gide, andre - el inmoralista

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EL INMORALISTA ANDRÉ GIDE Traducción de Julio Cortázar EDITORIAL ARGOS VERGARA, S. A. Título de la edición original: "L'IMMORALISTE" Traducción Julio Cortázar Cubierta © Sarró - Salmer © Editions Mercure de France, 1902 Editorial Argos Vergara, S. A. Aragón, 390, Barcelona-13 (España) ISBN: 84-7017-999-3 Depósito Legal: B. 6152-1981 Impreso en España - Printed in Spain Impreso por Chimenos, S. A., Dr. Severo Ochoa, s/n Coll de la Manya, Granollers (Barcelona) PREFACIO Doy este libro por lo que pueda valer. Es un fruto lleno de ceniza amarga; se parece a las coloquíntidas del desierto que crecen en parajes calcinados y no brindan a la sed sino una quemadura aún más atroz, pero a las que no falta belleza sobre la arena de oro.

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Michel, nacido y criado en el seno de una familia puritana, contrae matrimonio con Marceline para complacer a su padre moribundo. Durante un viaje por el norte de África enferma gravemente, y en su convalecencia descubre la sensualidad y el placer por la vida. Esta revelación provoca un cambio radical en su manera de vivir y le lleva a la liberación de ataduras morales.

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1~ Nacido y muerto en Par~s (1869-1951), Andr Gide,EL INMORALISTA

ANDR GIDE

Traduccin

de

Julio Cortzar

EDITORIAL ARGOS VERGARA, S. A.

Ttulo de la edicin original:

"L'IMMORALISTE"

Traduccin

Julio Cortzar

Cubierta

Sarr - Salmer

Editions Mercure de France, 1902

Editorial Argos Vergara, S. A.

Aragn, 390, Barcelona-13 (Espaa)

ISBN: 84-7017-999-3

Depsito Legal: B. 6152-1981

Impreso en Espaa - Printed in Spain

Impreso por Chimenos, S. A., Dr. Severo Ochoa, s/n

Coll de la Manya, Granollers (Barcelona)

PREFACIO

Doy este libro por lo que pueda valer. Es un fruto lleno de ceniza amarga; se parece a las coloquntidas del desierto que crecen en parajes calcinados y no brindan a la sed sino una quemadura an ms atroz, pero a las que no falta belleza sobre la arena de oro.

Si haba yo ofrecido a mi hroe como ejemplo, preciso es convenir que slo muy mal lo he logrado; los pocos raros que tuvieron a bien interesarse por la aventura de Miguel dieron en informarla con toda la fuerza de su bondad. No en vano haba yo adornado de tantas virtudes a Marcelina; no se perdonaba a Miguel el que no la prefiriera a s mismo.

Si haba yo ofrecido este libro como un acto de acusacin contra Miguel, no lo logr en mayor medida, pues nadie me estuvo agradecido por la indignacin que senta contra mi hroe; pareca como si esa indignacin fuera sentida a pesar mo; desde Miguel se volcaba sobre m; por poco pretendan confundirme con l.

Mas no he querido hacer en este libro acto de acusacin ni apologa, y me he guardado de juzgar. El pblico ya no perdona que et autor, tras la accin que pinta, no se declare en pro o en contra; aun ms, se quisiera que tomase partido en el curso mismo del drama, que se pronunciara netamente ya sea por Alceste o Cilinto, por Hamlet u Ofelia, por Fausto o Margarita, por Adn o Eva. No pretendo yo, ciertamente, que la neutralidad (iba a decir: la indecisin) resulte signo seguro de un gran espritu; mas creo que cantidad de grandes espritus han mostrado extrema repugnancia a... concluir; y que plantear bien un problema no equivale a suponerlo resuelto por adelantado.

Es de mala gana que empleo aqu el trmino problema. A decir verdad, en arte no hay problemas para los que la obra de arte no sea solucin suficiente.

Si por problema se entiende drama, del que retrata este libro habr de decir que no por representarse en el alma misma de mi hroe deja de ser harto general para quedar circunscrito a su singular aventura. No tengo la pretensin de haber inventado este problema; exista antes de mi libro; que Miguel triunfe o sucumba, el problema contina siendo tal, y el autor no propone como alcanzados ni el triunfo ni la derrota.

Si algunos espritus distinguidos no han aceptado ver en este drama ms que la exposicin de un caso extrao, y slo un enfermo en su hroe; si no han querido reconocer que algunas ideas apremiantes y de inters muy general pueden, sin embargo, habitarlo, la culpa no es de las ideas o del drama, sino del autor; quiero decir de su torpeza, bien que haya l puesto en este libro toda su pasin, todas sus lgrimas y todo su cuidado. Mas el inters real de una obra, y aquel que el pblico de un da le consagra, son cosas harto diferentes. Sin demasiada fatuidad, creo que puede preferirse correr el riesgo de no interesar el primer da con cosas interesantes, a apasionar sin un maana al pblico goloso de trivialidades.

Al fin de cuentas, no he buscado probar nada, sino pintar bien y dar a mi pintura sus justas luces.

(Al seor D. R., presidente del Consejo).

Sidi b. M., 30 de julio de 189...

S, estabas en lo cierto; Miguel nos ha hablado, querido hermano. He aqu el relato que nos hizo. Lo habas pedido, y yo te lo promet; pero en el instante de enviarlo vacilo todava, y cuanto mas lo releo, ms horrible me parece. Ah! Qu vas a pensar de nuestro amigo? Por otra parte, qu he pensado yo mismo? Lo condenaremos simplemente, negando que sea posible inducir al bien facultades que se manifiestan crueles? Pero existe hoy ms de uno, lo temo, que osara reconocerse en este relato. Se llegar a inventar un empleo para tanta inteligencia y tanta fuerza... o se rehusar a todo eso el derecho de ciudad?

En qu puede servir Miguel al Estado? Confieso que lo ignoro... Necesita una ocupacin. El alto puesto que te han valido tus grandes mritos y el poder que posees, permitirn encontrrsela? Apresrate. Miguel es abnegado; lo es todava; bien pronto slo lo ser para si mismo.

Te escribo bajo un azur perfecto; en los doce das que Dionisio, Daniel y yo llevamos aqu, ni una nube, ni la menor disminucin del sol. Miguel dice que el cielo se mantiene puro desde hace dos meses.

No estoy triste ni alegre; este aire de aqu nos llena de una muy vaga exaltacin, nos hace conocer un estado que parece tan distante de la alegra como de la pena; tal vez sea la felicidad.

Nos quedamos junto a Miguel; no queremos separarnos de l; ya comprenders por qu si quieres leer estas pginas; es, pues, aqu en su morada que esperamos tu respuesta; no tardes.

Bien conoces la amistad de colegio, ya fuerte entonces, pero acrecida de ao en ao, que una a Dionisio, Daniel y a m con Miguel. Una especie de pacto fue concluido entre los cuatro: a la menor llamada del uno, los otros tres deberan responder. Por eso, cuando recib el misterioso grito de alarma de Miguel, previne al punto a Daniel y a Dionisio, y los tres, abandonndolo todo, partimos.

Tres aos haban pasado sin que viramos a Miguel. Se haba casado, llevndose a su mujer de viaje; en ocasin de su ltimo paso por Pars, Dionisio estaba en Grecia, Daniel en Rusia, y yo, bien lo sabes, retenido junto a nuestro padre enfermo. No nos faltaban, sin embargo, noticias suyas; pero aquellas que nos dieran Silas y Will, luego de ver nuevamente a Miguel, slo podan asombrarnos. En l se produca un cambio que no alcanzbamos an a explicarnos. No era ya el puritano asaz docto de otro tiempo, con gestos torpes a fuerza de convencidos, miradas tan claras, que ante ellas con frecuencia nuestras frases demasiado libres se interrumpan. Era... pero a qu indicar desde ya, lo que su relato va a decirte.

Te envo pues, ese relato, tal como lo escuchamos Dionisio, Daniel y yo. Miguel lo hizo en su terraza, donde junto a l estbamos tendidos en la sombra y bajo la claridad de las estrellas. Hacia el final del relato vimos alzarse el da sobre la llanura. La casa de Miguel la domina as como al poblado, del que poca distancia la separa. Por el calor, por las cosechas ya levantadas, esta llanura se parece al desierto.

La casa de Miguel, si bien pobre y extraa, es encantadora. En invierno se pasara all fro, pues no hay cristales en las ventanas; o ms bien no hay ventanas en absoluto, sino vastos agujeros en los muros. El tiempo es tan hermoso que dormimos afuera, sobre esteras.

Djame decirte an que tuvimos buen viaje. Llegamos por la noche, extenuados de calor, embriagados de novedad, luego de detenernos apenas en Argel y ms tarde en Constantina. Desde Constantina, otro tren nos condujo a Sidi b. M., donde esperaba una carretera. La ruta termina lejos del poblado, que se encarama en lo alto de un roquedal como ciertos burgos de la Umbra. Subimos a pie; dos mulos cargaban nuestras valijas. Cuando se llega por este camino, la casa de Miguel es la primera de la poblacin. La circunda un jardn cerrado por muros bajos, ms bien un cercado, y crecen en l tres granados de cadas ramas y un soberbio laurel rosa. Un nio estaba all, pero huy al acercarnos nosotros, escalando bruscamente el muro.

Miguel nos recibi sin testimoniar alegra; muy sencillo, pareca temer toda manifestacin de ternura; pero, ya en el umbral, nos fue abrazando a los tres gravemente.

No cambiamos ni diez palabras hasta la noche. Una cena muy frugal hallbase pronta en un saln cuyas suntuosas decoraciones nos asombraron, pero que el relato de Miguel te explicar. Nos sirvi luego el caf, teniendo cuidado de prepararlo personalmente. Subimos despus a la terraza, desde donde la vista se tenda al infinito, y los tres, semejantes a los amigos de Job, aguardamos, admirando en la llanura incendiada la brusca declinacin del da.

Cuando fue de noche, Miguel dijo:

PRIMERA PARTEI

Queridos amigos, os saba fieles. Habis acudido a mi llamada, tal como lo hubiera hecho yo a la vuestra. Y sin embargo llevabais tres aos sin verme. Que vuestra amistad, que tan bien resiste a la ausencia, pueda tambin resistir al relato que voy a haceros. Pues si os llam bruscamente, si os hice viajar hasta mi residencia lejana, es nicamente para veros, y para que podis escucharme. No quiero otro socorro que ese: hablaros. Pues me encuentro en un punto tal de mi vida que no puedo ir ya ms all. Y sin embargo no es por lasitud. Pero ya no comprendo. Necesito... Necesito hablar, os digo. Saber liberarse no es nada; lo arduo es saber ser libre... Tolerad que os hable de mi; voy a contaros mi vida, simplemente, sin modestia y sin orgullo, ms simplemente que si me hablara a m mismo. Escuchadme.

La ltima vez que nos vimos, lo recuerdo, fue en los alrededores de Angers, en la iglesia rural, donde se celebraba mi matrimonio. Poco numeroso era el pblico, y la excelencia de los amigos tornaba conmovedora la trivial ceremonia. Adverta yo su emocin, y eso mismo me emocionaba. Una breve comida, sin risas ni exclamaciones, os reuni al salir de la iglesia en casa de aquella que era ya mi esposa; luego un coche vino a llevarnos, segn el uso que une en nuestro espritu la idea de una boda con la visin de un lugar de partida.

Conoca yo muy poco a mi mujer, y pensaba, sin dolerme demasiado, que no me conoca ella mejor. La haba desposado sin amor, en gran parte para complacer a mi padre moribundo, que se inquietaba al dejarme solo. Amaba yo a mi padre tiernamente; dominado por su agona, no pens en aquellos tristes momentos ms que en endulzar su fin; fue as cmo promet mi vida sin saber lo que poda ser la vida. Nuestros esponsales, a la cabecera del moribundo, carecieron de risas, pero no de una grave alegra, tan grande fue la paz que obtuvo mi padre. Si no amaba yo a mi novia, como digo, al menos nunca haba amado a mujer alguna. Aquello bastaba, a mi parecer, para asegurar nuestra dicha; ignorndome an a m mismo, cre darme entero a ella. Era hurfana como yo, y viva con sus dos hermanos. Se llamaba Marcelina; tena apenas veinte aos, y yo le llevaba cuatro.

He dicho que no la amaba... Por lo menos no senta hacia ella nada de lo que llaman amor; mas la amaba, si por esto quiere entenderse ternura, una especie de piedad, y finalmente una estima suficientemente grande. Marcelina era catlica, y yo protestante Pero crea serlo tan poco! El sacerdote me acept; yo acept al sacerdote; aquello se jug sin ventaja.

Mi padre era, como suele decirse, ateo; lo supongo, al menos, pues por una especie de invencible pudor que creo comparta, jams me fue posible conversar con l de sus creencias. La grave enseanza hugonota de mi madre se haba ido borrando lentamente en mi corazn junto con su bella imagen; ya sabis que la perd muy joven. No sospechaba yo todava cunto nos domina esta primera moral de nio, ni qu pliegues deja en el espritu. Esa especie de austeridad de la que mi madre me dejara el gusto al inculcarme sus principios, la volqu ntegramente en el estudio. Tena quince aos cuando perd a mi madre; mi padre se ocup de m, me tuvo junto a l y puso su pasin en instruirme. Conoca ya bien el latn y el griego; con l aprend pronto el hebreo, el snscrito, y finalmente el persa y el rabe. Hacia los veinte aos estaba tan maduro, que se atrevi a asociarme a sus trabajos. Se diverta en pretender que yo era su igual, y quiso darme la prueba. El Ensayo sobre los cultos frigios, que apareci con su nombre, era obra ma; apenas lo haba l revisado, mas nada le vali jams tantos elogios. Qued encantado; en cuanto a mi, me senta confuso al ver triunfar esa superchera. Pero desde entonces fui bien conocido. Los ms eruditos hombres de ciencia me trataban como a su colega. Sonro ahora de todos los honores que me hicieron... Llegu as a los veinticinco aos, casi sin haber mirado ms que ruinas o libros, y desconocindolo todo de la vida. Pona en el trabajo un fervor singular. Amaba a algunos amigos (vosotros entre ellos), pero ms a la amistad que a ellos mismos; mi abnegacin era grande, pero como una necesidad de nobleza; amaba yo en m cada sentimiento bello. En suma, ignoraba a mis amigos como me ignoraba a m mismo. Ni por un instante me vino la idea de que hubiese podido llevar una existencia distinta, ni que fuera posible vivir de otra manera.

A mi padre y a mi nos bastaban las cosas sencillas; gastbamos tan poco los dos, que alcanc mis veinticinco anos sin saber que ramos ricos. Imaginaba, sin pensarlo demasiado, que tenamos solamente para vivir; y haba adquirido junto a l tales hbitos de economa, que me sent casi molesto cuando comprend que poseamos mucho ms. A tal punto estaba ajeno a esas cosas, que ni siquiera despus del deceso de mi padre, de quien era nico heredero, adquir conciencia ms clara de mi fortuna, sino tan slo en ocasin del contrato de mi matrimonio, y fue para darme cuenta en el mismo momento que Marcelina no me aportaba casi nada.

No saba tampoco otra cosa acaso an ms importante: lo delicado de mi salud. Cmo poda saberlo, sin ponerla jams a prueba? Sufra catarros de tiempo en tiempo, y los cuidaba negligentemente. La vida demasiado tranquila que hacia me debilitaba y preservaba al mismo tiempo. Marcelina, por el contrario, pareca robusta...

Y que lo era ms que yo, habramos de saberlo muy pronto.

La noche misma de nuestra boda dormimos en mi casa de Paris, donde nos haban preparado dos habitaciones. Permanecimos el tiempo necesario para compras indispensables, y seguimos luego a Marsella, en donde nos embarcamos inmediatamente rumbo a Tnez.

Las cuestiones urgentes, el aturdimiento de los ltimos y demasiado rpidos sucesos, la indispensable emocin de la boda tras de aquella otra ms real de mi duelo, todo haba terminado por agotarme. Pero recin embarcado en el navo pude sentir mi fatiga. Hasta entonces cada ocupacin, al aumentarla, me distraa. El ocio obligado de a bordo me permiti por fin reflexionar. Me pareci que lo haca por primera vez.

Tambin por primera vez consenta en quedar privado tanto tiempo de mi trabajo. Hasta entonces no me haba concedido ms que breves vacaciones. Un viaje a Espaa con mi padre, poco tiempo despus de la muerte de mi madre, haba durado, por cierto, ms de un mes; otro a Alemania, seis semanas; y aun otro... pero eran viajes de estudio; mi padre no se distraa para nada de sus muy precisas bsquedas; en cuanto a m, cuando no lo acompaaba, me pona a leer. Y sin embargo, apenas hubimos abandonado Marsella diversos recuerdos de Granada y de Sevilla volvieron a mi, recuerdos de cielo ms puro, de sombras ms francas, de fiestas, risas y cantos. "He ah lo que vamos a encontrar", pensaba. Sub al puente del navo y vi alejarse a Marsella.

Luego, bruscamente, se me ocurri que descuidaba un poco a Marcelina.

Estaba sentada a proa; me acerqu y, realmente por primera vez, la mir.

Marcelina era muy hermosa. Vosotros lo sabis: la habis visto. Me reproch no haberlo advertido antes. La conoca demasiado para verla como a algo nuevo; nuestras familias haban estado unidas en todo tiempo; la vi crecer, habituado a su gracia... Por primera vez me asombr, tan grande me pareci esa gracia.

Sobre un sencillo sombrero de paja negra dejaba Marcelina flotar un largo velo; era rubia, pero no pareca delicada. Su falda y su blusa estaban hechas de un tejido escocs que eligiramos juntos. No haba querido yo que se ensombreciera con mi duelo.

Sinti que la miraba, se volvi hacia m... Hasta ahora no haba tenido junto a ella sino una solicitud de encargo; reemplazaba el amor, bien que mal, por una especie de galantera reservada que bien lo adverta yo la importunaba un tanto. Sinti Marcelina en ese instante que por primera vez la miraba de diferente manera? A su vez me contempl fijamente; luego, con suma ternura me sonri. Sin hablar me sent junto a ella. Hasta ahora haba vivido para m, o por lo menos segn mi propio ser; me haba casado sin imaginar en mi mujer otra cosa que un camarada, sin pensar claramente que con nuestra unin mi vida podra cambiar. Pero acababa al fin de comprender que all cesaba el monlogo.

Estbamos solos en cubierta. Marcelina me ofreci su frente; la estrech suavemente contra m; alz ella los ojos, la bes sobre los prpados, y sent bruscamente, en el instante de mi beso, algo como una nueva piedad invadindome tan violentamente que no pude retener mis lgrimas.

Qu tienes? pregunt Marcelina.

Empezamos a hablar. Sus frases encantadoras me maravillaron. Me haba yo hecho, como poda, algunas ideas sobre la tontera de las mujeres. Junto a ella, esa noche me encontr torpe y estpido a mi mismo.

De manera que esta mujer a la cual una yo mi vida posea su vida propia y real! La importancia de tal pensamiento me despert muchas veces aquella noche; muchas veces me incorpor en mi litera para ver, en la litera ms baja, dormir a mi esposa, a Marcelina.

Al da siguiente el cielo estaba esplndido; el mar casi tranquilo. Algunas conversaciones en nada forzadas disminuyeron an ms nuestra incomodidad. El matrimonio comenzaba verdaderamente. En la maana del ltimo da de octubre desembarcamos en Tnez.

Mi intencin era permanecer all unos pocos das. Os confesar mi tontera: en aquel pas nuevo, nada me atraa fuera de Cartago y algunas ruinas romanas: Timgat, de las cuales me haba hablado Octavio, los mosaicos de Susa, y sobretodo el anfiteatro de El Djem, al cual me propona acudir sin tardanza. Era preciso llegar en primer trmino a Susa, y de all seguir en el coche del correo; deseaba yo que nada, hasta llegar all, fuese digno de ocuparme.

Con todo, Tnez me sorprendi mucho. Al tacto de nuevas sensaciones despertbanse en m ciertas zonas, facultades adormecidas que, no habiendo funcionado an, guardaban toda su misteriosa juventud. Me senta ms asombrado y azorado que divertido, y lo que me agradaba sobre todo era la alegra de Marcelina.

Mi fatiga, entre tanto, se tornaba mayor cada da; pero me hubiese parecido vergonzoso ceder. Tosa, experimentaba una extraa alteracin en lo alto del pecho. Vamos hacia el sur pensaba. El calor me restablecer.

La diligencia de Sfax sale de Susa a las ocho de la noche, y atraviesa El Djem a la una de la maana. Habamos reservado los lugares delanteros. Esperaba yo encontrarme con una incmoda galera; al contrario, nos vimos instalados con suficiente comodidad Pero el fro...! Por qu pueril confianza en la suavidad del aire del Medioda, livianamente vestidos como estbamos ambos, no tenamos con nosotros ms que un chal? Apenas salidos de Susa y del abrigo de sus colinas, el viento empez a soplar. Daba enormes saltos sobre la llanura, aullaba, silbaba, entrando por cada rendija de las portezuelas; nada poda preservarnos. Llegamos transidos, y yo extenuado adems por el traqueteo del coche y una horrible tos que me sacuda an ms. Qu noche! Arribamos a El Djem, y no haba albergue; en su lugar, un horrible bordj. Qu hacer? La diligencia reanudaba su viaje. El poblado estaba dormido; en la noche que pareca inmensa se entrevea vagamente la masa lgubre de las ruinas; aullaban los perros. Entramos en una sala terrosa donde haban instalado dos lechos miserables. Marcelina temblaba de fro, pero all por lo menos el viento no nos alcanzaba.

El siguiente da fue nublado. Nos sorprendi, al salir, ver un cielo uniformemente gris. El viento segua soplando, aunque menos impetuosamente que la vspera. La diligencia no deba pasar hasta la noche... Lo repito, fue un da lgubre. Recorrido en pocos instantes, el anfiteatro me decepcion; incluso me pareca feo bajo ese cielo opaco. Tal vez mi cansancio ayudaba, haca crecer mi hasto. A mitad del da volv a l, por falta de otra cosa, buscando en vano alguna inscripcin en las piedras. Al abrigo del viento, Marcelina lea un libro ingls que por fortuna trajera consigo. Fui a sentarme junto a ella.

Qu triste da! le dije. No te aburres demasiado?

No. Ya ves, leo.

Qu hemos venido a hacer aqu? No tendrs fro, al menos?

No demasiado. Y t? Pero si! Ests muy plido!

No...

Por la noche el viento recobr su fuerza... La diligencia vino, al fin. Partimos.

Desde los primeros vaivenes me sent destrozado. Muy cansada, Marcelina se durmi en seguida sobre mi hombro. Pero mi tos va a despertarla", pens, y suavemente, suavemente, apartndome de ella, la inclin hasta apoyarla en el tabique del coche. Y sin embargo ya no tosa, no; pero escupa, lo que era cosa nueva; haca subir aquello sin esfuerzo, iba viniendo por pequeos impulsos, a intervalos regulares; era una sensacin tan extraa, que al principio casi me divirti, pero al momento me sent asqueado por el gusto desconocido que me dejaba en la boca. Pronto mi pauelo estuvo inutilizable, y sent llenos los dedos. Despertara a Marcelina? Por fortuna record un gran pauelo de seda que cea ella en su cintura, y se lo quit suavemente. Como ya no me contena, empec a escupir con ms y ms abundancia. Me notaba extraordinariamente aliviado. "Esto es el fin del catarro", pens. De pronto me sent muy dbil; todo empez a dar vueltas y cre que iba a desvanecerme. La despertara? Ah, qu tontera! (Creo haber guardado de mi infancia puritana el odio hacia todo abandono por debilidad; de inmediato lo llamo cobarda.) Me contuve, afirmndome bien, y conclu por dominar el vrtigo... Me pareci estar de nuevo en el mar, mientras el ruido de las ruedas se converta en el ruido de las olas... Pero haba cesado ya de escupir.

Luego me hund en una especie de sueo.

Cuando sal de l el cielo estaba ya lleno de alba; Marcelina continuaba durmiendo. Nos acercbamos. El gnero de seda que guardaba en mi mano era de color oscuro, de modo que al principio no advert nada pero al sacar luego mi pauelo, vi con estupor que estaba lleno de sangre.

Mi primer pensamiento fue ocultar esa sangre a Marcelina. Pero cmo? Estaba lleno de manchas; ahora vea la sangre en todas partes; sobre todo en mis dedos... Y si hubiera sangrado por la nariz? Eso es: si me interroga, le dir que he sangrado por la nariz.

Marcelina dorma. Llegamos. Le fue preciso bajar la primera, y no vio nada. Nos haban reservado las habitaciones. Pude precipitarme a la ma, lavar, hacer desaparecer la sangre. Marcelina no haba visto nada.

Me senta, sin embargo, muy dbil, e hice que subieran t para los dos. Y mientras ella lo preparaba, muy tranquila, algo plida tambin, sonriendo, me naci una especie de irritacin porque no hubiera sabido ver nada. Me senta injusto, es verdad, y me deca: "Si no ha visto nada, es: porque yo lo ocultaba." Pero era intil aquello creci en m como un instinto, invadindome Y por fin fue demasiado fuerte, no pude ya contenerme; como distradamente, le dije:

He escupido sangre esta noche.

No lanz ni un grito; se fue poniendo mucho ms plida, vacil, quiso contenerse, y cay pesadamente al suelo.

Me lanc hacia ella con una especie de rabia. Marcelina! Marcelina! Pero vamos, qu he hecho! No bastaba con que est yo enfermo? Ya he dicho que me hallaba muy dbil: poco favor. Para evitar que a mi vez me desmayase. Abr la puerta, llam; acudieron.

Me acordaba que tena en mi maleta una carta de presentacin a un oficial de la ciudad; aprovech esa carta para hacer que buscaran al mdico militar.

Marcelina se haba recobrado, entre tanto; ahora estaba junto a mi lecho, donde temblaba yo de fiebre. Lleg el mdico militar y nos examin a ambos. Marcelina no tena nada, segn dijo, y la cada no era de consecuencia; en cuanto a m, estaba gravemente enfermo; el mdico no quiso pronunciarse, y prometi volver antes de la noche.

Volvi, sonrindome, me habl y dispuso diversos remedios. Comprend que me condenaba. Os lo confesar? No sent sobresalto alguno. Estaba cansado. Me abandonaba, simplemente. Despus de todo, qu me ofreca la vida? He trabajado hasta el fin, he hecho resuelta y apasionadamente mi deber. El resto... Ah! Qu me importa?", pensaba, encontrando cierta hermosura en mi estoicismo. Pero me haca sufrir la fealdad del lugar. "Esta habitacin de hotel es horrible" y la miraba. Bruscamente pens que al lado, en una habitacin parecida, se hallaba mi mujer, Marcelina; la o que hablaba... El mdico no se haba marchado; conversaba ahora con ella, esforzndose por hacerlo en voz baja. Pas un poco de tiempo; debo haber dormido...

Cuando despert, Marcelina estaba conmigo. Comprend que haba llorado. No quera yo tanto la vida como para tener piedad de m mismo; pero la fealdad de aquel sitio me turbaba; casi con voluptuosidad, mis ojos descansaron en Marcelina.

Ahora, junto a m, escriba. Me pareci bonita. La vi cerrar diversas cartas. Levantse luego, se acerc a mi lecho, tom con ternura mi mano.

Cmo te sientes?pregunt.

Sonre, y dije tristemente:

Me curar?

Y ella, inmediatamente:

S, curars! con una conviccin tan apasionada, que, casi convencido, tuve como un confuso sentimiento de todo lo que la vida podra ser, de su amor por ella, la vaga visin de tan patticas hermosuras que las lgrimas fluyeron de mis ojos y llor largamente, sin poder ni querer contenerme.

Por qu violencia de amor pudo ella hacerme abandonar Susa; rodeado de cuntos cuidados encantadores, protegido, auxiliado, atendido... de Susa a Tnez, luego de Tnez a Constantina... Marcelina fue admirable. En Biskra yo recobrara la salud. Su confianza era perfecta; su celo no decay un solo instante. Lo preparaba todo, diriga las partidas, aseguraba los alojamientos. Pero no poda lograr, ay! que ese viaje fuera menos atroz. Muchas veces cre que deba detenerme y terminar de una vez. Sudaba como un moribundo, me ahogaba, perda por instantes el conocimiento. Al final del tercer da, llegu a Biskra como muerto.

II

Para qu hablar de los primeros das? Qu queda de ellos? Su horrible recuerdo no tiene voz. Ignoraba yo quin era y dnde estaba. Slo vuelvo a ver, inclinndose sobre mi lecho de agona, a Marcelina, mi esposa, mi vida. S que tan slo sus cuidados apasionados y su amor me salvaron. Un da, por fin, como un marino perdido que percibe tierra, sent que una lumbre de vida se despertaba; pude sonrer a Marcelina. Por qu contar todo eso? Lo importante era que la muerte me hubiese tocado, como se dice, con su ala. Lo importante es que el vivir se tornara para m cosa asombrosa, y que el cielo se llenara de una luz inesperada. "Antes pensaba no comprenda yo que estaba viviendo." Deba hacer el palpitante descubrimiento de la vida.

Lleg el da en que pude levantarme. Me sent enteramente seducido por nuestro home. Casi no era ms que una terraza. Qu terraza! Mi habitacin y la de Marcelina daban a ella; se prolongaba sobre los techos. Yendo hasta su parte ms alta, veanse las palmeras ms all de las casas, y ms all de las palmeras, el desierto. El otro lado de la terraza tocaba los jardines de la villa; las ramas de las ltimas acacias le daban sombra. Y luego flanqueaba el patio, un pequeo patio regular con seis palmeras de igual tamao, y conclua en la escalera que la una al patio. Mi habitacin era amplia, ventilada; muros enjalbegados, y nada sobre ellos; una puertecita llevaba a la habitacin de Marcelina; una gran puerta vidriada se abra sobre la terraza.

All fluyeron das sin horas. Cuntas veces, en mi soledad, he vuelto a ver esas lentas jornadas! Marcelina est junto a m. Lee, cose, escribe. Yo no hago nada. La miro. Oh, Marcelina, Marcelina! Miro. Veo el sol: veo la sombra; veo desplazarse la lnea de sombra; tengo tan poco en qu pensar, que la observo. Todava me siento muy dbil; respiro mal, todo me fatiga, incluso leer. Y luego, qu leer? Bastante ocupado estoy con ser.

Una maana, Marcelina entra riendo:

Te traigo un amigo me dice, y veo aparecer tras ella a un pequeo rabe de tez morena. Se llama Bashir, tiene grandes ojos silenciosos que me contemplan. Siento, ms que otra cosa, alguna incomodidad; y esa incomodidad basta para fatigarme; no digo nada, parezco enojado. Ante la frialdad de mi acogida, el nio se desconcierta, se vuelve a Marcelina y, con un movimiento mimoso, de gracia animal, se refugia contra ella, le toma la mano y la aprieta con un gesto que descubre sus brazos. Advierto que est completamente desnudo bajo su delgada gandurah blanca, bajo su albornoz remendado.

Vamos, sintate all! dice Marcelina, que advierte mi turbacin. Divirtete en paz.

El pequeo se sienta en el suelo, extrae un cuchillo del capuchn de su albornoz, un trozo de djerid, y principia a tallarlo. Parece, segn creo, que quiere hacer un silbato.

Al cabo de un tiempo no me siento ya incmodo por su presencia. Lo miro: parece haberse olvidado de que est ah. Tiene los pies desnudos; sus tobillos y muecas son encantadores. Maneja el psimo cuchillo con una divertida destreza... Voy a interesarme realmente por eso? Sus cabellos estn rapados a la manera rabe; lleva una pobre sheshia con un agujero en lugar de la borla. La gandurah, algo cada, descubre su liadsimo hombro. Siento la necesidad de tocarlo. Me inclino; l se da vuelta y me sonre. Le hago seal de que debe alcanzarme el silbato, lo tomo y finjo admirarlo mucho... Pero ahora el nio debe irse. Marcelina le da una golosina, y yo dos centavos.

Al da siguiente, y por primera vez, me aburro. Espero. Qu espero? Me siento hastiado, inquieto. Por fin no puedo contenerme:

Bashir no viene esta maana, Marcelina?

Si quieres, voy a buscarlo.

Me deja, desciende; al cabo de un momento vuelve sola. Qu ha hecho de m la enfermedad? Estoy triste hasta las lgrimas por verla regresar sin Bashir.

Era demasiado tarde me dice. Los nios han salido de la escuela y se han dispersado. Los hay encantadores, sabes. Creo que ya todos me conocen.

Por lo menos, trata de que est aqu maana.

Bashir volvi al otro da. Sentse como en la antevspera, sac su cuchillo con intencin de tallar una madera demasiado dura, y tan bien lo hizo que se hundi la hoja en el pulgar. Sent un estremecimiento de horror; l rea, mostrando el tajo brillante, y se entretuvo en ver correr su sangre. Al rer descubra dientes blanqusimos; lami complacientemente su herida; tena la lengua rosada como la de un gato. Ah, qu sano era! Era eso lo que me atraa en l: la salud. La salud de ese cuerpecito era hermosa.

Al da siguiente trajo bolitas. Quiso que jugara con l. Marcelina no estaba all; me hubiera impedido hacerlo. Vacil, mirando a Bashir; el pequeo me tom del brazo, me puso las bolitas en la mano, obligndome. Yo me sofocaba mucho al inclinarme, pero lo mismo intent jugar con l. El placer de Bashir me encantaba. Mas al fin no pude ms. Estaba baado en sudor. Rechac las bolitas y me dej caer en un silln. Un poco turbado, Bashir me miraba.

Enfermo? dijo gentilmente. El timbre de su voz era exquisito. Marcelina entr.

Llvatelo le dije. Estoy cansado esta maana.

Horas despus tuve un vmito de sangre. Ocurri mientras andaba penosamente por la terraza. Marcelina estaba ocupada en su habitacin, y por fortuna no pudo ver nada. Haba yo aspirado profundamente, para aliviar la fatiga, y repentinamente se produjo. Sent que mi boca se llenaba... Pero no era ya sangre lquida, como en ocasin de los primeros accesos, sino un enorme horrible cogulo que escup al suelo con repugnancia.

Di algunos pasos, vacilando. Me senta atrozmente emocionado. Temblaba. Tena miedo; me invada la clera. Hasta ese momento haba pensado que la curacin habra de producirse paso a paso, y que slo me quedaba esperarla. Este brutal accidente me volva haca atrs. Cosa extraa, los primeros vmitos no me produjeron tal efecto; ahora me acordaba de que me dejaban casi tranquilo. De dnde vena entonces este miedo de ahora, este horror? Es que haba comenzado, ay!, a querer la vida.

Retroced, inclinndome, encontr mi esputo, y con ayuda de una pajuela alc el cogulo y lo deposit en mi pauelo. Lo mir. Era una maligna sangre casi negra, algo pegajosa y horrible... Pens en la hermosa sangre rutilante de Bashir... Y de pronto me invadi un deseo, una ansiedad, algo todava ms furioso, ms imperioso que todo lo que experimentara hasta ese momento: vivir! Quera vivir! Apret los dientes, los puos, me concentr todo entero, perdidamente, desoladamente, en ese esfuerzo hacia la existencia.

La vspera haba recibido una carta de T...; en respuesta a las ansiosas preguntas de Marcelina, vena llena de consejos mdicos. T..., agregaba incluso algunos folletos de vulgarizacin mdica, y un libro especializado, que por eso mismo me pareci cosa ms seria. Haba yo ledo negligentemente la carta, pero en modo alguno los impresos; al principio porque el parecido de aquellas hojas con los pequeos tratados morales que haban enervado mi infancia, no me predispona en su favor; porque todos los consejos me importunaban; y luego porque no crea que esos Consejos a los tuberculosos, y Cura prctica de la tuberculosis, pudieran aplicarse a mi caso. Yo no me crea tuberculoso. De buen grado atribua mi primera hemoptisis a una causa diferente; o, mejor dicho, no la atribua a nada, evitaba el pensar, no pensaba en absoluto, y me consideraba, si no curado, al menos ya muy prximo a estarlo... Le la carta; devor el libro, los tratados. Bruscamente, con una evidencia aterradora, me di; cuenta de que no me haba cuidado como corresponda. Habame dejado vivir hasta entonces, findome a la ms vaga esperanza... Bruscamente mi vida se me revel atacada, atacada atrozmente en su mismo centro. Un enemigo numeroso y activo viva en m. Lo escuch, lo espi, lo sent. No lo vencera sin lucha... Y agregu a media voz, como para convencerme mejor: Es una cuestin de voluntad."

Me puse en estado de guerra.

Caa la noche; yo organizaba mi estrategia. Durante un tiempo, mi nico estudio deba ser el de mi curacin; mi deber era mi salud; necesitaba juzgar como bueno, llamar Bien a todo lo que fuera saludable, y olvidar, rechazar aquello que no curaba. Antes de la cena, haba ya tomado resoluciones en lo referente a la respiracin, el ejercicio, los alimentos.

Comamos en una especie de pequeo kiosco que la terraza envolva por todos lados. Solos, tranquilos, lejos de todos, la intimidad de nuestras comidas era encantadora. Desde un hotel vecino, un viejo negro nos traa platos pasables. Marcelina vigilaba los mens, ordenaba un plato, rechazaba otro... De poco apetito ordinariamente, no sufra yo demasiado por los platos mal hechos ni por los mens insuficientes. Marcelina, habituada por su parte a comer poco, no saba y no se daba cuenta de que yo no estaba lo bastante alimentado. De todas mis resoluciones, comer mucho era la primera. Pretenda ponerla en ejecucin desde esa misma noche... No pude. Tenamos no s qu guiso incomible, y luego un asado ridculamente recocido.

Mi irritacin fue tan viva que, volcndose sobre Marcelina, me hizo prorrumpir en inmoderadas palabras. La acus; de orme, pareca como si tuviera que sentirse responsable por la mala calidad de aquella comida. Este pequeo retardo en el rgimen que haba resuelto adoptar adquira la ms alta importancia; olvidaba yo los das precedentes, y aquella comida fracasada lo estropeaba todo. Me obstin. Marcelina debi bajar al poblado a buscar una conserva, un pat cualquiera.

Volvi muy pronto con una ollita de pat de carne que devor casi enteramente, como para probar ante los dos cunta necesidad tena de comer ms.

Aquella misma noche acordamos lo siguiente: las comidas seran mucho mejores, y tambin ms frecuentes, una cada tres horas, comenzando desde las seis y media. Una abundante provisin de conservas de toda clase suplira los mediocres platos del hotel...

No pude dormir aquella noche, tanto me embriagaba el presentimiento de mis nuevas virtudes. Tena, creo, un poco de fiebre; haba a mi lado una botella de agua mineral; beb un vaso, dos vasos; a la tercera vez, bebiendo de la misma botella, la vaci de un trago. Repasaba yo mi voluntad como se repasa una leccin; educaba mi hostilidad, la diriga hacia todas las cosas; deba luchar contra todo; slo de m mismo dependa mi salud.

Por fin vi palidecer la noche; asomaba el da.

Aqulla haba sido mi vela de armas.

El nuevo da era domingo. Hasta entonces no me haba inquietado, lo confieso, por las creencias de Marcelina la indiferencia o el pudor me llevaban a creer que aquello no me concerna, y ms tarde no le conced importancia... Aquel da Marcelina fue a misa. Supe a su regreso que haba rezado por m. La mir fijamente y luego, con toda la suavidad posible, dije:

No hay que rezar por m, Marcelina.

Por qu? pregunt ella, algo turbada.

No me gustan las protecciones.

Rechazas la ayuda de Dios?

Es que luego tendra derecho a mi reconocimiento. Eso crea obligaciones, y no quiero tenerlas.

Dbamos la impresin de estar bromeando, pero no nos engabamos en absoluto sobre la importancia de nuestras palabras.

Enteramente solo no podrs curarte, pobre amigo suspir ella.

Pues entonces, tanto peor.

Luego, advirtiendo su tristeza, agregu menos brutalmente:

T me ayudars.

III

Voy a hablar largamente de mi cuerpo. Tanto he de hablar de l, que os parecer al principio que olvido la parte del espritu. Mi negligencia, en este relato, es voluntaria; porque all era real. No tena yo fuerza bastante para mantener una doble vida. "Del espritu y el resto pensaba, me ocupar ms tarde, cuando est mejor."

An me hallaba lejos de sentirme bien. Una nada me haca sudar, una nada me daba fro; tena, como dice Rousseau, el aliento corto", y a veces un poco de fiebre; con frecuencia, desde la maana, sufra un sentimiento de atroz lasitud, y me quedaba postrado en un sof, indiferente a todo, egosta, preocupndome tan slo por respirar bien. Respiraba penosamente con mtodo, con cuidado; mis expiraciones se hacan con dos sobresaltos que mi voluntad tensa no alcanzaba a retener completamente; an mucho tiempo despus, slo los evitaba a fuerza de atencin.

Pero lo que ms me hizo sufrir fue mi enfermiza sensibilidad a todo cambio de temperatura. Cuando reflexiono hoy en da, pienso que una alteracin nerviosa general se agregaba a la enfermedad; no puedo explicarme en otra forma una serie de fenmenos irreductibles, segn me parece, al simple estado tuberculoso. Tena siempre demasiado calor o demasiado fro; me abrigaba al punto con ridcula exageracin, y no paraba de estremecerme sino para sudar, mas si me descubra era para temblar nuevamente apenas cesaba el sudor. Se me helaban algunas partes del cuerpo, y a pesar de la transpiracin se ponan fras al tacto como un mrmol: nada poda calentarlas. Me mostraba hasta tal punto sensible al fro, que un poco de agua cayndome sobre un pie, mientras me lavaba, era suficiente para resfriarme; y tena igual sensibilidad al calor... Conserv esa sensibilidad, la conservo todava; pero slo para gozar de ella voluptuosamente. Segn que el organismo sea robusto o dbil, toda sensibilidad extremadamente viva puede a mi parecer convertirse en causa de delicia o de incomodidad. Todo lo que entonces me alteraba se me ha vuelto delicioso.

No s cmo haba podido dormir hasta ese da con las ventanas cerradas; siguiendo los consejos de T... prob abrirlas por la noche; muy poco al comienzo, pero pronto de par en par; y al punto fue un hbito, una necesidad tal que, apenas cerrada la ventana, me pareca asfixiarme. Con cunta delicia, ms adelante, sentira entrar hasta m el viento de las noches, el claro de luna...

Quisiera terminar pronto con el relato de estos primeros balbuceos de salud. Gracias a los cuidados constantes, el aire puro, los alimentos mejores, no tard en mejorarme. Hasta entonces, temeroso de la fatiga de la escalera, no me haba atrevido a salir de la terraza; pero descend en los ltimos das de enero, y me aventur por el jardn.

Marcelina me acompaaba, llevando un chal. Eran las tres de la tarde. El viento, con frecuencia muy fuerte en este pas, y que tanto me molestara en los ltimos tres das, haba cesado. La suavidad del aire era encantadora.

Jardn pblico... Lo cortaba una largusima avenida, sombreada por dos hileras de esa especie de altsimas mimosas que llaman all acacias. Una corriente de agua canalizada quiero decir, ms profunda que ancha flanqueaba el camino; luego venan los dems canales, ms pequeos, extrayendo el agua del arroyo, llevndola a travs del jardn hacia las plantas; el agua pesada es de color de la tierra, color de arcilla rosa o gris. Casi ningn extranjero, algunos rabes. Se pasean, y apenas salen del sol su manto blanco toma el color de la sombra.

Un singular estremecimiento me invadi al penetrar en esta sombra extraa; me arrop con mi chal, pero no senta malestar alguno; al contrario... Nos sentamos en un banco. Marcelina callaba. Pasaron algunos rabes, y luego un montn de nios. Marcelina conoca a varios, y les hizo seas; entonces se aproximaron. Ella me dijo nombres; hubo preguntas, respuestas, sonrisas, mohines, juegos menudos. Todo aquello me enervaba un poco, y nuevamente sent el malestar; estaba cansado, sudaba. Pero lo que me molestaba he de decirlo? no eran los nios era ella. S, por poco que fuese, me senta molest por su presencia. Si me hubiese levantado, me habra seguido: de quitarme el chal, hubiera querido llevarlo; y al ponrmelo otra vez, me habra dicho: "No tienes fro?" Y luego, no osaba yo hablar a los nios delante de ella; reparaba en que tena sus protegidos; a pesar mo, pero por prejuicio, me interesaban entonces los otros. "Volvamos", le dije; y resolv interiormente regresar solo al jardn.

Al otro da, Marcelina sali alrededor de las diez; aprovech su ausencia. El pequeo Bashir, que raramente dejaba de venir por las maanas, tom mi chal; me senta alerta, liviano el corazn. Estbamos casi solos en la avenida; andaba lentamente, me sentaba un instante, prosegua luego. Bashir me segua, parlanchn, como un perro fiel y obediente. Alcanc la parte del canal adonde acuden a lavar las lavanderas; en medio de la corriente hay una piedra plana; sobre ella, acostada y con el rostro tendido hacia el agua, la mano hundida en la corriente, una niita lanzaba o atrapaba pajuelas. Sus pies desnudos se haban hundido en el agua; guardaban del bao la huella hmeda, y la piel pareca all ms oscura. Bashir se acerc para hablarle; y la nia se dio vuelta, sonrindome, y respondi a Bashir en rabe.

Es mi hermana me dijo l, y me explic que su madre vendra a lavar la ropa y que su hermanita la esperaba. Su nombre era Rhadra, que quiere decir verde en rabe. Todo esto lo deca con una voz encantadora, tan infantil como la emocin que yo experimentaba.

Pide que le des dos centavos agreg.

Le di diez, y me dispona a marcharme cuando lleg la madre, la lavandera. Era una mujer admirable, aplomada, de vasta frente tatuada de azul y llevaba un canasto de ropa sobre la cabeza, semejante a las canforas antiguas, como ellas sencillamente vestida con una larga tela azul oscuro que se cie en la cintura y cae de un solo golpe hasta los pies. Apenas vio a Bashir, lo apostrof rudamente. ste respondi con violencia; intervino la niita, y entre los tres se produjo una discusin de las ms vivas. Por fin, como vencido, Bashir me hizo comprender que su madre tena necesidad de l esa maana; me alcanz tristemente mi chal, y deb marcharme solo.

No haba dado veinte pasos cuando el peso del chal me pareci insoportable; baado en sudor, me sent en el primer banco. Esperaba la aparicin de algn nio que me librara de esa carga. El que vino al poco rato era un muchacho de catorce aos, negro como un sudans, nada tmido en ofrecerse voluntariamente. Se llamaba Ashur. De no haber sido tuerto me hubiera parecido hermoso. Le gustaba conversar, me ense de dnde vena la corriente de agua, que ms all del jardn pblico hua al oasis y lo atravesaba enteramente. Yo lo escuchaba, olvidando mi cansancio. Por muy exquisito que me pareciera Bashir, lo conoca ya demasiado y me senta feliz con el cambio. Incluso me promet bajar solo otro da al jardn para esperar sentado en un banco el azar de un encuentro afortunado.

Luego de haberme detenido an algunos instantes, Ashur y yo llegamos a mi puerta. Deseaba invitarlo a subir, pero no me atreva, temeroso de lo que hubiera dicho Marcelina.

La encontr en el comedor, ocupada junto a un nio pequeo, tan enfermizo y endeble que al principio sent hacia l ms repugnancia que piedad. Con algn temor me dijo Marcelina:

El pobrecito est enfermo.

No ser contagioso, al menos? Qu tiene?

Todava no lo s. Se queja un poco de todo. Habla muy mal el francs; cuando Bashir venga maana le servir de intrprete... Le estoy haciendo tomar un poco de t...

Y luego, como para excusarse y porque yo me quedaba all sin decirle nada:

Hace ya mucho que lo conozco agreg. No me haba atrevido an a hacer que viniera; tema fatigarte, o acaso causarte disgusto.

Y por qu? repuse Trae a todos los nios que quieras, si eso te entretiene!

Y pens, irritndome un poco por no haberlo hecho, que muy bien hubiese podido invitar a subir a Ashur.

Miraba entre tanto a mi mujer; era maternal y cariosa. Su ternura conmova tanto que bien pronto el pequeo se march muy animado. Yo alud a mi paseo, e hice comprender sin rudeza a Marcelina por qu prefera salir solo.

Mis noches, por lo comn, estaban an entrecortadas con sobresaltos que me despertaban helado o cubierto de sudor. Aquella noche fue muy buena, y casi sin despertar alguno. A la maana siguiente me sent dispuesto a salir desde las nueve. Haca un hermoso tiempo; yo me encontraba bien de buen humor. El aire era calmo y tibio, pero tom sin embargo mi chal como pretexto para trabar relacin con aquel que me lo llevara. He dicho que el jardn tocaba nuestra terraza, de manera que estuve en seguida en l. Penetr extasiado en su sombra. El aire era luminoso. Las acacias, cuyas flores asoman mucho antes que las hojas, embalsamaban el ambiente a menos que de todos lados brotara esa especie de liviano olor desconocido que pareca entrar en m por varios sentidos, y que me exaltaba. Respir entonces con mayor naturalidad; mi marcha se haca ms ligera; me sent en el primer banco, pero ms embriagado, ms aturdido que cansado. Mir. La sombra era mvil y ligera; no caa sobre el suelo y pareca posarse apenas. Oh! Luz...! Escuch. Qu oa? Nada; todo; me entretena con cada ruido. Recuerdo un arbusto cuya corteza, de lejos, me pareci de tan extraa consistencia que tuve que levantarme para ir a palparla. La toqu como quien acaricia; hall en ella un deleite... Me acuerdo... Era sa, por fin, la maana en que iba yo a nacer?

Olvidado de que estaba solo, sin esperar nada, olvidaba as la hora. Me pareca haber sentido tan poco hasta ese da, por tanto pensar, que al fin me asombraba de esto: de que mi sensacin se hiciera tan fuerte como un pensamiento.

Digo: me pareca... Pues de lo hondo del pasado de mi primera infancia despertaban por fin las mil claridades de mil sensaciones extraviadas. La conciencia que adquira nuevamente de mis sentidos me permita ese inquieto reconocimiento. S, despiertos desde ahora, mis sentidos encontraban su propia historia, recomponan un pasado. Vivan! Vivan! No haban cesado nunca de vivir, y descubran an a travs de mis aos de estudio una vida latente y astuta.

Aquel da no me encontr con nadie, y me sent contento; extraje de mi bolsillo un pequeo Homero que no abriera desde mi partida de Marsella, rele tres frases de la Odisea, las aprend y luego, hallando alimento suficiente en su ritmo y deleitndome a gusto, cerr el libro y me qued as, tembloroso, ms viviente de lo que hubiera credo que se pudiese estar, adormecido el espritu de felicidad...

IV

Marcelina, que vea con jbilo el retorno de mi salud, llevaba ya varios das hablndome de los maravillosos vergeles del oasis. Amaba el aire libre y las caminatas. La libertad que le daba mi convalecencia le permita largos paseos de los que retornaba deslumbrada; hasta entonces no haba hablado de ellos, no atrevindose a incitarme a seguirla y temerosa de verme triste por el relato de placeres que no podra compartir. Pero ahora que yo segua mejor, contaba con su atractivo para terminar de curarme. El gusto que volva a encontrar andando y mirando me impulsaba a seguirla. Y desde el da siguiente salimos juntos.

Marcelina me precedi por un extrao camino, como no he visto otro en ningn pas. Circula indolentemente entre dos muros de tierra bastante altos, y la forma de los jardines que esos altos muros limitan lo desvan a gusto; se encorva, o quiebra su lnea; desde la entrada, una vuelta os hace perderos, ya no se sabe ms de dnde se viene ni adnde se va. El agua fiel del arroyo sigue el sendero, al lado de uno de los muros; los muros estn hechos con la misma tierra de la ruta, la del oasis ntegro, una arcilla rosada o gris claro, que el agua oscurece un tanto, que el sol ardiente resquebraja y endurece el calor, pero que se ablanda con el primer chaparrn y forma entonces un suelo plstico donde los pies desnudos quedan inscritos. Por sobre los muros, palmeras. Al acercarnos, volaron las trtolas... Marcelina me miraba.

Olvid mi fatiga y mi molestia. Caminaba en una especie de xtasis, de alegra silenciosa, exaltacin de los sentidos y la carne. En aquel momento se alz una ligera brisa; todas las palmas se agitaron, y vimos inclinarse las ms altas... Luego el aire recobr su calma, y tras del muro escuch distintamente un canto de flauta. Haba una brecha en el muro; entramos.

Era un lugar lleno de sombra y de luz, tranquilo, y que pareca como al abrigo del tiempo; lleno de silencios y estremecimientos ruido liviano del agua que fluye, riega las palmeras y corre de rbol en rbol, llamada discreta de las trtolas, canto de flauta tocada por un nio. Cuidaba un hato de cabras; se haba sentado, casi desnudo, en el tronco de una palmera cada; no se turb al acercarnos, no huy, apenas si un instante permaneci sin tocar.

Advert, en ese corto silencio, que otra flauta responda a lo lejos. Avanzamos todava un poco.

Es intil seguir ms all dijo Marcelina. Estos jardines se parecen todos, apenas si al borde del oasis se hacen un poco ms grandes...

Tendi en tierra el chal.

Descansa...

Cunto tiempo nos quedamos? No lo s ya. Qu importaba la hora? Marcelina estaba junto a m; tendido en el suelo, apoy la cabeza en sus rodillas. El canto de la flauta manaba todava, cesaba por instantes, renaca; el sonido del agua... Una cabra balaba por momentos. Cerr los ojos; sent posarse en mi frente la mano fresca de Marcelina; sent el sol ardiente tamizado con suavidad por las palmas; no pensaba en nada, qu importaba el pensar? Senta, extraordinariamente...

Y por momentos un ruido nuevo; abra los ojos: era el viento liviano en las palmas; no bajaba hasta nosotros, slo mova las palmas ms altas...

A la maana siguiente, volv con Marcelina a ese mismo jardn; en la tarde del mismo da fui solo. El cabrero que tocaba la flauta estaba all. Me acerqu para hablarle. Se llamaba Lassif, tena solamente doce aos, era hermoso. Me dijo el nombre de sus cabras, me dijo que los canales se llaman seghias; me ense que no todos corren diariamente; el agua, sensata y parsimoniosamente repartida, satisface la sed de las plantas, luego les es al punto retirada. Al pie de cada palmera hay excavado un angosto hueco que contiene el agua para regar el rbol; un ingenioso sistema de esclusas que el nio, hacindolas funcionar, me explic, dirige el agua, la lleva hacia donde la sed es demasiado grande.

Al da siguiente vi a un hermano de Lassif; era algo mayor, menos hermoso; se llamaba Lashmi. Ayudndose con esa especie de escala que hace a lo largo del fuste la cicatriz de las viejas palmas cortadas, trep hasta lo alto de una palmera desmochada; baj luego gilmente, dejando ver bajo su mano flotante una dorada desnudez. Traa de lo alto del rbol, cuya cima troncharan, una pequea calabaza de tierra; haba estado suspendida all arriba, junto a la reciente herida, para recoger la savia de la palmera con la que se hace un vino dulce que gusta mucho a los rabes. A invitacin de Lashmi la prob; mas aquel sabor desvado, spero y pegajoso me desagrad.

En los das siguientes fui ms lejos; vi otros jardines, otros pastores y otras cabras. Tal como lo dijera Marcelina, los jardines se parecan todos; y no obstante cada uno era distinto.

Marcelina me acompaaba an a veces; pero por lo regular, apenas llegados a la entrada de los huertos, me separaba yo de ella persuadindola de que me senta cansado, que deseaba sentarme, y que no deba esperarme pues le haca falta caminar ms; de manera que terminaba sin m su paseo. Yo me quedaba junto a los nios. Muy pronto conoc a gran nmero de ellos; hablbamos largamente, aprenda yo sus juegos, les indicaba otros, perda todos mis centavos al chito. Algunos me acompaaban hasta lejos (cada da alargaba yo mis caminatas), me indicaban un camino nuevo para volver, se encargaban de mi abrigo y de mi chal cuando ocasionalmente llevaba ambos. Antes de separarme de ellos les distribua monedas; me seguan a veces, siempre jugando, hasta mi puerta; y una vez por fin, la franquearon.

Luego Marcelina trajo a otros por su parte. Traa a los colegiales, a quienes alentaba para que estudiaran; a la salida de clases, los aplicados y los buenos suban; los que invitaba yo eran de los otros, pero los juegos los acercaban. Nos preocupamos por tener siempre prontos refrescos y golosinas. Muy pronto vinieron otros por su propia voluntad, incluso sin ser invitados. Me acuerdo de cada uno; vuelvo a verlos...

Hacia fines de enero, el tiempo se estrope bruscamente; psose a soplar un viento fro, y mi salud se resinti al punto. El gran espacio descubierto que separa el oasis del poblado se me hizo infranqueable, y deb contentarme nuevamente con el jardn pblico. Despus llovi; una lluvia helada, que en el horizonte, hacia el norte, cubra de nieve las montaas.

Pasaba esos tristes das junto al fuego, mohno, luchando rabiosamente contra la enfermedad que, con tan mal tiempo, triunfaba. Das lgubres; no poda leer ni trabajar; el menor esfuerzo me traa incmodas transpiraciones; fijar la atencin me extenuaba; y apenas dejaba de vigilar mi respiracin crea ahogarme.

Los nios, durante esos tristes das, fueron para m la nica distraccin posible. Debido a la lluvia, slo entraban los ms familiares; traan empapadas las ropas, y se sentaban en crculo al rededor del fuego. Pasaban largo rato sin decir nada. Yo me senta demasiado cansado, demasiado enfermo para hacer otra cosa que mirarlos; pero la presencia de su salud me curaba. Aquellos que Marcelina escoga eran dbiles, enfermizos y demasiado juiciosos; me irritaba yo contra ella y contra ellos y finalmente los desped. A decir verdad, me daban miedo.

Una maana tuve una curiosa revelacin sobre m mismo. Moktir, el nico de los protegidos de mi mujer que no me fastidiaba (tal vez porque era bello) estaba solo conmigo en mi habitacin; hasta entonces me haba gustado a medias, pero su mirar brillante y sombro me intrigaba. Una curiosidad que no alcanzaba a explicarme bien me haca vigilar sus gestos. Me hallaba de pie junto al fuego, ambos codos sobre la repisa de la chimenea, ante un libro, y pareca absorbido aunque alcanzaba a ver reflejarse en el espejo los movimientos del nio a quien daba la espalda. Moktir no se imaginaba observado, y deba creerme sumido en la lectura. Lo vi acercarse silencioso a una mesa donde junto a una labor dejara Marcelina un par de tijerillas, apoderarse de ellas y, rpidamente, esconderlas en su albornoz. Mi corazn lati un instante con fuerza, pero los ms sensatos razonamientos no pudieron hacer culminar en m el menor sentimiento de sublevacin. Ms an, ni siquiera logr probarme que el sentimiento que entonces me invadi fuera otra cosa que alegra... Cuando hube dado a Moktir todo el tiempo necesario para que me robara bien, gir hacia l y me puse a hablarle como si nada hubiera pasado... Marcelina quera mucho a ese nio; y con todo no creo que fuese el temor de apenarla el que ms tarde, en lugar de denunciar a Moktir, me llev a imaginar no s qu fbula que explicara la prdida de las tijeras... A partir de ese da, Moktir se convirti en mi preferido.

V

Nuestra estada en Biskra no deba prolongarse por mucho tiempo. Pasadas las lluvias de febrero, el calor estall con demasiada fuerza. Despus de tantos penosos das que viviramos bajo los chaparrones, despert una maana bruscamente en pleno azul. Apenas vestido, corr a la ms alta terraza. El cielo, de un horizonte a otro estaba lmpido. Bajo el sol, ardiente ya, alzbanse vahos; el oasis entero humeaba; oase gruir a lo lejos el Oued desbordado. El aire era tan puro y hermoso que inmediatamente me sent mejor. Marcelina vino, y quisimos salir; pero el lodo nos retuvo ese da.

Algunos das despus volvimos al huerto de Lassif; los tallos parecan pesados, blandos, henchidos de agua. Aquella tierra africana cuya espera yo ignoraba, tras de estar largos das sumergida despertaba de pronto del invierno, ebria de agua, restallante de savias nuevas; rea de una primavera arrebatada, en la que senta yo la resonancia y como el doble en m mismo. Ashur y Moktir me acompaaron al principio; todava saboreaba su liviana amistad que no costaba ms que medio franco diario; pero pronto, cansado de ellos, no sintindome ya tan dbil que necesitara del ejemplo de su salud, sin hallar en sus juegos el alimento necesario a mi alegra, volv hacia Marcelina la exaltacin de mi espritu y de mis sentidos. Ante la alegra que tuvo, advert que anteriormente haba estado triste. Me excus como un nio por haberla descuidado con frecuencia, puse a cuenta de la debilidad mi humor variable y extrao, afirm que hasta el presente haba estado demasiado cansado para amar, pero que desde entonces sentira crecer mi amor junto con mi salud Deca la verdad; pero sin duda estaba an muy dbil, pues hubo de pasar un mes todava antes de que deseara a Marcelina.

Entretanto, el calor aumentaba diariamente. Nada nos retena en Biskra, fuera de ese encantamiento que haba de llamarme all otra vez. Nuestra resolucin de partir fue sbita. En tres horas estuvieron listas nuestras maletas. El tren parta a la maana siguiente, al alba...

Me acuerdo de la ltima noche. La luna estaba casi llena; por la ventana abierta de par en par entraba de lleno en mi habitacin. Marcelina dorma, me parece. Yo estaba acostado, pero sin poder dormir. Me senta ardiendo con una especie de fiebre feliz, que no era otra que la vida... Me levant, hund en el agua mis manos y mi cara, y luego, empujando la puerta de cristales, sal.

Era tarde ya; ni un sonido, ni un hlito; el aire mismo pareca dormido. Apenas si, a lo lejos, oase a los perros rabes que semejantes a chacales ladran durante toda la noche. Ante m, el patiecito; la muralla, al frente, tena una franja de sombra oblicua; las palmeras, ya sin color ni vida, parecan inmovilizadas para siempre... Pero aun en el sueo se encuentra todava una palpitacin de vida. Aqu, nada pareca dormir; todo pareca muerto. Me espant de esa calma; y bruscamente me invadi otra vez, como para protestar, afirmarse, desolarse en el silencio, el sentimiento trgico de mi vida, tan violento, doloroso casi, y tan impetuoso que habra gritado, si hubiera podido gritar como los animales. Me tom la mano, lo recuerdo, la mano izquierda con la mano derecha; quise alzarla hasta mi cabeza, y lo hice. Por qu? Para afirmarme que viva y encontrarlo admirable. Toqu mi frente, mis prpados. Un estremecimiento se apoder de m. Un da vendr pens, un da vendr en que aun para llevar hasta mis labios esa misma agua de la que tendr tanta sed, no me quedarn bastantes fuerzas... Volv a mi cuarto, pero no quise acostarme an; deseaba fijar aquella noche, imponer su recuerdo a mi pensamiento, retenerla; indeciso sobre lo que hara, tom un libro de mi mesa la Biblia y lo dej abrirse al azar; inclinado sobre la claridad de la luna alcanzaba a leer; le estas palabras de Cristo a Pedro, estas palabras que ya no deba, ay! Olvidar ms: Ahora te cies t mismo y vas adonde quieres ir; pero cuando seas viejo, extenders las manos..." Extenders las manos...

Por la maana, al alba, partimos.

VI

No hablar de cada una de las etapas del viaje. Algunas slo han dejado un recuerdo confuso; mi salud, tan pronto mejor como peor, trastabillaba an ante el viento fro, se inquietaba por la sombra de una nube, y mi estado nervioso me traa frecuentes trastornos; pero al menos mis pulmones se iban curando. Cada recada era menos larga y seria; el ataque segua siendo igualmente vivo, pero mi cuerpo se iba armando mejor contra l.

De Tnez habamos seguido a Malta y luego a Siracusa; volva a la clsica tierra cuyo lenguaje y pasado me eran conocidos. Desde el comienzo de mi mal haba yo vivido sin examen, sin ley, aplicndome simplemente a vivir, como lo hacen el animal y el nio. Menos absorbido ahora por el mal, mi vida volva a ser cierta y consciente. Tras aquella larga agona, haba credo renacer el mismo de antes, y agregar bien pronto mi presente al pasado; en plena novedad de una tierra desconocida poda engaarme en tal forma; aqu, ya no. Todo me enseaba lo que an me sorprenda: que yo haba cambiado.

Cuando quise, en Siracusa y ms adelante, reanudar mis estudios, hundirme otra vez como antao en el examen minucioso del pasado, descubr que algo haba, si no suprimido, por lo menos modificado el deseo: era el sentimiento del presente. La historia del pasado adquira ahora a mis ojos esa inmovilidad, esa fijeza aterradora de las sombras nocturnas en el patiecito de Biskra, la inmovilidad de la muerte. Anteriormente me complaca en esa fijeza, que facultaba la precisin de mi espritu; todos los hechos de la historia se me aparecan como las piezas de un museo, o an mejor, las plantas de un herbario, cuya sequedad definitiva me ayudaba a olvidar que un da, ricas de savia, haban vivido bajo el sol. Ahora, si an poda encontrar agrado en la historia, era imaginndola en presente. Los grandes hechos polticos deban, pues, conmoverme menos que la emocin renaciente en m de los poetas, o de ciertos hombres de accin. En Siracusa rele a Tecrito, e imagin que sus pastores de bello nombre eran los mismos que haba yo amado en Biskra.

Despertndose a cada paso, mi erudicin me molestaba, trabando mi dicha. No poda ver un teatro griego, un templo, sin reconstruirlo al punto abstractamente. Ante cada fiesta antigua, la ruina que quedaba en su sitio me traa la desolacin de saberla muerta; y yo tena horror a la muerte.

Llegu a huir de las ruinas, prefiriendo a los ms hermosos monumentos del pasado esos jardines bajos que llaman latomas, donde los limones tienen la cida dulzura de las naranjas, y las orillas del Ciana, que, entre los papiros, corre an tan azul como el da en que fluyera para llorar a Proserpina.

Llegu a despreciar en m esa ciencia que constitua antes mi orgullo; esos estudios, que eran mi vida entera, no parecan tener ms que una relacin enteramente accidental y convencional conmigo. Me descubra otro, y exista, oh jbilo!, por fuera de aqullos. Como especialista, me vi estpido. Como hombre, me conoca? Estaba naciendo, apenas, y no poda saber como quin naca. Tal era lo que me faltaba aprender.

Nada ms trgico, para quien creyera morir, que una lenta convalecencia. Despus que el ala de la muerte ha tocado, aquello que pareca importante no lo es ya; mas s otras cosas que no parecan importantes o cuya existencia misma se desconoca. El amontonamiento sobre nuestro espritu de todos los conocimientos adquiridos se descostra como una capa de afeite, y en algunos sitios deja ver al desnudo la carne misma, el ser autntico que se ocultaba.

Desde entonces fue a aqul a quien pretend descubrir: el ser autntico, el "hombre viejo" a quien el Evangelio no quera ya ms; aquel a quien todo en torno mo, libros, maestros, padres y yo mismo habamos tratado de suprimir en un comienzo. Ahora se me apareca, por obra de ese peso acumulado, ms borroso y difcil de descubrir, pero por ello mismo tanto ms til y valioso al descubrirlo. Despreci desde entonces a ese otro ser secundario, aprendido, que la instruccin haba dibujado por encima. Era preciso librarse de ese acumulado peso.

Y me compar a los palimpsestos; saboreaba la alegra del sabio que, bajo escrituras ms recientes, descubre en el mismo papel un texto muy antiguo, infinitamente ms precioso. Cul era ese texto oculto? Para leerlo, no habra primero que borrar los textos recientes?

Y tampoco era yo ahora el ser enfermizo y estudioso a quien mi moral precedente, en un todo rgida y restrictiva, se adecuaba. Haba aqu ms que una convalecencia; haba un aumento, una recrudescencia de vida, el aflujo de una sangre ms rica y ms clida que deba tocar mis pensamientos, tocarlos uno a uno, penetrarlo todo, emocionar, colorear las ms lejanas, delicadas y secretas fibras de mi ser. Pues, sea robustez o debilidad, uno se hace a ello: segn las fuerzas de que dispone, el ser se organiza; pero apenas aumentan, apenas permiten poder ms, y... Todos estos pensamientos no los tena yo entonces, y este retrato que hago me falsea. A decir verdad, no pensaba, no me examinaba; una fatalidad feliz me conduca. Mi temor era que una mirada en exceso prematura viniese a alterar el misterio de mi lenta transformacin. Haba que dar tiempo para que reaparecieran los caracteres borrados, y no tratar de formarlos... Dejando, pues, mi corazn en barbecho, ya que no en abandono, me libr voluptuosamente a m mismo, a las cosas, al todo, que me pareci divino. Habamos salido de Siracusa, y yo corra por la escarpada ruta que une Taormina con La Mole, gritando para despertarlo en m: Un nuevo ser! Un nuevo ser!

Mi solo esfuerzo, esfuerzo constante entonces, era el de rechazar o suprimir sistemticamente todo aquello que crea deber a mi instruccin pasada y a mi primera moral. Por resuelto desdn hacia mi ciencia, por desprecio hacia mis gustos de erudito, rehus ver Agrigento, y pocos das ms tarde, sobre el camino que conduce a Npoles, no me detuve ni un instante junto al hermoso templo de Pcestum, donde Grecia respira todava, y al cual habra de ir, dos aos ms tarde, para suplicar a no s qu dios.

Por qu hablar de un solo esfuerzo? Cmo interesarme en m mismo sino como en un ser perfectible? Jams mi voluntad haba estado ms exaltada que ahora para tender hacia esa perfeccin desconocida que imaginaba confusamente; empleaba esta entera voluntad en fortificar mi cuerpo, en broncearlo. Cerca de Salerno, alejndonos de la costa, habamos ganado Ravello. All el aire ms vivo, la atraccin de las rocas llenas de escondites y sorpresas, la profundidad desconocida de los valles, ayudaron mi fuerza, mi jbilo, y favorecieron mi impulso.

Ms prximo al cielo que alejada de la costa, sobre una abrupta altura, Ravello enfrenta la lejana y lisa ribera de Pcestum. Bajo la dominacin normanda haba sido una ciudad casi importante: ahora slo queda como un estrecho poblado, donde, segn creo, ramos los nicos extranjeros. Una antigua casa religiosa transformada en hotel nos alberg; alzada en la extremidad de la roca, sus terrazas y su jardn parecan suspendidos en el azur. Al principio, ms all del muro cargado de pmpanos slo se vea el mar; preciso era acercarse al muro para seguir la pendiente cultivada, que, ms por escaleras que senderos, une a Ravello con la ribera. Por encima de Ravello la montaa contina. Olivos, enormes algarrobos; a su sombra, ciclmenes; ms arriba, castaos en gran nmero, un aire fresco, plantas del norte; ms abajo, limoneros prximos al mar. Estn alineados en pequeos cultivos a causa de la pendiente del suelo; son jardines en escalinata, casi iguales uno a otro; un estrecho camino en el centro los atraviesa de lado a lado; se entra en ellos sin ruido, como un ladrn. Se suea, bajo esa sombra verde; el follaje es espeso, pesado; ni un solo rayo de luz penetra francamente; como gotas de espesa cera cuelgan los limones, perfumados; en la sombra son blancos y verdosos; estn al alcance de la mano, de la sed; son dulces, acres; refrescan.

La sombra era tan densa bajo ellos, que no osaba yo detenerme despus de la marcha que an me haca transpirar. Sin embargo, los peldaos ya no me extenuaban; me ejercitaba en franquearlos con la boca cerrada; espaciaba cada vez ms mis altos; me deca: "Ir hasta all sin desfallecer." Luego, llegado a la meta, y hallando la recompensa en mi orgullo satisfecho, respiraba profundamente, potentemente, y de manera tal que me pareca sentir el aire penetrando ms eficazmente en mi pecho. Pona en todos estos cuidados del cuerpo mi asiduidad de antao. Progresaba.

A veces me sorprenda de que mi salud retornara tan pronto. Llegu a creer que haba exagerado en un comienzo la gravedad de mi mal; a dudar de que hubiese estado muy enfermo, a rerme de mis vmitos de sangre, a lamentar que mi curacin no hubiese sido ms ardua.

Al principio me haba cuidado muy tontamente, ignorando las necesidades de mi cuerpo. Hice el paciente estudio y me volv, en cuanto a la prudencia y a los cuidados, de un tan constante ingenio que me diverta como en un juego. Lo que an me atormentaba era mi enfermiza sensibilidad al menor cambio de temperatura. Ahora que mis pulmones estaban curados, atribua esta hiperestesia a mi debilidad nerviosa, saldo de la enfermedad. Resolv vencerla. La visin de hermosas pieles atezadas y como penetradas de sol, que al trabajar en los campos mostraban bajo sus abiertas ropas algunos campesinos despechugados, me incitaba a dejarme quemar del mismo modo. Una maana, luego de desnudarme, me examin; la vista de mis brazos demasiado flacos, de mis hombros que los ms grandes esfuerzos no alcanzaban a echar lo bastante atrs, pero sobre todo la blancura o, mejor, la decoloracin de mi piel, me llenaron de vergenza y de lgrimas. Volv a vestirme rpidamente, y en lugar de descender hacia Amalfi, como tena costumbre, me encamin hacia los roquedales cubiertos de hierba rasa y de musgo, alejados de las casas, alejados de los caminos, donde no poda ser visto. Llegado a ellos, me desnud lentamente. El aire era vivo, pero el sol arda. Ofrec mi entero cuerpo a su llama. Me sent, me tend, me di vuelta. Senta debajo de m el duro suelo; la agitacin de las hierbas me rozaba. Aunque al abrigo del viento, me estremeca y palpitaba a cada soplo. Muy pronto me envolvi un escozor delicioso; todo mi ser aflua hacia mi piel.

Nos quedamos quince das en Ravello; todas las maanas volva a los roquedales para hacer mi cura. Bien pronto el exceso de ropas con que an me cubra se torn molesto y superfluo; mi epidermis tonificada ces de transpirar incesantemente, y supo protegerse con su propio calor.

La maana de uno de esos ltimos das (estbamos a mediados de abril) me atrev a ms. En una anfractuosidad de las rocas de que hablo manaba una clara fuente. Caa all mismo en cascada, muy poco abundante, en verdad, pero haba ahondado bajo la cascada una cuenca ms profunda donde el agua pursima se depositaba. Tres veces haba llegado a ella, inclinndome, tendido sobre el borde, lleno de sed y de deseos; haba contemplado largamente el fondo de roca pulida, donde no se descubra una sola mancha, una sola hierba, y donde el sol, al penetrar, vibraba y se irisaba. Al cuarto da avanc ya resuelto hasta el agua, ms lmpida que nunca, y sin reflexionar ms me sumerg en ella de un salto. Pronto transido, abandon el agua para tenderme sobre la hierba y al sol. All crecan fragantes las mentas; cort sus hojas, arrugndolas, y frot con ellas mi cuerpo hmedo pero ardiente. Me mir largo tiempo, ya sin ninguna vergenza, con alegra. Me encontr, si no robusto todava, capaz de llegar a serlo: armonioso, sensual, casi bello.

VII

As es como me contentaba, por toda accin y todo trabajo, con ejercicios fsicos que, ciertamente, entraaban un cambio en mi moral, pero que slo me parecan ya un entrenamiento, un medio, y no me satisfacan por s mismos.

Otro acto, sin embargo, que quiz os parezca ridculo pero que narrar pues precisa puerilmente la necesidad que me atormentaba de manifestar en lo exterior el ntimo cambio de mi ser: en Amalfi me hice rasurar.

Hasta ese da haba usado toda la barba, con los cabellos casi al ras. No se me ocurra que lo mismo hubiera podido usar un peinado distinto. Y bruscamente, el da en que por primera vez me alc desnudo sobre las rocas, aquella barba me molest; era como una ltima vestimenta de la que no poda despojarme; la senta como postiza; estaba cuidadosamente cortada, no en punta sino en forma cuadrada que me pareci al punto desagradable y ridcula. De vuelta en la habitacin del hotel, me mir al espejo y me desagrad a m mismo; tena el aire de lo que fuera hasta entonces: un archivista. Apenas concluido el almuerzo baj a Amalfi, tomada mi resolucin. La ciudad es pequeita; deb contentarme con una vulgar barbera sobre la plaza. Era da de mercado; el local estaba lleno; tuve que esperar interminablemente, pero nada, ni las navajas dudosas, la brocha amarilla, el olor, las frases del barbero, pudieron hacerme retroceder. Al sentir caer mi barba bajo las tijeras, fue como si me quitara una mscara. No importa! Y despus, cuando pude mirarme, la emocin que me invadi y que reprim lo mejor posible no era alegra sino miedo. No discuto este sentimiento; lo constato. Encontr mis facciones aceptablemente hermosas... No, el miedo estaba en imaginar que mi pensamiento se vea al desnudo, y tambin que, sbitamente, me pareca temible.

Por el contrario, dej crecer mis cabellos.

He ah todo lo que mi nuevo ser, todava sin ocupacin, encontraba como tarea. Pensaba yo que de l naceran actos asombrosos para m mismo, pero ms tarde. "Ms tarde me deca, cuando el ser est mejor formado." En la obligacin de vivir esperando, conserv al igual que Descartes una manera provisoria de actuar. Marcelina pudo as engaarse. El cambio de mi mirada, y sobre todo la nueva expresin de mis facciones el da en que aparec sin barba, la hubieran quiz inquietado, pero me amaba ya demasiado para verme bien; ms tarde la tranquilic lo mejor que pude. Era importante que Marcelina no turbara mi renacimiento; para sustraerlo a sus miradas, deba disimular.

Adems, aquel a quien Marcelina amaba, aquel con quien se haba casado, no era mi "nuevo ser". Yo me lo repeta para incitarme a ocultarlo. As es que no le entregu de m ms que una imagen que, por constante y fiel al pasado, se tornaba ms falsa de da en da.

Mis relaciones con Marcelina prosiguieron siendo las mismas, aunque diariamente exaltadas por un siempre creciente amor. Mi propio disimulo (si as puede llamarse a la necesidad de preservar mi pensamiento de su juicio) aumentaba ese amor. Quiero decir que tal juego me obligaba a ocuparme sin cesar de Marcelina. Quiz esta sujecin a la mentira me cost algo al principio; pero pronto llegu a comprender que las cosas consideradas peores (la mentira, por no citar ms que una) slo son difciles de hacer cuando no se las ha hecho nunca, pero que muy pronto se tornan fciles, agradables, gratas de repetir, y en poco tiempo como naturales. As, como en toda cosa frente a la cual una primera repugnancia es vencida, termin por hallar placer en este mismo disimulo, y demorarme en l tanto como en el juego de mis facultades desconocidas. Avanzaba diariamente, sumido en una vida ms rica y ms plena, hacia una felicidad ms sabrosa.

VIII

El camino de Ravello a Sorrento es tan hermoso que aquella maana no deseaba yo ver nada ms bello sobre la tierra. La caliente aspereza de la roca, la abundancia del aire, los olores, la limpidez, todo me llenaba del encanto adorable de vivir y me bastaba al punto que slo una liviana alegra pareca habitar en mi; callaban recuerdos o nostalgias, esperanzas o deseos, porvenir y pasado; yo no saba de la vida sino aquello que traa y se llevaba el instante.

Oh alegra fsica! grit. Ritmo seguro de mis msculos! Salud...!

Haba partido temprano en la maana, precediendo a Marcelina cuya alegra demasiado serena hubiese atemperado la ma, tal como su paso me obligaba a retardar mi paso. Quedamos en que me alcanzara en coche, para almorzar juntos en Positano.

Acercbame ya a Positano cuando un ruido de ruedas, haciendo el bajo a un extrao canto, me oblig a volverme de improviso. Al comienzo no pude ver nada a causa de una curva del camino que bordea en ese punto el acantilado; luego, bruscamente, asom un coche en desordenada carrera: era el carruaje de Marcelina. El cochero cantaba a gritos, haca grandes gestos, se paraba en el pescante y azotaba ferozmente al espantado caballo. Qu bruto! Pas ante m, dndome apenas tiempo de hacerme a un lado, y no se detuvo a mi llamada... Me lanc corriendo, pero el coche andaba demasiado rpido. Temblaba yo a la vez de ver saltar bruscamente a Marcelina o de que se quedara; un corcovo del caballo poda precipitarla al mar... De pronto el animal cay. Marcelina, que bajaba, quera huir; pero ya estaba yo junto a ella. Tan pronto como llegu, el cochero me recibi con horribles juramentos. Yo estaba furioso contra el hombre; a su primer insulto me precipit sobre l y lo arranqu brutalmente del pescante. Rodamos juntos por tierra, pero no perd mi ventaja; pareca aturdido por la cada, y bien pronto lo estuvo ms con el puetazo que le plant en plena cara cuando vi que quera morderme. Entretanto no lo soltaba, metindole la rodilla en el pecho y buscando dominar sus brazos. Mir esa cara espantosa que mi puo acababa de afear an ms; escupa, babeaba, sangraba, juraba, ah, qu ser horrible! Realmente, estrangularlo pareca legtimo... y tal vez lo hubiese yo hecho, o por lo menos me sent capaz de hacerlo; creo que slo la idea de la polica me detuvo.

No sin trabajo, consegu atar slidamente al enfurecido individuo. Como un saco lo arroj dentro del coche.

Ah, qu miradas y qu besos cambiamos entonces con Marcelina! El peligro no haba sido grande; pero ante l me vi precisado a mostrar mi fuerza para protegerla. En ese momento me pareci que podra yo dar mi vida por ella... y darla con alegra... El caballo se haba levantado. Dejando al borracho en el fondo del coche, subimos al pescante y, guiando lo mejor posible, pudimos llegar a Positano y ms tarde a Sorrento.

Esa misma noche pose a Marcelina.

Habis comprendido bien o debo deciros otra vez que era yo como nuevo para las cosas del amor? Tal vez a esa novedad debi su gracia nuestra noche de bodas... Pues me parece, cuando la recuerdo hoy en da, que aquella primera noche fue la nica, tanto agregaban la espera y la sorpresa del amor a la voluptuosidad de la delicia... Tanto basta una sola noche para que el ms grande amor se exprese, y tanto se obstina mi recuerdo en recordrmela nicamente. Fue el rer de un momento, en el que nuestras almas se confundieron... Pero creo que hay un punto en el amor, nico, que ms tarde, ah!, busca el alma en vano trascender; que el esfuerzo para resucitar su felicidad la gasta; que nada impide tanto la felicidad como el recuerdo de la felicidad. Ah! Me acuerdo de esa noche...

Nuestro hotel estaba fuera de la ciudad, rodeado de jardines, de huertos; un amplio balcn prolongaba nuestro cuarto; las ramas lo rozaban. El alba entr libremente por la ventana abierta de par en par. Me levant suavemente, para inclinarme con ternura sobre Marcelina. Dorma; pareca sonrer durmiendo. Me pareci, siendo ms fuerte, que la senta ms delicada, y que su gracia era fragilidad. Tumultuosos pensamientos vinieron en torbellino a mi mente. Pens que Marcelina no menta al decir que yo era todo para ella. Y de inmediato: "Qu hago entonces por su alegra? La abandono casi todo el da, y diariamente; lo espera todo de m, y yo la descuido... Ah, pobre, pobre Marcelina...!" Las lgrimas llenaron mis ojos. En vano buscaba excusa en mi pasada debilidad; acaso necesitaba ahora cuidados constantes y egosmo? No era en este momento ms fuerte que ella?

La sonrisa haba abandonado sus mejillas; la aurora, bien que dorara cada rosa, me la hizo ver repentinamente triste y plida; y quiz la cercana matinal me inclinaba a la angustia. "Tendr que cuidarte algn da a mi vez, tendr que inquietarme por ti, Marcelina?", grit dentro de m. Me estremec; transido de amor, de piedad, de ternura, pos suavemente entre sus ojos cerrados el ms tierno, el ms enamorado y el ms piadoso de los besos.

IX

Los das que vivimos en Sorrento fueron sonrientes y muy tranquilos. Haba yo gustado jams semejante reposo, semejante dicha? Volvera a gustarlos ms adelante? Permaneca sin cesar junto a Marcelina; al ocuparme menos de m, me dedicaba ms a ella y encontraba en hablarle el contento que das antes tena en callar.

Al comienzo pudo asombrarme advertir que nuestra vida errante, en la que pretenda yo encontrar plena satisfaccin, no le agradaba sino como un estado provisorio; pero de inmediato se me apareci la ociosidad de esa vida; acept que debiera tener un plazo dado, y por primera vez, al renacer en m un deseo de trabajo desde la falta misma de ocupacin en que me dejaba mi restablecida salud, habl seriamente del retorno; ante la alegra que demostr Marcelina, comprend que vena pensando en ello desde haca mucho tiempo.

Con todo, los trabajos histricos que nuevamente imaginaba no tenan ya para m el mismo sabor. Os lo he dicho: desde mi enfermedad, el conocimiento abstracto y neutro del pasado me pareca vano, y si antao haba podido ocuparme de bsquedas filolgicas, preocupndome por ejemplo en precisar la parte de la influencia de los godos en la deformacin de la lengua latina, y descuidando, desconociendo las figuras de Teodorico, de Casiodoro, de Amalasunta y sus pasiones admirables, para exaltarme solamente ante los signos y el residuo de su vidas, ahora me ocurra que estos mismos signos y la entera filologa no me parecan ms que un medio para penetrar mejor en ese mundo cuya salvaje magnitud y nobleza se me revelaban. Resolv ocuparme ms de esta poca, limitarme por un tiempo a los ltimos aos del imperio de los godos, y aprovechar para ello nuestro prximo pasaje por Ravena, teatro de su agona.

Empero lo confesar? la figura del joven rey Atalarico me atraa ms que cualquier otra. Imaginaba a aquel nio de quince aos, sordamente excitado por los godos, rebelndose contra su madre Amalasunta, alzndose contra su educacin latina, para rechazar la cultura como un potro rechaza los arneses que le molestan; as, prefiriendo la compaa de godos incivilizados a la del demasiado prudente y viejo Casiodoro, gozara durante algunos aos, con rudos favoritos de su edad, una vida violenta, voluptuosa y desenfrenada, para morir a los dieciocho aos enteramente depravado, borracho de libertinaje. Encontraba, en aquel trgico impulso hacia un estado ms salvaje e intacto, algo de lo que Marcelina llamaba sonriendo mi crisis". Buscaba un contento al cual aplicar por lo menos mi espritu, puesto que no ocupaba ya mi cuerpo; e intentaba persuadirme de que deba extraer una leccin de la muerte aterradora de Atalarico.

Antes de Ravena, donde nos quedaramos quince das, pensbamos ver rpidamente Roma y Florencia, y luego, dejando Venecia y Verona, apresurar el fin del viaje para no detenernos ya hasta Pars. Encontraba un placer enteramente nuevo en hablar del porvenir con Marcelina; seguamos an indecisos acerca del empleo del verano; cansados ambos de los viajes, ansibamos no volver a salir; yo quera la ms grande tranquilidad para mis estudios, y pensamos entonces en una propiedad ma situada entre Lisieux y Pont-L'Eveque, en la ms verde Normanda, propiedad que poseyera antao mi madre y en la cual haba pasado algunos veranos de mi infancia, bien que despus de su muerte no volviera a visitarla. Mi padre haba confiado su vigilancia y cuidado a un mayordomo, ya anciano, que cobraba en su nombre y nos enviaba luego regularmente los arrendamientos. Una casa grande y agradable, en un jardn surcado de aguas corrientes, me haba dejado recuerdos llenos de encanto. Se llamaba La Moriniere; me pareci que sera bueno quedarnos all.

En cuanto al invierno siguiente, habl de pasarlo en Roma, esta vez como trabajador, no ya como viajero. Pero pronto se desmoron el proyecto; en el importante correo que desde tiempo atrs nos aguardaba en Npoles, una carta me inform sbitamente que en el Colegio de Francia haba quedado vacante una ctedra, y que mi nombre era pronunciado frecuentemente a su respecto; no pasaba de una suplencia, pero precisamente por eso me dejara una mayor libertad en el porvenir. El amigo que enviaba estos informes me indicaba, en caso de aceptacin, algunas simples gestiones que cumplir, e insista encarecidamente en que aceptara. Vacil, viendo antes que todo una esclavitud; pens luego que poda ser interesante exponer en un curso, mis trabajos sobre Casiodoro... Me decidi, al fin de cuentas, el placer que iba a dar a Marcelina. Apenas tomada mi decisin, no vi de ella ms que la ventaja.

En el mundo cientfico de Roma y Florencia, mi padre haba mantenido diversas relaciones con las cuales yo mismo entrara en correspondencia. Ellas me proporcionaban todos los medios para hacer las investigaciones que quisiera, en Ravena y otras partes; ahora no pensaba ms que en el trabajo, y Marcelina se ingeniaba para estimularlo con mil encantadores cuidados y atenciones.

Durante este final de viaje nuestra dicha fue tan igual, tan serena, que nada puedo contar de ella. Las ms hermosas obras de los hombres son obstinadamente dolorosas. Qu sera el relato de la felicidad? Slo se cuenta aquello que la prepara, luego aquello que la destruye... Y ahora os he dicho ya cuanto la haba preparado.

SEGUNDA PARTEI

Llegamos a La Moriniere en los primeros das de julio, sin detenernos en Pars ms que el tiempo estrictamente necesario para aprovisionarnos y hacer unas pocas visitas.

La Moriniere, ya os lo he dicho, est situada entre Lisieux y PontL'Eveque, en la regin ms umbra, ms hmeda que conozco. Mltiples ondulaciones, angostas y blandamente curvadas, concluyen no lejos del amplio valle del Auge, que se allana de un golpe hasta el mar. No hay horizonte; bosques llenos de misterio; algunos campos, pero sobre todo prados, dehesas de blando declive, donde la espesa hierba es segada dos veces al ao, donde abundantes manzanos unen su sombra cuando el sol est bajo, donde pastan majadas en libertad; en cada hueco el agua, estanque, charca o arroyo, y su murmullo escuchndose continuamente.

Ah, cun bien reconoc la casa! Sus techos azules, sus paredes de ladrillo y piedra, sus fosos, los reflejos en las durmientes aguas... Era una vieja casa donde hubiesen podido alojarse ms de doce personas; Marcelina, tres sirvientes, y yo mismo ayudando algunas veces, alcanzbamos apenas a animar una parte. Nuestro viejo guarda, llamado Bocage, haba mandado preparar lo mejor posible algunas habitaciones; los viejos muebles despertaron de su sueo de veinte aos; todo haba quedado tal como mi recuerdo lo vea, los artesonados no del todo destruidos, las habitaciones fcilmente habitables. Para recibirnos mejor, Bocage hizo llenar de flores todos los jarrones de que pudo disponer. Haba mandado escardar y rastrillar el gran patio y los caminos ms prximos del parque. Cuando llegamos, la casa reciba el ltimo rayo del sol, y del valle frente a ella se alzaba una bruma inmvil que velaba y revelaba el arroyo. Desde antes de llegar reconoc sbitamente el olor de la hierba; y cuando nuevamente o girar en torno de la casa los gritos agudos de las golondrinas, todo el pasado se alz de pronto como si me esperara y, al reconocerme, quisiera cerrarse a mi paso.

Al cabo de algunos das, la casa qued pasablemente confortable; yo hubiera podido empezar a trabajar pero me demoraba, oyendo an en m despertar minuciosamente el pasado; y luego porque una emocin demasiado nueva me posea: una semana despus de nuestro arribo, Marcelina me confi que estaba encinta.

Me pareci entonces como si le debiera nuevos cuidados, como si tuviera ella derecho a una mayor ternura; al menos, en los primeros tiempos que siguieron a su confidencia, pas a su lado casi todas las horas del da. bamos a sentarnos junto al bosque, en el banco donde antao me sentara con mi madre; all, cada instante se nos presentaba ms voluptuosamente, y ms insensible flua la hora. Si ningn recuerdo preciso se destaca de esta poca de mi vida, no es porque le est menos agradecido, sino antes bien porque todo se mezclaba, se funda en un bienestar uniforme, donde la noche se una a la maana sin brusquedad, donde los das se enlazaban sin sorpresa a los das.

Reanud lentamente mi trabajo, con el espritu tranquilo, dispuesto, seguro de su fuerza, mirando el futuro con confianza y sin fiebre, la voluntad como suavizada, como escuchando el consejo de aquella atemperada tierra.

No me cabe duda me deca, que el ejemplo de esta tierra donde todo se apresta al fruto, a la til cosecha, debe tener sobre m la mas excelente influencia." Admiraba cun tranquilo porvenir prometan esos robustos bueyes, esas vacas henchidas en las opulentas praderas. Los manzanos plantados en orden sobre las pendientes favorables de las colinas, anunciaban ese verano soberbias cosechas; soaba yo con la rica carga de frutos que bien pronto habra de curvar sus ramas. En aquella ordenada abundancia, esa servidumbre jubilosa, esos sonrientes cultivos, manifestbase una armona no ya fortuita sino dirigida, un ritmo, una belleza a la vez humana y natural, donde no se saba qu admirar ms, tanto se confundan en un perfecto e