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LECTURA DE LA «REIVINDICACIÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAR» (1793) de Johann Gottlieb FICHTE Presentación Las circunstancias de un libro Un manifiesto a favor de las Luces Contra la obscuridad reinante La deducción de los derechos del hombre La ley fundamental de nuestro ser y la libertad de pensar Las libertades Presentación Tal vez J. G. Fichte (1762-1814) sea hoy un pensador más “actual” por un libro de urgencia, como su REIVINDICACIÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAR (1793), que por la DOCTRINA DE LA CIENCIA, el texto especulativo que revisó y matizó hasta lo indecible durante decenios. Y eso habla sobre el filósofo pero también, y especialmente, indica algo grave sobre nuestro presente: si seguimos leyendo su REIVINDICACIÓN es porque la “libertad de pensar” aún (nos) sigue resultando problemática, más allá de un debate histórico concreto. Y en este ámbito, Fichte no es aún la nota erudita o curiosa a pie de página en un libro de historia, sino una fuente de argumentaciones. En una sociedad consecuentemente republicana “justa y benéfica”, los edictos sobre religión y censura promulgados en Prusia en 1788 y el debate consiguiente, no entusiasmarían como tema de estudio ni a los eruditos más apelmazados. Pero entre las ruinas de una inteligencia política que se sobrevive malamente a sí misma, el libro sigue teniendo valor de acusación. La REIVINDICACIÓN condensa en un mínimo de páginas los argumentos de historia, política y derecho natural que centran todavía el debate de la autonomía racional frente a una «ilustración insuficiente» (germánica ayer, hispánica y latinoamericana a inicios del siglo 21). El manifiesto político que reivindica la esencia libre del ser humano y su devenir colectivo no debiera leerse, pues, al margen de su recepción. En repúblicas bananeras, en estados policíacos, en democracias “de mínimos” y en alguna monarquía vergonzante de Europa leer a Fichte es “algo más” que hacer una pacífica excursión intelectual al reino de las ideas puras. Las páginas que siguen intentan, pues, algo que sabemos insuficiente: prescindir de un contexto postmoderno, de políticos-travestis y de sociedades del espectáculo (dot.com) para centrarnos en los elementos históricos que, tal vez, permitirán a otros en un futuro una lectura menos amable y menos gerontocrática del texto. En lo que sigue se habla de un “panfleto” a favor del “todo”: es decir, de toda la libertad, de toda la autonomía y de toda la racionalidad moral. Tal vez fuese baldío el esfuerzo conceptual fichteano por lograr una verdadera deducción racional de la libertad de pensamiento y para inferir a priori los derechos inalienables de la razón. Pero era noble y, por eso mismo, digno de lectura y, tal vez, de imitación. En el contexto de una política republicana, Fichte como Maquiavelo, ocupa un lugar de honor inexcusable. Precisamente en su SOBRE MAQUIAVELO (1807), Fiche escribió que «su libro

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LECTURA DE LA «REIVINDICACIÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAR»(1793)de Johann Gottlieb FICHTE

 

Presentación Las circunstancias de un libro Un manifiesto a favor de las Luces Contra la obscuridad reinante La deducción de los derechos del hombre La ley fundamental de nuestro ser y la libertad de pensar Las libertades

 

Presentación

Tal vez J. G. Fichte (1762-1814) sea hoy un pensador más “actual” por un libro de urgencia, como su REIVINDICACIÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAR (1793), que por la DOCTRINA DE LA CIENCIA, el texto especulativo que revisó y matizó hasta lo indecible durante decenios. Y eso habla sobre el filósofo pero también, y especialmente, indica algo grave sobre nuestro presente: si seguimos leyendo su REIVINDICACIÓN es porque la “libertad de pensar” aún (nos) sigue resultando problemática, más allá de un debate histórico concreto. Y en este ámbito, Fichte no es aún la nota erudita o curiosa a pie de página en un libro de historia, sino una fuente de argumentaciones. En una sociedad consecuentemente republicana “justa y benéfica”, los edictos sobre religión y censura promulgados en Prusia en 1788 y el debate consiguiente, no entusiasmarían como tema de estudio ni a los eruditos más apelmazados. Pero entre las ruinas de una inteligencia política que se sobrevive malamente a sí misma, el libro sigue teniendo valor de acusación.

La REIVINDICACIÓN condensa en un mínimo de páginas los argumentos de historia, política y derecho natural que centran todavía el debate de la autonomía racional frente a una «ilustración insuficiente» (germánica ayer, hispánica y latinoamericana a inicios del siglo 21). El manifiesto político que reivindica la esencia libre del ser humano y su devenir colectivo no debiera leerse, pues, al margen de su recepción. En repúblicas bananeras, en estados policíacos, en democracias “de mínimos” y en alguna monarquía vergonzante de Europa leer a Fichte es “algo más” que hacer una pacífica excursión intelectual al reino de las ideas puras. Las páginas que siguen intentan, pues, algo que sabemos insuficiente: prescindir de un contexto postmoderno, de políticos-travestis y de sociedades del espectáculo (dot.com) para centrarnos en los elementos históricos que, tal vez, permitirán a otros en un futuro una lectura menos amable y menos gerontocrática del texto. En lo que sigue se habla de un “panfleto” a favor del “todo”: es decir, de toda la libertad, de toda la autonomía y de toda la racionalidad moral. Tal vez fuese baldío el esfuerzo conceptual fichteano por lograr una verdadera deducción racional de la libertad de pensamiento y para inferir a priori los derechos inalienables de la razón. Pero era noble y, por eso mismo, digno de lectura y, tal vez, de imitación. En el contexto de una política republicana, Fichte como Maquiavelo, ocupa un lugar de honor inexcusable. Precisamente en su SOBRE MAQUIAVELO (1807), Fiche escribió que «su libro EL PRÍNCIPE, debería ser un libro necesario y de ayuda para cualquier príncipe en cualquier situación en la que pudiera encontrarse». Pues bien “necesaria y de ayuda” cuando se pretende limitar la libertad de expresión en el ciberespacio, y en la perspectiva de un choque de civilizaciónes que se nos quiere imponer, es también la REIVINDICACIÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO fichteana.

Cuando en 1784, Kant en su ¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN? se veía obligado a considerar el «Siglo de Federico» como el primero que había otorgado la la libertad de pensar a sus súbditos, no dejaba, sin embargo, de matizar que se les había permitido razonar siempre y cuando, obviamente, no dejasen de obedecer. Habría que leer, pues, en perspectiva histórica, a Fichte como el siguiente “momento” de esa historia, en el contexto del reaccionarismo último de Federico (el monarca homosexual, militarista y cínico pero ilustrado “a su manera”) y sobre todo, hay que comprender la aparición de la REIVINDICACIÓN en 1793, en relación con los cambios –a peor– que había introducido su

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sucesor Federico-Gulllermo II a partir de 1786.

Si Federico el Grande no pudo engañar a Diderot, que le dedicó sus lúcidas PÁGINAS CONTRA UN TIRANO, Federico-Guillermo II es ya un pálido reflejo de glorias pasadas. Y, por ello mismo, el texto de Fichte debiera leerse, pues, conociendo un contexto atroz. Pero: ¿hay algún contexto cultural que no sea atroz en la historia? Dejemos la respuesta a Walter Benjamin y vayamos ahora a conocer con algo más de detalle un complejo momento histórico.

Las circunstancias de un libro.

Como pensador político, no faltaron ocasiones para que Fiche en el período de 1790 a 1814 expusiera claramente y en voz alta una serie de reflexiones que no siempre estaban en la onda que querían escuchar sus conciudadanos. En 1991 intervino en el debate sobre LA ILIGITIMIDAD DE LA REPRODUCCIÓN DE LIBROS, y entre 1793 y 1794 continuó defendiendo la revolución francesa ante una ciudadanía cada vez más escéptica, en sus CONSIDERACIONES DESTINADAS A RECTIFICAR LOS JUICIOS DEL PÚBLICO SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA. Entre ambos textos apareció, anónima, en 1793, la REIVINDICACIÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO A LOS PRÍNCEPES DE EUROPA QUE HASTA AHORA LA OPRIMIERON, fechada en “Heliópolis [la ciudad del Sol], en el último año de las antiguas tinieblas”.

La REIVINDICACIÓN condensa en pocas páginas, 48 en la traducción española de Faustino Oncina Coves (Madrid: Ed. Tecnos, 1986), argumentaciones de tipo histórico, político y jurídico; lo hace –además– mezclando argucias retóricas con deducciones racionales fundadas en la esencia autónoma del ser humano para inferir de ellas, a priori, una serie de derechos inalienables e imprescriptibles del hombre. Pero el valor lógico de la obra es un dato tal vez secundario ante la perspectiva de lo que se propone el autor: subrayar la elevación infinita de nuestra razón por encima de la naturaleza es una manera de decir que los seres humanos son en esencia libres, y que el destino razonable del hombre es incompatible con toda limitación a la libertad de pensar. Como plantea Oncina no es descabellado «hablar de una politización de la metafísica» en Fichte. La polémica que opone a partidarios y adversarios de los edictos de censura promulgados en Prusia en 1788 es, tras la reflexión de Fichte, algo más que eso. Deviene, además, una reivindicación de la libertad contra la Ilustración insuficiente. Y precisamente porque la Ilustración siempre acaba resultando “insuficiente” –es algo que está en su entraña misma– leer a Fichte significa hacer un esfuerzo en la línea de la comprensión misma del proyecto de liberación del hombre.

Recordemos, también, que la obra fichteana arranca de un contexto histórico restauracionista. La monarquía de Federico II de Prusia, entre 1740 y 1786, había sido un período de cambios excepcionales en la política y en la sociedad prusiana. El monarca, auténtico artista del Estado, anticlerical y contradictorio, capaz de discutir con Voltaire y de encargar a Bach piezas para flauta, había sido homenajeado por Kant al denominar a su época en ¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN? nada menos que «el siglo de Federico», jugando con la imputación volteriana del «Siglo de Luís XIV». Recuérdese que en este texto, Kant elogiaba de manera más o menos sincera al rey por haber otorgado a sus súbditos la libertad de razonar «tanto como quisieran y sobre lo que quisieran», con un único –y feroz– límite en el ámbito práctico: «pero ¡obedeced!».

Para Kant y sus contemporáneos la función de la Ilustración es, pues, el estudio, el aprendizaje y la formalización de la cultura, como herramientas necesarias para educar razonablemente. No se ponía en duda, todavía, la necesidad de la censura ni incluso, como atestigua la propia obra kantiana, que de vez en cuando fuese necesario dejar a un lado la razón para encontrar un hueco a la fe. Lo que propondrá Fiche es dar un paso más allá: llevar a la práctica el potencial implícito en la libertad de pensamiento que para Federico el Grande, y todavía más para su sucesor, Federico-Guillermo II era poco más que una retórica.

Se trata, pues, de luchar contra una censura que impide la libertad de pensamiento y la libertad de la crítica. Ya el lema con el que Fichte encabeza su REIVINDICACIÓN es una ironía brutal. El filósofo se siente en la obligación de defender la libertad, mientras los príncipes que quisieran enterrar la Ilustración ruegan a los dioses «Noctem peccatis et fraudibus objice nubem» [“extiende la noche sobre mis culpas y una nuve sobre mis robos”, con una expresión tomada de las Epístolas de Horacio].

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El contexto de la obra resulta, pues, muy obvio. La REIVINDICACIÓN de Fiche se presenta, sencillamente, una obra de combate dirigida como se dice en el “Prólogo” a: «recomendar calurosamente algunas ideas que impacten al público menos instruido, que, sin embargo, tiene una notable influencia sobre la opinión pública por la elevada posición que ocupa y su potente voz». Con la ENCICLOPEDIA había nacido la “opinión pública” como fuerza social transformadora y a ella se encomienda Fichte.

Federico-Guillermo II, por su parte, consideró como parte de misión de gobierno enterrar la Ilustración incluso en la formulación “de mínimos” que había auspiciado su tio Federico el Grande, y a ello apunta directamente con su “Edicto de religión” (9 de julio de 1788), con el “Edicto de censura” (19 de diciembre del mismo año) y, especialmente, impidiendo la entrada en vigor del “Código general de leyes para el Estado prusiano” en 1792. Los «errores miserables desde hace tanto tiempo refutados de socinianos, deistas, naturalistas y tantas otras sectas» (“Edicto de religión”, párrafo 7º), son sencillamente un peligro que el Estado debe atajar. En este contexto lo que pretende Fiche en su REIVINDICACIÓN es mostrar que el camino de la Ilustración no tiene retorno posible. Recuérdese que la crítica a la religión había sido tolerada, y estratégicamente, mal que bien, incluso fomentada por Federico el Grande, él mismo un descreído radical, que había puesto la censura religiosa en manos de los entonces llamados “neólogos” [corriente evangélica ilustrada, contraria al luteranismo y al pietismo] de carácter reformista, para sencillamente hacerla inofensiva. Pero substituir el cinismo por la restauración ortodoxa va a resultar, sencillamente, inviable.

Cuando el nuevo rey, Federico-Guillermo, pretende desandar lo andado, situando como ministro principal al rosa-cruz conservador Woellner, es obvio que el camino de las Luces no tiene marcha atrás, por mucho que éste intente reponer la censura. O en palabras de Fichte: «Es verdad que el perfil gótico del edificio es todavía visible por todas partes y que los nuevos edificios anexos aún están lejos de formar un todo orgánico, pero en tanto están ahí, empiezan a ser habitados, mientras que los antiguos castillos, centros de rapiña, se desmoronan. Si no se les inoportuna, los hombres los desalojarán progresivamente y los cederán como morada a las lechuzas y murciélagos temerosos de la luz, mientras que los nuevos edificios serán ampliados y poco a poco compondrán un todo cada vez más armónico».

El tantas veces citado artículo 2º del “Edicto de religión” de Federico-Gulliermo decía que: «en ningún momento se debe ejercer ninguna opresión contra la conciencia de nadie, mientras que cumpla tranquilamente sus deberes en tanto que buen ciudadano del Estado mientras que, a su vez, guarde su opinión particular para sí mismo, y se abstenga escrupulosamente de propagarla y de convencer a otros»; y en el artículo 7º del mismo texto se restringía la libertad religiosa con el argumento de que no debe hurtarse «a millones de Nuestros buenos súbditos la tranquilidad de su existencia y su consuelo en el lecho de la muerte, de manera que se les haga desgraciados». Pero será, más en concreto, el hecho de que no llegue a sancionarse el Código de 1792 –que en su “Parte primera, (título 4º, párrafo 9º declaraba que: «La libertad de conciencia no puede ser restringida por ninguna declaración de voluntad»- lo que llevará a Fiche a escribir su REIVINDICACIÓN (1793), preparada el año anterior por un texto más corto: SOBRE EL RESPETO DE LOS ESTADOS POR LA VERDAD en que se asumía que si bien «La auténtica libertad de pensar podría, ciertamente, provocar desventaja a ciertos miembros singulares [de la sociedad]», que temen la luz, pues sus intenciones son obscuras (...) pero es siempre útil sin excepción a la totalidad del pueblo para su bienestar terreno».

Un manifiesto a favor de las Luces.

El marco general de la REIVINDICACIÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO es, diez años más después del “¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN? de Kant, exactamente el mismo al que apelaba el filósofo de Königsberg, en la medida en que su antropología, que luego Fiche matizará profundamente, era por entonces todavía compartida por ambos. Se trata de volver a proclamar una vez más el «Sapere aude», (“Atrévete a pensar”) como exigencia radical. El hombre, como ser autónomo, cuyo destino racional se desarrolla en la historia, necesita las Luces. Pero mientras Kant estaba dispuesto a esperar que la razón realizase lentamente su tarea en la historia, incluso al precio de que lo irracional inevitable se cobrase su tasa en la famosa “insociable sociabilidad” humana, en Fichte se expresa una clara impaciencia política; Fichte tenía –como tantos otros que habían oído la llamada de la Revolución francesa– una total incapacidad, reivindicada y explícita, para aceptar el paternalismo y la sumisión.

El despotismo ilustrado, con el que Kant estaba dispuesto a transigir, en parte y por lo

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menos estratégicamente, es para Fichte un yugo insoportable: «El principio [despótico] dice que nosotros no sabemos lo que promueve nuestra felicidad, lo sabe el príncipe y es él quien tiene que guiarnos hasta ella, por eso tenemos que seguir a nuestro guía con los ojos cerrados. Él hace con nosotros lo que quiere, y si le preguntamos, nos asegura bajo su palabra que eso es necesario para nuestra felicidad. Pone la soga en torno al cuello de la humanidad y grita: “Calma, calma, es todo por vuestro bien». La respuesta fichteana, en el párrafo siguiente al citado es también explícita: «No, príncipe, tu no eres nuestro Dios. De Él esperamos la felicidad, de ti protección de nuestros derechos. Con nosotros no debes ser bondadoso, debes ser justo».

Como veremos, lo que hace Fichte es oponer el derecho natural y la estructura ontológica de la libertad al despotismo que no es criticado básicamente con argumentaciones de tipo ético, que no estaría dispuesto a escuchar, sino directamente impugnado a partir de considerarlo contradictorio con la estructura misma de un principio de justicia universal.

Contra la obscuridad reinante.

Sin embargo, la exhortación de Fiche al monarca, y en general hacia las monarquías europeas, que toman a los súbditos por niños de pecho, tiene un tono agridulce. Mientras que no hay tregua hacia la nobleza y los cortesanos que «os jurarán solemnemente, si eso es lo que deseáis oír que os respetan y aman»; en cambio al dirigirse al monarca se alternan la amenaza y la requisitoria con la franca exhortación. Los cortesanos: «Son aquellos que os aconsejan dejar a vuestros pueblos en la ceguera y la ignorancia, propagar entre ellos nuevos errores y mantener los antiguos, impedir y prohibir la libre investigación de todo género. Consideran vuestros reinos como reinos de las tinieblas, que no pueden subsistir en la luz». En definitiva, «Quien aconseja a un príncipe que impida a su pueblo el progreso de la ilustración, le dice en la cara: “ (...) Las tinieblas y la noche son tu elemento y debes tratar de difundirlas a tu alrededor antes de que tengas que huir del día”». En la medida en que los príncipes no disponen totalmente de sí mismos, lo que Fiche pretende es abrirles los ojos a una realidad que nadie les ha querido mostrar en la Corte.

El hecho es claro: «Vuestros conciudadanos os respetarán en la misma medida en que vosotros os podáis respetar, siempre que no os miréis a través del cristal engañoso de vuestra presunción, sino en el espejo puro de vuestra conciencia». Hay que romper con la débil capacidad de espíritu de unos monarcas manipulados, porque la otra posibilidad será, sencillamente, una revolución como la que ha estallado en Francia. La alternativa fichteana es, en consecuencia, asumir conceptualmente, por vía pacífica y reformista, el nuevo modelo de Estado que surge de la revolución francesa y revisar, por tanto, el pacto social que en la teoría ilustrada ha de fundamentar el Estado. Debe ser el monarca quien garantice, no la felicidad –en un modelo paternal– sino los derechos.

Presentarse como garante de “la felicidad” es, sencillamente, abusivo y fuera de lugar, pues la felicidad pertenece al ámbito público y lo que se solicita al monarca es la justicia, que pertenece al ámbito privado; incluso la Declaración americana lo reconoce así cuando habla no del derecho a la felicidad, sino del derecho a “buscarla” cada cual a su manera, lo que es bien distinto a la pretensión despótica de “saber correctamente” qué sea la felicidad. Kant dirá lo mismo en TEORÍA Y PRÁCTICA, texto también de 1793, donde se lee que tratar a los súbditos como menores de edad, confundiendo el Estado con la familia, constituye «el mayor despotismo concebible».

Fichte arranca del hecho que la Ilustración al hacernos conscientes de haber llegado, como Humanidad, a la “mayoría de edad” nos ha abierto los ojos a la autonomía. O en sus propias palabras, con la extensión de las Luces, los hombres: «Habéis aprendido, si se admite este razonamiento, que vosotros sois los más fuertes y ellos los más débiles; que su fuerza reside en vuestros brazos». Se trata, pues, de sacar las obvias consecuencias, políticas y morales, de este hecho.

La deducción de los derechos del hombre.

Junto a Kant, la otra fuente del texto fichteano es el CONTRATO SOCIAL de Rousseau. Si la autonomía se reivindica al modo kantiano, la libertad, considerada como obediencia a la ley que autónomamente cada cual se ha prescrito, se interpreta en el contexto conceptual rousseauniano; forjarse las propias convicciones, la propia libertad de pensar, es la consecuencia implícita y explícita del pacto social que permite la existencia

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misma de lo jurídico y de toda legalidad.

En todo caso, es obvio que el “derecho hereditario” constituye una falacia: «Suponiendo que vuestro actual príncipe hubiera podido heredar tal derecho de su padre, y éste a su vez del suyo (...) ¿de dónde lo recibió el primero de la serie?, o si no tenía tal derecho ¿cómo podía dejar en herencia aquello que no poseía?». El punto de partida de todo derecho es la conciencia: «El hombre no puede ser heredado ni vendido, ni regalado; no puede ser propiedad de nadie porque es y debe seguir siendo propiedad de sí mismo. Lleva en lo más profundo de su corazón una chispa divina que lo eleva por encima de la animalidad y lo hace ciudadano de un mundo en el que Dios es su primer miembro: la conciencia».

En este contexto el contrato social surge por intercambio de derechos: «Yo renuncio al ejercicio de uno de mis derechos con la condición de que otro renuncie al ejercicio de los suyos (...) La sociedad civil se funda en un contrato de este género (...) La legislación civil es válida para mí sólo en tanto que la acepto voluntariamente (...) y me doy a mí mismo la ley».

Fichte considera que es precisamente esa autonomía, constitutiva del “hombre interior” capaz de darse a sí misma la ley, el fundamento desde el cual resulta posible deducir los derechos del hombre; puesto que es imposible renunciar a la libertad de pensamiento, en tanto que me constituye, en tanto que es constitutiva de mi conciencia moral, se podrá derivar de ello la conciencia de los derechos humanos. Los textos posteriores de Fichte, relativos por ejemplo a la Universidad y su papel, perfilarán luego esta idea. El motor de la deducción de los derechos humanos está claramente establecido: «(...)... alguien que tiene un derecho sobre un fin, lo tiene igualmente sobre los medios». En la medida que el fin del hombre es la racionalidad, la libertad sobre los medios de usarla debe estar fuera de duda; y sin esta libertad no existe tampoco un pacto social efectivo. Un derecho es una posibilidad de acción en el mundo que debe ser garantizada.

O un derecho puede ser ejercido, o no es tal: y como el derecho fundamental a pensar y a formarse es imprescriptible, no pude haber contrato social si no se garantiza: «La libre investigación de todo objeto posible de la reflexión, llevada en cualquier dirección posible y hasta el infinito, es sin duda alguna, un derecho del hombre. Nadie, salvo él mismo, puede determinar su elección, su dirección y sus límites (...) Es una determinación de su razón no reconocer ningún límite absoluto, y sólo así la razón se hace razón, y el hombre un ser racional, libre y autónomo. Por eso, la investigación hasta el infinito es un derecho del hombre»

La ley fundamental de nuestro ser y la libertad de pensar

La ley fundamental es, pues, obvia. Se trata de seguir la voz de la conciencia [Gewissen] término que en la REIVINDICACIÓN aparece siete veces y siempre en contextos decisivos. La libertad se opone a la constricción como el poder interno de producir interiormente se opone al de recibir una ley y como la autonomía se opone a la heteronomía. En la medida en que la conciencia es el ámbito de la ley moral y determina su arbitrio, la conciencia es el ámbito de la libertad. Habría que recordar aquí que en la caracterización kantiana, tal como aparece en la CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA (1781), la libertad no es un tipo de causalidad fenoménica, aunque sus efectos se hagan sentir en el mundo sensible. De ahí una característica central del planteamiento fichteano, que en eso es profundamente fiel al espíritu del maestro de Königsberg; para Fichte una revolución no es sólo una realidad sensible, empírica, sino que resulta también fruto de una causalidad inteligible. En la medida que una revolución es una transformación radical resulta perfectamente posible compararla al huracán o a la tempestad: «... ordenada al huracán que se calme, -dice Fichte- y después, ordenad lo mismo a la tempestad de nuestras opiniones subversivas». Si una cosa no es posible, tampoco lo es la otra.

Limitar la libertad de pensar, pretender encadenar la conciencia, es –en consecuencia– el equivalente a prohibir por decreto la tempestad. La razón práctica, que actúa por su propia energía, por su propio autodesarrollo en la conciencia, no tiene límites en la medida que es un derecho imprescriptible. Por lo demás, la libertad de pensar no es una libertad indiferente en relación a su objeto. Nace y tiene sentido en virtud de nuestra más íntima convicción, captada por nuestra inteligencia y a ella nos adherimos por la voluntad. Es de la propia autonomía del pensamiento de donde toma sentido toda libertad y toda estructura posible del contrato social. En tal medida, conciencia y

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libertad forman una unidad, no sólo empírica sino transcendental.

Las libertades

Sería arduo entrar en el tema de las libertades en Fichte, que de hecho se extiende por casi todas sus obras, sin asumir un dato que en la REIVINDICACIÓN aparece casi sólo en escorzo pero que tiene una importancia central: libertad y verdad se interpenetran, se implican necesariamente, en la medida en que ambas no son algo “dado” en cuanto tal, sino algo que ha de ser buscado, construido y defendido sin tregua a través de la razón. Sin asumir como dato previo la igualdad del género humano no sólo meramente en el Estado sino en «el mundo espiritual», las libertades no tienen ningún sentido. De aquí su requisitoria a los monarcas. «Honrad y respetad personalmente la verdad y aprended esto: Sabemos que en el mundo espiritual sois iguales a nosotros y que la verdad, mediante el respeto de los más poderosos dominadores, adquiere un carácter tan poco sagrado como mediante el homenaje que le tributa el último del pueblo». Es pues, en la medida que todos somos iguales ante la verdad, que somos también iguales ante la libertad, de la que constituye, por así decirlo, la otra cara de la moneda.

La búsqueda de la verdad para ejercer la razón es el fundamento de la libertad, y por ello mismo, ninguna censura o ninguna limitación puede ser aceptada no sólo en el plano empírico sino en el sentido transcendental. La libertad requiere la libertad, en la búsqueda de la verdad y en la expresión. Y la verdad no es una posesión de nadie, según lo muestra la misma tradición protestante, sino una investigación constante. Por lo demás, esta búsqueda no se refiere únicamente al individuo, sino que adquiere su sentido más profundo cuando se realiza en común. Cuando un monarca esclaviza a sus súbditos se hace también él, esclavo: «Vuestros conciudadanos os respetarán en la misma medida en que vosotros os podáis respetar siempre que no os miréis a través del cristal engañoso de vuestra presunción, sino en el espejo puro de vuestra conciencia». No hay, pues, ninguna diferencia entre reyes y súbditos en la búsqueda de la verdad, ni en el derecho a la libertad. Fichte no distingue, pues, entre el derecho a pensar y el derecho a la comunicación de las ideas. Los pensamientos deben poder comunicarse en la medida que gracias a ello se llega a un estadio superior en el desarrollo de la razón. El pensamiento debe ser comunicado para el libre desarrollo de las facultades y no para aprender de memoria una doctrina oficial.

De aquí la exhortación fichteana a los príncipes: «Dirigid las indagaciones del espíritu investigador hacia las necesidades más actuales y urgentes de la humanidad, pero dirigidlas con mano sabia y prudente, nunca como soberanos, sino como libres colaboradores, nunca como amos del espíritu sino como alegres participantes de sus frutos. La coacción es contraria a la verdad; ésta sólo puede prosperar con la libertad de su patria, el mundo espiritual». No se debería, pues, pensar en el príncipe en virtud de absurdos derechos históricos, sino en tanto que delegado del pueblo. Los individuos ilustrados sólo pueden pedir al monarca: «que tengáis vuestra morada en la luz». Esa es la única posibilidad para que un gobierno, formalmente monárquico pero auténticamente republicano, pueda perpetuarse.

Habría que notar, finalmente, que Fichte no pretende en su REIVINDICACIÓN, plantear una ética, sino una teoría política basada en el derecho natural. Y es precisamente por ello que su obra ha de situarse en la tradición de lo que hoy se denomina “republicanismo”, en la medida que no pretende exhortar a la bondad –al fin y al cabo un asunto de índole privada– sino al establecimiento de un ámbito público de justicia basado en lo que considera la naturaleza inalterable de lo humano. Lo que Fichte plantea no se debe entender, pues, tanto en el orden de los hechos –y por ello prescindimos aquí de buscar su acomodo en el contexto de la Revolución francesa– sino en el orden de los principios. Que el texto sea actual, ya lo decíamos al inicio, habla también de nuestra miseria presente.

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Fragmentos de la Historia de la Dialéctica

(Fragmentos de la Historia de la Dialéctica de Paul SANDOR. Ed. Leviathan. Buenos Aires, 1986)

El texto clásico de Paul SANDOR es, desde hace ya muchos años, imposible de localizar en librerías. Se ha procedido a editarlo, distinguiendo tres momentos en su explicación de Fichte: metafísica, ética y filosofía de la historia. De la misma manera, se han simplificado los párrafos para hacer algo más llevadera la lectura y para mostrar el carácter arquitectónico de la obra fichteana. Pero un resumen, y un buen mapa como éste, no debiera evitar la lectura directa de las obras de Fichte.

Fichte (1762-1814) estando próximo a la Revolución Francesa pretende realizar algo así como una teoría alemana de esa revolución, basada en la filosofía kantiana. Toda su vida consideró su propia teoría como un criticismo consecuente, llevado a sus últimas conclusiones. Según él, Kant se habría detenido en el hecho de la conciencia, sin haber llegado a su causa última, al Yo puro. Pero llegar a este resultado es antes que nada una cuestión de metodología: se trata de deducir dialécticamente de un solo principio la teoría toda entera e introducir así la filosofía metodológica de Kant en la unidad del sistema, Según Fichte, el hombre no puede elegir sino entre el dogmatismo y el idealismo, pero esa elección depende de su libre determinación. Fichte obra por el idealismo. Es imposible –dice– deducir la inteligencia, el Espíritu, de un mundo material. Es, por el contrario, de la inteligencia que se pueden deducir todas nuestras nociones concernientes al mundo. El principio supremo y absoluto del cual todas las enseñanzas de la filosofía pueden ser deducidas no es el hecho (Tatsache) sino la acción (Tathandlung). Esta acción es una realidad absoluta que hay que concebir en tanto que “Yo”, es decir, en tanto que espíritu, sin agregarle un carácter material o substancial cualquiera.

Esa acción “no aparece entre las determinaciones empíricas de nuestra conciencia y no puede aparecer; sirve más bien de fundamento a toda conciencia y la hace posible.”. No es otra cosa que la conciencia del “Yo”. El “Yo” se postula él mismo, no en tanto que “Yo individual”, sino en tanto que “Yo absoluto”. El Yo individual, puede ser deducido del Yo absoluto.

El Yo puro es su propia causa y, de una manera general, es el representante de la razón. En el origen, el Yo es, a la vez, subjetivo y objetivo: “el principio de la vida que puede mantenerse a sí mismo” (Nachl. III, p.871). El Yo no es algo existente para sí; no es algo inactivo: es actuante, pero su acción no es empírica, es absoluta. La actividad del Yo es dialéctica y es según ese método dialéctico que Fichte desarrolla su propia teoría.

El Yo no puede postularse a sí mismo sino distinguiéndose del No-Yo. Sin tener conciencia, el Yo crea, pues, el mundo de las representaciones, el No-Yo. Pero como el No-Yo no es postulado sino en el Yo, en el interior del Yo, el Yo y el No-Yo, es decir, el sujeto y el objeto, se determinan recíprocamente. Así se da la conciencia teórica o la conciencia práctica, según que la parte determinante sea el No-Yo o el Yo.

Fichte no concibe los postulados del Yo como un proceso que se desarrolla en el tiempo. Los diferentes postulados particulares están ligados entre sí en su fin, en la manifestación de lo Absoluto, y pueden ser deducidos de esa correlación necesaria. Como, por otra parte, ese Yo absoluto, con su sistema de postulados, debe contener al mismo tiempo toda la realidad, esa deducción no es simplemente lógica: tiene una significación metafísica, puesto que tiende a descubrir los fundamentos de la realidad. Apercibir la estructura de la conciencia debe, pues, permitir apercibir igualmente las profundidades de la existencia. Es por ello que Fichte considera su sistema –que él denomina “Doctrina de la Ciencia– como ente “realista”; ese sistema muestra que la conciencia de las naturalezas finitas no sería explicable si no se admitiera una fuerza contraria, existente independientemente de ella (el No-Yo) y del cual esas naturalezas finitas dependen, conforme a su existencia empírica. La Doctrina de la Ciencia no postula, sin embargo, nada más que la existencia de tal fuerza contraria, que el ser finito puede solamente sentir, y no conocer.

La Doctrina de la Ciencia se compromete a deducir del poder de determinación del Yo todas las determinaciones posibles de esa fuerza –el No-Yo–; determinaciones que pueden presentarse al infinito en nuestra conciencia: y en la medida en que es una verdadera Doctrina de la Ciencia es capaz de deducirlas. La Doctrina de la Ciencia deviene, de ese modo, en realidad, “la Historia pragmática del Espíritu Humano” y su tarea consiste “en contemplar el saber general y absoluto en su génesis y deducir del entendimiento toda la existencia de los fenómenos”.

Esta historia del espíritu humano comienza con ese hecho de conciencia de que el espíritu humano considera el principio de identidad (A es A) como enteramente cierto, sin experimentar la necesidad de motivarlo. Pero la ley de esa correlación está en el Yo mismo que la postula; existe, pues, algo en el Yo que es siempre idéntico a sí mismo. Por consecuencia, el postulado Yo=Yo o, “Yo soy Yo” es válido. No importa para afirmar A=A que A sea o no postulado. La validez de la relación no se relaciona sino con la forma y no con el contenido. No obstante, el “Yo soy Yo” es igualmente válido desde el doble punto de vista de la forma y del contenido. El Yo es postulado como Yo no sólo condicionalmente, sino de una manera absoluta; eso se puede también expresar como “Yo soy”. Todos los hechos de la conciencia experimental encuentran su causa explicativa en ese Yo existente: el Yo debe ser, pues, postulado antes

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que todo postulado.

El Yo es, así, doble: actúa sosteniendo los juicios y es, después, el producto de la acción. El Yo no es algo existente, que se manifiesta en una actividad, sino que la actividad misma es el Yo.

“El Yo se postula él mismo y existe por él mismo, por la fuerza del simple hecho de postular”. Esta tesis, que está en la base de toda la teoría de la ciencia de Fichte, constituye el principio dialéctico, el punto de partida. De esa primera tesis, él deducirá, luego, todas las demás tesis fundamentales.

La antítesis, el segundo principio fundamental, es lo contrario del primero: No-A. Esa tesis encuentra igualmente su fundamento en el hecho de que la conciencia experimental no puede ser ni deducida ni probada con la ayuda de un principio superior. Según su forma, esa tesis es, pues, igualmente absoluta, incondicionada: constituye un acto libre y no puede ser el resultado de una deducción. Significa que hay antinomias entre las acciones del Yo. Según su contenido, está condicionada sólo en el sentido de que una antítesis no puede existir si no existe algo a lo que pueda oponerse. En el origen sólo el Yo es postulado: la antítesis debe ser, pues, opuesta al Yo; y de allí resulta la antítesis absoluta del Yo, el No-Yo. La primera tesis nos ha dado la ley lógica de la identidad. La segunda tesis nos proporciona el principio de contradicción, la categoría de la negación, la antítesis dialéctica.

El tercer acto del Yo está condicionado por la forma de la síntesis: su punto de partida es que el No-Yo debe estar contenido en el Yo. El Yo y el No-Yo están, pues, opuestos en el Yo, pero no de tal manera que el No-Yo destruya al Yo, puesto que –en tal caso– sería la identidad de la conciencia la que sería destruida, pero en el sentido de que el Yo y el No-Yo se limitan recíprocamente. El resultado de esa limitación es la divisibilidad, es decir, la noción de cantidad. La tesis del Yo y la antítesis del No-Yo se unen por la idea de que ambos son divisibles y pueden, pues, estar limitados. Se obtiene de ese modo la tercera síntesis fundamental en la cual el Yo y el No-Yo aparecen reunidos. Esa tercera síntesis se anuncia de este modo: opongo en el seno del Yo, un Yo divisible a un No-Yo divisible.

Las tres actividades primordiales del Yo, la tesis, la antítesis y la limitación, corresponden, en tanto que conceptos, a las tres categorías kantianas de la cualidad: realidad, negación y limitación.

La categoría de limitación contiene igualmente las categorías de la cantidad, de la unidad, de la multiplicidad y de la totalidad.

La limitación recíproca del acto de la tesis por el de la antítesis, produce las categorías de la relación, de la causalidad y de la acción recíproca.

La tercera categoría de la relación, de la substancia y del accidente, resulta de lo que, si consideramos el Yo como el resumen de toda la realidad, es accidente: “En el origen no hay sino una substancia, el Yo, y esa substancia comprende todos los accidentes posibles, es decir, todas las realidades posibles”.

Fichte suprime, pues, la objetividad kantiana: no hay sino el Yo. En el curso de la evolución dialéctica está, no obstante, obligado a introducir un límite, lo que Fichte expresa diciendo que la actividad del Yo recibe un impulso contrario que da vuelta a esa actividad, es decir, que el Yo reflexiona sobre sí mismo. Lo que llamamos “objetos” no son sino las diversas refracciones de la actividad del Yo, como consecuencia de un impulso inexplicable, y trasladamos esas determinaciones del Yo sobre algo que no es exterior y que imaginamos como materia extendida en el espacio. Esa actividad que se ejerce, a la vez, hacia delante y hacia atrás, es la actividad del poder de la imaginación y el primer producto de esa actividad es la sensación. En la medida en que el Yo no es consciente de esa actividad, y en que el resultado de esta última –la sensación– se pierde y se disipa, obtenemos la percepción: “la contemplación muda e inconsciente”. La percepción ofrece, en primer lugar, un substratum al No-Yo, a lo real. Al distinguirse de lo real, el Yo deviene un Yo en sí, es decir, un Yo consciente.

Para todo Yo finito, para todo ser humano existe, pues, un mundo real. Sin embargo, el poder de imaginación productivo no nos conducirá a un resultado determinado, esto es, a un objeto puesto que el poder de imaginación productivo es ilimitado. Pero la actividad de la imaginación debe ser limitada y su resultado determinado. Esa limitación y esa determinación se producen por vía de la reflexión. La facultad de reflexión es la inteligencia. La inteligencia es “una facultad calma e inactiva” que fija los resultados del poder de la imaginación.

Las leyes de la inteligencia que fija son las categorías. El grado más elevado de la inteligencia, la razón, sirve de base a la facultad del juicio. Con la ayuda de la razón somos capaces de hacer abstracción de todo objeto, en tanto que la razón pura, el Yo puro, sigue siendo el sujeto de la facultad de abstracción, sujeto del cual no es posible hacer abstracción. En consecuencia, cuanto más el Yo indivisible es capaz de hacer abstracción de los objetos –y, por consiguiente del No-Yo–, más la conciencia de su Yo empírico se acerca al Yo puro. Es en el conocimiento de la razón que el Yo adquiere una conciencia pura, que se comprende a sí mismo y deviene, de ese modo, la base de todo conocimiento. En ese estadio parece que el origen de la determinación del Yo está en el Yo mismo, que el conocimiento teórico conduce al conocimiento práctico.

La parte teórica de la Doctrina de la Ciencia de Fichte muestra, pues, la evolución dialéctica siguiente:

1. Idea original de nuestro ser absoluto.2. Conforme a esa idea, nuestro esfuerzo por reflexionar sobre nosotros mismos.

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3. Limitación, no de ese esfuerzo, sino de la existencia real postulada, por un principio contrario, por el No-Yo o, en general, por nuestro carácter limitado.4. Conciencia, pero sobre todo conciencia de nuestro esfuerzo práctico.5. Determinación de nuestras representaciones por medio de nuestros actos6. Ampliación de nuestros límites hasta el infinito.

 

I I

El paso de la filosofía teórica a la teoría de la ciencia práctica se efectúa por medio del sistema de los instintos. El Yo tiende hacia el infinito y siente, al mismo tiempo, su propia limitación. Se trata aquí, al mismo tiempo, de instinto y de sentimiento, de reflexión y de instinto de producción. El instinto de la realidad se manifiesta, en primer lugar, en tanto que instinto de la determinación, después en tanto que instinto que tiende a cambiar, a satisfacerse, en tanto que harmonía entre el instinto y la acción, harmonía que no se realiza, no obstante, sino en el instinto absoluto, es decir, en el instinto moral: en el Yo empírico.

El Yo empírico, es decir, el principio de la moral, es establecido igualmente por medio de la deducción: por la deducción de la forma pura de la conciencia general. Esa deducción se opera de la manera siguiente: compruebo mi propia existencia únicamente como voluntad de mi existencia; pero esa voluntad no es concebible sino por su carácter distinto del Yo. Así el Yo empírico se da nacimiento a sí mismo, en tanto que personalidad moral, en el curso de su lucha en el No-Yo. El No-Yo, el mundo no existe para nuestra actividad sino para permitir la realización del valor, es decir, del bien moral. Las cosas del mundo no poseen una existencia absoluta; no existen sino para nosotros y son lo que debemos hacerlas. Se comprende así como el Yo deviene limitado, puesto que sólo lo limitado puede tender hacia algo. Si el Yo fuera un absoluto infinito, sería todo en el todo y no existiría para él un fin hacia el cual pudiera tender. Por la transformación del Yo absoluto en Yo limitado, el Yo empírico deviene doble: en su esfuerzo por devenir Yo absoluto difiere de éste último, pero sabe, por otra parte que, en tanto que Yo, es, en su esencia, idéntico al Yo absoluto. Nuestra existencia en el mundo inteligible es la ley moral; nuestra existencia en el mundo sensible es la acción real: el punto de unión entre ambas es la libertad, en tanto que facultad absoluta de determinar el mundo sensible por medio del mundo inteligible.

La acción del Yo no puede, no obstante, devenir eficaz, si no suponemos una cierta eficacia en las cosas; eficacia por la cual se produce la limitación de la actividad del Yo mismo. A pesar del carácter absoluto de mi razón, sigo siendo desde cierto punto de vista siempre “naturaleza”, es decir, instinto. La aspiración del ser inteligente a la autonomía absoluta, a la libertad por la libertad misma, es el instinto puro, el instinto fundamental que proporciona el principio formal de la moral: el principio fundamental de la autonomía absoluta.

El ser dotado de inteligencia es, en realidad, al mismo tiempo, limitado y sensible: es un ser corporal y posee, pues, además del instinto puro, el instinto de la naturaleza que considera como su fin, no la libertad, sino el goce. Mi aspiración a la libertad es el instinto puro, en tanto que el simple instinto natural es contingente y pasivo. Hay que unir esos dos tipos de instintos, de manera que el instinto natural esté subordinado al instinto puro. Así el Yo deviene cada vez más libre y su poder sobre el No-Yo, el poder de la Razón sobre la Naturaleza, se realiza siempre más.

 

I I I

El camino de esa realización es la vía histórica y Fichte distingue, según las cinco etapas de esa evolución, cinco concepciones del mundo diferentes:

1. La concepción sensualista, que fue la concepción dominante de la época, etapa inferior.2. La concepción puramente moral del imperativo categórico.3. La moralidad superior, o moralidad puramente dicha, que tiende a transformar al hombre en la imagen del ser divino que existe más allá del hombre.4. La fe religiosa: Dios es y nada existe fuera de él: nosotros mismos somos su vida inmediata. 5. La posesión de la Ciencia –y más particularmente de la Ciencia fichteana–ciencia absoluta y perfecta en sí.

El camino de la historia ya recorrido o que nos queda por recorrer, muestra las cinco épocas siguientes:

1. El reino absoluto del instinto racional: estado de la inocencia del hombre.2. El período en el curso del cual el instinto racional se transforma en autoridad, obrando por violencia exterior: período de la doctrina y de los sistemas de vida positivos, que no remontan jamás a las causas últimas y son, por consecuencia incapaces de convencer, pero

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que quieren obrar por violencia y exigen una fe ciega y una obediencia absoluta: período del nacimiento de los pecados.3. Período de la liberación. Es en primer lugar, liberación de la autoridad coercitiva y, de una manera indirecta, la liberación del instinto racional y, en general, de la autoridad de la razón bajo todas sus formas: indiferencia frente a toda verdad y período de la independencia absoluta de todo hilo conductor; estado del pecado. 4. Período de la ciencia de la razón. Es la época en que se reconoce la verdad y se la ama en tanto que valor supremo; período del comienzo de la justificación. 5. Período del arte de la razón: es la época en que el hombre se crea con mano infalible y segura, como realización de la razón recuperada; estado de la justificación y de la santificación completas.

El camino que la humanidad sigue según esa enumeración es, en realidad, un retorno al estado original. Pero el hombre debe seguir ese camino con toda independencia y sin apoyo.

El paralelismo entre las cinco etapas de la evolución y las cinco ideologías no es absolutamente riguroso. En la época de sus “Discursos a la Nación Alemana” consideraba cerrado el tercer período y pensaba que el cuarto acababa de comenzar, puesto que el egoísmo se había destruido a sí mismo. Pero, en la perspectiva de su sistema filosófico, Fiche debe haber considerado necesario, como postulado, el quinto período.

Cuando, en sus Discursos políticos de 1813, Fichte declaraba que la historia es evolución de una desigualdad originaria, fundada sobre la simple fe, hacia la igualdad que procede de la razón, ordenadora de las pasiones humanas, pensaba, ciertamente, en primer lugar, en su propia filosofía, a la cual atribuía un papel ordenador.

La dialéctica, en tanto que construcción de un principio universal, y exigencia idealista de la realización por etapas del ideal de libertad, expresa, a fin de cuentas, la misma realidad social que la filosofía de Kant. Con la diferencia, no obstante, que las soluciones de compromiso de Kant nos obligan a considerarlo como un girondino, en tanto que podemos reconocer a un jacobino en Fichte, por lo menos en cuanto a su teoría –y haciendo abstracción del último giro de su filosofía: giro nacionalista y religioso que refleja una encrucijada política, más que una situación histórica.

FICHTE Y LOS NAZIS

Pese al tópico, el filósofo más instrumentalizado por los nazis no fue Hegel, sino Fichte. Incluso Carl Schmitt escribió entusiasmado el día 30 de enero de 1933, con motivo de la ascensión de Hitler al poder: «Hoy puede decirse que Hegel ha muerto». Hegel era para los nazis demasiado determinista y demasiado formal en su concepción del Estado. En tanto que socialista, el nazismo detestaba además en Hegel su concepción positiva del papel de la propiedad privada y de la sociedad civil y su falta de voluntarismo. En cambio demasiados elementos del pensamiento político, jurídico y económico de Fichte, empezando por la retórica de la acción y por el absolutismo del «Yo» –que constituía, ni más ni menos, «la fuente de toda realidad»–, eran susceptibles de una lectura protototalitaria o nazi y nunca como en esa época se ha estudiado tanto su obra. Hasta que una nueva generación no ha releído la «REIVINDICACIÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO» puede decirse que Fichte ha estado ‘secuestrado’. Y aún hoy de vez en cuando todavía aparece algún ‘papel’ francamente sospechoso.

Para evitar lecturas ingenuas no estaría de más señalar tres elementos de su obra en que, guste o no, la teoría de Fiche ‘se lo puso fácil’ al nacional-socialismo:

1. La concepción orgánica del Estado: Fichte observó que la reflexión moderna sobre el derecho político había intentado construir el concepto de totalidad política como una asamblea o concentración individual de individuos, es decir, que se concebía a los individuos como un agregado de intereses diversos, lo que lleva a dejar escapar la esencia de la comunidad. Creía que entre el hombre aislado y el ciudadano existía la misma relación que entre la materia bruta y la materia organizada. El odio totalitario hacia el individualismo burgués y la vez la exaltación del «Yo» podía reivindicar en Fichte uno de sus ancestros.

2. El mesianismo nacionalista: Fichte considera que el ‘pueblo elegido’ no es el judío (por su religión), ni el francés (por la revolución). El único ‘pueblo elegido’ es el alemán, por ser el de la racionalidad –el de la filosofía, etc.– y además por su pureza étnica. En este sentido el segundo «DISCURSO A LA NACIÓN ALEMANA» (1808) resulta devastador. Suponer que la lengua alemana es «la lengua original de la tribu principal» entre los germánicos da un poco de risa, pero ese argumento de la supuesta superioridad

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lingüística se ha usado y se usa para imponer el genocidio contra las lenguas indígenas en América –y contra el catalán en España– por parte de genuinos lectores de Fichte. La asociación fichteana, algo posterior, entre nacionalismo y mesianismo, cuando llega a decir que la raza germánica ha sido designada para dirigir al mundo, puede parecer chusca pero ha tenido su importancia en la peor tradición totalitaria. Por cierto, Herder, al que en el ámbito hispánico muchas veces se achaca veces el hipernacionalismo alemán, procedía de un ámbito báltico-ruso-germánico y pese a sus arrebatos de nacionalismo cultural nunca cayó en el nacionalismo político. Como dice Rosa Sala Rose en «El misterioso caso alemán; un intento de comprender Alemania a través de sus letras» (2007), «[Herder] en general seguía siendo fiel a un ideal de humanidad situado por encima de las diferencias nacionales», (p.334). Confundir a Herder con Fichte aunque sea habitual no deja de constituir un grave error, aunque se haga de forma interesada, para confundir nacionalismo cultural con nacionalismo político.

3. La autarquía económica: Fichte defiende ese engendro, que es la base económica de cualquier totalitarismo, en EL ESTADO COMERCIAL CERRADO. La idea de la planificación económica, que no deja espacio a la libre iniciativa, además de fracasada (y de haber sido el núcleo del pensamiento socialista), nunca ha servido de ayuda jamás a los más necesitados y siempre ha ayudado a militarizar la sociedad.

Pero pese a las críticas que pueden hacerse a Fichte en cuanto protototalitario, habría que considerar también que en su obra no deja de haber argumentos que permiten hacer un cierto contrapeso a su lectura nazi. En EL CARÁCTER DE LA ÉPOCA ACTUAL, Fichte define la esencia del Estado absoluto como la forma de poder que pone al servicio de la especie todas las fuerzas individuales, lo que es –se tome por donde se quiera– una definición nada liberal. Pero cuándo él mismo se interroga sobre quién es la especie según el Estado, Fichte responde «todos los ciudadanos», sin la menor excepción –lo que obviamente no entra en la concepción nazi del Estado, basado en la tesis amigo-enemigo.

Fichte no coonsideró el peligro de totalitarismo de su teoría (al fin y al cabo originada en el contexto resistencial contra la invasión francesa, aunque Heine no dejó de observar lo mucho que se parecían el «Yo» absoluto del invasor Napoleón y el del invadido Fichte). Para él lo auténticamente totalitario y lo peligroso para la libertad está en la idea de la voluntad general rousseauniana en tanto que niega la diferencia cultural y separa la gestión política de la ciudadanía. Por eso propuso transferir los poderes ejecutivo legislativo y judicial a funcionarios controlados por los ciudadanos (atención, no por ningún partido). Podría discutirse la bondad o no de su propuesta, pero esa no es tampoco ninguna hipótesis que pueda abonar un fascista.

También es cierto que en el decimotercero DISCURSO A LA NACIÓN ALEMANA, Fichte condena abiertamente cualquier política anexionista o colonial pero es que, simplemente, no quería verse envuelto en un ataque a Rusia –en lo que demostró una clarividencia que Hitler no tuvo.

En definitiva, Fichte es un pensador resistencial que no cree en la existencia del individuo fuera del Estado. Y esa centralidad del Estado no puede dejar de ser considerada como un peligro.

VOCABULARIO BÁSICO DE FICHTE

(a partir de textos de Bernard Bourgeois y elaboración propia)

ACTUAR [Handeln]: El actuar va más allá del simple movimiento; se distingue de éste por una “presencia” que le permite ordenarse y autocontrolarse. Fichte lo concibe como un actuar interiormente. El actuar es el fundamento del Espíritu y de la Conciencia –y en este sentido se opone al Ser inerte, es decir, al Ser siempre idéntico a sí mismo. El Ser debe comprenderse como el depósito del actuar. En la primera Doctrina de la Ciencia, convierte al Yo en el sujeto que se descubre en el obrar. La autorealización del Yo es la acción moral. Cuando finalmente Fichte convierte al Yo en una manifestación del sujeto divino, comprenderá a éste como el actuar infinito de la Vida.

A PRIORI – A POSTERIORI: Son las dos formas que tiene la conciencia de comprender lo que para ella tiene un sentido. Conocer algo “a priori” es comprenderlo como procedente de un actuar que lo ha engendrado. Conocer algo “a posteriori” es recibirlo como un dato, como un hecho que sufro o que me afecta. Los dos conceptos habían sido usados por Kant que los consideraba contenidos diferentes del (uno universal y otro contingente) saber. Fichte, en cambio, los considera como dos formas de ver la realidad, no contradictorias ente sí, y siempre posibles, no importa con qué contenidos. La mirada natural, factual, es “a posteriori”, la mirada filosófica –en cambio –es “a priori”, genética, en la medida que busca la razón (necesaria) de lo que en una mirada natural sólo se captaría como un hecho.

CONCEPTO: Para la conciencia el concepto es la unidad íntima de algo sensible (una palabra: sonido, una imagen) y de un sentido (significado por la palabra). El verdadero sentido de los conceptos reside en la intuición intelectual, originariamente inconsciente.

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CONCIENCIA DE SÍ: Núcleo de la conciencia. No existiría “conciencia de sí”, sin “presencia de sí” (o intuición intelectual constitutiva del Yo)

DOCTRINA DE LA CIENCIA [Wissenschaftslehre W-L]: Fichte recupera y asimila una de las ideas básicas del pensamiento kantiano –la de la posición subjetiva de lo que es objetivo– proponiendo no una ontología sino una Doctrina de la Ciencia, es decir, del saber o del conocimiento del ser. Como dijo Heimsoeth: “la filosofía inquiere el fundamento de unidad para la totalidad de lo dado”. La función de la filosofía no consiste en plantearse de forma inmediata o irreflexiva “lo que es”, sino que se debe reflexionar acerca de lo que significa “ser” a partir de lo que somos, de la conciencia más común, para ver como surge, en y de aquí, el sentido y el contenido universal y necesario del ser.

La cientificidad de una W-L, en tanto que realización de un idealismo transcendental, exige una cierta determinación de su contenido, de su forma y –en fin– de su método.

Por lo que hace a su contenido, la W-L debe ser universal: se excluye de ella lo contingente y lo arbitrario; las cosas se ven en tanto que vinculadas a un mundo, el Yo se vive como encanado en un mundo entre los otros Yo. Por su contenido la W-L no es una enciclopedia de ciencias particulares: los funda en sus elementos constituyentes y necesarios, pero no los constituye en su libre unificación.

En cuanto a su forma, la W-L debe querer unificar en un sistema todas las determinaciones necesarias para la conciencia del ser. Es decir, su forma debe ser deductiva a partir de un principio fundamental (Grundlage) de la determinación de la conciencia.

La W-L debiera comprenderse como la expresión conceptual del acto de recreación intuitiva del saber desde sí mismo, y por ello mismo no es una doctrina cerrada sino que se recrea constantemente. Así Fichte elaboró sucesivas W-L, pero toda su filosofía es una doctrina del saber, de la conciencia y de la ciencia.

EDUCACIÓN: Como continuador de Rousseau y de Kant, Fichte considera la educación como el fundamental valor antropogénico (es decir: creador de lo humano). No consiste sólo en una disciplina o en un cultivo de la inteligencia, sino en la forma a través de la cual todos los humanos adquieren la conciencia. La educación no es tampoco algo individual sino que se refiere a la totalidad del género humano. Ha de ser, por lo demás, interactiva, pues, el educador, al educar se educa a sí mismo. Sólo la solución al problema educativo permite resolver el problema político.

ESFUERZO [Streben]: En la primera filosofía de Fichte, el esfuerzo, como doctrina de la conciencia en sentido estricto ocupa un lugar central. Como el mal absoluto (el mal moral) es una cierta pereza, o una cierta renuncia, el esfuerzo ocupa un papel moral básico. La conciencia moral es un esfuerzo constante para realizar la unión del Yo consigo mismo.

IDEALISMO – REALISMO: Par de conceptos que expresan la división fundamental de la filosofía y que tienen su raíz en la división fundamental de la vida. El realista convierte el pensamiento en reflejo del ser, el idealista –en cambio– hace del ser el producto del pensar. Idealismo y realismo se excluyen mútuamente por su proceso inverso de reconstrucción de los procesos de la conciencia; son dos momentos mútuamente necesarios pero mientras el idealismo puede explicar el realismo, éste, a su vez, no puede explicar el idealismo. El realismo se convierte, así, en una especie de prefilosofía, como una explicación prefilosófica de la conciencia. Pero a su vez, el idealismo, que fundamenta la conciencia en la unidad de la idea, debe evitar la afirmación dogmática, o realista, del Yo como ser.

KANT: “Vivo en un mundo nuevo desde que he leído la “Crítica de la Razón Práctica”... Antes de la “Crítica...” no había para mi otro sistema que el de la necesidad. Ahora se puede escribir de nuevo la palabra “moral” que antes había que tachar de los diccionarios”. Palabras célebres de Fichte (extraídas de una carta a Weisshuhn) en que expresa su reconocimiento hacia el pensador que había restaurado, en la más rigurosa filosofía racional, el tema de la libertad, que el mayor sistema racional anterior, el de Spinoza, había descalificado.

Kant había justificado, coherentemente, la afirmación de la libertad a partir del uso práctico de la razón (“Tu debes, luego puedes”) después de haber, ya, subrayado la actividad misma del sujeto construyendo teóricamente el objeto, sin, ciertamente, identificar todo el sujeto con su espontaneidad racional, en la medida en que lo

SER: En la primera Doctrina de la Ciencia es el objeto puesto por el sujeto o Yo finito. La

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filosofía no puede ser una ontología [teoría del ser] sino que ha de constituirse como Doctrina del Saber, de la conciencia (o de la conciencia del ser que sólo se da en el Yo) El ser es siempre “el otro” para el Yo y constituye una determinación necesaria.

YO, “YOIDAD” [Ichheit]: Es tradicionalmente considerado como el concepto central de Fichte, aunque aparece con más intensidad en la primera Doctrina de la Ciencia. Pero deberá entenderse desde el pensamiento kantiano, porque para Kant el pensamiento del “Yo” (del “Yo pienso”) acompaña toda representación de cualquier cosa, pues el contenido diverso de las cosas no puede tener sentido sino en la medida que el Yo está presente unificando las percepciones sensibles.

El Yo (la fundación de la experiencia de la conciencia) debe ser el objeto de toda la filosofía idealista. El Yo se descubre a través del No-Yo de manera que no nos hallamos ante ninguna filosofía del egoísmo sino que se pone a sí mismo en la relación con los otros, de manera que no habría Tu sin Yo ni viceversa. Como dice Heimsoeth: “sólo mediante un acto de autolimitación pasamos de la “yoidad”, a determinados actos de la conciencia activa”. Pero conviene decir que esa autolimitación es de carácter necesario, y no una expresión de la voluntad subjetiva. Toda la vida de un Yo se halla ordenada a la conciliación del Yo y del No-Yo (es decir, del Yo y el Tu)