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Emilio Calle

EL TITANIC

Y EL PASAJERO2209

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Para Emilio, para Víctor y parell

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ADRIZAR  

Después de tantos años recorriendo scribiendo sobre el Titanic  y sobre las dos horas

medias previas a su total desaparición en aguas dAtlántico, siempre me vi obligado a quedarme detenidfrente a las misma puertas condenadas, aquellas tras lque se siguen ocultos los últimos alientos de los nobrevivieron al hundimiento. Había decenas d

preguntas que me hacían volver una y otra vez a ubarco más construido ya más en los astilleros de la

fantasías colectivas que en las pétreas cunas dBelfast, buscando respuestas solventes a las punzadade una insaciable inquietud: ¿Qué clase de pareja sniega a abrir la puerta de su camarote cuando al tratade informarles de lo desesperado de la situación? S

omo es dato seguro, y se da por hecho que hub

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disparos, ¿por qué ningún superviviente pudo situarloon exactitud, más allá de trémulas teorías aportada

muy a posteriori? ¿En qué podían estar pensando lapersonas que abandonaron los botes salvavidas par

egresar a un barco que se hundía? ¿Qué pudo movea tanta gente a quedarse a bordo, incluso tomando ldecisión muy poco tiempo después de conocerse lnoticia, sabiendo la aterradora agonía quobrevendría? Estas y otras muchas cuestiones meguían persiguiendo mientras apartaba la mirada er imposible disponer de la documentación precis

para adentrarme en esos enigmas de inaccesibesolución. Pero fiel a las palabras de John Le Carr

uando escribió que “la ficción debería ser siemprnuestro buque insignia”, finamente me dejé llevar poodos aquellos datos que después de no poca

obsesiones y muy severos desvelos, acabaron pomerger en este libro. Personajes reales transitan po

aquí, y otros ficticios donde se aúna lo conocido con lque nunca se podrá saber, o se recala en esos mitomoldeados con objetos, personas, imágenes o cualquieotra clase de material de leyenda generado por lfascinación que convoca el Titanic. Este libro s

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AGRADECIMIENTOS Cuesta imaginar una tragedia dentro de l

ragedia, por eso que desafía la razón el tener quasimilar la pérdida de Hildur Panula-Heinonen, a la qu

l Titanic  despojó de tantos miembros de su familipor lo que el haber podido contactar con ella ha sido uxtraordinario privilegio; con inexcusable retraso, deb

dar las gracias a la doctora Isabel María García Rojade Sevilla, quien tanto empeño y tantísimo talentmalgastó intentando que comprendiera los beneficiode las ceremonias de despedida; Daniela ElizabetBravo me sorprendió desde el otro lado del cristsmerilado, lo cual reveló un rumbo del tod

mprevisto; Albert Soriano Reyes tuvo la deferencia d

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ompartir conmigo su recopilación fotográfica, lo qufacilitó que llegaran a resultarme muy conocidoalgunos rostros que jamás volvieron, los mismos quacabaron por ser presencias familiares mientras y

mismo me iba sumando a los espectros; IrenHernández Rodríguez y María Neira Domínguepusieron a mi poco juiciosa disposición sus archivoprivados, y a mi agradecimiento debo sumar madmiración por el fantástico y muy respetuoso trabajque están llevando a cabo para honrar el legado dbarco que robó al tiempo que creó tanto sueños; tant

erea Aguado como Jon Martija (y no creaventurado sospechar que Mia Waters tambié

hubiera hecho lo mismo) ni titubearon a la hora ddecirme que, pese a la zozobra, continuar escribienddebía seguir siendo mi única Estrella del Norte, por lque hago pública una deuda que nunca podré pagar pretendo estar a su altura; como siempre, desde que m

mundo es casi mundo, me faltan agradecimientos palabras para Raquel Parrilla Pérez; y a Mayte Crupor las gaviotas.

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LISTADO DE

PASAJEROS

HIELO VERDE

CAMAROTE PARAIMPERTINENTES

UNA APUESTA SEGURAEL TESTAMENTO DE LA

OSCURIDAD

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ESTA NOCHE SÍ

ALMAS DE PORCELANA

¿INTRUSOS EN ELTITANIC ?

LA BALA IMPUNTUALEL OLVIDO DE SAN

AGUSTÍNDESCONFÍA DEL AGUA

EL PASAJERO 2209

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una antorcha de fuego tambiésolidificada en su mano alzada, sería lprimero que verían justo antes de atraca

en Nueva York.Y el pequeño Jyrki acababa d

contemplarla.La Estatua de la Libertad habí

pasado a su lado.Aunque, para ajustarse totalmente

a verdad, lo cierto es que él se hallab

a babor, casi dormido en un bancodonde se acurrucó para acallar el fríofingiendo que soñaba con un mundo quaún no era suyo, y no fue hasta despué

de que le llamasen la atención el sonidde unas campanas, junto al temblor de scuerpo que parecía haber contagiado abarco que también había estado tiritand

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durante algunos segundos, a los que nardaron en unirse las de repent

excitadas exclamaciones de otro

pasajeros en el lado contrario, cuandse levantó y se dirigió rápidamenthacia estribor, casi trastabillando y yera tarde, Ella siguió su guardimientras el barco seguía navegando, poo que sólo había logrado atisbar un

mínima parte, un fugaz esplendor, quizá

os pliegues finales de su larga falda el trémulo resplandor de la antorcha aureflejándose en el agua, como la estelde un ser gigantesco, en cualquier cas

una mancha monumental que tambiéquedaba atrás, algo que habídespellejado la noche dejando un huecde inescrutable negrura.

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cuartearon la calma en el puente dpopa, rompiendo el habitual silencipropio de una mina abandonada. A esa

horas sólo insomnes, algún que otrripulante de guardia, algunas parejas,

veces un cura, y un desobediente niño dnueve años se movían con relativsoltura en la lustrosa oscuridad por lque también parecían navegar, como sen vez de sobre el agua, el Titanic  s

estuviese deslizando sobre el cielo. Eshabía desaparecido. Todo se empezaba llenar de vida como si fueran loprimeros albores de la madrugada. E

problema es que no entendía nada de lque decían, nada, ni una sola palabra, mucho menos era capaz de articular unsola frase en inglés por mucha

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ecciones improvisadas que le hubiesempartido a él y a sus dos hermana

pequeñas desde que dejaron en la cunet

su pueblo natal. Y dudaba mucho quenadie de cualquiera de los que ahora sasomaban por la barandilla tuviese emás mínimo conocimiento de finlandésun idioma con el que a veces ni siquiersus propios parientes parecíaentenderse.

Pero es que, además, el alborozno necesita de traductores.Momentos atrás el Titanic  parecí

moribundo, más poblado por ausencia

que por almas vivas, como un buque punto de convertirse en un navífantasma. Pero ahora mismo, y pese a lhora, era como si todos los pasajeros s

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estuviesen despertando porque el rumode que habían pasado junto a la estatua debías estar recorriendo el barc

desde la proa hasta la popa, y se colabpor las rendijas, y entre las sábanas, bajo los gorros de dormir. Algunoóvenes gritaban en cubierta, y reían, ugaban con algunos trozos de hielo, qu

quizás habían arrancado del que sacumulaba en algunas partes de l

barandilla, y varios hombres sasomaban por la misma, charlando covisible animosidad, mirando hacia eugar por donde se había alejado l

mujer tallada que custodiaba todas laesperanzas. Algunos miembros de ldotación conversaban con los pasajeroque se acercaban para interesarse sobr

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sobre los motivos para tanto revuelo.En una cubierta superior, vio a uno

de los oficiales correr hasta se

devorado por las tinieblas.Seguro que todos querían comparti

a prueba irrefutable de que el Titani

era mucho más rápido de lo que screía. Durante todos esos días, Jyrkhabía escuchado continuos rumores quotros emigrantes finlandeses lograba

sonsacar a duras penas a los demápasajeros sobre cuándo llegaríarealmente porque cada día el barcnavegaba más y más deprisa hacia s

encuentro con la Dama. Nadie que fuesa bordo lo negaría porque cada uno dellos había sido testigo de cómo eTitanic  rebasaba la velocidad de l

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prisa. Nada viajaba tan rápido. Ni tasiquiera el mismísimo tiempo. Habísuperado cualquier expectativa,

muchos eran los pasajeros que dabapor cierto que arribarían antes de lprevisto. Puede que un día o dos antesUn barco extraordinario. Sobre todpara el pequeño, porque además de qunauguraba transatlántico, tambiénauguraba una vida. Estaban llegando

América. Allí donde el verano ssucedía a sí mismo. No habría másobresaltos en el calendario. En esierra que llamaban de la promisión, su

pobladores habían logrado capturar encerrar al invierno en las montañasCasi regalaban la tierra a todos aquelloque tuviesen el coraje de empeñar s

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futuro en ella, y todo eran facilidades desvelos para la gente que, como lfamilia de Jyrki, escapaban de un

desventura congénita.¡Pero al fin estaban cerca de

puerto, casi en la entrada de una fantasíque pronto sería realidad!

Tenía que contárselo a su padreCuando lo supiera, casi seguro que lperdonaría haberse escapado de

camarote común. Puede no tuviera quconfesarle que lo había hecho todas esanoches. Quizás ni se enojara si lpermitía añadir lo de la estatua.

 No se le ocurría nadie mejor en emundo para compartirlo.

Porque Jyrki admiraba a su padreese hombre gigantesco y arisco, en cuy

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semblante había quedado incrustado uúnico gesto de profundo aislamiento, que parecía soportar sobre sus hombro

algún tipo peso que ni siquiera con spoderosa fuerza era capaz sobrellevarO tal vez lo que le lastraba era su propicuerpo, descomunal a todas luces, comsi necesitara un planeta para él solo, unmpresión esta que se acrecentab

cuando, incapaz por más tiempo d

seguir respirando el aire fermentado eel camarote, salía a pasear por lacubiertas como un ogro extraviado en umundo de seres diminutos, mirando co

recelo aquel sol extraño, y aquel océanan hostil como cualquier otro infinito

pero sobro todo escudriñando a rigurosdistancia a los que podían pasar po

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criaturas de su misma a su especieaunque no lo fuesen pues su especie nera otra que la que llevase, por mínim

que fuera el porcentaje, la misma sangrque congestionaba a perpetuidad srostro. Apenas hablaba. Amaba esilencio, como si en él encontrase todcuanto necesitaba para existir. Era tade pocas palabras, que aquel díaalgunos meses atrás, en la mesa dond

se habían reunido para comer, Jyrki tuvoa impresión de que tenía contadaexactamente cuántas diría en toda svida, y que de hecho había estad

callado tanto tiempo guardando con celalgunas para anunciar, con una voz algomás sosegada de lo habitual, que ebreve abandonaban aquellas tierras par

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emprender un viaje hasta el otro confíde la tierra.

Esto se acabó, dijo.

 Nos vamos de aquí.Y realmente se acabó. La estació

del cambió arrasó con ellos, como otraestaciones inesperadas hicieron antecon las cosechas, y también se llevó podelante la casa, y la mayoría de supertenencias, que fueron subastadas

vendidas, regaladas, cuarteadas y eresto empaquetadas en baúles tamaniatados que casi se podría pensaque ocultaban terribles criaturas en s

nterior que había que mantener bieatadas.

Muy pronto, se pusieron en marcha las penurias se abandonaron junto a la

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elarañas del desván.Y no fue tarea fácil. No hacían más que transitar po

caminos embarrados, como si incluso lorografía buscase impedir tantos éxodohaciendo impracticable el paso, dejandque los arrepentimientos florecierapara disuadir a muchos de que lo máuicioso era volver a casa. Y barcazas, y

más carretas, y luego trenes, tan largos

an abarrotados de personas y ddiomas que a veces más parecíaransportar países completos, y las víaos llevaban de un lugar a otro, como s

nadie estuviera muy seguro de qué sdebía hacer con ellos, con toda esa gentque vivía en la espera de ser otra veexpulsados de una nueva tierra que a l

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arga les escupiría como esputo. Nsiquiera era capaz de recordar cuantiempo llevaban viajando desde qu

salieron de Finlandia.Todo resultaba tan chocante si uno

se paraba a pensarlo.Aunque más que cualquier otr

ugar, Londres, que había sumido apequeño en un estado de terror absolutocasi abstracto, nada más atravesar, o se

atravesado más bien, por sus calles y sbullicio, con sus aceras llenas de gentde tan diversa índole que costaba fijar latención en un individuo cuando s

voraz curiosidad quedaba atrapada poel que estaba justo a su lado, tan iguale a la vez tan distintos, tan alejada a l

uniformidad teñida de gris escarcha e

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a que se había criado. Como le habíasubyugado sus altos edificios de piedrnoble que Jyrki supuso construidos par

esconder en ellos grandes secretos, y supuentes, como suturas sanando ladesgarraduras de una ciudad que nparaba de crecer, y ese reloj colocadoan alto en el cielo que era como si sól

Dios pudiese mirar la hora. Eso sí, fual llegar a la ciudad, cuando vio e

nombre por primera vez. Es probablque estuviese escrito en los pasajes y eos papeles de inmigración, y hasta qu

su madre o sus hermanas lo hubiera

pronunciado un montón de veces (sólque Jyrki no estaba atento a esodetalles, arreciado por las ilusiones dlegar cuanto antes), pero ahora no habí

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forma de no encontrarse con él, pomucho que uno tratara de evitarlo. Leías por todas partes. En la

marquesinas, en los escaparates, en loperiódicos, en la boca de cuanta gentcon la que se cruzaron desde qusupieron cómo llegar a la zona dembarque. Podía no entender el idioma sin embargo comprendía a la perfeccióde qué hablaba todo el mundo. E

Titanic  había cubierto por completo lciudad como la cólera de la nievsepultaba a veces las laderas dondaprendió a crecer.

Aunque fue en el puerto dondpudo constatar en otros ojos mucho másemejantes a los suyos la magnitud de saventura. Había cientos de curioso

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apilándose para ver la salida del barcocomo si nunca antes ningún otro buquhubiera zarpado desde allí. Pero Jyrk

pronto se fijó en los numerosos grupode niños que lograban eludir los límitede seguridad, y correteaban por todo emuelle, hasta que eran expulsados a unzona desde donde se reorganizaban parregresar a los amarraderos y pasear señalar sin desmayo partes de l

nmensa mole de acero negro que aún nhabía probado el sabor del mar abiertoY cuando vieron a Jyrki, no fueropocos los chavales que le rodearon,

empezaron a caminar al mismo ritmque él. Aunque intuía a que mucha de supalabrería no escondía más que burlasobre su aspecto, eran incapaces d

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ocultar su envidia mientras el muchachde chaqueta raída, mangas que casparecían perneras, gorra de plato y una

enormes botas de viejo montañero, sencaminaba directamente hacia el barcocomo azuzado por los gritos de loestibadores. Por eso le miraban coadmiración, y hasta algo había dfervoroso respeto, pese a las chanzaspues era Jyrki quien embarcaría y n

ellos. Hasta la ciudad, que ya la resultnconmensurable, parecía pequeña aado del Titanic, no menos inabarcabl

para la vista y para la razón.

El barco que cruzaría el océano al que todos querían subirse.

Eso era lo que les ofrecía su padre¿Por qué todos solían quejarse d

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su pertinaz silencio si cada vez quhablaba te entregaba un mundo nuevo?

Demasiado pequeño como para n

dejarse tentar por su propia ilusión, lmpaciencia ya encontró fácil presa e

él. Tenía que volver al camarote. Ycontarle a su padre que llegaban, al fina la tierra donde el sol, ocultándoscerca, también se quedaba a pasar lnoche, y así nadie dormía con frío.

Era prioritario.Aunque para lograrlo debíatravesar el barco de un extremo al otroPor alguna razón que no había pensad

hasta ese momento, desde que emismísimo instante en que subió a borddel Titanic, Jyrki se había desinteresadpor completo de cuanto se viera o d

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cuanto sucediera en la proa, y apenahabía estado allí un par de veces, en eprimer día de travesía, sólo para ve

cómo hendía el océano la quilla con unmpiedad sobrecogedoranvariablemente sus pasos se dirigía

hacia popa, y gastaba en aquellcubierta tantas horas como pudiera robapara deambular sin custodio, o sin lacontinuas intromisiones de sus do

hermanas menores (que a veces podíacorrer tanto y estar en tantos lugares a lvez que hasta un barco de ese tamaño ses quedaba pequeño), contempland

con fijeza lo que dejaban atrás, como sratara de asegurarse en todo moment

de que sí, de que era cierto, que sestaban alejando del continente anciano

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de que aquel era un viaje sin retornposible, y por eso el mar se abalanzabsobre la estela que iban dejando par

borrar cualquier rastro de su paso.Pero ahora debía volver hasta lo

corredores inferiores de proa, dondestaban los camarotes de tercera, emió que la impunidad con la que ante

se desenvolvía ya no le fuera tapropicia. Porque era más que evident

que todo el barco se estaba despertanda medianoche. Ya en el interiorcolándose en zonas que ni debería mirarvio como empleados de la compañí

estaban hablando con algunos pasajerosmuchos de los cuales acababan de salide sus camas, y parecían molestos poesa irrupción en sus sueños.

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Eran tan ricos que hasta podíaquejarse si se les despertaba a deshoras

Al bajar y pasar cerca de la sala d

máquinas, Jyrki cayó en la cuenta de quel barco había dejado de navegar. Esoañadía una confirmación más a su idede que estaban cerca de tierra. ETitanic se frenaba en su solitaria carrerpues competía contra sí mismo sobre e

espejo de la superficie donde tan sól

podía reflejarse una lluvia de infinitaestrellas, y ni siquiera las fugaces eraan rápidas como para no quedars

flotando en el agua junto a las demás

porque el puerto debía estar próximoSeguro que ahora debería esperar a qulegase la mañana para que lo

remolcadores ayudaran en las maniobra

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de acercarlo hasta quedar amarrado uno de los muelles, tiempo más qusuficiente para que todo el mund

pudiera embalar de nuevo sus hogareportátiles. Sobre todo en tercera claseHabía gente que había llevado su casa cuestas y que amoldaron los camarotehasta hacerlos lo más parecido posiblea lo que mantenía secuestradas suañoranzas.

Es cierto que bien podía haber idprimero al camarote donde descansabasu madre y sus hermanas, las cuales, agual que el resto de las mujeres, po

razones que desconcertaban a Jyrki yque nadie se las quiso explicar, dormíaseparadas del resto de los hombres pomposiciones de la White Star .

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Pero no, necesitaba decírselo antea su padre.

Por fortuna, nadie parecía ver

aquel niño escapado de su estancia, quzigzagueaba con habilidad entrcualquier persona u objeto que pudierrepresentar un obstáculo. Pero se temio peor cuando, recorriendo ya e

pasillo principal, al que llamabaScotland Road porque en el Titanic tod

enía nombre propio, y la única arterírelativamente rectilínea que unía popcon proa, alguien le agarró por ehombro, le detuvo y le dio la vuelta.

Aquello era lo peor que podípasar.

Un empleado de la compañía lmantenía bien sujeto, para que dejara d

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colarse en lugares que no debía.Ahora lo arrastrarían tirándole d

una oreja hasta dejarlo humillado frent

al furor de su padre. O más terrible aúnQuizás lo retuviesen en una celda hastque algún familiar viniese a buscarloAquel era un barco tan grande quncluso contaba con policía propia,

decían que hasta prisión tenía, y pomuchos lujos que definieran al Titanic

Jyrki no vacilaba a la hora de dar posentado que sus barrotes serían taúgubres como los de cualquier otr

mazmorra húmeda y sombría.

Sin embargo, no ocurrió nada deso. Aquel hombre empezó a vocalizamuy deprisa, y gesticulaba, y aunqudesorientado por sus mucho

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aspavientos, Jyrki logró entender unúnica palabra de cuantas le decíacorrer. Insistía en ello. Correr. O puede

que un imperativo “corre”. Y Jyrkasintió, y le confirmó que sí, que sabíque había llegado, y que él mismcorrería como digno hijo del Titanic, eso hizo, esquivando modorras pasajeros, y así hasta que su ímpetdesembocó en el habitual desorden e

ercera, el obligado reducto dmasculinidad. Durante días, muchos dos pasajeros que dormían en eso

camarotes, apenas salieron de ellos

como su padre. A veces Jyrki creía quemás que en el fondo del barco, lmayoría de aquella gente viajaba debajdel agua.

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Pero eso también había cambiado.De hecho, como si se cerrase e

paréntesis abierto cuando subieron

bordo, aquella zona del barco empezaba padecer el bullicio al que el pequeñese primer día de embarque: todoapilándose en los pasillos, cargando dun lado a otros sus pertenenciasacosando a los traductoresespecialmente a Muller, que hablab

finlandés y sueco, aunque a veces hastse entendía con chinos si su generosvoluntad así se lo proponía, y que eaquel instante (él mismo todavía medi

dormido) apenas podía contener solucionar tanto interrogante de la gentque progresivamente le iba rodeandmás y más. Jyrki pensó en despedirse d

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él en ese mismo momento porquMuller, que acababa de llegar, siemprehabía mostrado un trato muy afectuos

con el pequeño, enseñándole comvisitar lugares tan portentosos como lzona de calderas, o echándole una manen el comedor para conseguir mejoreraciones de sus platos preferidos.

Ya tendría tiempo.Lo primero era informar a su padre

Entró como una tromba de agua eel camarote que les había asignado, cuya puerta ahora estaba abierta, comantas otras, cuando deberían esta

cerradas. Sus compañeros de viaje, dofinlandeses jóvenes sin otro parentescque la penuria, se vestían en un tenssilencio, junto a la cama, sin volverse

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ni siquiera para comprobar que habíprovocado esa batahola. A punto ya depreguntar dónde estaba su padre, sup

que no tenía que buscarlo porque salzaba a su espalda. Su sombra lapaba. Incluso pesaba como si con elle estuviera hundiendo los hombrosada más volverse para llenarle d

noticias nuevas, su padre le sujetó comal calculada violencia, y sintió que su

brazos se cuarteaban como micpisoteada. —¿Dónde estabas?Demasiado tarde. Su padre habí

descubierto sus escapadas. Ira sobre iraY podía romper rocas de granito con lamanos. Aunque ahora apareciesbastante más pálido de lo habitual, gast

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su única baza —La he visto, padre. No necesitaba esperar a que s

padre preguntara porque su padre jamáo preguntaría.

 —Acabamos de pasar junto a lEstatua de la Libertad.

Su padre lo alzó como si pesaraún menos que una espiga de trigo seca lo agitó con fuerza. Pero no cayó otr

fruto que no fuera un miedo tan inhóspitque hasta le costaba respirar. —¿Pero qué dices? —La estatua, padre. La he visto —

añadió tanta convicción porque nsoportaba seguir mirando la tristeza quhabía causado con su desobediencia—La Estatua de la Libertad. Era Ella. H

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pasado muy cerca. Arriba todos lo estácelebrando

Su padre lo soltó con mucho má

cuidado, como si colocara un objetfrágil en un lugar seguro, pero pocestable, y salió de la habitación coevidente prisa, no sin antes decirle a sucompañeros de camarote que lsiguieran, algo que produjo en epequeño una punzada de celos que dolí

más que cualquier otra represalia. Jyrkesperaba no separarse de su padre ecuanto llegaran a puerto, y ahora sencontraba con que su progenito

prefería arreglar la salida del barco coaquellos desconocidos que apestaban icor sudado.

Se alejó hasta un rincón y allí s

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sentó, abrazándose a sus piernas como sellas fueran la única familia que laceptase.

Afuera, el bullicio creció edestemplanza. La excitación de sabeque muy pronto podrían dejar atrás eencierro, estaba logrando que muchapersonas levantaran su voz con malomodos para imponer su criterio sobre eresto. Porque, en parte por la presenci

de tantos finlandeses como había en ebarco, Jyrki distinguió que estabadiscutiendo sobre los lugares que lepermitirían abandonar el Titanic  cuant

antes.Más largos que aquellos días

bordo fueron los minutos que pasarohasta que su padre regresó al camarote

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Y como en otro tiempo dejaba profundahuellas sobre la tierra que no siemprcompartía su fertilidad, Jyrki vio qu

ahora también las dejaba en el sueloaunque en este caso de agua porque tenías suelas mojadas, como si hubier

estado en un charco que le cubría hastos bajos de su pantalón. El pequeñ

quiso preguntarle al respecto, perseguía sintiendo en su pesadumbre la

consecuencias de haber desobedecidoasí que prefirió fortificarse en esilencio.

Su progenitor tuvo que poner fren

a las protestas de aquel par de estúpidofinlandeses, que no sabían dejar dquejarse hasta que su padre les exigiópor mucho que protestaran, que saliera

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de inmediato del camarote, y al final no dudaron, salieron del cuart

mascullando lo que jamás se atrevería

a decir en voz alta, y se sumaron agentío que ya abarrotaba aquel pasillo.

Entonces su padre, tras cerrar lpuerta, se sentó en el suelo como mejopudo, embutiendo su cuerpo más quacomodándolo. Y agarró a su hijo, losentó sobre sus piernas dobladas, y e

pequeño se sintió como si acabara tomaasiento en un gigantesco trono que ldaba control sobre cualquier mundo

otaba el aliento de su padre llenand

de tibieza su espalda fría. Hasta spermitió el lujo de gastar un buemontón de esas palabras que siemprmantenía retenidas:

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Todo a bordo era diferente. Todo. Hastaese repentino abrazo de su padre, tadiferente a cuantos le había dado durant

su vida y tan familiar al mismo tiempoque no vio necesidad ya de contestaporque en esos brazos se escondíaodas las respuestas.

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CAMAROTE PARAIMPERTINENTE

  —¿Se puede saber qué haces?Ella no contestó. Se limitó a segui

caminando, descalza, con sus pasocallados y lentos como si en vez d

suelo pisara la más fina arena de unplaya jamás descubierta, sus manocubriendo una desnudez ya custodiadpor las penumbras, pero sobre la qu

parecía gravitar cualquier indicio de luque hubiese en el camarote, como si nos escasos brillos tampoco pudier

separarse de su cuerpo. Cuando llegó

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a puerta, apoyó ambas manos y su oídzquierdo sobre la lacada superficie d

madera, su cabello rojo por delante d

os hombros, las sombras resbalando siremedio por su espalda todavísudorosa.

Girándose en la cama, él se frotó erostro contra la almohada. Se sentícomo si acabara de despertarse, pernada más lejos de la realidad pues n

siquiera podía escapar de la sensacióde que seguía prendido en el vértigo deencuentro demasiado reciente, tanto quaún tenía las yemas de sus dedo

recubiertas de estigmas, y los labios, probablemente hasta el alma.

Quiso preguntarle por qué estaban lejos de él, pero como en lo que y

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antes de aislarse a las pocas horas dembarcarse. Pero él necesitaba acaparasu atención con la misma urgencia con l

que lo había necesitado desde lprimera vez que la vio. Aún no habíaprendido a renunciar a ese empeño, o había intentado, ya lo creo que sí. D

cuanta forma se le ocurrió. Pero todresultaba inútil, así que se esclavizó dnuevo en la búsqueda para recuperarl

de nuevo, porque hasta cuando ellsimplemente se giraba para mirar haciotro lado, él sentía que la estabperdiendo, y eso era algo que apena

podía encajar con un mínimo dentereza.

Tras una presurosa reflexión, aunócuantas razones pudo hallar para qu

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ella volviese a su lado: —Pero, de acuerdo, digamos qu

sí, que el barco se está yendo a pique

Lo impensable ha sucedido. Incluso asel Titanic se imaginó, se diseñó y hastse construyó para ser insumergibleTardará horas en hundirse, puede quncluso días, tiempo más que suficient

como para que llegue la ayuda que yhabrán enviado para rescatarnos. Est

está abarrotado de ricos, no dejarán quse mojen las ínfulas. Y estamos en laruta habitual de los transatlánticos, asque habrá barcos cercanos que n

ardarán demasiado en acudir a nuestrlamada de socorro. A lo sumoerminaremos metidos en alguno de lo

botes maldiciendo a la compañía qu

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nos ha embarcado en este desastreconfiando en que al menos nodevuelvan el dinero que nos ha costad

el pasaje o temiendo que nos cobren uextra por el paseo en barca. Tenemoiempo. Deja de preocuparte.

 No supo si realmente lo dijo o saquel ruego se quedó al borde su bocani tampoco si hablaba con ella mploraba al dios recién descubierto:

 —Por favor.Al fin ella se volvió y él recupera senda de su mirada. Tenía los ojo

negros, tan negros como púlpitos de un

oscuridad ante la cual él no tenía máremedio que seguir postrado, a la esperde seguir recibiendosus misterios. Eexterior de los párpados caídos, siempr

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delatando una tristeza que tan sólo sdiluía en las raras ocasiones en las quera ella quien se aferraba a los abrazos

El rostro más delgado que nuncaagotado, sólo la piel cubriendo edespiadado arrebato del que no szafaban. Una mano siempre cerca de sboca, custodia perene presta a ocultacualquiera de sus sonrisas. Su vosupurando una calidez idéntica a l

misma con la que antes liberaba lprecisión para desgranar cada uno dsus anhelos más secretos nsospechados.

 —Supongo que llevas razón.Pero en su rostro se habí

aposentado un gesto mucho mámpredecible de lo que ya de por sí er

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 —¿Más quejas? —Todo lo contrario —respondió

él, atónito al comprobar que el cuerp

de la mujer seguía fraguando el mismcalor en sus músculos sin importar esominutos que había estado envuelta tasolo con la atmósfera glacial que nhacía más que aumentar.

Podía respirar de nuevo con ciertranquilidad.

O al menos… intentarlo y fracasarPorque ya no hubo forma ddesentenderse de las palabras que ellhabía escuchado, y ahora que el barc

estaba detenido era como si ellomismos también hubieran quedadatrapados en la inercia de unncertidumbre que se resistía a toma

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cuerpo verbal, varados en upensamiento todavía por nombrar que shabía interpuesto entre tantas caricia

nsensatas, las cuales, aún en esomomentos, reaparecían en rutilanteescalofríos de placer. Se interponíentre ellos y destronaba cualquier atisbde llevar a cabo cualquier acción que nfuese para salir y averiguar con certezqué estaba pasando y actuar e

consecuencia. Sin embargo, en medio dese mutismo radical y distinto a todoesos en los que se habían arrinconado dun modo tan consciente, ninguno hacía e

más mínimo esfuerzo para comportarscomo se suponía.

Ella se abrazó con fuerza a scintura, casi hecha un ovillo de cabell

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candente y piel serena y caliente, comsi con ello pudiera encontrar la enterezque necesitaba para darle alma a su

palabras. —Y si…Pero al parecer, no la suficiente. A

veces parecía que no conociera lexistencia del punto y final. Solo puntosuspensivos. Y sobre ellos se apoyabaal hablar, y podía expresar tantas cosa

con ellos que era como si fueraprecisamente las palabras las que lestorbaran para explicarse como quería

 —¿Si qué?

 —Nada, olvídalo. —En cuanto me lo digas. Tienes m

palabra.Ella apretó aún más la mejill

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contra el regazo del hombre, como sallí pudiera escuchar la respuesta qubuscaba sin necesidad de preguntarlo.

Pero sólo podría oír sus latidohechizados.

 —¿Y si es verdad? ¿Y si el barcose está hundiendo y no hay forma devitarlo?

Quiso contemplar su gestoDiscernir cuánto de seriedad había e

algo que dijo con una gravedad y upesar que no parecía surgir de la posiblurgencia de la situación. No fue capazElla se tapaba con la telaraña d

sombras que protegía su torso y shombros, y contaba con su cabellcobrizo, rojo como lumbre, que adquirías tonalidades de rescoldos com

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En realidad, ni siquiera lmportaba lo que ella pudiera pensa

mientras lo pensase a su lado. Porqu

así había sido desde que la conoció.Entablaron conversació

compartiendo asiento en un vagón dren con dirección a Londres. Y

descubrieron que aunque no viajabahacia el mismo destino (o eso creían), sque navegarían en el mismo barco hast

legar a Nueva York, nada más y nadamenos que en el famoso Titanic  donda tenían reservados sus camarotes

aunque ninguno se mostrase demasiad

entusiasmado por estrenar un barco y sdesenlace en ese trayecto inauguraHablaron durante horas, sobre todo éque notó enseguida que su locuacida

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estaba fuera de control, él era silenciospor vocación, pero ahora era como sestuviera dispuesto a cometer cualquie

ipo de desmán verbal, cantar, recitar, yhasta declamar sonetos subido al asientdel traqueteante vagón, lo que fuese coal de que ese diálogo no cesara. Si ell

dejaba de prestarle atención, se llevaríen su mirada cuando había de valioso eél, si es que había algo, porque era ell

a única que lo había desenmascaraddespués de una vida dedicada a pasadesapercibido.

Cuando llegaron a la estación

ambos tomaron caminos distintos. Y esoe alegró. Aquella separación era lo

mejor que le podía pasar, no tenía emenor sentido dejarse arrastrar por tod

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o que de repente parecía señalarle una desconocida. Era una mujedemasiado extraña como para n

enamorarse de ella.Se sintió desdichadament

afortunado. No olvidaba que en el barc

resultaría casi imposible no volver ropezarse con ella. Pero ya se la

arreglaría para evitarla, aunque tuvies

que quedarse metido debajo del colchódurante toda la travesía. No le alcanzó la voluntad ni par

saborear el intento.

Pensando que ya se había libradde volver a sentir el insólito alcance dencienso de su aliento, que parecíemblar como a veces se mueve el air

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en el trance de un espejismo, no habíhecho otra cosa que acercarse. Lmañana del embarque se encontraro

usto a la entrada del puerto a la mismhora, en la misma cola y en la mismpuerta, como si acudiesen a una citprevista, y sin decir palabra, pues ermejor no añadir nada, caminaron juntopor el muelle como si el mundo y ebarco más famoso de la historia fuera

meros factores secundarios en el relatprincipal que empezaron a trazaapretándose los dedos como si quisierntercambiárselos, así que para cuand

subieron a bordo y se instalaron ecamarotes demasiado cercanos, él ya nencontraba en la mar el calado que veíen ella cada vez que miraba su rostro

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su cuerpo, así que carecía de sentiddedicarse a contemplar junto a lodemás pasajeros la embocadura de

puerto que se abría al océano o dejarsembaucar por la exaltada multitud que sabarrotaba para despedir a loafortunados pasajeros. A quién lemportaba inaugurar un barco cuando snauguraba una vida. No supieron n

cómo esperar a que llegase la primer

noche para despojarse de las excusas, en aquel primer atardecer en alta manavegaban por aguas muy distintas a laque transitaba el buque, sin resistirse

a merced de sus propias mareasremontes y descensos, que poco teníque ver con los movimientos del barcodrásticamente lineales. Muy pronto n

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era fácil distinguir cuándo se hablaban  cuándo se besaban, y que era much

más sencillo respirar con las boca

untas, así que cada abrazo era pocmenos que un hogar.

E l Titanic  quedó reducido a ucamarote donde la luz nunca sencendía.

Incluso la almohada se reveló upolizón, una intrusa que muy pront

acabó lejos de la cama, arrinconadentre la mesilla y la pared, arrugando lropa que seguía desparramada por esuelo.

Al principio se afanaron en pasadesapercibidos, qué escándalo, dodesconocidos que ni siquiera simulagalanteo, sin más aval que ese derroch

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vulgaridad, qué desvergüenza, comanimales en celo perpetuo a los que mávaldría vivir en los árboles, sin recato

sin pasear como todo el mundo por lacubiertas señalando la altura de lachimeneas y lo lejos que llegaba ehumo que se quedaba atrás mientras ebarco seguía huyendo del futurofulminados por instintos que ellos veces dudaban que los demás humano

hubieran conocido. Así que optaron poreadaptar horarios contrarios a la normcomún, hallar maneras ingeniosas dconseguir alimento y agua, y evitaban as

el tener que sentarse en el comedor, enmesas y sillas distintas, lejos el uno deotro, fingiendo que no se conocíacuando sabían hasta como moldearse lo

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susurros. Toda fórmula de prudenciparecía escasa. Era la sociedad de lapariencia. Ellos no debían desentonar

Mostrarían sólo la cara que se suponídebían mostrar, que no era otra que la da ausencia. Además, ambos sentían un

aversión patológica a sentirsobservados. Aunque terminaron por noexcederse en su severa diligencia dejaron de comportarse como hurone

en un gallinero lleno de gallinas dhuevos de oro. La verdad es que nadienía ojos para otra cosa que no fuera enterior del Titanic, mucho más lujos

que una noche vestida con todos lofirmamentos, y hasta el objeto mánsignificante era ensalzado como s

nadie hubiera visto jamás un plato, u

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florero, un reloj de pared o la barandillde una escalera. Hubieran podidpasearse desnudos por todo el barco

o más probable es que les hubierapedido que se apartasen porque snterponían entre la vista y otro engarc

espectacular en el diseño del prodigio.Además, la intimidad alcanzada le

exoneraba de muchísimos otros apetitosY ahora, esa actitud. Esquiva

excluyente, escurridiza, como a veces lsucedía, siempre sin motivo aparentemás allá de los que pudiera aportar ssentido de culpa porque no quería ni un

sola arruga en el argumentario de suabios, y sin saber cómo remediarlo s

sentía responsable directo de esosilencios en los que a veces ella s

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adentraba como si se hubiera extraviaden un laberinto que nadie más podía verdonde sólo podía caminar sorda y ciega

Tenía que saber de qué le hablaba. —¿Crees que debería salir par

asegurarme de lo que ocurre? —No, no pensaba en eso… —Entonces, ¿qué te pasa?—l

mploró, como si le solicitara que lrelevara la contraseña secreta par

poder entrar en otro nuevo templprohibido. —¿Y si fuera cierto? ¿Y si de

verdad nos quedan unas pocas horas d

vida? —Te lo he dicho. Si algo le pasa a

barco, tenemos tiempo de ponernos salvo.

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Ahora sí le dejó ver sus ojoristes.

¿Por qué ocultaría su sonrisa, per

no se encargaba jamás de velar al menoen parte su pesar?

Esa tristeza le confundía. —¿Y lo harías?—preguntó ella co

celeridad, como si hubiera estadesperando con mal acallada impaciencique él le respondiera justo eso.

 —¿El qué?Se acabaron los puntosuspensivos.

 —Ponerte a salvo.

También podía ver su rostro. Yodavía impresos sobre él, todos eso

gestos que se quedaban grabados commarcas de nacimiento cuando era e

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placer el que los delineabaremodelándose en cada desafío.

 No tenía miedo.

 No, sí que lo tenía, pero no era morir ahogada o a la intemperie deocéano. Y quiso entender, sin dejar demirar aquellos ojos de inveteradristeza, lo que ella intentaba exponer,

que él condensó en un sencillo dilemantentar abandonar el barco o quedars

en él hasta que se hundiera.Maldita loca.¿Era de eso de lo que estab

hablando? ¿O acaso era tan solo u

viciado juego de metáforas que él estabmalinterpretando porque, ajusticiado posu condición de lector que buscabpasarse al otro lado de la página, tod

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o podía reducir a fórmulas literariaso obstante, y sin deja de proclamar e

su mente lo chiflada que estaba aquell

mujer, recapacitó sobre ello. Sregresaban a sus existencias de siempresabiendo como ambos ya sabían (amenos él era muy consciente de ello)que no podrían volver a amar como lhabían hecho hasta ese momento, inclusen el dudoso caso de que siguiera

viéndose una vez en tierra, ¿de veras sestaban salvando del verdadercataclismo que supondría renunciar a lque habían logrado sentir?

¿Qué era mejor, morir con losueños aún abiertos o correr pardisecarse en la nostalgia?

¿A eso se refería?

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para que nos indiquen qué debemohacer y…

Eso era lo que imaginaba.

Mejor ni indagar en lo que podíestar pensando realmente.

 —Espera —dijo él, con ciertalarma, al mismo tiempo que lograbque ella no saliese del abrazo.

 —¿A qué? —La conversación no h

erminado. —¿Queda algo por hablar?¡Todo!, quiso gritar.Y los susurros se agolparon en s

pensamiento.¿Qué de qué tenemos que hablar?Te lo diré.Del ritmo que se sobrepone a la

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recomendaciones del pulso, de losuspiros tan tajantes que conviertenuestros deseos en llamadas de un

iranía implacable, de tantos y tantomomentos en los que la presión de ama de sentirme amado me ha resultado ta

perturbadora que ha apagado parsiempre la importancia de otrorecuerdos que no se hallen en el interiode este camarote, y cómo no, de la

mentiras nos hemos dicho para ocultaque no tenemos nada que ocultarnos, dehaber fingido que nos dirigimos hacíalgún sitio cuando ambos sabemos qu

no vamos a ningún lado, de que laíneas de tus manos son idénticas a la

mías porque han sido aradas por emismo desamparo.

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Porque quiero entenderlo.Quiero saber por qué te amo tant

sin conocerte.

Y tengo que decirte las cosas qununca te diré si regresamos.

Quizás ni aquí sea capaz dhacerlo.

Pero no dejo de pensarlas.Y tú puedes leer hasta mi alma.Quiero aprender a besarte como t

me besas y no sé cómo pedírtelo; quiera inverosímil garantía de que podrvivir sin con el temor de que llegue udía que te des la vuelta y te alejes sin n

siquiera la necesidad de decirme adiósquiero todo lo imposible, porque nadmás imposible que haberte encontradoquiero emborracharme con tus noches

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desaparecer en la lentitud con la qucierras tus párpados.

Deja que te enseñe cuánto amor t

debo.Dime que no…Unos fuertes golpes sacudieron l

puerta, al tiempo que alguien gritaba: —¿Hay alguien aquí?Él se incorporó de la cama ta

sobresaltado como si lo estuviera

lamando a filas, reclutándolo para unguerra que ni conocía. La mano de ellquedó, solitaria, justo sobre sualterados latidos. Y la duda. Porqu

ahora no estaba seguro de si todaquello lo había pensado o si lo habídicho en voz alta, misma que sí que tuvque alzar bastante cuando la llamada d

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a inoportunidad arreció sobre lmadera recién lacada.

 —¿Qué sucede? —preguntó co

grosera suspicacia. —Deben abandonar el camarote d

nmediato. En este mismo momento.¿Qué responder a eso? ¡Pero si es

precisamente estaba dirimiendo! Él tratde apremiarla para que fuese ella la quomase el relevo a la hora de no deci

nada. Y así lo hizo, aunque ya puestos compartir, hasta su manera datribularse era casi idéntica.

 —Díganos lo que pasa —articul

ella, casi saltando de sílaba en sílabcomo quien trata de eludir un enormcharco, mientras él la agitabsuavemente del hombro para qu

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siguiera hablando, instándola a que lesacara de aquella molesta situaciónpese a que ambos ya parecía

encaminarse hacia la misma solución.Desde el exterior, la voz de lo qu

suponían sería algún empleado de lcompañía, reconfirmó lo que sabían.

 —El barco ha sufrido un gravpercance. Deben ponerse el chalecsalvavidas y dirigirse hacia los bote

salvavidas…Y como antes no supo si cuantohabía pensado lo había proclamado viva voz, ahora tampoco estaba mu

seguro de cómo era posible que sestuviesen besando de nuevo, si él shabía sellado a su boca, o si fue ellquien halló el atajo para volver

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retomar la conversación. Aunque fuerese el beso el responsable de qudejarán de escuchar las palabras de

mensajero. Y ni siquiera lo pospusieroncuando el empleado, al comprobar qunadie respondía, empezó a golpear lpuerta para exigir su atención. Y logolpes se fueron repitiendo multiplicando. Cada vez con más fuerzaPero también cada vez más espaciados

hasta que tan sólo resonó un último, tablando como si el puño se hubierconvertido en algodón, como si todo lque estaba fuera de aquel camarot

hubiera perdido su densidad.Con esfuerzo, logró separarse de s

boca.Seguro que al otro lado de l

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puerta, los sonidos y las voces se iríamultiplicando de manera exponencial.

Pero allí dentro, solo habí

silencio para dos. —¿De qué estábamos hablando? —Hace mucho frío —dijo ella. —Te dije que esa queja expiró. —No hablaba de ti.Se acomodaron, relegando l

ensión provocada por la complicació

del intruso que quiso ponerles en jaque.La paz era poderosa.Y aquella chiflada aún tenía algun

duda que resolver.

Mala cosa, teniendo en cuenta qusu demencia era contagiosa.

 —Se honesto... No se hubiera mostrado má

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dispuesto, pero ella no había terminadde especificar su petición.

 —… conmigo.

Sus alientos se transformaban ebarrotes tan cerca de su boca, y épensó: sabes lo que ignoro y me dices lque no me digo.

¿Cómo podría serte deshonesto?Aun así, seguía temiendo su

preguntas.

 —¿Ha sido como te lo imaginabas —¿A qué te refieres? —Todo esto… Yo…De regreso a los punto

suspensivos. Pero él ya no teníproblemas en descifrarlos.

 —Siento no poder contestarte.Ella se aproximó a la confidencia.

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 —No tenía imaginación hasta que conocí.

Pareció sonreír. Sólo lo pareció

Porque, claro, su mano se encargpronto de borrar cualquier rastro de esdelación, y logró que apenas pudierescuchar lo siguiente que confeso.

 —No sé cómo lo haces para qusiempre me sienta bien.

Y él se dijo, adelante, que no sea l

muerte sino la vida la que nos detenga.Porque ahora contaba con lcerteza de que justo eso, y nada más queso, era lo único que tendría que hace

durante el resto de su existencia.

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UNA APUESTA SEGURA El señor Black arrojó una fich

sobre el tapete, pero esta no se detuvunto a las demás apiladas con pulcritu

en el centro, sino que siguió rondando, ambién, con inequívoca elegancia, salt

de la mesa, y cayó de canto sin asomde temblor, como un acróbata bieentrenado, aunque no contenta con esalarde, una vez en el suelo, continu

girando ahora algo errática pero sidejar de progresar, hasta que se perdióras un macetero sin plantas colocado e

una de las esquinas del camarot

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sentada como cuando estaba en pie. Yhasta su voz parecía provenir de algúugar angosto, como si fuera el genio d

a lámpara mágica, aun encerrado, pera anunciado su próxima salida.

Y en verdad lo era. Un genio. No jugaba a las cartas.Lo suyo era más una cuestión má

relacionada con la alquimia. —Supongo que quizás este podrí

ser un buen momento para poner fin a lpartida —dijo con una pesadumbre dncierto origen.

A su izquierda, Miss White, cuy

altura solo podía compararse con sualarmantes dosis de sofisticación, y aúmás delgada que el hilo de seda quatravesaba su collar de perlas, alzó su

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cejas, cual si fueran pasos a niveles parpermitir el tránsito del caudal de sdesbordado escepticismo.

 —¿Algún motivo en particular?La señora Black apuntaló su

razones, como si también tratara dnformarse a sí misma.

 —¿Qué tal que el Titanic  se esthundiendo?

Aunque Miss White no lo viese de

mismo modo, y se viese forzada a teneque objetar algo al respecto con gesto eapariencia distraído, pero henchido dmalicia.

 —Qué oportuno. Justo ahora quvamos ganando.

Un comentario así era inadmisibldadas las circunstancias, y así se lo hiz

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saber escandalizada porque aquellapalabras estaban fuera de lugar, no sajustaban al crucial momento qu

estaban viviendo. No era de recibadmitir la réplica sin encararse.

 —¡Pero si no vais ganando! —Tus fichas aseguran otra cosa —

Miss White creyó necesario apurar aúmás sus objeciones—. Un ejercicio dfe, puesto que no te queda ni una sol

para poder contarlas. A menos, desdeuego, que quieras gatear hasta emacetero.

Y hasta lo señaló, como si l

desafiara a ganarse la ficha escapada.Estaban en lo que en el futuro serí

un camarote como los demás, pero quformaba parte de los otros que no s

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usarían para el viaje inaugural. MísteWhite estuvo hablando con su amigAndrews, el constructor, comentándol

os problemas que tenían para hallar uugar tranquilo donde jugar a las cartas

Y Andrews le contó que había algunocuartos sin utilizar, menos aún con ebarco ya en mitad del Atlántico. Y leprestó una llave, y pidió que llevarauna mesa y unas sillas, y alguno

adornos. Y no sólo por la amistad que sprofesaban. Andrews tenía un talantcomplejo. No parecía entender de retos hasta para mostrarse generoso, al igua

que para diseñar transatlánticos, era uhombre extraordinariamentcomprometido.

Les había hecho un enorme favor.

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Aunque cuando se produjo echoque con el iceberg, sin que ningunentendiese como podían llamar choque

un tintineo en los cristales de laámparas, estaban en uno de los salone

donde servían bebidas, aislados inclusen su aislamiento, tras empalizadas dcartas en las que ocultaban o mostrabasus rostros, añadiendo nuevas y máosadas añagazas al juego de lo

simulacros.Primero fue como un rumor qulegó de ninguna parte. Algo que s

escuchaba sin que nadie lo dijera. Per

apenas diez minutos un miembro de lripulación apareció y con una voz má

vivaz que preocupada les informó deaccidente y de que los pasajeros debía

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prepararse para embarcar en los botesalvavidas.

En las mesas, la noticia no interes

a nadie. No hubo movimiento alguno egeneral, y menos aún entre los cuatrcontrincantes, obligados a ponderar dnuevo los naipes y redondear laestrategias. Ninguno de ellos mencionel frío, porque era una obviedad, y locuatro detestaban las obviedades. Ni l

necesidad de trasladarse de nuevoporque el mazo estaba en el centro de lmesa, y además recién barajado. Nmucho menos la opción de sobrevivir

porque aún no se había acabado lpartida.

Y harían lo que fuese con taalejarse de las indecisiones de la Whit

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Star .Porque otros tripulantes qu

entraban y salían como en un sainete

ambién empezaron a mostrascontradictorios.

Que si ahora el barco se hundeQue si ahora no.Que si no hay prisa.Que si todo el mundo a correr.Que si el barco es insumergible.

Que si aunque no se puedsumergir, se está yendo a pique.Demasiada dispersión.Así que se encerraron en el regal

de Andrews, en su fortín particulardonde ahora el señor Black se quitó lagafas y las dejó sobre la mesa, un quintmiembro del cuarteto, de cristales ta

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rayados y gastados como su dueño. Erealidad no las necesitaba más que comparte de un disfraz que, pese ser part

esencial de su condición de estafadoren ese momento parecía haber dejado dser necesario.

 —Pero supongo que nadie lnegará a mi esposa la oportunidad de udescanso. Es más, creo que todos nos lhemos ganado.

Míster White se inclinó sobre lseñora Black, colocó su mano sobre eantebrazo de la dama, y casi le susurral oído:

 —Y un receso parece una excelent  más que oportuna sugerencia, si m

permite añadirlo.A veces el señor Black tenía l

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mpresión de que White, por su tonzalamero y sus hábiles dedos, parecíque además de sugerencias estuvies

pensando en añadirle todo tipo dadherencias a su esposa. Aunque sabíque no era cierto. White sólo erpeligroso, y mucho, con los naipes. Eresto del tiempo se portaba como uauténtico caballero, y pese a ello, hastera muy probable que en su interior, mu

al fondo, allí donde no llegaba el albode la mala conciencia, uno pudiesencontrar a un buen hombre. Había qusaber disculparle tan lamentable

afectaciones. Después de todo, le habíaelegido para que perdiera hasta lescueta perilla que hacía aún máprominente su irreprochable calvicie d

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Se levantó y buscó acomodar suhuesos a un rigor más soportable. No eque sintiera especialmente mayor

Cercano a cumplir lo sesenta años, ya ncabían quejas sobre la decadencia, sólasentir ante cada nuevo achaqueagradeciendo que no fuera el definitivoEs que se había pasado la vida sentadoEn su despacho, en los despachos de lodemás, o en los almuerzos que s

mprovisaban en esos mismodespachos, y cerca de la cámara de loores a horas previstas y también a hora

no tan previstas, y en cenas formales

una existencia comiendo frugalidades odas horas, como también tuvo qu

permanecer sentado en todas esareuniones familiares, y en eso

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reservados del selecto club al qupertenecía y donde arreglaba (aunqumucho más a menudo estropeaba, de es

sí era muy consciente) el mundo frente una copa de licor junto a otros quecomo él, se movían en los círculos depoder sin hacer ostentación de ello naparecer en los periódicos.

Pero donde verdaderamente habíremodelado su espina dorsal hast

ransformarse en un adicto a localmantes para el dolor, era en lamesas de juego. En cuanto disponía dun instante de libertad, por mínimo qu

fuese, corría a sentarse de nuevo, estvez frente a los naipes, siempre junto su esposa, su reina de cuatro tréboles. Sambos concedían rango de emoción pur

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a algún aspecto de su vida, esa era siduda el juego.

De hecho, eran las cartas las qu

es habían llevado hasta el Titanic.Las cartas y el señor Black, desd

uego, el cual, como azuzado por esopensamientos, también se levantócaminó unos pasos y se detuvo frente una ventana que permanecía semiabiertaMientras a su espalda escuchab

respiraciones menos contenidas, agradecía el sonido tan peculiar que émismo provocaba al destapar su petacde oro blanco haciendo girar mu

deprisa el tapón con un solo golpe de sdedo índice (y atrapó el tapódespedido en el aire con la palma de smano, y con sumo cuidado, como s

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recogiera un vilano extraviado en eeterno invierno de esa nochnmovilizada), vio algo en la superfici

del océano que le dejó realmentconfuso. Tal era su inquietud que, no siantes darle un largo trago a sus escasareservas, la compartió en voz alta, pesa que sus palabras tenían un poso dnterpelación retórica:

 —¿Por qué habrán metido a u

puñado de pasajeros en una barca?La señora Black, haciendo otra venesperada gala de una hasta entonce

desconocida exasperación, se sintió d

nuevo en la tesitura de repetirse, algque no era muy de su agrado.

 —Quién sabe, aunque lo mismiene algo que ver con el hecho de que e

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barco se está hundiendo.El señor Black sopesó lo que debí

observar ahora bajo ese nuevo prism

hasta replantearlo de modo distinto. —¿Y a ellos les apetec

contemplarlo desde fuera?Black sabía que su esposa no darí

su brazo a torcer con facilidad, así quesperó a que le plantase batalla, eso sregresando a su sempiterna calma, qu

no abandonaba ni aunque estuviermaldiciendo en cuanto idioma conocíaque no eran pocos.

 —Ya puestos a especular, también

podríamos pensar que lo que estáratando es de poner a salvo a lo

pasajeros antes de que el Titanic  estdebajo del agua, lo que segurament

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dificultaría la tarea de sacar a alguieaún con vida.

 —Quizás. Pero no esa no es l

mpresión que transmiten. Si no cuentmal, hay algo así como quince o veintpersonas a bordo, e incluyo a oficialesGracias a eso —necesitó una pausa parfinalmente rechazar cálculos exactos—… ahora mismo ya tan sólo debequedar alrededor de unos dos mi

doscientos pasajeros a bordo.Y acotó a modo de disculpa, comosi se avergonzara de tan execrablvaguedad, él que podía recordar mano

ugadas años antes, o sabes cuántareinas habían salido en cada segundo da partida:

 —Alma más, alma menos.

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Miss White levantó su cabeza comuna liebre sus orejas que ha captadnstintivamente un sonido al que n

debía perder de atención bajo ningúconcepto, un aroma a recompensa, o lcercanía de un peligroso merodeadorCuando su mente estaba en el juegoodo número era susceptible de se

reinterpretado, como una carta astral, como ella misma solía advertir, incluso

cuando hablaba sola, qué era el Tarot sno otra forma de jugar con los naipecontra el siempre fraudulento destinque solo sabe de naipes marcados.

 —¿Quince? —O algo más. Es complicad

establecer una cifra exacta —dijo eseñor Black sin dejar de forzar la vist

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para confirmar únicamente que loscuridad los estaba cercando.

Pero Miss White no podía dejar d

mordisquear el enigma con el quparecía haber topado sin buscarlo.

 —¡Quince! ¿Por qué quince?Miró a su esposo, esperando que l

resolviera el misterio que encerraba drepente esa cifra inofensiva tan solunos segundos antes, pero entonces lo

cuatro, al mismo tiempo, se volvieron alzaron sus cabezas para contemplar cofascinada fijeza un punto concreto en eecho, como si hubiera detectado un

grieta.Aunque no lo hicieron para ve

nada en concreto en él.Era sólo una especie de apoy

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adicional para confirmar lo que suoídos les estaban asegurando.

Porque sí, estaba sonando música.

La orquesta tocaba en la cubiertexterior del barco.

¡Música de baile! —Bueno —dijo Miss White

apartando por un momento las cifras dsu mente—, al menos eso aclara que lomúsicos no van en el bote.

Black regresó al mar abierto, a lherida expuesta. —Tal vez estén trasladando a lo

primeros pasajeros porque ya hay

algún barco que venga a rescatarnos.Míster White también se sumó a

debate. —¿Y piensan hacerlo de quince e

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quince? —Sí, de quince en quince, qu

curioso—musitó Miss White

encendiendo un cigarrillo, al tiempo qurecaía en otro ataque de unnumerología que ahora parecía estadibujándose en el humo que ya flotabrodeando su rostro de faccionedelineadas con un lápiz de punta fina—¿Por qué quince? Mientras los demás l

celebran bailando.La señora Black, durante esreciente estadía en Londres, descubrios libros que narraban las aventuras d

un famoso detective, y se había hechan afecta a él que no dudaba en citarlo

hasta convocarlo cada vez que podía, se refería a él con absoluta confianza

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como si ella misma se hubiera pasadas horas junto al personaje imaginari

compartiendo aventuras, y tambié

reflexiones y confesiones de sofá, uamigo desde la infancia, que acudía ella para pedirle consejo cuando senfrentaba a lo irresoluble:

 —Sherlock Holmes asegura que nexiste una combinación de sucesos qua inteligencia de un hombre no se

capaz de explicar —dijo con aplomdetectivesco.Su marido se volvió para que ell

misma pudiera constatar su pesadumbre

 —Pues lamento confesar que mnteligencia masculina se muestrncapaz de explicar por qué hay en e

mar una barca de salvamento con —

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miró durante un instante a la aúpensativa Miss White y se abstuvo daportar cifra alguna, así pudo devolve

a mirada a su mujer—… con muy pocopasajeros a bordo, varios de ellohombres, y por qué la orquesta estocando música de baile en el exterior

pasada ya la medianoche. Todo elloeniendo muy presente que, como tú t

has encargado de señalar, el barco s

está hundiendo. —Eso no es posible —argumentcon celeridad Míster White, su escasorgullo patrio puesto en guardia más po

un reflejo adiestrado a la fuerza que poconvicción—. En un primer bote sólviajarían mujeres y niños. Si hahombres, son oficiales o tripulantes qu

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se encarguen de velar porque todfuncione.

 —Pues visten como simple

mortales. Y sin ánimo de insinuar nadamás bien los describiría como mortaleadinerados.

White había navegado mucho. Yalguna vez se había visto atrapado eaccidentes que por fortuna nuncacabaron en tragedia más allá de l

material. Incluso una vez terminó fuerdel barco en el que navegaba a la esperde socorro, no muy lejos de la costaConocía bien lo insalvable que podí

ser la disciplina de los marinobritánicos en situaciones graves. Lo quaseguraba Black era un sinsentido, y asse lo hizo saber.

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 —Me parece, mi querido amigoque su vista le está jugando malapasadas. Puede que deba volver

ponerse las gafas.Black se apartó unos metros del oj

de buey. —Le cedo el relato.Y a ello se dispuso White. Si

renunciar a la estudiada parsimonia coa que también jugaba, llegó hasta e

ugar que había ocupado el señor Blackse aproximó adelantando un ojo cual sfuera a colocarse un monóculo gigante, pegó su mejilla a la piel del crista

como una sanguijuela buscandsuccionar algo de las verdades mentiras que existían tras ella. Y ya lhubiera gustado no tener que retractars

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de sus propias palabras. Pero el Titani

luminaba parte del océano con tantensidad que era como si hubiera

encendido cada una de sus luces parexhibir con todo esplendor aqueportento de barco mientras su hundíaHasta las miles de estrellas que lecercaban parecían capaces de alcanzaese esplendor ni aunque se juntaraodas de golpe. Y sí, en la solitaria

barca, que apenas se alejaba debido que los remeros debían estasobreponiendo de los que le sucedíavio que había mujeres y también crey

ver hombres, pero hombres que no erade la tripulación pues no estabauniformados. Al menos dos, aunque yel bote era lamido por las penumbra

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que quedaban fuera del margen luminosdel desastre. Pocos, pero los suficientepara empeorar el remolino de

desasosiego.Black no cejaba en su cruzada d

encontrar razones. Era un jugadoprofesional. Había malos signos poodos lados.

 —Quizás sea el capitán que juntal ingeniero y al dueño del barco esté

evaluando los daños desde fuera.Su mujer le reprendió de gesto y dpalabra.

 —¿Y se llevan a sus esposas? —

en un tono más moderado aún, oscilandentre la indiscreción, que odiaba, y erazonamiento, que era su pasión— ¿O sus amantes?

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Miss White, permanentsalvaguarda de cualquier entretejidsocial que pudiera ser reconvertido e

pirotecnia para especulaciones, no tarden despejar esa duda.

 —Ni sus esposas, ni sus amantessi es que las tienen, viajan con ellos.

E incluso inferir una moraleja. —Aunque ahora todos podemo

entender por qué no lo hacen.

Desorientaba escuchar la músicde la orquesta, aquel vaivén de danzas emas populares. Apenas dejaba ordena

bien las ideas, si es que existía un mod

correcto de alinearlas en ese momentoQuizás por eso, porque era complicadpoder pensar con un mínimo de calmaMíster White creyó que aquel era u

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buen momento para sorprender de nueval señor Black. Formaba parte de splan. No se abandona la partida cuand

se está lejos de las cartas.Había preparado minuciosament

aquel duelo.Sacó de un bolsillo interior de l

chaqueta de su smoking una petaca quhasta ese momento había mantenidoculta y se la tendió a Black, el cual n

uvo reparo en mostrar que ciertamente había sorprendido, y hasta se permitialgo que hasta ese momento no habíhecho desde que se conocieron: mostra

su verdadera sonrisa. Les gustaba nfiarse mutuamente y por un momento smiraron como si hubieran bajado lguardia y se confesasen que sabían

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odavía sin ser capaces de reconocerlabiertamente, que cada cual era ufarsante a su manera, y que también su

mujeres participaban en la mismmascarada. Durante un segundo, no hubdentidades falsas.

Porque aunque se habían conocidunos pocos días antes, ese encuentro nfue ni mucho menos fruto del azar.

En su continuo transitar por la

mesas de juego, Míster White llevabaños oyendo hablar de un tal señoBlack, imbatible en las cartas, que habíhecho sucumbir a profesionales,

campeones, a nobles, a reyes, y egeneral a todo aquel que pensase que erun buen jugador de naipes y quexhibiese una cartera rellena de billete

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para refrendarlo. Siempre con una mujede la que nadie podía asegurar qu

fuese su verdadera esposa, o parte de s

puesta en escena), viajabcontinuamente entre Europa y Américabuscando partidas importantes y, muchomás fundamental, a todo aquel questuviese dispuesto a quedarse sin nadmás que el honor desinflado después dmalgastar su fe y su mucho dinero en l

creencia de que es posible domeñar a uahúr. Cambiaban de identidad con lmisma regularidad con la qurespiraban, lo cual llevó a pensar que l

existencia de esa pareja no era más quun bulo, un falso rumor de jugadoreschismes de madrugadas demasiadsaturadas de alcohol y de horas jugand

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sin pausa. Sin embargo, al mismo tiempse aseguraba de que si preservaban coanto esmero su anonimato es porque e

señor Black, agobiado por deudadespués de una pésima racha, habíerminado por participar en una estafa e

Washington, ideólogo y perpetrador dun brillante timo para hacerse con milede dólares provenientes de giropostales. Y aunque el golpe salió bien, y

el dinero nunca apareció, laautoridades buscaban a Black pardiscutir con él ciertos detalles sobre lforma que tendrían de meterle en prisió

sin ni siquiera juzgarle.Pero los White, que por su parte y

habían aniquilado a todo aquel que tuva insensata idea de sentarse a jugar co

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ellos (por lo que ahora nadie queríhacerlo, o si quería, los duelos eran tansustanciales y aburridos com

velatorios de mascotas) necesitabacreer que eran reales. Y no sólo realesTambién aspiraban a que fueseoponentes a la altura de un matrimonietal cuando renovaban sus votos d

fidelidad en las partidas máapasionantes.

Whist, bridge, póker… Les debgual. No importaba. Sólo contabaaquellos que renunciasen a sus vidas cambio de seguir jugando.

Y querían medirse con los mejoresAsí se las tuvo que ingeniar Míste

White, quien fue buscando la forma másegura de poder toparse con la famos

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pareja de jugadores embozados edentidades siempre cambiantes, ograr, además, que no tuvieran má

remedio que aceptar jugar unas partidacon él y su esposa. Hasta que unmañana, mientras le echaba un vistazo aperiódico, White leyó algo que adquiride inmediato el carácter de una epifaníaE l Titanic, la maravilla tecnológica da que todos hablaban, haría un viaj

naugural para sacar de paseo a lo málustre de la sociedad. Una especie dregalo de bienvenida que el mundofrecía al barco sobre el que se había

posado todas las (ahora volátiles empapadas) esperanzas del porvenir. Yaunque abriría sus compuertas a los quviajes en segunda y en tercera, e

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verdadero requisito para estar a bordde ese flotante estreno era poseer unfortuna. ¿No soñarían los jugadores d

ventaja con un evento así, ellos que yde por sí eran habituales pasajeros eviajes por mar tan largos? Un montón dricos apiñados y desesperados poexhibirse en un lugar del que no podíescapar ni de día ni de noche. Jornada  más jornadas sin otra cosa que hace

aparte de mirar el océano. Una travesían larga abre apetitos lúdicos hasta eos anacoretas más radicales. Tanto

Míster White como su espos

concluyeron que la famosa pareja no sperdería una ocasión semejante pardesplumar a su antojo.

Sin dudarlo, compraron lo

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pasajes.Y no se equivocaron. Nada más entrar en el Titanic, l

compañía les entregó un boletín en eque señalaban “que ciertas personasque creemos son jugadoreprofesionales, tienen la costumbre dviajar en transatlánticos”, mismas ququizás estuviesen a bordo, previniendademás de que cualquier juego de aza

podía trocarse en una ocasiónmejorable para que esos individuoactuaran durante esas “singulareoportunidades para aprovecharse d

otros de forma desleal”, un torpeufemismo para definir a gente quaunque a veces (las menos, si no queríaerminar con el cuello rebanado) usar

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cinco o seis ases, en realidad lo únicque habían hecho era aprender a vivir eexclusiva de lo que los naipes trajeran

casa después de la jornada de trabajocomo cualquier otro obrero, si es quera un jugador de verdad y no uatribulado apostador que todo lempeñaba a una carta, siempre fiel a lacorazonadas. Si la advertencia debíservir de aviso, a Miss White lo únic

que le provocó fue la obligación dlevar a cabo sus propias pesquisas, fue así como supo por miembros de loficialía que la compañía estab

convencida de que al menos quincugadores profesionales navegaban en e

Titanic. Aquello añadió esperanza a suexpectativas.

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Porque, además, cada noche la“singulares oportunidades” smultiplicaban por doquier.

Ellos mismos reconocieron a unocuantos. Allí estaba George Berentonque subió a bordo rebautizado comGeorge “Boy” Bradley, un profesionaen toda regla, que además era temidpor ser uno de los mejores jugadores dwhist que existían en el mundo, lo cua

no era decir poco (para los White ercompararlo con Bernard Shaw, y en sureligión nadie era comparable adramaturgo). Y también a Harry Homer

 a Charles Romaine mientras hacían sronda para localizar incautos. Hasta egran Jay Yates, bajo la identidad de unal J. H. Rogers, y al que habían vist

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ugar unos tres años antes en Chicagantes de sentarse a la mesa con él

dejarle sin más victoria que un

mandíbula desencajada), caminaba poel barco como un pasajero más.

Era emocionante contemplar epaso de aquellos excelsodepredadores.

Sin embargo, ni rastro de loBlack.

Aunque estaban a bordo.Tardaron en localizarlos. Más qunada porque dieron por sentado quviajarían en primera clase. Pero se le

olvidó tener presente que no floreceríacomo los demás engalanados, por mumpostores que fuesen. Escapaban de la

miradas ajenas en todo momento. Er

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ógico. En primera clase casi todos sconocían entre ellos, y si algún extrañaparecía, muy pronto sería diseccionad

para etiquetarle cuanto antes, pues eclasismo era mucho más ruin en esamismas esferas, y cada cual debía secolocado en la vitrina que lcorrespondiese por mucho que viajarentre gente de la misma condiciósocial. No se celebraban las semejanzas

Sólo se señalaban y se mutilaban aúmás las diferencias. No llamarían tanta atención como para que los demás s

entretuvieran en catalogarlos. Tenían s

guarida en segunda clase. De ser ciertoos rumores, la ley los estaba buscando

El exhibicionismo como cebo quedabdescartado. Y eran más que hábile

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cómo para colarse en los grandesalones a ciertas horas y mimetizarspronto en las muchas partidas que habí

en marcha, y ya una vez en la mesa y coas cartas repartidas, a nadie importa ladentidades.

Pero durante la tercera noche bordo, harta de rondar por lasoporíferas partidas que se celebrabapor los cafés y salones del barco pese

as exhortaciones de la compañía, mientras Míster White charlaba y bebíaalejado, con un conocido, Miss White ssentó junto a cuatro personas qu

ugaban una partida sin demasiadrascendencia, personas apagando lmpaciencia del tedio tras tantos día

navegando. Cerró los ojos y se dej

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levar por la modorra que le causaba lconversación, y por el compás del barcsumido en la métrica inequívocament

poética del mar abierto, y por lreconfortante sensación de saberse buen resguardo de una noche tan heladcomo la eternidad. Pero no pudalejarse de su entorno mucho tiempoDos de los cuatro jugadores que sdivertían a su lado llamaron tanto s

atención que les dedicó hasta losentidos que no tenía. Un hombre y unmujer, ambos bajitos, apocados, casvulgares, tan intrascendentes que hast

resultaba absurdo seguir mirándolesEra su modo de jugar lo extraordinarioaquello que les delataba, esa manera dcontrolar lo que hablaban entre ellos e

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cada mano decisiva (usando un sistemde claves exclamativas cuya entonacióMiss White empezaba a distinguir, y lo

resultados sobre la mesa así lcorroboraban), y su forma de revelarsen los turnos para ir ganando en unprogresión nada sospechosa eapariencia, pero implacable. Nada dnsaciabilidad. Hasta para respira

usaban un método.

Buscó a su marido, quien nada máver el rostro alterado de su esposa, deja su contertulio con la palabra en lboca y la cuenta en la mano y ambos

con temerario disimulo, buscaroconfirmar las conjeturas de Miss WhiteY sí, no cabía la menor duda. Aquellodos eran jugadores profesionales. Y

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actuaban en equipo. Admirable, no cabíotro adjetivo a su actuaciónPrestidigitadores. Sus oponentes s

marcharon pidiendo disculpas por habeperdido varios cientos de libras.

Tenían que ser los Black.A la noche siguiente no tardaron en

propiciar la falsa casualidad de tropezacon ellos, y tal y como habían pactadse hicieron pasar por dos ricachone

aburridos a los que el tener tanto dineres resultaba un fastidio (algo que, biemirado, tenía mucho de cierto, así quampoco hubo que fingir demasiado, n

mencionar la tristeza que les sacudió averse a sí mismos contemplados bajese prisma, algo que aún escocía en losilencios que se perpetuaban cuand

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estaban a solas en su camarotepreparándose para la ronda siguienteacicalándose con más pruebas de s

repentinamente desasosegantalienación). Los Black accedieron dmala gana a jugar unas manos, quizáuna partidita de bridge, no estaría masólo por matar el tiempo, ya se sabeesas travesías son interminables, no scruza un océano, se cruza un universo,

uno hace cualquier cosa por azuzar eaburrimiento hasta la hora de retirarse os camarotes.

Unas manos…

Una partida de bridge…¡Qué sencillo había sido tomar l

salida!Pero con diversas interrupcione

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para descansar un poco, comer algo cambiarse de ropa, en esos momentolevaban jugando sin parar casi 5

horas, trasladándose continuamente ugares donde no les interrumpieran

hasta que Andrews le improvisó urefugio aislado donde confabular. Yaunque no lo confesaron, los Black nardaron en sospechar que era

cazadores cazados, justo lo que lo

White querían, así que cada nuevenfrentamiento adquiría niveles densión desconocidos. Todos infiltrado

en el disfraz elegido para la mascarad

 sin renunciar a él. Pero acribillándossin piedad con las cartas, esperando esmágico instante en que cuando el otrcree tener la mano perfecta, uno l

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reserva una de una cosecha superior¿Póquer de jotas? Vaya, qué fatalidadgran jugada, hay que felicitarse, y d

veras lamento que este sea precisamentel momento de mostrarte mi escalera dcolor, más deslumbrante si cabe que ldel Titanic.

White pensó en todo eso mientracontemplaba cómo Black abría la petacgual que destapaba la propia, y alzand

el metal hasta la altura de sus ojospreguntó al tiempo que devolvía lsonrisa al cajón de sus secretos:

 —¿Por qué bridamos?

 —No lo sé. Usted tiene el whisky.La orquesta atacó una pieza nueva

mucho más briosa. —Por la White Star  —propuso

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antes de beber un largo trago qudurante un momento le obligó a cerrasus ojos, como si además de alcohol l

petaca contuviese también visiones qupodía ser degustadas tan solo cerrandos párpados—. Por su impecabl

historial de éxitos hundiendo barcosque hoy coronan en los anales de lnavegación con la paradójica proeza dsumergir lo insumergible.

De nuevo, Míster White acudió eauxilio de la marina británica. —Tendrá argumentos par

sustentar esa aseveración.

 —Tengo algo más que argumentosTengo pruebas. ¿El Atlantic? —apuntcon su pulgar hacia abajo, como si fuerun emperador romano divirtiéndose e

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uno de esos simulacros de batallas quhacían sobre la arena enrojecida de so  muerte del Coliseo—, a pique, mu

cerca de Halifax. 545 personas muertasPocos años después —bajó la vozestaba a punto de contar algo tareservado que sólo podía semurmurado ante el temor a convocaespectros marinos ya ávidos por atacaun barco recién ajusticiado por el hiel

armado—e l N a r o n i c desaparecimientras navegaba desde a Liverpoohasta Nueva York. 74 pasajeros iban abordo.

Aguardó un instante para aportar edetalle más siniestro.

 —Sin dejar el menor rastro. Nadisupo nunca que le pasó ni qué fue de lo

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que iban a bordo. Al parecer, no sepusieron ni los chalecos salvavidaporque no se encontró ninguno flotando.

 No se tomó un respiro, pero sí usegundo trago.

 —Hace unos meses, en septiembreel Olympic se empotró con un acorazadde la muy real y muy poco realistmarina británica. ¡Contra un acorazadoSanto Cielo! Yo no entiendo mucho de

barcos, pero me imagino que eso debavistarse a mucha distancia, no es ungaviota aturrullada que se cruza podelante de la sala de mando. ¿ HM

awke? Sí, ese era su nombre. Y apenaantes de zarpar, el propio Titanic estuva punto de llevarse por delante medipuerto, no sin antes haber dejado u

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cementerio con los barcos que él mismcasi hundió.

White estaba atónito. Aceptó l

petaca y se regaló una buena dosis dreparo en su garganta.

 —¿Cómo puede saber esas cosas? —No es algo que haga de form

consciente —respondió Black—Registro esos datos sin quererlo, dforma automática. Lo habré oído o leído

 ahí se quedan, bien ordenados en unmemoria cuanto más grande, más inútil. —Inútil o no, no falla jamás —

apuntilló su esposa, tomando uno de lo

mazos ya desechados de cartas parniciar un solitario.

 —Puedo incluso agregar algo —dijo al tiempo que recuperaba la petac

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— que quizás nos ayude a entender lque ocurre. Hace tres años, cuando shundió el Republic, por no alejarnos d

a historia de la White Star , su capitáestableció este orden antes de subirse os botes para abandonar el desastre

primero, las mujeres y los niñosdespués, los caballeros de primerclase; y ya luego, pues el resto daquellos a los les apeteciera segui

vivos y escapar de la resignación. Fumuy concreto al respecto. Mujeresniños y caballeros de primera clasePara ir descartando esperanzas.

White estaba a punto de argüir queran otros tiempos. Pero eso habísucedido tres años atrás, él mismrecordaba algunos rumores al respecto

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así que puede que esos “otros tiemposaún no hubiesen terminado, que quizáen realidad estaban comenzando

florecer, y muy pronto la muertrepartiría más frutos envenenados entros selectos invitados al gran viajnaugural.

 —¿Cree que es lo que estocurriendo ahora?

 —Creer es un lujo que no me suel

permitir. Aunque, por serle del todosincero, dudo mucho de que se estrepitiendo ese miserablcomportamiento. Pero tampoco dispong

de dato alguno que me induzca a pensao contrario. ¿Usted sí?

Míster White empezaba a pensaque era eso justo lo que ocurría. N

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enía ni que decirlo. Era tan calvo que veces sentía como si todo el mundpudiera leer su pensamiento escrito co

mayúsculas por toda la frente. —Pero incluso si es

mezquindad… —no se quedó a gustcon la palabra elegida, pero las quacudieron en sustitución eran bastantmás despiadadas, así que las dejó esta— Si eso es lo que están haciendo

ardarán meses en sacar solo a los dprimera.Desgraciadamente, Black tení

noticias nuevas, y aunque podía se

puestas en entredicho porque lo que veíno estaba recubierto de nitidez, tampocestaba anunciando ninguna falacia.

 —¡Otro bote! Ahora con… ¡una

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doce personas a bordo!Y por supuesto, allí estaba ella

Miss White, saltando como un leopard

hasta ese momento agazapado tras uvestido de noche teñido de ámbar azabaches, lanzándose a degüello sobra cifra antes de que nadie pudiesmpedirlo.

 —¿Doce? ¿Ahora doce? ¿Por qudoce?

Su marido tuvo que ceder y acudien su auxilio. —La cifra solo es important

porque están bajando a muy poco

pasajeros, querida. Como si loestuvieran eligiendo, rescatando sólo un puñado de elegidos.

 —¿Elegidos para qué?

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Míster White pensó que a veceadmiraba más que amaba a su esposaAunque en ocasiones le sacara de quici

algo que, por otro lado, siempre lagradeció) lo lejos que podíposicionarse de la realidad, por terriblo benéfica que fuera la situación, ella nrenunciaba a seguir inmersa en sreducto de insensateces, en una burbujque por mucho que se tratase de pinchar

amás explotaba, o si lo hacía era parcrear cientos de pompas adicionales aúmás inconexas.

Black y su esposa estaba

esperando que regresara a lconversación.

Quedaba poco que decir.La señora Black, sin levantar l

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vista de las cartas que iba colocandsobre la mesa, con la deliciosa cadencide alguien muy acostumbrado a juga

solitarios, afirmó: —Ustedes dos ya podrían esta

dentro de los botes Al menos, su esposaSe ve que hay sitio de sobra.

White, sin decirlo, agradeciaquellas palabras. Pequeña, perlamarada de redención al fin y al cabo.

 —¿Y ustedes no? —Es posible —dijo el señoBlack.

 —Curiosa respuesta.

 —Tal vez. Pero quizás nosotros noseamos quienes decimos ser.

Miss White no pudo refrenar sdecepcionado sobresalto.

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 —¿No me diga que no son loBlack? ¡Esto es el colmo! ¡Lo que lfaltaba a la noche!

El semblante del señor Black habícambiado por completo. No podíocultar lo divertido que le resultabaquello.

 —¿Conocían nuestra identidad?Miss White, notablemente aliviad

al saber que después de todo sí qu

estaban con las personas correctasempezó a mirar con curiosidad esolitario al que jugaba la señora Blackfumando de un cigarrillo que no habí

encendido, y delegó en su marido eresto de la conversación:

 —Sólo la sospechábamos.Fue una verdadera sorpres

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descubrir la carcajada del señor Black. —¿Fueron ustedes los que no

hicieron caer en la trampa y n

nosotros? —Algo así, supongo. —No me diga que ustedes tampoc

son quienes dicen ser. —No, nosotros no tenemos es

suerte.La señora Black, sin levantar l

vista de los naipes pulcramentcolocados en hileras, acudió en socorrde Míster White que se había quedadatascado en su confesión.

 —Pero… —Nos embarcamos en este viaj

con la esperanza de enfrentarnos en unpartida de naipes contra ustedes. Ha

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sido muchos los años que hemoescuchado hablar sobre su pericia. Ynos dirigimos hasta las ventanilla

donde vendían pasajes para navegar ee l Titanic, pensando que ustedeambién irían a ellas. Supongo que ya n

es necesario señalar lo mucho que noapasiona jugar a las cartas. Y debodecirles son bastante mejores de lo scuenta por ahí.

El señor Black agradeció el elogicon un brindis de la petaca: —Sin embargo, eso no justifica qu

sigan aquí. Deberían estar en los botes

Quizás usted encontrase algúmpedimento, pero seguro que Mis

White quedaría a salvo. —Lo mismo que la señora Black.

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iempo que eso dejó de ser una opciónada de telarañas que no sean las qu

cubran nuestros huesos.

 —La condena no puede ser tasevera. Desconozco el delito, pero shay algo de cierto en lo que se cuentaquizás todo se reduzca a unos meses.

La señora Black dijo sin dejar dmirar su recién iniciado solitario:

 —A veces cuando se gana, tambié

se gana una deuda y se pierde al vencerCon las cartas, pocas veces noequivocamos. Pero es complicaddistinguir a los que también apuesta

odo su rencor. Por eso preferimoquedarnos. Puede que llegue algúbarco, o que el Titanic finalmente no shunda del todo. Esa son nuestras bazas

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uestras mejores bazas.Dicho lo cual, el señor Black s

acercó hasta la mesa, tomó uno de lo

mazos de cartas y con adiestradnaturalidad fue haciendo cortes en éusando solo su mano izquierda. Dpronto resultaba un alivio no tener qubarajar torpemente. Y que su destreza lsosegaba. Míster White se arrepintió eese mismo momento de no habe

practicado hasta lograr una habilidasemejante. Y pensó que esa era otrcosa que ya no podría hacer en lo que lquedase de vida. Nada le extrañ

reparar en que acababa de renunciar sfuturo a la espera de una respuesta, cuypregunta formuló mientras recuperaba sasiento en la mesa de juego.

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 —¿A qué viene ahora contarnoodo esto?

 —Pensé que era un buen momento.

 —¿Por qué dice eso? —Nadie se mueve de aquí. —¿Y por qué piensa que nadie lo

hace? —Supongo que la partida no h

erminado. Aunque es mucho aventurarosotros hemos expuesto nuestra

razones. No conocemos las suyas.A Míster White le pareciórazonable devolverle la verdad, y no via necesidad de consultar con su espos

porque ella, incluso antes de qucomenzara la conversación, ya sabícómo responder.

 —En realidad, estamos tomand

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una decisión. —¿Sobre qué? —Sobre subir las apuestas.

Miss White mostró al fin algo dalivio, y entornó los ojos hacia el techoo hacia el cielo lanzando un mensaje dagradecimiento a sus dioseparticulares.

 —Las apuestas ya se han subidoEs obvio que nadie ha jugado com

realmente puede y ya va siendo hora dquitarse los zapatos y ponernocómodos. No vamos a esperar a que lobajen de dos en dos y la señora Black n

ogrará terminar el solitario por muchque ella piense que sí lo conseguiráAunque todos estaremos de acuerdo eque la anterior partida ha quedad

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obsoleta.La señora Black descubrió uno d

os naipes tapados, y dejó caer el rest

de la las cartas al comprobar que habíentrado en un callejón sin salida.

 —¿Qué propones?Miss White dijo justo exactament

o que todos estaban pensando. —Whist. ¿Acaso existe algún otr

uego?

 —¿Habrá tiempo?Miss White le cedió la palabra a smarido.

 —Eso nunca lo sabremos si l

seguimos perdiendo.El señor Black, sentándose d

nuevo en su lugar habitual, se dispuso omar las cartas que él aún creía seguía

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sobre la mesa al tiempo que preguntabsin mirar a nadie en concreto.

 —¿Quién reparte primero?

Tarde.Miss White ya estaba barajand

mientras tarareaba la misma melodíque la orquesta interpretaba en espreciso momento.

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EL TESTAMENTO DE LAOSCURIDAD

 Incluso acuchilladas por el silbid

ncesante que salía de las chimeneascomo resoplidos de furia contenidaaquellas palabras resonaron con hirient

claridad, como si hubieran sidpronunciadas en un lugar silencioso cerrado, convirtiendo a la noche en unenorme bóveda vacía donde adquiriero

a gravedad de una sentencia inexorabldictada por un juez supremo nmisericorde, cuando sólo era un

mujer asustada quien las decía.

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 —Vas a morir. Deja deconfundirme.

Pero Isidor no podía cambiar su

palabras. No tenía otras. Sabícombinarlas para llegar siempre amismo sumidero, hacer malabarismos cubrirlas con más mentiras disfrazadade gallardía, aunque hasta esos recursoambién se le estaban agotando, comodos las demás léxicos que conocía.

 —Tan solo digo que debes volveal bote, y que yo encontraré el lugar qume corresponde en algún otro.

Su esposa Ida buscó cobijarse e

su abrigo sin recordar que llevaba echaleco salvavidas puesto, y sus manoemblorosas se entrecruzaron sobre e

corcho blanco en un abrazo baldío.

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 —No pienso subir. No sin ti. —Esa es una frase hecha, un clich

—dijo Isidor—. Tratemos de se

originales por una vez.Pero con el desastre tan cerca, tod

resultaba original. No había que forzaa maquinaría. Lo que se había dicho u

millón de veces era nuevo de repenteLa noche no era comparable a ningunotra. El océano tenía un aroma diferente

En cada rostro estaban aún por estrenaos más bellos gestos. Los abrazoamás se habían dado antes. Puede quncluso los “te quiero” sonasen com

vocablos extraños en un idiomdesconocido.

Hasta ese momento nadie habípronunciado nunca la palabra adiós.

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Quizás por eso Ida no sabía lo quera una despedida.

 —No voy a subir si no viene

conmigo —afirmó en un tono tan altque algunos de los pasajeros mácercanos se volvieron, como si estuviersoltando.

Isidor bajó la mirada.Le estaba pidiendo algo contrario

odo cuanto acababa de pasar. Hacia ta

solo un minuto Ida estaba a punto dentrar en uno de los botes ya preparadopara bajarlos al agua. Pero cuando unde los oficiales intentó ayudarle par

que él también subiera, Isidor se negó erotundo, mostrándose ofendido en lpersonal, y punzante en su reprochecuando le recordó al marino cuál debí

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ser su propio lugar en la desdichamismo que le repitió a su esposa porquella parecía no querer escucharlo

aunque cuando alzó su mirada, en loojos de Ida pudo contemplar la derrotde ambos:

 —Son las leyes del mar. Máantiguas que cualquier otra ley, taviejas como los seres humanos que laaprendieron a la fuerza. Debemo

respetarlas. Las mujeres y los niñoprimero. No hay que permitir lexcepción. De hacerlo, se puede perdeuna vida que ahora estamos a tiempo d

salvar si tan sólo nos comportamocomo debemos. Es una tarea sencilla.

Los labios Ida temblaronironeados por la amargura.

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 —Es la tarea de un titán.Y él no pudo aplacar su propi

aflicción.

 —Será porque estamos en eTitanic.

Ella se acercó un poco más, comsi le desafiara a que le contasdirectamente a su corazón toda aquellsarta de bobadas.

 —No crees una sola palabra de l

que dices. Tan sólo quieres que vuelval bote. —Pues claro que quiero qu

regreses. Pero eso no desautoriza mi

razones y menos todavía deberes. —Eres un anciano.Sus ojos aparecían tan cristalino

como el agua que les rodeaba. Y al igua

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que le pasaba a ese mismo océano, lristeza los cubría y el miedo lo

sometía. Y eso que el espanto sólo

estaba bostezando. —Eso lo único que me harí

merecedor es de ponerme al final de lfila para embarcar, ¿no crees?

Se estaba enfadando. Le disgustabque no la estuviera escuchando, cuandél no quería oír nada que no fuese s

voz.  —No tiene ningún sentido lo qume dices. Necesitas tanto auxilio como pueda necesitar yo. A ti tampoco te

quedan fuerzas para luchar.Y allí estaba de nuevo, Isidor y s

ejército de obviedades desgastadas. —Las mujeres y los niños

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primero. Sin excepción. Y no entiendopor qué debo explicarte esto cuandcreo que sabes que llevo la razón.

 —Porque…Los posibles motivos que Id

quisiera esgrimir quedaronterrumpidos cuando escuchó qu

alguien la llamaba. Giró su rostro, persu cuerpo se acercó todavía más al de smarido, como si en caso de qu

cualquier duda le asaltase, el contacto ldisuadiera de separarse ni un solcentímetro más. Entre el gentío que sapretaba cerca de los botes, y el pitid

nfernal de las chimeneas, esa voz sabría paso con la claridad suficientpara saber que era alguien conocido, por un momento todo adquirió un tint

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agotadoramente irreal para Ida, que drepente se sentía como si estuviera ealguna concurrida fiesta donde lo

gestos y los gritos eran el único modo dcomunicarse con los que permanecíaalejados, al otro lado del barullo. Y esafamiliaridad se vio refrendada acomprobar quién la llamaba, y por unmilésima de segundo se sintió como sestuviera de nuevo en casa, ocupada po

familia y amigos reunidos para alguncelebración. Era Ellen, su doncella, aúa bordo del bote donde Ida no habíerminado de entrar, e intentab

reclamar su atención, y le gritaba parque se subiera de nuevo. Ida la instó que se callara con un gesto de su dedndice que colocó sobre sus labios. Y lo

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mantuvo ahí, e Isidor pudo comprobaen el rostro de la doncella que lomensajes no dichos le llegaban a l

perfección: no pronuncies ni una solpalabra más, Ellen, no me llames, nlames a nadie, quédate quieta dond

estás, quieta y callada, ni siquiera mireal mar, y mucho menos a mí, baja en esbote si no quieres que sea yo mismquien te arroje al agua por la borda.

Isidor, ante ese infundado temor dsu esposa de que pudieran sacar a Elledel bote para que volviera junto a lmujer para la que trabajaba, trató d

aprovecharse de lo que consideró unflaqueza y así intentar convencerla de spusiera a salvo, o todo lo a salvo que spodía estar en una barca a punto d

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quedar extraviada en el tenebrosocéano la supervivencia.

 —Ve con ella. Debe estar muy

asustada.Ida se volvió y le miró, ofendida. —Yo también lo estoy. Ven y cuida

ú de mi miedo. No iba a ceder así como así. O po

expresarlo de un modo al que Isidor ndeseaba enfrentarse: Ida no cedería

asunto cerrado. Que él buscase lmanera de lograrlo no supondría la mámínima diferencia.

 —Sé que piensas que no podr

salir del barco. Pero deberías tener upoco de confianza en mí.

 —Y eso hago, confiar. Sólo a tuado puedo sobrevivir. ¿No es de eso d

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o que se trata?Él no era capaz de razonar.El tiempo apremiaba. Empezaban

dar las órdenes para que arriaran el botdonde Ida podría encontrarse algo más salvo. Y él buscando la forma de eludio que estaba a punto de arrollarle, y qu

en nada se parecía a un iceberg coaristas de diamante.

Dejó libre su último recurso.

 —¿No crees que debemos dejaque sea Dios quien decida eso? —¿Y no es Dios quien lo est

decidiendo?

Como si del propio cielo vinierasidor sintió algo de calidez en su rostro

Pensó que era aire caliente que habíescapado de las calderas ahor

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saqueadas. Pero no, sólo era la mano dsu Ida rozando su cara.

Él la tomó por la muñeca.

 —Ven.Tardó un instante en lograr que s

moviera, que siguiera el camino que ée indicaba con su brazo libre y s

aliento blanco, un aliento tan viejo canoso como su barba, como su fatiga su fragilidad. Detrás de ellos, siempr

solícito, siempre adecuado, JohFarthing, su ayuda de cámara, quambién comenzó a caminar como s

unos hilos invisibles tiraran de s

cuerpo, aunque sus ojos no pudieraapartarse del mar tenebroso y no tarden ir tropezando con la gente que sacercaba a los botes aun con algo d

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hacía las profundidades. Quizás al finade la noche, ya no quedasen estrellaque mirar.

Isidor necesitaba escapar de tantaturdimiento.

Y vio una puerta que se abría y quse cerraba, ni se fijó en la gente que lusaba, y no dudó en dirigirse hacia ellaUna puerta era cuando necesitaba eaquel momento. Y nada más entrar en e

relativo calor del gimnasio, Isidor spuso frente a John, como si le impidierseguir caminado un solo paso más partir de aquel punto, a pocos metros d

a entrada. Ida se acercó hasta una joveque lloraba, y se sentó junto a ella.

Dentro había demasiada gente. Lconfusión era contagiosa. Era un

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quimera encontrar algo de sosiego en ubarco tan lleno de horror.

 —John, ¿alguna idea?

 —¿Sobre qué, señor? —Ahora no me llames señor, po

favor. Alguna idea para salir vivo.Se quedó tan mudo como cualquie

otro de los aparatos del gimnasio.Como ellos también, estab

esperando órdenes.

Y no se movería hasta obtener epermiso para salvar su vida.Isidor no quiso pensar en ello

uchó con toda su alma por encontra

algo que ofrecerle a alguien al que lhabía embalsamado la voluntad.

Pasó su brazo sobre los hombrode John y suave, casi de maner

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mperceptible, ambos comenzaron caminar hacia la salida:

 —Es complicado que puedas entra

en los botes que están a punto de bajarpero quizás la suerte sea tu aliada ogres subirte en alguno de los último

que arríen, una vez se hayan aseguradde llenar los otros con los mánecesitados. De lo contrario, esperaSolo eso. Espera. No hagas nad

precipitado, por favor. No saltes al aguhasta que ya no te quede otro remedio. —¿Esperar qué, señor?Esa era otra batalla perdida de l

noche. Nada convencería a John de qupor una sola vez en la vida le llamarpor su nombre.

 —Tu oportunidad de encontrar o

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asirte a cualquier cosa que flote. Hastdonde sabemos es casi seguro que ebarco se hundirá por completo. Y no

iene por qué arrastrarte en ese descenshacia el fondo. Puedes quedarte en lsuperficie.

Aun antes de añadirlo, Isidor nera capaz de creerse lo que estaba punto de decir, porque quizás él mismoformaría parte de esa utilería de l

pesadilla: —Habrá muchas cosas flotando. Yseguro que —la certeza no hizo máviable el poder expresarla sin asfixiars

— también cadáveres sujetos tan solo a superficie por uno de estos chaleco

con los que ahora se protegen. Hazte cocuantos puedas. Quítaselos e improvis

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vida. —¿Por qué me habla como si uste

no fuera a intentarlo?

Isidor, sin saber cómo, logró aunasu desconsuelo en una dúctil sonrisa.

 —¿Harás lo que te he pedido, pofavor?

Pero John miró a Ida, en esmomento tratando de consolar a esoven que no podía subirse a los bote

atenazada por el terror. —¿Y la señora? —Ella te dirá lo mismo.Ya con una nueva réplica y otra

demora en la boca, John tuvo quatender la llamada que le hacía la propiseñora Strauss. Fue hasta ella, y en ecamino se vio obligado a poner d

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repente la mano sobre uno de loaparatos de gimnasia.

La escora.

La primera caricia de la pesadilla.Su lascivia. —John, quiero que aún hagas alg

más por nosotros antes de salir dnmediato por esa puerta—le dijo Id

como si conociera, palabra por palabrao que había estado hablando con s

marido—. Tienes que conseguir que estoven llegue a uno de los botes que estáarriendo en las cubiertas inferiores. Nsé si tiene más miedo al mar o a l

altura, aunque sospecho que más a lcaída. Ayúdala. ¿Lo harás por mí?

 —Tiene mi palabra.Y le dio un beso muy leve en l

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mejilla, que Ida recogió cerranddurante un instante los ojos.

 —Que Dios la bendiga.

 —Mejor que os bendiga a todosHará mucho frío ahí, lejos del barco.

Y se fue casi arrastrando a la jovenporque esta apenas podía caminar, yfuera por el pánico o por el peso de laágrimas que quizás nunca podría llorar

Cuando desaparecieron junto otro

pasajeros que también decidieron gastao poco que les quedara de sino, Isidose sentó junto a su esposa.

Y se llenó de vergüenza al senti

anto agradecimiento al tenerla cerca eesos momentos. Por siniestro qupudiera resultar ese pensamiento, eruna suerte morir a su lado. Y el consuel

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no menguaba. Al igual que usentimiento en su interior que aparecía desaparecía, poco claro, aún incipiente.

Tuvo la impresión de que ellrezaba. Pero no tardó en reconocer lque estaba susurrando.

Jesse.Clarence.Percy.Sara.

Minnie.Herbert.Vivian.¿Se estaba despidiendo de su

hijos? No, claro que no. Detrás de

nombre irían, aún más en silencio, lomensajes que les enviaba, como afuer

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había otros muchos que apuntaban en urozo de papel despedidas que lueg

entregaban a los que se montaban en lo

botes para que se los dieran a sufamiliares en caso de no salir con vida.

Haz lo que te dije… No te olvides nunca de…Cuida bien de…Sabes que siempre…Dile a…

Recuerda que me prometiste… No imaginas lo que yo te echaré dmenos a ti…

 No fue capaz de interrumpirla

Además, ¿para qué? Ella seguirínegándose a dejar el barco con su tercmarido a bordo.

Y entonces notó un dolor distinto

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odos los conocidos, y ya era un ancianbregado en muchas disputas. Sus heridanteriores hedían como si hasta su pie

acabase de llegar la gangrena de lculpa. Podía obligarse a no pensar. Lohabía hecho miles de veces. Ponerse lvenda y seguir caminando. Un salto de fras otro.

Como cuando…Durante un segundo, al tiempo qu

da apoyaba su cabeza sobre el hombrde Isidor, supo que estabacompartiendo el mismo recuerdo.

 —Lo hemos superado todo junto

—dijo, sin pesar alguno—. Inclushemos visto morir a uno de nuestrohijos. Siempre he vivido con el miedo que volviera a suceder, con nuestro

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 —Te equivocas.Ida realmente parecía contrariada. —¿Me has desheredado?

Incluso miró a su alrededor comsi esperase que el resto de pasajerocompartiera su escandalizado estado dperplejidad.

 —¡No me lo puedo creer!Isidor sintió el deseo de apurar es

nesperada conjunción de sonrisas

sinsabores, llevar un poco más lejos lhumorada. Pero le pudo más lnecesidad de confesar. Tan devoto leera a su Dios como le era a su esposa.

Quizás más. —No. Pero sí que incluía un

petición expresamente dirigida a ti.Fue obvio que para ella result

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gual de doloroso abandonar ese fugaremanso de relajado afecto. Lainieblas se cernían sobre ellos

estaban famélicas. Nada de bromasSólo remedios de última hora antes dfallecer en las manos del pavor.

 —¿Qué podrías querer de mí unvez hubieses muerto?

 —Que disfrutaras. —¡Isidor! —exclamó ella como s

e acabara de reclamar que bailasdesnuda en el gimnasio. —Te pedía que cuidases de ti par

variar. Te insistía en que dejases de

preocuparte únicamente en los demásTantos años de sacrificio, de entrega, drenuncias…

 —No hablas en serio.

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 —Te rogaba que saborearas lvida cuando yo ya no estuviese.

 —¿Tenía que volver casarme o

bastaba con un amante?La sorna no hizo mella en Isidor. —Te instaba a reclamar todo lo

que te has dejado en el camino sólo pohacer más fuerte el vínculo de nuestrfamilia. ¿Se te ocurre peor remedio coel que recompensarte? Cuando l

redacté lo hice pensando en reparar muarde la injusticia de haberte quitandantas cosas.

 —Debiste pensar en las que me ha

dado. —Puede ser. Aunque ya ves, hoy t

robó hasta la vida.Contarle aquello se tornaba much

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más duro de lo que pudo sospechacuando decidió hacer oficiales suúltimas voluntades. Las cualidades qu

anto admiraba en ella eran precisamenta que él estaba usando para llamar a la

puertas de la condenación.Ida siempre acudía en su socorro.Aunque por primera vez

demasiado tarde.Porque allí estaba, sus ojos au

manchados por las estrellas moribundassus hombros erguidos porque ni lmuerte sería capaz de que perdiera scompostura, su rostro lleno de l

severidad surgida de lo que ella parecíomar como una ofensa.

Le estaba defendiendo de sí mismo —No has hecho nada más qu

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comportarte como el caballero que eresIsidor luchó contra su volunta

hasta abatir el deseo de sostener entr

as suyas las manos de ella. Habíperdido ese privilegio.

 —¿Eso crees? —¿Acaso lo dudas? —¿Tan trascendente era que yo no

me montara en el bote? ¿Qué pretenddemostrar tan significativo que deb

certificarlo con tu muerte? —Yo quise quedarme. —Y esa será la luz que te guíe e

a oscuridad. ¿Pero en qué lugar me dej

a mí? —Justo a mi lado. Donde debe

estar.Señaló a la pared como si ambo

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pudieran ver a través de ella todo cuantsucedía afuera, en el barullo engatusadpor la música.

 —Dime que no hay hombreembarcados. Si me aseguras que no haninguno, te doy mi palabra de que subo uno de los botes ahora mismo. ¿Todoson chantajistas que han sobornado unos oficiales que se están jugando lvida para salvar a los pasajeros? ¿So

canallas? ¿Son un puñado de miserablesin misericordia en sus almas?Isidor seguía mirando con anhel

as manos de su esposa.

 —¿Y bien? ¿Los hay? —Si los hubiera, su pecado n

hace menor el mío. —¿Y cuál es el pecado que ha

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cometido? A ti te ofrecieron subir, nadadeshonesto hiciste para haber entradsin que nadie se quejara.

 —No sé cuál es el pecado, sólo sque tú eres la penitencia.

 —Me resulta de lo más curioso quno supieras por qué lo hiciste realmente

Y no, no lo sabía. Ni tan siquierentendía cómo era posible que una mujecomo aquella estuviese a su lado,

cómo había llegado a sentirse tan amadpor alguien a la quien acababa darrancar del mundo, de sus serequeridos, y aun así le seguía instand

para que no sucumbiera en su propinaufragio.

Entonces, desplazó su cuerpo hastquedarse pegada al de Isidor. Pensó qu

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ba a besarle. Pero no. Tan sólo queríasegurarse de que ambos quedaraarropados por un mismo susurro.

 —No nos quedan más noches. ¿Ne parece que deberíamos salir afuera,

contemplarla? Hay mucho que mirarEsta no podremos recordarla.

Y se levantó, y le tomó la mano, yiró de él, y logró desincrustarlo de s

capitulación. Salieron del gimnasio

comenzaron a caminar, con el mismososiego con el que habían paseaddurante todos esos días de travesía. Ycomo un par de pasajeros, abrazado

por la cintura, como si aquella fuera sprimera cita y no la última, se apoyaroen una de las barandillas, alejados deugar donde la gente trataba de encontra

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plaza en un bote.Así estuvieron algunos minutos

contemplando el horizonte, buscando e

él algún rastro de las promesacelestiales que llevaban toda una vidoyendo, orando, hasta que el trasiego lehizo quedar atrapados, ahora siremedio alguno, y se movieron entrempujones y prisas que no iban coellos.

Ida tiritó de frío, y algunas palabrase le escaparon en ese temblor. —¿Crees que…? No podía ni completar la pregunta

Pero Isidor compartía la misma duda. Eese momento, la idea de morir juntorevestía de cierta apacibilidad, lapariencia de la burla de un fina

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conciliador en medio del cataclismoComo si hubieran podido hallar lmanera de sobreponerse a la

circunstancias, dejando que fuese lserenidad, y no el pánico, eprotagonista final, y que esa dulzursería lo que les guiaría mientracruzaban el cada vez más inundado vallde la muerte.

Ese efecto se vendría abajo.

El barco sería muy pronto el mayoobogán construido por la ambiciosnsensatez del ser humano. Ellos s

precipitarían hacia el mar, rodando

como cualquier otra persona, o como eobjeto más insignificante. Era muchmás que probable que murieraseparados, muy lejos el uno del otro,

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a estaban todos bastante bien servidos.Junto a ellos se detuvo un hombre

o era oficial. Pero sí pertenecía a l

ripulación. Luchaba por mantener usegundo frente de equilibrio porqueademás de no perder pie en la pendienten la que se estaba empezando ransformar la cubierta, estaba borrach

por él y por todos los que iban a bordoEn su incierto bamboleo, logró da

algunos pasos, luego caminó hacia atrácomo si estuviera observando algo quno encajaba en la imagen que veíaregresó con paso etílico per

acostumbrado a caminar sobre sueloque flotan en el agua, y se detuvo junto as hamacas donde ellos estaba

sentados. Sin pronunciar un sol

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vocablo, se concentró en resolver eproblema con el que se disiparía saparente extrañeza. Con mucho cuidado

ogró, gracias a un par de mantaadicionales, que tanto Ida como Isidoquedaran mucho mejor sujetos a lasillas. Un grupo de unas ocho o diepersonas pasaron corriendo, y fue comsi el hombre hubiera desaparecidarrastrado por aquella corriente de gent

que se había quedado sin rumbo. Y pomucho que lo buscaron, ya no lvolvieron a ver.

Otro dislate más.

Uno de los hombres más sensatodel barco estaba completamentborracho.

Y el tiempo pasó, mientras la

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chimeneas seguían zumbando. Lopasajeros iban y volvían de ningunparte. Oyeron que la quilla de pro

estaba ya bajo las aguas. Aún habíbotes que llenar. E Isidor, pese a lentación, no tuvo tiempo de renovar su

ruegos, pues su esposa se adelantó a lquiso pedirle una vez más:

 —Antes de que digas nadarecuerda que estás con una mujer qu

piensa morir para no perderme ni usolo día ni una sola noche contigo.Isidor no añadió ni un aliento.De forma paulatina, las voces s

estaban ya sobreponiendo al sonido dos gemidos fatales del Titanic, y de l

música con la que un puñado dhombres, solos en mitad del frío

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es tuviera reservado el testamento de loscuridad en la que definitivamentdesaparecieron sin abandonar el cobij

de seguir sintiendo que sus manos aúestaban selladas entre sí.

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ESTA NOCHE S Lord D no podía dar crédito a s

situación.Aquello era intolerable. Algo de

odo fuera de lugar. ¡La coronación dedesatino! Si alguien le hubier

comentado antes de zarpar que algo asera posible, lo más probable es que lhubiera abofeteado.

Se levantó de su sillón. Co

esfuerzo, no tanto por el peso de sbamboleante cuerpo, ni por lo borrachque estaba (y la ebriedad empezó emismo día que dejaron el puerto), com

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por la furia de verse obligado a cumplicon una función que no le correspondíaÉl era un hombre de firmes y enraizada

convicciones. Puede que quizás en esmomento no lo pareciera porque su vidhabía tomado derroteros agrios, y svestimenta, pese a lo digna y sobriadistaba en mucho de la que en otriempo habría lucido en una travesí

como esa. Pero procedía de una cuna ta

noble que le eximía de cualquieservilismo, incluso en las situacionemás desesperadas. Y aquella situacióno era, de extrema urgencia, aunque l

causa no estuviera en esa irritante falsa alarma del hundimiento.

Logró apartar la mesa y recuperacasi por completo su ondulante y orond

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verticalidad para ir a remediar ldesesperanzado de su situación. Y fueapartando con los pies algunos de lo

objetos que habían caído cuandempleados y pasajeros decidierocomportarse como plañideraprofesionales.

 No quedaba nadie en aquel salónfuese cual fuese, ya todos le resultabaguales pues eran gemelos en esa mism

carencia que a él le estaba volviendoco. Los había recorrido todos, y hasten uno de ellos tomó prestada unbotella de whisky (en la dinastía de lo

D, nadie robaba). Algo le decía questaba en la sala de lecturas para lamujeres, pero tanto daba. Desde allbien podía parecer que el Titanic era u

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barco abandonado. Pero brotes destruendos se apagaban y encendían traa puerta, y tras las paredes, y subiend

  bajando por lo que él pensaba era lgran escalera, a la que creía cercana. Aotro lado, en los pasillos, se escuchaba gente hablando atropelladamente antede emprender otra huida hacia la nadporque estaban en mitad del malditocéano, y fuesen donde fuese

erminarían encontrándose con el mar. Ymás arriba, la orquesta en todo momentocando música de baile, como s

hubiera una coreografía par

hundimientos.Majaderos.Pero, ¡por todos los diablos!, s

hasta las luces permanecían encendida

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resaltando como siempre lmagnificencia de un barco sin parangóen la historia de la todopoderosa marin

británica.Una de las puertas de servicio s

abrió de golpe, y alguien con uniformde camarero de los comedores dercera, entró trastabillándose levando varios chalecos salvavida

entre los brazos. En cuanto vio a Lord D

se acercó corriendo hacia él: —Pero, señor, ¿qué hace aún aquí? —Malgastar paciencia.El joven no esperaba esa respuesta

 no halló qué decir. —¿O es que acaso se puede hace

otra cosa? —Es que no sabe que…

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Lord D alzó su voz, dejando ecompleta libertad las imitaciones dodas las voces que llevaba oyend

durante una hora al menos, ya fueramasculinas o femeninas, las cualereprodujo mientras sometía cruelmenta punta derecha de sus largos bigote

engominados con los dedos pulgar ndice, como si fuera otro retruécan

más, girando la manivela de u

gramófono donde habían quedadregistrados cada uno de los disparateoídos:

 —Lo sé, lo sé, lo sé. El barco s

está hundiendo. Un iceberg. Nadie lesperaba. El agua se cuela por todapartes. Hay que montarse en los botesEl Titanic ya no es seguro. Las mujeres

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os niños y los perros primero. Llevescuchándolo toda la maldita noche. Nparan de repetirlo.

Carraspeó antes de recuperar spropio tono displicente:

 —Acércate, muchacho. Vamos.Y el joven se acercó. No tanto po

a orden como movido por el hecho dque podía proporcionarle a uno de lopasajeros un chaleco.

 —Debe salir ya, señor. Tomepóngase esto.Añadiendo casi de inmediato

probablemente porque era parte de s

cometido en esa situación de urgenciaaunque quizás por primera vez la idede ayudar a alguien como Lord D latemorizase (y su desconfianza s

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rasladó hasta una voz ahora márémula, y ni siquiera se atrevió evantar del todo la mirada):

 —Si no sabe cómo, le ayudaré y…Lord D cogió el chalec

sujetándolo con un dedo, y lo mantuvo distancia con inequívoco desagradocomo si agarrara con asco y la debidprudencia el cadáver gelatinoso de unmedusa venenosa, tan peligrosa en vid

como muerta. —Y yo aprecio en lo que vale tvoluntad y tu preocupación —dijo antede arrojar el chaleco a su espalda—

pero no es lo que necesito.Finalmente mostró la magnitud d

su carencia, aquella que era la únicrazón que le había obligado a levantars

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porque se sentía incapaz por más tiempde seguir viendo el cristal vacío de scopa.

 —Así que venga, muchacho, hazmel favor de llenarla.

Misma que le tendió para que npusiera en duda su urgencia.

 —Ahí tienes la botella —añadióseñalando la botella robada que aúpermanecía en la mesa.

 —Señor, ¿es que no entiende loque le digo?Lord le agarró por el brazo

apretándolo con fuerza, y se aproxim

anto al oído del joven que este tuvo quretroceder frente al aliento macerado.

 —¿Y tú? ¿Entiendes lo que yo tdigo?

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El camarero se las ingenió parpoder asentir mientras tenía la cabezhundida entre los hombros, como s

esperase un correctivo, que llegó eforma de advertencia.

 —No es buena táctica tentar lsuerte frente a un hombre sediento.

Y demostró que también podísonreír, aunque su sonrisa estuviesmuerta desde hacía siglos.

 —Ven, acompáñame.Sin soltarlo del brazo, lo fulevando hasta su mesa, y tomó asient

con más esfuerzo del que le habí

costado el levantarse. Al camarero se lhabían ido cayendo al suelo los chalecoque sujetaba, al igual que sus timoratapalabras parecieron no tener ni fuelle n

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peso: —Yo, yo no suelo servir, señor

o…

Lord D rebuscó en un bolsillnterior de su chaqueta, sacó una pistol la dejó sobre la mesa, muy cerca de s

mano. —Esta noche sí.El camarero no hizo nada que n

fuera seguir implorando con sus ojos l

que sus labios se atrevieron a expresacasi como un quejido. —No entiendo, señor.Claro, pensó Lord D. ¿Qué pued

entender un infeliz como tú? De dóndsacaban a esos despojos, cómo erposible que ni siquiera les enseñaran ser educados. Le daba igual. Ya no iban

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a ponerle más zancadillas. Ni essirviente ni nadie.

 —No voy a pedirte una vez má

que me sirvas esa copa. Pero tienes mpalabra de que al final serás tú el qume ruegue de rodillas que te dejlenarla.

Sólo que el camarero parecía máabsorto en entenderse con el cúmulo dcalamidades que seguían sumándose a l

noche. No podía estar en una espiral quse retuerce en el interior de otra espiraaún mayor. Demasiadas atrocidadeestaban por llegar para no pensar qu

aquello no era más que el resultado dun nerviosismo distorsionado.

 —No creo que vaya a usar el armaLord D carraspeó y luego se di

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unos golpes en el pecho con el puñhasta toser con fuerza. Su voz resonhueca en el vacío de sus pulmones.

 —Entonces, vas a tener qudisculparme, muchacho.

 —¿Por qué, señor? —Por demostrarte lo equivocad

que estás.Agarró la pistola y disparó ta

cerca del rostro que por un moment

pareció que era su oreja la que saltabhecha astillas, y no un trozo dmampostería que reventó algo más atrásPoco calibre, poco sonido. Parte de l

pólvora quemada dejó salpicaduraardientes en el rostro del camarero.

 —También lo puedo haceapuntando —avisó sin bajar el arma—

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o tengo ni que levantarme.El joven, apretando su cara contr

os brazos para aplacar el dolor qu

ardía en todo el rostro, lleno descalofríos que caían como una cascaddesde sus tímpanos, se inclinó, tomó lbotella y llenó la copa con generosidacon ese mejunje, whisky, sangre drlandeses destilada, y como lorlandeses mismos, igual de repugnante.

 —Me alegra que nos entendamos.Se bebió el contenido de la copa dun solo trago. Y aún no había terminadode pasar el licor por su garganta cuand

estaba pidiendo más, carraspeando otrvez, con su cara congestionada y suojos amarillentos, de pupilas tadilatadas que parecían horadadas

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huecas, como cáscaras de huevvaciadas con una cucharilla.

El joven volvió a llenar aquell

copa, y Lord D ahora se dejó empañar epaladar, intentando saborear la calmque siempre viene después de ldetonación, como si el disparo hubiesmatado todo lo que le producíntranquilidad. Mantuvo el licor en s

garganta, y la ronquera se suavizó.

 —¿Por qué no te sientas?Pero el camarero no era capaz dmoverse. Permanecía en pie, con suzapatos rodeados de chaleco

salvavidas, como un montón dcachorros temerosos de separarse de sdueño.

Lord D dejó la pistola en la mesa,

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puso la mano sobre ella, como sbuscara cobijar a una pequeña mascotae incluso daba la impresión de que l

acariciaba, que la movía hasta dejarlusto al lado de su dorso, haciend

evidente que así podría agarrarla dnuevo sin tener que hacer el mínimesfuerzo.

Sin dejar de beber buches ansiososempezó a hablar señalando el arma.

 —Era de mi hermano. Un oficiaque entregó su vida en las guerras de lobóeres. Su calibre es demasiadpequeño, así que no es la reglamentaria

sino un auxilio personal para unsituación de emergencia. Enfermó difus mientras dirigíaun campamento d

prisioneros. El desierto le comió hast

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os huesos. Esta pistola y sus galones fucuanto quedó de él. Y eso fue lo que memandaron, junto a un informe médico

ambos recubiertos de una arena tan finque aún sigo la sigo encontrando cadvez que limpio el alma del arma consulto los documentos para no olvidaque fue un héroe, que murió parcimentar esta gran nación en la que tú yvivimos.

 No añadió que, de hecho, la pistolque en realidad le había llegado graciaa un amigo que se le había enviadporque las armas de los suicidas no s

e entregaban a los familiares para qua expusieran en sus vitrinas, junto a la

falsas medallas otorgadas para enterrarumores, pues no se premia a aquel qu

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visto que les pasaba a otros, y que eraotros los que malvendían sus títulos y sorgullo a cambio de limosna

administradas con su debida dosis dhumillación. Y si ahora estaba en eTitanic  no era más que para buscar eauxilio de los pocos parientes vivos que quedaban cuya riqueza no se habí

esfumado con la niebla de los páramongleses, con los quizás pudier

compartir la misma sangre, pero que erbastante improbable que quisiercompartir algo más que enseñarle dóndquedaba la puerta trasera de salida. Per

él navegaba en el barco donde viajaba aristocracia, ya fuese nobiliaria

económica.Todo un golpe de efecto.

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Llegaría en el Titanic.Cuando seguramente ya lo daría

por socialmente muerto, el descenderí

por la pasarela del barco más lujosamás construido.

Y eso había que celebrarlo. —Mi copa vuelve a parece

ransparente.Espero a que se la llenaran, y n

por un segundo alejó su mano de l

pistola, que el camarero miraba conerviosa intermitencia. —No, chico, deja de pensar e

ello. Que no haya participado en guerr

alguna no significa que no sepa matar.¿Cómo podía quedar irlandeses e

el mundo bebiendo ese mejunje?, spreguntó incluso agradeciendo el calo

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que le proporcionaba cada trago, percon su paladar alborotado por semejantsacrilegio.

El camarero había retrocedido dnuevo.

Lord D decidió apiadarse de él. —Sé lo que te pasa. Es es

estupidez de que el barco se hunde. —He oído cómo lo ha dicho e

capitán.

Pero ya podía haberlo dicho ecapitán o el Primer Ministro. Lord D nnecesitaba de convicciones ajenacuando tenía las propias. Se bebió l

que quedaba del detestado veneno, y aúno había puesto la copa sobre la barrcuando la tenía llena otra vez.

 —No debes dejarte llevar por e

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no acertaría, la espera le obligaba a unrespuesta. La muerte no se andaba coantas contemplaciones.

 —No, señor.Ahí estaba.La carcajada.Total, la hubiera dejado suelt

dijera lo que dijera. —Pues claro que no, esas cosas n

entran en el rango de tus competencias

Yo te contaré lo que hacía. Se dirigíhacia su camarote mientras se quitaba echaleco salvavidas. Él y su ayuda dcámara estaban decidiendo qué traje d

etiqueta se debía poner. Si Ben scomporta así es porque no ocurre nadgrave. Le habrán informado antes que cualquiera de nosotros. ¿Crees que tú

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sabes más que él? —Solo cumplo órdenes. —Pero no las mías.

 —Las recibo de la compañíaseñor.

 —Y la compañía diseñó estportento para complacerme a mí, así quodo se reduce a una sencilla regla dres, según la cual también debe

respetar mis órdenes.

Rebuscando en los bolsillos de schaleco de tweed, Lord D sacó unmoneda y la dejó caer sobre lsuperficie de la mesa con un golpe de s

mano abierta, como si acabara daplastar una mosca.

 —Mira esto.Y retiró la mano.

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 —Es una libra de oro —dijo ecamarero.

 —Muy bien, eso es. Entonce

ambién debes saber que nos protege. —¿La moneda, señor?Le irritaba tener que ilustrar a u

oven cuyo futuro pasaba por estasirviendo comida y bebida el resto de svida. ¿Qué otra utilidad tendrícualquier otro conocimiento que n

sirviese a su mediocridad? Ningunasólo combustible para chismorrear a laespaldas de los nobles a los que debíel favor de no ser unos pordioseros, d

ener un trabajo honrado y útil, y nperecer en un mundo donde siemprsobra demasiada gente.

Pero se sentía generoso. Y ayudarí

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al muchacho a sacarle de su error.Quizás algún día se lo agradeciesePuede que hasta esa misma noche,

a cambio le consiguiese un poco ddivino brandy.

 —La historia. Y su hijprimogénita, la tradición. No estás bordo de cualquier barco. No vamos pescar a los caladeros de Terranova euna barcaza de madera. Ni navegamo

en un carguero que transporta cajas nidos de ratas en sus bodegas. Este es ubuque cuyo nombre alerta a los diosemarinos de que se trata de un enviado d

Su Real Majestad. Y Jorge está velandopor nosotros, así que deja dpreocuparte.

Tal y como sospechaba, le estab

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arrojando un cabo al que aferrarse quien sólo sabía medrar desde scobardía.

 —La moneda no nos salvaráseñor. Se hundirá tan rápido comocualquiera de nosotros.

Acercó su mano de la pistola, persólo para mover con cuidado el cañóncomo quien ajusta bien los cubiertoantes de comer.

 —Eso ya lo veremos.Y ocurrió. No importaba cómo había llegado

formarse el coágulo en el pensamient

del camarero, pero hasta Lord D notó lduda, como si él mismo la hubierexperimentado.

El miedo abandonó su cara.

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Y fue sustituido de inmediato por lsospecha que bullía en su recién nacidrecelo.

 —Tú no viajas en primera. —No seas ridículo. ¿Te parezco u

campesino buscando una nueva tierrdonde plantar las zanahorias para qumis recuas de hijos y de mulas puedacomer?

Inútil.

 Nada sacaría al camarero de lo quse transformaba en la potestad otorgadpor lo que ya era una convicción cadvez más honda.

 —Ni tampoco en segunda. —Hablas como si sirvieras a lo

de primera clase. Y me da la impresiónde que tú no debes ver mucho la luz de

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sol sirviendo a los de tercera. —Exacto.Él mismo le había entregado e

sedal con el que podría recoger la pieza —Y es ahí donde nos hemos visto

¿verdad? Por eso sabes que trabajo eercera.

Estuvo a punto de darle una lecciópor esa licencia en el trato que no debpermitirse jamás a un siervo.

¡Cómo osaba siquiera a tutearle!Sin embargo, de su boca surgialgo muy distinto.

 —No abuses de mi amabilidad.

El recuerdo se concretaba. Y LordD no podría impedirlo a menos que lvolase la cabeza.

 —Los encargados del comedo

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hablaban de ti. Te vi un par de veces. Túe sentabas lejos, en los rincones má

apartados, donde casi nadie pudier

verte. Y a horas en las que no hubieramucha gente en el comedor de terceraSiempre con la cabeza agachadaEntrando y saliendo como un furtivoMalhumorado. Queja tras quejaAsqueado de una comida que ni siquierhabías probado. Corrigiendo siempre l

colocación de los cubiertos, como si evez de puré estuvieras esperando huevoa la Argenteuil o galantina de pollo.

 —No sigas. Hay límites que no s

deben traspasar. —Eso es muy cierto. Y por eso

mismo es por lo que tú no deberías estaaquí.

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Lord D buscaba réplicas, perodas estaban en una boca ajena.

 —¿A eso te has dedicado? ¿A

ponerte ese traje y colarte en primera ecuanto vieras ocasión? No te ha debidresultar nada fácil. Seguro que conocea alguna de las personas que viajaban eprimera.

Se dispuso a apurar la copalevándosela a la boca, ganando tiemp

antes de encontrar una réplica quzanjase la cuestión. Y alzó su mirada eiempo suficiente como para que eoven aprovechara su distracción, y fu

mucho más rápido a la hora de llegar aarma, que de repente estaba en su manderecha, y con cuyo cañón apuntó dnmediato a Lord D.

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Muy cerca.A pocos centímetros de su frente

La mano temblando de un mod

alarmantemente perceptible, pero ededo sobre el gatillo tan firme quparecía formar parte indisoluble dearma.

 No disparó. No en la realidad.Porque en sus ojos podían vers

desenlaces muy diferentes. —Cuidado, muchacho. No creo quengas muchas experiencias con arma

—dijo Lord D, que trataba d

retroceder, pero ni la silla ni la voluntadpodían con su peso.

Sin soltar el arma, vertió máwhisky en la copa, pero solo un poco.

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 —Ninguna, lo cual te convierte eel experto. Entonces, dime, ¿eso ebueno o es malo? ¿Mi inexperienci

salvará tu vida si el arma se dispara poculpa de mi torpeza al no sabemanejarla?

Lord D hizo amago dncorporarse, como si pretendier

escupirle. Pero sólo le escupió supalabras.

 —No me confundas. Yo tengo unnombre. Y apellidos. De los quecuentan. No soy uno de esos piojosoque apiláis en tercera. Si tocas un sol

botón de mi chaleco, no vas a salir deribunal con una reprimenda. Pagará

con tu vida la condena. ¿Estás dispuesta ello? Porque me aburre que m

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apuntes.El joven acercó aún más la punt

del arma al rostro de Lord D. La clav

en su piel arrugada, en su ceño frunciddesde que lo soltaron en el mundo.

 —¿Tribunal? Tengo un arma, unbarco que se hunde, tengo cientos dcadáveres flotando. Mi condena estpintada por todas las paredes. Y nadime echará de menos ni de más, tanto s

vivo como si muero. ¿De qué tribunaleme hablas?Amartilló el percutor. —No te bastaba con haber estad

fingiendo. No sé ni me importan lomotivos. Pero incluso ahora qucualquier ayuda es necesaria para todosienes que completar tu operet

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obligando a que un cualquiera se queda tu lado, aunque sepas que a espersona le das asco, un sirviente d

ocasión, de usar y tirar, como esopobres tipos que trabajan para esos dos que alguna vez te sentiste amigo,

que han sido sentenciados porque suseñores son demasiado soberbios parasimilar lo que ocurre, o estádemasiado amargados como par

permitir que los que le deben obediencipuedan luchar por su vida.Dicho esto, apartó la pistola

retrocedió tan solo un paso.

Lord D se asfixiaba ya en unamargura desconocida. Emociones pensamientos se amontonaban en snterior, y le causaban una embriague

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mayor que la provocada por tantalcohol como había bebido tarápidamente.

 —Te faltan redaños para apretar egatillo, por eso tienes que dar chalecosalvavidas en vez de llevar uno puestoPero sea, supongamos que tienes laagallas para comportarte como uhombre. Adelante, hazlo ya, dispárame

o puedes fallar.

El joven le dedicó gesto dsorpresa… —¿Y por qué iba a fallar?… y llenó la copa de nuevo, hast

que el whisky se derramó por lobordes.

 —Bebe. —No.

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 No hubo más respuesta que la dLord D bebiendo sin pausa de la copa ecuando vio que el índice empezaba

cerrarse con demasiada convicciósobre el gatillo.

El joven la llenó de nuevo.Hasta los bordes. —Bebe.Lord D ya no presentó má

contiendas. No contaba con más ventaj

que hacer lo que aquel malnacido ldecía. Y bebió hasta que el whiskycomenzó a derramarse por la comisurde sus labios.

 —Tranquilo, sin prisas. No sea quo malgastes.

Y ese fue el ritmo. Lord D sragaba cada copa llena, que e

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camarero reponía con celeridad. Hastque no quedó en la botella ni una solgota.

El joven se agachó y empezó recoger los chalecos. Cuando tuvalgunos enganchados en su brazo, volvia plantarse frente a Lord D.

 —Esto te pertenece.Y le tiró el arma a Lord D, qu

ntentó atraparla como si el meta

quemase, saltando de mano en mano. —Tú lo has dicho. Yo repartosalvavidas. Tú eres el caballero. Asque cada uno ya sabe cuál es su deber.

El camarero terminó de recoger lochalecos que quedaban en el suelo, cuando los tuvo todos se dio la vuelta se dirigió hacia la salida.

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Lord D alzó su brazo, con la pistola firme en su mano.

Hubo un instante de duda.

Pero era un caballero. Eso anteque nada. Un verdadero caballero.

Por eso tuvo que disparar doveces.

Cosas de familia.

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ALMAS DE PORCELANA Muy cerca de una de las salidas

a cubierta B, en un rincón de aquepasillo que parecía lejos de todo ebullicio y del sonido exterior que yhabía adquirido una tonalidamonocorde, como si todo el munddijera lo mismo y al mismo tiempo, Lynbuscó abrigar un poco más a su pupil

con el chal que había tomadprecipitadamente para afrontar lntemperie que a buen seguro sentirían a

abandonar su hasta ese momento segur

camarote. Pero ante ese amago d

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afecto, la niña retrocedió, comsiempre, infatigable en su tarea dsubrayar su hegemonía sobre cualquie

ipo de servidumbre que tuviera enfortunio de pasar cerca de la trémul

sombra de sus bucles. Y una institutripuede llegar a ser muy eficiente si ssabe cómo modificarla y adaptarla a snuevo entorno. Eso aseguraba a menudel padre de aquella adolescente menud

 de tez sin vida, pálida como las dudasParadójicamente, refrendaba esa teoríenumerando la insólita cantidad dnstitutrices que había despedido, y era

un montón teniendo en cuenta que era uhombre que se jactaba de su doma.

Ambas estaban esperando a que epadre de la pequeña volviese de s

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ntento por confirmar en cuál de lobotes debía embarcar su hija. Una vez smadre hubiese subido a

correspondiente para estar esperándola con los brazos y los abrazos abiertos

él volvería para recogerla. Perempezaba a demorarse demasiado. Lniña debería llevar un buen rato a salvopero su madre, tan sobreprotectora cosu hija como inútil en su vida, s

empeñó en que primero había que sabedónde había sido asignada, segura dque la tripulación tendría una lista yelaborada que también contemplase la

estrictas reglas de separación entrclases, pues no tenía sentido que elloque había pagado un dineral por supasajes tuvieran ahora que comparti

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asiento con aquellos cuyos billetehabían costado una minucia de calderillamontonada. El padre trató d

convencerla de que aquello era unsandez, pero al final no tuvo máremedio que aceptar que ambos teníaque asegurarse del asiento reservadexpresamente para su hija, y partieron esu busca, como antes los profetaemprendían camino en busca de la tierr

prometida. Ni tan siquiera habían permitidque la pequeña saliera al exterior, parque por lo menos una vez en su corta

repelente vida contemplara algo drealidad pura para variar. ¿Qué haríacuando tuvieran que trasladarla hasta ebote? ¿Cubrirle los ojos con una vend

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para que no viera el sufrimiento de lodemás? ¿Taparle los oídos para que noquedara marcada por los chillidos que

buen seguro no tardarían en escucharsepues se avecinaban como un tifón? Lyndaba pátinas de credibilidad a esaabsurdas sospechas, como si todformara parte de un enorme juego. Y laniña no parecía nada impaciente poparticipar porque en su diminuta cabez

de alfiler no cabía la idea de que quizáno podría salvarse, de que quizámuriese helada en aguas menos frías quella.

 No, qué va, ella prefería aburrirse.Y cuando se aburría...Era más tranquilizador pensar e

que el barco perecía.

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 —¿Y mi padre? —Debe estar a punto de volver. —Promételo.

 —Él mismo te dijo que no tardaría No era la respuesta prevista

Prometer también quedaba dentro deámbito de sus deberes, y antes de que so recordase de manera mucho má

explícita, Lynn obedeció de formmecánica, daba igual de en qué estuvier

empeñando su palabra. —Te lo prometo.Si hubiera tenido tan sólo el má

mínimo indicio de que la niña le pedí

ese compromiso para con ello tratar damilanar algún temor ante el hecho dque el Titanic  se hundía, no habrídudado en recubrirla de consuelos. Per

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ni aquel monstruo era consciente de questaba a punto de subirse a un bote parquedar a merced del océano, y por otr

ado, solicitaba esas promesas sin treguentre una y la siguiente, en cualquieocasión o circunstancia, cual sformalizara un pacto verbal que de seroto podría acarrear imprevisibleconsecuencias, sugiriendo a menudo, dmanera nada subrepticia, que ell

ambién tenía la potestad de despedirlcon tan sólo un chasquido de sus dedossi es que hubiese sabido hacer con sudedos algo que no fuera hurgarse lo

rulos y las narices, y las narices dquien no tenía más remedio que dejarseY Lynn asentía, y prometía, e inclusocumplía cada promesa, llevarle siempr

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sus pastas preferidas, impartir hasta efinal cada una de sus lecciones de unengua que jamás sonó a francés

escuchar cómo cloqueaba al tiempo quun profesor de piano la miraba como sa niña padeciera algo contagioso (y

veces incluso contenía la respiracióhasta que su rostro ceñudo se amoratab Chopin empezaba a sonar como si un

rata se estuviese ahogando, atrapada e

as tensas cuerdas articuladas por laeclas). Pero también pasando lanoches en velas para mimar a la muñeccuando sufría una de sus frecuentes

maginarias fiebres. Y también tomar eé con la muñeca, contestar a la

preguntas que su pupila tenía lamabilidad de trasladarle porque Lynn

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pobre, no era capaz de escuchar nada do que interesaba la muñeca, vamos, nan siquiera la oía, y leerle también lo

cuentos a la muñeca antes de que ambase durmieran. Y eso sólo era una gota enel mar. Porque sobre cualquier otrconsideración, si se medía con precisióel tiempo que gastaba en ella, minuto minuto, su verdadera labor en ecómputo final del día, ya se contasen lo

quehaceres que se quisieran contarquedaba reducida a velar por la muñecaAsí es.La muñeca.

Sólo ella era la protagonista dvarias vidas.

Y Lynn, como la pequeña mismaambién había quedado poseída po

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aquella aberración artificial, aunque dun modo muy distinto, que cada día márevelaba variantes de lo má

nquietantes, las cuales poco a poco ibacristalizando en un odio sin fisuras haciambos despojos con formaaparentemente humanas.

Ahora miró a la muñeca, en esacto que era casi reflejo, la misma qua niña mantenía pegada a su cuerp

sujetándola por las piernas, sus manogrilletes, como si temiera que estuviera punto de echarse a correr en cualquiemomento, lo que debería hacer person

en su sano juicio, artificial o no. Y viosu rostro blanco y brillante, sus ojos dcristal e iris de color distinto entrellos, singularidad contraída por u

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defecto de fábrica, y sus pestañaalambicadas, esa boquita pintada con ucarmín perpetuo, la tersura escalofriant

de la porcelana lacada con la quambién tallaron esos dedos pegado

entre sí. La miraba. No podía dejar dmirarla. Llevaba poco más de oncmeses contemplándola. Pero parecíamiles.

Como si reparara en la atenció

que la institutriz dedicaba a ese bastardque ni el demonio aceptaría entre suhuestes, ni para malgastar un caldero, lpequeña aprovechó la ocasión par

volver al tema de su vida, no había poqué tener en consideración que el barcse hundía, que la muerte afilaba todaas guadañas que poseía, existía

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cuestiones mucho más trascendentales: —Me ha contado que en Améric

hay muñecas que hablan. ¿Crees que —

aquí pronunció el nombre de su muñecque a Lynn le sonaba como un golpseco desde el interior de una féretro aúpor sepultar—dejará de quererme si mcompran una de ellas?

Las respuestas se acumularon: nocariño, eso sólo te permitirá tene

amigas más locuaces y todos lagradeceremos; no digas eso, quizáseas tú la que la ponga en la basura parsustituirla por otro pedazo de barro ties

  seco que encima parlotearánmisericorde, las mismas frases una

otra vez; claro que no, porque aunqueademás de hablar, caminara sobre e

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aguas o se comiese el pollo con lamanos y eructase de satisfacciónninguna podría compararse con la tuya

pero mi cielo, cómo crees, dejar damarte a ti es algo, no sé, inaudito, tampensable como que el Titanic  s

hunda.Buscó un término intermedio. —Nadie la quiere como la quiere

ú. Y ella lo sabe. Nunca se alejará de ti

Antes de que la pequeña dejarescapar cualquier tallo de quejumbreLynn tomó la delantera. De algo lservía ser una esclava.

 —Te lo prometo.Y volvió a contemplar la car

moldeada en ese blanco que parecírobado del interior de un resplando

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cegador, cuyo poder aún quemaba lmirada con los ojos cerrados y la cubríde un terror inhumano. Sobre todo, po

as noches. Porque la muñeca habíerminado por erigirse en la única

verdadera protagonista de todas supesadillas, cuando Lynn ya creía que nopodrían caber más horrores en scabeza.

Antes de lograr ese trabajo com

nstitutriz, la vida de Lynn parecíencaminarse hacia senderos mudistintos de los que se hallaba ahoraPero la naturaleza, Dios y la fortuna s

habían aliado para conspiramiserablemente en su contra, unversión folletinesca de Job. Y sin finafeliz. Su relación con el hombre al qu

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anto amaba y con el que se casó, ascomo su deseo de establecerse lejos dLondres y dedicarse a la enseñanza, s

quedaron reducidos a un charco de naddespués de que, en seis años, Lynperdiese a tres hijos que no lograrosobrevivir al parto, y a un cuarto quepara romper la tónica general, espersolo ocho meses antes de fallecer. Tenímás prisa que los otros en morir. Y con

cada uno de ellos, la existencia de Lynnse había desfragmentado, y hubo umomento en que ella misma no era máque un montón de trozos grotescos si

relación alguna entre sí, como emostrador de una carnicería. Su esposa abandonó. Su familia la repudió. Y

como a Job, sus amigos le rehuyeron n

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sin antes insinuar que alguna oscurculpa debía albergar para que suentrañas la castigasen con es

virulencia.Y ahora, en sus pesadillas, en ve

de parir cadáveres como hacía en lvigilia, alumbraba una y otra vez a lmuñeca, su sonrisa inexpresiva atrapaden un beso soez, sus ojos falsificados, spelo empapado de sangre y placenta,

mucho más atroz porque en esos sueñonacía viva y lo primero que hacía erdecir algo que ella nunca escuchabporque su propio grito la despertaba.

Con la cuarta pérdida, pensó quno podría seguir soportando su condenaPero a punto de claudicar su corduracasi al borde de abandonarse e

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cualquier parte y dejar que locallejones de Londres le dieran el tirde gracia, uno de los doctores que l

había atendido, un amigo de lo que ssuponía una vez fue su familia, el cuaadmiraba su valía como la excelentprofesora que siempre fue, le dijo qucierto distinguido caballero buscabnstitutriz para su hija, y que le habí

hablado de ella, aunque (puesto que est

era una confidencia entre médico paciente) sin necesidad alguna dmencionar sus amargas y cuantiosapérdidas. Él se había mostrad

nteresado en formalizar una entrevista.Así fue cómo se produjo la cita.Pero apenas habían pasado alguno

minutos de en aquel primer encuentr

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cuando ya le estaba ofreciendo epuesto, lo que hizo sospechar que eodo momento Lynn aquel letrado sí qu

conocía la historia de sus abortos, y quera precisamente ese dato el que lhabía hecho merecedora del trabajpues quedaba descartado que lmaternidad pudiese interferir en erabajo de educar a su hija, o qu

apareciese pretendiente alguno que n

quisiese otra cosa que permanecer lmás lejos posible de su lecho, que en scaso era mortuorio. Por alguna razóque ella prefería no intentar comprender

una desgraciada, silenciosa y amargadmujercita, le parecía mejor que unsolterona vocacional. La entrevista sólsirvió para falsificar una formalida

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social. El doctor también le habícontado sus virtudes. Lynn hablabfrancés con solvente fluidez, s

caligrafía y su estilo literario se aunabaen una elegancia exquisita, y mostrabuna soltura no menos envidiable ecuanta asignatura pudiera requerir de uapoyo adicional en la enseñanza de lpequeña, además de poseer unomodales intachables y mostrar siempr

un semblante reservado y algo tímidque el pesar no había hecho más quacrecentar, algo que podía ser muapreciado en una sociedad donde s

ponderaba con tanto ahínco la languidezncluso si se provocaba de manera

falsificadas. Hacía mucho que habídejado de ser llamativa, más allá qu

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como atracción principal en una feria dmonstruos. El trabajo era suyo. Si así lquería, podía empezar al día siguiente

Y aceptó la oferta, se sobrepuso a lcondena sustituyéndola por otra que amenos la alejaba de la soledad máabsoluta.

Se equivocaba.Dios sólo la había trasladado d

mazmorra a una mucha peor.

 Nada más entrar en la casa con unmaleta casi sin ropa y sus baúles llenode libros, supo que era a partir de aquemomento cuando comenzaba a pagar s

condena, que su vientre asesino no habísido nada más que un prólogo para bajaaún más peldaños en las escaleras qulevaban al averno de una maternida

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desmenuzada por el espanto. Lynn llegóa detestar a la niña hasta límites que sadentraban, y mucho, en la quebradiz

superficie de lo malsano. Fue cuestióde horas. La pequeña que la recibió lmañana de la entrevista no era ni dulcni aspiraba a serlo, y mucho menos coesa muñeca siempre en la mano, comuna cómplice necesaria, o hastnductora porque era más lista que l

niña. Pero en aquel primer momentocuando se la presentaron y apareció sisu juguete, le resultó educada en sforma de responder cuando Lynn le hizo

alguna pregunta y hasta bromeó con ellpara ganarse su confianza, no así ssonrisa, que quizás sólo se pudierograr si se tallaba en su boca con u

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cincel afilado. No parecía escabrosa emodo alguno. Sin embargo, nada mánstalarse en el cuarto contiguo, se habí

ransformado en una asfixiante tiranaadoptando siempre el papel de ser lmadre de esa hija de porcelanaforzando esa recreación hasta extremodelirantes. Lynn sentía como sprofanara su propia alma con essimulacro. Y era desagradable. Y terca

Y sólo comulgaba con la maldad.Todo empeoró al punto de que fua pequeña la que envenenaba s

pensamiento, y ya no tanto la culpa, qu

quedó relegada. Y entonces empezó apensar en hacerle daño, con naturalidadalgo que se le ocurriría a cualquiera poógica o por un instinto de lo má

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habitual, así, sin más, como si algunvez en su vida ella se hubiera imaginadser capaz de pensar siquiera una cos

semejante. Si neutralizó ese incipientdeseo fue tan sólo porque el castigar shallaba en las antípodas de su moral, yen un orden lamentablemente mápráctico, de las funciones por las que lpagaban y hacerlo sería causa no ya dun despido, sino de que terminar

encerrada en un agujero en la tierrarodeada de locas o atada con correas eun sótano infecto para el resto de sudías. Pero estaba harta de humillaciones

Así que idear esos martirioreconfortaba, por mucho que le asustasa deriva que tomaba su voluntad, sobrodo cuando a ese rosario de agresione

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se sumó también la idea del asesinarlaa que si debía terminar en una celda, ea de que de cualquier forma ya estab

encerrada porque estaba presa en lvida, que al menos fuese por matar a esmutación de quimera con cuerpo de niñ alma de porcelana.

Sin embargo, nueves mesedespués, como si otro periodo dgestación se tratase, el padre la mand

lamar al comedor donde estaba a puntde desayunar y le habló de la siguientmanera:

 —¿Ha oído algo sobre el Titanic?

 —No, señor. Ni siquiera sé qué es —Es un barco.Aunque no había probado ni u

bocado, se llevó la servilleta hasta lo

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abios como si el error en saproximación pudiera ser borrado comuna mancha de mantequilla en el bigot

a de por sí lo suficientemente pegajos aceitado.

 —No, permítame rectificar. No esólo un barco, uno más de tantos comsalen a la mar desde nuestroegendarios astilleros. Es el barco. Eransatlántico que cambiará la historia.

Le pidió que tomará asiento aiempo que le servía un poco de té. —¿Le gustaría viajar en él?Ella se sentó, y también aceptó l

aza humeante, pero no se atrevió beber. En esa casa cualquier cosa podíestar envenenada. En especial, todcuanto tuviese relación con la loza y l

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porcelana. —Disculpe, pero no termino d

entender muy bien lo que me propone.

 —Entonces se lo expondré de otrmodo.

Dejó la servilleta sobre la mesaseguro de que esta vez no serínecesaria:

 —¿Quiere cambiar su historia?Lynn conocía de sobra sus ardide

de veterano leguleyo. Pero esta vehabía dado en el blanco. Ella haría lque fuese necesario por cambiar shistoria. Le escupiría la cara a

mismísimo Dios con tal de conseguirloSe quemaría con hierro candente si coello lograse desentenderse aunque fuespor un ínfimo instante del lacerant

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dolor que la martirizaba sin desmayoporque no sabía cómo olvidar ni un solsegundo de cada vida que le había sid

robada.Aunque no compartió su excitació

hasta no conocer toda la propuesta.A nadie debe extrañar qu

desconfiase de los ardides ocultos en efuturo.

 —Después de no poca

deliberaciones —le contó como saquello hubiese sido una disposicióaprobada entre varios mandatariomundiales—, se ha tomado la decisió

de trasladarme a vivir a WashingtonSon muchas las razones, pero a efectode esta conversación basta decir questoy convencido de que es lo má

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beneficioso para mi carrera. Y claro, noviajo sin mi familia —añadió con súbitovialidad, como si estuviese habland

de unos zapatos muy cómodos, o como haría un perro en referencia a su

pulgas.Lynn no era capaz de verbalizarlo

así que él tuvo que ser mucho más claro —Le estoy ofreciendo que s

nstale con en nuestro hogar, que se

nuestra aliada en esta aventura. Súbasal Titanic con nosotros.Y aunque se arrepintió d

nmediato, pues hasta sus enaguas l

gritaron que aceptara sin rechistar, tuvoa extravagante ocurrencia de atender

una prudencia que había mucho tiemphabía dejado de servirle para nada.

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 —¿No cree que quizás fuese mejohacerse con los servicios de unnstitutriz norteamericana?

Aquello contrarió al padre. La mircomo seguramente debía mirar a loestigos cuando estos no respondía

según lo previsto o lo acordado. Lprudencia, por suerte, ya se batía eretirada, y ella quiso empujarla para quse fuera más deprisa. Una luz se habí

abierto en el cielo, y apuntaba justo aotro lado del atlántico. No podídespegarse de su halo. Necesitaba flotaen ella.

 —Le ruego no tome mis palabracomo una negativa porque en modalguno lo son, pues nada me agradarímás que formar parte de su… aventura

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señor. Lo que sugería es que quizáalguien que conozca su nueva ciudad que domine los modos propios del habl

ocal pueda resultar de más ayuda para señorita y facilitar su acomodo en l

alta sociedad.Él masticaba los restos de l

ostada como si tuviera entre los dientepedazos de un continente qumenospreciaba, aunque estuviese

punto de mudarse a esa tierra. —Mi hija no pasará entre extrañomás tiempo del que sea estrictamentnecesario. Ella es inglesa, como lo será

sus hijos, y sus nietos, y los nietos dsus nietos, e incluso las crías de sumascotas. Vivirá, estudiará, crecerá morirá entre ingleses. Estados Unido

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amás dejará de ser una de nuestracolonias, por mucho té que malgasteirándolo al mar. Conozco la costa este

 créame, será como vivir en casa, sólque con mejor tiempo. ¿O a usted lgusta la lluvia?

 —Oh no, señor, la detesto. —Una razón más, y muy poderosa

para que acepte.Así pues, era cierto. Realmente l

estaba abriendo una puerta por dondhuir, un periplo que ella, de intentacosteárselo, tardaría décadas econseguir el dinero necesario. S

evantó, e inclinándose levemente, cuasi acabara de acoger el favor de un reydijo que sí. Y por favor. Y gracias. Dijomuchas cosas que luego no record

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antes de retirarse a su habitación. Y enoche lloró como ni siquiera habílorado cuando se sintió más aislada

desdichada, con alguno de sus hijoentre los brazos mientras ella esperaba que abriera los ojos hasta que alguien so arrancaba a la fuerza. Lloraba si

pensar, con la mente deshilachándose eese llanto. Ni tan siquiera parpadeabaComo si se vaciara. Porque realment

necesitaba dejar atrás aquel país dcementerios que ella abarrotaba con suabortos, aunque sólo fuera parengañarse con la posibilidad de pode

volver a sentir la vida que con tantahínco buscó que anidara en su interior

ada la retenía salvo unas lápidas Lynn sabía que esas piedras estaba

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hundidas en el musgo en que se habíconvertido su razón, y que se lalevaría con ellas, y el resto que s

pudriera por su cuenta.Y además, y tal vez tan important

como ese camino para reinventar eolvido, aquel traslado quizás tambiérecogiese la posibilidad de impedir qusiguiese creciendo el deseo de asesinaa la niña.

La sombra de ese homicidiempezó a sumarse a todas esavenganzas que imaginaba cuando sdolor era ya tan ingobernable

que terminó por generar perversioneque no eran vanos castillos en el airepues estaban al alcance de su manocomo el cuello de la pequeña cuando l

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ordenaba que sacara punta a todos loápices para seguir dibujando su

monigotes que siempre parecía leprosos

Los ignotos designios del cielo. PorquLynn empezó a pensar que aquella niñno era más que la mueca definitiva dDios, la coronación de su burla. Él, tameticuloso en su plan divino, habírazado un calculado arabesco para qu

ambas se cruzasen en el camino y, como

recompensa a su sufrimiento, ahora ldejase gozar del privilegio de alegrarspor no haber tenido a sus hijos, que sconvenciese con sus propios ojos de qu

oda criatura nacida era tan mezquina miserable como su pupila, aunque ellsupiera que no, que el mundo estableno de niños maravillosos, com

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ambién lo estaban los cementeriosEntonces se dijo: si mis hijos no hapodido bendecir este mundo, no ser

esta alimaña la que lo maldiga con sexistencia. Y la mejor forma dasegurarse de que la criatura no causarmás daño, era acabar con su vida. Habímatado a cuatro niños, ¿por qué no cinco? ¿Cuál podía ser la malditdiferencia si estaba condenada d

cualquier forma? En aquellos primeromomentos de esa reparadora fantasíaque se le antojaba más como una válvulde escape a su mucha frustración, debi

renunciar al trabajo. Pero no teníningún lugar a donde ir que no fuese mendigar, a que la apaleasen o lviolasen para preñarla con nuevo

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horrores. Y en su malograda fe, ni esuicidio le parecía suficiente correctivpara su culpa. Ni siquiera era joven par

encontrar con facilidad un nuevo trabajcomo institutriz, y si lo conseguía erporque nadie quería aceptarlo, así que saber con qué clase monstruo debíidiar. Necesitaba el dinero par

pagarse una vejez asquerosa, y el falshogar, y algo que hacer cada día para no

arrancarse los ojos, aunque lo único quhabía logrado era quedar atrapada en ldea de acabar con la vida de un nuev

niño que estaba bajo su cargo.

Por eso, ese viaje le ofrecía drepente la oportunidad de alejarse daquel fantasmal país para ella, y nadipodía descartar que, una vez en Estado

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Unidos, no hallase una manera distintde ganarse la vida lejos de su repulsivdiscípula, sin necesidad de clavar en su

mejillas un cuchillo que ensartase ecinismo de su sonrisa, como ella hacíla muñeca mirando atentamente) con la

mariposas que atravesaba con una agujhasta que no había más aleteos sobre ecorcho pintarrajeado. No tendríproblema alguno en mostrarse adecuad

para cualquier otro trabajo. Habíaprendido a readaptarse. No le costaríhacerlo de nuevo. Allí nadie la conocíaY se había acostumbrado a mentir. Er

ista. Podría pasar desapercibidaajustarse a su incapacidad para olvida  quizás morir en relativa serenidad

soñando con el reencuentro.

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Entonces, se obsesionó con en eTitanic.

Memorizaba los datos y lo

masticaba de manera compulsiva. Ssabía de memoria detalles tan absurdocomo las fábricas que habíaproporcionado las vajillas o los lugarede donde procedían las maderas con laque estaban forrando su interiorContabilizaba las noticias como la má

pulcra historiadora anotaría lancidencias de un cambio de época de lque está siendo testigo excepcionaAnotaba cada eco de sociedad qu

hallaba en revistas y periódicos, y luegos iba guardando en un álbum junto

otros recortes. El día que vio la foto ea que se trasladaba su gigantesca ancl

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para unirla finalmente al buque al questaba destinada, ella sintió que spropia ancla quedaba relegada a u

segundo plano, ya inútil, y que podrídejar caer una nueva al otro lado deuniverso. Aunque un par de años atráodo aquello le hubiera parecid

ridículo y ofensivo, no se podía negaque el Titanic ayudó. Lynn solo conocíos barcos que navegaban en los libros

 contaban con su devoción. Ella mismviajó y perdió a bordo del ballenerequod , y se enroló sin titubear en Lispaniola  para buscar un tesoro e

sla, y también fue rescatada por lgoleta We're Here . Otros tiempos, antede que dejase de disfrutar con la lecturaPero el Titanic  terminó por resultarl

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an lleno de misterios como si tambiéhubiera surgido en los astilleros de lmaginación, como también su viaj

naugural en el que ella iría en busca duna fantasía, acompañada de sufantasmas.

Pero de nuevo sus expectativas squedaron en nada.

El Titanic era muy, muy real. Parser del todo exactos, en esos mismo

momentos el muy, muy real se estabhundiendo como una onza de plomo eun océano que, asomándose un poco a lsalida, parecía aún más liviano que e

aire de la noche, así que de momento sposponía la llegada a su oportunidad dconsumar su fuga, por no hurgar en ehecho de que si Lynn no se ganaba e

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permiso de subirse a uno de sus botesmoriría a buen seguro en cuestión dmuy pocas horas.

¿Cuál sería la siguiente chanza dedestino?

¿Ser ella la única persona ququedaría a bordo del barco cuando yodos se hubiesen salvado? Porque ah

estaba, al lado de la niña y su herederde porcelana. Aún había gent

ntentando salir a las cubiertas, ásperoos modales con esos miembros de esfraternidad que de repente los unía. Perellas permanecían quietas, ta

noperantes que casi parecían equipajecomo si esperaran que les llevaran ebote hasta allí para no molestarse ecaminar entre moribundos. El padre n

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volvía, y Lynn, de nuevo sin poderemediarlo, terminó mirando a lmuñeca, y de nuevo también temiend

que ella le devolviera la miradaAunque entonces fue cuando reparó ealgo que le espantó mucho más que si lmuñeca hubiera movido sus ojos hastfijarlos en los de Lynn. La muñeca nolevaba puesto su broche de obsidiana

piedra maltratada para fingir la forma d

un corazón, el mismo que la pequeña lhabía regalado para su cumpleaños, quse celebraba coincidiendo con la fechen la que la compró en unos grande

almacenes, y obligó a toda la familia que se comieran un pedazo de tartfrente a la homenajeada, que permanecioda la fiesta sentada en lo alto de l

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mesa, con los brazos abiertos, comesperando un abrazo que casi nadie satrevía a darle, a menos que se le pagas

por ello, como era el caso de lnstitutriz que hasta besó sus mejilla

falsificadas, mientras sentía el rechinade sus dientes. Incluso hubo que hacerlregalos. Entre ellos, el broche, la piezestrella, el lazo inquebrantable entre lniña y su deformidad incorrupta.

En la confusión tras saberse que ebarco se hundía, las prisas habíaprovocado muchos olvidos. Pero sóluno de ellos imperdonable. La muñec

no abandonaba jamás su lecho sin luciel broche de su mejor amiga. Y en esaurgencia, durante el cambio de camisóde cama a vestido de tragedia, nadi

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uvo en cuenta la importancia de la joyaSi la pequeña lo descubría…Pero para que eso no ocurriera

ella misma tendría que haber hecho algmás para no ser quien delatara la fallporque no podía dejar de mirarlacomportándose como una verdaderestúpida que no tuvo tiempo de acallaa atención que ella misma habí

despertado. La voz de la pequeña l

legó como desde la lejanía, como sestuviera flotando allá lejos, en lnoche, cerca de las estrellas dcerámica.

 —Tenemos que regresar al cuartoTú misma estás viendo que —de nuevun golpe desde el interior de un ataúd—no lleva su broche.

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Lynn hizo un último llamado a supaciencia, segura de que no habrímuchos más.

 —No hay tiempo para eso. Tpadre volverá en cualquier momento se preocupará si no te encuentra.

 —Entonces tendrás que ir sola hacerlo deprisa.

Lo primero que sintió Lynn fue eemblor en sus manos mientras s

posaban juntas sobre su falda. Y ese erel único movimiento que pensaba hacero le quedaba lugar para más activida

que no implicase otorgarle la libertad

su odio. Pero incluso en sdesobediencia aportó una solucióqueriendo aún contener de algún modesa ira en la que ella misma s

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regeneraba y renacía cada vez con máfuerza.

 —Cuando lleguemos a Nueva York

e puedes comprar otro broche comregalo de bienvenida, y también uno mápara celebrar que os habéis salvado, añadir otro por haberse portado tabien. Conociéndola como creo que lconozco, seguro que no te lo tendrá ecuenta.

 —O también vas tú o voy yo solaY tú te quedas aquí, despedida. Comosiempre lo sabes todo, dime, ¿te dejaráentrar en los botes cuando yo les cuent

que ya no trabajas para nadie y tengaque ponerte al final de la cola con los dercera?

La calma regresó a los dedos

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Dejaba de sentir el frío. De hecho, ecalor comenzaba a sofocar su cara.

Su cuerpo se despertaba.

Podía sentirlo.Muy pronto ardería en llamas.Hora de nacer, hora de matar. —Adelante —la desafió—, venga

hazlo de una vez, asqueroso pingajo. Squieres desobedecer a tu padre, no te lmpediré. Pero yo me quedo. Aquí, y si

rabajo.Añadiendo con los dienteapretados, al tiempo que señalaba a lmuñeca:

 —¿Por qué no le dices a ella quvaya? A lo mejor logras que hable poos codos.

La había retado sabiendo cóm

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reaccionaría. Pero no pudo evitar esobresalto cuando vio que la niñapetrificada durante un instante por l

herida que le había causado esnsumisión, comenzaba a caminar coerca diligencia hacia su camarote, coa muñeca por delante, como un escudo

o, precisando, hacía donde ella creíque estaba porque iba justo en ldirección equivocada.

¿Esa era la mueca que le reservabel porvenir? ¿Correr para salvar la vidde una niña a la que secretamentdeseaba el peor de los veredictos, y se

ella además la mano que los ejecutara?Lynn sintió que un acceso final d

cólera subía por su garganta desde svientre letal, que ahora hervía en es

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gestación aún desconocida, aunquprevisible. Porque esta vez el destino sequivocaba. Ella se aseguraría d

demostrárselo. Ninguna de las doabandonaría el barco. De las tres, sapresuró en corregir. Dejó caer su chaporque el calor ya era sudor sobre sfrente y sobre su cuello y sobre suhombros, y salió corriendo hasta atrapaa la niña por el pelo, arañando su nuca

haciendo que su frente chocara contruna de las paredes. La pequeña quisresistirse, imponer entre ellas a lmuñeca para que la defendiera, pero e

dolor que le provocaban esos tirones esu cabello hizo que pronto dejara dagitarse. No estaba dispuesta a escuchani una sola más de sus palabras, así qu

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al tiempo que se aseguraba de que podíempujarla cuanto hiciera falta, tambiée tapó la boca, sofocando su histeria.

 —¿Sabes qué? Creo que papá se hargado, que él y mamá ya deben estar

salvo en alguna de los botescompartiendo una taza de caldo caliente  decidiendo que harán durante su

vacaciones ahora que por fin se librade gastarse una fortuna en rizarte e

pelo. Ni se acuerdan de ti. Ni de tmuñeca. Hay prioridades. ¿Qué tparece? —Dejó que digiriera algo qudetuvo en parte su resistencia, a

considerar esa posibilidad en la quLynn acababa de abandonarla—. Lloraun poco, y luego culpan al Titanic. Perno te preocupes. Yo te voy a salvar de

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odo.Acercó su boca hasta el oído de l

pequeña, aunque también volvió a tira

del pelo para que la cabeza se alzara: —Y por una vez no tengo qu

prometértelo.Empezó a llevarla a trompicone

hacia ninguna parte porque, ni tenienden cuenta que ya había pasado alldentro varios días, había lograd

hacerse alguna idea de la distribuciónterna del buque, más allá dcomedores y zonas de juego exterioredonde los niños ni se acercaban a l

pequeña aterrados por la presencia dsu diminuta gemela, y ahora todo lresultaba desconocido. Por Dios, hacídónde dirigirse, cómo hallar la soleda

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que necesitaba. Si tan solo la necimocosa hubiera accedido a conocer enterior barco en alguna de la

ncursiones que varios pasajeroorganizaron. Pero no, claro, por quhacer algo así, el Titanic  era suyo, ersu barco, de aquella niña, de su padre, de la muñeca, y de tantos otros con loque Lynn había convivido todos esodías sin que ninguno de ellos la mirar

realmente a la cara porque no era máque una vulgar sirvienta, sólo que máeducada. Algo culta, y puede que hastpresentable, sí, pero sirvienta al fin y a

cabo. Aunque lo suficientemente sagacomo para hallar una sencilla referenciafiable en un ciento por ciento: caminasiguiendo la inclinación descendente de

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barco. Directas hacia las partes yhundidas.

Algunos rezagados las miraron

pero bastantes problemas tenían ellocomo para preocuparse de las andanzade una mujer y la que probablementsería una hija terca, con su bocamordaza por una mano de dedoagarrotados. Ya nada la detuvo hastaque, pocos minutos y algunos recoveco

 escalerillas después, se dio cuenta dque ambas caminaban con el agua ya poas rodillas, en un pasillo donde lauces apenas alumbraban el techo.

Lynn tocó una de las paredes.Estaba congelada.¡Por fin habían llegado al infierno!Más que soltar a la niña, la empuj

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de las heridas que pudiera infringiuego en su carne. Iba a destrozar a l

muñeca, a romperla en tantos pedazo

como pudiera, y arrancarle la cara parque viera el verdadero rostro, negro vacío, qué se ocultaba tras aquellmáscara de porcelana, cuya mejillhabía que besar todas las noches, comas de un ángel de piedra sobre unápida.

Aunque nunca pensó que pudierresultar una labor tan complicada. Pomucho que la estiraba, sin importar laveces que la estrellara contra la

paredes, la muñeca continuaba intactaComo si la hubieran cosido con alambrde espinos. Como si esa porcelana fuessolo una capa de laca sobre un cráne

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de hierro. Una uña se le quebró mientrauchaba por quitarle un brazo, y el dolo

reverberó por todo su cuerpo

sumándose a los pinchazos que sclavaban desde sus entrañas. Entoncesa incluso dentro del agua, usando s

rodilla y apoyando a la muñeca contra esuelo, cómo si la estuviera ahogandoconcentró toda su fuerza en arrancarle lcabeza.

 Notó que las costuras cedían.Si mantenía esa tensión en todo scuerpo, lograría el objetivo.

El éxito en la decapitación hizo qu

cayera de espaldas en al agua hastquedarse sentada con las piernaabiertas, sus brazos, atrás, apoyados eel suelo, la cara empapada y la barbill

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golpeando su pecho como si ella mismambién fuera un títere parcialment

descordado.

La niña comenzó a chillar.Esperaba alguna reacción. Pero n

esa. Porque ahora estaba gritandoaterrorizada, con la gargantdescontrolada y las cuerdas vocalechirriando, al alzarse en una notdesconocida hasta ahora

Completamente fuera de sí. Inclushabiéndolo buscado, Lynn ni sospechóque pudiera ganarse tanto miedo sólpor romper la muñeca. Se dispuso

disfrutarlo, pero entonces reparó en qua niña, (que jadeaba su vahó helad

como si vomitara el talco con el que satiborraban las gemelas) no la miraba

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ella, no buscaba en el rostro de lnstitutriz alguna pista que le indicará se esperaba un destino aun peor.

Para variar, estaba mirando a lmuñeca.

Lynn hizo lo mismo, sólo para qusu propio gesto de espantó lograse qua pequeña se callara de inmediato.

Entre sus piernas cubiertas por eagua, la cabeza de la muñeca flotab

entamente sobre los pliegues de la faldque ondulaban como un fondo de algamarinas. La cantidad de sangre quparecía surgir del cuello (aunque e

vientre de Lynn le estuviese indicandootras causas para ese impetuoso flujrojo) se arremolinaba en torno a lcabeza decapitada, cuyos ojos s

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entornaron para demostrarle a su asesinque ambas tenían cuentas pendientes qudebían saldar en ese mismo momento.

 Ni siquiera se molestó en ver cóma niña se escapaba.

La muñeca estaba sangrando.Y Lynn vio cómo al final

respondiendo a todas sus sospechas, eel rostro de porcelana machando dsangre diluida se iba abriendo su boc

condenada para decirle que ambas srían juntas hasta el fondo de todos loabismos, donde yacerían juntas parsiempre, junto a sus hijos, a los cuale

recibiría incluso con un juguete, aunquestuviese roto porque seguía siendo tamala madre que ni uno nuevo les habílevado.

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¿INTRUSOS EN EL TITANIC

 Mr. L se sentía como un sonámbulo

que en vez de despertarse en la realidapara caminar dormido, se hubiesdespertado en una pesadilla donde podídeambular despierto. Aquello er

bastante peor de lo que cualquiera fuescapaz de imaginar, por mucho que uno lcontemplara con sus propios ojos. Comsi él mismo, o su mente, víctima d

algún delirio espantoso, estuviergenerando cuanto le rodeaba. Mr. L ibapor la cubierta observando cóm

rataban de subir a bordo a mujeres

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niños en los botes y cómo los pescantese combaban como si tiritasen, cercanas todavía, pudo ver la

embarcaciones que acababan de arriahasta la superficie, por fortuna bastantmás llenas que las primeras, y que salejaban del casco del barco comflores de ofrenda flotando en torno a udios moribundo. El vaho helado en todaesas bocas que de forma un tant

atribulada conversaban, algunos coranquilidad pasmosa, o se quejaban, hasta se despedían de personas a las quntuían que no volverían a ver nunc

más, era ahora una neblina en sconciencia. El hecho de que el Titani

pareciera tallado sobre un mar dmármol negro no era más que otr

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lusión, como la de que aquella era unnoche más cuando en realidad el sonunca volvería. El barco se estab

hundiendo muy deprisa. Demasiado. Lgustaba navegar, aunque casi siemprfuese sobre mapas y globos terráqueoque sus dedos recorrían comensoñaciones, y en siempre que sunegocios se lo permitieron gustó dhablar con astilleros, siguiendo co

mucha atención las proezaextraordinarias que los barcos siempraportaban al mundo. Más que unafición era como una amante secreta a l

que acudir cuando el matrimonio hacaguas (y el suyo tenía tantas víaabiertas que hasta resultaba delirantcontarlas). Expiaba su mediocrida

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como hombre, que no como visionarifinanciero, dejándola escapar en todoesos buques que tanto le embelesaban

aunque apenas encontrase ocasionepara navegar en ellos.

Hasta Andrews, que momentoatrás corría de oficial en oficial, dpasajero a miembro de la tripulaciónpara pedirles sobrecargado dmpotencia que se dieran prisa, gastand

sus últimos alientos en luchar por salvael de los demás, había desaparecido, seguro que no estaría en uno de los boteque se alejaban del barco que é

construyó. Había dado la batalla poperdida. No le quedaba nada por hacerÚnicamente morir en el alma demonstruo que había diseñado sin habe

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calculado bien la desproporcionaddimensión de sus muchos apetitos.

Tan sólo contemplando los rostro

desencajados de los oficialesmirándoles a los ojos, se podía adivinasin problemas la forma exacta de lenorme herida en el casco que permitíque el océano estuviese arrastrando aTitanic  hasta las mismísimas entrañade una fosa negra en el agua, lejos de

aire y la cordura. Si alguien te empujpara que abandones un buqunsumergible a todos los efectos e

porque ese buque ya se est

sumergiendo. Así de simple. No era tacomplicado de entender.

¿O sí?Deb no permanecía mucho tiemp

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ejos de su pensamiento, y trató dzafarse de ella a toda costa, detenerse eel desastre exterior en vez d

extraviarse de nuevo en el interiorSiguió mirando cuanto le rodeabporque el pavoroso pesar de los demáornaba insignificante el suyo.

Las barandillas de la otrora firmquilla de la proa ya estaban sepultadaen la mar. A pesar de la iluminación, la

oscuridad relamía el puente de mandocomo si cualquier luz fuera lo primeren hundirse. El mástil de la cofa dabuna idea muy precisa y angustiosa de

grado de inclinación. Empezaba a secomplicado caminar. En pocos minutoscostaría permanecer en pie sin sujetarspara no resbalar. Además, el barco

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debía estar cada vez más escorado haciestribor porque los botes salvavidas dese lado golpeaban contra el costado,

había que separarlos con remos y coas manos para lograr que bajaran siropezarse, haciendo inútiles la distancide los tensados pescantes.

Ojalá resistiese el mayor tiempsin volcarse.

Aunque, claro, eso tampoc

aseguraba que…Imposible. La reaparición de Deen su pensamiento le recordó que npodía posponerlo por más tiempo. Tení

que volver a su camarote y hacerlcuanto antes. Y lo que era aún peorratar de que su esposa regresara a lo

botes, si es quedaba alguno cuando l

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ograra. Porque Deb, cómo no, habíerminado por convertirse en la piez

más incongruente e imposible de encaja

en todo cuanto estaba ocurriendo, tal como lo había sido a lo largo de toda svida. Tan solo media hora antes, éhabía conseguido que ella subiera a unde los botes, y entonces su esposa, quni siquiera llegó a sentarse, mostró unagilidad inesperada cuando a veces n

era capaz de subir un escalón siromperse todas las bruces por culpa desos estrafalarios vestidos, y se laarregló para volver a bordo, afirmando

nada más poner un pie a bordo, que en eTitanic  se sentía mucho más seguraMujeres y niños, primero. Pero ellenía la prerrogativa de pensar lo que l

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viniera en gana.Dicho lo cual, regresó al camaroteMr. L la siguió, y trató de razona

con ella durante todo el camino. Perhubiera sido más fácil dialogar con ehielo que acababa de matar al barco y miles de sus pasajeros. Porque despuéde una larga discusión, Deb le habíconvencido para que él subiera solo as cubiertas superiores con u

propósito muy concreto.Sólo que ahora Mr. L, frente a ldesolación que le rodeaba y le absorbípoco a poco para incorporarlo al horror

no recordaba cuál.A veces sentía deseos de olvida

gran parte de su vida a la fuerzaobligándose a no acordarse de nada,

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borrar lo que todos considerabaaciertos y él tenía por errores, y volvea sentirse como cuando no era nada má

que un imberbe buscando la manera márápida de escapar del infortunio y lpobreza. Uno más en la mansa manadasin otra preocupación mayor que la drendirle cuentas a Dios y esconderse das noches más cerradas. Pero a bue

seguro nadie le hubiera tomado por u

hombre común, por mucho que él ldijera, o se sintiese como tal. No era nmuy inteligente ni apuesto, cierto, persí lo suficientemente vivaz como par

haber logrado que el poco dinero que spadre (nacido y muerto en las fosas das minas de carbón) les había legado

él y a su hermano hubiese terminad

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convertido en una inmensa fortuna. Apoco de fallecer su progenitordecidieron gastar aquella miseri

arrinconada bajo un colchón en volver horadar la roca. No es que hubieraperdido el juicio emponzoñado por lsilicosis. Es que la tierra les habíadiestrado los instintos y Mr. L sintió sulamada desde las entrañas, escuchab

claramente el más valioso de los latidos

Cuando a sugerencia suya, concluyeroque debían buscar oro, lo encontrarocon suma facilidad, como si solhubiera que soplar el polvo que recubrí

algunas piedras o tamizar el mápequeño de los charcos para quapareciera a puñados. Como si lolieran. En aquellos primeros meses

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hubo veces en que multiplicaban variaveces todo su capital en una mismornada. Y con lo que ganaban, Mr. L

que también se descubrió hábil a la horde reinvertir desde que se había hechadicto a la prensa, no hacía sino sumamás dinero a su dinero. De alforjas arcas. De arcas a cajas blindadasLlevaba la palabra “millonario” inscriten cada cosa que hacía. Ni tan siquier

e molestaba (muy al contrario) que lncluyeran en esa categoría de lo“nuevos ricos”, con todas los desplante malos modos que les había acarread

an estéril etiqueta, en especial durantese viaje a Europa de casi seis mesepara aparentar sin éxito que su esposa él podían pasar por ser aceptados en e

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exclusivo circo de la alta sociedad, ungira de inútil exhibicionismo cuyo finaapoteósico consistió en pagar un

cantidad absurda de dinero, hasta parun hombre adinerado, solo para obtenedos pasajes en el Titanic, y no sestaban alojando en los mejorecamarotes. No le sobraban los amigospero quién puede jactarse de ese excesen el brete de los negocios. Tenía do

hijos que le colmaban el orgullo. Sprimogénito había gruñido desde muoven para alcanzar su independencia,

ahora trabajaba por su cuenta en l

búsqueda de otro oro, aunque fuesnegro. Y su hija, bueno, ella era la granrazón de su vida para seguir en pie cadmañana. Nunca olvidaba dónde pud

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haber nacido, la miseria de la que szafó, y buscó la seguridad de un buehogar y hombre tan honrado como par

no tener más pretensiones que amarla ejercer como doctor en un pequeñcercano a la frontera (cuando podíhaberse comprado un hospital si así lhubiera pedido), y eso hacía que spadre la respetara y la adorase como nada ni a nadie. Estaba a punto de darl

un primer nieto, y a veces parecíaaunque no fuera cierto, que ella sólo lhacía por la ilusión que poseía a Mr. Ldesde que conoció la noticia, porqu

estaba decidido a entregarle un tiempque, por circunstancias que ahora lresultaban intrascendentes, no encontrforma de dedicarle a sus hijos com

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hubiera debido, después de habegastado lo que les debía en ucompendio de contabilidades y horas d

amizar arena y vidas que no eran suyasEn cuanto naciera, pondría fin a sactividad dentro el mundo de lonegocios. Dejaría a sus sociocontentos, y a su hermano (con el que yhabía comentado esta próximdeserción) aún más rico, y se retirarí

para hacer cuanto estuviese en su mano  en su locuaz cuenta bancaria, parener un final de partida relativamentranquilo.

Quizás hasta mandase construir spropio barco.

Y era bien conocido como uhombre que rara vez daba marcha atrá

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en cualquiera de sus decisiones. Pero lúnica que no había tomadpersonalmente fue la de casarse. Y no

hallaba forma de suturar esdesgarradura en su vida.

Habiendo dejado muy atrás esepelio de su padre y el olor a muertenta del carbón, y gozando ya de ciert

posición en una floreciente ciudad quhabía prosperado gracias a las minas d

oro que se descubrieron en loalrededores, su madre decidió dmanera unilateral que la mejor manerque tenía Mr. L de seguir proyectándose

en una sistema social que hasta entonceno contaba con él, era casarse, puereforzaría lazos, demostraría que era uhombre que creía en la familia,

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legarían los hijos, que bendecían todaas uniones y hacían más fuertes

profundas las raíces. Tenía qu

ransformarse en respetable a los ojode una sociedad que no contaba con éY así fue, contrajo matrimonio, como sfuera una enfermedad (y su hermancorrió la misma suerte, aunque ellos coos años lo arreglaron de otra manera,

ahora su mujer tuviera más de feli

Penélope que de esposa que contase lahoras que la separaban del regreso de umarido al que no quería ver ni eelegramas). No participó en el proces

de selección, por expresarlo en términoquizás algo científicos. No era, o espensaba él, materia de su incumbenciaSólo era un trámite, una convención, e

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daguerrotipo que faltaba sobre la repisde la chimenea. Él tenía que seguihallando el oro escondido en l

naturaleza, y ganar lo suficiente compara que otros se partieran el espinazen vez de rompérselo él, y atrincherarscontra la pobreza, no perder su tiempen encender velas para cena románticasni aprenderse pasos de baile porque danto tiempo como había pasad

caminando descalzo en la roca y en eagua, más que pies tenía garras. Y habíaaceptado casarse sin rechistar con lmujer que su madre, y los padres d

ella, creyeron merecedora de escastigo. No era muy distinta a éDelgada, nerviosa, un hueso recubiertde piel gastada incluso antes de nacer

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Ella también había sufrido las torturadel hambre, y había sido amamantadcon generosidad por la ignorancia, per

en aquellos días su familia atravesabuna racha de buena suerte gracias a ugeneroso yacimiento (aunque ahí sacabó su afortunada estrella y sconvirtieron en más bocas que alimentaen el siempre abarrotado comedor dMr. L), y no quería volver a repetir l

experiencia, no le importaba que parello tuviera que casarse con uhombrecillo que nunca la miraba, y aúmenos le dirigía la palabra cuand

estaban juntos pues él se pasaba lahoras absorto en los mapas y en loibros, aprendiendo a leer exactament

al mismo tiempo que aprendía

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estudiar. Era solícita, callada, tamperceptible que a veces había qu

señalar su presencia cuando la famili

se reunía en alguna celebración, conseguir a duras penas que ella tambiéparticipara en el brindis o en lcarcajada general.

Por aquel entonces, claro. Nada quedaba de esa Deb.Mientras caminaba contra la poc

gente que aún deambulada por lopasillos del Titanic, y se adentraba máen y más en el esqueleto casdesahuciado de la leyenda, de vuelta a

camarote sin rescatar del olvido la razóde haber subido, Mr. L trató de recordacuándo se había producido el cambiocuándo aquella mujer acab

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ransformada en un esperpento cuyúnico apetito la iba deformando más más. Una arpía empeñada en rapiña

entre lo que ya le pertenecía. Edispendio como el remedio más eficapara acabar con el acoso incesante dos fantasmas de la carencia absoluta.

¡Cuántos años llevaban sin mirarsesi es que alguna vez se habían mirado os ojos!

Pero, y en eso Mr. L no se engañónunca, pues él era tan o aún máculpable que ella en ese habeconsensuado la farsa, tampoc

recordaba sus propias razones parfirmar un contrato frente a Dios por eque se comprometía a no amar ni en lvida ni en la muerte, ni en la salud ni e

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a enfermedad, ni en la pobreza, y muchmenos todavía en su más qudeslumbrante riqueza. Pero ambos l

habían cumplido a rajatabla. Ninguno dellos se había tenido la menor estimdurante esos casi 30 años dmatrimonio. Hasta cuando nacieron suhijos, parecieron educarlos y vivir coellos en existencias contiguas, sin otrcomunicación más que las precisas. E

siguió con sus negocios, y ella persistien perseguir la quimera de fingir sequien nunca lograría ser. Si pocasualidad se cruzaban, la cordialida

corría para refugiarse a la trinchera mácercana.

Cuando llegó a su camarote, epasillo permanecía casi vacío,

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excepción de un portazo que soncercano, como si alguien se hubierescondido de repente. Mr. L pudo ver

antes de que se perdiera tras unesquina, un chaleco salvavidaarrastrado por el suelo alfombradoaunque no a quien lo llevaba como si npudiera con su peso. Ya no quedabanadie. Qué peor augurio. De los relojesobraban las agujas que señalaban lo

minutos. Había que empezar a medir eiempo en segundos. Puede que hasta lamilésimas fueran ya vitales.

Abrió la puerta, y encontró a Deb

contemplándose en el espejo de socador como si su reflejo pudier

decirle algo que ella no supiera, y doabrigos sobre la cama revueltos, cual s

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se hubieran peleado entre sí, señanequívoca de que ella había estad

estableciendo alguna de sus hermética

observaciones sobre lo que erapropiado y lo que era inoportuno.

 —Es urgente que vuelvas a lobotes.

Ella no se volvió… —Lo más pronto que puedas —

añadió, envalentonando algo la voz

como si estuviera a punto de insultarl—, por favor.… ni tan siquiera para interesar

por aquello que le preocupaba.

 —¿Y bien? —¿Y bien qué? —Ya lo sabes.Mr. L sintió como el viejo y má

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que conocido escalofrío recorría sespalda y enturbiaba su pensamientoUna nueva colisión entre ellos estaba

punto de producirse, y nadie podía hacenada por evitarlo. Chocarían en silencioal y como habían hecho el Titanic y eceberg, y sin más luego cada un

seguiría su camino en direccionecontrarias, para agonizar el uno lejos deotro, o para celebrar la victoria, si e

que el hielo tenía corazón para sentique había ganado el duelo. —No, Santo Dios, no lo sé, Deb

Lo que sé es que debes salir ya. Lo

pocos botes que quedan están caslenos.

 —¿Con qué?Él, fiel a lo que pensaba era un

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ayuda, aunque siempre fue interpretadcomo un reproche que nunca acabaría (quizás lo fuera), no supo llenar su boc

de cerrojos: —¿No querrás decir quiénes? —No me gusta que me corrijas. —Y yo te agradezco que nunca t

olvides de recordármelo. —¿Entonces?Sabía que tenía la respuesta. E

alguna parte. Estaba claro que ella lpreguntaba por algo muy concretoAunque en ese mismo momento sólpodía pensar, por primera vez en toda l

noche, en cuáles eran sus propiaposibilidades de sobrevivir una vehubiese logrado que Deb montase en lobotes, en caso de conseguirlo.

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 Ninguna, y eso si se ponía el fradel optimismo.

Pero su esposa esperaba s

respuesta, como Salome esperó lcabeza de Juan el Bautista servida euna bandeja de plata.

 —¿Tratas de decirme que no lahas visto?

¡Ahí estaba! ¡Sí! ¡Al fin la calina sdespejaba! ¡Ya sabía de qué le estaba

hablando! Por mucho que hubiespreferido ignorarlo del todo, y muchmenos tener que responder a ello.

 —No, Deb —y quiso decirle tod

a verdad, aunque supiese que no le iba gustar nada—, ni las estaba buscandsiquiera. Y de haberlas visto, dudomucho que me haya fijado en ellas. E

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gente asustada en botes. ¿Qué aspectquieres que tengan? Y hay cientos depersonas arriba. No están paseando

Tratan de salvar sus vidas. El pánico sha retrasado, pero ahora se está colanden las almas más rápido que el agua. Nhay razones para pensar que ellapuedan encontrarse en otra parte debarco, esperando a que el atlántico laagarre por los tobillos para entonce

ponerse un chaleco salvavidas, si es ququedan.La misión asignada consistía e

averiguar la identidad de lo que De

consideraba “verdaderas damas” que shubiera podido subir a los botes. Si lograndes nombres que viajaban a bordse la jugaban metiéndose en, según ella

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“esas barcazas de madera” que apenaflotarían en un océano surcado pomareas de desamparo, es que el asunt

era lo suficientemente serio parprestarle atención. Y también debífijarse en cómo iban vestidas, slevaban abrigos o tenían los chaleco

salvavidas puestos o si se los sosteníasus doncellas, si habían tenido tiempde ponerse sus mejores joyas par

salvarlas o para lucirlas. Y con quiénestaban sentadas. Y hasta puede que lehubiera preguntado (no era cierto, ellnada especuló al respecto, pero en l

cabeza de Mr. L las hipérboles eranestampida) si llevaban a sus perroaunque perros sí había en los botes,

eso sí podía recordarlo), el número d

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maletas que podrían llevarse consigo, shabría un músico en cada barca parentretener la velada mientras llegaba e

socorro… Ni lo sabía ni le importaba.Fue en ese momento cuand

recordó la conversación que mantuvo lnoche anterior con una pasajera…¿Maggie? ¿Madeleine? No, Margaret, sMargaret Tobin Brown, otra hija de l

miseria que ahora tenía oro suficientcomo para comprarse la piedra filosofa usarla de pisapapeles. Hablaron poco

más que nada de la añoranza y de

consiguiente alivio que suponía regresaa los queridos Estados Unidos, sobrodo para librarse de aquella gent

encorsetada a perpetuidad, que en ve

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de comer como el común de lomortales más parecían que estuvieseamiendo constantemente la punta de lo

cubiertos, y hallando en ello un placesublime. Pero ese breve tiempo qupasaron juntos, bebiendo y riendo escondidas, fue suficiente como parque ahora Mr. L estuviera más queconvencido de que ella ya estaría en unde los botes, y que no habría estad

regateando ni con su vida ni con lademás. Ella se había salvado de spropio infortunio, y varias vecesAlguien así no haría otra cosa qu

ntentar salvar a cuanta gente pudiese.¿Por qué su madre no le habí

buscado una mujer como esa?Deb, mientras tanto, había extraíd

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sus propias conclusiones, con unpincelada de lo que ella considerabcultismos.

 —Si no las has visto es quentonces es que ellas tampoco haarriado.

Aun conociendo la consecuencia do que estaba a punto de hacer, no s

reprimió. Prerrogativas del matrimonioo tienes que esperar a que te den l

espalda para asestar tus puñaladas. —Arriar es un término referido a… —¿Acaso has visto mi interés po

alguna parte? Porque yo no lo encuentro

 —Por ninguna, llevas razón.Ya había sido complicada llevarla

una vez hasta los botes. Seguintentándolo se le antojo

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repentinamente, una taredesproporcionada, más incluso que suviera que meterse en el agua y lucha

él solo para mantener el Titanic  a flotan usando sus delgados brazos qu

hacía ya mucho tiempo que habíadejado de hacer añicos la coraza qucubría los secretos de la tierra.

Así que se rindió.Era ella la que había organizad

aquel ridículo viaje, una especie de toupor toda Europa, desde París a Roma, ambién visitaron Grecia, y Berlín, y y

como colofón, Londres donde n

siquiera hablaban un inglés que elloentendiesen. Como también fue ella lque había insistido en que no podíaperderse esa travesía en el Titanic, tení

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que ser esa y no otra, aunque Mr. Lhubiera preferido mil veces navegar ecualquier fecha que no fuese en su viaj

naugural, mucho mejor hacerlo cuanda todos los engranajes humanos

mecánicos del barco estuviesen eperfecto funcionamiento y armoníarelajados, no tan presionados como lhabían estado por formar parte de uviaje hacia la gloria (pasando por la

fauces de lo tenebroso, aunque eso no lpublicitaron). Aquello sólo era unravesía inventada para que cierta elite

exhibicionista por vocación y tradición

pudiera lucir sus fortunas, un alarde degotismo colectivo, como si se tratarde uno de esos turbadores concursos (os que Mr. L se vio obligado a ir má

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de una vez) de perros con linajes qupodía remontarse a los tiempos de AdánEva y su Yorkshire, o alguna de esas

estériles veladas en las que se pasabas horas entre personas con una copa d

champán caliente en la mano y la bocburbujeando intrascendencias. Nexistía rendija alguna en la realidagracias a la cual ellos pudieran seomados por gente de mucha, poca

ninguna alcurnia. Ni en el Titanic  ni ea luna, si es que alguna vez inventababarcos que navegasen hasta ella. Máque nada porque ni siquiera sabían qu

demonios era la alcurnia o para quservía. Pero Deb era bien consciente dque si así lo quería, podía burlarse dcualquier diccionario que quisiera

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esgrimirle todas esas damas porque ellen vez de llenas de libros, tenía suestanterías abarrotadas de fajos d

billetes, y no necesitaba pasarse lahoras eligiendo un diamante porque ermejor comprarse la joyería entera y ydecidir luego qué quedarse y qué tirar a basura. Y cada vez que podía, en la

primera ocasión que se presentaba podelicada o inoportuna que fuese, s

encargaba de demostrarlo.Pero lo del “barco de los sueñoshabía calado en su esposa más que eninguna otra persona del mundo. U

cuento infantil con un hada madrina qupesaba más de 66 mil toneladas y unnesperada bruja de hielo. Como si esravesía incluyera en su itinerario s

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última esperanza de ser aceptada, ubautizo que al fin le permitiría ser bievista en una sociedad tan alta y ta

distinguida que ya ni podían pasar poseres humanos, y que ni siquierocultaban su desprecio por Debpavoneándose delante de esa mujer cocara y modales de aldeana, mostrándoloyas que habían pertenecido a otr

estirpe insigne y ancestral, y entonce

Deb sacaba a relucir las propiasalgunas tan perfectas que más parecíque los engarces los hubieran hecho mano los mismísimos dioses. É

comprendía en parte esa lucha, pese ser un combate perdido de antemanoPero no le pasaba lo mismo con el inútiensañamiento. Vindicarse frente a u

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mundo estéril para ellos no conllevabmás que un pesar del que luego no habíformarse de librarse hasta que un

volvía a encontrarse entre su propigente (a veces ni siquiera en esomomentos). Y además, fingir ser unmiembro de esas rancias genealogías postines no podía ser el ideal de nadien su sano juicio. No era posible eequilibrio. Despreciarlas y al mism

iempo querer ser parte de ellas habíerminado por desquiciar spensamiento. Quería que la admirarapor haber salido de la inmundicia, y er

eso precisamente lo que mádespreciaban de ella. Su aroma perfume caro sobre una piel curtida corastrojos de miseria.

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Estiércol. Harapos. Deb. Nunca la mirarían de otra manera.Pudo ver parte de su reflejo en e

espejo, y cómo ella misma se mirabcon severidad, sintiendo lo inhóspito dsu soledad, aislada incluso del hombrcon el que se casó. ¿Alguna vez habísido una mujer hermosa? Aunque sólofuera un poco. Seguro que sí, tenía quhaberlo sido, aunque él a veces dudab

ncluso de que hubiese sido hasta niñaSe acercó y le puso una mano sobrsu hombro. Buscó el contacto. Sintió efrío en la carne y cómo el calor de s

palma lo calmaba.¿Eso era todo cuanto podía hace

por ella? —Necesito fumar. ¿Te importa s

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salgo un momento? —Al contrario. A ver si es posibl

de que te enteres de algo concreto,

además puedes aprovechar parencargarte de que me traigan algcaliente para beber. Pero que no sea téYa que te empeñaste en no contratarmuna doncella, quizás ahora sepas parqué la necesitaba.

 —¿Necesitabas una doncella por s

el barco se hundía? —Como no sé qué has pretendidnsinuar con eso, y además en un tonan desagradable, un favor: no de

golpes con la puerta.Su obediencia quedó plasmad

cumpliendo la orden recibida sin haceel menor sonido, teniendo extrem

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cuidado de que ni siquiera el pestillo su aliento lograran crispar más a unmujer que probablemente acababa d

renunciar a vivir. Se quedó en el pasilloa pocos metros dela puerta. Encendió ucigarrillo y agradeció ver que de sboca ahora sólo salía humo en vez devaho de arriba que exhalaban como sfueran pedazos del espectro en el qucasi estaban a punto de transformarse. Y

de pronto se sorprendió al tirar la cenizsobre la alfombra, con la mismdelicadeza que si lo estuviera hacienden un elegante cenicero que hubiera

colocado a su lado. No era su estilo. Pero estaba much

más pendiente en encontrar lo mápronto posible un buen motivo par

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morir sin hacer nada para impedirloExactamente lo mismo que debía estapensando el resto de pasajeros que s

sabían descartados para subir a labarcas.

Entonces, al fondo, vio que umiembro de la tripulación se ibacercando a cada puerta, pero silamar, aunque deteniéndose alguno

segundos frente a ellas.

Curioso, Mr. L se aproximó hastél. —¿Se puede saber qué hace? —Cierro las puertas con llave

señor. —¿Y le importaría contarme po

qué, Santo Dios? —Para evitar saqueos.

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 —Dígame que bromea. —No, señor. Son mis órdenes. —Pues entonces alguien deberí

nformar al capitán Smith de que eTitanic se está hundiendo.

 —Lo sabe, señor. Se lo aseguroAunque no creo que sea un orden directsuya. Todos seguimos un protocolo eestos casos.

Mr. L empezaba a desmoronarse

frente a tanto sinsentido. ¿Qué le ocurríal todo mundo? ¿Cuántas veces se habíhundido un barco como el Titanic compara que existiese ya un reglamento

seguir cuando habían empachado amundo entero asegurando jamás se habíconstruido nada medianamente parecidoni en la tierra ni en el mar? ¡Pero s

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hasta su esposa había previsto lonconvenientes de no llevar doncella e

caso de tragedia!

De pronto, saber qué haceresultaba sencillo. Las arbitrariedadeno eran ya necesarias. No podía darle Deb motivos suficientes para seguir ea pesadilla, cuando ella tejía un sueñoo los quería. Nunca le dio nada que n

hubiera comprado otro previamente.

Ahora que lo pensaba, ni tasiquiera le había hecho un regalo dboda.

Aunque… para eso aún habí

iempo.Señaló su camarote. —Mi esposa y yo nos alojamos ahí —Lo sé, señor Mr. L.

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 —Como supondrá, ella estbastante asustada. Entiendo que son suórdenes, pero no quisiera tener qu

sacarla con prisas, podría ponerse mánerviosa si la presionó con nuevaurgencias. Si no le importa, pase dargo junto a nuestra puerta. Entrará e

razón, se lo aseguro. Usted, comhombre experto en el mar, sabrá mejoque nadie que esto no está siendo fáci

para quienes no lo somos. Necesito unominutos. Es cuanto le pido.El empleado estudió el rostro d

Mr. L, y éste supo que lo que estab

uzgando era su honestidad, no si era no era un caballero. Y se sintióconfortado porque por una vez alguien lmirase y no lo viesen recubierto de oro

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como un maldito adorno navideño. —Claro, señor. No creo que s

estén cerrando las puertas por temor

caballeros como usted. Pero no sdemore mucho más porque —de prontfue evidente la duda de si debía seguiguardando las etiquetas de la formalidao hablar con absoluta claridad, aunqueligió esta última, un añadido más a sevidente honestidad puesta al absurd

empeño de combatir a los deshonestosen vez de salvar vidas, como hizo eaquel momento—… los que seguimoaquí es muy probable que tengamo

abandonar el barco por nuestra cuenta.Un notable eufemismo. Por nuestr

cuenta. Aunque nuestra cuenta estuviesa en las mucho más generosas manos d

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a muerte que esa noche corría con todoos gastos.

 —Gracias.

Después de estrecharle la mancomo hubiera hecho con un viejo querido compañero de penurias, Mr. Lgiró sobre sus talones, como si algunvez hubiera estado en el ejército, y codéntica marcialidad caminó con pris

hasta entrar de nuevo en el camarote.

 —Tenías razón. Estamos máseguros a bordo. De hecho, aquí, enuestro cuarto, es donde más a salvo noencontramos.

Ella, aunque esta vez sí se volvipara mirarle, no dijo nada. Y él menoaún porque necesitaba ese silencio, y ldejó que se aireara como un vino d

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esos que los ricos guardaban emazmorras, como prisioneromaldecidos, un silencio que debí

respirar hasta que ambos escucharon eun camarote cercano cómo el camarercerraba la puerta con llave. Y luego enel siguiente. Y así hasta llegar anmediato.

 —Ahora mismo, algunoempleados están ocupándose de qu

odas las puertas queden bien cerradas que sus pasajeros permanezcan dentra buen recaudo. Órdenes de lcompañía. Puede que sea una noche mu

complicada. Lo que escuchas… —y MrL permitió que hasta la habitaciólegase el sonido de la puerta contigu

mientras quedaba asegurada — es cóm

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aseguran los cerrojos con llave.Aquello la desconcertó, aunque n

al punto de que cambiara su semblant

extraviado en algún recodo remoto deespejo, y Mr. L se preguntó qué tendríque pasar para que ella se conmoviero suficiente como para mostrar algúipo de emoción. Sin embargo, él estab

dispuesto a devolverle el color a esamejillas que ella se empeñaba e

palidecer como si también debierocultar que era el sol quien la habícriado, jugando siempre en el columpide sus rayos porque no había otra cos

con la que jugar. —¿Por qué querrían encerrarnos s

están diciendo que el barco se hunde? —Es para evitar saqueos.

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 —Qué disparate. —Estamos a salvo. Podemo

sentirnos más tranquilos. Tú misma l

dijiste. —Sigo esperando que me cuente

o de los saqueos. —Es cierto. Disculpa. El capitán

os oficiales sospechan de los intrusoque hay a bordo.

Bien. Había elegido la palabr

adecuada para detonar todas las alamas —¿Intrusos en el Titanic? —exclamó con cierta estridencia, como spropusiera el título de una novela o e

itular en la primera plana de uperiódico— ¿Y por qué piensan algoasí?

Se acercó un poco más.

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 —Un empleado me ha dicho qucuando han quitado la lona de uno de lobotes han encontrado…

Respiró el aroma de aquel perfumque a ella tanto le gustaba, y que por sprecio en algunos países árabes te dabadocenas de esposas, y todas con oloredistintos.

 —¡Habla de una vez! —… a un montón de polizones.

Ella torció el gesto, como si lhubiera retorcido la nariz. —¿Había policías en las barcas? No, no se lo iba a poner fácil.

 —Polizones, Deb, no polizontesGente que se embarca sin pasaje, que sesconde y que no desea ser descubiertaY había una docena cuanto menos

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aunque no se sabe a ciencia ciertporque salieron corriendo al sesorprendidos y ya no hubo forma d

contarlos. Ahora nadie los encuentraAsí que pueden estar en cualquier parte

os toca sentarnos a esperar nuevanstrucciones.

Deb tenía que reordenarlo todo. Spensamiento debía ser un erial en esmismo momento.

 —¿Por qué viajarían así?Estuvo a punto de gritarle que asviajaba la gente que no podía pagarse epasaje, la que lo apostaba todo a la peo

de las probabilidades, la que sólo podíbeber de sus lágrimas, la que moría dhambre y abandono. ¿O es que acasella misma ya no guardaba, como é

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hacía, en algún lugar privilegiado de smemoria esos tiempos en los uno nsiquiera podía acordarse del aspect

que tenía un mísero centavo, ni aunquo imaginara cubierto por completo d

óxido?Incluso eso lo había olvidado.Ahora sólo veía el crimen, así qu

uvo que proporcionarle un móvil. —Nadie mejor que tú para detalla

as maravillas que traslada el TitanicTe has pasado días y noches hablandode ellas. Un libro sagrado hindúrecubierto de diamantes y rubíes

esmeraldas, cajas fuertes donde sguardan joyas cuyo valor supera cocreces lo incalculable, y seguro qudebe haber efectivo suficiente com

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para llenar uno de esos botesalvavidas, escapar remando comprarte el país que más te guste

ncluso están seguros que lo dehundimiento no es más que una treta desos malintencionados para sembrar edesorden y aprovechar el caos con epropósito de robar cuanto puedan.

Por primera vez en la noche mostrsu recelo. Sólo que ahora no habí

ningún bote al que subirse para escapade él. —¿Y piensan escaparse así, si

más, cuando lleguemos a puerto?

 —Llevan días escondiéndoseEntrando y saliendo, buscando agua comida para alimentarse, asegurándosen todo momento de salvaguardar s

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precioso escondite. Vamos, Deb, nadise oculta si no alberga malantenciones. Son expertos. Tendrá

planeado cómo huir. No nos vamos quedar aquí hasta que confiesen, como sestuviéramos en el aula de una clase dcastigados. Hay más dos mil personas bordo. No se demorará nuestra llegada

ueva York, donde sin duda nos estaráesperando la policía. Pero seguro qu

una vez allí, sabrán cómo zafarse. Si hasabido cómo burlar la vigilancia hastahora, seguro que sabrán hacer lo mismpara abandonar el barco sin ser vistos

Qué mejor lugar para pasadesapercibido que un grupo de dos miquinientas personas.

Estaba petrificada. Uno de su

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pendientes de perlas rodó por el tocadoa causa de la inclinación del buque, ella lo miró con absoluto terror

sobresaltándose como si a la joya lhubieran salido patas y ahora estuviescorreteando como una ciega arañblanca que acababa de nacer.

Mr. L dio una fuerte palmada consus manos, que hizo que ella saltará dnuevo de su asiento, y se las frot

rápidamente. Necesitaba ese calor extra. —Voy a asegurarme —dijo. —¿De qué? —preguntó Deb, cas

suplicante, como si creyera que poaquella noche ya había sufridsuficientes sobresaltos.

 —De que el cerrojo este bie

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cerrado. —Sí, ve, hazlo —señaló ella co

un aleteo de su mano lánguida.

Él se acercó, y se giró un poco paragitar el pomo y que ella creyera questaba condenada.

 —Todo en orden.Entonces se dirigió hacia una de la

ventanas. La abrió y lanzó su propilave del camarote al fondo del mar

Como un embajador dorado quprecediera la llegada del emperador dacero. Y se quedó respirando aquel airimpio, eludiendo mirar hacia los bote

que se alejaban, sus ojos fijos en todmomento en la serenidad del mar, lmisma que tanto necesitaba él en esmismo momento. Y pensó en su hija, y

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en su nieta. Y en todos los sacrificioque había hecho para llegar hasta esncierto final.

Había nacido perdiendo perdiendo moriría.

Por no ahogarse en una mina, sahogaría en el océano.

Pero al menos su esposa lograríescapar de esa condena. Ella tenía usueño. Y el Titanic  estaba hecho par

que los sueños pudieran navegar en él.El viaje podía continuar con ellos bordo.

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LA BALA IMPUNTUAL Hablemos del miedo.Sí, ¿por qué no?Adelante, atrevámonos.Contamos con un experto para elloDoe lo conocía desde hacía años

Era un entendido. Uno de sus grandeespecialistas. Llevaba tratando con écasi toda su vida. Miedo a perder, ganar, a la ruina, a la sangre ajena tan

barata y tan fácil de robar, a los cuerpoen descomposición que nadireclamaba, a las estafas, a los maridoenajenados, a las noches, a la

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madrugadas lejos de casa, a lodormitorios de los orfanatos, a loamigos, a las malas conciencias, a la

deudas, a las partidas amañadas, aalcohol mal bebido, a los callejones coas farolas cegadas con premeditación

al dolor, a la pereza, a las navajas, a lraición, al martirio, al olor del formo

a las cloacas, a los vertederos, a lodepósitos de cadáveres cuando tenía qu

acompañar a alguien para qureconociera un cuerpo que quizás ya nsiquiera semejaba ser algo humano…Podía contarlos a cientos, y hast

escribir un catálogo si supiera redactaalgo más que no fueran atestadopoliciales. Pensaba que estabacostumbrado, que ya ningún miedo l

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sorprendería. Incluso se podría decique todo cuando había hecho desde quenía uso de razón no era otra cos

ntentar que los demás no tuvieramiedo.

Pero el Titanic  le habídemostrado que se equivocaba.

Le había obligado a enfrentarse unpropio, en nada parecido al que habíogrado mantener lejos durante tanto

años mientras luchaba en la calle por lvida de los demás, ni a ese otro miedque al final de su carrera logró anular eantos y tantos hospitales cuando s

existencia ya valía menos que una gasensangrentada, y hasta sus seres máqueridos le miraban como a un hombrmuerto en vida.

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Un miedo desconocido. Nueva entrada para el inventario.Estaba empezando a tiritar, caído

en el suelo, al final de un pasillo, junto una puerta que creía pertenecía aservicio, con su cuerpo tendido casi ea horizontalidad completa, aterido po

el agua que ya cubría la zona unoreinta centímetros, y que helaba s

espalda y sus piernas, con la cabez

algo más levantada al haber quedadapoyada contra una pared.Pero no podía moverse, paralizad

de cuello para abajo, obviando e

emblor en los dedos de sus manos. Nse atrevía a pestañear, y ya le escocíaos ojos, todavía agradeciendo no habe

caído bocabajo.

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 No quedaba nadie que no estuviesntentando hacerse con un mendrugo d

salvación, allá arriba, donde s

respiraba aire de verdad, allí donde nera posible contabilizar cuántos miedonuevos podría sumar a su extensísimcatálogo, pues sólo era posible intuirloen las voces que de repente sdesintegraban en un sordo rumomonocorde y mecánico que tenía algo d

místico.Pero sólo podía prestarle atencióal suyo.

A ese miedo recién llegado.

Bienvenido, pánico a moriahogado.

Porque no podría hacer nada parevitar que eso sucediera. El agu

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erminaría por cubrirle completamenteY con la inclinación que había tomadoel barco, estaba seguro de que no l

quedaba mucho tiempo para enfrentarsa esa muerte que tanto temía de repente

o podría moverse cuando el océano lapase la boca, y llegaría la asfixi

cuando el agua se desbordase sobre smentón y se derramase por el interior da comisura de sus labios, y tendría qu

uchar por cada última e inútil bocanadde aire sin la capacidad de desplazarsni un solo milímetro, notando como supulmones se ensanchaban de arcadas

dejando que su garganta sconvulsionara al descubrir que sólo eíquido luchaba por traspasarla

apagando cada grito de pánico.

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Pero es que, además, no tenía emenor sentido que un hombre al que unbala ya había matado, muries

finalmente ahogado en el agua.Girando un poco la cabeza, podí

ver la parte final del pasillo. Algo ldecía que pese a que las luces seguíaencendidas, su poder menguaba, como sambién ellas estuviesen muriendo

agonizando al mismo ritmo que el rest

del barco. Dos veces había escuchadcómo pasaban varias personasformando grupos que huían señalandcualquier camino que les alejase del ma

que ya llegaba hasta la mitad decorredor. También oyó una risa quenía un deje más propio de un anima

que en su imaginación cobró una form

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espantosa y grotesca. En ningún cashizo nada por llamar la atención dnadie. Y cada vez era menos probable

que por allí pasase ya cualquier sehumano.

Arriba era el único sitio dondconseguir pasaje para seguir existiendo.

Escuchaba cómo el agua ibabriendo surcos por todo el barco, comsi lo estuviera resquebrajando poco

poco, perfeccionado sus fisurasabriéndose camino incluso a través de lestanco.

En su desesperación, hasta lo má

descabellado resultaba una posibilidadDe pronto pensó que si concentraba toda fuerza de sus brazos en lograr u

movimiento brusco, puede que el dolor

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el mismo que anulaba su espina dorsaapagase sus sentidos. Pero su cuerpanulaba la voluntad. Y aun así, incluso

si era capaz de lograr algo, por mínimque fuese, y perder la consciencia, podípermanecer algún minuto dormido pardespertarse justo cuando el agua ya scolase a raudales por su alma abierta sique él pudiese hacer nada para evitarloHola, hola, despierta, no te vayas

perder lo mejor de la pesadilla.Ese mismo instinto que le habímantenido tantos años con vida ahora ne permitía cambiar las reglas s

supervivencia.Se quedó así, con los ojo

cerrados, jadeando como si estuvieracaparando oxígeno, su cabeza cas

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desfallecida sobre el hombro derechosus lágrimas enmudecidas también poese miedo, notando cómo las oleada

del espanto prolongaban su de por sdilatada agonía cuando, en muchomenos que un instante, notó cómo eagua subía de golpe unos diez o doccentímetros, y entonces la impotenciredobló sus dosis de crueldad.

¿Le quedaba algún miedo más qu

conocer antes de morir cuando nquedase nada con lo que respirar que nfueran sus propios terrores?

Justo al otro lado del pasillo

alguien pasó de nuevo corriendo. Sólo escuchó. Aunque pensó que debíratarse de un hombre a juzgar por e

sonido de un calzado que parecí

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pesado, quizás unas botas. Inclusescuchó cómo esos zapatones pisabaos primeros escalones que le acercaría

al exterior. Pero ya no oyó nada másCual si en vez de subir las escaleras shubiera precipitado en algún inesperadabismo de silencio.

Aunque no, no se había caído ninguna parte.

Doe giró un poco su rostro y vio

allá, al fondo, como una cabeza asomaben una de las esquinas finales depasillo. Y un instante después, seesfumaba. Y aparecía de nuevo. Y as

hasta que como si se tratara de un trucde magia, aquel huidizo satélite salipor completo de su escondite revelandque, por fortuna, la cabeza sí formab

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podía estar intentando? Doe hizo acopide todas sus fuerzas para poder darlgrandes alas de fénix a un grito que n

pudo liberar cuando debió hacerlo, añoatrás, cuando una bala se quedó a vivien su espalda.

 —No pierdas el tiempo. No puedeayudarme. Vete. Ahora. Ni te lo pienses

El joven, todavía lejos, resoplcomo si se quejara del doble esfuerz

que debía hacer, no solo ya caminar pouna superficie tan inclinada comresbaladiza, sino también por tener quhablar cuando debía estar más pendient

de su diálogo con la prudencia y eequilibrio.

 —Con razón me pareció ver questaba vivo. Deme un minuto.

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Doe alzó su voz, como si aspudiera empujarle más de lo que ya lntentaba hacer con sus palabras.

 —Hazme caso, aléjate tan prontcomo puedas. Te juro que te loagradezco, pero no tienes nada quhacer aquí.

Pero el joven, si su propósito erlegar hasta Doe, había logrado alcanza

a su objetivo, y ahora se agarraba a

quicio de una puerta.Doe lo intentó por última vez. —Estoy atrapado. —¿En serio?

El joven bufó varias veces, como sesa fuera la única forma posible drespirar con cierto orden.

 —¿Conoce a alguien que no l

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esté? Porque me encantaría que me lpresentara.

Se acuclilló junto a Doe y empez

a buscar las posibles causas qumpedían que ese hombre no siguies

permitiendo que el agua le estuviescubriendo. Se mostró desconcertandoquizás por haber esperado encontraalgún terrible motivo para esa parálisis

 —No veo sangre. Tampoco parec

que tenga ningún hueso roto. Vengaratemos de lograrlo juntos.Casi con enfurruñamiento infanti

Doe opuso cuanta resistencia pudo co

su brazo cuando el joven lo tomó parafianzar su ayuda.

 —No puedo moverme —alegó codestemplanza, como si le avergonzar

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esa condición. —Pero al menos tenemos qu

ntentarlo, ¿no cree? Yo le ayudaré. Esta

parte del barco no tardará mucho eestar sumergida por completo.

 —¿Es que no lo entiendes? Edolor…

 No había descripción posible parese daño. Pensar en él ya era espantosoLo único vital era no moverse. N

volver a despertar su furia.El joven pareció estudiar la cara dDoe. Alguna feliz conclusión debiósacar porque sonrió con un suave énfasi

enigmático, y apoyando su espaldcontra la pared del pasillo comenzó acomodarse apretando sus pies contra lpared contraria.

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 —¿Le importa? —¿Pero se puede saber qué haces? —¿Usted qué cree? ¡Sentarme!

 —¿No hay forma de qucomprendas lo que te digo?

 —Es un hombre paralítico. —¡No!El joven entornó los ojos, e hiz

amagos de una inofensiva impaciencia. —Pero sí un hombre que esper

que me pase la noche intentadadivinarlo.Optó por lo más sencillo, aunqu

para él contar la verdad siempre fuer

adentrarse en los eriales de la dhumillación.

 —Tengo una bala pegada a lespina dorsal.

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 —¿En serio? Vaya, y ustedqueriendo que me fuera y perderme shistoria. Ahora me la tendrá que conta

entera —dijo el joven mientras sencajaba aún más en su improvisadacomodo.

 —Desperdicias un esfuerzo que ne sobra. Intenta lo que sea con tal d

salir de aquí. No cometas la locura ddespilfarrar más segundos.

Y transformó lo que debía habesido una confesión en un ruego. —No me hagas esto, por el amo

de Dios. No te quedes por mí.

 —De acuerdo, no nos pongamodramáticos que la situación es bastantconfusa de por sí. Digamos que me iré snsiste en ello. ¿Pero me permit

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compartir algo con usted antes dmarcharme?

De hecho, hasta esperó que Doe l

concediera el permiso, con carexpectante pero sin tensión alguna, epelo negro, rizado y abundante sobre lfrente, la barba rala que por algún efectquizás provocado por el shock, a Doe lparecía que estaba retrocediendo en vede crecer. Debía tener unos veinticinco

años, puede que un par más, aunque parel inspector no era más que un chiquillfulminando sus posibilidades dsobrevivir al permanecer junto a u

moribundo a punto de ser ajusticiadpor una bala, por el Titanic, o por lodos al mismo tiempo.

 —No hago más que ir de un lado

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otro del barco y cada vez me cuesta máquedarme en el exterior.

 —¿Y los botes salvavidas?

 —No quedan. Ahora todos sapilan en torno a unas barcas que estásujetas lejos de los pescantes, en lpopa. Y le aseguro que si hay algún sitioseguro en este momento es aquel questé más lejos posible de ellos. Aún hamujeres y creo que hasta niños, pero l

batalla para entrar en esos botes la van ibrar hombres, hombres desesperados  prefiero no participar. No tengo l

menor intención de arrojarme al agua, s

o aseguro, bastante me he mojado parlegar a ninguna parte. Sólo sé nada

hacia el fondo y eso con chalecsalvavidas, del cual, como puede ver, n

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dispongo. Y en este ir y venir sin ningúnpropósito concreto, me he cruzado cosujeto que, tras detenerme, me h

explicado cómo atajar por aquí hastlegar a la popa, evitando el colapso d

personas que ya tratan de defenderse allde la voracidad del avance del aguaDice que es la última parte del barcque quedará a flote. Sólo se puede ihacia la parte del barco que aún no est

sumergida. Y es como un éxodo. Haycientos y cientos de personas.Aunqueste mar sólo se abrirá para despejar ecamino hacia la muerte, no par

ibrarnos de ella. —Hazle caso. Quizás halles un

forma de… —¿De qué?

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Se frotó las manos y hasta laextendió al frente con las manos abiertaantes de volver a frotárselas con fuerza

como si de repente hubiera surgido de lnada algún fuego ficticio que inclusdevolvió el color a su cara antes helada

 —Usted tiene una bala clavada ea espalda. Y yo tengo un barco clavado

en la mía. Creo que me quedaré un ratpor aquí si no le importa mi compañía

Seguro que no dudará si le digo questoy agotado.E l Titanic  debía tener más de l

mitad de su superficie sumergida. Ya er

más parte del agua que de la vida.Como sus pasajeros.Dos de ello, charlando como s

nada ocurriera.

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 —Además, me debe una historia¿Qué hay de esa bala? ¿Cómo terminalojada en su cuerpo? —Y añadió d

repente, como presa de una curiosidansaciable y adiestrada— ¿O me est

diciendo que algún desgraciado le acabde pegar un tiro?

 —No, nadie me ha disparadahora. Hace tiempo ya.

 —Entonces, ¿por qué sigue ahí?

Se estiró hasta agarrar una de lamantas mojadas que se había acercadflotando en el agua, desde uno de locamarotes con la puerta abierta, l

escurrió un poco, la dobló varias veces con extremo cuidado la puso debajo da cabeza de Doe, que pensó que habí

nacido de nuevo al sentir cómo su nuc

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se alejaba un poco del agua, aunqufuese durante un instante. Mal momentpara volver a vivir.

 —Gracias. —Menos gracias. No demore má

a historia. A este paso nos hundimoantes.

 No es que Doe se resistiera contarla. Es que no entendía cómo erposible ese reverso de la situación. D

r notando cómo el agua subía paraponar su respiración a estar ahorconversando con un sujeto tan calmadque cualquiera hubiera pensado qu

estar sentado así, en los pasillos de ubarco que se iba a pique, era su modo dvida habitual, algo que hacía todos lodías a cualquier hora.

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Se había ganado su respuesta. —Hasta no hace mucho, er

nspector de policía en Londres. Un

noche íbamos detrás de un asesino qulevaba meses cometiendo atrocidade

como nunca he visto para hacerse con econtrol del contrabando en cierta zoncercana a los muelles. Perperseguíamos a un fantasma. Aunquestábamos allí debido a un soplo, todo

corríamos sin saber por qué, ni hacidónde, acudiendo a gritos de alerta qua siempre resultaban estériles. Y meperdí. De pronto no sabía en qué luga

me encontraba. Demasiadas sombras esilencio. Demasiada quietud forzadaEntonces, saliendo de la nada, la culatde un arma me golpeó en la nunca

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Escuché cómo enganchaba el percutor pensé que lo último que vería en mi videra el musgo que brotaba de la mader

podrida. Esperó unos pocos segundos,usto después de preguntarme si yo habí

sido tan ingenuo como para pensar qumorir me iba a resultar una tarea tafácil, me disparó.

Afrontar esa parte de relatsiempre requería de un esfuerz

adicional de su mente. Había muertdemasiadas veces como para remontarscon fidelidad a aquella primera vez.

Además, le estaba contando un

mentira.Se había acostumbrado a narrarl

así. —La bala se alojó en mi espalda,

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creo que me dio por muerto, pero…El joven alzó sus brazos y su rostr

se llenó de la alegría de aquel qu

apostó al caballo que, en contra de todaas apuestas y al que le faltaba una pataerminó por ganar en las carreras d

Ascot. —Pero usted se hizo e

nconsciente y cuando el tipo se distrajmás pendiente de hallar la forma d

seguir torturándole, le disparó y pudsalvar su vida. —Creía que era yo el que contab

a historia.

 —¡Usted es el inspector Doe! Lesu historia en los diarios.

 —¿Y aún la recuerda? —¡Desde luego! Es usted u

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hombre muy valiente. —De ser así, de poco me sirvió. —No diga eso.

Doe prefería eludir el tema, Erealidad, sí que había dado con aqueasesino. De hecho, ese malnacido lestaba esperando en el borde de umuelle destartalado. Con las manoalzadas. Doe se acercó sin decir nada¿Se estaba entregando? De eso nada, n

aunque el diablo se lo ordenara. Y ya noestaba a más de tres o cuatro metrocuando escuchó, detrás, el crujido quprecedió al disparo. Su espalda s

combó como si le hubiera golpeado couna barra de acero. En el suelo, puedcomprobar quién había completado lemboscada. Un niño. No tendría ni doc

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años. Delgado, de rostro exiguo, rapadocon la cara sucia y la mirada impía daquel que ha visto ya todo lo qu

aniquila la razón. Una diminuta y rotvida más en el sistema sanguíneo dLondres. El hijo del asesino al qubuscaban, el mismo que, tras tomar entrsus dos manos la pistola de Doe, sacercó hasta su padre, y cuando estuvan cerca que parecía que buscaba u

abrazo, volvió a disparar, ahora con earma del inspector. Y le borró la cara, ysu padre se llevó las manos a los ojocomo si en vez de cegarle la vida l

hubiera cegado la vista, mientras ecuerpo se deslizaba hacia atrás hastcaer en las hediondas espumas deTámesis. Entonces el pequeño, dejó e

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el suelo la pistola con la que habídisparado a Doe, y volvió hasta dondel inspector permanecía inmóvi

excepto por sus incontrolados jadeos. Eniño tomó la mano de Doe, y sin dejade mirarle ni un solo instante, colocentre sus dedos el arma utilizada parasesinar a su padre. Hecho lo cual, squedó quieto. Doe tampoco podíapartar sus ojos de aquella mirad

marchita. Y asintió.Porque accedía.Porque le pareció justo.Porque no necesitaba su palabr

para corroborar que esa parte del relatnadie la conocería.

Fue el rostro de ese niño el que lmantuvo con vida, mientras no paraba

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de hurgar en su espalda, y lodiagnósticos se sucedían, y Dosoportaba dormir entre algodone

empapados con su propia sangre y spus con la esperanza de salir con vida que el pequeño supiera que el acuerdseguía en pie.

Jamás lo había contado.Y ahora tampoco lo haría.Gracias al Titanic, se acabó l

entación de la sinceridad.Además, su instinto, donde nhabía ninguna bala impidiendcoordinación alguna, estaba azuzándol

para señalar al joven. —¿Cómo puedes acordarte de un

cosa así? ¿Eres uno de esos aficionadoa lo macabro que recortan crímenes d

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os periódicos y los guardan comesoros?

Levantó su arrugado dedo índice

como un monje a punto de exponer sexhortación.

 —Es parte de mi trabajo. —¿Eres adivino? —Peor aún, periodista. Narró l

que pasó, nada sé leer del porvenirDesde siempre me han gustado lo

diarios. Mi padre cuenta que de pequeñgateaba hasta su despacho, le robaba loperiódicos, y me volvía a la cuna.

 —¿Por eso estás a bordo de

Titanic?Pareció que iba a contestarle, per

algo le detuvo, como si acabase descuchar algo a su espalda que l

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mpidiese seguir hablando. Giró umomento su cabeza, y cuando devolviel gesto, seguía lleno de una rar

uminosidad, aunque la alegría en suabios había desaparecido.

 —Sí, eso es, aquí estoy, viviendomi gran oportunidad. O lo que debíserlo, por ser fiel a la noticia. Llevaños escribiendo sobre cualquieacontecimiento que fuese, siempre

cuando resultase de la menorascendencia. Y hace unas semanas, edirector me llama a su despacho, y sirodeo alguno me encarga cubrir l

nformación sobre la travesía inauguraTitanic. No desde fuera. Desde dentroañade orgulloso, como si hubiesogrado infiltrarme en una excéntric

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sociedad secreta. Tiene un pasaje sobra mesa, con tres dedos sobre é

apretando tanto que cuando llegue l

hora de tomarlo no me resultará nadfácil quitárselo. Me dice que espera quenvíe a la redacción el mejor de loartículos sobre la llegada del barco

ueva York porque, me asegura, será uncapítulo de oro de la historia. Y piensaque soy la persona indicada par

contarlo, aunque no menciona que suproblemas de gota no le dejan ocupar mugar. Cree que mi estilo se ajusta a

encargo. Lleva mucho tiemp

puliéndome con sus consejos, y con usueldo de pacotilla añado yo, en lo quél toma de nuevo como alguna especide humorada que a ninguno de los no

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hace gracia. Estoy preparado, insiste. Ymi padre es marino mercante, pasé mnfancia navegando con él cuando er

posible, y me llevaba cuando atracaba cuando salía del muelle, así que hacmucho que dejé de marearme en lobarcos. Quiere que la información spublique antes incluso que la de loperiódicos estadounidenses. Es nuestrbuque. Es nuestra noticia.

Tosió con el puño sobre su bocaEl color en su tez adquiría las tinturaazuladas de la carne que se olvida dque existe algo llamado calor.

 —Y sí que ha resultado ser toduna historia, ¿no cree? Menudexclusiva.

 —¿Y por qué no corres par

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ntentar salvarse y poder contársela amundo?

 —Imagino que me resulta anómal

ser parte de la noticia en vez dobservarla desde fuera. Nunca habívisto las cosas a este lado de la crónicaHace un momento, mientras escapabdel agua helada cada vez que matrapaba por las rodillas, pensé que, agual que yo, habrá muchos a bord

viviendo lo que hace unos días era ecomienzo de una nueva vida. Y que demismo modo…

 —Habría otros que, como yo

navegarían hacia su última oportunidad. —Sí, algo así. —Un mundo de contrasentidos. —Pero me equivocaba. Todo

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buscamos transcender, ganarnos lposteridad, sentir al dejar este mundque un árbol sigue creciendo aún much

después de habernos ido. El Titanic noha robado nuestra oportunidad dperpetuar nuestra existencia cuando yno estemos. Somos aleación en su aceroHemos dejado de existir.

Doe observó que el cuerpo deoven tiritaba. El suyo debía esta

haciendo lo mismo. Pero por desgracio por fortuna, él no podía sentirlo.Aunque ese frío, no le impedí

seguir amando su profesión, inclus

cuando ya no la pudiera ejercer. —¿Acierto al suponer que s

dirigía hacia Estados Unidos para que lhicieran algún tipo de operación?

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 —Sí, para extirparme lmelancolía.

 —¿Cómo dice?

 —No me haga caso... Cuando lomédicos se dieron por vencidos, descartaron poder extraerme el proyectide una zona tan cercana a la espindorsal, el dilema estaba servido. La balme mataría o me dejaría paralítico. Adía siguiente, en un mes, en un año. O

nunca. Y recordé aquello que SamueJohnson escribió. Cuando un hombrestá cansado de Londres, está cansadde su vida. Y yo estaba cansado de su

calles, de su esplendor y de su ruina. Da niebla. De su gente. Decidí alejarmo más posible. Y pensé que no habí

mejor lugar en el mundo para retirars

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que las costas de un océano al qulaman Pacífico. Puede que él m

proporcionase la calma que la ciuda

me había robado. Un buen sitio pardejar de moverse.

 —Tiene sentido. —Bueno, al menos solía tenerlo.Y Doe pensó en ese momento nad

o tenía. Y menos aún la presencia deoven que miraba hacia todos lados

especialmente a las zonas más altas das paredes. —Pero… No lo entiendo. Hac

unos minutos estabas dispuesto a lleva

a un hombre paralítico hasta el exteriorY ahora no haces nada para llegar tú, sinastre alguno. No lo entiendo.

 —No, claro que lo entiende. Uste

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mejor que nadie.Incluso en una zona tan interior de

barco, sintieron el desgarrón en e

exterior, como si algo hubiera sacadoas entrañas del Titanic  de un tirón,

ahora sus tripas estuvieran flotandcomo los demás desperfectos humanos.

Ambos guardaron silencioprestando atención a un sonidarrítmico, pertinaz, lejano todavía, qu

parecía provenir del fondo del barco, da zona más hundida. Pero ese ruidcobró fuerza, y ahuyentó la distanciaEra como si a pocos metros alguien, co

una fuerza brutal, estuviese demoliendas paredes, arrancando trozos

rugiendo, poseído.Y el agua empezó a subir co

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rapidez. No tardó más que unos segundos e

cubrir a Doe por completo, que comenz

a boquear sin más apoyo que un cuellcasi inutilizado. Sólo él pudo escuchasu propio grito ahogado, y sintió cómel agua anegaba su gargantaprovechando esa petición de auxilioEntonces el antebrazo del jovenbuscando a tientas, logro aferrarse a

suyo. Y él hizo lo mismo. A pesar deener los ojos abiertos, no venía nada, eagua lo estaba borrando todo, sobre toda esa persona a la que ni siquiera l

había preguntado su nombre. Pero snombre no era importante. Comampoco lo era ese miedo a mori

ahogado, que de repente se reveló un

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falacia, un temor superpuesto ante unmucho más aterrador de lo que jamáhubiera pensado y que quizás pudier

contener todos los demás miedos que spreciaba de conocer, el único miedo que había atenazado durante toda su vida

al que ahora reconocía, y quprobablemente era el mismo miedo qusentían los demás pasajeros.

Un miedo invencible al que é

acababa de vencer.

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EL OLVIDO DE SAN AGUSTÍN 

¿Quién es digno de abrir el libro y desata

 sus sellos

Apocalipsis  None se agarraba con ira a una d

as barandillas de popa, como si en ve

de sujetarse quisiera doblegarla a santojo, cera caliente entre sus manos. Dno ser porque la gente que le rodeabestaba más pendiente de hallar un mod

de aferrarse a cualquier salientecualquiera que le hubiese visto repararíde inmediato en lo incongruente de s

comportamiento.

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Porque el Padre None estabsonriendo.

Mientras el resto de sonrisa

habían sido ya inutilizadas, la suya ero único estable en un barco que mu

pronto alcanzaría la verticalidad total.Sólo Dios y él sonreían mientra

os demás lloraban.Aunque None lo hacía de form

ntermitente, cuando miraba a lo

pasajeros que aún seguían a bordo, cosus rostros desencajados, sintiendo máel frío de la eternidad que aquel questaba a punto de sepultarles, aturdido

porque muchos ya gritaban y ni siquierestaban cerca de la agonía. Pero essonrisa desaparecía en cuanto sus ojosde mirada agitada, más propio d

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alguien que sufre delirios diseñados poun brutal ataque de fiebre, se volvíahacia el mar, hacia la oscuridad que lo

recubría, y buscaba, sin lograrlo, hallaa huella blancuzca de alguno de lo

botes, y entonces ese rictus en su bocera sustituido por una rigidez indeleblemposible saber si apretaba más lo

dientes o más los labios.Pero no tardaba en rescatar s

sonrisa porque en lo más íntimo de sdesprecio estaba seguro de que el PadrByles seguía a bordo.

El problema era encontrar a un

rata en un barco que se hunde porque eese momento todas las alimañas corredespavoridas.

Incapaz de emprender una nuev

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búsqueda sin perder pie y resbalar hasterminar en el agua que seguía trepand

por el esqueleto del barco, record

cómo tan sólo un par de horas antescuando los hombres del barcconfirmaron lo que None había estadesperando (y que no era otra cosa que ecastigo inmisericorde al Titanic), habícorrido hasta el camarote del padrByles, donde no encontró a nadie,

aunque la puerta estaba abierta, lgolpeó con su antebrazo haciendo qurebotara contra la pared, y resopló comsi lamentara no haberla derribado

deshecho en un millón de hirienteastillas. Pues claro que Byles no estabaPor supuesto que no. Cómo habípodido dudarlo. Lo más seguro es qu

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nada más conocer que el Titanic  smoría, hubiera ido a esconderse bajo eala protectora del Capitán Smith y s

séquito de títeres uniformados.Aunque lo siguiente en lo qu

reparó le obligó de nuevo a estrellar sbrazo contra la puerta, y algo crujióquizás una capa de pintura nuevdescascarillada porque habíenvejecido mil siglos con un sol

hachazo de hielo. No se había llevado lBiblia con él. El Libro Sagradpermanecía sobre una mesilla de nochecomo si su utilidad fuera la misma qu

un vaso de agua por si el insomnio spresenta sediento o el lugar junto a lque colocar las gafas antes de dormirLa Palabra de Dios seguía sobre l

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madera junto al resto de objetos quhabía en ella (unas cartas atadapulcramente con una cinta de sed

púrpura, un crucifijo y un reloj dbolsillo con la tapa abierta), como sodos tuvieran el mismo valor. Ni e

Libro de Libros se había llevadconsigo mientras el barco perecía en smerecida condena. Cobarde. Tendríaque ahorcarlo de su propio alzacuello. Y

eso por mostrar una benevolencia que nse había ganado. Como Pedro, no erdigno de morir crucificado. Sverdadero lugar estaba entre los perro

que lamían la sangre que se derramabdesde aquellos que eran clavados en lcruz.

Alguien prácticamente le atropell

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el camarote, al tiempo que clamaba: —¿Padre Byles?El padre None lo apartó

empujándole con el codo, como semiera el contacto directo con lo

bubones de un leproso. —El Padre Byles no está. —¿Sabe dónde podría encontrarlo —Escondido. Pruebe bajo la

alfombras, o lloriqueando junto a lo

manteles en el comedor de primera. None reconoció la mirada dentruso. Estaba acostumbrado a ella

Todo el mundo le miraba así. Incluso

sus padres desde el día de su nacimienthasta el mismísimo día en que murieronY al igual que los demás, no era capade sostenerla demasiado tiempo, así qu

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erminó por salir corriendo sin mápropósito inmediato que el de alejarse.

Todos querían escapar de sus ojos

Sólo que esta vez no había salidpara nadie.

Ahora tendrían que ver aquello quhabitaba en el interior de sus pupilas.

Pero primero debía ajustar cuentacon Byles.

¿Dónde estaba aquel farsante?

Desde ese momento, lo habíbuscado por todas partes, por lopasillos, cerca de las reuniones de loficiales mientras dirimían com

repartirse el horror que conllevaba sfracaso, la ignominia por la que seríarecordados en los libros que sescribieran sobre ellos, corriendo d

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cubierta en cubierta, bajando y subienda contracorriente, y también en lobotes, pero no pudo verlo subiendo

ninguno, y aunque llegó tarde dudaba dque hubiera bajado en los primeros quposaron en el agua. No, seguía en eTitanic. Seguramente haciendreverencias a los tripulantes de mayorango, buscándose acomodo para que llevaran con ellos cuando los oficiales

a buen resguardo, abandonasen al barc a sus pasajeros en la violencia que shabía convocado al poner en duda lvoluntad eterna.

Tenía que encontrar al padre Bylepara recordarle su advertencia y haceque entendiera el por qué debía pagar spenitencia.

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Y aunque ahora, ahí, en lbarandilla, sin poder caminar, incapade moverse sin jugarse la vida y caer e

el agua helada, seguiría esperandporque no dudaba de que volverían verse.

Era la forma que Dios tenía dagradecerle sus muchos servicioprestados, su fidelidad de lapa. Porquel padre None nunca dudó de que e

Señor, al alejarle de Inglaterra, lencaminaba hacia una senda prefijadeones de tiempo atrás, y donde su papeno sería el de mero comparsa. Era sól

una cuestión de entereza. Y en virtud aella, Dios había erigido un templo parregocijo de falsos mercaderes, que mupronto pasaría a ser un degollader

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donde ya nadie podría librarse de Scólera. Lo supo desde que llegó a puert  vio por primera vez el Titanic, l

bestia inmunda con la que todos sactaban de haber logrado burlarse de l

voluntad divina, pues ya casi formabparte del hablar popular el ir diciendque ni aunque el propio Dios se lpropusiera, podría hundirlo.

 Ningún rumor tan popular com

ese.  Ninguna herejía tan candente. None tuvo la certeza de que e

barco estaba condenado.

Y allí estaría él para recodarles sucinismo, cuando mirasen al cielo ebusca de clemencia y solo pudieran veel rostro de None, y su sonrisa, la mism

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que ahora supuraba en sus labios, compus.

Al verlo, su viaje hacia Estado

Unidos ya no era urgente, ndesesperado. El hecho de estar huyendcarecía de la importancia que le llevabdando desde hacía meses, cuandempezó a planear su fuga, hostigado poa intolerancia de los que vestían lo

mismos hábitos, aunque no fueran ta

sagrados como lo eran para él. A pesadel delito del hurto, no creía que lpolicía le estuviese buscando, y dudabmucho que nadie le echase de menos e

muchas millas a la redonda alrededor do que era un hogar común. Habílegado a su destino final. Y allí, en e

puerto, resultaba mucho má

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reconfortante imaginar cómo castigaríDios aquella catedral de acero y lujosaquel culto obscenamente dionisiaco

que seguir persignándose tras orapidiendo un destino acorde a su entregusto cuando lo tenía enfrente.

Hasta personificó a un enemigconcreto, alguien que concentrase personalizase el alma corrupta daquella ilusión diabólica con nombre d

referencias paganas, para que pudierverlo, hablar con él, y llegado esúltimo momento, hacerle conocer todo edesprecio que Dios sentía por aque

cura, al que conoció el mismo día deembarque, poco después de subir abarco. Esa mañana, nada más acomodasu poco equipaje en el camarote, salió

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una de las cubiertas para ver, al iguaque el resto de los pasajeros, cómo eTitanic  se alejaría del puerto. Aú

faltaba bastante para la hora en la quzarparía si es que no se producíaretrasos, y None se entretuvo en paseaentre la gente, atravesando un circabarrotado de personas que seguíamostrando su temeraria idolatría abuque sin cesar, alabando hasta el cielo

como si el día también formase parte debarco, y así, en su errático deambularse fijó en que al lado del que por suniforme resultaba sencillo deducir qu

era el capitán del barco, había un curacatólico como None, de rostro angulospero sereno, el cual utilizaba unas gafaque parecían formar parte indivisible d

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su cara, como si hubieran crecidconjunta y paralelamente con los años, que también envejecerían y encanecería

untas.Era evidente que aunque su charl

era de lo más cortés, también spercibía en ella cierta tensión quanimaba a pensar que el diálogguardaba más transcendencia de la qupodía aparentar a simple vista. Y

medida que se acercó con tanto disimulcomo pudo, el comportamiento dambos hombres seguía remitiendo a undiscusión contenida, pero vívida. Frase

cortas, respuestas casi inmediatas, algúnstante de calma como para pensar bie

qué decir antes de contestar con otrsentencia escueta, un ir y venir d

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réplicas y contrarréplicas incesante, eel que a veces la seriedad en los gestose ponía de guardia, aunqu

prevalecieran en todo momento uncordialidad y una amabilidad nadforzadas. Pero cuando se acercó lsuficiente como para poder escuchar lque decían, sólo tuvo tiempo oír lapalabras que el padre le dirigió a Smitantes de que ambos se separaran.

 —Gracias, capitán. Muchasmuchísimas gracias.Ese servilismo, esas rápida

reverencias con la cabeza mientras s

retiraba, esa sonrisa de vasallo, irritarosobremanera a None. ¿A qué venía tantoagradecimiento? ¿Acaso aquel clérigno había oído el desafío que el capitán

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  otros tantos que como ese hombrdeshonraron su uniforme o el bueuicio, habían lanzado al propio Dios?

Y a Dios nadie le dice lo qupuede o no puede hacer.

Aquel cura era mucho peor que loque se jactaban de haber construido algque la voluntad del todopoderoso npodría vencer, como una vez alzaron ubecerro de oro en sus insaciables ansia

de idolatrar cualquier cosa con tal dque pudiera ser vista y tocada, recubierta de riquezas.

 None no pudo quitárselo de l

cabeza.Y oyendo el arrullo mortal de Dios

que dejó que el barco partiera paresperarlo con Su furia en un recodo d

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una noche perfecta aún en construcciónone comenzó su propia cacería.

A la mañana siguiente, pudo habla

con él. En el Titanic podían caber diezveinte locomotoras, y cientos delefantes colocados en formaciópiramidal, o contabilizar cualquier otrestrafalaria combinación de elementodispares que dieran idea del tamaño debarco. Pero no era tan grande para qu

dos enemigos pudieran evitarse durantmucho tiempo. Aunque uno de ellos nsiquiera sospechase que era protagonistde una justa.

Tras comer más por necesidad qupor agrado en el Comedor de Tercera

one se dijo que lo mejor que podíhacer era caminar un rato bajo e

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espléndido día (como lo fueron todosprogresivamente más hermosos medida que se acercaban hasta el rodill

que los aplastaría) tras el que Dios sagazapaba a la espera de lanzar szarpazo. La digestión conllevaba sueño el sueño conducía hasta la pereza, y l

pereza era un pecado. Debía despejarseFue cuando tropezó con aque

simulacro de clero. Chocaron al intenta

salir al mismo tiempo por uno de loaccesos que llevaban hasta el exteriorTras pedirle disculpas, pese a que nohabía sido responsable directo de

encontronazo, el cura le tendió la mano a sonrisa.

 —Soy el padre Thomas RousseDavids Byles —toda aquella hilera d

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nombres quedó reducida a un rumomucho más cómplice y cercano, trazadcon gesto divertido y a un lev

encogimiento de hombros, como dresignación, para el que contaba con unpronta solución—. Pero por fortunpuede llamarme Padre Byles.

 None aceptó la mano sólo parcomprobar la fuerza con la que recibiría suya. Blanda, sin entereza alguna. L

mano de un Judas incapaz de sujetasiquiera las treinta monedas que gancon su traición.

 —Soy el padre None. A secas —

dijo, como si no tuviera ningún nombrmás o, mucho más probable, quresultaba mejor no indagar al respecto.

 —Encantado de conocerle, padr

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one. Me parece que ambos nodirigimos a pasear y disfrutar de upoco de aire libre. ¿Le importa s

caminamos juntos durante un rato? —Al contrario.La brisa también parecía nueva

como todo en el barco, por lo que ambohombres se detuvieron un segundo y sdejaron llevar por ella. Con ese alientoel mar les alentaba a soñar despiertos e

un mundo donde Dios no pintaba nadaAunque para None no fuese más que ebálsamo con el que Dalila embriagó Sansón para que durmiera ta

profundamente que ni hubiera sentidcómo le arrancaban la piel a tiras.

 None, en cuanto retomaron scaminar, quiso saltarse todas la

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formalidades para llegar cuanto antes as razones de su asalto. Aunqu

sabiendo que no debía precipitarse hast

no conocer el verdadero calado deenemigo.

 —¿Hacía qué punto del NuevMundo de dirige? —preguntó, con esenguaje tan arcaico que estallaba tant

en sus sermones como en suconversaciones más cotidianas, y po

eso a veces era complicado distinguientre ambas, si es que alguna vez hubdiferencia.

 —Me quedo en Nueva York.

 —¿Traslado o evangelización?El padre Byles pareció dudar de l

por un momento pudo suponer que unbroma, aunque era seguro que ya intuí

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que no había poso alguno de humor en ehombre con el que conversaba, pero dcualquier forma su respuesta vin

cargada con la ilusión que encendió scara.

 —Ni una ni otra. Mis motivos sofamiliares. Mi hermano es la razón daventurarme en esta increíble travesíaHace tiempo que se trasladó a NuevYork y se las arregló bien gracias su

negocios. Y para ponerle digna rúbrica su buena fortuna se ha enamoradperdidamente de una dama. KatherinRussell —pronunció el nombre co

cierto orgullo, como si toda persona eel orbe supiera quién era y por endentendiera las razones de esmatrimonio que estaba a punto d

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anunciar con el entusiasmo consiguient—. Van a casarse. Y William, es decirmi hermano, me rogó que fuese yo quie

sellase las nupcias en una ceremonia quendrá lugar en la iglesia católica de Sa

Agustín.Señaló las ondas que el Titanic ib

dejando mientras cortaba las aguaprovocando una sinfonía de espuma, quen algunos momentos lograba alcanza

con gotas frías como mausoleos el rostrde los pasajeros. —Hacía allí navego a no s

cuántos nudos de velocidad, como si e

mar nos empujase porque comparte mmpaciencia por llegar.

Volvió a mirar al padre None, y enesa sutil sonrisa que parecía n

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abandonarle jamás afloró cierta malicia —Le contaré algo que no le dije

mi hermano. Tenía mi sí asegurado, no

hubiera podido negarme tan solo por lealtad que le profeso. Pero en cuant

supe que la iglesia llevaba el nombre dSan Agustín, de no habérmelo pedidohubiese sido yo el que le implorase qume permitiera oficiar esa boda.

 None repasó cuanto recuerd

retenía del santo, más no halló torturalguna en su vida, ni una muerte digna dun verdadero mártir, algúensangrentado sacrificio que pudier

arrancar tanta admiración como parcruzar medio mundo sólo porque unglesia llevaba su nombre. Byles le mir

con gesto ceñudo, casi un

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amonestación. Y para asombro de Noneel padre le dijo con las manos algseparadas de su cuerpo, como para qu

pudiera ver que no iba cargado más qucon las palabras que pronunció:

 —Ama y haz lo que quieras. Scallas, callarás con amor; si gritasgritarás con amor; si corriges, corregirácon amor, si perdonas, perdonarás coamor.

Byles resplandecía tanto como si émismo fuera el autor de lo que acababde decir.

 —La Iglesia que lleva el nombr

del dueño del alma que escribió algo ases, sin duda, un lugar perfecto parcontraer matrimonio, ¿no le parece?

Aunque no se lo pareciera, aunqu

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ni tan siquiera entendiera de lo que lestaba hablando, None asintió, tratandde dejar atrás cuanto antes toda es

cháchara sobre iglesias, matrimonios santos peligrosamente enamoradizos.

Además, Byles le facilitó el caminque quería tomar.

 —Pero basta de hablar de mí¿Hacia dónde se dirige usted?

Por un momento estuvo a punto d

compartir su historia, confesarle quesegún sus superiores, su comportamienten los últimos meses rallaba en lnsano, que su violencia verbal y aquell

otra que se infringía en su propia carnhaciendo gala pública de ello para daejemplo a los demás no podía seguisiendo tolerada, que los fieles prefería

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renunciar a sus creencias antes quhablar de nuevo con ese hombre, que lEdad Media hacía algunos siglos qu

había pasado aunque Inglaterra siguieslena de mazmorras, como tambié

habían quedado muy atrás los tiempodel martirio y el deseo de la quema, qusu actitud con los seminaristasobrepasaba la crueldad debida, todo lcual no constituía en modo alguno un

actitud aceptable para un soldado dDios, así que su futuro estaba siendestudiado y escrutado por estanciasuperiores donde decidirían si debí

abandonar el ejercicio de la IglesiaPorque aquellos no eran hombres de fesólo eran funcionarios bajo el auspicide engreídos adictos a los anillo

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propios de damas y al desenfreno en eboato, pero incapaces de guiar con pasfirme a sus feligreses ya fuera hacia la

propias puertas del cielo o tambiéhasta las verjas candentes del infierno, entrar en él, si así era necesario. Leemblaba la mano cuando no era par

abofetear a los niños de los internadosen cuyos patios estaba su verdaderreino. No permitiría que le despojara

de su legitimidad como cura, algo que shabía ganado al menos como cualquieotro de esos que tanto cuestionaban sdevoción. Escapó con lo poco que tenía

 también con otro poco que robó de ldiócesis (pero que devolvió en forma dun salvaje desgarro a su carne, llenandsu espalda de relámpagos de cuero

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muestra incontestable de su devoción del arrepentimiento que brotaba junto su sangre).

Y hasta sabía hacía dónde debídirigirse.

Tantos años oyendo que en EstadoUnidos aún creían en los profetas, quncluso la legalidad amparaba la llegad

de cuanto mesías quisiera asentarse eaquel país, no le hicieron dudar de s

destino. Sonaba a festín. Necesitabfieles libres de los manierismoadquiridos durante siglos (por muchque la Edad Media ya se hubies

extinguido según las doctas voces de lmpunidad cardenalicia), que admitiesea posibilidad de que admitir e

advenimiento de un credo nuevo

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ncluso de la llegada de un nuevMesías, que sintiesen el miedo precisque él necesitaba infundirles para deja

fijada la palabra de Dios y no ldesobedeciesen, como tambiéprecisaba que su verbo enaltecido y loestigmas de su fe no tuvieran que versvelados en la calma litúrgica del sermóentre el pastor y su rebaño adormecidcon nanas de incienso. Buscaría en l

extensión de una tierras que parecíanfinitas hasta hallar el lugar donde alzasu propia parroquia, y allí establecer scongregación.

Llanuras saturadas de horizontes.Aunque ahora nada de es

mportaba.E l Titanic  se había puesto e

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medio.Dios le demostraría a esos miles d

herejes lo que significa de verda

navegar en un mar sin fe.Pero no dijo ni una palabra a

respecto. None no podía soportar pomás tiempo aquel interminablpreámbulo de romances y supuestoamanuenses del Señor que se convertíaen santos, así que corrió el riesgo d

mostrarse descortés para poder hablade lo que realmente quería: —¿Puedo hacerle una pregunta

padre?

 —Ni tan siquiera tiene que pedirloPor supuesto que sí.

 —Ayer por la mañana, poco antede que el barco zarpara, mantuvo uste

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una conversación que me atrevería calificar de peculiar con el capitáSmith.

 —¿Peculiar? ¿En qué sentido? —Sí —aseveró con rigidez, com

si le molestase que hubiera dudado de lpalabra que había utilizado, misma quahora resonó mucho más lapidariacomo si dejará claro que él jamás sequivocaba a la hora de selecciona

vocablos—, peculiar. No daban lmpresión de estar charlando únicamentsobre las excelencias del barco comentando las incidencias propias d

una jornada tan trascendente. —¿Y por qué íbamos a dar es

mpresión? —Dijo Byles antes de quone pudiera terminar de coloca grati

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—. Estábamos discutiendo. Negó varias veces con la cabeza

como si acabara de mencionar algo qu

aún le resultaba inconcebible. —Y le aconsejaré algo: si tien

que hacer tratos con el capitán Smithcuidado. Muchos años bregando contrel mar como para amilanarse ante eprimer cambio de viento. Cuestnegociar con él. Su piel es su uniforme.

 —¿Y qué podía estar negociandocon el capitán?Byles de nuevo le dedicó es

mirada de no estar muy seguro de si l

estaba hablando en serio o de si todaquello no formaba parte de algún tipde chanza. Aunque le contestó con uono menos conciliador, pero igual d

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amable. Porque ahora estaba tratando dasuntos bastante más serios que sumotivos para estar en un barc

condenado. —Nuestras labores, padre. Nad

más embarcar hablé con algunooficiales para hacerme una ideaproximada del número de pasajeroembarcados, y también de los espaciocon los que podía contar para celebra

misas. Hay mucha devoción qudebemos mimar durante tantos días ealta mar. Y vista la oportunidad, penséque era con el capitán con quien podí

que regatear esos detalles. Aunqunconmovible en ciertos puntos, s

mostró muy comprensivo y la verdad eque me ha cedido bastantes lugare

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donde a ciertas horas puedo oficiar parcuanta persona lo quiera. Y no sonpocas. A bordo van más de dos mi

personas. Y él debe velar tanto por sucuerpos como por sus almas. Luego le das gracias, y me fui.

 None pareció enfurruñado, como uniño que no encuentra el modo dconsolidar su capricho.

Y Byles que seguía facilitándol

senderos. —¿Esa es su preocupación? —Me cuesta entenderle, padre. —Pongamos remedio a eso.

 —Doy por hecho que habrá oídhablar de las muchas virtudes de estbarco.

 —A veces me parece que no h

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oído hablar de otra cosa. —Entonces sabrá que el capitán

otros muchos hombres como él asegura

que aunque Dios se lo propusiese, npodría hundir este barco.

Byles detuvo su caminar, y por umomento fue como si la brisa hubiermenguado, como si la vida hubiesmuerto en todo el orbe.

 —No creo que el capitán hay

dicho nada de eso. O puede que sí, como experto marino que es compartuna opinión. Si así fuera, ¿dónde shallaría mi falta?

 No se esperaba una pregunta tadirecta. Sólo podía rumiar respuestaque se le atragantaban. Y el padre Byleaprovechó ese silencio para regresar

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a calma. —Sólo navego. Al igual que hac

usted. Y en el mismo barco.

Entonces puso una mano sobre shombro, y hasta pareció apoyarse en él.

 —Quizás quiera ayudarnos con looficios. A Dios, a los otros clérigos quehay a bordo y a mí nos vendría bien unmano más.

 —Claro —mintió None—. Cuent

con ello. —Ya sabe dónde encontrarme. Nohay pérdida. Navegamos a bordo de uneyenda. Hasta pronto.

 No le devolvió el adiós.Todavía no.Aún faltaba tiempo.En su momento, le dedicaría un

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muy especial. Porque el único auxilique pensaba prestarle hasta entonces erel incrementar su vigilancia.

Y eso hizo. No había hora en la quno estuviese cerca de él, aunqunvisible a su mirada. Oficiaba misa po

doquier. Hablaba con judíosprotestantes, episcopalianos, ortodoxosheterodoxos y hasta con ateos, por lque None pudo averiguar más tarde

ndagando en sucesivas pesquisasaprovechando que él también imponíalgo de respeto con su alzacuello a lhora de hacer ciertas preguntas. U

siervo más de la compañía. Seguro qude habérselo pedido, hubiera fregado sirechistar todas las cubiertas del barco.

Cuando se encontraron por segund

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vez, None traía una dádiva: lanunciación del cataclismo que estabpor venir, algo que confirmaba que e

desastre se hallaba cada vez más cercaEsa misma mañana se había producidun incendio en el Titanic, en la zona dcalderas, nada grave al parecer.

O eso fue lo que se ordenó contar. None no era tan estúpido com

para fiarse de la oficialía, com

recelaba de las palabras de locardenales y los obispos, y en generade todo aquel que, aun vistienduniforme, no podía ocultar su membran

de lagarto, ni sus lenguas bífidas. Ecuanto se enteró, recorrió todo el barchasta ver a Byles, que en ese momenteía bajo la cúpula del atardecer ya cas

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cerrado, sentado en un saliente, mucerca de la zona más próxima al extremde la proa.

Su hipocresía traspasaba loímites de la indecencia. Porque cuandevantó la mirada de esas páginas ta

finas que casi resultaban transparentesel padre Byles mostró una mezcla dsorpresa y agrado al reencontrarse co

one.

Aquello era concluyente. Nadie en el mundo se alegraba dvolver a None.

Era estadística.

 No había excepción. —Padre, venga, siéntese aquí. S

cree que ha contemplado un atardecerse equivoca. El sol se baña en est

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Byles se encogió de hombros, sidejar de mirar el horizonte.

 —Mientras me deje antes en Nuev

York. —Más bien debería advertirle a s

amigo el capitán. —¿De qué? —¿No sabe que esta mañana s

producido un incendio? Dios iba reducir a cenizas el Titanic en mitad de

océano, y demostrar que Él puedconvertir el agua en llamas, tornar estomares en un fuego eterno donde el metase funde aún más rápidamente que u

copo de nieve en una fogata. —¿En serio? —Preguntó, au

sugestionado por la descripción decataclismo que al parecer había

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evitado—. Escuché que tan sólo fue sidun pequeño fuego en la zona de calderaque quedó apagado de inmediato. Algo

que suele ocurrir en barcos viejos nuevos. Nada importante.

 —Tampoco le pareció importantal faraón cuando la primera plagconvirtió el agua en sangre. Pero al finaos primogénitos murieron.

Byles reflexionó durante u

momento, y luego miró a None con gestcómplice, como si entendiera por lo questaba pasando, y le dijo:

 —Sé que trata de decirme algo

estoy seguro. Y quiero ayudarle. Pero nohallo la forma de lograrlo.

 —¿Acaso Dios no le habla? ¿No lha contado lo que ocurrirá en est

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barco?El cura se apartó un poco de s

asiento, con extremo cuidado, como s

quisiera asegurarse de volver sobre smismo, como si en realidad buscasretroceder en el tiempo a la vez que salejaba de None.

 —Soy un hombre de fe. Dios nnecesita hablarme.

 —Pues según parece, su fe es mu

escasa. —¿Y qué se supone que no estoescuchando?

 —Que estamos muertos.

Byles se había perdido eatardecer. El sol se había bañado pardeleite de nadie. La noche cercana yera aún más oscura que la indiferencia.

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 —Ahora soy yo el que no lentiendo.

 — E l Titanic  es historia, est

acabado sin ni siquiera comenzar. Diono tolerará que la herejía prevalezca

o sé recordará a este barco porquogró demostrar que ni el creador de l

vida y de la muerte podía hundirlo. —¿Eso le ha dicho Dios? None miró con lástima a Byles

Pero sin quitarle las galas del desprecia su mirada. —Puede burlarse de mí, aunque n

de Él.

 —Y de nadie me burlo. Era sólouna forma de hablar, de…

La interrupción vino precedida dunos puños que se apretaron hasta qu

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crujieron los nudillos. —Así fue como Pedro negó po

ercera vez a Jesús. Como si fuera s

forma de hablar.Se levantó.Eso era todo por ahora.Tampoco le dijo adiós, aunqu

creyó oír que Byles se despedía.Durante los días siguientes s

entregó al ayuno.

Era una práctica habitual en svida, aunque varias veces sus superiorehubieran sido muy específicos en sorden de que no debía regirse por eso

drásticos impulsos, como tampocnfringir daño ya fuera a sí mismo co

sus métodos o a los demás con sretórica preñada siempre de odio ante l

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mirada decepcionada, aunque nestuviera nada claro quién era eresponsable último de esa decepción.

 —Tenía usted razón. Dios estabesperando al barco, y no era en epuerto.

Sin apartarse un centímetro done le fue indicando a vario

pasajeros, paralizados por el terror, quno sabían si resbalaban en el agua o e

sus lágrimas, que siguieran dirigiéndoshacia la popa, que se agarrasen alldonde más pudiesen aferrarse juntosAtento por completo a ese periplo ajeno

e dijo a None: —He estado pensando mucho en l

frase que le comenté de San Agustín. ¿Lrecuerda?

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 —¿Por qué iba a recordarla?Byles tomó aire, como si estuvier

a punto de repetirla a pleno pulmón. Si

embargo, nadie que no fuera Nonhubiera podido escuchar aquel tristsusurro:

 —Si callas, callarás con amor; sgritas, gritarás con amor; si corrigescorregirás con amor, si perdonasperdonarás con amor.

Frente a un prolongado aullido demetal que sellaba el desamparo, Nonno se amedrentó.

 —Fue suficiente con oírla una vez.

 —¿Sabe algo? Tengo la impresióde que está incompleta.

Se acercó más para compartir esmpresión:

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 —Porque creo que falta unfrase… Si mueres, morirás con amor.

En el cristal de las gafas brilló alg

de origen desconocido ahora que hasta luz no era más que otro recuerdo si

valor alguno. —Quizás a San Agustín se l

olvidó mencionarlo. O tal vez pensarque eso seríamos capaces ddescubrirlo sin necesidad de nombrarlo

Varios de los pasajerocomenzaron a reclamarlo con gritos ddesesperación.

 —¿Usted qué cree?

Tomó la mano (la misma con la qusujetaba un misal) que un hombre lendía, y apoyándose en ella, y en la dodos aquellos que se apiñaron en torn

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a él, llegó hasta el círculo que lo retuven un abrazo común, como si en escírculo residiera su única esperanza d

salvar su vidas. None, sin embargo, no encontr

apoyo alguno, ni humano, ni divino, menos aún algo sólido que le permitieromar el impulso suficiente como par

acercarse hasta ellos y darle a Byles smerecida réplica.

Se apagaron de golpe todas lauces del Titanic, dejando quúnicamente iluminara la ahora negrpopa el pasaje que leía Byles a la

personas que no osaban interrumpir ehilo de su voz ni aunque el pánicestuviese causando estragos en sucorazones.

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Con un último esfuerzo, None quisacercarse a ese grupo para recitarles spropio sermón.

Pero se produjo una explosión. No, no era una explosión. Fu

como si todo cuando hubiese en enterior del Titanic  se hubiese quedad

cubierto por el hielo de repente, y quahora comenzase a resquebrajarse por epeso bajo las aguas. Algo gigantesco s

convulsionó en la estructura, que slenó de salientes letales. La oscuridase rajó como un velo mortuorio, y detráhabía una oscuridad mucho más severa

nsondable. El sonido de los dientes deocéano mordiendo lo que quedaba dcordura en un barco lleno dperturbados precedió al estruendo, u

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estruendo tal que fue como si la noche shubiera caído de golpe sobre el agua, lmisma que empujó a los que, com

one, no eran capaces ya de seguiaferrados a la popa. Sintió que erescupido, catapultado con sañdevastadora, como si el barco shubiera partido en dos pedazos, unfractura limpia, que lo lanzó al océanocomo se arroja un escrito arrugado a un

papelera cercana. No cayó muy lejos debuque. Incluso pareció que algo de équedaba a bordo, un cordón umbilicaque le permitía seguir alimentándose d

odio. Pero no fue la temperatura del mao que congeló su alma, tan pesada d

repente como si tuviera sus pieencadenados al acero que se hundía.

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 None lo vio con sus propios ojos.Y hasta escuchó que otros qu

estaban en el agua lo gritaban.

La popa del Titanic regresaba a lsuperficie, recuperando por completo shorizontalidad. Una tormenta de espumegitimó el reencuentro, cuando la

enormes hélices volvieron a estar bajel mar.

Dios los había perdonado en e

último momento.Y allí estaba, la altísima popa dnuevo flotando frente a None, brillandhorriblemente contra la noch

desfigurada, todas las barandillachorreando de alivio.

Se giró, entre arcadas de pánico frustración.

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DESCONFIA DEL AGUA Cayendo.Seguía cayendo.Parecía que la caída no tenía fin. Nada de contemplar rápido

fragmentos de toda su vida, como habíoído que le sucede a los que están punto de morir. Vio, al pasarozándolas, las bestiales hélice

chorreando como pétalos metálicos duna ciclópea, y también cuerpos quchocaban contra ellas y luego giraban eel aire hechos pedazos como si fuera l

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noche la que los estuvierdescuartizando, y hasta pudo ver cómel océano se acercaba hasta él, y n

viceversa, como si unas faucemonumentales se estuvieran proyectandfuera del agua para culminar eencuentro con tanta sangre como sestaba vertiendo.

Apenas un segundo antes él tambiéestaba a bordo del Titanic, en la popa

usto en lo más alto, y mientras luchabpara lograr cierto equilibrio, alguien lhabía empujado para hacerse sitió euna barandilla que colindaba con l

misma muerte, pues el barco, o lo ququedaba de él, se deslizaba ya hacia efondo.

 No culpaba a ese hombre.

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Probablemente ni supo que lo hizoO…¿O quizás sí?

Era la única norma imperante en lúltima hora. Eso fue lo que tenía en scabeza cuando se estrelló contra lsuperficie del agua dura como lescarcha. Que cada cual que se salvcomo pueda. Todos aseguraban que lohabía dicho el capitán, y aunque nadi

hubiera visto al capitán, y no llegaseórdenes precisas más allá de que lo qualgunos oficiales aseguraban haberloído, su palabra era la ley suprema. N

había autoridad más alta. Si así lquería, los emperadores debían rendirlpleitesía. Y si el capitán había abierto laveda, es que todo estaba permitido. Y en

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esa carnicería no habría culpablesinguna corte los condenaría. Eso debí

quedar muy claro. No tenía la meno

duda de que muchos habían aprovechadesa ventaja.

Pese a que se hundió bastante, que el impacto fue como golpearse dcostado contra un yunque, tenía satención puesta en otra cosa. El aguaLlevaba varios minutos viendo como l

gente caía viva, y regresaba a flotmuerta. Durante esa violenta inmersiócerró ojos y boca con fuerza, pero no siantes darse cuenta de que el agua n

estaba tan helada como había supuestoaunque aquella efímera sensación sdebía a que llevaba estaba empapaddesde hacía bastante tiempo, sin habe

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salido del barco, y ya no era capaz ddiferenciar cambio alguno pues llevabemblando casi toda la noche. De frío

de turbación.Sean comenzó a orientarse en la

profundidades, pero no para iniciar urápido ascenso con el impulso de supiernas y de sus brazos. Los necesitabexactamente para lo contrario. Porquuvo que detenerse su marcha, y lucha

contra la fuerza del chaleco que tirabde él para devolverle a la superficie. Yes que bajo el agua, a través de ellapodía ver todas estrellas brillando com

no las había visto mientras estuvo en ebarco. Todas. Desde la primera a lúltima que Dios hubiera creado. Lavivas y las muertas. Las reales y hast

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as que los hombres hubiesen imaginadoOndulando sobre la superficie, como sa noche estuviera moviéndos

fluctuando con las mareas, como si fueruna bandera ondeando para desmentios temores al vacío. Ni el mismo creí

posible contemplar ese espectáculcomo el que ahora veía, y en el cual, scielo era mecido por mareas sosegadasDe no ser por el insistente arrastre de

chaleco, no se hubiera movido de allí esiglos.Cuando regresó al aire, vio qu

había ido a caer en una zona donde a

menos una treintena de personbraceaban y pataleaban, y satragantaban con espuma, muchas de lacuales no llevaban chaleco salvavidas,

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a veces ya no volvían a salir del aguaE l Titanic, incluso ya de camino afondo, seguía llevándose vidas hasta s

nueva morada en un lecho perpetuo donde jamás nadie podría llevar flores.

Braceó con un dolor que arrastrabdesde hacía horas, y empezó a alejarsan rápido como pudo.

 No quería que le ahogaran. No quería ahogar a nadie.

Y las palabras que no había dejadode recordar durante toda la nocheregresaron de nuevo, ocupando scabeza por completo, como la

constelaciones que había visto bajo emar abarrotando la oscuridad dmentideros donde esconderse de ella.

Desconfía del agua.

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Desconfía.Apenas era capaz de ver, los ojo

borrosos de tanto mar helado, su

ágrimas a punto de cristalizar comcopos de nieve, pero aun nadaba codesesperación, sin apenas poder moveas piernas, huyendo de cualquier sonid

que espantase el silencio buscado dondpensaba que hallaría un remanso. Perse volvió, casi por instinto, y pudo ve

como el último centímetro del Titanidesaparecía bajo el agua.Y trató de alejarse sin apartar s

mirada de los cientos de personas qu

ahora empezaron a luchar entre ellascontra la superficie, debajo de ellaencadenados a una espuma violentadque les impedía cualquier coordinación

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cientos y cientos de personas quchillaban, condenados a morir antencluso de haber terminado de gritar

girando sobre sí mismos, un aterradoremolino de pánico e histeria en unmancha tan blanca como si el jinetpálido se estuviera reflejando lsuperficie, una mácula mucho mácalmada y silenciosa en sus dispersobordes también blancos, porqu

aquellos que aún peleaban dentro unmasa compacta contra una brutanutilidad estaban flanqueados por lo

que ya habían perdido esa cruzada

fantasmas con piel de hielo que sbalanceaban y se dispersaban en lnercia del acorde final del últim

movimiento que hubieran logrado hacer

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Sean buscó poner cuanta distancipor medio pudo. No estaba seguro de ssería una buena idea. Una vez liberada

de ser arrastradas hacia el fondo juntcon el Titanic, las barcas ya estaríaacercándose a recoger a losupervivientes. Sin embargo, lespantaba aún más seguir viendaquellos rostros, aquellos gemidoapuntalados a perpetuidad en lo

alientos que morían flotando en al aire.Finalmente pudo apartarse unometros, y se quedó luchando parmantener su cabeza erguida, buscando

su alrededor alguna señal de las barcasPero la oscuridad parecía quedarspegada a la superficie del agua, como lhacía a veces la niebla sobre e

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Támesis. La sola idea de adentrarse eella, alejándose del terror de loagonizantes, le paralizaba por completo

Porque significaba quedarse aún más merced de sus estúpidos temores.

Pero es que esas palabras...Fue Katherine quién se lo contó.Aseguraba que poco antes de entra

a puerto, en la zona de embarquemientras hacía trastadas con alguna

amigas, escuchó que una de las damade primera clase le contaba a otra quepoco tiempo antes, durante un encuentrcon una espiritista, ésta le había hech

una extraña advertencia: Desconfía deagua.

Sean no llegó a saber qué efectuvieron esas palabras en la dama, má

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allá de que las tenía presentes antes dembarcarse. Pero para él supusieron unverdadera factoría de opresiones. Habí

sido complicado convencerle de que, lquisiera o no, el único modo que teníde llegar a Estados Unidos era cruzandel océano. Y aunque la sola idea dpasarse tantos días dentro de un barcosin ver en ese tiempo una orilla, sisentir la tierra firme en los pies

habitando en un laberinto de túnelecomo si fuera un topo, le resultaba dpor sí espantosa, ahora se sumaba unurbación inconcreta, pero para la qu

no halló remedio.Porque, ¿qué demonios se escondí

o habitaba en el agua para que hubierque recelar de ella?

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El iceberg no debía estar muejos. Él mismo lo había visto antes d

atacar el baro, mientras se acercab

hacia el Titanic como una luna rodandsobre el agua, y también cómo habípasado tan cerca que cualquiera hubierpodido tocarlo tan solo con extender ebrazo, dejando caer trozos de hielo eas cubiertas, como un animal violentad

que se veía obligado a demarcar s

erritorio.En su desorientación, pensó que sseguía nadando tal vez llegase a él, encaramarse para luego solicitar auxili

a los botes que se acercasen al océande almas que se iban sumando sin tregua las conquistas del silencio. Pero essería quedar aún más a merced del agua

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Y Sean estaba dispuesto a salvarsecostase lo que costase.

Cuando supo que el Titanic  s

hundía, perdió conciencia y contacto cosu vida porque no necesitaba muchodatos ni muchos estudios para tener muclaro que eran muy pocos los que iban sobrevivir, y que él no estaba entrellos. Él era Don Nadie, hijo de quiésabe quién y nacido en vete tú a sabe

dónde. Viajaba con un bombícomprado en una tienda de tercera manen un insulso conato para parecer unglés más y tenía fajos y fajos d

fracasos en cada bolsillo. Por nmerecer, no merecía ni siquiera la gloride perecer en el Titanic.

Y desde que fue consciente de qu

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perdería, tomó una decisión.Pasara lo que pasara, saldría co

vida de esa trampa de la noche. Y sólo

podría vivir, si se cuidaba del agua. Eresto no era importante.

Claro que, desde ese primemomento en el cual conoció la noticialegar a las cubiertas exteriores cas

supuso un insalvable obstáculo que pudser la causa directa de que el agua l

atrapase sin que él hubiera hecho aúnada para evitarlo. En la zona dercera, las personas comenzaron

apilarse, a veces en torno a puerta

cerradas que impedían el paso, a veceen alguna que estaba abierta, pero quan abarrotada que eran mánfranqueables que las clausuradas co

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candados y desprecio. Y en las pocaesclusas que se abrían, no se permitía epaso de los hombres.

Sólo se podía pedir turno parmorir.

Tardó casi media hora en llegar as cubiertas exteriores, donde reparó ea discordancia. Mientras en tercera l

danza del pánico se ejecutó desde eprimer momento, una vez afuera la

clases más acomodadas parecíarelajadas. Incluso pudo escuchaconversaciones en las que variohombres dirimían, con escalofriant

calma, qué harían una vez el Titanic  shundiese por completo.

¿Nadie hacía nada para salvarse?Allá ellos.

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Sean no se iba a rendir tafácilmente para charlar con algún amigoapoyados en la barandilla, sobre la

singularidades del hundimiento.Lo acuciante era entrar en uno d

os botes.¿Pero cómo?A ellos sólo se subía siguiendo un

orden muy determinado, unas reglas quél debía saltarse si quería salir de

barco sin sentir el agua siquiera. Y unplan se formó en su nulidad. Y aunque ldea era desquiciante, disfrazarse d

mujer no le costaría demasiado. Si sabí

sumarse a una de las barcas donde casestaban empujando a grupos de mujerepara que embarcaran a la mayobrevedad posible, era casi seguro qu

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entraría junto a ellas. Nadie estabrevisando si eran o no eran mujeres. Ybueno, luego el camino parecía má

fácil. Una barca flotando en loscuridad, gente agotada, algunoheridos de muerte, pasando frío, todoellos atrapados entre el tormento dseguir viviendo con lo que acababan dver y el pánico a no ser rescatado correr la misma suerte que los ciento

que habrían muerto frente a ellos. Ealgún momento, antes del amanecer, noe costaría quitarse esa ropa, y quedars

con el traje que ya llevaba puesto. ¿Po

qué de pronto todo el mundo iba ponerse en pie para señalarle como umpostor? ¿Quién iba a mirarle cuand

nadie tenía ojos?

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¿Pero y si alguien no estaba lsuficientemente distraído con enigualable espectáculo que se l

ofrecía? No podía desentenderse de lposibilidad de ser descubierto. ¿Y seso era lo que ocurría? Antes incluso dsubirse a la barca, que todos lopasajeros, mujeres, niños, oficialesodos, le mirasen esperando que tuvier

al menos la decencia de tirarse él mism

por la borda. Y aunque cupiera erecurso de apelar a cierta honestidapara no poner en práctica su idea, seríun bulo. Solo fue el temor a que l

arrancaran su disfraz y desnudasen scobardía lo que le hizo desistir.

Aunque sí que halló valor parcometer otros actos reprobables. En s

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histérico deambular por todo el barcopasó junto a la oficina de loelegrafistas, ambos muy ocupados e

enviar mensajes de auxilio, tanto, que nsiquiera pudieron ver cómo Seaagarraba uno de los chalecos salvavidaque había en el cuarto reservado parellos, el mismo que ahora le mantenía flote.

Se lo puso tan deprisa como pudo

para entremezclarse de inmediato con egentío. Y puede que hubiese trazas dearrepentimiento, pero entonces vio Katherine, a la que todos llamaban K as

para diferenciarla de las muchaKatherine que navegaban, como si shubiera reunido para celebrar unconvención y celebrar su nombre. L

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hermana de Neil, su mejor compañerdesde que subió a bordo, quien estabun poco más atrás, como si tuviera qu

mpedir que la sombra de Katherinestuviese tan agitada como ella. Lmismísima K. Aquella que le habícontado la historia en la que no quedabclaro por qué debía desconfiar del agua

Aunque esta vez venía con unalarma muy distinta.

 —No encontramos a Ciara. —Tranquilízate, seguro que está eun bote. Es una solo cría. La habrásubido de inmediato.

Y era pequeña, pensó Sean. Sietaños.

 No así sus hermanos, ambomayores de edad, y que no sólo estaba

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muy cerca de morir. También se habíandesentendido del único encargo que lhabían hecho sus padres en el puerto

Cuidar a la niña. Eso era cuanto teníaque hacer.

Solo eso.Y ahora la habían perdido.Katherine le rogó que le

acompañara. Iban a buscarla por locamarotes, temiendo que en s

desamparo, hubiera vuelto al lugar qudurante unos días fue su hogar, a lespera de que sus hermanos recuperarasu sentido de la responsabilidad

hiciesen lo que se esperaba de ellos.Sean quiso negarse. Pero miraba

os botes. Y si debía depositar suesperanza de salir con vida en algú

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ugar, no sería en ellos. No tenía muy claro si ganar tiemp

era ganar vida. Pero sí que era segui

alejado del agua.Así que regresaron allí de dond

odos huían.Y durante todo el trayecto, Sean no

halló forma de ponerle cerco a su furia  aunque no exclamaba, rugía para su

adentros. Malditos. Asesinos. Má

victorias para la única burocracindeleble, aquella que gestiona lohomicidios masivos. Notó que sollozabde impotencia. El Titanic  no es que n

fuera insumergible. Era interminablePasillos y más pasillos, algunos de ublanco tan higiénico como el de lopasadizos en una reclusión par

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dementes, y de hecho eso era cuantquedaba, personas enloquecidas, solasncapaces de comprender dónde s

hallaba realmente la superficie, dcualquier modo todos iban hacia abajpor mucho que subieran, respirando eaire que el agua iba empujando pardesalojar por completo el barco, y lmismo hacía con los espíritus. Pasillocada vez más intrincados a medida qu

se unían en el eje que coagulaba todmpulso para arremolinarse, comesclavos alrededor del tótem de un diopagano, en el imponente hueco de l

escalera, como si también las pasajerono fueran más que un humo que habíque desalojar por una chimeneescalonada, solo eran combustible

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carbón por quemar, para permitir eatolondrado paso de la civilización a lque ahora le correspondía pagar peaje

o todo estaba diseñado para subir (nsiquiera que esos ascensores ahora televaban hasta las oxidadas condenadas verjas del paraíso). Clarque no. Parecía que cada parte se habíconcebido para facilitar el descenso. Ymantener lo más abajo posible a los qu

ambién en tierra estaban debajo dodo.De nuevo, se hallaba en el fond

del barco. Había tardado una vida e

ograr salir, y ahí estaba otra vez, en lmaldita casilla de salida.

Y con el agua por encima de larodillas.

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En el agua de la que debídesconfiar.

Aunque fueron a dar a un pasill

donde varias luces permanecíaencendidas, Sean continuaba sintiendque, en realidad, se movían en loscuridad, de ahí que las palabras dKatherine no le resultasen todo lranquilizadoras que él hubiera deseado

como si le diera la razón en esa ilusori

ceguera. —No puedo más.Sean oyó su propio nombre. Per

en un grito lejano. Tardó unos segundo

en comprender que Ryan, un joven de smisma edad, con el que habícompartido camarote, le establamando desde el otro lado, a punto y

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de subir por unas escalinatas. Sean, coas piernas apenas capaces de camina

por el agua helada, se acercó lo más qu

pudo. —¿Pero qué hacéis aquí todavía?Sean estuvo a punto de preguntarl

o mismo. Sin embargo, lo urgentestaba fuera de discusión.

 —Estamos buscando a Ciara. Suhermanos creen que ha podido perders

 que quizás haya…Se acabaron las especulaciones. —Ciara está en una de las barcas

Hace mucho que se alejó del barco

Alguna madre irlandesa la hizo subir sique nadie rechistara.

Sean le estrechó la mano cofuerza.

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 —Genial. Nos vemos arriba. Lvamos a conseguir.

 —¿Tú pagas la primera pinta?

 —Me parece justo.Y ambos se alejaron, sabiendo qu

esa invitación era una dolorosentelequia. Puede que ni volvieran verse.

Corrió hasta donde estaban lohermanos, ateridos entre sí, quieto

frente a la puerta de un camarote dondodo flotaba, y les contó que la niñestaba a salvo. Pero aquello no ermportante. Katherine había sustituid

as prioridades, para rendirse a lo quse tornaba salmodia.

 —No quiero seguir.Sean, más que abrazarla la sostuv

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entre sus brazos. Estaban mojados dpies a cabeza. No era su cuerpo, era svida la que tiritaba. El agua les llegab

por la cintura, y en sus contornos loreflejos se hacían eco de su manera diritar.

 —No digas eso. Ciara se encuentrbien. Salgamos de una vez por todas.

Sean empezó a frotar loantebrazos de la joven.

 —Nos falta muy poco— musitó, sidarse cuenta hasta no haberlo dicho queso podía ser interpretado como unuevo certificado de condena.

Pero Katherine no existía. Sólquedaba de ella una despiadadcaricatura de lo que una vez fue. Estabciega. Y sorda, y aunque hablara no

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decía ni una sola palabra, y aunqupretendía que escapaba, no hacía sinretroceder. Cuanto más se moviera, má

atrapada quedaría en la tela de araña acero, en la que se iba retorciendo cadvez más, como un trapo estrujado. En scuerpo no quedaba otra cosa que nfuese pavor. Irracional, y certero. Spasaba las manos por la cara, llenandel rostro de pelo mojado, y no paró d

hacerlo hasta que Sean la tomó por lamuñecas y la detuvo. —Vamos —le dijo—. Un esfuerzo

más. Pido demasiado, lo sé. Pero qu

otra cosa puedo pedirte en estmomento.

Ella abrió los ojos, de pupilas casextintas. Sólo para que él pudiera ve

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cuánto espanto se seguía generanddetrás de aquella mirada saqueada poel horror. Tan evidente era que

necesitaba decir algo, como que npodía siquiera nombrarlo

Pero acababa de darlo todo poperdido.

Y lo sabía mejor que nadie. —No nos dejarán salir.Sean tuvo que soltar sus muñecas

an duras y húmedas como estalactitade hielo, aunque fue él mismo quien bajos brazos poco a poco antes diberarla.

 —¿Quiénes?Ella le miró con odio, como si n

soportara la idea de que no lentendiera.

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 —Los muertos.Cuando él se volvió para ver e

rostro de Neil, encontró el mismo renco

en su mirada. Pero regresó de inmediata Katherine y la obligó a que se volviera mirarle tomando su delgado rostrentre sus dedos.

 —No, no… Por favor, escúchame. —Acabaran con nosotros. No

harán mucho daño. No se irán solos.

 —Solo estás asustada. Lo vamos conseguir.Y no lo afirmó para que ell

siguiese adelante. Era cierto. Realment

o creía en aquel momento. Hubierurado que escuchaba voces. Voce

distantes y cercanas a un tiempo. Voceque invitaban a sumarse para hallar u

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modo de salvarse.Pero no las mismas que escuchab

Katherine.

Porque lo que ella oía no eran yvoces humanas.

En ese momento las luces de lzona se apagaron por completo, aunquparte del resplandor que antes iluminabel desastre, también se había quedaddentro, y hasta se permitía matices en l

superficie del agua del pasillo inundadoUn tabique se desplomó y derramó uorrente oscuro y poblado. Y Katherine

su hermano comenzaron a luchar en u

ntento de correr para huir de lo que sacercaba hacia ellos.

Allí estaban los muertos, cuyaparición K había anunciado, poseíd

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por un trance devastador. Los muertoque impedirían que nadie más escapase

Y no era más que ropa.

Solo ropa flotando.Pero por mucho que lo intentó

Sean no fue capaz de evitar que lohermanos se perdieran en zonas muchmás inundadas del barco.

Él tomó lo dirección contraria. Yhasta llegó a la popa para también esta

presente en los momentos finales. Solque un desconocido le arrojó por lborda antes de que pudiese quedarse bordo hasta el último segundo.

Y ahí seguía, flotando en el agugracias a su terquedad, con su robadchaleco que debía servirle para nperecer donde afloraban las agonías

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Aunque por mucho que lo buscaba, nencontraba acceso que le separase mádel acto final de la tragedia. Ni siquier

sabía si su cuerpo se movía. Oyó gritosGritos de hombres pidiendo auxilio. Ygritos de mujeres. De muchas mujeres. Yambién escuchó un llanto distinto odos. El llanto de un bebé. O quizá

fueran mil. Imposible distinguir nadcon claridad en aquel efervescent

imbo de adioses, mientras nadabuchando contra él temporal de pánicen esas aguas revueltas por las prisas dmorir a toda costa.

Bajo el mar, desproporcionadareverberaciones enturbiaron las aguasComo si el Titanic estuviera explotandoo rompiéndose en millones de pedazo

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en su descenso el final del abismo.Hasta que el silencio se hizo ta

prolongado como la muerte le hiz

rendirse a su agotamiento. No se volvien momento alguno. Continuaba miranda superficie del agua, allí donde ni lo

restos emergían, a la espera de conoceel contenido de la advertencia.

Y perdió la noción del tiempo hastque sintió un compás rítmico, pausado,

puede que hasta tranquilizador shubiese sido capaz de espantar esilencio de la rotundidad, le hizrecobrar en parte la conciencia. Vio qu

uno de los botes se acercaba. Que, dhecho, estaba tan próximo que quedcegado por la luz de la linterna con lque iban iluminando su travesía por u

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mar de muertos. No hizo el esfuerzo de llamar s

atención. Ni la voz ni la voluntad l

hubieran secundado. Siguió flotandhasta que sintió el contacto con uno dos remos, que lo apartaba del rumb

como un sargazo en el que podíaquedar enredados. No quedaba nada eél que le hiciese distinto a cualquier otrcadáver.

Solo era un estorbo en la hazaña dencontrar supervivientes. No debía quejarse.A muchos pasajeros les podía esta

pasando lo mismo. No era nada personal.Era más urgente encontrar gent

con vida.

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Impulsado por ese rechazo, scuerpo se extravió allí dondúnicamente reinaba el agua. Pasaro

varios minutos. Y si antes la angustia lehabía dejado en el umbral de la muerteahora fue el terror quien abrió la puertaPorque a muy pocos metros de donde éflotaba, alguien o algo nadaba sidescanso. Las ondas que provocó en eagua al pasar tan cerca sortearon s

cintura, su espalda, su cuello.Escuchó sonidos de chapoteo.Y hasta oyó su jadeo.Quiso reír. Alguien nadando sin

pausa en el lugar donde se habíhundido el Titanic. La alucinaciómerecía su correspondiente carcajada.

Tampoco pudo lograrlo.

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Intentó volverse para ver qué era.Pero sólo tenía ojos para la

estrellas. Aunque no era capaz de sabe

cuánto tiempo, si horas o minutos, lalevaba viendo de nuevo bajo el agua da que debía desconfiar.

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EL PASAJERO 220  Nunca me gustó el mar.Jamás he sentido la fascinación qu

antos dicen haber vivido cuando lvieron por primera vez, ni mucho menohe encontrado en su contemplació

sensación alguna que no me condujera sentir destemplanza o miedo. Nací ecostas escarpadas, cerca de acantiladoacuñados con saña por viento

despiadados y olas salvajes y asesinas a cuyas orillas solo llegaban los resto

de las barcas de pescadoredespedazadas en sus intentos por salva

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as marejadas siniestras, que siemprparecían querer cobrarse aquello que ses robaba. Los mares son hostiles. A

menos los que conozco. Y durante uniempo trabajé en barcos. Sé de lo qu

hablo. En lo que a mí se refiere, el maes mi enemigo.

Y ambos lo sabemos.Pero cada vez que menciono a

dato, si tan sólo sugiero algo sobre es

animosidad como quien comenta quiene una pipa hecha de maíz en vez duna tallada en ébano, insisten erecordarme (como si yo lo olvidará y s

me señalara como un farsante que mientmás que respira) que he sido “marino” que por navegar hasta he cruzados lo

océanos en buques míticos.

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Es de locos.Porque soy panadero.En mi profesión el agua sólo s

iene en cuenta para confeccionar lmasa. Es lo que hecho durante mi vidaa fuese en tierra en firme o en alta ma

cuando las pésimas gestiones del destinme llevaron a ganarme la vidhorneando en algunos transatlánticoporque necesitaba el trabajo. Pertenezc

a un gremio, provengo de una familique empeñó y sacrificó generacioneenteras para convertirnos buenopanaderos.

Y hoy en día es lo sigo haciendo.Sin embargo, no hubo una sol

ravesía, por breve que fuese, en la quno estuviese aterrorizado hasta n

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volver a poner mis pies de nuevo ecualquier puerto. De hecho, fue en ubarco donde escuché la historia qu

ogró que nunca volviera a embarcarmea excepción del viaje de vuelta y de mraslado definitivo a Boston desde mnglaterra natal.

Que yo llegase a viajar en el Quee

lizabeth  fue, por acogerme a unnflexión que tañe como una campan

falsamente conciliadora, una cuestiódel azar. Mientras malvivía comoaprendiz durante un período donde lndependencia escaseaba y toda faen

era buena aunque fuese a cambio de algpara comer ese día, un compañero dHalifax me dijo que había sufrido uaccidente doméstico (brazo e

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cabestrillo y trabajo en jaque), que lhabía hablado al panadero jefe sobre mí  éste aceptó que fuera yo su sustituto

haciéndole saber que por pobre qufuera mi salario me permitiría aplacamuchas deudas. Fue así, casi de cuestióde horas, como me vi embarcado en eQueen Elizabeth  para hacer pan en sumpresionantes hornos, que un leg

podría tomar por las calderas qu

movían el buque.Sé que esta es una paradoja qumuchos no entenderán, o quizás sí puedan hacerse una idea de mi temor

pero cuanto mayor es el barco, cuantmás grande es, cuanto más me aseguraque lo descomunal de su tamaño es smayor garantía, más miedo siento, má

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frágil me resulta su imponencia. Yaquello no era un barco. Era una isla. Hvivido en pueblos más pequeños

menos poblados.Me sentía como un náufrago po

mucha compañía que me rodease.Pero el trabajo era duro, y e

iempo libre escaso, y yo siempre henido muchos libros por leer y much

más miedos por aplacar, así que podí

arreglármelas para desentenderme depánico de saber que no había suelo bajnosotros, que flotábamos, como flotaos planetas en el espacio desierto, ta

ejanos entre sí, como si no hicieran otrcosa que repelerse entre sí, y de ahí qua tierra me pareciera tan distante com

si se hallara en otra galaxia. Si

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embargo, no tardé mucho en enterarmde que el panadero jefe, CharleJoughin, había sobrevivido a

hundimiento del Titanic. Y pese a queodo el mundo conocía, al menoangencialmente, su papel en la tragedia

nadie se atrevía a mencionarlo. Amenos, no en su presencia. No era buendea. Me tocó pagar mi novatada, pue

nada más conocer que navegó en e

buque y en la travesía más famosa dodos los tiempos, me sobró curiosidae imprudencia para meter la pata preguntarle al respecto.

Con su mirada llegué a pensar quera yo quién había hundido al Titanic erealidad.

 No quisiera ni tan siquiera insinua

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con esto que Joughin fuera un hombrdesagradable, o de carácter hurañoTodo lo contrario. Sin permitir nunc

que nadie se relajase (demasiadodurante los turnos de trabajo, siempre smostró afable, le gustaba conversar, descorchar su mejor humor parcompartirlo. Rara vez salía a tomar eaire y cuando estaba libre dobligaciones se podían escuchar su vo

  sus risotadas mientras se hallabcharlando y bebiendo con sus amigos das calderas, o con los que trabajan co

él, apurando botellas como si fuese e

último minuto antes del final del mundoCasi siempre estaba de buen talante. Yeso es raro porque se pasaba el díborracho. Literalmente. Ebrio como un

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mosca en el fondo de un barril de ronPero no tenía mal beber. Todo locontrario. El aroma a whisky delatab

que había estado con la botella cualquier hora de la mañana, de la tardo de la noche. Dormir era su úniccontacto con la abstinencia, aunquseguro que sus sueños no serían menoetílicos que sus vigilias.

La cuarta jornada de nuestro viaje

nos quedamos los aprendices solos eas cocinas, en el apogeo de la nochecuando la oscuridad se transforma en uzumbido en tus oídos incluso cuand

navegas bajo la línea de flotación, y allestábamos, limpiando y dejándolo todpreparado para cuando llegase el grupque se dejaría caer de sus literas par

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plantarse frente a los hornos, y asocupar el primer turno que lograse lproeza de hacer pan crujiente en medi

del océano, en el reino mismo de lhumedad corrosiva.

Bueno, no solos. Joughin habíbebido tanto que hasta yo estabborracho, y eso que no había probado nuna gota que no fuera de agua. Creo quen aquel momento, tan sólo estaba all

porque prefería no moverse.Mientras yo barría algo alejado dos demás, él estaba sentado en uaburete, y un silencio sin fisuras

demasiado prolongado me llevó a creeque estaba dormido.

Por eso cuando habló, pensé quhabía alguien más a nuestro lado.

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Y quizás lo hubiera.A veces estoy seguro de ello. —¿Hace frío?

Dejé de barrer. —¿Frío, señor? —Sí, frío, frío, lo que uno sient

cuando baja la temperatura, ¿no sabes lqué es?

Empezó a frotarse los brazos, y simular que tiritaba y que l

castañeteaban los dientes antes dquedarse quieto a la espera de mconfirmación.

 —Claro que lo sé, aunque…

Aunque lo que yo pudiera decir nvenía al caso, pese a que era él quien mhabía preguntado.

 —Yo no lo recuerdo.

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 —¿Perdón? —El frío, demonios. No l

recuerdo. ¿Es que no me oyes?

 —Le oigo, señor, sólo que no lentiendo.

 —Acércate.Mi obediencia se vi

recompensada por una miradreprobatoria, aunque no demasiadserena, algo borrosa incluso a este lad

de sus ojos. —Sí, lo he notado. Te pasa menudo. Es una pésima costumbre.

 —Lo siento.

Pude regresar a mi prudenciadistancia.

 —Lo que trato de decirte es quodo el mundo hablaba de ello. Que si e

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agua estaba helada, que si te congelabel espíritu, que si muchos morían tasolo con el contacto del océano como s

el mar se hubiera vuelto venenoso drepente. En los juicios, en loperiódicos, en las tertulias, en lohogares, en las cantinas. Incluso en mcasa, entre mi gente. La mayoría de lavíctimas perecieron en el agua. El frías aniquiló a cientos. Como si fuera

una cosecha para una guadaña de hielo.Tosió con fuerza. Y se golpeó en epecho con el dorso del puño, como sestuviera clavándose repetidas vece

una daga. —Pero yo no lo sentía. El frí

empezó cuando me sacaron del agua. Ya no pude dejar de sentirlo mientras e

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barco que nos rescató nos llevaba haciel puerto de Nueva York.

Obviamente no me hablaba de l

emperatura ambiente. Fue la menciódel bote la que me abandonó en ecomienzo de la oscura senda questábamos a punto de recorrer.

 —¿Se refiere al Titanic, señor?Primera norma aprendida si

necesidad de explicarla.

Sólo él podría usar ese nombre.Una nueva mirada me lo aclarantes de reincorporarse a un semblantaciturno.

 —Sin embargo, yo… no lrecuerdo. Ni tan siquiera al principiocuando salté la cama tirando las mantaal suelo, mucho antes de que se diera l

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alarma de que habíamos chocadoTampoco entonces sentí el frío. Y aodos le parece divertido pensar que e

porque estaba borracho como un curfestejando la tortura de algún santo.

 —¿Y no lo estaba? —No seas ingenuo, botarate. Si y

recordara un solo día en el que no hayestado borracho, me suicidaría.

Y para demostrarlo, sacó un

botella semivacía de whisky y siofrecerme un trago, se bebió gran partde su contenido. En compensación, mseñaló un montón de sacos de harin

apilados muy cerca. —¿No vas a sentarte?Todavía no había terminado d

acomodarme, cuando su voz volvió

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sobresaltarme, de tan serena como smostraba cuando a mí la sola menciód e l Titanic  me defenestraba toda l

compostura de mi sistema nervioso. —Estaba amodorrado. Pero lejo

del sueño. Acababa de acostarme. O poperpetuar las leyendas sobre míacababa de dejar la botella y quiscerrar los ojos un rato. Por eso escuchel golpe contra el iceberg. Sentí s

maldita uña blanca rajando todo ecostado del barco. Pero no. No ecorrecto. No fue el sonido de unajadura que se abría en su blando acero

Fue más como el empujón que alguien tda para ocupar tu lugar en una colacomo si alguien hubiese abierto unbrecha para colarse dentro del casco

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Creo que incluso sin las mamparadestrozadas, el Titanic  se hubierhundido por el propio peso adiciona

que de pronto adquirió. Supe dnmediato que el barco estaba mu

herido, y por eso me puse emovimiento. Era lo que debía hacer.

Y otra vez cometí la imprudencide adelantarme a su relato.

 —Porque quería ayudar.

 —Qué diablos. Porque queríbeber.Sonreí.Error.

 —¿Cuál es la gracia?Cómo puede uno retractarse de un

sonrisa. —Por su modo de expresarl

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pensé… —Yo no expreso nada

zampabollos, que tengo ojos hasta en l

nuca, no creas que no te veo hurgar eos pasteles, y tú eres aún menos qu

capaz de pensar por tu cuenta sin que se caiga el pelo. No estoy diciendo que

al igual que otros se aferrarían a vete saber Dios qué empeños, yo mismbusqué mi propio consuelo. Era un

cruzada. Cada cual con la suya. Y aquediablo de barco no se iba a hundir sique yo apurase mis bien ganadareservas, siempre al mejor de lo

recaudos. Todavía no sabía la gravedadde lo ocurrido, pero todo cuanto sabemis instintos me decían que había umotivo más que justificado para beber

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beber.Levantó la botella como s

estuviera a punto de rememorar u

brindis: —Si mi vida llegaba a su fin, n

ba a desaprovechar la ocasión dfestejar mi propia muerte.

Temeroso de que su cabezestuviese divagando, ay ingenuo de mraté de que regresara al hilo de s

propio relato. —¿Qué hizo cuando se levantóseñor?

Su rugido, pese a lo contenido pue

era evidente que no quería llamar latención de nadie más, debió lograr quen el mismísimo infierno más de uno sremoviera inquieto en su caldero. Y m

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pregunté con quién podía sentirse tafurioso como no fuera con él mismo.

 —Confirmar lo que sucedía. Y

buscar a todos mis hombres. Teníamomucho trabajo por hacer.

 —¿Trabajo? ¿Qué trabajo? Pero sel barco se hundía.

Mi comentario pareció apenarlesofocando cualquier vestigio dvivacidad.

 —Llevo muchos años navegandpara no cumplir las órdenes de unforma automática. Como un timón. Bastque me digan haz esto, o lo otro, par

que yo me ponga manos a ello sicuestionarlo por mucho que me parezcun despropósito. En un barco no ebuena idea saltarse lo que te piden,

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mucho menos desobedecer lo que se tha dicho como algo incuestionable. Y yodesobedecí.

 —Acaba de contarme lo contrario.Y también fue un comentario mío e

que le devolvió el brío. —Porque no paras d

nterrumpirme.Un trago descendió por su garganta

que se convulsionó como si estuvier

ntentando tragarse el tapón de la misma —Aún no estaba lo suficientementborracho, así que me sacó de quicio, mucho, tener que dedicarme a mi prime

cometido. Pero lo hice. Debíasegurarme de que los botes tuvieran laprovisiones estipuladas, y toda mi gentse dedicó a subir panes, y galletas,

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reservas de agua. Cuánto sinsentido. —Ha dicho que era lo que tení

que hacer.

 —Tienes la locuacidad de un loroLo que intento contarte es que al poco dcomenzar nuestra tarea, supimos que ubarco, el Carpathia, ya navegaba hacinosotros, y aunque tardaría algunahoras en llegar, en aquel momento mpareció de locos tener en cuenta l

posibilidad de que la gente de los botepudiera pasar días a la deriva sialimento alguno. Pensé que laprioridades serían muy distintas a parti

de ese momento. Pero la orden srepartía como un chisme de sociedadCuatro panes por persona, cuarenta kilode pan en cada bote, botes que a

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principio iban medio vacíos. Dos mipersonas a punto de morir, así quhabría pan de sobra para los poco

supervivientes, y también para los quse quedarían a bordo esperando a…

¿A quién o a qué? No fue udescuido, ni un olvido. De una formconsciente, había omitido el final de lfrase.

 —Aunque aquello no era lo qu

más me desquiciaba. Después dmalgastar el esfuerzo de un puñado dbuenos hombres que bien pudierodejarse su vida en otras cuestiones má

acuciantes, tenía orden de personarmen el bote 10 porque era obligado que bordo de las barcas hubiera la mayocantidad posible de gente de hombres e

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el de mar para bregar con lacomplicaciones de navegar con remocuando se está perdido en el océano.

Aquello mereció un trago dobleHasta yo tuve ganas de pedirle lbotella. Pero no me sentía tan temerario

 —¡Charles Joughin, un lobo dmar! Y luego resulta que el borracho soyo. ¿Para qué podía quererme nadie e

un bote? Ni como remero ni lastre. N

sé nada de botes salvavidas, más allá do que me dice su nombre. Y he estadoa en ellos. Cuando se hundió el… el…

Se había quedado entre do

recuerdos.Pero sólo uno tenía importancia e

aquel momento. —Como se llamase —dij

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soltando una bofetada al aire, como sasí espantase ese intranscendentdescuido en una memoria abarrotada d

recuerdos espantosos—. La cuestión euna vez navegué en otro barco que shundió, y acabé en un bote de madera¿Y qué averigüé sobre ellos? Qué flotanque son incomodos, que se pasa muchmiedo en ellos, que los que saben dóndestá el norte, o hasta los que cree

saberlo, son las personas que se deberepartir las funciones, y que mi mejopapel a bordo de uno de ellos era el dpermanecer callado, beber sin molesta

 hacer lo que me dijeran.El Queen Elizabeth pareció perde

velocidad. O sólo era la sensación dopresión provocada el temor qu

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anulaba mi pecho, dejando sin aire mipulmones. El miedo era inconcreto. Perreinaba en solitario.

 —Tras repostar en mi camarotealgo que estuve haciendo toda la nochcada vez que lograba escaparme, mplanté en el bote número 10. Intenthablar con el oficial que bregaba con lgente. Wilde, como el escritor. Pero nome oía, estaba descontrolado, gritand

para evitar que los hombres no pasaraa bordo cuando no había ningunnecesidad de ello. Estaba muy asustadosupongo, porque la verdad es que e

aquel momento los hombres smantenían apartados, y hasta habíaformado una especie de pasillo podonde podían pasar las señoras y lo

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niños que llegaban hasta los botesncluso con tranquilidad, como si aú

quedara mucho tiempo antes de bajar a

agua, que lo mismo hasta tendríamoocasión para sacar pañuelos y tiraconfeti antes de despedirlos. PobrWilde. Tan entregado estaba a la tareade impedir que nadie indebido sacercase, que ni siquiera se dio cuentde que una de las mujeres se escapaba

Porque entonces la vi saltar del bote. —¿Alguien escapó del bote, señor —No sé quién era—su tonó ronc

se había esfumado, por un moment

pareció envenenarse de una tristezmucho más tóxica que cualquier licomprovisado en la peor de la

destilerías—. Una mujer. Nunca supe s

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nombre. Ni recuerdo su aspecto. Tasólo tengo grabada su imagen mientraabandonaba el bote salvavidas sin qu

nadie se lo impidiera, y yo el primerque debió haberla detenido en vez desperar a que alguien se encargara dello. Nada más poner el pie en cubiertdel Titanic  dijo que allí se sentía másegura. ¿Puedes creerlo?

 —¿Y qué podía hacer usted?

 —¿Acaso te he encargado notas pie de página a mi relato? —No, señor. —Ya me parecía a mí que no.

Para mi sorpresa, secreta pues nme atreví a compartirla, cuando volvió beber, la botella un momento antes casvacía, aparecía ahora casi llena. ¿D

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dónde pudo sacarla sin que yo lo viera? —Pues claro que debí hacer algo

Todos nosotros debimos hacer algo

Algo más. Pero ese no es el puntoPorque lo único que hice finalmente fucorrer de nuevo hasta mi camarote rellenarme con más whisky. Nunca hbebido por pintas, ni por copas botellas. Lo mido en barriles. Y parcontinuar en el Titanic  iba a necesita

muchos, pero que muchos barriles. Unvez me sentí más reconfortado, regresal exterior. La mayoría de los qurabajábamos en los hornos seguía

untos. Y entonces, decidí que ya novolvería a acatar ninguna orden. Les dija mis hombres que teníamos que actuapor nuestra cuenta. Hubiera sido mejo

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organizarnos con Wilde y sacarle de suobsesivo empeño de meter a la gente poorden en el número 10. O puede que no

Cumplía con su deber, como todos looficiales. Pero por su gesto, creo quambién se sentía más seguro a bordo

Así era el Titanic. Insumergible hastque no quedó nadie a bordo para seguiafirmándolo.

Cerró los ojos y por su silenci

emí que se hubiera quedado dormidoPero creo que sólo estaba enjaulado eaquel recuerdo, y por mucho quntentara escapar, era imposible no

chocar contra barrotes taclaustrofóbicos hasta para alguien quse había pasado la vida encerrado euna burbuja de acero que flotaba, aunqu

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no siempre.Cuando abrió la mirada, su

pupilas se habían resquebrajado.

 —Así que le dije a mi gentemuchachos, vamos a ello. Ni siquieruve que explicarles cuál era el siguient

paso, mismo que yo di el primero. Macerqué hasta la primera mujer que vuna madre, la agarré como una saca dazúcar, hice lo mismo con su hija y la

ire el bote salvavidas antes de quWilde pudiera salirme con algúecnicismo marítimo.

 —¿Las tiró?

 —¡No me lo puedo creer! Esa es lmisma estúpida pregunta que me hizaquel senador durante la vista de louicios. Sí, las tiré. No soy Pitágoras

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Hago pan. ¿Cómo lo expreso? ¿Es quno hablamos el mismo idioma?

Si le dedicó al senador la mism

mirada que a mí, imagino que enterrogador dejaría la política en aque

mismo momento.A mí no me quedaba mucho par

abandonar el mar. —Las sujeté como pude y la

arrojé dentro del bote. No me iba

poner a discutir con ellas. Y allí sequedaron. No soy tan estúpido, por dioso era lanzar una flecha contra un

manzana sobre la cabeza de un niño,

acertar a un pato mientras vuelespantado. El bote estaba en el barco. Ymi acto provocó una dinámica.

Se giró de repente y me miró co

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curiosidad, como comprobado si lestaba prestando la debida atención.

 —¿Sabes lo que una dinámica?

Esta vez la prudencia me indujo no contestar ni aunque me hubiessabido de memoria cuando lenciclopedia británica hubiese podidaportar al respecto.

 —Tú qué vas a saber, si aún nopuedes distinguir la corteza de la miga.

Sus amonestaciones iban perdiendfuelle. Si protestaba, protestaba contrsí mismo aunque no lo confesara.

 —Aquello logró que otros hiciera

o mismo. De pronto, la fluidecontamino de actividad a la indignmodorra con la que nos comportamosMujeres, y niños, y también algú

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hombre estaban subiendo a los botes, odos podíamos aportar una mano extr

a la hora de arriarlos. En poco menos d

media hora, dos estaban ya en el agua, ambos repletos de gente, aunque aúquedara espacio en ellos.

 —¿Quiere decir que no bajó en ebote que le había sido asignado?

El sarcasmo implícito en su lentaplauso, me dejó la autoestima baj

mínimos. —Bravo. Estoy realmentmpresionado. A este paso, tambiénerminarás siendo senador. Obviament

que no bajé en él si te estoy contado quo vi desde la cubierta superior.

 —¿Y por qué no lo hizo, señor? —Porque tenía que seguir.

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 —¿Seguir? —Seguir tirando hamacas

chalecos, salvavidas, cualquier cosa qu

pudiera flotar y a la que poder aferrarscuando el barco ya no existiese.A esome dediqué en cuanto vi que poco spodía hacer en las inmediaciones de lobotes que aún quedaban a bordo. Casnovecientas personas para servir a micuatrocientas, y la mayoría no hacía má

que entorpecerse entre ellos. El barco sestaba hundiendo tan deprisa que lmejor era llenar el agua dposibilidades. Tiré cuanto m

encontraba. Incluso arrojé periódicoque inexplicablemente permanecíadoblados en las zonas de descansocomo si estuvieran esperando a qu

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volvieran sus dueños. Y cuando emaldito Titanic  se hundiese, se lragaría todo. Sesenta y seis mi

oneladas se estaban yendo a pique, cuanto flotaba a su alrededor no eramás que almas saqueadas. Por fortuna do único de lo que no se cansa Dios e

de llenar este mundo de irlandeses, lque logró que no fuéramos pocos los qunos dedicásemos a desparramar eso

posibles asideros.Se llevó la botella hasta los labiosPero esta vez ni probó s

contenido.

 —No puedo saber cuánto tiemppasé arrojando cosas por la borda. Nde dónde saqué las fuerzas. Me dolíaos brazos de tirar cuanto pudiese flotar

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Hasta que lo único que pude hacer fuencaramarme a la popa, a la zona máalta, siguiendo a los que aún había

ogrado quedarse a bordo. Dice lhistoria que yo fui el último hombre quse hundió. Y hasta que ni siquiera llegua mojarme la cabeza.

Aquello mereció un brindisilencioso, que ambos compartimos.

 —Pasé horas en el agua, nadando

pero al parecer sin avanzar… Casestaba a punto de amanecer… Y al finogré llegar a uno de los botes… U

bote que flotaba con el casco al aire…

Lleno de supervivientes… Vi que entrellos… Y fue el quien me ayudó asubirme… Y a…

 No era en eso en lo que estab

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pensando. Mucho antes del desenlace dsu relato, su pensamiento se habíquedado rezagado en una zanja que l

mpedía continuar. —Lo que no logró comprender po

qué me dejó escapar del pasajero 2209Estoy completamente seguro de que noestuvimos cruzando durante toda lnoche, una y otra vez, en todas las partedel barco. Estoy seguro. Como lo esto

de que no debí sobrevivir. No tiensentido. Y no paro de preguntarme poqué lo consintió, por qué me permitiver ese amanecer aún en el agua, cuand

debía llevar ya horas y horas muerto congelado como todos los que habílegado hasta el final conmigo. Por quo haría…

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 —¿Quién? —El pasajero 2209. Si supiera

eer, te lo escribiría en la frente.

Busqué un modo de remediar esfuribunda respuesta, pero él lo hallmucho antes. Se quedó dormido. Con lboca abierta, como si esperara qualgún alma caritativa depositase en ellun buen chorro de whisky para ayudarla recorrer el tránsito del sueño co

menos miedo a encontrarse con viejos emidos conocidos.Pero yo sólo le cubrí con un

manta.

Por si de repente recordaba el frío No volví a mencionar el asunto. D

sobra sabía que el privilegio de habeconocido a aquel hombre excepcional s

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imitaba a ese breve encuentro. Quizáni recordara que había hablado conmigoPorque si lo hizo, no me dio la meno

muestra de ello.Apenas dos meses despué

abandoné la navegación para siempreMi hermana consiguió un préstamo, lque nos permitió que pudiéramos abriuna confitería en las afueras de Boston

uestros dulces no tardan en engatusar

odo tipo de glotones, así que prontprosperamos y quedaron atrás tiempoque no siempre es grato recordar, nsiquiera para saber que pudimo

ibrarnos de ellos.Paseaba por el puerto muy

menudo.Sin acercarme al malecón.

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Y menos aún a los barcos.Miraba el mar. Necesitaba una respuesta, y sabí

que estaba escrita en él.Pasaron algunos años. Mi hijo, u

adolescente en la época a la que mrefiero, sabía (pues era otro corolario eas continuas e inevitables anécdota

que se contaban en las reunionefamiliares sobre mis aventuras com

marino) que yo había conocido Joughin, lo que al parecer me convertíen el cómplice perfecto para idesgranando juntos todos los misterio

que siempre ha parecido ocultar ehundimiento del Titanic, y que hicieromella en él prácticamente desde quempezó a leer. Cada vez que encontrab

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un artículo en una revista, o tropezabcon algún libro donde se mencionara shistoria, se sentaba a mi lado

compartía en voz alta cada referenciesperando con cara expectante maprobación. Y fue en una de esaecturas, cuando ya escuchaba má

distraído que otra cosa cada una de sunterrogantes, fui yo quien le pregunté

él, cuando algo de lo que estaba leyend

me sacó de mi temerosa apatía: —¿Qué acabas de decir? —Sólo leía datos. —¿Te importa repetirlos?

 —A bordo viajaban 220personas.

 —¿Sumando tripulación pasajeros?

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 —Sí, el número total de personas.Le arrebaté el libro y busqué l

cifra.

Y allí estaba.Como un faro de oscuridad e

plena luz del día.Mientras mi hijo recuperaba s

ibro para seguir anotando detalles, ypensé en Joughin, en sus palabras, aunque todo mi ser me urgía a que m

acogiera a la solución más sencilla (quno era otra que el panadero se habíequivocado, por despiste, o porquestaba demasiado borracho, y que tod

o que me dijo al final no era más que uetílico desbarre), no era capaz daceptar esa salida. Porque Joughiambién sobrevivió a un terce

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8/18/2019 El Titanic y El Pasajero 2209 - Emilio Calle

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naufragio, y en el Queen Elizabeth. Erun experto en esos combates. Quizás emayor experto del mundo.

Había que tener muy en cuenta supalabras.

Desde entonces, mis pasos cerc