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10 La ciencia política define al federalismo como el “sistema o principio de organización territorial de un Estado por el que las unidades políticas de que se compone se reservan un alto grado de autogobierno, que queda garantizado. Al mismo tiempo, estas partes se subordinan a un poder central para la gestión de ciertas competencias esenciales”. 1 Generalmente el federalismo se ha considerado adecuado para Estados plurinacio- nales o con una importante diversidad histórico– cultural. En América, el diseño institucional de los Es- tados Unidos, en donde trece colonias decidie- ron unirse en una Federación tras independizar- se de la Gran Bretaña, fue tomado como mode- lo por varias de las naciones que conquistaron su independencia de la monarquía española, entre ellas México, en donde la pugna entre centralistas y federalistas ocupó buena parte de los primeros años de su vida independiente; la definición acerca de la organización territorial del Estado fue una de las polémicas más tortuosas del siglo XIX en nuestro país. Tras emanciparse de España, México adoptó un esquema centralista bajo el liderazgo de Agustín de Iturbide, libertador autoproclamado como Emperador. Tras su derrocamiento se transitó hacia un sistema federal reconocido en la Constitución de 1824, la cual fue reemplazada 1 Ignacio Molina (en colaboración con Santiago Delgado), Conceptos fundamentales de Ciencia Política, Madrid: Alianza Editorial, 2001, p. 53 y 54. El largo viaje del federalismo mexicano Fernando Rodríguez Doval doce años después por otra de tintes conserva- dores y centralistas. Planes, proclamas y cuarte- lazos se sucedieron hasta que en 1857 una nue- va Carta Magna volvió a definir a México como una república federal, la cual fue combatida a su vez por tendencias imperialistas que, importan- do un Príncipe extranjero, volvieron a implantar un sistema centralista entre 1864 y 1867. En este último año se restauró la República federal, tras la caída y posterior asesinato del emperador Maximiliano. México ya no se volvería a plantear, al menos en el debate político, cuál debía ser la organización territorial del Estado. Sin embargo, el federalismo mexicano en lejos estuvo de con- vertirse en una realidad vigorosa. El régimen porfirista fue un largo episodio de tensión entre el centro y la periferia, primando las tendencias centrípetas propias de un régi- men autoritario. La revolución iniciada en 1910 dio origen a una Constitución que nuevamente definía a la República como federalista. Sin em- bargo, el régimen político que se consolidó a partir de inicios de los años treinta concentró el poder en la figura del Presidente de la Repúbli- ca, por lo que la soberanía de los estados, con- sagrada en la ley fundamental, nuevamente tuvo que esperar. Durante los 71 años de hegemonía priísta, el Presidente se convirtió en el centro en torno al cual giraban todas las instituciones y actores

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La ciencia política define al federalismo como el “sistema o principio de organización territorial de un Estado por el que las unidades políticas de que se compone se reservan un alto grado de autogobierno, que queda garantizado. Al mismo tiempo, estas partes se subordinan a un poder central para la gestión de ciertas competencias esenciales”.1 Generalmente el federalismo se ha considerado adecuado para Estados plurinacio-nales o con una importante diversidad histórico–cultural.

En América, el diseño institucional de los Es-tados Unidos, en donde trece colonias decidie-ron unirse en una Federación tras independizar-se de la Gran Bretaña, fue tomado como mode-lo por varias de las naciones que conquistaron su independencia de la monarquía española, entre ellas México, en donde la pugna entre centralistas y federalistas ocupó buena parte de los primeros años de su vida independiente; la definición acerca de la organización territorial del Estado fue una de las polémicas más tortuosas del siglo XIX en nuestro país.

Tras emanciparse de España, México adoptó un esquema centralista bajo el liderazgo de Agustín de Iturbide, libertador autoproclamado como Emperador. Tras su derrocamiento se transitó hacia un sistema federal reconocido en la Constitución de 1824, la cual fue reemplazada 1 Ignacio Molina (en colaboración con Santiago Delgado), Conceptos fundamentales de Ciencia Política, Madrid: Alianza Editorial, 2001, p. 53 y 54.

El largo viaje del federalismomexicano

Fernando Rodríguez Doval

doce años después por otra de tintes conserva-dores y centralistas. Planes, proclamas y cuarte-lazos se sucedieron hasta que en 1857 una nue-va Carta Magna volvió a definir a México como una república federal, la cual fue combatida a su vez por tendencias imperialistas que, importan-do un Príncipe extranjero, volvieron a implantar un sistema centralista entre 1864 y 1867. En este último año se restauró la República federal, tras la caída y posterior asesinato del emperador Maximiliano. México ya no se volvería a plantear, al menos en el debate político, cuál debía ser la organización territorial del Estado. Sin embargo, el federalismo mexicano en lejos estuvo de con-vertirse en una realidad vigorosa.

El régimen porfirista fue un largo episodio de tensión entre el centro y la periferia, primando las tendencias centrípetas propias de un régi-men autoritario. La revolución iniciada en 1910 dio origen a una Constitución que nuevamente definía a la República como federalista. Sin em-bargo, el régimen político que se consolidó a partir de inicios de los años treinta concentró el poder en la figura del Presidente de la Repúbli-ca, por lo que la soberanía de los estados, con-sagrada en la ley fundamental, nuevamente tuvo que esperar.

Durante los 71 años de hegemonía priísta, el Presidente se convirtió en el centro en torno al cual giraban todas las instituciones y actores

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políticos. También los gobernadores y los presi-dentes municipales. Y más cuando una de las razones de ser del Partido Nacional Revolucio-nario (antecedente del actual PRI), creado en 1929 por Plutarco Elías Calles, fue precisamente concentrar un poder que se encontraba enor-memente disperso entre diferentes caudillos y jefes políticos regionales. El PNR fue el vehículo colectivo para que, a su vez, cada uno de los li-derazgos revolucionarios pudiera conseguir sus beneficios particulares, siempre y cuando no en-traran en conflicto con los intereses del Jefe Máximo primero, y el Presidente de la República después.

De la misma manera, las entidades federati-vas estaban lejos de gozar de la soberanía y li-bertad que les otorgaba el artículo 40 de la ley fundamental. Por el contrario, formaban parte disciplinada de un régimen que, en los hechos, era tremendamente centralista y vertical. Era el Presidente, en tanto que líder real del partido ofi-cial, quien nominaba a los candidatos a gober-nador y quien, en última instancia, podía desti-tuirlos si así lo consideraba: entre 1946 y 2000 fueron removidos 49 gobernadores.2

Este control se extendía a los recursos públi-cos: los presupuestos locales realmente se manejaban desde el gobierno federal, el cual asignaba o retiraba recursos selectivamente y 2 Rogelio Hernández Rodríguez, El centro dividido: la nueva autonomía de los gobernadores, México: El Colegio de México, 2008, p. 93.

según sus propias reglas no escritas. A partir de los años cincuenta se establecieron una serie de mecanismos económicos y administrativos que garantizaron la subordinación de los estados a la Federación, la cual concentró la inmensa ma-yoría de los dineros públicos.

El anterior esquema comenzó a cambiar en los años ochenta. Las crisis económicas y de legitimidad del sistema político se manifestaron con fuerza, sobre todo, en los estados y munici-pios del norte del país, en donde el Partido Ac-ción Nacional obtuvo importantes triunfos elec-torales y organizó ruidosas protestas contra sus triunfos no reconocidos enarbolando, en buena medida, la bandera de la oposición al centralis-mo autoritario del régimen priísta. Muchos líde-res comunitarios de alta visibilidad se afiliaron al PAN y dieron una batalla importante por el res-peto a la autonomía municipal y estatal y a favor de la democratización.

El PAN comenzó a ganar municipios, mu-chos de ellos capitales de provincia, y en 1989 Ernesto Ruffo se convirtió en el primer goberna-dor no priísta al vencer en Baja California. Mu-chas de las ciudades más importantes tuvieron alcaldes de oposición y el cambio político fue una realidad en muchos estados. Como bien asegura Alonso Lujambio, la transición a la de-mocracia en México se produjo a partir de las alternancias en estados y municipios, las cuales

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permitieron que en el año 2000, cuando se pro-dujo la alternancia en el gobierno federal, 63% de la población del país ya hubiera vivido, en el nivel local, la experiencia de tener un gobierno distinto al del PRI.3

La alternancia en el Poder Ejecutivo Federal cambió drásticamente la situación imperante. Los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón promovieron un desarrollo del federalismo inédi-to en toda la historia del México independiente. Los gobernadores comenzaron a gozar de au-tonomía real y de recursos como nunca antes: según datos de Luis Carlos Ugalde, el gasto fe-deralizado se incrementó entre 2002 y 2010 en aproximadamente 160% en términos reales.4 Estos mayores recursos no se acompañaron, sin embargo, de efectivos mecanismos de ren-dición de cuentas. Y esto sin hablar de los es-candalosos niveles de endeudamiento en que incurrieron numerosos estados sin que eso se hubiera traducido en mayor desarrollo y creci-miento económico.5

Esta nueva situación trajo consigo una con-secuencia no buscada: en nombre del federalis-mo y la soberanía estatal muchos gobernadores comenzaron a replicar en sus estados el mismo esquema autoritario y de concentración del po-der que antes existía a nivel federal. El vacío de poder una vez que se diluyó el hiperpresidencia-lismo comenzó a ser ocupado en las entidades federativas por los gobernadores, los cuales en no pocas ocasiones buscaron colonizar órga-nos otrora autónomos y ciudadanos, como los institutos electorales. 3 Alonso Lujambio, ¿Democratización vía federalismo? El Partido Acción Nacional, 1939 – 2000: La historia de una estrategia difícil, México: Fundación Rafael Preciado Hernández, 2006, p. 83. 4 Luis Carlos Ugalde, “Por una democracia liberal”, en José Antonio Aguilar Rivera (coordi-nador), La fronda liberal. La reinvención del liberalismo en México (1990 – 2014), México: CIDE - Taurus, 2014, p. 261. 5 Véase Carlos Elizondo Mayer-Serra, Con dinero y sin dinero. Nuestro ineficaz, precario e injusto equilibrio fiscal, México: Debate, 2012.

Hay algunos datos interesantes al respecto. Según un estudio de la Red de Investigación de la Calidad de la Democracia en México, en 2013 existía un alto partidismo en los organismos electorales de diecinueve entidades federativas, mientras que en trece estados había un partidis-mo medio y en ningún estado se podía afirmar que hubiera un partidismo bajo en su órgano electoral; en términos de independencia, había quince organismos electorales con muy baja, mientras que solamente en seis se podía hablar de independencia alta y en once de indepen-dencia media; y solamente en trece entidades federativas se habían aprobado estatutos de funcionamiento de servicios profesionales de carrera.6

En el nuevo arreglo institucional y político, los gobernadores prácticamente no han tenido contrapesos. Esto ha propiciado un esquema de poca rendición de cuentas y autoritarismo creciente, aunado en no pocos casos a compli-cidades inconfesables con el crimen organiza-do. Autores como Jorge G. Castañeda y Héctor Aguilar Camín hablan de un federalismo que ha derivado en “feuderalismo”.7

Se ha hablado ya de cómo un férreo centra-lismo fue sustituido por un federalismo sin con-troles y sin rendición de cuentas. No es aventu-rado afirmar que así como el cambio político vino desde los estados, también desde los esta-dos regresan algunas prácticas de involución autoritaria. ¿Será posible vivir un federalismo vigoroso pero, al mismo tiempo, solidario con la federación, respetuoso de la ley, y eficaz en la 6 Irma Méndez de Hoyos, “Los órganos de administración electoral y la calidad de las elec-ciones locales en México: un análisis de los institutos electorales locales”, en Irma Méndez de Hoyos y Nicolás Loza Otero (coordinadores), Instituciones electorales, opinión púbica y poderes políticos locales en México, México: Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, 2013, p. 27-58. 7 Héctor Aguilar Camín y Jorge G. Castañeda, Un futuro para México, México: Punto de lec-tura, 2009, p. 86.

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provisión de bienes públicos? Podemos pensar que sí.

El primer paso, sin duda, es pensar en un di-seño institucional que establezca controles efectivos sobre los gobiernos subnacionales. Probablemente ahí radique uno de los principa-les retos de la democracia en México. La sobe-ranía estatal no puede seguir siendo pretexto para la opacidad, mucho menos para el abuso del poder. En esta Legislatura se han aprobado diversas reformas que buscan establecer un piso mínimo que todas las entidades federativas deben cumplir a fin de garantizar en todo el país niveles similares de calidad democrática. Una de ellas fue la homologación de la forma en que se eligen los órganos administrativos y jurisdic-cionales electorales locales, en donde se buscó sustraer la participación de las autoridades esta-tales a fin de evitar la intromisión ilegal en las elecciones. También se incluyeron reglas para evitar la sobre y la subrepresentación en los congresos estatales, algo que hasta la fecha era la regla y no la excepción.

Algo parecido se legisló respecto de la ho-mologación de los procedimientos penales, y la tentación de que exista un código penal único para todo el país sigue presente. En materia de contratación de empréstitos también se esta-blecieron límites a fin de evitar que un estado pueda endeudarse impunemente para que des-pués lo rescate la Federación con el dinero de todos los mexicanos.

El nuevo sistema nacional anticorrupción tie-ne un importante componente local: ahora la Auditoría Superior de la Federación podrá fisca-lizar la totalidad de los recursos federales (tam-bién las participaciones, consideradas ingresos

propios de los estados) que se ejercen en las entidades federativas y en los municipios. Ade-más, cada estado deberá diseñar un modelo de rendición de cuentas, transparencia y acceso a la información.

A la par de lo anterior, han proliferado leyes generales –es decir, de aplicación no solamente en el ámbito federal sino también local– en los más diversos temas, no sin resistencia por parte de los poderes locales.

En materia fiscal y presupuestaria, es indis-pensable fortalecer las haciendas públicas mu-nicipales y estatales. El actual esquema ha ge-nerado gobiernos subnacionales parasitarios de la Federación y profundamente irresponsables. Se deben establecer criterios objetivos, no úni-camente políticos, para determinar la distribu-ción de recursos federales transferidos a esta-dos y municipios con mucha mayor transparen-cia; uno de estos criterios debe ser, necesaria-mente, el esfuerzo fiscal realizado por las entida-des con recursos propios.

Hay, pues, mucho por hacer. A partir del principio de la subsidiariedad se deben crear las condiciones para que las instituciones esta-tales funcionen con eficacia y transparencia. Con más autogobierno pero siempre acompa-ñado de rendición de cuentas. Muchas de las medidas adoptadas en los últimos meses de-berán tener un componente temporal hasta en tanto se generan condiciones de mayores equilibrios políticos a nivel local. El camino que ha de recorrer el federalismo mexicano para arribar a dicho puerto es aún largo –como largo ha sido el viaje desde la primera Constitución federal de 1824– pero no se debe detener ni, mucho menos, retroceder.

Fernando Rodríguez Doval