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GUERRAS CIVILES Y CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO EN EL SIGLO XIX COLOMBIANO: UNA PROPUESTA DE INTERPRETACIÓN SOBRE SU SENTIDO POLÍTICO* POR FERNÁN GONZÁLEZ G., S.J. Antes de entrar en materia, quiero reconocer los aportes de algunos histo- riadores que han renovado el interés por recuperar la dimensión política y social de nuestras guerras civiles, que había estado un tanto relegada por el énfasis, en los años recientes, de la investigación histórica de los profesores universitarios en la historia económica y la llamada “historia de las mentali- dades”. En ese sentido, quiero mencionar que esta ponencia se ha beneficia- do de los trabajos previos de los grupos liderados por Gonzalo Sánchez, María Teresa Uribe y Luis Javier Ortiz, lo mismo que de escritos inéditos, de Gustavo Bell Lemus y María Elena Saldarriaga, sobre la Guerra de los Su- premos en la Costa Atlántica y Antioquia, respectivamente, y, de un antece- dente más lejano: el trabajo pionero de Álvaro Tirado Mejía sobre los Aspectos Sociales de las guerras civiles en Colombia 1 . Todos estos trabajos tienen algo en común: la búsqueda de la superación de la mirada estereotipada y la mala prensa que han tenido estas guerras, miradas como enfrentamientos absurdos de caudillos ambiciosos, que arras- traban a las masas populares a desangrarse en conflictos sin sentido, en pos de las banderas rojas y azules de los partidos tradicionales. En esa misma línea, estas páginas buscan recuperar el sentido político de estos enfrentamientos dentro del contexto de la configuración política de Colom- bia partiendo del papel que juegan en ellas los partidos liberales y conserva- dor tanto como confederaciones contrapuestas de redes regionales, subregionales, locales y sublocales de poderes y contrapoderes como de ima- ginarios políticos que fragmentan la “comunidad imaginada”del orden na- cional a la vez que expresan múltiples identidades y tensiones sociales de diferente ámbito. * Trabajo con el cual ingresó su autor en la Academia Colombiana de Historia el 1° de noviembre de 2005. 1 Álvaro Tirado Mejía, 1976, Aspectos sociales de las guerras civiles en Colombia, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura.

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GUERRAS CIVILES Y CONSTRUCCIÓN DELESTADO EN EL SIGLO XIX COLOMBIANO:

UNA PROPUESTA DE INTERPRETACIÓNSOBRE SU SENTIDO POLÍTICO*

POR

FERNÁN GONZÁLEZ G., S.J.

Antes de entrar en materia, quiero reconocer los aportes de algunos histo-riadores que han renovado el interés por recuperar la dimensión política ysocial de nuestras guerras civiles, que había estado un tanto relegada por elénfasis, en los años recientes, de la investigación histórica de los profesoresuniversitarios en la historia económica y la llamada “historia de las mentali-dades”. En ese sentido, quiero mencionar que esta ponencia se ha beneficia-do de los trabajos previos de los grupos liderados por Gonzalo Sánchez,María Teresa Uribe y Luis Javier Ortiz, lo mismo que de escritos inéditos, deGustavo Bell Lemus y María Elena Saldarriaga, sobre la Guerra de los Su-premos en la Costa Atlántica y Antioquia, respectivamente, y, de un antece-dente más lejano: el trabajo pionero de Álvaro Tirado Mejía sobre los AspectosSociales de las guerras civiles en Colombia1.

Todos estos trabajos tienen algo en común: la búsqueda de la superaciónde la mirada estereotipada y la mala prensa que han tenido estas guerras,miradas como enfrentamientos absurdos de caudillos ambiciosos, que arras-traban a las masas populares a desangrarse en conflictos sin sentido, en posde las banderas rojas y azules de los partidos tradicionales. En esa mismalínea, estas páginas buscan recuperar el sentido político de estosenfrentamientos dentro del contexto de la configuración política de Colom-bia partiendo del papel que juegan en ellas los partidos liberales y conserva-dor tanto como confederaciones contrapuestas de redes regionales,subregionales, locales y sublocales de poderes y contrapoderes como de ima-ginarios políticos que fragmentan la “comunidad imaginada”del orden na-cional a la vez que expresan múltiples identidades y tensiones sociales dediferente ámbito.

* Trabajo con el cual ingresó su autor en la Academia Colombiana de Historia el 1° de noviembrede 2005.

1 Álvaro Tirado Mejía, 1976, Aspectos sociales de las guerras civiles en Colombia, Bogotá,Instituto Colombiano de Cultura.

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Esta tendencia a la recuperación de la dimensión política y social de lasguerras civiles del siglo XIX es el resultado de un diálogo entre el análisis delos acontecimientos de nuestra historia política y los aportes de otras cienciassociales como la Ciencia política, la Antropología social y cultural y la So-ciología histórica, junto con los avances de la historia económica y cultural.En mi caso particular, mi profesor de Historia de América Latina, TulioHalperin Donghi, opinaba que las preguntas que guiaban mis investigacio-nes no eran propiamente las de un historiador sino las de un científico políti-co que buscaba respuestas en la historia. De suyo, estudié ambas disciplinas,la historia y la ciencia política, y la mayoría de mis obras se mueven en lafrontera entre ellas. Pero considero que este diálogo interdisciplinar ha sidomás una ventaja que un obstáculo para mis análisis.

A ese diálogo de disciplinas contribuyeron muchos influjos intelectuales dediferentes tendencias, que se han venido decantando con el tiempo dejandoalgunas huellas e influencias, como las obras de Jaime Jaramillo Uribe, IndalecioLiévano Aguirre, Antonio García, Gustavo Otero Muñoz, Gustavo Arboleda,Horacio Rodríguez Plata y Luis Martínez Delgado. A ellos habría que añadirlos aportes de la historiografía anglosajona con trabajos como los de FrankSafford, J. León Helguera, Helen Delpar, William Park, Anthony Mcfarlane,Charles Bergquist y Malcolm Deas. Y de algunos amigos y contemporáneos,como Jorge Villegas y Germán Colmenares, que ya no están entre nosotros.Además de otros compañeros de generación como Álvaro Tirado Mejía, JorgeOrlando Melo, Gonzalo Sánchez y Marco Palacios, con los que emprendimosla apasionante aventura de la investigación histórica.

Además, quiero destacar especialmente el influjo de la obra de FernandoGuillén Martínez, el pionero de los estudios de la Sociología histórica enColombia, que nos abrió el camino a la consideración de las bases sociales,económicas y culturales de la actividad política, al señalar las continuidadesde las estructuras sociales de la encomienda, el resguardo y la hacienda colo-nial y republicana con las adscripciones a los partidos tradicionales en elsiglo XIX y primera mitad del XX. En sus análisis, Guillén combinaba losaportes teóricos de Alexis de Tocqueville, Max Weber y Fernando Toenniespara aplicar los modelos de sociabilidad a la mejor historiografía disponibleen el momento en que él escribía, sin hacer dicotomías entre “vieja” y “nue-va historia”, que reforzaba con fuentes escritas de las épocas analizadas yalgunas consultas de archivo2. En épocas más recientes, los estudios sobre

2 Fernando Guillén Martínez, 1996, El poder político en Colombia, Bogotá, Editorial PlanetaColombiano, 2ª edición. La primera edición había sido publicada en 1979 por la Editorial Puntade Lanza, de Bogotá.

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algunas guerras civiles del siglo XIX, la Violencia de los años cincuenta y laviolencia política actual han mostrado la importancia de la consideración delos procesos de poblamiento de zonas periféricas de colonización campesi-na, de la cohesión social de las respectivas poblaciones y de su articulaciónpolítica y económica al conjunto de la nación. En ese sentido, quiero recono-cer los aportes de Fabio Zambrano sobre la historia general del poblamientodel país y de José Jairo González sobre el poblamiento de la Orinoquia y laAmazonia, y su relación con la actual violencia política.

Siguiendo el mismo estilo de acercamiento de Guillén, mi exposición in-tenta establecer un diálogo entre los enfoques de Charles Tilly sobre la his-toria comparada de la formación de los Estados en Occidente, de la sociologíahistórica de Norbert Elias sobre el proceso de civilización occidental s, de laantropología política de Ernest Gellner y del énfasis en la construccióndiscursiva o imaginaria del Estado de Benedict Anderson, Philip Abrams yPierre Bourdieu, y la historiografía colombiana sobre las guerras civiles y laactividad política durante el siglo XIX. Esta propuesta de interpretación re-presenta los avances de un proceso en curso, que intenta una síntesis compa-rativa de los conflictos armados de carácter nacional de ese siglo. Obviamente,esta comparación está lejos de ser una obra acabada, lo que explica aunqueno excusa del todo las posibles omisiones de esta exposición, pero muestraque en este campo son todavía más las preguntas que las respuestas quetenemos. Por otra parte, las limitaciones de tiempo obligan a hacer una pre-sentación un tanto esquemática, lo que aumenta aún más el riesgo de algunasomisiones y faltas de matices de ella, que espera poder ser completada porlos aportes de ustedes y los de los investigadores interesados en estos temas.

I. Los desafíos de los procesos de construcción de los Estadosnacionales

Según los desarrollos teóricos de los autores antes citados, el proceso deconstrucción del Estado Nación en Occidente presenta diversas dimensio-nes: la integración de territorios y de estratos sociales en un espacio delimi-tado y la consolidación de instituciones impersonales que regulan lasinteracciones de la población fijada, que se expresa en la tendencia a losmonopolios de la administración de la justicia, de la recolección de tributosy de la coerción legítima, junto con los procesos por medio de los cualeslos pobladores se apropian de esas instituciones e integraciones3. Esta últi-

3 Ernest Gellner, (1997), Antropología y política. Revoluciones en el bosque sagrado, EdicionesGedisa, Madrid; y (1992), El arado, la espada y el libro. Estructura de la historia humana,FCE, México; Norbert Elias, (1998), “Los procesos de formación del Estado y de construcciónde la nación”, en Historia y Sociedad, No. 5, diciembre de 1998, pp. 115-116

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ma dimensión tiene que ver con la construcción discursiva e imaginaria delEstado-nación, o sea, con la manera como la población siente y concibe laacción de las instituciones estatales. Por eso, la consolidación estatal vamás allá del desarrollo de instituciones y aparatos para enfatizar la dimen-sión subjetiva de la identidad con el territorio donde operan esos aparatos yde la aceptación de la legitimidad de esas instituciones4. En ese sentido,Benedict Anderson ha definido a la Nación como una comunidad imagina-da, caracterizada por la referencia a un pasado común, real o imaginario, elsentido de compartir una patria (com-patriotidad) y la conciencia de unfuturo compartido5.

Esta integración horizontal del territorio y la mayor integración verticalde los diversos estratos sociales en el conjunto de la nación supone una me-nor distancia entre elites y sectores subordinados y una mayor participaciónde éstos en la vida política6. Por eso, Norbert Elias considera que la naturale-za y la organización de los partidos políticos constituyen un buen indicadordel grado de articulación existente entre los diversos niveles de poder y deldesarrollo tanto de los procesos de integración de las elites entre sí como dela relación entre ellas y los estratos sociales subalternos7.

Estos procesos implican la actividad política centralizante de líderes ygobernantes pero requieren, además, de una serie de condiciones previas,tales como la fijación o el encerramiento de la población en un territorio yadelimitado y el aumento de las interacciones sociales y económica de lospobladores, que se expresa en el paso de una economía natural a unamonetarizada, el incremento del transporte y la mejoría de las comunicacio-nes8. Estas actividades de integración e interacción no son necesariamentepacíficas debido a la resistencia de los grupos locales y regionales de podercontra la penetración de las instituciones administrativas del Estado central

4 Philip Abrams, (1988): “Notes on the difficulty of studying the state”, en Journal of historicalsociology, vol 1, No 1, 1988, y Pierre Bourdieu, (1994): “Espíritus de estado. Génesis yestructura del campo burocrático”, en Razones prácticas, Editorial Anagrama, p. 98.

5 Benedict Anderson, (1983): Imagined Communities Reflections on the Origin and Spreadof nationalism, Verso editions, Londres Imagined Communities.

6 Norbert Elias (1998): “Los procesos de formación del Estado y de construcción de la nación”,en Historia y Sociedad, No. 5, diciembre de 1998, pp. 115-116.

7 Norbert Elias, (1998): “Los procesos de formación del Estado y de construcción de la nación”,en Historia y Sociedad, No. 5, diciembre de 1998, pp. 115-116.

8 Ernest Gellner (1997): Antropología y política. Revoluciones en el bosque sagrado, EdicionesGedisa, Madrid; 1992 y El arado, la espada y el libro. Estructura de la historia humana,FCE, México.

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en sus espacios de poder9. Y la distinta correlación de fuerzas de estosenfrentamientos hace que no se pueda hablar de un proceso homogéneo deconstrucción del Estado sino de diversos desarrollos según sea la situaciónresultante de la interacción de poderes centrales, regionales y locales: en al-gunas ocasiones, las instituciones del Estado central logran conquistar losterritorios, en otras consiguen cooptar a los poderes regionales o locales,pero a veces deben negociar constantemente con ellos10.

De ahí la importancia del análisis de las guerras civiles, que expresa lainteracción entre centro y periferia, como concluye Stathis Kalyvas de suanálisis comparado de muchos conflictos internos en diferentes lugares ytiempos. Para él, los actores locales aprovechan la guerra nacional para diri-mir conflictos locales y privados a veces sin ninguna relación con las causasgenerales de la guerra, mientras que los actores que buscan el poder centralutilizan recursos y símbolos para conseguir alianzas con los actores locales yregionales, y proyectar así su influencia en el territorio nacional. Se produceasí una convergencia entre motivos locales y supralocales11.

Para el caso colombiano, el análisis de los conflictos internos del sigloXIX y los regímenes políticos de ellos resultantes ilustran tanto la maneracomo interactúan el centro y la periferia como el estilo de la relación entre laselites y los grupos sociales subordinados. Para este análisis, puede ser útilagrupar los ocho conflictos de carácter nacional en tres grupos para estudiarla manera cómo se manifiestan en ellos las relaciones entre centro y periferia,los mutuos impactos entre problemas políticos de orden nacional, regional,subregional y local, lo mismo que la relación de las elites de esos ámbitoscon los respectivos grupos sociales subordinados.

El primer grupo, formado por las tres primeras guerras del siglo XIX, secaracteriza por las luchas en torno a la definición del sujeto político: la Gue-rra de los Supremos (1839-1841) está centrada en la lucha para distinguir alos “verdaderos patriotas”, con derecho pleno a la ciudadanía y a la partici-pación burocrática, de los “godos” o “santuaristas”, antiguos partidarios de

9 Norbert Elias (1987): El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas yPsicogenéticas, Fondo de Cultura Económica, México, pp. 333- 446.

10 Charles Tilly, (1993): “Cambio social y revolución en Europa, 1492-1992”, en Revista HistoriaSocial, No. 15, Invierno 1993, y (1992): Coerción, capital y los Estados europeos, 900-1900, Alianza editorial, pp. 152-153.

11 Stathis Kalyvas, (2004): “La ontología de la violencia política: acción e identidad en las guerrasciviles”, en Análisis Político, Bogotá, Instituto de Estudios Políticos y RelacionesInternacionales, IEPRI, Universidad Nacional de Colombia, No. 52, septiembre-diciembre2004.

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las dictaduras de Bolívar y Urdaneta. En cambio, las guerras de 1851 y 1854se centran en el conflicto sobre el alcance y estilo de la inclusión de las clasessubordinadas en la vida política y en el papel de la Iglesia en la sociedad,aunque este último punto será recurrente en la mayor parte de los conflictosy polémicas del siglo XIX.

El segundo grupo de guerras, las de 1861, 1876 y 1885, gira en torno altipo de régimen político que se debe adoptar, el federalismo o el centralismo,y, consiguientemente, cuál es el tipo de relación que se establece entre Esta-do central, regiones, subregiones y localidades. Y también aparece entoncesel tema recurrente en la historia colombiana del siglo XIX y primera mitaddel XX: el peso de la Iglesia católica en la sociedad. El período se caracterizapor el auge, la crisis y la disolución del régimen federal en Colombia: eltriunfo de los Estados-regiones en la guerra de 1861 lleva al régimenultrafederalista de la Constitución de Rionegro de 1863; la reforma educati-va de 1870 lleva de nuevo a un conflicto con la jerarquía católica en torno alcarácter, laico o católico, de la educación pública, que desemboca en la gue-rra de 1876, que también manifiesta las desigualdades regionales ocultas bajolos regímenes radicales; finalmente, la guerra de 1885 refleja la crisis delrégimen federal, cuyo desenlace lleva a su sustitución por el régimen centra-lista y la restauración católica de la Constitución de 1886, reforzada por elConcordato de 1887.

Y el tercer grupo, compuesto por las guerras de 1895 y la de los Mil días(1899-1901), ilustra las dificultades para desarrollar un régimen centralistafrente a las condiciones financieras del Estado de entonces y los límites im-puestos por la estructura del poder realmente existente en regiones, subregionesy localidades, caracterizado por relaciones gamonalicias y clientelistas. Enesas guerras se manifiesta la exacerbación de la reacción de los jóvenescaudillos liberales contra la exclusión del liberalismo de la representaciónpolítica y el autoritarismo de los sectores más intransigentes del conservatismoy de la Iglesia católica. En cierto sentido, las luchas políticas del siglo XIX seabren y cierran con la lucha en torno a la definición del sujeto político: ¿quiéntiene derecho a participar plena y autónomamente de la vida política?

II. Las guerras en torno a la definición del sujeto político

La Guerra de los Supremos (1839-1841) constituye un buen ejemplo dela manera como se anudan conflictos locales, regionales y nacionales: el con-flicto se inicia con un incidente local, aparentemente sin importancia, la pro-testa popular contra la supresión de unos “conventillos” o conventos menoresen Pasto. Pero este incidente sirvió de factor detonante de una serie de ten-

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siones existentes en el nivel nacional, como las posiciones contradictorias entorno al derecho a participar en la vida política de los antiguos partidarios delas dictaduras de Bolívar y Urdaneta: los santanderistas se consideraban a símismos como los “verdaderos patriotas” en contra de los llamados “servi-les”, que habían contemporizado o colaborado con las dictaduras12. En elfondo, la discusión se centraba en la pertenencia a la patria y la condición deciudadano: a quién se incluye o excluye, y con qué bases.

A este enfrentamiento en el nivel nacional, hay que añadir la lucha por elpoder regional entre oligarquía tradicional y oligarquía emergente en el Cauca(Obando contra el clan Mosquera), que se complicaba aún más por los pro-blemas familiares entre Obando y Mosquera. Obando era inicialmente uncaudillo local, que se transforma en político regional por su papel como go-bernante del Sur y su intermediación con el gobierno central en manos deSantander13. Y, luego en político nacional por la lucha contra la dictadura deUrdaneta, que creó sus nexos de amistad con los jefes militares de otras re-giones y profundizó su alineamiento con el grupo santanderista. Esas co-nexiones de Obando con el grupo santanderista hacen que este grupo tomeel asunto de Pasto como tema aprovechable para su oposición al gobierno deMárquez. Y sus relaciones con otros caudillos regionales hacen que el con-flicto se generalice en el nivel nacional cuando Obando es acusado por elasesinato del mariscal Sucre.

Pero estas alianzas en torno a Obando no bastaron para coordinar losesfuerzos de los ejércitos de las diferentes regiones, que se movían en dife-rentes lógicas regionales y subregionales, según las distintas coyunturas: elcoronel Salvador Córdova y sus amigos de Rionegro se enfrentan a la con-solidación de la llave Juan de Dios Aranzazu-Mariano Ospina Rodríguez,que quiere eliminarlos de la escena política regional14. En la costa atlántica,Carmona expresa los sentimientos separatistas y los resentimientos contra laspolíticas del centro al lado de las rivalidades tradicionales entre Santa Martay Cartagena, Mompox y Cartagena, Santa Marta-Ciénaga-Riohacha-Chiriguaná-Valledupar, junto con la emergencia de Sabanilla-Barranquilla15.

12 Fernán E. González, (1997): “Sociabilidades políticas en los comienzos de la vida republicana.El comienzo de la intolerancia y la guerra de los Supremos” (inédito, policopiado).

13 Francisco Zuluaga, (1985): José María Obando: de soldado realista a caudillo republicano,Banco Popular, Bogotá, pp. 108-109.

14 María Elena Saldarriaga, La Guerra de los Supremos en Antioquia, tesis de maestría enHistoria, Universidad Nacional, sede Medellín.

15 Gustavo Bell, Los estados soberanos de la Costa y la guerra de los Supremos, 1840-1842,manuscrito inédito.

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Y en El Socorro, los cambios burocráticos de nivel regional y local produci-dos por el gobierno de Márquez amenazaban el predominio de la familiaAzuero Plata, muy cercanos a Santander y a sus amigos, lo que terminainvolucrando en la contienda al coronel Manuel González, jefe supremo dela provincia.

Pero en el conflicto se manifiestan también rivalidades intrarregionales ytensiones entre poblaciones vecinas, algunas con raíces en el período colo-nial, y otras desarrolladas en el período republicano. Así, en esta guerra y enlas siguientes pueden verse enfrentamientos entre Cali y Popayán, Rionegroy Marinilla, Socorro y San Gil, Santander de Quilichao y Caloto, lo mismoque algunos conflictos en la zona fronteriza entre Cauca y Antioquia. Ade-más, la Guerra recoge también tensiones étnicas y sociales en comunidadesindígenas organizadas como las de Tierradentro y los alrededores de LaCocha y en regiones como el valle del Cauca donde todavía la esclavitud esimportante: allí se movilizan esclavos y libertos16. A ello se suma también elreclutamiento de guerrillas de indios en las vecindades de Ciénaga y de lapoblación negra y mulata de Getsemaní.

La combinación de estas diferentes lógicas regionales explica las rivalida-des entre algunos de estos jefes y las dificultades para coordinarse en el nivelsuprarregional17, que contrasta con el ejército del gobierno, al mando de losgenerales Herrán y Mosquera, antiguos bolivarianos, que, apoyado por lastropas ecuatorianas de Juan José Flores, se desplaza por todo el país y vaderrotando uno a uno a los caudillos regionales. Este movimiento muestra elcarácter suprarregional que adquiere la guerra, que es también muy visibleen los enfrentamientos en las zonas fronterizas entre Cauca y Antioquia y enlas luchas por los corredores estratégicos que comunicaban las regiones en-tre sí (luchas por el control de los pasos del Quindío y Guanacas en la cordi-llera central y por el sector medio del río Magdalena, en torno a los ejesMompox-Ocaña y Nare-Honda).

Por eso, el resultado paradójico de esta guerra, señalada por su caráctercentrífugo, fue tanto la definición de hegemonías regionales y locales comola articulación de éstas entre sí, al lado de la comunicación de regiones antesaisladas en torno a coaliciones del orden nacional, lo que significó un proce-

16 J. León Helguera, (1972): “Ensayo sobre el general Mosquera y los años 1827 a 1842 en lahistoria neogranadina”, Introducción al Archivo epistolar del general Mosquera, tomo I;Correspondencia con Herrán, edición dirigida por Helguera y Robert Davis, Ed. Kelly, Bogotá.

17 Gustavo Bell Lemus, Los estados soberanos de la Costa y la guerra de los Supremos, 1840-1842, manuscrito inédito.

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so de integración horizontal de regiones y territorios y una ciertainstitucionalización de canales informales de articulación, al lado de la iden-tificación de la población con imaginarios contrapuestos que preludian laadhesión a los partidos tradicionales.

Por eso, las pertenencias partidistas de la mayor parte de los protagonistasde la historia del siglo XIX se van a definir por la participación en estaguerra: prácticamente todos los personajes de la vida política colombiana delsiglo XIX son actores protagonistas o de reparto en esta guerra18. Además deestas solidaridades, otro resultado de esta guerra fue el surgimiento y conso-lidación de los imaginarios políticos, contrapuestos en un juego de imágenesy contraimágenes, que servían tanto para la identificación de los amigos comopara la estigmatización del enemigo. Así, la figura de Obando es vista comohéroe perseguido y trágico, o como villano faccioso, según las dos narracio-nes paradigmáticas de la guerra: para unos, Obando se rebela contra el go-bierno para evadir la justicia frente a la acusación del asesinato de Sucre19,mientras para otros, es la víctima de una intriga palaciega y criminal, que localumnia para eliminarlo de la competencia política. Como contraparte, lafigura de Mariano Ospina Rodríguez es presentada como el villano inspira-dor de las medidas represivas del régimen ministerial de los doce años, en-carnación del mal, sofista, reaccionario y tartufo, representante de lastradiciones del pasado, que buscaba apoyo en “las clases privilegiadas y egoís-tas”, cuyo ideal era “la sombría figura del inquisidor y del jesuita”20, que seatrevió a traer al suelo de la patria “ese nefando apostolado de la abyección ydel delirio, de la impiedad y la mentira, del espionaje y de la delación”, (...)esa “epidemia viviente del cristianismo, escondida bajo la sotana de Loyola”21.

Esta contraposición de imaginarios ilustra la manera como los partidosliberal y conservador expresaban, ya a mediados del siglo XIX, una suertede “comunidad imaginada” escindida, donde el patriotismo no se identificacon la pertenencia a la nación sino a una facción partidista, que excluye a losadversarios de la comunidad de los verdaderos patriotas. Se trataría así de

18 Fernán E. González. (1997), o. c., tomo II, p. 85.19 Joaquín Posada Gutiérrez, (1971): Memorias histórico-políticas, Editorial Bedout, Medellín,

p. 115.20 José María Samper, (1853) Apuntamientos para la historia de la Nueva Granada. Desde

1810 hasta la administración del 7 de marzo, Imprenta del Neogranadino, Bogotá, pp. 241,247, 252, 344, 352-353. Reproducido en versión facsimilar por Editorial Incunables, Bogotá.Analizado en detalle por María Teresa Uribe y otros, Las Guerras de los Supremos, 1839-1842, antes citada.

21 José María Samper, (1853), o. c., p. 376.

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una comunidad, no de compatriotas sino de copartidarios, como señala TulioHalperin Donghi para el caso de la Argentina en el tiempo de Rosas22.

En esta contraposición de lecturas, aparece un tema que será muy impor-tante para la diferenciación de los partidos liberal y conservador: el papel delos jesuitas, de la jerarquía católica y del bajo clero en la sociedad y la políti-ca del país23. Y las críticas del liberalismo al régimen ministerial de los doceaños se centraban, en buena parte, en el uso político de la religión católicapor parte del gobierno y la entrega de la educación pública a manos de losjesuitas. Así, según José María Samper, los jesuitas fueron tomados comobandera política y centro de la controversia política: los calificativos deantijesuita y projesuita diferenciaban más las adhesiones políticas que los deprogresista y reaccionario24. Estas polémicas llevarían a que Ezequiel Rojas,en un artículo de 1848 considerado luego el primer programa del partidoliberal, exigiera que no se adoptara la religión como medio para gobernar yse respetara la diferencia entre los ámbitos político y religioso. Por eso, con-sideraba la presencia de la Compañía de Jesús como un “inminente peligro”para las libertades públicas y la soberanía25.

Además de lo relativo a la Iglesia y la Compañía de Jesús, otras quejas delnaciente partido liberal tenían que ver con la lucha contra el fortalecimiento yarbitrariedades del poder ejecutivo en contra de la independencia de los po-deres legislativo y judicial, “la facultad dictatorial para remover a los emplea-dos”, la selección de funcionarios públicos por motivaciones electorales o enrecompensa por servicios personales y el manejo político y arbitrario delgasto público26.

Estas polémicas estuvieron acompañadas por una intensa movilizaciónpopular en beneficio del partido liberal. Los escritores liberales leen losdoce años de los gobiernos ministeriales o protoconservadores desde el

22 Tulio Halperin Donghi, (2003): “Argentine counterpoint: rise of the nation, rise of the state”,en Sara Castro-Klarén y John Charles Chasteen, Beyond imagined communities. Readingand writing the nation in nineteenth-century Latin America, Woodrow Wilson CenterPress, Washington, John Hopkins University Press, Baltimore.

23 Cfr. Fernán E. González, (1977): Partidos políticos y poder eclesiástico. Reseña histórica1810- 1930, CINEP, Bogotá, y (1997): Poderes enfrentados. Iglesia y estado en Colombia,CINEP, Bogotá.

24 José María Samper, (sin fecha), Historia de un alma, Editorial Bedout, Medellín, pp. 181-182, 189, 233-234. Memorias escritas en 1881.

25 Gerardo Molina, 1970, Las ideas liberales en Colombia, 1849-1914, Universidad Nacionalde Colombia, Bogotá, pp. 23-24.

26 Gerardo Molina, 1970, o. c., pp. 20-23.

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mito antijesuita, cuyo uso es evidente en el esfuerzo de los jóvenes libera-les para movilizar a los artesanos y a las sociedades democráticas en pro dela expulsión de los jesuitas y contra su presencia en la educación. La lectu-ra pública de folletines que recogían las imágenes de las obras de Sue,Dumas y Hugo constituyeron una motivación emocional mucho más fuer-te que la discusión lógica de los liberales como Samper y los argumentoslegales en la prensa del momento27. La imagen del jesuita virtual del Judíoerrante de Sue resultaba más convincente que los argumentos racionalescontra la entrega de la educación a los jesuitas concretos, provenientes dela España de entonces28.

Esa movilización popular contribuyó al ascenso del partido liberal al po-der en 1848, que se benefició de la división del partido en el gobierno29.Años más tarde, en una entrevista en 1876, Ospina explicaba su voto a favorde López a sus temores de que el asesinato de los congresistas hubiera lleva-do a la dictadura militar de Mosquera: era preferible la dominación liberal,pues sus desmanes y violencias servirían de escarmiento para la juventudinexperta, apartarían del partido jacobino a las almas honradas” y disciplina-rían al partido conservador30. En cambio, su lectura más contemporánea delos hechos ilustra otro de los puntos de controversia entre los partidos liberaly conservador: la posición frente al alcance y la autonomía de la moviliza-ción y organización política de los artesanos y otros grupos subordinados,leída a partir del mito antijacobino31. La lectura complotista que hacen MarianoOspina Rodríguez y José Eusebio Caro de la movilización popular de larevolución liberal de mediados de siglo, a la luz de las revoluciones france-sas de 1789 y 1848, se acerca mucho a la manera como los exjesuitas Loren-zo de Hervás y Panduro y Agustín Barruel interpretaban la Revoluciónfrancesa de 1789, como el resultado de la conspiración de las sectas

27 Jaime Jaramillo Uribe, (1977): “La influencia de los románticos franceses y de la revolución de1848 en el pensamiento político colombiano”, reproducido en Jaime Jaramillo Uribe, (1994):La personalidad histórica de Colombia, El Áncora editores, Bogotá.

28 Fernán E. González, (1984): “La otra verdad de una expulsión: el mito antijesuítico”, enRevista Javeriana, No. 509, Bogotá, Octubre de 1984

29 J. León Helguera, (1958): The first Mosquera administration in New Granada, 1845-1849,Tesis doctoral inédita, University of North Carolina, Chapel Hill, pp. 38-48.

30 Estanislao Gómez Barrientos (1913-1915): Don Mariano Ospina y su época, Medellín,Imprenta editorial, pp. 430-431.

31 Fernán E. González, (1988-1990): “El mito antijacobino como clave de lectura de la Revoluciónfrancesa”, en Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, Nos. 16-17, reproducidoen Fernán E. González, 1997, Para leer la Política. Ensayos de historia política colombiana,CINEP, Bogotá.

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anticristianas, francmasones y enciclopedistas32. Así, para José Eusebio Caro,las sociedades democráticas organizadas por los liberales rojos no eran sino“una tosca miniatura del club de los jacobinos después de la Gironda”, tras-formados en fuerza de choque del liberalismo en las ciudades33. Para MarianoOspina Rodríguez, los miembros del partido rojo profesaban las ideas delantiguo jacobinismo francés, que buscaba imponer la barbarie de los brutosen sustitución de la sociedad civilizada.

La lectura conservadora de la presencia de las masas populares en la vidapolítica se centró en las metáforas de “los puñales del 7 de marzo” y del “zu-rriago”, para señalar el ascenso del liberalismo al poder como fruto del tumultoy la violencia y despertar el temor a la irrupción del pueblo en la política comoalgo peligroso y anárquico34 difundiendo la idea, entre las “gentes de casaca”,de que “los de ruana” eran peligrosos. Por eso, era riesgoso incluirlos en elcuerpo de la Nación antes de que pasaran por el tamiz de la civilización. yeducación de acuerdo a los valores morales del cristianismo. La posición fren-te a la presencia de las clases subalternas en la vida social y política se convierteasí en uno de los puntos de disenso entre los partidos de entonces: para losconservadores, es una amenaza de desorden social; para los liberales, es elinstrumento que legitima su poder y permite concretar la revolución anticolonial.Esto indicaría que la diferenciación entre los partidos tiene más que ver con elascenso social y político de masas que con las ideas del liberalismo propiamen-te tal: el problema tiene que ver no tanto con las posiciones liberales del libre-cambio, la concepción leseferista del Estado y liberación de esclavos, que noeran diferentes de las conservadoras, cuanto con el problema de la organiza-ción y movilización políticas y sociales de las clases subalternas.

Sin embargo, estas metáforas no lograron ni una movilización políticaamplia ni un levantamiento armado organizado en 1851 sino una serie deincidentes descoordinados, con escasos recursos militares, liderado por civi-les sin experiencia militar. Además, en estos momentos se vislumbraba ya laincipiente toma de distancia de Mosquera frente al partido conservador, quese manifestaría años después35. Este contraste entre una intensa polarización

32 Javier Herrero, (1988): Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Alianza editorial,Madrid, especialmente las páginas 217-218.

33 José Eusebio Caro, (1849 y 1850): “El 7 de marzo de 1849”, en La Civilización, Nos. 19-27,entre el 13 de diciembre de 1849 al 7 de febrero de 1850, reproducido en Simón Aljure, (1981):Escritos históricos de José Eusebio Caro, Fondo Cultural Cafetero, Bogotá.

34 María Teresa Uribe. (2002): La Guerra del 7 de marzo, Universidad de Antioquia, Medellín,pp.113-147.

35 Jay Robert Grusin, (1978): The revolution of 1848 in Colombia, disertación doctoral inédita,University of Arizona, pp. 60-64, 66-71.

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política y escasez de confrontaciones armadas de alguna envergadura se haceevidente en la poca duración y escasa cobertura regional de la guerra civil de1851: el grueso de las acciones bélicas se redujo a tres meses, entre julio yoctubre de 1851 y dos rebeliones regionales, con motivaciones muy distintas,en Antioquia y en el Cauca, acompañadas de una serie de disturbios locales,bastante insignificantes y carentes de peligrosidad. La falta de resonancia delclima nacional de polarización en regiones y localidades hizo que la guerrasólo tuviera alguna importancia donde las medidas del gobierno central encon-traban reacciones en las situaciones particulares de las regiones: los problemasrelacionados con la manumisión, la reacción antiesclavista y el miedo a losdisturbios sociales en el Cauca36 son muy distintos de los problemas en Antioquia,más preocupada por el proyecto de división de la provincia, que modificaba elbalance electoral y fracturaba las redes clientelares37.

En cambio, el ascenso de los militares draconianos, los miembros de lassociedades democráticas y los artesanos al poder con el golpe de estado delgeneral José María Melo iba a suscitar el compromiso de los grandes jefesmilitares de ambos partidos, que depondrían sus rivalidades para enfrentarloconjuntamente. Fue evidente la presteza con que Herrán y Mosquera se su-maron a la guerra contra Melo en 1854, en la que comprometen incluso supatrimonio personal38. A ellos se juntaron también los grandes generales delpartido liberal, como Tomás Herrera, José Hilario López, Manuel María Fran-co y Juan José Reyes Patria, junto con otros jefes conservadores como JulioArboleda, Braulio Henao, Joaquín Posada Gutiérrez y Joaquín París39. Poresto, Maria Teresa Uribe y sus colaboradores proponen superar la visión deesta guerra como un mero enfrentamiento entre facciones del partido liberal,entre gólgotas y draconianos, como pretende la historiografía tradicional,para caracterizarlo como un conflicto en torno a la inserción de los sectoressubalternos en la vida política40. En ese sentido, la revolución de 1854 mues-

36 Alonso Valencia Llano, (1998), “La Guerra de 1851 en el Cauca”, en Las guerras civiles desde1830 y su proyección en el siglo XX, Memorias de la II Cátedra anual de Historia “ErnestoRestrepo Tirado, Museo Nacional de Colombia, Bogotá, p. 39.

37 Luis Javier Ortiz, (1987): Aspectos del federalismo en Antioquia 1850-1880, UniversidadNacional de Colombia, Medellín, pp. 14-18.

38 Eduardo Posada y Pedro Ibáñez, (1903): Vida de Herrán, Biblioteca de Historia Nacional,volumen III, Imprenta Nacional, Bogotá, pp. 127-144.

39 Tomás Cipriano de Mosquera, (1855): Resumen de los acontecimientos que han tenidolugar en la república. Memorias de la guerra civil de 1854, Imprenta del Neogranadino,Bogotá, edición facsimilar de Editorial Incunables, Bogotá, 1982.

40 María Teresa Uribe y otros, (2002): Guerra artesano militar, Universidad de Antioquia,Medellín, pp. 1, 147-160, 177-179.

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tra las contradicciones y consecuencias inesperadas de la movilización ins-trumental del pueblo, que llevan ahora tanto a liberales como a conservado-res a la conclusión de que el pueblo no está “preparado” para la democracia.

Pero las diferencias entre gólgotas y conservadores y las rivalidadesentre sus jefes harían haría efímera la alianza constitucionalista: para 1855se ha producido el acercamiento de gólgotas-radicales a obandistas y melistaspara ir juntos a elecciones en 1856, a favor de la candidatura de MurilloToro en contra de Ospina Rodríguez. El resultado de la guerra fue el retor-no a la normalidad política, con la pérdida de espacio político para losmilitares, la vuelta a la invisibilidad del movimiento plebeyo y a laintermediación de los partidos tradicionales41. Esta intermediación de lospartidos se vería marcada, desde entonces, por una actitud reticente frentea los intentos de organización y movilización políticas, de carácter autóno-mo, de los sectores populares y subalternos. Este “miedo al pueblo”, quehabía caracterizado inicialmente solo al partido conservador, aparece aho-ra también en el liberal, como se evidencia en la respuesta del liberal radi-cal, Felipe Pérez, a la propuesta del general Julián Trujillo de revitalizar lasorganizaciones populares del partido liberal: ese tipo de núcleos políticoscondujo al 17 de abril de 1853 y produjo desavenencias intestinas y alar-mas terribles en nuestra vida política, que degeneraron “en escándalossangrientos”e hicieron imposible la quietud y la armonía. Para mantener launidad y la fuerza del partido liberal, concluye Pérez, solo necesitamos“una fe ciega en los principios”42.

Este rechazo liberal a la movilización autónoma de los sectores popula-res evidencia el consenso de los dos partidos sobre el estilo de inclusiónsubordinada de la movilización popular a través de mecanismos de tipoclientelista, que va a caracterizar la historia política del país hasta tiemposrecientes. Así, los jóvenes liberales radicales terminaron por optar por unaciudadanía más restringida, condicionada al alfabetismo y la propiedad, yaceptar el argumento conservador de la necesidad de educar primero alpueblo antes de movilizarlo políticamente. De ahí el énfasis en la necesi-dad de una educación laica como requisito para la ciudadanía plena en lareforma educativa de los radicales en 1870. Esto introdujo un nuevo moti-vo de controversia entre liberales, conservadores y jerarquía católica: paralos conservadores y la Iglesia católica, la presencia de las masas populares

41 María Teresa Uribe, (2002): o. c., pp. 205.42 Citado por Fabio Zambrano, (1987): “Documentos sobre sociabilidad política en la Nueva

Granadas a mediados del siglo XIX”, en Anuario Colombiano de Historia Social y de laCultura, No. 15.

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en la vida pública era considerada peligrosa si no pasaba antes por el tamizde los valores del cristianismo transmitidos por medio de una educacióncontrolada por la Iglesia.

Esas controversias significaron una profundización de lo que hemos ca-racterizado como ciudadanía escindida entre comunidades imaginadas decopartidarios. Sin embargo, esas comunidades distaron mucho de ser inter-namente homogéneas, como se hizo evidente en las posiciones frente alfederalismo, la educación pública y el papel de la Iglesia católica en la socie-dad: en esos campos, habría diferentes posiciones entre draconianos y gólgotasdentro del partido liberal y entre conciliadores e intransigentes en el partidoconservador y en la jerarquía eclesiástica.

III. Las guerras en torno a la definición del sistema político y elcarácter de la educación

Las confrontaciones de la segunda mitad del siglo XIX se centran entorno a la pugna en torno al federalismo y centralismo como formas de orga-nización estatal, y sus implicaciones para los alcances del poder ejecutivonacional, las relaciones entre las diversas regiones, pero sin dejar de lado elpapel de la jerarquía y el clero católicos en la sociedad, que se expresa en ladiscusión sobre el carácter laico o religioso de la educación pública. Por otraparte, los conflictos muestran, igualmente, la heterogeneidad interna de esospartidos y de la propia Iglesia, que se manifiesta en la diversidad de posicio-nes frente al federalismo y a la reforma educativa impulsada por los liberalesradicales. Estas posiciones desembocan en la guerra civil de 1876, cuyo ca-rácter religioso-político producirá una profundización de la polarización en-tre los partidos y la Iglesia y una mayor diferenciación de las identidadescontrapuestas de la nación dividida. Pero esos conflictos mostrarán la crisisinterna del régimen federal, al manifestar las desigualdades regionales queocultaba; finalmente, la guerra de 1885 refleja la crisis del régimen federal ylleva a su sustitución por el régimen centralista y la restauración católica de laConstitución de 1886, reforzada por el Concordato de 1887.

Este segundo grupo de guerras se inicia con el triunfo de la rebelión de losEstados-regiones, liderada por Mosquera en 1861, el único caso de acceso alpoder por las armas, que produce, como reacción, la consagración del extre-mo federalismo y del debilitamiento del poder ejecutivo en la Constituciónde Rionegro de 1863, que muestran la manera como los partidos logran neu-tralizar el caudillismo de Mosquera. En el inicio de esa guerra se conjuganlas ambigüedades del consenso de los dos partidos sobre la adopción delsistema federal con el resentimiento del general Tomás Cipriano de Mosquera

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contra buena parte del conservatismo, de la jerarquía y del clero católicos,incluidos los jesuitas por su apoyo a la candidatura conservadora de MarianoOspina Rodríguez en las elecciones de 1856. Mosquera intentaba crear untercer partido, el Nacional, que reunía elementos progresistas de ambos par-tidos pero con mayor cercanía al sector draconiano del partido liberal. Eseresentimiento de Mosquera explicaría sus medidas posteriores en 1861, comola expulsión del nuncio Ledochowsqui y los jesuitas. Especialmente resintióel hecho de que algunos de sus antiguos colegas conservadores y clérigosusaran contra él el argumento religioso43, sobre todo, para bloquear la candi-datura del general Herrán, hermano del arzobispo y yerno de Mosquera,como sucesor de Ospina y reemplazarla por la de Julio Arboleda, tambiénpariente pero enemigo acérrimo de Mosquera44.

Estos problemas electorales se enmarcan en un cambio institucional deimportancia: la transición gradual del país hacia el establecimiento del sis-tema federal, que modificaría la relación entre los partidos, las regiones y lanación. En esos años se fue llegando a un consenso de los dos partidossobre la conveniencia del sistema federal, pero por razones diferentes: paraMariano Ospina, el federalismo permitiría experimentar las reformas enunas regiones, sin afectar las otras. Así, Ospina sostenía que la nueva cons-titución de 1858 buscaba crear un espacio de experimentación para com-parar los resultados de instituciones y escuelas políticas antagónicas. Ymientras más antagónicas fueran esas instituciones, mejores serían los re-sultados para el progreso moral, intelectual y material de la población45. Engeneral, para los conservadores, el federalismo garantizaba que las refor-mas de los liberales se redujeran a los estados que ellos controlaban, y losconservadores antioqueños eran fervorosamente federalistas porque elfederalismo permitía mantener los intereses de su estado al abrigo de lasvicisitudes de la política del resto del país. En cambio, los liberales lo asu-mían como la oportunidad para continuar las reformas de mediados de si-glo en los estados donde eran mayoría.

43 Mario Germán Romero, (1985), Las diabluras del arcediano (Vida del Padre Antonio Joséde Sucre), Caracas, Academia Nacional de la Historia.

44 Fernán E. González, (1985), “Iglesia y Estado en los comienzos de la República de Colombia(1820-1860)”, Bogotá, CINEP, reproducido en (1997) como capítulo del libro Poderesenfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, Bogotá, CINEP, pp. 164-165.

45 Robert Louis Gilmore, (1995), El federalismo en Colombia, Coedición de la Sociedadsantanderista de Colombia y la Universidad Externado de Colombia, Bogotá, tomo II, pp.88-92.

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Estas diferentes motivaciones y expectativas, ocultas bajo el aparente con-senso en torno al federalismo, no demoraron en manifestar su potencial con-flictivo: el presidente Ospina se mostraba preocupado por las consecuenciasdel libre comercio de armas, que permitía “a las pandillas” organizarse paraderribar gobiernos46. Estas preocupaciones llevaron a Ospina a adoptar me-didas encaminadas a establecer ciertos controles del estado central sobre losestados, que eran vistas como maniobras encaminadas a aumentar la mayo-ría conservadora en el Congreso y a facilitar la intervención en la fuerzapública de los estados. La resistencia frente a las medidas centralizantes deOspina produjo la coalición de sus opositores, reforzados ahora por el triun-fo de los rebeldes liberales en Bolívar, al mando de Juan José Nieto, el con-trol liberal se extendió a tres estados, a los que se unía el gobierno del Cauca,en manos de Mosquera. Otras medidas del gobierno central fueron interpre-tadas por Mosquera como una agresión del gobierno central y una abiertaviolación de la Constitución por parte del ejecutivo y legislativo. Después dela fácil derrota de los partidarios del gobierno central en el Cauca, Mosqueradeclaró que el Cauca reasumía su soberanía y se separaba de la Confedera-ción. Su ejemplo fue seguido pronto por los estados de Magdalena, Bolívary Santander, que se confederaron bajo el nombre de Estados Unidos de Co-lombia. Esta confederación significaba una coalición de las dos vertientesdel liberalismo, radicales y draconianos, con el mosquerismo. A esta coali-ción se sumarían luego las fuerzas de Neiva y Mariquita, al mando de JoséHilario López.

Por otra parte, el avance de la rebelión de Mosquera se veía facilitadopor la división del conservatismo y del clero: los conservadores antioqueñossimpatizaban con el federalismo y querían evitar que la guerra penetrara ensus fronteras, mientras que el grupo conservador del general Pedro AlcántaraHerrán, yerno de Mosquera, y sus apoyos en el ejército y el clero, eranpartidarios de posturas conciliatorias frente a Mosquera. La desconfianzadel grupo conservador de Ospina y del sector afín del clero frente a losmilitares herranistas llevaron a reemplazar la candidatura de Herrán por lade Julio Arboleda, enemigo acérrimo de Mosquera. Ospina se fue distan-ciando políticamente de sus propios generales, lo que condujo a la desmo-ralización de las fuerzas del gobierno. Además, su mando disperso y laambigüedad de algunos generales frente a Mosquera, muchos de los cualeseran o habían sido cercanos a éste, contrastaban con el mando único delgeneral caucano. La captura de Mariano y Pastor Ospina, la toma de Bo-

46 Eugenio Gutiérrez, (2004), “1860: Guerra de secesión en Colombia”, Bogotá, manuscritoinédito, pp. 4-5.

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gotá en julio de 1861 y la derrota posterior de las contrarrevoluciones con-servadoras de Leonardo Canal, en Santander y Boyacá, y de Julio Arbole-da en el Cauca, junto con la de las fuerzas conservadoras de Antioquia,significó el ascenso al poder de Mosquera.

Sin embargo, pronto se manifestaron las tendencias contradictorias queexistían entre las fuerzas que apoyaban la revolución, ya que los radicalesbuscaron debilitar el poder del caudillo caucano por medio de la restricciónde las funciones del poder ejecutivo central Así, la Constitución de Rionegroredujo el período presidencial a dos años, convirtió al ejecutivo en mero agentedel Congreso, representante de los Estados-regiones, a la vez que descentra-lizaba la ciudadanía y la legislación electoral. Las consecuencias de este ré-gimen fueron, según José María Samper, en el nivel regional y local, lalegitimación del poder de los caciques y gamonales, “señores feudales dehecho” 47. Analistas más recientes de esta constitución, como Sandra Morelli,han señalado el gran contraste entre el federalismo que consagra formalmen-te en el nivel nacional con la organización interna de los estados federados,que siguen adoptando trazos del modelo napoleónico de corte centralista, encontra de un mayor grado de autonomía y democracia para las administra-ciones municipales48.

En materia religiosa, el resentimiento personal de Mosquera contra secto-res del clero profundizaría la tendencia a asumir la bandera religiosa comofrontera entre los partidos. El hecho de que las guerrillas de Guasca, cuyosjefes provenían de grupos terratenientes de la sabana de Bogotá, hubieranadoptado los nombres de Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyolacomo nombres de sus batallones ilustra la mezcla de religión y política que semovía contra Mosquera. La expulsión de los jesuitas en 1861 era justificadapor Mosquera porque tenían tendencias contrarias a la paz pública, habíanvenido constituidos en sociedad y adquirido bienes sin contar con las leyes;no estaban cubiertos por los derechos individuales, que según él, no se apli-caban a corporaciones no autorizadas; además, carecían de libertad por estarsujetos a la obediencia pasiva que podía ponerlos en contradicción con laobediencia a las autoridades y habían tomado parte en la guerra civil pormedio de exhortaciones a los soldados del partido centralista para sostener“el poder de los usurpadores”; en ella, habían negado la absolución a un

47 José María Samper, (1951), Derecho público interno, Bogotá, Fondo de Cultura, BancoPopular, tomo I, pp. 320-321 y 368-369.

48 Sandra Morelli, (1997), “La égida del centralismo en Colombia. Dos ejemplos históricos”, enEl federalismo en Colombia. Pasado y perspectivas, Bogotá, Universidad Externado deColombia, pp. 116-128.

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comandante mosquerista herido por considerarlo excomulgado por defenderla causa federalista49.

A la expulsión de los jesuitas y del representante del Papa, se sumaron losdecretos de desamortización de bienes de manos muertas, que no contabacon el apoyo de algunos radicales como Miguel Samper, Ezequiel Rojas yFelipe Pérez, que la consideraban una expropiación. En cambio, la medidaobtuvo el apoyo entusiasta de Salvador Camacho Roldán y de Rafael Núñez,encargado de su ejecución como secretario del tesoro, que la justificabancomo medidas encaminadas a la dinamización de la economía y la democra-tización de la propiedad rural50. Mucho más controvertidas fueron las leyesde tuición, que evidenciaban tanto la herencia del Patronato español, reivin-dicada por el sector draconiano del liberalismo como las tendenciascesaropapistas del propio Mosquera: la tuición otorgaba al gobierno el con-trol de las actividades del clero, exigía autorización del gobierno para el ejer-cicio de cualquier ministerio eclesiástico y para divulgar cualquier documentopapal, no se admitía la presencia de un delegado papal y restringía el nom-bramiento de obispos a los nacionales colombianos51.

Este tema era uno de los puntos de disenso entre draconianos y gólgotas:Obando y los draconianos siempre habían considerado un error la separa-ción entre Iglesia y Estado como políticamente peligrosa, por entregar elclero liberal al control de los obispos y la Santa Sede, dejar desamparada a“la Iglesia granadina” y otorgar libertad para la actividad política del clero yjerarquía a favor del partido conservador. En cambio, los ideólogos del libe-ralismo radical, como Manuel Murillo Toro y Florentino González preconi-zaban la idea de una iglesia libre en un estado libre52. Los radicales sosteníanque las medidas de tuición solo se justificaban en tiempo de guerra pero, entiempos de paz, constituían una violación de la libertad religiosa. Esa posi-ción quedó consignada en el informe de la Comisión de asuntos eclesiásticosde la Convención de Rionegro, que presentó un análisis muy crítico del pa-

49 Fernán E. González, (1977), Partidos políticos y poder eclesiástico. Reseña histórica 1810-1930, Bogotá, CINEP, pp. 108-109.

50 Jorge Villegas, (1981), Colombia. Enfrentamiento iglesia-estado 1819-1887, Medellín,Editorial La Carreta y Fernando Díaz Díaz (1977), La desamortización de bienes eclesiásticosen Boyacá, , Tunja, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia y (1978): “Estado,Iglesia y desamortización” en (1978), Manual de Historia de Colombia, tomo II, Bogotá,Colcultura.

51 Fernán E. González, (1977), Partidos políticos y poder eclesiástico. Reseña histórica 1810-1930, Bogotá, CINEP; pp. 124-129.

52 Fernán E. González, (1997), “Iglesia y Estado en los comienzos de la república (1820-1860)”en Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, Bogotá, CINEP.

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pel político de la Iglesia a través de la historia, cuyo inmenso poder la hallevado a rechazar la igualdad de todos ante la ley y la libertad de culto ypensamiento. Sin embargo, la Comisión afirma que no cree que el catolicis-mo sea incompatible con la libertad; por eso, propuso reducir la tuición aunas exigencias mínimas: el juramento de obediencia de los clérigos a laconstitución, las leyes y las autoridades civiles, bajo pena de destierro y laincapacidad de los ministros para elegir y ser elegidos53.

El debate de la Convención sobre el informe fue encarnizado: el propioMosquera intervino para contraponer los verdaderos discípulos de Cristo a“los sectarios del romanismo”, una secta político-religiosa dedicada a la usur-pación del poder temporal. El más acérrimo contradictor fue José María Ro-jas Garrido, que partía de la identificación de la mayoría de los obispos yclero con el partido conservador, para negar a los clérigos el derecho a laciudadanía: son “soldados de Roma”, que se sirven de la religión como ins-trumento de poder y lucro. La preocupación central de Rojas era el influjosocial y político de la Iglesia en la república, ya que el partido liberal nopodía competir electoralmente con el poder del confesionario. A pesar de ladureza de la posición de los mosqueristas, la Convención se opuso a lasmedidas extremas de represión, que quedaron reducidas al juramento de losclérigos, la incapacidad pare elegir y ser elegidos, la exención de cargos yservicios públicos y la prohibición de comunidades regulares. Sin embargo,la obligación del juramento de lealtad produjo muchos problemas hasta quese llegó a la fórmula de juramento condicional, que exceptuaba lo que seopusiera a las leyes eclesiásticas. Pero, incluso este compromiso fue rechaza-do por los sectores intransigentes del clero y del partido conservador, quequerían utilizar el problema religioso para derrocar al gobierno por medio deuna revuelta popular54.

Las contradicciones entre Mosquera y los radicales se agravaron duran-te el tercer período presidencial del caudillo caucano (1866-1867), debidoa sus nuevas medidas contra la jerarquía católica y sus continuosenfrentamientos con el Congreso. Pero la situación cambió cuandoMosquera fue depuesto en 1867 por militares y líderes del radicalismo. Encontraste con la actitud represiva de Mosquera, el gobierno anterior deMurillo Toro había significado una cierta mejoría relativa de las relacionesentre el gobierno y la jerarquía eclesiástica. Por su parte, el arzobispo

53 Fernán E. González, (1997), “Iglesia y Estado desde la Convención de Rionegro hasta elOlimpo Radical, 1863-1878”, en Poderes enfrentados. Iglesia estado en Colombia, Bogotá,CINEP, pp. 177-181.

54 Fernán R. González, (1997), o. c., pp. 181-191.

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Arbeláez adoptó una política de acercamiento a los más importantes líde-res del radicalismo y trató de mantener a la Iglesia por encima de losenfrentamientos partidistas, lo que produjo la reacción contraria de algu-nos conservadores y clérigos, que lo veían como una traición o una falta deconocimiento de la realidad nacional55.

La división interna de la Iglesia se profundizó aún más a propósito de lareforma educativa de los radicales en 1870, que suponía una cierta rupturacon el no-intervencionismo del estado en materia educativa que había carac-terizado la concepción política de los radicales56. Bajo las presidencias deSantos Acosta (1868-1870) y Eustorgio Salgar (1870-1872), se adoptó unaposición más intervencionista en materia educativa, que pensaba que el obs-táculo principal para el progreso del país se encontraba en el analfabetismo,la ignorancia y el fanatismo religioso, que constituían la causa del atraso delpueblo y del dominio del clero sobre la conciencia popular. Por eso, la edu-cación era la base del desarrollo económico de los pueblos y las ideas eranmás importantes que las vías de comunicación. Por eso, la creación de laUniversidad Nacional de 1867 y la reforma educativa de 1870 tenían unobjetivo político y cultural para “barrer del suelo colombiano las telarañas ysabandijas de la colonia goda”57.

La reforma educativa despertó una profunda polémica con sectores delconservatismo y de la jerarquía y el clero católicos, pero las críticas partíande enfoques diferentes: algunos consideraban que el gobierno se extralimita-ba en sus funciones, violaba la constitución federal y las libertades indivi-duales de padres de familia, niños y maestros. Pero el aspecto que despertabamayor oposición dentro de algunos sectores de la jerarquía y del conservatismoera el carácter laico de la educación, que la consideraban como parte de uncomplot masónico encaminado a eliminar la enseñanza religiosa de las au-las.. Obviamente, era claro el interés de algunos liberales para usar la educa-ción pública en beneficio de su partido58. Sin embargo, la oposiciónconservadora distaba de ser unánime, como se deduce del nombramiento del

55 Fernán E. González, (1997), o. c., pp. 201-205.56 Eugenio Gutiérrez Cely, (2000), La política instruccionista de los radicales: intento fallido

de modernización de Colombia en el siglo XIX (1870-1878), Neiva, Editorial FONCULTURA,pp. 44-48.

57 Eugenio Gutiérrez Cely, (2000), o. c., pp. 51-54. Las citas están tomadas del Diario deCundinamarca, vocero del radicalismo, 30 de diciembre de 1873, 5 de mayo de 1870 y 23 deagosto de 1877.

58 Jane M. Rausch, (1993), La educación durante el federalismo. La reforma escolar de 1870,Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, Universidad Pedagógica Nacional, pp. 84-105.

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conservador Manuel María Mallarino como el primer director de instrucciónpública, pero su muerte en 1872 redujo las posibilidades de consensobipartidista en esta materia. Por eso, como muestra Jane Rausch, no todos losconservadores podrían ser catalogados como “ignorantistas” ya que muchosdefendían el papel civilizador de la educación y recordaban los logros delPlan de educación de Mariano Ospina y los avances educativos de Antioquiabajo la presidencia conservadora de Berrío

Tampoco la jerarquía se oponía de manera unánime a la reforma educati-va: el arzobispo de Bogotá, Vicente Arbeláez, estaba de acuerdo con ladifusión de la educación primaria dentro de las clases menos favorecidas,pero condenaba la prescindencia de la enseñanza religiosa consagrada por laConstitución de Rionegro. Pero logró compromisos con Manuel Ancízar,director de instrucción pública de Bogotá, y el presidente y los encargadosde la educación en Boyacá, para garantizar en las escuelas públicas un tiem-po para que los curas pudieran impartir instrucción religiosa a los niños. Peroesta posición del arzobispo de Bogotá era considerada como débil ycontemporizadora por Canuto Restrepo, obispo de Pasto, y Carlos Bermúdez,obispo de Popayán, que afirmaban que el sistema escolar liberal hacía partedel complot universal de los gobiernos masónicos del mundo que pretendíala destrucción de la Iglesia católica y que, consiguientemente, estaba com-prendido en las condenas papales del Syllabus59. Con ellos estaban de acuer-do varios los jefes del conservatismo: para Manuel Briceño, generalconservador, el arreglo entre Arbeláez y Ancízar era “el lazo que se tendía ala honradez y buena fe, para disfrazar la corrupción moral y política que seescondía tras la campaña instruccionista del gobierno radical”60.

A pesar de esos matices, la lucha contra la reforma educativa llevó a laconfluencia de las diferentes facciones del conservatismo en contra del go-bierno radical: al lado de los intransigentes como Miguel Antonio Caro,José Manuel Groot y José Joaquín Ortiz, que eran partidarios de la forma-ción de un partido católico para reunificar la Iglesia y el Estado, se encon-traban los moderados liderados por Carlos Holguín, más pragmático ypartidario de una alianza con los mosqueristas y nuñistas contra el partidoradical. Y una línea intermedia, seguidora de José Joaquín Borda, resaltabala alianza tradicional entre la Iglesia y el partido conservador, pero era par-

59 Fernán E. González, (1997), “Iglesia y Estado desde la Convención de Rionegro hasta elOlimpo Radical”, en Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, Bogotá, CINEP;pp. 207-209.

60 Manuel Briceño, (1947), La revolución 1876-1877. Recuerdos para la historia, Bogotá,Imprenta Nacional, tomo I, p. 8.

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tidaria de la lucha política pacífica61. A estas tendencias, habría que añadirel conservatismo tradicional, un tanto aristocrático del Cauca, cuyo jefe eraSergio Arboleda, y la facción belicista de los generales Manuel Briceño,Leonardo Canal, Marceliano Vélez y Joaquín María Córdoba, que queríanaprovechar el conflicto para extender el influjo conservador. A esta ten-dencia, habría que contraponer el conservatismo antioqueño, pragmático ycatólico, reacio a proyectarse en el nivel nacional, por lo menos, mientrasestuvo en manos de Pedro Justo Berrío62. Sin embargo, los problemas fron-terizos con el vecino Cauca llevaron a los vecinos de Manizales a asumiruna postura más belicista, mientras que Mariano Ospina Rodríguez tam-bién escribía a favor de la guerra.

La situación del partido conservador explica las presiones de varios jefesconservadores para que el arzobispo Arbeláez abandonara su posición con-ciliadora, que era vista como el principal obstáculo para que todos los gruposse unificaran en el apoyo a la rebelión. Las reiteradas negativas del arzobisposon atestiguadas por uno de sus colaboradores más cercanos, el futuro arzo-bispo Bernardo Herrera Restrepo, que menciona que el poeta José JoaquínOrtiz le propuso al arzobispo, por intermedio del padre Federico Aguilar,que se pusiera a la cabeza de la guerrilla de Guasca63. A pesar de los esfuer-zos del arzobispo, la guerra de 1876 tomó en muchas ocasiones el carácterde cruzada religiosa, como aparece en el reclamo de Briceño contra el usodel argumento religioso de los liberales nuñistas en contra suya, como meropretexto para no darles el apoyo prometido64.

Miguel Antonio Caro desmintió esas versiones en una carta al futuro ar-zobispo José Telésforo Paúl, que muestra la manera como este autor conce-bía la política como lucha entre el bien y el mal, representado en elenfrentamiento entre los dos partidos. Para Caro, es claro que el clero nipromovió ni fomentó la guerra pero confiesa que, “al menos en Cundina-marca, el sentimiento religioso fue el principal motivo del alzamiento”. Y

61 Jane Rausch, (1993), La educación durante el federalismo. La reforma escolar de 1870,Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, Universidad Pedagógica Nacional, pp. 123-131.

62 Luis Javier Ortiz, (2004), “La guerra de 1876-1877 en los Estados Unidos de Colombia. De lafe defendida a la guerra incendiada” (inédita, policopiado). Y - Fernán E. González, (1997),“Problemas políticos y regionales durante los gobiernos del Olimpo Radical”, en Para leer laPolítica. Ensayos de historia política colombiana, Bogotá, CINEP; pp. 194-195.

63 Estanislao Gómez Barrientos, (1924), “El Ilustrísimo Sr. D. Bernardo Herrera Restrepo yalgunos acontecimientos de su episcopado”, en Flores selectas, serie 9ª, No. 104, Bogotá,Imprenta del Sagrado Corazón, pp. 255-256.

64 Manuel Briceño, (1947), La revolución (1876-1877) Recuerdos para la historia, Bogotá,Imprenta Nacional, p. 183.

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considera explicable la simpatía de muchos sacerdotes con la revolución: esimposible la indiferencia entre “el amigo abnegado hasta el sacrificio y elrencoroso y fiero enemigo”. Sin embargo, opina que esas simpatías fuerongeneralmente “tímidas y estériles”: solo cuatro sacerdotes acompañaron, comocapellanes, al ejército del norte, cuyos voluntarios eran todos católicos. Poreso, critica la tesis de la prescindencia del clero en política y se preguntacómo puede el clero colombiano ser indiferente frente a la suerte de un par-tido político “que se ha acarreado las iras y persecuciones del liberalismoimpío por su adhesión a la Iglesia” y su defensa de los intereses católicos. Nocomprende cómo puede un sacerdote católico “mirar con indiferencia apáti-ca la lucha tremenda entre el bien y el mal, representados por dos partidosbeligerantes”65.

En cambio, el argumento de la rebelión como amenaza de imposición deun régimen teocrático funcionó como elemento cohesionador de las diferen-tes facciones nacionales y regionales del partido liberal: el respaldo de losEstados liberales, tanto radicales como independientes, al gobierno liberaldel Cauca, amenazado por la revuelta conservadora. produjo una correla-ción de fuerzas adversas al conservatismo. Pero influyó más en la derrotaconservadora la falta de un mando cohesionado y organizado, que contrasta-ba con el liderazgo político de César Conto y Tomás Cipriano de Mosqueraen el Cauca, y el mando militar del mismo Mosquera, junto con los genera-les nuñistas Julián Trujillo y Eliseo Payán. El fin de la guerra se inició con elcerco de las tropas del gobierno sobre el Estado de Antioquia, que culminócon la rendición de las fuerzas conservadores al general Julián Trujillo, des-pués de la batalla de Manizales, en los límites entre el Cauca y Antioquia (5de abril de 1877).

Esta victoria terminaría siendo pírrica, al servir de detonante de la crisisdel régimen radical, que prepararía el advenimiento de la llamada Regenera-ción, presentada como una refundación de la sociedad dentro de un ordenconservador y católico, en contraste con el modelo liberal laico que se impo-nía en el resto del continente y del mundo occidental66. Para aprovechar ladivisión del liberalismo, Carlos Holguín, apoyado por Mariano Ospina Ro-dríguez, sugirió a los conservadores antioqueños rendirse al general JuliánTrujillo, liberal independiente, y no a los generales Daniel Delgado o Santos

65 Miguel Antonio Caro, (1878), en Epistolario del arzobispo Paúl, Archivo Biblioteca LuisÁngel Arango, carta del 10 de julio de 1878.

66 Luis Javier Ortiz, (2002), “La iglesia católica antioqueña, 1870-1877 y la guerra civil 1876-1877”. Informe de investigación, manuscrito inédito.

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Acosta, más cercanos al radicalismo. El triunfo de Trujillo en Manizales lollevaría luego a la presidencia de la república y prepararía la llegada de Ra-fael Núñez al poder67.

El ascenso de Trujillo y Núñez al poder se inserta en la crisis interna delrégimen radical, que ocultaba desigualdades regionales muy profundas. Enese sentido, Helen Delpar, en su análisis del estilo político y los orígenes socia-les, económicos y regionales de los miembros del grupo radical, muestra que lamayoría de los gobernantes radicales provenía del centrooriente del país, conla alianza implícita de los conservadores de Antioquia y Tolima. Esto margina-ba del poder a los dirigentes del Cauca y de la Costa atlántica, donde surgieronel trujillismo, sucesor del mosquerismo y el nuñismo (en la Costa habría queexceptuar al Magdalena, cercano al grupo radical, con algunas regionesnuñistas). Este desequilibrio regional se manifestó en el bloqueo de los radica-les, con medios fraudulentos o violentos, a las candidaturas independientes,primero, de Julián Trujillo primero y, luego, de Rafael Núñez68.

Por eso, el dominio del radicalismo se encontraba amenazado por tresfuerzas: el liberalismo draconiano-mosquerista-trujillista, de carácter autori-tario e intervencionista, algo populista, menos reticente frente a la moviliza-ción y organización de las masas populares y partidario del control estatalsobre la jerarquía y el clero católicos, que dominaba el Cauca pero que teníasimpatizantes en Cundinamarca, Bolívar, Panamá; Tolima y Boyacá; elconservatismo liderado por Carlos Holguín, que trataba de recuperar el po-der por medio de la articulación de los distintos matices regionales e ideoló-gicos que se ocultaban bajo el rótulo conservador y las alianzas con gruposdisidentes del partido liberal. Y, el nuñismo, o independentismo, que se con-vertiría luego en una síntesis de los dos anteriores bajo la denominación dePartido Nacional69.

El surgimiento de este grupo en torno a la aparición Rafael Núñez comocandidato de la periferia radical, con fuertes lazos políticos, familiares y so-ciales en Bolívar y Panamá, hacía evidentes estos desequilibrios regionales.

67 Antonio Pérez Aguirre, (1959), 25 años de historia colombina 1853 a 1878. Del centralismoa la federación, Bogotá, Editorial Sucre, pp. 409-437.

68 Helen Delpar, (1981), Red against blue. The Liberal Party in Colombian Politics, 1863-1899, Alabama University Press. Publicado en español en 1994 bajo el título Rojos contraazules: el partido liberal en la política colombiana, 1863-1899, Bogotá, Procultura.

69 Fernán E. González, (1997), “Problemas políticos y regionales durante los gobiernos delOlimpo radical, en Para leer la Política. Ensayos de historia política colombiana, Bogotá,CINEP, pp. 190-191.

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Además, el Cauca mosquerista y trujillista mantenía siempre una fuerte mi-noría conservadora en el altiplano del Sur, contrapesada por el influjo liberalde las zonas de Tumaco y Barbacoas, en el actual Nariño. Tampoco Santanderera políticamente homogéneo: el bastión radical se concentraba en lassubregiones del Socorro y Vélez, pero afrontaba la oposición de un fuertegrupo conservador en el norte (Cúcuta, Pamplona, Ocaña), liderado por elgeneral Leonardo Canal y el ascenso político del general Solón Wilches, encontradicción con el grupo radical cercano a Parra y Pérez70.

Además, los resentimientos de las regiones y subregiones por la concen-tración de los gobernantes en las regiones del centrooriente se veíanprofundizados por la creciente intervención federal en la financiación de obraspúblicas, cuyas prioridades eran definidas por el ejecutivo federal en benefi-cio de las regiones de donde eran originarios sus dirigentes.. A esta mayorintervención económica se sumaban intervenciones cada vez más frecuentesen los conflictos internos para imponer en ellos gobiernos favorables a losamigos del gobierno federal en manos del radicalismo y bloquear otras can-didaturas como las de Julián Trujillo en 1873 y Rafael Núñez en 1875.

Estos problemas internos del radicalismo hicieron que el regreso de Ra-fael Núñez al país convocara en torno suyo un movimiento de opinión alre-dedor de sus escritos periodísticos: en ese grupo confluían todos losdescontentos del régimen radical, lo que lo hacía muy heterogéneo. En élaparecían muchos antiguos mosqueristas, algunos radicales que buscabancambios en la administración, algunos políticos rechazados por el grupo do-minante, jóvenes entusiasmados por la obra periodística de Núñez y caudi-llos militares de regiones, que eran rechazados por los civilistas radicales71.Y esta heterogeneidad de fuerzas tan disímiles, a las que solo unificaba elrechazo a los políticos radicales, explica el desarrollo posterior de los suce-sos: la desarticulación progresiva del grupo independiente y la consiguientealianza de Núñez con el partido conservador.

La heterogeneidad interna del nuñismo se hizo manifiesta con el retirode varios liberales independientes durante el primer gobierno de Núñez(1880-1882), y las desavenencias entre los independientes en torno a lasucesión presidencial y a contradicciones internas por los liderazgos regio-

70 William J. Park, (1975), Rafael Núñez and the Politics of Colombian Regionalism, 1875-1885, Kansas University Press.

71 Gustavo Otero Muñoz, (1951), La vida azarosa de Rafael Núñez. Un hombre y una época,Bogotá, Biblioteca de Historia Nacional, pp. 57-59, 71-72.

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nales en Santander, Boyacá y Cundinamarca72. Esta heterogeneidad facili-taba las maniobras de la reorganizada oposición radical para indisponer aNúñez con su sucesor, Francisco Javier Zaldúa. Lo mismo que para pro-mover luego la candidatura del general Solón Wilches, independiente peroque había tenido contradicciones con Núñez, para evitar un segundo man-dato de éste. Sin embargo, el voto de los conservadores logró neutralizar lamaniobra de los radicales de modo que Núñez fue elegido, en 1883, poruna abrumadora mayoría en Boyacá, Cundinamarca, Cauca, Bolívar, Mag-dalena y Panamá. Incluso, se hubiera impuesto también en Antioquia yTolima, bajo control radical, si los conservadores hubieran tenido allí ga-rantías para votar libremente73.

Después de varios intentos radicales para bloquear la posesión de Núñez,éste asume la presidencia: la conciencia de su débil situación política explicasus intentos de acercamiento al radicalismo, al que ofrecía incluso retirarseinmediatamente de la presidencia, a cambio de la reforma de la Constitución.Pero estos intentos se frustraron por la desconfianza que despertaba el presi-dente en la mayoría de los radicales, los ataques de algunos de ellos a la vidaprivada de Núñez y de su segunda esposa74 y la intransigencia de otros: enesto se mezclaban las antipatías y resentimientos personales de Santiago Pérezy Aquileo Parra contra Núñez, con las diferencias ideológicas en torno alpapel de la Iglesia y del Estado y los intereses regionales y particulares. Encambio, algunos radicales como el gobernador de Antioquia, Pedro RestrepoUribe, eran partidarios de un compromiso con Núñez, para evitar que sealiara con los conservadores para adelantar las reformas75.

Este clima de polarización tenía que desembocar, lógicamente, en la gue-rra civil, a pesar de la oposición de sus principales dirigentes y jefes militares,que consideraban que no existía preparación para la guerra76. En cambio, larebelión reflejaba los anhelos de “la joven generación radical acalorada ylevantisca que formaba la base del partido”. Para colmo de la ironía, señala

72 Indalecio Liévano Aguirre,(2002), Rafael Núñez, Bogotá, Intermedio editores, pp. 163-189;Gustavo Otero Muñoz, (1951), o. c., pp.126-130.

73 Gustavo Otero Muñoz, (1951), o. c., pp. 168, e Indalecio Liévano Aguirre, (2002), RafaelNúñez, Bogotá, Intermedio editores, pp. 191-210.

74 Indalecio Liévano Aguirre, (2002) , o. c., pp. 214-221.75 Jorge Orlando Melo, (1986), “Núñez y la Constitución de 1886: triunfo y fracaso de un

reformador”, en Varios, (1986), Núñez y Caro 1886, Documentos del Simposio Núñez-Caro.,Cartagena, mayo de 1886, pp. 139-140.

76 Gonzalo España, (1985), La guerra civil de 1885. Núñez y la derrota del radicalismo,Bogotá, El Áncora editores, pp. 99-109.

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Gonzalo España, los belicosos jóvenes escogieron como primer objetivo elgobierno de Solón Wilches, uno de los jefes a quien Núñez más temía yhabía intentado despojar del poder77. Y como segundo objetivo, al generalDaniel Aldana, presidente de Cundinamarca, contra el cual se levantó el jo-ven general Ricardo Gaitán Obeso en Mosquera. Núñez desconfiaba deambos, a los que consideraba golpistas en potencia, “los reyes magos”, cu-yos poderes se basaban en círculos de redes personales, que no dependían deél. Pero ambos habían tenido conflictos con los radicales: Aldana había ex-purgado de radicales la administración, la asamblea legislativa, el poder judi-cial y los jurados electorales y había sido víctima de un atentado contra suvida, perpretado por la Sociedad de Salud Pública, de un sector del radicalis-mo. Y Wilches tenía enfrentamientos profundos con varios jefes radicalescomo Santiago Pérez, Aquileo Parra y Fortunato Bernal: había sido depues-to del comando de la guardia nacional por el presidente Pérez, cuando éstetrataba de bloquear el ascenso de Núñez; además, había tenido diferenciascon Bernal por los problemas entre Geo Lengerke y Manuel Cortissoz entorno a la concesión de explotación quinera. Y sus diferencias con Parra seoriginaban, según Parra, por algunas alusiones desobligantes del discursoque le daba posesión a Wilches como presidente del Estado78.

Por eso, Núñez aprovechó el fraude electoral de Wilches a favor de lacandidatura de su amigo Francisco Ordóñez y la consiguiente rebelión radi-cal en su contra para intervenir militarmente en ese estado y logró un arreglopacífico allí y en Cundinamarca. Pero el conflicto se reanudó cuando la Con-vención de Socorro, donde los radicales habían obtenido abrumadora mayo-ría, se declaró soberana y eligió como presidente al general Sergio Camargo,militar profesional, en vez de Eustorgio Salgar, anciano y enfermo. La elec-ción fue desconocida por los nuñistas, que la interpretaron como una prepa-ración para la guerra, pues hacía evidente la estrategia radical de ir acumulandolos estados bajo su control para preparar el golpe final, que Núñez buscabacontrarrestar.

Los recelos de los radicales frente a Wilches y Aldana les impedía unificara las diversas fuerzas liberales en torno suyo e hicieron posible la alianza deAldana y Wilches con Núñez, y el acercamiento de Aldana con el

77 Gonzalo España, (1985), o. c., pp. 81-82.78 Gustavo Otero Muñoz, (1936), Wilches y su época, Bucaramanga, Biblioteca Santander,

Imprenta del departamento, pp. 150-166, 191-206; y Aquileo Parra, (1912), Memorias (1825-1875). Bogotá, Imprenta La Luz, pp. 562-567. También Raúl Pacheco Blanco, (2002), ElLeón del Norte. El general Solón Wilches y el constitucionalismo radical, Bucaramanga,Editorial SIC, pp, 135-147, 176-186.

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conservatismo de Cundinamarca79. La participación de Aldana en la rebe-lión hubiera decidido el resultado de la guerra, pues los 3000 milicianos deCundinamarca, acantonados en las afueras de Bogotá, podrían abrirle el ca-mino a los rebeldes. Sin embargo, al parecer, Núñez logró ilusionarlo conuna eventual sucesión presidencial y puso a su lado al general Antonio B.Cuervo, conservador y amigo de Aldana. En cambio, el radical Foción Sotono pudo convencerlo de sumarse a la revolución, a pesar de que le ofreció elmando de las fuerzas rebeldes, el reconocimiento de su gobierno en Cundi-namarca, la posibilidad de nombrar sucesor y el apoyo a su candidatura parapresidente de la nación. Según Otero Muñoz, los radicales también le habíanofrecido a Wilches que encabezara la rebelión80. Por supuesto, las conversa-ciones de Soto con Aldana no hicieron sino acentuar la desconfianza de Núñezy sus seguidores contra éste, que terminaría por poner fin a su carrera políti-ca. También Wilches se retiraría a la vida privada después de la guerra.

La intransigencia de los líderes radicales contrastaba con la actitud prag-mática de la dirigencia conservadora de Carlos Holguín, a pesar de las reti-cencias del sector más radical, liderado por los generales Manuel Briceño yLeonardo Canal, que no le perdonaban a Núñez el no haberlos apoyado enla guerra anterior. La combinación de las dos actitudes ponía al nuevamenteelegido presidente en manos de los conservadores y de los caudillos militarescomo Aldana en Cundinamarca, Wilches en Santander y SantodomingoVila en Panamá81. A ellos se sumaban otros jefes regionales como José Ma-ría Campo Serrano en el Magdalena, Eliseo Payán en el Cauca, AristidesCalderón en Boyacá y Juan Eleuterio Ulloa en el valle del Cauca.

El apoyo conservador, con jefes como Manuel Briceño, Marceliano Vélez,Rafael Reyes, Guillermo Quintero Calderón y Buenaventura Reinales fueimportante, aunque no era fácil a veces la acción conjunta entre liberales yconservadores: subsistían los resquemores entre los oficiales y soldados dela guardia nacional, de filiación liberal, y las tropas conservadoras, especial-mente su jefe, el general Manuel Briceño, cuya severa disciplina y senti-mientos rabiosamente antirradicales sonaban como provocación a losveteranos liberales82. También se presentaron tensiones raciales y regionalesen la frontera sur de la colonización antioqueña: en la persecución de losrebeldes antioqueños vencidos en Cartago se hizo manifiesta la fobia tradi-

79 Gonzalo España, (1985), La guerra civil de 1885. Núñez y la derrota del radicalismo,Bogotá, El Áncora editores, pp. 77-78.

80 Gustavo Otero Muñoz, (1936), o. c., p. 402.81 Gonzalo España, (1985), o. c., pp. 77-81.82 Gonzalo España, (1985), o. c., pp. 155-164.

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cional de los caucanos contra sus vecinos antioqueños, algunos de cuyosheridos fueron rematados por los indígenas paeces de Tierradentro, coman-dados por su tradicional cacique, el general Francisco Güeinás, que siemprehabía peleado con los liberales contra los “currucos” o conservadores, ahoraa las órdenes de Payán.

El miedo al odio ancestral de las fuerzas caucanas frente a los colonizado-res antioqueños de la frontera hizo que las fuerzas antioqueñas prefirieranrendirse a las tropas de Juan Nepomuceno Mateus, compuestas por indepen-dientes y conservadores, que habían triunfado en Salamina y avanzaban ha-cia Manizales. Mateus otorgó indulto a los rebeldes, a los que se permitióllevarse a casa sus espadas y cabalgaduras y dejó un piquete militar en laAldea de María, a orillas del río Chinchiná, para impedir que los caucanosprosiguieran hacia Antioquia.

De todos modos, la ventaja del gobierno era disponer de un mando cen-tralizado, que reaccionaba rápidamente, con una visión de conjunto y comu-nicación telegráfica con los diversos contingentes, mientras que los rebeldesactuaban descoordinadamente, sin información adecuada sobre el conjuntode la guerra. A esto se añadían las desavenencias entre sus jefes como losgenerales Pedro J. Sarmiento y Sergio Camargo, que se presentaron despuésde su derrota en Boyacá y los contrastes entre sus respectivas tropas: lossantandereanos querían salir rápidamente de Boyacá y regresar a Santander,a lo que se oponían los boyacenses83.

Las derrotas del interior dejaron reducida la guerra a la costa atlántica,donde el ejército de Gaitán Obeso sitiaba a Cartagena, donde se habíanconcentrado las tropas costeñas leales a Núñez en Bolívar y Magdalena. Ensu auxilio acudieron primero el presidente de Panamá, Ramón SantodomingoVila, y, luego, desde Antioquia, dos cuerpos del ejército al mando de Juan N.Mateus y Manuel Briceño, respectivamente. Estos ejércitos afrontaron enor-mes dificultades por la insolación, las trifulcas internas y la fiebre, que acabó,más adelante, con la vida de Briceño84. Pero el envío de fuerzas a Cartagenahabía dejado desguarnecida a Panamá, adonde se extendió entonces la rebe-lión, que produjo la intervención de fuerzas norteamericanas. En losenfrentamientos Colón quedó reducido a cenizas. Rafael Reyes fue enviadodesde el Cauca por Payán a someter a los rebeldes, con el apoyo norteameri-cano. Reyes organizó una campaña de represión contra los negros jamaiquinosy otros trabajadores del canal que se habían amotinado e hizo ahorcar a dos

83 Gonzalo España, (1985), o. c. pp. 146-150.84 Gonzalo España, (1985), o. c., pp. 164-165.

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prisioneros, capturados por los norteamericanos a las tropas rebeldes: JorgeDavis (Coccobolo) y Antonio Pautriccelli85.

El líder más destacado de la revolución fue el joven general Ricardo GaitánObeso, que había tomado el control de las tierras calientes de Cundinamarca yluego del río Magdalena, lo que le permitió apoderarse de los recursos delpuerto de Honda y de los barcos que conectaban el interior con la costa86. EnBarranquilla Gaitán recibió apoyo financiero de los comerciantes y los libera-les y se apoderó de los recursos de la aduana, con los que pudo aumentar susfuerzas. Pero Gaitán era consciente de que no podría reclutar un gran ejércitoen la costa: a pesar de contar con el apoyo de “la opinión” de casi todaBarranquilla, bastantes recursos y más de cuarenta “generales”, el reclutamien-to encontraba varios obstáculos, como la población escasa y dispersa, pocobelicosa, el poco descontento popular y las rivalidades entre Barranquilla yCartagena. A eso se sumaban otros hechos: Núñez era cartagenero, los radica-les solo gozaban de apoyo político importante en el distrito de la Ciénaga yalgo menos en Santa Marta. Además, Gaitán Obeso era prácticamente desco-nocido en la región87: por ello, prefirió establecer contactos con los rebeldesdel interior, pero éstos fueron rápidamente derrotados.

A Gaitán se le sumaron muchos voluntarios de Santander, Cundinamar-ca, Tolima y Antioquia, un importante armamento llegado del exterior y 800sobrevivientes de los ejércitos de Santander y Boyacá, al mando del generalGabriel Vargas Santos, a quien Gaitán Obeso entregó el mando. Pero estallegada no hizo sino complicar la situación de las fuerzas rebeldes: los jefesrecién llegados, como Sergio Camargo, Daniel Hernández, Fortunato Bernaly Gabriel Vargas Santos, no habían logrado antes una estrategia efectiva ycoordinada en el interior; ni se esperaba que lo lograran ahora. Gaitán Obesoquedó reducido a ser un jefe más de uno contingente entre varios, quedesconfiaban los unos de los otros y cuyos jefes rivalizaban entre sí por mo-tivos de vanidad o personalidad. La discordia entre los santandereanos, queprovenían de un ejército hambriento, y los hombres de Gaitán, que se dabanuna buena vida con los abundantes recursos de que disponían, aumentabacada día. Por todas estas razones, era obvio que el ejército de la costa no erauna fuerza unificada y cohesionada capaz de tomarse a Cartagena88.

85 Gonzalo España, (1985), o. c., pp. 168-175.86 Malcolm Deas, (s.f. ): Pobreza, guerra civil y política. Ricardo Gaitán Obeso y su campaña

en el río Magdalena en Colombia, 1885. Bogotá, Fedesarrollo, p. 18.87 Malcolm Deas (s.f) Pobreza, guerra civil y política. Ricardo Gaitán Obeso y su campaña en

el río Magdalena en Colombia, 1885. Bogotá, Fedesarrollo, pp. 19-20.88 Malcolm Deas, o. c., pp. 21-24.

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Ante la amenaza de verse cercado por los diferentes ejércitos del gobiernoque confluían hacia Cartagena, y la presencia de tres fragatas norteamericanasen la bahía, los rebeldes intentaron un desastroso ataque suicida contraCartagena, que dejó el pie de las murallas convertido en un campo santo89.Después de este fracaso, los generales rebeldes se retiraron al interior del paísmientras se enzarzaban en fuertes disputas sobre el camino a seguir y el mane-jo de los recursos: Vargas Santos renunció entonces al mando supremo, en sureemplazo fue nombrado Sergio Camargo, que fue inicialmente acogido confrenesí, pero que, después de muchas dudas sobre las posibilidades de los re-beldes y acusaciones mutuas entre sus diferentes tendencias, decidió negociarcon el gobierno, al cual terminó pidiendo salvoconducto90. Mientras tanto, lasdeserciones aumentaban, no había un mando efectivo y los rebeldes estabandivididos. Se resolvió entonces remontar el Magdalena, mientras las tropas delgobierno avanzaban sobre Calamar. En la ladera de La Humareda, en El Hobo,distrito de Tamalameque, cerca de Mompox, en un recodo del río, terminaronlas esperanzas de los rebeldes: lograron dominar la margen del río, contra lasfuerzas atrincheradas del general Quintero Calderón, pero a costa de pérdidasenormes, incluidos varios de sus generales y la mayoría de sus barcos, incluidoel Once de Noviembre, que transportaba el armamento y el polvorín91.

Las noticias de Cartagena y La Humareda llevaron a Núñez a anunciar quela Constitución de Rionegro había dejado de existir: era necesario redactar unanueva constitución que pusiera remedio a los trastornos y anarquía resultantesde la descentralización federal. En la exposición de Núñez al Consejo Nacio-nal de Delegatarios es notoria su insistencia en la necesidad del fomento de launidad nacional, la comunicación entre el litoral y el interior del país, el comer-cio interregional y los perjuicios que las guerras civiles han ocasionado a laagricultura, industria y comercio. Además, insiste en la necesidad de mantener,durante algún tiempo, “un fuerte ejército” de carácter nacional que aclimate lapaz92. Y era importante cancelar los enfrentamientos con la Iglesia, que habíanconstituido la frontera entre los partidos: en ese discurso, el presidente Núñezafirmaba que deberían llamarse los sentimientos religiosos en auxilio de la cul-tura social: por eso, el sistema educativo debía basarse en la civilización cristia-na, “por ser ella el alma mater de la civilización del mundo”93.

89 Gonzalo España, (1985), o. c., pp. 177-184.90 Gonzalo España., (1985), o. c., pp. 184-185.91 Gonzalo España, (1985), o. c., pp. 185-190.92 Manuel Antonio Pombo y José Joaquín Guerra, (1951), Constituciones de Colombia, Bogotá,

Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, tomo IV, pp. 188-189.93 Academia Colombiana de Historia. (1983), Antecedentes de la Constitución de 1886, Bogotá,

Editorial Plaza y Janés, p. 30.

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La crisis del sistema federal y del régimen política del radicalismo había idogenerando un cierto consenso sobre la necesidad de introducir algunas refor-mas a la carta de Rionegro, para moderar los excesos del federalismo, especial-mente en materia de orden público. Pero las ideas de reforma, que Núñezimpulsaba, se fueron convirtiendo, por la influencia del doctrinario conserva-dor, Miguel Antonio Caro, en un proyecto totalmente distinto de constitución94.Para Núñez y Caro, había que luchar contra todos los elementos centrífugosque conducían a la fragmentación de la nación: los enfrentamientos Iglesia-Estado, la descentralización fiscal, el federalismo, los localismos yregionalismos, etc. Se retoma la idea de soberanía residente en la Nación, con-cebida como una unidad orgánica, homogénea y corporativa, por encima departicularismos y regionalismos. Se fortalece el ejecutivo central, cuyo períodose alarga a seis años y se centralizan los impuestos y el gasto público. Lospoderes regionales se ven severamente limitados y los gobernadores de losdepartamentos, que reemplazaron a los Estados federales, son nombrados di-rectamente por el presidente. La conservación del orden público, general useccional, correspondía a la Nación, única que podía tener ejército y elementosde guerra. Y la legislación civil, penal, electoral, comercial, minera, judicial yadministrativa eran también exclusivas de la Nación.

Sin embargo, la pretensión de centralización y unidad nacional no se lo-gró plenamente por la resistencia de algunos delegatarios conservadores, detendencia federalista, como los de Antioquia y Cauca, opuestos a la reorga-nización territorial, que se encaminaba a subdividir las macroregiones enunidades más pequeñas, que fueran incapaces de enfrentar al Estado cen-tral. Así, según algunos, el federalismo quedó “vivo en su esencia”: solo secambió el nombre de “estado” por el “departamento”, que, equivalía segúnNúñez, a dejar vivas las antiguas entidades federales por “la ruin e impru-dente ambición de heredar los feudos vacantes”95. Estos límites que la reali-dad social y política imponía al modelo centralizante de unidad nacional seharían mucho más manifiestos en las guerras de 1895 y la llamada guerra delos mil días (1899-1902), donde confluirían la resistencia a un mayorintervencionismo económico del Estado, la disminución de recursos fiscalespor la caída de los precios internacionales del café, la división del partido

94 Gustavo Otero Muñoz, (1951), La vida azarosa de Rafael Núñez. Un hombre y una época,Bogotá, Biblioteca de Historia Nacional, pp. 244-248 y 255-258, e Indalecio Liévano Aguirre,(2002), Rafael Núñez, Bogotá, Intermedio Editores, reedición de María Eugenia Liévano, pp.255-274.

95 Gustavo Samper Bernal, (1957), Breve historia constitucional y política de Colombia, Bogotá,Litografía Colombia, p. 141.

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conservador y la exasperación de la juventud liberal por su exclusión de lavida política.

IV. Las guerras contra la exclusión: los límites a la centralización

Para algunos analistas, como Marco Palacios, el Estado central carecía delos necesarios recursos fiscales para que el proyecto centralizador yhomogenizador de la Regeneración tuviera el éxito esperado. Además, tam-poco poseía el poder político suficientes para imponerlo pues solo era sola-mente apoyado por una red de algunos caciques regionales y locales, con loscuales debía negociar continuamente. Esta necesaria negociación del Estadocentral con los partidos, que seguían comportándose como una federaciónde gamonales con sus respectivas clientelas, limitaba, en la práctica, los ex-cesivos presidencialismo y centralismo de la carta constitucional. Así, aun-que suene paradójico, en muchas ocasiones y lugares, la centralización terminópor fortalecer a los poderes locales y regionales, en vez de debilitarlos96. Enmateria de reordenamiento territorial, el proyecto centralizante no contabacon suficiente fuerza para desmantelar las unidades territoriales de los anti-guos estados federales, en manos de las oligarquías provinciales97. Sin em-bargo, la centralización del ejército y de la administración departamental dela Regeneración produjo el ocaso de los grandes caudillos militares con ejér-citos regionales, que habían caracterizado la mayor parte del siglo XIX, aun-que sin que desapareciera la estructura de poder de gamonales y caciques enlos ámbitos regional y local.

Los problemas se manifestaron cuando desaparecieron de la escena polí-tica Rafael Núñez y Carlos Holguín, muertos en septiembre y octubre de1894, respectivamente. El vicepresidente Miguel Antonio Caro había idomucho más allá de las restricciones legales de la Constitución de 1886 hastacrear, mediante el uso de la legislación transitoria, un aparato legal y electoralque excluía, en la práctica, a los miembros del partido liberal de toda partici-pación en la vida política por medio de las restricciones a la libertad de pren-sa y la manipulación de la organización electoral. El problema era tan graveque el propio Núñez, desde el periódico El Porvenir, había señalado la nece-sidad urgente de darle representación a las minorías. Y los senadores JorgeHolguín y Julio Pérez habían propuesto, desde 1890, la conveniencia de

96 Fernán González, (1997): “Relaciones entre identidad nacional, bipartidismo e Iglesia católica,1820-1886”, en Para leer la Política, CINEP, tomo II, pp. 268-269.

97 Marco Palacios, (1983), El Café en Colombia. 1850-1970. Una historia económica, socialy política. Coedición El Ancora-El Colegio de México, p. 56.

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derogar la ley de facultades extraordinarias. Además, los escándalos de co-rrupción en los contratos de ferrocarriles y las emisiones secretas de papelmoneda del Banco Nacional habían erosionado la credibilidad del gobiernoy caldeado el ambiente político: los debates de la Cámara habían llevado aalgunos a pedir que se acusara a varios ministros, incluido el del Tesoro,Miguel Abadía Méndez98.

Además de la oposición liberal, Caro afrontaba la reacción de los comer-ciantes de exportación e importación y de los banqueros, que habían perdidoel monopolio del crédito con el cambio del patrón oro por el papel moneda.Por otra parte, tampoco el partido conservador cerraba filas en torno al pro-yecto excluyente de Caro frente al liberalismo, ni a su política económica ysocial: esta falta de consenso se hace evidente en la división entre los nacio-nalistas, partidarios de la exclusión de los liberales de la vida pública y de-fensores de las políticas monetarias de la Regeneración, y los históricos,partidarios del acercamiento a los liberales y del retorno a las políticasmonetaristas más ortodoxas.

Esta coyuntura parecía favorecer el levantamiento del partido liberal, perosu sector mayoritario se oponía por considerar que no existía ninguna prepa-ración para la guerra. Por eso, Julio H. Palacios considera que la revoluciónde 1895 fue un aborto producido por la exasperación liberal debido a lasprovocaciones del partido en el gobierno. Estos abusos llevaron al general aSantos Acosta, normalmente adverso a aventuras revolucionarias, a compro-meterse con la rebelión, pensando que el manifiesto de los conservadoreshistóricos, dirigidos por el general Marceliano Vélez, suponía una alianzapara la guerra. Cuando se enteró de que no contaba con el apoyo de Vélez,era muy tarde para detener el movimiento99. Pero, según Palacios, la negati-va de los velistas a apoyar la rebelión no fue suficiente para disminuir lainquina de Caro contra ellos: éste consideraba que el no haber denunciado lapropuesta revolucionaria significaba que los históricos antioqueños mirabanla revolución con “cariñosa simpatía” pero no se atrevían a apoyarla mate-rialmente100.

La falta de preparación hizo que el conflicto tuviera escasa repercusiónnacional: solo hubo levantamientos, fácilmente debelados, en algunas regio-nes de Santander, Tolima, Boyacá y la Costa atlántica, junto con algunas

98 Julio H. Palacios, (s. f.), Historia de mi vida, pp. 39-40.99 Gustavo H. Rodríguez, (1972), Santos Acosta. Caudillo del radicalismo, Bogotá, Instituto

Colombiano de Cultura, Ministerio de Educación Nacional, pp. 223-224.100 Julio H. Palacios, (s. f.), Historia de mi vida, pp. 92-93.

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poblaciones de Cundinamarca, como Facatativá, Viotá y Tocaima. Ladescoordinación de los levantamientos liberales en el interior del país y ladificultad de los rebeldes santandereanos para reunirse con las fuerzas de losliberales venezolanos que venían en su apoyo, contrastó con la labor de Caroen la organización central de la estrategia del gobierno y la coordinación delos diferentes ejércitos, con el apoyo del telégrafo. Y con la celeridad y capa-cidad organizativa del general Rafael Reyes, en sus campañas de Cundina-marca, el río Magdalena y los Santanderes101.

Por eso, la guerra solo duraría cuatro meses, de enero a abril de 1895.Los rebeldes de Cundinamarca fueron derrotados en el alto de la Tribuna,cerca de Facatativá, por el general Rafael Reyes, mientras que Casabiancalograba pacificar el Tolima y el general Próspero Pinzón derrotaba a los re-beldes de Boyacá. El levantamiento del mejicano Garza en Panamá fue fá-cilmente derrotado. En el Magdalena, las guerrillas del general Garizábalofueron derrotadas por fuerzas enviadas desde Ciénaga y Barranquilla. El le-vantamiento de los liberales de Barranquilla, al mando de Clodomiro Casti-llo, después de algunos éxitos iniciales, fue derrotado en Baranoa. En unarápida campaña, Reyes reforzó la defensa de la costa atlántica y del río Magda-lena, y, a marchas forzadas, a través de páramos y desfiladeros, impidió lareunión de las fuerzas rebeldes, apoyadas por liberales venezolanos, quehabían invadido el nororiente del país: el general José María Ruiz, habíacruzado la frontera venezolana por el Táchira y logrado el control de Cúcutay algunas poblaciones vecinas; y otro contingente, al mando de los generalesCampo Elías Gutiérrez (hijo del expresidente Santos Gutiérrez) y Pedro MaríaPinzón había cruzado la frontera por Arauca y se encontraban en El Cocuy.A pocos kilómetros de Capitanejo, el lugar de la proyectada reunión, en elvalle de Enciso, fueron sorprendidas las tropas de Ruiz por Reyes. Para col-mo de males, los sobrevivientes de las tropas de Ruiz fueron aniquilados porel ejército de Gutiérrez, que los atacó por confundirlos con tropas del gobier-no: los venezolanos que acompañaban a Ruiz iban no llevaban el distintivorojo de los liberales colombianos sino el amarillo de los liberales de ese país102.

Como resultado de la guerra de 1895, se acrecentó el prestigio del generalRafael Reyes, tanto dentro del partido de gobierno y como de la disidenciade los históricos, lo que lo convertía en un buen candidato para unificar susfacciones. A la vez, se ganó el respeto del partido liberal por su magnanimi-

101 Julio H. Palacios, (s. f.) o. c., pp. 74-76.102 Eduardo Lemaitre, (1966), Rafael Reyes Biografía de un gran colombiano, Bogotá, Editorial

Iqueima, pp. 148-160.

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dad con los vencidos, lo que significaba la superación de sanguinario que loacompañaba, desde la guerra anterior, por la ejecución de dos amotinados deColón. Palacios destaca cómo Caro también adoptó “una conducta civiliza-da y cristiana” en la represión de la guerra civil, que contrastaba con su opo-sición irreductible a las reformas institucionales que reclamaban losadversarios: no hubo entonces destierros ni confiscaciones. Sin embargo, laexperiencia de la guerra de 1895 no suavizó sino confirmó su estilo autorita-rio y excluyente de gobierno, especialmente contra los conservadores histó-ricos, opuestos a Caro, que seguía resentido por la simpatía de algunos deellos frente a la rebelión103.

Del lado liberal, surgió en la guerra la figura de Rafael Uribe Uribe104,cuya posición beligerante en el partido liberal se veía favorecida por la in-transigencia del gobierno frente a las propuestas reformistas, sobre todo enmateria electoral: en 1892 todavía era Uribe partidario de la oposición pací-fica y solo como último recurso aceptaba la guerra; ya en 1898 estaba liderandola facción guerrerista en contra del pacifismo de Aquileo Parra, nombradodirector del partido liberal. Por otra parte, la oposición de Caro a los conser-vadores históricos lo llevó a acercarse a negociar con el liberalismo con lapropuesta, de aceptar un candidato liberal “aceptable” a la vicepresidenciaque acompañara la candidatura de Antonio Roldán: Camargo le señaló aCaro los resquemores que Roldán suscitaba en el liberalismo por su cercaníaa Núñez, pero que se podría buscar un candidato que no despertara tantasresistencias entre liberales ni conservadores nacionalistas. Pero la propuestafue descartada por ser considerada inviable: se habló de la candidatura delpropio Caro, lo que hubiera necesitado elegir un designado apropiado105.

El desenlace de esas contradicciones se vería en la siguiente guerra, unade las más sangrientas de nuestra historia, la llamada de los Mil días (1899-1901), que fue el resultado de la imposición de la juventud liberal contra lavieja guardia del Olimpo Radical, partidaria de las vías pacíficas para lograrla reforma del régimen político, sobre todo en materia electoral. Así, la gue-rra civil servía como mecanismo de ascenso y de relevo generacional al inte-rior del partido liberal, pero las divisiones internas anteriores y las surgidasen los combates marcaron definitivamente la lucha política interna en el senodel partido liberal durante los años siguientes: la división entre pacifistas y

103 Julio Palacios, (s.f.), o. c., pp. 92-93.104 Julio Palacios, (s.f.), o. c., pp. 71-81.105 Eduardo Rodríguez Piñeres, (1985), Diez años de política liberal, 1892-1902, Bogotá, edición

facsimilar de Editorial Incunables, pp. 35-52.

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belicistas produjo como resultado inmediato el desconcierto de muchos jefeslocales, que impidió la adecuada coordinación del movimiento, y llevó amuchos a lanzarse a luchar en notoria inferioridad de recursos106.

A estos problemas de política interna se sumaba la caída de los precios delcafé en el mercado internacional, que producía un descenso de los precariosingresos del fisco nacional, y consiguientemente, una mayor debilidad delEstado central y un declive en las condiciones de vida de la población de lasregiones cafeteras. Pero el factor desencadenante del conflicto fue el climade desgobierno producido por el intento de Miguel Antonio Caro de perpe-tuarse en el poder a través del presidente Sanclemente y del vicepresidenteMarroquín. La precaria salud del octogenario Sanclemente hizo que el vice-presidente Marroquín asumiera la presidencia en agosto de 1898, pero susintentos iniciales de apertura y acercamiento a liberales e históricos hicieronque Caro llamara a Sanclemente a asumir el mando. Marroquín había sus-pendido el impuesto a la exportación de café y llevado al Congreso leyesreformatorias de la ley de prensa y de la legislación electoral, con el fin dedar participación a las minorías, lo mismo que la derogación de la llamadaley de los caballos. Estos hechos fortificaron a los sectores belicistas de am-bos partidos y acercaron a los conservadores históricos al liberalismo: elconservatismo histórico se declaró desligado de todo vínculo con el gobier-no nacionalista, al que no se sentían obligados a defender. Sin embargo, elgrueso de los conservadores históricos terminaría, gradualmente, por ir ce-rrando filas en torno a la defensa del gobierno conservador.

La guerra se inició en Santander, de tradición guerrera y de mayoría libe-ral, bastante golpeado por la crisis económica, cuya cercanía a Venezuelafavorecía el ingreso de armas, que se esperaba serían provistas por el gobier-no amigo de Cipriano Castro. Pero los rebeldes no lograron constituir allí unejército unificado sino una abigarrada concentración de soldados y generalesrivales entre sí, con celos e inquinas, fomentados por la ausencia del jefesupremo del liberalismo y de la guerra, el anciano general Gabriel VargasSantos. Las tensiones se fueron polarizando por encima de los intereses indi-viduales hasta constituir tres ejércitos, no muy cohesionados entre sí, en tor-no a tres personalidades: Benjamín Herrera, Justo Durán y Rafael Uribe Uribe.Pero tampoco los ejércitos conservadores eran modelo de unidad y coordi-nación, sino que la pugna entre los altos jefes militares reflejaba la división

106 Carlos Eduardo Jaramillo, 1989, (A), “Antecedentes generales de la guerra de los mil días ygolpe de estado del 31 de julio de 1900”, en Nueva Historia de Colombia, Bogotá, EditorialPlaneta Colombiano, p. 76.

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del partido conservador entre nacionalistas e históricos, que se acrecentabapor las ambiciones personales de mando, de modo que la fidelidad partidistaera preferible a la buena formación y capacidad militares107.

Había demasiados generales y tantas ambiciones como generales: las ri-validades entre los generales conservadores Isaías Luján, Manuel Casabiancay Vicente Villamizar impidieron consolidar la victoria conservadora sobrelos liberales de Uribe Uribe, que habían sido derrotados en Piedecuesta y enBucaramanga. En vísperas de la batalla de Peralonso, se encargó del mandoal general Vicente Villamizar, menos prestigioso que sus rivales Casabianca,Luján, Holguín y Cuervo Márquez, pero que gozaba de la confianza políticadel ministro de guerra, José Santos108. El retiro de Casabianca facilitó la inex-plicable –desde el punto de vista militar– derrota de los conservadores en elpuente sobre el río Peralonso, que consagró el prestigio de Uribe Uribe comocaudillo. Esta derrota conservadora ha sido atribuida al deseo delconservatismo nacionalista de prolongar la guerra, que representaba una opor-tunidad para salir de la crisis económica y para liquidar del todo a su oponen-te liberal. Pero los liberales no aprovecharon la oportunidad de marchar haciaBogotá, sino que se dedicaron a reorganizar sus fuerzas y esperar más pertre-chos de Venezuela.

Entre tanto, los conservadores unificaron el mando de sus operacionesbajo Casabianca, como ministro de guerra, y Próspero Pinzón como jefe delejército, que intentó cercar a los ejércitos liberales. Inicialmente, Herrera yUribe Uribe lograron resistir al cerco y triunfar en Gramalote y Terán. Final-mente, el general Vargas Santos decide avanzar con todas las fuerzas reuni-das hacia el interior del país hasta encontrarse, el 11 de mayo de 1900, conlas fuerzas conservadoras del general Próspero Pinzón en Palonegro, dondese combate hasta el 26 del mismo mes. Fue un combate de grandes propor-ciones, sin mucha táctica, donde no se emprendió ninguna acción de enver-gadura sino una serie de escaramuzas, en una extensa acción de desgaste,donde se impuso el ejército conservador por su superioridad en hombres yrecursos. Los sobrevivientes liberales se retiraron por una ruta selvática, cuyainsalubridad, fiebres y fieras casi terminaron con lo poco que se salvó dePalonegro. La caída de Cúcuta en agosto de 1900 señala el fin de la guerraregular en Santander109.

107 Carlos Eduardo Jaramillo, (1989)., (A), o. c., pp. 78-79.108 Jorge Villegas y José Yunis, (1979), La guerra de los Mil días, Bogotá, Carlos Valencia

editores, p. 56.109 Carlos Eduardo Jaramillo, 1989 (B), “La guerra de los Mil días, 1899-1902”, en Nueva

Historia de Colombia, Bogotá, Editorial Planeta Colombiano, pp. 93-97.

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Por otra parte, la temprana derrota de los liberales en Los Obispos,cerca de Gamarra, en el río Magdalena, había producido el aislamiento delos liberales del interior, que no podían recibir pertrechos del exterior, nirealizar acciones conjuntas en los departamentos de Bolívar y Magdalena.En la zona de Riohacha, único puerto marítimo en poder de los liberales,los generales Justo Durán y Siervo Sarmiento habían logrado algunos éxi-tos iniciales, pero Sarmiento muere de fiebre amarilla y Durán fracasa ensu intento de tomarse a Santa Marta. Uribe Uribe trató luego de reorgani-zar las fuerzas liberales en las Sabanas de Bolívar, donde logró la toma deCorozal pero es derrotado en Ciénaga de Oro, a manos de Pedro Nel Ospina.Uribe se reúne en Riohacha, adonde se habían retirado Vargas Santos yHerrera: como la guerra de guerrillas en las difíciles condiciones de la cos-ta no atraía a estos generales, que preferían las operaciones regulares, ellosse trasladan al extranjero.

En el Suroccidente del país, los liberales habían iniciado la guerracon mucho entusiasmo, confiados en el apoyo del presidente ecuatoria-no Eloy Alfaro, pero fueron rápidamente derrotados en Simancas yRumichaca. Los conservadores colombianos, unidos a los ecuatoria-nos, llevaron la guerra a Tulcán, donde a su vez fueron derrotados porlos liberales de los dos países al mando de González Carró. Este tratóde consolidarse en el territorio colombiano, pero fue derrotado cercade Ipiales por los generales Lucio Velasco y Gustavo Guerrero, que loobligaron a retirarse al territorio ecuatoriano. Esta acción es completa-da en la Costa Pacífica por el general Carlos Albán, que derrota a losliberales en Buenaventura, las selvas de Anchicayá y Tumaco, que estomada el 3 de diciembre de 1900.

En el sur del país, las intervenciones del obispo de Pasto, San EzequielMoreno, canonizado por el papa Juan Pablo II, ejemplificaban la líneamás extremista de la identificación de la jerarquía católica con la causadel partido conservador, pues llegaban a calificar nuestras guerras civilescomo “guerras de religión” y a señalar la rebelión de los liberales contrael gobierno como un episodio más de la guerra que la revolución hacíacontra la Iglesia católica. La guerra civil de entonces era presentada porel prelado como castigo de Dios por nuestros pecados, pero afirmaba queDios podía sacar de ella “grandísimos bienes”, como el súbito incremen-to de “la sana y recta aversión que se debe tener a las ideas liberales”...Normalmente sus pastorales terminaban con una exhortación al pueblocatólico a pelear las “batallas del Señor” para lo cual repetía el grito de la

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primera Cruzada: “¡A pelear por nuestra Religión Dios lo quiere!”110. Porello, no era extraño que el final de sus pastorales fuera utilizado por un gene-ral conservador para arengar a sus tropas antes de entrar en batalla. Además,el apoyo del obispo a la causa conservadora no se reducía al apoyo moralsino que se concretó en ayuda financiera para sus ejércitos. Esto hizo decir auno de los biógrafos del santo, el padre Toribio Mingüella, que el éxito delconservatismo en la campaña del sur se debió más a las intervenciones delobispo Moreno que a la bravura y pericia de los generales111.

El santo prelado no tenía inconveniente en defender explícitamente lanecesidad de que los sacerdotes intervinieran directamente en política cuan-do consideraban que se estaba atacando a la religión: lo contrario sería co-bardía y falta, pues no había que dejarse seducir por “un exagerado amor ala paz”, que a veces no era sino “complicidad con el infierno”. Por ello,sostenía que los clérigos podían exhortar a los católicos a tomar las armas enuna guerra justa como la de entonces, pues la hacían los revolucionarios paradestronar a Cristo. Es más, afirmaba incluso que los mismos sacerdotes po-drían tomar las armas para defender su propia vida o la de un soldado ino-cente, o, “si fuere necesario para reportar un triunfo del que pendiera laconservación de la Religión en los pueblos”112.

En cambio, desde los años previos al desencadenamiento de la guerra,este clima de polarización tenía preocupado al arzobispo de Bogotá, Bernar-do Herrera Restrepo: en junio de 1897, el arzobispo lamentaba el clima deinjurias e insultos reinante entre los escritores públicos, incluso los católicos,que han llegado incluso a considerar lícito el duelo armado para dirimir suscontiendas. Se quejaba el arzobispo de los escritores públicos que se atrevíana señalar a los prelados de la iglesia el camino que deben seguir y se esforza-ban por situar el debate político en el terreno religioso, poniendo en duda lossentimientos católicos y las convicciones políticas de los adversarios. E insis-te en defender la misión pacificadora de los prelados, “cuando las pasionesse enardecen”, y amonesta a todos a buscar la solución de las cuestiones quedividen a los colombianos “en el terreno de la caridad”113.

110 Ezequiel Moreno y Díaz, (1908), Cartas pastorales, circulares y otros escritos, Madrid,Imprenta de la hija de Gómez Fuentenebro, pp. 210-228.

111 Toribio Mingüella, (1909), Biografía del ilustrísimo Sr. Dr. Fr. Ezequiel Moreno y Díaz,Barcelona, Luis Gili editor, pp. 224-228.

112 Ezequiel Moreno y Díaz, (1908), o. c., p. 273.113 Bernardo Herrera Restrepo, (1912), Pastorales, circulares, decretos y otros documentos,

Bogotá, Imprenta de San Bernardo, tomo I, pp. 410-414.

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Esta posición conciliatoria del arzobispo contrastaba con el fuerte apoyodel bajo clero y de los conservadores de los pueblos de Cundinamarca al nom-bramiento del ultraderechista general Arístides Fernández como ministro deguerra de Marroquín. Fernández, como gobernador militar de Cundinamarcahabía sido el responsable de la represión antiliberal: la juventud conservadoraextremista del colegio San Bartolomé, dirigido por los jesuitas, ofreció su res-paldo entusiasta a Fernández, cuando éste amenazó con fusilar a cuatro prisio-neros liberales si no eran puestos en libertad cuatro oficiales conservadores quela guerrilla liberal tenía en su poder. Esto alarmó a Miguel Antonio Caro, queredactó una carta pública de protesta dirigida a Felipe Fermín Paúl, entoncesministro de relaciones exteriores, nacionalista de vieja data y hermano del di-funto arzobispo José Telésforo Paúl. La carta de Caro fue respaldada por otrosdoce prominentes nacionalistas: se temía que Fernández desencadenara un ré-gimen del terror e imposibilitara la paz. Solo la intervención del arzobispoHerrera Restrepo y del representante de la Santa Sede logró hacer desistir aFernández de sus macabras amenazas. En un mitin político de apoyo a la polí-tica de mano dura de Fernández, que lo presentaba como el salvador enviado aextirpar el cáncer del radicalismo liberal, éste proclamó que la causa del go-bierno era “la causa de Dios, de la civilización y del engrandecimiento de lapatria”. Según Charles Bergquist, Fernández coincidía con Marroquín en laconvicción de que la revuelta liberal era parte de una conspiración internacio-nal contra la soberanía nacional y las bases mismas de la sociedad católica114.

A pesar de esta polarización, algunos sacerdotes, sobre todo en los depar-tamentos de Panamá y Bolívar, lograron mantener su neutralidad para pres-tar auxilios espirituales a los soldados de uno u otro bando. En cambio, otrosasumieron una actitud más beligerante: según el sociólogo e historiador, Car-los Eduardo Jaramillo, el caso más notable de ellos fue el jesuita guatemalte-co, Luis Javier España, que murió en el combate del Alto de la Cruz, cercade Viotá, cuando combinaba sus labores de capellán con las de coronel efec-tivo115. Esta versión es desmentida por el historiador jesuita, Luis JavierMuñoz, futuro arzobispo de Guatemala: según él, el P. España murió cuandose dirigía a prestar asistencia espiritual a un herido. Y otros trece jesuitas sedesempeñaron como capellanes del ejército, de los cuales murieron otros dosen la guerra, los padres Cecilio Morán y Guillermo Gómez, víctimas de en-

114 Charles Bergquist, (1981), Café y conflicto en Colombia, 1886-1910. La Guerra de los mildías: sus antecedentes y consecuencias, Medellín, FAES y Banco de la República, pp. 203-214, especialmente las pp. 207 y 211.

115 Carlos E. Jaramillo, (1991), Bogotá, Los guerrilleros del novecientos, Bogotá, CEREC, pp.320-324.

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fermedades contraídas en las campañas116. Además, anota el mismo Jaramillo,en algunos sacerdotes encontró el ejército conservador “el mayor y másconfiable servicio de espionaje”, dada la presencia del clero en los lugaresmás apartados del territorio.

Ya durante la guerra, el arzobispo Herrera Restrepo seguía insistiendo en labúsqueda de la paz: en su balance sobre el fin del siglo XIX, en noviembre de1900, declaraba que su corazón de cristiano y patriota estaba acongojado “anteel espectáculo de tantas discordias civiles”. Por eso, pedía reiteradamente quetodos escucharan el lenguaje de la paz y de la caridad de Jesucristo lamentan-do que sus que sus exhortaciones hayan resultado fallidas e insistiendo nueva-mente en la necesidad de hacer cesar “los horrores de una guerra tan larga ydesastrosa”. Y ofrecía su apoyo moral para “el apaciguamiento de los áni-mos”117. Más adelante, hacia los finales de la guerra, en septiembre de 1901, elprelado pidió considerar la responsabilidad que tenían los responsables de suprolongación por la sangre derramada de las victimas pasadas y futuras de laguerra, incluyendo a los encargados del poder público que no hayan procedi-do según la voluntad de Dios. La búsqueda desordenada de los bienes terrena-les hace que muchos estén dispuestos a prolongar la guerra: tanto empuñandolas armas para buscar su propio interés, como alentando, desde lugar seguro, alos combatientes con comunicaciones contrarias a la verdad, que enardecen alos contendores...” En ese mensaje pastoral, el prelado condenaba la rebelión:no era lícito a ningún hijo de la iglesia, “sancionar, siquiera sea con su silencio,las doctrinas que apoyan “la bandera de la revolución en nombre de principiosque están condenados por la Iglesia(...)”. Entre ellas, la consideración del“pretendido derecho de alzarse en armas contra la autoridad” como “ justo ylegítimo” y la afirmación de que la libertad humana es ilimitada, como funda-mentos de “las leyes y las instituciones de la República...”118. La guerra, sostie-ne el prelado, “nada remedia” sino que “agrava los males, enardece los ánimosy lleva a la pérdida eterna a muchísimos hombres”, que mueren con “el cora-zón emponzoñado por el odio, el deseo de venganza y muchísimas otras malaspasiones”119.

116 Luis Javier Muñoz, S.J., (1920), Notas históricas sobre la Compañía de Jesús restablecidaen Colombia y Centro América, Oña, Imprenta privada del Colegio, pp. 92-94.

117 Bernardo Herrera Restrepo, (1912), Pastorales, circulares, decretos y otros documentos,Bogotá, Imprenta de San Bernardo, tomo I, pp. 608-610.

118 Bernardo Herrera Restrepo, (1916), Pastorales, circulares, decretos y otros documentos,Bogotá, Imprenta de San Bernardo, tomo II, pp. 30- 34.

119 Bernardo Herrera Restrepo, (1912), Pastorales, circulares, decretos y otros documentos,Bogotá, Imprenta de San Bernardo, tomo I, pp. 608-610

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BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 200674

Las derrotas liberales en las batallas formales entre ejércitos organizadosredujeron la actividad militar a la guerra de guerrillas en el centro del depar-tamento del Cauca, donde se formaron grupos desde el valle del Patía hastael actual Quindío en sus límites con el Tolima. Esta lucha guerrillera arrastróconsigo a la población indígena, especialmente a Paeces y Guambianos, querepartieron sus adhesiones entre los dos partidos120. Así, este conflicto va amostrar nuevamente la importancia de la influencia del tipo de poblamientoy su influjo en los conflictos agrarios posteriores a ella: en las zonas de lasvertientes cordilleranas, colonizadas tardíamente (a partir de la segunda mi-tad del siglo XVIII) y de una manera bastante espontánea, se habían forma-do unas sociedades bastante marginadas de los controles sociales, familiares,religiosos y políticos que caracterizaban a los núcleos poblacionales origina-les. El contraste entre la colonización tardía y la previa se reflejará en las dosetapas de la guerra de los mil días y en sus respectivos escenarios: los ejérci-tos más o menos organizados, al mando de generales-caballeros, se enfren-tarán en batallas en las zonas centrales del país, de poblamiento más tradicionaly orgánico, mientras que la lucha de guerrillas, comandadas por caudillospopulares espontáneos se desarrollará básicamente en las zonas de vertiente,de poblamiento aluvional e inorgánico.

Esta situación se hace visible en el occidente de Cundinamarca y de lazona montañosa del centro-norte del actual Tolima, el valle del Magdalena,desde Honda hasta Neiva, con las vertientes cordilleranas que lo circundan,llegando por el oriente hasta el piedemonte llanero y por el occidente hastalas cercanías de Popayán. En estas áreas, se destacan los llanos de Ambalemay la región quebrada del occidente de Cundinamarca como escenario naturalde la acción guerrillera. En Cundinamarca, los focos principales de la activi-dad guerrillera fueron las provincias de Sumapaz y Tequendama en el su-roeste y de La Palma en el noroeste121.

En estas zonas también se hará más evidente la tendencia a la degenera-ción del conflicto político hacia formas de bandolerización, guerra sucia ylimpieza social. También será obvia la desconfianza de la dirigencia liberalde carácter nacional frente a la guerra de guerrillas, por basarse en una movi-lización popular relativamente autónoma y semianárquica, que en cualquiermomento podría salirse de madre. Esto hacía que los jefes liberales toleraranpero no apreciaran la lucha y organización espontáneas de los grupos guerri-lleros. Según Bergquist, la guerra de guerrillas socavaba el control político

120 Carlos Eduardo Jaramillo, (1991), o. c., pp. 107-109.121 Marco Palacios, (1983), o. c., pp.156-157.

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de la clase alta sobre la población campesina independiente. En este “miedoal pueblo” coinciden los jefes tradicionales del Olimpo Radical con los jóve-nes dirigentes, partidarios de la opción armada. Por eso, sostiene Carlos Eduar-do Jaramillo, la lucha guerrillera se impuso en el liberalismo por encima de lavoluntad de sus grandes jefes como Gabriel Vargas Santos, Foción Soto,Benjamín Herrera, Rafael Uribe Uribe y Justo Durán, que abogaban “por laconstitución de fuerzas regulares y de verdaderos ejércitos liberales”. Peroesto era casi imposible por el aislamiento de las regiones del país, el controldel gobierno sobre las ciudades, trenes y el río Magdalena, junto con la frag-mentación del poder, representada por “la elevada autonomía de generales,jefes, patronos y caudillos locales y la marcada propensión de éstos a dispu-tarse entre sí” 122.

Esta desconfianza y aversión a la guerra de guerrillas, la incapacidad deconseguir más recursos en otros países hispanoamericanos y el convenci-miento de la imposibilidad de ganar la guerra se refleja en el alegato de UribeUribe a favor de la paz, a mediados de abril de 1901. Pero su propuesta fueentonces rechazada por ambos bandos, lo que mostraba, según Bergquist,tanto la intransigencia de los jefes revolucionarios como el grado en que losacontecimientos habían terminado por escapar al control de los dirigentes123.Por otra parte, la guerra de guerrillas empeoraba los efectos de la depresióndel café, estimulaba la mayor emisión de papel moneda y contribuía a forta-lecer el poder de los sectores más intransigentes y antirreformistas del partidoconservador124. Otro de los problemas de la lucha guerrillera y de su consi-guiente represión fue llevar los enfrentamientos a niveles impensados de fe-rocidad y sevicia, tanto por parte de los guerrilleros liberales como de lamano dura de los generales enviados a combatirlos, que recurrían a los mis-mos mecanismos.

Por otra parte, el descontento entre conservadores históricos y nacionalis-tas por el desprestigio e ineficiencia de la administración Sanclemente y larenuencia de éste a las negociaciones de paz propuestas por algunos jefesliberales llevaron al golpe de estado del 31 de julio de 1900. Se esperaba que

122 Carlos Eduardo Jaramillo, (1989B), “La guerra de los Mil Días, 1899-1902”, en NuevaHistoria de Colombia, Ed. Planeta Colombiana, 1989, pp. 89-90.

123 Charles Bergquist, (1981), Café y Conflicto en Colombia, 1886-1910. La guerra de los mildías: sus antecedentes y consecuencias., Medellín, Fondo de Publicaciones FAES, p. 201-202. Cfr. también a Jorge Villegas y José Yunis, La guerra de los mil días, antes citada, pp.71-72.

124 Charles Bergquist, (1981), o. c., p. 183.

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su reemplazo, el vicepresidente Marroquín, adoptara una posición más paci-fista y tolerante, pero los sectores guerreristas del partido conservador, lideradospor el general Aristides Fernández, jefe de la policía, lograron consolidarsedentro de los aparatos del Estado. Fernández, en contra de lo conversadopreviamente con el jefe liberal Aquileo Parra, fue nombrado gobernador deCundinamarca con el fin de fortalecer la política represiva contra las guerri-llas liberales del departamento. Por su parte, Marroquín desautorizó las con-versaciones de paz que adelantaban varios de sus ministros, como CarlosMartínez Silva, Miguel Abadía Méndez y Guillermo Quintero Calderón.

A su regreso al país, Uribe fracasa en sus nuevos intentos de campaña enlos Llanos Orientales y Cundinamarca y se dirige entonces a la costa atlánti-ca para asumir el mando de las fuerzas que habían logrado el control de lasprovincias de Padilla y Valledupar. Ataca a Ciénaga pero es nuevamentederrotado: esas sucesivas derrotas lo llevaron a buscar la paz, que se firmóel 25 de octubre de 1902 en la finca Nerlandia125. Por su parte, BenjamínHerrera también decidió firmar la paz el 21 de noviembre de 1902 en elacorazado Wisconsin, de la armada norteamericana, a pesar de que habíalogrado realizar una campaña victoriosa en Panamá, que fue bloqueada ensu avance ulterior por la intervención de las tropas norteamericanas.

El final de la contienda se caracterizó por la represión conservadora,legal o ilegal126, y la limpieza social ejecutada por enemigos o antiguoscompañeros: la intolerancia de los conservadores recalcitrantes, como elministro de guerra Aristides Fernández, dificultó la entrega de muchos gue-rrilleros, pues los ultraconservadores y ultracatólicos veían en la guerra “laoportunidad más propicia para acabar definitivamente con su oponentepolítico por la vía del exterminio físico”127. Así, se aplicaba intensivamentela pena de muerte ignorando pasaportes y salvoconductos y aceptandosolo la rendición incondicional: las presiones del alto mando hacían quelos oficiales no supieran si había que respetar los salvoconductos o si eranun simple engaño para sus poseedores. No faltaron los oficiales que pedíanpermiso anticipado para fusilar a guerrilleros, odiados por ellos, que pre-sentían iban a entregarse. Varios jefes fueron fusilados antes de cumplirseel plazo para acogerse al indulto o después de haberse firmado la paz, mien-tras que algunos prisioneros eran simplemente asesinados, sin fórmula dejuicio. Se dio el caso de anularse un consejo de guerra que había absuelto

125 Carlos Eduardo Jaramillo, (1989B), o. c., pp. 104-107.126 Carlos Eduardo Jaramillo, (1989B), o. c., pp. 98-102.127 Carlos Eduardo Jaramillo, (1991), o. c., p. 339.

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a algunos jefes guerrilleros por haber sido “mal recibido por la oficiali-dad”, para convocar un nuevo juicio que concluyera con el fusilamiento delos acusados. No faltaron los oficiales que tomaron justicia por mano pro-pia contra prisioneros, así estuvieran amparados por salvoconductos delgobierno128. Además, los pactos de caballeros entre jefes regionales y loca-les y los respectivos salvoconductos con frecuencia solo tenían vigencialocal, dada la fragmentación del poder existente también en las fuerzas delgobierno. Fuera de la zona controlada por el respectivo jefe, nadie podíagarantizar la eficacia del salvoconducto, dada la incomunicación, la indis-ciplina y el desorden que reinaba en las fuerzas del gobierno. Todo estoretardó el fin de las hostilidades e hizo que muchos jefes guerrilleros termi-naran por retomar las armas o por desactivar simplemente sus fuerzas, mar-ginándose de la contienda y perdiéndose en el monte.

Además, el decreto de indulto del 12 de junio de 1902 no otorgaba garan-tías generales sino que dejaba amplio espacio para la interpretación subjeti-va, que permitía al gobierno exceptuar de él a quien quisiera, para fusilarlo.La amañada aplicación de los decretos facilitó al gobierno el acoso a muchosde los indultados, obligándoles a negociar su vida a cambio de las delacionesy entrega de otros compañeros, que eran ordinariamente fusilados. Estas de-laciones eran facilitadas por la descomposición de muchas de las guerrillasliberales, que terminaban por comportarse como “bandas de asaltantes sinpartido”: muchos guerrilleros descompuestos cambiaban fácilmente de ban-do y se ponían al servicio del gobierno, algunos por amenazas de muerte yotros por dinero, para “cazar a sus antiguos compañeros sin remordimien-tos”129. Esto respondía a que la guerra había “brutalizado y descompuesto amuchos jefes que habían convertido a sus hombres en grupos de pandillerosy salteadores que hacían caso omiso de las órdenes superiores”130. El resulta-do de todo eso en el Tolima y occidente de Cundinamarca fue que la termi-nación de la guerra revistió tal brutalidad y crueldad, que los intentos deaclimatar la paz resultaron precarios131.

Entre esos esfuerzos por aclimatar la paz, se destacaban los llamados delarzobispo Herrera Restrepo a la concordia y la unión por medio de un Votonacional al Sagrado Corazón, para conseguir que todos vivieran “como her-manos, unidos con los vínculos de una misma fe y animados con el fuego de

128 Carlos Eduardo Jaramillo, (1991), o. c., pp. 359-365.129 Carlos Eduardo Jaramillo, (1991), o. c., pp. 347-348.130 Carlos Eduardo Jaramillo, (1991), o. c., p. 340.131 Carlos Eduardo Jaramillo, (1991), o. c., p. 368.

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un mismo amor, que dimana del Sagrado Corazón de Jesús”. El preladoexhortaba a todos los colombianos a pedir al Sagrado Corazón que cesaranlos males que afligían al país para que se vieran “ lucir días de esperanza, debienestar y de progreso, mediante el respeto y acatamiento a la ley de Dios,la unión y la concordia de los ánimos”. A esto se debería añadir “ la resolu-ción firme y unánime de renunciar para siempre a los medios violentos de laguerra”: estos medios nada han remediado hasta ahora ni se espera que lohagan en el futuro, pero reconoce que a veces esos males son verdaderos,aunque casi siempre se exageran “para alzar el estandarte de la rebelión ycausar ruinas y muertes sin número ni medida”132.

El arzobispo reitera, en mayo de 1902, que la Iglesia rechaza la rebeldíacontra la autoridad legítima, incluso cuando los gobernantes abusan de supoder en contra de ella, pero reconociendo que la guerra civil, a diferenciade las demás calamidades públicas, no es el resultado inevitable e imprevistode las fuerzas de la naturaleza, sino, “de ordinario, obra de injusticia volunta-ria, prevista, aceptada, apetecida y provocada con designios criminales”. Yafirma que la guerra es siempre un “mal deplorable” que sacrifica la vidahumana como “vil mercancía”, aunque produzca algunos bienes. Su conde-na de la guerra y la sedición, “en nombre de la santa Iglesia nuestra Madre”,se basa en las palabras de León XIII que piden la obediencia al gobiernovigente, haciendo abstracción de la forma de gobierno. Por eso, el arzobispopide, “a los que en mala hora enarbolaron el estandarte de la rebelión”, quereconozcan su responsabilidad, para que el Señor los ilumine y atraiga al“sendero de la justicia y el bien”. Lo mismo exige a los que cooperaron conella, aunque no hubieran empuñado las armas, pues son igualmente respon-sables de sus males, sin correr peligros. También pide reconocer su respon-sabilidad “a la gran masa de ciudadanos pacíficos”, que sufrieron lasconsecuencias de la guerra pero que, debido a sus intereses propios y respe-tos humanos, no actuaron a favor de la paz. Finalmente, recuerda a las auto-ridades públicas su deber: el restablecimiento de la paz y el respeto de losderechos legítimos de todos133.

En contraste con la poca acogida que tuvieron sus exhortaciones a favorde la paz, el arzobispo se muestra ahora regocijado al ver comenzar en Co-lombia “una nueva era de paz, de una paz que confiamos en Dios no ha devolver a perturbarse”. Es interesante la manera como argumenta el prelado a

132 Bernardo Herrera Restrepo, (1916), Pastorales, circulares, decretos y otros documentos,Bogotá, Imprenta de San Bernardo, tomo II, pp. 80-92.

133 Bernardo Herrera Restrepo, (1916), o. c., tomo II, pp. 83-87.

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favor de la paz: el origen común de los colombianos, el fin que comparten yel mismo vínculo “de la fe cristiana y católica que profesaron los fundadoresde la república”, los deben llevar a deponer “para siempre los odios y renco-res”, a cumplir los deberes de cada uno, a consagrarse al bien de la Patria,“procurando restaurar el edificio social sobre las bases sólidas de una severamoralidad, de una estricta justicia, de una religión profunda...” Por una parte,pide a los encargados del poder, inspirarse en “sentimientos verdaderamentecristianos, a fin de que puedan mantener el orden, devolver la confianza yhacer respetar los derechos de todos”. Y por otra, exhorta a los “súbditos”que “obedezcan a la autoridad constituida, acaten el imperio de la ley y apro-vechen las amargas lecciones de la experiencia”. Esta experiencia enseñaque las sediciones, además de inmorales e injustas, no remedian ningunosmales sino que producen muchos daños, “en su mayor parte irreparables”.Por último, pide a los sacerdotes “redoblar sus esfuerzos para curar las heri-das de las almas, apaciguar las discordias que dividen a los pueblos y atendercon toda solicitud al alivio de tantas miserias como la guerra ha sembrado entodas partes”134.

A manera de conclusión

La argumentación del arzobispo en pro de la concordia y la paz, basadaen el origen y la fe cristiana comunes a todos los colombianos, iba en contravíade la escisión política de la comunidad nacional en grupos contrapuestos decopartidarios. La historia posterior mostraría que no bastaban las exhortacio-nes morales para conseguir la paz: las luchas internas del partido conserva-dor durante la llamada “República conservadora”, la limitación a laparticipación del liberalismo (aunque matizada con su mayor reconocimien-to como perpetua minoría en lo electoral y legislativo), el surgimiento de laagitación social en el campo y la ciudad, los brotes regionales de violencia enlos años treinta, la polarización en torno a las reformas modernizantes deesos años y la Violencia desencadenada en los años cuarenta y cincuenta,seguirían moviéndose dentro de una nacionalidad y ciudadanía escindidas.

El recorrido histórico por las guerras del siglo XIX, donde se contrapo-nen estas dos comunidades imaginadas, mutuamente excluyentes y separa-das por la bandera religiosa, muestra las dificultades que se presentaban parael surgimiento y desarrollo de una conciencia común de nación. En contravíade la identidad con la nación, esta historia nos enseña que la exclusión demedio país, por motivaciones políticas de diverso orden, terminó por fortale-

134 Bernardo Herrera Restrepo, (1916), o. c., tomo II, pp. 107-111.

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cer la pertenencia a los partidos tradicionales como elemento de identifica-ción más fuerte que la identidad con el propio Estado nación135. En resumen,las guerras internas fortalecieron aún más el modelo bipartidista de articula-ción entre nación, regiones y localidades, lo mismo que su capacidad paraexpresar, así fuera en forma ambigua, las tensiones de la sociedad.

Ese fortalecimiento significó la consolidación de un estilo escindido deciudadanía, donde la identificación con la nación pasa por la adhesión a unode los partidos tradicionales y el rechazo o exclusión de los adversarios. Nose produjo una comunidad imaginada de compatriotas, con un pasado, pre-sente y futuro comunes sino que se consolidaron dos comunidades contra-puestas de copartidarios, cada una con una historia propia y un panteón dehéroes, que son los villanos de la otra. Estas comunidades imaginadas, querepresentaban confederaciones de redes regionales y locales de poderes ysus respectivas clientelas interrelacionaron a las regiones y sus pobladoresentre sí y establecieron puentes entre las instituciones del Estado central y lasdiversas regiones y territorios. Y representaron también una cierta inclusiónde las clases populares a la vida nacional pero no basadas en su organiza-ción autónoma sino en la subordinación clientelista a los grupos existentesde poder. Por otra parte, la manera como esas comunidades imaginadas cu-brían otras identidades y exclusiones hacía que tampoco fueran homogéneassino también escindidas por enfrentamientos de diversa índole.

Especialmente, la Guerra de los Mil días va a tener una importancia paralos imaginarios políticos del siglo XX. los enfrentamientos entre regiones,localidades y familias, junto con los desmanes y retaliaciones ocurridos, du-rante y después de la guerra, van a sembrar un clima de resentimiento y unambiente de “venganza de sangre” entre poblaciones, grupos y familias ri-vales, que darán frutos de violencia en los conflictos de los años treinta y delos cincuenta. El recuerdo de los sucesos de la guerra de los mil días dejaráun recuerdo indeleble en el imaginario de la violencia posterior: la ciudada-nía escindida en los dos partidos tradicionales que se excluían mutuamentede la pertenencia a la Nación como comunidad imaginada impidió ver a losadversarios como compatriotas y redujo la pertenencia a la Nación a loscopartidarios.

135 Jorge Orlando Melo, (1989): “Etnia, región y nación. El fluctuante discurso de la identidad”,en IDENTIDAD. Memorias del simposio Identidad étnica, identidad regional, identidadnacional, V Congreso de Antropología, ICAN-COLCULTURA, Villa de Leiva, pp. 38-39.