el secreto de pío
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Pío oculta a Agustín el secreto de sus historias. El pequeño amigo, intrigado por el despliegue de conocimientos de Pío, no duda en preguntárselo, desencadenando así toda la historia.TRANSCRIPT
2012
J. Mateo
Logroño
21/12/2012
El Secreto de Pío
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Definir El Secreto de Pío es algo complicado. En sus inicios se trataba de
un breve, brevísimo relato, no superior a las cuatro páginas. Con el paso
del tiempo, gracias a las muestras de agradecimiento recibidas, la historia
se fue alargando poco a poco, hasta convertirse en lo que ahora
finalmente es.
No pretendo definir esta historia como una obra literaria. Nada estaría
más lejos de la realidad, simplemente es eso, un relato, menos breve de lo
habitual.
Esperando que el resultado final sea del agrado de todos aquellos que a lo
largo de los post publicados en La Silla de Pensar
www.enlasilladepensar.wordpress.com , sea el esperado.
Para terminar, y dejar paso libre a la historia propiamente dicha, solo
puedo decir una cosa, GRACIAS. Me dirijo especialmente a esas personas,
pocas la verdad, que post tras post han mostrado su interés y que se ha
visto reflejado en el blog en forma de visitas, algo que personalmente no
puedo dejar de agradecer.
Ahora os dejo con la verdadera historia de El Secreto de Pío. Espero que la
disfrutéis.
Si cuentas las cosas como te salen del corazón, además de resultar
sinceras, seguramente estés regalando a aquél que tenga el gusto de
leerlas, una lectura fácil, directa y puede que hasta emocionante.
No es mejor escritor aquel que cuenta las cosas de un modo mucho más
adornado, sino aquel que es capaz de reflejar sobre un papel y a través de
un teclado, todo lo que lleva guardado en su interior, eso si, de modo
legible.
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Agustín era un niño de
apenas seis años,
encuadrado dentro de
una familia de clase
media baja, que
convivía en una
angosta casa
heredada de su
abuelo paterno. Junto
a él, estaban sus
padres, su abuela
materna y sus dos
hermanas, más
pequeñas que él.
La situación dentro del entorno familiar no estaba para tirar cohetes. En el pequeño pueblo de Tarandela de la Sierra, apenas había trabajo para nadie. No existía industria alguna y toda la riqueza se generaba a partir del cultivo y labranza de las inaccesibles parcelas sitas en la cara norte del Pico del
Pajarraco, cumbre más alta que daba sombra y cobijo a la población. Su madre bastante tenía con hacerse cargo de las labores domésticas y atender en la medida de lo posible y racionando, con suma maestría, el tiempo disponible, a sus tres hijos y a su mermada madre. El alzhéimer había hecho acto de presencia y cualquier atención hacia ella, era poca. Doña Manola, durante sus tiempos de lucidez, fue la mejor consejera y amiga que en la vida había tenido Isabel, pero ahora, postrada en la cama la mayor parte del día, era la mayor de las cargas diarias que debía afrontar la madre de Agustín. Si, además de esto, sus dos hermanas, Isabel y Jara, gemelas, y con apenas 6 meses de edad, necesitaban del cuidado y atención de su madre, el tiempo que Agustín podía disfrutar de la figura materna era más bien escaso.
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Su padre, Anselmo, se pasaba todo el día fuera de casa, cuidando el ganado de Don Nicolás, uno de los hombres más pudientes de Tarandela, que había labrado su riqueza gracias a la aventura migratoria que, unos cuarenta años atrás, había emprendido con destino a Argentina. Allí, fruto de su carácter emprendedor, había fundado una pequeña empresa textil que, con el paso de los años, fue no solo creciendo en plantilla sino también en reputación, o lo que es lo mismo, en ingresos para las cada vez más repletas arcas de Don Nicolás. Cuando la compañía estaba en lo más alto, un emporio norteamericano hizo una suculenta oferta por ella y Don Nicolás no dudó en aceptar. Con ella se había ganado su jubilación y la posibilidad de regresar a Tarandela, de donde tuvo que salir en el pasado para buscarse la migaja de pan que llevarse a la boca, permitiéndole regresar a su amado lugar de origen con la satisfacción de haber triunfado en la vida.
El horario del pastoreo ya se sabía que era a tiempo completo, todos los días de la semana y todas las semanas del año. No cabía fiesta alguna y no existía descanso jamás. Esto hacía que Anselmo apenas pudiese disfrutar de sus amados hijos, y en ese hogar la figura paterna era algo más de espíritu que testimonial.
Con estas premisas Agustín se pasaba el día prácticamente solo. Apenas,
durante la mañana, que era el tiempo destinado a sus obligaciones
lectivas en Santa Aguilucha, el pueblo de al lado, podía interactuar con
otros niños. Pocos, la verdad, ya que la comarca era una de las más
despobladas de la provincia. Pero ese pequeño oasis de algarabía y juego,
suponía la única inyección de alegría en el cuerpo de pequeño Agustín.
Una vez llegado a casa, la rutina, la tristeza y sobre todo, la tan mal llevada
soledad, era lo único que alimentaba su día a día.
Muchas tardes, cansado de tan poca atención recibida, cogía su arcaica bicicleta heredada de su primo mayor, y se daba vueltas sin sentido por el núcleo de Tarandela. Si había suerte, podría encontrarse a Pío, el cartero del pueblo, que además ejercía las labores de sereno por las noches. El viejo cartero siempre tenía una historia que contar, cada cual más rocambolesca y mucho menos creíble, pero que al menos amenizaba con ella las largas y tediosas tardes de Agustín.
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Encontrarse con Pío era sin duda lo mejor que le podía pasar al pequeño Agustín. Hacía mucho tiempo que había aprendido que todo lo que le contaba, era mentira, pero eso no importaba en absoluto. Nadie como él era capaz de transportar al pequeño Agustín a mundos totalmente desconocidos, y solo por esa razón, antes de salir de casa con la bici, rezaba a lo que estuviera en su mano, para que la diosa fortuna le regalase una tarde fantasiosa al lado de Pío, su único amigo en el pueblo. Cuando llegaba a casa, la realidad era terca y dura, pero sabía que no había posibilidad de cambiarla, aunque recurría a la historia que su amigo le había contado para teñir de gris el clima tan negro que el día a día le regalaba.
Muchas veces se preguntaba para si mismo como Pío podía tener una mente tan prodigiosa, capaz de inventarse tal cantidad de historias fantasiosas. No podía imaginar como, con ese intelecto y facilidad de palabra, podía estar ejerciendo de cartero en ese pequeño pueblo perdido de la mano de Dios, pero se decía a si mismo, cosas de mayores, seguro. Desde siempre, cualquier explicación que había pedido sobre asuntos que no alcanzaba a entender, recibía la misma respuesta: – Agustín, cosas de
mayores -. Nadie podía imaginar lo mucho que odiaba esa explicación, ya que, además de no otorgarle respuesta alguna, le hacía sentir como un auténtico inútil, como alguien que no estaba capacitado para entender las cosas, y la realidad era que nadie había perdido un solo minuto en tratar de hacerle comprender la verdadera respuesta.
Las noches en la vieja casa de Tarandela, sobre todo en el crudo invierno,
eran demasiado duras. El frío traspasaba cualquier ropa que se pusiese
encima no permitiendo de forma alguna conciliar el sueño, por muy
cansado que estuviese.
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Era un frío húmedo, cruel y despiadado, que se clavaba, como el más duro
alfiler, en todo su cuerpo, llegando a tener incluso pequeños síntomas de
congelación. En la casa no había calefacción y el único calor provenía de la
gran chimenea que estaba sita en el salón de la planta inferior. Desde allí
era prácticamente imposible expandir el calor que regalaba el roble
quemado hacia el resto de la casa. Tenía claro que lo más parecido que
jamás iba a encontrar a los iglús que salían en los libros de geografía, lo
estaba viviendo noche tras noche en su propia casa.
Una de tantas noches en vela, la cabeza de Agustín, empezó a someterle a un exhaustivo interrogatorio interno. El objeto de las preguntas siempre giraba en torno a Pío y su interminable archivo de historias fantásticas. ¿Por qué sabía tanto? ¿Eran realmente inventadas? ¿Quién se las había contado? ¿Las había vivido en primera persona? ¿Por qué las compartía con él? Esas fueron unas de las muchas cuestiones sin respuesta que aquella larguísima noche de enero se plantearon en la mente de Agustín.
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Evidentemente, fueron preguntas en vano, pero algo más que una simple curiosidad se despertó en el pequeño, hasta el punto de estar decidido a transmitir las mismas al propio Pío, el único que podría saber la respuesta. Además, estaba convencido de que su amigo jamás le obsequiaría con el odiadoson cosas de mayores. Solo por eso, y ante la seguridad de que nada tenía que perder, se juró a si mismo que esa misma tarde buscaría por todo el pueblo a Pío con la única intención de encontrar respuestas a las cuestiones que le habían martilleado durante toda la noche. La mañana en el colegio se hizo eterna. Solo deseaba una cosa, llegar a casa y montarse a lomos de su vieja BH para encontrar, como fuera, a Pío. No podía dejarlo pasar más y tenía que conocer de una vez por todas el secreto que mejor guardaba su amigo, la llave de las historias más fantásticas que jamás habría podido imaginar, esa llave que cada tarde iluminaba de ilusión la rutinaria vida de Agustín, provocando que su ansiedad por llegar a casa fuese en aumento. Tras solventar, no con facilidad, la mañana estudiantil, el trayecto de regreso en el viejo autocar hacia su pueblo, pareció interminable. No tenía hambre, raro en él, puesto que normalmente devoraba con ansia el menudo plato calentito con el que su madre aguardaba cada mediodía. Para no tratar de preocupar a nadie, degustó con extrema rapidez, más por prisa por salir que por verdadero apetito, las acuosas lentejas que le esperaban en la mesa.
No medió palabra, simplemente su mirada estaba sita en el fondo del plato, tratando de buscar el fin que indicaba el pistoletazo de salida hacia la misión más ilusionante de su vida, encontrar a Pío.
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Apenas transcurrieron quince minutos de desesperante comida. Cumplido el trámite y tras los besos de rigor con que obsequiaba cada día a su abuela, madre y hermanas, fue raudo y veloz a la ruinosa cochera de la parte de atrás de su casa, donde aguardaba como siempre el vehículo que le permitía trasladarse por Tarandela. En un abrir y cerrar de ojos, Agustín ya estaba recorriendo las vacías calles del pueblo. Si su memoria no le fallaba, a esas horas Pío debería estar recogiendo los bártulos en el local habilitado como sede de correos. Allí su amigo tenía establecido el cuartel general y era el lugar donde más horas pasaba durante el día, ordenando las cartas que llegaban al pueblo y
estableciendo la ruta adecuada para el día siguiente, por lo que con un poco de suerte, podría darle caza rápida sin tener que volverse demasiado loco navegando por las callejuelas de Tarandela. A medida que se iba acercando al local, el pulso de Agustín se aceleraba
progresivamente, seguramente por la
tensión ante la posibilidad de hallar respuestas a aquellas preguntas que le martilleaban últimamente. Eso no iba a ser obstáculo para él, y con paso firme, tras apearse de la bici, se dirigió hacia el pomo de la puerta. Detrás de ella, con suerte, estaría Pío, el poseedor de la llave que guardaba todas las explicaciones. Debía llamar y tentar a la suerte, o siempre se arrepentiría de ello.
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Sin vacilar, golpeó con fuerza el pomo de la puerta. No una vez, ni dos, al menos hasta en tres ocasiones, garantizándose así ser oído. El silencio del lugar y la reiteración de su llamada, hacían que fuese imposible que si realmente estaba allí Pío, no se hubiese percatado de que alguien reclamaba su atención al otro lado de la puerta.
Fueron unos segundos eternos de espera. Ni siquiera oía los pasos de Pío acercarse hacia allí, y eso que tenía la oreja bien pegada a la puerta. Solo silencio, nada más que el duro y cruel silencio que representaba aquel local vacío. La suerte le había sido esquiva, ya que Pío no estaba allí, pero jamás se rendiría y se dijo, si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá
a Mahoma. Volviendo los pasos que minutos antes había dado, montó en su bólido rojo – así llamaba Agustín a la BH – y se dirigió a ninguna parte, con la seguridad de que tarde o temprano daría caza a su amigo, que, seguramente, debería estar por alguna callejuela ultimando el reparto diario de correspondencia. Para no volverse demasiado loco, decidió hacerlo en orden, y así ganar tiempo. Lo lógico, si es que cabía la lógica en su razonamiento, es que Pío repartiese el correo de fuera para adentro, es decir, desde la parte alta del pueblo hacia la plaza, un lugar próximo al fin de trayecto diario, su cuartel general. Con esta premisa, empezó a recorrer las calles que rodeaban el ayuntamiento, despacio, con los ojos puestos en todos los rincones y escondites posibles, esperando vislumbrar la sombra de su amigo. Nada de nada, por allí no había ni rastro de él. El radio de búsqueda fue en aumento y el tiempo de proceso se alargó considerablemente, dado que en ocasiones, para asegurarse del todo, repetía la búsqueda por las mismas calles, por si no había mirado bien en el paso anterior. Fueron dos horas de intensa e infructuosa búsqueda. Parecía que la tierra se había tragado a Pío y no había señal de él por ninguna parte, por lo que volvió con premura al lugar de origen, el cuartel general. Esta vez sin bajarse, se asomó a la quebrada ventana que daba luz al interior del local. Allí no había nadie, ni tan siquiera el bolso que utilizaba Pío para el reparto. Ni rastro.
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De repente, dentro del desasosiego que embargaba a Agustín, una bombilla se le encendió. Había registrado palmo a palmo cada rincón del pueblo. Todo, menos un lugar, La Taberna de Abundio. El único local social de pueblo, donde algunos pasaban más horas que en su propia casa. Se dijo a si mismo que Pío debería estar allí, tomándose ese asqueroso café – según propias palabras de su amigo – que servía la Teodora, hija de Abundio, el fundador de aquel paraíso dentro del lúgubre pueblo en el que vivía. Con una velocidad endiablada descendió la peligrosa y parcheada rampa que, desde la plaza y con dirección a las eras, había de llevarle de lleno a la taberna. Fueron veinte segundos del más vertiginoso descenso que jamás había protagonizado a lomos de su bólido rojo, pero la premura era necesaria si quería encontrar respuestas. Sin dedicar un solo segundo a aparcar correctamente su bici, dio un salto sobre la marcha y ya estaba abriendo la puerta del local. Jamás había entrado en él, y al verlo, tampoco le extrañaba demasiado. La última vez que allí se había hecho limpieza debía ser en tiempos de Atapuerca, apreciación hecha a tenor de la cantidad de sobres de azucarillo que había bajo la barra, y teniendo en cuenta la escasa y espaciada clientela que cada día debía soportar el local. Sin tiempo para ascos o delicadezas, desde el umbral de la puerta, preguntó a la Teodora si había visto por allí a Pío. La respuesta fue afirmativa, por fin un oasis de alegría dentro de tanta desesperación a lo largo de la tarde. Pero no fue completa del todo. Hacía al menos media hora que había salido de allí y no había vuelto a saber de él.
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Maldiciendo a su suerte y a no haber caído antes en su cafelito diario en la Taberna, volvió cuesta arriba, directo al cuartel general. Estuviese donde estuviese, tarde o temprano su amigo debería acercarse allí y no iba a perdérselo esta vez. Apostado sobre la puerta, hecho una bola para resguardarse del crudo invierno, creó su propia garita de guardia. Esta vez si, esta vez no se le iba a escapar.
Cuando ya superaba la hora de fría e interminable guardia, a lo lejos vio venir a alguien. Desde la distancia no podía discernir si se trataba de su amigo o de algún valiente lugareño dando el paseo diario. A medida que se acercaba, una inyección de alegría invadía cada rincón del cuerpo de Agustín. Se trataba, sin lugar a duda, de Pío, su amigo, su ansiado y tan buscado amigo. Este al ver allí al pobre niño buscando el calor del pequeño umbral de la puerta, se apresuró a su encuentro, temiendo que algo malo había pasado.
Tras abrir la puerta, introdujo en su interior a Agustín y procedió con rapidez a alimentar la casi apagada hoguera que había en la chimenea. Mientras cogía calor el local, buscó en los cajones y encontró una vieja manta con la que poder mitigar los tiriteos constantes de su joven amigo. Sea lo que fuera lo que había traído hasta allí a Agustín, tenía que ser importante. Tras ofrecerle también un caldo calentito recién preparado, la cara del pequeño valiente fue cogiendo mejor color, regalando la tranquilidad necesaria al descompuesto cuerpo de Pío, que estaba temiendo por la salud del pequeño. Pero aún había más, algo más. No sabía que era, pero era consciente de que se trataba de algo verdaderamente importante.
Por fin, cuando pareció encontrar su verdadero ser el pequeño Agustín, un abrazo fundió a ambos amigos. El nerviosismo se había disipado y ya podrían hablar de aquello que había traído a su joven amigo a su encuentro. Con celeridad, sin tiempo a que se compusiera por completo, Pío preguntó a Agustín el por qué de su visita. Este, que había previsto justo lo contrario, tras unos segundos de sorpresa, se decidió a intentarlo.
- Querido amigo – , dijo Agustín con voz temblorosa. – He venido hasta aquí porque llevo un tiempo dándole vueltas a una cosa y solo tú tienes la respuesta.
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- Sea lo que sea, suéltalo – contestó Pío, mirando con preocupación al joven.
- Pío, todas esas historias que me cuentas, ¿de dónde las sacas? ¿Las has vivido tú? ¿Quién te las ha contado? – Dijo sin tartamudear y de corrido mirando fijamente a los ojos del cartero.
- Sabía que tarde o temprano tu curiosidad haría que me lo preguntases. Pensaba que tardarías más, pero veo que ha llegado el momento – Respondió con voz pausada y sonrisa picarona, mientras agarraba una de las heladas manos de Agustín.
– Escucha con atención. Esto es un secreto entre tú y yo. Nadie más debe enterarse – Añadió el cartero, ante la impasible mirada del joven.
Yo llegué a Tarandela en el año 1940. Era un pueblo bastante más viejo
que el actual y apenas dotado de servicios, a pesar de que vivía mucha
más gente. En aquellos años, los niños invadían cada rincón del pueblo, y
aunque no lo creas, había una escuela, ubicada en lo que hoy es el
matadero. Allí los niños jugábamos cada día y aprendíamos las lecciones
con Don Anacleto, el último profesor que ha habido en este pueblo. Nunca
te lo he contado, pero yo estuve en aquella escuela.
Mi padre, se había quedado viudo por culpa de una extraña enfermedad
que se llevó por delante la vida de mi madre, y para huir del pasado, pidió
el traslado aquí, a Tarandela. Era el cartero del pueblo y todos los vecinos
nos recibieron con mucho cariño y sobre todo, atenciones hacia mí, el
pequeño hijo del viudo cartero, al que las lugareñas no dejaban de
agasajar constantemente, desde viandas hasta gorros de lana, todo para
mi, con el mejor de los cariños que jamás haya visto en la vida.
Eran tiempos muy muy felices, a pesar de la dureza de la situación, ya que
apenas había para comer y lo único con que subsistíamos unos y otros era
con la bondad de aquel que tenía un poco más para ofrecer, en una
especie de mercado de trueque donde se intercambiaba lo poco sobrante
de uno con el apetito voraz del otro.
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Don Anacleto y yo nos hicimos muy buenos amigos. Todas las tardes, ya
que mi padre se pasaba el día repartiendo, me acercaba a la escuela,
donde vivía el profesor. Allí, en su casa, me contaba fantásticas historias,
que me transportaban por momentos a lugares maravillosos, lejanos a la
cruda realidad que cada día vivíamos. Yo me preguntaba de donde podía
sacar tanta información o imaginación el bueno de Don Anacleto, pero
fuere de donde fuere, me tenía encandilado. Deseaba que llegara cada
tarde para acercarme a verle, empujado por la fuerte necesidad de que me
transportarse lejos de aquí, como aquel enfermo que recibe su dosis diaria
de inyección vital, suficiente para poder subsistir una día más.
Un día, cuando la enfermedad que empezaba a mermar la vida de Don
Anacleto estaba ya bastante desarrollada, fui a verlo. Esa vez no hubo
historia fantástica, más bien fue la despedida más dura que jamás he
vivido, a pesar de que por aquel entonces no era más que un mocoso, más
o menos de tu edad. En ese último encuentro, mi querido amigo me dio
una cosa, una llave, la llave de los secretos –según sus propias palabras -,
la llave de todas aquellas historias que, tarde tras tarde, había compartido
conmigo. Yo no comprendí a que se refería con ello, pero sacando las
escasas fuerzas que aún conservaba en su interior, señaló con su dedo una
puerta, una ruinosa puerta que parecía daba acceso a lo que en otros
tiempos sería la cuadra de la casa.
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Mientras me guiñaba un ojo, suspiró y se fue. Se fue para siempre, pero
antes de hacerlo me había regalado su secreto, el mayor de los secretos,
ese que ahora, por circunstancias estoy a punto de regalarte a ti, sabedor
de que lo guardarás como nadie durante toda tu vida y lo transmitirás a la
persona adecuada, algo que solo tu sabrás cuando la veas.
Te estarás preguntando que secreto es ese. Paciencia amigo, paciencia.
Vuelvo a la despedida con Don Anacleto. Una vez cubiertos los honores
rendidos a su persona, tras la muerte, la casa de la escuela se cerró hasta
la llegada del nuevo profesor. Yo imaginaba que jamás sería lo mismo que
con mi amigo y ansiaba que esa casa tuviese nuevo dueño, solo por el
hecho de poder usar la llave que Don Anacleto me había regalado en el
lecho de muerte. Pero pasó el invierno y allí nadie venía.
Cansado de la eterna espera e inmerso en el más profundo deseo de
conocer de una vez por todas lo que allí dentro se escondía, no tenía otra
salida que armarme del suficiente valor para intentar entrar por donde
fuere y por supuesto, sin ser visto, a la vieja casa de la escuela.
Para ello, una noche, mientras mi padre dormía placenteramente, fruto del
arduo y largo día de trabajo solventado, me escapé aprovechando el cobijo
y discreción que me otorgaba la oscuridad, con la única intención de
averiguar lo que escondía la dichosa puerta ubicada en la antigua casa de
Don Anacleto. Era la típica casa de pueblo. Baja, sin grandes dispendios y
señalada en su fachada por el castigo de haber soportado unos cuantos
fríos y duros inviernos heladores, esos que tanto castigaban a la zona de
Tarandela.
Tenía un pequeño jardín que mediaba entre la entrada y la valla que
rodeaba la casa, una valla baja, en algunos tramos derruida, y de muy fácil
acceso para aquel que quisiese intentarlo, ya que, además de la poca
dificultad existente para saltar la valla, se añadía el condicionante de la
ubicación de la casa, sita en un apartado lugar del pueblo, justo a las
afueras, donde el alumbrado público regalaba, a modo de perfil residual,
un minúsculo halo de luz a la parte delantera de la casa, dejando en el más
absoluto oscurantismo al resto de la vivienda.
Ahí me hallaba yo, en la parte de atrás, sabedor de que difícilmente
pudiese ser visto, con los nervios a flor de piel y un loco deseo tirando de
mí desde el interior.
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Estaba mal saltar para asaltar una vivienda ajena y cerrada desde hacía
un tiempo, pero peor estaba no descubrir aquello que tanto ansiaba y que
Don Anacleto, dios le tenga en la gloria, había tenido la deferencia de
confiarme a mí, su amigo, como merecedor de tal honor, con la única
intención de que siguiese perpetuándose en el tiempo.
Entre duda y mensajes recibidos por mi conciencia, el tiempo iba pasando
y seguía frente a la parte trasera de la casa, no sabiendo si dar un paso
hacia atrás y volver a mi casa, o definitivamente subir por la diminuta valla
y adentrarme de una vez a la búsqueda de todas las respuestas que habían
venido martilleando mi cabeza todo este tiempo.
Ya se sabe, la razón y
el corazón, a la hora de
tomar decisiones, casi
nunca van unidas de la
mano, y en ese
momento, el corazón
tenía mucha más
fuerza que mi
conciencia, por lo que
me decidí a entrar. Sea
lo que fuere, lo que allí
dentro me aguardaba,
no debía esperar ni un
día más en ser visto.
Decidido, con toda la
valentía que logré aunar y que jamás creí haber poseído, di un paso hacia
delante y salté la minúscula valla.
Al final no había sido tan difícil y ya estaba en el interior del recinto, en la
parte de atrás, donde nadie podía verme y a escasos veinte metros de las
respuestas. Ya no cabía ninguna posible retirada, no, al menos no sin
meter de una vez por todas la llave en la vieja y roñosa cerradura y girar la
maldita puerta. Como siempre, las cosas no son tan sencillas, y pese a
estar en el interior del recinto, me percaté de que la única puerta de
acceso a la casa, estaba cerrada y sellada, evitando así la acción de
cualquier amigo de lo ajeno, pero como siempre me decía mi padre, a
grandes males, grandes remedios.
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Situándome junto a la ventana que alumbraba el aseo, sita frente a la
parte trasera de la valla, y con toda mi fuerza, así la piedra más grande
que allí encontré, empotrándola contra el cristal, con la única intención de
que fuera mi primer y último intento. Así fue, merced al golpe certero que
propiné a la vieja ventana, se hizo añicos nada más sentir el contacto con
el gran pedrusco, abriendo frente a mi un orificio más que suficiente para
poder meter la mano y girar el pestillo que tenía cerrada la ventana,
facilitándome así el acceso al interior de la casa, o lo que era lo mismo, el
acceso al secreto que tenía en el bolsillo de mi pantalón, en forma de llave
recibida de Don Anacleto.
Con más miedo que nunca, fui acercándome lentamente a la puerta que,
en su lecho de muerte, me indicó mi amigo como portadora de todas las
respuestas. Lo que en aquel momento se me antojó como una vieja y
derruida puerta, hoy se presentaba frente a mi, aquella noche, inmensa,
seguramente más por lo que escondía que por la calidad de dicha puerta.
Tratando de mitigar el temblor que la situación había provocado que mi
pulso estuviese desorbitadamente alterado, conseguí sacar la llave, la
ansiada llave y colocarla frente a la cerradura. Todo estaba demasiado
cerca, a apenas segundos de conocer de una vez por todas que se escondía
tras ella.
Metí la llave y giré, lentamente la puerta cedió ante mi, con el más
atronador de los ruidos que la oxidación había proporcionado a las viejas
bisagras. Resultaba evidente que aquella puerta llevaba demasiado
tiempo sin ser abierta, y le había llegado su momento, reservado para mí.
Estaba oscuro y su olor indicaba que era un sitio sin ventilación. Pero si por
algo me había dado la llave Don Anacleto sería porque aquello, fuera lo
que fuera, era un tesoro, al menos para mí, ya que había sido el elegido
por él.
Giré para atrás en busca de una vela. Recordé que en el salón, sobre la
mesa, había un cirio grande y una caja de cerillas a su vera, así que me
encaminé hacia allí. Lo encendí como pude, ya que mi pulso estaba
desorbitado y notaba como si el corazón me fuese a salir disparado por la
boca, y volví hacia la puerta, que esperaba entreabierta mi llegada.
Alumbré a su interior y mi visión fue fantástica.
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Ante mis resplandecientes ojos se presentaron cientos de libros, - o eso me
pareció en el primer muestreo visual - cuidadosamente alineados,
aguardando al fondo del estrecho cuarto, ubicados a ambos lados,
dejando un diminuto pasillo para poder desenvolverse en él. Había de
todos los colores, tamaños y formas, y en ese momento comprendí el
secreto de Don Anacleto, que no era otro que las fantásticas historias que
tarde tras tarde me había trasladado, se encontraban bajo las tapas de
todos los libros allí presentes.
No era él quien las había vivido en primera persona, no se las había
contado nadie, ni siquiera eran inventadas, simplemente estaban
escondidas, a buen recaudo en la fantástica biblioteca que tenía en su
propia casa. Y ahora era mía, solo mía, y me prometí a mi mismo devorar
cada uno de esos libros que allí estaban y velar por salvaguardar ese
tesoro, como si se tratase de los últimos libros bajo la faz de La Tierra.
Para empezar a conocer el inmenso valor de lo que se abrió frente a mí,
escogí un libro al azar. Aún recuerdo, perfectamente, el título de la obra en
cuestión; La Profecía de Santa Inés, escrita por un tal Michael Deveneux,
del que con el tiempo descubrí que era un joven escritor de origen belga,
cuyo legado literario no se extendió más allá de dicha obra, que por cierto,
me cautivó desde el principio, hasta el fin, aunque reconozco, con el paso
del tiempo, que fue más por la emoción del momento que por la calidad
del texto, el cual dejaba bastante que desear y me ayudó a entender el por
qué de no haber publicado más obras. Con el libro bajo el brazo, y tratando
de evitar en la medida de lo posible mi presencia en la casa, decidí dejar el
resto como lo había encontrado, rezando además para que nadie se
percatase de haber roto el cristal de la parte trasera de la casa, siendo mi
vía de acceso al cuarto del tesoro, para posteriores excursiones nocturnas.
Tarde o temprano se darían cuenta de ello, y seguramente procederían a
sellar, más si cabe, la vieja casa del maestro, por lo que debía pensar en
algo urgente, que permitiese salvaguardar los tesoros allí escondidos, y
evitar su desaparición. La posibilidad de que alguien profanase aquel
santuario transportador a los lugares más recónditos y especiales del
mundo, me quemaba en mi interior y debía tomar una decisión pronta y
precisa. La situación lo requería.
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Para ello recorrí cada rincón de la casa de Correos donde vivíamos mi
padre y yo. En mi búsqueda encontré un lugar ideal para salvaguardar el
secreto de Don Anacleto, y no era otro que una inmensa despensa vacía
ubicada en la parte baja de la casa, que además, gracias a dios, también
contaba con cerradura, dando al sitio elegido la seguridad necesaria. La
llave que abría esa puerta estaba en uno de los cajones del salón y me
apropié de ella con celeridad para evitar que la mano despistada de mi
padre pudiese llevarla a otro lugar, rezando en que no se percatase de su
ausencia, a pesar de que el nunca, salvo en el primer día de nuestra
presencia en la casa, jamás había visitado aquel lugar tan frío y oscuro,
según sus propias palabras.
Lentamente, pero sin parar, cada día iba transportando, en uno de los
viejos bolsos que mi padre había utilizado para repartir la
correspondencia, los libros que había en la guarida de Don Anacleto.
Fueron dos meses de intenso trajín hasta que por fin pude completar la
mudanza. El criterio para organizar la biblioteca fue el mismo que
ostentaba en su origen ya que pensaba que si estaban así por algo debía
ser y no debía ser yo quien tomase la decisión de cambiarlo. Una vez que
todo el tesoro estaba bajo la custodia y guardia de mi domicilio, la
tranquilidad se posó en mí, dando el pistoletazo de salida a la degustación
de cada uno de los libros.
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Fueron noches de lectura despiadada, de viajes a ultramundos y de alegría
por el regalo que Don Anacleto me había hecho antes justo de morir. Te
puedo asegurar que jamás he vivido tantas emociones como las que
esconden cada uno de esos libros y que sin duda, ese es el mejor regalo
que nadie jamás me ha hecho en mi vida.
Ahora tu también lo sabes, y eres mi elegido para continuar con la guardia
y custodia de los libros presentes en mi casa, pero también tienes una
misión, no debes desvelar a nadie jamás la existencia de esa maravillosa
biblioteca, salvo a aquel que tu elijas para continuar con el legado. Otra de
tus obligaciones como elegido será el llenar de ilusión la vida de un
pequeño niño, alimentar su deseo por los mundos ocultos en cada uno de
estos libros, de modo que, una vez le traslades la realidad oculta de tu
empresa, ponga su empeño en seguir con la labor de guardia, custodia y
transmisión del secreto.
Estoy convencido de que ahora mismo tu cabeza no puede parar de
asimilar información y es una constante mezcla de sensaciones. Alegría
infinita y el sentimiento de tener una de las mayores responsabilidades que
jamás has tenido. También, no tengo la menor duda, se que te estás
preguntado el por qué te he elegido a ti, tranquilo, todo a su tiempo, mi
pequeño amigo.
Un buen día, estando yo en el banco de la plaza fumándome uno de esos
pitillos caseros, te acercaste con curiosidad. Justo en ese momento supe
que eras el elegido para perpetuar el secreto que escondo y que años
antes, mi querido Don Anacleto, me había sido encomendado.
Empezaron a ser cada vez más asiduas tus visitas a la plaza, donde yo, en
aparente casualidad, esperaba cada día con ansiedad tu llegada, para ir
trasladándote cada día a esos parajes maravillosos e historias
rocambolescas que antes había degustado en los libros, con la única
intención de seguir alimentando tu apetito, ganando con ello que tu
expectación y deseo por seguir oyéndome, fuese en aumento.
Tu cara de entusiasmo y la gran atención que prestabas a mis relatos, me
daban la alegría necesaria para esperar con ganas desmedidas la llegada
de la siguiente tarde a tu lado.
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Aunque no lo creas, me
veía reflejado en ti –
sigo haciéndolo hoy en
día- y puedo asegurarte
que es una de las
mayores alegrías que
esta vida me había
regalado y todo gracias
a ti, a Don Anacleto y su
fantástico legado.
Ahora, con la historia ya
conocida y puesto en
antecedentes, considero
que eres la persona apropiada para salvaguardar la llave. No hará falta
que hagas mudanza, más bien, serás tu el que la hagas. En los próximos
días me trasladaré a un pequeño pueblo de la zona costera a seguir con mi
labor de cartero, pero no es una mudanza porque si. Llevo muchos años
intermediando con mis superiores para el traslado, pero siempre he puesto
una condición, mi sustituto. Ese debería ser tu padre, un buen hombre, que
mete demasiadas horas a cuidar el rebaño, para tener una escasa
recompensa por todo el trabajo realizado. De este modo, además de
regalar a tu progenitor una mucho mejor vida y sobre todo más pausa, me
garantizo a mi mismo el hecho de dejar a buen recaudo el secreto.
Tras años de peticiones y sugerencias, esta misma mañana he dejado en tu
casa la ansiada carta. En ella se le indica a tu padre que desde la semana
que viene será el cartero oficial de Tarandela. Ese puesto, además de paz y
mayor tiempo libre, viene aparejado también con la casa del cartero. Por
lo que desde la semana que viene, será tu propia casa, pudiendo así
además, salvaguardar desde cerca el tesoro que ya conoces. Tú eres el
elegido, y para ello he tenido que mover varios hilos, pero ya está todo en
marcha y puedo dejar este pueblo con la tranquilidad necesaria. Ahora ha
llegado tu momento y yo debo apartarme del camino.
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Escuchada la larga y detallista argumentación de Pío, la cara de Agustín
era todo un poema. Había entendido todo lo que su amigo le había dicho y
se había quedado con cada detalle. No podía creer lo que le estaba
pasando y si bien, se alegraba y mucho por la suerte de su padre y por
ende de su familia, su egoísmo ahora era mayor, era el poseedor del
secreto que tantas y tantas noches le había martirizado. Pero no todo eran
buenas noticias, ya que su alegría se veía frenada con la peor de las
despedidas, la de su amigo Pío. Sabía que era el paso necesario para
perpetuar el secreto, pero no por ello dejaba de dolerle en demasía, ya
que significaría el punto y final a su relación con Pío.
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TREINTA AÑOS DESPUÉS
Tarandela seguía siendo un pueblo pequeño, pero el panorama había
cambiado mucho en los últimos años. Una joven alcaldesa, repleta de
ilusión, y rodeada de un equipo plagado de gente emprendedora, había
llenado el monte del lugar con senderos perfectamente indicados, lo que
había llamado la atención de muchísimos viajeros, en busca de la paz que
la montaña regalaba para sus arduas y pesadas semanas en el trabajo.
El pueblo se había volcado con este nuevo aire fresco. En el lugar donde
había estado La Taberna de Abundio, se ubicaba un remodelado local,
que además de las veces de bar de pueblo, también había añadido a su
lista de servicios, el de casa rural. No era la única, al menos otras dos
estaban dentro del casco urbano y alguna que otra en proyecto dentro de
un futuro no demasiado lejano. Con este panorama en cuanto a servicios,
raro era el fin de semana en el que el pueblo no estaba completamente
invadido por gente capitalina.
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Para abastecer a tanto visitante llegado de las ciudades en busca de la
naturaleza más pura, se habían inaugurado recientemente dos
restaurantes, pequeños, pero restaurantes al fin y al cabo, donde la carta
de presentación en ambos era coincidente, la comida casera de toda la
vida. Ya se sabe, huir de la ciudad al monte y encontrarte además con
comida de pueblo, es un aliciente más que tentador. Todo esto había
traído a Tarandela aires de bonanza y esplendor, plasmados en la
construcción de una urbanización en la zona del río, perfectamente al
cobijo que el peñasco allí sito, desde tiempos inmemoriales, ofrecía sin
contraprestación. Parecía increíble, pero el pueblo, lejos de ir
desapareciendo poco a poco, había crecido a pasos agigantados. Tanto es
así, que la vieja escuela que luego fue convertida en matadero, había sido
remodelada de nuevo, para ser la sede del nuevo centro de educación de
la comarca. Allí, en la casa del maestro, residía Don Agustín.
Una casa con todos los lujos y detalles acordes con los tiempos que tocaba
vivir. Toda atención era poca para el maestro del pueblo, que para más
valor añadido a su persona, era oriundo, con todas las de la ley, de
Tarandela. Debía ser una casa especial con alto contenido sentimental
para el maestro, ya que, en plenas obras de remodelación del viejo
matadero, se emperró en que una parte de la vieja casa fuese conservada
tal cual, como si se tratase de un verdadero valor arquitectónico, cuyo
derribo supondría algo así como un sacrilegio. La gente vio en esta
decisión un poco estrambótica del maestro, más como una de las rarezas
que todas las personas en mayor o menor medida tienen, sin pararse a
pensar en detalles añadidos.
Tal era la devoción que mostraba Don Agustín por su profesión, que
podría decirse que dedicaba las veinticuatro horas del día a su labor
lectiva, sin riesgo a resultar demasiado exagerado. Además de dar buen
cumplimiento a sus funciones como maestro en las horas matutinas, tras
la obligada y venerada siesta de rigor, por la tarde atendía a cuantos allí se
personasen reclamando su presencia. No eran muchos los que allí se
presentaban, y si lo hacían era con la menor cadencia posible, acudiendo
más bien cuando alguna tarea impuesta por el propio maestro se les había
atascado.
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Bueno, siendo del todo sinceros, no todos eran esporádicos en sus visitas
al colegio. El pequeño Daniel, era hijo de un matrimonio llegado unos años
atrás. El, Jaume, hacía chapuzas de construcción por la comarca, y ella,
Ana, era su colaboradora en la escuela, como maestra de los más
pequeños.
El pequeño Daniel salía de su casa con la alegría reflejada en su cara, como
espejo evidente de lo agradable que resultaba para él, acudir cada tarde a
la escuela, a pesar de no ser una actividad de carácter obligatorio. Sus
padres, entusiasmados ante la voluntad de su hijo, no contradecían su
intención y estaban seguros
de que se estaba
preparando, desde muy
pequeño, para el duro y
complicado futuro que le
aguardaba. ¡Y tanto qué era
así!
Cada noche, tras el
encuentro entre Daniel y
Don Agustín, el pequeño
obsequiaba a sus padres con
el relato que esa misma
tarde, en una de las
pequeñas aulas de la
escuela, había escuchado.
Cada historia era más estrambótica y fantasiosa que la interior, y hablaban
de lugares inexistentes, paraísos inventados y personajes demasiado
disparatados. Sea lo que fuere lo que el bueno de Don Agustín le contaba
a su hijo, estaban entusiasmados, ya que la felicidad que desprendía el
pequeño Daniel en cada relato, era inmensa, adornando a la misma con
los ojos más brillantes jamás contemplados.
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Ni siquiera el pequeño Daniel era consciente de que se estaba labrando su
futuro, pero no como un futuro arquitecto de renombre, ni como un
reputado matemático, para nada. A pesar de que él mismo no lo supiera,
se iba a convertir en el guardián del secreto.
No podían imaginar ni por asomo que la labor de Don Agustín no era
únicamente llenar de ilusión la vida de un niño, lo cual ya era
indiscutiblemente loable, no, lo que el maestro estaba regalando a Daniel
cada tarde era el mayor de los legados, al menos, para los habitantes de la
sierra y que solo unos pocos elegidos podrían llegar a conocer. Don
Agustín había elegido ya al próximo destinatario del secreto, al igual que
treinta años antes él mismo había sido elegido por su amado y recordado
Pío. Y lo había elegido incluso antes de nacer el pequeño Daniel, merced a
una palabra clave, que su madre Ana, le había dicho en la primera vez que
se habían visto; Pío.
De este modo, la causa seguiría siendo perpetuada en el tiempo, pasando
de generación en generación. Todo era cuestión de tiempo y de saber
elegir al siguiente eslabón de la cadena y por lo que parecía, la decisión
estaba tomada mucho tiempo antes, siendo Daniel el siguiente poseedor
del secreto que se hallaba tras el cuarto de la casa del maestro. Pero para
ello, debería seguir tejiendo de modo lento y conciso, la delicada tela de
araña que, pausadamente, fuese engullendo a Daniel en el entramado
planeado por Don Agustín. Si todo iba como estaba previsto, en poco
tiempo recibiría de su boca las mismas preguntas que treinta años antes
había trasladado a su amigo Pío. Unas preguntas que a buen seguro ya
empezaban a ronda la cabeza de su pequeño amigo.
Cuando llegase aquel momento, ya sabía lo que le esperaba. El paso
estaba dado con antelación, y solo faltaba el pistoletazo de salida. Daniel
se convertiría en el elegido para mantener viva y llena de ilusión la llama
del secreto y todo el mecanismo en letargo se pondría en marcha.
Al igual que había hecho Pío para con él, todo estaba pensado y
masticado, con la única intención de que todo siguiese su curso por el
camino adecuado.
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Don Agustín tenía aprobado el traslado como profesor de Literatura a una
prestigiosa universidad de la capital del país, con la única condición de ser
él mismo quien indicase la fecha de ingreso, ya que antes de poder irse
debía dejar atados y bien atados unos cabos pendientes. Ya había elegido,
y aprobado por la dependencia provincial, a su sucesor como maestro en
la escuela. Ana se haría cargo, en cuanto todos los asuntos pendientes que
mantenía a Don Agustín en Tarandela, estuviesen resueltos. Estos cabos
sin atar dependían de Daniel, el pequeño elegido para perpetuar la
existencia del legado y era cuestión de tiempo que reuniese el arrojo
suficiente para trasladarle las mismas preguntas que treinta años atrás le
hizo a Pío. Ese sería el pistoletazo definitivo para dar el siguiente paso, y
debía permanecer sentado, aparentando calma, esperando el momento.
Los años que Ana llevaba trabajando codo con codo junto a él en la
escuela, habían labrado entre ellos una confianza casi total, ganándose
con ello el respeto y afinidad del matrimonio, que además eran los
progenitores de Daniel, el elegido. Merced a esos lazos entablados con
Ana, las conversaciones iban fluyendo a velocidad disparatada,
conociendo poco a poco la realidad de por qué habían elegido Tarandela
como destino para empezar una vida juntos.
Jaume, de origen catalán, se había trasladado a León por motivos de
familia, según él, aunque con el paso del tiempo, fue cambiando la
versión, gracias a la cercanía y confianza que Don Agustín le había
trasladado. Más bien, en lugar de familia, debía llamarse lío de faldas,
generado en sus tiempos de servicio militar, donde fue destinado a la bella
localidad leonesa. Allí, en uno de sus pocos pero fructíferos permisos,
había conocido a la joven Ana, natural de León. Tras intercambiar varias
impresiones, el deseo provocado por el encierro de uno, unido a la ingesta
hormonal de la otra, había hecho el resto, dando como resultado al
pequeño Daniel. Y ya se sabe, para evitar dimes y diretes, antes de que la
cosa fuese palpable a ojos de cualquier vecina curiosa, debían hacer las
cosas como dios mandaba, o al menos, como sus católicas y estrictas
familias, así pensaban. Sin dudarlo un instante, Jaume dejó su amada
Barcelona para enrolarse en la mejor de sus aventuras, el matrimonio,
más obligado que consciente, con Ana.
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Decir que ella era su amor platónico, sería decir demasiado, al menos en
los momentos en los que contrajeron matrimonio, siendo más bien una
obligación por lo causado.
Ana, era una joven estudiante prometedora. Estudiaba en León, y su
vocación era la de ser maestra por encima de todo. Le encantaba
imaginarse, cada noche, al frente de una pequeña clase, aleccionando a
sus alumnos. Era su sueño, hasta que una noche de desenfreno y deseo,
trastocó sus planes originales.
Para evitar las miradas de los que conocían a Ana, sus padres, sobre todo
Manuel, un capitán general del ejército español, aconsejó, tirando de la
necesaria ironía, a su hija hacer las maletas y huir lejos de ahí.
Seguramente más por seguridad suya propia evitando así tener que dar
explicaciones, que por el devenir de su hija. Su madre, como siempre, en
toda su vida, simplemente daba fe con una leve inclinación de cabeza,
ante las palabras de Manuel, imitando al más bonito de los floreros que
adornaban su salón.
La decisión estaba tomada. Debían salir de León y no sabían donde acudir.
Una tarde, estando en el bello Parque de los Reyes, se encontraban
divagando, sentados en un apartado banco. Allí, sin tener la menor idea,
buscaban un lugar ideal para su futuro, un lugar donde aquello que
empezaba a crecer en el interior de Ana, pudiese ser feliz, y a poder ser,
ella misma pudiese ejercer de maestra de pueblo, su vocación. A Jaume le
daba igual, siempre decía que el tenía manos para trabajar de lo que fuese
y que nada le asustaba.
No estaban solos en el parque, pero no les importaba. En el banco de al
lado, un anciano leía lo que aparentaba ser un libro. Tenía muy buen
aspecto, a pesar de lo avanzada de su edad, y parecía ensimismado por
aquello que le ofrecía el texto entre sus manos, pero aunque no quisiera,
había escuchado perfectamente toda la conversación mantenida por el
joven matrimonio.
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- Hola, disculpen que
les moleste y me meta
en la conversación –
dijo el anciano
dirigiéndose a ellos
- Tranquilo, todo
puede sernos de
ayuda. Estamos un
poco perdidos, y
seguramente la voz de
la experiencia nos
pueda echar una mano – Contestó, con una educación exquisita, Ana,
invitando a su marido a mantener el mismo tono de cordialidad.
- Me presento. Soy Pío, un anciano jubilado, que toda la vida he trabajado
como cartero – respondió, estrechando la mano de Jaume
- Encantado Pío. Nosotros somos Ana, mi esposa, y yo Jaume. ¿En qué
podemos ayudarle? – Contestó Jaume, mientras comprobaba con la
mirada el guiño de ojo que su esposa le regalaba como aprobación por el
trato dispensado al anciano.
- Más bien creo que soy yo quien puede echaros una mano. O eso creo. Os
he oído discutir sobre que hacer, donde ir y la verdad, creo que tenéis
poco claro el asunto. Yo solo he estado en tres sitios en mi vida, a cada
cual más maravilloso si cabe. Me crié en un pequeño pueblo de la sierra
burgalesa, llamado Tarandela de la Sierra, continué mi labor como cartero
en la bella localidad costera de Suances y ahora, en mi retiro, espero mi
irremediable final en mi añorado León natal. Si tuviera que quedarme con
uno, dejando a un lado el sentimentalismo de mi lugar de cuna, sin duda
alguna me quedaría con Tarandela. Un pueblo precioso, encuadrado en un
precioso valle y que me consta, por las noticias que desde allí me han
llegado, ha prosperado y mucho en los últimos tiempos Además, añado,
he oído como usted, Ana, ansía poder dedicarse a su vocación como
maestra.
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Tengo buenas noticias, ¿Sabe que acaban de remodelar la vieja escuela y
que debido al incesante crecimiento demográfico de la zona?, van a
necesitar alguien que eche una mano al encargado de la misma – Dijo Pío
dirigiéndose a Ana, con tono tranquilizador.
- Para usted, Jaume, no le faltarán labores. Si no es pastoreo, será
labranza, sino construcción o si no madera. Si tienes manos y ganas, será
pan comido
- Muchas gracias Pío. Creo que nos ha llenado de ilusión, y la verdad un
poco empezábamos a necesitar ya – Respondió, sin poder disimular una
pequeña alegría, Ana.
- Solo tendréis que hacer una cosa. Si decidís ir a Tarandela, nada más
llegar al pueblo, os dirigiréis al maestro de allí. Tu Ana dirás que vas de
parte de Pío, su amigo. Con eso tendrás abierta la puerta a tus labores
dedicadas a la enseñanza. Te lo garantizo. Soy muy buen amigo del
maestro del pueblo – Añadió Pío, mientras se despedía de ellos, con la
sonrisa y satisfacción de sentirse bien por haber prestado ayuda a unos
necesitados.
- No se quién será este Pío, pero creo que nos ha encendido la luz –
Argumentó Jaume, al ver la cara de ilusión que desprendía su bella y joven
esposa.
Ante la poca luz que habían logrado atisbar en el túnel de su futuro, y
ayudados por las esperanzadoras palabras que el viejo Pío les había
transmitido, tomaron la decisión casi al instante, plantándose en
Tarandela, apenas cuatro días después de la breve, pero ilusionante,
charla con el anciano cartero ya jubilado.
Nada más llegar al pueblo, y tras encontrar una apacible casita donde
alojarse, decidieron dar los pasos encomendados por Pío. Ambos fueron al
encuentro del maestro, esperando que el anciano no estuviese errado.
Una vez allí, tras pronunciar la palabra mágica, Pío, todas las puertas se
abrieron para ella, proclamada casi de inmediato, como maestra
colaboradora de la escuela.
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Al escuchar el
nombre de su viejo
y añorado amigo,
no solo se alegró
por que aún
mantuviera la
cordura a pesar del
paso de los años,
sino por saber que
conocía todo lo que
había ocurrido en
Tarandela tras su marcha. Además, el viejo Pío, siempre tenía todo atado y
muy bien atado.
Él mismo le había ayudado a tomar la decisión con respecto a su sucesor
en el legado, regalándole la presencia de Ana, una maestra, a todas luces
embarazada del que sería el elegido. El viejo cartero siempre tenía la llave
maestra de todo y nada se escapaba de su control.
No hubo duda alguna. Ana formaría parte de la escuela y sería su sucesora
en el cargo como maestra oficial de la comarca. De ese modo, su vivienda
se trasladaría a la casa sita en la escuela, lugar donde se encontraba el
legado, y su descendencia sería el elegido para salvaguardar la
continuidad del tesoro, que en forma de encuadernaciones, le había
regalado su gran amigo Pío. Solo faltaba que Daniel se decidiese a
satisfacer las dudas que, seguramente, venían atormentándole desde
hacía un tiempo.
Don Agustín, esperaba sentado, como cada tarde, en su acolchada y
cómoda silla del salón principal, la presencia de un Daniel ansioso por
conocer la siguiente historia, conocedor de que el momento de su partida
estaba cada vez más próximo, y que solo dependía del elegido y su cada
vez mayor curiosidad, con la tranquilidad de tener todo el resto de la
maquinaria atado, perfectamente atado, esperando la señal para ponerse
en funcionamiento y dar paso al siguiente eslabón de la cadena.
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A todos los que lo habéis seguido, muchísimas gracias. Os lo dedico a todos y cada uno de
vosotros, esperando que el resultado final no difiera en demasía de lo que teníais pensado.
Pero esta historia no termina aquí, en absoluto, hay más. Pronto llegará una continuación de la
historia … muy pronto. GRACIAS