gassan kanafani - la esposa
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LA ESPOSA
Mi querido Riad
Vas a encontrar, seguramente, que quedé loco, ya que ésta es la segunda
carta que te mando en el mismo día.
Sucede que esta segunda carta va a servir para aclarar algunas cosas.
Pensé que era un absurdo escribir solamente para decir: encontré por ahí, por
donde tú estuviste, un sujeto muy grande, alto y robusto, de quién no imagino
el nombre, y que usa viejas ropas color caqui. A primera vista, él parece medio
agresivo.
¿Qué puedes concluir con esas primeras pistas?. Con certeza, nada. La
gente cruza, andando por las calles, con centenas de personas con esa misma
descripción.
Pero quiero decirte que puedes reconocerlo porque se trata de un
personaje bien diferente, fuera de lo común. ¿Cómo así?. No sé decir por qué,
para decir la verdad, no ser directo. Pero encuentro que desde que le vi por
primera vez tuve la impresión de que se desprendía de él un tipo de luz... eso
mismo, una aura, una polvoreada fluorescente. Te confieso que, en el momento
en que él me paró en la calle, esa polvoreada luminosa hizo que yo grabase la
imagen de aquel sujeto enorme. Si fue eso, ¿Cómo explicar que aún ahora me
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acuerde de él, que su imagen continúe fuerte en mi memoria en cuanto me
olvido de las centenas de otras personas con quien doy la cara a toda hora en la
calle y que luego caen en el vacío?.
Imagino que estás comenzando a considerarme medio desequilibrado,
ya que continúo sin aclarar nada. Estamos aún en el primer punto de la primera
carta: encuentro un hombre muy grande, robusto, de quien no sé el nombre,
pero que usa ropas viejas caqui y que parece, a primera vista, un poco
perturbado.
Aumenta también lo que encuentro una característica bien importante: él
está rodeado por lo que me dio la impresión de ser un halo, una polvoreada
fluorescente.
Pero sé que no es suficiente. Si escribo dos cartas en el mismo día es
para ponerte en conocimiento de toda la historia. Y tú tienes el derecho de
saber todo lo que yo se, ya que te estoy pidiendo que me ayudes a encontrar a
ese hombre.
No me recuerdo cuando fue la primera vez que lo vi, pero me acuerdo
nítidamente de su apariencia: la manera de quien pierde cosa importante.
Andaba con las espaldas un poco arqueadas, las manos abiertas, mirando
desconfiado los rostros de las personas en la calle. Fue una especie de visión
media extraña, pero luego me olvidé de él. Volví a recordarme cuando lo vi
por segunda vez. Su mirar me arrancó literalmente del suelo y me sentí
fluctuando, como si fuese absorbido por una nube invisible.
Nunca voy a saber si era yo quien había sido atraído en su dirección,
respondiendo a una petición irresistible que venía de los ojos de él, o si fue él
quien me vio. Colocó la fuerte mano sobre mi hombro y preguntó:
— ¿La viste?.
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— ¿A quién?.
— La esposa.
Tuve certeza, en aquel momento, de que se trataba de un loco. Lo que
sentí al juntar mi mirada con la mirada dura de ese sujeto, fue lo mismo que se
experimenta cuando la gente encara a alguien que perdió la razón, que no tiene
más el sentido de la realidad. Escogí, en aquella hora, una salida fácil,
diciendo:
— No, yo no vi.
Él soltó la mano pesadamente. Se dio vuelta de espaldas y escuchó lo
que hablé, como si conversase consigo mismo:
— Usted dice eso... hace más de diez años...
Después, cuando desapareció en la multitud, me sentí de repente impresionado
por el hecho de que su inmenso cuerpo estaba rodeado por aquella cosa que yo
digo que parece polvo fluorescente, aquel halo luminoso que los pintores
renacentistas colocaban alrededor de Cristo rodeado por los pobres. ¿Te
acuerdas de aquellas tarjetas de importantes fiestas que la gente recibía?.
Intenté, en vano, volver a encontrar a ese hombre. Pero son cosas que
suceden en un abrir y cerrar de ojos. Busqué como un alucinado por las calles,
andando varias veces desde el principio hasta el fin de aquella en que lo había
visto. Había centenas de hombres que se parecían a él pero no progresaba nada.
Aún seguiré buscando, y te pido que me ayudes. Sé que estas bien lejos
de aquí, que muchos kilómetros nos separan. Pero, ¿qué impediría dirigirse a
ese hombre, envuelto en su luz inexplicable, a cualquier lugar distante
kilómetros de aquí?.
Pedí la misma cosa a otras personas antes de escribirte. Y te hago a ti el
mismo pedido que hice a todo el mundo. Ya estoy hablando de eso hasta con la
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misma gente que mal acabo de conocer. Necesito confesar, Riad, que hasta
acabé yendo más lejos.
Una noche pensé: si ese hombre tiene la costumbre, durante diez años,
de interrogar a las personas sobre la “esposa”, como él hizo conmigo, con
seguridad ellas acabaron sintiendo lo que yo sentí.
Salí, un día, a caminar por las calles. Mis ojos se fijaron en un sujeto
que pasaba, un desconocido. Justo antes que reflexionara un poco sobre lo que
hacía, detuve al hombre. Puse la mano sobre su hombro y pregunté:
— ¿Usted vio a la esposa?
Me puedes llamar loco. Mas eso fue exactamente lo que hice. Me ayudó
a comprender más cosas sobre aquel hombre y la “esposa” perdida. Lo peor es
que ahora no consigo librarme más de esas ganas de detener a las personas en
la calle y hacer la misma pregunta sobre la “esposa”.
Pero la cosa está hecha. Ahora necesito volver al punto de partida, a ese
hombre envuelto por su polvo luminoso, y cuyos ojos, labios, su mano pesada,
me colocaron por primera vez delante de la extraña interrogación. Necesito
examinar a ese hombre, Riad, porque conseguí algunas informaciones sobre la
“esposa”.
Riad, es de la aldea de Shaab. Su historia comienza, creo, en un día de
junio de 1948. La guerra hacía correr la sangre tras seis meses de lucha. No sé
todo su nombre, pero sé que se entregó al combate como pocos. Estuvo por
todos lados: en la vanguardia, en la retaguardia, en el socorro a los heridos.
Para su trabajo, él necesitaba saber el horario de las operaciones por lo menos
con dos horas de anticipación, el tiempo necesario para hacer la entrega del
armamento. Todos lo respetaban por el papel que cumplía. Era tan escrupuloso
que llegaba al punto de, antes de cada operación, encargarle a un compañero
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entregar el arma a su propietario si caía durante la lucha. Era meticuloso,
preocupándose de los detalles como el funcionario de un banco respetable,
aunque nunca hubiese visto uno, respetable o no. Por seis meses, no tuvo
problemas. No llegó a ser necesario que tuviese su propia arma.
No sé por qué él tuvo la idea, en un día de junio. De apoderarse de un
arma. Era hasta una buena idea, pues los combates más serios se concentraban,
en la época, justamente en aquella región de Galilea. El enemigo había lanzado
sus principales fuerzas en esa batalla, y los grupos de emigrantes comenzaban
a crecer día a día, cruzando las colinas rumbo al norte.
Él no se demoró mucho para decidirse. Antes del fin de la primera
semana de junio ya lo tenía resuelto. Durante un combate cuyo nombre olvidé,
pasó el arma a un compañero y comenzó a rastrear bajo las nubes de fuego en
dirección al lado enemigo. Él sabía que muchos soldados de ellos habían sido
muertos sobre las líneas avanzadas. Si hubiese esperado el fin de las
confrontaciones, podría haber perdido la oportunidad, pues el enemigo llevaba
de vuelta a los soldados muertos, y sus armas, tirándolos con las cuerdas.
Consiguió llegar a las trincheras calcinadas. Una espesa oscuridad lo
envolvía. Se dejó caer en una de las trincheras y arrancó con los dientes el fusil
del soldado muerto, examinando el arma a la luz de las explosiones. Al seguir,
volvió junto a sus dos compañeros.
La novedad se esparció luego por las aldeas de la región, no porque
fuese la primera vez que eso acontecía, sino porque el tal fusil era de un tipo
desconocido allí.
No quiero extender mucho la historia. Después, él fue llamado a la
jefatura local, instalada en una aldea próxima. El oficial ya estaba enterado del
famoso fusil. Cuando lo tuvo en sus manos, abrió los ojos:
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— ¡Pero es un fusil checo!
Los otros se aproximaron para ver de cerca la nueva arma. El acero
brillaba a la luz de la linterna. Tenía una “corona” oscura, café, y una correa
amarilla, nueva, hecha por manos cuidadosas. Su tambor, sobre el gatillo
parecía una corona.
Una voz se oyó en el otro lado de la sala:
— Entonces, podemos concluir que ellos recibirán un nuevo cargamento
de armas de los países del Este. Necesitamos transmitir la información al
cuartel general.
Dejo que imagines, Riad, lo que ocurrió entonces. Nuestro amigo se
posesionó más del fusil, como tú sabes, órdenes son órdenes. Él les dijo:
— Pero, ¿será que no van a creer si ustedes dan la información sin
mostrar el fusil?. Además de eso, pueden ganar tiempo... yo mismo puedo, si
quieren, llevar el fusil...
Todas sus peticiones quedaron en nada. El oficial intentó tranquilizarlo:
dijo que devolvería el fusil dos días después con carga nueva.
Los dos días pasaron. Después, una semana entera de aquel mes en que
cada minuto contaba, en que las personas morían, las aldeas eran arrasadas, los
campos ardían. Nuestro amigo iba de la jefatura local a casa y volvía de casa a
la jefatura. Le decían: “Espere un poco...”; después: “Vuelva mañana...”. Pero
los acontecimientos de aquel mes decisivo, como te debes recordar bien, no
esperaron. Y dos de esos acontecimientos recayeron sobre él, de repente, en un
mismo día. Una mañana, él descubrió que el oficial acababa de transferir la
jefatura local para el norte, a un lugar desconocido para todos.
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Más tarde la aldea de Shaab sufrió el primer ataque enemigo: los
morteros dieron con las casas de barro seco y quemaron los olivares en un abrir
y cerrar de ojos.
¿Quién podría prestar a nuestro amigo un fusil en medio de una
tempestad así?. De nada vale un fusil, en esas horas, para permitir a un hombre
romper la barrera de fuego y hallar abrigo seguro o una muerte honrosa. ¿Qué
hacer en medio de ese mar de llamas? ¿Esperar la locura? No le pasaba por la
cabeza huir, y la locura no le podría dar más de lo que el ya tenía en su vida
normal. Le restaba la muerte. Pero la muerte no quería nada de quien había
estado siempre en las primeras líneas de combate, luchando con sus armas
prestadas.
Entonces, él se sentó donde estaba, sobre una piedra en medio de la
plaza de su aldea. Quedó mirando: las casas se quemaban, los hombres morían,
su familia huía amparada por la noche, en busca de un refugio.
Cuando Shaab fue ocupada, ellos aparecieron. Viéndolo en la plaza,
sentado, creyeron que era un loco. Fue golpeado con las coronas de los fusiles,
expulsado por el norte.
Anduvo día y noche a través de lo que restaba de Galilea, buscando su
fusil por donde pasaba, preguntando a los combatientes que encontraba por el
camino. Era como si excavase los rostros y las cosas en busca del fusil que
había guardado por apenas algunas horas, y con el cual nunca había apuntado
cosa alguna.
¿Tú sabes lo que sucedió con la aldea de Shaab? Poca gente sabe, y es
necesario que sepas para que entiendas toda la historia. Nuestro amigo fue
empujado por el calor sofocante hasta El Barova, yendo de allí hasta Majd Al
Kroum, Al Boana, Dar El Assad, Kesra, Kafr Samih, siempre tras
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informaciones sobre su fusil. Seguía las huellas, guiado por las historias que
oía y por los hombres que las contaban. Cuando llegó a Tarshiha, tuvo noticias
recientes de Shaab. Los cuarenta combatientes de la aldea que habían
sobrevivido al ataque, se dirigieron al alto comando del Ejército de Liberación,
en el norte. Solicitaron allí el alistamiento. Pero cuando percibieron que ese
ejército no pretendía luchar por la retoma de Shaab, ellos le abandonaron y
volvieron solos. Atacaron las fuerzas que ocupaban la aldea y consiguieron
liberarla, después de una batalla que duró la noche entera.
Puede parecerte hasta increíble. Pero fue así mismo. Los cuarenta
combatientes volvieron a su aldea quemada, consiguieron liberarla y
persiguieron a los soldados enemigos hasta la encrucijada de Daman. Diez de
ellos murieron durante esa cacería.
Fue eso lo aconteció, Riad, en el corazón de una región toda cercada
por las fuerzas enemigas. Los treinta hombres se quedaron en la aldea
destruida, repeliendo, noche y día, los ataques continuos. Entre tanto, nuestro
amigo, en Tarshiha buscaba la senda de su fusil. Ya comenzaba a sentirlo muy
próximo, casi al alcance de la mano. A aquella altura, él consideraba que en un
día más encontraría su arma y volvería a Shaab. Pero los acontecimientos
nunca esperan. Un día, el enemigo retomó a Shaab. Los hombres que la
defendían tuvieron que abandonarla después de haber perdido a cinco de los
suyos. Se escondieron en las colinas cercanas, donde las personas de la región
acostumbraban, hasta poco tiempo atrás, llevar las cabras a pastar. Ese día
nuestro amigo supo que un nuevo fusil checo andaba en manos de un viejo en
una pequeña aldea al norte de Tarshiha. Caminando sin descanso, llegó al caer
la noche, reventado de tanto andar, donde le dijeron que los veinticinco
sobrevivientes de Shaab habían dejado las colinas. Apenas con sus fusiles con
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sus cuchillos, habían luchado durante toda la mañana, reconquistando las
ruinas. Estaban atrincherados allí, después de haber sufrido más de tres bajas.
Nuestro amigo aún iba en busca de noticias de su fusil, de puerta en puerta.
Supo entonces: el viejo que lo poseía había partido por la noche para cruzar las
colinas. Tal vez se quisiese unir a los combatientes que se reunían al sur de
Tarshiha, esperando un ataque decisivo del enemigo. Él, entonces, sin perder
más un segundo, volvió a Tarshiha. Supo que los hombres de Shaab, que
luchaban en las ruinas de su pequeña y desolada aldea, lo esperaban. Era su
aldea, pero por ella no había tenido aún la oportunidad de disparar ni siquiera
una bala. Cuando llegó a Tarshiha, tuvo noticias de Shaab. Los combatientes,
extenuados, habían sufrido un ataque sorpresa, realizado por un gran número
de soldados del enemigo. Fueron obligados a abandonar una vez más la aldea,
perdiendo siete hombres durante la retirada. Desaparecieron en las colinas,
llevando cuatro heridos.
Nuestro amigo creía que se iba a volver loco, corriendo de un lado a
otro, dividido entre las noticias de Shaab y las que hablaban de su fusil. Los
combatientes que habían escapado intentaron una nueva embestida,
descendiendo de las colinas solamente dos horas después de su retirada. Con
un rápido ataque, retomaron sus posiciones, consiguiendo así provocar
importantes pérdidas entre los hombres del enemigo, apoderándose de una
buena cantidad de armas y municiones.
No sé quién le dijo en Tarshiha que los combatientes de Shaab podrían
conseguirle un arma como aquella que buscaba. No sé como fue que él
reaccionó a esa idea. En ese mismo día, en Tarshiha, él reconoció, a las
espaldas de un hombre que pasaba por la plaza, su fusil.
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Como había hecho en el día en que arrancó el arma del soldado muerto
con sus dientes, él intentó retomarla. Pero el fusil continuó sobre las espaldas
del otro. Sorprendido por la osadía de aquel desconocido, el hombre se volvió
para enfrentarlo. Presintiendo la confusión que iba a tener lugar, se agarró con
fuerza al fusil, usando su mano libre para protegerse de los ataques del gigante.
Mas, el pobre hombre era incapaz hasta de hablar en aquel instante.
Supe que llegó a llorar. Sus labios secos murmuraban palabras
incomprensibles.
— ¡Es mi fusil! — Consiguió por fin articular con voz apagada.
Sus manos estaban agarradas al arma y sus ojos se fijaban en el otro
como esperando una aprobación. Oyó de vuelta:
— ¿Su fusil? ¡Desgraciado! pagué el precio de él con mi propio dinero,
hace apenas dos días...
La pregunta que nuestro amigo era incapaz de hacer estaba inscrita en
sus propios ojos. La respuesta no demoró:
— Eso mismo, con mi dinero. Lo compré, enfrente de cinco testigos, a
un oficial que iba para el norte. Costó cien libras...
Las manos se relajaron, pero aún sin dejar de tocar el fusil. Parecía estar
a punto de soltar, pero hizo un nuevo esfuerzo para decir:
— Necesito de él para volver a Shaab...
— ¿Shaab? Los judíos la ocuparon otra vez, hace pocos días.
Nuestro amigo entonces largó el fusil lentamente y retrocedieron unos
dos pasos. Un poco más tranquilo, el otro preguntó:
— ¿Era este su fusil?
En respuesta, tuvo apenas el silencio y un gesto de cabeza, que no
escondía la desesperación.
![Page 11: Gassan Kanafani - La Esposa](https://reader035.vdocuments.mx/reader035/viewer/2022073120/563db7e1550346aa9a8ed46b/html5/thumbnails/11.jpg)
— Pagué por él por la dote de mi única familia. Hace muchos años yo
rehusaba dar a mi hija como esposa a aquel viejo estúpido. Al final, fui
obligado a aceptar... cuando él pagó cien libras. Las cien libras con que
compré, un cuarto de hora después, este fusil de un oficial.
Esa fue la última vez que lo vieron en Tarshiha. Siguió después hacia el
norte. Con seguridad oyó decir, antes de atravesar la frontera, que sus diez
camaradas sobrevivientes de Shaab habían descendido las colinas dos días más
tardes y que consiguieron retomar, con armas improvisadas, su pequeña aldea
destruida.
No sé el nombre de la joven que fue vendida por el precio de un fusil.
No sé que fue lo que el otro hombre hizo con el fusil, ni como fue que acabó la
historia de Shaab para sus combatientes que desaparecían como mantequilla en
el fuego.
¿Nuestro amigo sobrevivió como el único de los habitantes de Shaab?
Es bien capaz... Yo no sé, en realidad. Pero, tal vez sea posible que él continúe
buscando, con su mirar extrañamente pesado, su fusil perdido, para poder
unirse a los que lo esperaban en la aldea en ruinas.
¿Por qué tú no buscas a ese hombre conmigo, mi querido Riad? Repito:
Él es grande, robusto... No sé el nombre pero usa ropas viejas color caqui y
parece envuelto por un fino polvo fluorescente. Él mira fijo cara a cara a las
personas en la calle, y pregunta: “¿Tú viste a la esposa?”. A primera vista la
gente sólo puede creer que es un loco.
Busca conmigo por donde sea posible. Acabé de recibir hace poco
algunas nuevas informaciones respecto de la esposa...