y la Julita.

Cuando empezaba a dormirme, unas risas me despertaron. Encendí la luz y vi en el piso a dos ni-ños jugando, eran dos cipotes que nunca había visto; uno de ellos como de dos años y el otro de meses, apenas gateaba. Los dos jugaban chibolas y se reían entre ellos.

Cuando me les quedé viendo, medio tembeleca, ellos dejaron de jugar y se pusieron a reír conmigo. ¡Púchica!, los pelos se me pusieron tiesos y me dio un gran escalofrío porque la risa de aquellos cipotes era bien fea, con los dientes todos pelados parecía que me estaban chunguiando. Yo sólo atiné a persig-narme y como pude apagué la luz y cerré los ojos. Estuve así un buen tiempo, hasta que ya no escuché nada. Al rato, siempre con miedo, encendí de nuevo

El Sarampión y la Viruela

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la luz, y cuando vi sólo quedaba uno de los cipotes, el mas chiquito, que se rió de nuevo como que era el diablo; entonces, ya no tuve valor de apagar la luz; sólo me cubrí con la sábana y me estuve así, toda en-telerida de miedo, hasta que agarré valor otra vez y vi, con cuidadito, por un hoyito de la sábana.

El cipote ya no estaba. Todo estaba silencio, silen-cio. Mis niñas dormían bien tranquilas. Yo me fui cal mando poco a poco hasta que me quedé dormida.

Al día siguiente, bien de madrugada, me fui al mercado a comprar lo del día. Cuando llegué las ven-dedoras empezaban a abrir sus puestos. Como yo soy bien conocida, casi todas ellas me saludaron. Me fui donde la Juana a comprarle unas verduras.

La Juana, como era bien amable conmigo, la po-brecita, me regaló unos pipianes bien tiernitos y no pusimos a platicar. Entonces le conté lo que me ha-bía pasado.

– Elvira –me dijo–. Esos cipotes son el sarampión y la viruela. Cuando se aparecen es porque alguien se va a enfermar. Fijate, ayer también los vio la Car-men, en la noche cuando iba pasando por el parque, y los vio también la Rosa, dice que cuando entró al mesón estaban jugando detrás del zaguán.

Y así era. Más tarde, cuando el mercado se empe-zó a llenar, andaban un montón de mujeres diciendo que habían visto a los dos cipotes. Aquí y allá había grupos que hablaban de haberlos visto en diferen-

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tes barrios, subiendo la cuesta de San Antonio, por la salida a Nahuizalco, por la Cueva del Zope, por la Iglesia del Pilar, por todos lados.

Pues a mi me volvió a entrar miedo; era media mañana y me fui para la casa. Cuando llegué, encon-tré a la Crucita y a la Julia enfermas, con un gran ca-lenturón, chapudas chapudas y hasta delirando. Por la tarde, les había empezado a brotar el sarampión.

Y, fijate como son las cosas, hubo brote de saram-pión en toda la ciudad. No me acuerdo bien año fue, pero de eso hace ya más de cuarenta años.

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La poza de Bululú

Después que la Julia, a regañadientes, liberó a su penúltimo esclavo, el Muñeco, este, Cara de Pito y yo, acostumbramos ir de tarde en tarde a diferentes balnearios, ríos y en los ríos pozas, anchas y frescas a cuyas aguas llegábamos al cabo de caminatas festi-vas, duran te las cuales el tiempo invertido se perdía en los disparatados caminos de la conversación y los juegos. Nahuilingo era uno de aquellos lugares visi-tados, al abrigo de los añejos árboles que cuelgan y entrelazan sus ramas sobre la piscina construida en el cauce natural del río, bebimos primerizos tragos, y en su chorrerón, tan grande en mi memoria que no cabe en la realidad, refrescamos nuestros cuerpos y, alguna vez, cubiertos por la cortina de agua besamos una muchacha, novia casual que nunca más había-mos de encontrar.

Otras tardes, caminando por la vía del tren, ape-dreando los mangos del camino y deteniéndonos en algún riachuelo de aguas mansas y suspirantes, ca-minábamos rumbo a la Pescadita de Oro aquel ojo de agua limpio, casi edénico, era abrigo y reposo, meditación y plática de tres jovenzuelos que sin bri-das oteaban los vientos de la libertad, los aullidos de la loba, los encantos del divino tesoro.

Íbamos al Sensunapán, el río grande en cuyas cue-vas ribereñas los lagartos, y ciertos animales vistos únicamente por quienes fueron devorados, aún no

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habían huido espantados por la contaminación y la tala. Sobre todo, íbamos a la poza de Bululú, en las afueras de la ciudad de entonces. En aquella poza un espanto enredó las canillas de la Chica Chaparro, tirándola de espaldas entre las piedras y provocan-do la fractura del brazo de mi hermano Cherna, mi hermano que se me muriera ocho años antes de su muerte y que está tan vivo que aún converso con él de las cosas que nunca platicamos.

Y es que, la poza de Bululú es en verdad tan mis-teriosa como su belleza minúscula y primitiva,

A la entrada de la ciudad de Sonsonate, en unas alturas pedregosas y lisas por el musgo y la lama, se concentra el río Sensunapán y se deja caer poderoso convertido en un chorro de agua que quiebra el aire en millones de líquidas aristas multicolores. Alrede-dor de la poza que así se forma, y a la fuerza del mis-mo empuje, la arena se extiende en playas negras, no muy limpias quizá, pero llenas de sombras fres-cas, de trinos, de caer de hojas secas, de rumor entre chiribiscales y de gritos y risas lejanos acompaña-dos por el batán–batán de la ropa golpeada en las piedras para separarle el sudory la mugre. Pero el sonido que reina aquel paraje es el de la lejanía y el silencio. Está Bululú en una fosa; rodeada de peñas-cales, el aislamiento es casi absoluto… y el misterio.

Bululú es una poza sin fondo; en el sitio exacto donde el salto de agua cae, lo líquido es intermina-ble, todo es profundidad, descenso, aguas sin límites

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y en lo profundo, si es posible llamar profundidad a lo interminable, en aquella inmensidad hay un reino. Un reino que duplica al nuestro, sin sus males. En aquel reino estamos todos el Muñeco, Cara de Pito, yo, todos los rostros, todos los hombres y todos los niños, todos los ancianos y todas las mujeres, todos los hogares y todas las plantas, aquel es un reino que habitan los mismos que habitamos este otro, sólo que en aquel, el oro es prenda cotidiana y comunal y el odio, un equívoco, una mala pronunciación.

¿Cómo se sabe de la existencia de aquel reino. Frecuentemente, en especial al empezar la tarde su rito de ninfa para trocarse en mariposa de sombras y el silencio calla hasta a los grillos, no es raro que algo, una ramita, un helecho o un chimbolito de ex-traños destellos, surja del centro de la poza para de inmediato volver a hundirse en ella de retomo a su propio espacio, al otro lado del espejo que es nuestro mundo. Sólo se muestran y se van, no dejan rastros ni se llevan nada. Empero, hay ocasiones en las que el misterio linda con el horror.

Despacio, muy despacito, del centro de la poza de Bululú emerge un huacalito de oro en cuyo interior relumbran un jabón y un pashte, ambos también de oro. Al compás de los círculos silenciosos de la no-che que cae, el huacal danza, lento, trazando círculos concéntricos alrededor del chorrerón cuya fuerza lo ha desprendido de su reino. Quien los mira, no pue-de apartar su vista de aquella visión; nunca más po-

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drá descansar en paz, sus sueños estarán anegados de oro y agua y, cuando muera, sus poros exhumarán un cáliz espeso de metal líquido y de aromas amari-llos. Es el precio a pagar por asomarse a la realidad de un mundo ajeno.

Los otros, que los hay, audaces o imprudentes, a quienes no les basta una mirada, esos se exponen a desaparecer. Porque si ante la visión dorada que sonríe en las aguas de Bululú, un joven, un niño, una mujer, un anciano, se lanza a la poza, es irremedia-blemente atraído por los objetos preciosos. Son es-tos quienes buscan la mano del bañista encantado y al encontrarla, sin que medie la voluntad del nada-dor, hace que sus dedos se crispen sobre el huacal y, así, firmemente asidos a él, lo arrastra sin retomo, completo y vivo, alas playas ignotas de otros ríos y al abrigo de un cielo con las mismas nubes del cie-lo que nos cubre, donde queda extraviado, perdido inexorablemente para su familia y para todo lo que en este mundo deja.

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Según cuentan, a principios de siglo una encope-tada dama mandó a construir unos calabozos de al-tos y gruesos muros por donde la luz no encontraba un resquicio y, sobretodo, con un piso de sal apiso-nada fuertemente y apenas cubierto por una delga-da capa de tierra.

Las virtudes de una cárcel así construida, necesa-riamente había de ser un ejemplar castigo para quie-nes, delincuentes comunes o reos políticos, tenían la d gracia de ser lanzados a ella. Durante el día, la hu-medad salina convertía el calabozo en un pantano inmisericorde, mientras que por las noches, a pesar del calor natural de la ciudad, por la misma humedad quedaba convertido en un frigorífico cruel. Las pare-des de tal calabozo estaban cubiertos de una gruesa capa de musgo de la cual chorreaban continuamente hilillos salobres que al caer en las heridas de los pre-sos producen un dolor infinito. Fueron muchos los que dejaron su hálito en aquellas ergástulas; hom-bres humildes que no tuvieron para pagar un abo-gado, políticos que no cedieron a las amenazas o las recompensas, enemigos personales de la señora del señor presidente (que esta era la gracia de aquella dama), pobres ladrones de gallinas o invasores te-rrenos prohibidos para cortar un mango, fueron víc-timas de aquellas agujas de hielo.

Si lo anterior fuera poco, Concha de Regalado

Las cadenas de la Concha de Regalado

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mandó a construir también, unas inmensas cadenas, gruesas como para atar elefantes, con el fin de que los prisioneros no tuvieran ni siquiera el consuelo de la levedad en aquellas marismas. Cadenas y sal, fueron el símbolo de la dama. Odio y más odio. Pero la maldad tiene su compensación, aseguran los vie-jos y quizá es cierto...

A la muerte de doña Concha, con todos los hono-res que se merecía por su abolengo, un nuevo habi-tante pasó a formar parte de los noctámbulos.

Las noches de Sonsonate son calorosas, y quietas en aquel entonces. Por sus calles aún no violadas por la delincuencia y el peligro, deambulan hasta altas horas individuos trasnochadores, ya sean los que acostumbran vivir por las noches en busca del pla-cer o el vicio, o los insomnes irredentos que salen a paseos nocturnos mientras acude el sueño. Lo cierto es que la tranquilidad apenas es rota, de cuando en vez, por algún grito ebrio y feliz o por el jolgorio vio-lento de una riña callejera.

La paz nocturna, sin embargo, encierra su punto de misterio; pues entre las sombras también deam-bulan fantasmas y aparecidos, almas en pena que después de muertos sus cuerpos han sido condena-das a pagar sus pecados en una peregrinación diaria, sin rumbo y sempiterna. Una de aquellas almas, es la de Concha de Regalado, esposa en vida de un Presi-dente del país.

Por diversos rumbos de la ciudad, un estremece-

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dor grito rompe la quietud, y un estruendo de cade-nas arrastradas pone los pelos de punta de quienes escuchan o miran la aparición. Es doña Concha de Regala do, la esposa del Presidente, que no ha en-contrado la paz y con aquellos instrumentos de tor-tura que mandara a construir se pasea por las más oscuras y siniestras calles de la ciudad. Su elegante vestido, su rostro de burguesa mantenido a fuerza de afeites, su peinado pulcro, hacen contraste con el peso que le corresponde cargar hasta el final de los tiempos y, aunque no es considerada un peligro, su sola aparición mete el frío y el temblor hasta en los huesos de quienes la miran. El pueblo, dado a la compasión, siente por aquella alma en pena, más que el odio al que se hiciera acreedora, una lástima sin límites.

–Pobrecita, doña Concha –suelen decir algunos sonsonatecos, cuando el estruendo de las cadenas y el grito patibulario de la mujer, se eleva rompiendo el cristal silencioso de la noche.

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Una madrugada cualquiera, el rumor se propagó por todos los rumbos de Sonsonate. Es que don Chi-cho amaneció jugado; lo encontraron por el rumbo de la Avenida, una de las calles sin ley de la ciudad, tirado en la acera, convulsionado, diciendo dispara-tes y sin conocer a nadie. En el mejor de los casos, si se salva del espanto quedará inútil para toda su vida... Los rumores coinciden, a don Chicho lo jugó la Yegua.

El suceso ocurrió la noche anterior cuando la víc-tima, como solía hacerlo durante todas las noches de sus fines de semana, caminaba solitario, ebrio y sin rumbo sobre la Avenida Masferrer, a la altura de los leones de piedra que custodian lo que un día fue la entrada al pueblo, una mujer se le apareció. Era una aparición en el doble sentido, pues además de apa-recer de improviso ante los ojos de don Chicho, que ni siquiera advirtió su presencia si no hasta que la tuvo delante, parecía, de espaldas tal como se le pre-sentó, una imagen extraordinaria, hermosa, esbelta y de andar lascivo. Su cuerpo, cubierto de una luz no terrenal, exhalaba un vaho de goces secretos que se encabritaban aún más mientras se contoneaba al ca-minar.

Como era de esperar, don Chicho se prendó de in-mediato de aquella mujer y los requiebros brotaron infatigables de su boca. La mujer, sin dar el rostro,

La mujer de la noche

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respondía acentuando su andar con movimientos in-sinuadores. Sin embargo, nada decía a su enamorado casual; pero su silencio era más fuerte que cualquier palabra de aliento y don Chicho, irremediablemente se fue tras de ella. Hasta se alegró cuando advirtió que la mujer enrumbaba por las calles más oscuras, adivinando quizá los placeres que le esperaban.

De esa manera, pasaron por la calle aún habitada por los noctámbulos, aunque estos, al día siguiente recordaban haber visto sólo a don Chicho, tropezan-do con las piedras que se interponían en su camino. Llegaron ala salida para Nahuilingo y la mujer, con un movimiento aún más insinuador. tomó con rum-bo a una calleja aledaña, totalmente oscura; un frío inexplicable empezó a desgranarse, mas don Chicho consideró que era por la emoción del encuentro y sintió que el aroma de aquella mujer se le metía para nunca jamás en la piel, en los huesos, en las tripas y la memoria. Entonces, ya sin orientación, en una especie de delirio sin tregua ni origen, se abalanzó sobre la mujer que se había detenido, siempre de es-paldas, a pocos pasos de él... Sus manos ya tocaban aquella piel, aquella estatua viva de carne inmarce-sible, cuando, de pronto, la imagen iluminada se con-virtió en otra, terrible y obscena.

El trasero de una enorme yegua despedía vahos infestos en el rostro de don Chicho, en el espacio que la mujer apenas unos segundos antes ocupaba. es-taba aquel enorme animal y hasta entonces se dio

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vuelta para que el trasnochador irredento viera su rostro. En lugar de ojos, dos brazas enormes; en lu-gar de rostro, un hocico horrible y deforme; de su boca, si es dado llamar boca a una grieta roja y pes-tífera, se desprendía un ardiente vaho que parecía quemar todo a su alrededor y de sus profundidades surgió una carcajada bestial que hizo trizas la ra-zón del viejo enamoradisco, y le dejó una mueca de espanto permanente... La misma mueca que, al día siguiente, los madrugadores que lo encontraron le vieron y que sería la única, desde entonces, que ten-dría jamás.

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Durante el día y en los recreos, el patio de ladrillos de barro de la escuela “Rafael Campo”, es obviamen-te un correr de niños y jóvenes, algarabía de juegos; jóvenes sin camisa huyendo de los policías, los más pequeños jugando “lleva”, otros, al fondo, bajo el ar-diente sol, de plantón por no haber llevado la “plana”. hay quienes juegan chibolas y los que juegan a ver jugar. Pero el punto de atracción favorito de aquellos estudiantes, era el campanario de la iglesia El Pilar, cuyo patio es compartido con la escuela.

En aquel campanario, las golondrinas han he-cho sus nidos. Inquietas, durante los recreos vue-lan en desorden, agobiadas por la gritería infantil, se sienten quizá amenazadas cuando más de algún adolescente, haciendo gala de su valentía, se acerca a sus nidos y las alborota, enojándolas. Entonces es el momento esperado: dos o tres golondrinas, como pequeños aviones de guerra suicidas, se lanzan en picada sobre los atacantes. Si estos son ágiles, es-quivarán a las aves, si no un pico agudo, frágil pero firme, penetrará en sus cabezas y un chorrito de san-gre mostrará el trofeo conquistado en la batalla sin sentido.

Las golondrinas no son, empero, la atracción úni-ca de aquel campanario, ni siquiera la principal. En

El Padre sin cabeza

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aquel lugar, oscuro, estrecho, húmedo, con olor a abandono y sotana enmohecida, habita un persona-je capaz de estremecer al más valiente; ha si do visto en noches de truenos y en noches apacibles, incluso en el día aunque raramente, se le ha visto recorrer los ladrillos de barro con su andar cansino, leve, pe-noso y triste.

La sotana negra, despierta en los ladrillos un ru-mor de ultratumba. Todo de negro, sólo el cuello blanco de la camisa da forma a aquella oscuridad, pero, arriba del mismo, donde tendría que encon-trarse la cabeza de aquel sacerdote, no existe nada. El padre termina en el cuello. Su cabeza limpia, y triste también, desprendida de su cuerpo mueve los ojos en sus órbitas, viendo al mundo desde su punto de observación, sostenida por la mano derecha de su cuerpo a la altura de la cadera.

El Padre sin Cabeza es un extraño guardián de aquella iglesia. Pocos lo han visto –hay quienes hasta aseguran que es un invento del padre Canjura–, pero quienes lo han hecho afirman que no ataca a quienes lo miran, es sólo con su presencia que espanta a los intrusos que osan invadir aquellos terrenos, su pre-sencia nimbada con un halo que, si pudiera decirse así, es de sombras, impone el terror y paraliza a los curiosos, que nunca más, se atreverán a pasar por aquel lugar. Mucho menos en horas nocturnas o a las doce del día; durante las cuales el aparecido desca-bezado vigila.

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Quique Mendoza y el Mapache, lo vieron en una ocasión. Habían querido asustar a Milton, y después de clases, luego de convencerlo para que se queda-ra, in tentaron llevarlo al campanario. Ante el temor de éste, los dos jóvenes, conteniendo el miedo que empezaba a recorrerles la espalda, se atrevieron a penetrar en el campanario, en silencio y cuidadosos para no alborotar a las golondrinas. Estando aden-tro, escucharon un rumor de alas, un aleteo terrible, y cuando quisieron huir pensando que eran ataca-dos por las aves, se dieron cuenta que un rabo de nube se formaba obstaculizándoles el camino; fren-te a sus miradas estupefactas el viento arremolinado fue adquiriendo la forma de una negra sotana; er-guido en toda su estatura colosal el Padre sin Cabe-za se apareció frente a ellos y posó la mirada de su cabeza ausente en los jóvenes intrusos. Más que es-panto, sintieron una infinita tristeza, sintieron ganas de llorar y Salieron como dormidos del campanario. Eran las doce del día. Media hora después pudieron hablar, mas no lo hicieron; sin mediar palabra entre ellos, tomó cada quien su camino y no regresaron a clases hasta tres días después del suceso. Sus cuer-pos mostraban los picotazos de muchas aves, pero ellos negaron siempre haber sido atacados por las golondrinas.

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—¡Qué va’ser! —estaba diciendo mi tío Achan, un día de conversación con los pilareños, sentado en el brocal de la pilona del campo, allá por la salida a Na-huizalco—. El Cipitío no es panzón ni tiene los pies al revés.

—Yo lo he visto —afirmaba—. Una vez veníamos en la madrugada, de tirar y pescar con la majada del barrio, nos habíamos ido la noche anterior, camina-mos hasta la “guaca”, la pesca fue buena, sobre todo de cangrejos y camarones que agarramos lumpea-dos; la caza no tanto, sólo logramos agarrarar un ta-cuazín que casi le vuela el dedo al Nolo. El asunto es que al regreso, a eso de las cuatro y media de la ma-drugada veníamos entrando al pueblo, por aquí mis-mo entramos, por esta misma calle. Éramos como siete, veníamos jodiendo, con sueño y agotando los últimos cartuchos de alegría mojados por el desve-lo. Yo no sé si los demás lo vieron, pero cuando íba-mos por donde la Juanita Chata, de repente un niño que no había advertido antes, nos sobrepasó. Nunca pude ver su rostro, pero tuve la seguridad que iba llorando o quizá riendo pues la verdad solo advertí un estremecimiento en su cuerpo y unos pujiditos que a saber por qué eran.

Era un niño normal, quizá un poco barrigón pero no tanto, apenas como lombrizoso, los pies eran nor-males... Más bien, lo que me extrañó fue que anduvie-

El otro Cipitío

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Historias que la memoria rescata del olvido

ra sólo a aquellas horas. Entonces le dije a los otros que lo siguiéramos para ver qué le pasaba, pero sólo Raúl, Miquey y Virgilio me hicieron caso, los demás parecía que estuvieran jugados, ni siquiera chistaron y fue como que no me oyeran.

Nosotros cuatro, pues, corrimos para alcanzar al niño, ya él se nos había adelantado varios metros; iba llegando ala esquina de donde la Carmelona cuando le gritamos. Volvió a ver y en su cara, sucia eso sí, vi una mueca rara, que tampoco me sirvió para saber si lloraba o quizá se burlaba de nosotros. Sentí un poquito de miedo, para qué lo voy a negar; pero con la compañía de aquellos agarré valor y juntos corri-mos persiguiéndolo; cuando nos faltaban como cua-tro metros para alcanzarlo, el cipote dio vuelta en la esquina y escuchamos, entonces sí, como un llanto burlón y después una carcajada que bien pudo des-pertar a todo el barrio, aunque después los otros anden diciendo que ellos no escucharon nada, y co-rrimos más aprisa y cuando llegamos ala esquina y vimos.., la calle estaba silenciosa y vacía; ni un alma, sólo una chenca de puro todavía encendida estaba tirada en la calle...

Cuando llegué a la casa, el friyito que empecé a sentir cuando escuché la carcajada de aquel cipote se me fue metiendo hasta los huesos; no pude levan-tarme ese día con el gran calenturón y el temblor de los dientes que me sonaban como maracas locas. Era el Cipitío, pues, yo lo vi pero no es panzón ni tiene los pies al revés.

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Cargando un inmenso bulto de ropa lavada aún húmeda, con su hijo tomado de la mano, danza un poco cómica, dona Adela.

-¡Vamonós, Carlos Alberto! ¡Vamonós, no te que-des! -Clama dona Adela.

Y es que, cuando una madre soltera va a un río, cualquiera que sea, se enfrenta a la posibilidad de perder a su hijo menor, plagiado para siempre por los duendes de los ríos. En estos habitan diversas criaturas, seres que lanzan flores y piedrecillas a las jóvenes bañistas, otros que a hurtadillas entre los chiribiscales espían a los visitante y suenan un sue-no de sirena, con sus solo espíritus enteleridos de deseos carnales. Unos se muestran apenas, o dejan sentir su aliento entre los ramajes como un viento sin origen y quien los percibe sabe que están allí por-que las piernas se le debilitan un instante y la piel se le eriza. O, si no, una extraña alegría se adueña de los bañistas y el jolgorio y la maravilla de estar al lado de un riachuelo, en un silencio saltarín y apacible, se vuelve una fiesta pura... son también los duendes, que de todo hay en la rivera de los ríos.

Los gritos de dona Adela, pues, eran dirigidos a los duendes. A los más terribles de los ríos, aque-llos que inundados de tristeza y sueños, pierden la cordura y se dejan arrastrar por el deseo negado y

Los secuestradores de los ríos

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buscan entre los vivos un sucedáneo de sus penas. Quizá son espíritus maternos; almas solitarias que encuentran en el rapto de los niños al hijo que nunca podrán tener. Cuando las madres se descuidan, con engaños de encantadores y políticos y plantas sin nombre engatusan a los niños y los ponen a dormir un sueño delirante mientras permanecen despier-tos, hasta trastrocarles los sentidos y perderles el rumbo. Es entonces que los niños así encantados, se alejan de sus madres y se quedan a habitar los reco-dos de los ríos.

Si esto sucede durante la visita al río, la pérdida es irremediable. Pero lo mas frecuente es que los niños encantados vuelvan con sus madres, continúan sus vidas cotidianas, parece que nada ha cambiado; sin embargo, pasado algún tiempo -que pueden ser días, semanas, meses o años-, el niño vuelve a escuchar las palabras melosas, a ver las imágenes engatusadoras, y obedeciendo un llamado que no proviene de entre los seres vivientes, enrumba sus pasos por diversos caminos que lo llevan, siempre, a los parajes donde fue adoptado por los duendes de los ríos.

El suceso, pese a las fuerzas extraordinarias que lo hacen posible, no es fatal. Las mujeres, sobre todo las más ancianas, las de innumerables hijos, saben que cuando la perdida del niño no se produce en el río, el día mismo del encantamiento, es posible con-jurar el mal y deshacer los entuertos de los duendes. Y es sencillo. Basta con que la madre, cuando ya se

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retira del río con sus hijos, grite llamando a su hijo menor, para que este vuelva del más allá y quede ol-vidada la demagogia de los duendes.

Era por eso que dona Adela, casi bailando, llama-ba a su hijo aquella tarde de marzo, mientras se de-tenía, jadeante, cada cuatro o cinco metros subiendo las veredas que nos alejaban del río.

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Contenido

La memoria ................................................... 5

La casa de la mujer de blanco ....................... 7

El Sarampión y la Viruela ............................. 10

La poza de Bululú ......................................... 13

Las cadenas de la Concha de Regalado ........ 17

La mujer de la noche .................................... 20

El Padre sin cabeza ....................................... 23

El otro Cipitío ............................................... 26

Los secuestrasdores de los ríos ..................... 28

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