fundamentacion del derecho internacional

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FUNDAMENTACION DEL DERECHO INTERNACIONAL Por el Lic. Adolfo MALDONA- DO. Profesor de la Escuela Nacio- nal de Jurisprudencia. El problema básico que se presenta a la consideración de los iusin- ternacionalistas, es el de establecer si el llamado derecho internacional es o no propiamente derecho. Se agudiza especialmente esta cuestión en épocas como la que vive actualmente el mundo, pues cuando los caminos de la razón se han mos- trado impotentes para lograr una armonización en las relaciones entre los Estados, y es la fuerza la que impone su decisión, todo parece demostrar la justeza de apreciacibn de quienes reiteradamente niegan la existencia del derecho internacional, como ordenamiento autárquico. De aquí la nece- sidad de dar una justificación a este derecho, de reivindicar sin vacilacio- nes ni sombra de duda su carácter jurídico. Sin embargo, generalmen- te las obras doctrinales sobre la materia, apenas suelen rozar ocasionaI- mente este problema fundamental de justificación. Si es pues, indispensable, agotar el examen crítico de la justificación del derecho internacional, se hace necesario, para ello, un examen teó- rico del problema del derecho en su más general significación, del dere- cho a secas, sin calificativos. Un estudio de la indicada naturaleza exige buscar sus presupuestos en más hondos problemas filosóficos, que, dada la finalidad de este tra- bajo, no pueden abordarse aquí de manera exhaustiva y sistemática. Parto del supuesto, que doy por demostrado, de que en el hombre se da la posibilidad de una auto-conciencia, cuya negación entrañaría la de todo conocimiento. Esta revista forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx DR © 1949. Universidad Nacional Autónoma de México Escuela Nacional de Jurisprudencia

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FUNDAMENTACION DEL DERECHO INTERNACIONAL

Por el Lic. Adolfo MALDONA- DO. Profesor de la Escuela Nacio- nal de Jurisprudencia.

El problema básico que se presenta a la consideración de los iusin- ternacionalistas, es el de establecer si el llamado derecho internacional es o no propiamente derecho.

Se agudiza especialmente esta cuestión en épocas como la que vive actualmente el mundo, pues cuando los caminos de la razón se han mos- trado impotentes para lograr una armonización en las relaciones entre los Estados, y es la fuerza la que impone su decisión, todo parece demostrar la justeza de apreciacibn de quienes reiteradamente niegan la existencia del derecho internacional, como ordenamiento autárquico. De aquí la nece- sidad de dar una justificación a este derecho, de reivindicar sin vacilacio- nes ni sombra de duda su carácter jurídico. Sin embargo, generalmen- te las obras doctrinales sobre la materia, apenas suelen rozar ocasionaI- mente este problema fundamental de justificación.

Si es pues, indispensable, agotar el examen crítico de la justificación del derecho internacional, se hace necesario, para ello, un examen teó- rico del problema del derecho en su más general significación, del dere- cho a secas, sin calificativos.

Un estudio de la indicada naturaleza exige buscar sus presupuestos en más hondos problemas filosóficos, que, dada la finalidad de este tra- bajo, no pueden abordarse aquí de manera exhaustiva y sistemática.

Parto del supuesto, que doy por demostrado, de que en el hombre se da la posibilidad de una auto-conciencia, cuya negación entrañaría la de todo conocimiento.

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Los problemas del conocimiento sólo tienen sentido como problemas humanos, pues lo que no sea susceptible de enmarcarse en su espíritu, no rozará la vida del hombre ni podrá ser objeto de su estimación.

Si algo dado fuera del pensamiento es susceptible de ser reducido a idea, debe concluirse que necesariamente ha de llevar, en su esencia, una forma de ser espiritual, ya que, de no ser así, sería imposible su aprehen- sión intelectual.

De aquí que debamos reconocer que no puede existir oposición esen- cial entre el mundo de la realidad y el mundo ideal, pues, si tal existiera, se trataría de dos mundos entre los que no sería posible ninguna comunica- ción, y, por ende, nada podría predicarse de la existencia cósmica, y sólo cabria una absoluta ignorancia de sus formas de ser, pues el pensa- miento, como mera idea, sólo podría operar con sus propias leyes de fundamento a consecuencia, y él mismo quedaría reducido a una mera potencialidad, porque, para hacerse evidente a la intelección humana, ya requiere la facticidad de una vivencia, a cuya virtud entre a formar parte de un proceso psicológico, en la conciencia de las hombres; proceso que exigiría la previa legitimación del paso de lo ideal a lo real, porque todo proceso de la mente humana, en su realización, corresponde ya al mundo cósmico y fenomenal.

Si es posible tener una noción de lo que existe o se realiza fuera del mero pensamiento, y si existe posibilidad de tratar ese material metó- dicomente, sometiéndolo a un proceso articular de significaciones conec- tadas entre sí con validez, es porque dicho material lleva, en su esencial modo de ser, una legitimidad ideal que corresponde a la que conforma nuestro espíritu.

En esta reducción necesaria, de lo real a lo ideal, para la posibilidad y legitimidad de todo conocimiento, el proceso de ampliación y profundi- zación del campo del saber se reduce a una forzosa unidad, puesto que la formulación conceptual de lo fenomenal sólo puede operarse a través de la formulación conceptual de la idea pura, que es la condicionante de toda validez, ya que sólo a través de la evidencia inmediata proporcionada por la iluminación rwelatriz que nos hace conscientes de nuevos datos del contenido espiritual, es posible lograr una más honda penetración en las esencias del ser de lo real, a través de las puertas de comunicación que nos conectan con el mundo, y que están constituidas por nuestras facultades sensoriales, auxiliadas y afinadas por el creciente instrumental con que es factible una observación y una operación cada vez más pro- fundas sobre el mundo exterior.

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Sobre la vida meramente animal del hombre, se erige la vida de su espíritu, que no puede anular las leyes de la materia inanimada ní de la vida vegetativa; pero que sí puede hacerlo substraerse a los imperativos de la vida animal, contrariando sus instintos ; dejándose voluntariamente morir, o dejar perecer la estirpe, por voluntaria abstención de reproducir- se, etc. Esta posibilidad de contrariar los fines de su vida animal, la tiene el hombre a virtud de que goza de un autodeterminismo o determinismo inmanente, y de un autofinalismo o finalismo inmanente, que le permiten ponerse fines a sí propio y elegir los medios que considere adecuados para obtener esos fines. Debido a esta libertad, no está el hombre indi- solublemente ligado al momento actual de su vida, puesto que puede pro- ponerse fines remotos, y actuar en el sentido de esos fines, y como, ade- más, cada ser es libre de proponerse sus propios fines, resulta que, no habiendo una necesaria unidad o coincidencia entre ellos, habrá siempre una tensión espiritual dentro de cada grupo.

La libertad de que gozan los hombres consiste en la posibilidad de proponerse fines y en la de elegir los medios para lograrlos. Donde falta cualquiera de estas posibilidades no puede existir libertad.

Consiguientemente, no puede existir una libertad indeterminista, pues- to que el campo de elección no es ilimitado. No puede 'elegirse entre lo inexistente; sólo puede caber elección dentro de l o que está al alcance del sujeto; por esto, no pueden elegirse fines desconocidos, sino sólo de entre los que han sido pensados por quien ha de hacer la elección; tam- poco pueden elegirse otros medios diversos de los que estén al alcance del que ha de actuar, por manera que, la persecución de fines está siem- pre condicionada por el conocimiento de su posibilidad, a través de los medios que están al alcance de la actuación humana, únicos de entre los que podrá optarse.

Cada individuo, hecha abstracción de sus limitaciones personales, goza de la misma libertad de acción que los demás; y como cada uno se deter- mina por actos de propia motivación, resulta que, en el interactuar hu- mano, habrá acciones semejantes, acaso iguales, y sucederá que, en el entrechocar constante de esas acciones, pueda apreciarse toda la gama de la relatividad, desde la igualdad más armoniosa hasta la más violenta opo- sición. En razón de la intimidad de la conciencia, la acción de cada in- dividuo parece valer por sí misma, sin que sea motivada más que por las razones que el actor haya tenido en consideración para realizarla;

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pero esto sólo vale dentro del campo de la subjetividad, pues, si es mira- 1 da la acción en el campo de la realidad objetiva, se observará que está l

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ligada, por infinitas relaciones, con todos los precedentes culturales que la hicieron posible en el lugar y tiempo de su aparición, y que es, a su turno, un eslabón cuyos nexos totales con acciones futuras son descono- cidos, sin que jamás sea posible predecir, a priori, en qué variadas formas puede la acción singular considerada influir en la gestación de otras ac- ciones, bien sean del mismo o de diferente sujeto; aunque, en lo general, puedan predecirse determinadas posibilidades inmediatas de vinculación, que cada vez se vuelven más vagas y contingentes, mientras más remotas consecuencias se consideren.

Dentro del ambiente que determina y hace posible la actividad hu- mana, todo lo que pueda ser contenido de una acción es algo valorable humanamente, y los valores resultantes de la apreciación son los elemen- tos con respecto a los cuales ha de realizarse toda actividad, todo afán, toda protección. En el caos aparente de la conjugación de acciones, el efecto de unas es reforzado, modificado o contrarrestado por los resulta- dos de otras, hasta determinado grado, haciendo posible la coexistencia de todas ellas en una ordenación interna de las mismas, a las que es po- sible imaginar como compuestas en la forma de un sistema dinámico de fuerzas, en el que las antagónicas llegan a un estado de equilibrio, miti- gando sus esfuerzos y produciendo resultantes insospechadas e imprevisi- bles, en determinado grado, porque, en esta dinámica, no son conocidas todas las fuerzas elementales componentes, ni conservan siempre su mis- ma significación e intensidad, porque es peculiar del hombre cambiar cons- tantemente el sentido de la vida y la dirección y móviles de sus acciones, dentro de los amplios cuadros de la Cultura, y porque el hombre cuenta, cada día, con nuevos y antes insospechados elementos de acción.

Esta vida de las fuerzas humanas, este entrechocar incesante de ac- ciones que guardan, entre sí, las más variadas relaciones, ofrece, en cada momento de la vida de una comunidad, un 'sentido de ordenación especial, pues unas actitudes se van imponiendo sobre otras, hasta ser consideradas como un Deber Ser Social, en tanto que las actitudes contrarias son es- timadas como antisociales; mas esto no implica la necesidad de que las últimas desaparezcan: no existe razón para concebir que, en una colec- tividad, sólo tengan existencia acciones de un determinado sentido, pues, dada la facultad de auto-determinarse de los individuos, siempre hay la posibilidad de, actitudes que, en alguna forma, se opongan a las considera- das como Deber Ser, bien con un inanifiesto sentido de inferioridad, o,

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también, en nombre de una superior valoración, de un ideal más alto que el de aquéllas, dada la infinita variedad de posturas adoptadas por el hombre, en su tránsito por el mundo.

Se roza aquí uno de los más hondos problemas de la normatividad, porque el parecer variable de los hombres y su variable voluntad pondrán siempre en disputa la validez lógico-normativa de todo Deber Ser Social, por no existir una autoridad infalible a la que encomendar la decisión. La falta de una conciencia sobre-humana, y la imposibilidad de encontrar un patrón necesario para descubrir al más sabio, al más prudente o al más justo de los hombres, conduce al reconocimiento o a la creación fáctica de autoridades: ancianos, guerreros, sacerdotes, maestros, sabios, moralis- tas, legisladores, jueces, etc., y este histórico establecimiento de autorida- des conduce a un concepto límite en que se conjugan Realidad y Logos, pues sólo es posible reconocer validez al parecer de la autoridad, cuando previamente se ha reconocido a la autoridad misma. Esto es de consecuen- cias extremas en el campo del querer entrelazante jurídico, porque, en el orden interno del Estado, si la autoridad detentadora de la soberanía no está legitimada, sus determinaciones no tendrán carácter jurídico (sus normas serán leyes pero no derecho), sino el de un simple "factum" cuya fuerza social determinante se impondrá en el mundo de los hechos; mas no en el mundo del espíritu, por carecer del momento de validez Iógi- co-normativa.

En virtud de las fuerzas que operan en el seno de toda comunidad humana, y que son algo real, comprobable, es posible la vida de la Huma- nidad, distribuída en agrupaciones culturales que encierran, a su turno, colectividades más restringidas, especial y temporalmente; y, a la orde- nación sistemática de estas fuerzas, es a lo que se llama ordenación social.

Antes de toda manifestación cultural, los grupos humanos no pueden ser específicamente caracterizados, en oposición a las restantes especies animales: comparten, con ellas, la sumisión a la naturaleza puramente re- fleja e instintiva de la bestia, que no permite llegar a otras acciones que las requeridas para llenar los fines de la mera conservación de la espe- cie y de sus individuos, guiándose sólo por la inmediata satisfacción de las necesidades presentes, mediante la ciega sumisión al medio, a los de- terminismos de la especie, y la obediencia al imperativo del estimulo más fuerte; mas tan pronto como en los grupos humanos se realizó el primer acto de motivación consciente, o sea, por un fin remoto, se reveló, en ellos, la cualidad diferencial humana, en su forma esencial de rebeldía e insumisión a lo meramente dado en el mundo. A partir de este momento,

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y aprovechando, para cada conqtiista, las anteriores, ha ido el hombre, en una lenta y penosa asqs ión, re-creándose constantemeke; apartandose más, cada vez, de su condición de bestia sometida a las puras leyes bio- lógicas, y, para ello, le ha sido preciso conservar lo antes adquirido como cultura, para aprovecharlo en actos futuros, en tanto sea Útil para sus nuevos fines; lo que indica que el hombre tiene un sentido de profundi- dad en el tiempo, que lo constituye en ser histórico, a diferencia de los restantes que ni tienen este sentido ni les seria Útil, porque, dada su con- dición de seres imperfectiblemente hechos, jamás necesitan crear nada para aprovecharlo posteriormente, porque siempre ejecutarán las mismas ac- ciones, hasta que las especies se extingan, con la seguridad maravillosa del instinto, que realizará siempre la misma obra, con la perfección con que fué realizada desde la primera vez.

Antes de toda obra cultural, no es posible predicar valor alguno de una agrupación humana; lo Único que puede ser objeto de observación son sus características biológicas, transmitidas por la simple generación de la vida, de padres a hijos.

No es, por ende, lícito, afirmar nada, a priori, sobre el valor,de un grupo humano cualquiera, porque sólo a posterior( por la obra de cultura realizada, puede revelarse el valor diferencial que le corresponda, y como toda obra de Cultura se va desenvolviendo en el tiempo, o sea, histórica- mente, resulta que nada puede predicarse de un grupo humano, con ca- rácter necesario, con respecto a sus valores culturales, sino sólo relativa- mente, dentro de los límites en que a ese grupo es imputable el esfuerzo cultural acumulado en la obra, y en función de la parte realizada en cada etapa de su evolución histbrica, lo que da lugar a la observación de épocas de exaltación, de mera conservación o de abatimiento, dentro de un mis- mo grupo.

Sólo en esa relatividad histórica es posible concluir si un mismo grupo, en las diversas épocas de su vida, ha sido igual o más o menos valioso, y hacer comparaciones entre diversos grupos, para afirmar la superioridad de unos sobre otros, y ordenarlos según el índice tomado como patrón de valor de las culturas.

Una concepción apriorística y puramente racionalista del sentido de la vida, y de la misión que en ella toque al h b r e desempeñar, sería sólo una concepción artificiosa y sin valor alguno, porque aun la fe mis- ma tiene sus raigambres hecesarias en la experiencia vivida, tambik como un valor que ha tenido su nacimiento, que se transforma, que su- fre todas las aportaciones posibles de las conciencias de los hombres, en

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cuyo seno ha nacido y en el que algún día habrá de morir. Sólo dentro del árbol generoso de la vida y de lo que ésta produce; sólo lo que ha ido formándose con la necesidad, con el dolor, con el placer humanos, sólo todo ello tiene significación; cualquier otro producto, artificioso, es algo hueco y carente de sentido, algo que acaso pueda solamente vivir en la conciencia de unos pocos hombres, tal vez de uno solo, o que nada más tenga existencia dentro de las páginas de un libro o dentro de los fríos muros de un gabinete. Es pues, en la fecunda realidad de la existencia, en donde habrá de encontrarse la savia que, desde la acción singular, desde la experiencia vivida, se eleva hasta la formacián de divisas, de anhelos, de valores supremos, hacia los cuales se enfocan los afanes hu- manos, para la persecución de, cada vez, más elevados fines; porque todo acercamiento al ideal, porque toda realización de un propósito, todo alcan- zar de una meta, es simplemente un paso dado para hacer posible un riuevo ideal, para la fijación de otra meta más alta; porque mientras más el hombre vaya realizando el sentido de la dignidad y de la perfección que se ha propuesto; porque mientras más en sus posibilidades esté la realización de los valores que ha perseguido, más van sublimándose éstos, purificándose al propio tiempo que el hombre, lo que permite afirmar que pueden considerarse, en función recíproca, la labor realizada y la labor por realizar: la primera engendra a la segunda, porque en ella se encuentran todas las posibilidades de aspiracihn a nuevos ideales, a fines más altos que perseguir; mas, en la segunda, estos ideales, estos fines por perseguir, son el acicate del afán humano para alcanzarlos; afán hu- mano que, al ir acercándose a la realización de los ideales perseguidos, da nuevos elementos de perfeccionamiento de éstos, por manera que, al acer- carse a ellos, se le alejan, porque ya no son los mismos, porque se han purificado y ya no satisfacen en su forma anterior, sino que se les exige en su nueva forma depurada. Podría expresarse, en una forma gráfica, esta función recíproca, diciendo que entre el ideal y el afán humano por alcanzarlo existe una relación asintótica, de manera tal que, perfeccionán- dose siempre, que acercándose siempre al ideal, jamás la acción humana llegará a alcanzarlo en su plenitud, para confundirse con él; es decir, jamás se operará una plena identificación entre Realidad y Logos. Estas más elevadas aspiraciones del hombre; esta meta que siempre se aleja, perseguida por los afanes humanos, que encierra todo lo mejor que el hombre estima que le es dado alcanzar, es lo que constituye los atributos de Dios; no ya el Dios Creador que ha determinado las últimas posibili- dades de sus obras, sino un dios accesible a la mente humana, un d i

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creado por el hombre, que establece que las cosas son buenas, no porque El las ordena, sino precisamente porque está determinado por ellas, por- que son los elementos que lo constituyen como Símbolo, como Supremo Ideal.

Resulta así, que lejos de reconocer una ley natural, de origen divino, dada de una vez para siempre; que lejos de afirmar que el hombre haya sido creado a imagen y semejanza de Dios, es él, el hombre, el que, me- diante su progresivo descubrimiento espiritual, va creando sus valores y sus normas, y crea, así, a la divinidad, a imagen y semejanza del hombre, y le atribuye una voluntad normativa incondicionada y eterna, absoluti- zando simplemente su propia voluntad condicionada y temporal.

Para llenar todas las necesidades individuales y colectivas, materia- les y espirituales, cuenta el hombre con todo lo que la Naturaleza espon- táneamente le ofrece, y con todo lo que, además, es producido por el es- fuerzo humano.

En una ordenación de medio a fin, se advierten dos elementos de determinación y dos de libertad; un primer elemento determinado lo constituye el campo de la realidad objetiva, dentro del cual se cuentan todas las posibilidades operatorias de que se dispone en un momento dado de la historia; el otro elemento determinado está constituído por la rea- lidad subjetiva, por el ser operante con todas sus energías físicas y es- pirituales; ser operante que puede representar una dual posición, bien como sujeto puro de la acción, o bien, a la vez, como objeto de la misma, en su labor de autoformación y perfeccionamiento; un elemento de liber- tad lo constituye la facultad de elegir entre los diversos fines posibles, y el otro elemento de libertad se da en la posibilidad de elegir entre los diversos medios adecuados para alcanzar el fin que se persigue.

El hombre es responsable sólo por los actos de su elección y es su actitud, su acción, la que sirve de índice para su valoración. Fundamen- talmente su responsabilidad deriva de la elección del fin que persigue; pero, como éste, con su propia virtud, no justifica, al mismo tiempo, la elección de los medios, es también el hombre responsable de la elección de éstos.

La acción, en sí misma, como todas las cosas del conocimiento, no tiene una significación univoca, sino que puede ser considerada a la luz 'de los múltiples valores que pueden ser pensados ; efectivamente : puede ser vista una acción desde el punto del valor verdad, y juzgar de ella si es adecuada o no para ser eficiente, esto es, para lograr el fin que a través de ella se busca, según que la misma sea capaz de obtener, de un

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elemento causal o de un fundamento, el efecto o la consecuencia que se persiguen. Colocados en este supuesto, es indiferente que se esté o no en la verdad, para los restantes valores, pues, cierta o falsa la posición adoptada, nada arguye ni en favor ni en contra de la belleza o de la feal- dad, ni de la bondad o de la maldad de la acción, porque también cada orden de valores es autónomo y cerrado en sí mismo, como se demuestra considerando v. gr., en una obra literaria, que puede ser bella y, sin embar- go, delictuosa, o que puede ser inmoral, sin llegar al delito, etc. Por esto, es preciso, al juzgar de la acción, adoptar la perspectiva según la cual debe emprenderse el estudio, y cada cambio de perspectiva ofrecerá una solución exclusiva, valorizadora del aspecto especial considerado, y, así, puede apreciarse a un sujeto como justo, moral, laborioso, atento, servi- cial, etc., pudiendo ser valioso en uno o varios aspectos y no serlo en otros; porque la diversidad de valores, a través de los cuales puedan ser juzgadas las actitudes humanas, determina una igual diversidad de especu- laciones normativas, llamadas Moral, Etiqueta, Moda, Religión, Derecho, etc., en cada una de las cuales puede ser apreciado un hombre favorable o desfavorablen~ente, pues no hay obstáculo para que una conducta sea apre- ciada en igual forma aprobatoria o reprobatoria en los diversos órdenes, puesto que, evolucionando concomitantemente todos ellos, es perfectamen- te explicable que lo moral esté acorde con lo justo, lo urbano, lo verdadero y lo bello; mas esta concordancia no es necesaria, pues una actitud con- sentida y aprobada por la Etiqueta, por ejemplo, como el duelo, puede ser reprobada por el derecho y por la Moral, y una actitud aprobada por el derecho puede ser reprobada por la Etiqueta, como el disfrute ostentoso de los propios bienes, y lo mismo acontece con la Moral, la que ordena perdonar los agravios, en tanto que el derecho impone la persecución del delito.

Un problema que se plantea con frecuencia es el de saber qué es primero, si la valorización o la norma, y se sostiene, bien, que primero es la valoración, puesto que antes de ella no puede existir norma, por no haber valor definido que en ella se expresa; o, al contrario, que primero es la norma, pues antes de ésta no es posible hablar de valoración, ya que el valor sólo existe por la norma que lo establece. Esta oposición care- ce de justificación, pues no se puede hablar de un valor que no pueda ser formulado en una norma; pero tampoco puede hablarse de una norma sin contenido de valor. Lo correcto es decir que, en cada momento de la vida de una comunidad, conjugándose armónicamente Realidad y Logos, existencia sociológico-positiva y validez lógico-normativa, a paso y a me-

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dida que va transfodndose et sentido de los valores, va trmskrrmándose, al mismo tiempo, el sentido de las normas, puesto que forma y contenido son siempre correlativos e inseparables, y no puede transformarse la una sin el otro, ni a la inversa. Lo Único que puede decirse, como aclaración, no como corrección de lo expuesto es que, dada b naturaleza de los medios de expresión de la norma, es necesario que la fije en una fórmula una autoridad, y cualquiera que esta sea, puede viciarla con su parecer subjetivo, lo que puede hacerla discrepar del sentido objetivo del valor que está destinada a proteger, y además, se la anquilosa en cierta mane- ra, al formularla en una expresión verbal, pues, por maleable que sea el lenguaje, una vez realizada la fórmula solamente puede sufrir las al- teraciones de significado de sus términos, mas no puede cambiar esen- cialmente de los mismos, y esto se debe a que, por el proceso de fijación de un valor en una fórmula, se la sustrae en su expresión, de la corrien- te de la vida, ocasionando con ello, un divorcio cada vez más amplio entre el valor vivido y el valor que ha quedado como letra, que puede llegar a ser verdadera letra muerta, en abierta contradicción con el valor que real- mente vive en el alma del pueblo y de los individuos, y de ahí la necesi- dad de no atribuir, sin más, a las fórmulas escritas, un valor ea sí mismas, que no tienen, sino que, en cada caso, si se quiere saber cuál es el autén- tico valor vigente, habrá que buscarlo en la corriente actual de la vida, y sólo cuando se demuestre que coincide el sentido del, valor encontrado directamente por los métodos sociológicos y ia apreciación filosófica en la comunidad, con el formulado en la norma, puede concluirse que ésta rige con el sentido verbal que ella entraña, pues si tal no sucede, ello re- vela que ya la colectividad ha variado el sentido del valor que había sido consignado en la norma, por lo que ésta, para ser adecuada, debe modi- ficarse en concordancia con el nuevo sentido, porque la norma debe ser expresión de la vida y no la vida expresión de la norma.

Es preciso, también, afirmar que toda norma tiene siempre un valor social, y que toda actitud hmnana es irremediablemente apreciada social- mente, pues el hombre sólo lo es, por esencia, dentro de la comunidad, y si en ocasiones se habla de normas que ven más a la protección de valores individuales que colectivos, o a la inversa, ello sólo expresá que la norma es enfocada hacia el individuo o hacia la colectividad, mas no que puedan existir normas de carácter puramente individual. Ecbo se debe a que, dentro de la infinita variedad de acciones posibles, unas podrán afectar más directamente d individuo o m i s directamente a la dectividad, y si para las primeras, de conformidad con variables criterios EilsJQficos-socia-

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les, puede dejarse al arbitrio de cada hombre cumplirlas o no, las últimas requieren que se garantice su observancia, aun contra la voluntad del in- dividuo, bien provocando una reacción espontánea y fortuita, de ninguna manera necesaria, como cuando se excluye de un círculo social a quien no acata las normas de la etiqueta, o bien estableciendo una consecuencia gravosa y cierta contra el infractor, como sucede generalmente en el caso del derecho.

En cada momento de la evolución histórica de una comunidad, el conjunto de aquellas normas destinadas a coordinar, encauzar, estimular o reprimir las fuerzas actuantes en su seno, de los individuos y de los gru- pos, para garantizar la conservación y ulterior desenvolvimiento de la vida cultural humana, es lo que constituye el derecho.

Es pues, el derecho, una ordenación normativa social, a través de la cual se cuida de todos los valores de la Cultura. Tanto cuida de la vida, en el sentido biológico y material, del individuo y de la especie, como de la espiritual, así como de los bienes de esa vida, susceptibles de satisfacer las necesidades de uno u otro orden, mediante normas protectoras que van desde un "no matarás" o un "alimentarás a tus hijos", hasta un "respeta- rás el credo de los demás" o un "no ejercerás violencia para imponer a otros tus ideas".

Hay que desterrar el prejuicio tradicional relativo a que el derecho sólo tenga que cuidar del valor justicia. De su condición de ordenación normativa de la vida íntegra humana, se desprende su función tutelar de todos los valores de la Cultura: tanto cuida de la verdad, de la belleza, de la bondad, de la utilidad, como de cualquier otro valor. Basta, para con- vencerse de esta afirmación, considerar que la falsedad debe ser sanciona- da cuando la misma es nociva para la paz y desenvolvimiento normal de las relaciones humanas, llegando a constituir un delito enérgicamente san- cionado ; que la belleza igualmente debe velarse, bajo severas sanciones, cuando su exhibición sería motivo de ataques a las buenas costumbres; que la violencia y la crueldad están también reprimidas, así como igual- mente se garantiza, mediante mandatos y prohibiciones, el desarrollo de todo esfuerzo útil, asegurando a los hombres el libre disfrute de su tra- bajo, en tanto no sea lesivo para otros hombres o para la colectividad.

Es, el derecho, una ordenación que puede coincidir, en el sentido del valor, con otros órdenes normativos, pero que puede estar con ellos en

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discordancia y oposición: considérese, v. gr. que la Moral puede justificar la eutanasia, en tanto que la misma está prohibida por el derecho, o bien,

1 que la religión puede exigir sacrificios humanos, o imponer el perdón, en tanto que el derecho prohibe los primeros y exige el castigo del delin- cuente, etc. Además, el derecho establece, por ejemplo, un término arbi- trario de cinco días para interponer un recurso en un juicio, bajo la pena de no tenerlo por interpuesto, sin que con ello se ataque ni a la verdad ni a la bondad ni a otro cualquiera de los valores de naturaleza semejante, pues nada repugna a cualquiera de ellos que el término fuera más amplio o más restringido, siendo suficiente para realizar el acto de que se trata. Y, por lo contrario, lejos de proteger el valor justicia, el derecho ampara, en ocasiones, situaciones de injusticia manifiesta, como cuando establece la prescripción de la acción penal y de la pena, la prescripción adquisitiva en materia civil, sin justo título, por el simple transcurso de un tiempo arbitrariamente fijado, y otros casos semejantes.

Si no es el valor justicia el específico del derecho, queda por inves- tigar cuál sea ese su específico valor.

Su misión es, se ha ya dicho, cuidar de que, fuera de todo particu- larismo, sea posible el desenvolvimiento de la Cultura, estimulando o re- primiendo aquellas manifestaciones de la energia humana que se opongan, pasiva o activamente, al encauzamiento y evolución históricos de los afa- nes de los individuos y de los grupos, hacia los más altos ideales accesibles a la ambición humana, en cada momento y lugar.

Para obtener este supremo fin, impone obligaciones y prohibiciones hasta el grado necesario para conservar la indispensable conciliación de las oposiciones internas, aun con el doloroso sacrificio de unos valores, en aras de los fines supremos de la vida, como cuando establece la pri- vación de la vida, impuesta como pena contra el delito, desacatando el imperativo moral del perdón, o cuando ordena la defensa del honor y de la dignidad nacionales, aun con el sacrificio de la vida de los ciudada- nos. Por esto, cabe concluir que el derecho no tiene más valor especifico que el de la seguridad, pues es éste el Único fin constante, perseguido a través de las múltiples normas que lo constituyen, ya que, si, a.veces, su mandamiento se encuentra concebido en concordancia con los más altos valores de la cultura, en cualesquiera de las manifestaciones en que se vierte la energia humana, a veces el imperativo jurídico es contrario a al- guno de esos valores, pues, si es verdad que su misión es cuidar de que, en su más alta significación, se realice la obra creadora espiritual, sólo lo es considerada esa obra desde su aspecto supremo de unidad, en que

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se coordinan e integran todos los particularismos de los individuos y de los grupos, y para llegar a este fin, indispensablemente se requiere el es- tablecimiento de fronteras a los valores particulares, para el efecto de estimular aquellos que se vayan rezagando en el curso dinámico del desen- volvimiento total de la vida o para refrenar los que amenacen desbordar el cauce normal de ese desenvolvimiento, en una época y lugar considerados.

Por su carácter de ordenación finalista dirigida a los hombres dota- dos de librevolencia, se encuentra el derecho en peligro constante de vio- lación, puesto que pueden actuar en el sentido de las normas, o, al con- trario ser sus actos adversos a ese sentido, y como el derecho es siempre un mandato destinado a su cumplimiento, aun contra la voluntad de quie- nes deban obedecerlo, no basta con las normas protectoras de los bienes de la vida, sino que es preciso que existan otras normas dirigidas espe- cialmente a aquellos hombres que han de cumplir con la misión de que se realice la protección establecida por las primeras ; mas tampoco basta siempre con esta segunda especie de normas, para que quede plenamente garantizada la protección de que se trata, sino que es preciso que una tercera clase de normas establezca las sanciones o consecuencias gravosas que han de producirse en contra de quien viole la norma protectora, y, para garantizar la efectividad de la aplicación de la sanción, en contra de un posible violador, todavía se requiere, en este supuesto, de una cuarta clase de normas, que establecen la creación de ciertos órganos, dotados del poder coactivo social, encargados de la función pacificadora de hacer cumplir, por la fuerza de que están dotados, las normas violadas, bien directamente por su observancia, cuando esto es posible, o bien, mediante la aplicación de la pena prevista, y, si el órgano encargado de esta misión no cumple con ella, todavía será posible ocurrir a otros órganos jerarqui- zado~, y aun perseguir al funcionario remiso en el cumplimiento de sus obligaciones, hasta llegar a un último órgano, cuya resolución o actitud ya no sea susceptible de ulterior imp~gnaci~ón o reclamación; último órga- no éste, que puede cumplir el derecho, pero que también puede violarlo, porque, por estar servido por hombres igualmente imperfectos que los demás, puede evidentemente incurrir, por ignorancia o torcida voluntad, en los mismos o en otros vicios que los cometidos por los órganos infe- riores, y, como contra estos órganos supremos ya no existe posibilidad legal para remediar sus yerros, cabe concluir que, contra ellos, no existe más recurso que el de la violencia, la cual es justificable, bajo todos los órdenes de valores, cuando, de manera sistemática, se han manifestado ineptos para llenar su misión, o enemigos de la realización del sentido

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de la vida que, en la comunidad que gobiernan, está derivado de la filoso- f í a político-social vigente; mas, sobre la justificación de la lucha y sobre las posibilidades de éxito de la misma, no puede decir nada el derecho, porque el problema se plantea fuera de su ámbito, en el campo de las realidades fundarnentadoras de que ha de derivar precisamente la ordena- ción jurídica; de las realidades metajurídicas de las fuerzas contradic- torias que se debaten en el seno de toda agrupación humana, y que, en su lucha interna, llegan a un punto de pacificación, conciliando antagonis- mos, mediante su interna articulación en un todo su remo histórico que B es el Estado, y que, con sus órganos de poder, ha e hacer cumplir las normas resultantes de aquella lucha, constitutivas del derecho vigente.

Como ser del mundo real, no es el Estado una mera idea; no es una pura esencia expresiva de una conexión de significaciones del mundo ideal. Comparte, con todo lo fenomenal, su condición de ser fuera del pensa- miento, como realidad substancial, sujeta, además, a una perpetua trans- formación histórica, derivada de la irremediable imperfección del espíritu humano. En sus elementos materiales está condicionado por el medio fisi- co-geográfico y por la comunidad biológica radicada en ese medio, en la cual se opera el proceso de la revelación espiritual, a cuya virtud se eleva el hombre, de la mera animalidad, a la vida cultural. En la comunidad primitiva, el incipiente espíritu abarcaba confusamente todas las activida- des que paulatinamente se han ido diferenciando. Ciencia, Arte, Política, Religión, Economía, Moral, Derecho, etc., matizaban todos los actos hu- manos, sin posibilidad de especial valoración, porque Religión era, a la vez, Ciencia y Política, Economía y Derecho, etc., y correlativamente para cada término.

Como expresión suma de integracihn jerárquica de la vida humana, en todas sus formas (material y espiritual ; colectiva e individual; perma- nente y transitoria; valioia y no valiosa), representa el Estado aquella unidad de valores y antivalores humanos, en que se coordinan, inordinan y subordinan todos los aspectos parciales, y, como tal integral, su valor supremo está expresado en función de las particularidades que integra, las cuales también sólo pueden ser significativas en función del todo a que pertenecen, según la interna ley conforme a la cual se ordenan, funcional- mente, partes y todo, en el proceso de integración. Pero, cabe analizar, cómo y cuándo pudo existir esta entidad. Como dato histórico, no es po- sible predicar nada necesario sobre su existencia : no hay una verdad aprio- ristica que exprese las leyes de su aparición; s610 es posible examinar ei proceso de formación de Estados determinados, sigui¿ndolos, retrospec-

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tivamente, hasta agotar los cada vez más pobres datos de su historia, y perderlos, por fin, en la leyenda de su prehistoria; pero lo esencial, para reconocerlos como Estados, es que se revelen como unidades supremas in- tegradoras de todos los aspectos parciales, individuales y colectivos, de la vida de una comunidad, dotadas de un poder absoluto de subordinación en el interior y de exclusión de todo otro poder coactivo, en el exterior, pues, si no constituyen una unidad interna, ordenada por ese poder, se tendrán tantos Estados como grupos autárquicos se observen. cómo se llega a esta unidad? ¿Qué condiciones son requeridas para que pueda constituirse una sociedad regida por un poder unitario de absoluta su- bordinación, que excluya todo otro poder?

Así como no hay sociedad definitiva, tampoco hay un Estado defini- tivo, ni en su forma ni en su extensión. Un Estado se amplía cuando la conquista, violenta o pacífica, llega a formar la indispensable unidad de destinos de varios grupos humanos, requerida para su fusión en una co- munidad histórica, movida por los mismos afanes ; y un Estado se divide en otros varios, cuando deja de existir esa comunidad de afanes, y, terri- torialmente, se dan autonomía y existencia independiente diversos grupos humanos. Un Estado puede ampliarse a expensas de otro, absorbiéndolo totalmente o sólo en parte. En cualquier caso, no hay posibilidad de seña- lar límites invariables a la agrupación humana que, por la comunidad de anhelos y destinos, en el éxito y la adversidad, puede llegar a la formación de un Estado.

Las fuerzas actuantes en una época, materiales y espirituales, deciden de los destinos de los pueblos. No es la verdad; no es la bondad; en ge- neral, no son los valores reconocidos de la cultura, los que, por su sola fuerza espiritual, sean salvaguarda suficiente de la unidad de acción y congruente ordenamiento de los afanes de los individuos y de los grupos dentro de una comunidad, para la dignificación y el honor de la vida na- cional y para la realización de los elevados fines de la vida de un Estado. Aparte de las fuerzas impulsoras del progreso, defensoras y fortalecedoras de la tradición nacional, obran constantemente, en el seno de toda comuni- dad, las fuerzas perturabadoras y disolventes. El valor intrínseco de una doctrina es incapaz de determinar el Sino de una época, si esa doctrina no es llevada a realizarse por la pasión (amor y odio) ; pues, en el mundo de los hechos, sólo lo que se afirma como voluntad actuante de domina- ción, invulnerable y heroica, puede esperar convertirse en realidad y, así, no triunfa en la lucha quien tiene la razón (aunque ésta sea motivo para fortalecer un frente), sino quien tiene la voluntad de triunfar. El sino de

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una época se determina por la resultante favorable en el balance & las reales fuerzas actuantes en la disputa, y no por el número de conciencias que comparte una idea, incluidas las de los sabios, ni por la razón o sin razón que una doctrina contenga, porque ya hemos negado la existencia de una supuesta ley divina válida universal e incondicionadamente, y por- que no existe una conciencia sobrehumana que en última instancia decida las diferencias de criterio y de voluntad de los hombres. Cierto que los hombres se mueven por ideas, .y cierto que las ideas sólo pueden ser de los hombres; pero, mientras no sean llevadas a su realización, al precio de los indispensables sacrificios, por valiosas que sean, no producirán los efectos que en ellas se entrañen. No basta que la idea exista; son precisos los hombres que han de realizarla.

En su carácter de suma integral de poder, no puede el Estado ope- rar sino con los valores existentes en su seno, coordinándolos y subordinán- dolos, en la forma adecuada, para evitar que se destruya su unidad, que, aun siendo el supremo poder sobre la tierra, no tiene la posibilidad de crear ex-nihilo, sino sólo la de componer las fuerzas que se desenvuelven en la comunidad, para alcanzar los más elevados fines que le corresponden, según la concepción del mundo y de la vida vigente en cada época, y, en esa composición, debe aniquilar o simplemente someter a limitaciones a aquellas fuerzas que sean hostiles o sólo perturbadoras de los fines per- seguidos por el Estado, y, al contrario, debe estimular el fortalecimiento de las que sean adecuadas para lograr la realización y ulterior supera- ción de los valores que se persiguen.

Como supremo ordenador, requiere el Estado un poder de absoluta subordinación que dé sentido de unidad a todas las fuerzas actuantes den- tro de su seno, poder que ha de realizarse a través de los llamados órga- nos del Estado; su destino es coordinar, encauzar, estimular, reprimir las fuerzas actuantes; toma la realidad cultural en toda su compleja rique- za y la somete a su influjo, y a esto se reduce su misión; no puede operar con lo inexistente, no es Dios creador sobre la tierra. Pero, si bien, al imponerse sobre los afanes singulares de los individuos y de los grupos, le basta con establecer imperativos y prohibiciones, no se agota en ello su misión. Existen funciones que sólo pueden ser desempeñadas por la ener- gía total del grupo social representado por el Estado, que no pueden quedar abandonadas a la capacidad de unos individuos o de un sector de la colectividad, y de ellas se encargan los órganos del Estado. A este res- pecto tiene importancia primordial para este trabajo, el cometido de de-

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fensa del Estado, como unidad, frente a los otros Estados, y la coordina- ción de su vida con éstos.

Acompañando al Estado en su proceso de creciente estructuración in- terna, superando antinomias y coordinando los esfuerzos todos de la co- lectividad, para realizar una unidad supraindividual, animada de un impul- so constante de superación, aparece el derecho estatal aquí y ahora, como producto histórico condicionado espacial y temporalmente, y &lo tiene validez y vigencia en tanto que es derecho positivo, o sea, dentro de las fronteras espacio-temporales de su existencia histórica. Todo derecho que no satisfaga objetivamente, estas condiciones, no es derecho estatal, podrá serlo en otro lugar, o podrá haber sido o llegar a ser; pero no lo es en el lugar y tiempo considerados.

Surge aquí el problema relativo al derecho internacional, porque, si es condición esencial del. derecho, ' la de que sus normas tengan la posi- bilidad de ser hechas cumplir obligatoriamente por los órganos del Estado, parece que sólo puede existir el derecho estatal, puesto que, sobre los órganos del Estado, no existe ya poder ninguno de coacción, porque no hay organización alguna de fuerza que puede ejercitarse mediante órga- nos subordinativos superiores a los del Estado. Estas consideraciones pe- can de una visión superficial y parcial de la cuestión, pues, si el derecho entraña la posibilidad de su realización coactiva, ya sean sus normas es- critas o no, y se formen por órganos legislativos o consuetudinariamente, o se las haga derivar científicamente de la filosofía político-social de una época y lugar, no exigen su ineluctable cumplimiento, sino que siempre pueden ser violadas, porque es, ésta, condición esencial de toda norma de conducta, que se basa precisamente en la existencia de seres dotados de librevolencia, que, en todo momento, pueden acatar o desobedecer la norma, y ya se ha visto que el derecho estatal mismo no es susceptible de cumplimiento obligatorio, cuando los órganos encargados de hacerlo cumplir mediante la fuerza que detentan, al llegar a los superiores en la jerarquización autoritaria, son los que cometen la ~iolaci~ón. Mientras no se llegue a este último término, puede ser puesta en ejercicio la fuerza social, para que los individuos y los grupos, en su carácter de gobernados, sean obligados a cumplir con los imperativos de las normas, bien por su observancia directa, o bien, resintiendo las penas previstas para los casos de violación, y de la misma manera, los gobernantes desde el simple PO-

licía, hasta el jefe supremo del Estado, pueden ser sometidos, coactiva- mente, al cumplimiento y respeto del orden jurídico vigente; pero ya no se da esta posibilidad cuando los mismos órganos supremos del Estado se

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muestran rebeldes a los mandatos del derecho, hipótesis posible aun en los regímenes en que teóricamente se han eliminado los abusos del poder, mediante una delimitación cualquiera de facultades, siguiendo los princi- pios de Montesquieu, no quedando entonces otro medio de hacerlo respe- tar que el de la violencia, la que ya no es una cuestión jurídica, pues su posibilidad y justificación son problemas metajuridicos, de orden socio- lógico general y de filosofía social anteriores al derecho, tanto en el orden genético como en el sistemático, porque, como realidad y valor, es el de- recho un producto fundamentado y no fundarnentante de la vida social, porque es mero ordenador de esa vida, como Último producto regulador simplemente de la infinita variedad de actitudes de los individuos y de los grupos, para mantener el curso de la cultura en un ritmo de perfec- cionamiento, estimulando o reprimiendo las particularidades dañosas para la unidad de esa vida humana sintetizada, integrada y representada por el Estado, y es, por ello, de concluirse, que, bien se trate de necesidades individuales, profesionales, de un municipiol una provincia, un Estado o de la humanidad entera, en cualquier caso siempre hay la posibilidad de su violación, cuando los últimos órganos ,encargados de velar por la ob- servancia de las normas protectoras de los bienes requeridos para dar satisfacción a esas necesidades, no cumplen con su misión, y no importa cuáles sean esos órganos, porque, en la jerarquización interna de los mismos, dentro del Estado, no corresponde ni dictar ni hacer cumplir el dere- cho exclusivamente a cada orden parcial articulado dentro de la organi- zación total, ya que esta cuestin es de orden práctico, de mera convenien- cia, respecto de la cual no puede postularse nada con carácter necesario, y así, con tal que se respete la autonomía valorativa de cada orden, es indiferente que las normas relativas sean hechas cumplir por el mismo o por diverso orden, lo que explica que las disposiciones norniativas des- tinadas a cuidar de las necesidades municipales puedan provenir de Órga- nos provinciales o estatales y, a la inversa, que disposiciones emanadas de los órganos municipales puedan hacerse cumplir aun por los órganos superiores de un ,Estado, como se hace patente cuando se considera el caso de una multa impuesta conforme a un reglamento municipal, que se nulifica mediante el fallo protector del más alto tribunal judicial del Es- tado, y, a la inversa, una norma emanada del supremo Poder Legislativo de un Estado puede hacerse cumplir por el órgano más bajo de coacción, como se hace sensible si se tiene en cuenta que un mandato de expulsión dictado por el jefe del Estado, con fundamento en un precepto de la ley suprema constitucional, puede cumplirse por el gendarme de un munici-

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pio, quien materialmente aplica la fuerza pública, deteniendo y encarce- lando al sujeto que ha de ser expulsado, y lo propio acontece con el dere- cho internacional, pues éste puede cumplirse por los individuos particulares y por los órganos estatales jerarquizados, a partir del gendarme hasta el jefe del Estado; mas cuando los supremos órganos encargados de velar por la observancia del derecho no cumplen con su misión, por omisión o por actos contrarios a sus mandatos, igual que en el caso del derecho Estatal, no queda otra posibilidad que la de la violencia, sólo que ya no será ésta de carácter interno, sino internacional, sobre la que no puede concluirse nada respecto de sus posibilidades de éxito y de su justificación, por las mismas razones que se han expresado al tratar de la violencia interna. Puede, evidentemente, suceder que, quien triunfe en la lucha, sea el frente que carece de razón; pero, aunque ello acontezca, y la historia, remota y reciente, lo confirme, no es motivo esto para sumirse en un pesimismo agobiador, que conduzca a la negación del derecho internacio- nal. En efecto : el hecho de que históricamente aparezcan unidades supremas subordinadoras, llamadas Estados, en que se organiza la vida de ciertas comunidades humanas, conduce con necesidad lógica, al reconocimiento de ciertos valores propios de cada unidad, que cada Estado soberanamente protege por medio de su derecho; y con la misma 16gica necesidad, so pena de negarse a sí mismo, cada Estado se ve obligado a reconocer que aquellos valores que no son suyos, y que, por consiguiente, no están pro- tegidos por su derecho, pertenecen a Estado diverso y están protegidos por el derecho de ese diverso Estado. Ahora bien, tan pronto como en- tran en relación dos o más Estados, se establece un intercambio de valores entre ellos, y surge, por ese sólo hecho, la necesidad de un querer entre- lazante, sin que nada en contrario arguya el hecho de que la desigualdad de fuerzas determinantes incline la balanza favorablemente para el más poderoso, pues una simple determinación de facto queda en la categoría sociológica de poder, y no de derecho, lo que conduce al reconocimiento de que nos encontramos nuevamente en un campo fronterizo donde es po- sible dudar si algo es derecho internacional, o mera determinación fáctica impuesta por una histórica constelación de fuerzas, sin legitimidad lógico- normativa.

Los negadores del derecho internacional no niegan que existan nor- mas de vinculación entre los Estados; niegan solamente que esas. normas tengan las características calificadoras del derecho, y las califican de moral internacional, de usos sociales internacionales, o a lo sumo, de derecho im-

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70 ADOLFO MALDONADO i perfecto, por no satisfacer las características reconocidas al derecho es- tatal.

1 Para poder justipreciar estos diversos pareceres, se hace indispensable

confrontar el orden jurídico con los órdenes normativos de la Moral y de los usos convencionales y, además, profundizar el análisis interno del orden jurídico, porque al tomar el derecho estatal como prototipo del derecho, como derecho sin calificativos, como género, se incurre en un vicio de generalización.

Se ha establecido, como índice diferencial entre la Moral y el dere- cho, su enfocamiento interno o externo:

a ) Enfocamiento interno para la Moral, puesto que se dirige a la pureza de la voluntad, a la intención interna, lo que determina el carácter autónomo de este orden normativo, puesto que sólo vale para el hom- bre como persona capaz de influjos psicol6gicos. Tiene, pues, la Moral, una orientación individualista, porque, como ser moral, el individuo sólo está sometido a su conciencia, y la norma no vale para él sin su aceptación, porque es tarea suya su afán eterno de perfeccionamiento. Consecuencia de esta orientación interna e individualista de la Moral, es la de que la sanción de sus preceptos, en los casos de violación, sólo consiste en el re- proche de la propia conciencia del sujeto, en su congoja o remordimiento. Aun en el campo de la ética social, la dirección de la norma moral es siempre individual, aunque dándole una orientación determinada con res- pecto a los prójimos. "Las normas de la ética social no llevan consigo mo- dificación fundamental alguna del punto de vista ético. Sólo se distinguen de la norma ética general por su determinada orientación. La ética social se. desprende con carácter necesario de una consideraciOn práctica -gno- seológica y moralmente-: la de que el punto de vista del solipsismo, bajo todos los aspectos - e n el teórico y, de un modo especial, en el práctico- es insostenible e insuficiente; de que la propia personalidad ética en su perfeccionamiento moral está condicionada por la configuración ética del prójimo. La ética social no se dirige nunca a un grupo como unidad de ac- tuación y de intención; se dirige siempre al individuo en su calidad de miembro de aquél. El grupo no tiene intención propia, y no es, por ende, nunca capaz de ser destinatario de una norma moral. La esencia del grupo consiste, en efecto, en hacer común una acción. Puede surgir de esta suerte una nueva unidad de actuación pero nunca una nueva unidad de intención ; ésta sigue siendo propia de los miembros y sólo en ellos, es po- sible; su orientación podrá verse influida por la constitución del grupo; el grupo mismo, empero, no es unidad de intención, sino unidad de actua-

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ción. De aquí que la moderna denominacihn de "persona jurídica" sea mucho más correcta que la antigua de "persona moral". (Gustav Adolf WALZ. Esencia del Derecho Interrtacional.)

b) Enfocamiento externo para el derecho, puesto que se dirige a la conducta de relación y no a la intencionalidad; ésta sólo tiene significa- ción para el derecho como fuente de posibles actitudes, y para que se ocupe del momento interno de la acción, debe ésta haberse ya realizado o estar en realización. El fin que persigue el derecho es armonizar las conductas de los hombres, sisternatizándolas, y constituir, del caos de libres voluntades naturales de una pluralidad de sujetos, un grupo ordenado, "como nueva unidad de decisión, con esfera de actuación propia y delimi- tada", (WALZ, op cit.), lo que determina el carácter heterónomo de este orden normativo, puesto que la norma jurídica vale para el sujeto, con independencia de su íntima aceptación.

La orientación pluralista del derecho tiene que desatender la intimi- dad volitiva de cada sujeto, pues sólo así puede tener pretensiones de va- ler por igual para todos, e imponer los mandatos necesarios para estable- cer la seguridad del tráfico entre los componentes del grupo, ahorrándoles (pero impidiéndoles a la vez), en sus recíprocas relaciones, tener en cada caso que formular sus propios juicios de valor, pues éstos ya están hetero- establecidos en sus normas, lo cual no significa, como erróneamente se ha pretendido, que el derecho sea una mera técnica social, pues, como se ha hecho evidente en los desarrollos anteriores, el derecho positivo, en cada momento, está impregnado de los más altos valores de la cultura.

Consecuencia de la heteronomía del derecho, de su externa orienta- ción, es la de que su sanción ya no es la íntima de la propia conciencia, sino que consiste en medios externos, lo que basta para refutar la califi- cación del derecho internacional como moral internacional, pues la Moral no puede dirigirse a los Estados. "El Estado constituye una unidad de decisión y de actuación, no una personalidad moral con intención interna propia. i Imaginémonos un instante que el derecho internacional persigue la entereza del ánimo de los Estados, la pureza del corazón del Estado!

"En realidad, si queremos dar un sentido a la afirmación de los de- fensores de la 'moral internacional' no nos queda otra posibilidad que la de designar, con esta expresicín, una serie de normas ético+ociales diri- gidas a los hombres de Estado. Pero esta acepción, aun teniendo sen- tido, falsea evidentemente la realidad típica que estamos examinando. Las sanciones de las normas morales son totalmente distintas de las sanciones de las normas jurídicas, según corresponde a la esencial diversidad del ob-

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jeto que unas y otras regulan. La congoja de la con&ncia ts h Única sanción moral; el derecho, en cambio, que se refiere a objetos externos, utiliza también medios de este mundo de objetos externos para sancionar el incumplimiento. Que el derecho internacional, precisamente, da la ma- yor importancia a estas sanciones externas, que la práctica de los Estados (a pesar de adolecer de ciertas deficiencias, en comparación con la ejecu- ción coactiva estatal) hace efectivamente uso de ellas, y que el sentimiento jurídico internacional reclama con insistencia sanciones externas como ele- mento necesario y adecuado de la vida internacional, son hechos que no necesitan demostración. ¿Querrán realmente los partidarios de la 'moral internacional' en caso de violación de las normas internacionales, confor- marse con la sanción moral que implica el remordimiento?'

"Otra cuestión es, naturalmente, la de saber si junto a las normas del derecho internacional debe fomentarse la ética social internacional con el fin de desarrollar una ecuánime espiritualidad humana - y tenemos la esperanza, por nuestra parte, de que ésta se verá llamada a desempeñar importante papel en la vida internacional. Lo que no debe hacerse es con- fundir ambas esferas normativas, pues ello conduce, teórica y prácticamen- te, a resultados insostenibles. No creo que constituye una feliz terminolo- gía el designar la idea de justicia - e n virtud de la cual todo derecho positivo, y por ende también el internacional, deja de ser la mera preten- sión de un poder para convertirse en auténtico derecho- como 'moral internacional', refiriendo esta expresión a la regulación externa de las relaciones interestatales. Para ello tenemos la palabra inequívoca de 'jus- ticia*, materialmente clara, y que por su misma etimología revela su es- trecha relación con el derecho.

"Pero el punto de vista de los partidarios de la 'moral internacionfd' resulta también insostenible si lo abordamos partiendo de la considera- ción del carácter absoluto de las normas morales y del carácter positivo, históricamente condicionado, de las normas jurídicas. 2 Quién se atrevería a afirmar seriamente que los miles y miles de normas contenidas en los tratados internacionales pueden pretender, desde el punto de vista de la moral, a una validez absoluta? Ya el hecho de que las formulen concreta- mente poderes históricos para determinadas situaciones históricas, es sufi- ciente para reforzar el carácter positivo, hipotéticamente limitado, de estas normas. Los tratados que pusieron fin a la guerra europea han ilustrado con harta elocuencia que en derecho internacional los postulados de la Moral, por desgracia,. han cedido el paso no pocas veces a sentimientw

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nacionalistas dictados por el odio, y sería superfluo cuanto pudiéramos añadir a este respecto.

"La concepción del derecho internacional como moral internacional no resiste, pues, a un examen crítico." (WALZ oP. cit.)

Pero como también normas de otras clases tienen orientación y san- ción externas, se hace necesario ahondar más en este análisis, para carac- terizar inconfundiblemente el derecho.

Sostiene Stamler que, aunque los usos sociales o las normas de cor- tesía tienen de común, con el derecho, el pertenecer al querer entrelazante. Se distinguen del derecho, sin embargo, en que la determinación decisiva del vínculo queda reservada a los individuos relacionados, por entrañar una mera invitación a seguir los usos establecidos, en tanto que las normas jurídicas vinculan independientemente de la voluntad de los sujetos re- lacionados.

Es infundada, desde luego, esta opinión del reputado filósofo del de- recho, pues si un ordenamiento normativo es heterónomo debe valer con independencia del arbitrio individual y su violación debe estar sancionada de alguna manera; y, en efecto, así acontece respecto de las normas con- vencionales stamlerianas, sólo que la sanción no tiene carácter cierto y preestablecido, sino que en cada caso de violación, se provoca una reac- ción inorganizada del grupo, cosa ésta que da lugar a que influyan decisi- vamente las circunstancias ocasionales de la infracción, y a que la sanción revista una energía imprevisible, pues puede prácticamente dejar impune múltiples violaciones, o al contrario, ser de una gravedad desproporcionada para un caso dado, a grado tal que a veces rebasa la mayor energía san- cionadora del derecho, como acontece en ciertos círculos en que las cues- tiones de honor revisten extrema sensibilidad, de modo que quien infringe sus reglas sufre una tal reprobación del grupo, que acarrea su expulsión de él, con tan grave demérito de la dignidad personal, que hace muchas veces preferible el suicidio.

Si no es, pues, la carencia de sanción la que distingue a las normas convencionales de las jurídicas, debe buscarse su tipificación en la natu- raleza específica de la sanción.

Una primera diferencia observable es la ya indicada, consistente en que la sanción del derecho es cierta y está preestablecida, en tanto que la de los convencionalismos sociales es incierta y variable, dependiendo de la reacción inorganizada del grupo, en lo general, aunque suceda respecto de ciertas cuestiones, que los usos la fijen con suficiente precisión; pero, aún así, no se tipifican ambas clases de normas, pues también en el dere-

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cho existe la posibilidad de sanciones no preestablecidas, como las que se fijan ocasionalmente mediante la libertad de estipulaciones, y existe un sector discrecional más amplio, en el que la sanción sólo a posterior2 se determina, según la gravedad de la infracción, sin el preestablecimiento de un criterio cierto para juzgar de ella, como sucede en la apreciación de daños y perjuicios, muchos de los cuales ofrecen suma dificultad para ser apreciadas en su gravedad objetiva, aun tratándose de cuestiones patri- moniales.

Una segunda diferencia consiste en que la sanción del derecho es necesaria y obligada, en tanto que la de los convencionalismos es espon- tánea y voluntaria. En estos últimos, la sanción de una infracción depende del estado anímico que provoca en el grupo; los componentes del cual pueden dividirse en sus pareceres, resultando de ello que el infractor se- guirá siendo estimado, admitido y aun protegido por unos, en tanto que de otros resentirá, con variable energía, los efectos de la reacción repro- batoria provocada con su actitud, sin que con esta división de pareceres y de actitudes se lesione la validez objetiva del ordenamiento convencio- nal; en cambio, en el derecho no puede operarse esta división, pues una infracción sólo puede admitir un Único tratamiento, de manera necesaria y obligada.

Pero, a pesar de estas características diferenciales, todavía no puede tipificarse inconfundiblemente el derecho, porque existen normas que la terminología jurídica corriente califica de derecho público, entre las que se comprenden aquéllas que contienen las decisiones políticas fundamen- tales, cuyo respeto queda encomendado a la lealtad de los jefes supremos del Estado, de los supremos detentadores de la fuerza, lo que deja sin sentido lógico-normativo cualquier posibilidad de sanción, porque contra la fuerza suprema determinante violatoria ya no puede operar sino otra fuerza, lo que conduce a una mera situación de jacto, en que calla el dere- cho. Pero, además; hacer de la coercibilidad el carácter necesario tipifi- cador del derecho, conduciría a absolutizar un concepto que sólo puede tener significación histórica, pues observando los ordenamientos jurídicos pri- mitivos, se descubre en ellos una estructura en gran parte carente de órga- nos de coacción, dejando ésta a la libre capacidad de acción de las partes, mediante la auto-defensa, y aun en el moderno derecho privado estatal, muchas normas no están garantizadas por la coacción, como las llamadas obligaciones naturales (tales como las deudas prescritas, cuyo pago no impone el derecho, y que, sin embargo, tienen carácter jurídico, como lo demuestra el hecho de que, una vez cubiertas, el derecho evita su retrac-

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ción, y bilateralmente garantiza los derechos y obligaciones derivadas del cumplimiento voluntario), y especialmente aquéllas relativas a pretensio- nes primarias cuya realización forzada repudia el propio derecho, por mo- tivos de respeto a la dignidad de la persona, como el cumplimiento de las relaciones conyugales, o de prestaciones personalísimas, aparte de infini- dad de normas técnicas que simplemente indican ciertas formas de proce- der, sin que contengan la previsibn de una sanción, y que, sin embargo, son reconocidas como normas jurídicas.

No obstante, aunque se trate de un concepto limítrofe, puesto que usos convencionales y derecho se tocan fronterizamente, y siempre habrá entre estos campos una corriente recíproca, es posible tipificar el derecho como aquel orden heterónomo de normas que se impone autárquicamente, porque los usos convencionales no tienen este último carácter, ya que sólo aparecen dentro del campo en que el derecho no impone sus propias de- terminaciones, en formas de mandatos o prohibiciones (onznis deterlninatio c;st negatio). Así pues, las normas convencionales sólo pueden tener pre- tensiones de validez objetiva, mientras no entren en contradicción con el mínimo de determinaciones impuestas por las normas jurídicas (o sea, por el ordenamiento entrelazante autárquico), las que condicionan la po- sibilidad de validez de aquéllas. "Entre derecho y usos sociales hay, desde el punto de vista de su valor para la comunidad social, una diferencia fundamental: el derecho aparece como la 'conditio sine qua non' de la comunidad, como la constitución de la comunidad, gracias a la cual ésta existe ; los usos sociales, en cambio, aparecen como un complejo de normas que sostienen y complementan el derecho y, con su fuerza predominante- mente inconsciente e instintiva, facilitan su realización." (WALZ op. cit.)

"La práctica internacional viene distinguiendo desde hace tiempo las esferas del derecho internacional y de la cortesía internacional, de la 'co- mitas gentium', para la que STOERK, en una exacta caracterización siste- mática, propone la expresi'ón de 'usos sociales internacionales'. Reconoz- camos que respecto de muchas normas internacionales será dudosa su inclusión en una u otra esfera. Pero éstas serán cuestiones de interpreta- ción que no interesan aquí. Lo que nos interesa es el hecho fundamental de que, en el campo general de las normas que regulan las relaciones in- terestatales, la teoría y la práctica son casi unánimes en distinguir dos ordenaciones normativas de distinto rango; el derecho internacional y la cortesía internacional. Ambas variedades de normas son auténticas nor- mas provistas de una sanción. Pero la práctica y la teoría distinguen funda- mentalmente la violación de una norma jurídica internacional -que pro-

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voca la sanción del derecho internacional- y la violación de una norma de cortesía internacional por un 'acto no amistoso' - que provoca la san- ción propia de la cortesía internacional.

"Según corresponde a la distinta valoración de las dos ordenaciones normativas para la existencia de la comunidad internacional, el derecho internacional dispone en general, en caso de violación de sus normas, de sanciones mucho más eficaces. Pero este es un fenómeno secundario, cual ocurre respecto de la configuración positiva de la sanción en el campo del derecho interno y de los usos sociales en el marco del Estado. No podemos deducir la peculiaridad de las normas de la índole de su sanción a no ser que consideremos la sanción como una nota constitutiva, y no meramente sintomática, del derecho. La distinción apuntada se ha llevado a cabo tam- bién en el campo de las normas que regulan las relaciones interestatales. Del conjunto de ellas se ha separado una ordenación decisiva, constitutiva respecto de la formación de la comunidad internacional, que con razón atribuye a las restantes normas internacionales un carácter complementa- rio subsidiario, secundario. Aquel orden normativo internacional funda- mental es el derecho internacional, que tiene todas las características del derecho; este orden subsidiario es la cortesía internacional, el conjunto de los usos sociales internacionales; auténticos usos sociales, ordenación convencional, que se halla con su ordenación fundamental correspondien- te, el derecho internacional, en la misma relación que los usos sociales corrientes con el derecho interno.

"SOMLÓ se había aproximado a este resultado. Con razón había ob- servado que existe entre el derecho y los usos sociales una diferencia jerár- quica de validez efectiva. Lo inadmisible es pretender llegar a esta caracte- rística por vía genética, como hace SOMLÓ. NO es el hecho de proceder del 'poder supremo' el que confiere al derecho su carácter específico. Por el contrario: de la superior jerarquía del derecho frente a los usos sociales se sigue un reforzamiento del aparato coactivo. Y ello -no sabe- mos los argumentos que aduce SOMLÓ- se aplica tanto a las relaciones interestatales como a las relaciones sociales dentro del Estado. Según he- mos visto, no se opone a ello el que SOMLÓ caracterice el poder jurídico como un poder supremo.

"El derecho internacional como ordenación esencial normativa se dis- tingue fundamentalmente de un orden de usos sociales internacionales me- ramente subsidiarios, aun cuando la delimitación pueda, en casos singula- res, ser imprecisa. No es admisible incluir el derecho internacional como totalidad, como ordenación normativa especial, en el ámbito de los usos

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sociales, de las normas convencionales. No es, pues, casual, como creía BAUMGARTEN, el hecho de que la elaboración técnico-jurídica de los con- ceptos de ese complejo normativo esté reservada a los juristas; con se- guro instinto, la práctica ha aceptado hace tiempo lo que la teoría sigue discutiendo; y la teoría lo sigue discutiendo porque no ha logrado aún aprehender los fundamentos de la realidad internacional; porque - c a u - tivada por el mecanismo problemático y remachado del derecho civil- no estaba ya en condiciones de percibir la problemática jurídica peculiar de los sectores periféricos, desde los cuales los mismos fundamentos del de- recho interno vuelven a recibir nueva luz y a convertirse nuevamente en problemas." (WALZ, op. cit.)

Al ponerse en relación esas unidades de decisión y actuación, Ilama- das Estados, se ponen en contacto sus respectivos valores, en todos los órdenes de la Cultura, y se establece, entre ellos, una corriente de inter- cambio creciente, mientras más íntima es la relación y más durable, dando lugar a la formación de valores compartidos o comunes. Todos los valores de la vida entran en esta corriente, materiales y espirituales, y este "fac- tum" de la mera relación se conjuga armónicamente con una estimación lógico-normativa, para gestar una moral internacional, unos usos sociales internacionales, y lo que aquí más nos interesa, un derecho internacional.

No sólo se establece la relación entre los Estados, considerados como unidades de decisión y actuación, sino que el tráfico se opera, y con mayor variedad, entre los valores parciales de los individuos y de los grupos articulados dentro de cada unidad estatal; pero para que esto último ocu- rra, se requiere la base de la previa relación entre las unidades, es decir: los Estados deben haber normado sus recíprocas conductas, para que de allí pueda derivarse una normatividad que descienda a sus componentes. De aquí la certera visión de quienes ven al "derecho de gentes", al lla- mado "derecho internacional público", como presupuesto necesario del denominado "derecho internacional privado".

En el derecho internacional, como en el estatal (igual que sucede con el campo general de la normatividad), la falta del módulo "existectcia positiva" lo convierte en mito, ficción, utopía; y la falta del módulo "legi- timidad lógico-nomzativa" lo reduce a brutalidad, barbarie, arbitrariedad, porque, para ser derecho, requiere la armónica conjugación de los dos momentos recíprocos e inevitables : realidad y logos.

Aquellos valores que se realizan íntegramente dentro del ámbito de un Estado, quedan fuera del derecho internacional, en su calidad de sec- tores autónomos, regidos exclusivamente por el propio derecho interno

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del Estado, el que soberanamente decide respecto de su forma de protec- ción ; pero si los valores son compartidos o comunes, o son materia de trá- fico, de modo que haya un Estado exportador y uno importador, ya no puede ser el derecho estatal el que decida soberanamente respecto de su forma de protección, sino que tal cometido compete a las normas jurídicas internacionales. Ahora bien, en cada Estado existe una jerárquica articu- lación de normas (lo que es característica necesaria en todo orden siste- mático), desde la fundamental de la Constitución, hasta las que rigen la voluntad facultativa de los individuos, como las relativas a la libertad de estipulaciones. Esta ordenación jerárquica determina que una norma de or- den inferior ceda ante una determinante superior, que la anula cuando le es contraria, porque en este sistema articular, cada orden de normas re- cibe su validez del orden superior, hasta llegar a la Norma Suprema, Carta Magna o Constitución. De esto deriva que, en el propio orden interno, sólo sea posible la creación, modificación, extinción o reconocimiento de situaciones o relaciones jurídicas, cuando puedan legitimarse dentro del sis- tema articular-jerárquico de normas, sin contradicción ; y este criterio no sufre modificación en el ámbito del derecho internacional, porque las im- posibilidades de legitimación interna impiden la actualización de una nor- ma de un derecho extraño, cuando ésta no pueda articularse armónica- mente en el sistema del Estado de importación, por entrar en contradic- ción con una norma de orden superior condicionante de la validez de la inferior; pero no dándose esta hipótesis, cada Estado, si ha de observar las normas internacionales y no ha de convertirse en mera constelación de fuerzas de facto, ha de incorporar las normas extranjeras a su propio derecho, para garantizar el respeto debido a los valores vinculados al Es- tado de que se trate, como si fueran propias normas, porque al afirnzarse como Estado soberano, con esa m i s m afirnwción e& rec~nociendo que, coexistiendo con él otras unidades de decisión y actuación, igualmente sobe- vanas, a éstas corresponden szts propios ámbitos de valores y su propio derecho, lo que no es posible negar sin acarrear, con esa negación, de manera lógica y necesaria, la negación de los propios d o r e s y de la va- lidez del propio derecho.

De esta manera aparece superada la disputa entre los dualistas y los monistas doctrinarios del derecho, internistas y externistas, porque, re- conociendo que todo derecho, si ha de ser tal, debe tener ciertas caracte- rísticas genéricas que lo tipifiquen como querer entrelazante autárquico, se reconoce, a la vez, que ese querer sólo tiene validez dentro del ámbito de significación de cada orden autónomo de valores, y como existen cam-

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pos autónomos estatales, habrá tantos órdenes jurídicos internos cuantas unidades soberanas de decisibn y actuación existan; pero como también existen valores que no se agotan dentro de cada Estado, sino que gQzan de un ámbito internacional, porque son comunes a varios Estados, o com- partidos por éstos, o el tráfico los exporta de unos para importarlos a otros, esta nueva serie de valores es también autónoma y distinta de aqué- llas cuyo ámbito se limita a cada Estado, y de ella se ocupa el derecho internacional.

Demostrada la existencia de valores con ámbito de significación que trasciende de las unidades de decisión y actuación llamadas Estados, que- da, con ello, demostrada la existencia de una comunidad internacional, en que la realidad ha de conjugarse armónicamente con la legitimidad lógico- normativa, derivada de la necesaria iluminación espiritual del simple "factum".

En esta comunidad internacional se niega la posibilidad del derecho, porque, generalizando el concepto del derecho estatal, se afirma que todo orden jurídico necesita de un legislador, el cual falta en el orden interna- cional. Se incurre, aquí, en el error común de apreciación que ven en la autoridad la fuente del derecho, error que es un típico círculo vicioso, porque el carn'cter d e autoridad que l e g i t i ~ m al legislador presupowc ya la existencia del dcwcl io , de la ordenación del querer e~ztrelazante aiitár- quito que crea y d a facultades al legislador. Por esto, tanto para el derecho internacional como para el estatal (y, con toda generalidad, para toda ordenación normativa), sostenemos la tesis de que la única fuente norma- tiva es la vida misma de relación, en que se componen las fuerzas huma- nas, materiales y espirituales, para gestar la armónica conjugación de Rea- lidad y Logos, en la forma ya expuesta al tratar de la acción. De aquí que no reconozcamos, a las llamadas fuentes del derecho, otro carácter que el de simples medios de manifestació-n, de formulación de las normas; mas no el de origen de las mismas. Así, la existencia de un legislador es ya un fenómeno de actualización del derecho, y las normas que expida no ser511 derecho por la simple virtud de que emanen de él, sino que lo serán si responden a los ideales jurídicos de la comunidad, o serán mera arbi- trariedad si no tienen más fundamento que su imposición de factum.

Por otra parte, ya también quedó demostrado que la autoridad for- muladora de las normas no es necesario que pertenezca al mismo orden jurídico a que pertenecen 10s valores que han de ser protegidos, razón esta por la que no se requiera la necesidad de un legislador internacional, pues los Estados mismos pueden realizar (como en efecto realizan), esa

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80 ADOLFO MALDONADO 1 labor de formulación del querer autárquico internacional. Otro problema es el de decidir si esa formulación es correcta o no; pero a este respecto

1 no se ofrece diferencia alguna con lo que acontece en el orden interno de los Estados. E l hecho de que un Estado imponga sus decisiones sólo a virtud de la fuerza de que disponga (aislado o con el concurso de una eventual constelación en que intervengan las fuerzas de Estados aliados), arrogándose la facultad de disponer, a su capricho, de valores exclusivos 1 de otros Estados, o de valores que con ellos comparte, nada dice en con- tra del derecho, pues simplemente se trata de un caso de eliminación del módulo lógico-normativo, para dejar imperar la fuerza, sin el control del derecho.

l E l otro argumento, de la falta de un órgano de jurisdicción interna- cional y de un órgano internacional de coacción, amerita las mismas con- sideraciones fundamentales, pues en ambos casos tales autoridades, para poder existir, reclaman la previa existencia del derecho; y también aquí, tratándose de cuestiones de orden práctico, no se requiere que los tribuna- les y los órganos de coacción pertenezcan al mismo orden jurídico a que pertenecen los valores protegidos, por las razones ya expuestas al tratar del derecho ,interno, y, por consiguiente, el orden jurídico internacional puede hacerse respetar (y de hecho se hace respetar) por los tribunales y los órganos de coacción estatales, y su violación puede corregirse mien- tras haya una autoridad superior en la jerarquía estatal, llegado a lo cual, si ésta incurre en violación, igual que acontece en el derecho interno, ya no habrá posibilidad de coacción, dando entonces lugar a una eventual manifestación pura de fuerza ; sólo que, ahora, en vez de ser una revolución interna, será una guerra internacional. Nada cambia la situación con el afán d e la creación de un Super Estado, de una CZvz'tas Máxima, de una unidad de decisión y actuación ecuménica: también en ella habría la po- sibilidad de que los órganos detentadores del poder supremo se convirtiesen en meros intrumentos de ambiciones bastardas y particularistas, contrarias a la legitimidad lógico-normativa del querer entrelazante autárquico, pro- tector de los valores comunes o compartidos de que disfrutan los actuales Estados.

La historia de los organismos internacionales en la época contemporá- nea, especialmente después de la guerra 1914-1918, nos demuestra que, ,

por falta de un verdadero espíritu internacionalista, por falta de una recta voluntad de respeto de los valores ajenos, prácticamente resultó anulada su acción, y no por los pueblos débiles, que no tienen más escudo que el derecho, sino precisamente por las grandes potencias mundiales, únicas

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capaces de imponer su fuerza determinante, para impedir que los actos de los mencionados organismos pudieran un día, no volverse en su con- tra, sino simplemente limitar su poder abusivo dentro de la comunidad internacional.

Gustav Adolf WALZ (op. cit.), para descubrir el carácter específico del derecho internacional, parte del análisis de las formas fundamentales que pueden adoptar las relaciones humanas.

E n primer lugar, señala la relacibn de señorío, típica del moderno derecho estatal de subordinación, que gira en torno de la ley, y debe su origen a la omnipotencia señorial del soberano legislador estatal.

En segundo término, observa que las relaciones humanas pueden cons- tituirse en un espíritu de inordinación orgánica, con base en la idea de comunidad, en la que los individuos han de inordinarse, no como señores y súbditos, sino como órganos que la sirven según su posición y capaci- dades respectivas. Se construye aquí el derecho sobre la idea de la adhe- sión íntima, de fidelidad, de deber personal.

Por Último, las relaciones humanas pueden establecerse con un es- píritu de lucha quedando frente a frente los individuos soberanos, con su pretensión de una fundamental igualdad de derecho. Debe aquí el dere- cho regular simplemente las relaciones de lucha de los individuos egoístas, manteniéndolos dentro de los límites de la razón. Este derecho es el de coordinación, es el derecho informado por la idea liberalista, que poderosa- mente ha contribuido a la moderna configuración del derecho estatal.

En el derecho estatal, partiendo del subordinativo, internamente se articulan el inordilzativo y el coordinativo, para formar un todo sistemá- tico, pero en el internacional, sostiene WALZ, sólo puede darse la forma coordinativa, porque las entidades relacionadas son los Estados, egoístas, exigentes, que reclaman una fundamental igualdad de derechos.

"Otra nota típica del derecho internacional construido según la téc- nica propia del derecho de coordinación -y que ha sido con frecuencia señalada y utilizada en la negación del derecho internacional-, consiste en la falta de una 'civitas maxima' superior a los sujetos jurídicos sin- gulares -los Estados- que como custodio imparcial del derecho inviola- ble al servicio de la justicia internacional, pudiera intervenir contra los abusos de derecho. En esta estructura de la comunidad internacional, in- formada por el principio de coordinación, reside sin duda alguna el gran peligro de que el derecho se incline del lado del más fuerte. El reconoci- miento teórico del principio de igualdad conduce, en la vida jurídica inter- nacional, a los mismos abusos de derecho que conocimos, en el derecho

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f~rivado estatal, en la época de la libertad contractual incontrolada del apogeo del liberalismo, si bien estos abusos son mayores en derecho in- ternacional, ya que el tráfico privado, en definitiva, queda sometido a la vigilancia decisiva del Estado. Pero sólo quien vea en la fuerza brutal el factor decisivo de la vida jurídica internacional se verá obligado a negar lógicamente el carácter jurídico del derecho internacional si no quiere, al modo de cierto positivismo, conformarse, respecto de la cuestión de la afir- mación del derecho, con el mero perfeccionamiento de un aparato concep-

.tual positivo de índole técnico-jurídica. Pero nunca podremos cerrar los ojos ante el gran papel que en el moderno tráfico internacional (y a pesar de las tentativas de la fuerza), desempeña la idea de una forma racional de convivencia elegida libremente por los interesados y determinada por la justicia. En derecho internacional los sujetos jurídicos son al propio tiem- po los órganos que tienen a su cargo la custodia de la justicia. Mas esto no significa un poder en blanco para su arbitrio. Allí donde la fuerza bru- tal viola la justicia con medidas arbitrarias impuestas violentamente y re- vestidas de un ropaje técnico-jurídico, termina el reino del derecho in- ternacional y empieza la farsa de una mascarada de la violencia, ataviada con las galas del derecho.

"Si por un parte, pues, se ha comparado el derecho internacional con el derecho privado, viéndose incluso en él un derecho privado elevado a una potencia -permítasenos este símil matemático-, por otra parte se le ha considerado con no menor frecuencia como una parte del derecho pú- blico. Ambas actitudes nos parecen incorrectas. El derecho internaciona1 es derecho de coordinación; no es derecho privado, pero tampoco es dere- cho público. La contraposición entre derecho privado y derecho público sólo tiene sentido en el marco del derecho estatal, en el que se enfrentan con relativa independencia y características propias derecho de subordina- ción, de inordinación y de coordinación. Nada semejante ocurre todavía en la vida interestatal. Por esto, dicha contraposición entre derecho público y derecho privado no es adecuada y carece de sentido en el seno de la misma. El motivo de que se viera en el derecho internacional un sector del derecho público reside en la aplicación equívoca de aquella teoría del sujeto, según la cual es derecho público todo derecho que regula las relaciones de perso- nas jurídicas de carácter público. A ello ha de añadirse el acoplamiento en- tre el derecho internacional y el derecho público interno, cuyos servicios tiene que solicitar el primero para realizarse. Mas todo esto no autoriza a designar el derecho internacional mismo como derecho público.

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F U N D A M E N T A C I O N DEL DERECHO I N T E R N A C I O N A L 83

"Ahora resultará plenamente conlprensible nuestra posición frente a las teorías que representan el derecho internacional corno un derecho im- perfecto, en gestación, de inferior categoría. Casi todas ellas aplican al de- recho internacional la medida del derecho estatal de subordinación. -4hora bien, en un sentido estricto, los ordenamientos jurídicos sólo pueden en- juiciarse según el módulo de su típica y peculiar forma fundamental. Emitir un juicio negativo sobre la configuración del derecho internacional partiendo del derecho interno, sólo tiene sentido si se admite tácitamente la 'civitas maxima' ; es decir, si se falsea hipotéticamente el derecho de coordinación que es el derecho internacional, haciendo de él un orden jurídico basado en la subordinación. Saber si la 'civitas masiina' tendrá realidad algún día, saber si ello sería deseable, son cuestiones políticas. Lo cierto es que actualmente la 'civitas maxima' no existe. Lo que sí, desde hace ya mucho tiempo, existe y funciona como orden jurídico, bajo todos los aspectos, es un derecho internacional. Una teoría que no esté influída por ideales políticos y pretenda conlprender la realidad, habrá de dar razón de ello. Nuestra polén~ica contra estas teorías no significa en modo alguno una glorificación optimista del derecho internacional actual. No cabe diida de que éste adolece de graves deficiencias. Basta evocar los tratados parisinos, con su deformación de la idea de la justicia in- ternacional, para darse cuenta de toda la tragedia del moderno derecho internacional. Pero no es admisible negar por este motivo carácter jurídico al derecho de gentes. En lugar de ir demasiado lejos, nos corresponde trabajar, con los medios del mismo derecho internacional, a su mejora- miento, poniéndolo al servicio de la idea de la justicia internacional.

"Y al término de nuestro recorrido, quisiéramos hacer otra obser- vación, de índole general, acerca de la es-ncia del derecho internacional. El derecho internacional regula las relaciones jurídicas de una comunidad incomparablemente más amplia que las de las ordenaciones jurídicas esta- tales. La consecuencia de esto no es que el derecho internacional deba ofre- cer un número tanto mayor de normas. Al contrario, es suficiente para una comunidad más amplia un número más reducido de normas, pues -según han comprobado hace tiempo los sociólogos- cuanto mayor es el círculo de personas, tanto menor es el número de factores comunes. Dada su naturaleza, el derecho internacional se ve precisado a tener una cierta limi- tación. La abundancia de regulaciones jurídicas singulares sigue estando

,de parte de los Estados de la comunidad jurídica internacional. De ha- berse concedido mayor atención a esta ley sociológica, se, hubiese maneja- do con mayor cautela el argumento que alega contra el carácter jurídico

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del derecho internacional la escases de sus preceptos. En cambio, es evi- dente, desde este punto de vista, que el derecho internacional particular, el derecho internacional convencional, ofrecerá una regulación incompara-

! 1

blemente más persistente y detallada, puesto que se trata de una regula- ción dentro de una comunidad menor.

"La presente investigación nos ha conducido al resultado siguiente: el derecho internacional es derecho; no es simple moral, ni es tampoco un complejo de usos sociales; pero es un derecho de sello peculiar, que, comparado con el derecho estatal, ofrece marcadas particularidades. El co- nocimiento de estas peculiaridades parece adecuado para ensanchar esen- cialmente el concepto del derecho forjado en el derecho estatal, y brindar, de esta suerte, nuevos conocimientos de la esencia de toda estructura juri- dica." (WALZ, oP. cit.) I

Nada me atrevería a objetar a esta magistral construcción de Walz, l 1

si su estudio expresamente estableciera (así se deduce de toda su orienta- ción) que sus conclusiones se refieren sólo a aquella rama del derecho internacional calificada de "Público", al llamado "derecho de gentes", pues en este ámbito, en efecto, parece impecable su doctrina, porque los Estados entran en relación de igualdad, como unidades de decisión y ac- tuación, como entes soberanos, en defensa de los valores, protegidos para el grupo total representado por cada unidad, pero ya no parece válida la tesis en el ámbito del derecho internacional privado, porque, ya en éste no son los Estados, en su calidad de unidades de decisión y actuación, los que entran en relación, sino que aquí el tráfico internacional se estable- ce con respecto a los valores parciales de los individuos y de los grupos articulados dentro de cada Estado, o sea, sometidos al orden jurídico su- bordinativo de cada unidad y, por consiguiente, bajo el supuesto necesario del derecho internacional de coordinación, mediante la previa existencia del "derecho internacional público" o "derecho de gentes", el "derecho in- ternacional privado" comparte, con el estatal, su típico carácter subordina- tivo, que permite articular el derecho extranjero, inordinándolo y coordi- nándolo mediante su incorporación, dentro del sistema jerárquico de normas de cada Estado, en la misma forma en que las normas propias de éste están articuladas, recibiendo, las de orden inferior, su validez de las supe- riores, hasta llegar a la norma suprema de la Constitución.

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