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Fuego en las entrañas Pedro Almodóvar Javier Mariscal Singular

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Fuego en las entrañas Pedro Almodóvar

Javier Mariscal

Singular

Primera edición en Libros del Silencio: abril de 2013

© del texto, Pedro Almodóvar, 1981, 2013© de las ilustraciones, Javier Mariscal, 1981, 2013

© de la presente edición, Editorial Libros del Silencio, S. L. [2013]Castillejos, 352, bajos08025 Barcelona+34 93 476 69 19+34 93 459 10 26www.librosdelsilencio.com

Diseño de la colección: Nora Grosse, Enric JardíMaquetación: David AnglèsCorrección de estilo: Marc GarcíaCorrección ortotipográfica: Güido Sender

ISBN: 978-84-940156-9-4Depósito legal: B-3.611-2013Impreso por ReinbookImpreso en España - Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización es-crita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproduc-ción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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1956

Katy era una mujer de pocas palabras. Tenía un cuer-po tan ideal que no le hacía falta hablar. Además sa-bía sacarle partido, que esa es otra habilidad. Su natural discreción, y otras virtudes, la lanzaron al espionaje en plena guerra fría. Pero un desafortunado amor —las es-pías también tienen corazón— la obligó a desaparecer y cambiar de personalidad, maquillaje y color de pelo. Se refugió en España, donde nadie la conocía.

En España se preparaba el boom económico; y ella, que dominaba varios idiomas, no tuvo grandes dificul-tades para encontrar trabajo.

Aunque nunca desvelara su pasado, demostró tales dotes de observación que al cabo del tiempo acabó ha-ciendo de espía otra vez.

La casa Aurora, que competía con la Chu Ming Ho en la fabricación y venta de compresas, la contrató para que siguiera de cerca los planes del chino Ming.

Cuando Ming la vio no dudó un momento en hacerla su secretaria. Y, poco después, su amante.

Cuando este la vio no dudó un momento en hacer-la su secretaria. Y, poco después, su amante. Pero a los pocos meses Katy acabó hasta el coño del chino y de su imperio comercial.

Un día de 1956 la espía corría por las escaleras de la torreta que servía de casa, laboratorio y fábrica a Chu Ming, perseguida por el magnate de las compre-sas. Consiguió alcanzar la terraza. Allí la esperaba un helicóptero, con un maduro y atractivo exagente den-tro, antiguo amor loco de Katy, que lo dejaba todo y se exiliaba a Oceanía con ella, o al menos eso pretendía. Katy estaba metiéndose en el aparato cuando Ming le alcanzó una pierna. La chica tiró con fuerza, después de propinarle un puntapié que le acertó en plena jeta. En el forcejeo Ming había logrado quitarle un zapato de tacón.

El helicóptero inició el vuelo y desapareció en la in-mensidad del cielo.

El chino sacudía amenazadoramente el zapato en la mano, mientras imprecaba contra Katy en su idioma materno. Era una imagen elocuente de la impotencia humana.

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El problema de la edad

Había cuatro mujeres en la casa. Dos en la cocina y dos en el salón. Isidra, la criada, y su sobrina nieta Raimun-da, en la cocina. En el salón, Eulalia y su hija Flor.

Cuatro mujeres:Eulalia, sufridora impenitente. Hacía suyos todos

los problemas del universo. Vivía entregada en cuerpo y alma a la crisis que le provocaba haber cumplido cua-renta y tres años: por su aspecto podía pasar por la her-mana de su hija, pero los motivos de las neurosis son insondables, como los designios divinos. El dinero y su marido no la hacían feliz. Podía convertirse de un mo-mento a otro en una parapléjica.

Flor. Una chica a punto de tener un pasado turbu-lento.

Isidra. Anciana de setenta años. Maestra en el arte de engañarse a sí misma.

Y Raimunda, su sobrina nieta. Nómada sin voca-

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ción de serlo. Exploradora del Amor, en el cual espe-raba encontrar los tesoros del equilibrio, la seguridad y cierta presencia de ánimo. Su sentido de la lucha, y una sensatez innata, le daban un toque de graciosa medio-cridad, impropio de una heroína.

—Me voy al cine —dijo Flor a su madre y a su pa-dre, que estaba por allí remoloneando.

De la calle subía un ruido ensordecedor. Varios co-ches habían decidido exhibir aquello de lo que eran capaces. Flor dio un respingo y se acercó a la ventana. Como en los anuncios de Crema Pond’s-Belleza-en-siete-días, una decena de chicos gritaron su nombre y veinte manos le hicieron un gesto de deportiva impa-ciencia.

—¿Cuántos han venido hoy? —preguntó la madre.—Unos diez...Flor le dio un besito a su padre, Roque. Y después a

Eulalia.—Tengo la hija más admirada del barrio.—Y yo la madre mejor conservada.Inoportuno comentario. A Eulalia le sentó como

una patada.—¡Vete ya! —casi gritó—. Están alborotando todo

el barrio.En la cocina, Isidra había puesto a fregar a su nieta,

que estaba de visita. Isidra tenía setenta años, pero pre-

Flor dio un respingo y se acercó a la ventana.

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tendía aparentar treinta. Raimunda llevaba sus treinta y cinco con aplomo. Cuando se es dueña de esas piernas, de esa cintura y ese busto, no debe de resultar difícil, a no ser que se esté tan loca o tan aburrida como Eulalia.

—Desde que tenía cinco años —le contaba la an-ciana— me han perseguido los hombres, pero qué quieres, chica. No me acostumbro. Para eso soy muy antigua. Tiene suerte doña Eulalia. Si vieras las miradas que me echa el señor aquí, aquí y aquí —señaló culo, teta y entrepierna—. El otro día, en el ascensor, el hijo de los Ortega me pasó la bragueta por los muslos, fin-giendo que se chocaba conmigo. Tengo ganas de tener cien años, para que los hombres me dejen en paz.

A Raimunda le resultaba embarazoso escuchar la eterna cantinela de su tía abuela.

—Voy a casarme, abuela —la interrumpió.—¡No soy tu abuela! ¿Cuántas veces tendré que de-

círtelo?En efecto, Isidra era hermana de la abuela de Rai-

munda. Además, todavía conservaba su virginidad.—¿Prefieres que te llame tía?—Tampoco. Cualquiera que nos oiga pensará que

soy una anciana.En ese momento apareció Eulalia. Venía a por cer-

vezas.—Hola. Pero Isidra, no ponga a trabajar a su nieta.

—Voy a casarme, abuela —la interrumpió.

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—Así se entretiene mientras hablamos. Y no es mi nieta, ya se lo he dicho. Somos primas.

—Ah.Roque esperaba a su mujer en el salón. Cogió la cer-

veza y echó un trago.—Isidra está cada día más paranoica —dijo Eulalia.—No hace mal a nadie creyéndose Miss Universo.—Con estos calores va a explotar. ¿Te has fijado en

que todavía lleva corsé y faja pantalón?A juzgar por sus andares se diría que ambas prendas

eran de hierro. Isidra se movía como un robot: solo sus manos y sus pies gozaban de cierta movilidad. El resto del cuerpo era un bloque compacto.

Roque se arrimó a su mujer y la apretó meloso por la cintura. Eulalia lo retiró, arisca.

—Anda, vamos a la habitación —se insinuó el ma-rido.

—¿Lo haces por compasión?—Pero ¡qué tonterías dices! Anda, vamos.Eulalia se levantó y rechazó al marido.—Prefiero enfrentarme a la realidad, no quiero ser

como Isidra. Estoy mayor, soy mayor. Y es natural, ya no tengo veinte años. Me duele que tú, por piedad, in-tentes convencerme de lo contrario.

Hacía falta estar ciega para no admirar la bragueta del marido a punto de reventar.

—Pero Eulalia, yo no finjo. Esto no miente.Roque se cogió el paquete.—Déjalo, Roque. Te agradezco la intención. Ade-

más estoy muy deprimida. Hoy han arrasado Beirut, se pasa hambre en el mundo. A Romy Schneider se le ha muerto su hijo. En Barcelona han raptado a una re-cién nacida. Es horrible. ¡Cómo quieres que piense en el sexo!

La verdad es que a Eulalia su marido no le apetecía lo más mínimo. Los hombres la dejaban más fría que un polo.

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1960

Llovía. En la habitación solo se oía el taconeo de Mara yendo y viniendo del armario a las maletas que repo-saban abiertas sobre la cama. El ritmo de la lluvia y el tableteo de sus taconcitos formaban un curioso dúo.

Mara tarareaba una canción mientras embutía pren-das, complementos, bibelots, revistas, colchas, etc., en diferentes paquetes. Se abrió la puerta y apareció Ming.

—¿Qué haces?—Nada. Ordeno mis cosas —respondió ella, sin in-

terrumpir su tarea y quitándole importancia al asunto. Todos sus actos revelaban una descarada inconsciencia.

—No estarás huyendo, ¿verdad?—¿Yo? ¡Qué cosas se te ocurren!Y lanzó una risita tirando a ingenua. Se sentó sobre

la maleta.—Anda, ayúdame a cerrarla.

—No estarás huyendo, ¿verdad?

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Ming obedeció con expresión helada. Componían una imagen curiosa, él en cuclillas trabajando el cierre, y ella sentada sobre la maleta, las piernas cruzadas de-jando al descubierto una buena ración de rodillas.

Sonó el teléfono. Mara descendió de la maleta y se lanzó al auricular, reptando sobre la cama. Chu Ming per maneció a la expectativa.

—¿Qué pasa, bajas ya?Era la voz de un tío. Chu no podía oírlo a pesar de

su esfuerzo.—Sí. Dentro de un momento. Estoy terminando de

recoger mis cosas —dijo Mara.Y colgó.—¿Quién era?—Nada, una amiga que me ha pedido que le preste

algunos trapos.Y señaló la habitación totalmente desmantelada.—Si no te importa, manda estos paquetes a Capri,

a nombre del famoso playboy Helmut Rinaldi.Cogió las maletas y se dirigió a la puerta.—¿Dónde vas, Mara?—Voy a bajar las maletas. Ahora mismo vuelvo.Ming la contemplaba estupefacto. No sabía por qué

el cinismo de Mara lo paralizaba. En ese momento pen-saba cosas muy feas sobre ella, pero no podía decírselas. Se acercó a la ventana y observó como se reunía con un

hombre de mundo que la esperaba en su coche. Echa-ron las maletas dentro, se dieron un beso con lengua y desaparecieron.

La lluvia no parecía importarles.

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Una aventura en el ascensor

Raimunda había conseguido callar a su tía abuela y ha-cer que la escuchara.

—Él trabaja en el Consejo Superior de Químicos, pero en el fondo es un gran poeta. Ha pedido la ex-cedencia y nos vamos a instalar en un pueblecito de Guadalajara. Allí escribirá poesías y se dedicará a la destilación de perfumes naturales. A los dos nos gusta la tranquilidad. Desde que salí del convento he estado dando tumbos y estoy cansada. Tengo ya treinta y cinco años, necesito un hogar, perros, gatos, hacer la compra en el mercado... y quiero ser pintora. Mientras él escri-ba poesías, yo pintaré cuadros. ¿Vendrás a la boda? Eres mi única familia.

—¿Le has dicho que soy tu tía abuela?—Claro.—Entonces no cuentes conmigo.

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Raimunda miró aquella cara, de cuyos labios nacían profundos surcos que se extendían hasta llegar al moño. Encontró a Isidra más bruja que nunca: le habría dado dos hostias con gusto.

—¡Haz lo que te dé la gana! Si te parece te presento como si fueras mi hija ilegítima —rezongó Raimunda con sorna.

Isidra adivinó que su nieta se burlaba de ella.—Será mejor que no me conozca. Corres el peligro

de que te lo quite.—Me voy, no vaya a ser que me contagies tus arru-

gas. Adiós, abuelita.Raimunda se fue.Después de ser rechazado por enésima vez, Roque

tampoco gozaba de muy buen humor. El ruido de la puerta le dio la idea de salir también a la calle. Eulalia ni siquiera interrumpió su lectura. Prefería que se fuera, aunque se cuidó de decírselo.

Raimunda esperaba el ascensor cuando lo vio salir. Roque sonrió al verla. Se puso a su lado. Ambos guar-daron silencio, hasta que él decidió romper el hielo.

—Hoy hace mucho calor, ¿verdad?—Sí. Raimunda no dijo más. Roque parecía simpático,

pero ella no tenía nada que decirle. Llegó el ascensor. Entraron. Él pasó directamente al ataque oral.

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—¡Es usted muy atractiva!Raimunda lo miró extrañada. Sin esperar su apro-

bación, Roque se lanzó sobre ella y la arrinconó contra una esquina del ascensor.

—Eres mi tipo —le dijo como única explicación.Ella le sacudió dos tortazos.—Pero ¿por quién me has tomado?Roque volvió a echársele encima. Y Raimunda

volvió a rechazarlo de un empujón. El ascensor —un modelo antiguo de madera— empezó a bambolearse. Dentro se libraba una dura batalla. El cacharro se detu-vo entre dos pisos. Raimunda gritó alarmada.

—¿Qué pasa? —Se ha parado. Mejor. Podemos hacerlo aquí, tene-

mos tiempo. El portero tardará unos minutos en llegar.Raimunda apretó el botón de alarma rápidamente.—¡Es usted un cerdo!Y volvió a zumbarle. Pero a Roque aquel rechazo

solo consiguió excitarlo aún más. Se sacó la polla.—¿Vas a hacerle ascos a esta joyita? Quiérela. Ne-

cesita mucha ternura.—Lo denunciaré a la policía.Roque empezó a darse unos meneos.—Dime qué te gusta hacer. Se me da bien todo. No

soy escrupuloso. Solo quiero que goces.Llegó el portero, bajó el ascensor hasta el piso más

—Eres mi tipo —le dijo como única explicación.—Pero ¿por quién me has tomado?

próximo y abrió la puerta. En ese momento, Roque se corría sobre el vestido de Raimunda. Se organizó un es-cándalo de aúpa. Raimunda no paraba de gritar. Apa-recieron algunos vecinos. Entre ellos Eulalia e Isidra. Eulalia llegó justo a tiempo de ver como Raimunda se limpiaba el esperma del vestido y Roque se guardaba la polla en la bragueta. Raimunda salió corriendo, invo-cando a gritos a la policía. Eulalia no dijo nada, pero no debió de gustarle mucho el espectáculo.

A la abuela Isidra se le quedó grabada aquella esce-na. Estaba convencida de que era a ella a quien acaba-ban de atacar, y no a su nieta, como parecía a primera vista.

Este libro se terminó de imprimiren los talleres de Reinbook

en el mes de abril de 2013