gelabert, martin - la gracia gratis et amore

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Martín Gelabert Dallester Hfin er amore

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Page 1: Gelabert, Martin - La Gracia Gratis Et Amore

Martín Gelabert Dallester

Hfin er amore

Page 2: Gelabert, Martin - La Gracia Gratis Et Amore

IfAZoe 3

Obras de MARTÍN GELABERT, en Edit. San Esteban:

- Jesucristo, revelación del misterio del hombre. Ensayo de antropología teológica, 3.a edic, 268 pp.

- Para encontrar a Dios. Vida Teologal, 290 pp.

MARTÍN GELABERT BALLESTER

GRACIA Gratis et amore

EDITORIAL SAN ESTEBAN SALAMANCA

Page 3: Gelabert, Martin - La Gracia Gratis Et Amore

© Martín Gelabert Ballester © Editorial San Esteban, 2002

Apartado 17 - 37080 Salamanca (España) Teléfonos: 34 / 923 21 50 00 - 923 26 47 81 Fax: 34 / 923 26 54 80 E-mail: [email protected] Http: //edsanesteban.dominicos.org

ISBN: 84-8260-110-5 Depósito Legal: S. 552 - 2002 Printed in Spain

Imprenta Calatrava, S.Coop. Políg. El Montalvo. Tel y Fax 923 19 02 13. Salamanca

I INTRODUCCIÓN

Page 4: Gelabert, Martin - La Gracia Gratis Et Amore

GRATIS PORQUE TE QUIERO

He intentado, sin lograrlo1, encontrar el origen de la expresión que da título a este libro. Pero, en este caso, el origen literario o lingüístico no tiene dema­siada importancia. Pues la elección de gratis et amore no se debe a motivos filológicos o lingüísticos, sino al significado que actualmente tiene esta expresión, a lo que ella sugiere y a lo que, a mi entender, debería sig­nificar y podría sugerir.

Gratis et amore es una expresión latina compues­ta por un adverbio y un sustantivo en ablativo. Lite­ralmente significa "gratis y por amor"; dicho de otro modo: gratis porque te quiero. Gratuidad y amor son dos vocablos que se remiten el uno al otro. Juntos refuerzan una tendencia de fondo que se encuentra en ellos: la incondicionalidad del amor, la gratuidad de la auténtica donación. El amor me mueve a dar gra­tis y de buena gana; y la gratuidad prueba la calidad de mi amor.

En castellano, esta expresión significa sencillamen­te que algo es gratis, como indica Manuel Seco, en su

1. He consultado varios diccionarios de frases latinas de auto­res patrísticos y medievales. No he encontrado ningún autor que uti­lice esta frase. He consultado también diccionarios españoles. Tam­poco he encontrado el origen de esta expresión, que la mayoría de los diccionarios no incluyen.

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Diccionario del español actual (edición de 1999). Pero así no está clara la connotación que imprime el amor a lo gratuito. M. Seco ofrece como ejemplo de su uso el convite que la Comisión de Fiestas ofrece gratis et amore a cuantas personas acuden a una determinada playa. El ejemplo es pertinente: la comisión ofrece, sin cobrar, unos alimentos a todas las personas, sean quienes sean, que acuden a un lugar. Esta comida no cuesta nada, y eso favorece una mayor participación. El motivo de que no cueste nada no está en la mayor o menor cercanía -afectiva o de otro tipo- de los par­ticipantes con la comisión de fiestas, sino en el hecho de que los dadores del convite quieren llenar de gente un lugar, pues se supone que así la fiesta será mayor. Lo que aquí de verdad interesa es un determinado resultado.

En el ejemplo propuesto hay una razón para la gra-tuidad de la comida: llenar un local para hacer fiesta. Ya es más dudoso que el amor sea la mejor manera de expresar esta razón. Sin duda hay muchos tipos de amores, que van desde el amor de concupiscencia, en el que yo intento aprovecharme de lo bueno que en­cuentro en el otro; al amor de benevolencia, en el que yo busco el bien del otro y no tanto aprovecharme de él. No hay contraposición e incompatibilidad entre ambos amores, pero sí denotan una tendencia. La comisión de fiestas que ofrece gratis el banquete no busca únicamente el interés ajeno, busca también (y posiblemente sobre todo) el interés propio. De ahí que su amor no puede calificarse propiamente de amor de benevolencia. Más aún, visto que, al menos en parte, también busca su propio interés, es dudoso que pueda calificarse de gratuito su gesto. En este gesto se trata de ganar algo. Y en lo gratuito está implicado el dar sin esperar nada a cambio. Con lo que analizadas bien las cosas, la expresión gratis et amore, en su sentido más

corriente, pudiera ni ser gratis ni ser con amor. No es gratis, porque se está buscando algo. Y no es con amor, al menos no con el sentido más noble que tiene el amor, en el que precisamente la gratuidad es una de sus condiciones.

Gratis et amore significa literalmente gratis y por amor. Ambos vocablos se califican mutuamente. Lo gratuito es algo que pudiera no haberse hecho y que se hace sin buscar en ello una recompensa. Gratuito es lo contrario de lo necesario, es lo que se hace sin un porqué determinante. No digo que se hace sin motivo, porque todas las cosas tienen un motivo, una causa, una razón. Algo hecho sin motivo es arbitrario o irra­cional. Y lo gratuito tiene su propia lógica y su propia razón de ser. Pero lo gratuito es desinteresado. El que hace un gesto gratuito no espera nada a cambio, no actúa por conveniencia propia, sólo presta atención al bien ajeno. Lo hace a fondo perdido. La lógica de lo gratuito es el amor. En el amor alcanza lo gratuito su pleno sentido. Dar, sin esperar nada, eso es amor. Pero dado que el amor es una palabra polisémica, tiene muchos sentidos y muchas maneras de concretarse o realizarse, lo gratis califica al amor y nos orienta hacia un determinado tipo de amor. El amor gratuito no está calificado por el propio interés (como ocurre cuando uno ama un buen vino), sino por el interés ajeno, por la búsqueda de lo que es bueno para el otro y puede favorecerle. Si la gratuidad es una consecuencia del amor, al mismo tiempo califica al amor como incon­dicional.

En su uso corriente, la expresión gratis et amore sig­nifica algo menos de lo que comporta su potencial lin­güístico. Se presta, por tanto, a ser entendida de forma incompleta, insuficiente e incorrecta. Un ejemplo de) {

amor gratuito pudiera ser la paternidad (o materni-|C;

dad) humana, pues cuando se da humanamente vida/ /

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a un nuevo ser, se realiza por la mera y simple alegría del bien ajeno, puesto que el hijo se independiza desde el primer instante de sus progenitores. Este amor gra­tuito no es arbitrario o irracional. Su lógica es exclu­sivamente el bien ajeno. Este ejemplo nos acerca al verdadero paradigma de todo amor gratuito, "el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra" (Ef 3, 14-15). En efecto, dar el ser a lo que no existe (cf. Rm 4, 17), sin ninguna coacción, necesidad o ganancia para el dador, es manifestación de pura gratuidad solo explicable por el amor. El amor que da sólo por la alegría de dar, sin ninguna necesidad, sin esperar nada a cambio.

EL AMANTE, EL AMADO Y EL DON

Conviene notar algunas características propias de un amor gratuito. Unas atañen más directamente al receptor, otras al dador y otras al don.

En lo referente al receptor hay que comenzar por notar que sin él tampoco puede haber amor ni dona­ción gratuita. Pero aquí nos referimos a que el amor gratuito requiere por parte del receptor una aceptación gratuita fruto del propio amor gratuitamente dado. Si el receptor se ve obligado a recibir lo que se le da, entonces lo recibido se convierte en imposición y si bien es posible, en este caso, que hubiera gratuidad en el don, de ninguna manera podría hablarse de amor. Más aún, si el receptor es libre, pero tiene necesidad de lo que recibe, tampoco puede hablarse estric­tamente de donación o regalo. Se trata entonces de un derecho por parte del necesitado y de obligación moral por parte del dador. Pero una aportación realizada por obligación ya no puede considerarse gratuita. Lo gra­tuito no se sitúa al nivel del no querer, o no poder, o no deber cobrar. Supera el nivel de lo económico, para situarse en el de lo superabundante. Una auténtica gra­tuidad no ha de ser requerida ni para el que da ni para el que recibe.

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El nivel más elevado del amor pide esta falta de necesidad en el receptor. De ahí que las obras de mise­ricordia (y todas su traducciones modernas, en forma de asistencia al inmigrante o al pobre, y ayudas inter­nacionales a países en situación de necesidad o de catástrofe) no son la mejor expresión del amor gra­tuito. De ningún modo puede tratarse de gratuidad lo que es ineludible consecuencia de un deber, el deber de dar a los que no tienen lo que otros tienen de sobra sin ser suyo. Pues los bienes de la tierra están origi­nalmente destinados a todos y a todos deben llegar. Tampoco puede hablarse de auténtico amor, pues al prestar a quién está necesitado nos estamos situando por encima de él2. El amor supone un cierto nivel de igualdad entre los amantes. No puede confundirse con ninguna forma de paternalismo ni de proteccionismo. Cosa distinta es que los amigos puedan prestarse favo­res y ser el uno para el otro de suma utilidad. Pero es importante dejar claro que tales favores son resultado de un amor previo, ya que en el amor la utilidad no es lo determinante.

Se comprende así el interés que tenía Pío XII en afirmar que Dios pudo haber creado una criatura raciona] sin destinarla ni llamarla a participar en la vida divina3. Sin duda, en el hecho de la creación, en el dar el ser por parte de Dios, rige el principio de no necesidad, propio de un amor gratuito, pues Dios

2. Cf. SAN AGUSTÍN, In Epistolam Ioannis VIII, 5; Sermón 362, 28: "las obras de misericordia las engendra la necesidad que causa la miseria". Por eso, allí donde nadie siente hambre, ni está enfermo o desnudo o encarcelado, no hay obras de misericordia, pero sí puede darse auténtico amor, pues al amor le basta con complacerse en el bien del otro.

3. HEINRICH DENZINGER y PETER HÜNERMAN, El Magisterio de la

Iglesia, Herder, Barcelona, 1999, n." 3891; en adelante siempre cita­do como: DH.

podría no haber creado. No hay ninguna razón para que yo exista. Pero en este tipo de donación, el amor no puede alcanzar el nivel de la reciprocidad, puesto que todavía no existe receptor, ya que éste queda cons­tituido por el hecho creador. De ahí que lo que antes hemos dicho sobre la aceptación gratuita por parte del receptor no puede todavía realizarse. Ahora bien, una vez constituido el receptor, una vez creado el ser hu­mano, en la relación que Dios establece con él sigue vigente la gratuidad y, además, puede darse con pro­piedad el principio antes indicado de la no necesidad. Si el hombre necesitase de Dios para ser hombre, si no fuese completo sin Dios, entonces no podría hablarse de una relación de amor entre el hombre y Dios, sino de una verdadera necesidad de Dios por parte del hombre, y la donación de Dios al hombre se situaría en el terreno de la exigencia, pudiéndose (en cierto modo y visto desde nuestro punto de vista) considerar una injusticia el que Dios dejase al ser humano en una situación incompleta. Dios no se da al hombre para completar una naturaleza, sino por puro amor, por puro placer, por la auténtica alegría de darse. Se da, porque el ser humano, tal como él lo ha creado, es una auténtica delicia a sus ojos. La verdadera acogida del dar divino ocurre después de que la naturaleza está bien terminada. De este modo, el amor de Dios al hom­bre, y la vida eterna como culminación de este amor, se sitúan en el ámbito de lo no necesario, de lo supe­rabundante. Y eso sin detrimento de que cuando uno se ha encontrado con el amor, termina por descubrir que es lo único necesario.

Puesto que el receptor acoge gratuitamente y con amor lo que gratis y con amor se le da, para realizar de esta forma la auténtica esencia del amor gratuito, no hay en el receptor ninguna pasividad. El receptor es tan activo como el donante, aunque de manera su-

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bordinada, ya que la iniciativa parte siempre del do­nante. Pero la gratuidad del don implica el contradón del reconocimiento, de la aceptación. Paradójicamen­te, una gratuidad sin respuesta sería perversa, pues resultaría alienante, ignorante del otro como "otro". El receptor dejaría entonces de ser sujeto para conver­tirse en objeto de generosidades gratuitas a las que no puede responder. Lo gratuito no se hace más gratuito por anular al receptor o por considerarle un compe­tidor. Más bien se destruye.

Puesto que la donación supone al receptor, pero no lo predetermina, se sigue que el don no es for­malmente don antes de su recepción. El don se hace al donar. Es fruto de una doble gratuidad. Ahora bien, si el don sólo se hace don al donar, descubrimos ahí una característica sorprendente de la gratuidad por amor que atañe fundamentalmente al dador. Se trata del hecho de que el don por amor no entraña pérdida alguna para el dador. Por una parte, al dar estoy creando el don. Ahora bien, pudiera objetarse que si el don contiene un elemento material, en cuanto tal elemento, se pierde, ya que ha dejado de ser mío. En efecto, así ocurre con los dones finitos y con los donantes limitados. Sin duda, se pierde la materiali­dad de lo dado. Pero nótese que no se pierde su for­malidad, su potencialidad, lo que hace que el don sea don. Y en el don, lo fundamental es lo formal, el moti­vo o razón por la que se da. Y aquí estamos hablan­do del amor como motivo de lo gratuito. Y si es así, este amor tiene una repercusión inmanente para el dador, que resulta perfeccionado al dar. De modo que fijándonos en lo formal, en la causa, resulta que en lo gratis por amor todo es ganancia. Puesto que la razón del dar está en el amor, resulta que al dar el amor se multiplica, no sólo porque, por decirlo de alguna manera, mi amor se dilata y aumentan sus capad­

lo

dades, sino porque al mismo tiempo recibo la alegría del bien ajeno. Alegría que provoca una nueva alegría en el receptor al comprobar él a su vez mi propia ale­gría, multiplicándose así al infinito los frutos del don. Se comprende así que el auténtico don no puede refe­rirse a lo material, a aquellos bienes que cuando los doy dejan de ser míos. El auténtico don es el amor. Dar de verdad y gratis es darse. Y sólo como signo de amor puede entenderse el bien material que, en oca­siones, los amantes se ofrecen. Pues lo fundamental en este don material es el amor con que se ofrece y, sobre todo, el amor que significa. Por eso el que da, nunca queda vacío.

Más aún, cuanto menos material es el don, mejor se comprende que en la gratuidad nunca hay pérdidas y todo son ganancias. Así ocurre, por ejemplo, en la transmisión de las ideas y del saber. Aquí el que da gratis nunca pierde, e incluso recibe al provocar nue­vas ideas y saberes como reacción a los que él ofrece. Todo lo que es equiparable a Mamón (no sólo las riquezas, sino también la gloria y los poderes de este mundo) es, de por sí injusto, pues su posesión hace desiguales a los que por naturaleza son iguales. Pero los bienes del espíritu son por naturaleza comuni­cables y transmisibles, su posesión no tiene nada de egoísta4. Los bienes espirituales pueden ser poseídos por muchos a la vez, y por todos íntegramente, sin perjuicio ninguno para el dador5. De todos modos, ni siquiera estas donaciones humanas son perfectas, ya que todo lo humano tiene sus límites y, por tanto, el ser humano siempre se da limitadamente e incluso

4. Cf. una profunda meditación de S. KIERKEGAARD, "La alegría de pensar que cuanto más pobre eres, más puedes enriquecer a otros" (en Dans la lutte des soufrrances. Discours chrétiens, t. II, Delachaux el Niestlé, Neuchátel, 1968, 41-57).

5. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología III, 23, 1, ad 3.

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nunca se da del todo, sin ninguna reserva. Esto nos lleva a pensar que un don totalmente incondicional, en el que no haya pérdida de ningún tipo, sólo puede darse en un ser capaz de lo incondicional hasta el infi­nito: "nuestro Rey ha traído el don de la caridad, por la que los hombres se hacen partícipes de la natura­leza divina. Ha repartido el don que nos ha traído, pero no por esto él se ha empobrecido, sino que, de una forma admirable, ha enriquecido la pobreza de sus fieles, mientras el conserva sin mengua la plenitud de sus propios tesoros"6.

Notemos una última característica del don, esta vez referida al don mismo: la sobreabundancia. Gratuito es lo que abunda, lo que desborda por todas partes. Gratuito, en el terreno mundano, es el sol, la luz, el agua, el aire, la vida. Incluso en este nivel mundano, eso que es gratuito resulta ser lo más necesario. Y si hubiera que pagarlo, sobre todo si fuera escaso, no tendría precio. Si uno pudiera apropiarse lo que por su propia naturaleza es gratuito, podría ponerle el pre­cio que quisiera. Cuando falta el aire, uno da todo lo que tiene por el aire que le falta. Ahora bien, incluso los bienes de este mundo, por muy abundantes que sean, no son totalmente gratuitos. En estos momentos, debido al abuso y egoísmo de los hombres, estamos perdiendo lo que espontáneamente siempre se ha con­siderado gratuito: el agua cada vez es más escasa, el aire está contaminado, y los lugares de aire puro tie­nen precios cada vez más elevados. Esto nos lleva a pensar que los verdaderos bienes gratuitos son aque­llos que por mucho que se den, por mucho que se repartan y por mucho que se gasten, no sólo no se pier­den, sino que aumentan. De nuevo nos encontramos

6. SAN FULGENCIO DE RUSPE, Sermón 3, 2: CCL 91 A, 906.

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aquí con los bienes del espíritu: la ciencia, el saber, pero también la sonrisa, el perdón, la alegría, la com­prensión, en definitiva el amor. Querer pagar estos bienes no sólo es perder su gratuidad, sino perder y desvirtuar el don mismo y, por tanto, destruirlo: quién quisiera dar todas las riquezas de su casa por el amor, se haría despreciable, dice el Cantar de los cantares 8, 7. Sólo pueden mantenerse como bienes en la medida en que son gratuitos y, por tanto, en la medida en que son superabundantes.

La conclusión que de ahí se deduce es: un auténti­co amor debe alcanzar a todos. Un amor restringido no es gratuito y, en el fondo, no alcanza la plenitud a la que tiende el amor. Solo un amor infinito realiza la esencia de la gratuidad. Cuando el amor, o el don rega­lado, hace privilegiados, cuando hay quienes se sien­ten apartados del amor, cuando el privilegio consiste en restringir el amor y el don, entonces el don y el amor se empequeñecen. Un amor y un don es tanto más abundante y, por tanto más gratuito, cuanto a más personas alcanza. Si Dios es amor y gracia, su amor gratuito, al menos como oferta y posibilidad rea-lísima, tiene que alcanzar a todos. Entender lo gratuito como escaso es el primer paso para convertir la gra­tuidad en mercancía, en objeto que tiene precio.

Solo lo abundante puede ser gratuito. Gratuito no es lo de poco precio, sino lo que "no tiene precio", y por eso tasarlo es minusvalorarlo. Lo escaso es caro. Por el contrario, todo abundar es de alguna manera gra­tuito. De ahí que la verdadera gratuidad, aunque puede comportar aspectos materiales, es producto de lo espi­ritual: saber, alegría, amor. La verdadera gratuidad implica lo personal. Dar es darse. Ahí es donde de ver­dad nadie pierde, sino que todos ganan. De modo que, si se diera un amor infinito, resultaría paradójico: sería carísimo, por no tener precio, y abundantísimo, por no

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tener límite. Carísimo, pero no en el sentido de cares­tía, sino en el de mucha estima. Y sin límite porque llega a todos. De un amor así se habla en el capítulo primero de la carta a los Efesios y de él se dice que, al ser gratuito, se prodiga, "superabunda" (Ef 1, 8; cf. también Ef 2, 4: "el excesivo amor").

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UN AMOR COMO NO HAY OTRO

En su sentido más profundo, gratis et amore pudie­ra servir para calificar un amor como no hay otro, totalmente gratuito, desinteresado y benévolo: el de Dios. En teología, ese amor se designa con la palabra gracia. Este vocablo es invocado constantemente en la predicación y, sobre todo, en ía liturgia cristiana. La liturgia eucarística comienza con el deseo de que los presentes reciban "la gracia de Nuestro Señor Jesu­cristo". Sus oraciones utilizan constantemente la pala­bra: "derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros"; "con­cédenos la gracia de vivir una vida santa"; "ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia"; "te roga­mos que tu gracia nos ayude"; "acrecienta en nosotros los dones de tu gracia"; "concédenos darte gracias siempre"; "purificados por tu gracia"; "regenerados por tu gracia"; "te pedimos que cuantos hemos alcan­zado la gracia de vivir una vida nueva"; "concédenos vivir la vida de la gracia"; "concédenos la ayuda de tu gracia"; "por medio de tu gracia nos has hecho hijos de la luz"; "multiplica los dones de tu gracia"; "en estos santos misterios tu gracia actúa eficazmente"; "derra­ma incesantemente sobre nosotros tu gracia"; "te pe­dimos que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe"; "que tu gracia pueda purificarnos"; "tu

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gracia nos disponga a recibir las promesas"7. Se trata de un término que designa algo fundamental, radical y original de la vida cristiana.

La teología de la gracia es la teología del amor de Dios por nosotros, un amor tan gratuito que se diría que no tiene ninguna razón y, sin embargo, tiene su motivo profundo en Dios mismo: Dios es así, tan gene­roso, tan desbordante de amor. Es "lleno de gracia" (Jn 1, 14). Humanamente podría describirse con la ima­gen de lo que sobra por todas partes y por todas par­tes se derrama. Así es el amor de Dios: un amor so­brante que brota de un corazón amante y apasionado, que ama sin poder hacer otra cosa porque él "es" el Amor. La teología de la gracia es también la teología del amor que ese primer amor gratuito de Dios ha cau­sado en nosotros: de su plenitud, todos hemos recibi­do una gracia que se corresponde con la suya (Jn 1, 16). Ya hemos dicho que la gratuidad del dador suscita en el receptor una respuesta de nueva gratuidad: "nos­otros amamos, porque él nos amó primero" (1 Jn 4, 19).El amor de Dios es creador y busca multiplicarse hasta el infinito para alcanzar así lo propio de toda gratuidad: la superabundancia8.

La expresión gratis et amore es una buena caracte­rización de un amor como el de Dios: Dios ama al ser humano gratuitamente, sin poner condiciones. Y esta gratuidad es a la vez fruto del amor que es Dios. Como

7. Distintas oraciones de los siguientes domingos: 4." advien­to; noche de Navidad; 4." y 5.a de Cuaresma; 2.", 4." y 6." de Pascua; Pentecostés; 2.°, 6.", 11.", 13.°, 16.°, 17.", 26.", 28", 29, 33." del tiempo ordinario.

8. Acabo de citar Jn 1, 14 y su prolongación en Jn 1, 16. Tex­tos que podrían ponerse en paralelo con Col 2, 6-7. 9-10: El hecho de que "en Cristo reside toda la plenitud de la divinidad corporalmen-te"; encuentra su prolongación en: "vosotros alcanzáis la plenitud en él". Y en consecuencia: "vivid según Cristo Jesús, tal como le habéis recibido... rebosando en agradecimiento".

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Dios "es" Amor, lo único que puede y sabe hacer es amar. Siguiendo con este lenguaje, que es el nuestro (y que como todo lo nuestro nunca puede aplicarse ade­cuadamente a Dios), valdría decir que Dios ni puede ni sabe no amar. Del mismo modo que al decir que "Dios es Luz" hay que añadir que "en él no hay tinie-bla alguna" (1 Jn 1, 5), al decir que Dios es Amor hay que notar que el "no amor" es algo totalmente ajeno a su ser. En 1 Jn 4, 8 el ser de Dios es irrevocablemente definido como amor9. Sin duda, 1 Jn 4, 8 también dice que Dios nos ha amado y que nos ama. Pero dice más. El amor no es una actividad de Dios entre otras (Dios crea, juzga, gobierna, etc.). El amor -y un amor gra­tuito- es la razón de ser, el motivo de todo lo que hace, lo que explica toda su obra, desde la creación del ser humano hasta la promesa de vida eterna para él. Por­que el amor se identifica con su ser: "el agapé no es algo de Dios, es Dios mismo, su substancia, de tal modo que es imposible que Dios no ame"10.

Si Dios es amor, eso significa que el Dios que ama es el Amor mismo. Y esto nos conduce a una nueva reflexión. Pues ningún ser humano puede ser califi­cado como "el amor". Si dos personas se aman, una puede ser el amante y otra el amado, pero ninguna de los dos es el amor. Esto lo saben muy bien los aman­tes, al experimentar con demasiada frecuencia la inca­pacidad y las limitaciones de su amor. Su amor está siempre limitado por lo que aparece como amable en el otro. En cambio Dios ama a las ovejas perdidas (Mt 15, 24), a los que están enfermos y a los pecadores (Le 5, 31-32), a los que están perdidos (Le 19, 10). El elige

9. Cf. E. JüNGEL, Dieu mystére du monde, Du Cerf, Paris, 1983, t. II, 148.

10. C. SPICQ, Agapé en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid, 1977, 1276.

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a los locos y débiles del mundo, a lo plebeyo y des­preciable, a lo que no es (1 Co 1, 27-28).

Un Dios así sólo se descubre en Jesucristo. En él se revela un Dios que ama a sus enemigos (cf. Rm 5, 6-10), un Dios que ama hasta dar la vida, con un amor incondicional. Precisamente el fundamento de la defi­nición de 1 Jn 4, 8, es cristológico; y sólo se comprende a la luz del acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús y no a partir de especulaciones abstractas sobre Dios y el amor: "En esto se manifestó entre nos­otros el amor de Dios: en que Dios envió al mundo a su Hijo único" (1 Jn 4, 9). Se tiene el conocimiento de lo que es Dios en la medida en que se alcanza -en el presente de la vida cristiana- la revelación histórica del Amor en el Acontecimiento cristológico, en el don que Dios nos ha hecho de su Hijo.

En Jesucristo se revela el Amor que es Dios y, por consiguiente, la gratuidad de este amor, la gracia del amor (Ef 1, 6). En Jesús se manifestó "la gracia sal­vadora de Dios a todos los hombres" (Tit 2, 11), que no responde a ningún mérito ni obra del hombre (cf. Tit 3, 4-7). Para comprender lo que es la gracia de Dios, el don transformador de su Amor, no queda más reme­dio que mirar a Jesucristo.

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LA TEOLOGÍA DE LA GRACIA HOY

Gratis et amore es una expresión lingüísticamente rica, pero pobremente comprendida. Algo parecido ocurre en el campo teológico con la palabra gracia, pero esta vez no por motivos lingüísticos, sino cultu­rales. Nuestra cultura occidental parece incapacitada para la gratuidad y el respeto. Es una cultura que promueve otro tipo de valores, como el deber, el es­fuerzo, el imperio de la ley, el interés, el orden, la com­petencia, la exaltación del más fuerte o del mejor. En nuestro mundo se valora el trabajo, el intercambio comercial. La sociedad se organiza en términos de seguros, previsión social, garantías legales, que abar­can la vida entera y no dejan nada al azar. Y si se habla de gracia en términos de suerte o de azar, no es para referirse a una instancia superior, sino a la conjunción feliz de diversos factores naturales o históricos. Lo gra­tuito se confunde a menudo con un adorno o se consi­dera poco valioso.

¿Cómo hacer entender que precisamente lo más gratuito puede ser lo más valioso? Lo más esencial, paradójicamente, se recibe gratuitamente, como la vida y el amor. Pretender comprar la vida es equivocar el camino. ¿Y qué cosa es más esencial que la vida? Pretender comprar el amor es despreciable y es des­preciarlo. Y, sin embargo, en el fondo, todos actuamos

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movidos por el amor y sólo en el amor encontramos nuestro descanso. Toda petición, dice un proverbio francés, es una petición de amor.

La teología de la gracia debe enfrentarse hoy con una serie de problemas, que son problemas de siem­pre, que están profundamente arraigados en la men­talidad cristiana y en la espiritualidad, que siempre han preocupado y siguen haciéndolo, y que preocupan tanto más por la insuficiente manera de presentarlos, lo que significa que hoy deben presentarse de forma renovada. Para empezar quizás sea importante notar lo más esencial, a saber: que muchos creyentes no tie­nen nada claro que Dios sea amor, sólo amor y nada más que amor. Muchos conciben a Dios en términos de justicia y de severidad. Otros no entienden como puede ser compaginable el amor de Dios con las gran­des injusticias y males de nuestro mundo. Los hay que han entendido y entienden el amor de Dios de forma restringida y limitada, como si el amor de Dios sólo lle­gase a quienes cumplen una serie de condiciones o practican una determinada moral.

Entrando en lo propio de la teología de la gracia (tal como ha sido presentada hasta ahora en catecis­mos, libros de espiritualidad y manuales de teología) surgen una serie de problemas que tienen que ver con otras tantas dimensiones de la gracia: la relación natu­raleza y gracia se ha entendido, en ocasiones, en tér­minos de oposición, como si la voluntad de Dios y la del ser humano fueran incompatibles; o como si el ser humano fuera el rival de Dios. También en demasia­das ocasiones la teología de la gracia se ha hecho depender de un dato previo, el del pecado del ser humano, como si el amor de Dios necesitase del peca­do del hombre para manifestarse; o como si un hom­bre sin pecado ya no necesitase de Dios y de su amor.

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Se han olvidado, además, dimensiones importan­tes de la gracia a las que el creyente de hoy es muy sen­sible, como sus dimensiones sociales o políticas ; o su relación con los proyectos humanos de realización, emancipación y liberación; u otras que podrían expli­car la experiencia del creyente, como la sacramenta-lidad y la imperfección de la gracia.

Me gustaría traer a colación dos textos, uno de Juan Pablo II y otro del Concilio Vaticano II que, qui­zás sin pretenderlo, nos están invitando a un cambio de mentalidad y de perspectivas a la hora de abordar las grandes cuestiones que tienen que ver con la gra­cia de Dios y su presencia en el ser humano. Según Juan Pablo II "en la procreación, al comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen y la se­mejanza de Dios mismo... En esta función suya como colaboradores de Dios, que transmiten su imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los esposos"". No deja de ser novedosa esta afirmación cuando se cono­ce la gran influencia que ha tenido otra muy distinta afirmación de San Agustín, a saber, que lo que trans­miten los padres en la generación, incluidos los padres cristianos, es el pecado12. Las consecuencias que se siguen de uno u otro planteamiento son distintas. El que los padres transmitan la imagen de Dios ilumina con mucha mas nitidez otra gran afirmación, esta del Concilio Vaticano II, a saber: que "desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios"13. No desde su bautismo, sino desde su mismo nacimiento el hombre es invitado a algo que puede hacer, porque de lo contrario no sería invitado a ello: dialogar con Dios y unirse a él; lo que significa que, ya

11. Evangelium Vitae, 43; cf. Mulieris dignitatem, 6. 12. Be los méritos y perdón de los pecados, II, 9, 11. 13. Gaudium et Spes, 19.

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desde el primer instante, el hombre está marcado por el amor gratuito de Dios que le precede y le acompa­ña siempre. El ser humano es querido por Dios "antes de la creación del mundo" (Ef 1, 4), antes de cualquier decisión que pueda tomar. Hay un amor que nos pre­cede siempre y es más fuerte que todo. El ser huma­no está hecho para Dios, no para el pecado. Y está hecho desde la gracia, no desde el pecado.

Todo eso nos hace adivinar la necesidad de una teo­logía de la gracia renovada, que se plantee con una mentalidad eminentemente positiva y que preste aten­ción a los problemas y necesidades del creyente de hoy. Eso no es óbice para que tengamos en cuenta la vivencia del pueblo de Dios a lo largo de su dilatada historia y para que, al menos como información, recordemos momentos dolorosos de la historia de la teología de la gracia (que, en cierto modo son mani­festación de la importancia que tiene esta teología). De modo que a esta introducción le seguirán dos capítu­los: uno, en el que presentaremos los datos bíblicos e históricos sobre la gracia; y otro, un poco más largo, en el que ofreceremos una teología de la gracia desde una perspectiva positiva, buscando integrar todas sus dimensiones y tratando de responder a las preguntas que se plantea el hombre de nuestros días.

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II LAS LECCIONES DE LA HISTORIA

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Se trata, en este capítulo, de ofrecer una exposición de cómo ha ido evolucionando la comprensión de la gracia en la historia del cristianismo. La historia de la teología de la gracia ha vivido momentos difíciles, polémicos. Aludiremos a ellos. Pero antes es impor­tante dedicar un espacio lo suficientemente amplio a las orientaciones que ofrece la Sagrada Escritura. Sin ellas no es posible edificar ninguna teología. Ellas, ade­más, sirven también de contraste y de crítica para aquellas teologías de la gracia que se mueven en con­textos polémicos y que, precisamente por eso, a veces destacan aspectos marginales del pensamiento bíbli­co, olvidando los verdaderamente centrales.

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LA GRACIA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

LA GRACIA DE LA ELECCIÓN

La historia de la teología de la gracia comienza en el Antiguo Testamento. La Biblia no es un tratado de gracia ni de ninguna otra teología, pero los funda­mentos de toda teología se encuentran allí. El Antiguo Testamento es una historia de salvación, una historia de gracia, la historia de un Dios que elige a un pueblo, Israel, para ofrecerle su amor. Y la historia de la difí­cil respuesta de este pueblo a esta oferta de amor. Las dificultades, e incluso las deslealtades de Israel, no son óbice para el mantenimiento de la oferta, porque Dios es siempre fiel a su primer amor. La predilección divi­na por Israel se describe como una Alianza, un pacto que Dios libremente hizo con su pueblo. En torno a este tema central se agrupan muchos otros, como la fidelidad y compasión de Dios, su paciencia e indul­gencia, su amor y misericordia.

Se pone un énfasis especial en el hecho de que este divino favor es totalmente inmerecido. Dios no nece­sita de Israel: "No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahvé de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos

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los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guar­dar el juramento hecho a vuestros padres... Has de saber que Yahvé tu Dios es el Dios, el Dios fiel que guarda su alianza y su favor por mil generaciones con los que le aman" (Dt 7, 7-9). Dios mismo es el motivo de su amor. Por eso es un amor gratuito: "No hago eso por consideración a vosotros, casa de Israel, sino por mi santo nombre" (Ez 36, 23), "por mi amor, por mi lealtad" (Sal 115, 1). Y aunque el pueblo, con fre­cuencia, es infiel a este amor y deshonra a su Dios, Dios mantiene su fidelidad, pues no es como los hom­bres, para volverse atrás (Núm 23, 19), no da curso al furor de su cólera, precisamente porque es Dios y no hombre (Os 11, 9). La santidad divina se manifiesta por la misericordia que perdona, en tanto que el hom­bre, habitualmente, da libre curso a la ira.

A propósito de esta historia de amor, conviene acla­rar una primera dificultad, que surge por el hecho mismo de la elección y que parece repetirse a lo largo del Antiguo Testamento: Si Dios elige a un pueblo o a un hombre en vez de a otro (Isaac en lugar de Ismael, o Jacob en lugar de Esaú: cf. Gen 21, 12; 25, 23), pare­ce que tiene preferencias. Si el único motivo de su misericordia o de su elección es su voluntad (cf. Ex 33, 19), cabe la pregunta de qué clase de justicia es esa, al menos visto desde nuestro punto de vista: "¿hay injus­ticia en Dios?" (Rm 9, 14).

La elección parece convertir a Israel y a todo ele­gido en privilegiado. Esta idea de que el amor con­vierte en privilegiados y distingue de otros que no lo serían ha dado lugar a muchos malentendidos en la teología posterior de la gracia. Por eso es importante hacer una distinción entre la historia de la salvación, que abarca a toda la humanidad sin excepción, y la toma de conciencia de esta historia, que vendría ex­presada en la elección. La elección no es ningún pri-

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vilegio, sino la toma de conciencia de una salvación que es más amplia que esta toma de conciencia. La elección no excluye a nadie de la salvación. En todo caso comporta mayores responsabilidades para el ele­gido, porque al ser más consciente del favor divino tiene mayores motivos para estar agradecido y su infi­delidad resulta más difícil de entender.

A lo largo del Antiguo Testamento Israel va co­brando cada vez más conciencia de que Yahvé es el único Dios y, por tanto, es el Señor de todos los pue­blos. Y a todos llama a participar de su gloria que se manifiesta en Jerusalén. Llegará un día, anuncian los profetas, en que todas las naciones confluirán hacia la Casa de Yahvé (Is 2, 2-3). Pues el mismo Dios que sacó a Israel de Egipto es el que saca a los filisteos de Caf-tor y a los árameos de Quir (Am 9, 7). Israel no tiene que jactarse de su elección, ya que Dios ejerce igual­mente su solicitud sobre los demás pueblos: Egipto conocerá a Yahvé, y él le será propicio, y junto con Asiría e Israel será objeto de la misma bendición (Is 19, 21-25). Yahvé cuenta entre sus fieles a Egipto y Babilonia, a filisteos, tirios y etíopes (Sal 87).

UNA PARÁBOLA DE AMOR

Hecha la aclaración sobre el significado de la elec­ción, sigamos con la historia del amor de Dios hacia Israel. Todas las comparaciones humanas que pue­dan encontrarse quedan desbordadas ante la realidad de este amor. Yahvé es un amante perdido: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compade­cerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas lle­gasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí perpetuamente" (Is 49, 15-16). "Con amor eterno

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te he compadecido" (Is 54, 8). "Eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo" (Is 43, 4). El amor de Yahvé es semejante al de un padre por sus hijos (Is 1, 2; Jr 31, 20; Os 2, 25; 11, 1), o la pasión de un hombre poruña mujer (Is 62,4-5; Jr 2, 2; 31, 21-22; Ez 16, 8.60; Os 2, 16-17.21-23;3, 1).

Una página del profeta Ezequiel, el capítulo 16, expresa poéticamente, como en una especie de pará­bola, el comportamiento de Yahvé para con su pue­blo1. Un pueblo abandonado, despreciado, del que nadie se compadecía, fue objeto de las solicitudes amorosas de Yahvé. El le cuidó desde el principio, le hizo crecer, le hermoseó, lo colmó de dones. Y a pesar de la ingratitud del pueblo, Yahvé nunca se olvida de su amor primero. Este amor básico y permanente es el que fundamenta el perdón y la misericordia. Como culminación de este capítulo encontramos unos ver­sos ciertamente paradójicos: "así dice Yahvé: Yo haré contigo como has hecho tú, que menospreciaste el juramento, rompiendo la alianza" (Ex 16, 59). La lógi­ca del discurso ("yo haré como has hecho tú") exigi­ría que también Yahvé rompiera la alianza y me­nospreciara a su pueblo. Pero no es esta la lógica de Dios: "Yo me acordaré de mi alianza contigo en los días de tu juventud, y estableceré en tu favor una alianza eterna" (Ex 16, 60; cf. 16, 62-63). Lo propio de Yahvé es complacerse en la misericordia: "No man­tendrá su cólera por siempre, pues se complace en el amor" (Mi 7, 18; cf. Os 14, 5).

1. Suponemos que al lector le resultará fácil leer y tener de­lante este capítulo 16 del libro de Ezequiel. Por eso aquí no lo repro­ducimos.

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GRACIA (MISERICORDIA) Y VERDAD (FIDELIDAD)

Hay dos atributos de Yahvé que subraya el Antiguo Testamento, que suelen traducirse por gracia y verdad, o también por misericordia y fidelidad: el hesed y el emet. El Nuevo Testamento se refiere a ellos cuando dice que la gracia y la verdad nos han llegado por Jesu­cristo (Jn 1, 17), "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14).

La palabra hebrea hesed (- gracia, amor, miseri­cordia) resume de alguna manera lo que es Dios para los hombres: "él es mi hesed y mi baluarte, mi ciuda-dela y mi libertador, mi escudo en el que me cobijo" (Sal 144, 2). "Oh Dios, ¡qué precioso es tu hesedl Por eso los hijos de Adán a la sombra de tus alas se cobi­jan. Se sacian de la grasa de tu Casa, en el torrente de tus delicias los abrevas" (Sal 36, 8-9), porque "tu hesed es mejor que la vida" (Sal 63, 4). El más precioso de todos los bienes, la vida, palidece ante la experiencia de la gracia divina. La gracia de Dios puede ser una vida más rica y más plena que todas nuestras expe­riencias. Esta actitud fundamental de Dios está en la base de la alianza con su pueblo, pero el hesed desbor­da cualquier consideración jurídica, va siempre más allá de lo que cabía esperar (cf. Gen 32, 10-11; 39, 21).

Hesed designa un atributo de Dios y expresa un amor sobreabundante, generoso y arrollador. Supera la esfera de lo obligatorio, es la calidad de un amor. Un texto significativo es Ex 34, 6-7. Yahvé se revela a Moi­sés como "Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad (hesed y emet), que mantiene su amor (hesed) por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuar­ta generación". Al no disponer de términos absoluto (por ejemplo para decir "siempre" se dice: setenta

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veces siete), los hebreos expresaban la totalidad por medio de paráfrasis. Pues bien, este texto establece una comparación entre el amor de Yahvé y la cólera que merecen nuestros pecados, para decir precisa­mente que no hay comparación posible. No hay pro­porción entre la fuerza del delito que, puestos a hablar así, tendría efectos hasta la cuarta generación, y el hesed misericordioso de Dios que dura por mil gene­raciones, o sea, por siempre. San Pablo opera la mis­tificación del hesed, en otro texto en donde compara los efectos del pecado y los de la gracia. Por muy abun­dante que sea el pecado y su poder, la gracia de Cris­to desborda por todas partes y supera con creces la obra del pecado (cf. Rm 5, 20).

El hesed suele ir acompañado de emet, sobre todo en los salmos: "amor y verdad son las sendas de Yahvé para quién guarda su alianza y sus preceptos" (Sal 24, 10; cf. 40, 12; 57, 4; 85, 11; 89, 15; 138, 2). El hesed y el emet no tienen límite: "Su amor llega hasta el cielo, su fidelidad hasta las nubes" (Sal 57, 11). El emet (lo mismo que el hesed) también califica a Dios: es un Dios fiel y leal, un Dios en el que se puede confiar (Sal 31, 6), y confiar eternamente: "guarda por siempre su lealtad" (Sal 146, 6).

Sobre la gracia en el Antiguo Testamento se po­drían decir muchas más cosas. Limitémonos a una: el amor de Dios es principio de transformación de los corazones, de renovación interior. Debido a la conti­nua apostasía del pueblo, el amor fiel de Yahvé ter­mina por prometer un germen de gracia, capaz de transformar el corazón por la infusión de un espíritu nuevo. Así puede leerse en Ez 36, 24-28. Esta doctri­na sobre el Espíritu, principio de regeneración espiri­tual y de creación nueva, puede relacionarse con el pensamiento de San Pablo sobre el Espíritu Santo que se une a nuestro espíritu (Rm 8, 15-17).

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LA GRACIA EN EL NUEVO TESTAMENTO

JESÚS, MANIFESTACIÓN DE LA GRACIA DE DIOS

Cuando se habla de la gracia en el Nuevo Testa­mento suele ser habitual comenzar por analizar el pensamiento de San Pablo. Pero por muy importante que sea este pensamiento, no es posible hablar de gra­cia en el Nuevo Testamento sin referirse explícita­mente a Jesús: en él "se ha manifestado la gracia sal­vadora de Dios a todos los hombres" (Tit 2, 11). Con Cristo nos ha llegado "la gracia y la verdad" (Jn 1, 17). Con él hemos conocido el amor grande, inmenso, infi­nito, efectivo y gratuito de Dios a todos los seres huma­nos: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo uni­génito" (Jn 3, 16; cf. 1 Jn 4, 9). El amor de Dios a los hombres explica el acontecimiento de Jesucristo, hasta el punto de que confesando a Jesús como Hijo, el cre­yente puede decir: "nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene" (1 Jn 4, 16). En la muerte y resurrección de Jesús la revelación de este amor alcanza un momento culminante: "la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros toda­vía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8). Nada, pues, podrá separarnos de este amor, del que gracio­samente podemos esperarlo todo (Rm 8, 32).

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Incondicionalidad de la gracia

San Pablo, como veremos más adelante, ofrece una reflexión elaborada sobre la gracia. En los Evangelios encontramos la realidad viva de la gracia encarnada en la palabra y actividad de Jesús. Jesús es una parábo­la, una narración gráfica de Dios y de su Amor. Una parábola que cuenta parábolas, porque sólo con pará­bolas se puede explicar una parábola2. Sólo narrando sorpresas y paradojas se puede entender lo que es una sorpresa o una paradoja. Así, Jesús cuenta que unos trabajadores de última hora reciben el mismo salario que los que se han esforzado todo el día (Mt 20, 1-15). Eso choca con nuestra sensibilidad social, pero tam­bién chocó a quiénes lo escucharon por primera vez. ¡Dios es así! ¡Igual de bueno con todos, aunque no todos seamos igual de buenos con él! Su amor no es como el nuestro, que siempre funciona a base de com­paraciones, de más y de menos, de celos y rivalidades. Su amor tampoco está condicionado por respuesta alguna. La parábola quiere hacernos descubrir un mundo extraño, sorprendente, una nueva posibilidad de vida en medio de lo cotidiano. Hay un pastor, dice Jesús, que lejos de aprovecharse de las ovejas (como hacen todos los pastores, por cierto, pues ese es su negocio y su modo de vivir) entrega la vida por ellas (Jn 10, 11). Un pastor que busca a las ovejas desca­rriadas, y se alegra cuando las ha encontrado (Le 15, 4-7). Así es como Dios trata a los pecadores: dando su vida por ellos, buscándoles sin fatigarse, alegrándose cuando los ha encontrado, anhelando su compañía.

Esta predicación y, sobre todo, la actitud de gra­cia y de bondad encarnadas en la persona de Jesús,

2. Cf. E. SCHILLEBEECKX, Jesús la historia de un viviente, Cris­tiandad, Madrid, 1981, 142.

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mereció la crítica de sus contemporáneos: "este es un amigo de publícanos, prostitutas y pecadores; les acoge y come con ellos" (Le 15, 2; 7, 34; Mt 11, 19; Me 2, 16). A esos que le criticaban Jesús les cuenta nue­vas parábolas para hacerles entender. Una de ellas es de la un padre que tenía dos hijos (Le 15, 11-32). El menor abandona la casa paterna y, tras despilfarrar la herencia que el padre, en vida, les había repartido, se ve obligado a emplearse como guardador de cerdos. Gracias a este detalle, los oyentes, que eran judíos, comprendían perfectamente el nivel de degradación en el que había caído el joven: los cerdos eran ani­males impuros que un judío no podía cuidar sin man­charse él mismo. Cuando el hijo, avergonzado y dis­puesto a convertirse en un criado más, regresa a la casa paterna, se encuentra con que el padre le ha esta­do esperando desde siempre, nunca le ha olvidado, sale a su encuentro y, lejos de pedirle cuentas, des­borda de alegría y organiza una fiesta que hasta se podría calificar de escandalosa. Y escandalosa resul­tó para el hijo mayor, prototipo de todos aquellos que, entonces y ahora, tienen dificultades en reconocer y aceptar el amor de Dios.

El hijo mayor es el símbolo de la ley, de la obe­diencia y del cumplimiento. Incapaz de reconocer y aceptar ninguna fraternidad con los pecadores ("ese hijo tuyo": Le 15, 30; en contraste con el padre: "ese hermano tuyo": Le 15, 32). También él está fuera de la casa (Le 15, 25), y cuando el padre le suplica que en­tre en la casa no le obedece (Le 15, 28-29). Y, sin embargo, el corazón amoroso del padre está tan abier­to a un hijo como al otro. Para este hijo mayor que se escandaliza del Evangelio y que el padre sale a buscar como salió a buscar al pequeño (Le 15, 28), también para él hay salvación y gracia: el Padre le trata con afecto (Le 15, 31: mi hijo querido) y le suplica (Le 15,

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28), quiere ayudarle a superar su escándalo y a encon­trar la alegría que trae el evangelio.

Carácter emancipatorio de la gracia

Junto con la gratuidad e incondicionalidad del amor de Dios, aparece en la predicación de Jesús lo que hoy calificaríamos de carácter emancipatorio de la gracia3. Entre los pequeños, pobres, marginados, postergados y rechazados por los que Jesús se preo­cupó con mayor ternura hay que destacar a las muje­res y a los niños.

Mujeres enfermas recibieron a menudo su ayuda y fuerza curativa (Me 1, 29-31; 5, 25-34; 7, 24-30; Le 13, 10-17). Pero lo realmente sorprendente es que muje­res sanas le acompañaban y asistían (Le 8, 1-3), le "seguían" (Me 15, 41), escuchaban su palabra (Le 10, 39), de modo que llegaron a ser sus seguidoras y tes­tigos de su vida. Eso resultaba insólito, pues un rabi­no no confiaba su doctrina a mujeres. Al contrario, Jesús indujo a la samaritana (Jn 4, 39) a que se con­virtiera en misionera entre su propia gente. Jesús se acercaba a mujeres consideradas impuras, y las toca­ba, dándoles un tratamiento afectuoso: "hija" (Me 5, 34). La liberación de María Magdalena (Le 8, 2), la acogida de la pecadora que le había lavado los pies (Le 7, 36-50) y su reconocimiento de la dignidad de las prostitutas (Mt 21, 31-32), sugieren que Jesús prestó una atención afectuosa a las mujeres en cuanto grupo postergado en el judaismo.

Para entender correctamente el significado de la acogida de Jesús a los niños (cf. Me 10, 14) es impor-

3. Cf. A. GANOCZY, De su plenitud todos hemos recibido, Herder, Barcelona, 1991,65.

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tantes dejarse de sentimentalismos y situarnos en el contexto cultural del siglo I. La consideración social del niño en el mundo judío y greco-romano del I icm-po de Jesús estaba en las antípodas de la que se da hoy entre nosotros. El niño no era valioso a los ojos de Dios porque no era capaz de cumplir la Ley. Tampoco era valioso a los ojos de los hombres porque resultaba improductivo. De ahí que era frecuente abusar de los niños, por ejemplo, dedicándolos a la mendicidad o simplemente abandonándolos o criándolos para ven­derlos como esclavos después4.

Cuando Jesús dice: "De los niños es el Reino de Dios" (Me 10, 14) está invirtiendo radicalmente la visión de la realidad: lo que resulta valioso a los ojos de Dios no coincide necesariamente con lo valioso a los ojos de los hombres. De modo que Jesús nos invi­ta a hacernos cargo de aquellos que no son valiosos. La invitación a hacerse como los niños es, ante todo, la llamada a la solidaridad con la marginación5. Con todos los pequeños, en definitiva, sea cual sea la razón de su pequenez. El niño resulta así el paradigma de todo amor cristiano, del amor que introduce en el Reino de Dios.

Pero también desde otro aspecto resulta el niño paradigma de lo cristiano. Pues, como se comprende por lo dicho, Jesús no idealiza a los niños por inocen­tes, ni a los marginados por buenos. Pero niños y mar­ginados constituyen la expresión del hombre que se encuentra abierto ante la gracia. Son el signo del que

4. Por desgracia resulta fácil entenderlo: también hoy, en nues­tros países ricos, se utiliza a los niños para la mendicidad; en algu­nos países se les obliga a realizar trabajos poco o nada remunerados; en otros se comercia con sus órganos.

5. Cf. R. AGUIRRE, Aproximación al Jesús de la historia (Cua­dernos de Teología Deusto 5; Bilbao, Universidad de Deusto, 1996), 36-37.

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nada tiene, está indefenso, a merced de los poderes de otros. Los niños reflejan con nitidez lo que supone el Reino como gracia que se ofrece de manera transfor­mante y creadora: sólo aquel que nada puede por sí mismo y todo debe recibirlo como gracia refleja la ver­dad del hombre como abierto al Reino de Dios. El evangelio no contiene palabra más hiriente, más con­traria al rabinismo. Precisamente aquel que nada puede y nada sabe, el que depende de la gracia de los otros, se convierte en imagen radical de lo que impli­ca hallarse abiertos para el amor de Dios. El adulto podría suponer que el Reino de Dios es resultado de su esfuerzo. El niño debe recibirlo como don. Por eso es el modelo radical del agraciado, el modelo del discí­pulo de Jesús6.

La actitud de Jesús con las mujeres y los niños nos conduce a pensar que la comprensión y acogida del amor gratuito de Dios, se traduce en una actitud de gratuidad y amor hacia los demás. La acogida de la gracia de Dios tiene implicaciones sociales y se mani­fiesta en mi actitud para con el prójimo necesitado. Si esto es así la gracia deja de ser un discurso piadoso y se convierte en una exigencia. La gracia es cara.

Una gracia cara

La predicación y viviencia de la gracia de Dios, la incondicionalidad del amor junto con sus implica­ciones sociales, acarrearon a Jesús una incompren­sión tal que le costó la vida. Ya en la sinagoga de Na-zaret, en su primera aparición pública, según el evangelio de Lucas (4, 16-30), sus conciudadanos se

6. Cf. X. PIKAZA, Experiencia religiosa y cristianismo, Sigúeme, Salamanca, 1981,373.

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sorprendieron desagradablemente7 de su anuncio de la gracia, de que leyese y anunciase sólo las palabras de la gracia, cuando en realidad el texto al que Jesús se refiere (Is 61, 1 -2) continúa hablando de la "ven­ganza de nuestro Dios". Pero para Jesús no cabe apli­car a Dios ninguna idea de venganza. La sorpresa se tornó en irritación, hasta el punto de que los ciuda­danos de Nazaret pretendieron despeñarle (Le 4, 29). Hasta ahí llega el riesgo del anuncio de la gracia de Dios. Por eso, esta gracia no puede ser algo inocuo ni entenderse como gracia barata. Es sin duda una gra­cia cara. Porque a Jesús le costó la vida. Y porque con­duce a un cambio de vida que pocos están dispuestos a seguir8.

En efecto, Jesús fue condenado como blasfemo, como impío (Le 22, 37). Por haber anunciado que Dios da derecho a los sin derecho, recompensa a los pecadores, acoge a los excluidos. Así, Jesús, desde el principio, cosechó enemistad y contradicción: se es­candalizaban de él (cf. Mt 11, 6; Le 7, 23; Jn 6, 61). Le criticaban por ser amigo de los pecadores y aco­ger a los que, según la justicia civil y religiosa huma­na, sólo merecen ser castigados y rechazados (cf. Le 15, 2;Mt 11, 19).

El anuncio de la gracia por parte de Jesús no sólo chocaba con todos los principios de la justicia distri­butiva, sino que resultaba exigente en grado sumo. Su

7. Los dos verbos de Le 4, 22, dar testimonio y estar admira­dos, son ambiguos y pueden significar dos actitudes contrapuestas: dar testimonio a favor o en contra, y estar admirado agradable o desagradablemente. Sobre esto: MARTIN GELABERT, Jesús revelación del misterio del hombre, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid, ter­cera edición 2001, 201.

8. A este nivel aparece ya la transformación que produce la gra­cia en el ser humano, transformación sobre la que más adelante ten­dremos que volver, y que la teología, siguiendo una tendencia que ya se da en San Pablo, entenderá en categorías ontológicas.

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predicación y su vida no sólo representaba un nuevo modo de entender quién es Dios (Dios de la gracia y no de la justicia), sino que la acogida de este Dios tiene incidencia directa en la manera de ser hombre. El Dios de la gracia benevolente es mucho más "exigente" que el Dios de la justicia. Pues el indicativo de lo que es Dios se convierte en el imperativo de lo que debe ser el hombre: "Yo te perdoné a ti toda aquella deuda por­que me lo suplicaste. ¿No debías tú también compa­decerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?" (Mt 18, 32-33). "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). Si no hay imperativo, sólo puede ocurrir una de estas dos cosas, y ninguna es buena, aunque la segunda es peor: o no se ha comprendido o se ha rechazado el indica­tivo. El rechazo equivale a cerrarse culpablemente al don de la gracia de Dios. Sin duda hay que mantener que Dios solo ha enviado a su Hijo al mundo para sal­var al mundo, no para juzgarlo. Pero "el juicio está en que la luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas" (Jn 3, 17.19). Es el hombre el que rompe, no Dios.

El mensaje de la gracia salvadora sólo lo entienden los dispuestos a vivir la vida de la gracia. El indicati­vo que anuncia Jesús es: Dios nos ama gratuitamente, incluso cuando éramos pecadores (cf. Rm 5, 6-8). El imperativo pide: los sin Dios aman a sus amigos; pero si vosotros queréis ser hijos de vuestro Padre, o sea, asemejaros al Padre y ser como él es, un Padre que hace salir el sol y la lluvia sobre justos e injustos, y ama por igual a ambos, amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt 5, 44-48). De pronto la gracia se convierte en imperativo de conversión, de transformación en otro Cristo, en una persona madu­ra a la medida de Cristo en su plenitud de gracia (cf. 2 Co 5, 17-20).

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La acogida del amor de Dios transforma definiti­vamente a quién lo acoge. Hasta el punto de que su vida sólo está guiada por el amor, excluyendo todo odio y toda venganza. Precisamente la gracia rompe el círculo maldito de verdugos que oprimen a sus vícti­mas y de víctimas que buscan vengarse de sus verdu­gos9. Este modo de vivir, como le ocurrió a Jesús, puede terminar generando una situación en la que la única salida posible sea el pagar con la propia vida. Jesús muere por las víctimas y por los verdugos, reve­lando así "una nueva justicia que rompe el laberinto de odio y venganza, haciendo de las víctimas y verdu­gos perdidos una nueva humanidad con una nueva hombría. Sólo donde la justicia se hace creadora, obrando el derecho para los privados de él y para los injustos, sólo donde un amor creador cambia lo des­preciable y odioso, sólo donde es dado a luz el hom­bre nuevo, que ni es oprimido ni oprime, allí es donde se puede hablar de la verdadera revolución de la justi­cia y de la justicia de Dios"10.

Una cruz que justifica al pecador

Jesús muere como resultado de su predicación y de su vida. Esta muerte, el Nuevo Testamento y la fe de la Iglesia, la han interpretado como salvífica para el ser humano. La salvación que brota de la cruz de Cristo no es el resultado de ningún acto mágico. No

9. "Una teología cristiana que se deje guiar por el deseo mo-ralmente inextinguible de que el criminal no triunfe sobre la víctima inocente no tiene en todo caso el derecho de excluir al criminal de la gracia que justifica, si no quiera quitar al cristianismo su identidad" (E. JUNGEL, Dieu mystére du monde, Du Cerf, París, 1983, t. II, 191).

10. J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Sigúeme, Salamanca, 1975, 248.

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hay que ver ahí compensaciones penales o reivindi-cativas. Porque la gracia siempre es gracia. No es gra­cia como resultado de vindicaciones o de pagos. Por eso, antes que redentor, el amor que brota de la cruz es gratuito, aunque desde su gratuidad pueda ser tam­bién sanante.

La manera como Jesús muere manifiesta con más fuerza que nunca el amor y la gracia de Dios que jus­tifica al pecador. Para comprender la grandeza y alcance de este modo de morir resulta útil comparar la muerte de Jesús con la de los mártires. La grande­za del martirio está en el hecho de ser matado perdo­nando al asesino, como cuenta el libro de los Hechos (7, 60) que hizo Esteban. Pero en la muerte de Jesús ocurre algo más: no sólo perdona a sus enemigos que le matan, sino que Jesús ofrece una razón al Padre para que les perdone. De este modo justifica, hace jus­tos, a sus enemigos: "perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Le 23, 34). Si hubieran sabido lo que hacían, piensa Jesús, no lo hubieran hecho (cf. 1 Co 2, 8; Hech 3, 17). Por eso son dignos de compasión y de perdón.

En la cruz de Jesús se manifiesta con toda su gran­deza lo que ya indicaba el Antiguo Testamento: que las reacciones de Dios no son como las de los hombres (cf. Os 11, 9). La lógica de lo humano queda muy bien expresada en la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 35-41). ¿Qué hará el dueño de una viña con los arrendadores que matan a todos los criados que el amo les envía para recoger sus frutos, y que terminan matando incluso al propio hijo del amo? "A esos mise­rables les dará una muerte miserable" (Mt 21,41). Pre­cisamente no es esa la reacción de Dios ante la cruz de su Hijo: "cuando los hombres rechazan al Hijo y no se convierten, Dios, en lugar de destruirles como a los viñadores de la parábola, convierte ese gesto de re-

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chazo en expiación por los mimos hombres, gracias a la entrega con que Jesús asume su muerte. Y es ahí donde el amor de Dios se revela como potencialmen-te más fuerte que el mal del mundo. Es ahí donde la humanidad de Jesús se revela de más peso que la inhu­manidad de los hombres"11.

LA GRACIA EN LOS ESCRITOS DE SAN PABLO

Aunque cronológicamente los escritos de San Pablo son anteriores a los textos de los Evangelios, en ellos se encuentra una reflexión doctrinal que presu­pone la vida que relatan los Evangelios. Desde este punto de vista, los escritos de San Pablo podrían con­siderarse como el primer intento de inculturación doc­trinal de la vida de Jesús. La vida se acomoda, se adap­ta, se dice de muchas maneras. Los evangelios la dicen narrándola; las cartas de San Pablo la dicen en forma doctrinal.

Pablo no es el único autor del Nuevo Testamento que utiliza el término gracia, pero es con diferencia el que más lo utiliza (100 veces en sus escritos y sólo 55 en el resto del N.T.). Su reflexión destaca este mensa­je como lo esencial de su Evangelio y como lo carac­terístico de la existencia cristiana: "No estáis bajo la Ley, sino bajo la gracia" (Rm 6, 14; cf. Gal 5, 18). Esta es la doctrina central de las grandes epístolas paulinas: "todos los que creen son justificados gratuitamente por la gracia en virtud de la redención de Cristo Jesús" (Rm 3, 24). Aparecen en este texto los tres aspectos de la salvación: la fe, la justificación y la gracia.

11. J.I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Sal Terrae, San­tander, 1984, 517.

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Para San Pablo se trata de destacar, más aún, de defender a toda costa la gratuidad del amor de Dios manifestado en la cruz de Jesús, así como la fuerza de este amor, su poder sobre el pecado; y finalmente, sus efectos transformadores: quién acoge este amor se convierte en nueva creatura y en hijo de Dios. Pode­mos, pues, sintetizar en estos tres puntos el pensa­miento de San Pablo: a) la gratuidad del amor en con­traste con las pretensiones de la ley; b) la fuerza de la gracia y su sobreabundancia frente al poder del peca­do; c) los efectos transformadores de la gracia.

La gratuidad del amor de Dios

La Nueva Alianza se caracteriza como el "régimen" de la Gracia. De este forma se excluye el abuso de la ley, su observancia en cuanto principio salvífico; o sea, la pretensión del hombre de autojustificarse con la práctica de las obras.

El poder de la ley, su capacidad para justificar, ha sido destruido por la cruz de Jesús (Gal 3, 13; 4, 5). Creer que Cristo ha destruido el poder de la ley, equi­vale a creer en la gracia de Dios (Gal 2, 21). No es un obrar ético lo que nos hace gratos a Dios. Dios nos ama sin motivo, gratuitamente. El don salvífico de Dios no es la Ley, que nos manda realizar obras bue­nas, sino Jesucristo (lo que no significa que no haya que hacer buenas obras, pero esa es otra cuestión). Por la fe en él, Dios nos ha rehabilitado graciosamente (Rm 3, 21-24), "en forma de don", a fondo perdido, como si el dador hubiera sido bueno en balde (cf. 2 Co 11,7 donde se dice que Pablo predica "gratuitamente", de balde, es decir, sin pretender una remuneración económica por parte de la comunidad). Se trata de la liberalidad graciosa de Dios frente a la humanidad

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pecadora. "Gracia" es así un amor que sale al encuen­tro sin poner ninguna condición.

Por eso, pretender justificarse u obtener el amor de Dios como si fuera producto de un salario, con méri­tos o fuerzas, es "abandonar al que os llamó por la gra­cia de Cristo" (Gal 1, 6). De ahí que en Rm 6, 14-15; Gal 3, 21; 5, 4, y en otros textos paulinos, la gracia se encuentra en oposición directa con la ley, una y otra caracterizando un doble régimen, una doble economía de salvación: la nueva y la antigua. La Gracia designa la perfección de la Nueva Alianza que viene de Dios como don perfecto y que suscita una nueva actitud en la humanidad creyente, transformada totalmente a partir del acontecimiento histórico de Cristo y reno­vada en lo más profundo -en el corazón- en virtud de la presencia y de la acción del Espíritu.

Se comprende, pues, que la gracia constituya el objetivo de la predicación del Apóstol. La "gracia del Señor Jesucristo", puesta en paralelo con el "Amor del Padre" y con la "comunión del Espíritu" (2 Co 13, 13), es la realidad primordial, el bien soberano que des­ciende de Dios y remonta hasta El, en una actitud cris­tiana de adhesión, de fidelidad, de acogida libre y ale­gre de la salvación.

La fuerza de la gracia

Además de oponerse a la Ley, la Gracia aparece como la antítesis del Pecado. Uno de los textos más densos y completos es el de Rm 5, 12-21. De lo que se trata en este texto es de precisar qué efectividad tiene la potencia del pecado y qué efectividad tiene la gra­cia. Pues quién está vinculado a Jesucristo se halla en el ámbito de la gracia de Dios, lo cual implica una serie de consecuencias éticas: vivir sin pecado. Frente a la

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ética de la Ley aparece ahora la ética del que se halla unido a Cristo por la fe y el bautismo y "está muerto al pecado" (Rm 6, 11; 6, 17-18; 6, 22).

Para explicar el carácter exclusivo de Cristo (no se puede servir a Cristo y al pecado), Pablo establece una comparación entre Adán y el tiempo de la Ley (la ley, al ser transgredida, manifiesta el pecado y su prolife­ración) y Cristo y el tiempo de la Gracia. La compa­ración alcanza su punto culminante en la sobreabun­dancia de la grí cia frente a la proliferación del pecado. Así como en la fe de Israel Dios castiga hasta la cuar­ta generación, pero muestra hesed "hasta mil genera­ciones" (recuérdese lo que hemos dicho más arriba), en la universalidad del pecado y de la gracia Pablo subraya la sobreabundancia de la gracia, que supera cualquier medida posible: "la gracia de Jesucristo se ha desbordado" (Rm 5, 15; cf. 5, 17). La gracia supe­ra sin medida la proliferación del pecado: no hay pro­porción entre las consecuencias y la obra de uno y otro (Rm 5, 16-17). Rm 5, 20 destaca la sobreabun­dancia por ambas partes para subrayar la inmensa sobreabundancia de la gracia. Cuando el pecado ha llegado al límite de su poder y malicia, la gracia sigue siendo abundante.

Hay una segunda contraposición entre estos dos bloques de fuerza universales, el del pecado y el de la gracia. En el dominado por el pecado y la muerte se produce una opresión tiránica de los hombres; en el dominado por la gracia, el hombre está liberado y actúa libremente: "si por el delito de uno reinó la muerte, ¡con cuanta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida" (Rm 5, 17); "lo mismo que el pecado reinó por la muerte, así también reinará la gracia en virtud

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de la justicia para vida eterna" (Rm 5, 21)12. Mientras el pecado cada vez esclaviza más y resulta más difícil dejarlo, aunque uno sienta cada día con más fuerza sus efectos destructores, la gracia deja a uno cada vez más libre, aunque paradójicamente, cuanto mejor se la vive, menos ganas de perderla tiene uno. Esta liber­tad manifiesta la fuerza de la gracia.

La transformación que produce la gracia

La significación fundamental de gracia en San Pablo es el favor gratuito del Padre y de su Cristo, el amor misericordioso del Padre que, en Cristo, perdo­na al pecador y le sacia de sus beneficios. Ahora bien, este amor gratuito e incondicional es también eficaz, creador, santificador, tiene efectos transformadores en quién lo acoge: "el que está en Cristo, es una nueva creación" (2 Co 5, 17).

Gracia indica ante todo el Amor gratuito que pro­cede de Dios, sin otra razón ni explicación que Dios mismo. Pero este amor justifica a quién lo acoge, le hace justo, le hace amable ante Dios, agradable, digno de ser amado. El amor de Dios transforma a la persona.

Para referirse a los efectos transformadores de la gracia, San Pablo utiliza una serie de términos rela­cionados entre ellos: justificación, nueva creación, vida nueva y filiación divina. La gracia justifica, hace justo, al pecador (Rm 3, 24). Convierte al hombre en una criatura nueva (Gal 6, 15; 2 Co 5, 17; Col 3, 10; Ef 2, 15; 4, 24), que vive una vida nueva (Rm 6, 4). El capí­tulo 6 y sobre todo el 8 de la carta a los Romanos están

12. E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos, Cristiandad, Ma­drid, 1982, 140-142.

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consagrados a describir las propiedades de la vida del hombre justificado.

La primera propiedad o característica de la vida nueva del hombre justificado, es que se convierte en hijo de Dios, porque ha recibido el Espíritu de Dios. Se trata de una "filiación adoptiva": "los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios"; "habéis recibido el Espíritu de adopción" (Rm 8, 14-17; Gal 4, 4-7; Ef 1, 3-5). La filiación adoptiva, en el contexto de la cultura antigua, resulta tanto o más importante que la filiación natural. Esta fórmula subraya la gratuidad de la elección divina. Dios no nos toma como hijos de forma forzada o necesaria. Nos adopta como hijos por­que libremente se ha fijado en nosotros, porque nos ama, porque le agradamos.

Otros escritos del Nuevo Testamento también hablan de filiación divina con fórmulas similares a las de una filiación natural. Los escritos joánicos hablan de un "nacer de Dios" (Jn 1, 12-13; 3, 3-8; 1 Jn 2, 29-3, 1; 3, 9-10; 4, 7; 5, 1.4.18). Pero no se trata de un naci­miento humano o terreno, sino "espiritual", en virtud del Espíritu Santo. No es un nacimiento por impulso de la carne; es el resultado de una acogida: "a los que lo recibieron, los hizo capaces de ser hijos de Dios" (Jn 1, 12-. 13); "lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu" (Jn 3, 6). Aún con la precisión de que este nacimiento es del Espíritu, la terminolo­gía es tan realista que quién la escucha no entiende cómo puede ser posible: "¿cómo puede uno nacer sien­do ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?" (Jn 3, 4). 1 Jn 3, 9 llega a decir del que "ha nacido de Dios" que "su germen (= esperma) permanece en él"13.

13. Más datos sobre "nueva creación" y "nacer de Dios" en o.c. en nota anterior, 457-461.

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El modelo de la adopción deja clara la iniciativa y libertad de Dios al hacernos sus hijos. El modelo del "nacer de Dios" aclara el otro aspecto de la relación, a saber, somos hijos si acogemos el don de Dios por la fe: "a los que le recibieron", a los que creen, les hizo hijos (Jn 1, 12); "el que obra la justicia" nace de él (1 Jn 2, 29); "no comete pecado el que ha nacido de Dios" (1 Jn 3, 9; 5, 18); "el que ama" ha nacido de Dios (1 Jn 4, 7); "el que cree que Jesús es el Cristo" ha nacido de Dios (1 Jn 5, 1). También san Pablo lo deja claro: "sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús" (Gal 3, 26); "los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8, 14).

La iniciativa divina, gratuita e incondicional, pide una acogida libre y agradecida por parte del hombre para que el amor pueda alcanzar su perfección. Pues sólo en la reciprocidad alcanza el amor su plenitud. Los dos aspectos de la filiación divina son necesarios, pues así queda claro tanto la gratuidad del amor como la importancia de la acogida para lograr la perfección del amor.

LA GRACIA EN OTROS ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO

Sobre la gracia, el Nuevo Testamento ofrece otras perspectivas, además de las de San Pablo. Vamos a fijarnos en dos autores que han retenido, por motivos diferentes, la atención de la teología posterior: el de la carta de Santiago y el de 2 de Pedro.

Interesa detenerse en Santiago para aclarar su aparente oposición a Pablo. Ya hemos dicho que para Pablo la gracia se opone a la ley. Esta oposición en­cuentra su prolongación en la oposición de la fe a las obras: "el hombre es justificado por la fe, indepen­dientemente de las obras de la ley" (Rm 3, 28). Sin

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embargo parece que en Santiago (1, 25 y 2, 24) nos encontramos con la antítesis de Pablo: el hombre "encontrará su felicidad... en la práctica de la ley". "El hombre es justificado por las obras y no por la fe sola­mente". Sin duda, fueron textos como estos los que provocaron el desprecio de Lutero hacia esta carta, a la que calificó de "epístola de paja".

Pero analizadas bien las cosas, no hay oposición entre el pensamiento de Santiago y el de Pablo, sino una misma fidelidad sólo que expresada en dos contextos diferentes. En realidad, Santiago también piensa que el hombre es justificado por la fe. Pero dado el contexto en el que se mueve, a saber, el de una teología de los pobres (1, 9-11; 2, 1-23; 5, 1-6), se plan­tea una pregunta importante: ¿de qué hablamos cuan­do hablamos de fe? "¿Tú tienes fe?", pregunta a esos que dicen tenerla y no ayudan a los pobres. Pues bien, "muéstrame esa fe sin obras y yo, por mis obras, te mostraré mi fe" (2, 14-18). Nuestra actitud con el her­mano prueba la calidad de nuestra relación con Dios y, por tanto, la seriedad de nuestra fe. Además, la pala­bra obra (ergon) tiene diferente significado, al ser usado en diferente contexto y al enfrentarse a dife­rentes falsas doctrinas los que la utilizan: ergon sig­nifica para Santiago obra del amor y para Pablo obra de la ley14. Una pura coincidencia verbal puede escon­der una diferencia esencial.

Finalmente, en este rápido recorrido por la Sagra­da Escritura, nos fijamos en el texto de 2 P 1, 4 b: la experiencia fundamental del Nuevo Testamento, la sal­vación de Dios en Jesús, se interpreta en este texto mediante la expresión "participar de la naturaleza divi­na". Según algunos autores, nos encontramos aquí con

14. Cf. o.c. en nota anterior, 149-153.

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"la más enérgica expresión de toda la Escritura que esboza una definición de la gracia"15. Sin duda, para la teología clásica, la expresión de 2 P 1, 4 resultaba un punto de referencia privilegiado, pues las categorías de participación y de naturaleza han sido profusamente utilizadas en los tratados de gracia. Pero, lejos de tra­tarse de una definición, lo que hay aquí es un primer intento de adaptación, con conceptos provenientes de la filosofía griega, y en particular del estoicismo, de un contenido judío y cristiano. La misma idea que se expresa aquí con categorías de la filosofía griega está presente en el Nuevo Testamento (cf. la koinonia: 1 Co 1,9; 10, 16 ss; 2 Co 13, 13; 1 Jn 1, 3-7), e incluso en el Antiguo (cf. la imagen: Gen 1, 26 ss; 9, 6).

Lo que tenemos en 2 P 1, 4 es un intencionado intento "de formular nuevamente, partiendo de dis­tinta lengua y ambiente cultural, una doctrina que ha sido acuñada en los conceptos de una determinada tradición; es un intento de crear un nuevo contexto que sea más accesible a los destinatarios. Existe, por tanto, dentro del mismo Nuevo Testamento, una rein­terpretación de la doctrina primitiva"16. "La segunda carta de Pedro hace lo que ya habían hecho con sus comunidades cristianas las cartas a los Romanos, Colosenses y Efesios: procurar que sus lectores con­cretos entendieran lo que se les decía. El reino de Dios greco-judío es explicado ahora a hombres grie­gos... La interpretación de la experiencia de la sal­vación en Jesús no está ligada al lenguaje de Canaán, porque la salvación es para todos, incluidos los grie­gos. Estos pueden expresar en su propio idioma sus

15. BONNETAIN, Dictionnaire de la Bible Supplément, III, col. 1103. 16. F. MUSSNER, "La gracia según el testimonio de la Sagrada

Escritura", en Mysterium Salutis IV/2, Cristiandad, Madrid, 1969, 603.

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propias experiencias de salvación en Jesús"17. "En su propio idioma" es mucho más que una extensión cuantitativa: consiste en que la misma y única fe se vive según el talante y la cultura de cada pueblo, en una profundización cualitativa.

' E ' S c H m . E B E E C K X , oc e n n o t a 12f 2 9 4 ; c f . p. 461.

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LA TRADICIÓN PATRÍSTICA SOBRE LA GRACIA

DE LA ESCRITURA A LA TEOLOGÍA

Este proceso de adaptación y de reintepretación que se encuentra ya en el Nuevo Testamento se pro­seguirá a lo largo de la historia. La catequesis, la pre­dicación y la teología recurrirán a un lenguaje distin­to del bíblico para hablar de la gracia, lenguaje que comporta diversos matices y connotaciones. Así se dis­tinguirá: gracia increada (= Dios, único don increado) y gracia creada (= don de Dios encarnado en el hom­bre; el hombre elevado y dinamizado por Dios); gracia habitual (= situación estable del hombre justificado que vive en comunión con Dios) y actual (= la ayuda divina para determinadas circunstancias); gracia sa­nante (= cura las secuelas del pecado) y gracia santi­ficante o elevante (= que santifica de nuevo al hom­bre); gracia gratis data (= en beneficio propio) y gracia gratum facientis (= carismas o gracia de estado, en beneficio de los demás y no sólo de quien los recibe); gracia preveniente (= Dios que está en el origen de todos los buenos deseos del ser humano, y los genera) y subsiguiente (= Dios presente en toda realización); gracia suficiente (= objetivamente suficiente para

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todos) y gracia eficaz (= solo para algunos predesti­nados). Además, lo teólogos se colocarán en perspecti­vas diversas: ontológica, espiritual, existencial...

La sola enumeración de todas estas "gracias" mues­tra las complejidades por las que se ha adentrado nuestro tratado, así como la necesidad que tiene de una presentación actualizada. Muestra también sus múltiples perspectivas. Tal cantidad de perspectivas ha dado lugar a discusiones teológicas, provocadas por la distinta acentuación o importancia que las escuelas o los teólogos daban a uno u otro aspecto de la gracia. Debido a la importancia del tema y a lo que en él está implicado, no le ha resultado fácil a la teología una ela­boración serena de las cuestiones. El tratado de gra­cia es uno de los que mayores polémicas y discusiones ha suscitado. Tales polémicas comienzan ya en el Nuevo Testamento, no sólo porque la gracia se pre­senta en oposición a le Ley, tal como ya hemos visto, sino por los malentendidos a los que se presta la afir­mación de un Dios sólo de gracia: ¿dónde queda en­tonces la justicia? Y sobre todo, ¿dónde queda enton­ces el castigo que merece el pecado? Ya San Pablo tuvo que responder a acusaciones de este estilo: "¿por qué no hacer el mal para que venga el bien, como algunos calumniosamente nos acusan que decimos?" (Rm 3, 8; ver también Rm 6, 1.15). Afirmaciones como las de Gal 3, 22 o Rm 5, 20 se prestan a ser mal interpreta­das: ¡pequemos para que abunde la gracia!

Las polémicas y descalificaciones encuentran en San Agustín y en Lutero (con sus correspondientes "adversarios") a dos figuras señeras y paradigmáticas. Para defender la iniciativa de Dios en la gracia, ambos minusvaloraron la libertad del ser humano. A conti­nuación, en el breve resumen que ofreceremos sobre la historia de la teología de la gracia, nos referiremos a ellas, pero también diremos una palabra, aunque sea

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breve, sobre otros momentos importantes de la teolo­gía de la gracia.

Las polémicas, ni en este ni en ningún otro tema, conducen a buenos resultados. Destacan lo extremo, lo que en condiciones normales quizás hubiera pasa­do desapercibido o no se hubiera presentado en forma tan extremosa. Favorecen y buscan la condena del otro. Olvidan el matiz e imposibilitan el diálogo y el encuentro. Desgraciadamente, algunos escritos polé­micos han tenido mucha influencia en la teología de la gracia. De ahí la importancia de tener en cuenta, para ofrecer de forma equilibrada el pensamiento de un autor como San Agustín, no sólo sus escritos polé­micos, anti-heréticos, incluso si estos han sido decisi­vos para la formulación de las definiciones y posicio­nes conciliares, sino también sus homilías, escritos exegéticos y catequéticos, los tratados que intentan dar a los fieles una enseñanza completa sobre la gracia.

CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA TRADICIÓN PATRÍSTICA

En lo que se refiere a la gracia, fundamento, fuen­te y origen de la existencia cristiana, encontramos una identidad fundamental en la mayoría de los grandes obispos y maestros espirituales de la edad de oro de la patrística griega y latina.

Sus diferencias más profundas se encuentran en los escritos polémicos, porque las herejías que nacen en estos siglos tocan dominios diversos y revisten aspectos doctrinales diferentes en las Iglesias de Orien­te y Occidente.

Los Padres y concilios orientales están preocupa­dos por defender el misterio trinitario y cristológico. Su presupuesto antropológico fundamental es que el verdadero destino del hombre es Dios, y entienden la

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gracia como divinización del cristiano. Teniendo en cuenta esta acción divinizadora de Dios en el hombre, argumentan para defender la divinidad del Hijo y del Espíritu. Los herejes permanecían en el plano de la "economía", y desconocían el de la "teología", lo que supone al nivel de Dios mismo y de su ser, la acción divinizadora en el hombre. Frente a ellos reacciona Atanasio que, en sus Cartas a Serapión, concluye de la fórmula bautismal, que el Espíritu comparte con el Padre y con el Hijo, la misma divinidad, en la unidad de una misma sustancia: puesto que el Espíritu Santo nos diviniza, es Dios18. Una argumentación parecida se encuentra a propósito de las controversias critológicas: la verdad del ser de Cristo, verdadero Dios y verdade­ro hombre, se deduce partiendo del hombre al que ha venido a rescatar. Sólo puede ser rescatado lo asumi­do. Luego todas las realidades humanas, alma, cuer­po, inteligencia, voluntad, libertad, han sido rescata­das porque se encontraban en Cristo. De forma similar a la de Atanasio contra los arríanos, Ireneo argumen­taba así contra los ebionitas: "¿Cómo pueden ser salva­dos si el que sobre la tierra ha operado su salvación no era Dios? ¿O cómo puede el hombre convertirse en hijo de Dios si Dios no hubiera sido hombre?"19.

Si el Oriente ha estado preocupado por el "ser" de Dios, el occidente cristiano ha estado condicionado en su evolución doctrinal por la herejía pelagiana, lo que hace que la reflexión se sitúe en el dominio del obrar cristiano. La problemática que domina en los escritos de la controversia pelagiana es la de las relaciones de la gracia y del libre albedrío, la capacidad o incapa­cidad del hombre, en una palabra, la salvación como obra de Dios y/o del hombre. Además, un clima de

18. Primera carta a Serapión, II, 24. 19. Adv. Haer IV, 33, 4.

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conflicto se manifiesta en las discusiones: la gracia, la elección divina, la predestinación son consideradas en competencia con la libertad humana. Se busca como "conciliar" este doble elemento de la salvación, a veces en actitud de interrogación inquieta, como si se tra­tara de determinar los campos de dos rivales. Se ale­jan así del espíritu de contemplación y de acción de gracias que anima las exposiciones de los Padres orientales y de numerosos latinos ajenos a la contro­versia en cuestión.

Hay un conjunto de temas comunes a todos los Padres. Uno de los más importantes es el de la divini­zación del cristiano por la gracia. La deificación o divinización (theopoiesis), término que se encuentra por primera vez en Clemente de Alejandría20, es un término englobante, que connota aspectos tales como la "regeneración" del cristiano en virtud del "nuevo nacimiento" bautismal; y la "filiación adoptiva", a semejanza del Hijo único, en virtud de la "habitación" y de la acción del Espíritu. Esta doctrina de la divini­zación, explicada a partir de los datos bíblicos, res­ponde muy bien a las aspiraciones de las élites reli­giosas del mundo heleno (doctrina platónica de la asimilación a lo divino), y se encuentra en continuidad con las expresiones corrientes de la filosofía de la época, sobre todo neo-platónica. Pero esta deificación, se cuidan de aclarar los Padres, no es conquista huma­na, sino don de Dios, que desciende hacia la criatura para elevarla. No hace al hombre consustancial a Dios, pero sí permite que el hombre anticipe ya en esta mundo la vida eterna; y desde ahora queda asimilado a Dios por el bautismo y la eucaristía21.

20. Paedag.l, 12. 21. La doctrina de la divinización se encuentra sobre todo en

la tradición patrística de expresión griega. ORÍGENES, en el siglo III,

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En afinidad con las tendencias mencionadas, el tema de la "imagen de Dios" es un aspecto esencial del misterio de la gracia que destaca la enseñanza patrís­tica. Ireneo, entre otros, distingue entre imagen y se­mejanza. La imagen no puede perderse, con ella se nace. La semejanza con el Verbo encarnado se pierde por el pecado y se adquiere por la virtud22. La verda-

razonaba así en su obra Contra Celso : "Con Jesús la naturaleza divi­na y la naturaleza humana han comenzado a entrelazarse para que la naturaleza humana, por participación en la divinidad, sea divini­zada, no sólo en Jesús sino también en todos aquellos que, con la fe, adopten el género de vida que Jesús ha enseñado..." (III, 28: SC 136, p.96). ATANASIO, por su parte, puntualizaba en el siglo IV: "El Verbo mismo se ha hecho hombre, para que nosotros nos hagamos Dios; y él mismo se hizo visible a través de su cuerpo, para que tengamos una idea del Padre invisible; y él ha soportado los ultrajes de los hom­bres para que participemos de la incorruptibilidad" (Sobre la encar­nación del Verbo, 54, 3: SC 199, p. 479). En el mismo siglo, GREGO­RIO DE NISA escribiendo Contra Apolinar decía: "Nosotros nos asemejamos a él, si confesamos que él se ha hecho semejante a nos­otros para que, llegando a ser tal y como somos, él nos haga tal como es" (XI: MG 45, 1145 a). Y JUAN CRISÓSTOMO, por el mismo tiempo, aseveraba en una de sus Homilías sobre el Evangelio de San Juan:"¥l Verbo se hizo hijo del hombre, siendo verdadero Hijo de Dios, para hacer de los hijos del hombre hijos de Dios" (XI: MG 59, 79) Tam­bién SAN IRENEO, Adv. Haer, III, 20, 2-3: SC, 34, 342-344. Pero no fal­tan paralelos del lado latino: "Reconoce cristiano tu dignidad, pues­to que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina" (LEÓN MAGNO, Sermón primero en la Natividad del Señor, 3; ML 54, 193); "Dios se hizo hombre para el hombre se hiciera Dios" (SAN AGUSTÍN, Sermón 13 de Tempore; cf. Sermón 121, 5) "¿Es acaso maravilla que lleguéis vosotros a ser hijos de Dios, cuando por vosotros el Hijo de Dios llegó a ser hijo del hombre? Y si, haciéndose hombre, quien era más vino a ser menos, ¿no puede hacer que nosotros, que éramos menos, podamos ser algo más?" (SAN AGUSTÍN, Sermón 119, 5). Esta participación en la naturaleza divina hoy habría que entenderla de forma dinámica e histórica: la prueba de que soy como Dios, que par­ticipo de su naturaleza, es que me comporto como Dios: amo a mis enemigos, perdono sin condiciones...

22. "Cuando el Espíritu mezclado con el alma se une al plasma, resulta un hombre espiritual y perfecto... Y éste es el creado según la imagen y semejanza de Dios. Pero si al alma le faltare el Espíritu, el tal hombre, permaneciendo con toda verdad psíquico y carnal, será imperfecto, teniendo ciertamente la imagen de Dios en el plasma,

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dera y perfecta semejanza con Dios se funda en la filia­ción divina adoptiva, participación de la filiación natu­ral del Verbo encarnado, y en la presencia del Espíri­tu Santo.

ELABORACIÓN DOCTRINAL EN LA PERSPECTIVA

DE LA CONTROVERSIA PELAGINA

El desafío pelagiano provocó y precipitó una ela­boración doctrinal y dogmática sobre la gracia (que se encuentra en los Concilios de la antigüedad, todos ellos inspirados en la teología de San Agustín), expre­sión de la comprensión cristiana del hombre en el con­texto de la cultura latina23.

El pelagianismo (es decir, la lectura que San Agus­tín nos ha transmitido de los escritos del monje Pela-gio) defiende la bondad de la creación y las posibili­dades del ser humano. En el hombre no hay una perversidad intrínseca, pues ésta pondría en entredi­cho la bondad de la creación. Por su libre albedrío, el hombre puede obrar el mal, pero también y ante todo obrar el bien. La prueba de que la naturaleza es buena, Pelagio la ve en las virtudes de los paganos y de los filósofos. Todo esto muestra de lo que somos capaces.

pero sin recibir medíante el Espíritu la semejanza" (SAN IRENEO, Adv. Haer. V, 6: SC, 153, 76) El hombre, hecho imagen de Dios, sólo alcan­za la semejanza cuando el Espíritu habita en él. También SAN AGUS­TÍN escribe: "en nosotros hallamos una imagen de Dios, ... perfeccionable por reformación para ser próxima también por seme­janza" (La ciudad de Dios, XI, 26). Asimismo, SAN HIPÓLITO, tras indi­car que Dios hizo al hombre "desde el comienzo imagen suya", añade: "si tú obedeces sus órdenes y te haces buen imitador de este buen maestro (Cristo), llegarás a ser semejante a él y recompensado por él" (Refutación de todas las herejías, 10, 34; MG 16, 3453).

23. Como documentos importantes de este período, conviene tener en cuenta: De gratia Dei Indiculus (DH, 238-249) y el Concilio arausicano II (DH, 370-397).

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Si Cristo interviene es para darnos ejemplo, lo que nos permite tender a una perfección más alta. Pero el hom­bre, si quiere, puede evitar el pecado, dirá Pelagio, pues Dios no manda nada imposible y la libertad no ha sido disminuida por el pecado.

Si con nuestras fuerzas podemos hacer el bien, ¿para qué necesitamos a Cristo? Para cumplir más fácilmente la ley de Dios, dirá Pelagio. El papel de Cristo se sitúa a niveles de ejemplaridad: nos incita, con su ejemplo, a obrar el bien con más prontitud. Agustín se sentirá escandalizado, pues en el fondo esta postura implica que, estrictamente, no necesitamos de la ayuda de Dios para obrar el bien. De ahí que los concilios de la antigüedad insistan en la necesidad universal de la gracia para todo hombre y para todos los aspectos o etapas de la obra de la salvación. La razón de esta necesidad la encuentran en la condición pecadora del hombre, que alcanza a todo el hombre, a todos los hombres y a todos los aspectos de la acti­vidad humana.

La afirmación de la existencia del pecado original, su naturaleza, su transmisión, sus efectos, es el ele­mento indispensable para comprender la redención y la necesidad universal de la gracia. Esta correlación esencial entre existencia, pecado y gracia se encuentra en el origen del mensaje de Pelagio, en la reacción agustiniana y en los desarrollos teológicos ulteriores, hasta el concilio de Trento, en donde recibe su for­mulación definitiva24.

Para la ortodoxia católica se trata de afirmar y comprender que el hombre, a causa de la falta prime­ra, fue mudado "en peor, según el cuerpo y el alma"25. Así resulta posible proclamar y manifestar la necesi-

24. DH, 1510-1515. 25. DH, 371, 1511.

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dad de la gracia como socorro indispensable y como realidad interior que viene a restaurar en el hombre su condición de justicia y su capacidad para el bien. Pero para resaltar (con toda razón) la necesidad de la gra­cia de Dios, no es necesario minusvalorar el hombre, como así ocurrió en el contexto de esta controversia, en la que se forjaron fórmulas ambiguas, como la de que el hombre "de suyo" no tiene "sino mentira y peca­do"26. La gracia es presentada en función del pecado, al que se opone de forma medicinal y restauradora. Así, para salvar la gracia, se introduce el dilema entre la gracia de Dios y la libertad del hombre, y se consi­dera a la naturaleza humana de forma pesimista. En nuestro próximo capítulo intentaremos presentar la gracia independientemente del pecado, no porque no pensemos que se haya dado y se siga dando el pecado, sino porque para realzar la gracia de Dios no nos pare­ce necesario hacerlo condicionados por lá realidad del pecado.

26. DH, 392; sentencia tomada de San Agustín, In evangeliutn Iohannis, 5, 1. La ambigüedad es patente y comprometedora cuan­do la concupiscencia entra en escena. Entonces Agustín se muestra incapaz de ver el sentido positivo de la concupiscencia: Pubenda libi-dine qui licite concumbit, malo bene utitur; qui autem illicite, malo male utitur" (De nupt. et conc. 24, 27). En claro contraste con Julián de Eclana que profesa la bondad natural de la concupiscencia: "Con-cupiscentiae naturalis qui modum tenet, bono bene utitur; qui modum non tenet, bono male utitur".

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ORIGINALIDAD DE LA SÍNTESIS DE STO. TOMÁS

La cuestión fundamental surgida de la controver­sia pelagiana es la de la comprensión cristiana de la existencia humana. ¿Cómo entender la naturaleza del ser humano, su ser, su obrar, sus capacidades, su liber­tad? ¿Cómo explicar la trascendencia de su destino, la apertura del hombre a la intervención divina, la rela­ción de dependencia del hombre respecto de Dios?

Los pensadores medievales heredaron una serie de nociones insuficientemente elaboradas (naturaleza, concupiscencia, libre arbitrio, pecado). Las grandes síntesis de los medievales integrarán la tradición agus-tiniana. Pero la gran lección de Tomás de Aquino es la de una fidelidad dinámica a la tradición, crítica y creadora27. El proyecto tomista integra la doctrina agustiniana, completándola con los otros datos de la tradición patrística, sobre todo de la patrística orien­tal. Tomás de Aquino quiere construir una síntesis comprensiva y universal. Algunas limitaciones e in-

27. Escribe TOMÁS DE AQUINO: "Studium philosophiae non est ad hoc quod sciatur quid hominis senserint, sed qualiter se habeat veri-tas rerum" (De cáelo I, 22). De todos modos, en bastantes autores Agustín sigue siendo predominante. Basta recordar la influyente obra atribuida a TOMAS DE KEMPIS, La imitación de Cristo (ver, por ejemplo, libro III, cap. 54 y 55).

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congruencias de su síntesis son debidas a la imposi­bilidad histórica de deshacerse de la "autoridad" de San Agustín.

Los diferentes elementos y aspectos de la su doc­trina sobre la gracia, hay que buscarlos a lo largo de toda su obra, sobre todo en la Suma, que constituye su síntesis definitiva, y no solamente en las cuestio­nes dedicadas expresamente al "tratado de gracia"28. La limitación impuesta a este libro, nos obliga a cen­trarnos en las cuestiones 109 a la 114 de I-II de la Suma. En ellas, Sto. Tomás trata de resolver el desafío que supone el encuentro de la tradición con los datos culturales y filosóficos, especialmente aristotélicos. De ahí que se formule una serie de preguntas, que quizás hoy habría que hacer de otro modo, pero que manifiestan la atención que Tomás prestaba a las preocupaciones del momento: ¿cómo exponer la ne­cesidad de la gracia, su razón de ser, su naturaleza (en qué categoría de "ser" colocarla: substancia, acci­dente...); su eficacia (como fuente de justificación, del mérito), y todo ello en el interior de una visión del hombre, de su naturaleza, de su libertad, tal como aparecen en la antropología aristotélica, y a la luz de una noción de Dios, de su acción, de su presencia, purificadas de todo antropomorfismo y formalizado todo ello de forma rigurosa?

28. La presencia de Dios en el hombre la aborda en Suma de Teo­logía I, 8, 3; mientras que el don de Dios, que se da a sí mismo por las misiones de las Personas divinas, lo estudia en I, 43. Tomás comienza pues considerando al Dios de la gracia, es decir, da la pri­macía a la "Gracia Increada". La doctrina patrística de la imagen de Dios encuentra su lugar en el tratado del hombre (Suma I, 93). El des­tino divino del ser humano en I-II, 1-5. Las propiedades y efectos de la gracia, Tomás los trata en sus desarrollos cristológicos y sacra­mentales: la adopción divina en III, 23; las dimensiones sacramentales de la gracia al tratar de cada sacramento (Suma, III, 62, 69, 72).

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1.- Sto. Tomás expone la necesidad de la gracia en función de la naturaleza del hombre y de su finalidad. Para la tradición agustiniana la gracia es necesaria porque el pecado ha dejado al ser humano en la inca­pacidad total para realizar el verdadero bien. Sto. Tomás se sitúa en una perspectiva más positiva: el hombre está hecho para Dios, ese es su fin, su perfec­ción definitiva. Pero Dios está más allá de las posibilidades del hombre. Y, sin embargo, el hombre lo busca, tiende hacia él. El hombre es capaz de con­seguir este fin al que tiende por el don de la gracia, que le eleva, le diviniza, le hace partícipe de la divinidad e inaugura la vida eterna en el hombre justificado. El hombre, además de esta finalidad sobrenatural, busca también realizarse en el orden mundano y terreno, busca su desarrollo como hombre en este mundo, y para ello sí que dispone de sus propias capacidades.

Sto. Tomás tiene en cuenta también la situación pecadora en la que actualmente se encuentra el ser humano, introducida por el pecado original. Desde este presupuesto, Tomás considera que la gracia es absolutamente necesaria para restaurar la naturaleza humana29 (gracia sanante); y una vez logrado esto, es necesaria para que el hombre consiga la felicidad divi­na, que pertenece a un orden trascendente, por enci­ma de las capacidades de la naturaleza humana30 (gra­cia elevante). Pero hay más, el hombre también necesita la gracia de Dios para vivir como hombre, en el pleno desarrollo y respeto de sus derechos y debe­res humanos. Pues si bien estos están al alcance de su conocimiento y de su querer, su realización efectiva es difícil para el hombre, de modo que éste se encuentra en la imposibilidad práctica de realizarlos de forma

29. Suma de Teología I-II, 109, 3. 30. Suma de Teología I-II, 109, 5.

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total, perfecta y constante31. Esta situación se explica por el desorden que el pecado ha introducido en la naturaleza; en ella el amor de uno mismo y el apetito de los bienes sensibles son más fuertes que lo que la razón y la conciencia le dictan como su bien.

2.- Un segundo problema que se plantea Sto. Tomas es el de la naturaleza de la gracia. Desde su perspec­tiva antropológica la cuestión de la esencia de la gra­cia sería la siguiente: según los datos evangélicos, la gracia es esencialmente el don personal del Espíritu Santo. Pedro Lombardo interpretaba que el propio Espíritu Santo se hacía presente en el alma. Santo Tomás no le siguió, pero se enfrentó con el problema: convertir la gracia en una "naturaleza", en una reali­dad creada, finita, ¿no es renunciar a la originalidad fundamental de la Nueva Alianza?

Precisamente porque es consciente de la trascen­dencia de Dios, Tomás subraya que el amor de Dios es creador de valores: "el amor de Dios infunde y crea bondad en las cosas"32. Al contrario de lo que ocurre con los amores humanos, que no causan la bondad de la cosa amada, sino que la presuponen, el Amor In­creado -Dios- no supone la amabilidad de la creatu-ra: la crea. Es un amor fecundo, que enriquece a la criatura33. La presencia de Dios, estableciendo por su Espíritu relaciones de amor con nosotros, se entiende como un cambio, una transformación del ser humano. Dicho con lenguaje tomista: el don Increado no puede comprenderse sin el don creado, sin la realidad parti­cipada de la gracia habitual, que cualifica y eleva al hombre para que viva como hijo de Dios.

31. Suma de Teología I-II, 109, 2 y 8. 32. Suma de Teología I, 20, 2. 33. Suma de Teología I-II, 110, 1.

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Esta transformación que es la gracia creada, efec­to del don Increado (= Dios mismo), permite que la criatura racional sea capaz de entrar en relaciones amistosas con Dios. El hombre transformado parti­cipa de la naturaleza divina, se sitúa al nivel de Dios. Por eso, Sto. Tomás afirma que la gracia es una "rea­lidad" en el hombre. De lo contrario no sería nada, pues ningún cambio es concebible en Dios. Esta rea­lidad no puede ser una substancia (si fuera una subs­tancia, según la filosofía aristotélica, se constituiría un nuevo sujeto distinto del hombre; dicho de otro modo, el hombre se convertiría en Dios); debe ser una cualidad, algo adjetivo que cualifica la realidad del hombre; o sea, una realidad "accidental", algo sobre­añadido a la esencia del hombre34; algo que afecta al hombre y le cambia, pero sin que el sujeto se con­vierta en otro "distinto" al que antes era. Al definir la gracia como una participación habitual de la natura­leza divina, como una disposición accidental y per­manente que hace al hombre semejante a Dios y le introduce en la intimidad del Dios-Trinidad, la teolo­gía tomista quiere permanecer fiel a la enseñanza evangélica y tradicional, y conferirle, al mismo tiem­po, una traducción ontológica rigurosa.

3.- Un tercer eje del tratado de gracia en Sto. Tomás se corresponde con las cuestiones sobre la justificación y el mérito, o dicho de otra manera, sobre la eficacia divina de la gracia y la realidad de la libertad huma­na: "Dios mueve todas las cosas según la condición propia de cada una de ellas... Luego también cuando mueve al hombre hacia la justicia lo hace de acuerdo con la condición propia de la naturaleza humana. Mas

34. Suma de Teología I-II, 110, 2, ad 2.

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lo propio de la naturaleza humana es estar dotada de libre albedrío. Por consiguiente, cuando se trata de un individuo que se encuentra en uso de su voluntad, el impulso que Dios le comunica para conducirlo a la jus­ticia no se produce sin el ejercicio del libre albedrío humano, sino que de tal manera infunde el don de la gracia justificante, que mueve a la vez el albedrío del hombre para que acepte la gracia, siempre que se trate de un sujeto susceptible de esta moción"35.

La síntesis tomista presenta un difícil equilibrio: si la gracia es la que mueve a actuar, eso no impide, antes al contrario, que sea el hombre el que se mueve libremente36. Por otra parte, en virtud de la acción de la gracia que diviniza el ser y el obrar del hombre, la acción del hombre es digna de Dios, capaz de alcan­zar su Fin divino. Por otra, en tanto que deriva de la libertad, esta acción es imputable al hombre, pues la gracia no reemplaza sino que hace obrar. Por eso la acción es meritoria, y es también precaria, perfec­tible y defectible37.

Este proyecto teológico fue posible gracias a la ausencia de todo contexto polémico. Por eso pudo integrar lo esencial de las doctrinas de Agustín y la inspiración positiva de Pelagio, que reivindicaba la dignidad y consistencia de la creación, de la natura­leza racional y libre. Sin embargo, el pensamiento de Sto. Tomás no logró terminar con las polémicas a propósito de la gracia. Después de Sto. Tomás, los autores polémicos, como Lutero, Bayo y Jansenio, seguían apelando a San Agustín. Puesto que no pode-

35. Suma de Teología I-II, 113,3. 36. Cf. Suma de Teología I-II, 113, 7 y sobre todo 113,8, cuerpo,

ad 1 y ad 2. 37. Cf. Suma de Teología I-II, 114, 1 y 3.

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mos exponerlos a todos, nos referimos a continuación a la más influyente de las polémicas que la doctrina de la gracia ha suscitado, la que dio origen a la rup­tura de la Iglesia occidental. Tratamos, pues, breve­mente, de Martín Lutero y de la respuesta del Conci­lio de Trento.

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LA JUSTIFICACIÓN DEL PECADOR SEGÚN LUTERO Y SEGÚN TRENTO

Entre los debates que suscitó Martín Lutero, cabe destacar la justificación por la fe sin las obras. Las obras no contribuyen en nada a la justificación (a hacer justo al pecador delante de Dios), lo cual no quiere decir que sean inútiles. Y no contribuyen en nada porque la concupiscencia (que Lutero identifica con el pecado original) marca negativamente todo lo que hace el ser humano. De esta forma el hombre debe ser considerado un árbol malo que no puede producir frutos buenos.

¿Quién, por tanto, puede hacer justo y grato al hombre ante Dios? Cristo Jesús. Gracias a Cristo, al hombre le llega una justicia "ajena", que le viene de fuera. El hombre la recibe y la acoge por la fe. La pre­gunta polémica que los católicos plantean a Lutero es si este carácter ajeno de la justicia produce algún efec­to en el hombre. La teología católica afirma que la gracia "creada" transforma al ser humano, y dice que Lutero entiende la gracia de forma "forénsica" (= ante el foro; el hombre sería declarado "no culpable" ante el tribunal de Dios, pero esto no implicaría ninguna transformación. Se trataría de una declaración judi­cial que no cambiaría la realidad pecadora del hom-

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bre). Algo ocurre en el hombre cuando acoge la jus­ticia de Dios, dirá Lutero: se establece una nueva rela­ción entre Dios y el hombre. Sucede como en un matrimonio: Cristo y el alma se convierten en una sola carne, de forma que todo lo poseen en común. Cristo toma sobre si los pecados del hombre y éste puede glorificarse de los bienes de Cristo como si fue­ran suyos38. Pero esta nueva situación no significa que el hombre deje de ser pecador. Sucede como en el matrimonio: aunque todo es común, cada uno sigue siendo lo que es. Así, en el hombre no desaparece la concupiscencia, sigue ahí como expresión de la per­manente corrupción del hombre y de su aversión con­tra Dios. El pecador se convierte en justo con la jus­ticia de Dios, pero sigue siendo pecador con su propia realidad. Es a la vez justo y pecador, santo y profa­no39. Ahora bien, este pecador que es a la vez justo, no es en ningún caso el pecador que era antes. El peca­do ya no es "pecado dominador", sino "pecado domi­nado"; el pecador es todavía pecador, pero ya no es impío40. ¿Cómo es posible que el justo siga siendo pecador? Porque según Lutero la concupiscencia nunca desaparece e impide una total transformación del hombre en esta vida. El cambio que se opera en el ser humano cuando se vuelve hacia Dios, Lutero lo expresa en categorías relaciónales, como un inter­cambio matrimonial.

38. M. LUTERO, Oeuvres, Labor et Fides, Genéve, 1957 ss., t. II, 282. Más detalles, con referencias a las obras de Lutero, en M. GELA-BERT, Jesús, revelación del misterio del hombre, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid, 2001 (tercera edición), 210-214.

39. M. LUTERO, O.C. en nota 38, t. XV, 239; Cf. sobre esta fórmu­la (simul justus etpeccator) característica de la teología de Lutero: M. GELABERT, Salvación como Humanización, Paulinas, Madrid, 1985, 144-151.

40. M. LUTERO, O.C. en nota 38, t. XV, 200; cf. O.H. PESCH, "La

gracia como justificación y santiñcación del hombre", en Mysterium Salutis, Cristiandad, Madrid, IV/2, 1969, 846.

74 '•*''

El Concilio de Trento expresa la realidad de la jus­tificación en categorías ontológicas, y entiende que esta nueva relación del hombre con Dios produce un verdadero cambio interior en el ser humano, de forma que la justicia que procede de Dios se convierte tam­bién en algo propio de la criatura. Así define la justi­ficación no sólo como remisión de los pecados, sino también como "santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo...". "La única causa for­mal de la justificación es la justicia de Dios, no aqué­lla con la que El es justo, sino aquélla con que nos hace a nosotros justos, es decir, aquélla por la que, dotados por El, somos renovados en el espíritu de nuestra mente y no sólo somos reputados, sino que verdaderamente nos llamamos y somos justos...". Por el mérito de la pasión de Cristo "la caridad se difun­de en los corazones de los justificados por el Espíritu Santo y les queda inherente"41.

La gracia justificante está así caracterizada como algo ontológico, "inherente" al hombre, aunque tam­bién existencial: es principio de una vida nueva, de una interiorización de la caridad en el corazón; es una cualificación de la libertad del hombre para que pueda ser introducido en el amor de Dios, para que sea digno de ser amado y capaz de amar en el Espíritu Santo.

La originalidad de la dogmática católica no está en el reconocimiento del don santificador del Espí­ritu, don propiamente evangélico, sino en el hecho de comprenderlo en el registro de una realidad ontoló-gica, como una "forma interior", inherente, que divi­naza al hombre, le renueva comunicándole una par­ticipación de la justicia divina; este don es el principio

41. DH, 1528, 1560, 1561

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de una relación personal con Dios, al mismo tiempo que de una mayor humildad: "lejos del hombre cris­tiano el confiar o gloriarse en sí mismo y no en el Señor, cuya bondad para con todos los hombres es tan grande, que quiere sean merecimientos de ellos lo que son dones de El"42.

Conviene decir algo más sobre esta cuestión. Pues tanto Lutero como el Concilio de Trento están de acuerdo en la primacía de Dios en la justificación del hombre. Dios tiene la iniciativa, la justificación del hombres es obra divina de principio a fin. Pero para expresarlo Lutero emplea la fórmula de la "sola fe": somos justificados por la sola fe. La polémica que esta fórmula suscitó se entiende si se sabe que, según la teología escolástica, no toda fe justifica, sino única­mente la "fe informada por el amor"43 ifides caritate formato). No es el amor la forma de la fe, sino la fe la forma del amor, proclama Lutero. Ahora bien, al com­parar las dos posiciones término a término la dife­rencia se reduce a casi nada. Todo lo que la Tradición católica pone bajo el término "caridad", don de sí espontáneo a Dios por el amor y bajo la moción de la gracia, Lutero lo asume bajo el término "fe". Para él, la "caridad" representa ante todo el amor al prójimo y no a Dios. A la inversa, lo que la teología católica del tiempo del Concilio de Trento comprende bajo el con­cepto de fe, asentimiento de la mente a la Palabra revelada, no es más que un momento de la estructu­ra de la fe luterana. Presuponiendo el concepto cató-

42. DH, 1548. 43. Dice el Concilio de Trento: "la fe, sino se le añaden la espe­

ranza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miem­bro vivo de su cuerpo. Por cuya razón se dice con toda verdad que la fe sin las obras está muerta y ociosa (cf. Stg 2, 17.20) y que en Cris­to Jesús, ni la circuncisión vale nada ni la incircuncisión, sino la fe que obra por la caridad (Gal 5, 6; cf. 6, 15)" (DH, 1531).

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lico de fe (mantenido prácticamente hasta el concilio Vaticano II), tampoco Lutero diría que la fe sola jus-tífica. La "caridad" escolástica no es una "obra" en el sentido luterano. La mayor parte de la polémica resi­de en un simple malentendido terminológico44.

En lo referente a la doctrina de la justificación hay un acuerdo en lo esencial: el hombre es incapaz, por sí mismo, de merecer el perdón y la gracia de Dios. Dios es el que salva, el único que justifica. Esta justi­ficación produce un cambio real en el ser humano. Las buenas obras son consecuencia y manifestación de este cambio operado por Dios en el hombre, pero de ningún modo pueden considerarse como el salario con el que el hombre pudiera comprar el amor de Dios. El amor de Dios es siempre gratuito.

En conclusión, el misterio de la gracia puede ser explicado por teologías diversas. Si son conscientes de sus límites, no tienen porqué derivar en oposición y en mutua descalificación. En este tema, hoy el consenso entre católicos y luteranos es muy grande, como lo demuestra la "Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación", firmada en 1997 por la Federación Luterana Mundial y el Pontificio Consejo para la Uni­dad de los Cristianos45.

Este recorrido por la Escritura y la historia de la teología nos permite entrar en la última parte de nues­tro libro con un bagaje importante, necesario diría yo,

44. Cf. O.H. PESCH, "Loi et Evangile", en Le Supplément, 1969, 317.

45. Un buen análisis de este documento en: E. BENAVENT VIDAU "Las cuestiones polémicas de la Declaración conjunta sobre la doc­trina de la justificación", en Revista Española de Teología, 2001, 349-378.

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pues no es posible hacer hoy una teología renovada que no tenga en cuenta los datos bíblicos y tradicio­nales. También es importante para hacer teología tener en cuenta la cultura, aspiraciones e interrogaciones del hombre de hoy: la doctrina sagrada debe presentarse de forma adaptada al hombre contemporáneo46. Si en algún tratado esto sigue siendo necesario es, a mi entender, en el tratado de gracia.

46. Cf. Gaudium et Spes, 62; Optatam totius, 16.

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III HACIA UNA TEOLOGÍA

RENOVADA DE LA GRACIA

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En este capítulo habrá que volver sobre algunos de los temas que han salido en el anterior, pero también habrá que ampliar y actualizar perspectivas; habrá que tratar de otros temas que tan sólo han sido insinuados, e incluso que no han aparecido en nuestro recorrido por la historia, bien porque no estaban presentes, bien porque no tenían la importancia que modernamente han adquirido. En suma, se trata de ahora en delante de esbozar una teología de la gracia renovada, que res­ponda a las preguntas de sentido que el hombre de hoy se plantea, a sus problemas e inquietudes, a sus nece­sidades espirituales. Una teología que muestre la cone­xión de la gracia con la experiencia humana desde las claves de nuestra cultura. Una teología que muestre su credibilidad. Y que nos abra a la esperanza. Pues hay maneras de presentar la gracia que pudieran destrozar la esperanza. Así ocurre, por ejemplo, con la manera de presentar ciertas comprensiones de la universalidad de la gracia. Pero no adelantemos acontecimientos y vayamos paso por paso.

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GRACIA ES EL AMOR GRATUITO DE DIOS

Gracia significa, en primer lugar, la iniciativa sobe­rana de Dios, que ama al ser humano de forma incon­dicional, antes de cualquier respuesta posible del hom­bre, siendo fiel a ese amor en toda circunstancia.

Ya en nuestra introducción hemos dicho que "Dios es Amor", sólo amor. La fidelidad de Dios a su amor encuentra su más poderosa manifestación en el hecho de que ame a sus enemigos (Rm 5, 10). Ahí se mani­fiesta la incondicionalidad de un Amor: "el Altísimo es bueno con los desagradecidos y los perversos" (Le 6, 35). Ahora bien, la "gracia", en su más acabado sen­tido teológico, no se realiza en el amor al enemigo. Porque la gracia es esencialmente encuentro y rela­ción. En Dios es comunión y en el hombre es apertu­ra que responde y acoge con agradecimiento la ofer­ta divina de comunión. Ni Dios sólo ni el hombre sólo constituyen la gracia. La gracia es el encuentro de dos amores (y puestos a emplear la mejor de las ilumina­ciones, que es la cristológica, diríamos que estos amo­res se encuentran sin confusión, sin separación, sin absorción, potenciándose mutuamente), aunque en el caso del amor del hombre a Dios, tal amor haya sido suscitado por el previo amor divino. Hay que tener

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esto muy en cuenta, pues si ahora vamos a comenzar hablando del amor de Dios, sólo tendremos una co­rrecta visión y comprensión de la gracia, cuando haya­mos tratado de los efectos transformadores que el amor de Dios produce en el ser humano.

POR AMOR, DIOS CREA UN SER CON CAPACIDAD

PARA LA GRACIA

El amor de Dios comienza a manifestarse en la creación. Dios crea gratis, sin motivo, sin razón. Eso no significa que Dios actúe arbitrariamente, sino que, si queremos hablar de motivo en la creación, este motivo hay que buscarlo en el desbordante corazón de Dios que nada necesita, pero que no quiere guardar para él sólo el gozo de la vida. Dios crea, por decirlo a nuestra manera, sin necesidad alguna, sin nada que le coaccione o le obligue. Crea gratis. La ciencia estu­dia el cómo y el cuando de este mundo, cómo son sus leyes, cuando comenzó, cómo evolucionó. Pero la ciencia supone el mundo ya existente. La existencia del mundo no tiene ninguna explicación científica. No hay ninguna razón para que exista el mundo. Está ahí como hecho gratuito. Lo mismo puede decirse de mi vida, de todas las vidas. Lo fundamental aparece gra­tis, existe por gracia.

Y cuando Dios se decide a crear, tampoco lo hace condicionado por nada ni por nadie. Así se explica que sólo cree lo que le agrada, pues si algo no le gustase no lo habría creado (cf. Sab 11, 24). Para designar el acto creador, el libro del Génesis, en su versión grie­ga, emplea la palabra poiesis -poesía- (Gen 1, 1; cf. Hech 17, 24): el agua, los árboles, el sol, las estrellas... son una poseía de Dios. Pero la mejor obra de arte del artista divino es el ser humano. Y esto hasta el punto

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de que este ser humano ha sido creado "a imagen" de Dios, a imagen del Amor. El Dios que es Amor, Comu­nión, y por tanto, donación, entrega, encuentra su reflejo, su imagen, en la apertura, receptividad, capa­cidad de acogida del ser humano. La razón última por la que Dios crea al ser humano a su imagen es porque Dios quiere al hombre como su interlocutor.

La imagen establece el mínimo de igualdad nece­saria entre Dios y el hombre para que sea posible la reciprocidad que pide el amor pleno, pues la reci­procidad del amor implica una cierta igualdad entre los amantes. Decimos "mínimo de igualdad" y "cier­ta igualdad" para dejar claro que Dios siempre ama más y ama primero, pero esta primacía no sólo no impide, sino que suscita la capacidad de amar en el ser humano. Dios crea un ser capaz de responder a su amor, de "permanecer" en un amor como el suyo (Jn 15, 9). Se comprende así lo que dice Tomás de Aqui-no: por ser imagen de Dios, el hombre tiene capaci­dad para la gracia1, o sea, para acoger el amor de Dios, y al acogerlo, realizar el encuentro en el que con­siste la gracia.

POR AMOR DIOS CREA UN SER QUE NO PUEDE ESTAR SIN É L

La comprensión de la imagen como capacidad para la gracia resuelve de raíz las dificultades que en teología se han dado al entender lo sobrenatural como separado u opuesto a lo natural. Se entendía por natu­ral lo que pertenece al ser humano como constituti­vo suyo; por sobrenatural lo que no pertenece al ser humano ni como constitutivo, ni como consecuencia, ni como exigencia. Dios era sobrenatural porque el

1. Suma de Teología, I-II, 113, 10.

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ser humano no podía pretender, con sus posibilida­des, alcanzarlo, ni obligarle a que se manifestase. La gracia pertenecía a lo sobrenatural porque trascien­de infinitamente lo natural. Pero entender así lo natu­ral y lo sobrenatural, o dicho de forma más concreta, lo humano y lo divino, es olvidar la realidad de la his­toria de salvación en la que estamos situados, la única historia que existe y que se ha dado. Cierto, ya lo hemos dicho en nuestra introducción, Dios pudo haber creado un ser inteligente sin destinarlo a la vida eterna, al encuentro con El. Pero de hecho, eso no ha sucedido nunca. Desde siempre, Dios ha creado al ser humano como ser de comunión y le ha llamado a res­ponder al amor que desde siempre le ha manifestado y otorgado2. Desde siempre hay en el hombre una "capacidad de Dios"3, y un "deseo natural de ver a Dios"4.

2. "Dios queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatu­ral, se reveló desde el principio a nuestros primeros padres" (Dei Ver-bum, 3). "Desde su mismo nacimiento el hombre es invitado al diá­logo con Dios" (Gaudium et Spes, 19).

3. Es esta una de las formulaciones más osadas y afortunadas de la tradición: el hombre es capax Dei. Aparece por primera vez en Rufino, comentando la encarnación: anima capax Dei (Symb. 13; ML 21, 352). San Agustín la usa para describir al hombre que es "imagen de Dios en cuanto es capaz de Dios y puede participar de Dios" (De Trin. XIV, 8, 11). En esta línea Sto. Tomás afirma que "el alma es capaz de Dios porque es su imagen" {Suma III, 6, 2; cf. De Spe, 1, ad 5; Suma 1-11, 113, 10), "capaz de la bienaventuranza" (Suma III, 9, 2, ad 3; li­l i , 25, 12, ad 2; cf. De Spe 1, ad 8; De caritate 7, ad 5; 8), "capaz del sumo bien" (Suma I, 93, 2, ad 3) También: De Veritate, 14, 10, arg. 2. El Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 26 y 27) titula el cap. 1 de su comentario al Credo con esta fórmula, para introducir otro tema con la que está relacionada: el hombre como deseo de Dios. La mejor manifestación de esta capacidad del ser humano está en la Encar­nación: si Dios puede hacerse hombre, eso significa que la naturale­za humana es capaz de acoger a Dios.

4. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, 93, 2, ad 3; cf. I-II 2, 8; 3, 8. Sobre esto ver: MARTÍN GELABERT, "La apertura del hombre a Dios", en Teología Fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Declée, Bilbao 1999, 83-128, sobre todo 87-92.

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Tal deseo no es un síntoma de un desmedido egoísmo humano que quisiera posesionarse de Dios, ni nace de una exigencia meramente humana. Fue Dios mismo quien creo al hombre de manera que no pueda llegar a ser plenamente feliz si no está unido a él. Fue Dios quien sembró en el corazón humano el anhelo del Infinito y el deseo de amarlo y contem­plarlo cara a cara. Fue Dios quien estructuró al ser hu­mano de esta forma. El deseo natural de Dios no es una exigencia meramente humana: "el grito del hom­bre es sólo eco de la voz de Dios que lo llama"5. Por eso hay en el hombre una inquietud permanente, un vacío que sólo se colma cuando se encuentra con Dios. No hay, por tanto, una especie de doble finali­dad en la vida humana, una que sería mundana o natural y otra que sería sobrehumana o sobrenatural. La única finalidad es la sobrenatural: "la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, la divi­na"6; "todos los hombres son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo"7. Esta única voca­ción humana integra (sin anularlas) las exigencias del orden natural: no se puede ser auténticamente divino sin ser también plenamente humano. La humanidad está siempre penetrada por lo divino: "en Dios vivi­mos, nos movemos y existimos" (Hech 17, 28).

POR AMOR DIOS ACEPTA SER INCOMPRENDIDO

E INCLUSO NEGADO

Hecha esta aclaración, debemos volver a la prima­cía del amor de Dios, incondicional y fiel. Pues no es

5. L. BOFF, Gracia y liberación del hombre, Cristiandad, Ma­drid, 1978,66.

6. Gaudium et Spes, 22. 7. Gaudium et Spes, 24.

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fácil comprender un amor como el de Dios y, en gene­ral, todo auténtico amor.

Una primera dificultad viene del hecho de que el amor se define y califica por el bien. El amante siem­pre desea lo bueno, lo mejor, para el amado. El que vive en el amor se encuentra en la práctica imposibi­lidad de hacer el mal (Rm 13, 10). Ningún amante auténtico haría un mal al amado, ni siquiera en el caso de que el amado se lo pidiera. Pensaría el amante que esta petición se debe al error, a la falta de visión o de información. Se expone entonces el amante a ser mal interpretado, a que el amado piense que no le ama por no responder a sus deseos, cuando en realidad no res­ponde a sus deseos porque le ama, prefiriendo el bien del amado al suyo propio. Así puede ocurrir con el amor de Dios. El ser humano, debido a su limitación, puede entender que es bueno para él lo que en reali­dad es malo. O puede no ver la bondad divina, pues ésta solo se manifiesta (como toda manifestación de Dios) por medio de las realidades creadas. Y los bienes creados siempre son ambiguos. Puede ocurrir incluso que lo bueno, lo realmente bueno, nos parezca malo, como "el bien espiritual les parece a algunos malo, en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya concupis­cencia están asentados"8.

Otra dificultad de comprensión puede provenir del hecho de que Dios ama a todos; y a todos por igual, pues a todos los ama con todo su amor. Igual no quie­re decir que a todos ama de la misma manera: al ase­sino le ama deseándole lo mejor para él, o sea, que se convierta. Esta igualdad corre el riesgo de no ser com­prendida ni aceptada y, en ocasiones, esta incom­prensión proviene de gentes que se consideran pia­dosas, pues tienen la tendencia a desigualar el amor

8. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate, a. 12.

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de Dios, pensando que ama más a los justos que a los pecadores, o que ama más a unas personas que a otras (y aquí suelen aducir como si fuera un argu­mento incontestable el nombre de María). Pero en Dios no hay más ni menos. En Dios sólo hay "su" amor. Somos nosotros los que, al amar limitadamen­te, amamos egoístamente. Esta visión desigualitaria del amor de Dios es una proyección de nuestros amo­res limitados -por pequeños y por falta de visión-, que tienden a la celotipia o a la envidia, y no pueden acep­tar que si Dios me ama a mí, pueda también amar a quién yo ni amo ni quiero amar. El hombre se rebela contra un amor así. Esto explica que el amor de Dios pueda acabar crucificado. Y, desde nuestro punto de vista, termine "enemistado" con todos, no porque Dios busque la enemistad, sino como consecuencia inevitable de la grandeza y universalidad de su amor.

Sólo en la medida en que yo voy transformándome y amando a mis enemigos, puedo comprender y vivir un amor como el de Dios. Y, al hacerlo, me ocurrirá algo similar a lo que le pasó a Jesús: ser incompren-dido y rechazado a causa del amor. Paradójicamente, cuando el amor se encuentra con el egoísmo puede producir, al menos en un primer momento, incom­prensión y desamor: "si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber", pero sabiendo que, lejos de ganártelo, le "pondrás colorado", "amon­tonarás ascuas sobre su cabeza" (Prov 25, 21-22; Rm 12, 20) y, por tanto, encontrará nuevos motivos para volverse contra ti.

POR AMOR DIOS VA MÁS ALLÁ DE LA JUSTICIA

La mayor dificultad de comprensión de un Dios sólo de gracia, de un Dios de amor excesivo, que llega

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hasta el extremo (Jn 13, 1) y ama a sus enemigos (Rm 5, 10), es eminentemente teológica. Pues un amor así es indulgente (Sab 11, 26) y paciente (2 Pe 3, 9) y puede, a veces, parecer injusto. En el perdón de los pecados que Jesús prodiga a manos llenas se mani­fiesta esta injusticia del amor a los ojos humanos, pues el pecado, más que perdonado, exige ser castigado y reparado. Por eso, Jesús es criticado (Le 15, 2).

Un amor como el de Dios, tal como se revela en Jesús, parece negar su justicia, atributo sin el cual Dios no parece que pueda ser Dios. Desde muy anti­guo, y precisamente dentro del contexto de la refle­xión sobre gracia y salvación, la cuestión de la justi­cia de Dios ha ocupado y preocupado a los autores cristianos. A la luz de la Escritura no se puede negar que Dios es gracia, misericordia, amor. Pero tampo­co se puede negar que es justo. Ambos atributos, lle­vados al extremo, parecen incompatibles. La teología ha buscado su compaginación.

Ya desde San Agustín un presupuesto condiciona­ba (y viciaba) toda posible compaginación, a saber: la indignidad de todos los seres humanos, ya que a causa del pecado original toda la humanidad se convierte en pecadora y, por tanto, merece la condenación. Si esto ocurriera la justicia de Dios quedaría satisfecha. Pero para que también se manifieste su gracia y misericor­dia, es necesario que algunos se salven: nadie escapa del castigo "justo y debido, si no es por una misericor­dia y una gracia indebida"9. A partir de tales supuestos nacen las disputas sobre la proporción entre salvados y condenados, aunque ya San Agustín afirma que la mayoría de los seres humanos se condenará10, y sólo

9. SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, XXI, 12. 10. "La mayor parte de los hombres no llega a ser bienaventu­

rado" (SAN AGUSTÍN, Enchirion, 97).

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unos pocos se salvarán, quedando así satisfecha tanto la justicia como la misericordia: "Dando la gracia a algunos aunque no la merecen, quiso Dios que fuese gratuita ciertamente y, por ende, verdadera gracia; no dándola a todos, claramente manifiesta y hace ver qué es lo que todos merecen"11.

Con pocas variantes la mayoría de los grandes autores siguen este planteamiento12. Así Sto. Tomás repite doctrina agustiniana para justificar que en Dios no hay iniquidad "cuando no trata igual a quienes son iguales", pues "Dios quiso representar su bondad en algunos hombres, los que predestina, a través de su misericordia, con el perdón; y a otros, los que conde­na, a través de su justicia, con el castigo"13. Aún así, en Tomás de Aquino encontramos otro tipo de textos que abren nuevas perspectivas: "la obra de la justicia divina presupone la obra de la misericordia, y en ella se funda". Por tanto "en cualquier obra de Dios apa­rece la misericordia como raíz. Y su eficacia se man­tiene en todo, incluso con más fuerza, como la causa primera, que actúa con más fuerza que la causa segunda"14.

En Dios, la bondad es lo condicionante de todo su ser y obrar. Esta perspectiva que aparece en Tomás de Aquino va en la dirección correcta. Pues según la Escritura, Dios manifiesta su justicia no condenando, sino salvando. Y allí donde aparece un conflicto entre

11. Del don de la perseverancia, 12, 28; CL De la corrección y la gracia, 13, 39-42; Sobre diversas cuestiones a Simpliciano I, 2, 17; De la predestinación de los santos, 6, 11; 8, 14.

12. Para conocer algunos detalles de la postura de San Agustín, San Anselmo y Sto. Tomás sobre esta cuestión, ver: M. GELABERT, "La misericordia se siente superior al juicio", en Teología Espiritual, 2000, 270-275.

13. Suma de Teología, I, 23, 5, ad 3. 14. Suma de Teología, I, 21, 4.

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justicia y misericordia, éste se resuelve a favor de la misericordia. En efecto, aunque en el Antiguo Testa­mento el concepto de justicia es complejo, en los Sal­mos y en otros textos aparece que Dios se muestra justo al manifestar su misericordia: la justicia de Dios hace vivir (Sal 119, 40). Pero es sobre todo en el Nuevo Testamento donde la justicia de Dios se manifiesta en la rehabilitación del pecador por pura gracia. Dios manifiesta su justicia, leemos en Rm 3, 24-26, justifi­cando, o sea, haciendo justo al pecador y teniendo misericordia de todos. Por este motivo, en el Evangelio se revela la justicia de Dios (Rm 1, 17). Esta justicia es una buena noticia, pues no se trata de la justicia retri­butiva, por la que Dios premia o castiga según los merecimientos de cada uno, sino de la justicia que jus­tifica (hace justo) al impío.

En suma, en Dios gracia o misericordia y justicia, lejos de oponerse, se identifican. Aunque también cabe decir, si nos fijamos en un texto en donde parecen distinguirse, que respecto a nosotros, su misericordia es mayor: "la misericordia se siente superior al juicio" (Stg2, 13).

POR AMOR DIOS PERDONA Y NO CONDENA

Entre los hombres, la excesiva preocupación por la justicia puede convertirse en un deseo de justa ven­ganza. Pero no es esta la lógica divina. La lógica de Dios es que un solo justo merece el perdón de todos los pecadores (Rm 5, 15-21). Este es el argumento que ya en el Antiguo Testamento emplea Abraham al invo­car el perdón para las ciudades de Sodoma y Gomo-rra. Si hay en ellas algunos justos, no parece justo des­truirlas: "El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo

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que es justo?" (Gen 18, 25). "Lo justo" en este caso es perdonar. Abraham no es más que figura del verda­deramente justo, cuya justicia tiene un valor inmen­so a los ojos de Dios: "Si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. El es víc­tima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1 Jn 2, 1-2).

Las consecuencias de pensar a Dios en términos de justicia pueden llegar a extremos tales como la jus­tificación de guerras y venganzas. Y esos extremos se han dado. Y se siguen dando. Aunque todo tiene su momento y su contexto, vistas con ojos de hoy, sor­prenden las exhortaciones que hacía San Bernardo a los cruzados: A los soldados de Cristo "matando, Cris­to mismo se les entrega como premio. El acepta gus­tosamente como una venganza la muerte del enemi­go... La muerte del pagano es una gloria para el cristiano, pues por ella es glorificado Cristo"15. Pala­bras que contrastan con las que, en su mensaje del 1 de enero de 2002, bajo el lema de "no hay paz sin jus­ticia, no hay justicia sin perdón", pronunció Juan Pablo II: "es una profanación de la religión... hacer en su nombre violencia al hombre"; "mostrar miseri­cordia significa vivir plenamente la verdad de nues­tra vida"; "el Dios que nos redime es un Dios de mise­ricordia y de perdón"; "el perdón comporta siempre a corto plazo una aparente pérdida, mientras que, a la larga, asegura un provecho real"; "el perdón podría parecer una debilidad; en realidad, tanto para con­cederlo como para aceptarlo, hace falta una gran fuerza espiritual y una valentía moral a toda prueba. Lejos de ser menoscabo para la persona, el perdón la

15. "Las glorias de la nueva milicia", 4, en Obras Completas, BAC, Madrid, 1983,1.1, 503.

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lleva hacia una humanidad más plena y más rica, capaz de reflejar en sí misma un rayo del esplendor del Creador". Ya hemos dicho que Cristo, perdonan­do y justificando en la cruz a sus enemigos, es la mejor revelación del Dios de perdón y misericordia.

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GRACIA ES LA PERSONA TRANSFORMADA

POR EL AMOR DE DIOS

La doctrina sobre la gracia afirma no sólo que Dios ama al ser humano, sino también que este amor transforma a la persona, permitiéndole así realizar el encuentro al que tiende todo amor. En efecto, el amor no retiene su categoría, rompe su transcendencia, cubre la distancia, quiere llegar al amado asemeján­dolo a él, busca la reciprocidad. El amor se realiza ple­namente en la amistad, en la recíproca benevolencia de quienes se aman.

Eso de que Dios quiere acercarse al hombre y esta­blecer con él una relación de amistad no es algo obvio para el hombre religioso. Una expresión como la de 1 Jn 3, 2, "seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es" es inconcebible -si no blasfema- para un musulmán. Definiciones bíblicas como "hijo de Dios" en sentido pleno, o como la frase evangélica de que "ya no os llamaré siervos sino amigos", son también blasfemas para un musulmán. Dios está siempre más allá y no puede ponerse al nivel del hombre. Y aunque Alá es confesado en cada sura del Corán como "cle­mente y misericordioso", entre los cien nombre de Dios falta el único que le da el Nuevo Testamento:

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"Dios es Amor"16. Para el musulmán, Dios es Señor, y el Señor juzga, premia y castiga, pero tiene su propio sitio, distinto del sitio del hombre. Ni el hombre se parece a Dios ni puede pretender alcanzarlo.

EL HOMBRE, PARTÍCIPE DE LA NATURALEZA DIVINA

La teología de la gracia pide comprender no sólo que Dios ama al ser humano, sino también que el hombre, al acoger el amor de Dios queda transfor­mado y, además, que esta transformación es conse­cuencia de la presencia de Dios en él, pues al acoger el amor de Dios en realidad acogemos a Dios mismo que es Amor. ¿Cómo es esto posible?

En el Nuevo Testamento encontramos dos series de afirmaciones, pudiendo ser la segunda una buena interpretación de la primera. Por una parte, el Nuevo Testamento afirma que Dios mismo, por medio de su Espíritu, se hace presente en el hombre justo: "Si algu­no me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23); "Dios mora en nosotros por el Espíritu que nos ha dado" (1 Jn 3, 24); "el amor de Dios ha sido derrama­do en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5; cf. Gal 4, 6). De este modo el hombre se convierte en santuario de Dios y templo del Espíritu (2 Co 6, 16; 1 Co 3, 16; Ef 2, 21-22; 1 Co 6, 19). También afirma el Nuevo Testamento que el hombre justificado se convierte en una nueva crea­ción, en un hombre nuevo y renovado, transformado (Rm 6, 3-11; Gal 6, 15 ;2Co5 , 17; Col 3, 10;Ef2, 15; 4, 24), viviendo ya la vida eterna, la misma vida de

16. Cf. CONSELL PERMANENT DE CRISTIANISME I JUSTÍCIA, Islam y Occidente, Cuadernos CJ, Barcelona, 2001, 4-5.

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Dios (Jn 3, 15; 3, 36; 5, 24; 6, 40.47; 10, 28; 17, 2 ss; 20, 31; 1 J n 5 , 12).

Con la expresión "gracia creada", la teología quie­re designar esta presencia de Dios en el hombre y la transformación que opera. Al acoger el amor de Dios, el hombre acoge al mismo Dios (ya que los amantes entregan al amado su persona por medio del amor); y así el hombre se asemeja a Dios viviendo la vida divi­na (la vida de Dios, que es Amor, ya que el amado se asemeja al amante). Cristo, afirma Fulgencio de Ruspe, "ha traído el don de la caridad, por la que los hombres se hacen partícipes de la naturaleza divina"17. En muchos ambientes la palabra caridad ha adquiri­do connotaciones sentimentales y ha perdido su fuer­za ontológica originaria. Por medio de ella, el cristia­no y Dios son synergoi (= colaboradores, colegas, cómplices) en la misma empresa (1 Co 3, 9). La mejor imagen para entender lo que esto puede significar la ofrece Jesús al decir: "yo soy la vid; vosotros los sar­mientos" (Jn 15, 5). Los sarmientos viven por y con la misma savia de la vid, del mismo modo que si injerto una rama de limonero en un naranjo, la rama del limo­nero produce limones con la energía y la savia del naranjo. Se comprende así que el Discurso a Diogne-to (texto del siglo II) diga: El cristiano "suministra a los necesitados lo mismo que él recibió de Dios, se con­vierte en Dios" para sus prójimos18. Es la providencia de Dios, su mano, porque actúa con la misma fuerza de Dios. La imagen de la vid y el sarmiento sugiere muy bien la vida divina que transforma al creyente, pero al mismo tiempo indica también que el creyen­te sigue siendo él mismo, produciendo sus propios

17. Sermón 3, 2: CCL 91 A 906. 18. "Discurso a Diogneto", X, en Padres Apostólicos (ed. de D.

Ruiz Bueno), BAC, Madrid, 1974, 857.

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frutos de vida con la vida de Dios. Tendremos ocasión de decir que la gracia no anula al ser humano, sino que al divinizarlo le potencia en su humanidad, le hace ser más humano.

El concepto de gracia creada pretende indicar que cuando el hombre acoge a Dios y su amor transfor­mador, se establece una relación en la que nadie es sustituido. La deificación de la que hablaban los Padres de la Iglesia no puede entenderse como si Dios ocupase nuestro lugar. Dios nos comunica un dina­mismo, una facultad de actuar. Pero somos nosotros quienes obramos. Se ve claro en el pasaje de Rm 8, 14: "todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios". Al acoger el amor de Dios, el hom­bre se hace capaz de actos y actitudes que antes le eran imposibles. Pero para que tales actos sean suyos y no de Dios obrando en él sin él, algo tiene que haber ocu­rrido en su interior. Si no se hubiera dado un cambio en el hombre, cuando éste actuase "según Dios" eso sólo podría significar que el hombre es un juguete en manos de Dios, que actúa coaccionado y forzado desde el exterior. Pero no es así, pues el amor acogido pro­duce una conformación ontológica y vital con Dios. Dios no es una fuerza que nos mueve desde fuera. Dios nos constituye desde dentro, pero al hacerlo no nos anula; nos da el ser y lo potencia. Se comprende así que la gracia no puede entenderse como algo "nues­tro", en el sentido de que, una vez adquirida, pueda considerarse independiente de su fuente, el amor de Dios19. Todo lo contrario: este amor es el principio per­manente de la transformación del hombre. Por eso

19. Cf. IVÉS M.-J. CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona, 1983, 58-59; J.L. Ruiz DE LA PEÑA, El don de Dios, Sal Terrae, San­tander, 1991, 349-350; Luis F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid, 1993, 167-168.

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hemos dicho que la gracia es encuentro y relación: la relación no anula, sino que potencia a cada uno de los amantes, pero esta potenciación sólo es posible en la medida que la relación permanece. La relación no es algo dado de una vez por todas. Se mantiene en la mutua donación de dos amores. El amor no sólo con­siste en dar, sino en permitir a los otros amarnos y dar­nos algo de ellos mismos. El Dios amante nos hace capaces de amar, de responderle con amor.

Para entender la acogida personal de Dios hay que preguntarse: ¿cómo se acoge a una persona, cómo se la recibe? ¿Cómo Dios puede hacerse presente en lo más profundo de mí? Una buena explicación pudiera ser: la persona se recibe por medio de la palabra. Cuando el amado me dice una palabra de amor se me está dando y yo le estoy acogiendo. Con la palabra no sólo comunico información. Me comunico a mí mismo, me expreso en ella. Dirigir a otro la palabra no es sólo cubrir la distancia que del otro me separa, sino dar a conocer mi interioridad y poner algo de mi alma en la del otro. La palabra es el medio por el que dos interioridades se manifiestan una a la otra para vivir en reciprocidad. La palabra es signo de amistad. Hablar es una forma de donación de la persona a otra persona. Uno se abre al otro, ofreciéndole la hospita­lidad, en lo mejor de sí mismo. Cada uno da y se da en una comunicación de amor. Pues bien, Dios en Cristo nos ha entregado su Palabra. Al acoger las palabras de Jesús, le acogemos a él (cf. Jn 15, 7.10), y al recibirle a él, recibimos al Padre (Jn 13, 20). Al acoger sus pala­bras, Jesús mismo se nos hace presente por medio de su Espíritu: "Cristo vive en mi" (Gal 2, 20). Se produ­ce entonces en el hombre una transformación. Se hace capaz de amar, de responder con amor al amor. Esta transformación podemos calificarla como opción fun­damental, como una orientación radical de toda nues-

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tra vida. No se produce solo un cambio en nuestro actuar. La opción fundamental produce un cambio en nuestro modo de ser. Todo esto es lo que se quiere designar con el concepto de gracia creada20.

LA GRACIA COMO HUMANIZACIÓN

La gracia es la acogida del amor de Dios. El hom­bre vive así en la alegría de saberse amado y de poder amar. Ahora bien, el amor madura, logra el equilibrio afectivo y personal, eleva a la persona, le proporciona estabilidad y seguridad, ofrece un sentido a la vida.

Dios, lejos de anular al hombre, le potencia. Esta es la ley de todo auténtico amor: respetar al amado, que­riendo lo mejor para el amado, precisamente en tanto que otro distinto y en tanto que es él. La gracia, lejos de alienarnos, nos hace ser lo que de hecho somos y nos orienta en lo mejor de nosotros mismos. No puede haber oposición entre lo que el hombre es y lo que Dios le hace ser, pues Dios precisamente le hace ser lo que es. Desde este punto de vista, la voluntad de Dios coincide con los mejores deseos del ser humano: lo que Dios quiere es que el hombre sea feliz.

En este asunto me parece fundamental la ilumi­nación que aporta la cristología: Jesús es al mismo tiempo "imagen de Dios invisible" y "Hombre per­fecto"21 . Pero no como si se tratase de dos realidades

20. Sobre la palabra como el medio por el que se acoge a una persona y también a Dios mismo, y sobre la gracia como opción fun­damental, me ha explicado abundantemente en otros libros míos y no considero necesario repetir lo ya dicho: M. GELABERT, Salvación como Humanización, Paulinas, Madrid, 1985, 116-127 y 131-144; Vivir como Cristo, San Pío X, Madrid, 1992, 172-175; Jesús, revelación del miste­rio del hombre, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid, 2001 (3.a

ed.), 226-235. 21 . Gaudium et Spes, 22.

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yuxtapuestas. Es hombre perfecto, no sólo en el sen­tido de que posee una verdadera naturaleza humana, sino sobre todo porque en él la humanidad alcanza la perfección, la plenitud de lo humano. Y la plenitud de lo humano es Dios. Así, Jesús es hombre perfecto por ser la imagen de Dios invisible. Uno es tanto más per­fectamente humano cuanto más se acerca a Dios, ya que Dios es el fundamento, la perfección y la meta del ser humano: "todo fue creado por él y para él" (Col 1, 16). No resulta fácil pensar la humanidad de Jesús. Y menos aún, pensar que es tanto más humano cuanto más divino es. Porque tendemos a separar lo divino de lo humano, a rodearlo del brillo fantasmagórico de lo "superhumano". Algunas escrituras apócrifas sucum­bieron a esta tentación. El alto valor de los Evangelios canónicos reside precisamente en que junto a la con­fesión de Jesús como Hijo de Dios, afirman también sus limitaciones humanas y su crecimiento en huma­nidad. En Cristo, su divinización fue su humaniza­ción. En razón de la íntima unión entre lo humano y el Verbo, el hombre Jesús se hizo más intensamente humano. Porque Dios no nos alcanza desde fuera, sino desde dentro, desde el centro fundamentador de nuestra existencia, desde dentro del núcleo de nues­tra persona.

Dios es una idea forjadora de identidad. Cuando se habla de divinización del cristiano por la gracia, este hacerse divino no puede entenderse como una huida de lo humano, que en la práctica se traduce muchas veces como un desprecio por lo corporal, sino como el encuentro con lo que nos hace humanos: Dios mismo. Dios nos hace "normales". Por eso, la seme­janza del hombre con Dios no consiste en dejar de ser hombre, ni en pretender ser "más que hombre": "el hombre se asemeja más a Dios cuando tiene cuanto requiere su condición natural", dice magistralmente

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Tomás de Aquino22. Dios no reemplaza, no sustituye, no ocupa nuestro lugar. Al contrario, impulsa, libera al orientarnos y situarnos en nuestra verdadera dimensión (cf. Jn 8, 31-36). Dios es artífice e impulsor de nuestra propia responsabilidad, hace que el hom­bre tome en sus manos su destino y lo haga con todos los medios racionales y humanos de que dispone. Así, la omnipotencia divina y la autorresponsabilidad hu­mana crecen en la misma proporción, no en propor­ción inversa.

Esta "teología" (este discurso sobre Dios) implica una determinada antropología: el hombre se realiza en el bien, en el amor al prójimo, en la entrega de la vida. Una palabra de Jesús expresa la estructura básica de toda la realidad y, sobre todo, de la realidad humana: el que entrega la vida, ese la gana (cf. Mt 16, 25). La llamada de Jesús a "perder" la vida por el Evangelio o por el hermano hay que entenderla en un sentido total­mente positivo. Pues de lo que se trata es de ganar la vida. Pero la vida sólo la encuentra el que la da. Solo el que busca la felicidad de los demás, ese y sólo ese trabaja por su propia felicidad. Este es el sentido de la cruz: en la entrega amorosa del que nada se reserva, se encuentra la vida para uno mismo y para los demás. Por eso la gracia es éxodo, encuentro con el otro, para encontrar ahí la más cabal identidad.

Lo que hace la gracia es renovar al ser humano, incidir en su ser auténtico, que es el amor. Por tanto, la gracia hace del hombre no un sujeto egoísta, que se pierde en si mismo, sino un sujeto solidario, que se encuentra a sí mismo en el otro. La gracia nos orien­ta así a la búsqueda de lo mejor de uno mismo, que es Dios; a la búsqueda de las huellas de Dios en este mundo, de todo lo que hace a Dios presente en el

22. Suma de Teología, Supl. 75, 1, ad 4.

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mundo, que es el bien. El bien es lo que conviene al hombre, lo que le realiza, lo más conforme a su natu­raleza, que está hecha para el bien. El pecado, a pesar de las apariencias, es un atentado contra nuestro bien23. "Los pecadores son enemigos de sí mismos" (Tob 12, 10). "El pecado rebaja al hombre, impidién­dole lograr su propia plenitud"24.

Precisamente porque Dios es la maduración del ser humano, su gracia nos hace más libres. Se com­prende así que Dios pueda, a veces, parecer inseguro e inconfortable. No nos trata como a niños inmadu­ros, sino como a hombres libres en quienes la liber­tad es un reflejo de su gloria. Al contrario de lo que ocurre con el pecado, que cada vez esclaviza más, la gracia deja a uno cada vez más libre. Y, en consecuen­cia, le hace más responsable. Dios no es un tranqui­lizante que soluciona los problemas y dispensa al hombre de pensar.

EXPERIENCIA DE LA GRACIA

Si la gracia transforma humanizando; si es, en defi­nitiva, una realidad en el hombre, ¿puede hablarse de una experiencia de la gracia? Clásicamente esta cues­tión se ha formulado de otra forma, dando lugar a dis­cusiones y polémicas que hoy me parecen superadas: ¿podemos saber con certeza que estamos en gracia?25.

23. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, III, 122; Suma de Teología, I I I , 73, 2; 78, 3; 109, 8.

24. Gaudium et Spes, 13. Por el contrario, en el seguimiento de Cristo, "el hombre se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre" (Gaudium et Spes, 41).

25. Según Lutero "es necesario que luchemos cada día a ñn de pasar de la incertidumbre a la certeza y extirpar de raíz la opinión per­niciosa que ha devorado al mundo entero: que nadie sabe si está en gracia" (M. LUTERO, Oeuvres, Labor et Fides, Genéve, 1957 ss. t. XVI,

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La respuesta que dio Tomás de Aquino a esta pregun­ta me parece orientadora: "para conocer algo con cer­teza hay que estar en condiciones de verificarlo a la luz de su principio propio... Ahora bien, el principio de la gracia, como también su objeto, es Dios mismo, que por su propia excelencia nos es desconocido... Y así su presencia en nosotros, lo mismo que su ausencia, no puede ser conocida con certeza". Dios siempre es un Misterio. Un acceso directo a él es imposible en las condiciones de este mundo. Tener, pues, una expe­riencia inmediata de Dios es imposible. Pero si no es posible un encuentro directo, cara a cara con Dios, sí que resulta posible tener una experiencia indirecta de Dios, pues los efectos nos permiten tener una idea de las causas: cuando veo humo, aunque nunca haya visto el fuego, puedo pensar que algo o alguien lo pro­duce, aunque la idea que me hago del productor es necesariamente muy limitada. De este modo resulta posible una experiencia indirecta o conjetural de Dios, pues el creyente sabe que en todas las realidades hay una huella de su Autor, una huella de Dios: "una cosa puede ser conocida de manera conjetural, por medio de indicios. Y de esta suerte sí puede el hombre cono­cer que posee la gracia, porque advierte que su gozo se encuentra en Dios y menosprecia los placeres del mundo, y porque no tiene conciencia de haber come­tido pecado mortal... Sin embargo, este conocimien­to es imperfecto"26.

Dios en este mundo nunca se experimenta como una cosa. Nunca lo encontramos delimitado. Dios no es una realidad más excelente junto a otras realidades.

90). El Concilio de Trento, mal entendiendo seguramente lo que Lute-ro entendía por certeza de la gracia y de la salvación, calificó sus posi­ción de "vana confianza alejada de toda piedad" (DH, 1533).

26. Suma de Teología, I-II, 112, 5.

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No está con lo otro, sino en todo lo otro, como fun­damento, como el que da el ser y hacer ser. Por eso su gracia (el don de su amor) no es una cosa más exce­lente junto a otras cosas que lo son menos. La gracia es el amor de Dios y el modo de ser que adquieren las personas cuando quedan penetradas por el misterio de Dios. Y Dios manifiesta su amor no como "algo", por­que el amor no es una "cosa" separada y delimitable27. El "ser del amor" es ser causa, motor, impulso, forma, fin, sentido. Por eso no existe separado, por sí mismo, sino "en" y a través de otras realidades28, es como "lo medicinal respecto a los jugos de yerbas y lo militar respecto a lo ecuestre"29, o "el calor respecto de la cale­facción"30. Esto significa que la gracia, el amor de Dios, sólo lo encontramos encarnado, en otra realidad. Las realidades, personas o cosas penetradas por el amor de Dios, son el necesario soporte de la gracia, y el lugar donde el hombre descubre la cercanía divina. Pero, puesto que a Dios sólo se le encuentra y expe­rimenta "a través de" mediaciones, puede uno que­darse en las mediaciones, sin encontrar al que en ellas se manifiesta.

Resulta así que la gracia siempre es "sacramental", o sea, se da a través de otra realidad significativa, una realidad que desde sí misma apunta más allá de sí misma, una realidad en la que uno descubre "algo más", algo que está en ella y se me ofrece en ella, pero que no se limita a ella. No existe la gratuidad o la benevolencia en sí. Lo gratuito se manifiesta a través de un modo de ser del hombre y del mundo. Se mani-

27. Cf. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate a. 4, arg. 9: la caridad no es un cuerpo; a. 7, arg. 17: la caridad no es algo material, sino es­piritual.

28. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate a. 3, ad 8.

29. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate a. 5.

30. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate a. 7, ad 17.

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fiesta cuando contemplo las cosas y los hombres en su relación con Dios y los vivo como don y gratuidad, como presencia de Dios en el mundo. La gracia, como presencia de Dios en mi vida, se manifiesta también "en" (no "junto a" o "además de") mi capacidad de per­dón, de amor desinteresado, de alegría por el bien rea­lizado, de anhelo de justicia, en mi lucha contra el mal, en el gozo de la oración.

Pudiera ocurrir también que la experiencia de la gracia resultase paradójica, y además de darse en realidades sacramentales plenificantes o positivas (capacidad de perdón, ayuda que me prestan o pres­to, admiración que produce la belleza del cosmos) se manifestase en forma de carencia o de vacío. De hecho, los considerados grandes amigos de Dios, los santos, hablan con frecuencia de sequedad o de noche oscura, de la ausencia o el hueco dejado por un Dios al que desean encontrar. A veces pensamos que una vida dedicada a Dios conduce a experiencias lumino­sas. En bastantes ocasiones ocurre lo contrario. Es sor­prendente que Teresa de Lisieux puede mantener su confianza en Dios habiendo experimentado, al bus­carle, la más profunda oscuridad: "De pronto, las tinie­blas que me rodean se hacen más densas, penetran en mi alma y la envuelven de tal suerte, que me es im­posible descubrir en ella la imagen tan dulce de mi patria. ¡Todo ha desaparecido...! Cuando quiero que mi corazón, cansado por las tinieblas que lo rodean, descanse con el recuerdo del país luminoso por el que suspira, se redoblan mis tormentos. Me parece que las tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen burlándose de mí: Sueñas con la luz, con una patria aromada con los más suaves perfumes; sueñas con la posesión eterna del Creador de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te rodean. ¡Adelante! ¡Adelante! Alégrate de la muerte, que te

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dará, no lo que tú esperas, sino una noche más pro­funda todavía, la noche de la nada"31. Experimentar la gracia puede ser también una experiencia de debilidad (cf. 2 Co 12, 9). Y así no es fácil mantenerse en pié. Esta situación puede vivirse no sólo como "experien­cia del alma", sino también como experiencia de una situación social e histórica insoportable, en donde la injusticia y el mal nos rodean de tal forma que resul­ta difícil ver a Dios en medio de tanto sufrimiento. En todo caso, también ahí, en la lucha contra el mal, está Dios acompañándonos, y en esta lucha misma se hace presente. Y, a propósito de tantos que, buscándole, no encuentran a Dios, hay que decir que Dios mismo está presente en la búsqueda. Se hace presente haciéndo­se desear: "¿Le buscas? Es que le tienes" titula una de sus poesías Amado Ñervo, inspirándose en un pensa­miento de Pascal32. Creer en Dios también es eso: "sen­tir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia y vacío"33.

En suma, la experiencia de Dios y de su gracia sólo se da en estructuras finitas. Más que experimentar a Dios, nos experimentamos a nosotros mismos en nuestra relación con Dios. De ahí la dificultad de dis­tinguir "clara y distintamente" (Descartes) lo que en esta relación procede de Dios y lo que es propio de la naturaleza humana (aunque también esto propio de la naturaleza proceda de Dios). Por eso, la experiencia de Dios es paradójica, ambigua y puede prestarse a diversas interpretaciones.

31. TERESA DE LISIEUX, Obras completas, Editorial Monte Car­melo, Burgos, 1996, 279-280.

32. "Console-toi, tu ne me chercherais pas, si tu ne m'avais pas trouvé" (B. PASCAL, Pensamientos, n.° 736, ed. Chévalier; n.° 553 ed. Brunschvicg).

33. MIGUEL DE UNAMUNO, Obras completas, Escélicer, Madrid, 1966 ss.,t. VIL 218.

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Experimentamos, en ocasiones, nuestra vida "en" Dios, orientada hacia Él. En otras (¿las más?), expe­rimentamos nuestra lejanía de Dios, la añoranza de un Dios ausente o, al menos, siempre muy imperfecta­mente poseído en este mundo. De un modo u otro la experiencia de Dios y de su gracia se traduce siempre en una mayor humanización, en su doble vertiente de más madurez personal y más entrega al bien de los demás: por medio del Espíritu que hemos recibido "se restaura internamente todo el hombre" y el hombre se siente "capaz de amar"34.

"A Dios nadie le ha visto jamás" (1 Jn 4, 12), o sea, no es posible una experiencia directa de Dios. Pero "todo el que ama, conoce a Dios" (1 Jn 4, 7). Es posi­ble, pues, una experiencia de Dios "en" el amor y al amar. De modo que me parece legítimo afirmar que, si bien no es posible una experiencia directa de Dios, sí es posible una experiencia de la gracia, aunque tal experiencia es la experiencia de una mediación, a sa­ber, de los efectos de vida y amor que en mí o en los otros produce la acción del Espíritu.

Explicada así la experiencia de la gracia, cabe una pregunta: ¿puede darse el caso de que alguien expe­rimente la gracia, pero no la refiera a Dios? ¿Es posi­ble una experiencia de la gracia fuera de un clima reli­gioso? Al dar de comer al hambriento, el hombre, aún sin saberlo, se encuentra con Dios, afirma con toda claridad el Evangelio (Mt 25, 35). A veces se oye decir que los valores naturales son santificados según la intención con que se realizan. No me parece que esta sea una buena perspectiva. "Tuve hambre y me distéis de comer" y, al hacerlo, Dios estaba allí. Su presen­cia no dependía de ninguna "intención" especial. Ya hemos dicho que la divinización es nuestra humani-

34. Gaudium et Spes, 22.

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zación. La proposición inversa también es verdadera: la humanización nos diviniza, nos hace hijos de Dios. Ahora bien, el que pueda vivirse la gracia fuera de las dimensiones estrictamente religiosas, el que uno pueda encontrarse con Dios y no enterarse, y desde luego, el que lo importante no sea el enterarse sino el encontrarle, no debe hacernos minusvalorar la impor­tancia del enterarse. La toma de conciencia no añade "más encuentro", por así decirlo. Pero sí que añade calidad de vida. La alegría de saber que somos hijos de Dios, la alegría de sabernos amados, es una gracia nueva con relación a la gracia de encontrarle sin conocerle. En la toma de conciencia hay un aumen­to de gracia.

IMPERFECCIÓN DE LA GRACIA

Si gracia es el encuentro de dos amores, eso no significa que estos amores sean iguales. Suele ocurrir normalmente en toda relación. En ninguna hay una igualdad total: uno ama y otro se deja amar, uno más que el otro. En el caso de la relación entre Dios y el hombre, Dios siempre ama primero y siempre ama más.

Dios nos ama con todo su amor. Por eso, de Dios podemos esperarlo todo: "de Dios no se puede esperar un bien menor que El"35. Aunque el hombre responda a Dios con todo su amor, aunque le ame "con todas sus fuerzas" (Dt 6, 4) resulta patente la desproporción: el amor de Dios no tiene límites; las fuerzas del hombre son limitadas. Por ser limitadas, no sólo aman a Dios limitadamente, sino que también acogen el amor de

35. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, II-II, 17, 2.

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Dios según la medida de sus posibilidades. Se com­prende así que hablando de la gracia, Tomás de Aqui-no diga: "el alma participa de la bondad divina de manera imperfecta"36. "Llevamos este tesoro en reci­pientes de barro" (2 Co 4, 7).

Además, nuestra limitación está muy condiciona­da por la realidad del pecado que continuamente nos acosa y, en ocasiones, nos invade, aunque sea leve­mente. Esto incide, en este caso no "naturalmente", sino culpablemente en la imperfección de nuestro amor y, por tanto, de la vivencia de la gracia. Nuestros amores siempre están marcados por el egoísmo, tam­bién nuestro amor a Dios. Sin embargo, el amor de Dios es incondicional. Nos ama a pesar de todo y en contra de todo. Desde esta perspectiva quizás se podría entender una fórmula de Martín Lutero: el hombre justificado es justo y pecador a la vez. Si pecado es lo que nos separa de Dios (en el sentido de que mientras vivimos en este mundo estamos priva­dos de la gloria de Dios, y además vivimos nuestro amor mezclado con el egoísmo), entonces la fórmu­la designa tristemente la psicología del creyente, que se sabe permanentemente necesitado de perdón, y por eso lo pide diariamente al recitar la oración que Jesús le enseñó. Pero si pecado es lo que nos hace enemigos de Dios, hay que decir que, aunque en este mundo la gracia sea imperfecta por tantos motivos, la fórmula no es válida, porque el hombre puede vivir en la ale­gría de saber que ama a Dios y está unido a él (si bien, insistimos, imperfectamente).

36. Suma de Teología, I-II, 110, 2, ad 2. No voy a dedicar mucho más espacio a esta cuestión debido a que en la editorial que publica el presente libro, acabo de publicar otro, en el que dedico un capitu­lo entero a la imperfección de la vida teologal: M. GELABERT, Para encontrar a Dios. Vida teologal, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid, 2002, 98-107.

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Nuestro amor, en el cielo, alcanzará su perfección. Pero también en la patria celestial Dios seguirá sien­do mayor, inabarcable. La medida humana no es ca­paz de llenarse totalmente del infinito divino ni en la tierra ni en el cielo: "¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto! Si me pongo a contarlos son más que arena; si los doy por terminados, aún me quedas tú" (Sal 139). Cuan­do en nuestra ingenuidad creemos haber terminado con Dios, ¡ni siquiera hemos empezado! De ahí que, por parte del hombre, en su encuentro con Dios, hay siempre un permanente dinamismo, una tensión ineliminable. Cuanto más le conoce, más desea cono­cerle. Cuanto más cerca de él está, más hambre de Dios siente. Toda posesión no es sino el alimento de un nuevo deseo, y todo encuentro el principio de un nuevo don: "gusté de ti" y en vez de quedar saciado "siento hambre y sed"37. A Dios siempre se le encuen­tra como el espacio abierto nunca colmado. Incluso en la vida eterna.

37. SAN AGUSTÍN, Confesiones, X, 27, 38.

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NECESIDAD DE LA GRACIA

Necesidad de la gracia, necesidad de Dios, necesi­dad de Cristo, son en el fondo el mismo problema. Dada la situación de progreso a la que ha llegado el ser humano, Dios parece que ha perdido importancia e interés, al menos en lo que se refiere a las realidades de este mundo. ¿Para qué necesitamos a Dios en este mundo? ¿No se basta el hombre solo? ¿No puede reducir por sí mismo la miseria y enfrentarse con lo desconocido, con estos espacios antiguamente reser­vados al mundo de la superstición? ¿No es incluso capaz de dominar la naturaleza? ¿Qué puede aportar el mensaje de la gracia? ¿Acaso estará reservado para solucionar los problemas del "más allá"? ¿Su influen­cia en el "más acá" quedará únicamente reservada al dominio de la interioridad religiosa, e incluso ahí, a la liberación de lo que se conoce como pecado? Son varios los problemas ahí implicados. Pongamos un poco de orden.

¿GRACIA EN FUNCIÓN DEL PECADO?

Ya dijimos en nuestro anterior capítulo que San Agustín elaboró su doctrina del pecado original para

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realzar y manifestar la necesidad de la gracia. Este planteamiento tiene no sólo repercusiones antropoló­gicas, sino también cristo! ógicas. Siglos después de Agustín, Anselmo de Canterbury escribió una obra cuya influencia ha llegado hasta nuestros días: Cur Deus homo? ¿Por qué el Verbo se hizo hombre, cuál es el motivo de la encarnación? Según Anselmo el orden inteligible del universo quedó perturbado, desequili­brado, por el pecado. Es necesario, pues, encontrar una compensación, una satisfacción, que restaure el equilibrio. De nuevo aparece aquí el tema de la justi­cia: si Dios concediera esa compensación por pura misericordia, contradiría a su justicia. Pero si Dios pide esta satisfacción al hombre, su exigencia fraca­sará. Pues el pecado cometido contra Dios es infinito, debido a la excelencia del ofendido. Pero el hombre finito no puede reparar el honor de Dios, pues sus fuer­zas son limitadas. De esta forma llega a esta conclu­sión: el hombre está obligado a satisfacer, pero sólo Dios puede hacerlo. Sólo alguien que fuera Dios y hombre al mismo tiempo podría restablecer el equili­brio y reparar el honor de Dios. Cristo se encarna -para morir en la cruz- en razón del pecado del hom­bre. Esta teoría hizo escuela, aunque Tomás de Aqui-no la matizó: cambió en mera conveniencia lo que An­selmo entendía como necesidad38.

Después de San Anselmo, se multiplicaron las dis­cusiones sobre el motivo de la Encarnación. A la pre­gunta de si se hubiera encarnado Dios si no hubiera pecado el hombre, Sto. Tomás reconoce que sobre esta cuestión hay distintas opiniones, pero añade que la más convincente es la que dice "que la encarnación no hubiera tenido lugar de no haber existido el peca-

38. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología III, 1, 2.

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do"39. El papel de Cristo queda así reducido al de un mero restaurador de la humanidad dañada por el pecado. Y la gracia queda limitada a su función re­dentora y sanante. Pero esta visión debe completarse, pues la gracia es sobre todo elevante. Y esta elevación no es debida fundamentalmente al pecado, sino a la finitud del hombre. El Concilio Vaticano II afirma que, puesto que Dios destinó al ser humano desde el principio, desde antes del pecado, a la salvación sobrenatural, fue necesario que desde el principio se revelase40. La salvación es necesaria antes del pecado, por tanto, es necesaria sin el pecado. Claro está, con el pecado, la gracia es además redentora. Pero este además, no tenía porqué haberse dado.

La gracia hubiera sido también necesaria sin peca­do, pues sólo si Dios nos atrae hacia él o viene él hacia nosotros, podemos encontrarnos con él. Esta atracción de Dios y su venida se da por medio de Cristo, mani­festación del inmenso amor de Dios al hombre y único mediador entre Dios y los hombres. La consumación crística de la humanidad se hubiera dado con o sin pecado. Sin pecado se hubiera dado con otras media­ciones históricas, sociales y personales no corrompi­das. El pecado, en todo caso, lo que hace es magnifi­car todavía más el amor y la gracia de Dios. Pero los designios divinos no pueden estar condicionados por el pecado del hombre. Y el proyecto de Dios era de amor y felicidad. Por eso, en el principio no fue el

39. Suma de Teología III, 1,3. Sin embargo, en II-II, 2, 7, amplía la perspectiva al indicar que la encarnación se ordena "ad consum-mationem gloriae", reconociendo implícitamente que sin pecado tam­bién hubiera sido conveniente la Encarnación.

40. Dei Verbwn, 3. El texto añade que "después de la caída" tuvo necesidad de levantarlos a la esperanza de una salvación que ya les habla ofrecido antes. Y para la que, antes del pecado, necesitaban de Dios para obtenerla.

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pecado, sino el amor. La encarnación, el aconteci­miento de Jesús de Nazaret, debe entenderse como la permanencia del proyecto de Dios: "A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimen­sión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva", dice Juan Pablo II41.

Sin pecado, la gracia de Dios resplandecería aún mejor y no necesitaría, por añadidura, contrastarse con ninguna justicia. Al amarnos, Dios efectúa un acto de gratuidad y bondad total. Y para que esta bondad se realce basta por sí misma, sin necesidad de com­pararla con ningún supuesto o real castigo merecido por el hombre y del que la misericordia divina nos dispensaría. Desde esta perspectiva cobraría nueva importancia el caso de María. Ella es "totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado"42. Y, sin embargo, también ha sido redimida, y de "de modo eminente"43. María recibe una "naturaleza inocente" y, sin embargo, está igualmente necesitada de la acción salvadora de su Hijo, en razón de su condición de cria­tura finita y, por tanto, "pecable". Precisamente el argumento que empleaban los teólogos medievales para negar que María estuviera inmune de pecado, a saber, que de este modo se atentaba contra la univer­salidad de la acción salvadora de Cristo, estaba vicia­do del prejuicio de que quién no ha incurrido en peca­do no puede ser beneficiario de la salvación de Cristo. Fue Escoto el que dio un giro copernicano a la discu­sión. Si admitimos que la Madre del Señor fue santi­ficada desde el primer instante, exenta de pecado, no sólo no atentamos contra la universalidad y eficacia de la Cruz de Cristo, sino que sólo entonces recono-

41. Redemptor Hominis, 1. 42. Lumen Gentium, 56. 43. Lumen Gentium, 53.

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cemos a Cristo como el sobreabundante y eminentí­simo Redentor. Cristo redime a María con la más per­fecta de las redenciones: con gracia previniente y ele­vante44. María, como afirma el Magisterio, ha sido redimida de una forma más perfecta, más eminente45, o sea, de forma más plena que los demás. ¿Sería mucho atrevimiento decir que, en la medida en que lo que se dice de María puede aplicarse a todo ser huma­no, brillaría con tanta más perfección la redención, y además María sería con mayor verdad prototipo y paradigma de humanidad?

Todo esto nos lleva a pensar que la función princi­pal del Salvador es dar vida y darla en abundancia (Jn 10, 10), hacer de nosotros una nueva creación. Y que la decisión de salvar a los hombres no la toma Dios a causa de ningún pecado ni está condicionada por el pecado. Dios salva "por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia" (Ef 1, 5-6). La alabanza de la gloria de su gracia, esta es la razón de la salvación desde la pers­pectiva de Dios. La salvación es obra del amor mucho más que del temor.

GRACIA PARA ALCANZAR A DIOS

La gracia no necesita del pecado para manifestar­se. Se manifiesta en el hecho de que salva a un ser incapaz de alcanzar la vida eterna por sus propias fuerzas, debido a la infinita distancia que le separa de ella. La salvación es radicalmente necesaria porque el hombre finito es incapaz de alcanzar al Dios infinito,

44. Cf. A DE VILLALMONTE, Cristianismo sin pecado original, Natu­raleza y Gracia, Salamanca, 1999, 126-128.

45. Lumen Gentium, 53; Pío XII, Fulgens Corona, en DH 3009.

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y no sólo ni principalmente porque el hombre sea pecador. Por muy perfectos que sean los medios na­turales de que disponga el ser humano, no puede con­seguir con ellos la perfecta felicidad que, sin embargo, desea con todas sus fuerzas, pues todo ser busca lo mejor para él, sentirse saciado en todas las dimensio­nes de su ser46. En este mundo siempre nos falta algo para ser totalmente felices. Incluso aquellos bienes que poseemos, los poseemos parcial y provisionalmente. Dios es la felicidad del ser humano, porque en él todo deseo se encuentra saciado: El colma de bienes todos nuestros anhelos.

La vida eterna, además, no hay que entenderla como una megalomanía humana, sino como una exi­gencia positiva del amor de Dios. Todo amor pide eternidad. Como dijo Gabriel Marcel, amar a otro equivale a decirle: "no morirás". En efecto, el que ama desea que el amante esté "siempre" a su lado. Sobre todo, un amor que encuentra reciprocidad, quiere mantenerse a toda costa. El amor de Dios, al encon­trar reciprocidad, es fuente de vida eterna. Por eso se dice con toda razón que la vida eterna es la meta de la gracia.

Si bien la vida eterna no puede entenderse nunca como proyección de los deseos humanos, sí que res­ponde a ellos de una forma que jamás el hombre hubiera imaginado. No sabemos qué es lo que Dios tiene preparado para los que le aman, pero sí sabemos que, al encontrarlo, nos resultara extrañamente familiar: todos los bienes de la naturaleza y de nues­tro esfuerzo, volveremos a encontrarlos, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, en este

46. CE. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, 5, 5. Aquí habría que citar todo el tratado de la bienaventuranza de la Suma de Sto. Tomás.

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reino de gracia que está ya misteriosamente presen­te en nuestro mundo, pero que alcanzará en el cielo su perfección47.

Esta posibilidad de encontrarnos con Dios cara a cara, para siempre, y gozar de su compañía, es puro don, gracia total de Dios. Pero es además la sorpren­dente manera por la que Dios responde a todas las pre­guntas sobre la justicia en este mundo. Al acoger a las víctimas de este mundo, Dios pone las cosas en su sitio. Sin la gracia de la resurrección de los muertos, camino de entrada en la vida con Dios, no hay justicia. Pues entonces las víctimas triunfan definitivamente sobre los verdugos, la injusticia triunfa sobre el dere­cho. Pero con la gracia de la resurrección, Dios de­vuelve a todas las víctimas lo que injustamente se les ha quitado: el gozo y la alegría de vivir. Eso no signi­fica ninguna justificación de las injusticias y males presentes. Lo que Dios tiene reservado para los peque­ños de este mundo y para todos los que le aman, no nos exime de ninguna responsabilidad presente para con ellos.

GRACIA PARA VIVIR HUMANAMENTE

El cristiano también afirma que Dios es necesario para encontrar la plena estabilidad humana en este mundo. La gracia tiene repercusiones en el aquí y ahora de nuestra existencia mundana. Si el amor con­fiere estabilidad y equilibrio a la vida, la acogida del amor de Dios no puede menos de traducirse en una serie de repercusiones físicas, psicológicas y afectivas en nuestro ser y en nuestra manera de vivir. La con­fianza en Dios permite vivir sin miedo a la vida y sin

47. Cf. Gaudium etSpes, 39.

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miedo a la muerte; o en todo caso, asumir los proble­mas y miedos de otra manera48.

Ya indicamos en el anterior capítulo una observa­ción importante de Tomás de Aquino, a saber, que en la actual situación de pecado, la gracia de Dios era necesaria para la realización efectiva de lo que hoy calificamos de derechos y deberes humanos. Dicho de otro modo: toda vida humana se encuentra sometida a múltiples solicitaciones, y no todas son buenas. El hombre siente su inclinación al mal. Hay cosas que su razón y su conciencia le dicen que no son buenas y, sin embargo, el hombre se siente atraído por ellas. Unas veces la atracción del mal se le presenta tan súbita­mente que no puede resistirla. Otras veces, el hombre quiere dejar de obrar el mal, pero parece como si el mal pudiera más que él, debido a las malas costum­bres adquiridas o a la fuerza con que se presenta. Teó­ricamente, el hombre puede resistir una por una a las seducciones del mal. Pero llevar una vida según el bien y resistir habitualmente al mal, requiere serenidad, equilibrio, claridad de ideas y de objetivos. No cabe duda que la gracia de Dios, al otorgar estabilidad y equilibrio personal, es un socorro necesario para que la orientación del hombre hacia el bien encuentre continuidad y firmeza.

El cristiano afirma, pues, que Dios es necesario para encontrar la plena estabilidad humana en este mundo. Lo que con Jesús se manifiesta es que Dios nos llama a vivir y a vivir plenamente. Y que no hay auténtica vida fuera de la referencia a Dios. Y esta referencia, para nosotros hombres del siglo XX, es el

48. En esta dirección habría que reinterpretar la teología del paraíso y los dones preternaturales de los que el primer ser humano habría estado adornado "antes del pecado". Lo he intentado hacer en: M. GELABERT, Jesús, revelación del misterio del hombre, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid, 2001 (3.a ed.), 125-156.

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interrogante fundamental que Jesús nos plantea. Lo que desea cada uno, al final, es "vivir". Incluso el sui­cida sueña con una vida mejor: no desea destruir la vida, sino esta manera deprimente de vivir. Pues bien, en el acontecimiento de Jesús "la Vida se manifestó" (1 Jn 1, 2) en el aquí y el ahora, de modo que ya hoy es posible "tener la luz de la vida" (Jn 8, 12). Ante las soluciones parciales, como la fama, los hijos, el mari­do, el agua (Jn 4, 5-18) o el pan (Jn 6, 27), al creyente se le presenta algo duradero y permanente ya desde ahora, a saber, vivir la vida de Dios, pues "esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verda­dero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3).

No significa esto que fuera de la explícita confesión cristiana no se pueda vivir una vida auténticamente humana y encontrar la felicidad (sin duda, en este mundo, parcialmente, porque nunca uno está saciado del todo en todo). Pero que el Espíritu actúe fuera de la Iglesia no impide una reflexión explícita sobre su acción en los creyentes. Desde un punto de vista secu­lar decimos: el amor es lo que colma al ser humano en este mundo y le hace exclamar: ¡esto es vivir!. Desde la fe cristiana, añadimos: en la medida en que vivimos en el amor, nos encontramos (explícita o implíci­tamente) con Dios. Y cuando el hombre deja de optar por Dios, no viviendo en el amor, opta por sí mismo o por un bien parcial. En este caso, todas sus realiza­ciones están marcadas por el egoísmo o la finitud. Luego sin Dios es incapaz de cumplir todo el bien y de encontrar la plenitud de la vida.

La diferencia entre el creyente y el no creyente no está en sus capacidades, sino en que el creyente actua­liza explícitamente y refiriéndola a Dios, una de estas capacidades, abriéndose al amor absoluto. Pero esta actualización no es necesaria, es superabundante, gratuita. No remedia la indigencia del hombre; la abre

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a otra dimensión, la de la alegría inesperada. Dios no viene porque no haya vida, sino para abrirnos a la vida más abundante, saciando el corazón humano. Así, no estoy muy seguro de que pueda mantenerse sin mati-zaciones una frase del P. De Lubac que los últimos papas han citado gustosos: "No es verdad que el hom­bre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo que es verdad es que, al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizaría contra el hombre. El humanis­mo exclusivo es un humanismo inhumano"49. Cabría matizar: cierto, el hombre puede organizar la tierra sin Dios. Pero sin Dios, el corazón del hombre permane­ce inquieto, y esto conlleva el riesgo (no se trata de una necesidad) del egoísmo absoluto que le enfrentaría al hermano. Desconocer a Dios es un lúcida posibilidad, pero es una posibilidad que impide realizar la gran verdad de que "el hombre supera infinitamente al hombre"50. Sin Dios, el hombre se encuentra necesa­riamente encerrado en los límites de su ñnitud. Y estos límites le impiden ser plenamente feliz. En este mundo siempre nos falta algo. Todo nos queda pequeño y nos queda corto. Y, con las posibilidades de este mundo, no hay esperanza alguna de superar o remediar esta situación.

GRACIA Y PROYECTOS HUMANOS

"El progreso temporal, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran

49. PABLO VI, Populorum progressio, 42; JUAN PABLO II, en L'Eglise devant le défi de l'athéisme contemporain (par Mgr Paul Popard ed.), Desclée International, 1982, 201. Cf. H. DE LUBAC, Le árame de l'hu-manisme athée, Spes, París, 1944, 12.

50. B. PASCAL, Pensées, 434, ed. Brunschivcg; 438 ed. Chévalier.

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medida al reino de Dios"51. En la perspectiva de nues­tras reflexiones, interesa la otra cara de esta afirma­ción: ¿en qué medida el reino de Dios incide en el pro­greso temporal? ¿Qué tiene que ver la gracia con los proyectos humanos de realización y de liberación? ¿Qué aporta el Evangelio a la ciencia y a la técnica? ¿Acaso el amor de Dios sólo tiene repercusiones en la interioridad personal, mientras que la economía, la política, la ciencia tienen sus propios dominios au­tónomos? Incluso, según como se enfoque la política o la ciencia, hasta podrían hacerle la competencia al mensaje evangélico, puesto que estos dominios se­culares resuelven con más "eficacia" que la oración muchos de los problemas con los que se enfrenta la sociedad de hoy.

Ya hemos dicho que la gracia tiene una estructura sacramental. Y que no se da como algo aparte, suelto como si dijéramos, sino encarnado en otras realidades. Algo parecido le ocurre a la salud. No existe en sí, sino que existen comidas sanas, vestidos sanos, aire sano, ambientes sanos, y todo esto para facilitar y posibili­tar el que haya personas sanas. Por eso, todo proyec­to de liberación, toda mejora social y todo avance cien­tífico que contribuye a mejorar las relaciones entre los seres humanos, es transmisor de gracia. En tales rea­lidades Dios nos sale al encuentro. Ahora bien, si tales proyectos pueden ser el punto de inserción de la gra­cia, pueden también escapar a sus exigencias de uni­versalidad, ausencia de discriminación y superación. En este sentido, todos los proyectos humanos son ambiguos. Pueden servir para bien y utilizarse para mal. Por eso, la gracia los confronta con las exigencias del amor de Dios revelado en la cruz de Cristo. Todos necesitan ser iluminados por el Evangelio. Así, la gra-

51. Gaudium et Spes, 39.

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cia actuará para suscitar tales proyectos donde faltan, para estimularlos donde duermen, para rectificarlos donde se desvían. Y siempre para elevarlos con su suprema inspiración, lo que significa excluir toda discriminación, toda manipulación, toda esclavitud, todo egoísmo, todo aquello que no se ordena a "lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales"52.

El hombre de hoy es capaz de planificar y realizar grandes cosas. En este medida, el campo de acción de la gracia, pero también el campo de acción del peca­do, es cada vez más amplio. Lo que la gracia preten­de es liberar al hombre del pecado, del pecado de la humanidad y del pecado personal. Esta liberación exige hoy que se desvelen las formas concretas que reviste el pecado en la vida individual y social, así como el poner en práctica todos los recursos que pue­den favorecer las formas auténticas de la existencia humana. La predicación de la gracia es más necesaria que nunca.

El Evangelio no entra a discutir cuestiones técni­cas u organizativas. El problema de las dimensiones de una empresa o de la mayor o menor centralización po­lítica es un tema técnico y no ético. Otra cosa es la mentalidad que, a veces, invade a las instituciones y la tendencia de muchos organismos a agotar toda la pro­blemática de las relaciones humanas. Más aún, hoy el problema de la técnica o de la economía es que suelen estar al servicio del poder. Y pueden convertirse así en instrumentos de desgracia, de enriquecimiento exce­sivo de unos pocos, de excesivo control de las per­sonas, en definitiva, de deshumanización. Tampoco la política es la solución de todos los problemas (pobre-

52. Gaudium el Spes, 35.

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za, inmigración, paro, tragedias familiares, pueblos empobrecidos, etc.). ¿Quién pone límites al poder? ¿Con qué criterios se rige la economía? La eficacia puede ser inhumana, injusta, opresora. Por eso la cien­cia y la política deben ser conscientes de sus límites y tomar opciones inspiradas por un humanismo. Y aquí interviene la gracia. La ciencia y la técnica no son malas. Lo son en cuanto se convierten en fundamen­to de sí mismas, se cierran sobre sí mismas y se erigen en principio único y determinante de todo lo demás. Cuando así ocurre el hombre se pierde como apertu­ra a los demás y a Dios, y anticipa su desgracia.

En suma, el Evangelio de Cristo no sólo ofrece sen­tido a la vida. Ilumina también las realidades sociales, políticas, económicas, técnicas, laborales, ecológicas, en la dirección del auténtico bien del ser humano. Se convierte además en instancia crítica de toda injusti­cia. De modo que la gracia transforma todas las dimensiones de la persona, de la historia, de la socie­dad y del mundo. El hombre ilustrado y desarrollado de hoy puede llegar muy lejos. Para mal y, por suerte, para bien.

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UNIVERSALIDAD DE LA GRACIA

El amor de Dios, ofrecido a todos sin excepción, ¿es acogido por todos? Y en caso de que no lo sea, ¿aban­dona Dios a quienes no lo acogen? ¿Se puede esperar con fundamento una salvación para todos los seres humanos?

TEXTOS BÍBLICOS IMPORTANTES

Los creyentes del Nuevo Testamento tenemos una afirmación que parece muy clara: "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim 2, 4). Esta volun­tad de Dios, ¿se cumple o no se cumple? ¿O es una voluntad condicionada? Responder a estas preguntas con afirmaciones absolutas -del sentido que sean-sería equivalente a desvelar el misterio de Dios y, en este caso, ya no estaríamos hablando de Dios. En lo concerniente a la voluntad de Dios sólo cabe hacer afirmaciones generales, afirmaciones que abren puer­tas a la esperanza; pero no es posible una respuesta taxativa. La afirmación de la carta a Timoteo se sitúa en un doble contexto: el de la oración (se trata de hacer oraciones por todos, porque Dios quiere que se salven todos, pero la oración es intérprete del deseo, de la esperanza; no es expresión de seguridades); y el de la

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unicidad de Dios (hay un solo Dios y un solo Media­dor, y en consecuencia un solo destino para la huma­nidad, pues Jesús se entregó en rescate por todos).

Es verdad que hay otros textos en el Nuevo Testa­mento que parecen orientar en otra dirección y que han condicionado la reflexión teológica tanto o más que el anterior. Rm 9, 14-24 pudiera entenderse como si Dios "de una misma masa" preparase "objetos para la perdición" y "objetos para la misericordia". También este texto debe leerse en su amplio contexto, que es Rm 9-11. El cap. 9 plantea un problema: ante Dios no valen determinadas pretensiones que sí funcionan entre los hombres; "según la carne" (Rm 9, 8) hay quién tiene derechos, pero eso no vale para Dios: nada ni nadie puede condicionarle (Rm 9, 14.19). La res­puesta se encuentra al final del cap. 11: todos los hom­bres se han rebelado contra Dios, pero Dios tiene misericordia de todos (Rm 11, 30-31). Por eso, el Após­tol exclama admirado: "¡Oh abismo de riqueza, de sabiduría y de ciencia el de Dios! ¡Cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efec­to, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le dio primero para que tenga derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos!" (Rm 11, 33-35).

Rm 9-11 se sitúa, pues en la misma línea de la afirmación de 1 Tim 2, 4. Cuando, como así ha suce­dido en la historia de la teología, se interpreta Rm 9 fuera de su contexto, se llega a conclusiones desas­trosas: Dios tiene misericordia con quién quiere y a quién quiere le endurece. Este tipo de lectura ha con­dicionado la de 1 Tim 2, 4, texto que parece nítido y directo. Sin embargo, San Agustín (y en su estela Sto. Tomás) lo ha leído así: Que Dios quiere que todos los hombres se salven significa que quiere que se salven

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hombres de todas clases (varones y mujeres; altos y bajos, negros y blancos), pero no todos los de cada clase53. Tuvo que llegar el acontecimiento liberador del concilio Vaticano II para que la teología abandonase estos planteamientos restrictivos. En todo caso, es situado en su contexto como debe leerse Rm 9, y a la luz de 1 Tim 2, 4, y no a la inversa, pues fuera de con­texto los textos (las personas y los acontecimientos también) se mal entienden; y lo oscuro debe interpre­tarse por lo claro y no al revés.

Hay otro texto bíblico que no ha tenido en teología la importancia de los anteriores, pero cuya traducción puede llevar a malos entendidos. Se trata de Mí 22, 14: "muchos son llamados, mas pocos escogidos". Sor­prendentemente este texto es la conclusión de una parábola que orienta en sentido contrario: la del ban­quete nupcial, repleto de invitados de todo tipo, en donde sólo uno es arrojado fuera. Por otra parte, esta sentencia pudiera corresponder a la forma aramea de expresar el comparativo de superioridad, lo que exi­giría traducirlo por: hay más llamados que escogidos. Traducido así estaría en consonancia con la parábola del banquete nupcial: todos son llamados, pero es posi­ble que no todos respondan a la llamada. Mt 22, 14 más que una afirmación es una advertencia: Dios, que llama a todos, pide una respuesta adecuada a su amor.

CONDICIONANTES DE LA REFLEXIÓN

La reflexión teológica sobre la universalidad de la gracia y de la salvación ha estado muy condicionada por tres prejuicios, uno de tipo psicológico y dos de tipo más teológico.

53. SAN AGUSTÍN, De la corrección y déla gracia, XIV, 44; TOMAS DE AQUINO, Suma de Teología, I, 19, 6, ad 1.

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Al hablar de prejuicio psicológico me refiero a lo siguiente: a veces tendemos a pensar que la selectivi­dad es condición de la gratuidad. El don gratuito pare­ce que está reservado a unos pocos. Si fuera para todos, en vez de gratuidad habría que hablar de dere­cho. El don gratuito se asocia al privilegio y el privi­legio es para minorías. Pero bien pensado, resulta lo contrario: el carácter gratuito de una realidad nada tiene que ver con la pregunta de si ella ha sido dada a muchos o sólo a pocos. El amor de Dios no se hace menos prodigioso por el hecho de darse a todos los hombres, por lo menos en forma de oferta. Es más, sólo lo dado a todos realiza radicalmente la auténtica esencia de la gracia54. Ya indicamos en la Introducción a este libro que gratuito es lo que sobreabunda y llega a todos. Allí remitimos.

Los otros dos obstáculos que dificultan la univer­salidad de la gracia son el problema de la predestina­ción y el modo de entender el antiguo axioma "fuera de la Iglesia no hay salvación". La predestinación se ha entendido como si Dios destinase a unos a la salvación y a otros a la condenación, antes e independientemente de cualquier mérito o acción personal. Se argumenta­ba que no cabía ver aquí ninguna injusticia dado que no es injusto quién exige el pago de una deuda, ni es injusto quién la perdona. Y, a causa del pecado origi­nal, todos los hombres adeudan a la justicia divina úni­camente el castigo. Así resplandecía la justicia y la misericordia de Dios55. Esta manifestación de la justi­cia y la misericordia resulta muy extraña. Es difícil no

54. Cf. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Herder, Bar­celona, 1979, 160.

55. Estas tesis de San Agustín y de Calvino nadie se atreve hoy a repetirlas. He ofrecido los textos oportunos de esta posición en: M. GELABERT, Salvación como Humanización, Paulinas, Madrid, 1985, 65-66 y 160-161.

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ver ahí una pura arbitrariedad. La gracia se convierte entonces en una gracia sin lógica. Pero lo gratuito tiene su lógica interna. Si se convierte en arbitrario, en vez de gratuito, resulta injusto. Por otra parte, pre­destinación no significa que todo está determinado de antemano y la historia discurre mecánicamente se­gún un plan pre-establecido por Dios. Lo que signifi­ca es que el hombre no es producto del azar, sino que desde siempre ha sido elegido y destinado por Dios para ser adoptado como hijo (Rm 8, 28-30; Ef 1, 4-14). "Hay una correspondencia entre la voluntad de Dios y el sentido último de la vida humana. Creer significa, por tanto, tener fe en la bondad radical de los planes de Dios para con los hombres y en el sentido último de la existencia humana: ponerse a sí mismo y a los demás en manos de Dios... La predestinación divina y la experiencia de que el hombre tiene sentido son dos aspectos de una misma y única realidad salvífica"56.

La fórmula "fuera de la Iglesia no hay salvación", que en Cipriano de Cartago pretendía significar que el bautismo conferido fuera de la Iglesia católica no tenía valor, cambió con el tiempo su sentido eclesiológico por otro antropológico, y fue explicada en términos rigurosos por papas y concilios: "La sacrosanta Iglesia romana... firmemente cree, profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia católica, no solo paganos, sino también judíos y herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles (Mt 25, 41), a no ser que antes de su muerte se uniera con ella", dice el Concilio de Florencia57. Segu-

56. E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid, 1983, 619 y 622.

57. Concilio de Florencia, DH 1351; cf. IV Concilio de Letrán, DH, 802; Pío IX, Quanto conficiamur moerore, DH, 2867. La fórmu­la se encuentra también en el esquema del Vaticano I, del 28 de

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ramente pocos católicos suscribirían hoy esta de­claración. Pero tuvo que llegar el Vaticano II para que oficialmente la perspectiva cambiase: "quienes igno­rando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, bus­can, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna"58.

Las diferencias entre ambos Concilios se explican por la diferente perspectiva teológica y cultural en que se sitúan. Los Padres del Concilio de Florencia estaban convencidos, lo mismo que los del Vaticano II, de que no hay más salvación que en Jesucristo. Y lo que pre­tendía manifestar la fórmula "fuera de la Iglesia no hay salvación" era la eficacia y universalidad de la obra de Cristo. Pero posiblemente los Padres de Florencia no estaban en disposición de ver la acción de Jesucristo, por medio del Espíritu Santo, fuera de los muros de la Iglesia. Así mismo, la diferente concepción de la Igle­sia condiciona los planteamientos de ambos concilios. El Vaticano II, más que lugar exclusivo de salvación, considera a la Iglesia como sacramento de salvación. O sea, signo orientativo, que significa y realiza aque­llo a lo que tiende toda la humanidad: el encuentro con Dios en Jesucristo. Pero dejando claro que la salvación es cosa de Dios, y sus caminos son múltiples y varia­dos. A la Iglesia toca señalar y manifestar esta volun­tad salvífica, nunca ponerle límites. Así, la Iglesia es

noviembre de 1867 (Mansi 49, 624-625). Más recientemente, en 1949, el Santo Oficio tuvo que intervenir contra los miembros del "St. Bene­dicta Center" y del "Boston College" que interpretaban de manera rigorista el "extra Ecclesiam nulla salus", pues uno de ellos, Leonard Feeney, finalmente excomulgado, acusó de herejía al Arzobispo de Boston, por sostener que hay salvación fuera de la Iglesia católica (DH, 3866-3872).

58. Lumen Gentium, 16. El subrayado es mío.

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"germen segurísimo de unidad, de esperanza y de sal­vación para todo el género humano"59.

Dios QUIERE DE VERDAD QUE TODOS LOS HOMBRES

SE SALVEN

Lo estamos ya indicando. El Vaticano II ha abier­to nuevos y amplios horizontes en la cuestión de la salvación de todos los hombres. En un texto verdade­ramente afortunado afirma: "Debemos creer {tenere debemus: es obligatorio creer) que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien al misterio pascual"60.

Fomentar el temor a la condenación y la dificul­tad de la salvación no me parece un buen método para lograr conversiones ni para magnificar la gracia de Dios. En el Dios que Jesús revela no hay cabida para ningún proyecto negativo. Se trata de un Dios que quiere de verdad la salvación de todos los seres humanos y que a todos trata como un Padre bueno, misericordioso y fiel. Desgraciadamente mucha gente todavía sigue oyendo de los cristianos (no digo que lo digamos, digo que hay quién eso oye) discur­sos amenazadores y sin esperanza. Poco antes de fallecer en julio de 2000, escribió a unos amigos un Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universi­dad de Barcelona: "A la promesa de la vida eterna y de la resurrección se añaden el infierno y las penas eternas. No estoy muy seguro de que exista mucha gente que crea de verdad en la resurrección. De cual­quier modo, no es mi caso. En cambio, creo que exis-

59. Lumen Gentium, 9. 60. Gaudium et Spes, 22.

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te mucha gente atormentada por las sanciones, las llamas y los infiernos"61.

Todavía flota, en algunos ambientes más o menos tradicionales, la idea de que el anuncio de un Dios sólo amor y nada más que amor contribuye a fomentar el sentido del pecado. Este argumento suele aparecer cada vez que alguien hace propuestas positivas sobre la gracia de Dios y la salvación. Ya en 1932, un ade­lantado a su tiempo, Luis Alonso Getino, insistía en que según cuál fuera nuestra idea de Dios y de su sal­vación se seguían unas u otras repercusiones espiri­tuales. El planteamiento que a muchos pudiera pare-cerles obvio sería: "si se generaliza la idea de que son pocos los que se condenan, ¿no podrá eso influir en que la gente se confíe demasiado, se abandone y sean menos los que se salven, libres de ese freno modera­dor?". La idea de que pocos se condenan sería con­traproducente y contribuiría en realidad a favorecer lo contrario de lo que afirma. Un argumento así se sos­tiene en una falsa idea de la vida cristiana, como si estuviera fundada en el temor y no en el amor. Por el contrario, la idea de que muchos se salvan es conso­ladora y abre horizontes nuevos a la gratitud. Más aún, contribuye a hacer más virtuoso al ser humano. Pues si el hombre cree que todos o casi todos se condenan, no realizará ningún esfuerzo en pro del bien, sino que se desanimará, dejándose llevar por el mal, ya que tan pocas probabilidades tiene de ser salvado62. Constaba

61. ALBERT CALSAMIGLIA, "Carta a un amigo filósofo", publicada en El País, domingo 29 de julio de 2001, ed. Cataluña, p. 3.

62. "Para incorporarnos a la obra redentora e Cristo; para aco­gernos a sus banderas, como a las de un caudillo triunfador, es menes­ter abrigar la confianza, la seguridad de que lleva a sus soldados al triunfo, que en la salvación consiste, al fin y al cabo" (Luis ALONSO GETINO, Del gran número de los que se salvan y de la mitigación de las penas eternas. Diálogos, editorial Feda, Madrid-Valencia, 1936 [2.a ed.], 105-107).

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el P. Getino que muchos se desaniman y desesperan de su salvación, no esforzándose por tanto en vencer las dificultades de la vida cristiana, oyendo decir siempre que son pocos los que se salvan. La psicología confir­ma que si en un examen o una oposición las posibili­dades de aprobar son mínimas, muchos se desaniman, se acobardan y se retiran63.

Una de las principales actitudes que la gracia sus­cita en el hombre es la esperanza. Y una de las carac­terísticas de la esperanza es que se refiera a un bien que es posible conseguir64. Si en este asunto de la sal­vación lo que aparece es un cúmulo de dificultades, surge la desesperación. Por el contrario, la esperanza es un estímulo para vivir con generosidad y alegría las exigencias de la vida cristiana. Cierto que el objeto de la esperanza, además de posible, se refiere a una rea­lidad ardua que se consigue con dificultad. Pero que el objeto de la esperanza sea difícil de obtener, no con­trabalancea el que sea también posible. No se trata de aspectos contradictorios, en el que la ganancia de uno supondría la pérdida del otro. La dificultad de la espe­ranza se refiere a que por las solas posibilidades huma­nas no puede conseguir su objeto, que es Dios. Sin embargo, la esperanza es posible porque se apoya en la mejor de las posibilidades: la omnipotencia y mise­ricordia divinas, de las que está cierto el que tiene fe65. Desde este punto de vista la gracia es el necesario e imprescindible sostén de la esperanza. Pero la dimen­sión esperante de la gracia permite al cristiano vivir con un sereno optimismo. La gracia es universal como oferta. Pero, puesto que Dios quiere de verdad a todos y cada uno de los seres humanos, lo más probable es

63. Luis G. GETINO, O.C. en nota anterior, 21-22 y 358. 64. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, 40, 1. 65. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, II-II, 18, 4, ad 2.

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que también sea universal en su dimensión de res­puesta. Al menos mientras uno no se cierre explícita­mente al amor de Dios.

La perspectiva del Vaticano II, a saber, que debe­mos creer que Dios da a todos las posibilidades reales de asociarse al misterio pascual, parece más acorde con la grandeza, el poder y el amor de Dios. Con la grandeza, porque la de Dios no es a costa del ser humano. Al contrario: "las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios"66. Con el poder, porque el de Dios no es opresor, sino salvífico: Dios manifies­ta su poder por medio del perdón y de la misericordia. Tiene poder el que consigue lo que quiere. Perdonan­do los pecados y teniendo misericordia de todos, Dios consigue su objetivo, que es la salvación del ser huma­no. Y con el amor, porque el amor siempre quiere el bien y lo mejor para el amado. Una salvación digna de un Dios de todos los hombres es una salvación que tiene inmensas posibilidades reales de alcanzar a todos. Por eso los cristianos esperamos, con todo fun­damento, que la humanidad entera entrará en el des­canso de Dios, como dice unos de los prefacios de la Eucaristía. Creer en un Dios de todos los hombres es estar sinceramente convencido de una salvación digna de este Dios y, además, es vivir en este mundo buscando la salvación de todos y cada uno de los seres humanos que en él habitan.

66. Gaudium et Spes, 34.

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CONCLUSIÓN

A lo largo de nuestras reflexiones han ido apare­ciendo distintos aspectos de la gracia. Hemos indica­do que el amor de Dios es gratuito (lo que se corres­pondería con el concepto clásico de gracia increada), transformador (gracia creada), salvador (gracia ele­vante), liberador del pecado personal y social (gracia sanante), universal. Hemos dicho también que la gracia tiene repersuciones sociales, que se expresa sacramentalmente, que encuentra su perfección en la vida eterna, lo que implica que en este mundo sea imperfecta.

Para concluir quisiéramos insistir en la ilumina­ción cristológica de toda esta cuestión: "las mismas cosas que se hallan en Cristo derivan también a nos­otros", decía Cirilo de Alejandría67. Cierto, la gracia no es otra cosa que vivir en nuestra realidad la misma vida de Cristo. Si eso sucede el creyente puede excla­mar: ¡Es Cristo quién vive en mi! (Gal 2, 20). La gra­cia nos convierte en hijos en el Hijo, nos hace re­producir -producir de nuevo- la imagen del Hijo (Rm 8, 29). La gracia se convierte en algo así como una

67. Thesaurus, 24: MG 75, 333: "Quaecumque enim Christo insunt, eadem in nos derivan tur".

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encarnación abreviada en cada uno de nosotros68. La encarnación no es algo que concierne únicamente a Jesús de Nazaret. Con su encarnación, el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, a todo hombre69. Es esto una manera de decir que el hombre sólo se siente ple­namente hombre cuando se trasciende: el hombre supera infinitamente al hombre. El hombre sólo se encuentra a sí mismo cuando se encuentra con Dios, pero encontrarse con Dios no puede hacerse al margen del prójimo. Por eso, la gracia tiene repercusiones sociales y políticas.

Este trascenderse del hombre no le pierde. Hace que el hombre se encuentre de verdad. Dios, por su gracia, nos posibilita el llegar a ser libremente lo que de hecho somos. No es que Dios nos dé algo. Es que somos lo que recibimos de Dios. En Dios somos lo que recibimos: "Vivid, pues, según Cristo Jesús, el Señor, tal como le habéis recibido; arraigados y edificados en él; apoyados en la fe, tal como se os enseñó, rebosando en agradecimiento... Porque en él reside toda la ple­nitud de la divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en él" (Col 2, 6-7.9-10).

68. Idea que tomamos de L. BOFF, Gracia y liberación del hom­bre, Cristiandad, Madrid, 1978, 241.

69. Gaudium et Spes, 22.

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ÍNDICE

I. INTRODUCCIÓN 7

Gratis porque te quiero 9

El amante, el amado y el don 13

Un amor como no hay otro 21

La teología de la gracia hoy 25

II. LAS LECCIONES DE LA HISTORIA 29

La gracia en el Antiguo Testamento 31 La gracia de la elección 31 Una parábola de amor . . 33 Gracia (misericordia) y verdad (fidelidad) 35

La gracia en el Nuevo Testamento 37 Jesús, manifestación de la gracia de Dios 37 Incondicionalidad de la gracia 38 Carácter emancipatorio de la gracia . . . . 40 Una gracia cara 42 Una cruz que justifica al pecador 45 La gracia en los escritos de San Pab lo . . . 47 La gratuidad del amor de Dios 48 La fuerza de la gracia 49 La transformación que produce la gracia 51 La gracia en otros escritos del Nuevo Tes­

tamento 53

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Page 68: Gelabert, Martin - La Gracia Gratis Et Amore

La tradición patrística sobre la gracia 57 De la Escritura a la teología 57 Características generales de la tradición

patrística 59 Elaboración doctrinal en la perspectiva

de la controversia pelagina 63

Originalidad de la síntesis de Sto. Tomás. . . . 66

La justificación del pecador según Lutero y según Trento 73

III.HACIA UNA TEOLOGÍA RENOVADA DE LA GRACIA. . 79

Gracia es el amor gratuito de Dios 81 Por amor, Dios crea un ser con capacidad

para la gracia 82 Por amor, Dios crea un ser que no puede

estar sin El 83 Por amor, Dios acepta ser incomprendido

e incluso negado 85 Por amor, Dios va más allá de la justicia . 87 Por amor, Dios perdona y no condena . . . 90

Gracia es la persona transformada por el amor de Dios 93 El hombre, partícipe de la naturaleza

divina 94 La gracia como humanización 98 Experiencia de la gracia 101 Imperfección de la gracia 107

La necesidad de la gracia 110 ¿Gracia en función del pecado? 110 Gracia para alcanzar a Dios 114 Gracia para vivir humanamente 116 Gracia y proyectos humanos 119

136

Universalidad de la gracia 123 Textos bíblicos importantes 123 Condicionantes de la reflexión 125 Dios quiere de verdad que todos los hom­

bres se salven 129

CONCLUSIÓN 133

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