el señor de los clanes

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novela de la serie de warcraft espero les guste libro algo difícil de encontrar por lo que se los dejo acá para que puedan leerlo y se deleiten. tengo unos 40 mas de esta misma saga entre novelas, mitos, relatos, cómic los cuales les dejare en una lista y los que pidan los ire subiendo poco a poco

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El mundo de Azeroth, envuelto enla brumosa mortaja del pasado,estaba poblado de fabulosascriaturas de todo tipo. Elfosmisteriosos y fornidos enanoscaminaban entre las tribus delhombre en relativa paz y armonía…hasta que la llegada del demoniacoejército conocido como la LegiónArdiente destruyó para siempre latranquilidad del mundo. Ahora,orcos, dragones, trasgos y trollspugnan por el control de losdispersos reinos en guerra; su luchaforma parte de un ambicioso ymalévolo plan que determinará el

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destino del mundo de Warcraft.

Esclavo, gladiador, chamán, señorde la guerra, todo esto ha sido elenigmático orco llamado Thrall,criado desde su infancia por cruelesamos humanos que pretendíanconvertirlo en su perfecto peón. Elsalvajismo de su corazón y laastucia adquirida durante suaprendizaje impulsaron a Thrall aperseguir un destino que aún noalcanzaba a comprender; arenunciar a sus ataduras paravolver a descubrir las antiguastradiciones de su pueblo. Ahora, porfin puede narrarse el tumultuoso

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relato del viaje de su vida: unasaga de honor, odio y esperanza.

El señor de los clanes. Un originalrelato de magia, guerra y heroísmobasado en el premiado juego deordenador, éxito en ventas, deBlizzard Entertainment.

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Christie Golden

El señor de losclanesWarcraft 03

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ePub r1.4Titivillus 20.09.15

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Título original: Lord of the ClansChristie Golden, 2001Traducción: Manuel de los Reyes

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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A

PRÓLOGO

cudieron cuando losllamó Gul’dan, aquéllos que

habían consentido (no, insistido) en

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vender sus almas a las tinieblas. En sudía, al igual que Gul’dan, habían sidoentes de profunda espiritualidad. En sudía, habían estudiado el mundo natural yel lugar que ocupaban los orcos en él;habían aprendido de las bestias delbosque y de los campos, de las aves delcielo, de los peces de los ríos y losocéanos. Y habían formado parte de eseciclo, ni más, ni menos.

Ya no.Antes fueron chamanes, ahora eran

brujos, habían catado apenas el poder,como una minúscula gota de miel en lalengua, y les había sabido muy dulce.Así pues, su ansia se había vistorecompensada con más poder, y más

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aún. El propio Gul’dan había estudiadobajo la tutela de su señor Ner’zhul, hastaque el alumno hubo superado al maestro.Aun cuando hubiera sido gracias a Ner’zhul que la Horda se habíaconvertido en la abrumadora eimparable oleada de destrucción que eraen la actualidad, Ner’zhul no habíatenido el coraje de continuar. Sentíadebilidad por la nobleza inherente de supueblo. Gul’dan carecía de talesremilgos.

La Horda había exterminado todo loque se podía exterminar en este mundo.Estaban perdidos sin una vía de escapepor la que descargar su sed de sangre, ycomenzaban a volverse unos contra

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otros, clan contra clan en undesesperado intento por aplacar losbrutales anhelos que ardían en suscorazones. Era Gul’dan el que habíaencontrado un nuevo objetivo sobre elque concentrar la candente necesidad demuerte de la Horda. No tardarían enaventurarse en un nuevo mundo, lleno depresas frescas, fáciles y ajenas a laamenaza. La sed de sangre se tornaríafebril, y la Horda salvaje necesitaba unconsejo que la guiara. Gul’dan iba aliderar ese consejo.

Asintió a modo de saludo cuandoentraron; sus ojos, pequeños yencendidos, no perdían detalle. Llegaronde uno en uno, acudían igual que bestias

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a la llamada de su amo. A él.Se sentaron a la mesa, los más

temibles, los más respetados y odiadosde todos los clanes orcos. Algunos eranhorrendos, puesto que habían pagado elprecio de sus conocimientos arcanos conalgo más que sus almas. Otrospermanecían impolutos, dotados decuerpos fuertes y compactos de tersapiel verde ceñida sobre músculostorneados. Así lo habían solicitado alfirmar el pacto tenebroso. Todos eransanguinarios, sagaces, y no se detendríanante nada con tal de amasar más poder.

Pero ninguno era tan sanguinariocomo Gul’dan.

—Los pocos aquí reunidos —

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comenzó Gul’dan, con su voz ronca—somos los más poderosos de nuestrosclanes. Sabemos lo que es el poder.Sabemos cómo obtenerlo, cómoemplearlo y cómo conseguir más. Hayquienes comienzan a hablar contraalguno que otro de los nuestros. Ese clandesea regresar a sus raíces; aquél estácansado de asesinar a infantesindefensos. —Sus carnosos labiosverdes se curvaron en un rictus dedesdén—. Esto es lo que ocurre cuandolos orcos se ablandan.

—Pero, gran señor —dijo uno de losbrujos—, hemos acabado con todos losdraenei. ¿Qué nos queda por matar eneste planeta?

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Gul’dan sonrió, tensando sus gruesoslabios sobre los enormes y afiladosdientes.

—Nada. Pero nos aguardan otrosmundos.

Les contó el plan, solazándose en lachispa de codicia que prendió en losojos de los congregados. Sí, saldríabien. Ésa sería la organización de orcosmás poderosa de todo los tiempos, y a lacabeza de dicha organización no habríanadie más que Gul’dan.

—Nosotros constituiremos elconsejo que dicte el son al que haya debailar la Horda —concluyó—. Cada unode vosotros es un poderoso portavoz.Sin embargo, el orgullo orco es tal que

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no deben saber quién es el verdaderoseñor aquí. Que crean que blande suhacha de batalla porque así lo desea, yno porque se lo ordenamos nosotros.Seremos un secreto. Seremos los quecaminan en la sombra, el poder quecrece cuanto mayor sea su invisibilidad.Seremos el Consejo de las Sombras, yno habrá nadie que conozca nuestrafuerza.

Empero, algún día, y no muy lejano,habría alguien que la conocería.

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CAPÍTULOUNO

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I ncluso las bestias tenían fríoesa noche, pensó Durotan. Con

gesto ausente, estiró el brazo hacia ellobo que era su compañero y rascó aDiente Afilado entre las orejas. Elanimal gruñó, agradecido, y se acurrucójunto a él. Lobo y caudillo orcoobservaron cómo caía la silenciosanieve, enmarcada por la molduraovalada que constituía la entrada de lacueva de Durotan.

Antaño, Durotan, caudillo del clandel Lobo de las Heladas, habíaconocido el beso de climas másapacibles. Había blandido su hacha a laluz del sol, con los ojos entornados para

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protegerlos del resplandor sobre elmetal y de las salpicaduras de sangrehumana. Antaño, había sentido afinidadpor todo su pueblo, no sólo por losmiembros de su clan. Se habían erguidohombro con hombro, como una oleadaverde de muerte que se vertía por lasladeras de las colinas para tragarse a loshumanos. Se habían saciado juntos antelas hogueras, habían atronado con susrisotadas, habían narrado relatos desangre y conquistas mientras sus hijosdormitaban cerca de las brasasmoribundas, con las cabecitas llenas deescenas de carnicería.

Mas ahora, los pocos orcos queconstituían el clan del Lobo de las

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Heladas tiritaban aislados en su exilioen las gélidas montañas Alterac de aquelmundo alienígena. Sus únicos amigoseran los enormes lobos blancos. Eranmuy diferentes de los gigantescos lobosnegros sobre los que habían cabalgadolos congéneres de Durotan, pero un loboseguía siendo un lobo, daba igual elcolor de su pelaje; la paciencia y ladeterminación, sumadas a los poderesde Drek’Thar, les habían ganado elafecto de las bestias. Ahora, orco y lobocazaban juntos y se proporcionabancalor el uno al otro durante lasinterminables noches nevadas.

Un ruido apagado proveniente delcorazón de la cueva consiguió que

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Durotan se diera la vuelta. Su semblantesevero, compuesto en un perpetuo rictusde tirantez por culpa de los años decólera y preocupación, se suavizó alescuchar aquel sonido. Su hijo pequeño,aún sin nombre a la espera de quellegara el Día de la Onomásticacorrespondiente a ese ciclo, habíagritado mientras se alimentaba.

Durotan dejó que Diente Afiladosiguiera observando cómo caía la nieve,se levantó y anduvo hacia la cámarainterior de la cueva. Draka habíadesnudado un seno para dar de mamar alniño. Acababa de retirarle el sustento albebé, ése era el motivo por el que éstehabía gimoteado. En presencia de

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Durotan, Draka extendió un índice. Conuna uña negra afilada como una navaja,se pinchó el pezón con fuerza antes devolver a acercar la cabecita del bebé asu pecho. Ni una sombra de dolor sereflejó en su hermoso rostro depoderoso mentón. Ahora, cuando el niñolactara, no sólo bebería la nutritivaleche materna, sino también su sangre.Tal era el alimento apropiado para unjoven guerrero en ciernes, el hijo deDurotan, el futuro caudillo de los Lobosde las Heladas.

El corazón de Durotan rebosaba deamor por su compañera, una guerreraque igualaba su coraje y su astucia, ypor el hijo que habían engendrado,

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adorable y perfecto.Fue en ese momento cuando se le

vino encima la certeza de lo que teníaque hacer, igual que un manto que lecubriera los hombros. Se sentó y exhalóun hondo suspiro.

Draka levantó la mirada hacia él,entornados sus ojos castaños. Leconocía demasiado bien. Durotan noquería comunicarle cuál había sido susúbita decisión, aunque en el fondo desu corazón sabía que era lo correcto.Pero debía hacerlo.

—Ahora tenemos un hijo —dijoDurotan, cuya voz profunda resonaba ensu amplio torso.

—Sí —contestó Draka, con orgullo

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en la voz—. Un hijo sano y fuerte queliderará al clan de los Lobos de lasHeladas cuando su padre encuentre unamuerte noble en la batalla. Dentro demuchos años —añadió.

—Soy responsable de su futuro.Draka volcaba en él toda su

atención. En ese momento, a Durotan lepareció de una hermosura exquisita, eintentó grabar a fuego aquella imagen ensu mente. La luz de la hoguera sereflejaba en su piel verde, otorgándoleun marcado relieve a sus poderososmúsculos y confiriéndole brillo a suscolmillos. Draka no le interrumpió, selimitó a esperar a que continuara.

—Si no hubiese alzado la voz contra

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Gul’dan, nuestro hijo tendría máscompañeros de juegos con los quecrecer —continuó Durotan—. Si nohubiese alzado la voz contra Gul’dan,habríamos conservado nuestra posiciónde prestigio dentro de la Horda.

Draka siseó, abrió sus enormesfauces y enseñó los dientes, criticando asu compañero.

—No habrías sido la pareja a la queme hubiese unido —bramó. El bebé,sobresaltado, apartó la cabeza del ricoseno para mirar el rostro de su madre.Gotas blancas de leche y rojas de sangresalpicaban su barbilla, ya protuberante—. Durotan del clan de los Lobos de lasHeladas no podía quedarse sentado y

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permitir que nuestro pueblo fueseconducido a la muerte igual que lasovejas de las que cuidan los humanos.Con lo que habías descubierto, teníasque alzar la voz, compañero. No podríashaber hecho menos y seguir siendo eljefe que estás hecho.

Durotan asintió con la cabeza ante laverdad que entrañaban esas palabras.

—Y pensar que Gul’dan no sentíaningún aprecio por nuestro pueblo, queno era más que otra manera de aumentarsu poder…

Guardó silencio, al recordar laestupefacción y el horror (y la rabia)que se habían apoderado de él cuandosupo que se había constituido el Consejo

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de las Sombras, cuando descubrió laduplicidad de Gul’dan. Había intentadoconvencer a los demás del peligro alque se enfrentaban. Los habían utilizadocomo a meros peones para destruir a losdraenei, una raza que Durotancomenzaba a pensar que, después detodo, no necesitaba ser exterminada. Yde nuevo, transportados a través delPortal Oscuro hacia un mundodesprevenido… no por decisión de losorcos, no, sino porque así lo habíaquerido el Consejo de las Sombras.Todo por Gul’dan, todo por el poderpersonal de Gul’dan. ¿Cuántos orcoshabían caído, peleando por esainsignificancia?

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Buscó las palabras con las queexpresar su decisión a su compañera.

—Hablé, y nos exiliaron. A todoslos que me siguieron aquí. Es undeshonor inmenso.

—El deshonor es de Gul’dan —rebatió Draka, con ferocidad. El bebé sehabía sobrepuesto al susto y volvía aamamantarse—. Tu gente está viva, eslibre, Durotan. Es un lugar inhóspito,pero hemos encontrado a los lobos delas heladas para que nos hagancompañía. Tenemos carne fresca enabundancia, incluso en pleno invierno.Hemos conservado las costumbres, en lamedida de lo posible, y las historias quese cuentan alrededor del fuego forman

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parte de la herencia de nuestros hijos.—Se merecen más. —Durotan

apuntó a su hijo con una uña rematada enpunta—. Él se merece más. Nuestroshermanos, los que continúan engañados,se merecen más, Y yo voy a dárselo.

Se incorporó y se irguió cuan altoera. Su enorme sombra se proyectósobre su esposa y su hijo. La expresiónde abatimiento de Draka le dijo que ellasabía lo que iba a decir aun antes de queabriera la boca, pero tenía quepronunciar las palabras. Eso era lo quelas hacía sólidas, reales… las convertíaen un juramento que no se podríaromper.

—Hubo algunos que me prestaron

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atención, aunque todavía dudaban.Pienso regresar y encontrar a esosescasos caudillos. Les convenceré deque mi historia encierra la verdad, yellos reunirán a sus pueblos. Noseguiremos siendo esclavos de Gul’dan,prescindibles y olvidados cuandomorimos en batallas que sólo leconvienen a él. ¡Lo juro, como que mellamo Durotan, jefe del clan del Lobo delas Heladas!

Impulsó la cabeza hacia atrás, abrióla boca llena de colmillos de unamanera que parecía imposible, puso losojos en blanco y profirió unensordecedor y ronco alarido de furia.El bebé comenzó a revolverse e incluso

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Draka se encogió. Era el Grito delJuramento; Durotan sabía que, pese a laespesa capa de nieve que a menudoatenuaba los sonidos, todos losmiembros de su clan lo oirían esa noche.En cuestión de momentos searracimarían alrededor de su cueva,deseosos de conocer el contenido delGrito del Juramento para sumar suspropios gritos al de él.

—No irás solo, compañero —dijoDraka; su voz apacible contrastó en granmedida con el ensordecedor Grito delJuramento de Durotan—. Teacompañaremos.

—Te lo prohíbo.Con una brusquedad que sobresaltó

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incluso a Durotan, que ya deberíaconocerla, Draka se puso en pie de unsalto. El bebé lloroso se cayó de suregazo cuando apretó los puños y losalzó, estremeciéndolos con violencia.Un latido más tarde, Durotan parpadeócuando sintió un aguijonazo de dolor yla sangre manó de su rostro. Draka habíacubierto la distancia que los separaba yle había abierto la mejilla con las uñas.

—Soy Draka, hija de Kelkar, hijo deRhakish. ¡Nadie me prohíbe que siga ami compañero, ni siquiera el mismísimoDurotan! He venido contigo, estoy a tulado, moriré si es necesario. ¡Pagh! —Le escupió.

Mientras se enjugaba la mezcla de

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sangre y saliva de la cara, el corazón deDurotan se hinchó de orgullo por aquellahembra. Había acertado al elegirla comocompañera para que fuera la madre desus hijos. ¿Habría un macho másafortunado en toda la historia de losorcos? Lo dudaba.

A pesar del hecho de que, si Gul’danllegaba a enterarse, Orgrim Martillo deCondena y su clan serían exiliados, elrespetado señor de la guerra dio labienvenida a su campamento a Durotan ya su familia. El lobo, no obstante, leinspiraba recelo. El animal le devolvióla misma mirada. La tosca tienda queservía de refugio a Martillo de Condenafue evacuada por los orcos de menor

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rango para alojar a Durotan, a Draka y asu hijo aún sin bautizar.

La noche era demasiado fría paraMartillo de Condena, que observó conuna mezcla de asombro e ironía cómosus huéspedes de honor se despojabande casi toda la ropa y rezongaban apropósito del calor. Los lobos de lasheladas, supuso, no debían de estaracostumbrados a aquel «clima tancálido».

Su guardia personal vigilaba en elexterior. Con la lona que hacía las vecesde puerta aún abierta, Martillo deCondena observó cómo se arrebujabanalrededor del fuego y cómo extendíansus enormes manos verdes hacia las

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llamas. La noche era muy oscura,iluminada tan sólo por algunas estrellas.Durotan había elegido una buena nochepara su visita clandestina. No eraprobable que aquella pequeña partidaformada por un macho, una hembra y unchiquillo hubiese sido divisada niidentificada por quiénes en realidaderan.

—Lamento poneros en peligro a tuclan y a ti —fueron las primeraspalabras de Durotan.

Martillo de Condena desechó elcomentario con un ademán.

—Si la muerte ha de venir a pornosotros, que nos encuentrecomportándonos con honor. —Les invitó

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a sentarse y, con sus propias manos leentregó a su viejo amigo la pata goteantede una presa reciente. Todavía estabacaliente. Durotan la aceptó con uncabeceo, mordió la carne jugosa yarrancó un enorme bocado. Draka hizolo propio, para luego ofrecerle al bebésus dedos ensangrentados. El niño chupócon fruición el dulce líquido.

—Es un chiquillo fuerte y sano —dijo Martillo de Condena.

Durotan asintió.—Será un digno líder para mi clan.

Pero no hemos venido hasta aquí paraque alabes a mi hijo.

—Hace muchos años, hablaste conpalabras veladas.

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—Deseaba proteger a mi clan, y noestuve seguro de que mis sospechasestuvieran fundadas hasta que Gul’danimpuso el exilio. Su rápido castigo pusode manifiesto que lo que yo sabía eracierto. Escucha, viejo amigo, y juzga porti mismo.

En voz baja, de modo que losguardias sentados alrededor de la fogataa algunos pasos de distancia no pudieraoírlos, Durotan comenzó a hablar. Lecontó a Martillo de Condena todo lo quesabía: el pacto con el señor de losdemonios, la obscena naturaleza delpoder de Gul’dan, la traición quesuponía el Consejo de las Sombras paralos clanes, el inevitable y deshonroso

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final de los orcos, que serán utilizadoscomo carnaza para las fuerzasdemoníacas. Martillo de Condenaescuchó, obligándose a mantenerimpasible su amplio rostro pero, en elinterior de su pecho, su corazónmartilleaba igual que su infame armasobre la carne humana.

¿Sería verdad todo aquello? Parecíael delirio de un idiota, atontado por lasbatallas. Demonios, pactos oscuros… yaun así, era Durotan el que estabahablando. Durotan, que era uno de losjefes más sabios, feroces y nobles. Enboca de cualquier otro, aquellaspalabras habrían sido tildadas dementiras o disparates. Pero Durotan

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había sido exiliado por sus palabras, loque les confería credibilidad, y Martillode Condena había confiado su vida alotro caudillo en numerosas ocasiones.

Sólo cabía extraer una conclusión.Lo que le estaba contando Durotan eracierto. Cuando su viejo amigo huboterminado de hablar, Martillo deCondena agarró la carne y pegó otrobocado. Masticó despacio mientras sumente intentaba encontrarle algúnsentido a lo que allí se había dicho. Alcabo, tragó y habló.

—Te creó, viejo amigo. Permite quete asegure que no pienso respaldar losplanes que Gul’dan reserva para nuestropueblo. Nos enfrentaremos a la

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oscuridad, a tu lado.Durotan, sin poder ocultar la

emoción, extendió la mano. Martillo deCondena la asió con fuerza.

—No puedes quedarte mucho tiempoen este campamento, aunque sería unhonor tenerte como invitado —dijoMartillo de Condena, al tiempo que seincorporaba—. Uno de mis guardiaspersonales os escoltará a lugar seguro.Hay un riachuelo cerca y mucha caza enlos bosques en esta época del año, porlo que no pasaréis hambre. Haré lo queme sea posible en tu nombre y, cuandollegue el momento, tú y yo lucharemoshombro con hombro hasta aniquilarjuntos al gran traidor Gul’dan.

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El guardia no dijo nada mientras losconducía lejos del campamento, hasta elbosque que se alzaba a varioskilómetros de distancia. Como cabíaesperar, el claro al que los llevó estabaaislado y era muy verde. Durotan podíaoír el rumor del agua. Se volvió haciaDraka.

—Sabía que podía confiar en miviejo amigo. No pasará mucho tiempoantes de…

En ese momento, Durotan se quedóhelado. Había escuchado otro sonidosobrepuesto al chapoteo del arroyocercano. Una rama se había partido bajola planta de un pesado pie…

Lanzó su grito de batalla y alargó el

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brazo hacia su hacha. Antes de quehubiera podido asir la empuñadura, losasesinos se le echaron encima. Durotanoyó el atenuado chillido de rabia deDraka, pero no podía perder ni uninstante para socorrerla. Por el rabillodel ojo, vio que Diente Afilado seabalanzaba sobre uno de los intrusos ylo derribaba.

Habían aparecido en silencio, sinmostrar trazas del orgullo de la caza queformaba parte integral del honor orco.Eran asesinos a sueldo, lo másmezquino, el gusano que se arrastrababajo los pies. Mas esos gusanosabundaban por doquier y, si bienmantenían las bocas cerradas de modo

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tan antinatural, sus armas hablaban unalengua inequívoca.

Un hacha se hincó en el musloizquierdo de Durotan, que se desplomó.La sangre borbotó cálida en la heridacuando se dio la vuelta y estiró ambosbrazos, en un intento desesperado porestrangular a su posible asesino. Vio unsemblante aterrador, en tanto quedesprovisto de la sana y honesta rabiaorca; desprovisto de cualquier emoción,a la verdad. Su adversario volvió alevantar el hacha. Con cada onza defuerza que le quedaba, las manos deDurotan se cerraron en torno al gaznatedel orco. Ahora sí que mostró emociónel gusano, que soltó el hacha e intentó

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apartar los gruesos y poderosos dedosde Durotan de su cuello.

Un breve y penetrante aullido,seguido del silencio. Diente Afiladohabía caído. A Durotan no le hacía faltamirar para saberlo. Oía cómo sucompañera gruñía una sarta deobscenidades al orco que, lo sabía, iba aacabar con ella. En ese momento, unsonido que le produjo escalofríoshendió el aire: el grito de terror de subebé.

¡No permitiré que maten a mi hijo!Aquella resolución le confirió energíasrenovadas y, con un rugido, pese a lasangre de vida que brotaba de la arteriacercenada de su pierna, se propulsó para

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conseguir que su enemigo se desplomarabajo su inmenso corpachón. Ahora era elasesino el que se revolvía, presa delgenuino terror. Durotan apretó confuerza con ambas manos y sintió elsatisfactorio chasquido del cuello entresus palmas.

—¡No! —La voz pertenecía alguardia desleal, al orco que los habíatraicionado. El miedo le confería undejo estridente, casi humano—. No, soyuno de los vuestros, ellos son elobjetivo…

Durotan alzó la vista a tiempo de vercómo un enorme asesino trazaba un arcopreciso con una hoja casi tan grandecomo él. El guardia personal de Martillo

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de Condena no tuvo ningunaoportunidad. La espada cercenólimpiamente el cuello del traidor y, altiempo que la ensangrentada cabezaamputada pasaba volando junto a él,Durotan aún pudo ver el asombro y lasorpresa que se reflejaban en elsemblante del guardia ejecutado.

Se dio la vuelta para asistir a sucompañera, mas ya era demasiado tarde.Durotan profirió un atronador grito defuria y dolor cuando vio el cuerpo inertede Draka, cortado en pedazos, tendidoen medio del sotobosque, sobre uncharco de sangre que no dejaba deextender sus orillas. Su asesino secernía sobre ella, y ya fijaba su atención

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en Durotan.En justa lid, Durotan habría podido

rivalizar con cualquiera de los tres.Herido de gravedad como estaba, sinmás armas que sus manos desnudas,sabía que se enfrentaba a su muerte. Nohizo ademán de defenderse, sino que,por puro instinto, tendió los brazos haciael pequeño hatillo que era su hijo.

Y se quedó mirando con expresiónausente cómo nacía un manantial desangre en su hombro. La falta de sangreralentizaba sus reflejos y, antes de quepudiera reaccionar, su brazo izquierdofue a reunirse con el derecho en el suelo,entre espasmos. Los gusanos no estabandispuestos a permitirle ni siquiera que

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sostuviera a su hijo una última vez.La pierna herida ya no era capaz de

sostenerlo por más tiempo. Durotantrastabilló y se cayó de bruces. Su rostroquedó a meros centímetros del de suhijo. Su poderoso corazón de guerrerose partió al ver la expresión del bebé,cuyo rostro era el reflejo de la confusióny el terror.

—Coged… al niño —boqueó,asombrado ante el hecho de que aúnpudiera hablar.

El asesino se agachó, de modo queDurotan pudiera verlo. Escupió sobre elojo del orco moribundo. Por unmomento, Durotan se temió que fuese aempalar al bebé ante los mismísimos

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ojos de su padre.—El niño se quedará a merced de

las criaturas del bosque —roncó elasesino—. A lo mejor eres testigo decómo lo devoran.

Dicho lo cual, se alejaron, con elmismo sigilo con el que habían llegado.Durotan bizqueó con fuerza, sintiéndoseconfuso y desorientado mientras lasangre abandonaba su cuerpo enoleadas. Intentó moverse de nuevo y nole fue posible. Sólo podía observar laestampa de su hijo, cada vez con menosnitidez; el pequeño torso que resollabaal ritmo de sus chillidos, los diminutospuños apretados, porfiando con el aire.

Draka… mi amada… mi hijito…

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cuánto lo siento. Os he condenado…Su visión periférica comenzó a

atenuarse. La imagen de su hijo empezóa diluirse. El único consuelo que lequedaba a Durotan, jefe del clan delLobo de las Heladas, conforme leabandonaba la vida era el saber quemoriría antes de tener que asistir alhorrible espectáculo de su hijo siendodevorado vivo por las ensañadas bestiasdel bosque.

—¡Por la Luz, menudo escándalo! —Tammis Foxton, de veintidós años deedad, arrugó la nariz ante el ruido queestaba despertando ecos por todo elbosque—. Será mejor que nos demos lavuelta, teniente. Sea lo que sea lo que

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tenga esos pulmones, sin duda habráespantado a todo lo que mereciera sercazado.

El teniente Aedelas Blackmooreregaló a su ayudante personal con unasonrisa lánguida.

—¿Es que no has aprendido nada delo que he intentado enseñarte, Tammis?—amonestó, con voz afectada—. No setrata tanto de conseguir algo para la cenacomo de alejarse de esa condenadafortaleza. Que chille cuanto quiera, sealo que sea. —Metió la mano en laalforja que pendía a su espalda. Labotella era suave y fría al tacto.

—¿Copa de caza, señor? —Tammis,pese a los comentarios de Blackmoore,

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había sido bien aleccionado. Tendió unapequeña copa en forma de cabeza dedragón que había guardado en su alforja.Las copas de caza estaban diseñadas apropósito para tal fin, y carecían de basesobre las que apoyarse. Blackmoorevaciló, antes de rechazar la oferta con unademán.

—Sobran los formalismos. —Quitóel corcho con los dientes, sostuvo labotella con una mano y se llevó elgollete a los labios.

Ah, qué dulce que era aquello. Unreguero de fuego se extendió por sugarganta hasta alcanzar el estómago.Tras limpiarse la boca con la mano,Blackmoore volvió a tapar la botella y

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la guardó de nuevo en la alforja. Ignoróa propósito el gesto de preocupación deTammis que, a su vez, se apresuró aenmendarlo. ¿Qué le importaba a unsiervo lo que bebiera su señor?

Aedelas Blackmoore habíaascendido deprisa gracias a su increíblehabilidad para abrirse camino con laespada entre los ejércitos orcos en elcampo de batalla. Sus superioresatribuían sus logros a la pericia y alcoraje. Blackmoore podría haberlescontado que su coraje se vendíaembotellado, pero no lo había juzgadonecesario.

Su reputación no le perjudicaba a lahora de merecerse las atenciones de las

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doncellas, como tampoco lo hacía sudeslumbrante atractivo. Alto y apuesto,con el pelo negro largo hasta loshombros, de ojos azules como el acero ycon una pequeña perilla elegantementerecortada, era la viva imagen delheroico soldado. El que alguna que otramujer saliera de su lecho tan afligidacomo escarmentada y, no en rarasocasiones, con alguna que otramagulladura, era algo que le traía sincuidado. Había muchas más de dondehabían salido las anteriores.

El ensordecedor estruendocomenzaba a irritarle.

—No se aleja —rezongóBlackmoore.

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—Quizá se trate de un animalherido, señor, incapaz de moverse —apuntó Tammis.

—En tal caso, busquémoslo ypongamos fin a su sufrimiento. —Hincólos talones en Canción de Noche, unesbelto bruto castrado, tan negro comoindicaba su nombre, con más fuerza dela necesaria y salió al galope endirección a aquel ruido infernal.

Canción de Noche se detuvo deforma tan abrupta que Blackmoore,experto jinete por lo general, a puntoestuvo de volar por encima de la cabezadel caballo. Profirió una maldición ydescargó un puñetazo contra el cuellodel animal, antes de enmudecer al

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reparar en lo que había causado queCanción de Noche frenara en seco.

—Luz bendita —dijo Tammis, quecabalgaba junto a él a lomos de su ponigris—. Menudo estropicio.

Tres orcos y un enorme lobo blancoyacían despatarrados sobre el lecho delbosque. Blackmoore supuso que habíanmuerto hacía poco. Aún no se apreciabael hedor de la descomposición, aunquela sangre ya se había coagulado. Dosmachos, una hembra. Daba igual el sexodel lobo. Malditos orcos. Los humanoscomo él se ahorrarían un montón deproblemas si esas bestias se atacaranentre sí más a menudo.

Algo se movió, y Blackmoore vio

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qué era lo que había estado chillandocon tanta violencia. Era la cosa más feaque había visto en su vida… un bebéorco, envuelto en lo que sin duda debíade ser un pañal para aquellas criaturas.Sin apartar la vista de él, desmontó y sedispuso a acercarse.

—¡Cuidado, señor! —exclamóTammis—. ¡Podría morder!

—Es la primera vez que veo uncachorro —dijo Blackmoore. Lo tocócon la punta de la bota. Rodó hastaescaparse de su pañal azul y blanco,torció aún más el gesto de su caritaverde y continuó lamentándose.

A despecho de haber dado ya cuentadel contenido de una botella de aguamiel

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y de haber mermado en buena parte el dela segunda, la mente de Blackmooreseguía despierta. Comenzó a germinaruna idea en su cabeza. Sin hacer caso delas desdichadas súplicas de Tammis,Blackmoore se agachó y levantó alpequeño monstruo, colocando en su sitioel paño blanco y azul. Casi deinmediato, cesó el llanto. Unos ojosgrises azulados sostuvieron la mirada delos suyos.

—Interesante. Sus bebés tienen losojos azules cuando son pequeños, igualque los humanos. —Esos ojos notardarían en tornarse porcinos y negros,o rojos, y mirarían a los humanoscargados de odio asesino.

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A menos…Durante años, Blackmoore había

trabajado el doble para obtener la mitadde reconocimiento que otros hombres deigual alcurnia y categoría. Habíaporfiado por desembarazarse delestigma de la deslealtad de su padre, yhabía hecho todo lo posible en aras deconseguir poder y prestigio. Eranmuchos los que aún le miraban conescepticismo; «sangre de traidor»,solían murmurar a sus espaldas cuandocreían que no los oía. Pero ahora, tal vezllegara el día en que no tuviera quesoportar por más tiempo esoscomentarios hirientes.

—Tammis —dijo, pensativo, con la

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mirada clavada en el incongruente azulpálido de los ojos del bebé orco—,¿sabías que tienes el honor de servir aun hombre brillante?

—Desde luego que sí, señor —respondió Tammis, como era de esperar—. ¿Os importa que inquiera por quéeso resulta particularmente cierto en estemomento?

Blackmoore miró de soslayo a susirviente, que aún permanecía montado,y esbozó una sonrisa.

—Porque el teniente AedelasBlackmoore sostiene en sus manos algoque va a hacer de él un hombre famoso,rico y, lo mejor de todo, poderoso.

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CAPÍTULODOS

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T ammis Foxton semostraba muy agitado, debido

directa e inevitablemente al hecho deque su señor estaba terriblementedisgustado. Cuando había llevado alcachorro de orco a casa, Blackmoore sehabía comportado igual que en el campode batalla: alerta, interesado,concentrado.

Los orcos cada vez constituían unreto menor, y los hombresacostumbrados a la emoción de lasbatallas casi diarias comenzaban aaburrirse. Los combates planeadosadquirían cada vez más popularidad,puesto que proporcionaban una válvula

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de escape para las energíasalmacenadas, además que ofrecer laoportunidad de que cambiaran de manosalgunas monedas.

Ese orco iba a criarse bajo estrictocontrol humano. Con la velocidad y elpoder de los orcos, pero con losconocimientos que le impartiríaBlackmoore, sería invencible en lostorneos organizados que comenzaban aproliferar.

El problema estribaba en que el feopequeñajo se negaba a comer, y habíapalidecido y enmudecido durante eltranscurso de los últimos días. Nadiedecía nada, pero todo el mundo lo sabía.La bestia se moría.

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Eso enfurecía a Blackmoore. Encierta ocasión, incluso había llegado aagarrar al pequeño monstruo y habíaintentado meterle a la fuerza por lagarganta carne troceada. Lo único quehabía conseguido era que el orco, al quehabía bautizado como «Thrall»,estuviera a punto de asfixiarse; cuandoThrall hubo escupido la carne, habíatirado al orco sin miramientos sobre elheno y se había alejado a largaszancadas, entre blasfemias, del establoque constituía el hogar temporal de lacriatura.

Tammis se conducía con la mayordiscreción en presencia de su señor, yelegía sus palabras con más cuidado del

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habitual. Empero, en más de una ocasiónhabía terminado su encuentro con elteniente Blackmoore con una botella (aveces vacía, a veces no) volando detrásde él.

Su esposa Clannia, una mujer decabello pajizo y orondos carrillos queservía en las cocinas, puso ante él unplato de comida fría en la mesa demadera y se acarició el terso cuellomientras él se sentaba para comer.Comparado con Blackmoore, elvociferante y rollizo cocinero queregentaba las cocinas era un verdaderopaladín.

—¿Alguna noticia? —preguntóClannia, esperanzada. Se sentó

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torpemente a su lado, frente a la mesa demadera sin pulir. Hacía algunas semanasque había dado a luz y sus movimientosseguían siendo algo vacilantes. Su hijamayor Taretha y ella habían comidohacía ya horas. Sin ser vista por susprogenitores, la muchacha, que dormíacon su hermanito en una pequeña camaal lado del hogar, se había despertado alsentir la presencia de su padre. Se habíasentado, con los rizos rubios cubiertospor el gorro de noche, observaba a losadultos y escuchaba su conversación.

—En efecto, y todas malas —respondió Tammis, abatido, mientras seacercaba a la boca una cucharada desopa de patata fría. Masticó, tragó, y

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continuó—: El orco se está muriendo.Se niega a comer todo lo que le ofreceBlackmoore.

Clannia exhaló un suspiro y reanudósus zurcidos. La aguja centellaba arribay abajo, hilando un vestido nuevo paraTaretha.

—No es de extrañar —dijo la mujer,en voz baja—. Blackmoore no teníaderecho a traer algo así a Durnholde.Como si no tuviésemos bastante consoportar los gritos de los adultos durantetodo el día. No veo la hora de queterminen de construir los campos deinternamiento y dejen de ser problemade Durnholde. —Se estremeció.

Taretha observaba en silencio. Tenía

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los ojos muy abiertos. Había oído vagosrumores acerca de un bebé orco, peroera la primera vez que tenía ocasión deescuchar a sus padres hablando de él. Sujoven mente estaba desbocada. Losorcos eran tan grandes y eran tanamedrentadores, con esos colmillos, lapiel verde y sus voces atronadoras…Sólo los había visto de refilón, perohabía oído todas las historias. Un bebéno podía ser grande ni dar tanto miedo.Miró de soslayo la pequeña figura de suhermano. Ante sus ojos, Faralyn seagitó, abrió su boquita de piñón y, conun grito ensordecedor, anunció que teníahambre.

Clannia se aprestó a levantarse,

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soltó la tela, cogió a su hijo, desnudó unpecho y se dispuso a amamantar al bebé.

—¡Taretha! —amonestó—. Deberíasestar dormida.

—Lo estaba —repuso Taretha, altiempo que se levantaba y corría haciasu padre—. Me ha despertado papá.

Tammis esbozó una sonrisa cansaday permitió que su hija se aupara hasta suregazo.

—No volverá a dormirse hasta queFaralyn haya terminado —le dijo aClannia—. Deja que la sostenga unmomento. La veo tan poco, y crece igualque la mala hierba. —Propinó uncariñoso pellizco en la mejilla a su hija,que soltó una risita—. Si el orco se

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muere, repercutirá en perjuicio de todosnosotros.

Taretha frunció el ceño. La respuestaera obvia.

—Papá, si es un bebé, ¿por quéintentáis que coma carne?

Ambos adultos la miraron, atónitos.—¿Qué quieres decir, pequeña? —

preguntó Tammis, con un hilo de voz.Taretha señaló a su hermano

lactante.—Los bebés beben leche, igual que

Faralyn. Si la madre de este orco estámuerta, ya no puede beber su leche.

Tammis continuó mirándola, hastaque una sonrisa comenzó a extendersedespacio sobre su rostro agotado.

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—Qué cosas tienen estos crios —susurró, antes de abrazar a su hija contanta fuerza que la muchacha comenzó arevolverse a modo de protesta.

—Tammis… —La voz de Clanniaera tirante.

—Querida. —Sostuvo a Taretha conun brazo y extendió el otro por encimade la mesa, hacia su esposa—. Tari tienerazón. Por bárbaras que sean suscostumbres, también los orcosamamantan a sus bebés, igual quenosotros. Suponemos que la cría de orcono debe de contar más que con unospocos meses de edad. No es de extrañarque no pueda comer carne todavía. Nisiquiera tiene dientes. —Vaciló, pero

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Clannia palideció, como si supiera quéiba a decir a continuación.

—No querrás que… no me irás apedir que…

—¡Piensa en lo que significaría paranuestra familia! —exclamó Tammis—.Hace diez años que sirvo a Blackmoore.Es la primera vez que algo suscita suinterés de este modo. ¡Si ese orcosobrevive gracias a nosotros, no nosfaltará de nada!

—No… no puedo —tartamudeóClannia.

—¿No puede qué? —quiso saberTaretha, pero ambos la ignoraron.

—Por favor —rogó Tammis—. Sisólo será durante una temporada.

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—¡Son monstruos, Tam! —gritóClannia—. Monstruos, y tú… tú quieresque yo… —Se cubrió el rostro con unamano y comenzó a sollozar. El bebésiguió laclando, imperturbable.

—Papá, ¿por qué llora mamá? —preguntó Taretha, ansiosa.

—Pero si no lloro —repuso Clannia,con voz pastosa. Se enjugó el rostromojado y se obligó a sonreír—. ¿Ves,cariño? No pasa nada. —Miró aTammis, y tragó saliva con dificultad—.Es sólo que tu papá necesita que yo hagauna cosa, eso es todo.

Cuando Blackmoore supo que laesposa de su ayudante personal habíaaccedido a amamantar al bebé orco

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moribundo, la familia Foxton recibiómuchos regalos. Ricas telas, las frutasmás frescas y las carnes más selectas,las mejores velas de cera de abeja…todo esto y más comenzó a aparecer conregularidad ante la puerta de la pequeñaestancia que constituía el hogar de lafamilia. Esa habitación no tardó en sersustituida por otra, y aun por aposentosmás espaciosos. Tammis Foxton recibiósu propio caballo, una yegua bayaencantadora a la que llamó Doncella deFuego. Clannia, a la que ya se referíancomo a la señora Foxton, dejó de serviren la cocina, pero dedicaba todo sutiempo a sus hijos y a atender a lasnecesidades de lo que Blackmoore

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llamaba su «proyecto especial». Tarethase cubría con bonitos vestidos e inclusodisponía de un tutor, un hombre tanquisquilloso como amable querespondía al nombre de JaraminSkisson, que había recibido el encargode enseñarle a leer y a escribir, como auna dama.

Pero no le estaba permitido hablarde la pequeña criatura que vivió conellos durante todo un año y que, cuandoFaralyn murió por culpa de las fiebres,se había convertido en el único bebé dela familia Foxton. Cuando Thrall huboaprendido a beber una repugnantecombinación de sangre, leche de vaca ypapilla con sus propias manos, tres

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guardias armados vinieron y se loquitaron a Taretha de los brazos. Lamuchacha lloró y protestó, y recibió unasevera azotaina por sus lamentos.

Su padre la abrazó y la apaciguó,mientras besaba la pálida mejilla, allídonde resultaba visible la impronta rojade unos dedos. La joven se tranquilizó,al cabo; como la niña obediente quequería parecer, accedió a no volver amencionar a Thrall, salvo en lostérminos más indiferentes.

Pero se juró que jamás olvidaría aaquella extraña criatura que había sidocasi como un hermano pequeño paraella.

Nunca.

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—No, no. Así. —Jaramin Skisson secolocó junto a su pupilo—. Sostenlo así,con los dedos aquí… y aquí. Ah, esoestá mejor. Ahora haz estemovimiento… como una serpiente.

—¿Qué es una serpiente? —preguntóThrall. Sólo contaba seis años de edad,pero ya era casi tan grande como sututor. Sus torpes manazas no conseguíanasir el delicado y fino estilo conpropiedad, y la tablilla de arcilla se leescurría sin cesar. Pero era tozudo, yestaba decidido a dominar esa letra queJaramin llamaba «ese».

Jaramin parpadeó tras sus enormeslentes.

—Ah, claro —dijo, más para sí que

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para Thrall—. Una serpiente es un reptilsin patas. Se parece a esta letra.

Thrall se entusiasmó al caer en lacuenta.

—Como un gusano. —A menudotomaba como piscolabis a esaspequeñas golosinas que se abrían pasohasta su celda.

—Sí, se parece a un gusano.Inténtalo de nuevo, esta vez tú solo.

Thrall sacó la lengua y compuso ungesto de concentración. Una formatrémula apareció sobre la arcilla, y supoque en ella se podía reconocer una«ese». Orgulloso de sí mismo, se lamostró a Jaramin.

—¡Muy bien, Thrall! Creo que ya va

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siendo hora de que empiece a enseñartelos números.

—Pero antes, es hora de aprender apelear, ¿eh, Thrall?

Thrall levantó la cabeza para ver laesbelta figura de su señor, el tenienteBlackmoore, de pie en el vano de lapuerta. Entró. Thrall oyó cómo secerraba el cerrojo al otro lado de lapuerta. Nunca había intentado huir, peroparecía que los guardias esperaban quelo hiciera en cualquier momento.

De inmediato, Thrall se postró comole había enseñado Blackmoore. Unacariñosa palmadita en la cabeza leindicó que tenía permiso paralevantarse. Se incorporó con dificultad,

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sintiéndose de repente más grande ytorpe que de costumbre. Mantuvo lamirada fija en las botas de Blackmoore,a la espera de lo que fuese que le tuvierareservado su señor.

—¿Qué tal va con las clases? —lepreguntó Blackmoore a Jaramin, como siThrall no estuviera delante.

—Muy bien. No sabía que los orcospudieran ser tan inteligentes, pero…

—No es inteligente porque sea unorco —interrumpió Blackmoore, con untono de voz tan agudo que Thrall seencogió—. Es inteligente porque loshumanos le hemos enseñado a serlo. Queno se te olvide, Jaramin. —Las botas segiraron en dirección a Thrall—. Y a ti,

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que tampoco se te olvide.Thrall meneó la cabeza, con

violencia.—Mírame, Thrall.Thrall vaciló, antes de elevar su

mirada azul. Los ojos de Blackmoore seclavaron en los del orco.

—¿Sabes lo que significa tunombre?

—No, señor. —Su voz resonó toscay profunda, incluso a sus propios oídos,comparada con la armonía musical delas voces humanas.

—Significa «esclavo». Significa queme perteneces. —Blackmoore avanzó unpaso y clavó un índice tieso en el torsodel orco—. Significa que soy tu

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propietario. ¿Lo entiendes?Por un momento, Thrall se quedó tan

perplejo que no atinó a responder. ¿Sunombre significaba esclavo? Sonaba tanagradable cuando lo pronunciaban loshumanos que había pensado que debíade ser un buen nombre, un nombre digno.

La mano enguantada de Blackmooresaltó para abofetear a Thrall. Aunque elteniente había impulsado el brazo convigor, la piel de Thrall era tan gruesa ytan dura que el orco apenas sintió elgolpe. A pesar de todo, se sintió dolido.¡Su señor le había pegado! Con unamanaza se acarició la mejilla; las negrasuñas estaban recortadas.

—Responde cuando te hablen —

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espetó Blackmoore—. ¿Entiendes lo queacabo de decir?

—Sí, maese Blackmoore —repusoThrall; su profundo vozarrón era apenasun susurro.

—Excelente. —El rostro furibundode Blackmoore se relajó hasta ofreceruna sonrisa de aprobación. Sus dientesresaltaban blancos contra el marconegro de su perilla. Así de repente, todovolvía a estar en orden. Thrall se sintióinundado de alivio. Sus labios securvaron para aproximarse todo lo queles era posible a la sonrisa deBlackmoore—. No hagas eso, Thrall.Pareces más feo de lo que ya eres.

De golpe y porrazo, la sonrisa del

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orco se desvaneció.—Teniente —intervino Jaramin, en

voz baja—, tan sólo intenta imitarvuestra sonrisa, eso es todo.

—Bueno, pues no debería. Loshumanos sonríen. Los orcos, no. Hasdicho que iba bien con las lecciones,¿verdad? Así pues, ¿ya sabe leer yescribir?

—Lee a un nivel bastante avanzado.En lo que se refiere a escribir, sí quesabe, pero esos dedos tan gruesos se lasven y se las desean con algunoscaracteres.

—Excelente —repitió Blackmoore—. En tal caso, ya no necesitamos mástus servicios.

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Thrall inspiró una rápida bocanada ymiró a Jaramin. El anciano parecía tansorprendido como él por aquelladeclaración.

—Todavía desconoce muchas cosas,señor —balbució Jaramin—. Sabe muypoco acerca de los números, de lahistoria, del arte…

—No hace falta que sea unhistoriador, y yo mismo sabré ocuparmede que aprenda lo que necesite sobre losnúmeros. ¿Para qué necesita saber nadade arte un esclavo, eh? Supongo que a tieso te parecerá una pérdida de tiempo,¿eh, Thrall?

Thrall pensó por un instante enaquella vez que Jaramin había traído

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consigo una pequeña estatua y le habíaexplicado cómo estaba tallada; recordóla conversación que habían tenidoacerca del tejido de sus pañales, debrillantes colores azules y blancos.Jaramin había dicho que aquello era«arte», y Thrall se había mostradoentusiasmado por aprender más acercade la confección de cosas tan hermosas.

—Los deseos de mi señor sonórdenes para Thrall —respondió,obediente, ocultando los sentimientos desu corazón.

—Exacto. No te hace falta sabernada de eso, Thrall. Lo que tienes quehacer es aprender a pelear. —Con unafecto inusitado, Blackmoore extendió el

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brazo y apoyó una mano sobre el enormehombro de Thrall. El orco se encogió ymiró a su señor—. Quería queaprendieras a leer y a escribir porque talvez algún día te confiera ventaja sobretu oponente. Yo me ocuparé de quedomines todas las armas que conozco.Voy a enseñarte lo que es la estrategia,Thrall, y la picardía. Serás famoso en laarena de los gladiadores. Miles devoces corearán tu nombre cuandoaparezca. ¿Qué tal suena eso, eh?

Thrall vio cómo Jaramin se daba lavuelta y comenzaba a recoger susbártulos. Sintió un dolor extraño al vercómo desaparecían el estilo y la tablillade arcilla dentro de la bolsa de Jaramin,

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por última vez. Con un rápido vistazopor encima del hombro, Jaramin llegóhasta la puerta y llamó con los nudillos.Le abrieron. Salió, y la puerta volvió aquedar cerrada y trancada.

Blackmoore aguardaba la respuestade Thrall. El orco aprendía deprisa, y noquería que volvieran a golpearlo por nocontestar a tiempo. Tras obligarse ainfundir a sus palabras una certeza queno sentía, le dijo a su señor:

—Suena emocionante. Me alegro deque mi señor desee que siga ese camino.

Por primera vez desde que tenía usode razón, Thrall el orco salió de sucelda. Observaba maravillado mientrasrecorría varios y sinuosos pasillos de

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piedra, precedido de dos guardias, conotros dos a su espalda, y conBlackmoore caminando a la par de él.Ascendieron unas escaleras, cruzaron unpasadizo y bajaron por una escalera decaracol, tan estrecha que parecía que secerniera sobre Thrall.

Al frente se apreciaba una claridadque le hizo entornar los ojos. Seacercaban a la luz, y el temor a lodesconocido comenzó a hacer mella enél. Cuando los guardias que teníadelante traspusieron la luz paraadentrarse en la misma, Thrall se quedóde piedra. El suelo que tenía delante eraamarillo y marrón, no de piedra gris,que era a lo que estaba acostumbrado.

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Unas cosas negras que se parecían a losguardias yacían en el suelo y seguíantodos sus movimientos.

—¿Qué haces? —espetóBlackmoore—. Sal. Cualquier otroprisionero daría el brazo derecho porpoder ver la luz del sol.

Thrall sabía lo que era eso. «La luzdel sol» era lo que entraba en su celda através de pequeñas rendijas. ¡Pero habíatanta luz del sol ahí fuera! Y, ¿qué habíade esas cosas negras? ¿Qué eran?

Thrall señaló a las figuras negrascon forma de hombre que había en elsuelo. Para su vergüenza, todos losguardias empezaron a reírse. A uno deellos incluso le corrían lágrimas por el

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rostro. Blackmoore enrojeció.—Idiota, eso no es más que… Por la

Luz, ¿me habré hecho de un orco quetiene miedo de su propia sombra? —Aun gesto suyo, uno de los guardias clavóla punta de su lanza en la espalda deThrall. Aunque su piel, gruesa de por sí,lo protegía, el empujón azuzó a Thrall aseguir adelante.

Le escocían los ojos, y alzó lasmanos para tapárselos. Aun así, el calorde la… luz del sol… sobre su cabeza ysu espalda era agradable. Poco a poco,bajó las manos y parpadeó, permitiendoque sus ojos se acostumbraran a la luz.

Algo verde y enorme se cernió anteél.

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Por instinto, se irguió cuan alto era yprofirió un rugido. Los guardiasvolvieron a soltar la risa pero, en estaocasión, Blackmoore asintió complacidopor la reacción de Thrall.

—Eso es un luchador dementirijillas. Está fabricado conarpillera, relleno y pintura, Thrall. Es untroll.

Thrall volvió a sentirseabochornado. Ahora que lo veía más decerca, se daba cuenta de que aquello noera un ser vivo. El pelele tenía paja envez de pelo, y las puntadas que lomantenían unido resultaban visibles.

—¿Los trolls se parecen a eso?Blackmoore sofocó una risita.

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—Un poco. Lo que prima no es elrealismo, sino el entrenamiento.Observa.

Extendió un brazo y uno de losguardias depositó algo en su guante.

—Esto es una espada de madera —explicó Blackmoore—. Una espada esun arma, y las de madera se emplean enlos ejercicios. Cuando hayas practicadolo suficiente, pasaremos a las de verdad.

Blackmoore sostuvo la espada conambas manos. Se afianzó en el suelo ycorrió hacia el troll de entrenamiento.Consiguió golpearlo tres veces; una enla cabeza, otra en el tronco y otra en elbrazo que sostenía un arma de trapo, sindetenerse. Con la respiración apenas

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entrecortada, se dio la vuelta y regresóal trote.

—Ahora, inténtalo tú.Thrall tendió la mano hacia el arma.

Sus gruesos dedos se cerraron en torno ala empuñadura. Encajaba en su palmamucho mejor que el estilo. También sesentía más a gusto con ella, como si leresultara familiar. Afianzó su presa eintentó repetir lo que había visto quehacía Blackmoore.

—Muy bien —dijo Blackmoore.Dirigiéndose a uno de los guardias,añadió—: Fíjate, ¿has visto eso? Lolleva en la sangre. Ya lo sabía yo.Ahora, Thrall… ¡ataca!

Thrall giró en redondo. Por primera

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vez en su vida, su cuerpo parecíaansioso por hacer lo que le pedían.Levantó la espada y, para su sorpresa,un rugido brotó de su garganta. Suspiernas comenzaron a impulsarlo casicomo si estuvieran dotadas de vidapropia, conduciéndolo hacia el troll agran velocidad. Alzó la espada (ah, quéfácil era), y la bajó trazando un velozarco en dirección al tronco del pelele.

Se escuchó un tremendo estrépito yel troll salió volando por los aires.Temiendo que hubiese cometido algunaequivocación, la gracia de Thrall setornó de nuevo torpeza y se le enredaronlos pies. Se cayó de bruces y sintió quela espada de madera se partía bajo su

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cuerpo.Se puso de pie con esfuerzo y se

postró, seguro de que iba a recibir unterrible castigo. Había roto el troll dementira y había destruido la espada deprácticas. ¡Era tan grande, tan torpe…!

El aire se llenó de sonoros vítores.Aparte de Jaramin, los silenciososguardias y las ocasionales visitas deBlackmoore, Thrall no se habíarelacionado mucho con los humanos.Nadie le había enseñado a discernir losmatices de sus onomatopeyas, pero teníala extraña sospecha de que aquel sonidono indicaba ira. Con cautela, levantó lavista.

Blackmoore ostentaba una enorme

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sonrisa, al igual que los guardias. Unode ellos batía las palmas para crearestruendosos chasquidos. Cuando reparóen Thrall, la sonrisa de Blackmoore seensanchó aún más.

—¿No os había dicho que superaríatodas las expectativas? ¡Bien hecho,Thrall! ¡Bien hecho!

Thrall parpadeó, inseguro.—¿No he… no lo he hecho mal? El

troll y la espada… se han roto.—¡Y tanto que se han roto! ¡La

primera vez que empuñas una espada yel troll sale volando por el patio! —Laexaltación de Blackmoore se fueapaciguando; rodeó al joven orco con elbrazo, en ademán de compañerismo.

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Thrall se tensó al principio, luego serelajó—. Imagínate que estuvieras en laarena de los gladiadores. Imagínate queese troll fuera real, que tu espada fueseauténtica. Y supón que la primera vezque cargases, lo golpearas con tantafuerza que lo enviaras igual de lejos.¿No te das cuenta de que eso es bueno,Thrall?

El orco supuso que debía de serlo.Sus enormes labios querían tensarsesobre sus dientes para sonreír, perocontuvo el impulso. Blackmoore nuncase había mostrado tan satisfecho con él,tan amable, y no quería hacer nada queempañara ese momento.

Blackmoore le propinó un apretón en

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el hombro, antes de volverse hacia sushombres.

—¡Tú! —le gritó a un guardia—.Vuelve a clavar el troll en la estaca, yasegúrate de afianzarlo de modo queresista las poderosas estocadas de miThrall. Tú, consígueme otra espada demadera. Demonios, trae cinco. ¡Seguroque las rompe todas!

Por el rabillo del ojo, Thrall notómovimiento. Se giró y vio a un hombrealto y cimbreño de pelo rizado, vestidode rojo oscuro, negro y oro, lo que loseñalaba como uno de los sirvientes deBlackmoore. Junto a él había unpequeño ser humano de brillante peloamarillo. No se parecían en absoluto a

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los guardias que conocía. Se preguntó sieso sería un niño humano. Parecía másblando, y sus ropas no eran lospantalones y las túnicas con las que secubrían los demás, sino un traje largo yvaporoso que acariciaba el polvo delsuelo. Así pues, ¿sería una cría hembra?

Sus ojos se encontraron con losazules de la niña. Ésta no parecíaasustada en absoluto por su feaapariencia. Al contrario, le sostuvo lamirada y, ante sus ojos, le dedicó unaradiante sonrisa y le saludó con la mano,como si se alegrara de verlo.

¿Cómo podía ser eso? MientrasThrall se quedaba parado, intentandoencontrar la respuesta adecuada, el

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macho que la acompañaba cogió a lahembra por el hombro y se la llevó deallí.

Thrall, preguntándose aún quéacababa de ocurrir, se volvió hacia loshombres que seguían vitoreando y cerrósu mano, verde y enorme, en torno a otraespada de madera.

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CAPÍTULOTRES

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N o tardó en establecerseuna rutina; una rutina que

Thrall seguiría durante varios años.Comía al amanecer, le colocaban unosgrilletes en torno a las muñecas y lostobillos, salía al patio de Durnholde y seentrenaba. Al principio, era Blackmooreen persona el encargado de supervisarlos ejercicios, enseñándole losmovimientos básicos y ensalzándolo conefusividad. En ocasiones, no obstante, elhumor de Blackmoore se agriaba yThrall no conseguía hacer nada paraagradarle. En esas ocasiones, la lenguadel noble parecía algo lenta, susmovimientos torpes, y despotricaba

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contra el orco sin razón aparente. Thrallllegó a aceptar el hecho de que no eradigno. Si Blackmoore le amonestaba,sería porque se lo merecía; cualquierhalago se debía tan sólo a lamagnanimidad de su señor.

Transcurridos algunos meses, hizo suaparición otro hombre y Thrall dejó dever a Blackmoore con regularidad. Estehombre, al que Thrall sólo conocía porel sobrenombre de sargento, era enormepara los estándares humanos.Sobrepasaba el metro ochenta de altura,y su poderoso torso estaba cubierto derizos rojos. El pelo de su cabezatambién era anaranjado, y suenmarañadas greñas encontraban su

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igual en la larga barba. Llevaba unabufanda negra anudada alrededor delcuello, y en una oreja exhibía un granaro. La primera vez que había acudidopara dirigirse a Thrall y a los demásluchadores que se entrenaban junto a él,les había dedicado a todos unapenetrante mirada y había propuesto sureto a voces.

—¿Veis esto? —Señaló con un dedoachatado el reluciente aro de su oreja—.No me lo he quitado en trece años. Heentrenado a miles de reclutas comovosotros, cachorros, y a todos losgrupos les he dicho lo mismo: quitadmeeste pendiente de la oreja y dejaré queme apaleéis a placer. —Sonrió,

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mostrando varios huecos en su dentadura—. A lo mejor ahora no os lo parece,pero para cuando haya terminado convosotros, venderíais a vuestra propiamadre con tal de tener una ocasión deponerme la mano encima. Si alguna vezfuese tan lento que no consiguierazafarme del ataque de cualquiera devosotros, damiselas, merecería que mearrancaran la oreja de cuajo y que meobligaran a tragarme los dientes que mequedan.

Había estado paseándose despacioante la hilera de hombres, y se detuvo depronto enfrente de Thrall.

—Aplícate el cuento, duendesuperdesarrollado —rugió el sargento.

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Thrall agachó la cabeza, confuso. Lehabían enseñado que nunca, nunca, debíalevantar la mano contra los humanos.Aun así, parecía que iba a tener queluchar con ellos. Ni se le ocurriríaintentar quitar el pendiente del lóbulodel sargento.

Una mano enorme agarró la barbillade Thrall y le levantó la cabeza degolpe.

—Mírame cuando te hable,¿entendido?

Thrall asintió, patidifuso.Blackmoore nunca quería que lo miraraa los ojos. Ese hombre acababa deordenarle que sí lo hiciera. ¿A quién sesuponía que debía obedecer?

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El sargento los dividió en parejas.Su número era impar, y Thrall terminópor quedarse solo. El sargento se plantóante él y le lanzó una espada de madera.Por instinto, Thrall la cogió. El sargentosoltó un gruñido de aprobación.

—Buena coordinación demovimientos. —Al igual que los demáshombres, portaba un escudo y se cubríacon una pesada armadura almohadilladaque le protegía la cabeza y el cuerpo.Thrall no llevaba ninguna. Su piel eratan resistente que apenas sentía losgolpes, y crecía tan deprisa quecualquier atuendo o armadura queconfeccionaran a su medida se quedabapequeño enseguida—. ¡A ver cómo te

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defiendes! —Sin más aviso, el sargentocargó contra Thrall.

Por una fracción de segundo, Thrallse encogió ante el ataque. Luego, algo ensu interior pareció encajar en su sitio.Dejó de moverse con miedo y confusión,y ganó una posición de confianza. Seenderezó, cuan alto era, y se dio cuentade que crecía tan deprisa que era másalto incluso que su oponente. Levantó elbrazo izquierdo, que sabía que algún díasostendría un escudo más pesado que unhumano, para protegerse de la espada demadera, y descargó su propia arma en unveloz arco. Si el sargento no hubierareaccionado a una velocidadsorprendente, la espada de Thrall se

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habría incrustado en su yelmo. Inclusocon esa protección, Thrall sabía que elpoder que impulsaba su estocadaprobablemente habría matado alsargento.

Pero el sargento era ágil, y suescudo detuvo el mortífero ataque deThrall. El orco gruñó, sorprendido,cuando el sargento logró atizarle elabdomen desnudo. Se tambaleó, perdidoel equilibrio.

El sargento aprovechó la abertura ypresionó, descargando tres rápidosgolpes que habrían terminado con lavida de cualquier hombre sin armadura.Thrall recuperó el equilibrio y sintióque se apoderaba de él un impulso

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ferviente y desconocido. Toda sufrustración y su indefensión sedesvanecieron, suplantadas por unobjetivo letal: Matar al sargento.

Profirió un grito sobrecogedor, elpoder de su voz lo sobresaltó incluso aél, y arremetió. Levantó el arma ygolpeó, la levantó y golpeó,descargando una lluvia de golpes sobreel hombretón. El sargento intentóretirarse y su bota patinó sobre unapiedra. Se cayó de espaldas. Thrallvolvió a soltar un alarido, conforme eldeseo de reducir a pulpa la cabeza delsargento lo empapaba igual que una olade fuego. El sargento consiguió colocarla espada ante él y desvió la mayoría de

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los golpes, pero Thrall ya lo habíainmovilizado entre sus poderosaspiernas. Tiró la espada a un lado yextendió las enormes manos. Si pudierarodear con ellas el cuello deBlackmoore…

Aturdido por la imagen que se habíaformado en su mente, Thrall se quedóhelado, con los dedos a escasoscentímetros de la garganta del sargento.Se protegía con un collar, sí, pero losdedos de Thrall eran poderosos. Sihubiera conseguido cerrar su presa…

En ese momento, se le echaronencima varios hombres a la vez,imprecándole y apartándolo de la figurarendida del instructor marcial. Ahora

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era Thrall el que se encontraba tendidode espaldas, con los poderosos brazoslevantados para zafarse de los golpes devarias espadas. Oyó un extraño sonido,un tañido, y vio algo metálico queatrapaba la brillante luz del sol.

—¡Basta! —gritó el sargento. Su vozseguía siendo tan sobrecogedora eimperiosa como si no se hubieraencontrado a escasos centímetros de lamuerte—. ¡Maldita sea, detente o tecorto ese condenado brazo! ¡Guarda laespada enseguida, Maridan!

Thrall oyó un siseo. Un par defuertes brazos lo asieron y lo levantaron.Miró al sargento.

Para su sorpresa, el sargento soltó

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una sonora risotada y dio una palmadaen el hombro del orco.

—Buen trabajo, gañán. Es lo máscerca que ha estado nadie de quitarme elpendiente… y en el primer combate,además. Eres un guerrero nato, pero sete olvidó cuál era el objetivo, ¿no esasí? —Señaló el aro de oro—. Éste erael objetivo, no exprimirme como a unanaranja.

Thrall pugnó por hablar.—Lo siento, sargento. No sé lo que

ha ocurrido. Usted me atacó, yentonces… —A punto estuvo demencionar la breve imagen deBlackmoore. Por si no fuera poco quehubiese perdido la cabeza.

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—A algunos enemigos querrássometerlos a lo que acabas de hacer —dijo el sargento, sorprendiéndole—.Buena táctica. Pero a algunos oponentes,como a todos los humanos con los que tevas a enfrentar, querrás derribarlos ynada más. Ahí se acaba. La sed desangre tal vez te salve la vida en unabatalla real pero, para los combates degladiadores, te hará falta tener más deaquí —se tocó la sien con un dedo—,que de aquí —se palmeó el estómago—.Quiero que leas algunos libros sobreestrategia. Sabes leer, ¿no?

—Un poco —consiguió articularThrall.

—Tienes que aprender la historia de

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las campañas bélicas. Todos estoscachorros la conocen —indicó a losdemás soldados con un gesto—. Duranteuna temporada, ésa será su ventaja. —Segiró para fulminarlos con la mirada—.Pero sólo durante una temporada,gañanes. Éste tiene fuerza y coraje, ytodavía es un bebé.

Los hombres miraron a Thrall conhostilidad. El orco sintió una súbitacalidez, una dicha desconocida hasta esemomento. Había estado a punto de matara ese hombre, pero no se había merecidouna reprimenda por ello. En vez de eso,le habían dicho que tenía que aprender,que mejorar, para saber cuándo podía ira matar y cuándo podía mostrar… ¿qué?

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¿Cómo se llamaba cuando uno leperdonaba la vida a un oponente?

—Sargento —comenzó,preguntándose si sería castigado porformular esa pregunta—, a veces…usted ha dicho que a veces no se debematar. ¿Por qué no?

El sargento lo miró, imperturbable.—Se llama clemencia, Thrall.

También aprenderás lo que significa eso.Clemencia. Para sus adentros, Thrall

envolvió la palabra con su lengua. Erauna palabra dulce.

—¿Permitió que le hiciera eso? —Aunque se suponía que Tammis nodebería atender a esa conversaciónpersonal entre su señor y el hombre que

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había contratado para entrenar a Thrall,la estridente voz de Blackmooreatravesaba las paredes. Tammis dejó delimpiar el barro de las botas deBlackmoore y aguzó el oído. Para él,eso no era espiar. Lo consideraba unmétodo fundamental para proteger elbienestar de su familia.

—Fue un buen movimiento marcial—replicó el sargento, sin que parecieraque estuviese a la defensiva—. Lo hetratado del mismo modo que habríahecho con cualquier otro hombre.

—¡Pero es que Thrall no es unhombre, es un orco! ¿O no se ha dadousted cuenta?

—Sí, desde luego —repuso el

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sargento. Tammis se colocó de maneraque pudiera atisbar por la rendija de lapuerta entreabierta. El sargento parecíafuera de lugar en el lujoso recibidor deBlackmoore—. Y no me corresponde amí preguntarle por qué quiere que recibauna formación tan concienzuda.

—En eso tiene razón.—Pero quiere que reciba una

formación concienzuda, y eso esexactamente lo que estoy haciendo.

—¿Dejando que casi lo mate?—¡Alabando un buen movimiento, y

enseñándole cuándo emplear la sed desangre y cuándo conservar la cabezafría! —gruñó el sargento. Tammiscontuvo una sonrisa. Resultaba evidente

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que al sargento le costaba lo suyomantener su cabeza fría—. Pero ése noes el motivo de mi visita. Tengoentendido que usted le enseñó a leer.Quiero que eche un vistazo a algunoslibros.

Tammis contuvo el aliento.—¿Cómo? —exclamó Blackmoore.Tammis se había olvidado por

completo de su faena. Espiaba por larendija de la puerta, con el cepillo enuna mano y una bota cubierta de barro enla otra, escuchando con atención.Cuando sintió el roce en el hombro, apunto estuvo de caerse del susto.

Con el corazón desbocado, se volviópara ver a Taretha. La muchacha le

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dedicó una sonrisa traviesa; sus ojosazules fueron de su padre a la puerta.Saltaba a la vista que sabía lo queestaba haciendo.

Tammis se sintió abochornado, peroesa emoción sucumbió arrollada por elapasionado deseo de saber qué iba aocurrir. Se llevó un dedo a los labios yTaretha asintió, cómplice.

—A ver, ¿por qué le enseñó al orcoa leer si no quería que lo hiciera?

Blackmoore balbució algunaincoherencia.

—Tiene cabeza, por mucho queusted piense lo contrario, y si quiere queaprenda tal y como me pidió, tendrá quepermitir que aprenda tácticas de batalla,

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mapas, estrategias, técnicas de sitio…El sargento se servía de los dedos

para enumerar los objetivos, conindolencia.

—¡Está bien! —explotó Blackmoore—. Aunque supongo que viviré paraarrepentirme de esto… —Se encaminó ala pared cubierta de libros y seleccionóunos cuantos—. ¡Taretha! —aulló.

Los dos sirvientes Foxton, padre ehija, dieron un respingo. Taretha seapresuró a plisarse el cabello, adoptóuna expresión complaciente y entró en laestancia.

Hizo una reverencia.—¿Sí, señor?—Toma. —Blackmoore le alcanzó

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los libros. Eran grandes y aparatosos, yle ocuparon los brazos. La muchacha lomiró por encima del último, sobre el quesólo asomaban sus ojos—. Quiero quese los lleves al guardia de Thrall paraque se los dé al orco.

—Sí, señor —respondió Taretha,como si eso fuera algo que le pidierantodos los días, y no una de las órdenesmás sorprendentes que Tammisrecordara haber oído de labios de suseñor—. Pesan un poco, señor… ¿leimporta que vaya a mi cuarto y coja unabolsa? Así será más fácil transportarlos.

Ofrecía el aspecto de la criadaperfecta. Sólo Tammis y Clanniaconocían la mente y la lengua tan agudas

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que se ocultaba tras aquel engañososemblante de dulzura. Blackmoore seapaciguó un tanto y le dio unaspalmaditas en su rubia cabeza.

—Claro que no, niña. Pero no teentretengas, ¿entendido?

—Desde luego, señor. Gracias,señor. —Pareció que pensara en realizarotra reverencia, se lo pensó mejor, y semarchó.

Tammis cerró la puerta tras ella.Taretha se volvió hacia él,resplandecientes sus grandes ojos.

—¡Ay, papá! —exhaló, en voz bajapara que nadie más la oyera—. ¡Por finvoy a conseguir verlo!

A Tammis se le encogió el corazón.

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Había rezado para que a su hija se lehubiera pasado ese perturbador interéspor el bienestar del orco.

—No, Taretha. Vas a darle los librosa los guardias, eso es todo.

El rostro de la muchacha evidenciósu tristeza, antes de girarse.

—Es que… desde que murióFaralyn… es el único hermano que mequeda.

—No es tu hermano, sino un orco.Un animal, carne de campamento o degladiador. Que no se te olvide. —Tammis aborrecía desilusionar a su hija,pero lo hacía por su propio bien. Nadiedebía reparar en el interés que mostrabapor Thrall. Eso no acarrearía más que

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desgracias si Blackmoore llegara aenterarse.

Thrall dormía profundamente,agotado por el ajetreo del día deentrenamiento, cuando la puerta de lacelda se abrió de golpe. Parpadeósoñoliento, antes de ponerse de piecuando uno de los guardias entróacarreando una gran bolsa.

—El teniente dice que esto es parati. Quiere que hables con él cuandoacabes. —Había una nota de desdén enla voz del guardia, pero Thrall no leprestó atención. Los guardias siempre sedirigían a él con desprecio.

La puerta se cerró y quedó trancada.Thrall miró la bolsa. Con una delicadeza

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impropia de su enorme corpachón,desató el nudo y metió la mano. Susdedos se cerraron en torno a algo firmey rectangular, suave al tacto.

No podía ser. Recordaba esasensación…

Sin atreverse apenas a soñar, lo sacóa la tenue luz de su celda y lo observó.Sí que lo era, en efecto, un libro. Leyó eltítulo, en voz alta: «La historia de laalianza de Lor-lordaeron». Con avidez,cogió otro libro, y un tercero. Todosellos versaban sobre historia militar.Cuando hojeó uno, algo se cayó al suelocubierto de paja de su celda. Era untrozo de pergamino, pequeño y dobladocon esmero.

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Curioso, lo desplegó, tomándose sutiempo con sus enormes dedos. Era unanota. Movió los labios, pero leyó parasí:

Querido Thrall,Maese B. ha ordenado que tengas

estos libros y me hace mucha ilusión porti. No sabía que te hubiese dejadoaprender a leer. A mí también me dejó, yme encanta. Te echo de menos y esperoque estés bien. Me parece que lo que teobligan a hacer en el patio debe dedoler, espero que no lo pases mal. Megustaría seguir hablando contigo,¿quieres? Si es que sí, escríbeme unanota en la otra cara del papel y dóblala yponla en el mismo libro en que la guardé

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yo. Procuraré ir a verte, si no, búscame.Soy la niña que te saludó con la mano.¡¡¡¡¡Espero que me escribas!!!!!

Con cariño,TarethaP.D.: ¡¡¡No le hables a nadie de esta

nota o nos meteremos en PROBLEMAS!!!Thrall se sentó de golpe. No daba

crédito a lo que acababa de leer. Seacordaba de la pequeña hembra, y sehabía preguntado por qué le habríasaludado con la mano. Estaba claro quelo conocía… y que pensaba bien de él.¿Cómo podía ser eso? ¿Quién era?

Estiró un índice y se quedó mirandola uña roma. Tendría que bastar. Unarañazo estaba cicatrizando en su brazo

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izquierdo. Escarbó todo lo que pudo,hasta que consiguió reabrir la herida.Una espesa gota escarlata recompensósus esfuerzos. Empleando la uña a modode estilo, escribió con cuidado una solapalabra en el dorso de la nota:

SI.

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CAPÍTULOCUATRO

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T hrall tenía doce añoscuando vio a su primer orco.

Se estaba entrenando en el exterior, enlos campos de la fortaleza. Cuando huboganado su primera batalla a la tiernaedad de los ocho años, Blackmooreaccedió a la petición del sargento y lehabía concedido más libertad al orco; almenos, en lo referente al entrenamiento.Aún conservaba un grillete alrededor deun tobillo, sujeto a su vez a un inmensopeñasco. Ni siquiera un orco con lafuerza de Thrall sería capaz de huir conaquel peso aferrado a la pierna. Lascadenas eran gruesas y resistentes,difíciles de romper. Después del primer

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par de días, Thrall dejó de prestarlesatención. La cadena era larga y leconfería libertad de movimientos. Nisiquiera se le había pasado por lacabeza la idea de escaparse. Era Thrall,el esclavo. Blackmoore era su señor, elsargento era su instructor, Taretha era suamiga secreta. Todo estaba en su sitio.

Thrall se arrepentía de no habertrabado amistad con ninguno de suscompañeros de formación. Todos losaños había un grupo nuevo, todos elloscortados por el mismo patrón: jóvenes,impetuosos, despectivos, y algoasustados del gigantesco ser verde conel que se suponía que debían entrenar.Sólo el sargento le dedicaba algún que

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otro halago; sólo el sargento interveníacuando se metían con Thrall. Enocasiones, Thrall deseaba poderdefenderse, pero tenía muy presente elconcepto de la lucha honorable. Aunqueaquellos hombres lo consideraban suenemigo, él sabía que no lo eran, ymatarlos o malherirlos sería unaequivocación.

Thrall tenía buen oído y siempreprestaba atención a los chismorreos delos hombres. Dado que para ellos él eraun bruto irracional, no se mordían lalengua cuando lo tenían delante. ¿Quiénse preocupaba de medir sus palabrascuando el único testigo era un animal?Fue así como Thrall supo que los orcos,

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otrora el enemigo a temer, se estabandebilitando. Era cada vez mayor elnúmero de ellos que era atrapado yhacinado en algo llamado «campos deinternamiento». Durnholde era la base, ytodos los encargados de esos campos seencontraban allí en esos momentos,mientras sus subalternos se ocupaban decontrolar la rutina diaria de los campos.Blackmoore era el líder de todos ellos.Seguían produciéndose escaramuzas,pero cada vez con menos frecuencia.Algunos de los hombres qué acudían alos entrenamientos nunca habían vistopelear a un orco hasta que seencontraron con Thrall.

Con el paso de los años, el sargento

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le había enseñado las argucias delcombate cuerpo a cuerpo. Thrall estabaversado en todas las armas que seempleaban en las peleas: espada, sable,lanza, mangual, puñal, flagelo, red,hacha, garrote y alabarda; se suponíaque, cuanta menos protección llevaranlos combatientes, más emocionante seríapara la multitud de espectadores.

Se encontraba en el centro de ungrupo de pupilos. La posición leresultaba conocida; estaba pensada paraque redundara en beneficio de losjóvenes, más que en el suyo. El sargentose refería a esta escena como al«cerco». Los pupilos eran (cómo no)humanos que se suponía que habían

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tropezado con uno de los escasos orcosrenegados que aún quedaban, y queestaba decidido a no sucumbir sinplantar batalla. Thrall era (claro está) elorco desafiador. El propósito era que elgrupo ideara al menos tres formasdistintas de capturar o matar al «orcorenegado».

A Thrall no le hacía demasiadagracia ese marco hipotético. Prefería loscombates uno contra uno antes queconvertirse en el objetivo de, enocasiones, hasta una docena de hombres.El brillo en los ojos de los humanos antela idea de luchar contra él y sus sonrisassiempre conseguían descorazonar aThrall. La primera vez que el sargento

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había dispuesto el escenario, a Thrall lehabía costado trabajo reunir laresistencia necesaria para sacar algúnprovecho de ese entrenamiento. Elsargento tuvo que llevárselo aparte yasegurarle que no pasaba nada poractuar. Los hombres disponían dearmaduras y de armas reales; él sólotenía una espada de madera. No eraprobable que Thrall fuese a causarningún daño permanente.

Así pues, ahora que ya habíarepetido la misma rutina en numerosasocasiones con el paso de los años,Thrall se convirtió de inmediato en unabestia rugiente y enfurecida. Lasprimeras veces le había costado

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distinguir la fantasía de la realidad, peromejoró con la práctica. Nunca perdía elcontrol en ese escenario y, si las cosasse ponían feas de verdad, depositaba suvida en las manos del sargento.

Avanzaron hacia él. Como era depredecir, habían elegido el asalto sintapujos como la primera de sus trestácticas. Dos tenían espadas, cuatroesgrimían lanzas, y el resto blandíahachas. Uno de ellos saltó hacia delante.Thrall paró con rapidez, levantando suespada de madera con una velocidadasombrosa. Alzó una pierna enorme ysoltó una patada, golpeando al atacantede pleno en el pecho. El joven saliódisparado hacia atrás; no conseguía

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ocultar el pasmo que sentía. Se quedótendido en el suelo, respirando condificultad.

Thrall giró en redondo, anticipandoel acercamiento de otros dos. Se leecharon encima con las lanzas pordelante. Con la espada, apartó a uno desu camino con la misma facilidad conque un humano espantaría a un insecto.Con la mano libre, puesto que nodisponía de escudo, agarró la lanza delsegundo hombre, se la arrebató y le diola vuelta, de modo que la afilada puntaquedó apuntando al que fuera supropietario hacía tan sólo unossegundos.

De haber sido ésa una batalla real,

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Thrall sabía que habría hundido la lanzaen el cuerpo del hombre; pero ése erasólo un entrenamiento, y él mantenía elcontrol. Levantó la lanza y a puntoestaba de arrojarla lejos de sí cuando unterrible sonido consiguió que todo elmundo se detuviera en seco.

Thrall se giró para ver una pequeñacarreta que se acercaba a la fortalezapor el estrecho y sinuoso sendero. Estoocurría varias veces al día, y lospasajeros siempre eran los mismos:granjeros, comerciantes, nuevosreclutas, dignatarios de uno u otro jaezque venían de visita.

Mas no en esta ocasión.Esta vez, los esforzados caballos

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tiraban de una carreta llena demonstruosas criaturas verdes. Estabanencerradas en una jaula de metal, yparecía que fueran encorvadas. Thrallvio que los seres estaban encadenadosal suelo de la carreta. Eran tan grotescosque se sintió horrorizado. Eran enormes,deformes, exhibían unos caninosinmensos en lugar de dientes, sus ojoseran diminutos y feroces…

La verdad cayó sobre él como unmazazo. Eran orcos. Sus congéneres.Ése era el aspecto que ofrecía él a losojos de los humanos. La espada demadera resbaló entre unos dedos quehabían perdido la sensibilidad. Soyhorrendo. Soy aterrador. Soy un

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monstruo. No me extraña que me odientanto.

Una de las bestias se volvió y miró aThrall directamente a los ojos. Quisoapartar la vista, pero no pudo. Sostuvoel escrutinio, respirando apenas. Antesus ojos, el orco consiguió liberarse, nose sabía cómo. Con un alarido queensordeció a Thrall, la criatura seabalanzó sobre los barrotes de la jaula.Extendió las manos ensangrentadas acausa de la abrasión de los grilletes,agarró los barrotes y, ante los atónitosojos de Thrall, los dobló lo suficientepara escurrir su enorme corpachón entreellos. La carreta seguían avanzando,puesto que los caballos corrían ahora

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aterrorizados. El orco se estrelló confuerza contra el suelo y rodó variasveces pero, un latido más tarde, ya sehabía incorporado y corría hacia Thrally los luchadores a una velocidad que nose correspondía con su tamaño.

Abrió sus terribles fauces y profirióalgo que parecían palabras:

—¡Kagh! ¡Bin mog g’thazag cha!—¡Atacad, estúpidos! —gritó el

sargento. Desprovisto de armadura, asióuna espada y emprendió la carrera paraabalanzarse sobre el orco. Los hombresentraron en acción y se apresuraron aacudir en ayuda de su sargento.

El orco ni siquiera se molestó enmirar al sargento a la cara. Proyectó su

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mano izquierda, con el grillete aúnaferrado a la muñeca, atizó al sargentode pleno en el pecho y lo envió lejos,volando por los aires. Siguió avanzando,implacable. Sus ojos no se apartaban deThrall; volvió a gritar las palabras:

—¡Kagh! ¡Bin mog g’thazag cha!Thrall se estremeció,

desembarazándose al fin del miedo,pero no sabía qué hacer. Levantó laespada de madera y adoptó una posedefensiva, pero permaneció en el sitio.Aquella horripilante y fea cosa cargabacontra él. Sin duda, se trataba de unenemigo. Empero, era uno de los suyos,su misma carne y sangre. Un orco, delmismo modo que Thrall era un orco; no

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conseguía decidirse a atacar.Ante los ojos de Thrall, los hombres

cayeron sobre el orco y el imponentecorpachón verde se doblegó bajo elcentelleo de espadas, hachas y negrasarmaduras. La sangre comenzó aextenderse bajo la montaña de hombres;cuando al fin todo hubo terminado, seapartaron para observar el amasijoverde y rojo que ocupaba el lugar en elque antes se alzara una criatura viva.

El sargento se incorporó sobre uncodo.

—¡Thrall! —exclamó—. ¡Lleváosloa la celda, enseguida!

—En el nombre de todo lo sagrado,¿qué es lo que habéis hecho? —gritó

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Blackmoore, que observaba atónito alsargento que se había presentado ante éltan bien recomendado, y que se habíaconvertido en la persona que más habíaodiado en su vida—. Se suponía quejamás debía ver otro orco, hasta que…ahora lo sabe, maldita sea. ¿En quéestabais pensando?

El sargento se crispó ante elreproche.

—Estaba pensando, señor, en que sino queríais que Thrall viera a ningúnotro orco, me lo podrías haber dicho.Estaba pensando, señor, en que si noqueríais que Thrall viera a ningún otroorco podrías haber dispuesto que lascarretas que los transportan vinieran

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cuando Thrall estuviese en su celda.Estaba pensando, señor, en que…

—¡Basta! —aulló Blackmoore.Inhaló hondo y se recompuso—. El dañoya está hecho. Ahora tenemos que pensaren cómo repararlo.

Su tono de voz más calmado,consiguió apaciguar también al sargento.Con menos beligerancia, el instructorpreguntó:

—Así pues, ¿Thrall no sabía quéaspecto tenía?

—No. Nada de espejos. Nada debacines de agua. Se le ha inculcado quelos orcos son escoria, lo cual es cierto,desde luego, y que se le permite vivirtan sólo porque me hace ganar dinero.

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Ambos hombres se sumieron en suspensamientos. El sargento se rascó labarba roja, reflexionando, antes devolver a hablar.

—Así que ya lo sabe. ¿Y qué? Elque haya nacido orco no quiere decirque no pueda ser algo más que eso. Notiene por qué ser un bruto irracional. Nolo es, por cierto. Si le animarais apensar en sí mismo como en algo máshumano…

La sugerencia del sargento enfurecióa Blackmoore.

—¡No lo es! —estalló—. Es unbruto. ¡No quiero que empiece a creerseque es poco menos que un humanoenorme de piel verde!

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—Entonces, disculpe, señor —dijoel sargento, masticando las palabras—,pero ¿qué quiere que crea que es?

Blackmoore no tenía respuesta. Nolo sabía. No se había parado a pensar enello hasta ese día. Todo le habíaparecido muy sencillo cuando se tropezócon el bebé orco. Críalo como a unesclavo, enséñale a luchar, ponlo departe de los humanos, colócalo al frentede un ejército de orcos derrotados yataca a la Alianza. Con Thrall a lacabeza de un ejército orco revitalizado,comandando las cargas, Blackmooreobtendría un poder que superaría susfantasías más exaltadas.

Pero no estaba saliendo según lo

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planeado. En el fondo, sabía que elsargento tenía razón en algunos aspectos.Thrall necesitaba aprender cómopensaban y razonaban los humanos siquería servirse de ese conocimientopara gobernar a los bestiales orcos.Mas, si aprendía, ¿no se rebelaría?Thrall tenía que estar atado en corto,para que no se le olvidara su llaneza.Tenía que estarlo. Por la Luz, ¿quéhacer? ¿Cómo tratar a esa criatura a finde conseguir al líder de guerra perfecto,sin permitir que nadie supiera que eraalgo más que un campeón gladiador?

Respiró hondo. No debía venirseabajo delante de ese sirviente.

—Thrall necesita una guía, y

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nosotros debemos proporcionársela —dijo, con una tranquilidad envidiable—.Ya ha aprendido lo suficienteentrenándose con los reclutas. Meparece que va siendo hora de que loreleguemos exclusivamente al combate.

—Señor, resulta muy útil en losentrenamientos.

—Ya casi hemos erradicado a losorcos —continuó Blackmoore, pensandoen los miles de orcos que se hacinabanen los campos—. Su líder, Martillo deCondena, ha huido. Su raza se encuentradispersa. La paz se cierne sobrenosotros. Ya no hace falta queentrenemos a los reclutas para pelearcon los orcos. Cualquier batalla en la

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que participen será contra otroshombres, no contra monstruos.

Maldición. Había estado a punto dehablar demasiado. Parecía que elsargento también había reparado en eldesliz, pero no reaccionó.

—Los hombres necesitan una vía deescape para su sed de sangre en tiemposde paz. Confinemos a Thrall a las peleasde gladiadores. Nos llenará los bolsillosy aumentará nuestro honor. —Esbozóuna sonrisa aviesa—. Aún está pornacer el hombre capaz de plantar cara aun orco.

El ascenso de Thrall en las filas delos gladiadores había sido poco menosque fenomenal. Había alcanzado su

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máxima altura siendo muy joven;conforme transcurrían los años, comenzóa añadir corpulencia a su constitución.Era el orco más grande que habían vistomuchos, o del que hubieran oído hablar.Era el señor de la arena, y todo elmundo lo sabía.

Cuando no estaba peleando,permanecía encerrado a solas en sucelda, que parecía volverse cada vezmás pequeña con cada día que pasaba, adespecho de que Blackmoore habíaordenado que lo trasladaran a una nueva.Thrall disponía ahora de una pequeñazona cubierta para dormir, y otra muchomás grande donde entrenar. Ese fosocubierto por una reja disponía de armas

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de mentira de todo tipo, así como delviejo amigo de Thrall, el maltrecho trollde paja con el que practicaba. Algunasnoches, cuando no conseguía dormir, selevantaba y descargaba las tensionessobre el pelele.

Eran los libros que le enviabaTaretha, con sus preciados mensajes eincluso una tablilla y un estilo, los quede verdad llenaban aquellas largas ysolitarias horas. Hacía tiempo queconversaban en secreto al menos una veza la semana; Thrall se imaginaba elmundo como lo pintaba Tari: lleno dearte, de belleza y de camaradería. Unmundo de manjares, lejos de la carneputrefacta y de las gachas. Un mundo en

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el que había sitio para él.De vez en cuando, sus ojos

reparaban en trozo de tela, cada vez másraída, que ostentaba el símbolo de unacabeza de lobo blanco sobre fondo azul.Se apresuraba a apartar la mirada, puesno quería que su mente divagara poresos derroteros. ¿De qué serviría?Había leído suficientes libros (algunosde los cuales Blackmoore ni sospechabasiquiera que Tari se los hubieraentregado a Thrall) como paracomprender que el pueblo orco vivía enpequeños grupos, todos ellos con supropio símbolo distintivo. ¿Qué podríahacer, decirle a Blackmoore que yaestaba cansado de ser un esclavo, hasta

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luego, por favor déjame salir para quepueda ir a buscar a mi familia?

Sin embargo, la idea le atraía. Supropia gente. Tari tenía la suya, sufamilia, Tammis y Clannia Foxton. Eraapreciada y querida. Se sentíaagradecido porque ella disfrutara detanto afecto y apoyo, porque era graciasa ese entorno seguro que ella se habíasentido lo bastante generosa como parapreocuparse por él.

En ocasiones, se preguntaba quépensarían de él los demás miembros dela familia Foxton. Tari ya no hablabamucho de ellos. Le había contado que sumadre, Clannia, le había dado de mamarde su propio pecho para salvarle la

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vida. Al principio, Thrall se habíasentido conmovido por ese gesto pero,cuando creció y supo más cosas,entendió que Clannia no se había vistoimpelida a amamantarlo por amor, sinopor el deseo de merecerse el favor deBlackmoore.

Blackmoore. Todos los caminosconducían a él. Tal vez se olvidara deque no era más que una propiedadcuando escribía a Tari y cuando leía suscartas, o cuando buscaba su cabellodorado en la grada durante los combatesde gladiadores. También podíasumergirse en la excitación de lo que elsargento denominaba «sed de sangre».Pero esos momentos eran muy breves.

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Incluso cuando el propio Blackmooreacudía a visitar a Thrall para debatirsobre alguna estrategia militar quehubiera estudiado el orco, o para jugar alinces y liebres, no existía ningúnvínculo, ninguna sensación defamiliaridad con ese hombre. CuandoBlackmoore se mostraba jovial, siempremantenía la aptitud de un hombre delantede un chiquillo. Cuando estaba irritableo furioso, lo que ocurría la mayoría delas veces, Thrall se sentía tan indefensocomo un niño. Blackmoore podíaordenar que lo apalearan, o que no ledieran de comer, o que lo quemaran, oque le pusieran los grilletes, o (el peorcastigo de todos y que aún, por suerte no

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se le había ocurrido a Blackmoore)negarle el acceso a los libros.

Sabía que Tari no disfrutaba de unavida privilegiada, al contrario queBlackmoore. Ella era una criada, a sumanera, estaba tan subyugada como elorco cuyo nombre significaba esclavo.Pero tenía amigos, y nadie le escupía, ytenía un hogar.

Despacio, su mano se movió, comodotada de vida propia, hasta coger elpañal azul. En ese momento, oyó que secorrían los cerrojos y se abría la puerta.Tiró el trapo como si se tratara de algosucio.

—Vamos —dijo uno de los ariscosguardias. Le tendió los grilletes—. Es

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hora de pelear. He oído que hoy te hanencontrado unos buenos oponentes. —Sonrió sin ninguna gracia, enseñando susdientes sarrosos—. Maese Blackmooreestá dispuesto a arrancarte la piel si noganas.

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CAPÍTULOCINCO

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H abía transcurrido más deuna década desde que un tal

teniente Blackmoore se encontrara a lavez con un orco huérfano y con laposible respuesta a sus plegarias.Habían sido años felices y fructíferospara el señor de Thrall, y para lahumanidad en general. AedelasBlackmoore, antes teniente, ahorateniente general, había recibido algunasburlas a propósito de su «orco decompañía» cuando lo llevó a Durnholde,sobre todo cuando parecía que eldesventurado ser ni siquiera iba asobrevivir. Gracias a la señora Foxton ya sus hinchadas ubres. Blackmoore no

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conseguía concebir que una humanahubiera estado dispuesta a amamantar aun orco pero, aunque la oferta habíaaumentado el desprecio que sentía porsu criado y su familia, también le habíasacado las castañas del fuego. A esoobedecía el hecho de que no hubieraescatimado en bagatelas ni alimento y deque hubiera proporcionado la educaciónde su vástago, aun cuando se tratara deuna niña.

Era un día radiante, cálido pero noen demasía. El tiempo perfecto parapelear. El toldo, brillante con suscolores rojos y dorados, proporcionabauna agradable sombra. Pendones detodos los colores danzaban al son de la

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apacible brisa, y la música y las risasflotaban hasta sus oídos. El olor de lafruta madura, la carne fresca y el asadoagasajaba su olfato. Todo el mundoestaba de buen humor. Al término de loscombates, habría quien no se sintiera tandichoso pero, en ese preciso instante,todos se sentían felices y cargados deanticipación.

Su joven protegido, lord KarramynLangston, se encontraba tendido en unatumbona junto a él. Langston tenía unlustroso cabello castaño que hacía juegocon sus ojos oscuros, un cuerpo fuerte yágil, y una lánguida sonrisa. Tambiénsentía una devoción absoluta haciaBlackmoore, y era el único ser humano

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al que éste había hecho partícipe de susplanes. Aunque Langston era mucho másjoven que Blackmoore, compartía susideales y su falta de escrúpulos.Formaban una buena pareja. El cálidoclima había adormecido a Langston, queemitía discretos ronquidos.

Blackmoore se estiró para cogerotro pedazo de pollo a la brasa y unacopa de vino tinto, rojo como la sangreque no tardaría en derramarse sobre laarena, para ayudarse a trasegar la carne.La vida era buena y, con cada desafíoque superaba Thrall, se volvía aúnmejor. Después de cada pelea,Blackmoore se marchaba con la bolsallena. Su «orco de compañía», el que

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fuera el hazmerreír de la fortaleza, eraahora su orgullo.

Cómo no, casi todos los rivales deThrall eran meros humanos. Algunos delos humanos más fuertes, astutos ydesalmados, sin duda, pero humanos alfin y al cabo. Todos los gladiadores eranconvictos brutales y endurecidos queesperaban salir de prisión obteniendofama y dinero para sus patronos.Algunos lo conseguían, y se ganaban sulibertad. La mayoría iba a parar a otrotipo de cárcel, con tapices en lasparedes y mujeres en las camas, perocárcel a fin de cuentas. Pocos patronosestaban dispuestos a ver cómo seesfumaban sus ganancias en forma de

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hombres libres.Pero algunos de los adversarios de

Thrall no eran humanos, y eso añadía sala las peleas.

Las ambiciones de Blackmoore nose resentían por el hecho de que losorcos constituyeran una cuadrilladerrotada y maltrecha en lugar de lasobrecogedora y amedrentadora fuerzabélica que constituyeran antaño. Hacíamucho tiempo que la guerra habíaterminado, y los humanos habíanobtenido la victoria decisiva. Ahora, elenemigo era conducido a campos deinternamiento especiales casi con lamisma facilidad con que se guardaba elganado en los establos tras un día en los

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prados. Campos, se ufanó Blackmoore,de los que él estaba al mando. Alprincipio, su plan había consistido encriar al orco para que fuese un esclavoleal y bien educado, además de unguerrero sin par. Pensaba enviar a Thrallcontra su propia gente, si es que «gente»era el término apropiado para aquellasbestias verdes sin cerebro y, cuandohubieran sido derrotados, utilizar a losclanes deshechos para sus propiospropósitos.

Pero la Horda había sucumbido antela Alianza sin que Thrall hubiese pisadoun campo de batalla. Al principio, esohabía supuesto una decepción paraBlackmoore, pero luego se le ocurrió

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otra manera de aprovechar a su orcomascota. Requería paciencia, algo de loque Blackmoore no disponía en exceso,pero la recompensa sería mucho mayorde lo que hubiera podido imaginar. Lasluchas internas eran intrínsecas a laAlianza. Los elfos se mofaban de loshumanos, los humanos se burlaban delos enanos, y los enanos desconfiaban delos elfos. Un bonito triángulo deintolerancia y suspicacia.

Se levantó de su asiento para noperderse detalle de cómo Thrallderrotaba a uno de los hombres másgrandes y peor encarados que hubiesevisto en su vida. Pero el guerrerohumano no era rival para la imparable

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bestia verde. Estallaron los vítores yBlackmoore sonrió. Hizo una seña aTammis Foxton, y el sirviente seapresuró a obedecer.

—¿Mi señor?—¿Cuánto llevamos hoy? —

Blackmoore sabía que arrastraba laspalabras, pero le daba igual. Tammis lehabía visto mucho más borracho.Tammis lo había llevado a la camamucho más borracho.

El semblante ansioso y gazmoño deTammis parecía más preocupado de lohabitual.

—¿Cuánto llevamos de qué, miseñor? —Posó los ojos en la botella,antes de volver a mirar a Blackmoore.

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Una rabia inesperada se apoderó deBlackmoore. Asió a Tammis por lapechera y tiró de él hasta que sus rostroscasi se tocaron.

—¿Cuentas las botellas, patéticopazguato? —siseó, sin alzar la voz. Unade las muchas amenazas con las quetenía a Tammis agarrado era la delescándalo público; aun borracho comoestaba, no quería jugar esa baza todavía.Pero a menudo amenazaba con hacerlo,igual que ahora. Ante sus ojos, algoturbios, vio que Tammis palidecía—.¿Eres capaz de ordeñara tu propiaesposa para dar de mamar a un monstruoy te atreves a sugerir que soy yo el quetiene debilidades?

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Asqueado de la palidez de la cara desu criado, lo apartó de un empujón.

—Te preguntaba que cuántas rondasha ganado Thrall.

—Ah, claro, señor, desde luego.Media docena, una detrás de otra. —Tammis hizo una pausa; su aspecto erade absoluta desdicha—. Con el debidorespeto, señor, el último combate lo hadejado agotado. ¿Estáis seguro de quequeréis que pelee tres veces más?

Idiotas. Blackmoore estaba rodeadode idiotas. Cuando el sargento habíaleído la orden de batallas esa mañana,también se había encarado conBlackmoore, argumentando que el orconecesitaba al menos un descanso, que si

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no se podía cambiar la lista para que ladesventurada criatura pudiera relajarse.

—No, claro. Las apuestas contraThrall aumentan con cada combate.Nunca ha perdido, ni siquiera una vez.Claro que quiero dejarlo y devolverle sudinero a todas esas amabilísimaspersonas. —Asqueado, despidió aTammis con un ademán. Thrall noconocía la derrota. ¿Por qué no iba él ahacer su agosto?

Thrall ganó el siguiente combate,pero incluso Blackmoore se dio cuentade que la criatura había sufrido. Seacomodó en su asiento para disfrutar deuna mejor perspectiva. Langston loimitó. La batalla siguiente, la octava de

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las nueve que iba a librar el orco, fuetestigo de algo que Blackmoore y elresto de los espectadores no habíanvisto jamás.

El poderoso orco estaba agotado. Enesta ocasión, sus adversarios eran dospumas, apresados hacía dos semanas,enjaulados, maltratados y apenasalimentados hasta ese momento. Cuandola puerta de la arena se hubo abierto,saltaron sobre el orco como si loshubieran disparado con un cañón. Suspelajes marrones se convirtieron en dosmanchas cuando, como uno solo, seabalanzaron sobre Thrall; el orco secayó bajo sus garras y sus dientes.

Un grito horrorizado se elevó entre

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los espectadores. Blackmoore seincorporó de un salto, e inmediatamentetuvo que agarrarse a la silla a fin de nodesplomarse. Todo su dinero…

¡Thrall se levantó! Con un alarido derabia, se sacudió a los animales deencima como si no fuesen más que unpar de ardillas; empleaba las dosespadas que le habían sido asignadaspara aquella pelea con rapidez ydestreza. Thrall era ambidiestro, y lashojas centellaban al sol mientrasvolaban y cortaban. Uno de los felinosya había muerto; su largo y elásticocuerpo había quedado partido casi porla mitad de una sobrecogedora estocada.El otro animal, enfurecido aún más por

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la muerte de su compañero, atacó confuria renovada. En esta ocasión, Thrallno bajó la guardia. Cuando el felinohubo saltado, todo rugidos, garras ycolmillos, Thrall estaba esperándolo. Suespada voló hacia la izquierda, a laderecha, y de nuevo a la izquierda. Eldepredador se desplomó convertido encuatro pedazos ensangrentados.

—¿Has visto eso? —celebróLangston.

La multitud estalló en rugidos deaprobación. Thrall, que solía recibir losvítores con los puños en alto y pisoteabala arena con fuerza hasta que temblabala tierra, se limitó a quedarse de pie,con los hombros abatidos. Tenía la

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respiración entrecortada, y Blackmoorevio que los pumas habían dejado sumarca en forma de varios zarpazos ymordiscos profundos. Su preciadoesclavo levantó despacio su fea cabezay miró a Blackmoore a los ojos. Susmiradas se encontraron. En el fondo delos ojos de Thrall, Blackmoore vioagonía y extenuación… y una súplicamuda.

Thrall, el poderoso guerrero, cayóde rodillas. La multitud volvió a proferirmás gritos. Blackmoore se imaginó queincluso oía cierta simpatía en medio delalboroto. Langston no dijo nada, perosus ojos castaños no se apartaban deBlackmoore.

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¡Maldito Thrall! Era un orco,llevaba luchando desde que tenía seisaños. Casi todos sus enfrentamientos esedía había sido con humanos, poderososguerreros, a buen seguro, pero no podíancompararse con su fuerza bruta. Esto eraun ardid para librarse de la últimaronda, que Thrall sabía que sería la másardua de todas. Esclavo egoísta yestúpido. Quería regresar a suacogedora celda, para leer sus libros ycomer a gusto, sí, claro que sí. Bueno,ya le enseñaría Blackmoore un par decosas.

En ese momento, el sargentoapareció en el campo a la carrera.

—¡Lord Blackmoore! —gritó,

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haciendo bocina con las manos sobre subarba—. ¿Renunciáis a este últimodesafío?

A Blackmoore se le encendieron lasmejillas. ¡Cómo se atrevía el sargento ahacer algo así, delante de todo elmundo! Blackmoore, cuyo equilibrioseguía siendo precario, se agarró alrespaldo de su asiento con más fuerzacon la mano izquierda. Langston semovió con discreción, dispuesto aofrecerle ayuda si la necesitaba.Blackmoore extendió la mano derechaante él, antes de apoyársela en élhombro izquierdo.

No.El sargento se quedó mirándolo por

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un momento, como si no creyera lo queveía. Al cabo, asintió, e indicó con ungesto que podía comenzar el últimoasalto.

Thrall se puso en pie con dificultad,como si cargara con una tonelada depiedras a la espalda. Varios hombrescorretearon por el campo para llevarselos cadáveres de los gatos monteses ylas armas abandonadas. Le entregaron aThrall el arma que iba a emplear en esabatalla: el mangual, una bola de metalcon tachones sujeta a un grueso palo pormedio de una cadena. Thrall miró elarma e intentó adoptar una poseamenazadora. A pesar de la distanciaque los separaba, Blackmoore podía ver

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que estaba temblando. Por lo general,antes de cada batalla, Thrall pisoteabala tierra con fuerza. El ritmo machacónconseguía enardecer a la multitud yayudaba al orco a aprestarse para elcombate; en esos momentos, seconformaba con tenerse en pie.

Sólo otra ronda. Eso no era nadapara la criatura.

Se abrieron las puertas pero, por unmomento, no salió nada de la penumbra.

Al fin surgió, con sus dos cabezasprofiriendo desafíos incoherentes,empequeñeciendo a Thrall del mismomodo que éste empequeñecía a loshumanos. Sólo disponía de un arma, aligual que Thrall, pero resultaba perfecta

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para esa batalla: una lanza larga, deaspecto letal. Entre la envergadura desus brazos y la longitud del asta de lalanza, el ogro podría atacar a Thralldesde muy lejos. El orco tendría queaproximarse a fin de conectar cualquiergolpe, por no hablar de algunodemoledor.

¡Aquello era injusto!—¿Quién le ha dado esa lanza al

ogro? —le aulló Blackmoore a Langston—. ¡Tendría que ser al menos algoparecido a lo que ha recibido Thrall! —Decidió omitir a su conveniencia todaslas ocasiones en que Thrall había sidoequipado con un sable o con una lanza,mientras que sus oponentes debían

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arreglárselas con una espada corta o unhacha.

El ogro entró en la arena más comouna máquina bélica que como un ser decarne y hueso. Arremetió con su lanza,con una cabeza vuelta hacia la multitud yla otra encarada con Thrall.

Era la primera vez que el orco veíaa una de esas criaturas y, por unmomento, se limitó a quedarse allíplantado, mirándolo. Luego serecompuso, se enderezó cuan alto era ycomenzó a oscilar el mangual. Echó lacabeza hacia atrás, el enmarañado pelonegro le frotó la espalda, y profirió unaullido que rivalizaba con los alaridosdel ogro.

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El ogro cargó, con la lanza pordelante. Sus movimientos carecían degracia, era pura fuerza bruta. Thrallesquivó sin problemas la torpeembestida, pasó por debajo de ladefensa del ogro y descargó un mazazocon el mangual. El ogro gritó y se detuvocuando la bola tachonada de pinchosconectó con fuerza con su estómago.Thrall lo dejó atrás y giró en redondopara atacar de nuevo.

Antes de que el ogro pudiera darsela vuelta siquiera, Thrall ya le habíagolpeado la espalda. El ogro sedesplomó de rodillas, soltó la lanza y sellevó las manos a la espalda.

Blackmoore sonrió. Seguro que eso

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le había roto la columna a aquelladesdichada criatura. Los combates notenían por qué ser a muerte (de hecho, sedesaconsejaba la ejecución deloponente, dado que eso disminuía lacantera de buenos luchadores), perotodo el mundo sabía que la muerte erauna posibilidad muy real en la arena.Los curanderos y sus bálsamos no loarreglaban todo. Y Blackmoore noconseguía sentir simpatía alguna por unogro.

Su regocijo duró poco. En elmomento en que Thrall comenzaba agirar de nuevo el mangual, cogiendoimpulso, el ogro se puso de pie yrecuperó la lanza. Thrall descargó la

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bola de hierro contra la cabeza de lacriatura. Ante el estupor de losespectadores, y para sorpresa tambiénde Thrall, el ogro se limitó a extenderuna manaza para desviar el arma de unabofetada, al tiempo que arremetía con lalanza.

El mangual salió disparado de lamano de Thrall. Perdió el equilibrio yno consiguió recuperarlo a tiempo.Mientras intentaba apartarse de latrayectoria de la lanza por todos losmedios, el asta se clavó en su pecho, aescasos centímetros del hombroizquierdo. Gritó de dolor. El ogrocontinuaba empujando conformeavanzaba, y la lanza atravesó a Thrall de

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lado a lado. Se desplomó de espaldas yse quedó clavado en la tierra. El ogro sele echó encima, descargando unasobrecogedora lluvia de golpes sobre élmientras profería horribles gruñidos ychillidos.

Blackmoore estaba horrorizado.Estaban derrotando al orco; estaba tandesamparado como un niño ante elabuso de un fanfarrón. La arena de losgladiadores, vitrina de los mejoresguerreros del reino, donde competíanentre sí empleando su fuerza, su destrezay su astucia, se había visto reducida alespectáculo de un monstruo débil siendoreducido a pulpa por otro más grande.

¿Cómo había podido Thrall dejar

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que ocurriera eso?Los hombres se apresuraban a entrar

en el campo. Azuzaron al ogro con varasafiladas, intentando incitarlo para quesoltara a su presa. El bruto respondió alas provocaciones, abandonó alensangrentado Thrall y salió enpersecución de los hombres. Otros tresarrojaron una red mágica, que seencogió de inmediato para inmovilizaral ogro enfurecido y mantener sus brazospegados al cuerpo. Se debatía ahoraigual que un pez fuera del agua, y loshombres, sin miramientos, subieron a lacriatura a una carreta y se lo llevaron dela arena.

También Thrall estaba siendo

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transportado, aunque con más gentileza.El patronazgo de Blackmoore seocupaba de eso. Pero Blackmoore sabíaque había perdido hasta el últimopenique que había apostado por Thrallese día por culpa de una sola pelea. Amuchos de sus compañeros les habíaocurrido lo mismo, y podía sentir elcalor de sus furibundas miradas mientrasmetían la mano en la bolsa para saldarlas deudas.

Thrall. Thrall. Thrall…Thrall yacía tumbado, respirando

con dificultad, sobre el heno que hacíalas veces de cama para él. No sabía quepudiera existir un dolor así. Ni eseagotamiento. Le gustaría desmayarse;

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todo sería mucho más fácil.Sin embargo, se resistía a

sumergirse en el abrazo de la oscuridad.Los curanderos no tardarían en llegar;Blackmoore siempre los enviabadespués de que hubiese resultado heridoen un combate. Blackmoore también ibasiempre a visitarle, y Thrall aguardabaansioso las palabras de consuelo de suseñor. Había perdido la batalla, cierto, yeso era grave, pero seguro queBlackmoore sólo tendría halagos para élpor el modo en que había librado nuevecombates seguidos. Aquello eraextraordinario, Thrall lo sabía. Tambiénsabía que podría haber vencido al ogrosi se hubiera medido con él en la

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primera ronda, o en la tercera, o inclusoen la sexta. Pero nadie podía esperarque venciera después de batir todas lasmarcas con ocho victorias seguidas.

Cerró los ojos, abrumado por eldolor. El fuego que ardía en su pechoera insoportable. ¿Dónde estaban loscuranderos? Ya tendrían que haberllegado. Sabía que, en esa ocasión, susheridas revestían gravedad. Estimabaque tenía varias costillas rotas, así comouna pierna, diversos cortes de espada y,desde luego, un horripilante agujero enel hombro, donde se había clavado lalanza. Tendrían que venir pronto siquerían que Thrall estuviese encondiciones de luchar mañana.

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Oyó cómo corría el cerrojo, pero nopudo levantar la cabeza para ver quiénentraba en la celda.

—Van a venir los curanderos.Era la voz de Blackmoore. Thrall se

tensó. Las palabras sonaban difusas yrezumaban desprecio. Se le aceleró elcorazón. Por favor, esta vez no… ahorano…

—Pero no van a venir enseguida.Quiero verte sufrir, sucio hijo de perra.

Thrall soltó el aliento, atormentado,cuando la bota de Blackmoore le golpeóen el estómago. El dolor era increíble,pero no tanto como la traición de la quehabía sido víctima. ¿Por qué le pegabaBlackmoore, si estaba tan malherido?

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¿Acaso no se daba cuenta de lo bien quehabía peleado?

Aunque el dolor amenazaba conhacerle perder el conocimiento, Thralllevantó la cabeza y miró a Blackmoorecon los ojos empañados. El hombretenía el rostro deformado por la ira;cuando sus miradas se encontraron,Blackmoore le cruzó la cara al orco conun puño recubierto por un guante de cotade malla. Todo se volvió negro por uninstante; cuando Thrall hubo recuperadoel oído, Blackmoore seguíadespotricando.

—Perdido miles, me oyes, ¡miles!¿Qué te pasa? ¡Si sólo era una pelea denada!

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Seguía descargando una lluvia degolpes sobre Thrall, pero el orco habíacomenzado a perder el conocimiento.Sentía como si su cuerpo no leperteneciera, y las patadas que lepropinaba Blackmoore le parecían cadavez más débiles. Sentía la sangrepegajosa en el rostro.

Blackmoore lo había visto. Sabía loagotado que estaba Thrall, habíapresenciado cómo sacaba fuerzas deflaqueza una y otra vez para salirvictorioso en ocho de nueve ocasiones.Nadie podía esperarse que Thrall ganaraaquella pelea. Había peleado con todolo que tenía, y había perdido justamentey con honor. Así y todo, a Blackmoore

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no le había parecido suficiente.Por fin, cesaron los golpes. Oyó los

pasos conforme Blackmoore se alejaba,y una sola frase:

—Los demás también quierenresarcirse.

La puerta no se cerró. Thrallescuchó más pisadas. No pudo levantarde nuevo la cabeza, aunque lo intentó.Varios pares de botas militaresaparecieron ante él. Se dio cuenta de loque había ordenado Blackmoore. Una delas botas se echó hacia atrás y luegosalió disparada hacia delante,estrellándose contra su cara.

Lo vio todo blanco, luego negro;después, ya no supo lo que ocurrió.

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Thrall se despertó al calor y a salvode la agonía que había sido sucompañera durante lo que parecía unaeternidad. Tres curanderos se ocupabande él, aplicando ungüentos para cerrarsus heridas. Le costaba mucho menosrespirar y supuso que le habían soldadolas costillas. Ahora le administraban unapasta viscosa y de dulce olor en elhombro; al parecer, aquélla era la heridamás complicada.

Pese a que lo tocaban condelicadeza y su ungüento era curativo,aquellos hombres no mostraban unacompasión auténtica. Le curaban porqueBlackmoore les pagaba para que lohicieran, no porque desearan aliviar su

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sufrimiento. En cierta ocasión, habíasido más cándido y les había dado lasgracias de corazón por sus esfuerzos.Uno de ellos había levantado la cabeza,sobresaltado por sus palabras, antes decurvar los labios.

—No te sobrevalores, monstruo. Encuanto desaparezcan las monedas, elungüento también. Será mejor que nopierdas.

En aquel momento le habíanextrañado aquellas palabras ariscas,pero ya no le importaban. Thrallcomprendía. Comprendía muchas cosas.Era como si su visión hubiese sidoborrosa y ahora la niebla se hubieralevantado. Permaneció en silencio hasta

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que hubieron terminado; después selevantaron y se fueron.

Thrall se sentó enhiesto y sesorprendió al ver al sargento allí de pie,con los brazos velludos cruzados frentea su amplio pecho. Thrall no dijo nada,a la espera del tormento que seavecindaba.

—Te los quité de encima —dijo elsargento, en voz baja—, pero no llegué atiempo de estropearles la diversión.Blackmoore quería hablar conmigo de…algunos asuntos. Lo siento, gañán. Deverdad que lo siento. Hoy me has dadouna lección en la arena. Blackmooredebería sentirse orgulloso de ti. En vezde eso… —Su ronca voz se cortó—. En

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fin, quería asegurarme de que supierasque no te merecías lo que te hizo. Lo quete hicieron. Te portaste bien, gañán. Muybien. Ahora, será mejor que duermas unpoco.

Parecía que iba a decir algo más,pero se limitó a asentir antes demarcharse. Thrall se tumbó de espaldas,percatándose con expresión ausente deque habían cambiado la paja. Ésta erafresca y estaba limpia, libre de supropia sangre.

Apreciaba el gesto del sargento, ycreía en lo que había dicho. Pero eramuy poco, y llegaba demasiado tarde.

No pensaba permitir que siguierantratándole así. Antes, se habría

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acoquinado y habría hecho votos deenmendarse, de hacer algo para ganarseel amor y el respeto que ansiaba. Ahora,sabía que jamás encontraría tal cosa enese lugar, no mientras Blackmoore fuerasu amo.

No tenía intención de dormir. Queríautilizar su tiempo para trazar un plan.Cogió la tablilla y el estilo que guardabaen la bolsa y escribió una nota para laúnica persona en la que podía confiar:Tari.

Durante las siguientes lunas nuevas,planeo escapar.

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CAPÍTULOSEIS

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L a reja sobre la cabeza deThrall le permitía ver la luz

de las lunas. Tuvo cuidado de no delatarsu profunda revelación, ni ante losinstructores que lo había apaleado, niante el sargento, ni mucho menos anteBlackmoore (que le trataba como si nohubiera ocurrido nada). Se mostraba tanobsequioso como de costumbre; porprimera vez, se dio cuenta de que sedespreciaba a sí mismo por comportarsede ese modo. Mantenía la cabeza gacha,aunque en su interior sabía que era eligual de cualquier humano. Se sometía alos grilletes con docilidad, aunquehubiera podido descuartizar a cuatro

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guardias antes de que consiguieranreducirlo sin su consentimiento. Noalteró su conducta en modo alguno, ni enla celda ni fuera de ella, ni en la arena nien el campo de ejercicios.

Durante el primer par de días, se diocuenta de que el sargento lo vigilaba decerca, como si esperase ver los cambiosque Thrall estaba decidido a ocultar,pero no habló con el orco, y Thrall sepreocupó de no levantar sospechas. Quecreyeran que lo habían domado. Loúnico que lamentaba era que no iba aestar presente para ver la cara deBlackmoore cuando descubriera que su«orco de compañía» había escapado.

Por primera vez en su vida, Thrall

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tenía una meta. Despertaba en él unansia que había desconocido hastaentonces. Se había concentrado tantosiempre en evitar las palizas y enganarse los halagos que nunca se habíaparado a pensar largo y tendido en loque significaba ser libre. Pasear al solsin cadenas, dormir bajo las estrellas.Nunca había estado en la calle de noche.¿Qué se sentiría?

Su imaginación, alimentada por loslibros y por las cartas de Tari, por finlevantó el vuelo. Se quedaba tumbado ensu cama de paja, preguntándose cómosería conocer al fin a su gente. Habíaleído toda la información recopilada porlos humanos acerca de «los viles

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monstruos verdes salidos de los pozosmás negros del infierno», y luego estabaese perturbador incidente, cuando elorco se había liberado y habíaarremetido contra él. ¡Ojalá hubierapodido entender lo que decía! Pero suconocimiento del idioma orco erademasiado rudimentario.

Algún día aprendería y sabría lo quehabía dicho aquel orco. Encontraría a sugente. Tal vez Thrall hubiese sido criadopor humanos, pero éstos habían hechomuy poco por merecerse su cariño y sulealtad. Le estaba agradecido al sargentoy a Tari, puesto que le habían enseñadolos conceptos del honor y la bondadpero, gracias a sus lecciones, Thrall

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comprendía mejor a Blackmoore, ysabía que el teniente general carecía deesas cualidades. En tanto Thrall siguieraen su poder, no se beneficiaría de ellasen toda su vida.

Las lunas, una grande y plateada yotra más pequeña, de un tono verdeazulado, eran nuevas esa noche. Tarihabía respondido a su declaraciónofreciéndose a ayudarle, como él habíasabido en el fondo de su corazón queella haría. Entre los dos, habíanconseguido idear un plan que teníamuchas posibilidades de salir bien, perono sabía cuándo se pondría en marchadicho plan. Esperaba una señal. Yesperaba.

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Se había sumido en un sueñoirregular cuando el repiqueteo de unacampana lo despertó de un susto. Alertade inmediato, se dirigió a la pared másalejada de su celda. A lo largo de losaños, Thrall se había esforzado parasoltar una de las piedras y habíaahuecado el espacio que cubría. Era allídonde guardaba sus posesiones máspreciadas: las cartas de Tari. Retiró lapiedra, encontró las cartas y lasenvolvió en el segundo objeto quesignificaba algo para él, el trapo que lehabía servido de pañal, con el loboblanco sobre fondo azul. Por un instante,sostuvo sus pertenencias contra supecho, antes de volverse y esperar su

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oportunidad.La campana continuaba repicando, y

al estruendo se habían sumado ya gritosy exclamaciones. El olfato de Thrall,mucho más agudo que el de un humano,detectó el humo. El olor se volvía máspenetrante a cada latido, y ya podía verun tenue fulgor naranja y amarillo queiluminaba su celda.

—¡Fuego! —decían los gritos—.¡Fuego!

Sin saber por qué, Thrall saltó deregreso a su improvisada cama. Cerrólos ojos y fingió que dormía,obligándose a respirar más despacio ymás profundamente.

—Éste no se va a ninguna parte —

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dijo uno de los guardias. Thrall sabíaque estaban observándolo. Continuóhaciéndose el dormido—. Ja. A esecondenado monstruo no hay quien lodespierte. Venga, vamos a echarles unamano.

—No sé yo… —respondió el otro.Más gritos de alarma, mezclados

ahora con los atiplados llantos de losniños y las estridentes voces de lasmujeres.

—Se está propagando —insistió elprimero—. ¡Venga!

Thrall escuchó el sonido de lasbotas que repicaban contra la durapiedra. Las pisadas se alejaban. Estabasolo.

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Se irguió y se plantó ante la enormepuerta de madera. Seguía barrada, sinduda, pero no había nadie para ver loque se proponía hacer.

Inhaló hondo y se abalanzó sobre lapuerta, estrellando el hombro izquierdocontra ella. Cedió, pero no del todo.Volvió a golpear, y otra vez. En cincoocasiones hubo de arrojar su enormecuerpo contra la madera, antes de quelos viejos tablones sucumbieran conestrépito. La inercia se apoderó de él yaterrizó con fuerza en el suelo, pero elefímero dolor no era nada comparadocon la oleada de excitación queexperimentaba.

Conocía aquellos pasillos. No tenía

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ningún problema para ver a la tenue luzque proporcionaban las escasasantorchas en los candelabros de pareddiseminados por la roca. Por aquí hastael final, luego escaleras arriba, ydespués…

Tuvo un presentimiento, comoocurriera antes en la celda. Se aplastócontra la pared, ocultando su inmensafigura en las sombras como mejor pudo.Varios guardias cargaban desde el otrolado de la entrada. No lo vieron, yThrall expulsó el aire que habíacontenido en un suspiro de alivio.

Los guardias dejaron abierta de paren par la puerta que daba al patio. Thrallse acercó con cuidado y se asomó al

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exterior.Imperaba el caos. Los establos

habían sido devorados casi porcompleto por las llamas; los caballos,las cabras y los asnos correteabanfrenéticos por el patio. Tanto mejor,puesto que el alboroto reducía lasposibilidades de que lo descubrieran. Sehabía formado una cadeneta humanapara transportar cubos de agua; ante losojos de Thrall se afanaban varioshombres que, en su prisa, derramaban elpreciado líquido.

Miró a la derecha de la entrada delpatio. El objeto que buscaba seencontraba tirado y formaba un arrugadocharco negro: una enorme capa. Pese a

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su gran tamaño, era imposible que lotapara por completo, pero serviría. Secubrió la cabeza y el amplio torso, seagachó de modo que el dobladillo lecayera muy abajo sobre las piernas, y seapresuró a avanzar.

El recorrido desde el patio hasta lapuerta principal no debía de haberdurado más que un instante, pero aThrall se le antojó una eternidad.Procuró mantener la cabeza gacha, perotenía que levantarla con frecuencia a finde evitar que le pasara por encimaalguna carreta cargada de toneles deagua de lluvia, o algún caballoenloquecido, o algún chiquillo lloroso.Con el corazón desbocado, se abrió

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paso en medio del caos. El calor erapalpable, y el brillante fulgor del fuegoiluminaba toda la escena casi como loharía el sol. Se concentró en avanzarpaso a paso, sin llamar la atención,camino de las puertas.

Al cabo, lo consiguió. También estaentrada se había abierto. La transponíanmás carretas cargadas de toneles; losconductores pasaban apuros paradominar a sus asustados animales detiro. Nadie reparó en la figura solitariaque se adentraba en las tinieblas.

Cuando se hubo alejado de lafortaleza, Thrall emprendió la carrera.Avanzaba en línea recta hacia lascolinas de los bosques circundantes; se

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apartó de la carretera en cuanto le fueposible. Parecía que sus sentidosestuvieran más despejados que nunca.Los olores desconocidos inundaban sunariz a cada resuello; era como sipudiera percibir cada roca, cada briznade hierba bajo sus apresurados pasos.

Había una formación rocosa de laque le había hablado Taretha. Le habíadicho que se parecía un poco a undragón que montara guardia en elbosque. Estaba muy oscuro, mas laexcelente visión nocturna de Thrallatisbo una protuberancia que, si seempleaba la imaginación, podríaasemejarse al largo cuello de un reptil.Allí había una cueva, le había dicho

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Taretha. Estaría a salvo.Por un segundo, se preguntó si

Taretha no le habría tendido una trampa.Desechó la idea de inmediato, enfadadoy avergonzado de que se le hubieseocurrido siquiera. Taretha no le habíaofrecido más que amistad en todas suscartas de apoyo. ¿Por qué iba atraicionarle? Y, más aún, ¿por qué iba allegar a esos extremos cuando habríaconseguido lo mismo enseñándole suscartas a Blackmoore?

Allí estaba, un óvalo negro contra lacara gris de la piedra. Thrall ni siquieratenía la respiración acelerada cuandocambió el rumbo y trotó hacia el refugio.

Podía verla en el interior, con la

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espalda apoyada en la pared de lacueva, esperándolo. Se detuvo por unmomento, sabedor de que su vista erasuperior a la de ella. Aun cuando ellaestuviera dentro y él fuera, Taretha nopodía verlo.

Thrall sólo disponía de baremoshumanos con los que medir la belleza, ysabía que, según esos estándares,Taretha Foxton era adorable. Largocabello claro (estaba demasiado oscurocomo para que pudiera ver el colorexacto, pero la había atisbadomomentáneamente en las gradas de laarena en alguna que otra ocasión),recogido en una larga trenza sobre laespalda. Sólo llevaba puesto el camisón,

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con una capa arrebujada en torno a sugrácil constitución. Detrás de ella habíauna enorme bolsa.

Se detuvo por un momento, antes deavanzar hacia ella a largas zancadas.

—Taretha —llamó, con voz ronca yáspera.

La joven contuvo el aliento y lomiró. Thrall pensó que la habríaasustado, hasta que la muchacha se rió.

—¡Qué susto me has dado! ¡Nosabía que te movieras sin hacer ruido!—La risa se calmó, hasta quedarse enuna sonrisa. Salió al frente y le tendióambas manos.

Despacio, Thrall las acogió entre lassuyas. Las pequeñas manos blancas

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desaparecieron entre las verdes, casitres veces más grandes. Taretha apenasle llegaba a la altura del codo, pese a loque su semblante no reflejaba temor, sino deleite.

—Podría matarte aquí mismo —dijoThrall, al tiempo que se preguntaba quéperversa emoción le impelía apronunciar esas palabras—. No haytestigos cerca.

La sonrisa de Taretha se ensanchó.—Claro que podrías —reconoció,

con voz cálida y melodiosa—, pero novas a hacerlo.

—¿Cómo lo sabes?—Porque te conozco. —El orco

abrió las manos y la soltó—. ¿Has

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tenido algún problema?—No. El plan ha funcionado. El

caos era tal que podría haberseescapado un pueblo entero de orcos. Yahe visto que soltaste a los animales antesde prender fuego a los establos.

Taretha sonrió de nuevo. Levantó lanariz un tanto, gesto que la hizo parecermás que joven que sus… ¿qué, veinte?¿Veinticinco años?

—Desde luego. Son criaturasinocentes. No les deseo ningún mal. Va,será mejor que nos demos prisa. —Volvió la mirada hacia Durnholde, alhumo y las llamas que continuabanelevándose hacia el cielo estrellado—.Parece que lo están controlando. No

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tardarán en echarte de menos. —Unaemoción que Thrall no comprendíaensombreció el semblante de la jovenpor un instante—. Igual que yo. —Cogióla bolsa y la sacó al aire libre—.Siéntate, siéntate. Quiero enseñarte unacosa.

Obediente, Thrall se sentó. Tarirebuscó en la bolsa y sacó unpergamino. Lo desenrolló, sujetó unextremo y le indicó al orco que laimitara.

—Es un mapa —dijo Thrall.—Sí, el más exacto que pude

encontrar. Aquí está Durnholde. —Taretha señaló el dibujo de un pequeñoedificio similar a un castillo—.

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Nosotros estamos hacia el sudoeste,aquí mismo. Los campos deinternamiento se reparten todos en unradio de treinta kilómetros alrededor deDurnholde, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí.—Indicó unos dibujos tan pequeños queni siquiera Thrall podía distinguirloscon tan poca luz—. Lo mejor que puedeshacer es ir aquí, a los bosques. Tengoentendido que todavía hay algunos delos tuyos escondidos ahí, pero loshombres de Blackmoore no son capacesde encontrarlos, sólo indicios. —Levantó el rostro hacia él—. Tú tendrásque dar con ellos, Thrall, de un modo uotro. Consigue que te ayuden.

Algunos de los tuyos, había dicho

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Taretha. No los orcos, ni esos seres, niesos monstruos. La gratitud creció en suinterior, con tanta fuerza que, por unmomento, no pudo hablar. Al cabo,consiguió preguntar:

—¿Por qué lo haces? ¿Por quéquieres ayudarme?

Taretha sostuvo su mirada, sinsobrecogerse ante lo que veía.

—Porque recuerdo cuando eras unbebé. Era como un hermano pequeñopara mí. Cuando… cuando murióFaralyn, tú fuiste el único hermano queme quedaba. He visto lo que te hicieron,y lo detesto. Quería ayudarte, ser tuamiga. —Desvió la mirada—. Además,no siento más simpatía que tú por

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nuestro señor.—¿Te ha hecho daño? —Le

sorprendió comprobar que se sentíaultrajado.

—No. No es eso. —Con una mano,se cubrió la otra muñeca y la frotó condelicadeza. Bajo la manga, Thrall vio lasombra atenuada de un cardenal—.Físicamente, no. Es más complicado.

—Cuéntamelo.—Thrall, el tiempo es…—¡Cuéntamelo! —bramó—. Eres mi

amiga, Taretha. Hace más de diez añosque me escribes, que me haces sonreír.Sabía que había alguien que me conocíapor lo que soy en realidad, y no sólo porser un… un monstruo de la arena de los

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gladiadores. Tú has sido mi luz en laoscuridad. —Con toda la delicadeza quepudo reunir, apoyó una mano en elhombro de la muchacha, rozándoloapenas—. Cuéntamelo —apremió, envoz baja.

Los ojos de Taretha resplandecieron.Thrall vio cómo de ellos manaba unlíquido que se vertió sobre sus mejillas.

—Estoy tan avergonzada… —musitó.

—¿Qué les ocurre a tus ojos? ¿Quées «avergonzada»?

—Oh, Thrall. —Tenía la vozpastosa. Se frotó los ojos—. Esto sellama lágrimas. Afloran cuando nossentimos tristes, apenados, como si

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nuestros corazones estuvieran tan llenosde dolor que rebosara de nuestroscuerpos. —Inhaló una bocanada trémula—. Y la vergüenza… ocurre cuando hashecho algo tan contrario a tu naturalezaque desearías que nadie lo supiera. Perotodo el mundo lo sabe, así que da igualque tú lo sepas también. Soy laconcubina de Blackmoore.

—¿Qué significa eso?Taretha le dedicó una mirada

entristecida.—Qué inocente eres, Thrall. Qué

puro. Algún día lo comprenderás.De improviso, Thrall recordó

fragmentos de baladronadas que habíaescuchado en el campo de

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entrenamiento, y supo lo que queríadecir Taretha. Pero no sintió vergüenzapor ella, tan sólo indignación porqueBlackmoore hubiera caído más bajo delo que él hubiera creído posible. Sabíalo que era estar indefenso anteBlackmoore; Taretha era tan frágil ypequeña que ni siquiera podía luchar.

—Ven conmigo.—No puedo. Lo que le podría hacer

a mi familia si yo huyera… no. —En unimpulso, le cogió las manos—. Pero túsi puedes. Por favor, vete ya. Mequedaré más tranquila si sé que al menostú has escapado de él. Sé libre, por losdos.

Thrall asintió, incapaz de hablar.

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Había sabido que iba a extrañarla, peroahora, después de haber conversado conTari en persona, el dolor de suseparación se volvía aún más profundo.

Taretha volvió a enjugarse el rostroy habló con voz más firme.

—He llenado esta bolsa de comida,y también he puesto varios pellejos deagua. Conseguí robar un cuchillo para ti.No me atrevía a coger nada más, portemor a que lo echasen en falta. Porúltimo, quiero que aceptes esto. —Agachó la cabeza y se quitó la cadenade plata que rodeaba su esbelto cuello.Una luna creciente colgaba de losdelicados eslabones—. No muy lejos deaquí, hay un viejo árbol partido por un

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rayo. Blackmoore me permite pasear poraquí cuando lo deseo. Al menos, doygracias por eso. Si alguna vez regresas yestás en apuros, deja esta cadena en eltronco del viejo árbol y yo volveré areunirme contigo en esta cueva y haré loque pueda por ayudarte.

—Tari… —Thrall la miró conexpresión desdichada.

—Date prisa. —Miró de reojo endirección a Durnholde, ansiosa—. Mehe inventado una historia para justificarmi ausencia, pero tendré menosproblemas cuanto antes regrese.

Se levantaron y se quedaronmirándose, sin saber qué decir. Antes deque Thrall supiera qué había ocurrido,

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Tari se adelantó y le rodeó el gigantescotorso con los brazos, abarcando cuandopudo. Su rostro se apretó contra el verdeestómago. Thrall se tensó; hasta esemomento, cualquier contacto parecidohabía provenido de un ataque pero,aunque era la primera vez que lotocaban de ese modo, supo que era unamuestra de afecto. Obedeciendo alinstinto, palmeó la rubia cabeza yacarició su cabello.

—Te llaman monstruo —dijoTaretha, de nuevo con voz afectada,mientras se apartaba de él—. Pero losmonstruos son ellos, no tú. Adiós,Thrall.

La muchacha se dio la vuelta, se

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recogió las faldas y emprendió elregreso a Durnholde, a la carrera. Thrallse quedó en el sitio, observando cómose alejaba hasta que hubo desaparecidode su vista. En ese momento, con sumocuidado, guardó el preciado colgante deplata en su hatillo, que metió a su vez enla bolsa.

Levantó la pesada saca (debía dehaberle costado mucho a Taretha cargarcon ella hasta ahí), y se la echó a laespalda. Thrall, el antiguo esclavo,avanzó a largas zancadas hacia sudestino.

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CAPÍTULOSIETE

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T hrall sabía que Tarethahabía señalado el

emplazamiento de los campos deinternamiento para que pudieraeludirlos. Quería que encontrara orcoslibres. Pero él no sabía si esos «orcoslibres» seguirían aún con vida o siserían producto de la imaginacióndesbocada de algún guerrero. Habíaestudiado mapas bajo la tutela deJaramin, por lo que sabía interpretar elque le había dado Tari.

Trazó una ruta directa hacia uno delos campos.

No eligió el más próximo aDurnholde; era probable que, cuando se

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le echara en falta, Blackmoore hubieradecretado el estado de alerta. Había unoque, según el mapa, se encontraba avarias leguas de distancia de la fortalezaen que Thrall había alcanzado lamadurez. Ése era el que pensaba visitar.

Sabía muy poco acerca de loscampos, y la escasa información estabatamizada por las mentes de hombres queodiaban a su pueblo. Mientras corría altrote hacia su destino, infatigable, sumente avanzaba aún más deprisa. ¿Quésentiría al ver a tantos orcos juntos en unmismo sitio? ¿Serían capaces deentender su idioma? ¿O le impediría suacento humano mantener siquiera laconversación más básica? ¿Lo

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desafiarían? No deseaba pelear conellos, pero todo lo que sabía apuntaba aque los orcos eran unos guerrerosferoces, orgullos e imparables. Él era unluchador entrenado pero ¿bastaría esofrente a uno de aquellos legendariosseres? ¿Sería capaz de resistir losuficiente como para persuadirlos deque no era su enemigo?

Los kilómetros volaban bajo suspies. De vez en cuando, consultaba lasestrellas para determinar su posición.Nadie le había enseñado a orientarse,pero uno de los libros que Tari le habíaconseguido a hurtadillas versaba acercade las estrellas y su posición. Thrall lohabía estudiado con avidez, absorbiendo

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hasta el último jirón de información quele era facilitado de ese modo.

Quizá encontrara al clan que exhibíael emblema del lobo blanco sobre fondoazul. Tal vez lograse conocer a sufamilia. Blackmoore le había contadoque lo había hallado no muy lejos deDurnholde, por lo que Thrall nodescartaba el conocer a los miembros desu clan.

Se sentía embargado por la emoción.Era una sensación agradable.

Viajó durante toda la noche y sedetuvo para descansar cuando salió elsol. O no conocía a Blackmoore, lo queno era el caso, o el teniente generalhabría ordenado a sus hombres que

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salieran a buscarlo. Quizá se sirvieranincluso de alguna de sus afamadasmáquinas voladoras. Thrall nunca habíavisto ninguna y, para sus adentros,dudaba de su existencia pero, si eraverdad que las tenían, Blackmooreordenaría que se empleara una paraencontrar a su campeón fugitivo.

Se acordó de Tari, y esperó confervor que no hubiesen descubierto suimplicación en la huida.

Blackmoore no creía que hubieseestado más enfadado en toda su vida, loque era decir mucho.

Le había despertado de su sueño(solitario esa noche, puesto que Tarethahabía alegado que se sentía indispuesta)

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el clamor de las campanas; horrorizado,se había asomado a la ventana para vercómo un manto naranja de llamas cubríael patio. Tras vestirse a toda prisa, sehabía apresurado a unirse al resto delpopulacho de Durnholde, que intentabadesesperado contener el incendio.Habían tardado varias horas pero, paracuando la tonalidad rosada del albahabía comenzado a teñir el cielonocturno, el infierno había sido reducidoa un montón de pavesas.

—Es un milagro que no hayaresultado herido nadie —dijo Langston,mientras se frotaba la frente. Tenía elpálido semblante tiznado por el hollín.Blackmoore supuso que él no debía de

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ofrecer mejor aspecto. Todos lospresentes estaban sucios y sudorosos. Alos criados les esperaba una buenacolada.

—Ni siquiera los animales —apuntóTammis, acercándose a ellos—. Esimposible que las bestias hayan podidoescapar por sus propios medios. Noestamos seguros, mi señor, pero se diríaque el incendio ha sido provocado.

—¡Por la Luz! —boqueó Langston—. ¿Lo creéis de veras? ¿Quién querríahacer algo así?

—Contaría a mis enemigos con losdedos de las dos manos —gruñóBlackmoore—, y con los de los pies.Hay un montón de hijos de puta

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envidiosos de mi posición y de mi… porel fantasma de Lothar. —Sintió frío derepente; se imaginó que se habíaquedado pálido bajo la capa de hollín.Langston y Tammis lo miraron.

No tenía tiempo que perderexplicando su preocupación. Se alejó deun salto de los escalones de piedra enlos que estaba sentado y corrió hacia lafortaleza. Tanto su amigo como susirviente lo imitaron, entre voces de«¡Blackmoore, espera!» y «Mi señor,¿qué ocurre?».

Blackmoore los ignoró. Recorrió atoda prisa los pasillos, subió escaleras yse detuvo de golpe frente a las astillas aque había quedado reducida la puerta de

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la celda de Thrall. Sus temores sehabían convertido en realidad.

—¡Así se los lleven todos losdemonios! —gritó—. ¡Alguien harobado mi orco! ¡Tammis! ¡Quierohombres, quiero caballos, quieroingenios voladores… quiero a Thrall devuelta, de inmediato!

Thrall se sorprendió al descubrir loprofundamente que había dormido, asícomo por el realismo de sus sueños. Sedespertó al caer la noche y, por unmomento, se quedó tumbado dondeestaba. Sentía la hierba tierna bajo sucuerpo, se solazó en la brisa que leacariciaba el rostro. Aquello eralibertad, y qué dulce era. Qué valiosa.

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Ahora entendía por qué había quienprefería morir a vivir en cautiverio.

Una lanza le aguijoneó el cuello, yseis caras humanas lo miraron desdearriba.

—Tú —dijo uno de los hombres—.Levántate.

Thrall se maldijo mientras eraarrastrado detrás de un caballo,flanqueado por dos guardias. ¡Cómopodía haber sido tan estúpido! Queríaver los campos, sí, pero a distancia yoculto. Quería ser un observador, noformar parte de un sistema del que nohabía oído decir nada bueno.

Había intentado escapar, pero cuatrode los soldados iban a caballo y le

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habían dado alcance casi de inmediato.Tenían redes, lanzas y espadas, y aThrall le avergonzó la rapidez y laeficacia con que habían conseguidoinmovilizarlo. Pensó en plantar batalla,pero optó por someterse. No seengañaba pensando que aquelloshombres pagarían su asistencia médicaen caso de que resultara herido, y queríaconservar las fuerzas. Además, ¿quémejor modo de conocer orcos queestando en el campo con ellos? Sinduda, dada su feroz naturaleza guerrera,estarían ansiosos por escapar. Él sabíacosas que podrían ayudarlos.

Así pues, fingió que se rendía,cuando podría haberlos derrotado a

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todos al mismo tiempo. Se arrepintió dehaber tomado esa decisión casi deinmediato, cuando los hombrescomenzaron a escarbar entre suspertenencias.

—Aquí hay un montón de comida —dijo uno—. Y de buena calidad. ¡Estanoche cenaremos bien, muchachos!

—Será la mayor Remka la que cenebien —repuso otro.

—No, si no se entera, y nosotros novamos a decírselo —intervino untercero. Ante los ojos de Thrall, el quehabía hablado primero propinó un ávidomordisco a una de las pequeñasempanadas que había preparado Taretha.

—Vaya, fijaos en esto —dijo el

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segundo—. Un cuchillo. —Se levantó yanduvo hacia Thrall, que permanecíainmovilizado y preso en una red—. Hasrobado todo esto, ¿a que sí? —Acercóel cuchillo a la cara de Thrall. El orconi siquiera pestañeó.

—Déjalo, Hult —dijo otro hombre,el más pequeño e inquieto de los seis.Los demás habían atado sus caballos aunas ramas cercanas y se afanaban enrapiñar cuanto podían, llenando susalforjas tras haber decidido que nopensaban informar a la misteriosa mayorRemka, fuese quien fuera.

—Me quedo con esto —dijo Hult.—Puedes coger la comida, pero ya

sabes que tenemos que declarar todo lo

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demás —protestó el más nervioso.Parecía que no le hacía graciaenfrentarse a Hult, pero estaba decididoa cumplir las órdenes.

—Y si no, ¿qué? —A Thrall no legustaba ese Hult. Parecía mezquino ymalhumorado, como Blackmoore—.¿Qué piensas hacer al respecto?

—Lo que debería preocuparte es loque pienso hacer yo al respecto, Hult —intervino una nueva voz. Ese hombre eraalto y ágil. Su apariencia no eraimponente, pero Thrall se las había vistocon muchos y muy buenos guerreros, ysabía que la técnica solía ser tan buenacomo el tamaño, a veces mejor. A juzgarpor la reacción de Hult, ese hombre

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infundía respeto—. Las reglas existenpara que podamos vigilar a los orcos.Éste es el primero desde hace años queencontramos con un arma humanaencima. Es digno de mencionar en elparte. En cuanto a esto…

Thrall vio horrorizado cómo elhombre comenzaba a ojear las cartas deTaretha. Con los ojos azules entornados,el hombre alto miró a Thrall.

—No creo que tú sepas leer, ¿o sí?Los demás estallaron en carcajadas,

escupiendo migajas, pero el que habíahecho la pregunta parecía hablar enserio. Thrall abrió la boca pararesponder, pero cambió de opinión. Lomejor sería fingir que ni siquiera

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comprendía el idioma humano.El alto se acercó a él. Thrall se

tensó, anticipando un golpe, pero elhombre se acuclilló junto a él y lo miródirectamente a los ojos. Thrall volvió lacabeza.

—Tú. ¿Lees? —El hombre señalólas cartas con un dedo enguantado.Thrall las miró y, suponiendo queincluso un orco que no comprendiera lalengua de los humanos sería capaz deestablecer una conexión, negó con unviolento movimiento de cabeza. Elhombre lo contempló durante otromomento, antes de incorporarse. Thrallno estaba seguro de haberle convencido.

—No sé por qué, pero me suena de

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algo —dijo el hombre. Thrall se quedóhelado.

—A mí todos me parecen iguales —comentó Hult—. Grandes, verdes y feos.

—Es una pena que ninguno denosotros sepamos leer. Seguro que estospapeles nos dirían muchas cosas.

—Tú y tus sueños de grandeza,Waryk —dijo Hult, con un dejo dedesdén en la voz.

Waryk volvió a guardar las cartas enla saca, le arrebató el cuchillo a Hultpese a las débiles protestas de éste, ycargó la bolsa medio vacía sobre la cruzde su caballo.

—Guardad esa comida, antes de quecambie de opinión. Llevémoslo al

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campo.Thrall había asumido que lo subirían

a una carreta, o tal vez a una de lasjaulas que recordaba de hacía tantotiempo. No concedieron siquiera esacomodidad básica. Se limitaron a ataruna cuerda a la red que lo manteníainmovilizado y lo transportaron a rastrasdetrás de uno de sus caballos. Noobstante, el orco había adquirido unaenorme tolerancia al dolor tras años enla arena de los gladiadores. Lo que máslamentaba era la pérdida de las cartasde Taretha. Era una suerte que ningunode aquellos hombres supiera leer. Dabagracias porque no habían encontrado elcolgante. Lo había mantenido encerrado

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en su puño desde que Tari se lo diera lanoche anterior, y había conseguidoesconderlo en sus pantalones negrosantes de que repararan en él. Al menospodía aferrarse a esa parte de ella.

El viaje parecía que no fuese aterminar nunca, pero el sol se arrastrabadespacio por el firmamento. Por fin,llegaron a una enorme muralla depiedra. Waryk solicitó permiso paraentrar, y Thrall oyó lo que sonaba comounas pesadas puertas que se abrían. Loarrastraban tendido de espaldas, por loque pudo fijarse en el grosor de lamuralla cuando traspusieron la entrada.Unos guardias desinteresados dedicaronuna fugaz mirada al recién llegado, antes

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de volver a concentrarse en susquehaceres.

Lo primero que sorprendió a Thrallfue el hedor. Le recordaba a los establosde Durnholde, pero era mucho másfuerte. Arrugó la nariz. Hult, que loestaba observando, soltó la risa.

—Hace mucho que no ves a lostuyos, ¿eh, verdoso? ¿Ya se te habíaolvidado cómo apestáis? —Se pellizcóla nariz y puso los ojos en blanco.

—Hult —dijo Waryk, en tono deadvertencia. Asió la red y dio una orden.Al instante, Thrall sintió que susataduras se aflojaban y se incorporó.

Miró en rededor, horrorizado. Pordoquier se hacinaban docenas, tal vez

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cientos de orcos. Algunos permanecíansentados en charcos de sus propiosexcrementos, con la mirada vidriosa,entreabiertas las temibles fauces. Otrosse paseaban arriba y abajo, musitandoincoherencias. Algunos dormían hechosun ovillo en el suelo, sin que parecieraque les importase si los pisaban. Seprodujo una reyerta en alguna parte,pero incluso eso debía de requerirdemasiada energía, puesto que hubofinalizado casi al tiempo de empezar.

¿Qué ocurría allí? ¿Estaríandrogando esos hombres a los congéneresde Thrall? Ésa tenía que ser larespuesta. Él sabía cómo eran los orcos,feroces, salvajes. Había esperado…

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bueno, no sabía qué era lo que esperaba,pero sin duda no era aquel letargoantinatural.

—Vamos —dijo Waryk, propinandoa Thrall un delicado empujón hacia elracimo de orcos más próximo—. Se osda de comer una vez al día. Hay agua enlos abrevaderos.

Thrall se enderezó e intentócomponer un semblante orgullosoconforme se acercaba a un grupo decinco orcos que se encontraban sentadosjunto a los abrevaderos antesmencionados. Podía sentir la mirada deWaryk clavada en su cogote magullado yarañado, y oyó que el hombre decía:

—Juraría que lo he visto antes en

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alguna parte.Después de eso, los hombres se

alejaron.Sólo uno de los orcos levantó la

cabeza cuando se acercó Thrall. Sucorazón latía desbocado. Era la primeravez que estaba tan cerca de su gente, yahora, allí tenía a cinco de ellos.

—Saludos —dijo, en orco.Lo miraron. Uno de ellos volvió a

agachar la cabeza y volvió aconcentrarse en arañar una piedraincrustada en la tierra.

Thrall lo intentó de nuevo.—Saludos —repitió, extendiendo

los brazos en un gesto que, según loslibros, indicaba que un guerrero

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saludaba a otro.—¿Dónde te han cogido? —preguntó

uno de ellos, al cabo, en la lengua de loshumanos. Al reparar en el sobresalto deThrall, añadió—: No te criaste hablandoorco. Se nota.

—Tienes razón. Me he criado entrehumanos. Me enseñaron un poco deorco. Esperaba que vosotros pudieraisayudarme a aprender más.

Los orcos se miraron entre sí, antesde echarse a reír.

—Te has criado con los humanos,¿eh? Oye, Krakis, ¡ven aquí! ¡Tenemostodo un cuentista entre nosotros! Muybien, chamán, cuéntanos otra.

Thrall sintió cómo se le escurría

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entre los dedos la oportunidad deconectar con esa gente.

—Por favor, no pretendía insultaros.Ahora soy un prisionero, igual quevosotros. Nunca había conocido a otroorco, yo sólo quería…

Entonces, el que había apartado lamirada se volvió y Thrall enmudeció.Los ojos de ese orco eran de un rojobrillante y parecía que refulgieran, comosi estuviesen iluminados desde dentro.

—Así que quieres conocer a tugente. Muy bien, ya nos conoces. Ahora,déjanos en paz. —Se dio la vuelta ysiguió jugueteando con su piedra.

—Tus ojos… —murmuró Thrall,demasiado atónito por el extraño fulgor

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rojo como para reparar en el insulto.El orco se encogió, levantó una

mano para protegerse el rostro delescrutinio de Thrall, y se encorvó aúnmás.

Thrall se giró para formular unapregunta y se encontró con que estabasolo. Los demás orcos se habíanapartado y le dedicaban furtivas miradasde soslayo.

El cielo había estado encapotadodurante todo el día, y la temperatura nohabía dejado de descender. En esemomento, mientras Thrall permanecía asolas en medio de un patio rodeado porlo que quedaba de su gente, el techo grisse abrió y comenzó a caer una lluvia

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helada mezclada con nieve.Thrall apenas prestó atención al

desapacible clima, tan hundido estaba ensu miseria. ¿Era esto por lo que habíarenunciado a todo lo que conocía? ¿Parallevar una vida de cautiverio en mediode un grupo de criaturas apáticas y sinespíritu que él había soñado con liderarcontra la tiranía de los humanos? Sepreguntó qué sería peor, si combatir enla arena para mayor gloria deBlackmoore, dormir a salvo bajo techo,leyendo las cartas de Tari, o estar allísolo, repudiado incluso por aquéllos desu misma sangre, hundido hasta lostobillos en el frío barro.

La respuesta era sencilla: ambas

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opciones resultaban intolerables. Sinque pareciera demasiado obvio, Thrallempezó a pasear la mirada con elobjetivo de encontrar una forma defugarse. No tendría que resultar difícil.Sólo algunos guardias aquí y allá y, porla noche, les costaría ver más que a él.Parecían aburridos y desinteresados y, ajuzgar por la falta de ánimo, energía eincluso interés que mostraba aquellapatética colección de orcos, Thrall nocreía que ninguno de ellos tuviera elcoraje para intentar escalar siquiera losmuros más bajos.

Sintió la lluvia cuando empezó acalarle los pantalones. Un día triste ygris para una lección no menos triste y

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gris. Los orcos no eran guerreros noblesy feroces. No lograba imaginarse cómoaquellas criaturas habían conseguidooponer resistencia alguna ante loshumanos.

—No siempre fuimos como nos vesahora —se oyó una voz, baja y ronca,junto a su codo. Sorprendido, Thrall segiró para ver al orco de los ojos rojos,que tenía sus inquietantes orbesclavados en él—. Hastiados, asustados,avergonzados. Esto es lo que han hechocon nosotros —continuó, señalándoselos ojos—. Y si lográramos librarnos deesto, regresarían nuestros corazones ynuestros espíritus.

Thrall se acuclilló en el barro, a su

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lado.—Continúa. Te escucho.

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CAPÍTULOOCHO

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Y a habían transcurridocasi dos días desde el

incendio y la huida de Thrall, yBlackmoore se había pasado la mayorparte del tiempo enfadado ymelancólico. Fue la insistencia deTammis lo que le convenció para salir atomar el aire; tenía que admitir que susirviente había tenido una buena idea.

El día era gris, pero Taretha y él sehabían abrigado bien y el vigorosopaseo a caballo les caldeaba la sangre.Él había propuesto salir de caza, pero sumojigata concubina le había persuadidode que una simple excursión bastaríapara pasar un rato agradable. La vio

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pasar a medio galope a lomos de labonita jaca gris moteada que él leregalara hacía dos años y deseó quesaliera el sol. Se le ocurrían otrasmaneras en que podría disfrutar de unrato agradable con Taretha.

Qué inesperada fruta madura habíaresultado ser la hija de Foxton. Habíasido una niña encantadora y obediente, yhabía crecido para convertirse en unamujer igual de encantadora y obediente.¿Quién se hubiera imaginado queaquellos ojos azules podrían atraparlode ese modo, que algún día él enterraríael rostro en el mullido cojín de suslargas trenzas de oro? Blackmoore no,desde luego. Pero, desde que se

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apropiara de ella hacía ya varios años,la muchacha había conseguidoentretenerlo constantemente, lo cualconstituía toda una proeza.

Langston le había preguntado en unaocasión cuándo pensaba prescindir deTaretha en favor de una esposa.Blackmoore había respondido que nopensaba prescindir de Taretha auncuando se casara; habría tiempo desobra para esas cosas cuando su plandiera al fin sus frutos. Se encontraría enuna posición mucho más favorable paraorganizar un matrimonio políticamentefavorable cuando hubiera puesto derodillas a toda la Alianza.

Lo cierto era que no había ninguna

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prisa. Tenía tiempo de sobra paradisfrutar de Taretha cuándo y dónde leplaciera. Cuanto más tiempo pasaba conla muchacha, menos pensaba ensatisfacer sus apetitos y más en disfrutarsin más de su presencia. En más de unaocasión, mientras yacía despierto y laveía dormir, cubierta por la argéntea luzde luna que entraba por la ventana, sehabía preguntado si se estaríaenamorando de ella.

Había refrenado a Canción deNoche, que se estaba haciendo mayoraunque todavía le gustaba disfrutar deuna buena galopada esporádica, yobservaba cómo Taretha conducíarisueña a Dama Gris en círculos

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alrededor de él. A petición suya, no sehabía puesto sombrero ni se habíatrenzado el cabello, que le caía sobrelos hombros como si de una cascada deoro puro se tratara. Taretha reía y, por unmomento, sus miradas se encontraron.

Al diablo con el tiempo. Se lasapañarían.

Estaba a punto de ordenarle quebajara de su jaca y se dirigiera hacia unsoto de árboles (sus capas lesproporcionarían suficiente abrigo)cuando escuchó el sonido de unoscascos que se acercaban. Frunció elceño cuando apareció Langston,jadeando. Su caballo estaba todo sudadoy humeaba a causa del frío del atardecer.

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—Mi señor, creo que tenemosnoticias de Thrall.

La mayor Lorin Remka no se andabacon chiquitas. Aunque levantaba pocomás de metro y medio del suelo, erafuerte y corpulenta, y sabía estar a laaltura de las circunstancias en cualquierpelea. Se había alistado disfrazada dehombre hacía muchos años, impulsadapor un ardiente deseo de destruir a losseres de piel verde que habían arrasadosu pueblo. Cuando se hubo descubiertoel ardid, su oficial al mando la habíaenviado a primera línea de combate.Más tarde descubriría que el oficialhabía albergado la esperanza de que allíla mataran, lo que le habría ahorrado el

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bochorno de tener qué dar parte de ella.Pero Lorin Remka se había empeñado ensobrevivir, y se había comportado tandignamente como cualquier hombre desu unidad; a veces mejor que nadie.

Encontraba un placer salvaje enmasacrar al enemigo. En más de unaocasión, tras la carnicería, se habíaembadurnado el rostro con la sangrenegra rojiza para señalar su victoria.Los hombres se habían mantenidosiempre a una distancia prudencial deella.

En esa época de paz, la mayorRemka disfrutaba casi tanto repartiendoórdenes entre las babosas que en su díafueran sus enemigos más enconados,

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pero el placer había disminuido cuandoesos bastardos dejaron de rebelarse. Porqué se habían vuelto tan dóciles y habíanrenunciado a su salvajismo era motivofrecuente de debate entre Remka y sushombres por las noches, ante una partidade cartas y una cerveza; o cuatro.

Lo más satisfactorio de todo habíasido ser capaz de coger a aquellosantiguos asesinos aterradores yconvertirlos en dóciles criados. Habíadescubierto que los más maleables eranlos que tenían los ojos rojos. Parecíanansiosos de recibir órdenes y lisonjas,incluso de ella. En esos momentos, unode ellos estaba preparándole un baño ensus aposentos.

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—¡Asegúrate de que está caliente,Greekik! ¡Y no te olvides de las hierbasen esta ocasión!

—Sí, mi señora —respondió el orcohembra, con voz humilde. Casi alinstante, hasta Remka llegó lapurificadora fragancia a hierbas secas yflores. Desde que comenzara a trabajaren ese lugar, parecía que apestase todoel tiempo. No podía quitar el mal olorde su ropa, pero al menos podíasumergirse en el agua caliente yperfumada y eliminarlo de su piel y desu larga cabellera negra.

Remka había adoptado un estilo devestir masculino, mucho más prácticoque todos los perifollos femeninos. Tras

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años en el campo de batalla, estaba másque acostumbrada a vestirse sola y, dehecho, lo prefería. Se quitó las botas conun suspiro. En el momento en que lasdejaba a un lado para que Greekik laslimpiara, alguien llamó a su puerta conurgencia.

—Más vale que sea algo importante—musitó, en tanto que abría la puerta—.¿Qué ocurre, Waryk?

—Ayer capturamos un orco.—Sí, sí, ya he leído tu informe.

Verás, se me enfría el baño mientrasestamos aquí charlando y…

—El orco me sonaba de algo —insistió Waryk.

—¡Por la Luz, Waryk, si son todos

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iguales!—No. Éste parecía distinto. Ahora

sé por qué. —Se hizo a un lado, y unafigura alta e imponente ocupó el vano dela puerta. La mayor Remka se cuadró deinmediato, arrepintiéndose de habersedescalzado.

—Teniente general Blackmoore. ¿Enqué podemos ayudarle?

—Mayor Remka —dijo AedelasBlackmoore, con la blanca dentadurareluciendo enmarcada por su cuidadaperilla negra—. Me parece que habéisencontrado al orco de compañía que seme había extraviado.

Thrall escuchó, embelesado,mientras el orco de ojos rojos daba

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cuenta en voz baja de historias de valory fortaleza. Le hablaba de asaltosllevados a cabo con todas lasprobabilidades en contra, de proezasheroicas, y de humanos que caían bajouna imparable oleada verde de orcosunidos por un solo propósito. Tambiénhabló con melancolía de un puebloespiritual, algo que Thrall desconocía.

—Ah, sí —dijo Kelgar, entristecido—. En el pasado, antes de convertirnosen la orgullosa Horda hambrienta debatallas, nos dividíamos en clanesindividuales. En esos clanes encontrabasa quienes conocían la magia del viento yel agua, del cielo y la tierra, de todoslos espíritus de la naturaleza, y

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trabajaban en armonía con esos poderes.Los llamábamos «chamanes» y, hastaque surgieron los brujos, sus habilidadesmarcaban todo lo que entendíamos porpoder.

Era como si aquella palabraenfureciera a Kelgar. Escupió al suelo y,dando muestras por vez primera decualquier tipo de pasión, gruñó:

—¡Poder! ¿Acaso da de comer anuestro pueblo, cría a nuestros jóvenes?Nuestros líderes se lo guardan para sí, ysólo llega al resto de nosotros concuentagotas. Hicieron… algo, Thrall. Nosé el qué. Pero, cuando nos derrotaron,el deseo de luchar nos abandonó comosi escapara por una herida abierta. —

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Agachó la cabeza, la apoyó en losbrazos apoyados sobre sus rodillas, ycerró sus ojos rojos.

—¿Perdisteis todos el deseo deluchar? —preguntó Thrall.

—Todos los que estamos aquí. Losque se resistieron no fueron apresados o,si lo fueron, fueron asesinados mientrasse resistían. —Kelgar mantuvo los ojoscerrados.

Thrall respetó la necesidad desilencio del otro orco. Se sintióinvadido por la desilusión. El relato deKelgar tenía trazas de ser cierto y, paracomprobarlo, lo único que hacía faltaera echar un vistazo alrededor. ¿Quésería ese suceso que había ocurrido?

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¿Cómo podía ser que toda una raza vierasu naturaleza tan distorsionada comopara acabar ahí, derrotados aun antes deser capturados y arrojados a esa cochinacloaca infernal?

—Pero el deseo de luchar arde confuerza en tu interior, Thrall, aunque tunombre sugiera lo contrario. —Kelgarhabía vuelto a abrir los ojos, queparecían clavarse en su interlocutor—.Tal vez el hecho de que hayas sidocriado por humanos te haya librado deesto. Hay otros como tú, ahí fuera. Losmuros no son tan altos como para que nopuedas escalarlos, si así lo deseas.

—En efecto —afirmó Thrall,entusiasmado—. Dime dónde puedo

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encontrar a otros como yo.—El único del que he oído hablar es

Grom Grito Infernal. Permanece invicto.Su pueblo, el clan de la Canción deGuerra, procede del oeste de esta tierra.Eso es todo cuanto puedo decirte. Losojos de Grom son como los míos, perosu espíritu aún resiste. —Kelgar agachóla cabeza—. Ojalá yo hubiera sido igualde fuerte.

—Puedes serlo. Ven conmigo,Kelgar. Yo soy fuerte, no me costaríanada auparte para salvar la muralla si…

Kelgar meneó la cabeza.—No es la fuerza lo que me ha

abandonado, Thrall. Podría matar a losguardias en un latido. Cualquiera de

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nosotros podría. Es el deseo. No deseointentar saltar por encima de lasmurallas. Quiero quedarme aquí. Nopuedo explicarlo, y me avergüenza, peroes la verdad. Tú tendrás que reunir lapasión, el fuego, por todos nosotros.

Thrall convino con un asentimientode cabeza, aunque no lo entendía.¿Quién no querría ser libre? ¿Quién noquerría pelear, recuperar todo lo que leshabían arrebatado, conseguir que losinjustos humanos pagaran por lo quehabían hecho con su pueblo? Mas estabaclaro: de todos los orcos presentes, élera el único que se atrevería a alzar unpuño retador en desafío.

Esperaría hasta el ocaso. Kelgar le

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había contado que la guarnición desoldados era exigua, y que solíanemborracharse hasta quedarseinconscientes. Si Thrall se limitaba afingir que era como los demás orcos,estaba seguro de que se le presentaríauna oportunidad.

En ese momento, apareció un orcohembra. Se conducía con una seguridadque no abundaba en ese lugar. Thrall seincorporó cuando se hizo evidente quelo buscaba a él.

—¿Eres el orco recién capturado?—preguntó, en lengua humana.

Thrall asintió.—Me llamo Thrall.—Entonces, Thrall, te conviene

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saber que el comandante de los camposviene a por ti.

—¿Cómo se llama? —El fríoatenazó sus entrañas; se temía lo peor.

—No lo sé, pero viste de rojo y oro,con un halcón negro en…

—Blackmoore —siseó Thrall—.Tendría que haberme imaginado quedaría conmigo.

Se produjo un estrepitoso repiqueteocuando todos los orcos se volvieronhacia la enorme torre.

—Tenemos que formar —dijo lahembra—. Aunque no es la hora habitualdel recuento.

—Te quieren a ti, Thrall —dijoKelgar—, pero no te van a encontrar.

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Tendrás que marcharte ahora. Losguardias estarán ocupados con lallegada del comandante. Yo me ocuparéde distraerlos. La zona menos vigiladase encuentra el final del campo.Nosotros acudiremos al sonido de lacampana, como el ganado en que noshemos convertido. —Su voz y susemblante evidenciaban el asco que seinspiraba a sí mismo—. Vete. Corre.

Thrall no necesitaba que lo azuzaran.Giró sobre sus talones y comenzó amoverse veloz, abriéndose paso entre elsúbito torrente de orcos que avanzabanen dirección contraria. Mientrasempujaba y porfiaba, escuchó un gritode dolor. Era el orco hembra. No se

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atrevió a detenerse para mirar atráspero, cuando oyó que Kelgar gritabaunas ásperas palabras en orco, loentendió todo. De algún modo, Kelgarhabía conseguido encontrar en suinterior una sombra de su antiguoespíritu combativo. Había comenzado apelearse con el orco hembra. A tenor delas voces de los guardias, aquello eraalgo inusitado. Bajaron para separar alos orcos en disputa y, ante los ojos deThrall, los escasos guardias que habíanestado recorriendo la murallaabandonaron sus puestos y corrieronhacia el origen del griterío.

Se le ocurrió que era probable queazotaran a Kelgar y a la hembra

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inocente. Lo sintió en el alma, pero sedijo que, gracias a sus acciones, él eralibre para hacer todo lo posible porasegurarse de que ningún humanovolviera a golpear a un orco, nuncajamás.

Tras haber alcanzado la edad adultaencerrado en una celda estrechamentevigilada, con hombres pendientes decada uno de sus movimientos, le costabacreer lo fácil que resultaba escalar lamuralla y huir hacia la libertad. Frente aél se extendía un denso bosque. Corriómás deprisa de lo que había corrido ensu vida, a sabiendas de que cada minutoque permaneciera en campo abiertosería vulnerable. Empero, nadie dio la

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voz de alarma, nadie inició lapersecución.

Corrió durante horas, perdiéndoseen el bosque, girando a derecha eizquierda y esforzándose por ponérselodifícil a las partidas de búsqueda que,sin duda, saldrían tras él. Al cabo,aminoró, resoplando y jadeando, sinaliento. Se subió a un robusto árbol y,cuando asomó la cabeza por el densodosel de hojas, lo único que vio fue unmar de verde.

Entrecerró los ojos y localizó el sol.Comenzaba su descenso hacia elhorizonte. El oeste; Kelgar había dichoque el clan de Grom Grito Infernal habíavenido del oeste.

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Encontraría a ese tal Grito Infernal y,juntos, liberarían a sus hermanos yhermanas apresadas.

Con los guantes negros enlazados ala espalda, el comandante de loscampos, un tal Aedelas Blackmoore, sepaseó despacio por delante de los orcosalineados. Todos ellos mantenían lacabeza gacha y se miraban los piescubiertos de barro. Blackmoore tuvo queadmitir que resultaban más entretenidos,si bien también más letales, cuando lesquedaba algo de espíritu dentro delcuerpo.

Con el gesto torcido a causa delhedor, Blackmoore se llevó un pañueloperfumado a la nariz. Lo seguía de

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cerca, igual que un perro que esperara laorden de su amo, la mayor Remka.Había oído hablar bien de ella; alparecer, era más eficiente que lamayoría de los hombres.

Pero si había tenido a Thrall en supoder y había dejado que se leescurriera entre los dedos, no tendríapiedad.

—¿Dónde está el que creías que eraThrall? —le preguntó a Waryk, elsoldado de Remka. El joven mantenía lacompostura mejor que su oficial en jefe,pero incluso él comenzaba a ofrecersíntomas de pánico en su mirada.

—Lo había visto en los combates degladiadores, y los ojos azules son tan

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raros… —dijo Waryk, que habíaempezado a tartamudear un poco.

—¿Lo ves aquí?—N-no, teniente general. No lo veo.—A lo mejor es que no era Thrall.—Encontramos algunas cosas que

había robado —sugirió Waryk,súbitamente inspirado. Chasqueó losdedos y uno de sus hombres se alejócorriendo, para regresar momentosdespués con una gran saca—. ¿Lareconoce? —Le ofreció una sencilladaga a Blackmoore, con la empuñadurapor delante, como exigía la etiqueta.

A Blackmoore se le atragantó elaliento en la garganta. Se habíapreguntado dónde la habría metido. No

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es que fuese cara, pero la había echadoen falta… Pasó el pulgar sobre elsímbolo de su escudo de armas, elhalcón negro.

—Es mía. ¿Algo más?—Algunos papeles… La mayor

Remka aún no ha tenido tiempo deexaminarlos… —Waryk se quedó sinvoz, pero Blackmoore asintió. El muyidiota no sabía leer. ¿Qué clase depapeles iba a tener Thrall? Hojasarrancadas de sus libros, sin duda.Blackmoore agarró la bolsa y escarbóentre los papeles del fondo. Cogió unoal azar.

… ojalá pudiera hablar contigo envez de enviarte sólo estas cartas. Te veo

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en la arena y se me rompe el corazón…¡Cartas! ¿Quién iba a…? Cogió otra.… cuesta más y más encontrar

tiempo para escribir. Nuestro señor nosexige tanto. He oído que te pega. Losiento, mi querido amigo. No temereces…

Taretha.Un dolor más grande que cualquier

otro que hubiera sentido se apoderó delpecho de Blackmoore. Sacó máscartas… por la Luz, debía de haberdocenas ahí dentro… tal vez cientos.¿Cuánto hacía que conspiraban esosdos? Por alguna razón, le escocían losojos y le costaba respirar. Tari… Tari,cómo has podido, nunca te ha faltado de

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nada…—¿Mi señor? —La voz preocupada

de Remka liberó a Blackmoore de sudolorosa sorpresa. Inspiró hondo yparpadeó para sofocar las lágrimasdelatoras—. ¿Está todo en orden?

—No, mayor Remka. —Su vozseguía tan calmada y compuesta comosiempre, por lo que dio gracias—. Nadaestá en orden. Teníais a mi orco Thrall,uno de los mejores gladiadores que hayapisado jamás la arena. Me haconseguido una buena cantidad dedinero a lo largo de los años y sesuponía que me iba a conseguir muchomás. No me cabe duda, era él el que hacapturado vuestro hombre. Y es él al que

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no veo por ninguna parte.Se regocijó al ver que el semblante

de Remka perdía todo su color.—Podría estar escondido dentro del

campo.—Podría. —Blackmoore replegó los

labios sobre sus blancos dientes,consiguiendo convertir su sonrisa en unrictus—. Esperemos que así sea, porvuestro propio bien, mayor Remka.Registrad el campamento. Enseguida.

La mayor se apresuró a cumplir susdeseos, repartiendo órdenes a gritos.Estaba claro que Thrall no iba a ser tanestúpido como para presentarse aformar, igual que un perro querespondiera a un silbato. Era posible

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que siguiera allí. Aunque, no sabíacómo, Blackmoore creía que Thrall sehabía marchado, que estaba en otraparte, haciendo… ¿qué? ¿Qué clase deplan habían ideado el orco y esa furciade Taretha?

Blackmoore estaba en lo cierto. Unexhaustivo registro no consiguiódesvelar nada. Ninguno de los orcos,malditos fuesen todos ellos, admitíasiquiera haber visto a Thrall.Blackmoore degradó a Remka, puso aWaryk en su lugar y cabalgó de regreso acasa. Langston se encontró con él amedio camino, y se conmiseró de él,pero ni siquiera la dicharachera ydisparatada conversación de Langston

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consiguió animar a Blackmoore. En unanoche fatídica, había perdido las doscosas que más le importaban: Thrall yTaretha.

Subió por la escalera que conducía asus aposentos, se dirigió a su dormitorioy abrió la puerta. La luz bañó el rostrodormido de Taretha. Con cuidado, parano despertarla, Blackmoore se sentó enla cama. Se quitó los guantes y acaricióla suave y tersa curva de aquellamejilla. Era tan hermosa. Se habíaemocionado con su contacto, se habíaenternecido con sus risas. Pero eso seacabó.

—Que duermas bien, bella traidora—susurró. Se inclinó y la besó, con el

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dolor de su corazón aún presente,aunque sojuzgado sin clemencia—.Duerme, hasta que me hagas falta.

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CAPÍTULONUEVE

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T hrall no había estado tancansado ni había tenido tanta

hambre en toda su vida. Pero la libertadsabía mejor que la comida con que lohabían alimentado, y se sentía másdescansado que sobre el heno en quehabía dormido siendo prisionero deBlackmoore en Durnholde. Era incapazde atrapar los conejos y las ardillas quecorreteaban por el bosque, y searrepentía de que no le hubieranenseñado técnicas de supervivenciajunto con la historia de la batalla y lanaturaleza del arte. Dado que era otoño,los árboles ofrecían sus frutos maduros,y no tardó en volverse un experto

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encontrando gusanos e insectos. Con esoapenas lograba apaciguar el hambrecanina que le roía las entrañas pero, almenos, disponía de agua en abundanciagracias a la minada de arroyos yriachuelos que serpenteaban entre lafronda.

Transcurridos varios días, el vientocambió de dirección mientras Thrallavanzaba con tesón por el sotobosque yle trajo el dulce aroma de la carneasada. Inhaló con fuerza, como sipudiera obtener sustento tan sólo de eseolor. Famélico, siguió el rastroodorífero.

Pese a que su cuerpo clamaba porcomida, no permitió que el hambre

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empañara su buen juicio. Hizo bien,puesto que vio docenas de humanoscuando hubo llegado a la linde de laespesura.

El día era cálido y soleado, uno deesos raros días que se encuentran enotoño, y los humanos preparaban ufanosun banquete que consiguió que a Thrallse le hiciese la boca agua. Había panhorneado, toneles llenos de fruta frescay verdura, vasijas de embutidos,mantequilla y pasta, quesos, botellas delo que supuso que sería vino y aguamiely, en medio de todo aquello, dos cerdosespetados que giraban despacio sobrelas llamas.

A Thrall le flaquearon las rodillas y

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se agachó despacio sobre el lecho delbosque, embelesado ante los manjaresque se extendían frente él como siquisieran tentarlo. En el campodespejado, los niños jugaban conbanderines, aros y otros juguetes a losque Thrall no sabía ponerles nombre.Las madres amamantaban a sus bebés, ylas doncellas bailaban recatadas con losmozos. Era un cuadro de dicha yfelicidad y, más que la comida, lo queThrall quería era encontrar un lugar allí.

Mas eso era imposible. Era un orco,un monstruo, un piel verde, un sangrenegra, y un centenar de epítetos más. Porconsiguiente, se quedó sentado,observando, mientras los aldeanos

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festejaban, comían y bailaban hasta quela noche se hubo cernido sobre ellos.

Salieron las lunas, una blanca yradiante, otra fría y verde azulada,cuando se recogían las últimas mesas,platos y alimentos. Thrall vio cómo losaldeanos recorrían el sendero queatravesaba el campo; pequeñas luces develas aparecieron en diminutas ventanas.Aguardó aún más, y observó el pausadodevenir de las lunas en el firmamento.Muchas horas después de que se hubieraapagado la última vela en las ventanas,Thrall se incorporó y avanzó en silenciohacia el poblado.

Su olfato siempre había sido muyagudo, y más ahora que disfrutaba de los

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aromas de la comida. Siguió los olorespara acercarse a las ventanas y afanarhogazas enteras de pan que engullía deun bocado, para destapar una cesta llenade manzanas junto a una puerta y deglutirla dulce fruta con avidez.

Le corría zumo por el torso desnudo,dulce y pegajoso. Se lo enjugó con gestomecánico con una enorme mano verde.Poco a poco, comenzaba a saciar suapetito. Cogió algo de cada casa, peronunca demasiado del mismo hogar.

Se asomó a una ventana y vio unasfiguras dormidas junto a las brasas de lachimenea. Se retiró enseguida, esperó unmomento, y volvió a escrutar, muydespacio. Se trataba de niños, acostados

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en catres de paja. Había tres, más uno enuna cuna. Dos niños; y una niña pequeñade pelo amarillo. Ante los ojos deThrall, la pequeña se revolvió en susueño.

Thrall sintió una aguda punzada.Como si no hubiera pasado el tiempo, sumente se vio transportada al día en quehabía visto a Taretha por primera vez,cuando ella le había regalado su ampliasonrisa y le había saludado con la mano.Esa niña se parecía tanto a ella, con lasmejillas redondeadas, el cabellodorado…

Un brusco ruido lo sobresaltó; se diola vuelta a tiempo de ver algo con cuatropatas que cargaba contra él. Unos

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dientes afilados restallaron junto a suoreja. Por instinto, Thrall asió al animaly cerró las manos en torno a su garganta.¿Sería un lobo, una de las criaturas conlas que a veces trababa amistad supueblo?

Tenía puntiagudas orejas enhiestas,hocico ahusado y afilados dientesblancos. Se parecía a las xilografías delobos que había visto en los libros, perola forma de la cabeza y el color diferían.

La casa se había despertado; oyóvoces humanas alarmadas. Apretó supresa y la criatura cayó inerte. Thralltiró el cuerpo y se asomó para ver a laniña que lo miraba con los ojosdesorbitados por el horror. La pequeña

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lanzó un grito y lo señaló con el dedo.—¡Un monstruo, papá, un monstruo!Aquellas odiosas palabras,

procedentes de unos labios inocentes,sacaron a Thrall de su estupor. Se dio lavuelta para emprender la huida, pero seencontró con que lo rodeaba un puñadode atemorizados aldeanos. Algunosportaban horcas y guadañas, las únicasarmas de que disponía esa comunidad decampesinos.

—No os deseo ningún daño —dijoThrall.

—¡Habla! ¡Es un demonio! —gritóalguien. La pequeña guarnición se lanzóa la carga.

Thrall reaccionó por instinto y se

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dejó guiar por su formación. Cuando unode los hombres arremetió con su horca,Thrall asió con destreza la improvisadaarma y la empleó para arrebatar losdemás tridentes y guadañas de las torpesmanos de los campesinos. En algúnmomento, profirió su grito de batalla,cegado por la sed de sangre, y blandióla horca contra sus agresores.

Se detuvo cuando estaba a punto deensartar al hombre derribado, que lomiraba con ojos enloquecidos.

Aquellos hombres no eran susenemigos, aun cuando resultara evidenteque lo temían y lo odiaban. Eran simplesaldeanos que vivían gracias a suscultivos y a sus animales de granja.

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Tenían hijos. Estaban asustados de él,eso era todo. No, el enemigo no estabaahí. El enemigo dormía a pierna sueltaen una cama de plumas en Durnholde.Con un grito de desprecio hacia símismo, Thrall lanzó la horca a muchosmetros de distancia y se aprovechó de labrecha del círculo para huir hacia laseguridad del bosque.

Los hombres no corrieron detrás deél. Thrall no esperaba que lo hicieran.Lo único que querían era que los dejaraen paz. Mientras surcaba la floresta,empleando la energía sobrante de laconfrontación, intentó sin conseguirloborrar la imagen de la niña rubiagritando horrorizada y llamándolo

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«monstruo».Thrall corrió durante todo el día

siguiente, hasta bien avanzada la noche,cuando por fin hubo de desplomarse,exhausto. Durmió el sueño de los justos,sin pesadillas que lo atormentasen. Algolo despertó antes del alba; parpadeó,soñoliento.

Un segundo empujón en la barriga, yse despertó del todo… para enfrentarsea los rostros malhumorados de ochoorcos.

Intentó incorporarse, pero seabalanzaron sobre él y lo inmovilizaronantes de que pudiera debatirse siquiera.Uno de ellos acercó su enorme ycolérica cara y sus colmillos amarillos a

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un centímetro de la de Thrall. Ladróalgo completamente ininteligible, yThrall negó con la cabeza.

El orco compuso un semblante aúnmás sobrecogedor, agarró una de lasorejas de Thrall y profirió otra sarta deincoherencias.

Thrall adivinó lo que quería decir elotro y, en lengua humana, respondió:

—No, no estoy sordo.Todos ellos emitieron un siseo

rabioso.—Hu-mano —dijo el gigantón, que

parecía ser su líder—. ¿No hablar orco?—Un poco —respondió Thrall, en

ese idioma—. Me llamo Thrall.El orco abrió la boca, la dejó así y

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soltó un bufido. Sus compinches loimitaron.

—¡Hu-mano parecer orco! —exclamó, apuntando a Thrall con una uñanegra. En orco, añadió—: Matadlo.

—¡No! —gritó Thrall, en orco.Aquel encuentro tan poco halagüeño aúnle proporcionaba una esperanza: esosorcos eran luchadores. No andabanencorvados por el peso de ladesesperación, ni estaban demasiadodesilusionados como para no intentarsiquiera escalar una pared baja depiedra—. ¡Querer encontrar Grom GritoInfernal!

El gigantón se quedó helado. En supobre humano, preguntó:

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—¿Por qué encontrar? Enviado paramatar, ¿eh? Por humanos, ¿eh?

Thrall negó con la cabeza.—No. Campos… malos. Orcos… —

No conseguía encontrar las palabras enesa lengua extraña, por lo que exhaló unsonoro suspiro y bajó la cabeza, en unintento por representar a las desdichadascriaturas que había visto en el campo deinternamiento—. Quiero orcos… —Levantó las manos atadas y lanzó unaullido—. Grom ayuda. Ya no campos.Ya no orcos… —De nuevo, adoptó unaapariencia abatida y desesperada.

Se arriesgó a levantar la vista,preguntándose si su exiguo orco habríabastado para comunicar lo que

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pretendía. Al menos ya no queríanmatarlo. Otro orco, algo más pequeñopero de aspecto igual de amenazadorque el anterior, dijo algo con voz ronca.La respuesta del líder fue acalorada.Discutieron durante un momento, antesde que pareciera que el gigantón cedía.

—Tragg decir, puede. Puede tú verGrito Infernal, si tú merecer. Venir. —Lopusieron de pie y lo empujaron para quecaminara. La punta de la lanza contra suespalda azuzó a Thrall para queacelerara el paso. A despecho deencontrarse maniatado y rodeado pororcos hostiles, Thrall se sentía jubiloso.

Iba a ver a Grom Grito Infernal, elúnico orco que permanecía indómito.

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Tal vez juntos lograran liberar a losorcos apresados, impelerlos a la accióny recordarles cuál era su herencia.

Si bien le resultaba complicadoexpresarse en el idioma orco, entendíamucho mejor de lo que hablaba. Guardósilencio, y escuchó.

Los orcos que lo escoltaban parareunirse con Grito Infernal estabansorprendidos por su vigor. Thrall reparóen que casi todos ellos tenían los ojoscastaños o negros, no de ese peculiarcolor rojo inherente a la mayoría de losinternos en el campo. Kelgar habíaapuntado a que podría existir ciertarelación entre los fulgurantes orbesencendidos y el inusitado letargo que

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asolaba a los orcos. Thrall no sabía aqué podía deberse; esperaba descubrirloprestando atención.

Si bien los orcos no mencionaron losojos rojos, sí que comentaron la desidia.Muchas de las palabras que Thrall noentendía resultaban comprensiblesgracias al tono desdeñoso con que sepronunciaban. Thrall no era el único alque repugnaba ver a la otrora legendariafuerza bélica reducida a un dócilrebaño. Al menos los toros arremetían sise los provocaba.

Para su gran señor de la guerratenían palabras de alabanza y adoración.También hablaron de Thrall,preguntándose si no sería una especie de

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espía enviado para descubrir la guaridade Grom y dirigir a los humanos en unacobarde emboscada. Thrall deseófervientemente que hubiese algunamanera de convencerlos de susinceridad. Haría lo que fuese necesariocon tal de demostrar su dignidad.

Llegados a cierto punto, el grupo sedetuvo. El líder, que Thrall habíaaprendido que se llamaba Rekshak,desató un fajín que le rodeaba el ampliotorso. Lo sostuvo con ambas manos y sedirigió a Thrall.

—Poner… —Añadió algo en orcoque Thrall no pudo entender, pero intuyólo que quería Rekshak. Agachó lacabeza, obediente, puesto que era el más

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alto de todos ellos, y permitió que levendaran los ojos. El fajín olía a sudorfresco y a sangre reseca.

Sin duda ahora pensaban matarlo, oabandonarlo para que muriera, atado ycegado. Thrall aceptó esa posibilidad ydecidió que era preferible a arriesgar lavida un día más en el foso de losgladiadores para gloria del cruelbastardo que lo había apaleado y quehabía intentado sojuzgar el espíritu deTari.

Anduvo con pasos más vacilantesaunque, en algún momento, dos de losorcos lo flanquearon en silencio y locogieron por los brazos. Confiaba enellos; no le quedaba otra opción.

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Sin ningún modo de juzgar el pasodel tiempo, el viaje se hizo eterno. Enalgún momento, el mullido lecho delbosque dio paso a la fría piedra, y elaire se volvió más frío. A juzgar por lamanera en que se distorsionaron lasvoces de los demás orcos, Thrall supusoque estaban descendiendo hacia elinterior de la tierra.

Por fin, se detuvieron. Thrall agachóla cabeza y le quitaron la venda. Inclusola tenue luz que proporcionaban lasantorchas le obligó a parpadear paraacomodar la vista, después de la negruracompleta.

Se encontraba en una enormecaverna subterránea. Sobresalían rocas

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puntiagudas del techo de piedra y delsuelo. Thrall oyó el goteo de la humedada lo lejos. Había varias cuevas máspequeñas que radiaban de esa caverna, ymuchas de las entradas se veíancubiertas por pieles de animales. Aquí yallá se encontraba uno con armadurasque habían conocido días mejores y conarmas que parecían tan desgastadascomo bien conservadas. Una pequeñahoguera ardía en el centro, proyectandosu humo hacia el techo. Así pues, allídebía ser el lugar al que se habíanretirado el legendario Grom GritoInfernal y el resto del otrora feroz clande la Canción de Guerra.

Pero ¿dónde estaba el famoso líder?

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Thrall miró en rededor. Si bien habíanemergido varios orcos de diversascuevas, ninguno tenía el porte o elatuendo de un auténtico jefe. Se volvióhacia Rekshak.

—Dijiste que me llevarías anteGrito Infernal. No lo veo por ningunaparte.

—Tú no lo ves, pero está aquí. Él teve a ti —respondió otro orco, al tiempoque apartaba una piel de animal paraentrar en la caverna. Era casi tan grandecomo Thrall, pero no tan corpulento.Parecía más viejo, y muy cansado. Loshuesos de diversos animales y,posiblemente, algunos humanos pendíande un collar que le rodeaba la garganta.

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Se conducía de un modo que exigíarespeto, y Thrall no dudó en ofrecérselo.Quienquiera que fuese ese orco,ostentaba una posición importante dentrodel clan. Resultaba evidente quedominaba la lengua humana casi con lamisma fluidez que Thrall.

Thrall inclinó la cabeza.—Tal vez sea así, pero quiero hablar

con él, no disfrutar de su presenciainvisible.

El otro orco sonrió.—Tienes espíritu, fuego. Eso está

bien. Me llamo Iskar, consejero del granjefe Grito Infernal.

—Yo me llamo…—Sabemos quién eres, Thrall de

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Durnholde. —Ante el pasmo de Thrall,Iskar continuó—: Son muchos los quehan oído hablar del orco de compañíadel teniente general Blackmoore.

Thrall profirió un sordo gruñidogutural, pero no perdió la compostura.Había oído antes que lo llamaban así,pero hería más cuando el apelativoprovenía de boca de uno de suscongéneres.

—Nunca te hemos visto combatir,claro —prosiguió Iskar, al tiempo queenlazaba las manos a la espalda ycaminaba despacio alrededor de Thrall,sin dejar de mirarlo de arriba abajo—.A los orcos no les permiten asistir a laspeleas de gladiadores. Mientras tú

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encontrabas la gloria en la arena, tushermanos sufrían derrotas y vejaciones.

Thrall no estaba dispuesto a seguirescuchando.

—La gloria no era para mí. ¡Era unesclavo, propiedad de Blackmoore y, sino me creéis cuando os digo que lodesprecio, mirad esto! —Se dio lavuelta para enseñarles la espalda. Lomiraron y, para su enojo, se rieron.

—No hay nada que mirar, Thrall deDurnholde —dijo Iskar. Thrall supo loque había ocurrido; la magia delungüento curativo había funcionadodemasiado bien. No le quedaba ni unacicatriz en la espalda a resultas de laterrible paliza que había recibido a

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manos de Blackmoore y sus hombres—.Apelas a nuestra compasión, pero anosotros nos parece que estás sano yfuerte.

Thrall giró en redondo. Se sentíafurioso, e intentó apaciguarse, sin éxito.

—Era un objeto, una propiedad.¿Pensáis que obtuve algún beneficio delsudor y la sangre que derramé en laarena? Blackmoore amasaba monedasde oro mientras yo permanecíaencerrado en una celda y sólo salía paradivertirlo. Las cicatrices de mi cuerpono son visibles, ahora me doy cuenta,pero el único motivo por el que mecuraban era para que pudiera regresar alfoso y volver a luchar para ganar dinero

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para mi señor. Hay cicatrices muchomás profundas que no podéis ver.Escapé, me encerraron en un campo, yde allí me escapé para buscar a GritoInfernal. Aunque comienzo a dudar de suexistencia. No sé si es pedir demasiadoencontrar a un orco que ejemplifique elideal que yo tengo de nuestro pueblo.

—¿Qué ideal es ése, orco connombre de esclavo? —inquirió Iskar.

Thrall respiraba con dificultad, peroapeló al control que le había inculcadoel sargento.

—Los orcos son fuertes. Astutos.Poderosos. Infunden terror en la batalla.Sus espíritus son inquebrantables. Dejadque me reúna con Grito Infernal, él se

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dará cuenta de mi valía.—Eso habremos de juzgarlo

nosotros —repuso Iskar. Levantó unamano y entraron tres orcos en lacaverna. Comenzaron a cubrirse conarmaduras y a recoger varias armas—.Esos tres son nuestros mejoresguerreros. Son, como tú has dicho,fuertes, astutos y poderosos. Pelean paramatar o morir, no como tú estásacostumbrado a hacer en la arena de losgladiadores. Aquí no te servirán de nadatus artes escénicas. Sólo el auténticotalento te salvará. Si sobrevives, puedeque Grito Infernal te reciba, o puede queno.

Thrall miró fijamente a Iskar.

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—Me verá.—Por tu propio bien. ¡Adelante!Sin más dilación, los tres orcos

cargaron contra un Thrall sin armas niarmadura.

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CAPÍTULODIEZ

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P or un breve momento,Thrall se vio cogido por

sorpresa. Transcurrido ese fugazinstante, los años de entrenamientosurtieron efecto. Si bien no sentía ningúndeseo de pelear con su propia gente, nole costaba imaginárselos como acombatientes de la arena y actuar enconsecuencia. Cuando uno de ellosarremetió contra él, Thrall lo esquivósin problemas y levantó el brazo paraarrebatar la enorme hacha de combatede manos del orco. Con el mismomovimiento, atacó. El tajo fue profundo,pero la armadura recibió la mayor partedel daño. El orco herido profirió un

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grito y se desplomó, llevándose lasmanos a la espalda. Sobreviviría pero,por el momento, la desventaja habíaquedado reducida a dos contra uno.

Thrall giró en redondo, gruñendo. Lased de sangre, dulce y familiar, volvió aapoderarse de él. Un segundo adversarioatacó, aullando su desafío y blandiendoun enorme sable que compensaba desobra la escasa envergadura de susbrazos. Thrall fintó a un lado,esquivando así una estocada mortífera,pero aún así sintió un dolor abrasadorcuando el filo se clavó en su costado.

El orco presionó y, al mismo tiempo,el tercer rival se acercó por la espalda.Sin embargo, ahora Thrall tenía un arma.

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Ignoró la sangre que manaba de suflanco y que convertía el suelo en unasuperficie resbaladiza y traicionera, yproyectó el hacha contra el primeratacante, permitiendo que la inerciaimpulsara el arma hasta golpear alsegundo.

Se protegieron con unos escudosenormes. Thrall no disponía dearmadura ni ninguna otra protección,pero estaba acostumbrado a pelear deese modo. Sus adversarios erantaimados, pero también los guerreroshumanos lo habían sido. Eran fuertes eimponentes, pero también lo habían sidolos trolls a los que Thrall se habíaenfrentado y a los que había derrotado.

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Quizá en el pasado hubieran constituidoalguna amenaza para él. Sin embargoahora, aun siendo dos contra uno,mientras Thrall consiguiera concentrarseen la estrategia sin sucumbir a la dulcetentación de la sed de sangre, sabía quetriunfaría.

Su brazo se movió como si tuviesevida propia, descargando golpe trasgolpe. Incluso cuando resbaló y se cayóal suelo, supo aprovechar el desliz. Seretorció de modo que pudiera asestar untajo a uno de sus oponentes, al tiempoque extendía el brazo cuan largo erapara que la enorme hacha barriera laspiernas del otro orco. Se preocupó dedirigir el arma de modo que golpeara

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con el extremo romo y no con el filo. Noquería matar a esos orcos, lo único quedeseaba era ganar el combate.

Ambos orcos se desplomaron conestrépito. El que Thrall había alcanzadocon el hacha se aferró las piernas y aullóde frustración. Parecía que se la habíanpartido las dos. El otro se puso en piecon dificultad e intentó ensartar a Thrallcon su sable.

Thrall tomó una decisión. Se aprestóa soportar el dolor, cogió la hoja conambas manos y tiró hacia sí. Sucontrincante perdió el equilibrio y cayóencima de él. Thrall se debatió y, encuestión de un latido, se encontró ahorcajadas sobre su rival, rodeándole la

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garganta con las manos.Aprieta, le dictaba su instinto.

Aprieta con fuerza. Mata a Blackmoorepor lo que te ha hecho.

¡No! Ése no era Blackmoore. Erauno de los suyos, lo había arriesgadotodo por encontrarlos. Se incorporó y letendió la mano al orco derrotado, paraayudarle a levantarse.

El orco se quedó mirando la mano.—Nosotros matamos —dijo Iskar,

con la misma voz tranquila de siempre—. Mata a tu oponente, Thrall. Es lo queharía un orco de verdad.

Thrall sacudió la cabeza, despacio,asió el brazo de su adversario y puso depie al enemigo derrotado.

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—En la batalla, sí. Mataría a mienemigo en combate, para que nopudiera volver a alzarse contra mí. Perovosotros sois mi gente, tanto si meconsideráis un igual como si no. Nuestronúmero es demasiado reducido comopara que acabe con su vida.

Iskar le dedicó una mirada extraña,como si esperase que ocurriera algomás, antes de continuar hablando.

—Tu razonamiento es comprensible.Has derrotado con honor a nuestros tresmejores guerreros. Has superado laprimera prueba.

¿Primera? Thrall se llevó una manoal costado ensangrentado. Comenzaba asospechar que daba igual cuántas

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«pruebas» superara, no le permitiríanver a Grito Infernal. Quizá Grito Infernalni siquiera estuviera allí.

Quizá Grito Infernal ni siquieraestuviera vivo.

Pero Thrall sabía en el fondo de suser que, aun cuando así fuera, preferiríamorir allí antes que vivir bajo el yugode Blackmoore.

—¿Cuál es el siguiente desafío? —preguntó, con voz calmada. Dedujo de lareacción de los presentes que sucomportamiento sosegado losimpresionaba.

—Es una prueba de voluntad —respondió Iskar. Su prominente mentóncompuso una ligera mueca. A un gesto

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suyo, apareció un orco de una de lascuevas, transportando a la espalda loque a primera vista parecía un pesadosaco. Cuando tiró el «saco» sinmiramientos sobre el suelo de piedra,Thrall se dio cuenta de que se trataba deun niño humano, atado de pies y manos ycon una mordaza en la boca. El chiquilloestaba despeinado, sucio y, donde lamugre no cubría su pálida piel, Thrallvio morados y verdugones. Tenía losojos del mismo color que Thrall, azules;desorbitados de terror.

—Sabes lo que es esto.—Un niño. Un niño humano —

repuso Thrall, perplejo. No esperaríanque fuese a pelear con un crío.

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—Un niño, sí. Los niños crecenhasta convertirse en asesinos de orcos.Son nuestros enemigos naturales. Si escierto que sufriste bajo el látigo y elgarrote, y que deseas vengarte de losque te esclavizaron e incluso te dieronun nombre que marcaría tu posición enla vida, ahora puedes resarcirte. Mata aeste niño, antes de que crezca y te mateél a ti.

El muchacho abrió los ojos de paren par, puesto que Iskar había estadohablando en la lengua de los humanos.Se revolvió desesperado y emitió unossonidos ahogados por la mordaza. Elorco que había cargado con él lepropinó una innecesaria patada en el

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estómago. El chiquillo se hizo un ovillo,entre sollozos.

Thrall se quedó mirando. No podíanhablar en serio. Apeló a Iskar, que ledevolvió la mirada sin parpadear.

—No es un guerrero. No es uncombate honorable. Creía que los orcosvaloraban su honor.

—Así es, pero ante ti yace una futuraamenaza. Defiende a tu pueblo.

—¡Es un niño! Ahora no constituyeninguna amenaza y, ¿quién sabe lo queserá el día de mañana? Reconozco susropas y sé de qué aldea lo habéisarrebatado. Esas personas sonagricultores y ganaderos. Viven de loque cultivan, de verduras y carne. Sus

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armas sirven para cazar conejos yciervos, no orcos.

—Pero existe la posibilidad de que,si entramos de nuevo en guerra, estemuchacho esté en primera línea debatalla, cargando contra nosotros con sulanza y exigiendo nuestra sangre.¿Quieres ver a Grito Infernal o no? Si nosacrificas al niño, puedes estar segurode que no saldrás con vida de estacueva.

El muchacho lloraba en silencio.Thrall recordó de inmediato sudespedida de Taretha, y cómo ésta lehabía descrito lo que era el llanto. Laimagen de la joven ocupó supensamiento. Pensó en ella, y en el

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sargento. Pensó en lo triste que se habíasentido cuando había asustado a la niñadel pueblo con su presencia.

Y luego pensó en el rostro deBlackmoore, gallardo y altivo; en todoslos hombres que le habían escupido yque lo habían llamado «monstruo», «pielverde» y cosas peores.

Mas esos recuerdos no justificabanel asesinato a sangre fría. Thrall tomóuna decisión. Tiró el hachaensangrentada al suelo.

—Si este niño se alza en armascontra mí en el futuro —dijo,escogiendo sus palabras despacio y condeliberación—, lo mataré en el campode batalla. Y disfrutaré con ello, porque

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sabré que estoy luchando por losderechos de mi pueblo. Pero no piensoasesinar a un niño maniatado que yaceindefenso ante mí, aunque sea humano.Si esto significa que nunca veré a GritoInfernal, que así sea. Si esto significaque debo pelear con todos vosotros ycaer abrumado por el número, vuelvo adecir, sea. Prefiero morir a cometer unaatrocidad tan deshonrosa.

Se aprestó, con los brazos estirados,a recibir el ataque que preveíainminente. Iskar exhaló un suspiro.

—Es una pena, pero has elegido tupropio destino. —Levantó la mano.

En ese momento, un sobrecogedoralarido hendió el frío y plácido aire.

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Despertó ecos y resonó por toda lacaverna, hiriendo los oídos de Thrall yestremeciéndolo hasta la médula. Seencogió ante el estruendo. La piel deanimal que cubría una de las cuevas sehabía rasgado para dar paso a un orcoalto de ojos rojos. Thrall se habíaacostumbrado al aspecto de su gente,pero ese orco no se parecía a nada quehubiera visto antes.

Una larga cabellera negra ondeaba asu espalda, compuesta en una espesamaraña. Cada una de sus largas orejaspresentaba numerosos orificios, lo quetrajo a la mente de Thrall el recuerdodel sargento, y la docena aproximada dependientes resplandecía a la luz del

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fuego. Su atuendo de cuero, rojo y negro,contrastaba con su piel verde, y variascadenas sujetas a diversas partes de sucuerpo oscilaban con cada uno de susmovimientos. Parecía que se hubierapintado de negro el mentón y, al instante,sus fauces se abrieron más de lo queThrall hubiera creído posible. Era él elque emitía aquel ruido aterrador; Thrallse dio cuenta de que Grom Grito Infernalse había ganado su nombre a pulso.

Cuando el chillido se hubo apagado,Grom habló.

—¡Nunca se me habría ocurrido quevería algo así! —Anduvo a paso largoen dirección a Thrall y clavó en él lamirada. Sus ojos eran dos ascuas, y algo

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oscuro y amenazador bailaba en elcentro, suplantando a las pupilas. Thrallasumió que el comentario era unacrítica, pero no tenía intención deacobardarse. Se encumbró hastaalcanzar toda su imponente altura,determinado a enfrentarse a la muertecon la cabeza erguida. Abrió la bocapara responder a Grom, pero elcabecilla orco continuó—: ¿Cómo esque sabes lo que es la clemencia, Thrallde Durnholde? ¿Cómo es que sabescuándo ofrecerla, y por qué motivos?

Los orcos murmuraban entre sí,confusos. Iskar hizo una reverencia.

—Noble Grito Infernal, nos parecióque la captura de este niño os

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complacería. Esperábamos…—¡Esperabais que sus padres le

siguieran la pista hasta nuestra guarida,estúpido! Somos guerreros, feroces yorgullosos. Al menos, lo fuimos en sudía. —Tiritó, como si lo aquejara lafiebre y, por un momento, a Thrall lepareció pálido y cansado. Pero esaimpresión desapareció tan rápido comohabía llegado—. No sacrificamos niños.Espero que quienquiera que apresara alcachorro tuviera la sensatez de vendarlelos ojos.

—Desde luego, señor —respondióRekshak, con aire ofendido.

—Entonces, llévatelo de regreso adonde lo encontraste. —Grito Infernal

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avanzó hasta el chiquillo y le quitó lamordaza. El niño estaba demasiadoaterrorizado como para gritar—.Escúchame, humano diminuto. Dile a tugente que los orcos te tuvieron en supoder, y que decidieron no hacerte daño.Diles —miró a Thrall de soslayo—, quese mostraron clementes contigo. Dilestambién que, si intentan encontramos, nolo conseguirán. Vamos a irnos de aquí.¿Entendido?

El muchacho asintió.—Bien. —A Rekshak, le dijo—:

Llévatelo de regreso. Enseguida. Y, lapróxima vez que encuentres un cachorrohumano, no lo recojas.

Rekshak asintió. Con una definitiva

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ausencia de delicadeza, cogió al niñodel brazo y lo puso de pie de un tirón.

—Rekshak —añadió Grom; suáspera voz rezumaba advertencia—. Sime desobedeces y el muchacho sufrealgún daño, me enteraré. Y no te loperdonaré.

Rekshak frunció el ceño, en ademánde impotencia.

—Como desee mi señor —respondió. Con el muchacho aún cogidosin miramientos, comenzó el ascenso deuno de los numerosos y sinuosospasadizos que desembocaban en lacaverna.

Iskar parecía perplejo.—Mi señor —comenzó—, ¡es la

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mascota de Blackmoore! Hiede ahumano, alardea de su miedo a matar…

—No temo matar a aquéllos quemerecen morir —gruñó Thrall—.Prefiero no matar a los que no se lomerecen.

Grito Infernal alargó el brazo yapoyó una mano sobre el hombro deIskar, antes de repetir el gesto conThrall, para lo que hubo de empinarse.

—Iskar, mi viejo amigo —dijo,dulcificando su ronca voz—, has sidotestigo de esas ocasiones en que la sedde sangre se ha apoderado de mí. Mehas visto empapado de sangre hasta lasrodillas. He asesinado a los hijos de loshumanos en el pasado, pero lo perdimos

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todo peleando de esa manera y, ¿adondenos ha llevado? A la humillación y a laderrota, a que nuestra especie semarchite en campos y sea incapaz dealzar una mano para defenderse, por nohablar de para luchar por los demás. Esaforma de pelear, de hacer la guerra, nosha conducido a esto. Hace tiempo queesperaba que los antepasados memostraran otra vía, el modo de recuperarlo que hemos perdido. Es una necedadrepetir las mismas acciones esperandoque el resultado sea distinto y, aunquesea muchas cosas, necio no es una deellas. Thrall ha demostrado ser lobastante fuerte como para derrotar anuestra élite. Ha conocido las

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costumbres humanas y les ha vuelto laespalda para ser libre. Ha escapado delos campos y, contra todo pronóstico, haconseguido encontrarme. Estoy deacuerdo con las decisiones que hatomado hoy aquí. Algún día, mi viejoamigo, también tú sabrás ver lasabiduría que entrañan.

Propinó un afectuoso apretón alhombro de Iskar.

—Ahora, marchaos. Todos.Despacio, a regañadientes, y con no

pocas y hostiles miradas de soslayo endirección a Thrall, todos los orcosascendieron a distintos niveles de lacueva. Thrall aguardó.

—Ya estamos a solas —dijo Grito

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Infernal—. ¿Tienes hambre, Thrall deDurnholde?

—Estoy desfallecido, pero megustaría pedirte que no me llamarasThrall de Durnholde. He escapado deese sitio, y aborrezco su mero recuerdo.

Grito Infernal avanzó a largaszancadas hasta la boca de otra cueva,apartó la piel y retiró un gran pedazo decarne cruda. Thrall lo aceptó, asintió amodo de agradecimiento y propinó unávido bocado. Aquélla era la primeracomida decente que se ganaba como unorco libre. La carne de venado nuncahabía sido tan sabrosa.

—Así pues, ¿habremos de cambiartu otro nombre? Es como se denominaría

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a un esclavo —dijo Grito Infernal, quese había acuclillado y observaba aThrall con sus ojos rojos—. Supropósito es el de degradarte.

Thrall meditó mientras masticaba ytragaba.

—No. Blackmoore me puso esenombre para que nunca se me olvidaraque era algo que le pertenecía, de supropiedad. —Entrecerró los ojos—. Nose me olvidará jamás. Conservaré elnombre y, algún día, cuando vuelva averlo, será él el que se acuerde de loque me hizo y se arrepienta con toda sualma.

Grito Infernal lo miró con atención.—Así pues, ¿lo matarías?

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Thrall no respondió de inmediato.Pensó en aquella ocasión en que habíaestado a punto de matar al sargentoviendo en él el rostro de Blackmoore, enlas incontables veces a partir de esemomento en que había visualizado elrostro, agraciado y burlón, deBlackmoore cuando combatía en laarena. Pensó en cómo arrastrabaBlackmoore la lengua y en la agonía quele habían provocado sus puñetazos y suspatadas. Pensó en la angustia deladorable rostro de Taretha cuandohablaba del señor de Durnholde.

—Sí —respondió, con voz profundae inflexible—. Lo haría. Si hay algunacriatura que merezca la muerte, sin duda

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ésa es Aedelas Blackmoore.Grito Infernal cloqueó, una risa

extraña, salvaje.—Bien. Por lo menos estás

dispuesto a matar a alguien. Empezaba apreguntarme si habría tomado ladecisión adecuada. —Señaló el raídotrapo que Thrall había encajado en lacintura de sus pantalones—. Eso noparece de factura humana.

Thrall tiró del pañal para sacarlo.—No lo es. Es la tela en que me

encontró envuelto Blackmoore, cuandoera un bebé. —Se lo tendió a GritoInfernal—. Es lo único que sé.

—Conozco este diseño —dijoGrom, desplegando la tela y estudiando

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el símbolo de la cabeza de lobo blancosobre fondo azul—. Es el símbolo delclan del Lobo de las Heladas. ¿Dónde teencontró Blackmoore?

—Me dijo que no había sido muylejos de Durnholde.

—Por tanto, tu familia se encontrabamuy lejos de casa. Me pregunto por qué.

La esperanza se apoderó de Thrall.—¿Los conocías? ¿Podrías decirme

quiénes eran mis padres? Hay tantascosas que desconozco.

—Lo único que puedo decirte es queéste es el emblema del clan del Lobo delas Heladas, que vive muy lejos de aquí,en alguna parte de las montañas. Gul’dan los exilió. Nunca supe por qué.

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Durotan y su gente me parecían leales.Corre el rumor de que han establecidovínculos con los lobos blancos salvajes,pero uno no siempre puede creerse todolo que oye.

Thrall se sintió decepcionado.Empero, ya era más de lo que sabíaantes. Pasó una manaza por el pequeñocuadrado de tela, sorprendido de quealguna vez hubiera sido lo bastantepequeño como para estar envuelto enella por entero.

—Otra pregunta, si es que puedesresponderla. Cuando era pequeño,estaba entrenándome en el exterior ypasó una carreta llena de… —Sedetuvo. ¿Cuál era el término correcto?

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¿Congéneres? ¿Esclavos?—, orcos condestino a los campos de internamiento.Uno de ellos se liberó y me atacó. Nodejaba de gritarme algo. No entendí loque decía, pero juré que siemprerecordaría las palabras. Tal vez tú sepastraducírmelas.

—Habla, y te lo diré.—¡Kagh! ¡Bin mog g’thazag cha!—No pretendía atacarte, mi joven

amigo. Lo que quiso decirte era:«¡Corre! ¡Yo te protegeré!».

Thrall guardó silencio. Durante todoaquel tiempo, había creído que el orcocargaba contra él, cuando en realidad…

—Los demás luchadores…Estábamos ejercitándonos. Yo no

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llevaba armadura ni escudo, estabarodeado de hombres… Murió, GritoInfernal. Lo cortaron en pedazos. Creyóque estaban jugando conmigo, que meatacaban en proporción de doce contrauno. Murió para protegerme.

Grito Infernal no dijo nada. Se limitóa dar cuenta de la comida sin dejar demirar a Thrall con atención. Thrall, aunhambriento como estaba, dejó que losjugos de la pata se derramaran en elsuelo. Alguien había dado su vida porproteger a un joven orco desconocido.Despacio, sin la aguda satisfacción quehabía experimentado antes, dio unmordisco a la carne y masticó. Antes odespués tendría que encontrar al clan del

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Lobo de las Heladas y descubrir,exactamente, quién era.

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CAPÍTULOONCE

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T hrall jamás habíaconocido dicha igual. Durante

varios días, celebró junto al clan de laCanción de Guerra, entonó sus feroceshimnos de batalla y aprendió bajo latutela de Grito Infernal.

Aprendió que los orcos, lejos de serlas descerebradas máquinas de matarque pintaban los libros, eran una razanoble. Eran los señores del campo debatalla, y se solazaban en los borbotonesde sangre y en el astillamiento de loshuesos, pero su cultura era rica eintrincada. Grito Infernal le habló de untiempo en que cada uno de los clanes eraindependiente. Cada uno de ellos tenía

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sus propios símbolos, sus costumbres,incluso su idioma. Entre ellos habíalíderes espirituales, llamados chamanes,que recurrían a la magia de la naturalezay no a la maléfica hechicería de lospoderes sobrenaturales y demoníacos.

—¿Acaso la magia no es sólomagia? —quiso saber Thrall, que habíatenido muy poca experiencia concualquier tipo de magia.

—Sí y no —dijo Grom—. Enocasiones, el efecto es el mismo. Porejemplo, si un chamán pretende invocaral relámpago para que golpee a susenemigos, éstos morirán calcinados. Siun brujo quisiera convocar las llamasdel infierno para arrojarlas contra su

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enemigo, éste moriría calcinado.—Por tanto, la magia es magia.—Pero el relámpago es un fenómeno

de la naturaleza. Acude cuando se lollama. Con el fuego del infierno,estableces un pacto. El precio es unaparte de ti.

—Has dicho que los chamanes estándesapareciendo. ¿Significa eso que elestilo de los brujos es mejor?

—El estilo de los brujos es másrápido. Más efectivo, o eso parece. Perollega un momento en que se ha de pagarel precio y, en ocasiones, resultademasiado caro.

Thrall descubrió que él no era elúnico que se sorprendía ante el peculiar

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letargo que demostraba la vasta mayoríade los orcos, que ahora languidecíanapáticos en los campos deinternamiento.

—Nadie tiene una explicación, peronos afectó a casi todos, uno a uno. Alprincipio pensamos que se trataba deuna especie de enfermedad, pero no esletal, y no empeora tras llegar a ciertopunto.

—Uno de los orcos del campopensaba que tenía algo que ver con… —Thrall se mordió la lengua, puesto queno tenía intención de ofender a suinterlocutor.

—¡Habla! —exclamó Grom, irritado—. ¿Con qué tenía que ver?

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—Con el enrojecimiento de los ojos.—Ah —dijo Thrall, con lo que a

Thrall le pareció un atisbo demelancolía—. Tal vez sea así, en efecto.Nos enfrentamos a algo que tú, joven deojos azules, no comprendes. Espero quenunca llegues a entenderlo. —Porsegunda vez desde que lo conociera,Grito Infernal le pareció frágil ypequeño. Estaba delgado, se dio cuentaThrall; era su ferocidad, su grito debatalla, lo que le confería ese aspectoamenazador y poderoso. Físicamente, elcarismático líder de la Canción deGuerra se estaba consumiendo. Aunqueapenas comenzaba a fraternizar conGrito Infernal, Thrall se sintió

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conmovido. Era como si la voluntad y lamarcada personalidad del caudillo orcofuese lo único que lo mantenía con vida,que fuese huesos, sangre y tendonessujetos por el hilo más fino.

No expresó sus suposiciones en vozalta; Grom Grito Infernal ya lo sabía.Cruzaron las miradas. Grito Infernalasintió, antes de cambiar de tema.

—No sienten esperanza, no aspiran aluchar por nada. Me has contado que eseorco consiguió sobreponerse losuficiente como para pelear con unaamiga a fin de facilitarte la huida. Esome resulta alentador. Si esa gentecreyera que existe una forma dereponerse, de guiar las riendas de su

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destino con sus propias manos… piensoque se alzarían. Ninguno de nosotros hapisado jamás uno de esos malditoscampos. Cuéntanos lo que sepas, Thrall.

Thrall obedeció gustoso, encantadode resultar de alguna ayuda. Describióel campo, los orcos, los guardias y lasmedidas de seguridad, con tanto detallecomo pudo. Grito Infernal escuchó conatención, interrumpiendo en ocasionespara inquirir algo o para pedirle que seexplayara sobre un particular. CuandoThrall hubo dado cuenta de su relato,Grom guardó silencio por un momento.

—Está bien —dijo, al cabo—.Nuestra vergonzosa falta de honorinspira una falsa sensación de seguridad

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a los humanos. Nos aprovecharemos deeso. Hace mucho tiempo que sueño,Thrall, con arrasar esos condenadoslugares y liberar a los orcos encerradosallí. Sin embargo, me temo que cuandohayamos la puerta derribada, ellos,como el ganado en que parecen haberseconvertido, no quieran correr hacia sulibertad.

—Aunque lamente decirlo, esopodría ser verdad.

Grom profirió una pintorescamaldición.

—De nosotros depende quedespierten de su extraño sueño dedesesperación y derrota. No creo quesea una casualidad, Thrall, que hayas

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llegado en estos momentos. Gul’dan yano existe, y sus brujos se handiseminado. Es hora de que resurja loque fuimos en el pasado. —Sus ojosescarlatas refulgieron—. Y tú formarásparte de ello.

Blackmoore ya no encontrabaconsuelo. Con cada interminable día quepasaba, sabía que disminuían lasposibilidades de encontrar a Thrall. Eraprobable que les hubiera sacado tan sólounos instantes de ventaja en el campo deinternamiento, y ese incidente le habíadejado un regusto amargo en la boca.

Que intentaba erradicar con cerveza,aguamiel y vino.

Después de aquello, nada. Era como

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si Thrall se hubiera evaporado, tareacomplicada para algo tan grande y feocomo un orco. En ocasiones, cuando lasbotellas vacías comenzaban a apilarse asu alrededor, Blackmoore se convencíade que todo el mundo conspiraba en sucontra para mantener a Thrall alejado.Esa teoría ganaba credibilidad por elhecho de que al menos una personacercana a él lo había traicionado, sinlugar a dudas. La abrazaba con fuerzapor la noche, para que no sospecharaque él lo sabía; disfrutaba de ellacarnalmente, quizá con más brusquedadde la acostumbrada; le halagaba el oído.Aun así, en ocasiones, cuando elladormía, el dolor y la rabia eran tan

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abrumadores que se levantaba del lechoque compartían para emborracharsehasta perder el conocimiento.

Además, claro estaba, con Thralldesaparecido, todas las esperanzas decomandar un ejército orco contra laAlianza se habían esfumado igual que labruma del alba ante el sol abrasador.¿Qué iba a ser de Aedelas Blackmoore?Por si no tuviera bastante con cargar conel estigma del nombre de su padre ydemostrar su valía en docenas deocasiones, mientras que otros hombresde menos valía eran aceptados tan sólopor su palabra. Le habían dicho, cómono, que la posición que ocupaba era dehonor, se la había merecido con creces.

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Pero estaba lejos del asiento del poder,y ojos que no ven, corazón que no siente.¿Quién, que ocupara un verdaderopuesto de poder, se acordaba deBlackmoore? Nadie, y eso lo carcomíapor dentro.

Dio con avidez, otro prolongadotrago. Alguien llamó a su puerta condiscreción.

—Largo —gruñó.—¿Mi señor? —llamó la tentativa

voz del traicionero conejo que tenía lazorra por padre—. Hay nuevas, miseñor. Lord Langston ha venido paraveros.

La esperanza se apoderó deBlackmoore y porfió por levantarse de

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la cama. La tarde había llegado a suecuador y Taretha se había marchadopara ocuparse de cualesquiera quefuesen los quehaceres a los que sededicaba cuando no estaba ofreciéndolesus servicios. Apoyó los pies calzadosen el suelo y permaneció así sentadodurante un momento, mientras lahabitación daba vueltas a su alrededor.

—Que pase, Tammis —ordenó.Se abrió la puerta y entró Langston.—¡Espléndidas noticias, mi señor!

—exclamó—. Alguien ha visto a Thrall.Blackmoore sorbió por la nariz.

Todo el mundo había visto a Thralldesde que ofreciera una sustanciosarecompensa, pero no era probable que

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Langston se apresurara a acudir ante élsin algo más que rumores sin verificar.

—¿Quién lo ha visto? ¿Dónde?—A varias leguas del campo de

internamiento, hacia el oeste. Unosaldeanos se despertaron cuando un orcointentó irrumpir en sus hogares. Alparecer, tenía hambre. Cuando lorodearon, intentó congraciarse con ellos,y cuando arreciaron su ataque, sedefendió y se libró de ellos.

—¿Algún muerto? —Blackmooreesperaba que no. Tendría que compensaral pueblo si su mascota había asesinadoa alguien.

—No. De hecho, dicen que el orcoprocuró no malherir a nadie. Algunos

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días después, uno de los chiquillos de laaldea fue secuestrado por un grupo deorcos. Se lo llevaron a una cuevasubterránea y le ordenaron a un orcoenorme que lo matara. El orco se negó, yel caudillo se mostró de acuerdo con ladecisión. El crío fue liberado y contó suhistoria de inmediato. Y, mi señor… laconfrontación tuvo lugar mientras losorcos hablando en la lengua de loshumanos, porque el gigante orco nocomprendía el idioma de suscongéneres.

Blackmoore asintió. Todo aquelloconcordaba con lo que sabía de Thrall,en oposición a las creencias delpopulacho. Además, no era probable

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que un crío fuese lo bastante listo comopara percatarse de que Thrall nodominaba el lenguaje orco.

Por la Luz… tal vez dieran con él.Se había extendido otro rumor

acerca del paradero de Thrall y, denuevo, Blackmoore había abandonadoDurnholde para seguir la pista. Tarethase debatía entre dos apasionadospensamientos encontrados. Por un ladoesperaba con toda su alma que losrumores fueran falsos, que Thrallestuviera a kilómetros de distancia dellugar en que afirmaban haberlo visto.Por otro, experimentaba un alivioabrumador ante la ausencia deBlackmoore.

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Emprendió su paseo diario por losalrededores de la fortaleza. En esos díasresultaba seguro, salvo por algúnsalteador de caminos que otro, queacechaban en las carreteras principales.Ningún peligro la aguardaba en losbosques que había llegado a conocercomo la palma de su mano.

Se soltó el cabello y dejó que sederramara sobre sus hombros,solazándose en la libertad que leconfería ese gesto. Era impropio que unamujer llevase la melena al aire. Risueña,Taretha hundió los dedos en la tupidamata dorada y zangoloteó la cabeza enseñal de desafío.

Su mirada fue a posarse en los

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verdugones que le cubrían las muñecas.Por instinto, una mano fue a cubrir laotra.

No. No pensaba ocultar lo que noera culpa suya. Se obligó a descubrir losmorados. Por el bien de su familia,había tenido que someterse a él, pero noestaba dispuesta a colaborar camuflandosus pecados.

Inhaló hondo. Se diría que la sombrade Blackmoore se extendía hasta allí. Seesforzó por ignorarla y volvió el rostrohacia el sol.

Anduvo hasta la cueva donde sehabía despedido de Thrall y se quedóallí sentada durante un rato, abrazándoselas esbeltas piernas contra el pecho. No

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se apreciaba rastro de que hubierapasado nadie por allí en mucho tiempo,salvo las criaturas del bosque. Seincorporó y paseó en dirección al árbolen que le había dicho a Thrall queguardara el collar que ella le habíadado. Se asomó a sus ennegrecidasoquedades y no vio ningún destello deplata. Se sintió aliviada y triste a untiempo. Cuánto echaba de menosescribir a Thrall y recibir sus amables ysensatas respuestas.

Ojalá el resto de su pueblo pensaralo mismo. ¿Acaso no se daban cuenta deque los orcos habían dejado deconstituir una amenaza? ¿Tanto lescostaba entender que, con educación y

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un poco de respeto, podrían convertirseen importantes aliados y dejar de serenemigos? Pensó en todo el tiempo y eldinero invertidos en la construcción delos campos de internamiento, símbolosde necedad y estrechez de miras.

Se arrepintió de no haberse fugadocon Thrall. Mientras paseaba despaciode regreso a la fortaleza, oyó el bramidode un cuerno. El señor de Durnholdehabía regresado. Se evaporaron latranquilidad y la libertad que habíaexperimentado, como si escaparan poruna herida abierta.

Lo que sea que acontezca, al menosThrall es libre, pensó. Mis días deesclava se extienden como una alfombra

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infinita ante mí.Thrall combatió, degustó comida

preparada a la manera tradicional yaprendió. No tardó en hablar un orcofluido, si bien con un fuerte acento.Podía acompañar a las partidas de cazay ser más una ayuda que un estorbo a lahora de abatir un venado. Los dedosque, pese a su grosor, habían aprendidoa coger el estilo no tenían problemas enayudar a construir trampas para liebres yotros animales pequeños. Poco a poco,el clan de la Canción de Guerracomenzaba a aceptarlo. Por primera vezen su vida, Thrall sentía que habíaencontrado su lugar.

Hasta que llegaron las noticias de

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las partidas de búsqueda. Rekshakregresó una tarde, más hosco ymalhumorado de lo habitual.

—Nuevas, mi señor —le dijo aGrito Infernal.

—Puedes hablar delante de todos.—Esa noche habían salido a lasuperficie para disfrutar del frescoatardecer otoñal y del banquetepreparado con la carne que el propioThrall había conseguido para el clan.

Rekshak lanzó una incómoda miradade soslayo en dirección a Thrall, antesde proferir un gruñido.

—Como desees. Los humanos hanempezado a rastrear los bosques. Vistende rojo y oro, con un halcón negro en el

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estandarte.—Blackmoore —dijo Thrall,

asqueado. ¿No iba a dejarle nunca enpaz ese hombre? ¿Iba a perseguirlo hastalos confines de la tierra para arrastrarlocon cadenas y someterlo a susrepulsivos caprichos?

No. Prefería quitarse la vida asometerse de nuevo a una vida deesclavitud. Ardía en deseos de hablar,pero el protocolo exigía que fuese GritoInfernal el que respondiera a su propiohombre.

—Como sospechaba —declaróGrom, con más calma de la que Thrallhubiera creído posible.

Resultaba evidente que también

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Rekshak se sentía sorprendido.—Mi señor, el recién llegado Thrall

nos ha puesto a todos en peligro. Sidescubren nuestras cuevas, estaremos asu merced. ¡Terminaremos muertos ohacinados como ovejas en sus campos!

—Nada de eso va a ocurrir. Y Thrallno nos ha puesto en peligro. Fuedecisión mía que se quedara. ¿Lacuestionas, acaso?

Rekshak agachó la cabeza.—No, mi señor.—Thrall va a quedarse.—Os lo agradezco, gran jefe —dijo

Thrall—, pero Rekshak tiene razón.Debo irme. No puedo poner en peligroal clan de la Canción de Guerra. Partiré

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y me aseguraré de que tengan un falsorastro que seguir, un rastro que los alejede vosotros sin que los conduzca hastamí.

Grito Infernal se inclinó haciaThrall, sentado a su diestra.

—Te necesitamos, Thrall. —Susojos refulgían en la oscuridad—. Yo tenecesito. Actuaremos cuanto antes paraliberar a nuestros hermanos prisionerosen los campos.

Thrall negó con la cabeza.—Se aproxima el invierno.

Resultará difícil dar de comer a unejército. Hay… algo que debo hacerantes de que pueda combatir a vuestrolado para liberar a nuestros hermanos.

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Me dijisteis que conocías a mi clan, alLobo de las Heladas. He de encontrarlosy descubrir quién soy, de dóndeprocedo, antes de sentirme preparadopara pelear junto a vosotros. Habíapensado en acudir a ellos en primavera,pero Blackmoore me obliga a apresurarmi partida.

Grito Infernal miró a Thrall durantelargo rato. El grandullón orco no apartóla vista de aquellos temibles ojos rojos.Al cabo, Grom asintió, cariacontecido.

—Aunque arda en deseos devenganza, sé que tu decisión es la mássensata. Nuestros hermanos sufren suconfinamiento, pero su letargo atenúa eldolor. Habrá tiempo de sobra para

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liberarlos cuando el sol asome la cabezacon más fuerza. No sé con exactituddónde moran los lobos de las heladaspero, no sé por qué, el corazón me diceque los encontrarás si te lo propones.

—Me iré cuando amanezca —dijoThrall, con el corazón apesadumbrado.Al otro lado de la oscilante hoguera, vioque Rekshak, que nunca habíacongraciado con él, asentía aprobatorio.

A la mañana siguiente, Thrall sedespidió a regañadientes del clan de laCanción de Guerra y de Grom GritoInfernal.

—Me gustaría que aceptaras esto —dijo Grito Infernal, al tiempo que sequitaba un collar de huesos de su

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escuálido cuello—. Son los restos de miprimera muerte. He tallado mis símbolosen ellos; cualquier jefe orco losreconocerá.

Thrall quiso alegar algo, pero Gromcurvó los labios sobre sus afiladosdientes amarillos y soltó un gruñido.Thrall, que no quería ofender al caudilloque le había mostrado tanta amabilidad,ni escuchar el ensordecedor alarido porsegunda vez, humilló la cabeza a fin deque Grom pudiera colocarle el collaralrededor de su fornido cuello.

—Alejaré a los humanos de vosotros—reiteró Thrall.

—Si no lo haces, da igual. Losdescuartizaremos miembro a miembro.

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—Profirió una risotada feroz,correspondida por Thrall. Sin dejar dereír, emprendió la marcha en dirección alas gélidas tierras del norte, el lugar delque procedía.

Describió un rodeo a las pocashoras, para virar hacia la pequeña aldeaen la que había robado algo de comida yhabía asustado a los vecinos. No seacercó demasiado, puesto que su agudooído ya había captado el sonido de lasvoces de los soldados, pero sí dejo algopara que lo encontraran los hombres deBlackmoore.

Pese a que aquello le rompía elalma, cogió el pañal que exhibía lamarca de los lobos de las heladas y

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arrancó una larga tira. La sujetó concuidado en un tocón desgajado, al sur dela aldea. Quería que fuese fácil deencontrar, pero que no resultara obvio.También se aseguró de dejar variashuellas de pisadas, grandes y fáciles deseguir, en el blando suelo embarrado.

Con un poco de suerte, los hombresde Blackmoore encontrarían el andrajo ylo reconocerían al instante, verían lashuellas y asumirían que Thrall se dirigíahacia el sur. Caminó con cuidado sobresus propias pisadas (una táctica quehabía aprendido en los libros) y buscópiedra y terreno sólido para emprenderde nuevo el camino.

Miró en dirección a las montañas

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Alterac. Grom le había contado que suscumbres siempre resaltaban blancascontra el cielo azul, aun en plenoverano. Thrall estaba a punto deadentrarse en su seno, sin estar segurode cuál era su destino, en el momento enque el tiempo comenzaba a cambiar. Yase habían producido un par de ligerasnevadas. La nieve no tardaría en formarun manto grueso y pesado, sobre todo enlas montañas.

El clan de la Canción de Guerra lohabía pertrechado a conciencia. Lehabía proporcionado varias tiras decarne ahumada, un odre en el que podríarecoger nieve para que se derritiera, unacapa de abrigo para resguardarse de los

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rigores del invierno, y unas cuantastrampas para conejos con las queproveerse de algo con lo que acompañara la carne seca.

El destino, la suerte y la bondad deunos desconocidos y una joven humanalo habían conducido hasta allí. Gromhabía apuntado a que Thrall aún estabapor desempeñar su papel. Tenía queconfiar en que, si ésa era la verdad,sería guiado hacia su destino del mismomodo que lo había sido hasta la fecha.

Thrall se echó la mochila al hombroy, sin mirar atrás, comenzó a caminar alargas zancadas hacia las atrayentesmontañas, cuyas cimas aserradas yvalles ocultos servían de hogar al clan

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del Lobo de las Heladas.

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CAPÍTULODOCE

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L os días se convirtieron ensemanas y Thrall empezó a

calcular el tiempo transcurrido según lasnevadas que caían y no de acuerdo conlos amaneceres que veía. No tardó endar buena cuenta de la carne ahumadaque le proporcionara el clan de laCanción de Guerra, pese a racionarlacon cuidado. Las trampas resultabanefectivas de forma intermitente y,conforme ascendía hacía las cimas delas montañas, se reducía el número depresas.

Al menos el agua no suponía ningúnproblema. A su alrededor proliferabanlos arroyos helados, así como las densas

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nevadas. En más de una ocasión se habíavisto sorprendido por una tormentarepentina que le había obligado aexcavar una madriguera en la nievedonde aguardar a que amainara. En cadauna de esas ocasiones, había rezadopara que pudiera abrirse paso de nuevohacia el aire libre.

El árido entorno comenzaba apasarle factura. Sus movimientos seralentizaban, y en más de una ocasión separaba a descansar y le parecíaimposible volver a levantarse. Lacomida escaseaba, ni las liebres ni lasmarmotas eran lo bastante ilusas comopara caer en sus trampas. El únicoindicio de vida animal que encontraba

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era alguna que otra pisada de pezuña ozarpa impresa en la nieve, y elescalofriante y lejano aullido de loslobos por la noche. Comenzó a comerhojas y cortezas, que su estómagoapenas podía digerir, para aplacar elhambre feroz que sentía.

Las nevadas iban y venían, aparecíael cielo azul, derivaba hacia el negro yvolvía a nublarse con más tormentas.Comenzó a desfallecer. Ni siquierasabía si estaba avanzando en ladirección correcta para encontrar a loslobos de las heladas. Avanzaba un pieseguido del otro con testarudez,decidido a encontrar a su gente o a moriren aquellas inhóspitas montañas.

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Su mente comenzó a jugarle malaspasadas. En ocasiones, AedelasBlackmoore surgía en medio de unaventisca, vociferando improperios yblandiendo un sable. Thrall inclusopodía oler el inconfundible olor a vinoen su aliento. Peleaban y Thrallsucumbía, exhausto, incapaz de desviarla última estocada de Blackmoore. Eraen ese momento cuando desaparecía laaborrecible sombra y se transformaba enla inofensiva silueta de un salienterocoso o de un árbol retorcido abatidopor el viento.

Otras imágenes resultaban másagradables. A veces, Grito Infernalacudía en su rescate y le ofrecía calor al

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refugio de una hoguera que sedesvanecía en cuanto Thrall extendía lasmanos hacia ella. En ocasiones, era elsargento quien se aparecía ante él,rezongando algo acerca de tener querastrear a luchadores extraviados yprestándole una gruesa y cálida capa.Las alucinaciones más dulces y, almismo tiempo, más amargas eran las quepresentaban a Tari ante él, con susgrandes ojos azules cargados desimpatía y con palabras de consuelo enlos labios. A veces parecía que iba allegar a tocarlo, antes de desaparecerante su impotente mirada.

Continuó y siguió adelante, hasta queun buen día ya no pudo resistirlo más.

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Dio un paso, quiso dar otro, y otro más,cuando su cuerpo se desplomó debruces, rendido. Su mente intentóordenar a sus articulaciones, ateridas yderrengadas, que se levantaran, mas senegaron a obedecer. La nieve habíadejado de parecerle fría. La sentía…cálida, y acogedora. Con un suspiro,Thrall cerró los ojos.

Un sonido consiguió que volviera aabrirlos, pero se limitó a mirar conindiferencia la nueva alucinación que leofrecía su mente. En esa ocasión setrataba de una manada de lobos, casi tanblancos como la nieve que le rodeaba.Habían formado un corro en torno a él yesperaban en silencio. Les devolvió la

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mirada, apenas interesado por ver cómose desarrollaba aquella alucinación. ¿Selanzarían sobre él o se desvanecerían?¿O acaso pensaban aguardar hasta quese adueñara de él la inconsciencia?

Tres figuras oscuras se encumbrarontras los inexistentes lobos. Nocorrespondían a ninguno de sus antiguosvisitantes. Iban cubiertos de la cabeza alos pies en pesadas pieles. Parecíancálidas, aunque no podían ofrecer máscalor del que sentía Thrall en esosmomentos. Las capuchas ensombrecíansus rostros, pero vio unos poderososmentones. Aquello, unido a su tamaño,los señalaba como orcos.

Se enfado consigo mismo. Ya se

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había acostumbrado a las otrasalucinaciones. Ahora se temía que iba amorir antes de descubrir qué le teníandeparado aquellos personajesimaginarios.

Cerró los ojos, y perdió elconocimiento.

—Me parece que está despierto. —La voz era suave y meliflua. Thrall seagitó y levantó con esfuerzo sus pesadospárpados.

Un niño orco lo estaba mirando conexpresión de curiosidad. Thrall abriólos ojos del todo para devolverle lamirada al arrapiezo. En el clan de laCanción de Guerra no había pequeños.Se había reunido tras las espantosas

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batallas, diezmado su número, y Grom lehabía contado que los niños habían sidolos primeros en sucumbir.

—Hola —dijo Thrall, en orco. Lapalabra fue un áspero ronquido. Elmuchacho dio un respingo, antes dereírse.

—Sí que está despierto —anunció elchiquillo, antes de escabullirse.Apareció otro orco en el campo devisión de Thrall. Por segunda vez enotros tantos minutos, Thrall vio a unnuevo tipo de orco; primero a un infante,y ahora a uno que resultaba obvio quehabía conocido innumerables inviernos.

Todos los rasgos de los orcos seacentuaban en ese semblante envejecido.

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La quijada se abolsaba, los dientes eranincluso más amarillos que los de Thrall,y los que no faltaban estaban rotos. Losojos ofrecían un extraño tinte lechoso, yThrall no pudo distinguir pupilas enellos. El cuerpo del orco estabaretorcido y encorvado, era casi tanpequeño como el del niño, pero Thrallse encogió por instinto ante la merapresencia del anciano.

—Hmph. Creíamos que ibas a morir,jovenzuelo.

Thrall sintió una punzada deirritación.

—Siento haberos decepcionado.—Nuestro código de honor nos

obliga a ayudar a los necesitados, pero

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siempre resulta más sencillo que nuestraayuda no sirva de nada. Una boca menosque alimentar.

Aquella franqueza impresionó aThrall, pero optó por no decir nada.

—Me llamo Drek’Thar. Soy elchamán del Lobo de las Heladas, y suprotector. ¿Quién eres tú?

A Thrall le divirtió la idea de queaquel viejo orco marchito fuese elprotector de los lobos de las heladas.Intentó sentarse, y se sobresaltó alencontrarse empujado contra las pielespor una mano invisible. Miró a Drek’Thar y vio que el anciano habíavariado sutilmente la posición de susdedos.

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—No te he dado permiso paralevantarte. Responde a mi pregunta,forastero, o me veré obligado areconsiderar nuestra oferta dehospitalidad.

Thrall, mirando al anciano conrenovado respeto, contestó:

—Me llamo Thrall.Drek’Thar escupió.—¡Thrall! Una palabra humana, y de

sumisión, además.—Sí, una palabra que significa

esclavo en su idioma. Pero ya no soyningún esclavo, aunque conservo elnombre para recordarme misobligaciones. He escapado de miscadenas y deseo descubrir mi verdadera

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historia. —Sin pensarlo, intentó sentarsede nuevo, y otra vez se vio empujado deespaldas. En esa ocasión, vio que lasmanos agarrotadas se crispabanlevemente. Sí que debía de ser unchamán poderoso.

—¿Por qué te encontraron vagandoen medio de una ventisca nuestrosamigos lobos? —exigió Drek’Thar.Apartó los ojos de Thrall, y éste se diocuenta de que el anciano estaba ciego.

—Es una larga historia.—Tengo tiempo.Thrall tuvo que reírse. Empezaba a

caerle bien aquel estrafalario y viejochamán. Se rindió a la fuerza implacableque lo mantenía postrado de espaldas y

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narró su historia. Cómo lo habíaencontrado Blackmoore cuando era unbebé, cómo lo había criado y le habíaenseñado a leer y a luchar. Habló alchamán de la amabilidad de Tari, de losorcos apáticos que había encontrado enlos campos, de cómo había conocido aGrito Infernal, que le había enseñado elcódigo del guerrero y el idioma de supueblo.

—Fue Grito Infernal el que me contóque el Lobo de las Heladas era mi clan—concluyó—. Lo supo gracias al trozode tela en que me encontraron envueltocuando era un bebé. Puedoenseñártelo… —Se calló, mortificado.Claro que no podía enseñarle nada a

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Drek’Thar.Esperaba que el chamán se sintiera

ofendido pero, en vez de eso, Drek’Tharextendió la mano.

—Dámelo.La presión que sentía en el pecho se

alivió, y Thrall pudo sentarse. Rebuscóen su mochila en busca de los restos dela tela del Lobo de las Heladas y, sinpronunciar palabra, se lo entregó alchamán.

Drek’Thar lo cogió con ambasmanos y se lo llevó al pecho. Murmuróunas palabras que Thrall no supodistinguir, y asintió.

—Lo que sospechaba —dijo, con unpesado suspiro. Le devolvió la tela a

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Thrall—. Es cierto que el diseño de loslobos de las heladas se utilizó paraconfeccionar ese paño, tejido por lamano de tu madre. Pensábamos quehabías muerto.

—¿Cómo sabes que…? —En esemomento, Thrall cayó en la cuenta delalcance de lo que había dicho Drek’Thar. Se sintió esperanzado—. ¿Conoces ami madre? ¿Y a mi padre? ¿Quién soy?

Drek’Thar levantó la cabeza y miróa Thrall con sus ojos ciegos.

—Eres el único hijo de Durotan,nuestro antiguo caudillo, y de su valientecompañera, Draka.

Mientras Thrall daba cuenta de unreconstituyente estofado de carne con

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verduras y raíces, Drek’Thar le contó elresto de la historia, al menos tal y comoél la conocía. Se había llevado al jovenorco a su cueva y, con el fuegocrepitando con fuerza y con gruesaspieles abrigando sus cuerpos, el viejochamán y incipiente guerrero disfrutabandel calor y de la comodidad. Palkar, sulazarillo, quien con tanta diligencia loalertara cuando Thrall se hubodespertado, sirvió el estofado y acercócon delicadeza el cálido cuenco demadera a las manos de Drek’Thar.

El orco se concentró en el caldo,postergando las palabras. Palkarpermaneció sentado en silencio. Loúnico que se oía era el crepitar de las

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llamas y la pausada y honda respiraciónde Oído Sagaz, el lobo de Drek’Thar. Alanciano chamán le costaba narraraquella historia; una historia que nuncahabía imaginado que necesitaría volvera relatar.

—Tus padres eran los máshonorables de todos los lobos de lasheladas. Nos abandonaron paraocuparse de una tarea ingrata, y noregresaron jamás. No sabíamos quéhabía sido de ellos… hasta ahora. —Señaló en dirección al pañal—. Lasfibras de la tela me lo han contado.Fueron asesinados, y tú sobrevivistepara ser criado por humanos.

El paño no estaba vivo, pero había

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sido confeccionado con la lana de lascabras blancas que poblaban lasmontañas. Dado que la lana habíapertenecido en su día a un ser vivo,poseía cierta consciencia. No podíaproporcionar detalles, pero hablaba dela sangre que se había derramado y lahabía salpicado con gotas de rojooscuro. También describía en parte aThrall, reafirmando la historia del jovenorco y confiriéndole trazas de verdadque eran una garantía para Drek’Thar.

Podía sentir la incredulidad deThrall ante el hecho de que los restos dela tela le hubieran «hablado» sincondiciones.

—¿Qué tarea les costó la vida a mis

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padres? —quiso saber el joven orco.Mas Drek’Thar no estaba dispuesto

a compartir esa información.—Tal vez te lo diga a su debido

tiempo. Has venido en invierno, laestación más árida de todas y, comomiembros de tu clan, debemos cobijarte.Eso no quiere decir que recibasalimento, abrigo y refugio sinrecompensa.

—No esperaba ese trato. Soy fuerte.Puedo trabajar duro, y ayudaros a cazar.Puedo enseñaros algunas de lascostumbres humanas, para que estéismejor preparados para enfrentaros aellos. Puedo…

Drek’Thar levantó una mano

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imperiosa, silenciando el fervientediscurso de Thrall. Escuchó. El fuegoestaba hablando con él. Se inclinó haciaél, a fin de escuchar mejor sus palabras.

Drek’Thar estaba asombrado. Elfuego era el más indisciplinado de loselementos. Apenas se dignaba aresponder cuando se le preguntaba trascumplir con todos los ritualesnecesarios para agasajarlo, y ahora, ¡elfuego estaba hablando con él… acercade Thrall!

Vio en su mente imágenes delvaliente Durotan, y de la hermosa yferoz Draka. Cómo os echo de menos,mis viejos amigos, pensó. Ahora vuestrasangre regresa a mí, en forma de vuestro

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hijo. Un hijo del que el espíritu delfuego habla bien. Pero no puedoconferirle sin más el manto delliderazgo, no mientras sea aún tan joven,mientras no haya sido puesto a prueba…¡mientras conserve la mancha de lahumanidad!

—Desde que se fue tu padre, he sidolíder del Lobo de las Heladas —anuncióDrek’Thar—. Acepto tu oferta de ayudaral clan, Thrall, hijo de Durotan. Perotendrás que ganarte tu puesto.

Seis días después, mientras Thrall seabría camino en medio de una tormentade nieve de regreso al campamento delclan, cargando con un animal enorme ypeludo que habían abatido los lobos de

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las heladas y él, se preguntó si tal vez laesclavitud no fuese más sencilla.

En cuanto se le hubo ocurrido esaidea, la desechó. Ahora estaba con supropia gente, aunque seguían mirándolocon hostilidad y le dispensaban suhospitalidad a regañadientes. Erasiempre el último en comer. Incluso loslobos devoraban su parte antes queThrall. Suyo era el lugar más frío dondedormir, suya la capa más fina, suyas laspeores armas, los recados y las faenasmás onerosas. Todo lo aceptaba conhumildad, viéndolo por lo que enrealidad era: un intento por ponerlo aprueba, por asegurarse de que no habíaacudido a los lobos de las heladas con

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la pretensión de ser tratado a cuerpo derey… como Blackmoore.

Y así, echaba tierra sobre lasletrinas, desollaba a los animales,recogía leña y hacía todo lo que lepedían sin rechistar. Al menos en esaocasión tenía a los lobos de las nievespara hacerle compañía.

Una tarde, le había preguntado aDrek’Thar acerca de la relación entrelos lobos y los orcos. Estabafamiliarizado con el concepto de ladomesticación de animales, desde luego,pero aquello parecía distinto, másprofundo.

—Lo es —repuso Drek’Thar—. Loslobos no están domados, no en la

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acepción de la palabra que tú conoces.Se han convertido en nuestros amigosporque yo se lo he pedido. Forma partede las responsabilidades del chamán.Poseemos un lazo con la naturaleza, ysiempre nos esforzamos por trabajar enarmonía con ella. Sería provechoso paranosotros si los lobos fuesen nuestrosamigos. Que cazaran con nosotros y nosproporcionaran calor cuando nuestraspieles no bastasen. Que nos alertaran dela presencia de extraños, como hicieroncontigo. Habrías muerto si no tehubiesen encontrado nuestros amigoslobos. A cambio, nosotros nosaseguramos de que ellos estén bienalimentados, de curar sus heridas, de

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que sus cachorros no deban temer a laspoderosas águilas que planean sobre lasmontañas durante la época de cría.Hemos establecido pactos similares conlas cabras, aunque ellas no son taninteligentes como los lobos. Nos donanlana y leche y, en tiempos de necesidad,alguna habrá de sacrificar su vida. Acambio, las protegemos. Son libres deromper el pacto en cualquier momentopero, en los últimos treinta años,ninguna lo ha hecho.

Thrall no daba crédito a sus oídos.Ésa sí que era una magia poderosa.

—No sólo forjáis alianzas con losanimales, ¿no es así?

Drek’Thar asintió.

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—Puedo invocar a la nieve, y alviento, y al relámpago. Los árboles seinclinan ante mí si se lo pido. Los ríoscorren en la dirección que yo lesindique.

—Si tu poder es tan grande, ¿cómoes que seguís viviendo en un lugar taninhóspito? Si lo que dices es verdad,podrías convertir esta cumbre yerma enun jardín exuberante. Abundaría elalimento, vuestros enemigos jamás osencontrarían…

—¡Y violaría el acuerdo primordialcon los elementos, y la naturaleza novolvería a responder a mis peticiones!—aulló Drek’Thar. Thrall deseó haberpodido retirar sus palabras, pero era

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demasiado tarde. Resultaba obvio quehabía ofendido al chamán—. ¿Es que noentiendes nada? ¿Tanto han hundido susgarras en ti los humanos que no puedesver en qué estriba el poder de unchamán? Todas esas cosas se meconceden porque las pido, con respeto yde corazón, y porque estoy dispuesto aofrecer algo a cambio. Pido tan sólo loimprescindible para cubrir lasnecesidades básicas de mi pueblo. Enocasiones, solicito grandes favores,pero sólo cuando la causa es justa eíntegra. A cambio, doy las gracias porestos poderes, a sabiendas de que meson prestados, no los compro. ¡Me sonconcedidos porque ellos quieren, no

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porque yo lo exija! No son esclavos,Thrall. Son entidades poderosas queacuden por voluntad propia, compañerasde mi magia, no mis sirvientes. ¡Pagh!—Soltó un gruñido y le volvió laespalda a Thrall—. Nunca loentenderás.

No volvió a hablar con Thrall enmuchos días. Thrall continuóocupándose de nimiedades, pero parecíaque cada vez se distanciaba más de loslobos de las heladas, en vez deacercarse. Una tarde, estaba tapando lasletrinas cuando uno de los machosjóvenes exclamó:

—¡Esclavo!—Me llamo Thrall.

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El otro orco se encogió de hombros.—Thrall, esclavo. Es lo mismo. Mi

lobo está enfermo y se ha ensuciado enel lecho. Límpialo.

Thrall profirió un gruñido gutural.—Límpialo tú. No soy tu siervo, soy

un huésped del Lobo de las Heladas.—¿Ah, sí? ¿Llamándote esclavo?

¡Toma, humano, cógelo! —Tiró unamanta que cubrió a Thrall antes de queéste pudiera reaccionar. Una fríahumedad se adhirió a su rostro; olió elhedor de la orina.

Algo se rompió en su interior. Unacólera roja le nubló la vista y gritóultrajado. Desgarró la sucia manta yapretó los puños. Comenzó a pisotear el

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suelo rítmicamente, furioso, comohiciera tiempo atrás en la arena. Sóloque allí no había ninguna multitudvociferante, tan sólo un pequeño círculode orcos silenciosos que lo observaban.

El joven orco levantó la barbilla,empecinado.

—Te he dicho que lo limpies,esclavo.

Thrall lanzó un aullido y saltó. Eljoven orco cayó derribado, aunque nosin presentar batalla. Thrall no sintiócómo cedía su carne bajo las afiladasuñas negras. Lo único que sentía era lafuria, el ultraje. Él no era el esclavo denadie.

Lo cogieron en vilo y lo arrojaron

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contra una pila de nieve. La impresiónde la fría humedad le hizo recuperar elsentido, y se dio cuenta de que habíaechado a perder cualquier oportunidadde ser aceptado por aquella gente. Aquelpensamiento fue como un mazazo; sequedó sentado en la nieve, hundido enella hasta la cintura, con la cabezagacha. Había fracasado. No teníaadonde ir.

—Me preguntaba cuánto ibas atardar —dijo Drek’Thar. Thrall alzó lamirada, desolado, para ver al ciego depie delante de él—. Me sorprendía quehubieras llegado hasta aquí.

Despacio, Thrall se incorporó.—He levantado la mano contra mis

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anfitriones —dijo, apesadumbrado—.Me marcho.

—Nada de eso —rechazóDrek’Thar. Thrall se volvió paramirarlo—. La primera prueba consistíaen ver si eras tan arrogante como parapedir que te aceptáramos sin más. Sihubieras llegado aquí exigiendoconvertirte en el jefe porque tal es tuderecho de nacimiento, te habríamosexpulsado… y habríamos enviado anuestros lobos para cerciorarnos de queno regresabas. Tenías que demostrar tuhumildad antes de que te admitiésemos.Pero tampoco podríamos respetar aalguien capaz de soportar el servilismopor tiempo indefinido. Si no hubieras

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respondido a los insultos de Uthul, nohabrías demostrado ser un auténticoorco. Me alegra ver que eres tanhumilde como orgulloso, Thrall.

Con delicadeza, Drek’Thar apoyóuna mano avellanada en el musculosobrazo de Thrall.

—Ambas cualidades son necesariaspara quien ha de seguir la senda delchamán.

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CAPÍTULOTRECE

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A unque el resto de aquellargo invierno fue muy

crudo, Thrall se aferró al calor que loimbuía y pensó que aquel frío palidecíaen comparación. Lo habían aceptadocomo miembro del clan, y ni siquieraentre los de la Canción de Guerra sehabía sentido tan estimado. Pasaba losdías cazando junto a los miembros delclan que constituían ahora su familia yescuchando a Drek’Thar. Las nochesdaban paso a animadas y ruidosasreuniones alrededor de una pira, dondese entonaban canciones y se contabanhistorias de antiguos días de gloria.

A pesar de que Drek’Thar lo

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agasajaba a menudo con relatos de suvaliente padre, Durotan, Thrall tenía elpresentimiento de que el anciano orco seguardaba algo para sí. Sin embargo, noquiso forzar la situación. Thrall confiabapor completo en Drek’Thar, y sabía queel chamán le contaría todo lo quenecesitara saber, cuando necesitarasaberlo.

También se había hecho con unamigo extraordinario. Una noche,mientras el clan y sus compañeros lobosse encontraban reunidos alrededor delfuego como tenían por costumbre, unjoven lobo se separó de la manada quesolía dormir en la linde del círculo deluz y se acercó. Los lobos de las heladas

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enmudecieron.—Esta hembra elegirá —dijo

Drek’Thar, solemne. Hacía mucho queThrall había dejado de sorprenderse porcómo el chamán sabía cosas como cuálera el sexo del lobo y lo dispuesta queestaba a elegir, significara lo quesignificase eso. No sin esfuerzo, Drek’Thar se irguió y extendió losbrazos hacia la loba—. Preciosa, deseasestablecer un vínculo con alguien denuestro clan. Ven y elige a aquél al queestarás unida durante el resto de tu vida.

La loba no se precipitó. Se tomó sutiempo, moviendo las orejas,examinando con sus ojos negros a todoslos orcos presentes. Casi todos ellos

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disponían ya de algún compañero, peroeran muchos los que no, sobre todo losmás jóvenes. Uthul, que había trabadouna rápida amistad con Thrall despuésde que éste se rebelara contra susatropellos, se tensó en ese momento.Thrall sabía que su amigo quería queaquella bestia adorable y grácil loeligiera a él.

Los ojos de la loba se encontraroncon los de Thrall, que sintió como si unadescarga recorriera todo su cuerpo.

La hembra trotó hacia Thrall y serecostó a su lado. El orco sintió unacálida oleada de afinidad por aquellacriatura, aunque pertenecían a dosespecies distintas. Sabía, sin saber muy

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bien cómo, que la loba permaneceríajunto a él hasta que uno de ellos dejaraatrás esta vida.

Despacio, Thrall alargó el brazopara acariciar la delicada cabeza delanimal. Qué suave y tupido era supelaje. Sintió que lo embargaba ladicha.

El grupo barruntó gruñidos deaprobación, y Uthul, pese a sudesilusión, fue el primero en palmear laespalda de Thrall.

—Dinos su nombre —pidióDrek’Thar.

—Se llama Canción de Nieve —repuso Thrall, sin entender cómo losabía. La loba entrecerró los ojos, y el

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orco sintió la satisfacción que emanabade ella.

Drek’Thar reveló por fin cuál era larazón por la que había muerto Durotanaquella noche de finales de invierno.Conforme relumbraba el sol, se volvíamás común el sonido de las nieves alderretirse. Thrall asistía en respetuososilencio al chamán mientras ésteejecutaba un ritual en honor del deshieloprimaveral, al que pedía que desviara sucurso lo suficiente como para no inundarel campamento del Lobo de las Heladas.Como ya era su costumbre, Canción deNieve estaba de pie junto a él, como unasombra blanca, silenciosa y leal.

Thrall sintió que algo se agitaba en

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su interior. Oyó una voz: Atendemos a lapetición de Drek’Thar, y no nos parecedescabellada. No fluiremos hacia dondevivís tú y los tuyos, chamán.

Drek’Thar hizo una reverencia ypuso término formal a la ceremonia.

—Lo he oído —dijo Thrall—. Heoído cómo te respondía la nieve.

Drek’Thar volvió sus ojos ciegoshacia Thrall.

—Sé que lo has oído. Eso significaque estás preparado, que has aprendidoy comprendido todo lo que tenía queenseñarte. Mañana te enfrentarás a tuiniciación pero, esta noche, ven a micueva. Tengo algo que contarte.

Cuando se hubo hecho de noche,

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Thrall apareció en la cueva. OídoAtento, el compañero lobo de Drek’Thar, gañó de alegría. El chamán indicó aThrall que entrara.

—Siéntate —ordenó. Thrallobedeció. Canción de Nieve se acercó aOído Atento y se acariciaron los hocicosantes de convertirse en sendos ovillos yquedarse dormidos enseguida—. Tienesmuchas preguntas acerca de tu padre ysu destino. He evitado responderlas,pero ha llegado la hora de que lo sepas.Pero antes, jura por todo lo que tengavalor para ti que nunca le dirás a nadielo que estoy a punto de desvelar, hastaque recibas la señal que indique locontrario.

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—Lo juro —dijo Thrall, solemne.Su corazón latía desbocado. Al cabo detantos años, iba a conocer la verdad.

—Ya sabes que fuimos exiliados porel difunto Gul’dan. Lo que no conoces esel motivo. Nadie sabía cuál era la razón,salvo tus padres y yo, por expreso deseode Durotan. Cuanta menos gente supieralo que sabía él, más seguro estaría suclan.

Thrall no dijo nada, pero estabamemorizando cada palabra deDrek’Thar.

—Ahora sabemos que Gul’dan eramalvado, y que no había lugar en sucorazón para pensar en los intereses delpueblo orco. Lo que la mayoría

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desconoce es la magnitud de su traición,y el terrible precio que ahora pagamospor lo que nos hizo. Durotan lo sabía, yese conocimiento lo condujo aldestierro. Draka y él (y tú, jovenThrall), regresasteis a las tierras del surpara contarle al poderoso jefe orcoOrgrim Martillo de Condena que Gul’dan nos había traicionado. Nosabemos si tus padres llegaron a ver aMartillo de Condena, pero sí sabemosque fueron asesinados por lo que sabían.

Thrall se mordió la lengua para noexclamar: ¿Qué es lo que sabían? Drek’Thar realizó una larga pausa, antesde continuar.

—Lo único a lo que aspiraba

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Gul’dan era a acaparar el poder, y nossumió en una especie de esclavitud paraconseguirlo. Formó un grupo llamado elConsejo de las Sombras; este grupo,compuesto por él mismo y por muchos ymalvados brujos orcos, dictaba todas lasacciones de los orcos. Se unieron ademonios que les concedieronblasfemos poderes, y que imbuyeron a laHorda de una pasión tal por la muerte yel combate que la gente se olvidó de lasantiguas costumbres, de la senda de lanaturaleza, y del chamán. Lo único queperseguían era la muerte. Has visto elfuego rojo que arde en los ojos de losorcos de los campos, Thrall. Esa marcadenuncia que han sido gobernados por

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poderes demoníacos.Thrall contuvo el aliento. Enseguida

le vio a la cabeza Grito Infernal, susbrillantes ojos escarlatas, su cuerpodemacrado. Empero, Grito Infernalconservaba el juicio. Aún reconocía elpoder de la clemencia, no se habíarendido a la sed de sangre ni al temibleletargo que había visto él en los campos.Grom Grito Infernal debía de haberseenfrentado a los demonios todos losdías, y continuaba resistiéndose a ellos.La admiración que sentía Thrall por elcaudillo aumentó al darse cuenta de lofuerte que debía de ser la voluntad deGrito Infernal.

—Creo que el letargo que dices

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haber observado en los campos es lavacuidad que impregna a nuestro pueblotras la retirada de las energíasdemoníacas. Sin esa energía externa, sesienten débiles, abúlicos. Quizá nisiquiera sepan por qué se sienten así, ono les importe lo suficiente como parapreguntárselo. Son como cuencosvacíos, Thrall, que en el pasadoestuvieron llenos de veneno. Ahoraclaman para volver a sentirse plenos. Loque anhelan es la recuperación de lasantiguas costumbres. El chamanismo, laconexión con los poderes sencillos ypuros de las fuerzas y leyes de lanaturaleza, volverán a llenarlos y asaciar su desmesurado apetito. Esto, y

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nada más que esto, los despertará de suestupor y les recordará que todosprocedemos de un linaje lleno deorgullo y coraje.

Thrall continuaba escuchando,embelesado, atento a cada una de laspalabras de Drek’Thar.

—Tus padres estaban al corrientedel pacto con la oscuridad. Sabían queesa Horda sanguinaria era un artificiotan antinatural como pudiera unoimaginarse. Los demonios y Gul’dan lehabía arrebatado a nuestro pueblo sucoraje natural y lo habían deformadohasta convertirlo en algo que sirviera asus propios fines. Durotan lo sabía, yésa fue la causa de que su clan fuera

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exiliado. Lo aceptó pero, al nacer tú,supo que ya no podía guardar silenciopor más tiempo. Quería que tú crecierasen un mundo mejor, Thrall. Eras su hijoy su heredero. Habrías sido el siguientejefe. Draka y él se adentraron en losterritorios del sur, como ya te he dicho,para encontrar a su viejo amigo OrgrimMartillo de Condena.

—Conozco ese nombre. Era elpoderoso señor de la guerra que aunó atodos los clanes contra los humanos.

Drek’Thar asintió.—Era sabio y valiente, un buen líder

de nuestro pueblo. Los humanosterminaron por alzarse con la victoria, latraición de Gul’dan (al menos una pálida

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sombra de su verdadera magnitud) fuepuesta al descubierto y los demonios sebatieron en retirada. El resto ya loconoces.

—Martillo de Condena, ¿fueasesinado?

—Creemos que no, pero no se havuelto a saber nada de él desdeentonces. De vez en cuando lleganrumores hasta nuestros oídos que hablande que se ha convertido en un ermitaño,que se ha escondido del mundo, o que hasido capturado. Muchos lo consideranuna leyenda que regresará paraliberarnos cuando llegue la hora.

Thrall miró a su maestro, coninterés.

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—¿Qué es lo que crees tú,Drek’Thar?

El anciano orco soltó una risitagutural.

—Creo que ya te he contadobastante, y que es hora de quedescanses. Mañana tendrá lugar tuiniciación, si así ha de ser. Más vale quete prepares.

Thrall se levantó y realizó unarespetuosa reverencia. Aun cuando elchamán no pudiera ver el gesto, no lohizo por Drek’Thar, sino por sí mismo.

—Vamos, Canción de Nieve —llamó. La loba blanca, obediente, seadentró en la noche junto a sucompañero del alma.

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Drek’Thar escuchó. Cuando se hubocerciorado de que se habían marchado,llamó a Oído Atento.

—Tengo un encargo para ti, viejoamigo. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Thrall, aunque había procuradodescansar en la medida de lo posible,descubrió que el sueño lo eludía. Sesentía demasiado excitado, demasiadoaprensivo acerca de esa iniciación. Drek’Thar no le había contado nada.Deseaba de corazón tener alguna ideasobre lo que le esperaba.

Seguía en vela cuando el grisamanecer llenó su cueva de tenue luz. Selevantó y salió, para encontrarse con lasorpresa de que todo el mundo estaba

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despierto y reunido en silencio a laentrada de su cueva.

Thrall abrió la boca para decir algo,pero Drek’Thar lo detuvo con unademán.

—No podrás hablar hasta que yo tedé permiso. Vete enseguida, dirígete alas montañas. Canción de Nieve debequedarse. No has de comer ni bebernada, sino meditar acerca de la sendaque estás a punto de iniciar. Cuando elsol se haya puesto, regresa y comenzaráel rito.

Obediente, Thrall se dio la vuelta yse marchó. Canción de Nieve, sabedorade lo que se esperaba de ella, no siguiósus pasos. Levantó la cabeza y comenzó

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a aullar. Los demás lobos se unieron aella, y aquel coro dulce y salvajeacompañó a Thrall mientras se alejaba,solo, para meditar.

El día transcurrió más deprisa de loque se había esperado. Tenía la cabezallena de preguntas, y se sorprendiócuando la luz cambió y el sol,anaranjado contra el cielo invernal,comenzó a moverse hacia el horizonte.Regresó en el momento en que susúltimos rayos bañaban el campamento.

Drek’Thar estaba esperándolo.Thrall se fijó en que no se veía a OídoAtento por ninguna parte, lo que erainusitado, pero supuso que formabaparte del rito. Tampoco Canción de

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Nieve estaba presente. Se acercó a Drek’Thar y aguardó. El anciano orco leindicó que lo siguiera.

Condujo a Thrall al otro lado de unacordillera cubierta de nieve, a una zonaque no había visto antes. En respuesta ala pregunta muda, Drek’Thar respondió:

—Este lugar siempre ha estado aquí,pero no desea ser visto. Porconsiguiente, sólo ahora, cuando te da labienvenida, se vuelve visible para ti.

Thrall sintió que aumentaba sunerviosismo, pero contuvo sus palabras.Drek’Thar movió las manos y la nievese fundió ante los ojos de Thrall,descubriendo una enorme plataformacircular de roca.

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—Sitúate en el centro, Thrall, hijode Durotan —dijo Drek’Thar. Su voz yano era áspera y trémula, sino que estabaimbuida de un poder y una autoridad queThrall no había oído antes, obedeció—.Prepárate para conocer a los espíritusde la naturaleza.

A Thrall le dio un vuelco el corazón.No pasó nada. Esperó. Seguía sin

ocurrir nada. Se revolvió, intranquilo.El sol ya se había puesto y comenzabana aparecer las estrellas. Comenzaba aimpacientarse y a malhumorarse cuandoresonó una voz atronadora dentro de sucabeza: La paciencia es la primeraprueba.

Thrall inhaló una brusca bocanada.

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La voz sonó de nuevo.Soy el espíritu de la tierra, Thrall,

hijo de Durotan. Soy el suelo queengendra frutos, los pastos quealimentan a las bestias. Soy la roca, elesqueleto del mundo. Soy todo lo quecrece y habita en mi seno, sea lombriz,árbol o flor. Pregúntame.

¿Qué he de preguntarte?, pensóThrall.

Se produjo una extraña sensación,casi tan cálida como la risa.

Conocer la pregunta forma parte dela prueba.

Thrall se sobrecogió, antes deserenarse, como le había enseñadoDrek’Thar. Una pregunta afloró

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despacio en su mente:¿Me prestarás tu fuerza y tu poder

cuando lo necesite, por el bien del clany de aquéllos a los que estaríamosdispuestos a ayudar?

Pide, fue la respuesta.Thrall comenzó a pisotear con

fuerza. Sintió que el poder aumentaba ensu interior, como siempre hacía pero,por primera vez, no venía acompañadode la sed de sangre. Era cálido y fuerte,y parecía tan sólido como los huesos dela tierra misma. Reparó apenas en que lamismísima tierra se estremecía bajo suspies, y no fue hasta ese momento que unafragancia dulce y sutil se apoderó de suolfato cuando hubo abierto los ojos.

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La tierra se había abierto ennumerosas fisuras, y brotaban las floresen cada palmo de roca. Thrall se quedósin aliento.

Te he concedido mi ayuda, por elbien del clan y de aquéllos a los queestaríais dispuestos a ayudar. Hónrame,y ese regalo será siempre tuyo.

Thrall sintió que el poder seatenuaba, dejándolo trémulo a causa dela impresión ante lo que había invocadoy controlado. Mas sólo dispuso de unmomento para maravillarse, puesto queya resonaba otra voz en su cabeza.

Soy el espíritu del aire, Thrall, hijode Durotan. Soy el viento que calienta yenfría la tierra, que llena tus pulmones y

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te mantiene con vida. Transporto a lasaves, a los insectos y a los dragones, asícomo a todas las cosas que se atreven asurcar mis imponentes alturas.Pregúntame.

En esta ocasión, Thrall sabía quéhacer, y formuló la misma pregunta. Lasensación de poder que lo imbuyó fuedistinta: más ligera, más libre. Auncuando le estuviera prohibido hablar, nopudo contener la risa que borbotó desdesu alma. Sintió la caricia de los vientoscálidos que acercaban todo tipo dedeliciosos olores a su nariz y, cuandohubo abierto los ojos, se encontróflotando a gran altura por encima delsuelo. Drek’Thar estaba tan lejos a sus

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pies que parecía el juguete de un niño.Pero Thrall no tuvo miedo. El espíritudel aire lo sujetaba; había pedido, y lehabía sido concedido.

Con delicadez, descendió planeandohasta que sintió la piedra firme bajo suspies. El aire le dedicó una última cariciaantes de disiparse.

Thrall volvió a sentirse imbuido depoder, casi doloroso en esta ocasión.Sintió un calor abrasador en elestómago, y la piel empapada de sudor.Se apoderó de él un deseo abrumador deabalanzarse sobre las pilas de nieve máscercanas. El espíritu del fuego habíaacudido, y solicitó su ayuda. Respondió.

Se produjo un ensordecedor

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estallido por encima de su cabeza yThrall, sobresaltado, alzó la vista. Elrelámpago marcaba sus peligrosos pasosde baile en el firmamento nocturno.Thrall supo que estaba allí paraobedecer sus órdenes. Las flores quehabían cuajado la tierra abiertaexplotaron en llamaradas, crepitando yquedando reducidas a cenizas encuestión de escasos latidos. Aquél eraun elemento peligroso, y Thrall pensó enlas agradables hogueras que habíanmantenido con vida a su clan. Alinstante, el fuego se apagó parareformarse en una pequeña zonacontenida y acogedora.

Thrall dio las gracias al espíritu del

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fuego y sintió cómo se alejaba supresencia. Comenzaba a sentirseexhausto por toda aquella energía que sealternaba para inundarlo y luegoabandonarlo, y se alegró de que sóloquedara un elemento por conocer.

El espíritu del agua fluyó hacia él,apaciguando y aliviando las quemadurasque había dejado atrás el espíritu delfuego. Thrall tuvo una visión del océano,aunque nunca antes lo había visto, yextendió la mente para atisbar susprofundidades abisales. Algo frío tocósu piel. Abrió los ojos para ver queestaba cayendo un pesado manto denieve. Con un pensamiento, la convirtióen lluvia, y luego cesó de repente. El

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solaz del espíritu del agua en su interiorlo tonificó y lo fortaleció, y lo dejómarchar tras darle las gracias decorazón.

Volvió la mirada hacia Drek’Thar,pero el chamán hizo un gesto con lacabeza.

—La prueba aún no ha terminado.De improviso, Thrall se estremeció

de la cabeza a los pies, poseído por unpoder que lo dejó sin respiración. Desdeluego. El quinto elemento.

El espíritu de la naturaleza.Somos el espíritu de la naturaleza, la

esencia y las almas de todos los seresvivos. Somos los más poderosos detodos, por encima de los terremotos, de

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los huracanes, de los incendios y de lasinundaciones. Habla, Thrall, y dinos porqué crees que eres merecedor de nuestraayuda.

Thrall no podía respirar. Estabaabrumado por el poder que se agitabadentro y fuera de él. Se obligó a abrirlos ojos y vio unas pálidas siluetas quese arremolinaban a su alrededor. Unaera la de un lobo, otra la de una cabra,otra la de un orco, un humano y unciervo. Supo que todos los seres vivostenían un espíritu, y se apoderó de él ladesesperación ante la idea de tener quesentir y controlarlos a todos.

Mas, antes de lo que hubieraimaginado, los espíritus lo inundaron y

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lo abandonaron. Thrall se sintiódesorientado por el asalto, pero seobligó a concentrarse, a dirigirse a cadauno de ellos con respeto. Le resultóimposible y cayó de rodillas.

Un agradable sonido inundó el aire;Thrall se esforzó por levantar unacabeza que le parecía tan pesada comouna roca.

Ahora flotaban hacia él, serenos, ysupo que lo habían juzgado y que leshabía parecido digno. Un venadofantasmal brincó a su alrededor, y supoque jamás podría volver a dar unbocado a una pata de ciervo sin sentir suespíritu y dar gracias por el alimentoque proveía. Sintió una afinidad con

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cada orco que había nacido alguna vez,e incluso el espíritu humano se parecíamás a la dulce presencia de Taretha quea la siniestra crueldad de Blackmoore.Todo era radiante, aun cuando enocasiones bordeara la oscuridad; toda lavida estaba conectada, y cualquierchamán que jugueteara con la cadena sinel mayor respeto y cuidado por eseespíritu estaría abocado al fracaso.

Desaparecieron. Thrall se desplomóde bruces, completamente exhausto.Sintió la mano de Drek’Thar en elhombro, sacudiéndolo. El ancianochamán insistió en que Thrall se sentara.Nunca en toda su vida se había sentidotan débil y desvalido.

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—Bien hecho, hijo —dijoDrek’Thar, con voz trémula por laemoción—. Esperaba que aceptarían…Thrall, debes saberlo. Hace años, no,décadas, que los espíritus no aceptan aun chamán. Estaban enfadados connosotros por culpa del pacto con lastinieblas de nuestros brujos, por sucorrupción de la magia. Quedan muypocos chamanes, todos tan viejos comoyo. Los espíritus han esperado a queapareciera alguien merecedor de recibirsus dones; tú eres el primero que harecibido este honor en mucho, muchotiempo. Me temía que los espíritus senegaran a colaborar con nosotros parasiempre, pero… Thrall, no he visto un

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chamán más fuerte en toda mi vida, ysólo estás empezando.

—Yo… yo creía que me sentiríapoderoso —tartamudeó Thrall, con unhilo de voz—, pero, en vez de eso…sólo siento humildad…

—Eso es lo que te honra. —Drek’Thar acarició la mejilla de Thrall—. Durotan y Draka se sentirían muyorgullosos de ti.

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CAPÍTULOCATORCE

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C on los espíritus de latierra, el aire, el fuego, el

agua y la naturaleza por compañeros,Thrall se sentía más fuerte y confiadoque en toda su vida. Trabajó junto a Drek’Thar para aprender las«invocaciones» específicas, como lasllamaba el anciano.

—Los brujos los llamarían hechizos—le dijo a Thrall—, pero nosotros, loschamanes, nos referimos a ellas comoinvocaciones. Nosotros preguntamos ylos poderes con los que trabajamosresponden. O no, según su voluntad.

—¿Alguna vez se han negado aresponder?

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Drek’Thar guardó silencio.—Sí —respondió, al cabo. Se

encontraban sentados en la cueva deDrek’Thar, departiendo, bien entrada lanoche. Esas conversaciones eran muyvaliosas para Thrall, y siempreinstructivas.

—¿Cuándo? ¿Por qué? —quisosaber Thrall. De inmediato, añadió—: Amenos que no desees hablar de ello.

—Ahora eres un chamán, si bien aúnen ciernes. Es justo que conozcasnuestras limitaciones. Me avergüenzaadmitir que he solicitado favoresimpropios en más de una ocasión. Laprimera vez, pedí que una inundacióndestruyera un campamento de humanos.

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Estaba furioso y resentido, puesto quehabían destruido a muchos de nuestroclan. Pero había numerosos heridos enese lugar, incluso mujeres y niños, y elagua no quiso acceder.

—Pero, las inundaciones ocurrentodo el tiempo. Mueren muchosinocentes, y no sirven a ningúnpropósito.

—Sirven al propósito del espíritudel agua, y al de la naturaleza.Desconozco cuáles son sus necesidadesy sus planes. Guardan silencio alrespecto. En aquella ocasión, el agua novio la necesidad de ahogar a cientos dehumanos inocentes. Más adelante,cuando la rabia me hubo abandonado,

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comprendí que el espíritu del agua habíatenido razón.

—¿En qué otra ocasión?Drek’Thar vaciló.—Es probable que te imagines que

siempre he sido viejo, el guía espiritualdel clan.

Thrall sofocó la risa.—Nadie nace siendo viejo, sabio.—A veces desearía que así hubiera

sido en mi caso. Pero una vez fui joven,como tú ahora, y la sangre corría cálidaen mis venas. Tenía una pareja y un hijo.Murieron.

—¿En la guerra con los humanos?—No fue tan noble. Sencillamente,

enfermaron, y todas mis súplicas a los

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elementos fueron en vano. Me consumíael dolor. —Incluso en esos momentos, suvoz estaba cargada de pesar—. Exigíque los espíritus devolvieran las vidasque habían arrebatado. Se enfadaronconmigo y, durante muchos años,desoyeron mis llamadas. Por culpa de laarrogancia que me empujó a solicitar elregreso a la vida de mis seres queridos,muchos de los miembros de nuestro clansufrieron a causa de mi inhabilidad parainvocar a los espíritus. Cuando reparéen la necedad de mi antojo, rogué a losespíritus para que me perdonaran. Y meperdonaron.

—Pero… es normal que quisierasque tus seres queridos continuaran con

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vida. Sin duda, los espíritus debían decomprenderlo.

—Ah, así es. Mi primer ruego fuehumilde, y el elemento escuchó concompasión antes de negarse. Mi segundoruego fue furioso, y el espíritu de lanaturaleza se ofendió al ver que yoabusaba de ese modo de la relaciónentre el chamán y los elementos.

Drek’Thar extendió el brazo y posóuna mano en el hombro de Thrall.

—Es más que probable que hayas desoportar el dolor que causa la pérdidade seres queridos, Thrall. Has de saberque el espíritu de la naturaleza tiene susrazones para hacer lo que hace, y túdebes respetarlas.

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Thrall asintió, pero en su interiorcomprendía por completo los anhelos deDrek’Thar, y no culpaba al viejo orcopor haberse enfurecido con loselementos en medio de su tormento.

—¿Dónde está Oído Atento? —preguntó, para cambiar de tema.

—No lo sé. —Drek’Thar parecíadespreocupado—. Es mi compañero, nomi esclavo. Parte cuando lo desea yregresa a su antojo.

Como si quisiera convencerle de queella no se iba a ir a ninguna parte,Canción de Nieve apoyó la cabeza en larodilla de Thrall. El orco le dio unapalmadita, le deseó buenas noches a sumaestro y se dirigió a su cueva para

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acostarse.Los días transcurrían de forma

rutinaria. Thrall dedicaba la mayor partede su tiempo a estudiar junto a Drek’Thar, aunque en ocasiones se ibade caza con un pequeño grupo. Utilizabasu recién establecida relación con loselementos para ayudar a su clan:preguntaba al espíritu de la tierra dóndeestaban los rebaños, pedía al espíritudel aire que cambiara la dirección enque soplaba el viento para que su olorno los delatara al olfato de las vigilantescriaturas. Sólo en una ocasión pidióayuda al espíritu de la naturaleza,cuando sus provisiones comenzaban aescasear y los había abandonado la

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suerte en la caza.Sabían que había ciervos en la zona.

Habían encontrado corteza de árbolmordisqueada y deposiciones recientes,pero las taimadas criaturas conseguíaneludirlos desde hacía días. Tenían losestómagos vacíos, y ya no quedaba máscomida. Los niños comenzaban aquedarse escuálidos.

Thrall cerró los ojos y extendió sumente. Espíritu de la naturaleza, queinsuflas la vida en todas las cosas, yo teimploro. No pedimos más de lonecesario para aplacar el hambre denuestro clan. Te pido, espíritu delciervo, que hagas un sacrificio pornosotros. No malgastaremos ninguno de

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tus regalos, y te honraremos. Dependenmuchas vidas de la cesión de una sola.

Esperaba que las palabras fuesen lasapropiadas. Las había enunciado contalante respetuoso, pero era la primeravez que intentaba algo parecido. Cuandohubo abierto los ojos, vio un ciervoblanco, de pie, ni a dos brazas dedistancia frente a él. Sus compañeros noparecían ver nada. Los ojos del ciervose fijaron en los de Thrall, y el animalinclinó la cabeza. Se alejó de un brinco;Thrall vio que no dejaba huellas en lanieve.

—Seguidme —dijo. Sus compañerosdel Lobo de las Heladas se aprestaron aobedecer; recorrieron cierta distancia

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antes de ver a un enorme y robustociervo tendido en la nieve. Una de suspatas estaba torcida en un ánguloantinatural, y sus cálidos ojos castañosse veían desorbitados por el terror. Lanieve que lo rodeaba estaba aplastada;resultaba evidente que era incapaz delevantarse.

Thrall se acercó al animal,proyectando un mensaje de calma,guiado por el instinto. No temas, le dijo.Tu padecimiento terminará pronto, y tuvida continuará teniendo significado. Tedoy las gracias, hermano, por tusacrificio.

El ciervo se relajó y agachó lacabeza. Thrall le acarició el cuello.

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Rápidamente, a fin de no hacerle daño,le partió el largo cuello. Cuando levantóla cabeza, vio que los demás lo mirabanasombrados. Pero él sabía que su pueblono comería esa noche gracias a suvoluntad, sino a la del ciervo.

—Llevémonos este animal yconsumamos su carne. Fabricaremosherramientas con los huesos y ropa consu piel y, cuando lo hagamos,recordaremos que nos ha honrado con suregalo.

Thrall colaboró junto a Drek’Tharpara insuflar energía en las semillasenterradas, a fin de que crecieran fuertesy florecieran en la primavera que yaestaba tan cerca, y para nutrir a las

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bestias nonatas, bien fueran ciervos ocabras o lobos, que se gestaban en losvientres de sus madres. Trabajaronjuntos para pedirle al agua que librara alpoblado de los deshielos primaverales ydel peligro constante de las avalanchas.La fuerza y la habilidad de Thrallaumentaban de manera constante; seencontraba tan inmerso en la vibrantenueva senda que recorría que sesorprendió al ver las primeras flores deprimavera asomando sus cabezasamarillas y púrpuras en medio de lanieve derretida.

Cuando hubo regresado de su paseopara recoger las hierbas sagradas quefacilitaban el contacto del chamán con

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los elementos, le sorprendió descubrirque el Lobo de las Heladas tenía otrovisitante.

Este orco era corpulento, aunqueThrall no podía distinguir si se debía ala grasa o al músculo, puesto que searrebujaba con firmeza en su capa.Permanecía muy cerca del fuego, comosi no pudiera sentir la calidez de laprimavera.

Canción de Nieve corrió para oler yser olida desde el hocico hasta la colapor Oído Atento, que había regresado alfin. Thrall se volvió hacia Drek’Thar.

—¿Quién es el forastero? —inquirió, en voz baja.

—Un ermitaño errante. No lo

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conocemos. Dice que Oído Atento loencontró perdido en las montañas y locondujo a nuestro refugio.

Thrall se fijó el cuenco de caldo quesostenía el desconocido en una de susgrandes manos, así como en la educadapreocupación que mostraba el resto delclan por él.

—Lo habéis recibido con másamabilidad de la que mostrasteisconmigo —observó, sin nota de enojo.

Drek’Thar se rió.—Lo único que pide es refugio

durante algunos días antes de continuarsu camino. No se ha presentado aquí conun trozo de tela del Lobo de las Heladaspidiendo que el clan lo adopte. Además,

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ha venido en primavera, cuando abundala caza, y no en lo más crudo delinvierno.

Thrall tuvo que admitir que elchamán tenía razón. Ansioso porcomportarse de forma apropiada, sesentó junto al visitante.

—Saludos, viajero. ¿Lleváis muchotiempo en el camino?

El orco lo miró desde el cobijo desu capucha. Sus ojos grises eran duros,aunque su respuesta fue educada, casideferente.

—Más del que me atrevo a recordar,joven. Estoy en deuda con vosotros.Pensaba que los lobos de las heladaseran tan sólo una leyenda, inventada por

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los compinches de Gul’dan paraintimidar a los demás orcos.

La lealtad a su clan se agitó en elseno de Thrall.

—Se nos exiló injustamente, yhemos demostrado nuestra valía alforjarnos una vida en este árido lugar.

—Pero, tengo entendido que, nohace tanto tiempo, tú eras tan extrañopara este clan como lo soy yo. Me hanhablado de ti, joven Thrall.

—Espero que hayan hablado bien —repuso Thrall, sin saber qué decir.

—Bastante bien —fue la enigmáticacontestación del forastero. Volvió aconcentrarse en el caldo. Thrall se fijóen que sus manos eran fuertes.

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—¿Cuál es tu clan, amigo?La mano se quedó helada, sujetando

la cuchara a medio camino de los labios.—Ya no tengo clan. Viajo solo.—¿Los han matado a todos?—Los han matado, o se los han

llevado. Están muertos donde importa…en el alma —respondió el orco, condolor en la voz—. No hablemos más deesto.

Thrall inclinó la cabeza. Se sentíaincómodo cerca del desconocido, ytambién suspicaz. Había algo en él queno le gustaba. Se levantó, asintió yregresó junto a Drek’Thar.

—Deberíamos mantenerlo vigilado—le dijo a su maestro—. Este ermitaño

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errante me inspira desconfianza.Drek’Thar echó la cabeza hacia

atrás y se rió.—Nosotros nos equivocamos al

sospechar de ti cuando viniste, y ahoraeres tú el único que desconfía de esteviajero famélico. Ay, Thrall, aún tequeda mucho por aprender.

Esa noche, durante la cena, Thrallcontinuó observando al forastero sin quepareciera demasiado obvio. Tenía unagran bolsa que no permitía que nadietocara, y nunca se quitaba la abultadacapa. Respondía a las preguntas deforma educada, aunque sucinta, yhablaba muy poco de sí mismo. Lo únicoque sabía Thrall era que se había

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convertido en ermitaño hacía veinteaños, durante los que había permanecidoaislado, acompañado sólo por sueños deantaño, sin que pareciera que hubiesehecho nada por recuperar el pasado.

Llegados a un punto, Uthul preguntó:—¿Has visto alguna vez un campo

de internamiento? Thrall dice que losorcos presos allí han perdido lavoluntad.

—Así es, y no me extraña —contestó el forastero—. Ya no quedamucho por lo que luchar.

—Hay mucho por lo que luchar —intervino Thrall, inflamado—. Lalibertad. Un hogar. El recuerdo denuestros orígenes.

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—Aun así, los lobos de las heladasos escondéis en las montañas.

—¡Igual que te escondes tú en lastierras del sur!

—Yo no aspiro a soliviantar a losorcos para que se deshagan de suscadenas y se alcen contra sus señores —replicó el desconocido, con voztranquila, sin morder el anzuelo.

—No pienso quedarme aquí pormucho tiempo. Cuando llegue laprimavera, me reuniré con el invicto jefeorco Grom Grito Infernal y ayudaré a sunoble clan de la Canción de Guerra aarrasar los campos. Inspiraremos anuestros hermanos para que se alcencontra los humanos, que no son sus

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señores, sino meros matones que losretienen contra su voluntad. —Thrall sehabía puesto de pie, enardecido por elinsulto que se había atrevido a proferiraquel desconocido. Esperaba que Drek’Thar lo amonestara, pero elanciano orco no dijo nada. Se limitaba aacariciar a su compañero lobo y aescuchar. Los demás lobos de lasheladas parecían fascinados por elintercambio de palabras entre ellos dosy no se inmiscuyeron.

—Grom Grito Infernal —gruñó elermitaño, acompañando sus palabras deun gesto desdeñoso—. Un soñadorasolado por los demonios. No, los lobosde las heladas hacéis bien al ocultaros,

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igual que yo. He visto lo que soncapaces de hacer los humanos, y lomejor es mantenerse lejos de ellos ybuscar lugares recónditos donde no seatrevan a pisar.

—¡Yo me he criado entre humanos y,créeme, no son infalibles! ¡Ni tútampoco, cobarde!

—Thrall… —dijo Drek’Thar,decidiéndose a intervenir.

—No, maese Drek’Thar, no piensocallarme. Éste… éste… viene en buscade nuestra ayuda, come frente a nuestrofuego y se atreve a insultar el coraje denuestro clan y de su propia raza. Nopienso tolerarlo. No soy el jefe, nireclamo ese derecho, aunque sea mío

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por derecho de nacimiento, ¡pero síexijo que se me conceda el derecho apelear con este desconocido y hacerletragar sus palabras, rebanadas por miespada!

Esperaba que el cobarde ermitaño seamedrentara y le pidiera perdón. En vezde eso, el desconocido soltó una sonoracarcajada y se incorporó. Era casi tangrande como Thrall. En ese momento,por fin, Thrall pudo echar un vistazobajo la capa. Asombrado, vio que aquelarrogante desconocido se ceñía de lacabeza a los pies con una armaduranegra ribeteada de bronce. En su día, laarmadura debía de haber sidoespectacular pero, aunque todavía

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resultaba impresionante, las placashabían conocido tiempos mejores y elreborde de bronce necesitaba un bruñidocon urgencia.

Al tiempo que profería un alaridoferoz, el ermitaño abrió su bolsa y sacóel martillo de guerra más grande queThrall hubiera visto en su vida. Losostuvo en vilo con aparente facilidad,antes de blandirlo contra Thrall.

—¡A ver si puedes conmigo,cachorro!

Los demás orcos se unieron algriterío y, por segunda vez en otrostantos momentos, Thrall se llevó unaprofunda sorpresa. En lugar de saltar ala defensa de su compañero de clan, los

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lobos de las heladas retrocedieron.Algunos incluso cayeron de rodillas.Sólo Canción de Nieve permaneció a sulado, colocándose entre su compañero yel desconocido, con el lomo erizado ylos dientes blancos al descubierto.

¿Qué estaba ocurriendo? Lanzó unamirada de soslayo a Drek’Thar, queparecía tranquilo e impertérrito.

Sea, si ha de ser. Quienquiera quefuese aquel desconocido, habíainsultado a Thrall y a los lobos de lasheladas, y el joven chamán estabadispuesto a defender su honor y el de lossuyos con la vida.

No tenía ninguna arma consigo, peroUthul acercó una lanza larga y afilada a

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la mano extendida de Thrall, que cerrólos dedos en torno a ella y comenzó apisotear con fuerza.

Thrall podía sentir cómo el espíritude la tierra respondía a su llamada sinhacer preguntas. Con todo el tacto quepudo, puesto que no quería ofender alelemento, declinó cualquier oferta deayuda. Ésa no era batalla para loselementos; no obedecía a ningunanecesidad perentoria, tan sólo a lanecesidad que sentía Thrall de enseñarleuna lección a aquel arrogante forastero.

Aun así, sintió cómo se estremecíala tierra bajo sus pies. El desconocidose sobresaltó al principio, pero luegopareció extrañamente satisfecho. Antes

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de que Thrall pudiera prepararse, eldesconocido vestido de armaduradescargó su ataque.

La lanza de Thrall se alzó paradefenderlo más, aunque se trataba de unabuena arma, no estaba pensada paraparar el golpe de un gigantesco martillode guerra. La poderosa asta se partió endos como si de una ramita se tratara.Thrall miró en rededor, pero no habíamás armas. Se preparó para recibir elsiguiente martillazo de su adversario,decidido a utilizar la estrategia que tanbuenos resultados le diera en el pasado,cuando combatía desarmado contra unoponente armado.

El desconocido volvió a blandir su

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martillo. Thrall lo esquivó y giró enredondo para asir el arma, con laintención de arrebatársela a supropietario. Para su asombro, cuandohubo cerrado los dedos en torno almango, el ermitaño propinó un repentinotirón. Thrall se cayó de bruces, y eldesconocido montó a horcajadas sobresu cuerpo postrado.

Thrall se retorció como un pez yconsiguió rodar de costado al tiempoque atrapaba una de las piernas de suenemigo entre los tobillos. Eldesconocido trastabilló y perdió elequilibrio. Ahora, ambos estaban en elsuelo. Thrall propinó un puñetazo a lamuñeca de la mano que sujetaba el

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martillo. El desconocido gruñó y aflojósu presa en un acto reflejo. Thrallaprovechó la oportunidad, se apoderódel martillo de guerra y se puso en piede un salto, al tiempo que hacía girar elarma sobre su cabeza.

Se contuvo justo a tiempo. Estuvo apunto de aplastar el cráneo de suoponente con la enorme maza de piedra,pero se trataba de un camarada orco, node un humano al que se enfrentara en elcampo de batalla. Era un invitado delcampamento, un guerrero que se sentinaorgulloso de haber servido a su ladocuando Grito Infernal y él hubieranlogrado su objetivo, cuando hubieranarrasado los campos de hacinamiento y

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hubieran liberado a sus congéneresaprisionados.

La vacilación y el peso del armaconsiguieron que trastabillara. Ésa erala oportunidad que necesitaba eldesconocido. Con un gruñido, ejecutó elmismo movimiento que empleara Thrallcontra él. De una patada barrió los piesde Thrall debajo de él. Sin soltar elmartillo de guerra, Thrall se desplomósin poder evitarlo. Antes de darse cuentade lo que ocurría, el otro orco estabaencima de él, sujetándole la gargantacon ambas manos.

Thrall lo vio todo rojo. Por instinto,se debatió. Aquel orco era tancorpulento como él, y además llevaba

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armadura, pero el feroz deseo devictoria de Thrall y su musculatura leconfirieron la ventaja que necesitabapara rodar y atrapar al otro guerrerodebajo de él.

Unas manos lo agarraron y loretiraron. Rugió, la ardiente sed desangre de su interior exigía serapaciguada, y se debatió. Fueronnecesarios ocho lobos de las heladaspara retenerlo durante el tiemposuficiente para que su furia amainara yse tranquilizara su respiración. Cuandoasintió para indicar que todo estaba enorden, lo levantaron y permitieron quese sentara por sí solo.

El desconocido se alzaba ante él.

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Avanzó a largas zancadas y acercó elrostro a un palmo del de Thrall. Thrallle devolvió la mirada de igual a igual,jadeante y exhausto.

El ermitaño se encumbró cuan altoera y profirió una atronadora risotada.

—Hace mucho tiempo que nadie seatrevía siquiera a desafiarme —aulló,risueño, sin que pareciera afectado enabsoluto por el hecho de que Thrallhubiera estado a punto de esparcir susentrañas por el suelo—. Y más aún queno me derrotaba nadie, ni siquiera enuna reyerta amistosa. Sólo tu padre loconsiguió, joven Thrall. Que su espírituvaya en paz. Al parecer, Grito Infernalno mentía. Creo que he encontrado a mi

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segundo al mando.Tendió una mano a Thrall, que se

quedó mirándola, antes de espetar:—¿Segundo al mando? Te he

vencido, forastero, con tu propia arma.¡No sé qué regla convierte al ganador ensegundo!

—¡Thrall! —La voz de Drek’Tharrestalló como un relámpago.

—Aún no lo entiende —rió eldesconocido—. Thrall, hijo de Durotan,he recorrido un largo camino paraencontrarte, para ver si los rumores eranciertos… que había un segundo almando digno de servir a mis órdenes, enel que podría confiar para liberar a losprisioneros de los campos.

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Hizo una pausa, con la mirada aúniluminaba por la risa.

—Mi nombre, hijo de Durotan, esOrgrim Martillo de Condena.

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CAPÍTULOQUINCE

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T hrall abrió la boca,apesadumbrado y atónito.

¿Había insultado a Orgrim Martillo deCondena, el señor de la guerra de laHorda? ¿Al mejor amigo de su padre?¿Al orco que le había servido deinspiración durante tantos años? Laarmadura y el martillo de guerratendrían que haberle revelado suidentidad de inmediato. ¡Qué idiotahabía sido!

Se arrodilló y se postró.—Nobilísimo Martillo de Condena,

os ruego que me perdonéis. No sabía…—Lanzó una mirada a Drek’Thar—. Mimaestro no me advirtió…

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—Eso lo habría estropeado todo —respondió Martillo de Condena,riéndose aún—. Quería provocar unapelea y comprobar si era cierto queposeías la pasión y el orgullo que tantohabía ensalzado Grom Grito Infernal. Heconseguido más de lo que meesperaba… ¡He conseguido que mederroten! —Volvió a estallar encarcajadas, con fuerza, como si esofuera lo más divertido que le habíaocurrido en años. Thrall comenzó atranquilizarse. El alborozo de Martillode Condena remitió y el señor de laguerra apoyó una mano afectuosa en elhombro del joven orco—. Ven y siéntateconmigo, Thrall, hijo de Durotan.

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Terminaremos de cenar y me contarás tuhistoria. A cambio, yo te contaré cosasde tu padre que jamás has oído.

Thrall se sintió inundado de júbilo.En un arrebato, asió la mano quedescansaba sobre su hombro. Serio derepente, Martillo de Condena lo miró alos ojos y asintió.

Ahora que todo el mundo sabíaquién era en realidad el misteriosodesconocido (Drek’Thar confesó que éllo había sabido desde el principio, y quelo cierto era que había enviado a OídoAtento a buscar a Martillo de Condenapara propiciar esa confrontación), loslobos de las heladas pudieron agasajar asu invitado de honor con el debido

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respeto. Sacaron varias liebres quehabían planeado desecar para suconsumo posterior, aderezadas conpreciados aceites e hierbas, ycomenzaron a asarlas sobre las llamas.Alimentaron el fuego con más hierbas, ysus penetrantes y dulzonas fragancias seelevaron junto con el humo. El resultadoera embriagador. Aparecieron tamboresy flautas, y el sonido de la música y lascanciones no tardó en enlazarse con elhumo, enviando un mensaje de tributo yregocijo al mundo de los espíritus.

Al principio, Thrall se sintiócohibido, pero Martillo de Condenaconsiguió que le contara su historiaescuchando con atención y formulando

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preguntas incisivas. Cuando Thrall huboterminado, el señor de la guerra guardósilencio por un instante.

—Este Blackmoore —dijo, al cabo—, se parece a Gul’dan. No piensa en lomejor para su pueblo, sino tan sólo en supropio provecho y placer.

Thrall asintió.—Yo no fui el único en sufrir su

crueldad y su veleidad. Estoy seguro deque odia a los orcos, pero tampoco tieneen gran estima a su propia gente.

—Y esta Taretha, y el sargento… nosabía que los humanos fueran capaces detales actos de bondad y honor.

—No habría aprendido lo quesignifican el honor y la clemencia de no

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haber sido por el sargento —dijo Thrall.Con talante más distendido, añadió—:Tampoco habría aprendido la maniobraque empleé contra ti. Me ha servidopara ganar muchas batallas.

Martillo de Condena rió con él,antes de ponerse serio.

—Por experiencia, sé que losmachos nos odian, y que las hembras ylas crías nos temen. Sin embargo, esamuchacha trabó amistad contigo, porvoluntad propia.

—Posee un gran corazón. El mayorcumplido que puedo dedicarle es que mesentina orgulloso de admitirla en miclan. Posee el espíritu de un orco,templado por la compasión.

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Martillo de Condena volvió aguardar silencio por un momento. Alcabo, declaró:

—Hace muchos años que elegí lasoledad, desde aquella ignominiosabatalla final. Sé lo que dicen de mí, quesoy un ermitaño, un cobarde, que tengomiedo de dar la cara. ¿Sabes por qué herehuido la compañía de otros hasta estanoche, Thrall?

Thrall negó con la cabeza, ensilencio.

—Porque necesitaba estar solo yanalizar lo ocurrido. Para pensar. Pararecordarme quién era yo y quiéneséramos nosotros como pueblo. De vezen cuando, hacía lo mismo que he hecho

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esta noche y me acercaba a algunafogata, aceptaba la hospitalidad deextraños, escuchaba sus experiencias yaprendía. —Hizo una pausa—. Conozcoel interior de las cárceles humanas, igualque tú. El rey Terenas de Lordaeron mecapturó y me retuvo como a una rarezadurante algún tiempo. Escapé de supalacio, igual que tú escapaste deDurnholde. Incluso llegué a estar en uncampo. Sé lo que se siente al estar asíde desesperanzado, así de abatido. Apunto estuve de convertirme en uno deellos.

Había estado observando el fuegomientras hablaba. Se volvió para mirar aThrall. Aunque sus ojos grises se veían

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claros y libres de la llama diabólica queardía en los de Grito Infernal, lailuminación les confería un fulgor rojoque rivalizaba con el que alumbraba losde Grom.

—Pero no lo hice. Escapé, igual quetú. Me resultó sencillo, igual que a ti.Sin embargo, continúa siendo difícilpara los que se hacinan en el lodo deesos campamentos. Desde el exterior nose puede hacer más. Si a un cerdo legusta su establo, el que la puerta estéabierta no significa nada. Ocurre lomismo con los prisioneros de loscampos. Tendrán que estar dispuestos asalir por la puerta cuando se la abramos.

Thrall comenzaba a comprender lo

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que intentaba decirle Martillo deCondena.

—Derribar los muros no garantizarála libertad de nuestro pueblo.

Martillo de Condena asintió.—Tenemos que recordarles la senda

del chamán. Deben sacudir de suscontaminados espíritus el veneno de laspalabras susurradas por los demonios, yabrazar sus verdaderas naturalezas comoguerreros y como seres espirituales. Tehas ganado la admiración del clan de laCanción de Guerra, Thrall, y de su ferozlíder. Ahora tienes a los lobos de lasheladas, el clan más orgulloso eindependiente que conozco, dispuestos aseguirte a la batalla. Si hay algún orco

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vivo capaz de recordarle a nuestraestirpe devastada quiénes somos, éseeres tú.

Thrall pensó en el campo, en suinquietante y mortífera desidia. Tambiénpensó que había escapado de loshombres de Blackmoore por un pelo.

—Aunque aborrezco ese sitio, estoydispuesto a regresar, si así consigodespertar a mi pueblo. Pero has de saberque mi captura es el anhelo deBlackmoore. En dos ocasiones heconseguido burlarlo. Esperabaencabezar un asalto contra él, pero…

—Pero fracasarías, sin tropas.Entiendo de estas cosas, Thrall. Aunqueme haya convertido en un solitario

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errante, no he perdido de vista lo queocurría en el país. No te preocupes.Dejaremos pistas falsas para que lassigan Blackmoore y sus hombres.

—Los comandantes de los camposme reconocerán.

—Buscarán a un Thrall fuerte,poderoso, orgulloso e inteligente.Pasarán por alto a cualquier orcoabatido, embarrado y apático. ¿Podrásocultar ese orgullo tozudo, amigo?¿Podrás enterrarlo y fingir que te faltaespíritu, que careces de voluntad?

—Me costará —admitió Thrall—,pero lo haré si así ayudo a mi pueblo.

—Así habla el auténtico hijo deDurotan —celebró Martillo de Condena,

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con voz emocionada.Thrall vaciló, pero siguió hablando.

Tenía que descubrir tanto como le fueraposible.

—Drek’Thar me ha contado queDurotan y Draka partieron en tubúsqueda, con la intención deconvencerte de que Gul’dan eramalvado y estaba utilizando a los orcosen su propio provecho. El pañal en queme encontraron envuelto le dijo a Drek’Thar que mis padres sufrieron unamuerte violenta, y sé que Blackmooreme encontró junto a los cuerpos sin vidade dos orcos y un lobo blanco. Porfavor… ¿puedes decirme… si teencontró mi padre?

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—En efecto —respondió Martillo deCondena, apesadumbrado—. Meavergüenza y me atormenta no haberlosmantenido a mi lado. Pensé que sería lomejor para mis guerreros y para elpropio Durotan. Llegaron contigo, jovenThrall, y me contaron la traición de Gul’dan. Los creí. Conocía un lugardonde estarían a salvo, o eso pensaba.Después supe que varios de misguerreros eran espías de Gul’dan.Aunque no tengo la certeza, creo que elguardia a quien encargué conducir aDurotan a un lugar seguro fue el quellamó a sus asesinos. —Exhaló un hondosuspiro y, por un momento, a Thrall lepareció que el peso del mundo

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descansaba sobre aquellas anchas ypoderosas espaldas—. Durotan era miamigo. Habría dado mi vida gustoso acambio de la suya y la de su familia. Sinembargo, sin saberlo, fui el responsablede sus muertes. Sólo puedo rezar paraexpiar mi culpa haciendo todo cuantoesté en mi mano por el hijo que dejaronatrás. Procedes de un linaje noble yorgulloso, Thrall, pese al nombre quehas decidido mantener. Seamos dignosjuntos de dicho linaje.

Algunas semanas más tarde, en plenoflorecimiento de la primavera, Thrall seadentró en una aldea, rugió a loscampesinos y permitió que locapturaran. Cuando la red se hubo

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cerrado sobre él, se rindió, sollozando,para que sus apresadores creyeran quehabían devastado su espíritu.

Aun cuando lo soltaron en el campo,procuró no delatarse. Cuando losguardias hubieron dejado de prestarleatención por la novedad de su presencia,Thrall comenzó a hablar en voz baja conquienes quisieran escuchar. Habíaseleccionado a los pocos que aúnparecía que conservaban su espíritu. Porla noche, cuando los guardias humanosdormitaban en sus garitas, Thrall narrósus orígenes a aquellos orcos. Habló delos poderes de los chamanes, de suspropias habilidades. En más de unaocasión, algún escéptico exigió pruebas.

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Thrall no hizo que temblara la tierra, niinvocó al trueno y al relámpago, sinoque cogió un puñado de barro y buscó enél trazas de vida. Ante los atónitos ojosde los cautivos, consiguió que brotarahierba de la tierra, e incluso flores.

—Hasta lo que parece muerto y feoalberga poder y belleza —dijo Thrall alos asombrados testigos. Se volvieronhacia él, y le dio un vuelco el corazón alatisbar una chispa de esperanza en sussemblantes.

Mientras Thrall se sometía alencarcelamiento voluntario a fin deinspirar a los abatidos orcos prisionerosen los campos, el clan del Lobo de lasHeladas y el de la Canción de Guerra

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habían aunado fuerzas bajo el liderazgode Martillo de Condena. Vigilaban elcampo en que estaba Thrall, esperandosu señal.

Thrall tardó más de lo que esperabaen despertar a los orcos oprimidos paraque pensaran siquiera en rebelarse pero,transcurrido algún tiempo, decidió quehabía llegado el momento. A primerahora de la mañana, cuando se podíanescuchar los ronquidos de los guardiasen el silencio empapado de rocío, Thrallse arrodilló en tierra firme. Levantó lasmanos e invocó a los espíritus del aguay del fuego para que le ayudaran aliberar a su pueblo.

Acudieron.

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Comenzó a caer una ligera llovizna.De improviso, el cielo quedó hendidopor el aserrado tridente de unrelámpago. Tras una pausa, se repitió elespectáculo. Cada rayo antecedía a untrueno enojado que estremecía la tierra.Ésa era la señal convenida. Los orcosaguardaban, temerosos peroemocionados, aferrados a susimprovisadas armas: piedras, palos yotros objetos que podrían encontrarsepor el campamento. Esperaban a queThrall les dijera lo que debían hacer.

Un alarido sobrecogedor rasgó lanoche, más ensordecedor que el trueno,y el corazón de Thrall cobró alas.Reconocería ese aullido en cualquier

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parte: era el de Grom Grito Infernal. Elsonido sobresaltó a los orcos, peroThrall alzó la voz por encima delestrépito.

—¡Son nuestros aliados al otro ladode la muralla! ¡Han venido a liberarnos!

Los truenos habían despertado a losguardias. Se dirigían a sus puestosmientras el aullido de Grito Infernal seatenuaba, pero ya era demasiado tarde.Thrall volvió a llamar al relámpago, yéste acudió.

Un rayo aserrado cayó sobre lamuralla principal, donde estabanapostados casi todos los guardias. Eltrueno y los alaridos de los soldados semezclaron con la explosión. Thrall

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parpadeó en la repentina oscuridad,pero aquí y allá ardían lenguas de fuegoy pudo ver que la muralla se habíadesmoronado.

Por la brecha se vertía un torrente deágiles cuerpos verdes. Cargaron contralos guardias y los redujeron sin ningúnproblema. Los orcos se quedaronboquiabiertos ante aquel espectáculo.

—¿Sentís cómo se agita? —aullóThrall—. ¿Sentías cómo vuestrosespíritus ansian volar, matar, ser libres?¡Venid, hermanos y hermanas! —Sinesperar a ver si lo seguían, Thrall corrióhacia la abertura.

Oía las voces cautelosas tras él,aumentado de volumen a cada paso que

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daban hacia la liberación. De repente,Thrall soltó un gruñido de dolor cuandoalgo le traspasó el brazo. Una flecha conplumas negras lo había atravesado casipor completo. Ignoró el dolor; tendríatiempo de sobra para atender a susheridas cuando fuesen todos libres.

La batalla rugía a su alrededor, elsonido del acero contra espada y dehacha contra carne. Algunos de losguardias, los más inteligentes, se habíandado cuenta de lo que ocurría y seapresuraban a bloquear la salida con suspropios cuerpos. Thrall dedicó unmomento a lamentar la futilidad de susmuertes, antes de arremeter.

Arrebató un arma de manos de un

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camarada caído y repelió al inexpertosoldado con facilidad.

—¡Adelante, adelante! —gritaba,agitando la mano izquierda. Losprisioneros orcos se quedaroncongelados formando una piña, hastaque uno de ellos profirió un alarido ycorrió hacia delante. Los demás loimitaron. Thrall levantó el arma, la bajó,y el guardia se desplomó en el barroensangrentado, entre estertores.

Boqueando a causa del esfuerzo,Thrall miró en rededor. Lo único queveía era a los clanes de la Canción deGuerra y el Lobo de las Heladas,enzarzados en combate. No quedabanmás prisioneros.

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—¡Retirada! —gritó, y saliócorriendo hacia la montaña deescombros candentes que habíanconstituido la muralla de la prisión,hacia la tersa oscuridad de la noche. Suscompañeros de clan lo siguieron. Huboun par de guardias que partieron en supersecución, pero los orcos eran másrápidos y no tardaron en perderlos devista.

El lugar de reunión acordado era unantiguo grupo de piedras erguidas. Lanoche era oscura, pero los ojos de losorcos no precisaban de la luz de la lunapara ver. Para cuando Thrall hubollegado al sitio, docenas de orcos searracimaban junto a las ocho rocas

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imponentes.—¡Lo conseguimos! —exclamó una

voz a la diestra de Thrall. Se volviópara ver a Martillo de Condena, con laarmadura negra reluciente de lo que sólopodía ser sangre humana derramada—.¡Lo conseguimos! Sois libres, hermanos.¡Sois libres!

El coro que atronó en la noche sinluna llenó de júbilo el corazón deThrall.

—Si eres portador de las noticiasque me temo, estoy dispuesto a separartela cabeza de los hombros —gruñóBlackmoore al desventurado mensajeroque portaba el tafetán propio de losjinetes de uno de los campos de

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internamiento.El mensajero parecía algo

indispuesto.—En ese caso, tal vez sea mejor que

no diga nada.A la derecha de Blackmoore había

una botella que no dejaba de llamarlo.Ignoró su seductora canción, aunquetenía las palmas de las manosempapadas de sudor.

—Déjame adivinar. Se ha producidootro levantamiento en uno de loscampos. Todos los orcos han escapado.Nadie sabe dónde están.

—Lord Blackmoore —balbució eljoven mensajero—, ¿piensa cortarme lacabeza si confirmo sus palabras?

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La cólera se apoderó deBlackmoore, con tal brusquedad quecasi le produjo un dolor físico. En lohondo de esa apasionada emoción yacíala profunda sensación de la más negradesesperación. ¿Qué estaba ocurriendo?¿Cómo podían esos alfeñiques, esasovejas con piel de orco, organizarsehasta el punto de superar a suscarceleros? ¿Quiénes eran esos orcosque habían surgido de la nada, armadoshasta los dientes y tan llenos de odio yfuria como lo habían estado hacía dosdécadas? Corría el rumor de queMartillo de Condena, maldita fuera sualma podrida, había abandonado suescondrijo y comandaba esas

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incursiones. Aquel hijo de puta, Martillode Condena era famoso por su armaduranegra y uno de los guardias juraba habervisto esa armadura.

—Puedes conservar la cabeza —repuso Blackmoore, que sólo tenía ojospara la botella que descansaba alalcance de su mano—, pero sólo paracomunicar mi respuesta a tus superiores.

—Señor —dijo el mensajero, congesto desdichado—, hay más.

Blackmoore lo miró de soslayo, conlos ojos inyectados en sangre.

—¿Qué más podría haber?—En esta ocasión se ha identificado

al instigador. Era…—Martillo de Condena, sí, ya he

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oído los rumores.—No, mi señor. —El mensajero

tragó saliva. Blackmoore se fijó encómo asomaba el sudor por los porosdel joven—. El líder de estas rebelioneses… es Thrall, mi señor.

Blackmoore sintió que la sangreabandonaba su rostro.

—Eres un maldito mentiroso,villano. Por lo menos, más te valedecirme que lo eres.

—No, mi señor, aunque desearía queno fuera verdad. Mi señor dice queluchó con él en combate cuerpo acuerpo, y se acordaba de Thrall porhaberlo visto en la arena de losgladiadores.

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—¡Haré que le arranquen la lengua atu señor por decir tales embustes! —aulló Blackmoore.

—Por desgracia, señor, tendréis quedesenterrarlo si queréis su lengua.Murió una hora después de queterminara la batalla.

Blackmoore, abrumado por la nuevainformación, se hundió en su silla eintentó ordenar sus ideas. Un traguito lesería de ayuda, pero sabía que habíaempezado a beber demasiado delante detestigos. Empezaba a oír los rumores:borracho estúpido… a ver quién mandaaquí ahora…

No. Se humedeció los labios. SoyAedelas Blackmoore, señor de

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Durnholde, dueño de los campos… Yoentrené a ese monstruo de piel verde ysangre negra, debería ser capaz deadelantarme a sus jugadas… por la Luz,nada más que un trago para afianzar elpulso de estas manos temblorosas…

Una extraña sensación de orgullo seapoderó de él. Había tenido razón desdeel primer momento acerca del potencialde Thrall. Sabía que era algo especial,algo más que un orco ordinario. ¡OjaláThrall no hubiera echado a perder lasesperanzas que Blackmoore habíadepositado en él! Ahora podrían estarliderando la carga contra la Alianza, conBlackmoore cabalgando a la cabeza deuna tropa de orcos leales, obedientes,

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esperando sus órdenes. Estúpido,estúpido Thrall. Por una fracción desegundo, los pensamientos deBlackmoore retrocedieron hasta laúltima paliza que le había propinado alorco. Quizá aquello hubiera sidoexcesivo.

Pero no podía permitirsesentimientos de culpabilidad, no a lahora de juzgar el trato dispensado a unesclavo desobediente. Thrall lo habíaarruinado todo al aliarse con aquellosmatones gruñones, hediondos e indignos.Que se pudriera donde cayera muerto.

Volvió a concentrarse en eltembloroso mensajero; se obligó aesbozar una sonrisa. El hombre se relajó

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e intentó devolver el gesto,cautelosamente. Con mano trémula,Blackmoore cogió una pluma, la mojó entinta y comenzó a redactar un mensaje.Tras espolvorear el secante para queabsorbiera el exceso de tinta, esperó unmomento para que se secara. Luego ladobló con cuidado en tres partes,derramó el lacre y estampó su sello.

Le entregó la misiva al mensajero, ydijo:

—Llévale esto a tu nuevo señor. Yten cuidado, no vaya a ser que un buendía pierdas la cabeza, zagal.

El mensajero, que todavía no podíacreerse su buena suerte, hizo una hondareverencia y se alejó a toda prisa, no

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fuera que Blackmoore cambiara deopinión. Ya a solas, Blackmoore cogióla botella, la descorchó y trasegó conavidez. Cuando apartó el gollete de suslabios, derramó parte del contenidosobre su jubón. Pasó la mano por lasmanchas, con gesto ausente. Para esoestaban los criados.

—¡Tammis! —aulló. Al instante, seabrió la puerta y su sirviente asomó lacabeza.

—¿Sí, señor?—Ve a buscar a Langston. —Esbozó

una sonrisa—. Tengo una tarea queencomendarle.

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CAPÍTULODIECISÉIS

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T hrall había conseguidoinfiltrarse en tres

campamentos. Después del primermotín, claro está, se había reforzado laseguridad, aunque seguía siendopatéticamente laxa, y los hombres que«capturaban» a Thrall nunca seesperaban que fuera a convertirse en unagitador.

Sin embargo, durante la tercerabatalla, lo habían reconocido. El factorsorpresa se había evaporado y, trasdiscutirlo con Grito Infernal y Martillode Condena, se decidió que resultaríademasiado arriesgado para Thrall quecontinuara haciéndose pasar por un

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prisionero cualquiera.—Es tu espíritu, amigo, lo que nos

ha despertado. No puedes seguirponiéndote en peligro —había dichoGrito Infernal. Sus ojos restallaban conlo que Thrall ahora sabía que eran lasllamas de los infiernos.

—No puedo quedarme sentado en laretaguardia y permitir que todos losdemás corráis peligro mientras yo lorehuyo —repuso Thrall.

—No es eso lo que sugerimos —dijo Martillo de Condena—, pero latáctica que hemos estado utilizandohasta ahora se ha vuelto demasiadoarriesgada.

—Los humanos hablan —dijo

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Thrall, acordándose de todos losrumores e historias que había escuchadodurante su aprendizaje. Los gladiadoreshumanos habían pensado que erademasiado estúpido como paraentenderlos y no se habían mordido lalengua en su presencia. La herida seguíaabierta en su orgullo, pero agradecía lainformación reunida de ese modo—. Losorcos de las cárceles ya se habránenterado de que los demás campos hansido liberados. Aun cuando no prestenatención a los rumores, sabrán que algose avecinda. Aunque no esté allí enpersona para hablarles de la senda delchamán, podemos esperar que, de algunamanera, nuestro mensaje se abra camino.

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Cuando el camino esté despejado,recemos para que sepan encontrar suspropios caminos hacia la libertad.

Así había sido. El cuarto campo deinternamiento había rebosado guardiasarmados, pero los elementos continuaronacudiendo en ayuda de Thrall cuandoéste recurría a ellos. Este hecho terminóde convencerle de que su causa era justay digna puesto que, de lo contrario, losespíritus sin duda declinarían dar suauxilio. Había resultado más difícildemoler los muros y derrotar a lossoldados, y muchos de los mejoresguerreros de Martillo de Condenahabían perdido la vida, pero los orcosapresados entre aquellas frías paredes

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de piedra habían respondido conentusiasmo y habían atravesado labrecha practicada en la muralla casiantes de que Martillo de Condena y susguerreros estuvieran listos para ellos.

La nueva Horda crecía día a día.Abundaba la caza en esa época del año,por lo que los seguidores de Martillo deCondena no padecían hambre. CuandoThrall se hubo enterado de un pequeñogrupo había actuado por iniciativapropia y había arrasado una pequeñaciudad fronteriza, se enfureció. Sobretodo cuando supo que habían perecidomuchos humanos desarmados.

Averiguó quién había sido el líderde la incursión y, esa misma noche,

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irrumpió en el campamento del grupo,agarró al sobresaltado orco y lo tiró alsuelo sin miramientos.

—¡No somos carniceros dehumanos! —gritó Thrall—. ¡Luchamospara liberar a nuestros hermanosprisioneros y nuestros oponentes sonsoldados armados, no matronas einfantes!

El orco quiso alegar algo, y Thrall lepropinó un salvaje revés. La cabeza delorco se tornó de golpe y comenzó amanar sangre de su boca.

—¡El bosque está lleno de ciervos yde liebres! ¡Cada campo que liberamosnos proporciona comida! No hay motivopara aterrorizar a gente que no

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constituye ninguna amenaza paranosotros sólo por divertimento.Peleareis cuando yo os lo diga, contraquien yo os diga, y si cualquier orcovuelve a agredir a un humanodesarmado, no se lo perdonaré. ¿Haquedado claro?

El orco asintió. Todos los presentesalrededor de la fogata miraron a Thrallcon ojos muy abiertos y asintieron a suvez.

Thrall se apaciguó.—Este comportamiento es propio de

la antigua Horda, dirigida por brujosque no querían a nuestro pueblo. Eso eslo que nos condujo a los campos deinternamiento, a la apatía propiciada por

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la ausencia de energía demoníaca de laque nos alimentábamos con tanta avidez.No quiero que estemos en deuda nadamás que con nosotros mismos. Aquellacostumbre estuvo a punto de destruirnos.Seremos libres, no lo dudéis, peroseremos libres para ser lo que somos enrealidad, y lo que somos en realidad esmás, mucho más que una mera raza deseres que existen para exterminar a loshumanos. Las antiguas costumbres se hanterminado. Ahora combatimos comoguerreros orgullosos, no como asesinosindiscriminados. El asesinato de niñosno reporta orgullo alguno.

Dio media vuelta y se marchó,dejando tras de sí una estela de silencio.

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Oyó una risa soterrada en la oscuridad y,cuando se hubo girado, vio a Martillo deCondena.

—Has elegido una senda abrupta —dijo el gran señor de la guerra—. Llevanla muerte en la sangre.

—No lo creo. Lo que creo es quefuimos corrompidos y pasamos de sernobles guerreros a convertirnos enmatarifes, en marionetas de cuyos hilostiraban demonios y los traidores denuestro propio pueblo.

—Es… es un baile peligroso —seescuchó la voz de Grito Infernal, tandébil y atenuada que a Thrall le costóreconocerla—, cuando te acostumbras alos pasos. El poder que confieren… es

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como la más dulce de las mieles, la másjugosa de las carnes. Tienes suerte de nohaber probado su sabor, Thrall. Sucarencia es casi… insoportable. —Seestremeció.

Thrall apoyó la mano en el hombrode Grito Infernal.

—Así y todo, tú lo has soportado,como un valiente. Mi coraje palideceante el tuyo.

Los ojos rojos de Grito Infernalrefulgieron en la oscuridad y, a juzgarpor su infernal luz escarlata, Thrall pudover que sonreía.

Fue en la oscuridad de primerashoras de la mañana cuando la nuevaHorda, liderada por Martillo de

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Condena, Grito Infernal y Thrall, rodeóel quinto campamento.

Regresaron los exploradores.—Los guardias están alertas —

informaron a Martillo de Condena—.Han apostado el doble de la guarniciónhabitual en las murallas. Han encendidomuchas hogueras para que sus débilesojos dispongan de la suficiente luz.

—Y las lunas están llenas —dijoMartillo de Condena, mirando desoslayo a los dos orbes, uno plateado yel otro verde azulado—. La DamaBlanca y la Niña Azul no se han aliadocon nosotros esta noche.

—No podemos esperar otras dossemanas —dijo Grito Infernal—. La

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Horda clama por otra batalla, y debemosatacar ahora que aún son lo bastantefuertes como para sobreponerse a laapatía demoníaca.

Martillo de Condena asintió, aunquetodavía parecía preocupado. Se dirigióa los exploradores:

—¿Hay indicios de que esténesperando un asalto?

Thrall sabía que, algún día, se lesacabaría la suerte. Habían tenidocuidado de no seleccionar los camposen ningún orden particular, a fin de quelos humanos no pudieran predecir cuálsería su próximo movimiento y noestuvieran esperándolos. Pero Thrallconocía a Blackmoore, igual que sabía

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que, de uno u otro modo, laconfrontación sería inevitable.

Si bien anhelaba enfrentarse aBlackmoore en justa lid, sabía lo quesupondría eso para las tropas. Por subien, esperaba que ésa no fuera lanoche.

Los exploradores negaron con lacabeza.

—En ese caso, bajemos —dijoMartillo de Condena. En silencio, lamarea verde se derramó colina abajo,hacia el campamento.

Ya casi lo habían alcanzado cuandose abrieron las puertas y salieron a lacarga docenas de humanos armados acaballo. Thrall vio el halcón negro

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sobre el estandarte rojo y dorado, y supoque el día que tanto había temido yanticipado había llegado al fin.

El alarido de batalla de GritoInfernal hendió el aire, sofocando casi elgriterío de los humanos y el tronar delos cascos de sus caballos. La Horda, enlugar de desmoralizarse ante la fuerzadel enemigo, pareció crecerse, dispuestaa aceptar el reto.

Thrall lanzó la cabeza hacia atrás yaulló su propio grito de batalla. Nodisponía de espacio suficiente parainvocar los devastadores poderes delrelámpago y el terremoto, pero habíaotros a los que podía recurrir. Pese alabrumador deseo de sumergirse en la

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refriega y combatir mano a mano, secontuvo. Ya habría tiempo de sobra paraeso cuando hubiera hecho cuantoestuviese en su mano por inclinar labalanza a favor de los orcos.

Cerró los ojos, afianzó los pies en lahierba y apeló al espíritu de lanaturaleza. En su mente vio unimponente caballo blanco, el espíritu detodos los caballos, y levó su súplica.

Los humanos están valiéndose de tushijos para matarnos. También elloscorren peligro. Si los caballos derribana sus jinetes, serán libres de ponerse asalvo. ¿Les pedirás que lo hagan?

El gran caballo meditó.Esos hijos están entrenados para

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pelear. No tienen miedo de lanzas niespadas.

Pero no hay necesidad de quemueran hoy. Sólo intentamos liberar anuestra gente. Es una causa justa que nomerece sus muertes.

De nuevo, el gran caballo espírituconsideró las palabras de Thrall. Alcabo, asintió con su enorme cabezablanca.

De improviso, el campo de batallaquedó inmerso en una gran confusióncuando todos los caballos dieron mediavuelta y se alejaron al galope, llevandoconsigo a un humano tan sobresaltadocomo furioso, o comenzaron aencabritarse y a cocear. Los soldados

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humanos pugnaron por mantenerse en sussillas, pero era imposible.

Había llegado el momento deinvocar al espíritu de la tierra. Thrallforjó en su mente la visión de las raícesdel bosque que rodeaba el campo,extendiéndose, creciendo, brotando delsuelo. Árboles que nos habéiscobijado… ¿me ayudaréis ahora?

Sí, fue la respuesta que escuchódentro de su cabeza. Thrall abrió losojos y se esforzó por ver. A despecho desu extraordinaria visión nocturna,resultaba difícil discernir lo que estabaocurriendo, aunque consiguió hacerseuna idea.

Las raíces brotaron de la tierra

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endurecida ante la muralla del campo.Salieron del suelo para apresar a loshombres que habían desmontado,envolviéndolos con tanta firmeza comolas redes empleadas para capturar a losorcos. Thrall observó satisfecho que losorcos no ejecutaban a los guardiasindefensos, sino que corrían en busca deotros objetivos, penetraban laempalizada y buscaban a sus congéneresprisioneros.

Cargó otra oleada de enemigos, estavez a pie. Los árboles no asomaron susraíces por segunda vez; habíanproporcionado toda la ayuda que les eraposible. Pese a sentirse frustrado, Thrallles dio las gracias y se devanó los sesos

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para calcular su siguiente movimiento.Decidió que había hecho todo lo que

podía en calidad de chamán. Era hora deque se comportara como un guerrero.Asió su gigantesco sable, regalo deGrito Infernal, y se lanzó a la carreracolina abajo para ayudar a sushermanos.

Lord Karramyn Langston no habíaestado tan asustado en toda su vida.

Demasiado joven para haberparticipado en las batallas del últimoconflicto que había enfrentado a lahumanidad con los orcos, se habíaembebido de cada una de las palabraspronunciadas por su ídolo, lordBlackmoore. Blackmoore había

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conseguido que sonara tan sencillo comouna batida de caza en los apaciblesbosques que rodeaban Durnholde, sóloque mucho más divertido. Blackmooreno había mencionado los chillidos y losgruñidos que asaltaban sus oídos, elhedor a sangre, heces y orina ni el de lospropios orcos, el bombardeo de lasmiles de imágenes que herían la vista.No, batallar con los orcos le había sidodescrito como una jarana embriagadoraque le dejaba a uno listo para un baño,una copa de vino y la compañía demujeres embelesadas.

Habían disfrutado del factorsorpresa. Habían estado esperando a losmonstruos verdes. ¿Qué había ocurrido?

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¿Por qué habían huido o derribado a susjinetes los caballos, todos ellos brutosbien entrenados? ¿Qué maléficahechicería había conseguido que de latierra crecieran pálidos brazos paraprender a aquellos desventurados que sehabían caído al suelo? ¿De dóndeprocedían aquellos horrendos lobosblancos, y cómo sabían a quién atacar?

Langston no obtuvo respuesta aninguna de sus preguntas. Estaba almando de la unidad, pero cualquiersemblanza de control que hubierapodido ostentar se había evaporado enel momento en que surgieron de la tierraaquellos aterradores tentáculos. Loúnico que había ahora era puro pánico,

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el sonido de la espada contra el escudoo la carne, y los gritos de losmoribundos.

Ni siquiera sabía contra quién estabapeleando. Estaba demasiado oscuro paraver nada y blandía su espada a ciegas,sollozando y gimoteando a cadaestocada alocada. A veces, la espada deLangston se hundía en la carne, pero lamayor parte del tiempo no traspasabamás que aire. Lo impulsaba la energíaque extraía del terror, y una parterecóndita de él se maravillaba ante suhabilidad de seguir atacando.

Un estrepitoso porrazo en su escudole estremeció el brazo hasta los dientes.Sin saber cómo, lo mantuvo en alto bajo

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el asalto de una criatura del tamaño y lafuerza de un gigante. Por un fugazsegundo, los ojos de Langston seencontraron con los de su atacante y sele desencajó la mandíbula por lasorpresa.

—¡Thrall!El orco abrió los ojos de par en par

al reconocerlo, antes de entrecerrarloscon furia. Langston vio que un colosalpuño esmeralda se alzaba, y luego ya nosupo más.

A Thrall no le importaban las vidasde los hombres de Langston. Seinterponían entre él y la liberación delos orcos prisioneros. Peleaban enhonorable combate y, si habían de morir,

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tal sería su destino. Pero a Langston loquería vivo.

Se acordaba de la sombra deBlackmoore. Langston nunca hablabademasiado, se limitaba a mirar aBlackmoore con expresión arrobada y aThrall con asco y desdén. Pero Thrallsabía que no había nadie más cercano asu enemigo que ese hombrecillo patéticoy carente de voluntad y, aunque no se lomerecía, iba a asegurarse de queLangston sobrevivía a esa batalla.

Se echó al desvanecido capitánsobre el hombro y se abrió paso denuevo hacia el frente de la contienda.Cuando hubo regresado al amparo delbosque, tiró a Langston a los pies de un

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antiguo roble, como si no fuera más queun saco de patatas. Ató las manos delhombre con su propio tafetán. Vigílalohasta que regrese, le pidió al árbol. Amodo de respuesta, las colosales raícesse alzaron y envolvieron sin demasiadosmiramientos la figura postrada deLangston.

Thrall corrió de regreso al fragor dela batalla. Por lo general, lasliberaciones se llevaban a cabo a unavelocidad asombrosa, pero no en esaocasión. La contienda continuaba cuandoThrall se hubo reunido con suscamaradas, y tenía visos de no terminarnunca, pero los orcos prisioneros hacíancuanto les era posible por alcanzar la

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libertad. Llegado un momento, Thrall seabrió paso hasta dejar atrás a loshumanos y comenzó a registrar elcampamento. Encontró a variosacurrucados en los rincones. Alprincipio se encogían ante él y, con lasangre hirviendo aún por la batalla, aThrall le costó dirigirse a ellos debuenas maneras. A pesar de todo,consiguió convencerlos a todos para quefueran con él y lo acompañaran en unadesesperada carrera hacia la libertad através de una pina de guerrerosenzarzados.

Por fin, cuando se hubo cercioradode que todos los prisioneros habíanhuido, volvió a sumergirse en la

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refriega. Miró en rededor. Allí estabaGrito Infernal, peleando con tanta pasióny poder como un demonio. Pero ¿dóndeestaba Martillo de Condena? Por logeneral, el carismático señor de laguerra ya habría ordenado la retirada aesas alturas, a fin de que los orcospudieran reagruparse, cuidar de susheridos y planear el siguiente asalto.

Era una batalla encarnizada, y eranya demasiados sus hermanos y hermanasde armas que yacían muertos omoribundos. Thrall, como segundo almando, se arrogó la potestad de gritar:

—¡Retirada! ¡Retirada!Perdidos en el mar de sangre,

muchos no lo oyeron. Thrall corrió de

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guerrero en guerrero, protegiéndose delos ataques, gritando la palabra que alos orcos no les gustaba oír pero que eranecesaria, incluso vital, para lacontinuación de su existencia.

—¡Retirada! ¡Retirada!Sus gritos penetraron por fin el velo

de la sed de sangre y, tras unos cuantosgolpes finales, los orcos dieron mediavuelta y avanzaron en dirección a losconfines del campamento. Muchos delos caballeros humanos, puesto queresultaba evidente que eran caballeros,partieron en su persecución. Thrallesperaba fuera, gritando:

—¡Deprisa! ¡Deprisa!Los orcos eran más grandes, más

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fuertes y más rápidos que los humanos y,cuando el último de ellos huboemprendido la carrera loma arriba enbusca de la libertad, Thrall se volvió,plantó los pies en el hediondo barroresultante de la mezcla de tierra y sangree invocó por fin al espíritu de la tierra.

El suelo respondió, estremeciéndosebajo el campamento, proyectandopequeñas ondas de choque desde elcentro. Ante los ojos de Thrall, la tierrase rompió y se combó, la imponentemuralla de piedra que rodeaba el campose desmoronó reducida a pedazos. Losoídos de Thrall se vieron asaltados porgritos, no de batalla ni de vituperación,sino de genuino terror. Se sobrepuso a la

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piedad que le inspiraban. Esoscaballeros estaban allí por orden deBlackmoore. Era más que probable quehubieran recibido instrucciones deexterminar a tantos orcos como les fueraposible, de capturar a los que nohubieran matado y de apresar a Thrall afin de devolverlo a una vida deesclavitud. Habían elegido cumplir conaquellas órdenes y, por eso, iban a pagarcon sus vidas.

La tierra se encorvó. El griteríoquedó ahogado por el terrible rugir delos edificios al desplomarse y la piedraal quebrarse. Casi tan deprisa comohabía empezado todo, cesó todo ruido.

Thrall se irguió y escrutó los

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escombros que otrora fueran un campode internamiento para su pueblo. Bajolos cascotes se escuchaban débilesgemidos, pero Thrall endureció sucorazón. También los suyos estabanheridos y se lamentaban. Se preocuparíade ellos.

Empleó un momento en cerrar losojos y darle las gracias a la tierra, antesde dar media vuelta y correr hacia ellugar donde se había reunido su gente.

Este momento siempre resultabacaótico, pero a Thrall le parecía inclusomenos organizado de lo habitual.Mientras ascendía por la pendiente,Grito Infernal se apresuró a salir a suencuentro.

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—Es Martillo de Condena —jadeóGrito Infernal—. Será mejor que te desprisa.

A Thrall le dio un vuelco el corazón.Martillo de Condena no. No podía estaren peligro… Siguió a Grito Infernal,abriéndose paso a empujones entre unamultitud de orcos balbucientescongregada en torno a Orgrim Martillode Condena, tendido de costado contrala base de un árbol.

Thrall se quedó sin aliento,horrorizado. Al menos medio metro deuna lanza rota sobresalía de la poderosaespalda de Martillo de Condena. Antelos ojos de Thrall, paralizado por elespectáculo, dos de los ayudantes

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personales de Martillo de Condenapugnaban por quitarle la coraza circular.Thrall vio que la reluciente puntaenrojecida de la lanza había traspasadola librea negra que acolchaba la pesadaarmadura. Había empalado a Martillo deCondena con tanta fuerza que lo habíaatravesado de parte a parte, penetrandola negra armadura en dos ocasiones.

Drek’Thar, que estaba arrodilladojunto a Martillo de Guerra, volvió susojos ciegos hacia Thrall. Sacudió lacabeza, se enderezó y retrocedió unpaso.

La sangre trepidaba en los oídos deThrall, por lo que apenas oyó cómo elpoderoso guerrero pronunciaba su

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nombre. Con paso inseguro a causa de laimpresión, Thrall se acercó y searrodilló junto a Martillo de Condena.

—Me han asestado un golpe decobarde —jadeó Martillo de Condena.Un hilo de sangre manaba entre suslabios—. Me atacaron por la espalda.

—Mi señor —dijo Thrall,desconsolado. Martillo de Condena loacalló con un gesto.

—Necesito tu ayuda, Thrall. En doscosas. Debes continuar lo que hemosempezado. Yo ya lideré a la Horda en sudía, no es mi destino volverlo a hacer.—Hizo una mueca, se estremeció, ycontinuó—: Tuyo es el título de señor dela guerra, Thrall, hijo de Durotan. Tú

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portarás mi armadura y blandirás mimartillo.

Orgrim estiró el brazo hacia Thrall,que acogió la ensangrentada manoacorazada en la suya.

—Sabes lo que hay que hacer. Ahoraestán a tu cuidado. No podría… haberpedido un sucesor mejor. Tu padre sehabría sentido tan orgulloso…ayúdame…

Con manos trémulas, Thrall se girópara ayudar a los dos orcos jóvenes aquitar, pieza a pieza, la armadura quedesde siempre había estado asociadacon Orgrim Martillo de Condena, perola lanza que todavía sobresalía de laespalda de Orgrim no permitía

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despojarle del resto de la armadura.—Ésa es la segunda cosa —gruñó

Martillo de Condena. Había unapequeña multitud congregada alrededordel héroe caído, y los testigos se volvíanmás numerosos por momentos—. Yaresulta embarazoso morir por culpa delgolpe de un cobarde. No pienso dejareste mundo con este pedazo de traiciónhumana clavado en el cuerpo. —Unamano cogió la punta de la lanza. Losdedos aletearon débilmente y la manocayó al suelo—. He intentadoarrancármela, pero me faltan lasfuerzas… Deprisa, Thrall. Haz esto pormí.

Thrall sintió como si una mano

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invisible le oprimiera el pecho. Asintió.Se preparó para el dolor que sabía queiba a causarle a su amigo y mentor, cerrólos dedos en torno a la punta clavada enla carne de Martillo de Condena.

Orgrim soltó un grito, más de furiaque de dolor.

—¡Tira!Thrall cerró los ojos y tiró. La punta

ensangrentada se movió algunoscentímetros. El sonido que emanó deMartillo de Condena casi le rompe elcorazón.

—¡Otra vez! —gritó el imponenteguerrero. Thrall inhaló hondo y tiró,decidido a extraer toda la lanza en esaocasión. Salió tan de repente que

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trastabilló de espaldas.La sangre roja negruzca brotó sin

impedimentos del orificio letal delvientre de Martillo de Condena. De piejunto a Thrall, Grito Infernal susurró:

—Yo vi cómo ocurría. Fue antes deque consiguieras que los caballos serebelaran contra sus amos. Luchaba élsolo contra ocho, todos a caballo. Nuncahe visto a nadie comportarse con tantovalor.

Thrall asintió con gesto ausente,antes de volver a arrodillarse junto aMartillo de Condena.

—Gran jefe —susurró Thrall, a finde que sólo pudiera oírlo Martillo deCondena—. Tengo miedo. No soy digno

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de portar tu armadura ni de blandir tuarma.

—Nadie que respire sería más digno—repuso Orgrim, con voz apagada—.Los conducirás… a la victoria… y losconducirás… a la paz…

Se le cerraron los ojos y Martillo deCondena se desplomó en brazos deThrall, que lo cogió y lo abrazó confuerza por un momento. Sintió una manoen el hombro. Era Drek’Thar, que asió aThrall del brazo y lo ayudó aincorporarse.

—Están mirando —le dijoDrek’Thar a Thrall, en voz baja—. Nodeben descorazonarse. Tienes queponerte la armadura enseguida, y

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mostrarles que tienen un nuevo jefe.—Señor —dijo uno de los orcos que

había escuchado las palabras deDrek’Thar—, la armadura… —Tragósaliva—. La coraza agujereada… habráque reemplazarla.

—No —dijo Thrall—. No hará falta.Antes de la próxima batalla pasará porla forja y recuperará la forma, voy aconservar la coraza. En honor de OrgrimMartillo de Condena, que dio la vidapara liberar a su pueblo.

Se irguió y permitió que lecolocaran la armadura, con el corazónroto pero el rostro hierático. Lamuchedumbre reunida observaba,enmudecida y reverente. El consejo de

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Drek’Thar había sido juicioso; estabahaciendo lo correcto. Se agachó, levantóel enorme martillo y lo blandió porencima de su cabeza.

—Orgrim Martillo de Condena meha nombrado señor de la guerra —anunció—. Es un título al que noaspiraba, pero no me queda otraelección. He sido nominado y acataré ladecisión. ¿Quién me seguirá paraconducir a nuestro pueblo hacia lalibertad?

Se elevó un grito, descarnado y llenode pesar por el fallecimiento de su líder.Empero, también era un sonido deesperanza y Thrall, que sostenía en altola famosa arma de Martillo de Condena,

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sabía en el fondo de su corazón que,contra toda adversidad, se alzarían conla victoria.

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CAPÍTULODIECISIETE

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A tormentado por el dolore impulsado por la ira,

Thrall anduvo a largas zancadas hacia ellugar donde Langston luchaba porsentarse pese al implacable abrazo delas raíces. Se encogió cuando llegóThrall, ceñido por la legendariaarmadura negra, para cernirse sobre él.Tenía los ojos desorbitados por elmiedo.

—Debería matarte —dijo Thrall,con voz siniestra. La imagen de Martillode Condena muriendo ante sus ojosseguía reciente en su cabeza.

Langston se pasó la lengua por loslabios, rojos y carnosos.

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—Clemencia, señor Thrall —suplicó.

Thrall hincó una rodilla en el suelo yacercó el rostro a centímetros del deLangston.

—¿Qué clemencia me mostraste tú?—rugió. Langston se acobardó ante elsonido—. ¿Cuándo interviniste paradecir «Blackmoore, quizá ya lo hayáisapaleado lo suficiente», o «Blackmoore,lo hizo lo mejor que pudo»? ¿Cuándosalieron de tus labios?

—Quise hablar.—En estos momentos crees lo que

dices —atajó Thrall, volviendo aincorporarse sin apartar los ojos de sucautivo—, pero no me cabe duda de que

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en realidad jamás sentiste algo así.Ahorrémonos las mentiras. Tu vida mesirve… por ahora. Si me dices lo quequiero saber, te liberaré junto con losdemás prisioneros y dejaré queregreséis junto al perro de vuestroseñor. —Langston no parecíaconvencido—. Tienes mi palabra —añadió Thrall.

—¿Qué valor tiene la palabra de unorco? —inquirió Langston, rebelándosepor un momento.

—Para empezar, vale tu patéticavida, Langston. Aunque reconozco queeso no es decir mucho. Ahora, dime.¿Cómo sabíais cuál sería el siguientecampamento en ser atacado? ¿Hay un

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espía entre nosotros?Langston parecía un chiquillo

enfurruñado que se negara a responder.Thrall formó un pensamiento, y lasraíces del árbol se tensaron alrededordel cuerpo del noble, que boqueó y miróal orco, asombrado.

—Sí, los árboles acatan misórdenes, al igual que los elementos. —Langston no tenía por qué conocer larelación de favor mutuo que unía alchamán con los espíritus. Que asumieraque Thrall poseía un control absoluto—.Responde a mi pregunta.

—No hay ningún espía —gruñóLangston. Le costaba respirar por culpade la raíz que le oprimía el pecho.

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Thrall pidió que se aflojara, y el árbolobedeció—. Blackmoore ha apostado undestacamento de caballeros en cada unode los campamentos que aún no han sidoatacados.

—Así que daba igual dóndevayamos, nos encontraremos con sushombres.

Langston asintió.—No parece la mejor manera de

emplear los recursos, pero en estaocasión ha funcionado. ¿Qué más puedesdecirme? ¿Qué está haciendoBlackmoore para volver a capturarme?¿De cuántas tropas dispone? ¿O quieresque esa raíz se te meta por la garganta?

La raíz en cuestión acarició el cuello

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de Langston, cuya resistencia se rompióigual que una copa de cristal contra unsuelo de piedra. Asomaron las lágrimasa sus ojos y comenzó a sollozar. Thrallsintió asco, pero no tanto como para noprestar atención a las palabras deLangston. El caballero dio cuenta decifras, fechas, planes, e incluso llegó amencionar que la afición a la bebida deBlackmoore comenzaba a afectar a subuen juicio.

—Está desesperado por recuperarte,Thrall —sorbió Langston, que miraba alorco con los ojos enrojecidos—. Túeras la clave de todo.

Alerta al instante, Thrall exigió quese explicara. Cuando las raíces que le

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sujetaban se hubieron desprendido de sucuerpo, Langston pareció más animado ymás dispuesto a decir todo cuanto sabía.

—La clave de todo —repitió—.Cuando te encontró, supo que podríautilizarte. Primero como gladiador, perotambién como mucho más. —Se enjugóel rostro humedecido e procurórecuperar toda la dignidad que le fueseposible—. ¿Nunca te has preguntado porqué te enseñó a leer? ¿Por qué te diomapas, por qué te enseñó a jugar alinces y liebres y te mostró losrudimentos de la estrategia?

Thrall asintió, tenso y expectante.—Era porque quería que en el futuro

lideraras un ejército. Un ejército de

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orcos.Thrall se enfureció.—Mientes. ¿Por qué iba a querer

Blackmoore que liderara a sus rivales?—Ellos… vosotros —dijo Langston

— no seríais el enemigo. Liderarías unejército de orcos contra la Alianza.

Thrall se quedó con la boca abierta.No daba crédito a sus oídos. Sabía queBlackmoore era un hijo de puta cruel ytraicionero, pero aquello… ¡Aquello erauna traición asombrosa, contra su propiaraza! Sin duda sería mentira. Peroparecía que Langston hablaba en serio y,cuando la sorpresa se hubo atenuado,Thrall se dio cuenta de que Blackmooretenía mucho que ganar con aquello.

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—Eras lo mejor de ambos mundos—continuó Langston—. El poder, lafuerza y la sed de sangre de un orco,combinado con la inteligencia y laestrategia de un humano. Dirigirías a losorcos y serías invencible.

—Y Aedelas Blackmoore dejaría deser teniente general para convertirseen… ¿qué? ¿Rey? ¿Monarca absoluto?¿Señor de todas las cosas?

Langston asintió con vehemencia.—No te puedes imaginar lo que

supuso tu fuga para él. Se ha ensañadocon todos nosotros.

—¿Qué se ha ensañado? —gruñóThrall—. ¡A mí me apaleó, me pateó yme hizo pensar que valía menos que

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nada! Me enfrentaba a la muerte casi adiario en la arena. Mi pueblo y yoestamos peleando por nuestras vidas.Estamos peleando por la libertad. Eso,Langston, eso sí que es difícil. No mehables de dolor ni de dificultades,porque sabes muy poco de esas doscosas.

Langston guardó silencio y Thrallmeditó acerca de lo que acababa dedescubrir. Era una estrategia audaz yarriesgada pero, pese a sus numerososdefectos, Aedelas Blackmoore era unhombre audaz y arriesgado. Thrall habíaescuchado rumores, aquí y allá, acercade la desgracia de la familia deBlackmoore. Aedelas siempre había

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ansiado limpiar la mácula de su nombre,pero tal vez la mancha llegara máshondo de lo que se veía. Tal vez llegarahasta el tuétano… o hasta el corazón.

Sin embargo, si la intención deBlackmoore había sido la de ganarse lalealtad incondicional de Thrall, ¿por quéno le había tratado mejor? Afloraron ala mente de Thrall imágenes que hacíaaños que no recordaba: una entretenidapartida de linces y liebres con unBlackmoore risueño; una bandeja llenade dulces procedente de las cocinas trasuna batalla particularmente buena; unamano afectuosa sobre uno de losenormes hombros de Thrall después deque éste hubiera resuelto un peliagudo

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problema de estrategia.Blackmoore siempre había

despertado muchos sentimientos enThrall. Miedo, adoración, odio,desprecio. Pero, por primera vez, Thrallse dio cuenta de que, en muchossentidos, Blackmoore era digno delástima. Por aquel entonces, Thrall nohabía sabido por qué Blackmoore semostraba a veces abierto y jovial, su vozafectada y erudita, mientras que enocasiones podía ser grosero y brutal, suvoz gangosa y estridente. Ahora locomprendía; la botella había clavadosus garras en Blackmoore, igual que lashundiría un águila en una liebre.Blackmoore era un hombre desgarrado

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entre el abrazo a un legado de traición yel afán de sobreponerse a ese legado,entre su brillantez para la estrategia y lalucha y su tendencia a comportarse comoun matón, cruel y cobarde. Era probableque Blackmoore hubiera tratado a Thrallcomo mejor sabía.

Se sintió abandonado por la rabia,apesadumbrado por la suerte deBlackmoore, pero eso no cambiabanada. Seguía estando decidido a liberarlos campamentos y a ayudar a los orcosa volver a descubrir el poder de suherencia. Blackmoore estaba en medio,era un obstáculo que debía sereliminado.

Volvió a mirar a Langston, que había

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sentido el cambio operado en él y leofrecía una sonrisa con más aspecto demueca que de otra cosa.

—Mantengo mi palabra. Tushombres y tú sois libres para iros.Marchaos, enseguida. Sin armas, sincomida ni monturas. Os seguirán, perono podréis ver a quienes os sigan. Si seos ocurre tender alguna emboscada ointentáis cualquier clase de ataque,moriréis. ¿Ha quedado claro?

Langston asintió. Con un bruscocabeceo, Thrall le indicó que podíamarcharse. Langston no necesitaba quese lo dijeran dos veces. Se puso de pie ysalió corriendo. Thrall vio cómo él y losdemás caballeros desarmados se

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adentraban en las tinieblas. Alzó la vistaa los árboles y vio al buho que habíasentido que lo observaba con ojosfulgurantes. La rapaz ululó en voz baja.

Síguelos, amigo, si eres tan amable.Vuelve para contarme si planean algocontra nosotros.

Con un batir de sus alas, el buhosaltó de su percha y comenzó a seguir alos hombres que corrían. Thrall exhalóun hondo suspiro. Ahora que la energíacrispada que lo había mantenidodespierto durante toda aquella nochelarga y sangrienta, se dio cuenta de quetambién él había sufrido heridas y estabaderrengado. Pero ya se ocuparía de esomás tarde. Había tareas más importantes

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que llevar a cabo.Se tardó el resto de la noche en

reunir y preparar los cuerpos. Alamanecer, una humareda negra y espesase arremolinaba en el cielo azul. Thrally Drek’Thar le habían pedido al espíritudel fuego que ardiera más deprisa de loque tenía por costumbre, para que loscadáveres no tardaran tanto en quedarreducidos a cenizas. Cenizasconsagradas al espíritu del aire, paraque éste las esparciera como juzgaraoportuno.

La pira de mayor tamaño y la másdecorada quedó reservada para el másnoble de todos ellos. Se requirió lafuerza de Thrall, Grito Infernal y otros

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dos orcos para izar el gigantescocadáver de Orgrim Martillo de Condenaa la pira. Con reverencia, Drek’Tharungió el cuerpo semidesnudo deMartillo de Condena con aceites,mientras musitaba unas palabras queThrall no pudo oír. Una agradablefragancia se alzó del cuerpo. Drek’Tharindicó a Thrall que se uniera a él, yjuntos colocaron el cuerpo en una actitudde desafío. Los dedos muertos sedoblaron y se ataron con discreciónalrededor de la empuñadura de unaespada desechada. A los pies deMartillo de Condena yacían loscadáveres de los otros valientesguerreros que habían perecido en

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combate, los feroces y leales lobosblancos que no habían sido lo bastanterápidos como para eludir las armashumanas. Uno estaba tendido anteMartillo de Condena, dos más a cadalado y, sobre su pecho, en un lugar deprivilegio, estaba el aguerrido OídoAtento, de parda librea. Drek’Tharacarició a su viejo amigo por últimavez, antes de que Thrall y élretrocedieran.

Thrall esperaba que Drek’Tharpronunciara las palabras apropiadaspero, en vez de eso, Grito Infernal lepropinó un empujoncito. Indeciso, Thrallse dirigió a la multitud reunida ensilencio alrededor del cadáver de su

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antiguo caudillo.—No hace mucho que vivo rodeado

de los míos —comenzó Thrall—.Desconozco las tradiciones del otromundo. Pero sí sé una cosa: Martillo deCondena murió con toda la bravura conque podría morir un orco, librando unabatalla por la liberación de suscongéneres apresados. No me cabe dudade que nos verá con buenos ojos ahoraque lo honramos en la muerte, igual quehicimos cuando aún vivía. —Miró alorco fallecido a la cara—. OrgrimMartillo de Condena, eras el mejoramigo de mi padre. No he conocido sermás noble. Apresúrate a visitar el vergelque te aguarda y a conocer tu destino.

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Tras pronunciar aquellas palabras,cerró los ojos y le pidió al espíritu delfuego que se llevara al héroe. Deinmediato, las llamas ardieron másdeprisa y más candentes de lo que Thrallhubiera experimentado jamás. El cuerpono tardaría en consumirse, y la carcasaque había albergado al feroz espíritu queen este mundo había sido conocidocomo Orgrim Martillo de Condena notardaría en desaparecer.

Pero sus ideales, la causa por la quehabía entregado su vida, nunca seríaolvidada.

Thrall levantó la cabeza y profirióun ronco aullido.

Una a una se unieron otras voces a la

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suya, proclamando su dolor y su pasión.Si era cierto que los espíritusancestrales existían, incluso ellos debíande estar impresionados por el volumende las lamentaciones elevadas en honorde Orgrim Martillo de Guerra.

Cuando hubo finalizado el rito,Thrall se sentó de golpe junto aDrek’Thar y Grito Infernal. También esteúltimo había sufrido heridas que habíadecidido soportar con estoicismo por elmomento, al igual que Thrall. Drek’Thartenía prohibido aproximarse a la batalla,aunque había servido con lealtad yeficacia ocupándose de los heridos. Sillegara a ocurrirle algo a Thrall, Drek’Thar sería el único chamán entre

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ellos, y su presencia constituía unrecurso demasiado valioso como paraarriesgarse a perderla. Aun así, no eratan anciano como para que la orden nole irritase.

—¿Qué campamento vendrá acontinuación, señor de la guerra? —preguntó Grito Infernal, con respeto.Thrall se encogió al escuchar elapelativo. Todavía intentabaacostumbrarse al hecho de que Martillode Condena hubiera desaparecido, queahora era él el que estaba al cargo decientos de orcos.

—Se acabaron los campamentos.Nuestras filas ya están lo bastantepobladas por el momento.

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Drek’Thar arrugó el ceño.—Sufren.—Lo sé —convino Thrall—, pero

tengo un plan para liberarlos a todos a lavez. Para terminar con el monstruo, hayque cortarle la cabeza, no sólo lasmanos y los pies. Ya es hora dedecapitar al sistema de los campos deinternamiento. —Sus ojos restallaron ala luz de la fogata—. Vamos a atacarDurnholde.

A la mañana siguiente, cuando huboanunciado el plan a las tropas, fuerecibido por sonoros vítores. Todosestaban preparados para volcar el tronode poder. Thrall y Drek’Thar tenían loselementos a su disposición. La batalla

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de la noche anterior había vigorizado alos orcos; eran pocas las bajas, si bienentre ellas se contaba la del mejorguerrero de todos, y muchos losenemigos que ahora yacían sin vidaalrededor de los calcinados escombrosdel campamento. Los cuervos quevolaban en círculo se sentíanagradecidos por el festín.

Se encontraban a varios días demarcha, pero los víveres eranabundantes y el ánimo, inmejorable.Para cuando el sol hubo asomado latotalidad de su semblante, la Hordaorca, al mando de su nuevo líder Thrall,avanzaba con paso firme ydeterminación hacia Durnholde.

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—Pues claro que no le dije nada —se defendió Langston, entre sorbo ysorbo del vino de Blackmoore—. Mecapturó y me torturó, pero me mordí lalengua, en serio. Admirado por mitenacidad, nos soltó a mis hombres y amí.

Blackmoore albergaba sus dudas alrespecto, pero se las guardó para sí.

—Cuéntame más sobre esas proezassuyas.

Langston, que ansiaba recuperar laaprobación de su mentor, se enfrascó enuna fabulosa historia acerca de raícesque se cerraban en torno a su cuerpo, derelámpagos que caían cuando se loordenaban, de caballos bien adiestrados

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que abandonaban a sus señores y de lamismísima tierra que había devastadouna muralla de piedra. Si Blackmooreno hubiera escuchado relatos similaresde boca de los pocos hombres quehabían sobrevivido, se habría sentidoinclinado a creer que Langston habíacomenzado a empinar el codo aún másque él.

—Iba por el buen camino —musitóBlackmoore, trasegando un poco más devino—, cuando capturé a Thrall. Ya hasvisto lo que es, lo que ha hecho con esepatético puñado de pieles verdesencorvados por la desidia.

Le producía un dolor casi físicopensar que había estado muy cerca de

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manipular a aquella nueva Horda, cuyopoder era evidente. A rebufo de esepensamiento acudió la imagen mental deTaretha, y la amistosa correspondenciaque había remitido a su esclavo. Comosiempre, una ira diluida en un extraño ylacerante dolor lo embargó ante aquellaidea. Lo había dejado correr, no le habíaconfesado que había encontrado lascartas. Ni siquiera se lo había contado aLangston, y ahora se congratulaba por sudecisión. Sospechaba que Langstonhabía largado todo cuanto sabía delantede Thrall, lo que exigía un cambio deplanes.

—Me temo que no todos posean lamisma resistencia que tú a la hora de

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soportar las torturas de los orcos, mibuen amigo —dijo, procurandoahuyentar el sarcasmo de su voz. Porsuerte, Langston llevaba tantas copas demás que ni siquiera pareció darse cuenta—. Debemos asumir que los orcos sabentodo lo que sabemos nosotros, y actuaren consecuencia. Tenemos que intentarpensar como Thrall. ¿Cuál sería supróximo movimiento? ¿Cuál es suobjetivo final?

Y, ¿cómo, por todos los demonios,puedo encontrar la manera deapoderarme de nuevo de él?

Aunque lideraba un ejército de casidos mil orcos y era casi seguro quealguien los divisara, Thrall hizo cuanto

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pudo por camuflar el avance de laHorda. Le pidió a la tierra que borrarasus huellas, al aire que alejara su rastrode cualquier bestia que pudiera dar lavoz de alarma. Era poco, perocualquiera ayuda era de agradecer.

Acamparon varios kilómetros al surde Durnholde, en una zona forestalvirgen y poco frecuentada. Junto a unreducido grupo de exploradores, Thrallse dirigió a un soto en particular, en lasafueras de la fortaleza. Tanto GritoInfernal como Drek’Thar intentarondisuadirle de sus intenciones, pero élinsistió.

—Tengo un plan que tal vez nospermita alcanzar nuestro objetivo sin

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derramamiento de sangre por parte deningún bando.

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CAPÍTULODIECIOCHO

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I ncluso los días más fríos delinvierno, salvo cuando alguna

tormenta de nieve imposibilitaba que sepudiera salir de Durnholde, Tarethaseguía visitando el árbol hendido por elrayo. Y, cada vez que se asomaba a lasnegras profundidades del tocón, seguíasin ver nada.

Se alegró del retorno del buentiempo, aunque sus botas se adherían ala tierra empapada de agua de deshieloy, a veces, se quedaban pegadasdescalzándola. El tener que liberar subota y volver a ponérsela era un precionimio a pagar por la fresca fragancia delos árboles que despertaban, por los

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haces de luz solar que penetraban lastinieblas de la fronda, y por elasombroso estallido de color quejaspeaba prados y bosques por igual.

Las gestas de Thrall habían sido lacomidilla de Durnholde. Los cotilleossólo servían para aumentar lasborracheras de Blackmoore. Lo que, enocasiones, no estaba mal. Más de unavez había llegado a sus aposentos yhabía entrado de puntillas paraencontrarse al señor de Durnholdedormido en el suelo, en una silla o en lacama, con una botella siempre cerca.Esas noches, Taretha Foxton exhalaba unsuspiro de alivio, cerraba la puerta ydormía sola en su pequeña estancia.

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Hacía algunos días que habíaregresado el joven lord Langston, conhistorias tan fantasiosas que ni siquieraasustarían a un niño de guardería. Y,empero… ¿acaso no había leído ellaacerca de los antiguos poderes quehabían poseído los orcos? ¿Poderes enarmonía con la naturaleza, hacía muchotiempo? Sabía que la inteligencia deThrall era excepcional, y no lesorprendería enterarse de que habíaconseguido aprender aquellas antiguasartes.

Ya se encontraba cerca del viejoárbol. Se asomó a sus oquedades con elgesto despreocupado que era fruto de larutina.

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Se quedó sin aliento. Se llevó lamano a la boca al tiempo que su corazóncomenzaba a latir con tanta ferocidadque temió perder el conocimiento. Allí,posado en una cavidad marrónennegrecida, estaba su collar. Era comosi atrapara la luz del sol y restallaracomo una baliza de plata para ella. Condedos trémulos, extendió el brazo, locogió, y se le cayó.

—¡Qué torpe! —siseó. Lo recuperó,con mano más templada.

Podía ser una trampa. Tal vez habíancapturado a Thrall y le habíanarrebatado el collar. Quizá inclusohubieran reconocido su procedencia.Pero, a menos que Thrall le hubiera

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revelado a alguien su pacto, ¿quién iba asaber que tenía que dejarlo allí? De unacosa estaba segura: nadie podríadoblegar a Thrall.

Se le inundaron los ojos de lágrimasde dicha, que rodaron por sus mejillas.Las enjugó con el dorso de la manoizquierda, acunando con la diestra elcolgante en forma de luna creciente.

Él estaba allí, en el bosque, ocultoprobablemente al resguardo de la laderadel acantilado con forma de dragón.Estaba esperando a que ella acudiera ensu ayuda. Tal vez estuviera herido.Ahuecó las manos para envolver elcollar y lo ocultó bajo su vestido, lejosde ojos curiosos. Lo mejor sería que

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nadie viera el collar que «se le habíaperdido».

Más alborozada de lo que se hubierasentido desde que se despidiera delorco, y al mismo tiempo preocupada porsu seguridad, Taretha regresó aDurnholde.

Parecía que aquel día no iba aterminar nunca. Daba gracias porque lacena de esa noche fuera pescado; en másde una ocasión, se había puesto enfermapor culpa de un plato de pescado malpreparado. El cocinero de Durnholdehabía servido junto a Blackmoore en elcampo de batalla hacía más de veinteaños. Había recibido el empleo comorecompensa por sus servicios, no por

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sus dotes culinarias.Claro estaba que no se sentaba a la

mesa en el gran comedor deBlackmoore. A él ni se le pasaría por lacabeza tener a una criada a su ladoenfrente de sus nobles amistades. La quesirve para el colchón no sirve parapresidir el salón, pensó, rememorandola rima de su infancia. Tanto mejor, almenos esa noche.

—Pareces un poco preocupada,tesoro —le dijo Tammis a su hijamientras cenaban juntos, sentados a lapequeña mesa de sus aposentos—.¿Estás… bien?

El tono algo tenso de su voz y laatemorizada expresión que le dedicó la

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madre de Taretha a su hija al escuchar lapregunta casi consiguieron que la jovensonriera. Les preocupaba que estuvieraembarazada. Eso serviría a suspropósitos esa noche.

—Muy bien, papá —respondió,cogiéndole la mano—. Pero estepescado… ¿a ti te sabe bien?

Clannia mojó en la salsa un trozoensartado en el tenedor de dos púas.

—No sabe mal, para haberlopreparado Randrel.

Lo cierto era que el pescado estababastante sabroso. No obstante, Tarethaprobó otro bocado, masticó, tragó ytorció el gesto. Haciendo un poco deteatro, apartó el plato que tenía delante.

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Mientras su padre se dedicaba a pelaruna naranja, Taretha cerró los ojos ysoltó un gemido.

—Disculpad… —Salió corriendo endirección a su habitación, sin dejar dehacer ruidos como si estuviera a puntode vomitar. Llegó al cuarto, en la mismaplanta que el de sus padres, y profiriósonoros ruidos sobre la bacinilla deldormitorio. Tuvo que esbozar unasonrisa; resultaría divertido, si nohubiera tanto en juego.

Alguien llamó a la puerta.—Tesoro, soy yo —llamó Clannia.

Abrió la puerta. Taretha ocultó labacinilla vacía—. Pobrecita. Pero siestás blanca como la leche.

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Eso, al menos, Taretha no tenía quefingirlo.

—Por favor… ¿no puede hablarpapá con el señor? No creo…

Clannia se ruborizó. Aunque todo elmundo sabía que Taretha se habíaconvertido en la concubina deBlackmoore, nadie hablaba de ello.

—Pues claro, tesoro, seguro que sí.¿Quieres quedarte con nosotros estanoche?

—No —se apresuró a decir—. No,estoy bien. Es sólo que me gustaría estarun rato a solas. —Se llevó la mano a laboca de nuevo, y Clannia asintió.

—Como quieras, Tari, querida.Buenas noches. Llámanos si necesitas

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cualquier cosa.Su madre cerró la puerta tras ella, y

Taretha exhaló un largo y hondo suspiro.Ya sólo restaba esperar hasta que fueseseguro marcharse. Se encontraba cercade las cocinas, uno de los últimoslugares en apagar las luces por la noche.Cuando no se oyera nada, se aventuraríaa salir. Lo primero era ir a las despensasy meter toda la comida que pudiera enuna bolsa. Con anterioridad habíarasgado algunos vestidos para conseguirvendas, por si Thrall las necesitaba.

Los hábitos de Blackmoore eran tanpredecibles como la salida y la puestadel sol. Si empezaba a beber durante lacena, como tenía por costumbre, estaría

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listo para entretenerla en sus aposentosal término de la velada. Después de esose quedaba dormido, aunque era másestupor que sueño lo que le entraba, y nohabría nada que consiguiera despertarlohasta el amanecer.

Había escuchado a los sirvientes delgran salón y se había cerciorado de que,como de costumbre, el señor estababebiendo. Blackmoore no la había vistoen toda la noche, lo que lo habría dejadode un humor de perros pero, a esasalturas, ya estaría dormido.

Con cuidado, Taretha abrió la puertaque comunicaba con los aposentos deBlackmoore. Entró y volvió a cerrarlacon todo el sigilo que le fue posible. A

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sus oídos llegaron unos sonorosronquidos. Más segura, avanzó sinvacilación hacia la puerta que laconduciría al exterior.

Blackmoore se había jactado de suexistencia hacía muchos meses, estandoebrio. Luego se olvidó de habérselocontado, pero Taretha sí que seacordaba. Llegó hasta el pequeñoescritorio y abrió uno de los cajones.Apretó con delicadeza y el falso fondocedió para revelar una cajita.

Cogió la llave y devolvió el estucheal cajón, que volvió a cerrar concuidado. Se encaminó hacia la cama.

A la derecha colgaba de la pared depiedra un tapiz. Retrataba a un noble

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caballero batallando con un feroz dragónnegro que defendía una montaña detesoros. Taretha apartó el tapiz yencontró el auténtico tesoro de lahabitación: una puerta secreta. Con tantosigilo como le fue posible, metió lallave, la giró y abrió la puerta.

Unos peldaños de piedra conducíanhacia abajo, hacia la oscuridad. El airefrío le bañó el rostro, y su olfato se vioasaltado por el olor a piedra fría y amoho. Tragó saliva e hizo frente a sumiedo. No se atrevía a encender unavela. Blackmoore dormíaprofundamente, pero el riesgo erademasiado grande. Si llegara a enterarsede lo que pretendía, ordenaría que la

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despellejaran viva.Piensa en Thrall. Piensa en lo que ha

tenido que soportar Thrall. Seguro queera capaz de enfrentarse a la oscuridadpara acudir en auxilio de su amigo.

Cerró la puerta tras de sí y seencontró inmersa en una negrura tanabsoluta que casi podía palparla. Elpánico se agitó en su interior igual queun pájaro enjaulado, pero se sobrepuso.No había forma de perderse en aqueltúnel, puesto que sólo conducía en unadirección. Inhaló unas cuantasbocanadas vigorizadoras y empezó acaminar.

Con cautela, bajó por la escalera,tanteando cada escalón con el pie

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derecho antes de avanzar el izquierdo.Al cabo, pisó tierra firme. A partir deallí, el túnel descendía en una suavependiente. Recordó lo que le habíacontado Blackmoore. Tengo quemantener a los señores a salvo, querida,había dicho, inclinándose sobre ellapara facilitarle la inhalación de susvaharadas cargadas de vino. Y, si seproduce un cerco, en fin, tú y yopodremos ponernos a salvo.

Parecía no tener fin. Sus temorespugnaban por apoderarse de su mente.¿Y si se desploma? ¿Y si, después detantos años, está bloqueado? ¿Y sitropiezo aquí, a oscuras, y me rompo unapierna?

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Enfadada, Taretha acalló las vocesdel terror. Sus ojos continuabanacostumbrándose a la oscuridad pero,sin traza alguna de iluminación, sedevanaban en vano.

Se estremeció. Qué frío hacía allíabajo, a oscuras…

Tras lo que parecía una eternidad, elsuelo comenzó a ascender de formagradual. Taretha resistió el impulso deempezar a correr. Se sentiría furiosaconsigo misma si perdía el control ahoray tropezaba. Ascendió con paso firme,aunque no pudo evitar acelerar lamarcha.

¿Eran imaginaciones suyas o aquellasobrecogedora oscuridad empezaba a

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clarear? No, no era un espejismo. Másadelante se apreciaba luz. Conforme seacercaba, aminoró el ritmo. Golpeó algocon el pie y se cayó, sosteniéndosesobre una rodilla y una mano. Habíadiferentes estratos de roca… ¡escalones!Extendió una mano y ascendió muydespacio, paso a paso, hasta que susdedos tantearon la madera.

Una puerta. Había llegado hasta unapuerta. Se le ocurrió otra idea horrible.¿Y si estaba cerrada por fuera? ¿Tendríaeso sentido? Si alguien decidía escaparde Durnholde por esa ruta, tal vezalguien con intenciones hostiles pudieraentrar del mismo modo. Seguro queestaba barrada, o cerrada con un

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candado…Pero no lo estaba. Se incorporó y

empujó con todas sus fuerzas. Losenvejecidos goznes chirriaron, pero lapuerta se abrió de golpe, cayéndose conun sonoro trompazo. Taretha dio unrespingo. Hasta que no hubo asomado lacabeza por la pequeña aperturacuadrada, con la poca luz tan brillantecomo el pleno día para sus ojos, noexhaló un suspiro de alivio y se permitiócreer que aquello era verdad.

El familiar olor de los caballos, elcuero y el heno inundó su nariz. Seencontraba en un pequeño establo. Saliódel túnel por completo, susurrandopalabras tranquilizadoras a los caballos

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que se volvían hacia ella con ojosinquisitivos. Había cuatro; los arreoscolgaban de la pared. Supo de inmediatodónde debía encontrarse. Cerca de lacarretera, aunque bastante lejos deDurnholde, había una estafeta decorreos, donde los jinetes que nopudieran demorarse en la entregacambiaban sus monturas exhaustas porotras de refresco. La luz penetraba porlas grietas de las paredes. Taretha cerróla trampilla del suelo con cuidado y latapó con paja. Se dirigió a la puerta delestablo y la abrió, con los ojosentornados a la luz blanca azulada queproporcionaban las dos lunas.

Como había deducido, se encontraba

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en las afueras de la pequeña poblaciónque rodeaba a Durnholde, donderesidían aquéllos que se ganaban la vidaatendiendo a las necesidades de loshabitantes de la fortaleza. Se tomó sutiempo para orientarse. Allí estaba, lacara del acantilado que, de niña, sehabía imaginado que se asemejaba a undragón.

Thrall estaría esperándola en lacueva, famélico y tal vez herido.Taretha, alentada por su victoria sobreel siniestro túnel, corrió a su encuentro.

Cuando la vio coronar la cima de lapequeña colina, teñida de plata suesbelta figura por la luz de la luna,Thrall contuvo a duras penas un grito de

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alegría. Se controló, conformándose concorrer a su encuentro.

Taretha se quedó paralizada, antesde remangarse las faldas y acudir raudaen busca de él. Enlazaron las manos y sequedaron así sujetos; cuando la capuchase hubo apartado del diminuto rostro dela muchacha, el orco vio que sus labiosexhibían una amplia sonrisa.

—¡Thrall! ¡Cómo me alegro deverte, mi querido amigo! —Apretó losdos dedos que podían abarcar susdelicadas manos, con tanta fuerza comole era posible, casi brincando dealborozo.

—Taretha —dijo con afectuosa vozronca—. ¿Estás bien?

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La sonrisa vaciló, antes derecomponerse.

—No me puedo quejar. ¿Y tú?¡Hemos oído hablar de tus andanzas,desde luego! Nunca es agradable cuandoel humor de lord Blackmoore se agriapero, dado que eso significa que siguessiendo libre, he llegado a tener ganas deverle enfadado. Oh… —Con un últimoapretón, soltó las manos de Thrall ybuscó en la bolsa que portaba—. Nosabía si estarías herido o hambriento.No he conseguido sustraer gran cosa,pero he traído lo que he podido. Tengoalgo de comida, y he rasgado unas faldaspara conseguir vendas. Me alegra verque no te hacen falta…

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—Tari —dijo Thrall, en voz baja—.No he venido solo.

Señaló a sus exploradores, quehabían estado esperando en la cueva yque salían en esos momentos. Sussemblantes estaban retorcidos en muecasde desaprobación y hostilidad. Selevantaron, cuan altos eran, cruzaron losbrazos sobre sus enormes torsos ylanzaron contra ella miradas furibundas.Thrall observó la reacción de Tarethacon atención. Parecía sorprendida y, porun breve instante, el temor asomó a susrasgos. Supuso que no podía culparla;los dos exploradores estabanesforzándose por parecer todo loamenazadores que les resultaba posible.

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Al cabo, no obstante, la joven sonrió yavanzó hacia ellos.

—Si sois amigos de Thrall, tambiénsois amigos míos —dijo, extendiendolos brazos.

Uno de ellos bufó de desdén y leapartó la mano de un papirotazo, no contanta fuerza como para herirla, perobastó para que Taretha perdiera elequilibrio.

—¡Caudillo, nos pedís demasiado!—espetó uno de ellos—. Perdonamoslas vidas de mujeres y niños porque asínos lo ordenáis, pero no vamos a…

—¡Sí que vais! —atajó Thrall—.Ésta es la hembra que arriesgó la vidapara liberarme del hombre que era

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nuestro dueño. Ahora vuelve aarriesgarla para acudir en nuestroauxilio. Taretha es de confianza. Esdistinta. —Se volvió para mirarla conternura—. Es especial.

Los exploradores continuaronmalhumorados, pero ya no parecían tanseguros de su prejuicio. Intercambiaronlas miradas y después le dieron porturno la mano a Taretha.

—Te agradecemos lo que has traído—dijo Thrall, recuperando el idiomahumano—. Estate segura de que nos locomeremos, y guardaremos las vendas.No dudo que nos harán falta.

La sonrisa se evaporó del rostro deTari.

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—Quieres atacar Durnholde.—No, si puedo evitarlo, pero

conoces a Blackmoore tanto como yo.Mañana, mi ejército marchará haciaDurnholde, preparado para atacar si esnecesario. Pero antes quiero darle aBlackmoore la oportunidad deparlamentar con nosotros. Durnholde esel centro de control de los campos. Si loanulamos, los campamentos quedaránanulados. Pero, si está dispuesto anegociar, no habrá derramamiento desangre. Lo único que queremos es quenuestro pueblo sea liberado. Cuando esoocurra, dejaremos a los humanos en paz.

El cabello rubio de Taretha parecíade plata a la luz de la luna. Negó con la

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cabeza, entristecida.—Nunca accederá. Es demasiado

orgulloso para pensar en lo que seríamejor para aquellos bajo sus órdenes.

—En ese caso, quédate aquí connosotros. Mi gente tiene órdenes de noatacar a las mujeres ni a los niños pero,en el fragor de la batalla, no puedogarantizar su seguridad. Estarás enpeligro si regresas.

—Si descubren mi ausencia, esoalertará a alguien de que se trama algo.Tal vez os encuentren y os ataquenprimero. Además, mis padres siguenallí. Blackmoore descargaría su irasobre ellos, estoy segura. No, Thrall. Milugar está en Durnholde, siempre lo ha

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estado.Thrall la miró, contrito. Conocía

mejor que ella el caos que reportaba lacontienda. La sangre, la muerte, elpánico. Si estuviese en su mano, seocuparía de ponerla a salvo, pero ellasabía tomar sus propias decisiones.

—Tienes coraje —intervino uno delos exploradores, de forma inesperada—. Arriesgas tu seguridad por darnosuna oportunidad de liberar a nuestropueblo. Nuestro señor de la guerra nomentía. Al parecer, algunos humanos sísaben lo que es el honor. —El orco seinclinó ante ella.

Taretha parecía satisfecha. Se volvióde nuevo hacia Thrall.

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—Ya sé que no hace falta que te lodiga, pero ten cuidado. Me gustaríaverte mañana por la noche, paracelebrar tu victoria. —Vaciló, antes deañadir—: He oído rumores sobre tuspoderes, Thrall. ¿Son ciertos?

—No sé lo que habrás oído, pero síque he aprendido las costumbres de loschamanes. Puedo controlar loselementos, sí.

El rostro de Taretha estaba radiante.—Entonces Blackmoore no tiene

ninguna posibilidad contra ti. Séclemente en la victoria, Thrall. Sabesque no todos somos como él. Toma.Quiero que guardes esto. Hace tanto quete lo di que ya me parece más tuyo que

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mío.Agachó la cabeza y se quitó la

cadena de plata con el colgante en formade luna creciente. La colocó en la palmade Thrall y le recogió los dedos.

—Guárdalo. Dáselo a tu hijo,cuando lo tengas, a ver si algún díapuedo hacerle una visita.

Como ya hiciera tantos meses atrás,Taretha avanzó un paso y abrazó a Thralllo mejor que pudo. En esta ocasión, elorco no se sorprendió ante el gesto, sinoque lo agradeció y se lo devolvió. Atusóaquel cabello dorado y sedoso, y deseócon fervor que ambos sobrevivieran alinminente conflicto.

Taretha se retiró, le acarició el

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poderoso mentón, se dio la vuelta paradespedirse de los demás con un gesto, yemprendió el camino de vuelta a pasolargo. Thrall la vio alejarse con unaextraña sensación en el corazón,mientras sujetaba su medalla con fuerza.Cuídate, Tari. Cuídate.

Hasta que no se hubo alejado de losorcos, Tari no se permitió derramar niuna sola lágrima. Tenía tanto miedo,estaba aterrorizada. Pese a sus valientespalabras, no quería morir, nadie quería.Esperaba que Thrall fuese capaz decontrolar a su pueblo, aunque sabía queél era extraordinario. No todos los orcoscompartían su actitud tolerante hacia loshumanos. ¡Ojalá Blackmoore atendiera a

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razones! Pero eso era tan probable comoque en ese momento a ella le brotarandos alas y pudiera alejarse volando detodo aquello.

Aunque era humana, deseaba lavictoria de los orcos… la victoria deThrall. Si sobrevivía, sabía que loshumanos recibirían un trato compasivo.Si fallecía, no estaba segura de nada. Ysi Blackmoore ganaba… en fin, lo quehabía experimentado Thrall comoesclavo no sería nada comparado con eltormento al que lo someteríaBlackmoore.

Regresó al pequeño establo, abrió latrampilla y se introdujo en el túnel. Tanocupada estaba pensando en Thrall y en

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el inminente conflicto que, en esaocasión, la oscuridad no la perturbó enabsoluto.

Seguía sumida en sus pensamientoscuando subió las escaleras queconducían a la habitación deBlackmoore y abrió la puerta.

De improviso, se destaparon unosquinqués encendidos. Taretha se quedósin aliento. Allí estaba Blackmoore,sentado en una silla delante de la puertasecreta, con Langston y dos soldadosarmados de mala catadura.

Blackmoore estaba completamentesobrio, y sus ojos negros relucían a laluz del fuego. La sonrisa que dividía subarba se asemejaba a la de un

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depredador famélico.—Bienvenida, traidora mía —dijo,

con voz meliflua—. Te estábamosesperando.

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CAPÍTULODIECINUEVE

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E l día amaneció gris ynublado. Thrall podía oler la

lluvia en el aire. Hubiese preferido undía soleado para ver mejor al enemigo,pero el agua templaría los ánimos de susguerreros. Además, podía controlar lalluvia, si se veía obligado. Por elmomento, dejaría que hiciese el tiempoque fuese.

Junto a Grito Infernal y un pequeñogrupo de lobos de las heladas, Thrallencabezaría la comitiva, respaldada porel ejército. Hubiese preferido valersedel parapeto que proporcionaban losárboles, pero un batallón compuesto pordos mil soldados necesitaba la

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carretera. Si Blackmoore había apostadovigías, estarían sobre alerta. Thrall norecordaba haber visto exploradoresdurante su estancia en Durnholde, peroahora las circunstancias eran otras.

Su pequeña avanzadilla, armada yacorazada, recorría con paso firme elcamino que conducía a Durnholde.Thrall llamó a una avecilla canora y lepidió que explorara para él. El pájaroregresó a los pocos minutos y, en sumente, Thrall interpretó: Os han visto.Corren hacia la fortaleza. Otros osrodean para acercarse por laretaguardia.

Thrall frunció el ceño. Para tratarsede Blackmoore, aquello estaba bastante

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bien organizado. A pesar de todo, sabíaque su ejército superaba a la guarniciónde Durnholde en una proporción decuatro a uno.

El ave, posada sobre uno de susenormes dedos, aguardaba. Vuela hastadonde está mi ejército y busca alanciano chamán ciego. Cuéntale lomismo que me has dicho a mí.

El pájaro cantor, de plumaje negro yamarillo y con la cabeza de un azulbrillante, pifió y levantó el vuelo paracumplir la voluntad de Thrall. Drek’Thar, además de chamán, era unguerrero experto. Él sabría lo que hacercon el aviso del ave.

Continuó adelante, avanzando

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inexorablemente un pie detrás de otro.La carretera se curvó antes de queDurnholde, en toda su vetusta gloria depiedra, se alzara ante ellos. Thrall sintióque se operaba un cambio en su grupo.

—Izad la bandera blanca. Nosatendremos a las formalidades, a ver sieso evita que abran fuego antes detiempo. En el pasado, hemos arrasadolos campamentos sin problemas. Ahoradebemos enfrentarnos a un reto mayor.Durnholde es una fortaleza y no caeráasí como así. Pero, una cosa os digo, elfracaso de las negociaciones supondrála caída de Durnholde.

Esperaba que no hiciera falta llegara esos extremos, pero estaba preparado

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para lo peor. No era probable queBlackmoore atendiera a razones.

Conforme sus compañeros y élavanzaban, Thrall reparó en que algo semovía en los parapetos y pasarelas. Alentornar los ojos, vio las bocas de loscañones que bostezaban en su dirección.Los arqueros tomaban posiciones, yvarias docenas de caballeros formabanalrededor de las faldas de la fortaleza,alineando sus caballos delante de lasmurallas, armados con picas y lanzas.Detuvieron los caballos. Estabanaguardando.

Aun así, Thrall siguió adelante. Seprodujo otro movimiento en lo alto delas almenas, justo encima de la enorme

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puerta de madera. Se le aceleró elcorazón. Era Aedelas Blackmoore.Thrall ordenó el alto. Se habíanacercado lo suficiente para entenderse agritos. No pensaba aproximarse más.

—Vaya, vaya —se escuchó una vozpastosa que Thrall recordaba a laperfección—. Pero si es mi pequeñoorco de compañía, ya crecidito.

Thrall no mordió el anzuelo.—Saludos, teniente general. No

vengo en calidad de mascota, sino delíder de un ejército. Un ejército que hainfligido aplastantes derrotas a tushombres en el pasado. Pero hoy no es miintención actuar contra ellos, a menosque me obliguéis a ello.

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Langston estaba junto a su señor enla pasarela. No daba crédito.Blackmoore estaba borracho como unacuba. Langston, que había ayudado aTammis a meter a su señor en la cama enmás ocasiones de las que le gustaríaadmitir, nunca había visto a Blackmooretan ebrio y todavía en pie. ¿En quéhabría estado pensando?

Blackmoore había ordenado quesiguieran a la muchacha, desde luego.Un explorador, sigiloso como unasombra y con vista de halcón, habíadescorrido el cerrojo de la trampilla delestablo de la estafeta para que Tarethapudiera salir del túnel. Había vistocómo se reunía con Thrall y otros dos

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orcos. Había sido testigo de cómo lesentregaba una saca llena de comida, decómo abrazaba al monstruo, por la Luz,antes de regresar por el túnel, ya no tansecreto. Blackmoore había fingido quese emborrachaba esa noche, y estabasobrio cuando la perpleja muchachahabía entrado en su dormitorio paraencontrarse con Blackmoore, Langston ylos demás.

Taretha se había negado a hablarpero, cuando supo que la habían estadoespiando, se apresuró a asegurarle aBlackmoore que Thrall había venidopara parlamentar. La simple idea habíairritado a Blackmoore profundamente,que despidió a Langston y a los

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guardias. A varios pasos de distancia dela puerta, Langston aún podía oír losimproperios de Blackmoore, e incluso elsonido de una mano al golpear la carne.

No había vuelto a ver a su señorhasta ese momento, aunque Tammis ya lehabía puesto al corriente. Blackmoorehabía ordenado llamar a sus jinetes másveloces para que fueran a buscarrefuerzos, pero éstos todavía seencontraban al menos a cuatro horas dedistancia. Lo más lógico habría sidomantener ocupado al orco hablandohasta que llegara el auxilio; al fin y alcabo, venía amparado por la banderablanca. Lo cierto era que la etiquetaexigía que Blackmoore enviara un grupo

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de delegados para parlamentar con losorcos. Sin duda, Blackmoore daría laorden de un momento a otro. Era lo máslógico. Si el recuento era correcto, yLangston creía que sí, el ejército orcoestaba constituido por más de dos milguerreros.

En Durnholde había quinientoscuarenta hombres, de los que menos decuatrocientos eran soldados conexperiencia en el combate.

Langston vio con nerviosismo cómose producía un movimiento en elhorizonte. Estaban demasiado lejoscomo para divisar a ningún individuo,pero se apreciaba con claridad uninmenso mar esmeralda que coronaba la

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elevación, y se escuchaba el constante yenervante tronar de los tambores.

El ejército de Thrall.Aunque la mañana era fría, Langston

sintió que el sudor le empapaba lasaxilas.

—Qué detalle, Thrall —decíaBlackmoore. Thrall vio, repugnado,cómo el antiguo héroe de guerra perdíael equilibrio y tenía que agarrarse a lapared—. ¿Qué es lo que tienes enmente?

De nuevo, la lástima y el odiobatallaron en el corazón del orco.

—No deseamos seguir peleando conlos humanos, a menos que nos obliguéisa defendernos. Pero retienes a muchos

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cientos de orcos prisioneros,Blackmoore, en tus viles campamentos.Han de ser liberados, de uno u otromodo. Podemos conseguirlo sinnecesidad de derramar más sangre.Libera a los orcos que se hacinan en tuscampos y regresaremos al bosque ydejaremos a los humanos en paz.

Blackmoore echó la cabeza haciaatrás y se rió.

—Uy —jadeó, enjugándose laslágrimas que habían aflorado a sus ojos—, uy, eres más gracioso que el bufóndel rey, Thrall. Esclavo. Te lo juro, medivierte más verte ahora que cuandopeleabas en la arena de los gladiadores.¡Escúchate a ti mismo! ¡Empleando

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frases completas, por la Luz! Te creesque sabes lo que es la clemencia, ¿no esasí?

Langston sintió un tirón en la manga.Dio un respingo y se volvió para ver alsargento.

—No es que te tenga demasiadoaprecio, Langston —gruñó el instructor,con ojos feroces—, pero al menos túestás sobrio. ¡Tienes que conseguir queBlackmoore cierre la boca! ¡Bájalo deaquí! Ya has visto lo que son capaces dehacer los orcos.

—¡No nos podemos rendir! —boqueó Langston, aunque eso era lo queansiaba su corazón.

—No —convino el sargento—, pero

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al menos deberíamos enviar a algunoshombres para que hablen con ellos, paraganar algo de tiempo hasta que lleguennuestros aliados. Mandaría ir en buscade refuerzos, ¿no?

—Claro que sí —siseó Langston.Habían levantado la voz y Blackmooreles lanzó una mirada inyectada ensangre. Había un saco tirado a sus pies;a punto estuvo de caer de bruces altropezar con él.

—¡Hombre, sargento! —tronó,avanzando hacia él—. ¡Mira, Thrall!¡Ha venido un viejo amigo!

Thrall exhaló un suspiro. Langstonpensó que era el que parecía más enterode todos ellos.

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—Lamento que todavía siga ahí,sargento.

—Igual que yo —oyó Langston quemusitaba el sargento. En voz más alta,añadió—: Has pasado lejos muchotiempo, Thrall.

—Convenced a Blackmoore paraque libere a los orcos y juro, por elhonor que me enseñaste y que conservo,que ninguno de los ocupantes de lafortaleza saldrá herido.

—Mi señor —dijo Langston,nervioso—. Ya sabéis los poderes quevi desatados durante el último conflicto.Thrall me tuvo prisionero, y me dejómarchar. Mantuvo su palabra. Sé quesólo es un orco, pero…

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—¿Has oído eso, Thrall? —aullóBlackmoore—. ¡Sólo eres un orco!¡Hasta el idiota de Langston lo dice!¿Qué clase de humano se rendiría anteun orco? —Corrió para inclinarse sobrela almena—. ¿Por qué lo hiciste, Thrall?—gritó, con voz cascada—. ¡Te lo ditodo! ¡Tú y yo habríamos dirigido a esospieles verdes tuyos contra la Alianza yhabríamos conseguido carne, vino y orohasta hartarnos!

Langston lo observaba, horrorizado.Blackmoore estaba proclamando sutraición a los cuatro vientos. Por lomenos no lo había implicado a él…todavía. Deseó tener los cojonesnecesarios para empujar a Blackmoore

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desde lo alto de la muralla y rendir lafortaleza a Thrall en ese precisomomento.

Thrall no dejó escapar laoportunidad.

—¡Habéis oído eso, habitantes deDurnholde! —aulló—. ¡Vuestro amo yseñor estaba dispuesto a traicionaros atodos! ¡Alzaos contra él, derrocadlo,rendidlo a nosotros y al término del díaconservaréis la vida y vuestra fortaleza!

No se produjo ningún levantamientosúbito. Thrall supuso que no podíaechárselo en cara.

—Te lo pediré una vez más,Blackmoore. Negocia, o muere.

Blackmoore se encumbró sobre la

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empalizada. Thrall vio que sostenía algoen la mano derecha. Era un saco.

—¡Ésta es mi respuesta, Thrall!Metió la mano en el saco y extrajo

algo. Thrall no pudo ver lo que era, perosí se fijó en que el sargento y Langstonretrocedían. El objeto voló por los aireshacia él y golpeó el suelo, para rodarhasta detenerse a los pies de Thrall.

Los ojos azules de Taretha lomiraron sin ver, hundidos en la cabezacercenada.

—¡Eso es lo que hago yo con lostraidores! —gritó Blackmoore,bailoteando enloquecido por la pasarela—. ¡Eso es lo que hacemos con los seresqueridos que nos traicionan… que lo

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cogen todo sin dar nada a cambio… quesimpatizan con los mil veces malditosorcos!

Thrall no lo oyó. El truenoensordecía sus oídos. Las rodillas lefallaron y cayó en la tierra. La bilis leinundaba la garganta, se le nubló lavista.

No era posible. Tari no. Ni siquieraBlackmoore sería capaz de cometersemejante crimen con una inocente.

Pero la bendita inconsciencia nollegaba. Permanecía despierto,testarudo, con la vista clavada en lalarga melena rubia, en los ojos azules,en el cuello ensangrentado. La horribleimagen se desvaneció. Las lágrimas

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corrían por su rostro. Con el pechooprimido por la agonía, Thrall recordólo que le dijera Tari, hacía tanto tiempo:Esto se llama lágrimas. Afloran cuandonos sentimos tristes, apenados, como sinuestros corazones estuvieran tan llenosde dolor que rebosara de nuestroscuerpos.

Pero el dolor sí que tenía una vía deescape. La acción, la venganza. Un velorojo cubrió los ojos de Thrall, alzó lacabeza y profirió un alarido de rabiacomo nunca antes la habíaexperimentado. El grito le abrasó lagarganta con su furia descarnada.

El cielo entró en ebullición.Docenas de relámpagos hendieron las

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nubes, emborronando la vista. Losfuribundos estallidos ensordecedores delos truenos herían los oídos de loshombres de la fortaleza. Muchos deellos arrojaron las armas al suelo y searrodillaron, gimoteando de terror antela cólera celestial que reflejabainequívoca el lacerante dolor del líderorco.

Blackmoore se reía, confundiendo larabia de Thrall con el abatimiento.Cuando los últimos trallazos del truenose hubieron apagado, exclamó:

—¡Decían que no se te podíadoblegar! Pues bien, Thrall, yo te hedoblegado. ¡Te he doblegado!

El grito de Thrall se apagó. Miró a

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Blackmoore. Incluso desde aquelladistancia, vio cómo el semblante deBlackmoore se tornaba pálido ahoraque, al fin, comenzaba a comprender loque había provocado con su brutalasesinato.

Thrall había venido con la esperanzade encontrar una solución pacífica. Losactos de Blackmoore habían eliminadoesa posibilidad. Blackmoore no viviríapara ver otro amanecer, y su fortaleza serompería como el cristal ante el ataquede los orcos.

—Thrall… —Era Grito Infernal,preocupado por la salud mental de sucaudillo. Thrall, con el pecho aúnescarnecido por el dolor y con el rostro

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todavía bañado por las lágrimas, loempaló con la mirada. La expresión deGrito Infernal mostraba comprensión yaprobación.

Despacio, apelando a su poderosacapacidad de autocontrol, Thrall alzó elimponente martillo de guerra. Comenzóa pisotear con fuerza, componiendo unritmo regular y poderoso. Los demás seunieron a él de inmediato, y la tierracomenzó a estremecerse.

Langston observaba, repugnado yatónito, la cabeza de la muchacha tiradaen el suelo, a cien metros de distancia.Sabía que Blackmoore poseía una venacruel, pero jamás se habría imaginado…

—¡Qué has hecho! —Las palabras

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estallaron en la garganta del sargento,que agarró a Blackmoore y lo giró paramirarlo a la cara.

Blackmoore profirió una risahistérica.

El sargento se quedó helado alescuchar los gritos. Percibió el ligerotemblor de la roca.

—Mi señor, está haciendo quetiemble la tierra… ¡debemos disparar!

—¡Con dos mil orcos pisoteando alunísono, cómo no va a temblar la tierra!—gruñó Blackmoore. Volvió a tornarsehacia la almena, al parecer con laintención de seguir zahiriendo al orcocon sus palabras.

Estaban perdidos, pensó Langston.

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Ya era demasiado tarde para rendirse.Thrall iba a emplear su magiademoníaca y destruiría la fortaleza y atodos sus ocupantes para reparar lamuerte de la muchacha. Movió la boca,pero no emitió ningún sonido. Sintió queel sargento lo miraba.

—¡Malditos seáis todos vosotros,nobles bastardos sin corazón! —siseó elsargento, antes de aullar—: ¡Fuego!

Thrall ni siquiera parpadeó cuandodispararon los cañones. A su espalda seoían gritos de tormento, pero él estabaileso. Invocó al espíritu de la tierra,vertiendo su dolor, y la tierra respondió.El suelo se acombó y se encorvó,describiendo una línea recta y precisa

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que iba directa desde los pies de Thrallhasta la colosal puerta, igual que elsurco excavado por alguna gigantescacriatura subterránea. La puerta seestremeció. La piedra circundantetembló y se desprendieron variasesquirlas de roca, pero la construcciónera más sólida que las murallas de loscampamentos, y resistió.

Blackmoore soltó un chillido.Comenzaba a ver el mundo conrenovada nitidez y, por primera vezdesde que se emborrachara lo suficientecomo para ordenar la ejecución deTaretha Foxton, pudo pensar conclaridad.

Langston no había exagerado. Los

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poderes de Thrall eran inmensos y sutáctica para desalentar al orco habíafracasado. Lo cierto era que habíadespertado en él una furia renovada.Ante los perplejos y repugnados ojos deBlackmoore, cientos… no, miles… deenormes formas esmeraldas corrían porla carretera como un torrente de muerte.

Tenía que salir de allí. Thrall iba amatarlo. Lo sabía. De algún modo,Thrall iba a dar con él y lo mataría porlo que había hecho con Taretha…

Tari, Tari, yo te quería, ¿por qué mehiciste eso?

Alguien vociferaba. Langston leestaba ladrando al oído, con suencantador rostro amoratado y los ojos

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desorbitados por culpa del miedo, y lavoz del sargento atronaba en su otraoreja, produciendo ruidos incoherentes.Los miró, desvalido. El sargentoescupió otra retahila de palabras, antesde volverse hacia los hombres.Continuaban cargando y disparando loscañones y, a los pies de Blackmoore, loscaballeros cargaban contra las filasoreas. Oyó gritos de batalla y elentrechocar del acero. Las armadurasnegras de sus soldados se mezclabancon la fea piel verde de los orcos, y aquíy allá se apreciaban relámpagos depelaje blanco… por la Luz, ¿habríaconseguido Thrall reunir a tantos lobosblancos en su ejército?

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—Demasiados —musitó—. Sondemasiados. Son tantos…

Una vez más, se estremecieron losmuros de la fortaleza. Un miedo comoBlackmoore no había conocido hasta esemomento se apoderó de él y cayó derodillas. Fue de ese modo, a cuatropatas igual que un perro, como se abriópaso hasta la escalera para llegar alpatio.

Todos los caballeros estaban fuera,peleando y, presuponía Blackmoore,muriendo. En el interior, los hombresque quedaban chillaban y reunían lo quetenían a mano para defenderse:guadañas, horcas, incluso las armas demadera con que un Thrall mucho más

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joven había desarrollado su talentomarcial. Un olor peculiar y conocidollegó hasta el olfato de Blackmoore.Miedo, eso era. Se había embriagadocon ese hedor en el pasado, lo habíapercibido en los cadáveres de lossoldados. Ya se había olvidado de lasnauseas que le provocaba.

Se suponía que no tenía que acabarasí. Los orcos del otro lado de lasmaltratadas puertas iban a componer suejército. Su líder, que no cesaba deaullar el nombre de Blackmoore, iba aser su dócil y obediente esclavo. Tariiba convertirse en… pero ¿dóndeestaba?… se acordó, se acordó de cómosus labios habían dado forma a la orden

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de arrebatarle la vida, de cómo habíacaído enfermo ante sus propios hombres,enfermo de cuerpo y de espíritu.

—¡Ha perdido el control! —exclamó Langston al oído del sargento,gritando para hacerse oír por encima delos cañonazos, del estrépito de lasespadas contra los escudos y de losalaridos de dolor. De nuevo, seestremecieron los muros.

—¡Ya hace mucho que perdió elcontrol! —respondió el sargento—.¡Estás al mando, lord Langston! ¿Quéquieres que hagamos?

—¡Rendios! —chilló Langston, sinpensárselo dos veces. El sargento, conla mirada atenta en la batalla que se

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desarrollaba a diez metros de distancia,negó con la cabeza.

—¡Ya es demasiado tarde para eso!Blackmoore nos ha condenado a todos.Tenemos que resistir hasta que Thralldecida que quiere volver a hablar depaz… si es que eso llega a ocurrir. ¿Quéquieres que hagamos? —reiteró.

—Me… os… —Cualquier atisbo derazonamiento lógico había abandonadoel cerebro de Langston. Eso quellamaban guerra no era para él; y menosahora que la había experimentado deprimera mano. Sabía que era uncobarde, y se despreciaba por ello, perola verdad era innegable.

—¿Quiere que asuma el mando de la

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defensa de Durnholde, señor? —preguntó el sargento.

Langston volvió los ojos cargadosde lágrimas hacia el veterano, y asintió.

—Muy bien —dijo el sargento, quese volvió para enfrentarse a los hombresdel patio y empezó a repartir órdenes.

En ese momento, la puerta estalló enmil pedazos y una oleada de orcosirrumpió en el patio de una de lasfortalezas más sólidas jamásconstruidas.

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E

CAPÍTULOVEINTE

l cielo se abrió y descargó un

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telón de lluvia, aplastándole aBlackmoore el pelo sobre la cabeza yconsiguiendo que patinara en elresbaladizo fango del patio. Se cayó confuerza y perdió el aliento. Se obligó aponerse de pie y a continuar. Sólo habíauna manera de escapar de aquel ruidosoy sangriento infierno.

Llegó a sus aposentos y acudiócorriendo a su escritorio. Con dedostrémulos, buscó la llave. Se le cayó dosveces antes de que consiguiera llegar atrompicones hasta el tapiz que colgabajunto a su cama, rasgar la tela eintroducir la llave en la cerradura.

Entró a la carrera, olvidándose delos escalones, por lo que los bajó

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rodando. No obstante, aún estaba tanebrio que tenía el cuerpo entumecidocomo si fuera de trapo, por lo queapenas sufrió algunas magulladuras. Laluz que brillaba en el umbral de lapuerta de su dormitorio le permitía verescasos metros por delante de él; másallá le aguardaba la oscuridad absoluta.Tendría que haber traído consigo unalámpara, pero ya era demasiado tarde.Ya era demasiado tarde para muchascosas.

Comenzó a correr tan deprisa comopodían transportarlo sus piernas. Lapuerta del otro extremo seguiría sintener echado el cerrojo. Podía huir,podía adentrarse en el bosque y regresar

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más tarde, cuando hubiera terminado lacarnicería, y fingir… no lo sabía. Algo.

La tierra volvió a estremecerse, yBlackmoore perdió el equilibrio. Sintiócómo lo bañaba una lluvia de piedras yarena. Cuando hubo cesado el temblor,se levantó y siguió adelante, con losbrazos extendidos. El polvo habíaformado una densa nube, y tosió conviolencia.

Algunos pasos más adelante, susdedos tantearon una enorme pila derocas. El túnel se había derrumbado anteél. Por un momento desquiciado,Blackmoore intentó abrirse pasoescarbando con las manos hasta que,sollozando, se dejó caer al suelo.

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¿Ahora qué? ¿Qué iba a ser ahora deAedelas Blackmoore?

La tierra volvió a estremecerse.Blackmoore se incorporó de un salto ycomenzó a desandar a la carrera elcamino recorrido. La culpabilidad y elmiedo eran fuertes, pero el instinto desupervivencia lo era aún más. Unestrépito horrible hendió el aire, yBlackmoore se dio cuenta, sobrecogido,de que el túnel volvía a desplomarsedetrás de él. El terror le puso alas en lospies y aceleró la marcha en dirección asus aposentos. El techo del túnel no loalcanzó por medio metro, como siestuviera pisándole los talones.

Subió la escalera a trompicones y

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saltó hacia delante en el preciso instanteen que el túnel se derrumbaba con unsobrecogedor estruendo. Blackmoore seaferró a las briznas del suelo como siellas pudieran ofrecerle algo de solidezen ese mundo que se había vuelto locode repente. El terrible temblor de tierraparecía no tener fin.

Al cabo de una eternidad, se acabó.No se movió, se quedó tendido con lacara pegada al suelo, jadeando.

Una espada surgió de la nada paradetenerse con un tañido a escasoscentímetros de su nariz. Con un chillido,Blackmoore retrocedió a rastras.Levantó la cabeza y vio a Thrall delantede él, espada en ristre.

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Que la Luz lo protegiera,Blackmoore se había olvidado de logrande que era Thrall. Ceñido por unaarmadura negra, blandiendo una espadaenorme, parecía encumbrarse sobre lapostrada figura de Blackmoore igual quese yergue una montaña sobre el paisaje.¿Había poseído siempre esadeterminación que se reflejaba en supoderosa y deforme quijada, ésa… esapresencia?

—Thrall —tartamudeó Blackmoore—. Déjame que te explique…

—No —dijo Thrall, con unaserenidad que aterrorizó a Blackmooremás de lo que habría conseguido unrugido de rabia—. No puedes explicar

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nada. No existe ninguna explicación. Loúnico que resta es la batalla que ya se hapostergado demasiado. Un duelo amuerte. Coge la espada.

Blackmoore replegó las piernas bajoel cuerpo.

—No… es…—Coge la espada —repitió Thrall,

con voz ronca—, si no quieres que teensarte en el sitio igual que un niñoasustado.

Blackmoore extendió una manotemblorosa y la cerró en torno a laempuñadura de la espada.

Bien, pensó Thrall. Por lo menos,Blackmoore iba a proporcionarle lasatisfacción de pelear.

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La primera persona a la que habíabuscado era Langston. No le habíaresultado difícil intimidar al joven lordpara que revelara la existencia del túnelde huida. La herida reciente de Thrall seabrió de nuevo al darse cuenta de queése debía de haber sido el camino queutilizara Taretha para escabullirse e ir averle.

Había invocado los terremotos parasellar el túnel, a fin de que Blackmoorese viera obligado a regresar por elmismo camino. Mientras esperaba, habíaapartado los muebles sin miramientospara despejar el escenario de suconfrontación definitiva.

Vio cómo Blackmoore se

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incorporaba con dificultad. ¿En verdadera ése el hombre al que había adoradoy temido siendo joven? Le costabacreerlo. Ese hombre era unespantapájaros emocional y físico. Latenue sombra de la clemencia planeó denuevo sobre Thrall, pero no estabadispuesto a permitirse olvidar lasatrocidades que había cometidoBlackmoore.

—Ven a por mí —rugió.Blackmoore saltó como impulsado

por un resorte. Era más rápido y estabamás concentrado de lo que se habíaesperado Thrall, dada su condición, y elorco tuvo que reaccionar enseguida parafintar el golpe. Paró la estocada y

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aguardó a que Blackmoore arremetierade nuevo.

Era como si el conflicto hubieradado nuevas energías al señor deDurnholde. Algo parecido a la furia y ala determinación asomó a su semblante,y sus movimientos ganaron confianza.Fintó a la izquierda, antes de atacar aThrall por el flanco derecho. Aun así, elorco paró sin problemas.

Eligió ese momento para lanzar suataque, sorprendido y satisfecho en parteal ver que Blackmoore era capaz dedefenderse y sólo sufría un roce en elindefenso costado izquierdo.Blackmoore se dio cuenta de sudebilidad y miró en rededor en busca de

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algo que pudiera servirle de escudo.Con un gruñido, Thrall arrancó la

puerta de sus goznes y la lanzó contraBlackmoore.

—Escóndete detrás de la puertacomo un cobarde —gritó.

La puerta, aunque habría podidoconstituir un buen escudo para un orco,era demasiado grande para Blackmoore.La apartó a un lado, irritado.

—Todavía no es demasiado tarde,Thrall —dijo, sorprendiendo al orco—.Puedes unirte a mí, podemos trabajarjuntos. ¡Desde luego que liberaré a losorcos, si me prometes que lucharán bajomi estandarte, igual que tú!

Thrall estaba tan furioso que no se

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defendió como debía cuandoBlackmoore cargó contra él porsorpresa. No levantó la espada a tiempo,y el filo de Blackmoore repicó contra laarmadura. Fue un golpe limpio, y lacoraza fue lo único que salvó a Thrallde resultar herido.

—Sigues estando borracho,Blackmoore, si crees por un instante quepuedo olvidarme de cómo…

El velo rojo volvió a nublar la vistade Thrall. El recuerdo de los ojos azulesde Taretha, mirándolo sin vida, era másde lo que podía soportar. Se habíaestado conteniendo, intentandoconcederle a Blackmoore al menos laoportunidad de pelear, pero se olvidó de

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todo. Con la rabia impasible de una olagigante que arrasara una ciudad costera,Thrall se echó encima de Blackmoore.Con cada golpe, con cada grito decólera, revivía su atormentada juventuda manos de aquel hombre. Cuando laespada de Blackmoore salió disparadade entre sus dedos, Thrall vio el rostrode Taretha, la afable sonrisa queabarcaba a orcos y a humanos por igual,sin ver diferencias entre ellos.

Cuando hubo acorralado aBlackmoore en un rincón, y aquellaruina de hombre hubo sacado un puñalde su bota y se lo hubo lanzado a lacara, rozándole el ojo, Thrall profirió unalarido de venganza y hendió el aire con

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su espada.Blackmoore no murió al instante. Se

quedó tumbado, jadeante, aferrándose elcostado con impotencia mientras lasangre borbotaba en un intermitentetorrente escarlata. Miró a Thrall conojos vidriosos. Un reguero de sangremanaba entre sus labios. Para asombrode Thrall, esbozó una sonrisa.

—Eres… lo que yo hice de ti… mesiento tan orgulloso… —Dicho lo cual,se hundió contra la pared.

Thrall salió de la fortaleza al airelibre del patio. La lluvia torrencialmartilleó sobre él. Al instante, GritoInfernal se presentó chapoteando ante él.

—Informa —exigió Thrall, mientras

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valoraba la situación con la mirada.—Hemos tomado Durnholde, señor

de la guerra —dijo Grito Infernal.Estaba salpicado de sangre y parecíaextasiado; sus ojos rojos relucían—. Losrefuerzos humanos aún se encuentran aleguas de distancia. Casi todos los quehan ofrecido resistencia han sidoreducidos. Ya casi hemos terminado derastrear la fortaleza y de apresar aaquéllos que no han presentado batalla.Las hembras y sus crías no han sufridoningún daño, como ordenasteis.

Thrall vio racimos de sus guerrerosque rodeaban a grupos de machoshumanos. Estaban sentados en el fango,fulminando con las miradas a sus

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captores. Aquí y allá se producía algúnalboroto, pero no tardaba en quedarsofocado. Thrall se dio cuenta de que,aunque los orcos parecían ansiar atacara sus prisioneros, se contenían.

—Búscame a Langston.Grito Infernal se apresuró a cumplir

la orden de Thrall, que se dedicó asupervisar los distintos grupos. Loshumanos se mostraban, o bien aterrados,o bien beligerantes, pero resultabaevidente quién estaba ahora al mando deDurnholde. Se dio la vuelta cuandoregresó Grito Infernal, que azuzaba aLangston ante él con comedidosaguijonazos de su espada.

Langston se arrodilló de inmediato

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delante de Thrall. El orco, vagamenteasqueado, le ordenó que se levantara.

—Ahora estás al mando, supongo.—Bueno, el sargento… sí. Sí que lo

estoy.—Tengo una tarea que

encomendarte, Langston. —Thrall seagachó para quedar cara a cara con suinterlocutor—. Tú y yo sabemos quétipo de traición planeaba Blackmoore.Ibais a volveros contra vuestra Alianza.Te ofrezco la oportunidad deenmendarte, si estás dispuesto aaprovecharla.

Langston buscó sus ojos con lamirada, y parte del miedo abandonó surostro. Asintió.

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—¿Qué quieres que haga?—Envía un mensaje a vuestra

Alianza. Diles lo que ha ocurrido hoy.Diles que, si eligen la vía de la paz, nosencontrarán dispuestos a negociar y acooperar con ellos, siempre que liberenal resto de mi pueblo y nos entreguenalgunos territorios, territorioshabitables. Si prefieren el camino de laguerra, se encontrarán con un enemigocomo nunca han visto. Pensabais queéramos fuertes hace quince años, peroeso no es nada comparado con el rivalal que se enfrentarían hoy en el campode batalla. Has tenido la suerte desobrevivir a dos enfrentamientos con miejército. No me cabe duda de que serás

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capaz de comprender hasta qué puntosuponemos una amenaza para ellos.

Langston había palidecido bajo lamáscara de sangre y barro que le cubríael rostro, pero seguía mirando a Thrall alos ojos.

—Dadle un caballo y provisiones —dijo Thrall, convencido de que sumensaje había quedado claro—.Langston va a cabalgar sin sermolestado en busca de sus superiores.Espero, por el bien de tu gente, que teescuchen. Ahora, vete.

Grito Infernal asió a Langston delbrazo y lo condujo a los establos. Thrallvio que, según sus instrucciones,aquéllos de sus guerreros que no estaban

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ocupados vigilando a los humanos seafanaban en sacar provisiones de lafortaleza. Caballos, vacas, ovejas, sacosde trigo, sábanas para conseguir vendas;todo lo que podía necesitar un ejércitocaería enseguida en manos de la Horda.

Había otro hombre con el que teníaque hablar y, después de un rato, loencontró. El pequeño grupo de hombresdel sargento no había rendido las armas,pero tampoco las esgrimían. Se habíaproducido una tregua, con ambos bandosarmados, pero sin que ninguno sintieradeseos de que arreciara el conflicto.

El sargento entornó los ojos cuandovio que se acercaba Thrall. El círculode orcos se abrió para permitir el paso

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de su señor de la guerra. Por un instanteinterminable, el sargento y Thrall semiraron. De improviso, Thrall llevó lamano al lóbulo del sargento, más velozde lo que su antiguo instructor hubieracreído posible, y agarró el aro de oroentre sus fuertes dedos verdes. Con lamisma facilidad, Thrall lo soltó,dejando el pendiente donde estaba.

—Fuisteis un buen maestro,sargento.

—Tú eras un buen alumno, Thrall.—Blackmoore ha muerto. Tu gente

está siendo evacuada de la fortaleza yestamos recogiendo sus provisiones.Durnholde se yergue tan sólo porque yodecido que siga en pie. —Para enfatizar,

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propinó un pisotón en el suelo y la tierrase estremeció con violencia—. Usted meenseñó el concepto de la clemencia. Enestos momentos, debería alegrarse dehaberme impartido esa lección. Vuestrosrefuerzos no llegarán a tiempo deayudaros. Si sus hombres se rinden,tanto ellos como sus familias tendránpermiso para marcharse. Nosocuparemos de que se provean decomida y agua, incluso de armas. Losque no claudiquen sucumbirán entre losescombros. Sin esta fortaleza y sin suscaballeros para proteger los campos,nos resultará sencillo liberar al resto denuestros congéneres. Ésa ha sidosiempre mi única meta.

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—¿En serio? —inquirió el sargento.Thrall sabía que se refería aBlackmoore.

—La justicia era mi meta. Y ya estáservida.

—¿Tengo tu palabra de que nadiesaldrá herido?

—La tiene —dijo Thrall, levantandola cabeza para mirar a sus guerreros—.Si no ofrecéis resistencia, se ospermitirá partir en paz.

A modo de respuesta, el sargentotiró su arma al fango. Se produjo unmomento de silencio, antes de que losdemás soldados hicieran lo propio. Labatalla había concluido.

Cuando todo el mundo, humanos y

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orcos por igual, hubo salido de lafortaleza, Thrall invocó al espíritu de latierra.

Este lugar no entraña provechoalguno. Ha albergado prisioneros que nohabían cometido ningún delito, haelevado la maldad a un nuevo nivel. Quecaiga. Que se desmorone.

Extendió los brazos y comenzó apisotear el suelo de forma acompasada.Con los ojos cerrados, Thrall se acordóde su diminuta celda, de las torturas deBlackmoore, del odio y el desprecio enlos ojos de los hombres junto a los quehabía entrenado. Los recuerdos leproducían dolor mientras los repasaba ylos revivía durante un breve instante

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antes de desembarazarse de ellos.Que caiga. ¡Que se desmorone!La tierra rugió, por última vez en el

transcurso de esa batalla. El sonido eraensordecedor mientras la poderosaconstrucción de piedra quedabapulverizada. El suelo se alzó, como siquisiera devorar a la fortaleza. Sederrumbó el símbolo de todo contra loque había luchado Thrall. Cuando latierra se hubo estabilizado de nuevo, loúnico que quedaba de la soberbiaDurnholde era una pila de rocas yastillas de madera. Los orcosprofirieron sonoros vítores. Loshumanos, abatidos y desolados,observaban en silencio.

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En esa pila, en alguna parte, yacía elcuerpo de Aedelas Blackmoore.

—Hasta que no lo entierres en tucorazón, no podrás enterrarlo lo bastantehondo —se oyó una voz junto a Thrall.Se giró y vio a Drek’Thar.

—Eres sabio, Drek’Thar.Demasiado, tal vez.

—¿Ha servido de algo su muerte?Thrall se lo pensó antes de

responder.—Era necesario. Blackmoore era

veneno, no sólo para mí, sino paramuchos más. —Vaciló—. Antes de queacabara con su vida, me… me dijo quese sentía orgulloso de mí. Que yo era loque él había hecho de mí. Drek’Thar,

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esa idea me aterroriza.—Desde luego que eres lo que

Blackmoore hizo de ti —repusoDrek’Thar, sorprendiendo y repugnandoa Thrall con la respuesta. Condelicadeza, el anciano apoyó la mano enel brazo blindado del joven chamán—.Como también eres lo que hizo de tiTaretha. Y el sargento, y Martillo deCondena, y yo, e incluso Canción deNieve. Eres lo que ha hecho de ti cadabatalla, y eres lo que tú mismo hashecho de ti… el señor de los clanes. —Se inclinó, antes de dar media vuelta yalejarse, guiado por Palkar, su lazarillo.Thrall lo observó marchar. Esperabaque algún día pudiera ser tan sabio

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como Drek’Thar.Se acercó Grito Infernal.—Los humanos han recibido agua y

comida, señor de la guerra. Nuestrosexploradores informan de que losrefuerzos humanos estarán aquí enbreve. Deberíamos irnos.

—Enseguida. Tengo un encargo parati. —Tendió un puño cerrado hacia GritoInfernal. Lo abrió para depositar unacadena de plata con un colgante enforma de luna creciente en la palma deGrito Infernal—. Encuentra a loshumanos llamados Foxton. Es probableque no se hayan enterado hasta ahora dela muerte de su hija. Dales esto ydiles… di les que los acompaño en el

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sentimiento.Grito Infernal hizo una reverencia,

antes de alejarse para cumplir lavoluntad de Thrall. El caudillo orcoinhaló con fuerza. Atrás quedaba elpasado, la ruina que otrora fueseDurnholde. Ante él se extendía el futuro,un mar esmeralda… su pueblo, queaguardaba expectante.

—Hoy —exclamó, alzando la vozpara que todos pudieran oírle—, hoy,nuestro pueblo ha conseguido una granvictoria. Hemos derribado la poderosafortaleza de Durnholde, hemos roto supresa sobre los campamentos. Perotodavía no podemos descansar, niafirmar que hemos ganado esta guerra.

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Son muchos nuestros hermanos yhermanas que languidecen en cautiverio,pero sabemos que pronto serán libres.Ellos, al igual que vosotros, sabrán loque significa ser un orco, conocerán lapasión y el poder de nuestra orgullosaraza. Somos invencibles. Triunfaremos,porque nuestra causa es justa. ¡Adelante,busquemos los campos, derribemos susmuros y liberemos a nuestro pueblo!

Se alzó un estruendoso clamor yThrall miró en rededor para ver losmiles de rostros orcos, bellos yorgullosos. Tenían las bocas abiertas yblandían los puños, y hasta la últimalínea de sus enormes cuerpos delatabajúbilo y excitación. Se acordó de las

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dóciles criaturas del campamento ysintió una punzada de gozoso dolor alpermitirse el darse cuenta de que habíasido él uno de los que les habíainfundido ánimo. La idea le hacíasentirse humilde.

Una profunda paz se apoderó de élmientras observaba cómo su pueblojaleaba su nombre. Tras tantos años debúsqueda, por fin sabía cuál era suauténtico destino; en el fondo de su sersabía quién era:

Thrall, hijo de Durotan… señor dela guerra de la Horda.

Había encontrado su hogar.

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Escritora americana, Christie Golden esconocida por sus novelas de terror,ciencia ficción y fantasía, la mayoría delas cuales se pueden encuadrar engrandes franquicias dedicadas a losjuegos de rol y a los videojuegos.

A destacar su trabajo en la saga de

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World of Warcraft, Ravenloft o Star TrekVoyager.