equinoccio - una cabeza pende en olta

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PLEMENTO ESPECIAL /// CRITICA CULTUR SUPLEMENTO ESPECIAL >>> Literatura & Ideas / Diciembre de 2012 UNA CABEZA PENDE EN OLTA: El asesinato del “Chacho” Ángel Vicente Peñaloza (1863) Escribe: Rubén Manasés ACHDJIAN Єquinoccio es una publicación de política y cultura en tiempos de desencanto/ Editor: Rubén Manasés Achdjian/ Editado en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina / [email protected] [email protected]

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Revista Argentina de Política & Cultura.

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Page 1: Equinoccio - Una Cabeza Pende en Olta

PLEMENTO ESPECIAL /// CRITICA CULTUR

SUPLEMENTO ESPECIAL >>> Literatura & Ideas / Diciembre de 2012

UNA CABEZA PENDE EN OLTA: El asesinato del “Chacho” Ángel Vicente Peñaloza (1863)

Escribe: Rubén Manasés ACHDJIAN

Єquinoccio es una publicación de política y cultura en tiempos de desencanto/ Editor: Rubén Manasés Achdjian/ Editado en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina / [email protected]

[email protected]

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n noviembre de 1863, la adormilada vida de Olta se vio zamarreada por un espectáculo morboso. En la plaza de aquel villorrio rio-

jano, de la punta de una pica, alguien había mandado a colgar una cabeza.

Todos los que estaban allí presentes sabían a quién le pertenecía: no era la de un bandido, como preten-dían hacer creer quienes lo habían matado de esa omi-nosa manera, sino la de Ángel Vicente Peñaloza, el Chacho, general de la nación y jefe político de los lla-nos.

El crimen fue ejecutado sine ira et studio por una partida del ejército expedicionario, al mando de un (hasta entonces) ignoto Mayor de apellido Irrazábal. Sus instigadores, en cambio, se encontraban muy a cubierto, a muchas leguas de distancia de los sucesos. Uno de ellos era el gobernador de San Juan y director de la guerra; el otro, ocupaba la presidencia de la na-ción.

En la habitual correspondencia que ambos mante-nían por aquel tiempo, el gobernador le comentaba al presidente.

“... El Chacho ha sido perseguido, ha sido alcanzado en Olta e Irrazábal le ha cortado la cabeza. Yo mismo he aplaudido el hecho precisamente por la forma”

La decapitación de los vencidos ha sido un ritual

persistente en nuestras guerras civiles. El final de Pe-ñaloza nos recuerda, por ejemplo, a la muerte de Francisco Ramírez, el Supremo Entrerriano. El 10 de julio de 1821, Ramírez es alcanzado en las cercanías de Río Seco por una partida de jinetes cordobeses, parti-darios de Bustos, quienes lo matan y, una vez sin vida, le seccionan la cabeza. Señalan las crónicas que la testa del caudillo le fue enviada a Estanislao López, gober-nador de Santa Fe y antiguo aliado del entrerriano, quien la recibió complacido y durante algún tiempo la exhibió, embalsamada, en la antesala del cabildo de la ciudad. Veinte años más tarde, en Metán, Manuel Oribe mandó a decapitar y exhibir la cabeza de Marco Avellaneda -figura venerada por los jóvenes del libera-lismo decimonónico- e intentó hacer lo propio con Lavalle.

La decapitación como método, más allá de su ex-plícita brutalidad, contiene un mensaje de fuertes con-notaciones simbólicas: al separar la cabeza del cuerpo del vencido y someterla a la expectación pública, el vencedor pretende dar prueba suficiente de que el enemigo se ha quedado sin conductor; que ha perdido la inteligencia que transformaba a esa multitud de hombres en una fuerza política y militar. La decapita-ción deviene, entonces, en la manifestación más evi-dente de que el vencedor se ha apropiado, no sólo de

la vida, sino de la voluntad del vencido y de sus segui-dores.

Ángel Vicente Peñaloza

Meses después del crimen de Peñaloza, el gobierno

nacional removió al gobernador sanjuanino, con la excusa de asignarle otros destinos públicos de mayor importancia. No han sido pocos los que han visto en esta decisión, la necesidad de hallar una salida elegante a la embarazosa situación que se había generado en la provincia cuyana.1

Algunos años más tarde, Domingo Faustino Sar-miento –el ex gobernador y director de la guerra– habría de ocupar, merced a la confluencia de atípicas circunstancias, la primera magistratura del país2.

Entre uno y otro suceso, los detalles del asesinato del Chacho Peñaloza comenzaron a tomar estado público. La primera denuncia –y la más contundente, sin dudas– respecto de la directa responsabilidad de Sarmiento y Mitre en el crimen partió de la inquieta pluma de un joven escritor que, en los años de la sece-

1 Entre ellos, Halperín Donghi, quien en su estudio introductorio de la “Campaña en el Ejército Grande” de Sarmiento, apunta: “La representación diplomática en los Estados Unidos le es conferida (a Sarmiento) como medio de una honorable retirada”. Agregado entre paréntesis, nuestro. En los mismos términos, opina Carlos Alta-mirano en el prólogo a la edición de “Facundo” que utilizamos y mencionamos en nuestra bibliografía. 2 De cara a la elección presidencial para el período 1868-1974, la disputa principal estaba centrada entre Mitre y Urquiza. La postu-lación de Sarmiento – por entonces destinado en misión diplo-mática en los Estados Unidos – surgió como una solución de compromiso, finalmente exitosa, que impulsaron algunos desta-cados oficiales del ejército, entre ellos, el General Lucio Mansilla. Estos apoyos suplieron la falta de una estructura política propia por parte del cuyano.

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sión de Buenos Aires, se había mantenido leal a la causa de Urquiza y de la Confederación. Desde las páginas de “El Argentino” de Paraná, José Hernández reveló los aspectos más oscuros de aquel asesinato.

Apenas enterado de este hecho, Hernández publicó una serie de artículos que, a principios de diciembre de 1863, serían compilados en formato de folletín. El primero de estos artículos comienza con un párrafo cristalino, carente de todo eufemismo, que pulveriza en su autor toda posibilidad de duda respecto de los asesinos y de los principales móviles de la trágica muerte de Peñaloza. Escribe Hernández:

“...Los salvajes unitarios están de fiesta. Celebran en

estos momentos la muerte de uno de los caudillos más prestigiosos, más generosos y valientes que ha tenido la República Argentina. El partido federal tiene un nuevo mártir. El partido unitario tiene un crimen más que es-cribir en la página de sus horrendos crímenes.”3

El escritor conocía bien a la víctima; sabía, de an-

temano, de sus cualidades morales y, como dijimos, sabía también los verdaderos intereses ocultos que habían intervenido alrededor de su oscura muerte.

José Hernández

Hernández, aunque nacido en Buenos Aires, había

tomado partido por la causa de la Confederación. El destino lo cruzó con Peñaloza primero en Cepeda, y luego en Pavón, esa confusa batalla que se fagocitó al gobierno de Santiago Derqui y que derrotó a jinetes como el Chacho, sin que hubieran cargado ni depuesto sus lanzas.

Mucho se ha escrito sobre el enigma de la batalla de Pavón, sobre todo desde su punto de vista militar. Pero no es ése el mejor lugar para explicar su signifi-

3 ORGAMBIDE (1999:11)

cado, porque Pavón fue una contienda ambigua; por-que el sentido último de Pavón no fue militar, sino esencialmente político

Cuando Urquiza se rehusó a lanzar la carga decisiva de su caballería y optó por una retirada “a paso de parada” hacia su provincia, fue porque finalmente había arribado a una profunda certeza. Urquiza, en Pavón, comprendió que la “unidad nacional” no po-dría realizarse sobre las ruinas del bloque liberal. Bar-tolomé Mitre era un exponente del liberalismo, Urqui-za también; sus destinos estaban entrelazados por las vicisitudes de la vida económica que se desarrollaba en ese extenso litoral que tiene su puerta entrada en Buenos Aires y sus galerías internas en las trazas de los ríos Paraná y Uruguay. Entre ambos existían intereses concurrentes, que poco y nada tenían que ver con las aspiraciones y expectativas de los pueblos de las pro-vincias interiores.

El caudillo entrerriano había comprendido, ade-más, que los holgados recursos financieros que dispo-nían los porteños les permitirían continuar indefini-damente la guerra, aun perdiendo cada una de sus batallas. Los ganaderos litorales, en cambio, estaban exhaustos de aportar recursos, cada día más excesivos, al sostenimiento de una contienda que llevaba ya casi diez años, y de un gobierno débil e incapaz de satisfa-cer a sus más elementales expectativas económicas.

Sabiendo Urquiza, además, que en toda alianza existen socios grandes y pequeños (y que todos son, en diferente medida, necesarios), no valía la pena pe-lear por un lugar de preeminencia en aquélla, sobre todo si el precio que debía pagarse era el sacrificio de las inmensas posibilidades que se abrían ante todos ellos.

En Pavón comprendió finalmente, que en ése lugar y en ése momento era menester cederle la victoria militar a Mitre para que el bloque liberal, en su con-junto, se alzara con la victoria. Apunta José Pablo Feinmann (1998: 242):

“... Su traición al federalismo combativo obedece a su especial percepción del siguiente problema: no quiere empeñarse en una guerra a fondo, sangrienta y final contra Buenos Aires. Urquiza y su clase – los estan-cieros entrerrianos – son liberales, librecambistas, mi-ran más hacia Europa que hacia el Interior. ¿Para qué ponerse al frente de la modernización periférica de la Argentina? Que eso lo haga Buenos Aires. Urquiza sabe que los socios menores reciben buenas preben-das cuando no molestan. Y decide eso: no molestar.”

Toda la prosa de Hernández tiene una impronta

profética. Al mismo tiempo que les revela a sus lecto-res los pormenores del feroz asesinato de Peñaloza, le advierte a Urquiza – ya definitivamente recluido en el

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Palacio San José – que su vida habrá de correr un des-tino similar. “Tiemble ya el general Urquiza –lo previene el joven escritor– que el puñal de los asesinos se prepara para descargarlo sobre su cuello”. Hernández pone ante los ojos del general las evidencias y lo invita a analizarlas con realismo:

“Recorra las filas de sus amigos y vea cuántos claros ha abierto en ellas el puñal de los asesinos. Así se produce el aislamiento, así se produce la soledad en que lo van colocando para acabar con él sin peligro. Amigos como Benavídez, como Virasoro, como Peña-loza, no se recuperan, general Urquiza. No se haga ilusión el general Urquiza; el puñal que aca-ba de cortar el cuello del general Peñaloza, bajo la infa-me traición de los unitarios, en momentos de proponer-le paz, es el mismo que se prepara para él en medio de las caricias y los halagos que le prodigan traidoramente sus asesinos.”4

Luego de esta cruda advertencia, dedica su ensayo a

revelar ante sus lectores las verdaderas circunstancias que llevaron al Chacho a la muerte. “Peñaloza –afirma Hernández– no ha sido perseguido. Ni hecho prisio-nero. Ni fusilado. Ni su muerte ha acaecido el 12 de noviembre (...) Todo eso es un tejido de infamias y mentiras, que cae por tierra al más legítimo examen de los documentos que han publicado sus asesinos (...) Ha sido cosido a puñaladas en su propio lecho, y mientras dormía, por un asesino que se introdujo en su campo en el silencio de la noche; fue enseguida degollado, y el asesino huyó llevándose la cabeza. A la mañana siguiente no había en su lecho más que un cadáver mutilado y cubierto de heridas.” 5

Contrastando entre sí los diversos partes que daban cuenta de la novedad, Hernández concluye que el ase-sinato ocurrió antes del 8 de noviembre de 1863 y que Sarmiento, en plan de campaña, manipuló la informa-ción oficial para ocultar el asesinato a sangre fría del caudillo riojano bajo el simulacro de un enfrentamien-to con las fuerzas del orden, implicando en esa com-pleja operación tanto a los autores materiales, como a sus superiores jerárquicos, incluido el propio presiden-te Mitre.

Dos años después de ocurrido el hecho, Sarmiento va a recoger el guante lanzado por Hernández. Las voces que lo acusan del asesinato de Peñaloza se han vuelto muchas y no todas son del bando federal; algu-nas de las más implacables provienen de sus antiguos amigos, como Guillemo Rawson. Y Sarmiento se de-fenderá con sus mejores armas; escribirá y publicará “La Vida del Chacho”.

4 Ídem: 13 5 Ídem: 15

Antes de abordar el contenido de este texto, vale la pena considerar algunos elementos que caracterizan la personalidad y la literatura de Sarmiento.

Suele señalarse que Domingo Faustino Sarmiento tenía una afición especial por los anagramas. Incluso, se le ha atribuido el curioso hallazgo de que la única palabra posible de formar con el vocablo “argentino” es “ignorante”. Después de él, otros -igualmente afec-tos a esta clase de juegos semánticos- encontraron que el único anagrama posible de formar con la palabra “Sarmiento” es “mentirosa”. La pretensión anagramá-tica parece ser la de demostrar, mediante sus rebusca-das trasposiciones de letras, el hecho de que nada - sobre todo, en el campo de la literatura- suele ser ca-sual.

Domino F. Sarmiento

Cuando uno recorre muchas de las páginas que in-

tegran la gigantesca producción del sanjuanino advier-te que la verdad está ausente; a veces deliberadamente y otras, por simple desmesura; porque si existe un rasgo que permite definir la extensa vida de Sarmiento es, precisamente, ése: la desmesura.

Todo en Sarmiento es exagerado y abundante: por ejemplo, si la barbarie adquiere la forma del desierto, éste será inabarcable; si la civilización pudiera ser me-dida por el tamaño de las bibliotecas de las ciudades argentinas, cada una de éstas será poco menos que Alejandría.

En ocasión de haber publicado “Facundo”, Sar-miento le envió un ejemplar a Valentín Alsina, solici-tándole una lectura crítica de la obra. Tiempo después Alsina le devolvió a Sarmiento una extensa misiva en la cual agregó algo más de cincuenta observaciones y notas a su libro, la mayoría de ellas orientadas hacia la misma dirección. “…Le diré que en su libro que tan-tas y tan admirables cosas tiene -le escribe Alsina en la primera de estas notas- me parece entrever un defecto

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general -el de la exageración: creo que tiene mucha poesía, si no en las ideas, al menos en los modos de locución (…)”

Y a modo de ejemplo, le señala el pasaje en el cual Sarmiento le atribuía a Rosas el cabal conocimiento de las pasturas de “diez mil estancias”: en esa nota Alsina le sugirió elegantemente suprimir los millares y limi-tarse a diez estancias, y agregó: “considere también que una pampa en que hubiere 100 estancias (no las hay en la provincia) ya no sería pampa”. 6

Sarmiento solía, además, jactarse de su depurado estilo literario argumentando que “Facundo” había sido objeto de un inusual interés por parte de notables lingüistas de la lengua española, quienes habían visto en su obra un trato extremadamente celoso y castizo del idioma castellano, resaltando además la presencia de antiguos giros cuyo uso había sido abandonados, hacía mucho tiempo, en la literatura peninsular. Sobre este estilo escribe Halperín Donghi:

“En Sarmiento la capa más honda no la proporcionan Moratín ni Jovellanos, sino una arcaica cultura eclesiás-tica y escrituraria; a través de una literatura demasiado resueltamente vuelta hacia la práctica para que el pro-blema del estilo ocupara en ella lugar importante, Sar-miento alcanzaba acceso a la tradición de la prosa espa-ñol del Siglo de Oro, y ese vínculo se daba natural e in-deliberadamente; para Sarmiento ese estilo no comenzó por ser uno de los que podía adoptar, era, sin más, el modo cómo se escribía el español..” 7

Desmesurado y arrogante. Es un hecho que así es-

cribía, pensaba y vivía Sarmiento, y el reconocimiento de este hecho no menoscaba en lo más mínimo su gigantesca figura en la historia de nuestra literatura.

“Vida de Chacho” es la obra más curiosa de Sarmien-to. Porque, pese a su título, optó por prescindir de escribir sobre la vida del Chacho; un hecho extraño si se tiene en cuenta que el cuyano fue uno de los pre-cursores de la biografía como género en nuestras le-tras. Y prescinde de hacerlo porque tiene asuntos más urgentes que atender; entre ellos, excusarse de las cir-cunstancias y motivos que lo llevaron a instigar el ase-sinato de Peñaloza y eludir la responsabilidad que se le imputaban por ese crimen. Además quería dejar en claro ante sus lectores, desde las primeras líneas, que esta obra era un alegato político y no la biografía de un ser que, para él, era en un todo insignificante. Es-cribe D. F. Sarmiento:

“…ni aun por simple curiosidad merece que hablemos de su origen. Dícese que era fámulo de un padre quien al llamarlo, para acentuar más el grito suprimía la prime-

6 SARMIENTO (1993: 357-359) 7 SARMIENTO (1958: xxxvii)

ra sílaba de “muchacho”, y así le quedó por apodo “Chacho”; y aunque no sabía leer, como era de esperar de un familiar de convento, acaso el haberlo sido le hi-ciese valer entre hombres más rudos que él.”8

Con estas breves, lapidarias líneas, Sarmiento defi-

ne los rasgos esenciales de la víctima del crimen; ras-gos que contradicen la versión de Hernández. En Sarmiento, el Chacho era el sirviente de un cura de pueblo -y no el hijo de una las más antiguas y notables familias riojanas- y, además ignorante; tanto como aquellos hombres a quienes condujo en vida. No obs-tante, señala Sarmiento, el Chacho firmaba sus papeles y proclamas con una rúbrica “que le escribía un ama-nuense o tinterillo cualquiera, que le inspiraba el con-tenido también; porque de esos rudos caudillos que tanta sangre han derramado, salvo los instintos que le son propios, lo demás es la obra de los pilluelos oscu-ros que logran hacerse favoritos”.

Resulta muy interesante de ponderar todos los re-cursos que utiliza Sarmiento en este pasaje, que serán fundamentales para darle cohesión al sistema de ar-gumentaciones que desplegará después: el Chacho era un fámulo, un sirviente (no un hombre libre) además de ignorante; ergo, el Chacho era un bárbaro, porque de eso se trata, según él, la barbarie: de ignorancia y de la ausencia de una voluntad libremente constituida. Pese a que la barbarie abomina de las ideas, dará a enten-der, no puede prescindir de ellas. Como la barbarie es ignorante -iletrada- se ve en la necesidad ineludible de recurrir a los hombres de ideas -que sí son letrados- porque éstos son los únicos que pueden darle sustan-cia y sentido a todo lo que en el caudillo bárbaro sólo puede manifestarse como mero instinto. El caudillo, expresión corpórea de la barbarie, termina siendo así un artefacto accionado por un Deus ex machina, el inte-lectual, quien le habrá de proveerle a aquél desde una básica concepción del mundo hasta la causa racional que explique sus más primarios sentimientos. El cu-yano sabe de esto, porque él mismo ha intentado lle-var a cabo una operación semejante con Urquiza, aunque sin éxito, en las vísperas de Caseros9.

En este texto Sarmiento retoma el nudo de las preocupaciones que lo vienen acosando desde hace veinte años, porque el país de 1863, según él, no pre-senta diferencias sustanciales con el que existía en 1845. Al respecto escribe:

“…Por eso siempre que usemos la palabra caudillo para de-signar un jefe militar o gobernante civil, ha de entenderse uno de esos patriarcales y permanentes jefes que los jinetes de la

8 ORGAMBIDE (1999: 51) 9 También puede recordarse un intento similar de Alberdi respec-to de Rosas, en ocasión de la publicación de su “Fragmento prelimi-nar al estudio del derecho”, lo cual le valió al publicista tucumano fuertes críticas del resto de los intelectuales románticos.

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campaña se dan, obedeciendo a sus tradiciones indígenas, e impusieron a las ciudades, embarazando hasta 1862 la recons-trucción de la República Argentina, bajo las formas de los gobiernos regulares que conoce el mundo civilizado, cual-quiera sea la forma de gobierno, con legislatura, ejecutivo responsable y amovible, y tribunales que administren justicia conforme a las leyes escritas, que la montonera había abolido en todas las provincias argentinas durante treinta años en que, como aquellos hicsos del Egipto, logró enseñorearse de las ciudades…”. 10

La confrontación, planteada en estos términos

irreductibles, presenta una sola salida para su resolu-ción: la desaparición del caudillo y de sus montoneras; porque no existe posibilidad alguna, según él, de inte-grar el caudillismo al nuevo orden político que se in-tenta erigir, en tanto que aquél constituye la negación absoluta de éste. Y agrega: “el bárbaro es insensible de cuerpo, como es poco impresionable por la reflexión, que es la facultad que predomina en el hombre culto; es, por tanto, poco susceptible de escarmiento. Repe-tirá cien veces el mismo hecho si no ha recibido el castigo en la primera.” 11

Luego de esta extensa introducción, adornada con abundantes (excesivas, en un punto) referencias geo-gráficas acerca del escenario donde se desarrollaron los sucesos que culminarán con el asesinato del Cha-cho12, Sarmiento presentará su principal argumento: el derecho de gentes frente a la guerra irregular. El cu-yano refiere que el idioma español denomina “guerri-lla” a una modalidad propia de la guerra civil que se realiza fuera de las formas bélicas convencionales. La guerrilla, al llevarse a cabo con paisanos y no con sol-dados regulares, asume generalmente la apariencia de simples bandas de salteadores y en lo que se vincula con la experiencia argentina -señala- el término “mon-tonera” es equiparable al giro peninsular de “guerri-lla”.13

Equiparados ambos términos, le recuerda a sus lec-tores que “Las “guerrillas” no están todavía en las guerras civiles bajo el palio del derecho de gentes”, con lo cual pretende dejar comprobado que el general

10 ídem: 56 11 ídem: 54. ¿Habrá recordado Borges este párrafo cuando dijo aquello de que el peronismo no es ni bueno ni malo, sino inco-rregible? 12 Tal vez, el motivo de tanta referencia se deba al hecho de que Sarmiento intenta demostrar que él conoce, como pocos, esa zona. Debería recordarse que en Facundo, el cuyano construye una visión imaginaria de la Pampa sin haberla visto nunca, en realidad. Para ahorrase críticas innecesarias, quiere dejar sentado su cabal conocimiento de los llanos riojanos. 13 Este ha sido el principal argumento utilizado por Vicente Mas-sot, ex viceministro de defensa durante el gobierno de Carlos Menem y propietario del diario “la Nueva Provincia” de Bahía Blanca, para justificar el terrorismo de estado de 1976-1983. Véase: MASSOT, Gonzalo Vicente. 2003. Matar y Morir. 2º edi-ción. Buenos Aires: Emecé.

Peñaloza, al haberse adscrito a una lucha de montone-ra, se apartó de los principios de la guerra convencio-nal y, por lo tanto, de los derechos que como comba-tiente “regular” podrían haberlo asistido. Sarmiento concluye el párrafo con estas categóricas palabras: “Chacho, como jefe notorio de bandas de salteadores y como `guerrilla´, haciendo la guerra por su propia cuenta, murió en guerra de policía en donde fue aprehendido y su cabeza puesta en un poste en el tea-tro de sus fechorías. Ésta es la ley y la forma tradicio-nal de la ejecución del salteador.”14

El asesinato del general Peñaloza generó un notable revuelo en la opinión pública de la época. Además de Hernández, otros renombrados intelectuales intervi-nieron en la polémica a favor del caudillo riojano, en-tre ellos Juan Bautista Alberdi, quien ya por entonces era un decidido opositor al liberalismo porteño. Sobre el ensayo del sanjuanino escribió Alberdi: “La Vida del Chacho, mejor titulada la Muerte del Chacho es el escrito más premeditado y esmerado que Sarmiento haya compuesto en su vida. En él llena dos objetos que le van al alma: lavarse de la mancha de asesino y apropiarse la gloria de haber enterrado de un empujón al caudillaje de treinta años.”15

La prosa corrosiva que el pensador tucumano le dedica a Sarmiento no es novedosa. Viene de algunos años atrás, cuando los avatares del proceso abierto en Caseros los separa definitivamente: Sarmiento, despe-chado por la indiferencia que le manifiesta Urquiza, abrazará el proyecto separatista de Buenos Aires, mientras que Alberdi se convertirá en uno de los más prominentes “intelectuales orgánicos” de la causa de la Confederación. Ambos se han arrojado mutuas diatri-bas -Alberdi defenestra a Sarmiento en sus “Cartas Quillotanas” y éste intentará lo propio en “Las Ciento y Una”-; y cuando parecía que ya se habían dicho todo lo esperable, Alberdi vuelve una vez más al ruedo de la polémica con una acusación demoledora. “No in-tentamos defender al Chacho –señala el pensador tucumano-, ni rehabilitar su personalidad. Nos impor-ta sólo ver la humanidad respetada, y la vida pública de nuestro país asegurada hasta en sus excesos y des-víos contra sofismas más terribles que todas las lanzas de los salvajes.”16

Alberdi acusa a Sarmiento de sofista; de intentar defender la falsedad de los hechos con rebuscados argumentos pretendidamente legales. Y lo hace per-suadido de que es una voz solitaria que predica en el desierto: organizada la Nación bajo la hegemonía por-teña, luego de Pavón, pasivamente recluido Urquiza

14 ídem: 162. 15 ALBERDI (1974:255) 16 ídem: 258

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en Entre Ríos y arrastrado el país a una sangrienta e inconveniente guerra contra el Paraguay, Juan Bautista Alberdi se ha transformado en un outsider de la políti-ca; y en ese ingrato lugar en el cual lo han confinado sus adversarios -que jamás le perdonarán haber abju-rado de sus ideas de juventud- permanecerá hasta su muerte. Esta es la causa, tal vez, por la cual el pensa-miento del Alberdi tardío sea el más rico y el más pro-fundo; porque el conocimiento cabal sobre los suce-sos argentinos que fue adquiriendo con el paso de los años, lo ha despojado ya de las incómodas complici-dades que lo unían a ciertos personajes del pasado.

Juan Bautista Alberdi

Alberdi se burla de la arrogancia de Sarmiento. El

sanjuanino ha sido director de la guerra del gobierno de Mitre y cree de sí mismo que es un eximio militar. Algunos años antes, durante la Campaña del Ejército Grande, creyó equivocadamente que Urquiza, junto con el grado de teniente coronel -que le confirió con un sentido más simbólico que efectivo- le confiaría la conducción sobre las tropas. En lugar de ello, sólo le otorgó la custodia de una imprenta volante y lo confi-nó a las posiciones de retaguardia, para mantenerlo entretenido y sin estorbar. Y allí anduvo Sarmiento, con su quepí, su paletó de paño y su equipo militar de cotillón, jugando a la guerra e imprimiendo el boletín de la campaña. En cierta ocasión, el cuyano se atrevió a señalarle al general Urquiza que la acción de la prensa en la campaña contra Rosas era tan o más importante que las operaciones militares mismas, frente a lo cual el caudillo entrerriano le contestó, a través de su secre-tario, que “hace muchos años que las prensas chillan en Chile y en otras partes, y que hasta ahora D. Juan Manuel de Rosas no se ha asustado, que antes al contrario cada día estaba más

fuerte17”. En Vida del Chacho, en cambio, Sarmiento se arroga el mérito militar de haber acabado con las montoneras de los Llanos y con la vida de su jefe; Alberdi, por su parte, le recordará a sus lectores y al arrogante sanjuanino:

“… Lo que Sarmiento se atribuye a sí mismo, a su previsión, a su saber militar, se explica por la posesión de los recursos de Buenos Aires y su superioridad comparativa sobre la de sus adversarios pobres (…) Sarmiento, en lugar del Chacho, hubiese echado a disparar como un conejo, con ese miedo, que todos los recursos nacionales, de que disponía como go-bernador de San Juan, en 1863, no le impedían tener ante la audacia y popularidad del general Peñaloza, de La Rioja…”. 18

Ángel Vicente Peñaloza, el Chacho, general de la

República y caudillo político de los Llanos fue asesi-nado, presumiblemente el 8 de noviembre de 1863, por una partida del ejército nacional enviada por el presidente Mitre y bajo la responsabilidad directa del gobernador de San Juan y director de la guerra, Do-mingo Faustino Sarmiento. La versión oficial ha seña-lado que la partida al mando del mayor Irrazábal y el comandante Ricardo Vera lo sorprende en la villa de Olta y que, tras identificarlo, lo ejecutan a lanzazos como a un vulgar salteador, le cortan la cabeza y la exhiben. Muerto el bandido, toman a su mujer y a su hijo y los remiten, en calidad de prisioneros, a San Juan.

La versión oculta -presumiblemente la versión real- señala, en cambio, que Peñaloza fue muerto mientras dormía; que los soldados del ejército nacional entraron en su casa, como bandidos, y que lo cosieron a puña-ladas en su lecho, lo degollaron y huyeron en la noche llevándose su cabeza, para exhibirla, luego, colgada de la punta de un palo. Se dice también que el goberna-dor Sarmiento ordenó engrillar a la viuda de Peñaloza y condenarla a barrer la plaza principal, en una demos-tración de su particular sentido del derecho de gentes.

Doce años después de estos hechos, Sarmiento -siendo senador nacional por su provincia natal- debió defenderse en el recinto parlamentario de todas estas imputaciones. La acusación no provino de los amigos invariables de Peñaloza: la hizo otro sanjuanino, Gui-llermo Rawson, convertido en su enconado adversa-rio.

Doce años después de muerto, Ángel Vicente Pe-ñaloza, la barba entrecana, la melena sujeta con un pañuelo y la mirada profunda, aún seguía cabalgando

sobre la conciencia del violento cuyano. Є

17 Carta de Ángel Elías a Sarmiento, fechada el 2 de enero de 1852. Citado en SARMIENTO (1958: 49). ¿Se habrá lamentado Urquiza, en los años posteriores a estos acontecimientos, de no haber enviado a Sarmiento a las primeras líneas de fuego durante la batalla de Caseros? 18 ALBERDI (1974: 261)

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Bibliografía consultada ALBERDI, Juan Bautista. 1974. Grandes y pequeños hombres del Plata. Buenos Aires: Editorial Plus Ultra, 4º edición, 1974. FEINMANN, José Pablo. 1998. La sangre derramada. Buenos Aires: Ariel, 1998. ORGAMBIDE, Pedro (Editor). 1999. El Chacho. Dos Miradas. Buenos Aires: Ameghino, 1º edición, 1999

SARMIENTO, Domingo F. 1958. Campaña en el Ejér-cito Grande. Buenos Aires: Fondo de Cultura Econó-mica. . 1993. Facundo o Civilización y Barbarie. Buenos Aires: Espasa Calpe.