enrique serrano - consenso y conflicto. schmitt arendt

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CONSENSO Y CONFLICTO

SCHMITT, ARENDT y la definición de lo político

Enrique Serrano Gómez

COLECCIÓN TEORÍA POLÍTICA

1. C. Cansino, Historia de las ideas políticas. Fundamentos filosóficos y dilemas metodológicos (1998).

2. E. Serrano, Consenso j conflicto. Schmitt, Arendty la definición de lo político (1998).

3. A. Maestre, Política y ética (1998).

PRÓXIMOS TÍTULOS:

4. C. Cansino, Pensar la transición I, Perspectivas teóricas.

5. C. Cansino, Pensar la transiáón II, Estudios comparados.

6. E. Molina, Indeterminación democrática y totalitarismo, ha filosofía de Claude Lefort.

CONSENSO Y CONFLICTO

SCHMTIT, ARENDT

y la defmiáón de lo político

Enrique Serrano Góme2

CENTRO DE ESTUDIOS DE POLÍTICA COMPARADA, A .C .

COLECCIÓN

TEORÍA POLÍTICA

PRIMERA EDICIÓN EN INTERLÍNEA: 1 9 9 6 PRIMERA EDICIÓN EN CEPCOM: 1 9 9 8 (Corregida) DR © ENRIQUE SERRANO GÓMEZ DR © CENTRO DE ESTUDIOS DE POLÍTICA COMPARADA, A.C.

Playa Eréndira 19, Barrio Santiago Sur, México, 08800, D.F., tel. 633 3873, fax. 633 3859

DISEÑO Y TIPOGRAFÍA Soler Tipografía y Diseño

Impreso y hecho en México ISBN 968-7825-04-9

/

INDICE

P R E F A C I O , p o r CÉSAR CANSINO 9

INTRODUCCIÓN 1 3

PRIMERA PARTE

S c h M I T T : LA POLÍTICA COMO LUCHA 1 9

La muerte del Leviatán 21 La política entre amigos y enemigos 41 Guerra y política 63 Democracia y homogeneidad del pueblo 77

SEGUNDA PARTE

ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA 9 5

Pluralidad y política 97 Condición humana y política 115 Vida activa y vida contemplativa 131 Legalidad y terror 149 Constitución de la libertad 165 Pensar la política 181

CONCLUSIONES 1 8 9

BIBLIOGRAFÍA 211

PREFACIO

¿La historia de las ideas políticas es una subdisciplina de la historia o de la ñlosofía? Si es una subdisciplina de la historia, eso significa que comparte con ésta el interés por estudiar la evolución, las cau-sas y las consecuencias de un proceso o un fenómeno, en este caso las ideas humanas sobre la política. De ser así, surgen inmediata-mente nuevas interrogantes: ¿son realmente las ideas políticas un proceso histórico? ¿Hay o no un sentido de la historia en el pensa-miento político? ¿Pueden estudiarse las ideas políticas de la misma manera como se estudia un fenómeno político, una revolución por ejemplo?

Pero los problemas no son menores si nos colocamos en la otra vertiente. En efecto, si la historia de las ideas políticas es una sub-disciplina de la filosofía, y en particular de la filosofía política, eso significa que comparte con esta última su interés por responder a las grandes interrogantes sobre la política, tales como la naturale-za de lo político, el problema del poder y la mejor forma de go-bierno. En ese sentido, la historia de las ideas políticas no se interesa necesariamente por la evolución del pensamiento político, sino sobre todo por establecer cómo se ha argumentado en el pasado para aislar los ejes de una contribución y/o reforzar una opinión actual. Pero entonces, ¿por qué llamarla historia de las ideas políti-cas y no simplemente filosofía política? Y en este último caso, ¿basta con examinar las ideas políticas de un pensador del pasado para hacer filosofía política?

Quizá el elemento discriminante para ubicar a la historia de las ideas políticas como una subdisciplina de la historiografía o de la filosofía política sea el interés que mueve a los estudiosos a incursionar

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CONSENSO Y CONFLICTO

en las ideas políticas del pasado. Así, si existe un interés prescriptivo, es decir, apoyar una posición filosófico-política del que examina un pensamiento del pasado, o argumentar sobre la utilidad de un autor para pensar el presente o condenarlo por ir en contra de una preconcepción valorativa; o si simplemente existe un interés por reconstruir el significado de los conceptos empleados por un autor, lo más probable es que nos estaremos moviendo en una concep-ción de la historia de las ideas como filosofía política. Está de más subrayar que esta concepción pondrá más énfasis en los textos que en los contextos históricos, en las ideas y argumentos que en los hechos, en los valores políticos que en los acontecimientos.

De lo dicho hasta aquí podemos extraer una primera conclu-sión: el pensamiento político puede ser abordado desde distintas disciplinas, lo cual marca intereses y métodos diversos. Desde la historiografía, interesará sobre todo explicar las ideas políticas de un autor o de una sociedad en su contexto histórico a partir de méto-dos históricos más o menos rigurosos. Desde la filosofía política, interesará sobre todo estudiar los significados y la relevancia de los conceptos políticos mediante el empleo de métodos filosófi-cos o argumentativos.

El presente libro, escrito por el filósofo mexicano Enrique Se-rrano, se mueve deliberadamente en esta última concepción. En él encontramos una de las reconstrucciones más sugerentes escritas hasta ahora del pensamiento político de dos autores fundamenta-les de nuestro siglo: Cari Schmitt y Hannah Arendt. Sin embargo, el verdadero valor de este texto es su propuesta para pensar la política a la luz de dos posiciones que bien pueden ser ubicadas en los extremos con respecto a este tema: la política como conflicto (Schmitt) y la política como consenso (Arendt).

Estamos pues en presencia de un ejercicio de filosofía política dura y pura, que hunde sus raíces en dos clásicos del pensamiento político —pese a que ambos pertenecen intelectualmente a nues-tro siglo— para apoyar y establecer una definición alternativa de lo político nacida de la confrontación y el encuentro de posiciones aparentemente antagónicas.

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PREFACIO

Se debe a Cari Schmitt una de las interpretaciones más suge-ivntes sobre lo político moderno que le permite argumentar en Iavor del Estado total. Para Schmitt, la esencia de la política está en la decisión, en la opción entre valores en conflicto. En suma, el jurista alemán piensa en un modelo de agregación política y en sus implicaciones (decisión y neutralización). En el intento, opera una drástica reducción a los principios, en los que el poder es poder fundante. Es una decisión la que determina el territorio de los amigos y lós enemigos, la que hace valer el derecho o bien suspen-de la eficacia de la norma, consuetudinaria o escrita, y que precisa-mente con base en esta capacidad está en grado de unificar la sociedad, de homogeneizarla y de darle un arreglo jurídico.

En el caso de Hannah Arendt, es muy bien conocida su inter-pretación de la política. Según esta autora, la verdadera política no puede ser más que democrática, pues es una condición de la exis-tencia y el actuar del hombre. Actuar es sinónimo de libertad, y por ello de existencia. Pero este milagro acontece sólo en el espa-cio público y simétrico, en el ser-con-los-otros, cuando cada quien asume la pluralidad como una necesidad propia e irrenuncíable: "El individuo, en su aislamiento, nunca es libre; lo puede ser sola-mente si pisa el terreno de la polis y la actúa", porque sólo en la polis se conquista.

Para Arendt, según leemos en su libro ¿Qué es la política?, "La política se basa sobre un hecho: la pluralidad humana", ha condi-ción humana se afirma por la equivalencia del vivir, es decir, del hecho de ocupar un lugar en el mundo que es siempre más viejo que nosotros y que nos sobrevivirá, y del ínter homines esse, la plura-lidad apareciendo específicamente como "la condición per quam de toda vida política". "La pluralidad es la ley de la tierra", retomará en eco La vida del espíritu. Vivir es entonces para el hombre estar en medio de sus semejantes, en el seno de una polis e ínter homines desinere, dejar de estar entre los hombres es sinónimo de muerte. El lugar de nacimiento de la política es el espacio entre los hombres. La condición humana, por su parte, describe la acción como la única actividad correspondiente a la condición humana de la pluralidad,

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CONSENSO Y CONFLICTO

es decir, "el hecho de que son los hombres y no el hombre quienes viven sobre la tierra y habitan el mundo", la única actividad que pone directamente en relación a los hombres. La política es en-tonces esencialmente acción, puesta en "relación", búsqueda de consensos en el espacio público.

Partiendo de estas premisas, Serrano nos propone una forma alternativa para encarar la cuestión política. Según el autor, una de-finición adecuada debe empezar por negar la disyunción conflic-to/consenso, pues lo político no es un binomio antagónico sino una conjunción, una superación que presupone lo opuesto. Mien-tras que el conflicto social tiene sus raíces en la pluralidad y la contingencia, el consenso presupone la transformación del con-flicto, pero no su desaparición.

En ese sentido, Serrano se adscribe a una línea de argumenta-ción para la cual cualquier ámbito de lo social puede llegar a con-vertirse en una cuestión política porque encierra la posibilidad del conflicto. De igual manera, sostiene el autor, la relación amigo-enemigo puede servir como criterio distintivo de lo político en tan-to se encuentra enmarcado en algún tipo de consensus iuris. En apretada síntesis, en esto consiste la propuesta que Serrano some-te a discusión en esta páginas.

Quizá la noción de política que propone Serrano no esté libre de algunos problemas. Sin embargo, se desarrolla aquí una teoría crítica de lo político con bases empíricas sumamente sugerente y que navega contra la corriente de aquellas convenciones que circunscriben lo político al ámbito estatal o de las instituciones. El resultado es muy valioso.

César Cansino

1 2

INTRODUCCIÓN

En verdad jo no tengo vocación de político; por eso mismo la

política es para mí un problema. Lo que siempre me atrae y

ocupa de la política es el hecho de que exista política.

Karl Kraus

I '.1 listado moderno se distingue por su soberanía, la cual ha sido definida como un poder de mando supremo, sustentado en el uso legítimo de los medios de coacción. A partir de este concepto de soberanía, la política se ha caracterizado como el conjunto de las acciones encaminadas a la conquista y preservación de ese poder estatal. Esto ha propiciado, a su vez, que se identifique lo político y lo estatal, lo cual genera un círculo vicioso, porque se determina al Estado como una entidad política y, al mismo tiempo, se consi-dera que lo político se encuentra constituido por las acciones del Estado.

La única manera de superar esta circularidad, tan extendida en el llamado "sentido común", es preguntar: ¿qué es lo político?, es decir, ¿qué es aquello que hace del Estado una institución política? A primera vista, esta pregunta, como la mayoría de las interrogan-tes filosóficas, puede parecer ingenua. Pero, tan pronto se intenta dar una respuesta a esta pregunta aparecen una gran cantidad de problemas que hacen patente la necesidad de revisar de manera crítica el aparato conceptual de la teoría política. Es este último el objetivo central que subyace al cuestionamiento sobre la especifi-cidad de lo político.

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CONSENSO Y CONFLICTO

Además, las dificultades que encierra la identificación de lo político y lo estatal no sólo son de índole lógica; también nos remi-ten a problemas de contenido, tanto de la teoría como de la prác-tica políticas. El concepto de soberanía, que hizo posible la reducción de lo político a lo estatal, se encuentra asociado al presu-puesto de que el Estado representa la cúspide del orden institucio-nal, en la que confluyen todas las relaciones de poder y desde la cuál es posible controlar a la sociedad en su conjunto. Sin embar-go, la diferenciación de los subsistemas sociales, ligada a la moder-nización, ha dejado sin una base empírica a la creencia de que el poder soberano otorga al Estado la capacidad de mantener la uni-dad del orden social, así como dirigir la dinámica de los otros subsistemas sociales. Si bien es verdad que el Estado puede implementar medidas que afecten a la sociedad en su conjunto, también es cierto que el Estado se encuentra sometido a procesos sociales que trascienden su control. La complejidad inherente a las sociedades modernas muestra que no existe un poder central que pueda encauzar el orden institucional en una dirección prede-terminada por una decisión política.

La consolidación de un mercado mundial, los avatares del lla-mado "Estado de bienestar", el derrumbe de los regímenes socialis-tas, los obstáculos que enfrentan las sociedades en los "procesos de transición" de un sistema autoritario a uno democrático, son algunos de los acontecimientos que ponen en duda la validez de la concepción del Estado como un Leviatán que se alza por encima de la sociedad para gobernarla. Si en la primera mitad de nuestro siglo el temor o la esperanza —dependiendo del punto de vista ideológico— residía en la posibilidad del advenimiento de un "Es-tado total", al finalizar este siglo se ha hecho patente que la om-nipresencia del Estado no implica su omnipotencia. Por el contrario, parecería que el problema actual consiste en que el poder político carece del alcance para enfrentar los riesgos globales que nos acosan. Esta es una de las razones que explica el fenómeno de que la sobrevaloración del Estado ha sido sustituida por una subvalora-ción del mismo, así como por un escepticismo y una desconfianza

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INTRODUCCIÓN

generalizados frente a la actividad política. Para evitar los extre-mos entre los que ha oscilado la visión de la política es menester preguntarse por la especificidad y los límites de lo político.

Por otro lado, aunque el Estado es el referente fundamental del subsistema político, la democratización de las sociedades pone de manifiesto que lo político trasciende lo estatal. La reciente revalo-rización de la dimensión política de la sociedad civil es una expre-sión de ello. ¿Qué es, entonces, lo político?

En este trabajo me propongo examinar algunos de los argu-mentos centrales de las teorías de Cari Schmitt y de Hannah Arendt; autores que, desde perspectivas distintas, abordan el tema de la definición de lo político. El objetivo que guía este análisis no se limita a la mera labor reconstructiva. Se trata, esencialmente, de lle-gar a proponer un criterio (no una definición exhaustiva) que per-mita distinguir lo político, en el que se recuperen las tesis básicas, antagónicas en apariencia, de estos dos teóricos.

Según Schmitt, lo político precede a lo estatal, por eso se pro-pone buscar un criterio que permita distinguir a lo político de las «tras actividades sociales. La dualidad "amigo-enemigo" constitu-ye dicho criterio distintivo. Ello implica que lo político, antes de ser un subsistema diferenciado de la sociedad, es un grado de inten-sidad del conflicto, que lleva a los individuos a conformar bandos opuestos. De acuerdo con esta propuesta, los conflictos pueden surgir en cualquier ámbito de la convivencia humana, pero sólo aquellos que por su grado de intensidad ponen en peligro la uni-dad social adquieren un carácter político. Según esta tesis, la cons-titución de un subsistema político diferenciado responde, precisamente, a la necesidad de controlar esos conflictos y, de esa manera, garantizar la integridad del orden.

Para Schmitt, la identificación de lo político y lo estatal es pro-pia de aquellas sociedades en las que imperó "el Estado clásico europeo", es decir, la forma de organización política que, más allá de toda demagogia, poseía realmente un poder soberano que le per-mitía superar o "neutralizar" los conflictos. Desde la óptica de Schmitt, aunque lo político no se reduce de manera necesaria a lo estatal,

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CONSENSO Y CONFLICTO

sólo en aquellos contextos sociales en que se logra esa reducción, se accede a una situación donde impera "el orden, la paz y la segu-ndad". Este es el núcleo de la concepción estatalista de este repre-sentante de la tradición decisionista.

La argumentación de Schmitt se sostiene en la tesis de que el conflicto no es un subproducto de la "irracionalidad" humana, sino un fenómeno insuperable del mundo, ligado a la formación y defensa de las identidades particulares. Con esta idea del conflicto social, Schmitt pone en entredicho de manera radical el presu-puesto metafísico, compartido por gran parte de las teorías políti-cas, de que existe un orden universal y necesario del que pueden deducirse las soluciones "verdaderas" o "correctas" de los proble-mas prácticos que enfrentan los hombres. Ese presupuesto meta-físico genera la ilusión de que es factible acceder a una reconciliación social, en la medida que los hombres lleguen a conocer y guiar sus acciones por dicho orden. Esto, a su vez, conduce al peli-groso "optimismo" respecto a la posibilidad de transformar el conflicto en competencia económica y discusión racional, lo cual permitiría reducir la política a una administración científica de los asuntos comunes.

Schmitt afirma que todo intento de suprimir el conflicto del mundo, lejos de ser una condición para la realización de la "paz perpetua", es un factor que intensifica la lucha. Esto se debe a que los grupos que dicen encarnar la "causa justa" (la causa que, con base en el conocimiento de ese mítico orden universal, busca ac-ceder a una situación de armonía) consideran a los "otros" —aque-llos que no comparten sus valores— como "enemigos absolutos", contra quienes está justificado aplicar una violencia sin límites. Schmitt ve en la pretensión de validez universal de la "Razón" sólo una expresión de la voluntad de dominio, que genera el ries-go de restringir la política a las actividades de preparar y conducir la "última" guerra de la historia, considerada como la "tormenta de acero" que precede a la supuesta reconciliación de los "justos".

Si el conflicto no puede ser desterrado del mundo y su intensidad de Cinc a lo político, entonces la actividad política es el destino ineludi-

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INTRODUCCIÓN

ble de la humanidad. Asumir este destino, sin la esperanza de una reconciliación universal —generada por una "Razón" deliran-te-— representa, para Schmitt, una condición necesaria para hacer compatibles la unidad del orden social y el conflicto.

Por su parte, Hannah Arendt destaca que la política remite, en primer lugar, al problema de la coordinación de las acciones, en la indispensable definición de los fines colectivos. Por tanto, el cri-terio que distingue a lo político debe buscarse en las condiciones que posibilitan la coordinación de los actores. El requisito nece-sario del proceso de integración de las acciones es el surgimiento y la consolidación de una esfera pública, entendida como un "es-pacio de aparición", en el que se manifiesta la pluralidad de iden-tidades e intereses presentes en la sociedad. El conjunto de derechos que configuran el espacio público hace posible conju-gar la pluralidad y la existencia del nivel normativo común que requiere la unidad social. De esta manera, se identifica lo político con la esfera pública.

Al igual que Schmitt, Arendt niega que exista un orden univer-sal y necesario en el que se fundamente la validez de las leyes que conforman el espacio público. Sin embargo, en contraste con la posición de Schmitt, para Arendt, el rechazo de ese presupuesto metafísico no implica que el único sustento de la legalidad sea la decisión de quien detenta el poder político. De acuerdo con esta autora, la validez del derecho se encuentra en el reconocimiento recíproco de los ciudadanos como "personas" (consensus iuris). La alternativa entre apelar al orden trascendente o apelar a la decisión de la autoridad, ante el problema de la validez de la legalidad, es resultado de una concepción monoteísta de la "Razón", cuyos orí-genes se remontan a la filosofía política de Platón. Por eso, el pro-yecto teórico de Arendt culmina en una crítica a los presupuestos filosóficos que subyacen a la concepción tradicional de la política. I I objetivo de esta crítica es desarrollar una noción ampliada de racionalidad, capaz de conceptualizar la dimensión intersubjetiva que hace posible la comunicación en el proceso político de coor-dinación de las acciones.

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CONSENSO Y CONFLICTO

De este modo, mientras Schmitt destaca el aspecto del conflic-to como elemento que define lo político, Arendt subraya el aspecto del consenso. La tesis que guía este trabajo consiste en sostener que la correcta comprensión del fenómeno político exige vincular estos dos aspectos. La estrategia de argumentación que sigo, con el fin de localizar la mediación entre consenso y conflicto, no con-siste en presentar a estos dos autores como representantes de las posturas extremas, para después situar mi propuesta de definición de lo político como el justo medio "virtuoso". Sostengo, por el contrario, que a través de una crítica interna de estas dos teorías es posible recuperar el aspecto de lo político que cada una de ellas relega. Esto no implica, por supuesto, que sea posible reconciliar la convicción estatalista de Schmitt y la republicana de Arendt. Lo único que se afirma es que, a pesar de las enormes diferencias teóricas e ideológicas que existen entre estos dos teóricos, su com-prensión de lo político supone de manera implícita una estrecha relación entre conflicto y consenso, lo que es común a toda comprensión de lo político que sea compatible con la experiencia y, paralelamente, no renuncie a su pretensión crítica.

El proyecto de este trabajo surgió en el seminario de filosofía política organizado por un grupo de investigadores de esta discipli-na del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM y del Área de Filosofía de las Ciencias Sociales de la UAM-Iztapalapa. Agra-dezco a todos los participantes de dicho seminario, porque, de una u otra manera, mediante la discusión contribuyeron a definir mi posición frente a este tema. Agradezco también la amable ase-soría del Prof. Dr. Ernesto Garzón Valdés, durante mi estancia en la ciudad de Bonn. Gracias a los comentarios, el apoyo y la pacien-cia de la Dra. Gabriela Gándara fue posible llevar a su término este trabajo.

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PRIMERA PARTE

SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

"C'est la loi" ne d i f f è r e en rien au fond

de la maxime 'C'est la guerre".

Laberthonnière

L A MUERTE DEL LEVLATÁN

De acuerdo con Hobbes el Estado es sólo aquel

que con el poder supremo impide de manera

continua la guerra civil.

Cari Schmitt

Para Cari Schmitt, el proceso de modernización ha conducido al triunfo del mercado sobre el Estado. Este se ha transformado, según él, en una enorme empresa, sometida, como las empresas privadas, a las leyes inflexibles del intercambio mercantil:

La época de la estatalidad toca ahora a su fin. No vale la pena des-

perdiciar más palabras en ello. Termina así toda una superestructu-

ra de conceptos referidos al Estado, erigida a lo largo de un trabajo

intelectual de cuatro siglos por una ciencia del derecho internacio-

nal y del Estado "eurocéntrica". El resultado es que el Estado como

modelo de la unidad política, el Estado como portador del más

asombroso de todos los monopolios, el de la decisión política, esa

joya de la forma europea y del racionalismo occidental, queda des-

tronada.'

Afirmar que en el siglo xx se ha llegado al fin de la "época de la estatalidad" puede resultar sorprendente, pues en esta centuria el

1 ( :. Schmitt, El concepto de lo político (a'), Madrid, Alianza, 1991, p. 40.

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C O N S E N S O Y CONFLICTO

Estado se ha expandido por todos los ámbitos sociales. Se puede decir que vivimos la omnipresencia del Estado. Por eso, para los representantes del liberalismo, el gran riesgo al que nos enfrenta-mos actualmente es el "estataüsmo", que conduce a las sociedades por los caminos de la servidumbre. Schmitt no pone en duda el hecho de que en este periodo histórico se ha dado un enorme creci-miento del Estado. Sin embargo, a diferencia de los liberales, consi-dera que esta "interpenetración" de lo estatal y lo social ha propiciado el debilitamiento del Estado, hasta convertirlo en una entidad inca-paz de controlar los conflictos sociales y de mantener la unidad política nacional. El aumento, extensivo e intensivo, de la interven-ción estatal tiene como consecuencia que los imperativos de los diferentes subsistemas sociales, en especial los del subsistema eco-nómico, se apoderen del Estado y limiten, cada vez más, su capaci-dad de acción política.

Según él, en las sociedades industriales avanzadas el Estado ya no es más la institución que se sitúa por encima de la sociedad civil para garantizar el orden y la seguridad interna de la nación, sino el campo en el que se escenifica la lucha de intereses entre una plura-lidad de grupos. El fin de la época de la estatalidad significa, para Schmitt, no la desaparición del Estado, sino la pérdida de st .10-der soberano. El Estado deja de ser la entidad que corona la orga-nización social y se convierte en un instrumento de los diversos poderes sociales para defender sus intereses particulares. El Estado pierde el monopolio de la "decisión última". La omnipresencia del Estado no significa, de manera necesaria, su omnipotencia; por el contrario, el "Estado total", esto es, el Estado que intervie-ne en todas las esferas sociales, es una institución débil.

Detrás de este diagnóstico de Schmitt se encuentra una idea muy precisa de lo que es el Estado. Para él, la esencia del Estado es la soberanía, entendida como el poder supremo que tiene la facul-tad de tomar la "decisión última", es decir, la decisión estricta-mente política. Cada individuo toma decisiones, pero en ellas no se generan normas vinculantes para los otros individuos. También en el acto del juez que aplica la ley general a un caso particular

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SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

existe un aspecto decisionista; pero éste se enmarca en un orden jurídico previo. En cambio, la decisión soberana es la que crea el derecho o, por lo menos, las condiciones para que éste se aplique.

Schmitt toma como punto de partida la definición weberiana del Estado como la asociación que mantiene con éxito el monopo-lio de la violencia legítima. Pero se propone precisar en qué se fun-damenta la legitimidad de ese monopolio. En el tipo ideal de "dominación legal", con el que Weber busca caracterizar al Estado moderno, la autoridad basa su legitimidad en la legalidad. La pre-gunta que, aparentemente, queda sin contestar en este tipo ideal es: ¿en qué se sustenta, a su vez, la legitimidad de la legalidad? La res-puesta de Schmitt es que la legitimidad de la legalidad se basa en la autoridad, en su capacidad de generar y mantener las condiciones "normales" que hacen posible la vigencia del derecho. Autoritas, non ventas jaát legem. El control monopólico de los medios de coacción es, por tanto, una condición necesaria (no suficiente) para adquirir el monopolio de la decisión última, gracias al cual se crea el orden que permite distinguir entre lo legítimo y lo ilegítimo. "Porque cada or-den se basa en una decisión [...] También el orden legal, como todo orden, se sustenta en una decisión y no en una norma [...] Por su parte, la decisión nace, considerada normativamente, de la Nada. La fuerza jurídica de la decisión no es el resultado de la fundamentación".2

Es aquí donde entra en escena la famosa definición de Schmitt: "Soberano es quien decide sobre el estado de excepción [...] Sobe-rano es poder supremo independiente de la legalidad y no deriva-do".3 La importancia que se otorga al "estado de excepción" en

! C Schmitt, Politische Theologie (pr), Berlín, Duncker& Humblot, 1990, pp. 16 y 42. ( Um esta respuesta a la pregunta sobre la legitimidad de la legalidad Schmitt hace ;i un lado la herencia liberal de Weber.

1 (.'. Schmitt, IT, pp. 11 y 26. "K1 estado de excepción es donde se revela con mayor

claridad el ser de la autoridad estatal. Aquí se distingue la decisión de la norma

jurídica y (para formularlo de manera paradójica) la autoridad demuestra que ella,

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C O N S E N S O Y CONFLICTO

esta definición se debe a que en él se hace patente el carácter del poder soberano como la instancia que, a través de su decisión, hace posible el orden en el que sustenta la vigencia del derecho. Mientras en una situación "normal" o cotidiana, nos dice Schmitt, se puede caer en la ilusión de creer que el poder soberano puede ser absorbido por el orden jurídico, el estado de excepción nos permite ver que ninguna legalidad puede prevenir todos los acontecimien-tos extraordinarios a los que se enfrentan continuamente las so-ciedades y que, por ello, se requiere siempre de un poder, no sujeto a las trabas jurídicas, para enfrentar las situaciones extremas que ponen en peligro la existencia de la unidad política. "En el caso excepcional, el Estado suspende el derecho en virtud de un derecho de autoconservación".4 Como no es posible prevenir, ni tipificar la "excepción absoluta", el poder de la autoridad soberana debe ser, según esta perspectiva, ilimitado. Princeps legibus solutus est.

A partir de esta peculiar definición de la soberanía, la forma de argumentar de Schmitt es la siguiente:

1. Ninguna asociación que carezca de un poder soberano es un Estado. 2. La soberanía sólo puede existir si hay una autoridad suprema que pueda tomar la "decisión última". Esta autoridad puede ser el rey en la monarquía o el líder qtie encarna o representa la "volun-tad general" del pueblo en la democracia.'

para crear el derecho, no necesita ningún derecho" (p. 20). Schmitt asocia la nor-ma con la "normalidad" y la autoridad con la situación extraordinaria en la que se define la frontera entre lo normal y lo anormal o excepcional.

1 Para Schmitt existe una frontera fluida entre el poder soberano y la dictadura, entendida como la autoridad que puede adoptar disposiciones sin necesidad de otros medios jurídicos. Sobre este tema véase C. Schmitt, La dictadura, Madrid, Alianza, 1985.

s No hay que perder de vista que Schmitt tiene una idea muy peculiar de la demo-cracia. 1 )cdicaremos un capítulo a examinar esta idea.

2 4

SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

3. Por tanto, ninguna asociación política que carezca de una auto-ridad suprema es un Estado.

¿Qué es entonces el Estado de derecho, donde no se reconoce ninguna autoridad por encima de la ley? La respuesta de Schmitt es tajante: el Estado de derecho no es, en sentido estricto, una forma de gobierno, sino sólo conjunto de límites y controles del Estado para garantizar la "libertad burguesa".

Schmitt sostiene que todo orden jurídico contiene dos elemen-tos, estrechamente relacionados, pero diferentes: a) el elemento normativo (deber-ser), constituido por el conjunto ordenado de leyes, y b) el elemento real (ser), que remite a la unidad política, sustentada en la voluntad de quien detenta el poder. Su tesis cen-tral es que la validez del elemento normativo se basa en el poder que hace posible el orden donde esas normas son aplicadas. Des-de este punto de vista, el principio del "imperio de la ley", caracte-rístico del Estado de derecho, encierra una confusión entre estos dos elementos de los órdenes jurídicos. Confusión que lleva a creer que la soberanía puede residir en las normas jurídicas:

Para la concepción del Estado de derecho, la Ley es, en esencia,

norma, y una norma con ciertas cualidades: regulación jurídica (rec-

ta, razonable) de carácter general. Ley, en el sentido del concepto

político de Ley, es voluntad y mandato concretos, y un acto de

soberanía [...] El esfuerzo de un consecuente y cerrado Estado

de derecho va en el sentido de desplazar el concepto político de Ley

para colocar una "soberanía de la ley" en el lugar de una soberanía

existente, es decir, concreta, y, en realidad, dejar sin respuesta la cues-

tión de la soberanía, y por determinar la voluntad política que hace

de la norma adecuada un mandato positivo vigente.6

" C. Schmitt, Teoría de la Constitución (re), p. 155. "La dificultad estriba aquí en que en el listado burgués de derecho parte de la idea de que todo el ejercicio de todo el poder estatal puede ser comprendido y delimitado sin residuo en leyes escritas, con lo que ya 110 cabe ninguna conducta política de ningún sujeto ya no cabe una soberanía", (p. 123).

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CONSENSO Y CONFLICTO

Según el diagnóstico de Schmitt, la causa de la muerte del Le-viatán es la sustitución de una "soberanía concreta" por una "so-beranía de la ley abstracta". En otros términos, el Leviatán muere cuando se reduce su condición de dios terrenal, dueño de la sociedad, a servidor, rigurosamente controlado, de los poderes sociales. Lo que distingue la posición de Schmitt respecto de sus "enemi-gos" teóricos, los liberales, es que para él la desaparición de la soberanía estatal no es un camino hacia la liberación, sino que representa el surgimiento de un nuevo tipo de servidumbre con un rostro mecánico y un apetito insaciable.7

Crónica de la agonía

Para Schmitt la confusión entre el aspecto normativo y el aspecto "real" del orden jurídico, propia de los representantes del liberalis-mo, no es simplemente un error teórico, sino también un reflejo del desarrollo político de las sociedades modernas, el cual conduce a la muerte del Leviatán. Para reconstruir este proceso Schmitt utiliza cuatro "tipos ideales" o modelos de Estado:

1. El "Estado gubernativo" (Kegierungsstaat) es la modalidad de organización estatal donde la soberanía conserva su atributo de poder indivisible y concreto, susceptible de encarnar en una auto-ridad personal. En el caso más puro el jefe de gobierno es, a la vez, legislador supremo, juez supremo y comandante en jefe del ejérci-to; la última fuente de la legalidad y el último fundamento de la legitimidad.

7 La tesis que subyace a esta posición consiste en afumar que desplazar el poder soberano de una autoridad (personificada) a una instancia "abstracta" representa el triunfo de una dominación técnica, más agobiante e implacable que las tradicio-nales formas de dominación, lista tesis la comparte Schmitt con Jünger y Heidegger. Sobre este tema véase C. Graf von Krockow, Die Entscheidung, Frankfurt a.M., Ciimpus, 1990.

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SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

2. El "Estado legislativo" (Geset^gebungsstaai) se caracteriza porque en él se separan la instancia legisladora de los órganos encargados de aplicar la ley. Esta división de los poderes se plantea como el dispositivo que permite hacer realidad el "imperio de la ley". Schmitt dice de este Estado que en él "ya no hay poder soberano, ni mero poder", porque quien ejerce uno u otro actúa "en nombre de la ley". El Estado legislativo puede presentarse como una monarquía parlamentaria o una república parlamentaria.

3. En el "Estado jurisdiccional" (jurisdiktionsstaai) la labor del go-bierno queda supeditada a un juez que actúa en nombre del dere-cho, sin que las leyes le sean mediatizadas o impuestas por otro poder. Es decir, el juez toma el papel de un poder que busca llenar el vacío de la soberanía. Schmitt ve a este tipo de Estado como una forma de organización política propicia para los periodos de estabilidad política, en los que la administración jurídica puede controlar los procedimientos que llevan a la toma de decisiones.

4. El "Estado administrativo" (Verwaltungsstaat) se distingue por un poder impersonal que actúa mediante "medidas", esto es, "or-denanzas de carácter objetivo" que se justifican técnicamente con base en la necesidad que se impone en una situación concreta. Se trata de una modalidad de Estado en la que impera una racionali-dad instrumental. Con este modelo, Schmitt destaca que la buro-cracia puede llegar a convertirse en la élite política, con su propia autoridad y legitimidad, capaz de tomar las decisiones políticas.8

* "La contraposición entre legalidad y legitimidad reflejaría también la dicotomía típica del pensamiento schmittiano entre norma y decisión. La legalidad sería ca-racterística de un Estado entendido como un sistema de normas generales y abs-i nietas, como una máquina que funciona de acuerdo a reglas de racionalidad formal, mientras que la legitimidad sería elemento propio de una formación política au^ ten tica basada en una decisión fundamental unitaria y capaz en todo momento de lomar decisiones políticas, es decir, distinguir entre amigos y enemigos". G. Gómez ()rfanel, Excepcióny normalidad en el pensamiento de Cari Schmitt, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1986, p. 254.

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Mientras el primer tipo ideal corresponde a lo que Schmitt denomi-na el "Estado clásico europeo" (el Leviatán), que tiene como proto-tipo el Estado absolutista; los otros tres tipos ideales corresponde a variaciones de lo que se ha llamado el "Estado de derecho".

La construcción de estos tipos ideales tiene como objetivo ha-cer patente las diferentes formas de relación que se establecen entre legalidad y legitimidad en las distintas modalidades de organi-zación estatal, para analizar el desarrollo político de las sociedades modernas. En la terminología schmittiana "legalidad" denota el as-pecto "formal" de la ley, esto es, las normas que configuran el orden jurídico; mientras que "legitimidad" remite a la decisión de la voluntad que sustenta la validez de las normas en su poder (lo que se ha llamado "el sentido político de ley"). En el Estado gu-bernativo hay una clara distinción entre legalidad (normas) y legi-timidad (autoridad), y se reconoce a esta última como una instancia supralegal. En cambio, en el Estado legislativo la "ficción norma-tivista de un sistema cerrado de leyes" hace suponer que es posible reducir de manera plena la legitimidad a la legalidad, es decir, se asume que el orden normativo es la autoridad de la que se des-prende toda decisión. En el Estado jurisdiccional y en el Estado administrativo se vuelve a distinguir entre legalidad y legitimidad. En el primer caso la autoridad recae en el juez y en el segundo en el aparato administrativo. La tesis de Schrrutt es que estas dos formas de organización estatal hacen patente de nuevo, en contra del ideal que fundamenta al Estado legislativo, la necesidad de definir una autoridad extralegal, capaz de tomar las decisiones políticas.

Schmitt inicia su crónica del desarrollo político moderno des-tacando que los estados absolutistas, ejemplares de estados guber-nativos, crearon las condiciones sociales para lograr la unidad política propia de las naciones modernas. Para Schmitt, la gran conquista del Estado absolutista, lo que hace de él la "joya" del racionalismo occidental, es la creación de un orden social que, con base en sus distinciones claras y unívocas (público-privado, exter-no-interno, militar-civil, guerra-paz, etcétera) hace posible la vi-gencia de las normas jurídicas y, con ello, la seguridad al interior de

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la nación. Schmitt subraya constantemente que los estados de dere-cho que sucedieron a los estados absolutistas no podrían haber existido sin las "conquistas" de estos últimos.

Los estados de derecho surgieron como consecuencia de las luchas exitosas de la burguesía contra las monarquías absolutistas. Sin embargo, tanto en la "constitución", entendida como acto de fundación, como en la "constitución", comprendida como siste-ma de leyes supremas del Estado de derecho, se presuponía ya la existencia de la unidad política nacional. Ello permitió que su aten-ción se centrara ya no en la creación de esa unidad, sino en el control del poder estatal, para hacer posible lo que Schmitt califica como "libertad burguesa" ("libertad personal, propiedad privada, liber-tad de contratación, libertad de industria y comercio, etcétera"). La garantía de "esa" libertad se encontró en la definición de los "derechos fundamentales" y en la implementación de un sistema de división de los poderes.

En particular, la burguesía liberal en su lucha contra la monarquía absoluta, puso en pie un cierto concepto ideal de Constitución, y lo llegó a identificar con el concepto de Constitución. Se hablaba, pues, de "Constitución" sólo cuando se cumplían las exigencias de libertad burguesa y estaba asegurado un adecuado influjo político a la burguesía.9

La transición a un orden político "burgués" representa, por tanto, el paso de un Estado gubernativo a un Estado legislativo. Lo que distin-gue a este último, como hemos señalado, es el principio del "imperio de la ley", el cual, según Schmitt, deja sin resolver el tema de quien tiene el poder de tomar la "decisión última".

'C . Schmitt, re, p. 58. A esta noción de "Constitución" Schmitt opone su pro-pio concepto ideal: "1 ,as leyes constitucionales valen sólo a base y en el marco de la Constitución en sentido positivo; y ésta, sólo a base de la voluntad del Poder cons-tituyente". (p. 112).

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CONSENSO Y CONFLICTO

El Estado gubernativo posee, en la persona de su jefe o en la digni-dad del cuerpo colegiado dirigente, todas las cualidades de la repre-sentación. En cambio, el Estado legislativo, a causa del principio en él dominante de la elaboración de normas generales y predetermina-das, y de la distinción que le es esencial entre ley y aplicación de la misma, entre legislativo y ejecutivo, está colocado en una esfera com-pletamente diferente y padece necesariamente de cierto carácter abstracto.10

Schmitt afirma que el Estado legislativo entraña una contradicción, puesto que se le encomienda la tarea de garantizar el orden y la unidad social, pero, al mismo tiempo, no se le concede el poder soberano que requiere para cumplir esa misión. Esta contradicción expresa, a los ojos de Schmitt, la indecisión de la burguesía, esa "clase discutidora" que confía en que a través del debate parlamen-tario se pueda acceder a una "Verdad" que indique el rumbo que deben tomar las acciones políticas.

La burguesía liberal quiere un Dios [un Dios terrenal, el Estado], pero él no debe ser activo, ella quiere un Monarca, pero él debe ser impo-tente. Ella exige libertad e igualdad y, a pesar de ello, limita el derecho al voto a la clase propietaria, para asegurar que la educación y la propie-dad tengan la necesaria influencia sobre la jurisdicción; como si la edu-cación y la propiedad dieran el derecho a oprimir a los pobres e incultos. Ella acaba con la aristocracia de la sangre y la familia y, sin embargo, deja la desvergonzada aristocracia del dinero, la forma más necia y

10 C. Schmitt, Legalidady legitimidad (LL), Madrid, Aguilar, 1971, p. 16. Schmitt ve en la historia de la República de Weimar la prueba de ese carácter abstracto del Esta-do legislativo, que hace de él una instancia incapaz de mantener la unidad política. Para este representante del decisionismo, la falta de decisión sobre quien poseía el poder absoluto, el parlamento o el presidente, conformándose con apelar a una "vaga" noción de "soberanía popular", determinó el destino de esa república. Sobre este tema véase J. A. Estévez Araujo, La crisis del Estado de derecho liberal, "Schmitt en Weimar", Barcelona, Ariel, 1989.

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ordinaria de aristocracia. Ella no quiere ni la soberanía del rey, ni la soberanía del pueblo. ¿Qué quiere ella entonces?"

I .a respuesta de Schmitt a esta pregunta retórica es que la burgue-sía quiere abolir la soberanía del Estado y "neutralizar" la política para implantar su dominio económico. Lo que desea es someter el poder estatal a su control y eliminar todo peligro de lucha, con el < >bjeüvo de realizar sus negocios en paz y bajo condiciones calculables. Sin embargo, Schmitt sostiene que la competencia mercantil no es una alternativa al enfrentamiento bélico, como afirman los libera-les, sino una forma de relación social que potencia las hostilidades, id conflicto ya no se limita'a los estados soberanos que se recono-cen como tales, sino que se extiende por todos los ámbitos inter-nos a la nación y tiene como protagonistas a la pluralidad de "poderes sociales", los que sólo persiguen un fin: lagananáa. Esta descripción de la sociedad mercantil-capitalista corresponde al "estado de natu-raleza" del que habla Hobbes, esto es, la guerra de todos contra todos. El Estado legislativo, lejos de garantizar "la paz, el orden y la seguridad", se convierte en un instrumento más en esta lucha gene-ralizada que no conoce ninguna frontera o límite.

Para Schmitt, otro factor que lleva a potenciar las hostilidades inherentes a la dinámica mercantil se encuentra dentro del propio Estado legislativo. Los "valores burgueses", que definen el conte-nido de las leyes constitucionales del Estado legislativo, ya no se presentan como el resultado de la decisión de una autoridad, sino como principios universales y necesarios que deben ser asumidos por todos los seres racionales.12 Todo individuo que cuestione la

" C. Schmitt, pr, p. 76.

12 Schmitt, frente a esta idea "burguesa" de los valores, afirma: "Los valores son puestos e impuestos. Quien afirma su validez tiene que hacerlos valer. Quien dice que valen, sin que una persona los haga valer, se propone engañar". Véase "Die Tyrannei der Werte", en Säkularisation undUtopie, Stuttgart, Ebracher Studien, Ernst l'orsthoff zum 65 Geburtstag, 1967, p. 42.

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validez de esos valores se convierte en un "enemigo absoluto" que no sólo atenta contra el orden establecido, sino que también transgrede su propia racionalidad. Al considerarse al enemigo como un ser irracional se justifican la represión y la violencia sin límites, como medios para conducir de nuevo a ese insensato a la esfera de la "Razón".

Schmitt destaca continuamente que la unidad política creada por los estados gubernativos no es una conquista definitiva y que la consolidación de los estados legislativos, al carecer estos de un poder soberano concreto, conduce a la pérdida de dicha unidad. En el seno de las naciones reaparece el conflicto ya sea en la for-ma de lucha de clases o bien como enfrentamientos entre la plura-lidad de grupos de intereses. Schmitt admite la tesis marxista de que el Estado es un "instrumento" de la dominación burguesa; pero agrega que ese no es el atributo de toda forma de organiza-ción estatal, sino sólo la característica del Estado legislativo liberal.

La carencia de soberanía del Estado legislativo hace de él presa fácil de los "poderes sociales" y también una entidad frágil, pro-pensa a transformar sus estructuras. Por un lado, la imposibilidad de que el orden jurídico pueda prevenir todas las situaciones posi-bles motiva a que los jueces tomen decisiones políticas para cubrir el vacío de la soberanía. De esta manera, el Estado legislativo tien-de a convertirse, paulatinamente, en un Estado jurisdiccional. Sin embargo, por otro lado, la tendencia más fuerte (que no excluye a la anterior) es que la burocracia suplante a la autoridad soberana y se apropie del monopolio de las decisiones políticas. Por este ca-mino, el Estado legislativo se convierte en un Estado administrati-vo que se inclina a intervenir en todas las esferas de la sociedad ("Estado total"), pero sin tomar la iniciativa, sólo actuando de manera reactiva, a través de los compromisos, regateos, acuerdos, etcétera, de su burocracia con los poderes sociales.

En el Estado administrativo son las medidas burocráticas, no el derecho, las que predominan. Las medidas, a diferencia de las le-yes, no son normas generales sino disposiciones que se toman con base en situaciones concretas que se justifican por su eficacia. Mien-

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tras la ley hace referencia a un valor, la medida se plantea como un medio eficiente para alcanzar un fin dado.'3 Desde la perspectiva de Schmitt, la aparición en el siglo xx de diferentes tipos de Estado administrativo (el llamado "Estado de bienestar" es un ejemplo) hace patente la necesidad de reinstaurar una autoridad suprema, capaz de mediar en los conflictos entre los "poderes sociales", así como definir las políticas frente a los graves problemas que en-frentan las sociedades. Schmitt advierte que si la demanda de la presencia del Estado no se acompaña de una recuperación de su soberanía, lo único que sucederá es que el Estado se verá obligado a intervenir en los distintos ámbitos sociales, para tratar de satisfacer las reivindicaciones de los diversos grupos, pero sin poder ofre-cer una respuesta adecuada. El Estado administrativo, sin sobera-nía, se vería sobrecargado de demandas e impotente ante ellas; lo que condena a la sociedad, según Schmitt, a permanecer en el desorden, la inseguridad y el conflicto.

¿El milagro de la resurrección?

Schmitt, al igual que Hölderlin, cree que allí donde crece el peli-gro, crece también lo que puede "salvarnos". Para él, las medidas del Estado administrativo —en tanto una autoridad central se apodere del derecho de emitirlas— pueden ser el instrumento para recuperar la soberanía estatal, es decir, para resucitar el Leviatán. I /A esperanza de Schmitt es que un poder soberano, personifica-do en una autoridad central, use las medidas con carácter técnico para eludir los controles parlamentarios y jurídicos, y, de esta manera, "salvar" la unidad política nacional, superando la indeci-sión del Estado de derecho.14

1' lista distinción entre ley y medida es deudora de los tipos ideales weberianos de "racionalidad con arreglo a valores" y "racionalidad con arreglo a fines".

" (I. Gómez Orfanel (op. cit.) cita un ejemplo del propio Schmitt que aclara esta 11 sis del uso soberano de las medidas. "Si el Presidente del Reich deseara dismi-

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Mucho más importante es el conocimiento de que la razón de ser del "Estado total" actual o, más exactamente de la politización to-tal de toda la existencia humana, hay que buscarla en la democra-cia, y que, como expone Hein O. Ziegler (Autor i tärer oder totaler Staat, Tübingen, 1932), para emprender la necesaria despolitiza-ción y librarse del Estado total se necesita una autondad estable que sea capaz de restablecer las esferas y los dominios para una vida libre.15

En sus obras Teoría de la Constitución (1928), ha defensa de la Constitu-áón (1931) y "Legalidady legitimidad (1932) se predice la caída de la República de Weimar, porque en ella rige un Estado legislativo, con ciertos rasgos de Estado administrativo, en donde no se ha tomado la decisión sobre si el presidente o el parlamento debe encarnar el poder soberano. A principios de 1933, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP), encabezado por Adolf Hitler, se apodera del Estado alemán y disuelve la Constitución de Weimar. Schmitt celebra este acontecimiento y lo califica como una "revolución legal" que salvará la unidad política y el derecho alemanes. En su trabajo "Sobre las tres formas de pensamiento

nuir el salario de los funcionarios, utilizando la vía del artículo 48.2, le bastaría con modificar la ley reguladora por medio de una ordenanza con fuerza de ley; aunque se podría plantear si tal ordenanza lesionaría los derechos adquiridos de los funcionarios, suponiendo una infracción del artículo 129 de la Constitución de Weimar. Pero cabría otra posibilidad, consistente en que el Presidente, sin mo-dificar la ley salarial, sin plantearse cuestiones de contenido jurídico, diese orden (es decir, actuase por medio de medidas) de que se retuviese una cantidad o por-centaje de los sueldos de los funcionarios". Verfassungsrechtliche Aufsdt^e aus den Jahren 1924-1954, Berlín, Duncker & Humblot, 1985, p. 242.

15 C Schmitt, LL, p. 146. En realidad esa autoridad soberana es, utilizando los propios términos de Schmitt, un dictador. "El dictador se define como un hom-bre que, sin estar sujeto al concurso de ninguna otra instancia, adopta las disposi-ciones que puede ejecutar inmediatamente, es decir, sin necesidad de otros medios". La dictadura, p. 37. Así que la salvación para Schmitt se encuentra en la dictadura.

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jurídico científico" (1934), Schmitt argumenta que el régimen nazi ha superado la oposición entre "normativismo" y "decisionismo", propia del Estado legislativo; ya que el "movimiento" político guia-do por su líder se ha establecido como una mediación entre el nor-mativismo legal y la vitalidad espiritual del pueblo. Llega al extremo este autor de denominar a las leyes racistas de 1935 como "la Cons-titución de la libertad" y a definir la ley como "el plan y la voluntad del líder (Führer)"u

La esperanza de Schmitt se realizó, el Leviatán resucitó. Pero no era ya el gigante paternalista que debía garantizar la paz, el orden y la seguridad, sino un monstruo que devora a los "enemi-gos" y a los "amigos". No creo que valga la pena entrar a discutir el papel que jugó Schmitt en el "Tercer Reich".17 Mi interés reside en examinar la vieja tesis, retomada por otros autores, incluso desde posiciones de "izquierda", de que la centralización del poder pue-de ser el instrumento para crear y mantener el orden social o el medio para acceder a un orden más "justo". Es decir, se trata de la tesis que ve al Estado, en la medida que recupera la soberanía, como un centro de las relaciones de poder desde el que puede dirigirse la sociedad hacia una meta estableada, ya sea por la "au-toridad" o por una supuesta "vanguardia" del pueblo.

En primer lugar, es necesario recordar que hace mucho tiem-po Locke, en su crítica a Hobbes, ya había destacado que resulta tan insensato pensar que el Leviatán puede garantizar la seguri-dad de los ciudadanos, como el creer que uno puede protegerse del

En su discurso (3 de octubre de 1933) dirigido a los juristas nacionalsocialistas Schmitt afirma: "Adolf Hitler, el líder del pueblo alemán, cuya voluntad es hoy el nomos del pueblo alemán..." ("Nomos", en la terminología schmittiana hace refe-rencia a la ley en su sentido político"). Algo parecido sostiene Heidegger, cuatro semanas después, en su famoso discurso inaugural como rector: "El propio líder (Fiibrer) es hoy y en el futuro la realidad alemana y su ley".

17 Su respuesta a las acusaciones de colaborador lo dice todo: "Resistencia a través de la colaboración" (Widerstatid durch Mitarbeit).

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peligro que representan las zorras y las mofetas refugiándose en la jaula del león. En efecto, m Hobbes ni Schmitt responden a las siguientes preguntas: ¿qué garantía existe de que la autoridad soberana no abuse de su poder? ¿Por qué se debe aceptar la tesis de que la autoridad soberana tiene la posibilidad de situarse por encima de los conflictos sociales para cumplir su función de juez imparcial? ¿Qué asegura la corrección y eficiencia de las leyes y medidas técnicas del soberano?

En segundo lugar, es preciso advertir que la modernidad pre-supone un proceso de diferenciación de los subsistemas sociales que convierte en una ingenua ilusión pensar que el Estado puede situarse por encima de la sociedad para dirigirla y gobernarla "ra-cionalmente". No se puede reducir la complejidad de las socie-dades modernas simplificando la estructura del orden institucional mediante una centralización del poder. Por más racional y ca-pacitada que sea una élite política, si mantiene una organización centralista, siempre se verá rebasada por la complejidad social. La complejidad sólo puede enfrentarse con complejidad. La descentra-lización política no es una propuesta de una posición ideológica particular, sino una exigencia que impone la modernidad o el ca-mino hacia ella. La otra alternativa es el diletantismo autoritario.

Si se aceptan las premisas del razonamiento de Schmitt respec-to a que el Estado se define por la soberanía y ésta, a su vez, se concibe como un centro de poder en el que confluyen todo el sistema de relaciones sociales y que puede ser encarnado por una voluntad unitaria, entonces tendremos que aceptar la conclusión de que la "época de la estatalidad ha llegado a su fin". El proble-ma de este razonamiento reside en una visión esencialista que sim-plifica los problemas. El Estado de derecho, en contra de lo que piensa Schmitt, sí presupone una decisión. Pero no es la decisión arbitraria de una voluntad particular, sino la decisión de una plura-lidad de individuos, dentro de una historia de conflictos y com-promisos que lleva a trasladar la soberanía estatal al "pueblo". Este no es un macrosujeto, con una "voluntad general", sino una reali-dad plural, escindida y conflictiva que encuentra su identidad en

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un orden jurídico. Cuando se habla de una "soberanía popular", si se ha rechazado la creencia metafísica de que una parte puede representar o encarnar al todo, de manera implícita se afirma que no es posible que nadie se apodere de ella.

El problema básico de la soberanía del Estado moderno no es quién la detenta, sino cómo se ejerce. Esto nos remite a procedi-mientos que hacen posible la toma de decisiones dentro de un contexto plural. A ello puede responder Schmitt con su conocida tesis de que ningún orden jurídico, ni tampoco ningún procedi-miento establecido en él, puede prevenir todas las situaciones ex-cepcionales a las que se enfrenta una sociedad y que, por tanto, se requiere siempre de una autoridad que actúe sin trabas jurídicas. Para rebatir esta respuesta podemos retomar el estudio que hace el propio Schmitt de la dictadura. En él se distingue entre una "dic-tadura comisarial", que actúa en caso extraordinario en nombre y bajo las restricciones de una legalidad existente (esta es la institu-ción que se propuso en la república romana para enfrentar los estados o situaciones de excepción) y una "dictadura soberana", que actúa en nombre del "pueblo" para ejercer un poder constitu-yente. En los dos casos el dictador ejerce el poder por un periodo limitado (Provisorium) y para realizar una tarea específica. El pro-blema es que el dictador, al otorgársele el poder soberano, tiende a perpetuarse en el poder, convirtiéndose en un déspota. A esto justamente se opone el Estado de derecho. En los estados de dere-cho, como sucede de hecho, pueden retomarse ciertos elementos de una dictadura comisarial para enfrentar casos extraordinarios (por ejemplo, una guerra), pero se rechaza de manera radical toda mani-festación de una "dictadura soberana".

Por otra parte, pensar que un poder dictatorial puede resolver los graves problemas que existen en las sociedades modernas re-sulta una propuesta poco objetiva, que pasa por alto precisamente la complejidad de estas sociedades. Resulta una propuesta llena de nostalgia conservadora, en la que se añora un mundo simplifi-cado que nada tiene que ver con la realidad que vivimos. No se trata de negar que la pluralidad y complejidad propias de las socie-

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dades modernas implican riesgos enormes, lo curioso es la manera como Schmitt pretende superarlos. Los intentos de resucitar el Le-viatán en nuestro siglo no sólo han conducido al terror totalitario, en donde el peligro potencial del "estado de excepción" se con-vierte en una realidad cotidiana, sino también al crecimiento pato-lógico de un sistema administrativo ineficiente. La experiencia del llamado "socialismo real" puede enseñarnos bastante sobre este tema.

No es el objetivo ahora oponer a la ilusión de un Leviatán omnipotente la quimera de un mercado autoequilibrado. Ni "mano invisible", ni "mano negra"; las opciones políticas de las socieda-des modernas se encuentran más allá de esta falsa y simple disyun-tiva. Lo importante es, en primer lugar, reconocer la realidad de la diferenciación de los subsistemas sociales y el aumento de la com-plejidad que ella trae. Es preciso asumir que la meta no es reconci-liar los conflictos y tensiones que existen entre estos subsistemas sociales, apelando a un orden jerárquico homogéneo, sino reconci-liarse con esos conflictos y tensiones. Es cierto que la muerte del Leviatán no conduce al paraíso armónico y equilibrado de la so-ciedad civil. En esta última también existen los monstruos que hacen peligrar la seguridad y la libertad de los ciudadanos. Sin embargo, la protección de los ciudadanos no se logra reviviendo al Leviatán.

De hecho, en las sociedades democráticas el Leviatán no está muerto sino domesticado. La fuerza de las instituciones democrá-ticas que mantienen bajo control la voluntad de poder absoluto de ese gigante se encuentra en la participación política de los ciuda-danos. Cuando ésta se debilita, cuando los individuos creen haber logrado un triunfo definitivo que les permite volver a su pnvatismo apolítico, en seguida ese Leviatán empieza a recuperar su potencia y a eludir las barreras del sistema institucional democrático, con el afán de recuperar su vieja condición de dueño del mundo. De la misma manera, la única forma de controlar la voluntad de poder absoluto de los nuevos y viejos monstruos que compiten por con-quistar el "alma" (la soberanía) del Leviatán se encuentra en la acción y organización política de los ciudadanos, esto es, en un

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orden republicano en el que el ejercicio del poder no sea privilegio de unos cuantos y, en especial, en el que la soberanía no sea pro-piedad de ningún grupo o institución. Ello presupone que, y en esto acierta Schmitt, lo político no pueda reducirse a lo estatal, aunque en las sociedades modernas lo estatal sea el referente fun-damental de lo político. "El concepto de Estado supone el de lo político".

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L A POLÍTICA ENTRE AMIGOS Y ENEMIGOS

Para Cari Schmitt, la definición que identifica lo político y lo esta-tal es una expresión del período histórico en el que impera el "Es-tado clásico europeo" (el Estado absolutista). Este tipo de Estado es el que logra adquirir el poder soberano y, con él, el monopolio de lo político. Dicho monopolio significa que sólo la autoridad esta-tal, que encarna el poder soberano, puede decidir, en última ins-tancia, que debe valer como derecho al interior de la nación. De esta manera, según Schmitt, se otorga al Estado la facultad que permite regular y encauzar los conflictos sociales.

Desde esta perspectiva, mientras el Leviatán conserva su poder soberano, la política, en sentido estricto, se limita a la diplomacia, esto es, a la actividad que ejerce el Estado en su relación con los otros estados soberanos; mientras que las "alteraciones" internas del orden nacional se reducen a la calidad de ¡"asuntos policiacos"! Las dificultades surgen de nuevo, según él, cuando los "poderes sociales" (las diferentes organizaciones de ciudadanos) arrebatan al Estado el poder soberano y, junto con él, el monopolio de lo po-lítico. Sin su soberanía, el Estado deja de ser el "señor del mundo" para convertirse en un servidor de los poderes sociales incapaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos, pues propicia un pluralis-mo que hace renacer el conflicto en el interior de la nación.

En contra de la teoría liberal y su concepción de la democracia, Schmitt afirma que la subordinación del Estado a la sociedad civil sólo puede ser causa de su transformación en un instrumento, disputado por diferentes grupos para defender sus intereses par-ticulares. El Estado se ve obligado a intervenir en todos los ám-bitos sociales para tratar de responder a las diversas exigencias

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de los "poderes sociales". Sin embargo, en la medida en que estas exigencias son múltiples y contradictorias, el Estado, sin el poder soberano, carece de la facultad de responder a ellas; por tanto, el conflicto, lejos de superarse, se agudiza. El "Estado total", es de-cir, el que interviene en todos los ámbitos sociales, se caracteriza por su omnipresencia impotente. En esta situación, la frontera entre lo estatal y lo social se disuelve y todo asunto cobra, al me-nos potencialmente, un carácter político.

El "Estado total" ya no está en condiciones de fundamentar ninguna determinación específica o distintiva de lo político. Por el contrario, la interpenetración de lo estatal y lo social hace patente de nuevo que el concepto de lo "político" es más amplio que el concepto de "Estado" o, dicho con los términos schmittianos, que "el concepto de Estado supone el de lo político". Por eso, Schmitt se propone localizar un criterio para determinar la especi-ficidad de lo político. La relación "amigo-enemigo" representa este criterio. Así como la distinción "bueno-malo" es propia de la moral, la de "bello-feo" de la estética, la de "costo-beneficio" de la economía, la de "verdad-falsedad" de la ciencia; la distinción "amigo-enemigo" remite a la dimensión política de las relaciones sociales.

Schmitt agrega que el enemigo político no es el adversario pri-vado {inimicus), al que se rechaza por razón de antipatía o diferencias personales, sino el enemigo público (hostis). La figura del enemigo sólo sirve para determinar la dimensión política cuando aparece como un conjunto organizado de hombres que se opone de manera combativa a otro conjunto de hombres igualmente organizado. Aquí surge ya un problema del criterio que propone Schmitt para deter-minar la especificidad de lo político. Si no todo enemigo es un "enemigo político", ello quiere decir, entonces, que la dualidad "ami-go-enemigo" no es la distinción fundamental de lo político; ya que si sólo el enemigo público es el que adquiere un carácter político, es la distinción "privado-público" el primer elemento para identificar la dimensión política de la sociedad. A pesar de que Schmitt lo niega de manera explícita, implícitamente en su argumentación se da una

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SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

| irioridad a la figura del "enemigo" y se hace a un lado el tema sobre i ómo es posible que los "amigos" constituyan una esfera pública que hace posible que el "extraño", el "otro" o incluso el transgresor inlerno del orden público (el que deja de ser "amigo") se convierta <•11 "enemigo político". Volveremos a este tema más adelante, pero, I»>r el momento, continuemos con la reconstrucción de la propues-la teórica de Schmitt.

El enemigo político es aquel con quien el conflicto puede desembocar en una guerra, entendida como la lucha armada en-Ire unidades sociales organizadas que buscan exterminarse mu-I uamente (aunque no siempre se llegue a este extremo), es decir, la lucha que tiene como fin "la negación óntica de un ser distin-to". Esto no quiere decir que Schmitt reduzca la política a la |Mierra. Su tesis es que la guerra, en tanto posibilidad real, repre-senta el presupuesto fundamental de la acción política. Para que las relaciones entre dos grupos cobren un sentido político, el cnfrentamiento armado entre ellos tiene que ser una alternativa siempre presente. El hecho de que la guerra pueda originarse en motivos económicos, religiosos o culturales, indica que todo anta-gonismo puede adquirir un carácter político, en la medida en que se agudice lo suficiente para agrupar a los individuos en bandos i ipuestos, capaces de declararse la guerra.

Para que la relación "amigo-enemigo" se convierta en el criterio distintivo de la política se requieren, por tanto, dos condiciones:

I. Su carácter público y .1. Que alcance un grado de intensidad suficiente para poder con-vertirse en una guerra.

Schmitt mantiene que la relación amigo-enemigo es un "hecho existencial básico"; lo cual implica sostener que la política y la forma de conflicto ligada a ella son determinaciones insuperables de la condición humana. Para comprender el sentido y el alcance de esta tesis de Schmitt es menester tener en cuenta su crítica a los supuestos antropológicos de las teorías políticas tradicionales y el

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C O N S E N S O Y CONFLICTO

efecto que ello tiene en la conceptualización de la política. Lo que se encuentra en juego en esta polémica es la correcta determina-ción de la autonomía de lo político.

Schmitt empieza por cuestionar la creencia, típica del huma-nismo, de que existe una esencia o un ser común de los hombres en la que pueda sustentarse un juicio de valor simple sobre la cua-lidad moral del ser humano. Es esa creencia la que conduce a la filosofía política a la vieja disputa bizantina sobre si el "Hombre" es "bueno" o "malo" por "naturaleza". Este autor opina que la opción entre el "optimismo" y el "pesimismo" antropológico es una falsa disyuntiva originada en una visión esencialista. En con-traste con ello, él destaca que el ser del hombre puede considerar-se desde diversas perspectivas, las que dan lugar a distintas disciplinas teóricas y a diferentes posturas valorativas.

Aceptar la inexistencia de una esencia del "Hombre" presupo-ne también asumir que no hay un orden universal y necesario al que deban adecuarse todas las sociedades. Schmitt reconoce que los individuos requieren de un orden social para sobrevivir; pero, al mismo tiempo, destaca que la forma y el contenido de cada orden social son el resultado contingente de un conflicto perma-nente. Para apoyar esta conclusión, Schmitt recurre a la teoría an-tropológica de Helmuth Plessner. Éste último afirma que la característica primaria de los hombres es que su ser permanece como algo "indeterminado e inescrutable", debido a que el uso del medio simbólico les permite "tomar distancia" y experimentar su realidad y su identidad como algo contingente, como una "pre-gunta abierta" {einer Hori^ont des Auch-anders-sein kónnen). La experien-cia de la contingencia lleva al hombre a tomar conciencia de que puede transformar lo dado para crear un orden cultural que le ofrezca seguridad frente a un entorno hostil. Ese entorno resulta amena-zador, entre otras cosas, porque hace patente la fragilidad del or-den que los hombres han construido. El espacio de la experiencia que cada individuo o grupo reconoce como un ámbito confiable es resultado de su autoafirmación en la lucha contra un mundo "inquietante" (Unheimliche).

4 4

SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

Una comunidad es siempre una esfera cerrada de confiabi l idad (Vertrautheit), enfrentada a un entorno indeterminado. Este tras-fondo hostil, e lemento necesario ante el que se delimita la comu-nidad es lo público ( Ö f f e n t l i c h k e i t ) , es decir, el conjunto de personas y cosas, que ya no pertenecen a ella, pero con el que hay que contar.1

K1 criterio para establecer el límite entre lo propio y lo extraño, entre amigos y enemigos, puede ser los lazos familiares y persona-les, la pertenencia a un grupo étnico, una tradición cultural, un principio de identidad nacional, etcétera, o un conjunto de estos elementos. Pero la definición de la identidad propia siempre im-plica la determinación del "otro" (toda determinación es una ne-gación, como nos recuerda Spinoza). El límite entre lo propio y lo extraño es variable y funciona como una membrana que aisla y, a la vez, mantiene en contacto. En tanto dicho límite es variable, un artificio cultural e histórico, el contacto con el entorno adquiere el carácter de una relación de poder, en la que, de manera conflicti-va, se mantiene la separación. La tesis central de Plessner es que lanto la identidad del individuo como la del grupo es una adquisi-ción política, que se conserva o transforma gracias al poder, en la lucha contra lo otro {der Mensch als Machi).

El Hombre —toda expresión con el carácter formal de esta genera-

lidad es siempre un aven airarse— se encuentra como poder en lu-

cha por su ser, esto es, en la oposición entre lo confiable y lo extraño,

entre amigo y enemigo [...] La re lac ión a m i g o - e n e m i g o se

conceptualiza aquí como la constitución esencial del hombre, por-

que ella se distancia de toda determinación concreta y, de esta mane-

ra, asume al ser humano como una cuestión abierta, como poder.2

'II. Plessner, "Grenzen der Gemeinschaft", en Gesammelte Schriften, Frankfurt a.M., Kuhrkamp, 1981, p. 48.

11. Plessner, "Macht und menschliche Natur", op. cit., pp. 191-192.

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C O N S E N S O Y CONFLICTO

Si la dualidad amigo-enemigo es la determinación esencial de la condición humana y esta relación define la dimensión política, esta última representa, por tanto, la actividad esencial del hombre, en la que se manifiesta su "ser" como una pregunta abierta, que debe ser decidida en la práctica de manera permanente. Al igual que Plessner, Schmitt considera que la decisión política, es decir, la decisión que se "orienta en referencia al caso decisivo", en el que está en juego la distinción amigo-enemigo, es la decisión que "marca la pauta" de todo el orden social. La perspectiva de la antropología política no es una más entre otras, sino la perspectiva básica que revela el carácter "insondable e indeterminado" del ser humano.

A primera vista puede parecer que lo único que Schmitt y Plessner hacen es repetir la vieja definición aristotélica respecto a que el hombre es un animal político. Sin embargo, hay una radical diferencia entre la tesis de los primeros y la posición de Aristóteles. Este último parte del supuesto de que existe un orden con vali-dez universal y necesaria; por lo que la "buena" política es la que se adecúa a ese orden, mientras que el "buen" político es el que cono-ce dicho orden y ajusta sus acciones a ese conocimiento. Gran parte de las teorías políticas comparten ese supuesto, el cual fue expuesto de manera sistemática por primera vez en ha República de Platón. De acuerdo con el mencionado supuesto, el orden es lo necesario, mientras que el conflicto resulta un fenómeno acciden-tal, motivado por la irracionalidad de los individuos.

Dentro de esta amplia tradición teórica existen, en términos generales, dos vertientes. La primera postula la posibilidad de edu-car o ilustrar a los hombres hasta que sean lo suficientemente racio-nales para aceptar la validez de ese supuesto universal y lo asuman como principio para coordinar sus acciones. Por esta vía se acce-dería a una sociedad armónica, en donde la política, en tanto acti-vidad ligada al conflicto social, desaparecería. La segunda vertiente se muestra más pesimista, y afirma que en la conducta de los hom-bres siempre existirá una elevada cuota de irracionalidad. En conse-cuencia, la única alternativa es crear una forma de organización social, cercana al modelo ideal, capaz de controlar la conducta de

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SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

los individuos. A la política se le asigna la función de guardián del orden, mediante la represión de las conductas anómicas. En cada una de estas vertientes hay una gran variedad de versiones. Sin embargo, todas ellas tienen en común la tesis de que el orden social es resultado de nuestras necesidades y que en él se encierra un principio de racionalidad; mientras que el conflicto político es la expresión de la irracionalidad. En todas estas teorías se reconoce al hombre como un animal político, pero, de manera paradójica, se plantea reducir al mínimo la actividad política o, incluso, eliminarla.

En oposición a esta tradición, tanto Plessner como Schmitt mantienen que el conflicto es un fenómeno insuperable, ligado a la condición humana; en cambio, conciben el orden como lo contin-gente, esto es, lo que en todos los casos puede ser de otra manera. Desde esta perspectiva, el conflicto político no es una manifesta-ción de la irracionalidad o imperfección del hombre, sino un dato fundamental, ante el cual los individuos se ven impulsados a desa-rrollar su racionalidad. Lo racional no consiste en conocer y aplicar Lin orden universal y necesario que suprima la lucha, sino en implementar procedimientos que permitan manejar el conflicto y, de esta manera, constituir un orden que sirva a los hombres como refugio y orientación en el caos mundano. Pero cada uno de esos órdenes es un artificio particular; no hay ningún orden "verdadero" o con validez universal al que deban adecuarse todos los demás. El tomar conciencia de este hecho significa para Plessner y Schmitt reconocer el pluralismo del mundo humano (el "pluriverso", como dice el segundo), en el cual tiene su raíz el conflicto político. Ello implica, además, que la política no puede reducirse a otra actividad ni puede juzgarse con un criterio externo a ella.5

1 El ser uno de los primeros autores que defiende la autonomía de lo político respecto a la moral es uno de los grandes méritos que reconoce Schmitt de Ma-quiavelo. "Tal es el destino que tuvo Maquiavelo, el cual, si llega a ser un maquiavelista, en lugar de escribir El Príncipe, habría escrito más bien un libro plagado de sentencias conmovedoras". CP, p. 94.

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CONSENSO Y CONFLICTO

Schmitt acepta que las teorías que perciben al hombre como "malo" están más cerca de comprender el fenómeno político que aquellas que predican que es un ser "bueno". Porque sólo las pri-meras son capaces de comprender la especificidad del conflicto político. Sin embargo, agrega que el error de todas ellas es acudir a términos morales para calificar la raíz humana del conflicto políti-co. Para Schmitt, la distinción política amigo-enemigo es autó-noma y, por tanto, irreductible a la dualidad propia de la moral bueno-malo. Incluso, según este representante del decisionismo, la distinción propia de la política no sólo es independiente de la moral, sino que también la precede. La argumentación que susten-ta esta tesis puede reconstruirse de la siguiente manera:

1. El uso moral de los términos "bueno" y "malo" presupone la existencia de un orden, en el que se definen los contenidos de las reglas que nos permiten calificar a una acción de buena o mala. 2. El orden no es una realidad dada con validez universal, sino el resultado de una decisión soberana. 3. Por tanto, dene que asumirse que la decisión de aquél o aquellos que detentan el poder soberano precede y fundamenta al lenguaje moral y su distinción entre bueno y malo.

A esta argumentación schmittiana subyace una posición antiuni-versalista, para la cual la validez de las normas y valores siempre hace referencia a un contexto particular y a las decisiones que en ese contexto han tomado los individuos. ("Los valores son pues-tos e impuestos. Quien afirma su validez tiene que hacerlos valer. Quien dice que valen, sin que una persona los haga valer, se propo-ne engañar"). Precisamente, los amigos son aquellos que compar-ten un conjunto de valores y normas concretos que les permiten llegar a un consenso básico. Los amigos no pueden dialogar con los enemigos porque entre ellos existe un abismo, abierto por decisiones con un contenido normativo distinto. Entre amigos y enemigos solo puede darse el conflicto.

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SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

Según Schmitt, el universalismo del humanismo moral, lejos de superar el conflicto, lo intensifica. Porque cada uno de los bandos en contienda tenderá a identificar sus valores y normas con la universalidad, mientras que el rival se convierte en un "enemigo absoluto" de la humanidad. Schmitt mantiene que el rechazo al universalismo es la única manera en que los diferentes grupos y naciones lleguen a reconocer el carácter particular de los valores que encarna. Si bien esto tampoco puede eliminar el conflicto, al menos puede ponerle un coto: el que hace posible que la guerra se convierta en política. Cuando se acepta que el enemigo es simple-mente el otro, aquel que ha tomado una decisión con un conteni-do normativo distinto, y no una criatura malvada que viola valores universales, se puede llegar a un compromiso (no un entendimien-to) con él, que permite reglamentar el conflicto.4

Schmitt sabe que en la historia de la humanidad no ha sido muy frecuente el que los rivales se reconozcan como "enemigos justos", esto es, como enemigos que asumen recíprocamente que el otro puede de manera legítima tomar una decisión diferente y defenderla. Por el contrario, la tendencia más fuerte es que cada uno crea defender la única "causa justa" y, por ello, considere al contrincante como una criatura vil e inhumana, contra el que se puede y debe aplicar una violencia sin restricciones. Sin embargo, Schmitt observa que como consecuencia del "equilibrio trágico", al que se llegó en las guerras de religión que asolaron a Europa en la alborada de la modernidad, un número relevante de teóricos y políticos vio que la única salida al continuo conflicto era abando-nar la idea de "guerra justa" (donde cada uno dice defender la "Verdad" y la "Justicia"), y sustituirla por la noción de "enemigo justo". Este último es al que se le reconoce el derecho a declarar la guerra y, por eso mismo, el derecho a negociar la paz o la tregua, esto es, la legitimidad de hacer política.

1 Schmitt, a difcrcncia de Plcssncr, no ve que esta tesis ya presupone un cierto universalismo.

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C O N S E N S O Y CONFLICTO

Schmitt atribuye la realización de este "gran progreso" de la humanidad a la acción de los estados absolutistas (el "Estado gubernativo", el "Estado clásico europeo"). Según él, es la auto-ridad central, que caracteriza a este tipo de organización estatal, la que logra imponer, gracias a su decisión soberana, un orden nacional y definir al "enemigo justo" como aquél que actúa fuera de sus fronteras. Con ello, el conflicto se traslada de los grupos que dicen luchar por una "causa justa" a la relación entre estados soberanos que se reconocen como tales. Es esto, a su vez, lo que permite el acotamiento y la reglamentación de la guerra (die Hegung des Krieges) a través del Jus Publicum Huropaeum.

La enseñanza que desprende Schmitt de esta experiencia histó-rica es que el monopolio estatal de lo político representa la única manera de limitar la enemistad y, por este camino, garantizar la paz, la segundad y el orden al interior de la nación.

Al Estado en su condición de unidad esencialmente política, le es

atribución inherente el ius belli, esto es, la posibil idad real de llega-

do el caso, determinar por propia decisión quién es el enemigo y

combatirlo [...] Sin embargo, la aportación de un Estado normal con-

siste sobre todo en producir dentro del Estado y su territorio una

pacif icación completa, esto es, en procurar "paz, seguridad y or-

den" y crear así la situación normal que constituye el presupues-

to necesario para que las normas jurídicas puedan tener vigencia

en general, ya que toda norma presupone una situación normal y

ninguna norma puede tener vigencia en una situación totalmente

anómala por referencia a ella.5

Schmitt es consciente de que el monopolio estatal de lo político es aterrador, pues significa que el Estado tiene la capacidad de dispo-ner de la vida de los ciudadanos al poder exigirles que maten y mueran en la guerra con otros estados que han sido declarados

5 C. Schmitt, CP, pp. 74 y 75.

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SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

por él como enemigos. Esto se compepsa, según él, porque el Esta-llo, mediante su soberanía, monopoliza la decisión que establece la frontera entre amigos y enemigos; y con ello impide, al quitar a los ciudadanos el derecho de convertir a sus rivales privados en ene-migos políticos, que la relación de enemistad se extienda al intenor <le la nación. Esta tesis se basa en el cuestionable supuesto de que el monopolio de lo político le permite al Estado imponer un orden y, con ello, convertir al pueblo en una comunidad de "ami-gos". Por su parte, es la creencia de que el pueblo es una realidad liomogeneizable, capaz de convertirse en una comunidad de ami-¡>os políticos, lo que lleva a mantener la fórmula: centralización del poder = estabilidad del orden — seguridad de los ciudadanos. En contra de esta fórmula se puede comprobar empíricamente que el "pue-blo" en las naciones modernas es una realidad plural y conflicti-va; por lo que todo intento de homogenizarlo, lejos de permitir la estabilidad y la seguridad, lleva a la escalación de la violencia.

El supuesto de que el pueblo puede ser homogeneizado por el listado conduce a que Schmitt eleve a rango de criterio normativo la reducción de la política a la diplomacia (la relación entre estados soberanos). Por ello, para él, la actividad política que tiene sus raices en la pluralidad interna de las naciones modernas es sinónimo de disolución del orden y de guerra. La relación entre el disidente y el Estado sólo puede ser, para Schmitt, una relación policiaca o, cuando el disidente adquiere el suficiente poder para cuestionar el monopolio estatal de lo político, una guerra civil. Lo que Schmitt alaba como la "pacificación" de la sociedad por el Estado es, en realidad, la continuación de una guerra civil con los medios de un l istado policiaco; el triunfo de uno de los bandos, que le permite reducir a sus rivales al status de delincuentes.

El enemigo liberal

l'ara Cari Schmitt, la relación amigo-enemigo es una determina-ción esencial de la condición humana, que define la especificidad tanto de la práctica como de la teoría políticas. Por eso, de acuer-

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CONSENSO Y CONFLICTO

do con esta perspectiva, todos los conceptos de la teoría política tienen un carácter polémico, "se formulan con vistas a un antago-nismo concreto, están vinculados a una situación particular cuya consecuencia última es una agrupación según amigos y enemigos (que se manifiesta en guerra o revolución), y se convierten en abstracciones vacías y fantasmales en cuanto pierde vigencia esa situación". Así, para entender un concepto político se requiere si-tuarlo en el contexto en que se usa, para establecer qué se busca defender y combatir con él.

El concepto de "Estado de derecho", por ejemplo, adquiere un significado preciso cuando es utilizado por los teóricos del liberalis-mo para oponerlo al Estado absolutista. Pero dicho concepto ad-quiere otro sentido cuando se utiliza para contrastarlo con el llamado "Estado de bienestar" o cualquier otra forma de organización esta-tal que no se proponga exclusivamente garantizar el orden jurídico. De la misma manera, la plena comprensión de la definición de lo político que ofrece Schmitt exige aplicar su propio criterio, esto es, determinar el contexto polémico en el que surge.

Schmitt considera su definición de lo político como una arma en la lucha contra la visión liberal de la sociedad y las consecuen-cias que ésta tiene en la práctica política. Este representante del decisionismo asume que el liberalismo es su enemigo teórico, debi-do a que éste se opone a esa "joya de la forma europea y del racio-nalismo occidental" que es el Estado soberano, aquel que tiene la capacidad de monopolizar lo político y, gracias a ello, de pacificar la nación.

La cuestión es, sin embargo, si el concepto puro y consecuente del l i be r a l i smo ind iv idua l i s t a p u e d e l l egar a o b t e n e r una idea específicamente política. La respuesta tiene que ser negativa. Pues la negación de lo político que contiene todo individualismo conse-cuente conduce, desde luego, en la práctica política, a una descon-fianza contra todo poder político y forma de Estado, pero nunca a una teoría positiva propia del Estado y la política [...] La teoría sis-temática del liberalismo se refiere casi en exclusiva a la lucha políti-

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SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

ca interna contra el poder del Estado, y aporta toda una sene de métodos para inhibir y controlar ese poder y ponerlo al servicio de la protección de la libertad individual y de la propiedad privada. Se trata de convertir al Estado en un "compromiso", y sus institucio-nes en "válvulas" [...].'

Desde el punto de vista de Schmitt, el liberalismo es la expresión leórica de los intereses de la burguesía, esa "clase discutidora" que pretende controlar y dividir el poder del Estado, hasta convertirlo en un instrumento de su dominación económica. Pero Schmitt advierte que el intento de hacer del Estado un instrumento de los poderes sociales no es exclusivo del liberalismo, sino que también lia sido asumido por otros grupos y clases sociales, así como por otras teorías políticas, incluso por aquellas que, como el marxismo, son rivales del liberalismo.

Hoy no existe nada más moderno que la lucha contra lo político. Ban-

queros americanos, técnicos industriales, marxistas y revoluciónanos

anarco-sindicalistas se unen en la exigencia de que la unilateral domi-

nación política sobre la imparcialidad de la vida económica sea supera-

da. La exigencia de que sólo deben existir tareas técnicas-organizativas

y económicas-sociológicas, pero no más problemas políticos.7

'' C. Schmitt, a>, p. 98. Desde otro punto de vista valorativo, la critica de Schmitt al liberalismo parece un elogio, " lodo el pathos liberal se dirige contra la violencia y la falta de libertad. Toda constricción o amenaza a la libertad individual, por princi-pio ilimitada, o a la propiedad privada o a la libre competencia, es violencia y, por lo tanto eo ipso, algo malo. Lo que este liberalismo deja en pie del Estado y de la política es únicamente el cometido de garantiz.ar las condiciones de la libertad y de apartar cuanto pueda estorbarla", p. 99.

' C Schmitt, PT, p. 82. Para Schmitt, el marxismo, en la medida que subordina la política a la dinámica económica, tampoco ofrece una alternativa a la visión del mundo liberal. "El gran empresario no tiene un ideal diferente al de Lenin, es decir, una 'tierra electrificada'. Ambos discuten en realidad sólo sobre el método correcto de electrificación".

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CONSENSO Y CONFLICTO

Podemos decir que los supuestos liberales son para Schmitt el re-flejo de la era moderna o, por lo menos, de aquellos aspectos esen-ciales de la organización política que caracterizan a la modernidad. Para entender la estrategia crítica de Schmitt es preciso tener en cuenta su caracterización del liberalismo:

Para los liberales en cambio la bondad del hombre no es otra cosa

que un argumento con cuya ayuda se pone el Estado al servicio de

la "sociedad", y no quiere decir sino que la sociedad posee un

propio orden en sí misma y que el Estado le está subordinado; ella

lo controla con más confianza que otra cosa, y lo sujeta a l ímites

estrictos [...] Pues sí bien es cierto que el l iberalismo no ha nega-

do radicalmente el Estado, no lo es menos que tampoco ha hallado

una teoría positiva ni una reforma propia del Estado, sino que tan

sólo ha procurado vincular lo político a una ética y someterlo a lo

económico; ha creado una doctrina de la división y equilibrio de

los "poderes" , esto es, un sistema de trabas y controles del Esta-

do que no es posible calificar de teoría del Estado o de principio de

construcción política".8

Frente a esta descripción del liberalismo es necesario hacer algu-nas precisiones. El liberalismo no parte de la premisa de que el hombre es "bueno" por naturaleza, por el contrario, gran parte de los teóricos del liberalismo comparten el "pesimismo antropológi-co" de Hobbes y del propio Schmitt. De acuerdo a este "pesimis-mo", en una supuesta situación donde no hubiera ningún control político (el llamado "estado de naturaleza"), se daría un conflicto permanente y generalizado que impediría el desarrollo de las otras actividades sociales.9 De hecho, el liberalismo es más consecuente en su "pesimismo" antropológico que Schmitt, ya que si los hom-bres constituyen el Estado para protegerse de sus semejantes y

" C Schmitt, CP, p. 90.

' Sobre la actualización y uso de los supuestos de este llamado "pesimismo" véase R. Nozick, Anarquía, Estado y utopía, México, FCE, 1988.

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SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

una parte de estos son los que controlan el poder estatal, la pre-gunta obligada es: ¿qué garantiza que los titulares del poder políti-co respeten el orden social y cumplan con su función de ofrecer seguridad a los ciudadanos? Cuando los liberales abordan el tema del control del Estado, mediante la división de poderes y los proce-; dimientos democráticos, sacan la conclusión última de eso que Schmitt denomina "pesimismo antropológico".

La diferencia esencial entre el liberalismo y el decisionismo de Schmitt no se encuentra, por tanto, en la valoración antropológica que subyace a estas teorías. Sus diferencias respecto al papel que debe jugar el Estado provienen de sus distintas concepciones del orden social. Mientras que Schmitt —al igual que Hobbes— sos-tiene que la decisión de la autoridad soberana es el fundamento que sustenta el orden social, los liberales rechazan la tesis de que el origen y mantenimiento del orden social sea el resultado de la acción política de un poder central. Para estos últimos no hay nin-gún "centro" de la sociedad, pues destacan que ésta es un efecto de la interrelación de los individuos en los diversos campos y acti-vidades, que trasciende la voluntad del individuo. Es por eso que para el liberalismo el Estado sólo puede ser un garante del orden social, pero nunca su creador.

El "optimismo" de algunos representantes del liberalismo no es una consecuencia de sus premisas antropológicas, sino del su-puesto de que las acciones de los individuos, gracias a la media-ción del orden social, tienden de manera espontanea al equilibrio, esto es, a la coordinación del interés particular y del interés general. Es este supuesto, herencia del iusnaturalismo, el que lleva a des-valorizar lo político. Si existe un orden espontaneo que tras-ciende la arbitrariedad de los hombres, pero que puede ser conocido por ellos para orientar su conducta, entonces la función que se le asigna a la política se limita a garantizar la dinámica de dicho orden contra la agresión irracional de algunos individuos. El or-den se considera como lo necesario y el conflicto como lo acci-dental, que puede, gracias a un control efectivo, reducirse al mínimo.

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C O N S E N S O Y CONFLICTO

Así el concepto político de la lucha se transforma en el pensamien-to liberal, por el lado económico, en competencia, y por el otro lado, el lado "espiritual", en discusión. En lugar de la distinción clara entre los dos estados opuestos "guerra" y "paz" aparece aquí la dinámica de la competencia eterna y de la eterna discusión.10

La definición de lo político que propone Schmitt se dirige contra la creencia liberal en un orden "prepolítico", capaz de "neutralizar" el conflicto. La tesis implícita en la definición schmittiana de lo político consiste en afirmar que no hay un principio u orden uni-versal capaz de suprimir el conflicto y que ello tiene como conse-cuencia que ningún ámbito de la sociedad pueda escaparse de la relación amigo-enemigo que define a la dimensión política. Desde esta perspectiva, lo políúco antes de ser un subsistema diferenciado de la sociedad, es un cierto grado de intensidad de la asociación-disociación de los hombres, que se manifiesta en todos los subsistemas sociales. Si los liberales creyeron encontrar en la diná-mica mercantil ese orden "prepolítico", Schmitt destaca que en el sistema económico tampoco existe un orden con validez universal y necesaria capaz de "neutralizar" o superar los conflictos. Schmitt es de la opinión que si lo económico adquiere un carácter político no se debe a intromisión maligna del Estado, sino al hecho de que los propios antagonismos económicos, al agudizarse, se han con-vertido en políticos y que, incluso, han llegado a someter al Estado.

La política será también en el futuro, para bien y para mal, nuestro destino. La importancia actual de la obra de Schmitt resi-de en la serie de argumentos, que se exponen a lo largo de toda su obra, contra el supuesto de un orden "prepolítico" equilibrado que garantiza, en la medida que nada "irracional" se oponga a su dinámica, el desarrollo armónico de la sociedad y la "neutraliza-ción" del conflicto. En especial, resalta la actualidad de la postura

C. Schmitt, CP, pp. 99-100.

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SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

M limittiana cuando se observa que dicho supuesto liberal sigue i imservándose como un principio de legitimación de una política supuestamente tecnocrática. Sin embargo, la crítica a la creencia en 1111 orden "prepolítico" fue realizada, antes que lo hiciera Schmitt, |ior un gran número de representantes del propio liberalismo (pen-semos, por ejemplo, en John Stuart Mili, Weber, Keynes, etcétera). I )esde el momento que resultó imposible eludir el hecho de las i tisis económicas y que los antagonismos políticos adquirían un ca-i.icter político, muchos autores liberales cuestionan la idea de un e quilibrio espontáneo y revaloran la dimensión política. Pero estos liberales críticos no retornan a la vieja tesis de la necesidad de t rcar un poder político centralizado capaz de ordenar a la sociedad. I \ >r el contrario, respondiendo a la experiencia de la complejidad de las sociedades modernas, niegan la existencia de un "centro" de la sociedad, así como de una "razón de Estado", a la que deban subordinarse los individuos. Su alternativa es recuperar el ideal de la "República democrática" capaz de garantizar políticamente un equilibrio de los poderes sociales.

Un ejemplo de este liberalismo crítico se encuentra en la teoría i le Helmuth Plessner, en la que el propio Schmitt se apoya, como he-mos mencionado en el apartado anterior. Tanto Schmitt como l'lessner sostienen que la distinción amigo-enemigo es el criterio que nos permite distinguir la especificidad de lo político y que dicha distinción tiene sus raíces en la pluralidad y contingencia del mundo humano. Por su parte, Schmitt mantiene que la plura-lidad —lo que él llama "pluriverso"— es una característica que remite a la diversidad de estados soberanos y sus naciones; al mismo tiempo afirma que la pluralidad puede y debe suprimirse al interior de la nación para lograr que en ella reine la paz, el orden y la seguridad. En cambio, Plessner destaca que la plurali-dad es un atributo insuperable del mundo humano, tanto fuera como dentro de la nación.

Schmitt considera que el "mito de la nación" puede convertir-se en una fuerza "vital" capaz, en la medida que se mantiene la soberanía estatal, de homogeneizar al pueblo hasta convertirlo en

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CONSENSO Y CONFLICTO

Lina comunidad de amigos. Para Plessner, el intento de identificar la nación y la comunidad (Gemeinschafl) es una ilusión peligrosa, propia de las ideologías nacionalistas, ya que puede llevar a desen-cadenar y legitimar el uso ilimitado de la violencia como medio para homogeneizar el "pueblo" que conforma una nación. Aque-llos que creen que la nación es o puede llegar a ser una comuni-dad, consideran a todo disidente como un "enemigo absoluto" con el que no es posible llegar a un acuerdo.

Schmitt y Plessner coinciden en que la pluralidad está ligada al conflicto y que la única manera de controlar a este último (no de suprimirlo) es que cada uno de los rivales reconozca al otro como un "enemigo justo", es decir, como un enemigo que tiene el dere-cho de encarnar y defender otros valores. Para ambos autores, el reconocimiento recíproco de los enemigos permite que el conflic-to deje de ser una lucha sangrienta y adquiera un carácter político en sentido estricto. Pero Plessner, en contraste con Schmitt, afir-ma que ese reconocimiento no sólo se debe dar entre los estados soberanos, sino también entre el Estado y los ciudadanos, así como entre estos últimos. Plessner ve el sostén de la democracia en el reconocimiento recíproco de los rivales políticos como enemigos que tienen el derecho a tener derechos.

A diferencia de la tradición teórica que define a la democracia a partir de una "voluntad general", Plessner considera a la demo-cracia como un mecanismo que permite escenificar los conflictos y, al mismo tiempo, garantizar la estabilidad del orden social. El "enemigo político" en un sistema democrático no es un ser infrahumano ni un delincuente que transgrede valores universales, sino tan sólo aquel que representa intereses, valores y alternativas de acción tan contingentes como los intereses, valores y alternati-vas de los amigos políticos. La continuidad del juego democrático requiere que el rival que ha sido derrotado en la lid electoral man-tenga sus derechos y, con ellos, la posibilidad de que en un mo-mento posterior su postura llegue a obtener los votos de la mayoría. I'.l principio democrático de la alternancia de los partidos políti-cos en el poder se fundamenta, precisamente, en el hecho de que

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SCHMITT: LA POLÍTICA COMO LUCHA

un procedimiento electoral no garantiza que el vencedor tenga la ''Verdad" o que encarne la opción correcta.11

Al igual que Schmitt, Plessner sabe que es muy difícil que los enemigos lleguen a reconocerse como "personas", porque la ten-dencia espontánea de todo individuo o grupo, para reafirmar la creencia en la validez de su propia forma de vida, es rechazar lo extraño, ya sea negando todo valor al otro o considerando que se encuentra en un estadio inferior de un supuesto desarrollo uni-versal. Es por eso que Plessner percibe las dificultades que existen para acceder y conservar un sistema democrático. Pero él no cree en la posibilidad de revivir la vieja comunidad. Por el contrario, su esperanza de que el reconocimiento de la pluralidad pueda gene-ralizarse y, de esta manera, se consolide la democracia, reside en el fenómeno que un gran nrímero de teóricos considera un desastre de la modernidad, a saber: el escepticismo frente a los valores, el llamado "desencanto del mundo", producido por la disolución paulatina de las comunidades en el proceso de modernización.

Plessner acepta que el derrumbe de las creencias y mitos tradi-cionales representa un problema para la integración de la socie-dad, puesto que aquellos constituían el nivel normativo común que permitía coordinar y orientar las acciones en las comunidades. Pero, a diferencia de los críticos románticos de la modernidad, él no piensa que este problema pueda superarse rescatando la comuni-dad o las certidumbres que ellas ofrecían a los individuos. Plessner mantiene que en las condiciones que imperan en la modernidad es imposible mantener por mucho tiempo el aislamiento y todo in-tento de "regresar" a una comunidad cerrada, lejos de permitir a los individuos recuperar la seguridad, potencia la enemistad y el riesgo de la violencia. Todo grupo que busca defender su identi-dad, sustentándola en valores absolutos, transforma al otro en

" Sobre la relación entre democracia y escepticismo véase también H. Kelsen, Von Wesen undWert der Demokratie/Yübingen,}. C. B. Mohr, 1929.

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< '< »NSI NSO Y CONFLICTO

"enemigo absoluto", con el cual no es posible negociar en térmi-nos políticos.

En consecuencia, la única alternativa para disminuir el riesgo de la violencia es la radicalización del escepticismo.

Valor para mantener un escepticismo sin reservas es un método

para que el hombre, aceptando la inseguridad, pueda reencontrarse

[...] Sólo el reconocimiento del carácter insondable e indetermina-

do del hombre abre la oportunidad de encontrar de nuevo un lugar

a los valores del humanismo ilustrado [...] Este escepticismo será

superado, sólo cuando lo realicemos.'2

Plessner plantea que sólo la radicalización del escepticismo, sin elu-dir los riesgos y los costos que ello implica, permite negar la vali-dez absoluta tanto de los valores que definen la identidad del enemigo como de los valores que definen la identidad propia y de los amigos. Es la diferenciación entre los valores que definen las identidades particulares y la pretensión de validez absoluta, la con-dición para que los rivales se reconozcan recíprocamente como "enemigos políticos" y, de esta manera, puedan defender su iden-tidad y dirimir sus conflictos a través de una acción política en sentido estricto.

Por otra parte, en contraste con Schmitt, Plessner sostiene que el escepticismo implícito en el reconocimiento del politeísmo de los valores no tiene que desembocar de manera necesaria en un relativismo, para el cual lo único que vale es el poder de una vo-luntad para imponer su decisión sobre las otras. Para Plessner, el "escepticismo sin reservas" es el camino para rescatar la preten-sión de validez universal de ciertos valores fundamentales, dife-renciándolos de los que definen las identidades particulares. Dichos valores fundamentales son aquellos que garantizan la integridad ile los amigos y los enemigos en su lucha política.

II l'lrssncr, Frankfurt a.M., "Die Aufgabe der philosophischen .Anthropologie", i i i í ,'im,wimelte Schriften t'fII, Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1980, p. 41.

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SCHMITT: I A I'OI ÍTK A COMO LUCHA

Plessner admite la tesis de Schmitt respecte) a que la guerra es el presupuesto de la política; pero de inmediato agrega que la ¡guerra es también el fracaso de la política, porque esta ú l t ima encuentra su especificidad en la creación de condiciones sociales que hacen posible la coexistencia del conflicto y del orden. Para l'lessner, la creación de estas condiciones no puede ser sólo una labor <le un Estado o de los políticos profesionales, sino el resultado de la a< ción de todos los ciudadanos o, por lo menos, de un número tele vante de ellos. En este sentido, aunque Plessner ve en el monopolio estatal de la violencia legítima una condición que facilita acceder a dichas condiciones, rechaza de manera radical el monopolio es la tal de lo político.

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GUERRA Y POLÍTICA

1m guerra no se justifica normativamente,

es un hecho existencid!.

Cari Schmitt

Para Schmitt, uno de los más grandes acontecimientos de la historia política de la humanidad es la reglamentación de la guerra (die Hegung des Krieges) a través del Jus Publicum Huropaenm. Esta primera forma de derecho internacional se basa en el reconocimiento recíproco de los estados soberanos como tales. Una de las consecuencias más im-portantes de dicho reconocimiento es la transformación de la figura del enemigo. En las luchas religiosas que precedieron a este dere-cho, cada uno de los bandos decía luchar por la "causa justa" y, por tanto, se consideraba al rival como un "enemigo absoluto", esto es, un hereje que transgrede valores universales. En cambio, al recono-cerse los estados, cada uno acepta que el otro puede llegar a ser un "enemigo justo" (iustus hostis), el que tiene el derecho a declarar la guerra (tus ad bellum), pero, por eso mismo, también el derecho a firmar un tratado de paz.

El mérito del derecho público europeo reside, para Schmitt, en haber diferenciado el derecho y la moral, lo que, a su vez, permitió distinguir la relación amigo-enemigo de la dualidad "Bien" y "Mal". Cuando cada una de las partes en conflicto considera que lucha por una "causa justa", que se identifica con el "Bien", entonces el rival se convierte en la "encarnación del Mal". El gran peligro de las guerras en las que los participantes creen defender valores ab

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( '< 1N.SENSO Y CONFLICTO

solutos o se plantean desterrar el "Mal" del mundo, reside en que cu ellas se legitima el uso indiscriminado y total de la violencia. I'or el contrario, cuando los rivales reconocen de manera recípro-ca su calidad de "enemigos justos" pueden llegar a ponerse de acuerdo sobre ciertas reglas que limiten la violencia, por ejemplo, el cuidado de los heridos, el respeto de los prisioneros, la prohibi-ción de ciertas armas, etcétera. También es posible establecer dis-tinciones claras entre las situaciones de paz y de guerra, entre el ámbito militar y el civil, etcétera.

Por eso, Schmitt, en la medida que presupone que la relación de enemistad y la guerra son fenómenos insuperables del mundo, ve en el derecho público europeo una "obra de arte de la razón humana", que crea las condiciones para reladvizar las hostilida-des, al sustituir la noción de "causa justa" por la de "enemigo justo". Según él, gracias a la vigencia de este derecho público, durante dos siglos no tuvo lugar en suelo europeo ninguna gue-rra de aniquilación.

Schmitt admite que la tendencia a que cada uno de los con-trincantes en una guerra asocie su posición con el "Bien" y per-ciba al otro como "el malo" es muy fuerte. Esto propició que las conquistas del derecho público europeo no se extendieran a otros ámbitos geográficos y que, en la propia Europa, se abandonara posteriormente.

Para explicar el destino trágico del derecho público europeo Schmitt recurre a la teoría de Carl von Clausewitz. Este militar prusiano sostiene que la guerra oscila entre dos extremos en tensión, a saber: la "escalación" y la "moderación" ( M ä ß i g u n g ) de la violencia. El grado en que el conflicto bélico se acerque a uno de estos dos extremos dará lugar a diferentes tipos de gue-rra: desde la guerra de exterminio, hasta la "paz armada", la que representa un límite más allá del cual se extiende la práctica po-lítica. A partir de su definición de la guerra como "un acto de violencia para obligar al contrincante a cumplir con nuestra vo-luntad", la tesis de Clausewitz es que "la violencia que debe apli-carse a nuestro enemigo depende del grado de nuestras exigencias

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SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

políticas".' Es decir, que la intensidad de la guerra dependo de lo que él llama el "tacto del juicio" (Takt des Urteils) de la dirección política. Cuanto mayores sean las exigencias de esta última, mayor tendrá que ser la violencia que se emplee para doblegar al contrincante.

Cuando la dirección política exige al enemigo no sólo la retuli ción, sino también que asuma la validez de sus valores, la escala» ión de la violencia es inevitable. Por el contrario, cuando la dirección p<> lítica reconoce que se enfrenta a un "enemigo conforme a dore cho", que defiende su propia posición e intereses, la regulación y la clara delimitación de la guerra resultan factibles.

Desde el punto de vista de Schmitt, cuando la burguesía se autoproclama representante del "interés general" y sostiene que sus valores tienen validez universal, propicia la reunificación de la re-lación de enemistad y la moralidad. De esta manera, se crean las condiciones que conducen a romper con los límites y regulaciones que el derecho público europeo había impuesto a la guerra.2 La burguesía liberal se había propuesto "neutralizar" y "despolitizar" los conflictos sociales al transformarlos en competencia económica, por un lado, y, por el otro, en discusión ética racional. Pero, para

1 C. von Clausewitz, Vom Kriege (selección), Bonn, 1980, p. 960. Schmitt sobre Clausewitz: '"La guerra no es sino la prosecución de la política con otros medios'. Para él, la guerra es 'mero instrumento de la política'. Y ciertamente la guerra es también eso; lo que ocurre es que su significación para el conocimiento de la esencia de lo político no se agota con esa proposición. Y si se mira más atentamente, tampoco para Clausewitz es la guerra una más entre los diversos instrumentos de la política, sino que constituye la 'última ratio' de la agrupación según amigos y enemigos. La guerra posee su propia 'gramática' (sus propias reglas técnico-mili-tares), pero la política es y sigue siendo su 'cerebro'; la guerra no posee ninguna 'lógica propia'". CP, pp. 63-64 (nota 10).

2 Al igual que Clausewitz, Schmitt considera que la pérdida de la vigencia del derecho público europeo es una consecuencia de la Revolución francesa. Se-gún Clausewitz, la Revolución "llevó a que el elemento bélico estallara con la integridad de su fuerza natural y se liberara de toda barrera convencional", a-, p. 972,

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( ( INSÜNSO Y CONFLICTO.

Sclunitt, la pretensión de validez universal de la teoría liberal tenía que conducir de manera necesaria al renacimiento de la figura del "enemigo absoluto".

La forma de argumentar en esta crítica al liberalismo es la si-guiente: si se cree en la existencia de un orden con validez univer-sal que se manifiesta tanto en las leyes del mercado como en las normas morales, se asume, de manera explícita o implícita, la posi-bilidad de una reconciliación social e incluso de una "paz perpe-tua". Porque se supone que, en la medida que los hombres son seres racionales, pueden llegar a reconocer la validez de ese orden y usarlo como instancia de coordinación de sus acciones. Pero, al mismo tiempo, se considera que todo individuo que rechace o se encuentre fuera de dicho orden, es decir, del status quo de la socie-dad liberal, actúa "irracionalmente" y que, por tanto, se tiene el derecho a reprimirlo y, en caso de resistencia, de aniquilarlo.

La conclusión de Schmitt es que, a pesar de las grandes diferencias que existen entre las ideologías religiosas y el racionalismo liberal, ambos comparten un universalismo moral que tiene como efecto generar una escalación de la violencia.3 Como lo prueba, según Schmitt, el hecho de que al igual que las primeras potencias reli-giosas utilizaron a la religión para justificar la opresión e incluso el exterminio de otros pueblos, la burguesía en sus empresas colo-niales apela a las nociones de "Progreso" y "Razón" para los mis-mos fines.

En oposición al liberalismo, Schmitt afirma que la relación amigo y enemigo, la cual es una supuesto común de la política y la guerra, es un hecho existencial que tiene sus raíces en la pluralidad del

1 Matthias Kaufmann resume la tesis antiuniversalista de Schmitt de la manera MjMiiciite: "No es deseable ni posible ordenar una comunidad humana a través de reglas que puedan ser justificadas racionalmente con criterios universalmente vá-lidos Cari Schmitt considera que toda moral con pretensión de validez univer-sal es inhumana. Pues, según su opinión, ella permite la destrucción de los iiinioiali s". ¿Derecho sin reglas?, México, Fontamara, 1991, p. 6.

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SCHMITT: I A I-OI (tiCA C O M O LUCHA

mundo humano y, ligado a ella, en el politeísmo de los valores. Para Schmitt, en la medida que no es posible desterrar la guerra y que toda condena de la guerra sólo tiene como resollado la inten-sificación de la relación de enemistad, la alternativa se encuentra en reconocer al rival como un enemigo real. A diferencia del enemigo absoluto, el enemigo real no es considerado como un obstáculo en la realización de valores absolutos o como una amenaza de la huma nidad, sino es, simplemente, el otro, que defiende sus propios va lores e intereses y que tiene el derecho a declarar la guerra (instas hostis) y a firmar un tratado de paz.

La propuesta de reconocer la pluralidad y el politeísmo de los valores subyace también a la apología que hace Schmitt del "gue-rrillero" que defiende su territorio y su forma de vida particular contra las potencias coloniales y sus pretensiones universalistas. Schmitt ve en el guerrillero el último refugio de una "enemistad real". Sin embargo, advierte que la actual guerra de guerrillas ha sido absorbida por la tendencia mundial en la que se reunifica el conflicto político y la moral universalista. Ello sucede porque la resistencia del guerrillero contra la potencia invasora es utilizada por una tercera potencia hostil a la anterior. Los partisanos se convier-ten en los peones dentro del conflicto entre las potencias mundia-les, las cuales ofrecen a los primeros su apoyo o se lo niegan según convenga a sus intereses.

Cari Schmitt comparte con Ernst Jünger la idea de que en to-dos los tipos de guerra del siglo xx se ha perdido el código de honor que caracterizaba a la "guerra clásica". Uno de los princi-pios básicos de ese código era el no estigmatizar al adversario como un criminal, sino reconocerlo como un "enemigo real", con el que se puede llegar a un acuerdo sobre la forma de regular el conflicto y de finalizarlo. En contraste con ello, la guerra del mundo tecnificado se transforma en una "movilización total" contra un "enemigo absoluto", que adquiere un carácter abstracto e imper-sonal. Dicha "movilización total" es una prolongación del proceso productivo y su racionalidad instrumental, donde la figura del "tra bajador", en tanto su rendimiento adquiere un carácter directamcm

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< I INM NSO Y CONFLICTO

i<- militar, desplaza a la del soldado. Este último se convierte en un "asalariado de la muerte", en un trabajador más dentro del inmen-so aparato técnico de producción y destrucción.

En la "movilización total" se da una inversión del sentido; ya no es el hombre el fin último y el trabajo el medio para satisfacer sus necesidades. El proceso productivo adquiere el carácter de fin en sí mismo, mientras que los hombres son degradados a ser simple "ma-terial humano". En este contexto, la guerra ya no es una continuación de la política, sino una prolongación de la economía, dominada por una dinámica que trasciende la voluntad y las decisiones de los indivi-duos. La "movilización total" precisa del "enemigo absoluto" para poder subsistir, incluso en los momentos de paz.

Un mundo sin guerra sería, desde la óptica de Schmitt, un mun-do sin política. Pero, según él, este mundo apolítico es algo no sólo indeseable, sino también algo imposible de alcanzar. Todo intento de suprimir la guerra, de transformarla en competencia económi-ca y en discusión racional, produce una intensificación de la ene-mistad y el resurgimiento del "enemigo absoluto". Para este teórico, el gran peligro que enfrenta la humanidad es que la guerra se legi-time con base en un discurso en el que se propone alcanzar una "paz perpetua". La "última guerra", es decir, la guerra que se plan-tea eliminar al "enemigo absoluto" para lograr una pacificación global, sería, con los medios técnicos que se poseen hoy en día, "la guerra del fin del mundo".

El análisis que realiza Schmitt de las transformaciones de la gue-rra moderna y de la figura del enemigo está encaminado a criticar la actitud de las potencias triunfadoras de la Primera Guerra Mundial con Alemania. De acuerdo con su visión de los hechos, cuando se acusa a la nación alemana de ser la agresora y se le condena a pagar un alto precio económico, social y territorial se viola el dere-cho público europeo, al desconocerse el ius ad bellum de los estados soberanos. Schmitt ve en la visión tecnocrática, en el liberalismo y en el socialismo, los factores esenciales que propiciaron el resurgi-miento de la enemistad absoluta, donde todo adversario es difa-mado al considerarse como obstáculo para la paz.

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SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

La parcialidad de la posición de Schmitt es evidente (él mismo no lo negaría), baste mencionar que en sus escritos posteriores a 1945 no dice una sola palabra sobre la postura de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Es la Alemania nazi la que rom-pe con todas las distinciones y límites de la "guerra clásica". El "nacional-socialismo" es el paradigma de una ideología que crea la imagen de un "enemigo absoluto", al que degrada moralnien te hasta el grado de reducirlo a un ser "infrahumano", para cíes pués exterminarlo en los campos de concentración. El propio Schmitt, contradiciendo sus propuestas teóricas, contribuye de manera activa a forjar la imagen de la enemistad absoluta. Para comprobarlo es suficiente leer, por ejemplo, su trabajo "La cien-cia alemana del derecho en lucha contra el espíritu judío" (Deutsche Juristen Zeitung, 15 de octubre de 1936), el que termina con la siguiente cita: "En la medida que me defiendo de los judíos, lu-cho por la obra del Señor".

Pero mi intención no es ahora adentrarme en una discusión histórica con Schmitt. Mi objetivo es retomar una tesis que este autor desarrolla en el análisis que hemos reconstruido, para cues-tionar su propia posición en relación con la política interior de una nación y el derecho. Me refiero a la tesis en la que se sostiene que la pretensión de validez universal de los valores lejos de producir una "neutralización" o pacificación de los conflictos conduce a la violencia. Me parece una tesis muy importante que nos permi-te comprender muchos aspectos de la historia de la gramática profunda de los conflictos sociales; pero de la cual Schmitt no saca todas sus consecuencias.

1. Se parte del supuesto, que para él es fundamental en toda teoría política "auténtica", de que cada grupo organizado de hombres representa un peligro para los otros, al ser un enemigo en potencia. 2. Posteriormente se agrega que en la diversidad de unidades po-líticas existe una pluralidad de intereses y visiones del mundo, en-tre las que hay una tensión irreductible.

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( < >NSI NSO Y CONFLICTO

V A partir de ello se concluye que toda moral universalista (en la medida que, supuestamente, todas niegan la pluralidad) impide el reconocimiento del otro como "enemigo real", como "iustus

boi'lis". Esta falta de reconocimiento de los rivales es lo que po-tencia la enemistad y propicia la escalación de la violencia, al convertir al otro en un "enemigo absoluto" que, al carecer de todo valor y derecho, amenaza a la "humanidad".4

Respecto al primer supuesto del razonamiento podemos decir que, en efecto, la pluralidad es un atributo esencial del mundo humano que está estrechamente ligado a los conflictos sociales. El proble-ma en la formulación de Schmitt consiste en que se reconoce el pluralismo a nivel de los estados nacionales, pero se rechaza, en nombre de "la paz, la seguridad y el orden", en el nivel intraestatal.

Del rasgo conceptual de lo político denva el pluralismo en el mun-do de los estados. La unidad política presupone la posibilidad real del enemigo y con ella la existencia simultánea de otras unidades políticas. De ahí que, mientras haya sobre la tierra un Estado, habrá otros, y no puede haber un "Estado" mundial que abarque toda la tierra y a toda la humanidad. El mundo político es un pluriverso, no un universo. En consecuencia, toda teoría del Estado es plu-ralista, si bien esto posee aquí un sentido diferente del de la teoría pluralista intraestatal comentada más arriba.3

4 "Aducir el nombre de la 'humanidad', apelar a la humanidad, confiscar ese térmi-no, habida cuenta de que tan excelso nombre no puede ser pronunciado sin deter-minadas consecuencias, sólo puede poner de manifiesto la aterradora pretensión de negar al enemigo la calidad de hombres, declararlo hors-la-loi y hors l'humanité, y llevar así la guerra a la más extremada inhumanidad". CP, p. 84.

'' ( Schmi t t , CP, pp. 82-83. Sobre el pluralismo liberal, Schmitt afirma: "Su plura-lismo (el de Colé y Laski) consiste en negar la unidad soberana del Estado, esto es, l.i unidad política, y poner una y otra vez de relieve que cada individuo particular desarrolla su vida en el marco de numerosas vinculaciones y asociaciones socia-les que lo determinan en cada caso con intensidad variable y lo vinculan a una plui.ilíil.id de obligaciones y lealtades, sin que quepa decir de alguna de estas aso-i I.K iones que es la incondicionalmente decisiva y soberana". CP, p. 70.

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SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

Podernos utilizar el mismo argumento con el que Schtnill defiende lo que él llama el "pluriverso" de los estados nacionales para des-tacar, contra él, la importancia de reconocer que la realidad inter-na de las naciones modernas es también un pluriverso (cosa que él rechaza porque absolutiza los valores de "orden" y "seguridad" nacional). El Estado que pretenda homogeneizar al pueblo, romo él propone en su peculiar noción de la democracia, lejos tic supe rar los conflictos internos, los potencia, ya que hace de todo indi viduo o grupo opositor un "enemigo absoluto", frente al cual se legitima la escalación de la violencia. Pensemos en las acciones de la policía secreta en los estados totalitarios o en la experiencia ch-ías dictaduras latinoamericanas, donde los disidentes son califica-dos de agentes de potencias e ideologías extranjeras que ponen en peligro la unidad nacional y, con base en este discurso, se considera justificado desencadenar la "guerra sucia" contra ellos. El rechazo de la pluralidad es uno de los principales factores que producen que los conflictos internos desemboquen en el terrorismo o en la guerra civil.6

De la misma manera que Schmitt mantiene que el reconoci-miento de los estados soberanos es lo que permite relativizar la hostilidad entre ellos, podemos sostener que el reconocimiento mutuo de los diversos grupos y asociaciones, así como el recono-cimiento de estos por parte del Estado, es lo que permite relativizar la enemistad entre ellos y hacer compatible la pluralidad y la uni-dad sociales. Precisamente, el mérito del liberalismo es haber per-cibido que, más allá de nuestras preferencias y valores, cada nación es una realidad compleja y que el "pueblo" no es una unidad sus-ceptible de ser homogeneizada (a pesar de toda la violencia que pueda utilizarse), por lo que la manera de garantizar la integridad del orden y la de cada uno de sus miembros es crear un sistema de

6 Sobre esto vcase el artículo de E. Garzón Valdés: "El terrorismo de Estado. El pro blema de su legitimación e ilegitimidad", Dianoia, voi. 37, México, CNAM, 1991.

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( '(>NSENSO Y CONFLICTO

división y contrapeso de los poderes, así como una serie de proce-dimientos que permitan dirimir los conflictos políticamente, sin pretender superar las diferencias. Admitir que el opositor a un ré-gimen establecido no es un "enemigo absoluto", es una condición necesaria para la consolidación de un régimen democrático.7

En relación con el segundo supuesto se puede sostener, en oposición a Schmitt, que reconocer el pluralismo y, con él, el poli-teísmo de los valores no conduce necesariamente al relativismo. Para desarrollar esta tesis podemos utilizar la terminología de este autor. Hemos dicho que el "enemigo absoluto" es aquel al que se le niega todo valor y todo derecho; en cambio, el "enemigo real" es aquel a quien, a pesar de las diferencias y conflictos, se le re-conoce como iustus hostis y, como tal, su atributo de "persona". Schmitt no percibe que la diferenciación entre estos dos tipos de enemistad, que él mismo propone para conceptualizar las condi-ciones "morales" que conducen a la escalación de la violencia, presupone una distinción entre dos concepciones de la "universa-lidad". En el primer caso se piensa a la universalidad como sinóni-mo de homogeneidad; en el segundo, como un principio donde se enmarca la existencia de la pluralidad.8 Para decirlo de otra manera, la enemistad absoluta es resultado de considerar a la humanidad como una entidad que supera las diferencias, debido, general-mente, a que se identifica con una forma de vida y una organiza-

' Intentar defender el nivel normativo de la democracia (liberal), frente a la deci-sión dogmática de Schmitt a favor del "orden" y la "seguridad", nos llevaría a una discusión de valores sin salida. Por eso, creo que la mejor manera de argumentar sería destacar que es el Estado que recurre a la violencia para lograr homogeneizar el pueblo y mantener la centralización del poder, el que debilita a la nación en su i elación con las otras unidades políticas. Me parece que esta defensa "estratégica" de la democracia tiene un gran apoyo empírico.

" ('i>11 la terminología hegeliana se podría afirmar que la universalidad no es la ni>i lie en la que todos los gatos son negros, sino la "identidad de la identidad y l.i no identidad".

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SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

ción social particulares. Por el contrario, la enemistad real supo-ne considerar a la humanidad como una realidad plural, desga-rrada y conflictiva que, sin embargo, implica que lodos sus miembros tienen el derecho a tener derechos.

Para Schmitt, la "humanidad no es un concepto político" y, pol-lo tanto, no le corresponde tampoco una unidad o comunidad po lítica. Aunque a la "humanidad" no le corresponda una unidad política, es el principio al que debe subsumirse la relación amigo enemigo para que adquiera un carácter político. "La guerra pro< c de de la enemistad, ya que ésta es una negación óntica de un sel-distinto".9 En contra de esta definición se puede sostener que no toda enemistad implica la "negación óntica" del otro, por el con-trario, la enemistad mantiene su sentido político en tanto se afir-ma la distinción.

En su evaluación crítica del Liberalismo, Schmitt no es conse-cuente con la distinción de los tipos de enemistad que él mismo propone.

La humanidad de las doctrinas íusnaturalistas y liberal-individualistas

es universal, esto es, una construcción social ideal que comprende

a todos los seres humanos de la tierra, un sistema de relaciones

entre los hombres singulares que se dará efectivamente tan sólo

cuando la posibilidad real del combate quede excluida y se haya

vuelto imposible toda agrupación de amigos y enemigos. En se-

mejante sociedad universal no habrá ya pueblos que constituyan

unidades políticas, pero tampoco habrá clases que luchen entre sí

ni grupos hostiles.10

El ideal del liberalismo no es la reconciliación de los conflictos sociales, sino la creación de un orden institucional que encarne y garantice el reconocimiento de los rivales como "personas", para

9 C. Schmitt, CP, p. 63.

10 Ibid., p. 84.

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( '(>NSCNSO Y CONFLICTO

que, de esta manera, disminuya el riesgo de la guerra y se acrecien-ten las posibilidades de la práctica política

El gran problema en el paso de la "enemistad absoluta" a la "enemistad real" es crear ese sistema institucional que encarne y garantice el reconocimiento recíproco de los rivales como "perso-nas". No fueron los países anglosajones ni la "conspiración" de las ideologías liberal y socialista lo que propició las violaciones al derecho público europeo, sino la falta de un marco institucional a nivel internacional que garantizará su vigencia. El objetivo básico de las organizaciones internacionales no es, como cree Schmitt, crear un "Estado mundial" que arrebate el ius belli a las unidades políticas nacionales; sino, fieles al espíritu del juspubl i cum Europaeum, crear los medios para la negociación política entre ellas. Schmitt advierte que una "liga de pueblos" puede ser también el instru-mento del imperialismo de un Estado o una coalición de estados contra otros. Esto es verdad; pero para evitar esa manipulación de las organizaciones es preciso superar las restricciones que existen en ellas a los procedimientos democráticos. Negar la validez de dichas organizaciones, como lo hace Schmitt, sería fomentar la "enemistad absoluta" que él mismo rechaza.

Para poder observar la transformación del "enemigo absolu-to" en "enemigo real", como primer paso en el camino que nos adentra en la dimensión política, es mejor acudir a la política inter-na. Todo grupo o clase hegemónica busca legitimar su posición mediante un discurso que contiene los elementos de una moral universalista. Es cierto que este nivel normativo se tratará de iden-tificar con los valores y formas de vida particulares de ese grupo o de esa clase. Sin embargo, una legitimación no puede ser únicamen-te resultado de una autojustificación, requiere del reconocimiento de los otros. Por ejemplo, cuando la burguesía en su lucha contra el Estado absolutista desarrolla un discurso con pretensiones de validez universal, es evidente que trata de justificar sus propios inte-reses. Pero no sólo hace eso, en la medida que también se propone crear un orden que se adecúe a ese discurso, proporciona los me-dios para defender los intereses que se vean excluidos de ese or-

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SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

ilcii burgués, una vez que éste se ha consolidado. Los trabajadores, l.is mujeres, las minorías étnicas, etcétera, encuentran en el principio ilc la igualdad de todos los hombres frente a la ley, propia del Esta-do de derecho liberal, un sostén firme para cuestionar las normas y l.iH situaciones de hecho que restringen sus derechos.

Aunque sea correcta la sospecha de que la intención de la bur-guesía al defender la igualdad jurídica era legitimar las bases norma-livas del orden mercantil capitalista contra el sistema de privilegios leúdales, no debemos perder de vista que esa demanda de igual-dad pudo ser retomada y ampliada por los grupos sociales subor-dinados y exigir una igualdad que trascienda el ámbito jurídico y se extienda a la distribución de los bienes y oportunidades. Cuando Schmitt y, desde otra perspectiva, Marx reprochan al universalismo de la burguesía-liberal el ser sólo una coartada para justificar los intereses de una clase, olvidan las implicaciones teóricas y prácti-cas de vincular una visión del mundo determinada y una preten-sión de validez universal que busca fundamentarse de manera racional. La tensión que se genera entre la visión particular y la pretensión racional de validez abre el camino a la crítica, tanto teórica como práctica, y, a través de ella, al reconocimiento del otro. El conflicto en el que está en juego este reconocimiento es el que adquiere un carácter político.

7 5

DEMOCRACIA Y HOMOGENEIDAD

DEL PUEBLO

I

Schmitt afirma que uno de los rasgos de la política del siglo xx es que ya nadie tiene "el valor de gobernar de otra manera que no sea mediante el recurso de apelar a la voluntad del pueblo". La de-mocracia se ha convertido en el único modelo de legitimación del poder político con una aceptación generalizada, lo cual ha propicia-do que ella se convierta en un concepto "ideal" que todo régimen utiliza para autocalificarse. Ello conduce, a su vez, a que el con-cepto "democracia" adquiera una multiplicidad de significados. Por ello, Schmitt propone que antes de adentrarse en el análisis de los problemas de la democracia se requiere definirla, no con la intención de acabar con la disputa en torno a este concepto, sino sólo con la pretensión de ahorrarnos algunas confusiones en esta polémica.1 La definición que él propone es la siguiente: "Demo-cracia es' una forma política que corresponde al principio de la identidad (quiere decirse identidad del pueblo en su existencia con-creta consigo mismo como unidad política)".2

1 Recordemos que para Schmitt todos los conceptos políticos tienen un carácter polémico. Ello quiere decir que él asume la imposibilidad de llegar a un consenso generalizado sobre el sentido de estos conceptos. Los términos políticos, según esto, sólo adquieren un sentido preciso para un grupo, cuando éste los utiliza en su enfrentamiento con un rival determinado.

2 C. Schmitt, re, p. 221.

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( («NSI NSO Y CONFLICTO

Para comprender esta definición es preciso determinar qué se entiende en este contexto por "identidad del pueblo consigo mis-ino". Schmitt subraya constantemente que la "identidad" de la que habla no es la igualdad "formal" de los ciudadanos ante la ley, ni la igualdad en un sentido económico. La identidad democrática es una "igualdad sustancial", la cual nos remite a un principio que permite la homogeneización del pueblo.

La dificultad que surge de inmediato ante esta noción de "igual-dad sustancial" consiste en advertir que las sociedades modernas ya no están conformadas por una comunidad de creencias que posibilite la identificación inmediata de todos sus miembros. Por el contrario, en ellas el "pueblo" denota una realidad plural, escindida y conflictiva. Schmitt admite esto, pero, al mismo tiempo, sostiene que la democracia requiere de la formación de una "voluntad ge-neral" que permita al pueblo erigirse en el poder constituyente que sustente la unidad política. En contraste con Rousseau, Schmitt mantiene que la "voluntad general" no es una realidad dada que nos remita a una serie de principios racionales comunes a todos los hombres, sino una entidad que debe crearse políticamente. Para ello hay que recurrir a un "mito" que proceda de "profundos sen-timientos vitales". Este mito no es otro que el de la "nación".3 Del mito nacional brota, de acuerdo a esta posición, la "gran deci-sión" que impulsa a las masas a superar sus diferencias y constituir la unidad política.

Sustituir la "Razón" por la "fuerza vital del mito", como con-tenido de la "voluntad general", tiene como consecuencia recha-zar la tesis de que el principio de la "igualdad sustancial" tiene

' l .ii la relación entre política y mito, Schmitt retoma gran parte de la teoría de Nniel. IVro en la definición del contenido del "mito político" se encuentra más KM ano a Mussotim, quien en su discurso de octubre de 1922 en la ciudad de Nápoles di|o "I Iemos creado un mito; el mito es fe, noble entusiasmo. No tiene por qué ser I I I I . I realidad; es un impulso y una esperanza, fe y valor. Nuestro mito es la nación, l.i i'.i.in nación que queremos convertir en una realidad concreta".

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S c H M i r r : I.A I'OI.ÍIK A COMO LUCHA

validez universal. Desde la perspectiva de Schmiti, esta (o r ina de igualdad siempre hace referencia a la identidad ele un pueblo con-creto. ¿Qué pasa si al interior de una nación no lodos aceptan la vigencia del mito nacional o, por lo menos, la interpreta» ion do minante? Schmitt se expresa sobre este punto claramente: al no servir la discusión, la única salida es la "eliminacicm" o exclusión de lo heterogéneo.

Toda democracia real se basa en el hecho de que no sólo se trata a lo igual de igual forma, sino, como consecuencia inevitable, a lo desigual de forma desigual. Es decir, es propio de la democracia, en primer lugar, la homogeneidad, y, en segundo lugar —y en caso de ser necesaria—la eliminación o la destrucción de lo heterogéneo [...] El poder político de una democracia estriba en saber eliminar o alejar lo extraño y desigual, lo que amenaza la homogeneidad.4

Por tanto, la homogeneización del pueblo significa la identificación de sus miembros con una instancia mítica-simbólica y, paralela-mente, la eliminación de lo heterogéneo. En la visión del mundo schmittiana, la democracia no puede coexistir con la pluralidad.

Antes de entrar a discutir esta tesis sobre la "homogeneiza-ción" del pueblo, cabe destacar que cuando se define a la demo-cracia en términos de identidad surge otro problema, a saber: en las sociedades modernas, debido a la complejidad que encierran y al gran número de sus miembros, no todos pueden participar di-rectamente en el acto de gobernar. Schmitt reconoce esto:

El problema del gobierno dentro de la democracia consiste en que gobernantes y gobernados tienen que ser diferenciados, pero den-tro de la homogeneidad inalterable del pueblo. Pues la diferencia

4 C. Schmitt, Sobre el parlamentarismo (SP), Madrid, Tecnos, 1990, pp. 12-13. Die Geistesgeschichtliche Lage des heutigen "Parlamentarismus, Berlin, Duncker & Humblot, 1979.

7 9

CONSENSO Y CONFLICTO

de los gobernantes y los gobernados, de los que mandan y de los que

obedecen, subsiste en tanto que se gobierna y se manda, es decir, en

tanto que el Estado democrático es un Estado. No puede por eso

desaparecer una diferenciación entre gobernantes y gobernados.

La democracia se encuentra aquí también bastante alejada, como au-

téntico concepto político que es, de la disolución de tales distinciones

en normatividades éticas o mecanismos económicos. La diferencia

entre gobernantes y gobernados puede robustecerse y aumentar en la

realidad de manera inaudita, en comparación con otras formas políti-

cas, sólo por el hecho de que las personas que gobiernan y mandan

permanecen en la homogeneidad sustancial del pueblo.5

Aunque Schmitt insiste en que toda forma de representación es un límite al principio democrático de la identidad, asume que hoy en día es necesario hacer compatible de alguna manera identidad y represen-tación. Para ello distingue dos tipos de representación, el primer tipo es la representación (Vertretung) basada en el principio de "estar en lugar de..." o "actuar en nombre de alguien que está ausente". Esta idea proviene del derecho privado y se reñere a la gestión de intereses ajenos. Los miembros de un parlamento "representan" a un pueblo que está ausente. En este caso se requieren procedimientos para de-terminar quiénes adquieren la autorización de representar al pueblo y actuar en su nombre. El segundo tipo de representación (Repräsentation) se funda en lo que él llama la identidad "existendal" entre gober-nantes y gobernados. Esto quiere decir que los gobernantes "repre-sentan" al pueblo porque encarnan su "voluntad" y su "espíritu". Los gobernantes son, de acuerdo con esta idea, parte representativa en la que se condensa la totalidad homogeneizada del pueblo.6 Este últi-

'' ( :. Schmitt, TC, p. 232.

Vale la pena señalar que esta idea de "representación" la extrae Schmitt de la i li iclrina de la iglesia católica, en la que se afirma que la Iglesia representa la civitas Immillici por ser la "encarnación" de Cristo y su sacrificio, en aras de la humanidad, en l.I ( !ruz. Véase C. Schmitt, Römischer Katholizismus und politische Form, Hellerau, l.iliiili I legner, 1923.

8 0

SCHMITT: I A I-OI (TICA C O M O LUCHA

rao puede confirmar la validez de este tipo de representación por medio de la aclamación pública directa. Schniitt afirma que sólo este segundo tipo de representación es compatible con la democracia.

A partir de la idea de "representación existencial", Schmitt sostiene que la "auténtica" democracia implica una identidad entre gobernantes y gobernados. En primer lugar, ello quiere decir que entre gobernantes y gobernados no existe una barrera de privile gios y de jerarquías tradicionales, como en las sociedades alisto criticas. En segundo lugar, significa una identificación "vivencial", "emocional" de los gobernados con sus gobernantes, gracias a que comparten una mitología. Según esto, resulta que la democracia no tiene nada que ver con votaciones, sino con asambleas popula-res en las que se "aclama" al líder. Por eso, este representante del decisionismo ve en el fascismo, el bolchevismo y otros tipos de dictaduras fenómenos "antiliberales, pero no necesariamente antidemocráticos". Es esta supuesta compatibilidad entre demo-cracia y dictadura la tesis que corona la propuesta de definición schmittiana de la democracia.

II

En este punto cabe recordar que la historia de las democracias está ligada a las luchas del pueblo contra los abusos del poder. Sin embargo, en la teoría de Schmitt no se propone ningún mecanis-mo que permita controlar a la clase gobernante. De hecho, sostie-ne que en este modelo de democracia la asimetría entre gobernantes y gobernados puede acrecentarse de manera inaudita. A la inge-nua pregunta: ¿cómo garantizar que los gobernantes actúen no sólo en nombre del pueblo, sino también a favor de él? Schmitt responde:

Existe siempre, por eso, el peligro de que la opinión pública y la

voluntad del pueblo sean dirigidas por fuerzas sociales invisibles e

irresponsables. Pero también para esto se encuentra la respuesta al

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( I INSI.NSO Y CONFLICTO

problema en el supuesto esencial de toda democracia. En tanto que exista la homogeneidad democrática de la sustancia y el pue-blo tenga conciencia política, es decir, pueda distinguir entre ami-gos y enemigos, el peligro no es grande.7

Digo que es una pregunta ingenua porque desde el principio, por definición, está claro que para Schmitt sólo los homogeneizados, que son aquellos que- tienen preferencias en común con los gobernantes, gozarán de la seguridad y los beneficios del "Estado democrático".

Para tener claro el tipo de maniobra teórica que le permite a Schmitt hacer compatible democracia y dictadura podemos reconstruir de manera esquemática su argumentación desde la perspectiva de la noción de "soberanía popular" (en tanto principio democrático esencial):

1. Schmitt admite que la democracia tiene que ver con la sobera-nía del pueblo. Para determinar el sentido de esta noción hay que definir, en primer lugar, los términos que intervienen en ella. So-beranía es poder supremo, no derivado, que permite mantener el monopolio de la decisión última. La dificultad, en la perspectiva schmittiana, reside en determinar un significado del concepto "pue-blo" que sea compatible con esta noción de soberanía.

2. En la teoría liberal se plantea que la identidad del pueblo está dada por las leyes constitucionales, es decir, el pueblo es una realidad plural, no homogeneizable, que remite a una identidad simbólico-jurídica (unidad legal). Schmitt rechaza esta acepción del término "pueblo" porque aduce que si se admite que en una demo-cracia existe una soberanía popular, tendrá que aceptarse que el "pueblo" es el poder constituyente y, como tal, es una realidad y un poder que precede a la ley. Schmitt afirma que las normas jurí-dicas no basan su validez en otras normas, sino en un poder que

'C. Schmitt, re, p. 241.

8 2

SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

las hace efectivas. En una monarquía, el rey decide qué es legal e ilegal; en una democracia, el pueblo es quien tiene esa facultad.

3. Schmitt define pueblo como sigue:

Pueblo es un concepto que sólo adquiere existencia en la estera de

lo público. El pueblo se manifiesta sólo en lo público; incluso lo

produce. Pueblo y cosa pública existen juntos; no se dan el uno sin

la otra. Y, en realidad, el pueblo produce lo público medíanle su

presencia. Sólo el pueblo presente, verdaderamente reunido, es pue

blo y produce lo público. En esta verdad descansa el certero pensa-

miento, comportado en la célebre tesis de Rousseau, de que el

pueblo no puede ser representado. No puede ser representado, por-

que necesita estar presente y sólo un ausente puede estar represen-

tado [...] Sólo el pueblo verdaderamente reunido es pueblo, y sólo el

pueblo verdaderamente reunido puede hacer lo que específicamente

corresponde a la actividad de ese pueblo: puede aclamar, es decir,

expresar por simples gritos su asentimiento o recusación, gritar

"viva" o "muera", festejar a un jefe o una proposición, vitorear al

rey o a cualquiera otro, o negar la aclamación con el silencio o

murmullos.8

4. De acuerdo con las definiciones de "soberanía" y "pueblo" que se han dado aquí, la soberanía popular significa que el poder supre-mo y la decisión última recae en estos ciudadanos que se reúnen en la plaza pública. Pero se ha agregado la premisa de que la acti-vidad específica de este pueblo es simplemente "aclamar" y el gobierno no puede ser reducido a esta actividad. Por lo que debe haber un grupo social que gobierne como representante del pueblo.

5. Puede decirse, entonces, que el "Estado democrático" se basa en dos principios de formación contrapuestos: a) el de la identi-

8 C. Schmitt, re, p. 238.

8 3

( I >NSL NSO Y CONFLICTO

dad del pueblo consigo mismo, que configura la unidad política, y b) el de la representación, en virtud del cual la unidad política es representada por el gobierno.

6. Según Schmitt, para que el gobierno pueda representar la uni-dad política creada por la identidad del pueblo debe cumplir dos requisitos: a) mantener la centralización del poder de decisión, y b) constituirse en un punto de referencia con el que pueda identifi-carse fácilmente el pueblo. Estos requisitos se cumplen en un go-bierno que posea una estructura jerárquica, en la que el puesto superior sea ocupado por un líder. Lo que propone Schmitt es un presidencialismo. Pero no un presidencialismo constitucional, en el cual el poder del Ejecutivo esté controlado por el Legislativo y un poder Judicial autónomo, sino una dictadura presidencial, donde el único control del poder presidencial sea la "aclamación" popular.

7. De esta manera se llega a la conclusión de que el poder sobera-no del pueblo significa que éste sólo tiene la facultad de aclamar al líder y sus propuestas. Por otra parte, si se toma en cuenta que Schmitt reconoce que "el poder político puede formar la voluntad del pueblo, de la cual debería partir", resulta que, como en el lengua-je que describe Orwell en su novela 1984, las palabras adquieren el significado contrario al usual: "Soberanía del pueblo" es en reali-dad soberanía de un Estado con poder dictatorial.

En la argumentación de Schmitt, la única diferencia entre el rey, en la monarquía absolutista, y el presidente, en su modelo de "Está-tío democrático", es que el primero gobierna en nombre de Dios o ile lo que "siempre ha valido", mientras que el segundo gobierna en nombre del "pueblo" (adviértase que en una monarquía abso-lutista el pueblo también puede aclamar al rey). Donoso Cortés mantiene que el fin de la era monárquica significa que la única manera de conservar la soberanía estatal, como elemento que res-guarda a la sociedad de la guerra civil permanente, es la dictadura. Schmitt comparte esta opinión del teórico español, pero además

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SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

quiere usar el prestigio del concepto "democracia" para adornarla. Al hacer compatibles democracia y dictadura, Sclimitt introduce una serie de tesis que permanecen sin justificación y que resultan muy problemáticas. Sin embargo, él considera que la justificación de estas tesis no puede buscarse fuera del contexto polémico en el que surgen. Es decir, Schmitt opina que el fundamento de su mo délo de la democracia se encuentra en la crítica a la teoría liberal. Se trata de una forma, que podemos llamar "fundamentación no gativa", basada en una especie de argumento de reducción al al> surdo, donde demostrar la falta de corrección de la posición rival conduce a la aceptación de la validez de la postura propia.

III

Lo primero que ataca Schmitt de la teoría liberal es el principio de la división de los poderes. Para él, la separación de poderes no implica, en sí misma, una forma de gobierno, sino una serie de límites y controles del Estado, cuyo objetivo es garantizar la "libertad bur-guesa" mediante la "relativización" o el debilitamiento del poder estatal. Ello tiene como consecuencia, según este autor, la pérdida de la unidad política y, con ella, de la identidad del pueblo consigo mismo, así como la identidad entre gobernantes y gobernados.

El supuesto implícito que lleva a esta conclusión es que el Esta-do, antes de ser una forma específica de gobierno, es "un determi-nado status de un pueblo, y, por cierto, el status de la unidad política". Por ende, toda forma de gobierno que rompa con esa unidad, lejos de promover la soberanía popular, lleva a la disolu-ción del pueblo en una pluralidad con intereses antagónicos. Para Schmitt, la alternativa es conservar la plenitud del poder estatal con-centrado en una sola instancia o la lucha de todos contra todos. Desde su punto de vista, el debilitamiento del poder del Estado no conduce a la democracia, sino a la expansión de una domina-ción económica.

Schmitt ve en la teoría liberal de la democracia y en la división de los poderes tomas de postura en favor del "Estado legislativo

8 5

< i INSI NSO V CONFLICTO

parlamentario".9 Es por eso que su crítica a la "democracia libe-ral" toma como eje el cuestionamiento de los principios del parla-mentarismo. Schmitt afirma que el parlamento se basa en un conjunto de presupuestos falsos, los cuales pueden agruparse en dos rubros: a) supuestos sobre la soberanía de la legalidad, y b) supuestos sobre la representatividad y dinámica del parlamento. Los primeros se refieren a los fines e ideales del parlamento, los segundos atañen a su formación y dinámica internas, así como a su relación con los diferentes grupos de poder que existen en una sociedad.

1. De acuerdo con una amplia tradición teórica, el principio en el que se sustenta el Estado de derecho ("Estado legislativo" en la terminología de Schmitt) es que la acción de gobernar debe ser un ejercicio de la razón y no de la voluntad. Razón que se expresa en una conjunto de leyes con validez general, a las que tienen que someterse todos los ciudadanos, incluidos los propios legislado-res. El parlamento es la institución que se encarga de hacer realidad ese "imperio de la ley", al propiciar un proceso de discusión y deli-beración entre sus miembros (como representantes de los diferen-tes grupos sociales), el cual tiene como objetivo acceder a la definición de leyes razonables y justas. Detrás de esta interpretación del parla-mentarismo se encuentra el ideal ilustrado de que en la libre lucha de opiniones surge la "verdad". Schmitt retoma esta interpretación,

'' f-11 "listado legislativo" {Geset^gebungssíaai) es en la terminología de Schmitt un lisiado en el que dominan las normas generales y en el que la instancia legisladora i slá separada de los órganos encargados de aplicar la ley. Generalmente, la instan-i 1.1 legislativa en este tipo de Estado (que conocemos como "Estado de derecho") es mi parlamento constituido por los "representantes del pueblo". "En este Esta-llo 'imperan las leyes', no los hombres ni las autoridades. De manera más exacta: las leyes no imperan, se limitan a regir como normas. Ya no hay poder soberano ni inen i poder. Quien ejerce uno u otro, actúa 'sobre la base de una ley' o 'en nombre de la ley'. Se limita a hacer valer en forma competente una norma vigente". C. Si limill, /./., p. 150.

8 6

SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

pero agrega que ella no está necesariamente vinculada a la de-mocracia.

El siguiente paso de la crítica de Schmitt es constatar que osle ideal del parlamento ya no tiene (si alguna vez la tuvo) una base empí-rica. Los parlamentos reales, lejos de ser el escenario de la argu. mentación racional de los representantes del pueblo, son el campo de luchas y compromisos entre grupos de intereses particulares que hacen a un lado el interés general. La disciplina partidaria anula toda polémica racional y convierte las sesiones parlamenta rias en meros rituales, en una formalidad. Por otra parte, Schmitt observa que tampoco la exigencia de publicidad se cumple, por-que gran parte de las decisiones se toman por pequeñas comisio-nes parlamentarias de "especialistas", alejadas del juicio y la crítica del resto de los miembros y del pueblo.

El que los parlamentos sean ámbitos de regateos entre intere-ses particulares y no lugares de argumentación racional es para Schmitt demoledor de los ideales que sustentan a esa institución, porque ello significa que las leyes que de ellos emanan no son normas con validez general, sino expresión de la correlación de fuerzas. La situación "histórico-espiritual" del parlamento produce una "degradación" del orden jurídico, que Schmitt califica como la transformación del derecho en legalidad. La ley se convierte en modo de funcionamiento de los procedimientos estatales, en mero instru-mento de los compromisos y metas egoístas de las autoridades.

La supuesta degradación del derecho en "legalidad" podría verse como la confirmación de la tesis schmittiana respecto a que la ley, más que ser una norma, es la expresión de una voluntad. Eviden-temente, para Schmitt detrás de toda ley hay un poder que sustenta su validez. Pero su rechazo al parlamento se debe a que en él ese poder que sustenta a la ley se ha diluido en una pluralidad de inte-reses. Esto denota, de acuerdo a su perspectiva, que el Estado se ha convertido en un simple instrumento de poderes sociales y eco-nómicos. De ahí que Schmitt también cuestione la concepción de-Max Weber sobre el parlamento. Para este último, el parlamento es un medio para seleccionar a los líderes políticos; un camino para

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( '< INSENSO Y CONFLICTO

eliminar el diletantismo político, permitiendo que los "mejores" y los más voluntariosos alcancen el liderazgo polídco. Schmitt con-sidera muy dudoso que el parlamento tenga la capacidad de for-mar y seleccionar a los líderes políticos, pues, según él, hoy en día los miembros del parlamento más que políticos son burócratas, títeres de poderes que permanecen ocultos.

Schmitt cree que las condiciones imperantes en las sociedades de masas han derrumbado los fundamentos del parlamentarismo. Así como el tiempo de la monarquía ha llegado a su fin, del mismo modo la era del parlamentarismo ha concluido.

2. El parlamento está constituido por una asamblea de representan-tes del pueblo, elegidos a través de un proceso electoral. Schmitt ve en esta forma de "representación" (~Vertretun£¡ sólo un procedi-miento mecánico, el cual no garantiza la identidad del pueblo con-sigo mismo ni con sus gobernantes.

El método de formación de la voluntad por la simple verificación

de la mayor í a t iene sent ido y es admi s ib l e c u a n d o p u e d e

presuponerse la homogeneidad sustancial de todo el pueblo [...] Si

se suprime el presupuesto de la homogeneidad nacional indivisi-

ble, entonces el funcionalismo sin objeto ni contenido, resultante

de la verificación puramente antmética de la mayoría, excluirá toda

neutralidad y toda objetividad; será tan sólo el despotismo de una

mayoría cuantitativamente mayor o menor sobre la minoría venci-

da en el escrutinio y, por tanto, subyugada.10

Schmitt afirma que cuando la teoría liberal defiende el procedi-miento electoral como procedimiento de representación, presu-pone ya la homogeneidad del pueblo o, mejor dicho, de los ciudadanos con derecho al voto. Así, por ejemplo, en un principio el derecho al voto únicamente se otorgó a la clase propietaria para

111 <Schmitt, ÍX, pp. 42-43.

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SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

asegurar la "igualdad sustancial" de los electores. Pero las luchas sociales y, como consecuencia de ellas, la universalización del voto rompen con esa homogeneización, por lo que las elecciones se con-vierten, según este autor, en un simple cálculo aritmético que asegu-ra el dominio de la mayoría. En este punto, Schmitt retoma l< >s viejas crítica de Hegel contra los procedimientos electorales, a saber :

a) en las elecciones los individuos permanecen aislados, por lo que el pueblo ya no elige como tal, sino como átomos dispersos con intereses e ideas distintas; b) los requisitos para obtener el derecho al voto (mayoría de edad, cierta propiedad, pertenencia a un sexo, etcétera) no garantizan la racionalidad de los votantes; c) la influencia del individuo aislado respecto al resultado electo-ral es tan pequeña que produce indiferencia y apatía en los ciu-dadanos.

Además, Schmitt agrega que el "principio de la mayoría" que rige en los procedimientos electorales sólo adquiere un sentido si existe una "igualdad de chance" para que cada minoría pueda convertir-se también en mayoría. Pero esa "igualdad de chance" está muy lejos de ser una realidad en la moderna sociedad de masas. El pro-blema reside, desde la óptica de Schmitt, en que cada grupo o par-tido que llega al poder interpretará de manera unilateral esa noción imprecisa de "igualdad de chance" y, de esta manera, determinará las posibilidades de acción que está dispuesto a permitir a sus ad-versarios políticos internos.

IV

Es indudable que la crítica de Schmitt a la teoría liberal toca nume-rosos puntos sensibles y problemáticos de esta última. Sin embar-go, asumir que muchos elementos de esta crítica a la "democracia liberal" son acertados, no implica de ninguna manera concluir que el modelo alternativo de la democracia que él propone sea válido.

8 9

( ( >NSI NSO Y CONFLICTO

I ,a dificultad de la estrategia crítica de Schmitt reside en que se basa en el conocido y muy frecuente uso unilateral del "principio de realidad", ya que este último sólo sirve para cuestionar los valo-res y las normas de la posición teórica rival (al mostrar su inade-cuación con la realidad), mientras que los valores y normas propios se creen justificados únicamente a través de la supuesta "falsedad" de la normatividad ajena. Si este autor pretendió liberarse de la "tiranía de los valores", ahora se muestra como un súbdito fiel de esa tiranía, ya que cae en el mismo error que él reprocha a los teóricos liberales. Es decir, convierte a la democracia en un con-cepto ideal, identificado con sus propias preferencias, sin tomar en cuenta la realidad histórica de esta forma de organización del poder político.

En primer lugar, en su crítica al liberalismo Schmitt pasa por alto que la democracia representa una forma de organización del poder en la que se acepta la existencia de una inadecuación y ten-sión permanentes entre sus ideales y su realidad. Por eso, el orden democrático se caracteriza por su apertura a la reforma y transfor-mación continuas. Democracia implica democratización. De ahí que uno de sus valores imprescindibles sea la libertad de expresión y de asociación, lo cual exige la creación de condiciones institu-cionales que permitan la crítica constante. Los estados totalitarios, por el contrario, creen que encarnan plenamente sus ideales o que están en el camino de realizarlos, por lo que consideran que pue-den prescindir de la crítica. Decir que las democracias no se adecúan a sus valores y que, por tanto, no son "verdaderas" democracias o que no existe la "verdadera" democracia es no entender los prin-cipios esenciales de esta forma de Estado y de gobierno.

Fn segundo lugar, si bien es cierto que la democracia moderna nace en la lucha de la burguesía contra el Estado absolutista, hoy ya no puede aceptarse que ella sea la propiedad exclusiva de ese grupo social. En efecto, en un primer momento se limitaron los derechos democráticos a la clase propietaria, pero esas restriccio-nes entraron en contradicción con la pretensión de validez univer-sal de esos derechos. Fue esa contradicción o tensión entre los

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SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

valores democráticos y su realidad institucional lo que permitió a los obreros, a los grupos feministas, a las minorías étnicas, etcétera utilizarlos discursos y los recursos democráticos en sus Incluís por romper con el monopolio de la burguesía, introducirse en la orga nización estatal, ampliar los derechos democráticos y llegar a lener un cierto control sobre el gobierno.

Es obvio que este proceso de democratización está muy lejos de llegar a su fin, ni siquiera sus conquistas pueden considerarse definitivas; sin embargo, quien habla en el siglo xx de "democracia burguesa" hace historia y no un análisis de su realidad institucio nal actual. Han sido los conflictos surgidos de la falta de igual dad de oportunidades, así como de la exclusión de grupos del orden democrático, los que han llevado a la continua transfor-mación de éste.

La aparente fortaleza de las críticas de Schmitt a los principios democráticos liberales radica en que gran parte de sus ataques se dirigen a teorías y hacen a un lado la realidad y la historia del orden democrático. Por ejemplo, cuando sostiene que los parla-mentos no son lugares en los que se argumenta racionalmente en busca de una "Verdad", tiene la razón. Pero esta no es la esencia del parlamentarismo, ni siquiera el único principio normativo que orienta a esta institución. El parlamento es, en primer lugar, un mecanismo de control del poder político y un ámbito en el que se escenifican públicamente los conflictos de los diferentes grupos sociales. Cari Schmitt afirma que un síntoma de la crisis mortal que vive el parlamentarismo es la sustitución de la discusión racio-nal por el compromiso negociado. Pero si atendemos al desarrollo y la dinámica del parlamento nos daremos cuenta, precisamente, que es el compromiso y no la discusión racional su objetivo fun-damental.

Y si el procedimiento específicamente dialéctico contradictorio del

parlamento tiene algún sentido profundo, éste puede ser tan sólo

el que de la contraposición de tesis y antítesis de los intereses po-

líticos pueda producirse alguna síntesis. Pero ésta no puede signifi

9 1

( '< INSENSO Y CONFLICTO

car, como suele suponerse falsamente, confundiendo la realidad con la ideología del parlamentarismo, una verdad absoluta, "superior", un valor absoluto que se encuentre por encima de los intereses de los grupos, sino un compromiso.11

Schmitt acierta cuando destaca que en la discusión en la que intervienen posiciones con valores distintos no puede llegarse a una verdad ni a un entendimiento pleno, ya que no existe ninguna "Verdad" que pueda solucionar los problemas prácticos ni los con-flictos. Pero con ello ataca a Guizot y a otros representantes de una ilustración ingenua, no a la realidad del parlamentarismo. In-cluso la ideología que sostiene la existencia de una "Verdad" de la que podemos deducir lo que debe ser el curso de nuestras acciones y el modo de organización de nuestras instituciones no tiene nada de democrático. Se trata de una ilusión, herencia del platonismo, que conduce al rechazo de la pluralidad propia del mundo huma-no y, por tanto, a posturas totalitarias, La "Verdad" es una preten-sión de validez propia de los enunciados descriptivos, su uso en otros contextos o en discursos prescriptivos indica sólo el intento de legitimar intereses más allá de las exigencias racionales.

El principio democrático de la mayoría no se sustenta en nin-guna "Verdad" que justifique su transformación en el dominio de la mayoría. Detrás de los compromisos de las mayorías parlamenta-rias sólo existe la necesidad de tomar decisiones ante las exigencias de la realidad. De ahí que una de las funciones de las minorías en los sistemas democráticos sea mantener vivo el imperativo de la crítica. La justa valoración del parlamento requiere no perder de vista que esta institución no pretende ser la realización de la soberanía po-pular. Ella misma es un compromiso entre los valores de libertad y autodeterminación con la compleja realidad de las sociedades

"II . Kelsen, Von Wesen und Wert der Demokratie, Tübingen, J. C. B. Mohr, 1929, p. Sobre esto véase E. Garzón Valdes, "Representación y democracia", Doxa,

M ni 11. 6, 1989.

9 2

SCHMITT: I A I-OI (TICA COMO LUCHA

modernas. El parlamento es una condición necesaria pero no su-liciente para que una organización política se adecúe a los valores implícitos en la noción de "soberanía popular". Exisleii numero-sas formas de parlamentarismo que sólo sirven como lachada de un régimen autoritario; incluso, en una democracia consolidada, el parlamento, al eludir el principio de la publicidad y ceder la toma de decisiones a pequeñas comisiones de "expertos", propicia que se favorezcan intereses particulares en detrimento de los intereses generales.

Los procesos electorales pueden servir también como una fal-sa autoritaria, propiciar la indiferencia, mantener el aislamiento de los individuos. Pero no olvidemos que la esencia y el valor de la democracia no se encuentra en una institución o en un procedi-miento particulares sino en la conjunción de vanas instituciones y procedimientos que permitan mantener el equilibrio de los pode-res. La crítica que saca de contexto a una institución o un procedi-miento para cuestionar su adecuación a los ideales democráticos actúa de mala fe.

Por otra parte, en su crítica a la "democracia liberal", Schmitt destaca una serie de riesgos a los que ésta se enfrenta. En efecto, al ser una forma de organización del poder en la que se toma partido por la libertad surgen innumerables peligros. Pero estos no pue-den eliminarse en ningún tipo de organización social factible. La única manera de disminuir a largo plazo estos riesgos (sin que puedan superarse por completo) es mediante una cultura política y la participación popular (lo que Montesquieu llamó la "virtud" de los ciudadanos). Sin embargo, para acceder a éstas no existe una receta que pueda implementarse por una élite iluminada.

Si se parte del supuesto de que es posible homogeneizar al pueblo y, de esta manera, suprimir el conflicto, entonces, eviden-temente, la llamada "democracia representativa" de la teoría libe-ral será vista como un mero formalismo que impide la reconciliación del pueblo consigo mismo y con sus gobernantes. Pero ese ideal de "homogeneización" ha demostrado ser una de las peores utopías. Digo la "peor utopía" no sólo por su alejamiento de la realidad de

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( '< INSENSO Y CONFLICTO

las sociedades modernas, sino también porque el intento de llegar a ella ha conducido a desencadenar la violencia total. Si Schmitt eligió la seguridad en detrimento de la libertad, su propuesta ni siquiera ofrece los medios para alcanzar la primera.

La concepción democrática presupone aceptar que no existe una jerarquía única o "verdadera" entre los valores, ni tampoco una funda-mentación última de ellos, esto es, implica aceptar lo que Weber denominó "el politeísmo de los valores". Sin embargo, Schmitt, que se consideraba él mismo como el auténtico discípulo de Weber, pretende simar la "igualdad sustancial" (homogeneidad) como valor supremo en la jerarquía normativa de la democracia.

Se suelen citar juntos, como principios democráticos, los de igual-dad y libertad, cuando en realidad esos dos principios son distintos y con frecuencia contrapuestos en sus supuestos, su contenido y sus efectos. Sólo la igualdad puede valer con razón para la política interior como principio democrático. La libertad político-interna es el principio del Estado burgués de derecho, que viene a modifi-car los principios político-formales —sean monárquicos, anstocrá-ticos o democráticos.12

Es innegable que existe una tensión entre igualdad y libertad, pero la trayectoria de la democracia está marcada por la serie de com-promisos que se establecen entre estos valores en los diferentes contextos históricos y sociales. Tratar de definir a la democracia sólo con base en uno de los valores de esta tensión es renunciar al esfuerzo de comprender su dinámica real.

1' (:. Schmitt , re, p. 222.

9 4

SEGUNDA PARTE

ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

Lo que hace de un hombre un ser político es su facultad

de acáón;íe permite unirse a sus iguales, actuar

concertadamente y alcanzar objetivos y empresas en los

que jamás habría pensado, y aun menos deseado, si no

hubiese obtenido este don para embarcarse en algo nuevo.

Arendt

PLURALIDAD Y POLÍTICA

El terror totalitario

La experiencia del totalitarismo constituye el punto de partida del proyecto teórico de Hannah Arendt. Su primera reacción ante este fenómeno fue afirmar que se trata de una modalidad inédita de dominación, propia de la modernidad, que no puede ser explicada ni juzgada con las categorías y las normas de la teoría política tradicional.

En su libro Los orígenes del totalitarismo (1951), Arendt sostiene que la novedad de estos sistemas políticos reside en que rompen con la alternativa en la que se fundamentaba la clasificación clásica de los gobiernos, esto es, la alternativa entre gobierno legal y go-bierno ilegal, entre poder legítimo y poder arbitrarlo. Aunque el totalitarismo comparte con los gobiernos ilegales el uso arbitrario del poder, al mismo tiempo apela a una supuesta "legalidad supe-rior". De acuerdo con la ideología totalitaria, la superioridad de su legalidad, respecto a los otros órdenes jurídicos, consiste en que en ella se encierran las leyes que presiden el movimiento de la "Naturaleza" o de la "Historia", es decir, cree sustentarse en una "Verdad" que trasciende la voluntad de los hombres.

Las pretensiones de la ideología totalitaria permiten compren-der esta peculiar manera de "conciliar" el uso arbitrario del poder y la legalidad. Arendt caracteriza la ideología por tres rasgos fun-damentales:

1. Detrás de su lenguaje científico se esconde la aspiración, muy poco científica, de explicarlo todo.

9 7

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'.'.. I AI ideología se independiza de la experiencia, por lo que se lince inmune a la crítica. y Las ideologías tratan el curso de los acontecimientos como si estos siguieran la misma "ley" que rige la exposición lógica de sus ideas.

Las ideologías suponen siempre que basta una idea para expli-carlo todo y qué ninguna experiencia puede enseñar nada nuevo, ya que todo puede abarcarse mediante el proceso de deducción lógica a partir de su "Verdad". La ideología, como los viejos mi-tos, quiere someter la complejidad de la realidad a un sistema teó-rico, en el que puede darse razón de cualquier cosa a partir de sus "Ideas" fundamentales. La aspiración absolutista produce la iden-tificación entre la voluntad de saber de la ideología y la voluntad de poder del totalitarismo.

El sistema totalitario, armado con su ideología, cree haber es-tablecido con certeza el fin al que se dirige el movimiento de la "Naturaleza" o de la "Historia". Dicho fin se asocia con la realiza-ción de la justicia y la armonía sociales.

La ilegalidad totalitaria, desafiando la legitimidad y pretendiendo establecer el reinado directo de la justicia en la Tierra, ejecuta la ley de la Histona o de la Naturaleza sin traducirla en normas de lo justo y lo injusto para el comportamiento individual. Aplica directa-mente la ley a la Humanidad sin preocuparse del comportamiento de los hombres.1

Por eso considera que el fin al que tiende el "movimiento" puede justificar cualquier acción. Los asesinatos de judíos, gitanos, invá-lidos, campesinos, burgueses, etcétera, son, desde la óptica totali-taria, acciones que permiten suprimir los obstáculos que impiden el libre desenvolvimiento del movimiento "natural" o "histórico".

' II Arendt, Los orígenes del totalitarismo (o r), Madrid, Alianza, 1987, p. 685.

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El nexo que el totalitarismo establece entre el uso arbitrario del poder y la legalidad se debe, por tanto, a dos razones relacionadas con la visión ideológica del mundo:

1. Se transforma el sentido de la noción de "legalidad"; es la deja de referirse al marco normativo que permite estabilizar las expec-tativas de los hombres en el proceso de coordinación de s u s a r e l o

nes, para denotar la dirección de un movimiento que trasciende la voluntad de los hombres. 2. Se apela a una llamada "ética de la responsabilidad" y su consig na "el fin justifica los medios". Lo peculiar del totalitarismo es concebir ese "fin" como una "Verdad" y no como algo que se ha propuesto alcanzar un individuo o grupo particular.

La asociación entre el poder ilimitado, arbitrario, y la "legalidad" da lugar a la nota esencial de la dominación totalitaria: el terror. "Si la legalidad es la esencia del Gobierno no tiránico y la ilega-lidad es la esencia de la tiranía, entonces el terror es la esencia de la dominación totalitaria [...] El terror es legalidad si la ley es la ley de alguna fuerza supranatural, la Naturaleza o la Historia".2 Para Arendt, la especificidad del terror totalitario no sólo se encuentra en su intensidad y en la perfección técnica de los medios que utiliza, sino también en su propósito de destruir la pluralidad del mundo humano. El anillo férreo del terror es el recurso para negar la plu-ralidad de los hombres y hacer de ellos "uno", esto es, un "macro-sujeto" capaz de adecuarse al hipotético curso de la Historia o de la Naturaleza. Los campos de concentración son una institución esencial de estos sistema políticos, porque ellos, junto a su función de eliminar a los enemigos del régimen, sirven también para expe-rimentar las posibilidades de homogeneizar al pueblo bajo condi-ciones científ icamente controlables. En los campos de concentración se busca degradar a las personas hasta poder arre-

- H. Arendt, 07; pp. 688-689.

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halarles su individualidad y, de esta manera, antes de exterminar-los, convertirlos en una masa dócil que actúa de manera uniforme.

Los campos de concentración sirven para disciplinar y homo-geneizar a los hombres que "todavía" están fuera de ellos. El ob-jetivo final es hacer de la sociedad un inmenso campo de concentración. La mayoría de los individuos que viven bajo un sistema totalitario, aunque desconocen el funcionamiento preci-so de estos campos, saben de su existencia, así como de la conti-nua desaparición de los individuos. También saben que uno de los mayores delitos es hablar de "eso" que se sabe nebulosamente. Preguntar o hablar de "eso" es convertirse en un seguro candidato a ser uno más de los que desaparecen. Esta conciencia difusa y reprimida es un elemento indispensable de la dominación totali-taria; es una amenaza constante que hace del terror una realidad cotidiana. En las puertas de acceso a los campos de concentra-ción, los nazis inscribían el lema: "El trabajo os hará libres". Esto no sólo se refiere, con negra ironía, al destino de sus internos; es también una advertencia a todos los que están fuera de ellos. Se trata de la advertencia de que la única "libertad" que es permitida a los ciudadanos es dedicarse a las actividades laborales que per-miten la reproducción de la especie, hasta lograr la realización de la armonía y la felicidad en un reino de seres homogéneos.

El terror característico de la dominación totalitaria, debido a su intensidad y carácter cotidiano, lleva a los individuos que viven bajo estos sistemas a experimentar la soledad más radical que pueda ima-ginarse. Para Arendt, la soledad no es resultado de un momentáneo retiro de la vida social, sino una radicalización del aislamiento, que hace que los hombres pierdan toda forma de contacto con los otros. I ;.l aislamiento, por su parte, es consecuencia de la destrucción de la esfera pública, como sucede en las tiranías tradicionales; pero la si iletlad radical implica tanto la desaparición del ámbito público como el control y la coacción del ámbito privado.

I ;.ti una sociedad donde cualquiera puede ser declarado el "ene-migo objetivo" o donde cualquiera, incluyendo los familiares más < en anos, puede ser un agente de la policía secreta, el individuo se

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refugia en su intimidad, hasta perder la capacidad tic relacionarse con los otros. Los hombres aprenden a vivir detrás de un muro o de una máscara que los protege de convertirse en sujetos sospe-chosos, pero que también hace perder la elemental confianza que se requiere para experimentar el mundo humano. I'.sla soledad radical, producida por el terror, es un requisito para que pueda sobrevivir el orden totalitario.

Aunque Arendt añrma que el terror es la "esencia" del totnlila rismo, también sabe que este último no puede explicar el éxito de las ideologías totalitarias, ni el origen de estos sistemas políticos. El totalitarismo requiere además una dosis suficiente de consenso social. ¿Cómo explicar el apoyo que recibieron los movimientos totalitarios? ¿Qué impulsó a una gran parte del pueblo a salir a las plaza públicas para aclamar al líder totalitario? ¿Cómo es posible la existencia de tantos colaboradores convencidos de la legitimi-dad del gobierno totalitario? Cuando se intenta responder con precisión a éstas y a otras preguntas se percibe que no es suficiente resaltar el carácter novedoso de la dominación totalitaria. Es me-nester cambiar de perspectiva para localizar las condiciones socia-les que hicieron posible el surgimiento y la expansión del totalitarismo.

El totalitarismo no es una catástrofe que interrumpa el curso preestablecido de la modernidad, sino una consecuencia extrema de ciertas tendencias inherentes a ella. La profunda consternación que produjo el totalitarismo no sólo se debe a la magnitud de sus crímenes, también es resultado de que su aparición llevó a cuestio-nar el rumbo que tomaron las sociedades occidentales y a poner en duda el valor de algunos de sus ideales. Pensar después de Ausschwitz y el Gulag implica haber perdido los horizontes utópicos tradicio-nales y, con ellos, la confianza en nociones como "razón", "progre-so", "reconciliación", etcétera. El totalitarismo no es amenaza externa, sino un monstruo que surge de las entrañas de la propia civilización que se autocalifica de "ilustrada". Incluso en sociedades con un Estado de derecho y una larga tradición democrática apa-recen ciertos rasgos de la dominación totalitaria. Recordemos, para

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mencionar sólo una caso, la "cacería de brujas" que se llevó a cabo en la era McCarthy en los Estados Unidos.

La semilla del totalitarismo

En su libro, La condiáón humana (1958), Arendt se propone un doble objetivo: a) determinar cuáles fueron los cambios sociales, entre todos los que produjo la modernidad, que permitieron el surgimiento del to-talitarismo, y b) definir un criterio normativo postmetafísico en el que pueda sustentarse la crítica a las sociedades modernas. Digo que se trata de un doble objetivo y no de dos objetivos diferenciados, porque Arendt no concibe una descripción de las sociedades modernas que sea ajena a un interés crítico. La mera descripción sólo nos llevaría a reseñar el tránsito de la humanidad entre distintas formas de dominación, sin poder proponer alternativas que orienten las acciones.

En la realización del primer aspecto de su objetivo, Arendt encuentra en la teoría de Tocqueville un apoyo. Este autor destaca que las sociedades modernas han liberado a los individuos de las ataduras de los sistemas de privilegios que sustentaban las for-mas de dominación patrimonialistas y, con ello, han propiciado el desarrollo gradual de una cierta "igualdad de condiciones". Sin embargo, este autor agrega que la disolución de los lazos y de las organizaciones tradicionales también crea las condiciones para que surja la amenaza de una nueva forma de despotismo.

Quiero imaginar bajo qué nuevos rasgos el despotismo podría dar-se a conocer en el mundo; veo una multitud innumerable de hom-bres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma. Retirado cada uno, vive extraño al destino de todos los demás; sus hijos y sus amigos forman para él toda la especie humana [...] So-bre éstos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte.5

1 A. de Tocqueville, La democracia en América, México, l-'CH, 1992, p. 633.

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De acuerdo con Tocqueville, este nuevo despotismo que amena-za a las sociedades modernas tiene sus raíces en ires fenómenos: a) la centralización del poder; b) el aislamiento de: los individuos, y cj la "tiranía de la mayoría", entendida como un poder imperso-nal que, al homogeneizar la imagen del mundo, limita radie almen te la libertad de los individuos. Por su parte, Arendt sostiene que la centralización del poder y la atomización son las dos caras de un mismo proceso, aquel que conduce a la pérdida de la estera púhli ca; mientras que la "tiranía de la mayoría", el imperio del "uno", es una consecuencia de esto último. La desaparición de la esfera pú blica es un síntoma de que la práctica política se ha reducido a su aspecto técnico. Los gobernantes se encargan de decidir cuáles son los medios para alcanzar un fin dado (la seguridad, el bienes-tar, etcétera), mientras que el resto de los ciudadanos se convier-ten en simples hornos oeconomicus, dedicados únicamente a la búsqueda de los bienes que satisfacen sus intereses privados.

Arendt percibe que el origen de esta transformación social se encuentra en el triunfo del mercado sobre la política. Pero, a dife-rencia de Marx, ella no cree que en las sociedades modernas pueda eliminarse el mercado como mecanismo de integración social; ni mucho menos acepta que ello, si fuera posible, permitiría acceder a una sociedad libre de conflictos. La tesis de esta autora consiste en mantener que es necesario establecer ciertos límites al mercado para garantizar la sobrevivencia de la esfera pública y, con ella, de la política, en sentido estricto.

En esta tesis se encuentra implícita una peculiar idea de la po-lítica. Ésta se concibe como una actividad que permite a cada in-dividuo, mediante sus acciones y discursos, presentarse ante los otros como un sujeto que posee una identidad propia que debe ser reconocida por ellos. Desde este punto de vista, la política se en-cuentra ligada de manera indisoluble a una esfera pública, la cual representa un "espacio de aparición" en el que se desarrolla, como decía Aristóteles, el "trabajo del hombre en tanto hombre". A los hombres que se les impide entrar en la esfera pública y ejercer el poder político, o que renuncian a ello, se ven imposibilitados de

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reafirmar su propia identidad y que ésta sea reconocida por los oíros. Tal fue o es todavía el caso de los "bárbaros", los extranje-ros, los esclavos, los que fueron llamados "indígenas", las mujeres en la familia patriarcal, los judíos durante mucho tiempo, etcétera. III individuo privado del acceso a la esfera pública carece de la facultad de proponer e iniciar acciones nuevas. Su vida se reduce a realizar labores que le permiten sobrevivir. El ser humano que carece de la facultad de acción pública se verá sometido al poder de los que definen los fines colectivos y los medios para alcan-zarlos.

La autonomía de la esfera privada es un requisito indispensable para que exista un orden social que garantice la libertad. Sin em-bargo, para que esa libertad pueda realizarse no puede limitarse a su aspecto "negativo", esto es, a crear un espacio donde los indivi-duos puedan actuar sin la interferencia del poder público ("liber-tad de" o "libertad de los modernos"). La atmósfera propicia para la libertad requiere no sólo de un ámbito privado que brinde al individuo un lugar propio en el mundo, también necesita de las condiciones que permitan a ese individuo salir a la esfera pública y convertirse en un ciudadano, para, entre otras cosas, defender esa independencia de lo privado. La libertad existe únicamente donde hay una diferenciación, así como un tránsito fluido entre lo priva-do y lo público.

El problema del proceso de modernización no reside, según Arendt, en la consolidación y diferenciación del ámbito privado respecto de otras esferas de la sociedad, sino en la dinámica que lleva a los individuos a quedar encerrados en él. Lo paradójico de esta tendencia al aislamiento o al "privatismo" consiste en que, cuando se incrementa el número de lo miembros de una sociedad que buscan refugiarse en el ámbito privado, este último pierde cada vez más su capacidad de protegerlos. Los individuos ato-mizados quedan a merced de los poderes sociales.

I ,a masificación de la sociedad no es sólo un cambio cuantita-tivo producido por el aumento de la densidad demográfica; es, de manera esencial, una transformación cualitativa que tiene su ori-

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gen en la destrucción de la esfera pública como inslancia capaz de <>rganizar y diferenciar a los ciudadanos.

La esfera pública, al igual que el mundo en común, nos jimia y no obstante impide que caigamos uno sobre otro, por decirlo así. I .o (pie hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el mime ro de personas, o al menos no de manera fundamental, sino el hecho de que entre ellas el mundo ha perdido su poder para agru parlas, relacionarlas y separarlas.4

El hombre masa no es el que está con los otros, sino el que ha perdido la facultad de reafirmar su individualidad y sólo puede relacionarse con sus semejantes a través de la imitación de un modelo que los homogeneiza. La masa representa la derrota del individuo por el "uno", es decir, aquel poder que no es nadie de-terminado y, al tiempo, está constituido por todos. El hombre que cae bajo el dominio de la masa se ve privado también de su facul-tad de emitir juicios objetivos o de comprobar la verdad de una teoría. Porque ello sólo puede realizase por medio de la confronta-ción de diversos puntos de vista. En cambio, en la masa impera una visión del mundo, cuya validez se sustenta no en buenas razo-nes, sino en la simple generalización.

Las ideologías totalitarias pueden obtener un amplio éxito en las sociedades masificadas, porque ofrecen a los individuos las cer-tezas perdidas, así como una promesa de seguridad y justicia. Por su parte, el movimiento totalitario otorga a las masas la posibilidad de recuperar el espacio público. Sin embargo, lo público en estos movi-mientos ha perdido su atributo básico: la pluralidad. Lo que cuenta ya no es la confrontación y reafirmación de las diferencias, sino el número. Lo importante no es "quiénes" sino "cuántos".

Para Arendt, por tanto, el totalitarismo es consecuencia extre-ma de la centralización del poder político y el aislamiento de los

4 [ I. Arendt, La condición humana (cu), Barcelona, Seix Barral, 1974, p. 77.

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individuos, tendencias inherentes a la modernización que llevan a la llamada "sociedad de masas". La amenaza del totalitarismo no ha desaparecido con la derrota del fascismo y del stalinismo, sino que es un riesgo permanente que puede manifestarse con diferentes ros-tros. La forma de reducir este riesgo es recuperar las "virtudes públicas" que hacen de los individuos ciudadanos. Es indudable que un renacimiento de la virtud republicana es muy difícil en las sociedades modernas. Tomar conciencia de ello permite percibir la magnitud del peligro que enfrentamos.

Crítica de la filosofía política

Para muchos comentaristas, las nociones de política y esfera públi-ca que Arendt utiliza en su crítica al totalitarismo presuponen una visión "idealista" de la vida política, muy alejada de nuestra expe-riencia. Es cierto que la idea de política que maneja Arendt tiene un carácter normativo. Pero, como hemos dicho, el interés de ella no sólo es describir las condiciones sociales que dieron lugar al totalitarismo y los horrores que en estos sistemas se cometieron, sino también encontrar un criterio racional en el que pueda funda-mentarse la crítica a estos sistemas, así como plantear una alternati-va que pueda orientar las acciones políticas. El que esa idea de política sea normativa no quiere decir que sea incompatible con la realidad, ni que carezca de un apoyo empírico. En primer lugar, cuando Arendt sostiene que en la acción pública está en juego la definición y el reconocimiento de las identidades particulares, se afirma que en la política se manifiesta y consolida la pluralidad del mundo humano y ésta, a su vez, es inseparable del conflicto. Se equivocan, entonces, quienes afirman que la noción de política que desarrolla Arendt no puede dar cuenta de los conflictos y la dominación.

En segundo lugar, la tesis de Arendt no es que el conflicto sea ajeno a la "auténtica" política. El conflicto no es en sí mismo lo que define la práctica política, sino la forma en la que éste se ma-nifiesta. Podemos decir, como una primera aproximación, que el

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conflicto político es aquel que se encuentra relacionado con el tema de la pluralidad y la tensión que ella produce respecto a la necesidad de mantener la unidad del orden social. La pluralidad conlleva siempre conflicto (el que no debe reducirse a la guerra), pero la conclusión inversa no es válida. En la economía, por ejem-plo, también se da el conflicto; sin embargo, éste no es consecuen-cia del reconocimiento o de la falta de reconocimiento de las identidades de los diferentes individuos o grupos. El conflicto económico se basa en el problema de la distribución de la riqueza. En la competencia mercantil, los seres humanos se enfrentan como miembros de una misma especie, en la búsqueda de los objetos escasos que satisfacen sus necesidades. La distribución asimétrica de los bienes o mercancías produce una distinción cuantitativa, que sólo cuando se manifiesta en la vida pública como una dife-rencia cualitativa adquiere un carácter político. Arendt considera que uno de los factores que explica la violencia totalitaria es el intento de reducir el conflicto político a un conflicto económico.

Arendt no se limita a defender su propuesta contra las teorías tradicionales; al mismo tiempo, emprende una crítica a la corrien-te dominante en la filosofía política debido a su incapacidad de conceptualizar la determinación básica de la acción política. Con independencia del resultado de esta confrontación y de la posi-ción que se tome en ella, lo importante es que esta polémica nos exige cuestionar los supuestos en los que se sustenta nuestra visión de la política. La crítica de la filosofía política que realiza Arendt toma como punto de partida la relación entre la dominación tota-litaria y las sociedades de masas, que se describe en sus trabajos Los orígenes del totalitarismo y La condición humana.

Años más tarde, Arendt vuelve a comprobar la existencia de una conexión entre el totalitarismo y los individuos masificados. En 1961, como reportera del semanario The New Yorker, asiste en la ciudad de Jerusalén al juicio del comandante de la SS Adolf Eichmann. Arendt encuentra que el acusado no es el monstruo que quieren presentar los fiscales, sino un ejemplar típico del hom-bre masa. El hombre que ha renunciado a la libertad y al pensar

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para obtener la seguridad y las certezas que le ofrecían las ideolo-gías totalitarias.

La ausencia de reflexión, el intento de evadir la responsabili-dad de sus actos y la desmesurada necesidad de adaptarse a las circunstancias son cualidades de la personalidad que Eichmann comparte con los átomos que conforman las masas. A partir de esta experiencia, Arendt postula la noción de "banalidad del mal". En el uso corriente el "mal" se presenta como un acontecimiento demoniaco, extracotidiano, que rompe con el curso espontáneo del orden cósmico y social. Sin embargo, en el juicio de Jerusalén, Arendt vuelve a confrontarse, a través de las declaraciones del acusado y de los testigos,- a una expresión del "mal" que no se origina en la "anormalidad" de sus causas y/o de sus causantes. Por el contrario, se trata de un "mal" que se manifiesta como parte constitutiva de un orden social, el cual, gracias a los efectos de la ideología, lo ha convertido en algo cotidiano y "necesario", ejecu-tado por personas comunes y corrientes.

El mal empieza a tornarse banal cuando se considera que pue-de justificarse a través de una "Verdad". Una explicación con aspi-raciones de ser verdadera quizá pueda determinar las causas que originaron un acontecimiento al que consideramos como un "mal"; pero ella no lo justifica, ni mucho menos podrá superar el dolor de las víctimas. Sin embargo, las ideologías, con su aspiración de co-nocer las leyes que rigen el devenir de la "Naturaleza" o de la "Historia", consideran que pueden justificar el "mal", al presen-tarlo como una parte imprescindible de un proceso que conduce al "bien". Incluso el lenguaje normativo queda desprestigiado en la visión ideológica del mundo ¿Por qué hablar del "bien" o del "mal", si todo puede ser dicho con el lenguaje científico? ¿Por qué recurrir a una perspectiva normativa si podemos describir "objeti-vamente" el mundo? Quien que cree en la validez científica de la ideología no necesita preguntarse si es un "mal" el exterminio de todo individuo que se oponga a la 'Verdad", sólo requiere "saber" que se trata de razas, clases y grupos "moribundos", condenados por la "Naturaleza" o por la "Historia". El creyente no necesita

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

pensar, sólo tiene que sacar las conclusiones lógicas de la "Ver-dad" que encierra su ideología. La falta de reflexión en Eichmann es un caso ejemplar de esta situación.

¿Acaso no ha sido también la intención de la teología y la me-tafísica dar una justificación del mal a través de una descripción verdadera de la totalidad del mundo? En efecto, también la teolo-gía y la metafísica han tratado de reducir el mal al "no-ser", ÍI una simple apariencia originada por la limitada perspectiva de los mor-tales o de los que no conocen el curso del mundo. Para Arendt, la continuidad que existe entre las concepciones del mundo metafí-sico-religiosas y las ideologías se debe, entre otras cosas, a que comparten el supuesto de que el conocimiento de la "Verdad" (una descripción verdadera del mundo) permite solucionar los problemas práctico-morales. Cuando Arendt se adentra en el es-tudio de la genealogía de este presupuesto, encuentra que la filo-sofía de Platón es uno de los primeros lugares donde se desarrolla y fundamenta de manera sistemática y, además, se le relaciona di-rectamente con la filosofía política.

En La República, diálogo en el que se aborda el tema de la mejor forma de gobierno, Platón expone el famoso "mito de la caverna". En él se narra la hazaña del filósofo que logra romper las cadenas que lo atan a este mundo de sombras, para salir de él y contemplar las "ideas". Según este relato es el sujeto que contempla la realidad, sin la interferencia de la pluralidad de intereses y opiniones, el que puede acceder a la "Verdad". Todo movimiento del cuerpo y del alma, toda acción y todo discurso deben cesar ante la contempla-ción de esa "Verdad". ¿Qué tiene que ver esta concepción del conocimiento con el gobierno de la sociedad? El propio Platón nos da la respuesta a esta interrogante cuando afirma que el filósofo que ha contemplado la "Verdad" es el mejor gobernante posible, ya que la posesión del conocimiento le permite encontrar la solu-ción de los problemas a los que se enfrenta la sociedad.

Independientemente del hecho de que los filósofos no han demostrado nunca ser muy aptos para ejercer el arte de gobernar, ni siquiera como consejeros o asesores de políticos, lo importante

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tic la filosofía platónica es que en ella se propone un modelo de práctica política que ha llegado a ser hegemónico. En él se asu-me que la legitimidad del poder de los gobernantes se encuentra en la posesión del conocimiento de la "Verdad" que debe orientar las acciones.

Lo que le interesa subrayar a Hannah Arendt es que si se con-sidera que el poder legítimo es aquel que se asocia con la ícVerdad" y si se asume que esta última es independiente de la voluntad y de las opiniones de los hombres, entonces se llega a la conclusión de que la política es una actividad que trasciende la esfera pública y la pluralidad humana. En el mejor de los casos, se acepta que la esfe-ra pública es una instancia secundaria que permite únicamente comprobar la eficacia de la mediación entre el mandato de los gobernantes y la obediencia de los gobernados.

El modelo platónico de práctica política sobrevive, con algu-nos cambios importantes, a todas las transformaciones que impli-có el surgimiento de la modernidad. Si en el pensamiento grecorromano clásico y en el medieval se considera que para acce-der a la "Verdad" es necesario dedicarse a la "vida contemplativa", la filosofía moderna empieza por poner en duda la creencia en que la observación pasiva o la mera contemplación sean los mé-todos adecuados para adquirir conocimiento y aproximarse a la ""Verdad". La tesis que se plantea es que para estar en lo cierto hay que cerciorarse y para conocer hay que hacer. El principio que domina en la filosofía y la ciencia moderna es el siguiente: el sujeto sólo puede conocer en toda su amplitud aquello que él mismo produce (Verum etfactum convertuntur). Este principio representa una inversión en la jerarquía entre "vida contemplativa" y "vida acti-va", donde esta última adquiere la prioridad. Esto es lo que, poste-riormente, Kant denominó "la revolución copernicana". El sujeto ya no es el que gira en torno a los objetos para contemplar la verdad, sino es el que impone un orden al mundo, mediante los principios universales y necesarios inscritos en la "Razón", el que constituye su subjetividad, la cual define, a su vez, la "esencia" del sujeto.

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La transformación que produce esta revolución en la compren-sión de la práctica política se puede apreciar en la tradición teórica que apela a una "razón de Estado", la cual tiene en Hobbes uno de sus principales representantes. Entre las grandes aportaciones de Hobbes a la teoría política se encuentra la de destacar que de la "Verdad" no puede deducirse el contenido de las leyes, esto es, el contenido del nivel normativo común que requiere todo orden social para orientar y coordinar las acciones de los individuos. 1 ,a descripción verdadera del mundo sólo nos puede ofrecer a los hombres como "son", no como "deben ser" o "deben actuar". Pero Hobbes añade que de esa descripción puede deducirse que existe un fin común a todos los hombres. Cuando vemos el com-portamiento de los individuos encontramos, según él, que está fundamentado esencialmente por un interés "egoísta", a saber: la persecución de los medios que garantizan su sobrevivencia. La interacción de estos átomos egoístas sólo puede dar como resulta-do una guerra permanente ("el hombre es lobo del hombre"), pero esta situación de guerra permanente entra en contradicción con el objetivo primario de la sobrevivencia.

La solución que propone Hobbes, ya que no existe una "Ver-dad" que permita a los hombres llegar a un consenso sobre el con-tenido del nivel normativo que debe regular sus acciones (el único consenso posible es la necesidad de esa instancia normativa co-mún), es crear un poder soberano encargado de decidir cuál es el contenido de las leyes que deben regir la vida pública (Autoritas, non Ventas facit legeni). La imposición del soberano, en la defini-ción de las leyes, permite garantizar la seguridad, que representa la condición necesaria para alcanzar el fin básico de la so-brevivencia. De esta manera, la práctica política se convierte en una actividad exclusivamente técnica; dado un fin (la seguridad), el objetivo es establecer los medios más adecuados para acceder a él. La "Verdad" queda ahora relegada a cumplir una función en la determinación de dichos medios. Si en Platón el poder se su-bordina a la "Verdad", en Hobbes esta última queda subordina-da al primero.

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A pesar de todas las diferencias que existen entre la teoría de IMatón y la de Hobbes ambos coinciden en otorgar el monopolio de la iniciativa política, gracias al control de la dualidad írVerdad" y "Poder", a los gobernantes, a los políticos profesionales; mien-tras a los gobernados se les reserva, en la esfera pública, un papel pasivo. La relación asimétrica entre gobernantes y gobernados se mantiene como la relación política esencial, legitimada en la "Ver-dad" o en el poder técnico que poseen los primeros.

Se puede reprochar a Hannah Arendt el haber olvidado una cosa evidente, esto es, que en la historia del pensamiento político existe una multiplicidad de autores que vinculan la práctica políti-ca a la esfera pública y exigen la participación del pueblo en el ejercicio del poder político. Arendt no olvida esta diversidad de posiciones. Sin embargo, considera que muchos (no todos) de los teóricos y políticos que han defendido la importancia de la esfera pública y la democratización del ejercicio del poder político conser-van Lina herencia platónica, ya que no reconocen, al mismo tiempo que elogian la participación popular, la pluralidad como rasgo esen-cial e insuperable del mundo humano. De esta manera, por ejem-plo, se asume la importancia de la esfera pública, pero se considera que la confrontación de opiniones debe conducir a una "Verdad" que permita conciliarias y determinar las decisiones políticas. También resultan comunes aquellos que exaltan la participación popular, pero condicionan dicha participación a que el pueblo, las clases o los grupos actúen de manera uniforme, a la manera de un macro sujeto que tiene una voluntad general o común. No basta, enton-ces, hablar de la participación ciudadana y de la democracia para romper con la visión monoteísta que ha imperado en la filosofía política.

El proyecto de Hannah Arendt consiste en reconstruir los prin-cipios de la tradición republicana (aquella que considera que la par-licipación ciudadana es el valor fundamental de la práctica política) y demostrar que ésta es compatible con la pluralidad. En el pensa-miento antiguo, la defensa de la concepción republicana no en-Iremaba este problema porque se partía del supuesto de la

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homogeneidad del pueblo. Los otros, los "idiotas", eran los bár-baros, los esclavos, aquellos que no eran humanos en el sentido pleno de la palabra y por eso se les excluía de la polis. En cambio, en la modernidad la presencia de la pluralidad en la esfera pública es ineludible. Sin embargo, la mayoría de los teóricos que asumen una postura republicana, o por lo menos algunos de sus aspectos, acuden a una instancia metafísica que les permita mantener el su-puesto de una homogeneidad del pueblo; se apela a una "volun-tad general", a una "clase universal", a una "Razón", a un "espíritu del pueblo", etcétera; incluso, en este zoológico metafísico, en-contramos especímenes como la "raza". El reto que enfrenta Arendt es desarrollar una fundamentación de la concepción repu-blicana sin acudir a estas entidades trascendentes.

Para realizar este proyecto, Arendt se propone en su última obra, La vida del espíritu (1971), desarrollar una crítica de la razón política en la que se caracterice y delimite el tipo de racionalidad que acompaña a la acción política. La tesis que guía este trabajo es que en la práctica política no está en juego la búsqueda de una "Ver-dad", que sea reconocida como tal por todos los sujetos, sino la de un sentido, surgido de la confrontación de una diversidad de opiniones, del que se pueda desprender los fines que orientan las acciones.

Quiero condensar el resultado de mi investigación en una fórmula:

la necesidad de la razón no está inspirada por la búsqueda de la

verdad, sino por la búsqueda del sentido. Y verdad y sentido no

son una misma cosa. La falacia por excelencia que prima sobre

todas y cada una de las demás falacias metafísicas reside en inter-

pretar el sentido según el modelo de la verdad.5

5 H. Arendt, Von Leben des Geistes (LC), Munich, Piper, 1989, p. 25. Se trata de una tesis que encontramos también en las filosofías de Heidegger y de Wittgenstein. Lo interesante de estos dos últimos es que en un principio trataron de interpre-tar el "sentido" en términos del modelo de verdad para después criticar ra-dicalmente esta reducción.

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C O N S E N S O Y CONFLICTO

El sujeto no accede al sentido a través de una contemplación del mundo que le permita comprobar la existencia de una adecuación entre sus enunciados y la realidad, sin la interferencia de los de-más. El sentido es resultado de la interacción de los sujetos dentro de las diferentes prácticas sociales. Esta idea le permite a Hannah Arendt, al igual que Hobbes, mantener la prioridad de la "vida activa" sobre la "vida contemplativa". Pero, a diferencia de Hobbes, niega que la vida activa pueda reducirse al modelo de un sujeto aislado que mantiene una relación técnica con el mundo para rea-lizar sus Enes egoístas. Para Arendt, la acción política presupone una dimensión intersubjetiva, donde, a través de la confrontación de la pluralidad de opiniones, se establecen, mediante acuerdos, compromisos, regateos, etcétera, los fines colectivos. El sentido no presupone una "adecuación" con una realidad dada, sino una decisión entre una multiplicidad de alternativas.

Reconocer la pluralidad inherente a la dimensión intersubjetiva implica, además, asumir que no existe el "Sentido", sino los senti-dos. El desconcierto y los riesgos que produce la pluralidad de sentidos nos permite comprender porque los tiranos, los dictado-res, los líderes totalitarios, así como gran parte de los filósofos soñaron con encontrar una "Verdad" que permitiera homogenei-zar los sentidos que se expresan en la pluralidad de opiniones. En efecto, esa supuesta "Verdad" permitiría solventar la dificultad que encierra la coexistencia de la pluralidad con la necesidad de man-tener la unidad del orden social. Pero ello significaría, según Arendt, la abolición de la política; su transformación en una actividad téc-nico-administrativa que se podría realizar sin la interferencia del ruido que produce el conflicto de opiniones. Pero las promesas de armonía y segundad que encierra esa unión entre "Verdad" y po-lítica han desembocado siempre en el terror. Ello no se debe a la falta de conciencia del pueblo o a su poca ilustración, sino al in-tento, muy poco realista, de suprimir la pluralidad del mundo hu-mano en nombre de una "Verdad" indiscutible.

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CONDICIÓN HUMANA Y POLÍTICA

Para evitar el malentendido: la condición humana

no es lo mismo que la naturaleza humana y la

suma de actividades y capacidades que correspon-

den a la condición humana no constituye nada

semejante a la naturaleza humana.

Arendt

Toda filosofía política contiene, de manera explícita o implícita, una serie de supuestos sobre lo qué son y deben ser los hombres. En numerosas ocasiones dichos supuestos se elevan al rango de "naturaleza humana"; entendida ésta como una "esencia" tras-cendente. La idea de "naturaleza humana" es, en sus múltiples variaciones, una de las supuestas "verdades" que ha impedido conceptualizar la complejidad de la práctica política, al pasar por alto la experiencia básica de la pluralidad. Hannah Arendt realiza un análisis fenomenológico del mundo humano con la intención de criticar la antropología subyacente a las teorías políticas tradi-cionales. Su objetivo es demostrar que no existe un modelo de hombre al que deban subordinarse todos los miembros de la espe-cie, sino sólo una serie de condiciones comunes, a las que ella denomina "condición humana".

Entre los elementos que conforman la condición humana se encuentran, en primer lugar, estas tres determinaciones:

a) la vida, la cual hace referencia al aspecto biológico de los seres humanos (seres que nacen, crecen, se reproducen y mueren);

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C O N S E N S O Y CONFLICTO

b) la mundanidad, que denota el hecho de que los hombres crean los objetos e instrumentos que conforman su mundo. El "mun-do" no es una realidad dada, sino un producto de la actividad humana; c) la pluralidad, que nos remite a la experiencia de la diferencia entre los individuos, los grupos y las sociedades. A estos tres as-pectos básicos de la condición humana corresponden, respectiva-mente, tres dimensiones de la actividad humana: "labor" (ponein), "fabricación" (erga^esthai), y "acción" {prattein).'

1. Labores la dimensión de la actividad humana dedicada al man-tenimiento de la vida: "la condición humana de la labor es la vida misma". Se trata, en otras palabras, del aspecto de la activi-dad de los hombres encaminado a conseguir, mantener y consu-mir los bienes indispensables para satisfacer las necesidades vitales. La labor se caracteriza por la fatiga y la repetición; en ella no existe propiamente una faceta creativa. El hombre que sólo la-bora (como los esclavos o las llamadas "amas de casa") se en-cuentra sometido por completo a los ciclos biológicos, es un "animal laborans" que no puede adquirir una individualidad. El laborar siempre se mueve en el mismo círculo, prescrito por el proceso biológico del organismo, y el fin de su fatiga y molestia sólo llega con la muerte.

' En la traducción española del libro The Human Condition se utilizan los términos: a) labor, h) trabajo, y c) acción. Me parece que usar el término "fabricación", en lugar de "trabajo" se acerca más a la idea de Arendt. Mi propuesta se basa en la traducción latina del concepto griego "erga^esthai' por "fabricar". Asimismo, me remito a la versión alemana, que la propia autora realizó, en la que se habla de: aj Arbeit, b) Herstellen, y c) Handeln. Por otra parte, recordemos que el término "traba-jo" deriva de "tnpalium" , esto es, una forma de tortura en la que se utilizaban tres palos. Por ello, en su origen etimológico "trabajo" se encuentra más cercano a la noción de "labor". Hoy en día utilizamos la noción de trabajo para referirnos tanto a la labor como a la fabricación (el "hacer").

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

2. Fabricación es la dimensión de la actividad humana que permite producir el conjunto de instrumentos que facilitan la labor y alige-ran sus fatigas. El valor fundamental de la fabricación es la utili-dad y su racionalidad se basa en la relación "medio-fin" (lo que otros autores han llamado la racionalidad instrumental). Además, en la medida que los objetos fabricados trascienden a sus creado-res individuales y se convierten en "bienes" sociales, la fabricación da lugar al mundo en el que los hombres encuentran su "hogar". La permanencia y durabilidad de los artefactos hace posible supe-rar la dinámica cíclica de los procesos naturales. Gracias a su uso cada objeto adquiere un significado dentro del sistema de objetos que conforman el artificio humano, que hace posible tanto la per-manencia como el cambio propios de la historia.

3. Acción es la dimensión de la actividad humana relacionada con la pltiralidad, "al hecho de que los hombres, no el Hombre, vivan en la Tierra y habiten el mundo". En tanto, la acción está consu-mida por la unión de la práctica {praxis) y el discurso ([lexis), es ella la que posibilita a los individuos adquirir, en la interacción con los otros, una identidad y que ésta sea reconocida socialmente. La acción requiere siempre de un espacio público que haga posible la presentación de cada hombre ante los otros. Práctica, discurso y espacio público, elementos que conforman la acción, son la con-dición (conditio sine qua non y coditio per quani) de la vida política.

A cada una de estas tres dimensiones de la actividad humana —labor, fabricación y acción— Arendt le asigna, respectivamen-te, una de estas tres categorías: potencia, violencia y poder.

1. La potencia es el atributo de un individuo que se deriva de sus capacidades físicas. La potencia es lo que permite al hombre reali-zar sus labores:

Potencia designa inequívocamente a algo en una entidad singular

individual; es la propiedad inherente a un objeto o persona y perte-

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CONSENSO Y CONFLICTO

nece a su carácter, que puede demostrarse a sí mismo en relación

con otras cosas o con otras personas, pero es esencialmente inde-

pendiente de ellos.2

2. La violencia es una prolongación de la potencia, pero se distingue de ella por su carácter instrumental. Este carácter de la violencia la relaciona con la fabricación. Los instrumentos son concebidos y empleados para acrecentar la potencia de los individuos; incluso, gracias al desarrollo técnico, pueden llegar a sustituirla, como su-cede con la automatización de las fábricas modernas. Sin embar-go, la violencia no se limita a la relación entre el hombre y los objetos, también se hace presente en las relaciones entre los indi-viduos. La violencia entre los sujetos aparece cuando estos no se reconocen como personas, sino cuando cada uno convierte al otro en un simple medio, un objeto más, para conseguir sus fines parti-culares. Lo decisivo en la relación de violencia entre los hombres es el control de los instrumentos que permiten adquirir la supre-macía sobre los otros. El lenguaje puede convertirse en un instru-mento más de la violencia cuando el sujeto no lo utiliza para manifestar sus intenciones, sino sólo para trasmitir una informa-ción que le permite instrumentalizar a los otros.

3. Con respecto a la categoría de poder., Arendt nos dice:

Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para

actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es pro-

piedad de un individuo; pertenece al grupo y sigue existiendo mien-

tras que el grupo se mantenga unido. Cuando decimos de alguien

que está "en el poder" nos referimos realmente a que tiene un poder

de cierto número de personas para actuar en su nombre. En el

momento en que el grupo, del cual el poder se ha originado (potestas

inpopulo, sin un pueblo o un grupo no hay poder) desaparece, "su

J11. Arendt, "Sobre la violencia", en Crisis dt- h República, Madrid, Taurus, 1973, pp. 146-147.

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

poder" también desaparece. En su acepción corriente, cuando ha-blamos de un "hombre poderoso" o de una "poderosa personali-dad", empleamos la palabra "poder" metafóricamente; a lo que nos referimos sin metáfora es a "potencia".3

Para Arendt, el poder es siempre el resultado de las acciones con-certadas de un grupo.

Esta definición de "poder" parece contradecir el uso cotidiano de este término, que se asocia con el de violencia. Arendt recono-ce que el poder y la violencia aparecen generalmente unidos; sin embargo, su tesis consiste en afirmar que son fenómenos distintos ("Poder y violencia, aunque son distintos fenómenos aparecen jun-tos"). Mientras la violencia depende de los instrumentos, el poder depende de la relación entre los individuos.

Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia es que el poder siempre precisa el número [de individuos], mientras que la violencia, hasta cierto punto, puede prescindir del número por-que descansa en sus instrumentos [...] La extrema forma de poder es la de Todos contra Uno, la extrema forma de la violencia es la de Uno contra Todos.4

El poder de un grupo puede servir como medio para imponerse sobre otro grupo. Desde esta perspectiva, hay una continuidad entre poder y violencia. Pero si asumimos la perspectiva interna al grupo encontramos que el poder y la violencia entran en contra-dicción. Cuando dentro de un grupo desaparece el poder, debido a la falta de un consenso básico, la única manera de mantener la unidad de dicho grupo es la violencia. Es evidente que en todo sistema político existe una mezcla, en diferentes proporciones, entre poder y violencia.

3 Idem.

'Ibid., p. 144.

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C O N S E N S O Y CONFLICTO

Tenemos que tomar en cuenta que la "condición humana" no es una esencia trascendente, sino una realidad inmersa en el deve-nir histórico y, como tal, las relaciones entre los diversos aspectos que componen esta unidad compleja varían de manera constante en los distintos contextos sociales. Para describir los cambios his-tóricos en las relaciones entre las diferentes dimensiones de la activi-dad humana, Arendt acude a la dualidad "esfera privada" y "esfera pública", así como a las transformaciones de la relación entre es-tos dos ámbitos de la organización social.

La organización familiar constituye el núcleo de la esfera priva-da, donde los individuos se integran mediante lazos sentimentales y de lealtad personal dentro de una eátructura jerárquica en la que las distintas posiciones y funciones se encuentran definidas y legiti-madas por la tradición. La familia se encuentra estrechamente liga-da a la necesidad de enfrentar las tareas indispensables para la sobrevivencia del individuo y la especie. Desde este punto de vista, el aspecto de la actividad humana que la distingue es la labor.

En la esfera privada se lleva a cabo también gran parte de esa dimensión de la actividad humana que aquí se ha denominado fabricación. En un principio, los instrumentos fabricados sirven para facilitar las labores que ejecuta la familia en su tarea de sobrevivencia. Asimismo, el desarrollo del medio instrumental ha producido importantes efectos en la organización de la comuni-dad familiar. El control asimétrico de los utensilios hizo posible que se acentuaran las diferencias en las relaciones familiares, hasta convertir las diferenciaciones funcionales de su estructura en una forma de dominación. La violencia que utiliza el líder de la fami-lia para someter a los esclavos y a sus propios parientes es una prolongación de la violencia que se ejerce para someter a la natu-raleza.5 Para Arendt, la violencia y la dominación son fenómenos

' Recordemos como la guerra tenía en la antigüedad directamente un carácter eco-

nómico. Kra la forma de obtener un botín y, como parte de él, los esclavos que se

dedicaban a la labor. La importancia económica de la guerra fue uno de los facto-

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

"prepolíticos", en el sentido que aparecen en el ámbito privado-familiar, como parte del proceso productivo. Ello no quiere decir que la violencia y la dominación se hayan mantenido en este ám-bito; como sabemos, ellas han sobrepasado las fronteras de lo pri-vado para extenderse por el mundo público, donde han encontrado una atmósfera propicia.

En contraste con la esfera privada, la esfera pública se sustenta, según Arendt, en el reconocimiento de los individuos como "per-sonas" iguales, esto es, como sujetos que comparten los mismos derechos y deberes. Es verdad que entre los miembros de la familia se da un reconocimiento, incluso más intenso que el reconoci-miento público entre personas, pero éste no se basa en la idea de igualdad, sino en las diferencias. El que el padre de familia reco-nozca a su esposa como objeto privilegiado de sus deseos y sus sentimientos no implica que la reconozca como "persona". En cambio, el reconocimiento que constituye el ámbito público es aquel que hace referencia a un nivel normativo común (ello no quiere decir que los individuos sean o se vean como idénticos). De acuerdo con esta descripción, la esfera pública tiene el carác-ter de un "espacio de aparición", en el que cada individuo, me-diante sus actos y palabras, se presenta ante sus pares y, gracias a ello, le es reconocida una identidad propia (el reconocimiento de la igualdad entre los ciudadanos se manifiesta en el derecho com-partido de expresar y reafirmar la propia identidad frente a los otros). Los griegos llamaron a este ámbito público polis y a la acti-vidad que en ella se ejercía acción política.

Mientras en la esfera privada dominan los imperativos que pro-vienen de las necesidades vitales, en la esfera pública los hombres experimentan la libertad. Esto no presupone que la esfera pública sea un idílico lugar donde los hombres puedan hacer lo que quie-ran. Por el contrario, cada individuo encuentra en el mundo hu-

res para que el control de las armas se convirtiera en un elemento decisivo en la definición del grupo dominante.

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( '< INSENSO Y CONFL ICTO

mano una "trama" de relaciones dadas que se le imponen tanto en lo privado como en lo público. Pero en este último ámbito, el sujeto tiene la alternativa de iniciar una serie de acciones que re-percuten en la conservación y/o transformación del orden imperante. La libertad no consiste en romper o situarse fuera de la trama de relaciones preexistente, sino en influir activamente en ella. La libertad se experimenta como una lucha entre las "nuevas" acciones y la inercia de la trama de relaciones establecida. Es en esta lucha donde cada individuo forja su identidad y abre la posi-bilidad de su autorreaüzación.

Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes

son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su

aparición en el mundo humano [...] Debido a su inherente tenden-

cia a descubrir al agente junto con el acto, la acción necesita para su

plena aparición la brillantez de la gloria, sólo posible en la esfera

pública. Sin la revelación del agente en el acto, la acción pierde su

específico carácter y pasa a ser una forma de realización entre otras.'

En el ámbito privado, los hombres pueden también iniciar nuevas acciones, pero si éstas no alcanzan la esfera pública desaparecen en el momento que dejan de actuar sin dejar ningún rastro. La esfera pública, la polis, ofrece a los seres humanos una especie de "recuer-do organizado", que asegura que la más frágil de las dimensiones de la actividad humana, la acción, así como los menos tangibles y más efímeros de sus productos, los actos e historias, se transformen en hechos imperecederos.

Esta permanencia que ofrece la esfera pública a las acciones es posible porque en ella también se desarrolla otro aspecto de la fabricación. Se trata de la fabricación que se desliga de las necesi-

' II. Arendt, La condición humana (C.H), Barcelona, Seix Barral, 1974, pp. 238-239. "El arle de la política enseña a los hombres cómo sacar a luz lo que es grande y radiante | mientras está allí la/w/w para inspirar a los hombres que se atreven a lo extraordina-i ic i, lóelas las cosas están seguras; si la polis perece, todo está perdido", (p. 271).

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

dades vitales para desarrollar su faceta creativa, es decir, se trata del arte que crea los edificios, los monumentos, las historias, los discur-sos, etcétera, que hacen posibles que los actos trasciendan a sus agentes particulares. Si el animal laborans requiere de la ayuda del homo fabery sus instrumentos para facilitar su labor y aliviar su esfuer-zo, el %oo politikon también precisa de la ayuda de ese homo faber en su faceta de artista, para que los efectos de la acción sobrevivan.

CATEGORÍAS DE I.A CONDICIÓN HUMANA

( Vida activa )

Vida Mundanidad Pluralidad

Labor Fabricación Acción

Potencia Violencia Poder

ESFERA PRIVADA ESFERA PÚBLICA

De acuerdo a estas categorías, surgidas de la descripción de la condición humana, la política está constituida por las acciones públicas en las que se encuentra en juego la definición y el recono-cimiento de las identidades particulares de los individuos y gru-pos, así como la creación de un nivel normativo común que permita su coordinación en la realización de empresas colectivas. Dicho en otras palabras, en la práctica política se manifiesta la pluralidad social y, al mismo tiempo, se plantea el problema de generar y mantener un orden común que permita la libre coexistencia. Ese orden común sólo puede conservar su carácter de garante de la libertad mientras haga posible la expresión de la pluralidad del mundo humano. La tesis de Arendt consiste en afirmar que el fenómeno originarlo de la política no es la dominación sino la libertad, en-tendida como la capacidad de "actuar" dentro de la trama de rela-ciones sociales que conforma la esfera pública. "La razón de ser de la política es la libertad y su campo de experiencia la acción".

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< '< 1NSENSO Y CONFLICTO

Esta tesis se ha interpretado en numerosas ocasiones como una definición de la política y, de esta manera, la propuesta teórica de Arendt se convierte en una visión normativa y dogmática en la que de manera implícita se sostiene que todo fenómeno o acon-tecimiento que no sea una expresión de la libertad no es propia-mente política. Desde este punto de vista, Arendt tiene una visión idealista, estética y heroica de la política que tiene que ver muy poco con nuestra experiencia. ¿Acaso la política no se encuentra ligada a la relación entre gobernantes y gobernados, así como a la dominación y violencia que en ella se producen? Según esta inter-pretación, Arendt reduce la política a ser una especie de obra tea-tral que ha perdido toda su fuerza dramática al relegar los conflictos reales que enfrentan las sociedades. Más que un drama, dicha obra parece un desfile de personajes, lleno de virtuosismo y exhibicionis-mo, que carece del pathos trágico propio del gran teatro del mundo.

Hay que reconocer que esta interpretación no es un mero inven-to de exégetas ineptos, ya que existen pasajes en la obra de Arendt —en especial en su trabajo sobre la revolución— que dan pie a ella. Sin embargo, este tipo de interpretaciones pasa por alto las observa-ciones de esta autora sobre la diferencia entre el tradicional concep-to de "naturaleza humana" y la noción de "condición humana". El objetivo de Arendt al vincular su idea de la política con la descripción de la "condición humana" es decirnos, precisamente, que así como no existe una "esencia" del Hombre, tampoco existe una "esencia" de la Política que pueda ser condensada en una simple definición.

Una segunda manera de interpretar su tesis es asumir que en ella no se busca definir lo que ha sido y es la política, sino establecer las determinaciones de la condición humana que hacen posible y necesaria la acción política. Es indudable que Arendt tiene una intención normativa, ya que ella no sólo quiere describir lo que ha sillo y es la política, sino también encontrar un criterio que nos permita juzgar críticamente esa realidad. Pero ese criterio debe provenir de la experiencia y ser compatible con ella, de lo contra-rio liay que desecharlo. Arendt no pasa por alto que la política ha estado históricamente unida a la dominación y a la violencia, pero

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

considera que éstas no son la razón de ser de este tipo de actividad humana. De ahí su estrategia teórica de buscar en la condición hu-mana las fuentes de la política.

Cuando se sostiene que la pluralidad y, junto con ella, la liber-tad son las determinaciones de la condición humana en las que se fundamenta la política, se quiere decir que es la inexistencia de una "naturaleza" o "esencia" del "Hombre", lo que da lugar a esa di-mensión de la vida activa. Si la conducta de los hombres fuera tan predecible como la de las abejas o la de las hormigas no existiría, ni haría falta, la política. Si la jerarquía y la distribución de funciones así como la forma de la organización social en general estuvieran dadas de antemano, la política sería superflua. La política no sólo es resul-tado de que los hombres sean seres sociales, sino, además, de que esa sociabilidad no tiene una forma predeterminada. La variedad de formas de organización social que encontramos en los diversos con-textos sociales e históricos es una prueba de ello.

La pluralidad propia de la vida política significa no sólo di-versidad y diferencia —éstas también existen entre los ejempla-res de una misma especie animal—, sino también "contingencia". Lo contingente, como dice Duns Escoto, no es simplemente "algo que no es necesario o que no siempre existió, sino algo cuyo opues-to podría haberse dado al mismo tiempo que se dio éste". Con esta afirmación, Escoto destaca, en contra de la tradición teórica dominante, que lo contingente no denota un defecto o carencia, sino un atributo o modo de ser positivo. "Afirmo que la contin-gencia no es una privación o defecto del ser como la deformidad [...] La contingencia mas bien es un modo positivo de ser, igual que la necesidad es otro modo".7

Arendt retoma esta idea y afirma que la contingencia es el modo de ser de la voluntad libre. La libertad implica la contingencia; se dice

7 D. Escoto, citado por 11. Arendt, Vom heben des Geistes (ix:), "Das Wollen", pp. 132 y 130. Hay traducción al español: ha vida del espíritu, Madrid, Centro de Estu-dios Constitucionales, 1984.

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< '< 1NSENSO Y CONFLICTO

que un sujeto actúa libremente cuando puede elegir entre diferen-tes cursos de acción posibles: "La contingencia es el precio que debe ser pagado por la libertad'.

La contingencia inherente a las acciones humanas está relacio-nada con el hecho de que los individuos no sólo actúan obedecien-do una rígida causalidad, sino también tienen la facultad de actuar por la representación de una norma gracias a la mediación simbóli-ca que constituye la dimensión intersubjetiva de la sociedad. En el momento que alguien puede representarse la norma, percibe al mismo tiempo que puede acatarla o transgrediría. Por otra parte, no se afirma que esa contingencia sea absoluta y que la voluntad de los hombres no se encuentre sometida a determinaciones biológicas y sociales; únicamente se sostiene que el complejo de esas determi-naciones no forma un todo coherente que establezca una sola direc-ción posible de acción. Las contradicciones entre las determinaciones biológicas y sociales, así como al interior de cada una de ellas, abren el espectro de alternativas al sujeto de la acción.

Para que pueda existir una sociedad es necesario que se restrinja la contingencia; si toda acción fuera posible, no existiría un orden social y sin éste no podrían sobrevivir los hombres. Las instituciones que componen el orden social tipifican un conjunto de acciones, las cuales, al ser actualizadas de manera continua por los individuos, permiten estabilizar las expectativas entre ellos. El orden social, por tanto, reduce la complejidad inherente a la contingencia y ello re-presenta una condición indispensable para que puedan darse rela-ciones con un cierto grado de estabilidad entre los hombres. Arendt reconoce la importancia de esta función de estabilización del orden social; pero, al mismo tiempo, advierte que ese orden no puede ni debe suprimir por completo la contingencia, porque eso significaría la pérdida de la libertad.8

" I '.utic la descripción de la "condición humana" de Arendt y la de Arnold Gehlen existen numerosas coincidencias. Pero también la teoría de Arendt es una respues-ta etílica a la posición de Gehlen. Sobre este tema véase A. Gehlen, E!hombre, "Su naturaleza y su lugar en el mundo", Salamanca, Sigúeme, 1987.

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

La imposibilidad de abolir la contingencia se hace patente, en-tre otras cosas, en el hecho de que en todas las sociedades existen un conjunto de normas, aquellas que calificamos como jurídicas, que se apoyan en la amenaza de la coacción física. Esta reglamen-tación del uso de la coacción física se ha asociado tradicionalmente a la política. Arendt admite que todo orden social debe acudir a la amenaza de coacción para garantizar la vigencia de cierto grupo de normas. Pero ello, lejos de cuestionar su tesis, la refuerza. Si se tiene que acudir a la amenaza de coacción para limitar la contin-gencia y, así, asegurar la permanencia de un orden normativo, quiere decir que el hombre tiene la capacidad de obedecer o transgredir dichas normas. Por tanto, el fenómeno originario de la política no es la violencia sino la libertad.

Además, Arendt agrega que aunque esa amenaza de coacción es necesaria, no es el pilar en el que se sustenta la estabilidad del orden. El fundamento de esa estabilidad es el reconocimiento de la validez de las normas que constituyen el orden por parte de un número socialmente relevante de sus miembros. En la base de toda comunidad política existe un consenso que se manifiesta, entre otros fenómenos, en la definición de aquellas normas que tienen un carácter vinculante. Es por eso que en la representación simbó-lica del orden se acude frecuentemente al mito de un pacto origi-nal, concebido como un pacto entre los miembros del grupo y los dioses o un pacto o contrato entre ellos mismos.

La pluralidad, el "Ellos", que carece de semblante, a partir del cual el sí mismo individual se desgaja para llegar a ser él mismo, está dividido en un gran número de unidades; y es exclusivamente como un miembro de una de esas unidades, esto es, de una comunidad, que los hombres están listos para la acción. La multiplicidad de esas comunidades se hace patente en muchas y diferentes formas y configuraciones, cada una de ellas obedeciendo a leyes diferen-tes, y en posesión de memorias diferentes de su pasado, esto es, una multiplicidad de tradiciones [...] El único rasgo que todas estas variedades, formas y configuraciones de la pluralidad humana tie-nen en común es el simple hecho de su génesis; es decir, que en un

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( CONSENSO Y CONFLICTO

determinado momento en el tiempo, y por alguna razón un gru-po de gentes debe haber llegado a pensar en ellos mismos como un "Nosotros". Sin importar cómo se experimenta y articula por primera vez este "Nosotros", parece que siempre necesita de un comienzo, y nada parece estar tan sumido en la oscuridad y el mis-terio como ese "Principio"; no sólo de la especie humana como algo distinto de los demás organismos vivos, sino también de la enorme variedad de sociedades indudablemente humanas.9

La contingencia consustancial a la voluntad y al orden social que se expresa en la pluralidad humana se experimenta por los individuos como un costo que tienen que pagar por su libertad. Ello se debe a que la contingencia conlleva un alto grado de incertidumbre e inse-guridad. Es por eso que en los mitos tradicionales que narran la fundación de una comunidad se identifica la forma de vida y las normas que definen la identidad de esa comunidad como las "ver-daderas", las correctas; mientras que la identidad de los que están fuera de esa comunidad se rebaja al nivel de algo carente de valor (he aquí una de las fuentes principales de la violencia). Pero la ilusión de identificar la identidad propia con la 'Verdad" y negar la plura-lidad no es exclusiva de los mitos, también se encuentra en las tiranías tradicionales y en los nuevos totalitarismos, así como en la teoría de muchos filósofos que han reflexionado sobre la política. Esa ilusión les hace creer que las acciones de los hombres se pueden transformar en un comportamiento totalmente previsible y, de esta manera, alcanzar un estado de seguridad plena, donde la política se reduce a ser una actividad técnica de administración. Si a esto se le llamó, de manera paradójica, el "reino de la libertad", es porque a los autómatas homogeneizados de esa utopía totaütaria se les puede dejar en plena libertad, ya que su voluntad particular coincidirá siem-pre con la "voluntad general" del régimen establecido.10

" II. Arendt, ix;, pp. 191-192.

"' I loy sabemos que no es la violencia el medio que puede acercarnos a esta pesa-dilla, sino el poder del mercado. La superioridad del mercado reside en que no

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

Cuando Arendt sostiene que en la base de las comunidades políticas existe un consenso, no olvida que la vida política ha sido una historia dominada por la violencia. Incluso, a diferencia de otros pensadores que asumen la violencia como un simple dato o como una determinación de la "naturaleza humana", trata de ofre-cer una explicación del porqué esto ha sido así. Según su argumen-tación, la violencia se ha extendido por la esfera pública debido a que se ha visto como el recurso necesario para suprimir la plurali-dad y, con ella, la contingencia, ya sea en un orden establecido o en un orden que ha de ser creado.

A pesar de que Hannah Arendt advierte que la violencia ha sido un fenómeno constitutivo de la vida política, le interesa de-mostrar que la condición "originaria" de la política no es la violen-cia, sino la pluralidad y la libertad. Esto, según su opinión, ha sido olvidado por las teorías tradicionales. La consecuencia de este ol-vido es creer que la política puede reducirse a un asunto técnico que tiene que ser monopolizado por los políticos profesionales y los burócratas para lograr mayor eficacia en la tarea de gobernar. Ciertamente, la complejidad de las sociedades modernas hace ne-cesario un grupo especializado, pero ello no implica que la prácti-ca política se convierta en el privilegio de unos cuantos. De ahí que Arendt se interese por los fenómenos políticos en los que el pueblo recupera la capacidad de gobernarse: la revolución, la tradi-ción de los consejos, la sociedad civil, la formación y conserva-ción de un espacio público plural, la desobediencia civil, etcétera. El problema básico que se plantea en su teoría es establecer las condiciones que hacen posible la "constitución de la libertad" en un novus ordo saeclorum, donde la participación ciudadana no sea resultado de una fugaz coyuntura, sino un acontecimiento

requiere eliminar, a diferencia del totalitarismo político, la contingencia, sino in-corporarla a su dinámica. La íncertidumbre e inseguridad, propias de la experiencia de la contingencia, no sólo propician el aumento en la venta de seguros, sino también el incremento de la disciplina entre los hombres.

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< '< 1NSENSO Y CONFLICTO

cotidiano que mantiene vivas las instituciones y los procedimien-los democráticos.

Los críticos de la democracia, e incluso muchos de sus defen-sores, ven en la participación ciudadana en los asuntos públicos un nesgo para la estabilidad y la gobernabihdad del orden social. En efecto, la participación del pueblo, al permitir la libre expre-sión de la pluralidad, incrementa el grado de contingencia y los riesgos propios de ella. Pero Arendt opina que la condición básica de la política es, precisamente, asumir la contingencia y los riesgos ligados a ella, en tanto estos son atributos de la acción libre. Si para los liberales la política es un "mal necesario" que debe redu-cirse al mínimo, desde la visión republicana de Arendt la política es un bien indispensable, cuyo ejercicio debe repartirse de la ma-nera más equitativa posible. Si la distribución del poder político envuelve riesgos, estos son, como hemos señalado, el precio inelu-dible que se debe pagar por la libertad. Por otra parte, la centra-lización del poder n c garantiza ni la seguridad del orden social, ni la de los individuos que se refugian en el ámbito privado, ya que la centralización abre el paso a la peor forma en la que puede manifestarse la contingencia: la arbitrariedad de los políticos pro-fesionales y su séquito burocrático.

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VIDA ACTIVA Y VIDA CONTEMPLATIVA

Para completar la descripción de la "condición humana" pro-puesta en la teoría de Hannah Arendt tenemos que volver a la primera de sus determinaciones: la "vida", así como a los dos acontecimientos que la delimitan: el nacimiento y la muerte. Lo relevante de estos acontecimientos para nuestra argumentación no es su carácter biológico en sí, sino el significado que ellos adquieren para los hombres. El nacimiento y la muerte represen-tan fenómenos vitales ante los que se definen dos formas de la relación entre los hombres y su mundo: la vida activa y la vida contejnplativa.

El nacimiento simboliza el inicio y la apertura de posibilidades y como tal nos remite a la vida activa, constituida por las tres di-mensiones de la actividad humana que hemos mencionado: la-bor, fabricación y acción. En especial, la acción es una especie de "segundo nacimiento", a través del cual nos insertamos en el mundo y, de esta manera, adquirimos una identidad propia. La acción es lo que da respuesta a la pregunta ¿quién eres tú? La revelación del "quién", en contraposición como el mero "qué", se encuentra im-plícita en todo lo que alguien hace y dice. La construcción de la identidad personal, a través de los actos y las palabras, siempre hace referencia a los otros en ese espacio de aparición que es la esfera pública. Por ello, Aristóteles afirma que en la política está en juego nada menos que la constitución del hombre como hombre (300 politikori).

En cambio, si asumimos la perspectiva de la vida contemplativa, consideramos a los hombres como seres mortales (el hombre como

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el "ser relativamente a la muerte'"), entonces la formación de las identidades personales y su aparición en la esfera pública con la pretensión de dar inicio a algo nuevo adquiere el aspecto de una ilusión, que hace recordar la sabia melancolía del Eclesiastés: "Va-nidad de vanidades, todo es vanidad [...] No hay nada nuevo bajo el sol, no hay memoria de lo que precedió, ni de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después".'La experiencia de la muerte revela la fragilidad de la vida humana y la de sus obras. La con-ciencia de esta fragilidad es uno de los principios en los que se sustenta la vida contemplativa.

Si la vida activa impulsa a los hombres a reunirse con los otros, la vida contemplativa los orilla al aislamiento. En estos dos cami-nos existe de manera implícita una rebeldía contra la fragilidad propia de la vida humana, al hecho de verse arrojado a un mundo del que se está condenado a desaparecer. Sin embargo, mientras la vida activa busca la inmortalidad., entendida como la prolongación de la vida gracias a los actos y obras que pueden permanecer en la esfera pública, la vida contemplativa se orienta hacia la eternidad, comprendida como aquello que se encuentra más allá de la con-tingencia y arbitrariedad humanas, simbolizado tradicionalmente por el cosmos. La inmortalidad a la que aspira la vida activa re-quiere del discurso y su constante actualización entre la pluralidad de los hombres; en cambio, la experiencia de lo eterno, propia de la vida contemplativa, se da al margen de los asuntos humanos; es lo indecible, lo que Platón calificaba como "carente de palabra" (aneu logou)', es la pérdida del lenguaje que viven los místicos. El anhelo de eternidad se expresa en el mito de la caverna que narra Platón. El filósofo se libera de las cadenas que lo atan a este "mundo de sombras" para contemplar las "ideas" eternas. "Cualquier mo-vimiento del cuerpo y del alma, así como del discurso y del razo-

' I ;.s « vidente que Arendt pretende dar una respuesta crítica a la "ontología funda-mental", la antropología de Martin Heidcgger. Véase Serj tiempo, México, H;K, 1983.

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namiento, han de cesar ante la verdad. Esta, trátese de la antigua verdad del Ser o de la cristiana del Dios vivo, únicamente puede revelarse en completa quietud humana".2

El principio que subyace a la dinámica de la vida activa es la libertad. Sólo al hombre que actúa se le presentan las alternativas. En cambio, para el hombre que se sitúa en la vida contemplativa, el mundo es un sistema ordenado en el que todo acontecimiento remite a una causa y en el que, por tanto, no hay lugar para la libertad. Esta, según la óptica de la contemplación, es un espejis-mo surgido del desconocimiento de las causas de los fenómenos. En la vida contemplativa se busca la certeza, en la vida activa se asume la contingencia. El doctor Fausto después de estudiar filo-sofía, matemáticas, teología, física, así como otras materias no tie-ne la experiencia de la libertad que le permita sentir el deseo de repetir el instante vivido, hasta que, seducido por Mefistófeles, se decide a seguir su propuesta de traducción del mito del origen: "En el principio era la acción". El hombre que habla desde la vida contemplativa sostiene: "La vida es sueño"; a lo que el individuo que acepta los riesgos de la vida activa, "el borracho de la caver-na", responde: "Pues, soñemos".

Arendt monta este escenario de oposición entre vida activa y vida contemplativa para situar en él la vieja disputa entre la opi-nión (doxá) y la teoría orientada hacia la verdad (episteme), con el objetivo de reivindicar a la primera como el principio en el que se fundamenta la racionalidad práctica. La teoría orientada hacia la verdad trata de acceder a una descripción del mundo, en la que sus enunciados se adecúen a los hechos. De acuerdo a la concep-ción tradicional, una descripción verdadera sólo se podrá alcanzar si el sujeto se distancia de sus intereses prácticos, es decir, si toma la postura de un observador imparcial que contempla el mundo "objetivamente". La verdad (aletheia) se vincula así con la vida contemplativa. Ello no quiere decir que las verdades no puedan

2 H. Arendt, ai, p. 29.

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ser utilizadas por la vida activa. De hecho, la técnica se basa en las descripciones verdaderas para actuar de manera eficiente sobre la realidad. Pero, para alcanzar la verdad, según esta añeja tesis, es menester renunciar a las inquietudes mundanas de la vida activa y someterse a la disciplina y quietud de la vida contempladva.

La intención de Arendt al revalorar la opinión no es poner en duda la importancia de la teoría orientada a la verdad, sino la pre-tensión de que ella puede ser el medio para resolver los problemas de la vida activa. Su crítica se dirige en especial a la tesis de que existe una "Verdad" de la que puede deducirse un orden social capaz de armonizar los intereses y reconciliar las opiniones. Es en La República de Platón donde, según ella, se argumenta de manera sistemática a favor de dicha tesis:

Escapar de la fragilidad de los asuntos humanos para adentrarse en la

solidez de la quietud y el orden se ha recomendado tanto, que la mayor

parte de la filosofía política desde Platón podría interpretarse fácil-

mente como diversos intentos para encontrar bases teóricas y formas

prácticas que permitan escapar de la política por completo.1

Para la concepción que cree en la existencia de soluciones "verda-deras" de los problemas prácticos, ante las que no cabe ni la di-versidad de opiniones ni la discusión, la política es resultado de la conducta "irracional" de los hombres, ya que si estos llegaran a co-nocer y asumieran esas "verdades" como orientación de sus ac-ciones, sus intereses particulares coincidirían de manera absoluta

111. Arendt, CH, p. 292. "Para Platón, gobernar el país no es una actividad pública en la cual el gobierno y el pueblo cooperan en igualdad de condiciones y de cuyo resultado son igualmente responsables. Por el contrario, se trata de una actividad en la que el primero posee el monopolio de la iniciativa política y gobierna sobre unos subditos pasivos. Para Arendt, la visión platónica del gobierno ha tenido una in-I Incuria decisiva sobre la tradición occidental de la filosofía política; de ahí su per-manente preocupación por combatir las teorías de Platón". B. Parekh, "llannah Ai<inlr",cn Pensadores políticos contemporáneos, Madrid, Alianza, 1986, p. 29.

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con el interés general. Por tanto, desde esta postura se considera posible y deseable superar la política o, por lo menos, reducirla al mínimo, mediante la ilustración de los individuos. Pero la creen-cia de que es posible y deseable acceder a un orden de plena armo-nía social —propia de toda la tradición utópica que recorre la historia del pensamiento político—, olvida que la pluralidad y la contin-gencia son determinaciones básicas de la condición humana. Este olvido que subyace a la ilusión platónica del orden perfecto tiene consecuencias terribles en la práctica política, porque induce a pensar que la pluralidad y la contingencia son resultado de un "error" que debe "corregirse", cualquiera que sea el medio que para ello se utilice.

Arendt considera que la confusión de las teorías políticas tradi-cionales radica en haber desarrollado su aparato categorial a partir del modelo de la teoría orientada a la verdad (episteme). Es por eso que dichas teorías sólo pueden definir la política como resultado de una división del trabajo, en que los gobernantes o la "vanguardia del pueblo", al poseer el conocimiento de la "Verdad", asumen el papel activo, mientras que a los gobernados se les considera como pacientes más o menos dispuestos a colaborar con lo que se les propone. Pensar la política y, como parte de ella, la actividad de gobernar con base en un modelo en el que participan una diversi-dad de individuos con posturas diferentes y en la que existe una corresponsabilidad de todos los participantes es una opción que queda fuera del alcance de ellas.

A la crítica de Arendt se le puede objetar que existe un número importante de teóricos de la política que rechazan la vinculación entre práctica política y verdad; baste pensar en Maquiavelo y en Hobbes, por mencionar dos de los más grandes. Ella no pasa por alto esto, pero afirma que, generalmente, aquellos autores que nie-gan el nexo entre verdad y política caen en la tesis inversa a la de Platón, es decir, afirman que en la base de la práctica política sólo existe una decisión arbitraria, a partir de la cual el gober-nar se convierte en un mero asunto técnico. El modelo platóni-co permanece y la disputa se centra en torno a si se trata de una

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"Verdad" o una "Decisión" en abstracto en lo que se legitima el poder de los políticos profesionales.4 Para Arendt, no es la teoría orientada a la verdad lo que define la racionalidad propia de la política, pero tampoco una racionalidad instrumental basada en una "Decisión" irracional. Su tesis es que la prácdca política se en-cuentra ligada a un tipo de racionalidad en la que se trata de llegar a un "juicio" y, con él, a una decisión, dentro del contexto de una pluralidad de opiniones enfrentadas. El proyecto de Arendt es conceptualizar la forma de pensamiento propia de la vida activa, capaz de reconocer la pluralidad y contingencia del mundo huma-no, la cual debe diferenciarse tanto de la actitud cognoscitiva que se dirige a la verdad como del mero irracionaüsmo que sólo afir-ma la prioridad de una voluntad de dominio.5

Lo primero que destaca Arendt contra la ilusión platónica es que ninguna descripción verdadera del mundo, por más amplia que ésta sea, puede decirnos cómo debemos actuar en una determinada situación. ¿Cuál es el fin que debe orientar nuestras acciones?, ¿Qué decisión debemos tomar? ¿Qué es lo correcto?, etcétera. Este tipo de preguntas no pueden contestarse desde la posición de un observador imparcial que describe de manera verdadera el mun-do. Es aquí donde la opinión entra en escena. El sujeto se forja

4 Es este el dilema en el que queda encerrado Cari Schmitt. Como rechaza la tesis del derecho natural clásico de que existe una "Verdad" en la que se sustenta la ley, sólo tiene la opción de mantener que el origen del orden jurídico es la decisión del gobernante. "La ley, que es por esencia una orden, tiene por base una decisión sobre el interés estatal, pero el interés estatal sólo cobra existencia a través de la orden que imparte. La decisión que sirve de base a la ley, normativamente consi-derada, ha nacido de la nada. Por necesidad conceptual, es 'dictada'". C. Schmitt, I /1 dictadura, Madrid, Alianza, 1985.

'' I•",n este sentido, Arendt, a diferencia de los representantes teóricos del llamado "posmodernismo", no cree que el reconocimiento y la conceptualización de la diferencia sean ajenos a la razón. Lo que sostiene es que se debe romper con el modelo mctafisico que reduce el sentido a la verdad y concibe a la "Razón" como una entidad monolítica y homogeneizadora.

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una opinión desde la postura de participante dentro de una comu-nidad con diversos intereses y puntos de vista. Cuantos más pun-tos de vista incorporo a mi opinión ésta tendrá más elementos para analizar y ponderar los distintos aspectos del tema al que se refiere, es decir, la opinión estará mejor formada. Dos instancias son básicas en el proceso de formación de la opinión: a) la imagi-nación, ya que es la facultad que permite situarse en el lugar de los otros y, de esta manera, incorporar distintos puntos de vista; y b) la esfera pública, porque ella es el lugar en el que se exponen y de-baten las múltiples opiniones.

Aunque la opinión tiene un carácter subjetivo, puede adquirir un cierto grado de objetividad, en la medida que se confronta con otras opiniones. Sin embargo, ese grado de objetividad nunca po-drá superar por completo el aspecto subjetivo. La opinión, a dife-rencia de los enunciados verdaderos, siempre mantiene la referencia al sujeto particular que la emite. Esto, que ha sido considerado por los filósofos como la debilidad de la opinión, es en lo que Arendt sitúa su fortaleza e importancia. Porque es en el debate público de las opiniones donde se hace patente la pluralidad de puntos de vis-ta, así como la contingencia; elementos que tienen que ser asumi-dos en la toma de decisiones. El enfrentamiento público de opiniones no es un juego en el que se trate de acceder a una recon-ciliación ni a un entendimiento pleno, como cree un cierto racio-nalismo desmedido; se trata de llegar a ciertos acuerdos, regateos, compromisos, convenciones, delimitaciones, etcétera, que hagan posible tomar decisiones colectivas. Mientras la "Verdad" pretende situarse fuera del espacio y el tiempo, las opiniones se relacionan con un contexto y tiempo determinados, con vistas a un estado de cosas futuro.

La verdad busca trascender el "sentido común" y, de esta ma-nera, adquirir una validez que debe ser reconocida por todo sujeto racional con independencia de su contexto social y cultural. Por su parte, la opinión asume el costo de mantenerse dentro del "senti-do común" —cambiante, impreciso y siempre situado en un con-texto particular— porque tiene como meta constituirse en la guía

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de las cuestiones prácticas, en las situaciones conflictivas en las que se desarrollan las acciones. Aunque en el razonamiento prác-tico pueden y deben intervenir los enunciados verdaderos, no es en ellos, en última instancia, en los que se basan las decisiones.

En contra de la tradición decisionista (que tiene en Cari Schmitt uno de sus representantes más destacados), Hannah Arendt su-braya que no todas las decisiones "han nacido de la nada" (Schmitt), ni tienen como fundamento una voluntad irracional que debe im-ponerse violentamente a todos los demás, sino que éstas surgen en un contexto social donde se desarrolla una forma amplia de racionalidad.6 En la tarea de caracterizar este tipo de racionalidad práctica, Arendt encuentra un apoyo esencial en la Critica del juicio de Kant.7

Pero antes de explicar de manera breve en que consiste la aportación kantiana al proyecto de Arendt es preciso advertir que existen tres significados de la noción de "juicio":

1. Juicio se refiere, en su sentido mas extendido, al acto por el cual afirmamos o negamos una proposición. Por ejemplo, decimos:

' Esta parte del proyecto teórico de Arendt se encuentra relacionada con la teoría de Hans-Georg Gadamcr. Véase Verdad y método y Verdad y método ;/, Salamanca, Sigúeme, 1986 y 1992. "La razón práctica y política sólo se puede realizar y trasmi-tir dialógicamente. Pienso, pues, que la principal tarea de la filosofía es justificar este modo de razonar y defender la razón práctica y política contra el dominio de la tecnología basada en la ciencia". II. G. Gadamer, "Ilermeneutics and Social Science", en Cultural Hermeneutics, vol. 2, núm, 4, pp. 307-316. Sobre este tema véase R. Bcincr, El juicio político, México, ICH, 1987.

' "juzgar es una de las actividades más importantes, si no es que la más, en las que ocurre este compartir el mundo-con-otros [...] aquello que es totalmente nue-vo, e incluso sorprendentemente nuevo en las postulaciones que hace Kant en la < '.ritica deljuicio, es el hecho de que descubrió este fenómeno en toda su grandeza precisamente cuando estaba examinando el fenómeno del gusto". II. Arendt, Welwenn Past and Future, Nueva York, Viking Press, 1961, p. 221. Utilizo la traduc-< i ó 11 que aparece en el trabajo de R. J. Bernstcin, "¿Qué es juzgar? El actor y el espectador", en Perfiles filosóficos, México, Siglo xxt, 1991.

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

"Todos los hombres son mortales" o "Las abejas no son seres políticos".

2. Juicio significa también una facultad cognoscitiva. "El Juicio que, en el orden de nuestras facultades de conocimiento forma un término medio entre el entendimiento y la razón" (Kant, Prólogo a la Crítica deljuicio).

3. Juicio denota asimismo una capacidad práctica de los indivi-duos que les sirve como guía de sus acciones y que se encuentra estrechamente relacionada con lo que en la terminología filosófica tradicional se ha llamado "prudencia" (phronesis: "sabiduría prácti-ca"). Este tercer sentido aparece cuando afirmamos que alguien posee o carece de "buen juicio" o "sano juicio", o cuando deci-mos que confiamos en su juicio.

Hannah Arendt se interesa de manera particular por este tercer sentido, porque en ello se encierra la capacidad de los individuos para la deliberación práctica, en la que está en juego la decisión sobre un curso de acción.8

El juicio es "la facultad de pensar lo particular; la cuestión estriba en que pensar significa, entre otras cosas, generalizar y, por tanto, lo qLie está en juego en un juicio es la relación entre lo particular (el fenó-meno o lo que es el caso en una situación concreta) y lo general (la regla, el principio o la ley). A este respecto, Kant nos dice:

El Juicio, en general, es la facultad de pensar lo particular como contenido en lo universal. Si lo universal (la regla, el principio, la ley) es dado, el Juicio, que subsume en él lo particular (incluso cuan-do como Juicio trascendental pone apriori las condiciones dentro

8 f I. Arendt trata de rescatar la distinción aristotélica entre praxis (el reino de lo práctico) y techne (el reino de lo técnico) y demostrar que la política es una activi-dad práctica basada en la phronesis, irreductible a la actividad técnica-productiva asimilada a la poiesis.

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de las cuales solamente puede subsumirse en lo general), es determi-

nante. Pero si sólo lo particular es dado, sobre el cual él debe encon-trar lo universal, entonces el Juicio es solamente reflexionante?

Establecer la relación entre lo particular y lo general es relativa-mente fácil si, como sucede en los juicios determinantes, lo gene-ral (la regla, el principio o la ley) está dado, porque entonces se trata de subsumir lo particular a lo general. La explicación científi-ca sería el mejor ejemplo de este tipo de juicio. Si relaciono un fenómeno particular (por ejemplo, la explosión del radiador de mi coche) con otros datos empíricos (no use anticongelante, la tem-peratura era de 10 grados bajo cero, etcétera) y lo subsumo en una ley de la física sobre el comportamiento de los líquidos, entonces puedo emitir un juicio que lo explique.10

Pero la dificultad del juicio se acrecienta si, como sucede en el juicio reflexionante, sólo aparece dado lo particular. El paradigma de este tipo de juicios es el "juicio de gusto". Cuando yo digo: "Esta obra de arte es un belleza" no existe ninguna ley general que sus-tente mi juicio. Kant sostiene que esta modalidad de juicios apare-cen también en la reflexión histórica y Arendt agrega que también en la acción política. ¿Cuál es la ley o la regla general en la que se sustenta la decisión de tomar un curso de acción dentro de una coyuntura concreta? Una primera respuesta sería sostener que estos juicios sólo se apoyan en motivos subjetivos. Que las decisiones, como los juicios estéticos, son arbitrarias; que, considerados normativamente, "han nacido de la nada". Por este camino desem-bocamos directamente en el decisionismo.

La tesis de Kant es, por el contrario, que sí es posible encontrar un principio racional que sustente el uso de los juicios reflexionantes. Para determinar cuál es este principio debemos observar que en

; !K, Kant, Crítica deljuicio, México, Bäpasa Calpe, 1990, p, 78.

"' Sobre este tema véase C. G. Ilcmpel, La explicaaón áentífica, Buenos Aires, Paidós, 1984; 1'. Achinstein, La naturaleza de la explicación, México, FCE, México.

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los juicios reflexionantes se da una comparación entre distintos casos particulares. Sin embargo, de acuerdo con la argumentación kantiana, no se puede enjuiciar un particular a través de otro par-ticular, sino es preciso encontrar un tertium quid o tertüim comparationis, esto es, un tercer elemento que tenga un carácter general que esté relacionado con dos o más fenómenos particulares en cuestión y, a la vez, que sea irreductible a ellos. En la búsqueda de este tertium comparationis, Kant apela a lo que el denomina el "sentido común" {sensus communis).

El entendimiento común humano, que, como meramente sano (no

aún cultivado), se considera como lo menos que se puede esperar

siempre del que pretende el nombre de hombre, tiene por eso tam-

bién el humillante honor de verse cubierto con el nombre de sen-

tido común (sensuscommunis) [...] Por sensus communishi de entenderse

la idea de un sentido comunitario, es decir, de una facultad de

juicio, que permite al hombre, en su reflexión, tener en cuenta

por el pensamiento (a priorí) el modo de representación de los

demás y, al mismo tiempo, sostener su juicio en la totalidad de la

razón humana, y, así, evitar la ilusión que, nacida de condiciones

privadas subjetivas, fácilmente tomadas por objetivas, tendría una

influencia perjudicial en el juicio. Ahora bien: esto se realiza com-

parando su juicio con otros juicios no tanto reales, como más bien

posibles, y situándose en el lugar de cualquier otro [...]."

La enorme importancia de esta idea del senstís communis es que hace referencia a una dimensión intersubjetiva, la cual hace patente que en el juicio de cada individuo hay siempre una referencia a los otros, y que es ello lo que puede llegar a superar los prejuicios que nacen de considerar que los motivos subjetivos tienen una validez general. Las máximas que guían a este sentido común, según Kant; son: "1) Pensar por sí mismo. 2) Pensar en lugar de cada otro. 3) Pensar siempre de acuerdo consigo mismo". Mientras en el sig-

11 ! '.. Kant, op. cit., §40, p. 198.

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niñeado cotidiano, el sentido común remite, en ocasiones, a un sa-ber irreflexivo y a un cúmulo de prejuicios legitimados por la tradi-ción, en Kant, el sentido común denota la facultad de cuestionar esos prejuicios mediante la reflexión autónoma y la confrontación con la pluralidad de juicios y la diversidad de puntos de vista que en ellos se maniñesta.

A este respecto, Arendt nos dice:

El poder del juicio descansa en un acuerdo potencial con los demás y el proceso de pensamiento que se halla activo al juzgar no es, como en el caso del proceso de pensamiento del razonamiento puro, un diálogo entre yo y yo mismo, sino que se encuentra siempre y primordialmente, incluso cuando estoy completamente solo al deci-dirme por algo, en una comunicación anticipada con otros, con los cuales finalmente tengo que llegar a algún acuerdo. Es de este acuer-do potencial de donde el juicio deiiva su validez específica. Esto significa, por otro lado, que tal juicio tiene que liberarse de las "con-diciones subjetivas privadas", es decir, de las idiosincrasias que deter-minan de manera natural la forma en que cada individuo considera su intimidad y que son legítimas en tanto sean solamente opiniones que se sostengan en privado, pero que no son adecuadas para entrar en la plaza y carecen de toda validez en el dominio público. Y esta forma de pensar ampliada, que como juicio sabe cómo trascender sus propias limitaciones mdividuales, por otro lado, no puede fun-cionar en estricto aislamiento o soledad; necesita de la presencia de otros "en cuyo lugar" tiene que pensar, cuyas perspectivas tiene que tomar en consideración y sin las cuales jamás tiene la oportuni-dad de operar en absoluto [...] el juicio, para ser válido, depende de la presencia de otros.12

Falta establecer cuál es el principio en el que se fundamenta la dinámica de ese sentido común y representa el tertium comparationis que buscamos. En este punto entra la interpretación de Arendt.13

Según ella, en Kant encontramos dos soluciones totalmente dis-

' ' I I . Arendt, Between Vast and Future, Nueva York, Viking Press, 1961, p. 221.

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tintas a la dificultad de acceder al tertium comparationis que sustente a los juicios reflexionantes. La primera es apelar a un "principio de finalidad formal" que nos sirve para regular los juicios reflexio-nantes, sin pretender que esa finalidad pertenezca a los objetos en sí mismos, sino sólo al sentimiento que la representación del obje-to provoca en el sujeto. "La finalidad es, pues, un particular con-cepto apriori que tiene su origen solamente en el juicio reflexionante. Porque atribuir a los productos de la naturaleza algo como una relación, en ellos, de la naturaleza con fines no se puede hacer. Se puede tan sólo usar ese concepto para reflexionar sobre ellos [-••]"-14

Esta solución, en relación al problema de la práctica política, se traduciría en la propuesta de postular una situación de plena concor-dia entre hombres racionales, como una idea regulativa que se asume como un supuesto fin de la historia y que serviría de parámetro general para juzgar las acciones particulares (sin caer en el furor hegeliano-marxista de pensar que esa teleología es algo que real-mente existe como una "ley" histórica). Esta alternativa ha sido usada frecuentemente en la historia del pensamiento político y se encuentra también en Kant; pensemos en el trabajo, Juipa^perpe-tua, los escritos sobre la filosofía de la historia, así como en algu-

13 Quizá para los conocedores de Kant esta interpretación no se apega al texto kantiano; es muy probable que tengan razón. Pero no es mi interés ahora adentrarme en el debate escolástico sobre la correcta interpretación de Kant. Mi interés reside en reconstruir la forma en que Arcndt usa la teoría kantiana para determinar la racio-nalidad propia de la acción política. Por otra parte, me parece que en este proble-ma no hay que permanecer fieles a la teoría kantiana, ya que considero un error el haber separado la racionalidad práctica de los juicios reflexionantes. Por mi parte, sostengo la tesis que para romper con el rigorismo de la ética kantiana y poder reconstruir la complejidad de los juicios morales tendríamos que buscar comple-mentar su idea del imperativo categórico con la teoría de los juicios reflexionantes y su relación con el "sensus communis". Este es un proyecto que tendremos que realizar en otra ocasión. Sobre este tema véase A. Wellmer, Ethik und Dialog, Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1986.

14 E. Kant, op. át., "Introducción iv", p. 79.

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nos pasajes de la Crítica deljuicio. Incluso ha sido utilizado reciente-mente por autores que han tratado de ligar su discurso crítico a la posición kantiana: Rawls y Habermas.

Sin embargo, para Arendt ésta no es la solución adecuada por-que en ella se pasa por alto —cuando se piensa en esa situación de armonía y entendimiento pleno— la condición humana de la plu-ralidad. Seria caer en lo que esta autora trata a toda costa de evitar, a saber: la idea de que existe un principio universal que permite homogeneizar a la humanidad y, de esta manera, reducir la política a una mera actividad técnica de administración. Por otra parte, pensar la historia como un proceso teleológico en el que se realiza la hazaña de la libertad es banalizar el mal que han sufrido y sufren los individuos en ella, al justificarlo como un costo que debe pa-garse por acceder al bien de la Humanidad. Con ello se olvida tam-bién el tema de la pluralidad y la contingencia, pues se concibe a los individuos como simples ejemplares homogéneos de la especie.

Por eso, para Arendt la segunda solución kantiana al problema de la definición del tertium comparationis es la que debe retomarse.

La segunda y yo creo que la más válida solución de Kant es la siguiente: se trata de la validez ejemplar ("los ejemplos son los vehí-culos de los juicios") [...] Se puede encontrar o pensar en alguna mesa que se juzga como la mejor posible y tomar esa mesa como ejemplo de cómo deben ser realmente las mesas —la mesa ejem-plar (ejemplo viene de eximere, elegir algo particular). Esto es y per-manece siendo un particular, que en su misma particularidad revela la generalidad que si no podría ser definida.15

Al no existir lo general en los juicios reflexionantes se elige un particular como ejemplar para juzgar los demás casos particulares. Se dice, por ejemplo: "El hombre valiente es como Aquiles". La clave de toda la argumentación de Arendt es que la definición del caso ejemplar, que nos sirve para juzgar a los otros casos particu-

11 11. Arendt, Das Urteden, pp. 101-102.

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lares, no es el resultado de una elección individual, sino una elec-ción colectiva que surge dentro de la práctica social. Por otra parte, esa elección nunca es definitiva, sino que en la dinámica social se cuestiona de manera constante, debido al permanente cambio de circunstancias y a la pluralidad de puntos de vista de lo que debe considerarse como casos ejemplares.

El individuo que emite un "juicio reflexionante" no lo hace como ser racional en abstracto, sino como miembro de una co-munidad y, en todos los casos, en referencia directa a los otros, quienes son los que aprueban o rechazan la validez de ese juicio. El carácter básico del "juicio reflexionante" es su aspecto público y su continua corrección dentro de un debate de opiniones. Si un juicio reflexionante careciera de la dimensión pública y de la con-frontación con otros puntos de vista sería una simple sensación privada, carente de toda objetividad. En el juicio no se trata de acceder a una verdad, aunque los enunciados verdaderos pueden ser un elemento importante en ellos, sino a la confrontación de opiniones, en miras a la necesidad de tomar una decisión sobre el modo de acción que debe adoptarse. En el juicio tampoco se bus-ca un entendimiento pleno de todos los puntos de vista, sino sólo un acuerdo que permita a los hombres actuar ante las exigencias que impone una coyuntura determinada. Se trata, ante los cursos de acción alternativos, de un juego de ensayo y error que requiere de una continua corrección. El único aspecto del acuerdo que debe perma-necer es el consenso de la necesidad de un perpetuo debate sobre lo correcto y lo incorrecto, lo legítimo y lo ilegítimo. Esta es una de las ideas básicas que subyacen a la democracia moderna.

En sus comentarios al proyecto de Hannah Arendt, tanto Albrecht Wellmer como Richard J. Bernstein16 señalan que en toda

16 A. Wellmer, "Hannah Arendt on Judgement: The Unwritten Doctrine of Reason", en Endspiele: Die unversöhnliche Moderne, Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1993; R. J. Bernstein, "¿Qué es juzgar? El actor y el espectador", op. át.

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( C O N S E N S O Y CONFLICTO

la obra de esta autora hay una tensión profunda entre el actuar y el pensar. En efecto, existe esta tensión, pero éste no es un problema interno a la teoría, sino una realidad de estas dos dimensiones de la condición humana. Es en el juicio donde esta tensión se hace más aguda (mientras que en la técnica se reduce al mínimo). El sujeto que juzga tiene que mantener un equilibrio entre la perspec-tiva del actor y la del observador; tiene que asumir los criterios imperantes en su comunidad de creencias y, al mismo tiempo, lo-grar un cierto distanciamiento crítico que le permita incorporar una diversidad de puntos de vista.17 Para lograr esto no existe, des-graciadamente, ningún método o receta; el "pensamiento amplia-do" que requiere el juicio sólo puede adquirirse en el ejercicio de esta actividad. Además, no es posible reconciliar la tensión entre vida activa y vida contemplativa. Una de las experiencias más im-portantes de la modernidad es haber hecho patente que la con-dición humana no es una unidad coherente, libre de tensiones, sino una realidad plural, contingente y conflictiva. Una prueba de que se posee un "sano juicio" es renunciar a la pretensión de cons-truir un sistema teórico capaz de reducir la complejidad de esa realidad.

Una objeción más sena que se le puede hacer al proyecto in-concluso de Arendt es que en él no se reconstruye la racionalidad de la práctica política en general, sino sólo un aspecto de ésta, aquél que está ligado a una política democrática. Se podría admitir que se trata del aspecto característico, aunque no exclusivo, de la práctica política. Identificar la facultad del juicio con la práctica

17 "Me formo una opinión considerando el asunto dado desde distintos puntos de vista, teniendo presentes los puntos de vista de los que están ausentes; es decir, me lo represento. Este proceso de representación no adopta ciegamente las opi-niones reales de aquellos que están en otra parte y por ello contemplan el mundo desde una perspectiva distinta; no es cuestión de empatia, como si yo tratara de ser i) de sentir como algún otro, ni de contar el número de narices y adherirme a la mayoría, sino ser y pensar con mi propia identidad donde en realidad no estoy". 11. Arendt, Betwenn Past andFuture, p. 241.

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política sería caer en una definición esencialista, de las que esta autora dice rehuir. Sería perder la posibilidad de diferenciar entre el nivel normativo, indispensable en toda teoría con pretensiones críticas, y el nivel empírico. Esta falta de delimitación entre estos niveles es un problema que se encuentra a lo largo de toda la obra de Arendt. Ello ha dado lugar a una multiplicidad de críticas que, aunque podemos calificar de unilaterales, no carecen de fun-damento. En las acciones políticas se vinculan de manera indiso-luble la capacidad de juicio y la racionalidad técnica (quizá éste es uno de los puntos en los que podemos localizar una mediación entre "poder" y "violencia"); se puede aceptar que debe mantener-se un equilibrio entre ambas, pero no admitir la fusión de estos dos modos de racionalidad. Como en otras actividades sociales, es una ingenuidad incompatible con nuestra experiencia cotidiana.18

" El proyecto de Arendt debe retomarse como un incentivo para explorar un campo poco trabajado por la teoría política tradicional, pero no como una "crítica" de la razón política. Esto es, precisamente, lo que hace Habermas, quien, con el instrumental conceptual de la teoría de los "actos del habla", ha podido aclarar diversos puntos que permanecen confusos en los trabajos de Arendt. Sobre esto véase J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 1987 (en especial el "Interludio primero") y Pensamientopostmetafisico, Madrid, Taurus, 1990.

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LEGALIDAD Y TERROR

Para Hannah Arendt, el totalitarismo no es un accidente de la historia sino una consecuencia extrema de ciertas tendencias inherentes a la modernidad. Si en el libro Los orígenes del totalitarismo se argumenta que los regímenes totalitarios, aunque no carecen de precedentes, repre-sentan una forma de dominación inédita, en los trabajos posteriores se matiza esa postura. Se conserva la tesis de que el totalitarismo es un fenómeno que tiene sus raíces en la masificación y en la pérdida de la esfera pública; pero, al mismo tiempo, se afirma que el totalitarismo es el intento de realizar una vieja aspiración, tan vieja por lo menos como la teoría de Platón, a saber: la aspiración de sustituir la incertidumbre y la inseguridad de la acción política, por la certidumbre y seguridad que acompañan a la administración. En otras palabras, la de susti-tuir el actuar por el hacer. Antes de reconstruir algunos rasgos del sistema totalitario es preciso analizar esta tesis.

Los fundamentos de la legalidad

Según Arendt, el fundamento de la política se encuentra en el hecho de que los hombres son seres sociales. Al decir esto se mantiene no sólo que cada individuo vive en compañía de los otros, como suce-de también en una manada de lobos o en un enjambre de abejas. La sociabilidad propia del mundo humano presupone, además, plurali-dad y, junto con ella, contingencia.1 La unión de pluralidad y con-

1 Podemos decir, retomando la forma en que Kant caracteriza la relación entre ley moral y libertad, que la pluralidad es la ratio cognoscendi de la contingencia y la contingencia es la ratio essendi de la pluralidad.

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( C O N S E N S O Y CONFLICTO

(ingencia se puede observar en los niveles a) de la acción individual, b) de las relaciones interpersonales, y c) del orden social.

1. El lugar y la función que ocupa cada individuo en la estructura social no están predeterminados por una rígida causalidad natural. Si bien es cierto que cada individuo se encuentra determinado por una multiplicidad de factores sociales, su "estatus y rol" no se en-cuentran inscritos en sus genes ni dependen sólo de su potencia física. La socialización del ser humano es un proceso en el que se abren varias alternativas, las cuales, aunque se restringen confor-me "madura", no se cierran hasta que muere. El individuo cons-truye paulatinamente su identidad, a través de sus actos y palabras (acciones) en la trama de las relaciones sociales preexistentes.

Las acciones y, con ellas, la identidad del individuo implican un cierto grado de contingencia. Esto no quiere decir que surjan de la nada, o que sean algo arbitrario o azaroso, sino, como decía Duns Escoto, que son algo que pudo ser de otro modo. La identidad es un producto social, pero la sociedad no produce a sus componen-tes con un molde homogéneo. Ello se debe, entre otras cosas, a que la sociedad no es un todo coherente y armónico que determi-ne las acciones de manera unívoca, sino una realidad constituida por una multiplicidad de fuerzas en oposición. La identidad es resultado de las decisiones y no las decisiones del individuo ante ese enfrentamiento de fuerzas. La identidad misma no es tampo-co una entidad coherente. La contingencia de las acciones y de la identidad da como resultado la pluralidad del mundo humano, que es irreductible a la simple diversidad. Todos somos iguales porque todos somos seres humanos, es decir, porque todos pode-mos ser diferentes.

En contra de esta tesis, alguien puede sostener que la identidad de un individuo está dada por su pertenencia a un grupo o a una sociedad determinada, y que esto es un hecho que queda fuera del campo de las decisiones del individuo. Es evidente que la pertenen-cia a una sociedad o comunidad es un factor esencial de la identidad de un individuo, pero esta última no se agota en ese aspecto. Aque-

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líos que quieren reducir la identidad de los individuos a la del grupo, olvidan que la pluralidad no es un dato externo al grupo sino tam-bién un dato interno a él, irreductible. El "sí mismo" del individuo sólo puede construirse como miembro de un grupo determinado. Pero esa identidad individual aparece como una chispa producida por la fricción que se da entre las fuerzas y los subsistemas sociales'.

2. La contingencia propia de las acciones individuales se torna un problema cuando enfocamos el campo de las relaciones interper-sonales. Si las acciones de los individuos fueran totalmente con-tingentes no se podrían coordinar y no existiría un orden social. En la teoría de sistemas esto se conoce como el problema de la "doble contingencia"2 (que remite al llamado "problema de Hobbes": ¿cómo es posible el orden social?). Arendt, al igual que Parsons,3

mantiene que la dificultad que entraña la "doble contingencia" puede limitarse, aunque nunca suprimirse por completo, mediante un consenso de valores, que se materializa en las reglas que consti-tuyen el orden institucional. Las instituciones hacen posible la estabilidad y complementariedad de las expectativas de los indi-viduos y, de esta manera, la coordinación de sus acciones. Arendt destaca que ese consenso no es algo preestablecido o permanen-te.4 En la medida que cada ser humano que arriba al orden social

2 "La doble contingencia acompaña toda vivencia, sin foco preciso, hasta encon-trarse con otra persona o con un sistema social al que se le adscribe libre elección. Lntonces se actualiza como problema de sintonización de comportamientos [...] Para que la doble contingencia se actualice no se requiere sólo de la simple facticidad del encuentro, el problema motivador de la doble contingencia (y con ello, la cons-titución de los sistemas sociales), surge sólo cuando estos sistemas se experimen-tan y se tratan en forma específica: a saber, como posibilidades indefinidamente abiertas y en el fondo a salvo de la indeterminación del sentido". N. Luhmann, Sistemas soáales, México, Alianza/UIA, 1991.

3 T. Parsons, Aktor, Situation unei normative Muster, Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1986.

J Para Arendt, toda acción presupone siempre un aspecto "anómico", como se diría en la terminología de Parsons.

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abre nuevas alternativas, en el proceso de forjarse una identidad propia, ese consenso tiene que renovarse y transformarse de manera constante.

Si la contingencia fuera absoluta y toda acción fuera posible, no podría existir un orden social, porque sería imposible sintoni-zar las expectativas de los hombres, prevalecería una situación de aislamiento y guerra continuos, como advirtió Hobbes. Pero si la contingencia se pudiera reducir por completo, como se describe en los sueños utópicos, se llegaría a la armonía de una sociedad transparente, en la que no existiría la acción, sino sólo la labor y la fabricación. La "acción" se vería desplazada por "el hacer". La política vive de la tensión que existe entre la necesidad de limitar la contingencia, para hacer posible el orden social, y el imperativo de mantener un cierto grado de contingencia, para garantizar la acción libre.

La unión de pluralidad y contingencia, que se encuentra en la base de la acción política, significa que la estructura social no es una entidad inmutable. Los órdenes institucionales del mundo humano se caracterizan por su variedad, elasticidad y capacidad de cambio. Sería difícil hablar de reformas o revoluciones en rela-ción con un panal de abejas. Aunque existen estructuras más ver-ticales o más horizontales en diferentes grupos de la misma especie animal, esto se debe, fundamentalmente, a variables externas. En cambio, sin excluir los factores naturales, la pluralidad y la mutación de las estructuras sociales están ligadas básicamente a su dinámica interna; la cual se apoya, a su vez, en una dimensión intersubjetiva en la que se encuentra en juego la definición de un sentido que oriente las acciones. La interacción entre Ego y Aiter no sólo se sustenta en instintos o necesidades "presociales", implica siempre una mediación simbólica, que es la que abre las alternativas. El medio simbólico no sólo "sirve" a los hombres para interpretar su mundo, sino también para transformarlo.

El problema consiste ahora en comprender cómo se accede y renueva el consenso que sustenta el orden social y en determinar qué tiene que ver ello con la política. Si nos mantenemos en la

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perspectiva limitada de las relaciones mterpersonales se puede plan-tear que una manera de llegar y/o restablecer ese consenso es el diálogo. En efecto, el diálogo es un medio para arribar a un con-senso; pero este procedimiento ya presupone el reconocimiento, por parte de los participante, de ciertos elementos comunes en sus identidades. Sin embargo, ese reconocimiento recíproco no puede darse por supuesto. Por otra parte, el diálogo presupone un pro-cedimiento difícil y costoso que no puede desarrollarse en todas las situaciones. La sociedad no se integra exclusivamente como una red de diálogos interpersonales. "Hemos visto que, en cir-cunstancias excepcionalmente propicias, el diálogo puede ser ex-tendido a otro, en la medida en que un amigo es, como dijo Aristóteles, 'otro sí mismo'. Pero ello no puede alcanzar nunca el Nosotros, la verdadera pluralidad de la acción".5

3. En el nivel del orden social existen varios mecanismos que limi-tan la contingencia en aras de una integración social. La rutinización de normas institucionales y el mercado son dos de ellos. Si el pri-mero predomina en las sociedades tradicionales, el segundo se convierte en dominante en las sociedades modernas; aunque am-bos mecanismos están presentes en todo tipo de sociedad. Pero junto a estos y otros mecanismos de integración se encuentra el derecho, en el que se definen un conjunto de normas que permi-ten estabilizar las expectativas de los actores y, así, constituir una marco normativo para coordinar sus acciones. El derecho limita la contingencia y puede, al mismo tiempo, dejar espacio para ella, garantizando la sobrevivencia de la pluralidad. Ello es posible, en la medida en que el derecho se basa en un consenso (consensus inris) en el que los hombres se reconocen no por lo que tienen en co-mún como individuos concretos (miembros de una familia, un clan, una etnia, un gremio, etcétera), sino en su calidad de sujetos de derechos y deberes ("personas" en su sentido jurídico).

s I I. Arendt, LC, "Das Wollen", pp. 190-191

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El derecho no deñne ni presupone una forma de vida concre-ta, que se ha elevado al rango de "vida buena", sino que trata de mantener el equilibrio de la pluralidad social para hacer posible la coexistencia de una multiplicidad de concepciones de "vida bue-na". Mientras el valor supremo del derecho es la "justicia", la no-ción de "vida buena" hace referencia al valor de la autorrealización, que en cada caso particular se encuentra definida por diferentes valores.6 Sólo cuando el derecho logra conjugar la función de li-mitar la contingencia y la de mantener la pluralidad puede conver-tirse en una garantía de la libertad.

La validez del derecho.depende de que el consenso que lo sus-tenta se traduzca en una aceptación generalizada de las normas que lo constituyen, como instancias que regulan de manera efecti-va las relaciones sociales. Como apoyo a la efectividad de las nor-mas jurídicas, a diferencia de las normas morales, se recurre a la amenaza de coacción física. Dicho de otra manera, el derecho es un sistema de normas reforzadas por sanciones negativas.7 Arendt reprocha a la teoría política tradicional haber identificado política y coacción tan sólo por la relaciones que existen entre derecho y política, así como la del primero con la coacción. En contra de eso, Arendt subraya que el derecho no sólo se apoya en la coac-ción, sino que, paralelamente, la reglamenta y, al hacerlo, limita la violencia. La coacción se aplica a los que se sitúan fuera del consensus iuris, que deñne la identidad jurídica de una sociedad, ya sea por-que lo transgreden al cometer un delito o porque representan una amenaza externa a esa comunidad jurídica o bien porque no han sido reconocidos por esta última.

6 Sobre este tema véase M. Seel, "Das Gute und das Richtige", en: M. Seel y C. Menke, Zur Verteidigung der Vernunft gegen ihre Liebhaber und Verächter, Frankfurt u.M., Suhrkamp, 1993.

' Sobre este doble aspecto de la legalidad, su legitimidad y su efectividad o vigen-cia se icial, véase el trabajo de Habermas, Fakti^ität und Geltung, Frankfurt, Suhrkamp, 1993.

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Este argumento no presupone la ingenuidad de afirmar que el derecho suprime la violencia; lo que se sostiene es que el dere-cho puede llegar a mantener la violencia en los límites de la co-munidad política. Con la propia terminología de Arendt podemos decir que mientras el derecho se fundamenta en el poder, surgi-do del consenso, la violencia es una consecuencia de la disolu-ción o el cuestionamiento radical de ese consensus iuris. "El dominio por la pura violencia entra en juego allí donde se está perdiendo el poder [...] Políticamente hablando lo cierto es que la pérdida de poder se convierte en una tentación de reemplazar el poder por la violencia".8

Por otra parte, aunque existe un nexo entre derecho y política, no podemos identificarlos. Recordemos que el derecho también regula las relaciones familiares, el intercambio mercantil, etcétera. La relación entre derecho y política no se deja reducir a la regula-ción jurídica de las acciones políticas. En la política también está en juego el mantenimiento y/o la transformación del contenido del consensus iuris. Toda comunidad política requiere de un consensus iuris, pero en éste lo único que se establece es la necesidad de que existan cierto conjunto de normas que permitan estabilizar las ex-pectativas de los actores para conservar la unidad del orden social. Ahora bien, el contenido de esa normas jurídicas no se puede deri-var del consensus iuris básico. El contenido del derecho varía en las diferentes comunidades, así como en la historia de cada una de ellas. Esto depende de factores culturales, correlación de fuerzas, grado de desarrollo económico. Precisamente uno de los aspectos esenciales de la acción política es ajustar de manera constante el contenido de ese consensus iuris a las cambiantes circunstancias so-ciales. En este sentido, gobernar es mas complicado que aplicar normas generales a situaciones particulares; gobernar requiere de

8 H. Arendt, "Sobre la violencia", en Crisis de la República, Madrid, Taurus, 1973, pp. 155-156.

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la facultad de juzgar situaciones particulares en su especificidad, sin tener que perder por ello la referencia al orden jurídico.

Para ejemplificar lo anterior, Arendt analiza una forma de ac-ción política peculiar, que podemos calificar de extrema, en la que se hace ostensible esta dirección de la relación entre derecho y política: la desobediencia civil. Por medio de la desobediencia civil un grupo de ciudadanos, convencidos de que ya no funcionan los canales establecidos para expresar su opinión, muestra públi-camente su disentimiento respecto a la postura oficial o a la reglamen-tación sobre un tema determinado. En el acto de la desobediencia civil se pueden violar ciertas leyes positivas; por ejemplo, las del reglamento de tráfico. Pero, a diferencia de un delito común, se apela a un derecho básico del consensus iuris\ el derecho a la libre expresión. En contraste con la simple transgresión de la ley, la desobediencia civil tiene siempre un carácter público (el delin-cuente, en cambio, busca ocultar su acto). Es una acción política que pide la apertura del debate público sobre el tema en cues-tión. En la desobediencia civil no se exige una excepción de la ley; por el contrario, se asume el carácter general de ésta. Pero, al mismo tiempo, se plantea que la validez de la ley se basa en un consenso con pretensiones de validez susceptibles de ser critica-das y no en una "Verdad" o principio trascendente que no pueda ser cuestionado por el pueblo.

Para Kant, que considera que el contenido del derecho puede derivarse de una razón universal y necesaria, es evidente que la desobe-diencia civil no tiene ningún sostén legítimo.

Contra la suprema autoridad legisladora del Estado no hay, por tanto, resistencia legítima del pueblo; porque sólo la sumisión a su voluntad umversalmente legisladora posibilita un estado jurídico; por tanto, no hay ningún derecho de sedición (seditio), aún menos de rebellón (rebellio), ni mucho menos existe el derecho de atentar contra su persona [...] La razón por la que el pueblo debe soportar, a pesar de todo, un abuso del poder supremo, incluso un abuso considerado como intolerable, es que su resistencia a la legislación

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suprema misma ha de concebirse como contraria a la ley, incluso como destructora de la constitución legal en su totalidad [...].'

Kant exige a los ciudadanos que piensen en lo que quieran, pero que obedezcan, porque supone que el consensus iuris se basa en un principio universal y necesario que no puede cuestionarse por las opiniones del pueblo. En cambio, Arendt, que ve en la racionali-dad no un almacén de verdades universales y necesarias, sino un modo de pensar, actuar y juzgar que permite la crítica de la pre-tensión de validez de todo enunciado, afirma que la única evi-dencia que existe respecto al consensus iuris es la de que se carece de certezas absolutas. Es esto lo que la motiva a rescatar la tradicional idea del "contrato social", despojándola de sus elementos metafíisicos.

En la historia de la teoría del "contrato social" se han dado tres grandes variantes. En la primera, se habla de un pacto entre Dios y los hombres, por medio del cual el primero ofrece la seguridad a los segundos, a cambio de su obediencia a la leyes reveladas por él. Existe una versión secularizada de esta primera variante; es la que encontramos en Kant. En ella se habla de que los hombres pueden llegar a un acuerdo gracias a la existencia de una <rVerdad" o principio racional común a todos ellos.10 La segunda variante se encuentra ejemplificada en la teoría de Hobbes. Según ésta, sin la inter-vención de una "Verdad" a priori y por la carencia de ésta, el pueblo otorga todo el poder al Estado para que éste produzca y mantenga las condiciones necesarias que garanticen su seguridad (lo que nunca sabemos es quién protege a los ciudadanos de su

' E. Kant, La metafísica de las costumbres, Madrid, 'léenos, 1989. En este punto se pone de manifiesto la concepción inflexible de la "Razón" de Kant, al igual que cuando pretende derivar un código de conducta concreta del imperativo categórico. La pre-tensión de validez universal, propia de la razón, no debe confundirse con la incapa-cidad de reflexionar y juzgar sobre la particularidad en su particularidad.

10 Restos de esta versión todavía los encontramos en Rawls y Nozick, cuando pretenden derivar un contenido concreto del consensus iuris.

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guardián estatal). En la tercera variante son los ciudadanos los que establecen un pacto para gobernarse, tras haber establecido una "alianza" (ese momento "en que un grupo de gentes llega a pen-sar de sí mismos como un Nosotros"). Esta versión es la que retoma Arendt y la que le permite ver en la desobediencia civil un acto legítimo que hace patente una aspecto básico de la política, la re-novación del consensus iuris.

"La ley puede, desde luego, estabilizar y legalizar el cambio, una vez que se haya producido, pero el cambio es siempre el re-sultado de una acción extralegal".11 Que una acción sea "extra legal" no quiere decir, en todos los casos, que sea ilegal o que esté fuera de la ley. Para Arendt la acción política puede ser "extra legal", en la medida en que se ejerza en un ámbito no legislado o que cuestione un tema específico del contenido del derecho; pero siempre debe conservar una referencia al consensus iuris. Esto suce-de no sólo en la desobediencia civil, sino también en toda acción política que busca una transformación del orden establecido. El cambio, incluso el revolucionario, sólo puede legitimarse en relación con ese consenso. Este último puede entenderse, entonces, como la mediación entre el derecho y las acciones políticas.

El único consenso generalizado que puede existir en las socieda-des modernas es aquél que gira en torno a la validez de los dere-chos que garantizan la integridad y la libertad de los ciudadanos y, como parte de estos, los derechos que garantizan la apertura de una esfera pública en la que se confronten la multiplicidad de opi-niones (los derechos políticos de los ciudadanos, la "república"). En la relación entre derecho y política se enfrentan, por tanto, dos tareas que se encuentran en tensión: la tarea de mantener la vigen-cia del orden legal y la de crear y conservar las condiciones que hacen posible el cambio del contenido de esa legalidad. Esa es la tensión que se asume en los sistemas democráticos, al reconocerse que siempre existirá una inadecuación entre sus valores y su orden

"II . Arendt, "Desobediencia civil", en Crisis de la República, p. 87.

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institucional. Es por eso que la democracia, a diferencia de otras formas de gobierno, mantiene un cierto grado de indeterminación en su estructura, que posibilita su apertura a la renovación continua.

Cuando la ley se torna terror

El filósofo es un tirano sin ejército.

Robert Musil

La unión de contingencia y pluralidad, propia del mundo huma-no, ha desconcertado siempre a los filósofos y los teóricos en ge-neral. La acción, en cuanto representa el inicio de algo nuevo y la posibilidad de diferenciación, desafía la creencia en un orden eter-no y, con ella, la confianza en las predicciones teóricas. Los filóso-fos se han mostrado más "complacientes" con la necesidad que con la libertad; debido a que ésta cuestiona la pretensión de acce-der a una explicación sistemática del mundo en su totalidad que satisfaga su anhelo de certeza y seguridad. Esta incomodidad frente al fenómeno de la libertad se manifiesta en los diferentes intentos de reducir la libertad a una ilusión, surgida de la perspectiva limita-da de los hombres, dentro de un mundo regido por la necesidad. Esto se hace patente en la amplia literatura utópica, en las diferen-tes filosofías de la historia, en los diversos intentos de reducir la voluntad- Ubre a la obediencia de una ley universal y necesaria y, también, en el proyecto de definir un orden legal "verdadero", que trascienda la pluralidad de opiniones, gracias a que es deduci-do de un principio trascendente.

Pero tampoco la unión de contingencia y pluralidad ha sido aceptada por todos los "hombres de acción". Para los que detentan una posición privilegiada en las relaciones de poder, para los polí-ticos profesionales, esa unión inherente a las acciones humanas ha constituido un reto a su voluntad de dominio. Los tiranos tradi-cionales han enfrentado el reto buscando suprimir la pluralidad dentro de sus dominios mediante el intento de monopolizar la

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contingencia. El resultado de ello es un gobierno ilegal, sustenta-do en la arbitrariedad de una o varias personas. El proyecto de eliminar la pluralidad lleva a destruir la esfera pública, negando las libertades políticas de los ciudadanos. El tirano puede llegar a ser benevolente y paternalista con sus súbditos, pero siempre tratará de impedir que estos actúen de manera autónoma. El temor del pueblo al dominador y el temor del dominador al pueblo han sido rasgos constantes de la tiranías.

Hay un tipo especial de tiranías que no se conforman con la ilegalidad y la ilegitimidad de su dominio, sino qLie buscan respal-darlo en una "Verdad" que debe ser reconocida por todos los seres racionales. De esta modalidad de tiranía se derivan los totalitarismos que hemos vivido en este siglo. Desde esta perspectiva, el totalita-rismo no es tan novedoso como pensaba Arendt en un principio. Su aspecto innovador radica, en primer lugar, en las condiciones sociales en que se desenvuelve (aislamiento y masificación), así como en el perfeccionamiento técnico y organizativo que le per-mitió controlar de manera más eficaz tanto el ámbito público como el privado.

La ideología totalitarias se diferencian de los discursos de las tiranías tradicionales por su secularización, lo que les permitió apa-recer bajo un ropaje científico y apelar a una base empírica. Pero detrás de ese lenguaje científico se esconde una postura dogmáti-ca que niega la posibilidad de ser cuestionada por la experiencia. La ideología muestra una enorme capacidad de recurrir a hipóte-sis ad hoc, que le permiten resguardar su núcleo de la revisión críti-ca. Sin embargo, esto no es muy original, recuerda a los viejos mitos. Podríamos decir, retomando una tesis de los representantes de la "Escuela de Frankfurt", que cuando la razón ilustrada, en su lucha contra la opresión de la superstición y los prejuicios, pierde de vista sus propios límites, ella misma se convierte en un mito.

Podemos dejar a un lado la discusión sobre la "novedad" del totalitarismo, porque lo que ahora interesa para la argumentación es que la alianza entre la voluntad de dominio de las tiranías y la voluntad dogmática de "Verdad" de las ideologías potencia el riesgo

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y la intensidad de la violencia. En los ríos de sangre que recorren la historia aparece, en repetidas ocasiones, la sombra de esas "ver-dades" indubitables, en las que la pretensión de validez que acom-paña a la racionalidad, se convierte en fe. Cuando la voluntad de verdad, propia de los enunciados descriptivos, se apodera de la acción y cree proponer soluciones "verdaderas" a los problemas prácticos, en el mundo sólo pueden existir amigos y enemigos, es decir, la comunidad de fieles y los herejes. Entre amigos y enemi-gos no puede desarrollarse la acción política; sólo puede, en todo caso, desencadenarse una guerra de exterminio.

El encuentro de la voluntad de dominio y la ideología, que subyace a los sistemas totalitarios, se hace patente cuando en ellos se apela a una "legalidad superior", que se sitúa por encima de todo código positivo.

En este punto surge a la luz la diferencia fundamental entre el concepto totalitario de derecho y todos los otros conceptos. La política totalitaria no reemplaza a un grupo de leyes por otro, no establece su propio consensus iuris, no crea, mediante una revolu-ción, una nueva forma de legalidad. Su desafío a todo, incluso a sus propias leyes positivas, implica que cree que puede imponerse sin ningún consensus inris, porque promete liberar a la realización de la ley de toda acción y voluntad humanas y promete la justicia sobre la Tierra porque promete hacer de la Humanidad misma la encar-nación de la ley [...] En estas ideologías, el término de "ley" cambia de significado: de expresar el marco de estabilidad dentro del cual pueden tener lugar las acciones y los movimientos humanos, se convierte en expresión del movimiento mismo.12

En la concepción del mundo totalitario se rechaza que el consensus inris sea la base de la legitimidad del orden legal, porque se cree que este último tiene como fundamento una '^Verdad". Para la ideología totalitaria, la ley ya no es un factor normativo que estabiliza

12 H. Arendt, or, pp. 685 y 687.

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las expectativas de los actores, sino la descripción verdadera de un hecho "Natural" o "Histórico", al que debe subordinarse la lega-lidad positiva. El totalitarismo ejecuta la supuesta ley de la "Natu-raleza" o de la "Historia" sin traducirla a normas concretas de los justo y lo injusto que regulen el comportamiento de los in-dividuos. Aplica directamente la "ley" a la Humanidad sin pre-ocuparse del comportamiento de los hombres; esto es lo que desencadena el terror.

La negación del pluralismo y la pretensión de predecir con exac-titud el curso de los acontecimientos hacen que la ideología y la legalidad totalitarias requieran de un "enemigo objetivo". Este es el "conspirador" y el culpable de que los sucesos de la realidad no se adecúen de manera estricta a las predicciones totalitarias. Pero también es el que, al oponerse a la marcha de la "Verdad", se condena "a sí mismo" a muerte.

La figura del "enemigo objetivo" de los sistemas totalitarios cambia continuamente, de tal forma que una vez eliminado o con-trolado una clase de ellos, puede declararse la guerra a otra. Esta metamorfosis permanente de la identidad del "enemigo objetivo" refuerza la ilusión de la ideología de ver al régimen totalitario como un "movimiento", cuyo avance tropieza con diferentes obstáculos que deben superarse. Por otra parte, es la imagen del "enemigo objetivo" la que explica, en gran parte, el papel predominante que juega la policía secreta en los totalitarismos. Su función de perse-guir al "enemigo objetivo" hace que la policía secreta se convierta en un instrumento indispensable de la autoridad totalitaria y de su interpretación de la ideología. Se persigue no sólo a los sospechosos de conspirar contra el movimiento, sino también a todos los que en un momento dado pueden llegar a convertirse en "enemigos objetivos" de él. Los procesos de Moscú contra la vieja guardia bolchevique y los jefes del ejercito rojo son un buen ejemplo de esa anticipación de los servicios secretos, al eliminarse a los posi-bles participantes de una conspiración que todavía no existía. Se llega al extremo de perseguir cualquier delito que el líder o la poli-cía imaginen, sin tomar en cuenta si éste ha sido cometido.

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La policía secreta actúa sin la restricción de ninguna ley positi-va, porque se presenta como el medio de realización de esa su-puesta "legalidad superior" que expone la ideología. Los campos de concentración son un elemento esencial para la labor de la policía secreta. En ellos no sólo se extermina a los "enemigos ob-jetivos", sino que también sirven para experimentar el modelo de orden social que haga posible la homogeneidad del pueblo.

La estructura organizativa de los estados totalitarios presenta una fachada de instituciones públicas, detrás de las cuales se es-conden una serie de organismos, como la policía secreta, que cons-tituyen el "gobierno real". En ellos vale la máxima de que cuanto menos se conoce de una institución, cuanto menos se determine sus funciones por el orden legal positivo, más poder se encierra en ella. La mediación entre el "gobierno ostensible" y el "gobierno real" se encuentra en el partido, que dice encarnar a la sociedad en su totalidad, encabezado por el líder. Los estados totalitarios no poseen, como se afirma con frecuencia, una estructura monolítica; por el contrario, la indeterminación de la supuesta "legalidad supe-rior" y la falta de respeto por las normas jurídicas positivas propi-cian una indeterminación de funciones entre las instituciones y la proliferación de éstas, hasta convertirse en un caos de ineficiencia administrativa. Este caos permite ampliar el espacio de la arbitrarie-dad de la élite gobernante y, al mismo tiempo, hacerla compatible con las leyes que definen los procedimientos visibles de su funcio-namiento.

La legalidad se torna terror cuando se afirma que su validez se fundamenta en una "Verdad" o principio ajeno a las opiniones (doxa) de los ciudadanos y se la utiliza, así, como un instrumento en la violencia que se desata al intentar suprimir la contingencia y la pluralidad de las acciones. Ese intento puede estar motivado por la idea de acceder a una sociedad armónica y más justa; pero al tratar de suprimir los riesgos que conlleva la acción libre, como medio para realizar dicha meta, se abre la puerta a un peligro ma-yor: el dominio de un individuo o un grupo que monopoliza la iniciativa política. Se quiere huir de la contingencia para obtener

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la seguridad, pero se accede a la situación de mayor inseguridad que pueda imaginarse, aquella en la que todo depende de la arbi-i rariedad de una voluntad que se sitúa por encima de toda norma jurídica posidva. La experiencia de los sistemas totalitarios nos indica que el hecho de que el hombre sea un animal político impli-ca que sus acciones son inseparables del riesgo. La única manera de limitar —no suprimir— esos riesgos es fundar un orden social que garantice una amplia distribución del ejercicio del poder y las responsabiüdades.

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CONSTITUCIÓN DE LA LIBERTAD

Para Hannah Arendt, la forma en que se ha desenvuelto el proce-so de modernización ha propiciado que la labor y la fabricación desplacen a la acción de la esfera pública. El resultado de ello es que los ciudadanos quedan encerrados en la intimidad de su privatismo, mientras que la iniciativa política es monopolizada por los políticos profesionales. Lo público se despolitiza hasta conver-tirse en un inmenso mercado, donde, junto a otras mercancías, se ofrecen consignas y "personalidades" con las que pueden identifi-carse las masas, a cambio de los votos que permiten a la clase política conservar el control privado del poder. Esta descripción no presupone un rechazo de lo que erróneamente se ha llamado "democracia formal", en nombre de un mítica democracia participativa, en donde todo sea gestionado por todos. La tesis que se mantiene es que la democracia para sobrevivir no sólo requiere del funcionamiento de sus procedimientos, sino también de una dosis suficiente de "res-pública" y la virtud que a ésta acompaña.

Arendt advierte que a pesar del dominio de la labor y la fabri-cación sobre la esfera pública, la facultad de los ciudadanos para actuar políticamente no desaparece por completo. En particular, en ciertas situaciones de crisis, el pueblo entra de nuevo en la escena pública y recupera la iniciativa política. Las revoluciones represen-tan el caso paradigmático de esta situación. Sin embargo, en los procesos revolucionarios, después de un breve período, la tenden-cia al privatismo vuelve a intensificarse, hasta que, en la inmensa mayoría de los casos, el pueblo en su conjunto abandona otra vez el espacio público. A Arendt le interesa determinar las condicio-nes que pueden llegar a frenar esa tendencia al privatismo y, de

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( C O N S E N S O Y CONFLICTO

esta manera, constituir un orden libre donde la participación po-pular en los asuntos públicos no sea sólo una esporádica reacción frente a circunstancias extremas. De hecho, según ella, sólo puede hablarse de una revolución exitosa cuando el pueblo logra fundar ese orden de libertad.

La correcta comprensión del fenómeno revolucionario exige la clara distinción entre liberación y libertad. La liberación es ne-gativa, esto es, elimina una dependencia que oprime a un grupo o a una sociedad. La libertad es, en cambio, básicamente positiva; es la capacidad de actuar entre y con los otros. Un individuo o grupo puede liberarse de su dependencia, pero no crear las condiciones para la libertad, sino simplemente generar una nueva modalidad de dominación. En un golpe de Estado, el grupo victorioso obtiene su liberación, pero lo único que hace es ocupar el lugar de la vieja autoridad. La libertad, en cambio, requiere la creación de un espa-cio público adecuado, en el cual los ciudadanos no sólo encuen-tren la garantía de sus derechos individuales, sino también la posibilidad de ejercer sus derechos políticos, que implican su ca-pacidad de reunirse para debatir sus opiniones y establecer, me-diante compromisos, acuerdos y regateos, metas comunes.

El afán de liberación y el de libertad no coinciden necesaria-mente. La liberación, en tanto que es una lucha contra la necesi-dad, se encuentra ligada a la violencia. La libertad, por su parte, requiere del poder que surge de la reunión de los hombres. Los procesos revolucionarios están generalmente precedidos por una lucha de liberación, porque la creación del nuevo orden debe en-frentarse al antiguo régimen. Es por eso que la revolución se ha asociado a la violencia del proceso de liberación. Sin embargo, Arendt subraya que lo específico de la revolución no es en sí la violencia, sino la fundación de un orden en el que pueda actuarse libremente. De ahí que ella distinga entre rebelión y acto de fun-dación (Constitutio libertatis). Es sólo este último el que define el carácter revolucionario de un proceso social.

Con el objetivo de desarrollar esta idea de la revolución, Arendt propone dos tipos ideales, con base en las revoluciones estadouniden-

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

se y francesa. Mientras la primera se ve como el modelo de una revo-lución lograda, la segunda se asume como el caso ejemplar de una revolución que fracasa en el intento de crear un orden libre estable.

La Revolución americana se dirigía a la fundación de la libertad y al establecimiento de instituciones duraderas, y a quienes actuaban en esta dirección no les estaba permitido nada que rebasase el mar-co del derecho. La Revolución francesa se apartó, casi desde su origen, del rumbo de la fundación a causa de la proximidad del padecimiento; estuvo determinada por las exigencias de la libera-ción de la necesidad, no de la tiranía, y fue impulsada por la inmen-sidad sm límites de la miseria del pueblo y de la piedad que inspira esta miseria.1

Esta postura teórica despierta el asombro, ya que usualmente el proceso revolucionario francés se asume como el paradigma de revolución; mientras que la Independencia estadounidense ni si-quiera es considerada como una revolución en sentido estricto. Por otra parte, la lucha contra la injusticia social se ha considera-do como un aspecto esencial de toda revolución, porque repre-senta una condición necesaria para acceder a un orden libre. Precisamente, Arendt sostiene que la concepción implícita en el uso cotidiano del término "revolución" encierra un malentendi-do que es preciso desterrar. Veamos entonces cómo se presenta la contraposición entre esas "revoluciones" y cómo se justifica esta propuesta.

Arendt se sustenta en la teoría de Tocqueville, en especial en el análisis que se encuentra en El antiguo régimen y la revolución, para establecer una primera diferencia entre los procesos revoluciona-rios en Estados Unidos y en Francia. En el antiguo régimen fran-cés se dio una centralización del poder que condujo a la consolidación del Estado absolutista y a la destrucción de las or-

1 H. Arendt, Sobre la revolución (.SR), Madrid, Alianza, 1988, p. 93.

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( C O N S E N S O Y CONFLICTO

ganizaciones que constituían un poder intermedio entre el indivi-duo y el Estado. Cuando en 1789 el pueblo asalta la Bastilla, no existe detrás de él un sistema de organizaciones que ofrezca una alternativa al orden absolutista. En contraste, en la sociedad esta-dounidense existía antes de su independencia una multiplicidad de asociaciones que abría la posibilidad de hacer realidad la no-ción de soberanía popular.

Las distintas condiciones sociales propiciaron que predomina-ran concepciones del poder diferentes en estas dos revoluciones, lo que, a su vez, tuvo una importante repercusión en sus diferentes trayectorias. En la Revolución francesa se buscó sustituir la volun-tad del monarca por la "voluntad" del pueblo como poder sobe-rano. Pero se conservó la idea tradicional del poder, en la que se considera una propiedad o atributo de un sujeto, con independen-cia de sus relaciones sociales. De ahí que cuando se pedía otorgar el poder al pueblo se conceptualizaba a éste como un "macrosujeto". La imagen roussoniana de una multitud unificada en un cuerpo y dirigida centralizadamente por una "voluntad general" es una des-cripción adecuada de esta idea de "soberanía popular".

Los "padres fundadores" de la Revolución estadounidense, en tanto tienen como referencia un sistema político que incorpora una multiplicidad de asociaciones civiles, desechan las versiones tradicionales del poder y perciben que éste es el resultado de las acciones concertadas de los ciudadanos. De esta manera, la so-beranía popular ya no remite a un poder centralizado, que es susceptible de encarnarse en los representantes del pueblo, sino en una esfera pública que abre la posibilidad de participación generalizada.

Estas dos concepciones de la soberanía popular se transforma-ron en diferentes visiones de lo que debía ser el nuevo orden. En la Revolución francesa no se planteó la transformación radical de la estructura social para romper el centralismo político. La revolu-ción, a pesar de todos los discursos, se limitó a poner en lugar del rey a los supuestos representantes del pueblo que actuaban en nombre de una voluntad general. Ello explica, en parte, que la

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

Revolución francesa culminara en el Imperio napoleónico. En cam-bio, la Revolución estadounidense, al asumir una idea de poder descentralizado, que no puede ser apropiado por ningún sujeto o grupo particular, rechaza la caracterización del pueblo como una multitud susceptible de ser homogeneizada y se abre al recono-cimiento de la pluralidad. La clave de este nuevo orden es la par-ticipación y para que ella sea posible se requieren dos condiciones fundamentales:

1. Asegurar un espacio público, y 2. Articular el juego de la pluralidad de intereses y opiniones en los distintos niveles de la sociedad, desde las pequeñas unidades loca-les, hasta el plano de los poderes federales.

Rousseau y su teoría de la "voluntad general" es la fuente de inspiración de los revolucionarios franceses. Las tradiciones y organización de los revolucionarios estadounidenses eran más cercanos a la teoría de Montesquieu. El tema esencial de la obra de este último es "la constitución de la libertad política"; donde el concepto "constitución de la libertad" no sólo se refiere a la división de los poderes estatales, sino que abarca la organización y coordinación de la pluralidad de asociaciones de ciudadanos.

En todas las revoluciones se presenta el problema de la legiti-mación del nuevo orden. Tanto en 1? Revolución francesa como en la estadounidense se vinculó la legitimidad a la legalidad. Pero el punto problemático reside en que ya no se puede acudir a las tradicionales formas de legitimación religiosas para sustentar esa legalidad. Es decir, se trata de la dificultad de la legitimación de un orden secularizado, el novus ordo saeclorum. Son las distintas ideas de poder y de lo que debe ser el nuevo orden, que aquí hemos esbo-zado, las que condicionan las diferentes respuestas que se dan a este problema.

En la Revolución francesa, al mantenerse la concepción tradi-cional del poder, se conserva también la noción de "ley" como "mandato".

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( CONSENSO Y CONFLICTO

Estas reflexiones y reminiscencias históricas nos sugieren que el pro-blema de un absoluto que confiera validez a las leyes positivas huma-nas fue en parte una herencia del absolutismo, que lo había heredado, a su vez, de aquellos siglos en que no existía ninguna esfera secular en Occidente que no se fundase en último término en la sanción de una Iglesia y en los que, por consiguiente, las leyes seculares fueron concebidas como la expresión mundana de una ley ordenada por Dios. Esto, sin embargo, constituye sólo un aspecto de la cuestión. Fue de mayor importancia y relevancia el hecho de que a través de esos siglos la palabra "ley" había adquirido un sig-nificado totalmente diferente. Lo que importaba era que —aparte de la enorme influencia ejercida por la jurisprudencia y la legisla-ción romanas sobre el desarrollo de los sistemas e interpretaciones legales de la Edad Media y de la Moderna— las leyes eran concebi-das como mandamientos, que eran interpretados de acuerdo a la palabra de Dios, que dice a los hombres: "No debes hacer esto". Es evidente que tales mandamientos no pueden ser vinculantes sin una sanción religiosa superior. Sólo en la medida en que enten-damos por ley un mandamiento al que los hombres deben obe-diencia sin consideración a su consentimiento y acuerdo mutuo, la ley requerirá una fuente trascendente de autoridad para su validez, esto es, un origen que esté más allá del poder del hombre.-

La solución de la Revolución francesa fue divinizar a la "voluntad general", como expresión de los principios universales y necesa-rios que tienen que ser reconocidos por todos como válidos, con independencia de sus intereses e inclinaciones. El orden legal se sustenta en la pretensión de encarnar una supuesta "Verdad" o, con más precisión, de poseer una validez absoluta, ante, la cual no cabe ningún cuestionamiento por parte de los ciudadanos, ni mucho menos ninguna forma de "desobediencia civil". "La ley es la ley", tautología llena de sentido que define la interpretación autoritaria de la noción de "Estado de derecho". Si se agrega a esto que la obediencia a la ley, como mandato, se considera como

2 H. Arendt, J'R, p. 196.

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la auténtica libertad, se llega entonces a la conclusión según la cual someter a los hombres, mediante la coacción, a un orden legal determinado, es una manera de "obligarles a ser libres". Se-cularizar, desde esta perspectiva, es situar el Absoluto ya no en un Dios, sino en una misteriosa "voluntad general".

A pesar que los revolucionarios estadounidenses conservan un lenguaje religioso, para ellos ya no es necesario acudir a un princi-pio trascendente para legitimar a la legalidad. Porque, desde su perspectiva, es el propio acto de fundación, comprendido como un pacto, lo que confiere validez al orden legal. Sin embargo, ese pacto tiene que renovarse de manera continua, con el objetivo de incorporar a las nuevas generaciones de ciudadanos. Los derechos de participación y disenso, como parte del orden legal, son los que permiten esa renovación permanente del pacto y, por tanto, la continuidad de la legitimidad.

Sin embargo, la diferencia básica que encuentra Arendt entre las revoluciones francesa y estadounidense es su relación con lo que ella llama la "cuestión social". Este término lo usa ella para referirse a las cuestiones que surgen en las actividades relaciona-das con la supervivencia, así como de la mutua dependencia entre los individuos, que en dichas actividades se establecen. Podemos decir que la cuestión social nos remite a los problemas relaciona-dos con la producción y distribución de los bienes que satisfacen las necesidades básicas del pueblo. Arendt afirma que la Revolu-ción estadounidense no se propuso resolver la cuestión social; su fin fue la constitución de un espacio de libertad, que permitiera a los ciudadanos su participación política. Por su parte, la Revolu-ción francesa, agrega Arendt, casi desde su comienzo se desvía de su objetivo político, para plantear la búsqueda de una solución a los problemas de la cuestión social.

Cuando la Revolución [francesa] abandonó la fundación de la li-

bertad para dedicarse a la liberación del hombre del sufrimiento,

derribó las barreras de la resistencia y liberó, por así decirlo, las

fuerzas devastadoras de la desgracia y la miseria [...] Ninguna re-

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( C O N S E N S O Y CONFLICTO

volucíón ha resuelto nunca la "cuestión social", ni ha liberado al hom-

bre de las exigencias de la necesidad, pero todas ellas, a excepción de

la húngara de 1956, han seguido el ejemplo de la Revolución fran-

cesa y han usado y abusado de las potentes fuerzas de la miseria y

la indigencia en su lucha contra la tiranía y la opresión. Aunque

toda la historia de las revoluciones del pasado demuestra sin lugar

a dudas que todos los intentos realizados para resolver la cuestión

social con medios políticos conduce al terror y que es el terror el

que envía las revoluciones al cadalso, no puede negarse que resulta

casi imposible evitar este terror fatal cuando una revolución estalla

en una situación de pobreza de masas.3

Calificar de "error" o "desviación" la intención de resolver los problemas de la cuestión social por medios revolucionarios resulta desconcertante. Incluso si aceptamos la noción restringida de "re-volución" que nos propone Arendt y se considera que el objetivo esencial del proceso revolucionario es la fundación de un orden institucional que haga posible la participación política de los ciu-dadanos y, de esta manera, garantice su libertad, tendrá que asumirse también que la tarea de resolver la cuestión social es una condición necesaria para realizar ese objetivo. La libertad requiere de la li-beración, a menos que la propuesta consista en sostener que las revoluciones sólo podrán alcanzar el éxito en los contextos en los que se encuentre resuelta la cuestión social o, por lo menos, que no sea tan aguda. Lo que resulta ser una tesis trivial.

Antes de asumir o rechazar esta concepción de la revolución conviene tratar de comprender a fondo lo que en ella se plantea, pues me parece que su trivialización es el resultado de esquemati-zar, en términos de una causalidad simple, la relación entre "libe-ración" y "fundación de la libertad". La influencia de Tocqueville en la teoría de Arendt es la clave para entender su propuesta. Tocqueville también considera que la meta de las revoluciones es

3II . Arendt, SR, p. 112.

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

fundar un orden social que permita la libre participación de los individuos en los asuntos públicos y reconoce que un requisito para ello es superar o mitigar la pobreza que padece la mayoría de la población. Si un individuo no tiene lo indispensable para cubrir sus necesidades vitales, resulta evidente que su capacidad de ac-tuar libremente es restringida. El pesimismo de este autor sobre la posibilidad de conjugar la aspiración de solucionar la cuestión so-cial y la lucha por la libertad política proviene de observar que en la mayoría de los hombres el deseo de libertad es menos intenso que los deseos de bienestar y seguridad, así como del odio a la des-igualdad: "De cuantas ideas y sentimientos que prepararon la Re-volución, la idea y el gusto por la libertad pública, en sentido estricto, ha sido de las primeras en desaparecer";1 Esta considera-ción empírica sobre los motivos que impulsan las acciones resulta pertinente porque, si es acertada, indica la presencia de un nesgo en la realización de los objetivos revolucionarios.

Para ver en qué consiste este riesgo pensemos en dos caminos (en términos de tipos ideales) que puede seguir el curso del proce-so revolucionario. Si se llega a una hipotética situación en que la cuestión social se resuelve o se atenúa, el riesgo consiste en que los ciudadanos se conformen con ese bienestar obtenido y se olviden de la tarea de fundar un orden libre. Con ello, aunque se logra una liberación, se sientan las bases para que se desarrolle una nueva forma de dominación, porque se carece de un sistema institucio-nal que garantice la permanencia de la libertad. El otro camino consiste en que un grupo organizado utilice la consigna de su-perar los problemas de la cuestión social para movilizar a las "ma-sas" y posteriormente suprimir la libertad. Al llegar al poder, esa élite de revolucionarios profesionales esgrimirá, para autolegiti-marse, el discurso de que es preciso posponer la realización de la libertad en aras de acceder a la prosperidad. Pero el camino de

4 Véase A. de Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución, Madrid, Alianza, 1982, pp. 205-206.

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postergar la fundación de la libertad para dedicarse sin perturbacio-nes y de manera eficaz a resolver la cuestión social, ni nos acerca al bienestar, porque para alcanzar éste se requiere del poder surgido de la participación activa de los ciudadanos, ni nos acerca a la libertad, porque la centralización del poder no es compatible con un orden libre.

Tocqueville no considera que la única alternativa sea el inmovi-lismo o conservar el orden establecido, pues esto también entraña enormes riesgos; de hecho estos son inevitables. Su intención es tomar conciencia de los riesgos implícitos en las diferentes situa-ciones para enfrentarlos. La tesis que él deñende consiste en afir-mar que no se debe desligar la "tendencia hacia la igualdad de condiciones" de la lucha por la libertad. Se trata de su conocida tesis respecto a que el antídoto contra los riesgos de la igualdad se encuentran en la libertad emanada de la fraternidad (es decir, de la acción coordinada de los individuos a través de organizaciones civiles). De esta manera, cuestiona radicalmente la idea del víncu-lo entre "liberación" y "fundación de la libertad" como una rela-ción causal simple (cualquiera que sea su dirección).

Esto es lo que retoma Arendt como núcleo de su propuesta teórica, es decir, sostener la especificidad del anhelo de libertad respecto a la aspiración de solucionar la cuestión social. Desde su punto de vista, la libertad es un fin en sí mismo, propio de la acción política, que no puede degradarse a la cualidad de medio para alcanzar otro objetivo, aunque este sea la elevada meta de superar los problemas de la cuestión social. Al igual que Tocqueville, Arendt cree que aquellos que desean la libertad como medio para alcanzar otras cosas están hechos para servir.

Podemos precisar el sentido de la propuesta de Arendt si exa-minamos de manera breve su crítica al marxismo. En primer lugar, Arendt reconoce un mérito indiscutible de la teoría de Marx:

Si Marx hizo algo por la liberación de los pobres, ello no se debió a que dijese que constituían la personificación viva de una necesidad histórica o de otro tipo, sino a que les persuadió de que la pobreza

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

es en sí misma un fenómeno político, no natural, resultado no de la escasez, sino de la violencia y la usurpación. Si la miseria —que por definición no puede producir nunca "hombres libres de espíritu", ya que es un estado de necesidad— se caracterizaba por engendrar re-voluciones, no por impedirlas, era necesario traducir las condiciones económicas a factores políticos y explicarlas en términos políticos.5

Pero, en segundo lugar, Arendt agrega que esta aportación es am-bigua; porque reduce el objetivo de la revolución a la liberación, es decir, a la superación de la desigualdad social. En Marx la funda-ción de un orden libre aparece como un efecto automático de la liberación. Esto lo que explica que la teoría marxista no haya podi-do conceptualizar la especificidad de lo político y que su noción del Estado se haya limitado a plantear que éste es un "instrumen-to" de la clase dominante. En la concepción marxista de la revolu-ción se posterga la fundación de la libertad (la constitución de un espacio público estable de participación ciudadana) a un futuro en el que se realice la igualdad. En contraste, Arendt plantea que, aunque la liberación y la libertad son objetivos estrechamente rela-cionados, son irreductibles el uno al otro y que entre ellos no exis-te una relación causal simple.

Una revolución que se proponga liberar a los hombres sin plan-tear paralelamente la necesidad de generar un espacio público que permita el ejercicio de la libertad, sólo puede llevar a la liberación de los individuos de una dependencia para conducirlos a otra, quizá más férrea que la anterior. Cuando Lemn condensa los obje-tivos de la Revolución de octubre en la consigna "Electrificación más soviets", todavía piensa en los soviets como una forma de organización política alternativa, ligada a la tradición de los conse-jos, que Hannah Arendt aprecia tanto. Pero cuando se otorga todo el poder no a los soviets, sino al partido, se convierte a los prime-ros en simples ejecutores de las tareas técnicas de electrificación. Con ello se sienta las bases del futuro totalitarismo.

5 II. Arendt , « , p. 64.

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De regreso a nuestra línea de argumentación y recuperando el sentido de esta confrontación de Arendt con el marxismo, pode-mos reconocer la compleja relación que existe entre "liberación" y "fundación de la libertad", así como la especificidad de cada una de ellas. Sin embargo, eso no justifica la radical diferenciación en-tre lo "social" y lo "político" que se expone en Sobre la revolución. Como advierte Richard J. Berstein, la manera en que Arendt dis-tingue entre lo "social" y lo "político" conduce, paradójicamente, a una postura que esta autora pretende rechazar:

En consecuencia, y de manera paradójica, la propia forma en que

Arendt traza la distinción entre lo social y lo político presta apoyo y

ascenso al mito políticamente peligroso de que existe un dominio

propio de las cuestiones sociales en el que el conocimiento social

es apropiado —un dominio que más vale dejárselo a los expertos

sociales y a los que se dedican a la planeación, y que debe ser ex-

cluido de la esfera política, dentro de la cual únicamente debiéra-

mos preocuparnos por aquellos asuntos que "merecen que se hable

de ellos en público". '

Antes de proponer una alternativa que matice y corrija la radical diferencia entre lo "social" y lo "político", que desarrolla Arendt como recurso para rescatar la especificidad entre "liberación" y "fundación de la libertad", veamos a los callejones sin salida a los que nos lleva dicha diferenciación.

Cuando se dice que es preciso diferenciar de manera radical entre lo "social" y lo "político" de inmediato surge la siguiente pregunta: ¿cuál es el contenido de la acción política, como acción libre? Arendt no da ninguna respuesta precisa; lo que se insinúa en el trabajo Sobre la revolución es que la participación política de los ciu-dadanos les ofrece un "sentimiento de felicidad".

6 R. J. Bcrnstein, "Repensamiento de lo social y lo político", en Perfiles filosóficos, México, Siglo xxi, 1991, p. 291.

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Lo que importa es que los americanos sabían que la libertad públi-ca consiste en una participación en los asuntos públicos y que cual-qiiier actividad impuesta por estos asuntos no constituía en modo alguno una carga, sino que confería a quienes la desempeñaban en público un sentimiento de felicidad inaccesible por cualquier otro medio.7

Sin negar que la acción pública puede llegar a producir ese senti-miento de felicidad, hay que advertir que esta no es una respuesta satisfactoria. Nadie puede desear la felicidad en sí misma, ya que ésta siempre es el resultado de realizar una actividad con un con-tenido y un fin determinados. Pero, de esta manera, volvemos a nuestra pregunta inicial.

En una conferencia organizada por la "Sociedad de Toronto para el Estudio del Pensamiento Social y Político", Mary McCarthy le preguntó a Hannah Arendt:

¿Qué es lo que alguien se supone que debe hacer en el escenario

público, en el espacio público, si no se preocupa por lo social? Es

decir, ¿qué otra cosa queda? [...] A mí me parece que si alguna vez

uno tiene una Constitución, y ha tenido uno de los fundamentos, y

se tiene un marco de leyes, ahí está el escenario para la acción po-

lítica. Y lo único que le queda al hombre político es hacer lo que

los griegos: ¡la guerra!

A lo que Arendt respondió:

La vida cambia constantemente, y siempre hay por ahí cosas que quieren que se hable de ellas. En todo momento, las personas que viven juntas tendrán asuntos que pertenecen al dominio de lo público —"que merecen que se hable de ellos en público". Lo que sean estas cosas en cualquier momento histórico es, con toda probabili-dad, totalmente distinto. Por ejemplo, las grandes catedrales fue-ron espacios públicos durante la Edad Media. Los ayuntamientos

7 H. Arendt, ÍK, p. 119.

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( C O N S E N S O Y CONFLICTO

vinieron después. Y ahí tal vez se tenía que hablar de un asunto que tampoco carece de interés: la cuestión de Dios. Así pues, lo que pasa a ser público en cada período determinado, a mi me parece completamente distinto. Sería muy interesante darle seguimiento a esto como un estudio histórico, y creo que se podría hacer. Siem pre habrá conflictos. Y no necesitamos la guerra.8

Es cierto que los asuntos que se tratan en la esfera pública son variables; de hecho, todo puede llegar a convertirse en un tema político, desde la guerra hasta la protección del arte y la vida fami-liar. Ello implica que no es el contenido de la acción lo que define su carácter político, sino su forma. Rescatar la especificidad de lo político requiere determinar esa forma y no diferenciarlo de lo "so-cial". La propia Arendt, en su crítica a Marx, sostiene que la cues-tión social puede traducirse a términos políticos.

El puesto de Marx en la historia de la libertad humana será siempre equívoco. Es cierto que en sus primeras obras habló de la cuestión social en términos políticos e interpretó el hecho de la pobreza mediante las categorías de la opresión y la explotación; sin embargo, fue tam-bién el propio Marx quien, en la mayor parte de sus escritos poste-riores al Manifiesto comunista, definió de nuevo el auténtico impulso revolucionario de su juventud en términos económicos.'

No es posible separar de manera radical "lo social" y "lo político", porque lo primero es lo que suministra una parte esencial del con-tenido de lo segundo. De lo que se trata es de determinar las condiciones que permiten que un tema de la cuestión social ad-quiera un sentido político. Se puede decir, siguiendo la argumenta-ción de Arendt, que una primera determinación de la forma política de una acción es su carácter público. Pero ello no es suficiente

8 Se trató de una conferencia sobre "El trabajo de Hannah Arendt", celebrado en 1972. Citado por Bernstein, op. át., p. 286.

9 Arendt, SR, p. 64. El subrayado es mío E.S.

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ARENDT: LA POLítICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

—ella misma lo reconocería—, un concierto musical también tie-ne un carácter público y no por ello adquiere un sentido político. Es preciso agregar, trascendiendo la argumentación de Arendt, que lo propio de las acciones políticas es que en ellas están en juego decisiones vinculantes para todos los miembros de la co-munidad o sociedad. El carácter obligatorio de estas decisiones se encuentra respaldado por la amenaza de la coacción, la cual se encuentra, a su vez, reglamentada generalmente por un orden ju-rídico. Dicho con los términos de Max Weber, los medios de coac-ción no son la esencia ni el fin de la política, sino sólo su medio específico. Con esto no se pretende reducir la política al uso de la coacción; por el contrario, se puede afirmar con Arendt que la violencia representa, en cierto modo, un fracaso de la política. Lo que se asevera es que lo propio de la política es la definición de las decisiones vinculantes (que atañen, entre otras cosas, a temas con-cretos de la cuestión social), respaldadas por sanciones negativas.

Asimismo se sostiene que el fin de la política (entendido no como un fin dado que lleve necesariamente a una situación pre-determinada, sino simplemente como un parámetro normativo) es la fundación de un orden en el que pueda definirse los contenidos de las decisiones vinculantes en libertad, es decir, en un contexto donde se reconoce a la contingencia y a la pluralidad como aspec-tos indisolubles de la acción humana y, al mismo tiempo, como el precio que hay que pagar por la sobrevivencia de esa libertad.

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PENSAR LA POLÍTICA

Para Hannah Arendt, una de las caracterísúcas de las ideologías es su pretensión de explicarlo todo a partir de unas cuantas ideas y, de este modo, someter los procesos reales a la lógica que guía la exposición de su doctrina: "La ideología trata el curso de los acon-tecimientos como si siguiera la misma 'ley' que la exposición lógi-ca de sus ideas."1 Las ideologías actúan como si fueran cuchillos muy afilados que "cortaran" el mundo a la medida de sus catego-rías, impidiéndonos comprender la densidad y complejidad de éste. Desde el punto de vista ideológico, todo fenómeno es una simple manifestación de alguna de las ideas inscritas en su credo; de ahí que las ideologías ofrezcan explicaciones simples basadas en duaüsmos tajantes, con las que satisfacen la demanda de certeza y seguridad de sus adeptos. En el mundo del ideólogo no existen los grises, todo es blanco o negro. El embrujo que produce la ideología entre sus fieles se manifiesta en que estos son incapaces de distin-guir entre los modelos teóricos y la realidad social. La típica res-puesta del ideólogo a cualquier interrogante es el conocido: "esto no es más que..." (agreguen ustedes cualquier enunciado en el que un fenómeno particular se subsuma a una de las clasificaciones o esquemas de las ideologías).

Arendt, como crítica de las ideologías, debería haber tenido más cuidado con sus diferenciaciones y modelos teóricos. Pensar, como ella misma sostiene, exige tomar cierta distancia crítica res-pecto a los modelos y tipos ideales; reconocerlos, junto con las

' H. Arendt, or, p. 694.

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distinciones que ellos contienen, como instrumentos indispen-sables, pero no convertirlos en entidades rígidas que reduzcan el pensamiento a la elemental clasificación. Por ejemplo, la distin-ción entre "poder" y "violencia" que Arendt propone da que pensar. Nos permite advertir que el poder no es sólo una fuerza represiva, un juego a "suma cero"; porque si el poder sólo fuera la imposición de una voluntad sobre otra(s) no sería compatible con la estabilidad del orden social. El análisis de Arendt nos hace ver que la concepción tradicional del poder es insuficiente. Sin embargo, en el momento en que se quiere establecer una frontera fija entre poder y violencia, al identificar al primero con el consenso entre hombres libres, se extravían las mediaciones que unen estos fenómenos. Con ello perdemos, a su vez, la posi-bilidad de conceptualizar la dimensión política de los conflictos sociales, la idea de autoridad, la existencia de consensos que son resultados de la coacción, etcétera. Esta bien combatir la parcia-lidad de ciertas teorías políticas, pero ello no debe orillarnos a caer en la parcialidad opuesta.

Otro caso de una distinción que al tornarse en un rígido dualis-mo nos lleva a un callejón sin salida es la distinción entre lo "polí-tico" y lo "social". Si bien es cierto que la modernidad presupone un proceso de diferenciación entre los subsistemas sociales, esto no autoriza a pensar que exista un abismo entre lo "político" y lo "so-cial". Es probable que exista una forma política de abordar la cues-tión social. Lo que es cuestionable es que la definición de la especificidad de lo político esté dada por contenidos propios a esa actividad, ajenos o distintos de los problemas emanados de la cues-tión social. Incluso podemos aseverar, en oposición a Arendt, que el hecho de que la cuestión social se haya convertido en un tema básico de la esfera pública no es una "patología" o "enaje-nación" propia de la modernidad, sino una de sus grandes con-quistas. Porque es ello lo que permite desplazar los temas que tradicionalmente han ocupado el centro de las acciones y discur-sos políticos (la "guerra justa", la defensa de la "verdadera" reli-gión, el "honor de la patria", etcétera), para hacer lugar a los

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ARENDT: la política COMO ACCIÓN PÚBLICA

temas que se relacionan directamente con los intereses de los individuos concretos.

El problema no radica en que la cuestión social invada la esfera pública, sino la manera en que lo hace. Se da un uso estratégico ilegítimo de la cuestión social cuando ésta es manipulada por una élite política para obstaculizar o posponer la fundación de un or-den libre que garantice jurídicamente y de facto los derechos polí-ticos de todos los ciudadanos. La tesis de que el pueblo no se encuentra "preparado" para la democracia delata un paternalismo autoritario que pasa por alto que la única manera de aprender a usar el poder político es ejerciéndolo. Otro caso en el que la apari-ción pública de la cuestión social puede llegar a ser peligrosa para la vida política de una sociedad, es cuando el pueblo demanda a los gobernantes una solución de la cuestión social, mientras se mantiene en un privatismo pasivo (elevada orientación hacia el oulput del subsistema político en relación con la escasa orientación al input). La situación en la que los ciudadanos sólo se interesan en los rendi-mientos del sistema administrativo, mientras, por el otro lado, la clase política alienta esa pasividad al pregonar que tiene la solución técnica de las cuestiones sociales, genera una dinámica explosiva.

La demanda de los ciudadanos de una "solución" a la cuestión social no denota necesariamente que esos ciudadanos actúen po-líticamente o con una conciencia política. Esa demanda sólo se trans-forma en una acción política de los ciudadanos cuando estos recuperan la iniciativa y su capacidad de organización, lo que les permite participar en la toma de decisiones y en la implementación de las propuestas o planes que ellas contienen. Pero Arendt tiene que reconocer que la cuestión social ha sido en numerosas ocasio-nes la fuerza que impulsa a los ciudadanos a romper con su encie-rro y a participar en la vida política. El problema estriba en cómo evitar que esa participación se limite a ser una reacción ante situa-ciones extremas. La "virtud" de la democracia, esto es, el princi-pio que mantiene su vitalidad se encuentra, como observó Montesquieu, en un orden republicano que haga posible que esa participación ciudadana sea un dato cotidiano.

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Cuando se apela a un orden republicano tampoco deben idea-lizarse las asociaciones de ciudadanos. Es preciso tener en cuenta que esas asociaciones también pueden convertirse en una barrera para la movilidad y la amplitud de la acción política. Esto sucede cuando las asociaciones se convierten en estamentos cerrados, autoritarios, que sólo se interesan en defender los intereses y privi-legios de sus agremiados y simpatizantes, a cambio de su "leal-tad", es decir, de su renuncia a la crítica. Es usual que este tipo de asociaciones exijan "democracia" sólo como un medio de presión en la negociación privada de su élite con la clase política; mientras niegan las garantías y procedimientos democráticos elementales en su dinámica interna. Cuando se habla de un orden republicano se alude no sólo a una multiplicidad de asociaciones autónomas de ciudadanos que fortalezcan la sociedad civil; también implica que esas asociaciones reconocen la pluralidad externa e interna a cada una de ellas y, de esta manera, acepten someterse a los princi-pios de la "publicidad" (Öffentl i chkeit) y de la competencia políüca.

En el momento en que advertimos las enormes dificultades que encierra la realización y conservación de un orden republica-no se plantea de inmediato otro aspecto problemático que surge cuando nos proponemos pensar la política (al ver el abismo entre las propuestas teóricas y la práctica), a saber: la relación entre el criterio normativo —que orienta nuestro pensamiento y la reali-dad social. El realismo político no significa describir la realidad sin la intermediación de valores. Esta caracterización del realismo se basa en la ingenua ilusión de creer que se puede contemplar los hechos "tal y como son", así como en olvidar que siempre esta-mos situados en una perspectiva particular. El realismo en la polí-tica y en todos las actividades humanas presupone la facultad de distinguir entre el nivel empírico y el nivel normativo, sin dejar de remitirse al segundo para orientarse en el primero. El realismo polí-tico supone saber que no podemos encontrar ningún hecho o ten-dencia real que fundamente o garantice la realización de nuestros valores. Precisamente, el hecho de que los procesos reales sean renuentes a someterse a nuestros criterios normativos es uno de

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

los factores que motiva el pensar la política. La política presupone que los hombres tienen la capacidad de distinguir entre lo que son, lo que quieren y lo que deben ser.

Muestra de este realismo político se encuentra en Maquiavelo, cuando, sin hacer a un lado sus valores republicanos, percibe que el contexto social e histórico en el que se encuentra no es propicio para la realización de esos valores. Al proponer buscar un prínci-pe que unifique Italia no traiciona su convicción republicana, sino que considera, y así lo plantea, que esa unificación nacional es un medio (una condición necesaria, pero no suficiente) para acceder a un orden republicano. Este realismo no tiene nada que ver con el cinismo que se le atribuye comúnmente. El cínico es el que nie-ga la responsabilidad de sus acciones y renuncia a sus principios, justificándose en la supuesta fuerza "normativa" de lo dado. La postura del cínico es la opuesta a la del dogmático que niega la especificidad y contingencia de lo dado en nombre de sus valores. De hecho, muchas veces la postura del cínico es una consecuen-cia del desencanto o desilusión del dogmático. La diferencia del realista, respecto al cínico y el dogmático, es que sabe distinguir entre sus valores y los hechos, y en la tensión que existe entre estos dos niveles sitúa su acción.

La posición realista no consiste en negar la referencia explícita o implícita a un nivel normativo, sino en rechazar el uso de los tipos ideales como medios para eludir o reducir la pluralidad y contingencia del nivel empírico. Desde esta perspectiva, podemos sostener que la posición de Arendt es ambigua. Por un lado, es consecuente con el realismo al rehusarse a utilizar un modelo, ya sea de "Hombre" (como lo hace el Humanismo) o de "Sociedad" (como lo encontramos en la literatura utópica), que pretenda en-cerrar la "esencia" a la que debe someterse la diversidad real. Para Arendt "ser y aparecer coinciden", lo cual significa que no debe-mos buscar una esencia de las cosas más allá de sus múltiples y contingentes apariciones. Sin embargo, por otro lado, Arendt pare-ce olvidar a menudo que la descripción de la "condición humana" sólo puede determinar que el hombre es un animal político, pero

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no lo que es y debe ser la política en todos los contextos sociales. Por ejemplo, si en la tiranías o en el totalitarismo es destruida la esfera pública que permite a los ciudadanos manifestar sus opi-niones y buscar el reconocimiento de su identidad particular, ello no quiere decir que en esos regímenes no haya política. Lo que podemos decir es que la política en dichos sistemas está monopo-lizada por un grupo restringido y que ello impide garantizar los derechos del resto de los ciudadanos. Pero mantener que en los sistemas en que los ciudadanos no tienen la libertad de acceder al ámbito público se ha "perdido" la política es caer en el "esencialis-mo" que esta autora quiere combatir.2

La descripción de Arendt de la condición humana nos per-mite advertir que la contingencia y la pluralidad es el precio que debe pagarse por la acción libre. Pero de esa descripción no se puede deducir que todos los hombres quieran o deban tomar la decisión de estar dispuestos a pagar ese precio, a costa de su segu-ndad. Al señalar esto no quiere decir que no simpatizo con la toma de posición de Arendt; pero lo importante, si se quieren encontrar los buenos argumentos que justifiquen esa postura, debe tomarse en cuenta que las descripciones en las que se apoya la teoría de esta autora no permiten sostener que se equivocan Hobbes, Cari Schmitt o la gran cantidad de individuos que en la práctica política toman partido por la segundad.3 Si queremos comprender la dinámica política sin caer en el cinismo o en el dogmatismo, debemos asumir que esa dinámica es compatible y

2 Puede concederse a Hannah Arendt que lo paradójico de la política totalitaria es ser una política que pretende superar o anular la política hasta transformarla en una administración con carácter técnico. Quizá en ello se encuentra la raíz del fracaso de estos sistemas y de otros que han pretendido lo mismo. Pero el que la modalidad de política totalitaria no se ajuste al modelo normativo de Arendt, no significa que no sea una forma de acción política. De hecho, es una modalidad extrema del tipo de política más extendido en la historia.

3 Lo que podemos decir es que Hobbes y Cari Schmitt se equivocan al pensar que un Estado con poder absoluto les va a ofrecer la seguridad por la que optan.

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ARENDT: LA POLÍTICA COMO ACCIÓN PÚBLICA

está constituida por el encuentro de diversas posturas valorativas. Es por eso que la política no es sólo una exhibición y un diálogo públicos entre individuos con distintas identidades, sino una for-ma de conflicto. Este último es también uno de los costos que tiene que pagarse por la libertad que conserva la pluralidad y la contingencia de nuestras acciones.

El pensar en general y el pensar la política en particular requie-re del uso flexible de nuestro aparato conceptual (lo que nada tiene que ver con la falta de rigor), que nos permita utilizar las distinciones teóricas, pero, al mismo tiempo, dejar lugar a la com-prensión del objeto particular en su particularidad (dicho con los términos de Arendt, que nos permita juzgar). Es menester sustituir las distinciones radicales, los dualismos, por conceptos graduales, escalas sensibles a las variaciones. El pensar requiere, además, evi-tar el error de querer reducir la complejidad de lo real a nuestros modelos teóricos y, sobre todo, no utilizar la estrategia tan común de sostener que cualquier fenómeno particular de "X" que no se ajuste al tipo ideal de "X" que tenemos, no es "propiamente" un "X". El pensar es el resultado, como destaca Platón, de la admira-ción y sorpresa (thauma^ein) al percibir que determinada experiencia se encuentra "fuera del orden", es decir, que trasciende y cuestio-na nuestros modelos. La realidad nos da que pensar porque no se ajusta a nuestros esquemas conceptuales, porque siempre nos sor-prende y desconcierta al poner en tela de juicio el orden que hemos construido.

El efecto de esa experiencia de admiración y sorpresa es la duda. Es ella la que nos impulsa a pensar. Pero la meta de la duda no es acceder a una certeza, que nos ahorre las molestias del pen-sar, sino el ajustar de manera permanente nuestros pensamientos al flujo de la vida. Cogito ergo sum implica siempre Dubio ergo sum (el error de Descartes fue tratar de separarlos). Al poner en duda los esquemas conceptuales de la teoría política tradicional, Arendt nos invita a pensar. Sin embargo, para que este pensamiento sea fructífero necesitan flexibilizarse las distinciones que ella utiliza, encontrar las mediaciones que se pierden con sus diferencias teóri-

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cas. Sólo de esta manera se podrá dialogar críticamente con la teoría tradicional, teniendo como intermediaria la complejidad de la realidad política de nuestras sociedades.

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CONCLUSIONES

CONCLUSIONES

I

A pesar de todas las diferencias teóricas e ideológicas que existen entre Schmitt y Arendt, ambos coinciden en la necesidad de cuestionar la validez de los presupuestos en los que se fundamenta la teoría política tradicional para acceder a una adecuada com-prensión de lo político. En efecto, la teoría política tradicional asu-me que la característica distintiva del ser humano es su facultad de actuar de manera racional y que la "naturaleza" política del hom-bre se encuentra ligada, de alguna manera, a ese atributo de racio-nalidad. Por tanto, el objetivo central de la crítica de estos autores a la comprensión tradicional de lo político es precisamente la rela-ción que establece entre la "Razón" y la práctica política.

Tanto Schmitt como Arendt reconocen que existe una diversi-dad de concepciones de la "Razón"; sin embargo, la mayoría de ellas comparten el supuesto de que es posible acceder a la solución "correcta" de los problemas práctico-morales mediante la des-cripción verdadera del mundo. Este supuesto se apoya, a su vez, en la creencia de que existe un orden universal y necesario, del que puede deducirse la forma en que deben vivir y organizarse los hombres. A tal supuesto lo hemos denominado la "ilusión platónica", pues se expone por primera vez de manera sistemática en L¿z República de Platón y, además, se relaciona directamente con la práctica política.

La ilusión platónica tiene como consecuencia una visión ambivalente de lo político. Por una parte, se considera que la ac-ción política es la expresión paradigmática de la racionalidad hu-

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mana, porque en ella está en juego la construcción consciente y libre del orden social y, con ello, la realización de los individuos como seres humanos. Pero, por otra parte, lo polídco aparece tam-bién como una manifestación de la irracionalidad humana, pues la vida política aparece empíricamente ligada a los fenómenos de conflicto y dominación. Esta ambivalencia da lugar a dos posturas teóricas opuestas. La primera, parte de la premisa de que "el hom-bre es bueno por naturaleza", por consiguiente es posible que los hombres, mediante el conocimiento del orden, aprendan a con-ducirse de manera racional y llegar a un consenso, lo cual permiti-ría desterrar el conflicto del mundo y, de esta manera, convertir la política en una administración científica de los asuntos humanos. La segunda, sostiene que "el hombre es malo por naturaleza" y que, por ello, a pesar de que los hombres desarrollen el conoci-miento racional del mundo, la política se mantendrá ligada al con-flicto y la dominación. En este caso, se tiende a reducir la política a la acción de conducir la lucha, así como a la actividad policiaca de vigilar y castigar.1

Sin embargo, tanto las teorías que parten de un optimismo como las que se basan en un pesimismo antropológicos comparten la tesis de que el conflicto es sólo un efecto de la "irracionalidad" humana. De esta manera, pasan por alto que el conflicto social tiene sus raíces en dos determinaciones insuperables del mundo humano, a saber: la pluralidad y la contingencia. La pluralidad hace referencia no sólo a la simple multiplicidad, sino también al dato primordial de la diferencia. Los distintos individuos no son repe-ticiones de una "esencia" humana, a la que podamos calificar de "buena" o "mala", ni su "Razón" puede ofrecerles un conoci-miento capaz de homogeneizar sus posiciones. En el mundo hu-

' "Se podría someter a examen la antropología subyacente a todas las teorías polí-ticas y del Estado, y clasificarlas según que consciente o inconsciente partan de un hombre 'bueno por naturaleza' o 'malo por naturaleza'". C. Schmitt, El concepto de lo político, p. 87.

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CONCLUSIONES

mano encontramos diferentes formas de vida y de organización que remiten a una pluralidad de identidades, las cuales, en contra de lo que se plantea en la ilusión platónica, son irreductibles a un orden universal y necesario.

Por su parte, la pluralidad hace patente el carácter contingente de esa pluralidad de identidades y formas de vida, esto es, el he-cho de que cada una de ellas pudo y puede ser diferente. Podemos decir que la pluralidad es la ratio cognoscendi de la contingencia, por-que la experiencia de la primera es lo que nos permite percibir la segunda. Mientras que la contingencia es la ratio essendi de la plura-lidad, debido a que el carácter contingente del mundo humano da lugar a la pluralidad que lo distingue.

El hecho de que la pluralidad de formas de vida e identidades sea contingente significa que el antagonismo de intereses, el poli-teísmo de los valores y el conflicto que de ellos se deriva, no son resultado de la irracionalidad e ignorancia de los hombres, sino consecuencia de la pluralidad y la contingencia que definen el mundo humano.2 La constitución y reproducción política del or-den social es inseparable del conflicto. El carácter racional de la práctica política no se manifiesta en la supresión del conflicto, sino en su manejo para hacerlo compatible con la estabilidad di-námica del orden social, así como con la integridad y la libertad de sus miembros.

No se trata ahora de defender la vieja tesis de que el conflicto no es un "mal" sino un "bien", ya que éste permitiría desarrollar hipotéticas potencialidades del ser humano. El sufrimiento, la muerte y la destrucción que padecen los individuos en los conflic-

2 En contra de la reducción del conflicto a la calidad de un fenómeno "irracional", propia de la concepción monoteísta de la "Razón", Max Weber ya había destaca-do lo siguiente: "Es posible 'racionalizar' la vida desde diferentes puntos de vista y en las direcciones más diversas [...] Una entidad no es 'irracional' en sí misma, sino en relación a un determinado punto de vista 'racional'". M. Weber, Gesammelte Aufsätze %ur Religonso%iologie, Tübigen, J. C. B. Möhr, 1978, pp. 62 y 86.

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tos no es un "mal" que pueda justificarse o compensarse por un supuesto "bien" de la especie. Las teodiceas y las filosofías de la historia son también el producto de una concepción monoteísta de la "Razón" incapaz de asumir la pluralidad y la contingencia. Se trata más bien de advertir que el aspecto normativo que requie-re una teoría crítica de lo político no puede consistir en postular una situación social en la que se superen los antagonismos sociales gracias a un conocimiento verdadero de un orden universal y ne-cesario, sino en el control de la intensidad y forma del conflicto. En las utopías reina la armonía social porque en ellas se ha supri-mido la libertad y, de esta manera, la pluralidad y la contingencia de las que emanan los conflictos.

Por otro lado, la condena moral del conflicto, con base en el argumento de que éste es un fenómeno "irracional" que debe ser desterrado del mundo, lejos de ser un requisito para acceder a una situación de paz, es un factor que aumenta el riesgo del con-flicto y potencia su intensidad. Porque considerar que el conflicto es un fenómeno irracional propicia que todo disidente, rival o sim-ple extraño sea identificado como un "enemigo absoluto" que transgrede las normas del "verdadero" y "justo" orden racional. Cuando se plantea que en el conflicto está en juego la defensa de una "verdad" o una forma de vida con validez universal y necesaria, cada uno de los bandos o, por lo menos, uno de ellos, pretenderá representar la "causa justa" y, sobre esta base, negará todo valor moral y todo derecho a su adversario. Al transformar al enemigo en el representante de la "irracionalidad", en el "malo", el conflicto desemboca en la guerra o en la represión, en las que, en principio, se pierden los límites que impiden la escalación de la violencia.

II

La distinción "amigo-enemigo" que Schmitt propone como criterio distintivo de la dimensión política, pone en entredicho la concep-ción tradicional que concibe el conflicto como un subproducto con-tingente de la práctica política, originado en la "irracionalidad"

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CONCLUSIONES

humana. Así, la determinación específica de lo político debe bus-carse en la dinámica interna del propio conflicto. Desde esta perspectiva, lo político, antes de ser un subsistema diferenciado de la sociedad, es un grado de intensidad del conflicto. Todo conflicto económico, religioso o cultural adquiere un carácter político cuando cobra la intensidad suficiente para trascender la esfera privada y cuestionar la estabilidad y continuidad del orden social. De hecho, el surgimiento de un subsistema políüco es resulta de la creación de un conjunto de instituciones y procedimientos especializados, capa-ces de enfrentar y controlar el conflicto público.

El problema de esta propuesta es que la intensidad del conflic-to no es suficiente para determinar la especificidad de lo político. Si se toma únicamente ese criterio cuantitativo, se pierde la fronte-ra entre la guerra y la política; la distinción entre ellas se convierte sólo en una diferencia de grado. Se puede aceptar que la guerra es un presupuesto, en términos de riesgo, siempre presente en la ac-tividad política y que, en la historia, el tránsito entre la política y la guerra ha sido fluido. Sin embargo, como el propio Schmitt admi-te, la guerra y la política siguen, en su dinámica, lógicas distintas. Por consiguiente, para definir un criterio distintivo de lo político es preciso introducir un principio cualitativo relacionado con la constitución y reproducción del orden social.

Recordemos que para Schmitt el "enemigo político" no es el adversario privado (inimicus), sino el rival público {hostis). Con inde-pendencia de las dudosas filigranas etimológicas, lo importante de la distinción entre el inimicus y el hostis es hacer patente que los contrincantes en la relación de enemistad estrictamente política comparten una esfera pública o, por lo menos, un orden normati-vo común. Por tanto, el tema básico para localizar la especificidad de lo político es conocer las condiciones que hacen posible el surgi-miento de ese nivel normativo común entre los adversarios,3 que

3 Esto ya lo había percibido Hobbes, cuando advierte que para garantizar el orden social lo importante es determinar las condiciones que hacen posible una trans-

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( C O N S E N S O Y CONFLICTO

posibilita que la figura del enemigo adquiera un sentido político, es decir, que el inimicus se transforme en hostis.

¿Cómo es posible que los "amigos" se organicen para crear una unidad política autónoma capaz, entre otras cosas, de identi-ficar a su "enemigo público" [hostis]} La respuesta de Schmitt se-ñala que la organización interna de cada unidad política es simplemente el resultado de la decisión de una autoridad soberana que logra imponer su voluntad a los demás miembros. Si la tradición platónica defiende el dogma Ventas, non autoritas facit legem, Schmitt mantiene el dogma opuesto Autoritas, non ventas facit legem. Con ello, Schmitt no percibe que la noción de "Autoridad" presupone la existencia de un orden, donde el titular del poder político legiti-ma su estatus. La alternativa frente al problema del fundamento del orden social entre "Verdad" o decisión arbitraria de la "Auto-ridad" corresponde a las dos posiciones antagónicas entre las que se ha debatido el pensamiento político tradicional. El propio Schmitt describe esta situación de la siguiente manera:

Puede designársela como la contraposición del derecho natural de jus-ticia y el derecho natural científico. El derecho natural de la justicia, tal como aparece en los monarcómanos, ha sido continuado por Grocio; se distingue por tomar como punto de partida la existencia de un derecho con un contenido determinado, antenor al Estado. Mientras que el sistema científico de Hobbes se basa con la mayor claridad en la proposición de que antes del Estado y fuera del Estado no hay ningún derecho y que el valor de aquél radica justamente en que es quien crea el derecho, puesto que decide la polémica en torno al mismo [...] La diferencia entre ambas direcciones del derecho natural se formula mejor diciendo que un sistema parte del interés por ciertas represen-taciones de la justicia y, por consiguiente, de un contenido de la deci-sión, mientras que en el otro sistema sólo existe un interés en que se adopte una decisión, cualquiera que sea su fundamento.4

formación del conflicto mediante un nivel normativo que es compartido por los adversarios.

4 C. Schmitt, ha dictadura, pp. 52-53.

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CONCLUSIONES

Para Hannah Arendt, plantear el problema del fundamento del orden social como una opción entre consenso basado en la "Ver-dad" o imposición de la Autoridad —dicho en otros términos, entre representación "verdadera" de la jusdcia o decisión arbitra-ria—- es una simplificación que impide conceptualizar tanto la com-plejidad del orden social como la especificidad de lo político. Arendt, al igual que Schmitt, rechaza la tesis de que existe un "or-den natural" del que los hombres puedan deducir una representa-ción verdadera de la justicia, capaz de permitir la superación de sus conflictos. Pero, ella no piensa que esto conduzca necesaria-mente a la tesis de que la imposición de una autoridad suprema sea la única vía para acceder a la consolidación de un orden social. Arendt resalta que la postura representada por Schmitt, si bien rechaza la ilusión platónica, comparte con ella el supuesto de que la pluralidad y la contingencia son incompatibles con el orden social; lo cual no sólo se opone a la aspiración de los ciudadanos, sino también contradice la experiencia de las sociedades modernas.

Desde la perspectiva de Arendt, la alternativa simplista entre consenso basado en la verdad o imposición arbitraria de la autori-dad es resultado del concepto de "Razón" que han manejado tan-to los herederos de la ilusión platónica como sus opositores. La "Razón" se ha definido únicamente con base en el modelo de "búsqueda de la verdad" (episteme). Tal error radica en que la "ver-dad", entendida como la adecuación entre la proposición y el es-tado de cosas que en ella se especifica, es una pretensión de validez propia de los enunciados descriptivos. Pero, ninguna descripción verdadera del mundo, por más amplia que sea, puede resolver las cuestiones práctico-morales, ya que éstas dependen del sentido que guía las acciones de los individuos. El conocimiento verdade-ro puede determinar los medios más adecuados para acceder a un fin dado. Pero la definición de los fines y las diferentes jerarquías que pueden establecerse entre ellos depende de aquella dimensión del sentido que no se reduce al modelo epistémico de la verdad (adecuación con los hechos). "Verdad y sentido no son una mis-ma cosa. La falacia por excelencia que prima sobre todas y cada

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una de las falacias metafísicas reside en interpretar el sentido se-gún el modelo de la verdad".5

El intento de reducir la noción de "sentido" a la de "verdad" induce a negar la multiplicidad de los "sentidos" que orientan las acciones y, de esta manera, la pluralidad y la contingencia del mundo humano (pilares en los que se sustenta lo político). El problemáti-co presupuesto de que existe un "sentido verdadero"6 subyace en el proyecto, propio de la tradición platónica, de llegar a conocer el supuesto "orden natural" para deducir la solución universal y ne-cesaria de los problemas práctico-morales, lo que convertiría la política en una actividad de administración científica de los asun-tos humanos.

Pero rechazar la visión despótica implícita en la ilusión platónica, aduciendo que el "sentido" es un fenómeno que sólo expresa las preferencias subjetivas del sujeto o de una comunidad particular, conduce al autoritarismo de considerar que la imposición de un poder central es el único camino para superar la disputa entre sen-tidos rivales y, de esta manera, garantizar la estabilidad del orden social. El proyecto teórico de Arendt consiste en afirmar que la vía para romper con la alternativa entre "Verdad" o imposición, en la que ha oscilado el pensamiento político tradicional, es desa-rrollar una concepción ampliada de racionalidad.

5 H. Arendt, "Das Denken", p. 25. Wittgenstein en sus Investigacionesfilosóficas em-prende la crítica a ese intento de reducir la noción de "sentido" a la de "verdad". Véase L. Wittgenstein, Werkausgabe, vol. 1, Frankfurt, Suhrkamp, 1993. El propio Donald Davidson, quien ha realizado uno de los intentos más importantes en este siglo de dar cuenta del sentido con base en la noción de "verdad", ha recono-cido que ello no es posible. Véase D. Davidson, Dialektik und Dialog, (Discurso al recibir el premio Hegel, 1992), Frankfurt, Suhrkamp, 1993.

6 Hablar de "sentido verdadero" es problemático porque el sentido es una condi-ción necesaria de la verdad y no a la inversa. Para establecer si una proposición descriptiva es verdadera debe tener, en primer lugar, un sentido y éste nos remite al uso de las palabras dentro de una forma de vida al interior de un contexto social particular.

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CONCLUSIONES

Se habla de un concepto ampliado de "racionalidad", porque éste no se basa únicamente en el modelo de una teoría orientada a la búsqueda de la verdad (epistemé), sino que toma como punto de par-tida el aspecto pragmático de la formación y confrontación de opiniones (doxa). En el aspecto pragmático de la formación y con-frontación pública de las opiniones no se trata de acceder a una verdad que las homogeneice, sino de llegar a compromisos y acuer-dos en los que se definan fines colectivos en un contexto plural y conflictivo.

En este punto se encuentra la diferencia básica entre la postura de Arendt y la de gran parte de las teorías políticas tradicionales, tanto de las herederas de la ilusión platónica como de las que for-man parte de la corriente antiplatónica (Maquiavelo, Hobbes, Kelsen y Schmitt, entre otros). Las teorías herederas de la ilusión platónica consideran, como ya hemos mencionado, que el con-senso en torno a una "Verdad" hace posible unificar a los ciuda-danos. En cambio, para los antiplatónicos esto es posible gracias a la imposición de un poder soberano. Sin embargo, a pesar de las grandes divergencias que existen entre ellos, ambas posiciones com-parten el supuesto de que la unidad y estabilidad del orden social requiere necesariamente de la homogeneización del "pueblo". Dicho de otra manera, ambas posturas teóricas afirman que la unidad política debe convertir a los ciudadanos en una especie de macrosujeto con una "voluntad general".7 En contra de esto, Arendt afirma que el requisito indispensable para la sobrevivencia del or-den social no es la supresión de la pluralidad, sino el reconoci-miento recíproco de los ciudadanos como "personas" (sujetos que tienen el derecho a tener derechos).

Este tipo de reconocimiento, al que Arendt denomina consensus inris, es el fundamento del orden jurídico, donde, entre otras cosas,

7 Si para Rousseau, por ejemplo, la "voluntad general" remite a la "Razón" de los ciudadanos, Schmitt considera que ella es resultado de un "mito" que hace posi-ble la homogeneización del "pueblo".

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( CONSENSO Y CONFLICTO

se delimita el espacio público que hace posible la aparición y conser-vación de la pluralidad social. Aunque el consensus iuris es el germen que hace posible el desarrollo del derecho, estos dos elementos no deben confundirse. El consensus iuris denota el hecho "existen-cial" del reconocimiento de los ciudadanos; en cambio, el dere-cho está constituido por el sistema de normas positivas que encarnan ese reconocimiento. El contenido de estas normas jurí-dicas varia en las distintas sociedades, incluso en algunas ni siquie-ra existe un sistema jurídico diferenciado. Sin embargo, toda sociedad requiere de un consensus iuris.

El consensus iuris presupone la transformación del conflicto, pero no su desaparición. El "enemigo político" no es aquel con quien no se tiene nada en común, sino aquel con el que se comparte un conjunto de normas jurídicas, sustentadas en el reconocimiento mutuo. El déficit de la teoría de Arendt es que, debido a los dualismos que en ella se plantean, no se determina el vínculo que existe entre el consenso, surgido del reconocimiento, y el conflic-to. A pesar de que Arendt no pierde de vista que existe una rela-ción empírica entre el conflicto y la política, para ella la "esencia" que define lo político es el consenso que permite el desarrollo de la esfera pública, entendida como un "espacio de aparición". Esto conduce a describir la dimensión polidca como un escenario teatral donde se presentan obras carentes de la fuerza dramática que otor-ga la realidad social. La pretensión crítica de la teoría exige una concepción normativa de lo político. Ésta, sin embargo, debe mantener el acceso a la experiencia para no reducirse a una simple condena moral de lo real. La correcta conjugación de la preten-sión crítica y el acceso a lo empírico precisa rescatar el aspecto del conflicto, relegado por Arendt, como uno de los elementos que determinan la especificidad de lo político.

III

Debemos recuperar, por tanto, la propuesta de Schmitt respecto a que la especificidad de lo político reside en una modalidad de con-

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CONCLUSIONES

flicto social. Por otra parte, la aportación de Arendt a la búsqueda del criterio para identificar lo político consiste en afirmar que lo propio del conflicto político no sólo es el grado de su intensidad, sino básicamente su referencia a un consensus iuris. Podemos concluir entonces que la relación "amigo-enemigo "puede servir como criterio distintivo de lo político en tanto se encuentra enmarcada en algún tipo de consensus iuris. Todo conflicto social puede convertirse en un conflicto político en la medida que: a) adquiera el suficiente grado de intensidad para trascender la esfera privada; b) se encuentre en juego el reco-nocimiento de alguna identidad particular y/o la definición de los fines colectivos; y c) mantenga una referencia al consensus iuris.

En el conflicto político se pueden llegar a cuestionar los conte-nidos particulares que en un contexto social determinado se legiti-man en el consensus iuris (leyes positivas e instituciones); pero para que el conflicto conserve su carácter político se requiere que los participantes se remitan a un consensus iuris, esto es, que se reconoz-can como "personas" o, en los términos de Schmitt, que se reco-nozcan como iustus hostis.

Cuando entre dos grupos rivales no existe un consensus iuris o éste se rompe, la intensificación del conflicto desemboca en la guerra o la represión. El paso de la guerra a la política representa una trans-formación cualitativa del conflicto, dada por el surgimiento de un consensus iuris entre amigos y enemigos. Además, si en la guerra existe una más o menos clara delimitación entre amigos y enemigos (recor-demos el significado de los distintos uniformes en la "guerra clásica"), en la política ese límite se torna fluido. El objetivo de la dinámica política, en tanto hace referencia a un consensus iuris, no es el extermi-nio del otro, sino la búsqueda de "adeptos", ya sea como aliados, subordinados o líderes. En la dimensión política, el otro ya no es un "enemigo absoluto" frente al que está justificado el uso de toda modalidad de violencia, sino con el que se tiene que convivir.

La referencia al consensus iuris que distingue a la política no signi-fica la supresión de la violencia; únicamente implica la limitación y reglamentación de la coacción física. Esta mutación de las formas en que se manifiesta la violencia connota un cambio en la manera

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de ejercer el poder. Mientras la lógica del poder bélico se basa en la movilización de los recursos de coacción para eliminar al otro, la dinámica del poder político se basa en la creación, la conservación y el manejo del consensus iuris y los contenidos que de él se derivan. A diferencia del "enemigo absoluto" del antagonismo bélico, el "enemigo político" es un rival justo que posee derechos y deberes, con el que es posible, por tanto, negociar o llegar a un acuerdo. El consensus iuris no pretende suprimir las diferencias entre amigos y enemigos, simplemente representa la aparición de un nivel nor-mativo común, que permite encauzar y limitar el antagonismo pro-piciado por esas diferencias. Desde esta perspectiva, encontramos que la política es una expresión tanto de lo que nos une como de lo que nos separa.

En el criterio que ahora se propone para identificar la dimensión política se plantea una estrecha relación entre lo político y lo jurídi-co que se condensa en lo que se ha llamado consensus iuris. Esto no implica que se confunda o se haga a un lado la especificidad de estos dos ámbitos de la práctica social. El reconocimiento recíproco de los ciudadanos o de las unidades políticas, que constituye el consensus iuris, es el fundamento de legitimación del sistema jurídico y, al mis-mo tiempo, el punto de referencia esencial del conflicto político. La relación entre lo político y lo jurídico, mediada por el consensus iuris, no es reducible a una relación causal simple. Por una parte, el siste-ma jurídico representa el marco en el que se desenvuelve la prác-tica política. Por la otra, en esta última se define el contenido del sistema jurídico y sus transformaciones. El derecho es, en cierta forma, política "congelada", pero lo jurídico traduce los contenidos que provienen de lo político a su propio código, basado en la distin-ción "lícito-ilícito". La política nunca se reduce a ser una realización de las prescripciones jurídicas, pero éstas determinan, en gran parte, la forma de ejercer el poder político.

El propio Schmitt no sólo reconoce que la política es irreductible a la guerra, sino también asume, de manera implícita, que lo polí-tico está vinculado a lo jurídico a través del consensus iuris. Esto se puede apreciar cuando este autor sostiene que el Jus Publicum

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CONCLUSIONES

Europaeum representa uno de los más grandes acontecimientos de la historia política. El argumento que Schmitt esgrime para defen-der esta tesis es que ese derecho internacional se encuentra cons-tituido por el reconocimiento recíproco de los estados soberanos, que hace posible la transformación del "enemigo absoluto" en un "enemigo justo" y, con ello, la reglamentación y delimitación de la guerra (die Hegung des Krieges).

Su concepción estatahsta del orden social le impidió a Schmitt comprender que la consolidación del "Estado de derecho" repre-senta en la política interna de las naciones un acontecimiento aná-logo al del surgimiento del derecho público internacional moderno en la política externa. El consensus iuris que subyace en el "Estado de derecho" presupone el reconocimiento de que la nación es tam-bién un "pluriverso" (que la nación no es, ni puede llegar a ser nunca, una comunidad de "amigos" o un grupo homogeneizado) y que la disidencia no es una conspiración contra la supuesta "vo-luntad general", sino la expresión de esa pluralidad conflictiva que forma el ámbito nacional. La disidencia y la crítica dejan de ser en el "Estado de derecho" asuntos policiacos, para convertirse en el dato cotidiano e insuperable de la política interna. Esto no condu-ce, como creía Schmitt, a la desaparición de la unidad social y política. Por el contrario, es un factor que la fortalece. Las unida-des políticas que no reconocen la pluralidad del "pueblo" son pre-cisamente las que, a pesar de todo el poder coactivo que puedan acumular, se tornan en organizaciones frágiles.

IV

Hemos dicho que la existencia y reproducción de toda unidad política presupone un consensus iuris entre sus miembros; tenerlo en cuenta hace posible el desarrollo de una teoría crítica de lo político con bases empíricas. Es decir, una teoría que no se limite a describir y comparar los diferentes sistemas políticos, sino que, al mismo tiem-po, posea un criterio normativo capaz de sustentar el análisis crítico de ellos. Ese criterio normativo se encuentra en las pretensiones de

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validez inherentes a todo consensus iuris. Cabe señalar que ninguna organización política se adecúa plenamente a las pretensiones de validez de su consensus iuris. Sin embargo, sólo en la organización democrática se reconoce esta inadecuación entre el nivel normativo y su realidad institucional. Por eso, ella se encuentra "abierta" a la crítica permanente. El objetivo de la crítica no es la realización de un "sentido pleno" en una sociedad libre de conflictos, sino el cuestionamiento perpetuo de los "sinsentidos" que se enfren-tan en la experiencia, surgidos de la voluntad de dominio.

Para que la crítica no se limite a ser una simple condena mo-ral de lo dado y se mantenga unida a la dimensión empírica de la teoría, así como a la práctica, es menester determinar el camino que vincula la noción de consensus iuris con la multiplicidad de contextos sociales. Lo primero que hay que establecer es que los consensus iuris no aparecen como resultado de un "acuerdo racional"8 ni como una decisión arbitraria de una autoridad, sino que son el producto contingente de la práctica social y los con-flictos que la caracterizan.

El contenido del consensus iuris varía cuantitativa y cualitativa-mente en los diferentes contextos sociales e históricos, pero en todos ellos remite al reconocimiento recíproco de los miembros de la unidad como "personas" que tienen el derecho a tener dere-chos. El primer síntoma que denota el inicio del proceso de for-mación de un consensus iuris es que un grupo de gentes se piense como un "nosotros". Aunque en la mitología del grupo esto se re-presenta de manera frecuente como el "origen" del orden, el consensus iuris no debe considerarse como un punto cero que marca el tránsito de un supuesto "estado de naturaleza" a un "estado

8 La noción de "acuerdo racional" es el contenido normativo implícito en los consensus iuris empíricos. Es esto lo que ha sido percibido por la tradición "contractualista" de la teoría política, aunque la diferenciación entre el nivel empí-rico y el normativo no siempre ha sido asumida en ella.

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CONCLUSIONES

civil" o el paso de una situación en la que impera el conflicto a una en donde reina la paz y la seguridad.9 Sin embargo, las narraciones míticas que hablan del consensus inris como un "origen" del orden social nos permiten comprender la diversidad de tipos de relacio-nes sociales que subyacen en ese consenso.

Por ejemplo, en muchas sociedades el consensus iuris se represen-ta como un pacto entre el pueblo y "Dios", por medio del cual el pueblo consiente obedecer las leyes que le han sido "reveladas", a cambio de la protección de la divinidad. En las distintas versiones teológicas del "pacto social", las normas que constituyen el consensus iuris quedan protegidas de la crítica por una aura sacra, en tanto se consideran leyes reveladas por un poder trascendente. En la mo-dernidad, en contraste con esta concepción tradicional, el consensus iuris se ha representado como un "contrato" libre de toda interfe-rencia divina. Ese supuesto "contrato" primero se pensó como un pacto entre el monarca y los súbditos y, posteriormente, como un acuerdo entre los propios ciudadanos, sin la intervención de un poder superior. En los dos casos, las leyes concretas que emanan del consensus iuris quedan sujetas a la crítica, sin que por ello se tenga que romper el aspecto básico de ese consenso. Es decir, se empieza a diferenciar entre el hecho existencial del reconocimiento y las le-yes positivas que se sustentan en él.

Estas formas de representación del consensus iuris corresponden a dos modalidades generales de relaciones sociales. Tanto la versión teológica como la del contrato entre el monarca y los súbditos nos remiten a un consensus iuris basado en relaciones patrimonia-

9 Hegel es quien cuestiona de manera radical todos los intentos de pensar el "origen" del orden social como una reunión o asociación voluntaria de individuos. De manera acertada, Hegel destaca que todo proceso de individuación es ya un proceso social y que todo intento de pensar el "origen" (el punto cero) del orden social nos conduce a callejones sin salida. En todo análisis del orden social tiene que presuponerse de ma-nera necesaria su existencia, con la terminología hegeliana podemos decir: el consensus iuris es una consecuencia de la dinámica de la cticidad (SittUchkeit).

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listas.10 La versión del "contrato" entre ciudadanos denota un sis-tema de relaciones sociales sustentado en un reconocimiento me-diado por una legalidad "formal-racional".11

El tipo de reconocimiento patrimonialista es la modalidad más extendida y la que produce las unidades políticas más renuentes al cambio. Se define por un vínculo personal de dependencia, regu-lado por un conjunto no ordenado de derechos y privilegios con-suetudinarios. La estructura de las unidades patrimonialistas está constituida por un sistema jerárquico de "cargos", entre los que no existe una clara delimitación de funciones. En su caso más puro, lo importante no es reglamentar el cargo sino establecer quien lo ocupa con base en las relaciones personales de los candidatos. El cargo se considera como una prolongación del patrimonio per-sonal (aunque sea sólo temporal), que otorga al titular ventajas políticas y económicas. El poder de la autoridad tradicional está limitado por un conjunto de normas tradicionales, pero éstas de-jan el suficiente espacio para que la autoridad, con base en consi-deraciones personales, tome decisiones arbitrarias.

El ámbito interno de las unidades patrimonialistas no adquiere un carácter público en sentido estricto, sino que es una extensión de las relaciones y jerarquías que rigen en la esfera privada.12 El consensus iuris patrimonialista no sólo establece una frontera entre

Es evidente que la representación del consensus iuris como un contrato entre el monarca y los subditos, tal como aparece, por ejemplo en Hobbes, es una versión intermedia entre las formas de organización tradicional del poder y las formas propiamente "modernas".

11 Se habla de "formal" no porque carezca de contenido, sino debido a que su conte-nido básico (los "derechos fundamentales") no se identifica con una forma de vida concreta. Se le denomina racional porque presupone un proceso de racionali-zación de las normas y los procedimientos en los que encarna el consensus iuris.

12 En contra de la visión exclusivamente normativa del consensus iuris que maneja Arendt, es preciso destacar que ese consenso no siempre tiene como efecto la cons-titución de una esfera pública, tal y como la describe esta autora.

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los participantes del orden social y los extranjeros, sino también un límite entre los miembros de la unidad política y el resto de los individuos que forman parte del orden social. La dinámica de estas unidades políticas está dominada por una racionalidad con arreglo a valores, cuyo principio fundamental es la lealtad o fideli-dad al vínculo personal de dependencia. La política es un privile-gio reservado a un grupo restringido, cuyo objetivo esencial es la lucha por adquirir y conservar los cargos, así como las ventajas a ellos ligadas.

En las unidades políticas patrimonialistas lo público es lo ex-terno, ya sea dentro o fuera del orden social en el que esa unidad se encuentra. En estos casos, lo público se asocia con aquello que amenaza la unidad política. Cualquier individuo o grupo ajeno a la unidad política es considerado, en principio, como un "enemigo absoluto", en tanto no forma parte del "pacto" comunitario. La sola presencia del extraño es vista como un peligro, porque cues-tiona la identificación entre las pretensiones de validez racionales del consensus iuris y la concepción del mundo particular que rige en la unidad política patrimonialista. Pero también, cualquier miem-bro que cuestione el contenido de las leyes positivas o de las insti-tuciones establecidas, aunque no ponga en duda el consensus inris, se convierte en un extraño y, con ello, en peligro que debe ser elimi-nado. Si la política interna de las unidades políticas patrimonialis-tas tiene como eje la lucha por los "cargos", su política externa se centra en el rechazo violento de la pluralidad.

En las unidades políticas en las que el reconocimiento de los ciudadanos se traduce en una legalidad formal-racional, los víncu-los de dependencia personal se ven desplazados por una sumisión a la ley. Ello no quiere decir que desaparezca la asimetría en las relaciones entre sus miembros, pero se transforma en una escala jerárquica de cargos delimitados. En su caso más puro, lo impor-tante es la manera en que se ejerce el cargo, así como la califica-ción técnica que se requiere para ocuparlo y no quien lo ocupa. En estas unidades políticas se hace compatible una racionalidad con arreglo a valores (aquellos valores que encarnan en las leyes posi-

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tivas) y el desenvolvimiento de una racionalidad con arreglo a fi-nes, lo cual eleva considerablemente la eficacia de esas unidades políticas. Lo público ya no es el ámbito externo a la unidad políti-ca sino su propio espacio interno.

El acceso a los cargos queda abierto a todos los ciudadanos. La cuestión que subyace a los conflictos políticos de estas unidades políticas es, precisamente, a quiénes se reconoce como ciudada-nos y qué derechos les corresponden. Para determinar la dinámica de estos conflictos resulta útil distinguir tres niveles de ese recono-cimiento, que corresponden, a su vez, a tres tipos de derechos fundamentales: a) el primer nivel es el reconocimiento del indivi-duo como miembro del orden social. Esta dimensión del recono-cimiento está ligada a un conjunto de derechos que garantizan la llamada "libertad negativa" ("libertad de") de los individuos; b) el segundo nivel es el reconocimiento político en sentido estricto, es decir, el reconocimiento como miembro activo de la unidad polí-tica de la sociedad. Éste se encuentra relacionado con los dere-chos de participación política; y c) el reconocimiento social trasciende la noción de "igualdad formal" —-igualdad frente a la ley—, para incorporar los aspectos de una igualdad social más amplia. Este nivel del reconocimiento se encuentra vinculado con los derechos de justicia social que atañen a la distribución de la riqueza social.13

En las primeras unidades políticas en las que se apela a una legalidad formal-racional, los derechos fundamentales aún están mezclados con los valores e intereses de un grupo social particu-lar. Esto da lugar a una contradicción entre la pretensión de vali-dez general, propia del sistema jurídico, y la restricción de los

13 Esta diferenciación de los niveles de reconocimiento y sus derechos correspon-dientes retoma la propuesta de T. H. Marschall, Citizenship and Soda! Class, Londres, 1981. Así como Value Problems of Welfare Capitalism, Nueva York, 1981. Lo que se cuestiona de esta propuesta es la tesis de que sea posible establecer entre estos derechos una relación de sucesión histórica simple.

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CONCLUSIONES

derechos a una minoría. Recordemos, por ejemplo, las limitacio-nes del derecho al voto que se establecían en las legislaciones elec-torales. En las luchas sociales no sólo está en juego la redistribución de la riqueza y el poder político, sino también, en primer lugar, el reconocimiento de la identidad de los diversos grupos. La historia de los movimientos sociales manifiesta la pluralidad social y, con ello, la necesidad de diferenciar los derechos fundamentales de los valores e intereses particulares de los distintos grupos. Este proce-so de diferenciación es la tendencia fundamental de la dinámica política en las sociedades modernas.

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