enid, la reina clandestina
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Cuento de fantasía.TRANSCRIPT
Pérez Morales Dulce MaríaTaller de literatura y periodismo
27/agosto/2015
Enid, la reina clandestina
La prisa es una mala consejera, vierte una dosis diaria de culpa y celeridad ciega
a los habitantes de la ciudad. En una avenida muy transitada existe un fuerte de
información peculiar, a la vista de todos es un puesto de periódicos oxidado y
destartalado, pero ahí, frente a las narices de los citadinos mora una reina.
—Señora, ¿tiene el Esto?- preguntó una mujer de forma apesadumbrada, cuyo
cuerpo recordaba al de un manatí, buscando el periódico con la mirada.
—Sí, señora. Tenga.- respondió una voz femenina.
—Deme la Prensa- dijo un hombre, extendió su mano con firmeza y con aires de
merecedor para recibir el diario, no alzó la vista, siempre miró su reloj.
—Claro, tome.- volvió a responder la voz femenina.
—Buenos días, me llevo el Milenio- afirmó un “jovenazo” y desdobló el rostro de
Morelos hacia el horizonte.
—Recibo cincuenta. Aquí está tu cambio.- la voz femenina le sonrió.
—Gracias- expresó el “jovenazo”, apresuradamente guardó el cambio en sus
bolsillos, colocó el Milenio bajo su axila y tomó la pecera.
—Que tengas un buen di..., ya se fue.
Enid abrió los ojos. De nuevo soñó con el trabajo. Observa su habitación, todavía
reside la penumbra y su cuerpo tirita. Sólo un brillo azulado y tenue se filtra entre
las cortinas del ventanal, el amanecer está próximo. Es un ventanal antiguo, con
bordes negros y vidrios turbios, vencido por la humedad de los años, es viejo pero
sobrio. A Enid le evoca seguridad.
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Enid siempre fue friolenta, de niña nunca se quitaba un suéter verde que le tejió su
madre, pero un hilito empezó a crecer y crecer, hasta que el deshilache formó un
gran hoyo del tamaño de una toronja.
Enid hubiera preferido usar su Jersey esmeralda hasta el fin de los tiempos, pero
llegó la incómoda vanidad adolescente y optó por reemplazar su roto y verdoso
amigo por un chaleco marrón. Ella misma confeccionó cinco chalecos iguales con
tela polar. No tolera elegir cada día un color diferente que vestir.
“La rutina es segura”, se repite a sí misma, se esfuerza por vivir el hoy de igual
forma que el ayer. Se despierta a las 4am y necesita contar su primera respiración
del día, sólo para comprobar si su pulso sigue marcando el tiempo.
Se sienta sobre su cama, sus pies buscan sus pantuflas felpudas color esmeralda.
Se incorpora y mira el espejo:
—Envejezco.- dijo Enid en un suspiro llevándose ambas manos al rostro y
deslizándolas con suavidad hasta su barbilla.
El cuerpo de Enid tiene curvas, sus piernas de leona y brazos de gorila hembra
son sus mejores aliados para el ir y venir de los días. Su cabello es color carbón
de un grosor capaz de romper cualquier peine de plástico duro. Su tez es morena,
tonalidad parecida a la bebida caliente llamada capuccino, incluso, sus pecas
parecen canela en polvo. Y sus ojos tienen la profundidad y espesor del petróleo
líquido.
—Preferiría ser una hormiga obrera, serviría a mi comunidad, tendría dos antenas
y cargaría provisiones tres veces más grandes que mi peso, como lo hago ahora.-
dijo Enid.
—Si fueras una hormiga, serías la reina.- corrigió la mamá de Enid, haciendo un
gesto solemne con su brazo alzándolo y curvando ligeramente la mano.
Ambas inician su día con un café, como la mayoría de la población mexicana.
Vierten agua en un pocillo y la calientan en una pequeña parrilla. A Enid le gusta
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utilizar como cronómetro el tiempo que tarda el agua para llegar a su punto de
ebullición. Se viste rápidamente con unos jeans, cualquier playera limpia y su
chaleco marrón. Ella posee la agilidad de un mosquito.
Su madre no terminó la primaria, pero aprendió lo fundamental: leer, escribir y
sumar. Ella forjó el puesto de periódicos, trabajo que heredó de su padre. Ahora le
pertenece a Enid.
Enid ejerce su monarquía con el material que vende, aceptó los periódicos más
populares de circulación nacional, pero en las revistas fue selectiva, sólo acepta
cómics y revistas de información cultural o científica, una Tv notas jamás la
encontrarían los lectores en su recinto.
Todas las mañanas, a las 8 am, Enid y su madre instalan el puesto, tienden con
unas pinzas las revistas y periódicos del día. Acomodan los textos por temáticas,
“aquí las de ciencia, aquí los cómics, aquí los periódicos”.
Después, la madre regresa a su casa. Enid se sienta en su trono y aguarda a sus
súbditos lectores. Está a la espera de que alguno de ellos reconozca y aprecie el
material inédito que les ofrece.
Su báculo no es un bastón de brillo insípido, siempre es una revista, la abre, le da
vuelta a las páginas y la enrolla como un taco, así es más fácil leer los párrafos.
Su corona no es una tiara con rubíes, son sus anteojos redondos. Y su consejero
político no es “Rasputín” o el mago Merlín, es “Solovino”, un fiel canino.
Ella enfrenta sus propias guerras, no son sanguinarias, su gran enemiga es la
tormenta. Amenaza con destruir y saquear su tesoro, nubes negras y truenos son
el aviso. Al menos, la tormenta es una enemiga previsible, pero nunca se sabe
cuáles serán los daños. Ella no cuenta con un ejército armado, su muralla sólo es
un plástico viejo y los muros oxidados de su palacio.
A Enid, la reina, le gusta contemplar a sus pobladores, pero le entristece que gran
parte de ellos vivan cegados por la prisa. Así nuca tendrán el tiempo para
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sumergirse en los textos que ella ofrece. Y siempre duda de que sus súbditos
terminen de leer lo que se llevan del recinto. Sin embargo, ella sonríe y persiste.
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