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El Samovar de AsirSantiago Tobar

Edición. Denia, enero 2016.

Autor: Santiago Tobar [email protected]: El Despertar Vital Ediciones.www.eldespertarvital.comDiseño y maquetación: Anaid Zahorí.Foto solapa: Fran Lojo Teira.Sinopsis: Luis Francisco Mateos Calle.Imprime: Estugraf.ISBN: 978-84-944828-0-9

Interior del libro impreso en papel reciclado libre de cloro.

La obra se encuentra protegida por la Ley española de propiedad intelectual y/o cualesquiera otras normas que resulten de aplicación. Queda prohibido cualquier uso de la obra diferente a lo autorizado en las Leyes de propiedad intelectual.

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A Rodrigo, a Carla y a Diana.Mi todo.

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“Las ideas más brillantes son siempre las más sencillas.Ahora que tenían algo que hacer, trabajaron con entusiasmo”.

El señor de las moscas, William Golding.

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El señor Zebendein le agarró con fuerza por el antebrazo. Roi le miraba sin poder prestarle la atención que la situación re-quería. A pesar de que les distanciaba una frente de altura y varias décadas de edad, el joven se sintió amenazado por un momento.–¡Escúchame, criatura! Lo que te voy a contar no deberás compartirlo jamás con nadie. ¿Me estás escuchando? ¡Jamás!–Señor Zebendein, me está haciendo daño… y además me está asustando.El hombre que aprisionaba con fuerza su brazo era un anciano al que la curvatura de su espalda le hacía parecer algo más bajo. Peinaba hacia atrás su pelo cano y liso, como los galanes de las películas antiguas en blanco y negro. Las arrugas ocu-paban gran parte de su rostro, descendiendo en paralelo desde el ceño hasta la barbilla, otorgándole un aspecto octogenario y frágil que el viejo se negaba a asumir. Sus ojos plúmbeos pes-tañeaban tras unas enormes gafas negras. Las cejas pobladas, albinas, bien definidas en el arranque, adquirían un arremoli-nado y endiablado aspecto conforme se aproximaban al entre-cejo. Una pierna de madera le acompañaba en cada paso, pero se resistía a usar bastón y su mal humor le impedía aceptar la más mínima ayuda. El viejo era el propietario de un estable-cimiento de antigüedades en el centro menos concurrido de Tolstoi.

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La marquesina constaba de dos escaparates laterales y una puerta central de madera labrada con motivos geométricos, en la parte inferior, y con un amplio vidrio en la superior. En los escaparates se anticipaban las características del negocio: “an-tigüedades... y cosas curiosas”.Sobre los tres cuerpos descansaba una hermosa vidriera co-rrida. El friso, decorado con una escena del mito de Osiris, del Libro de los Muertos, remataba la fachada. Protegiendo el pórtico de madera, a ambos lados, dos enormes camafeos decorados con figuras egipcias, ambas similares, con forma humana y cabeza de chacal, parecían custodiar el negocio. A la altura del pie, junto al zócalo del escaparate derecho, había una pequeña entrada para gatos y sobre la puerta, labrado en piedra, podía leerse:

“El samovar de Asir”

–Lo siento, lo siento. No te asustes, Roi, por favor. Discúlpame –insistió el viejo–. Tengo poco tiempo, muy poco tiempo y, si no me ayudas ahora, es más que probable que, muy pronto… ya sea tarde –dijo con gravedad.El señor Zebendein se quedó mirando fijamente a los ojos casta-ños del joven, que destacaban en su piel blanquecina. Roi notó que la presión sobre su antebrazo disminuía considerablemente, entonces logró que su garganta volviera a articular sonidos.–No se enoje, señor. He venido tan pronto como he visto la nota.–¿Se lo has dicho a tu madre?–Lo hubiera hecho de haberla visto, pero está en Auster, con mis tíos Fran y Gregor.Tanto María, que trabajaba de secretaria, como Fran y Gregor, abogado por cuenta propia y director de recursos humanos, res-pectivamente, hacían coincidir sus vacaciones en agosto. Eso al menos garantizaba un encuentro al año.

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–Estupendo, hijo. Es mejor así. No queremos que tu madre se preocupe. ¿Cuándo regresa? –preguntó.–Creo que el miércoles, pero, ¿qué está ocurriendo señor Ze-bendein? En la nota que encontré bajo la puerta decía que nece-sitaba ayuda para recolocar unos objetos en la tienda. No me he equivocado, ¿verdad? –Roi se rascó con suavidad una discreta peca situada en el lado izquierdo de la barbilla.El viejo arqueó la ceja derecha, consciente de que se estaba pre-cipitando. Se giró ocultando el rostro mientras ideaba cómo re-conducir la situación.Roi agradeció el intervalo de silencio y recorrió con su mira-da los estantes atiborrados de artículos. El señor Zebendein se dedicaba, desde siempre, que supiera Roi, a la compra-venta de objetos de segunda mano. Batidoras, sandwicheras, exprimi-dores y utensilios eléctricos de cocina, almacenados a su espal-da. Una guitarra eléctrica con un amplificador de 50 vatios, que parecían provenir del mismo dueño, ocupaban la parte baja de un módulo junto a una caja de plástico que contenía al menos media docena de platos para percusión. Sobre el mostrador, al fondo del local, descansaban cientos de cómics en tres colum-nas perfectamente alineadas.Tras ellas, una estantería sobrecargada con placas de anuncios antiguos, relojes de pared y una vieja gramola con una hermo-sa trompa de madera, a la que le habían sustituido la manivela por un sistema eléctrico más cómodo de accionar y en la que el viejo pinchaba sus vinilos favoritos. La estantería funcionaba como tabique para crear una improvisada y práctica trastien-da. Esa zona, junto a la de vinilos, eran los rincones preferidos de Roi. El señor Zebendein introdujo su escuálido cuerpo en el fondo de un reparador y revolvió algunos trastos que el mucha-cho no alcanzó a ver. Cuando finalizó su búsqueda, se giró y volvió a mirar al chico.

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–No te has equivocado, no. Toma –el anciano alargó la mano y depósito en las de Roi un pequeño reproductor de casetes rojo, de plástico en su mayoría, fabricado en 1983.–¿Qué es esto? –preguntó Roi.–Es una forma de pedirte disculpas. Sé que te gusta la música, como a mí. No dejas de ojear vinilos cuando vienes y además te encanta que enchufe el aparato para oírlos. Pues bien, ese objeto que tienes en tus manos es un reproductor de cintas de casetes, basado en marcas que quedan grabadas en una ban-da magnética y… Bueno, ¿qué más da? Puedes escuchar gran parte de los discos que tengo en la tienda sin necesidad de que los manosees. Tú me dices cuál te gustaría escuchar y yo te hago una copia para tu nuevo formato.–No es necesario que me regale nada, señor.–Lo sé, hijo. Considéralo una muestra de afecto, de reconoci-miento y de confianza entre dos caballeros –dijo con solemni-dad.–De acuerdo. Pero me tiene que decir cómo funciona. ¿No tie-ne cargador?–Por supuesto. Basta con que compres un par de pilas alcali-nas, pero… si llegamos a entendernos, antes de que regreses a casa te llevarás tu cargador… de pilas. Así no saquearás a tu madre. Y ahora sí, necesito que me prestes mucha atención.El viejo arrastró una butaca e invitó a Roi a sentarse. A conti-nuación, se dirigió hacia la puerta del establecimiento acom-pañado por el constante golpeo de su pata de madera contra la tarima, lo que le profería un aspecto de corsario en tierra. A pesar de que se encontraban a mediados de agosto y de que la temperatura en la calle rondaba los treinta grados, Roi sintió frío en el interior de aquel solitario local. El señor Zebendein llegó a la puerta de la entrada y se asomó a través del escapa-rate. Tras cerciorarse de que todo estaba tranquilo, dio media vuelta a la llave y colocó el letrero en posición de “cerrado”.

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Regresó y apagó las luces del local, quedando únicamente en-tre ambos la luz que se colaba por un pequeño vano situado a la espalda del joven.–¿Y bien? –preguntó Roi.–Escucha, hijo. ¿Desde cuándo nos conocemos?Roi sentía curiosidad por lo que el señor Zebendein pudiera contarle. Su olfato de adolescente le decía que estaba pasando algo raro.–Pues… de toda la vida, creo –respondió Roi titubeando.–Exacto. Concretamente desde hace dieciséis años y siete me-ses, tu edad actual. A tus padres, lógicamente, les conocí antes que a ti. El caso es que, como sabes, siento una gran simpatía por tu familia.Era cierto. Cuando su padre murió dos años atrás en un acciden-te de coche, el señor Zebendein cubrió todos los gastos a los que María, la madre de Roi, no pudo hacer frente.–Sé lo mucho que tenemos que agradecerle. Mi madre no deja de recordármelo. No sé cuántas veces he traído cacharros estro-peados y me he llevado otros similares, pero que funcionaban… –Roi interrumpió su discurso–. ¿Qué ocurre, señor Zebendein?–Me muero –respondió con rotundidad el viejo anticuario.Roi se quedó mirando al hombre que tenía frente a sí sin saber qué decir. Sus ojos se habían humedecido levemente tras las gafas. Su madre y él sabían que estaba enfermo, porque en los dos últimos años parecía haber envejecido veinte, pasando de tener el aspecto de un hombre maduro al de un viejo decrépito con dificultades para desplazarse.–Lo siento mucho –acertó a responder–. No tenía idea de que la cosa fuera tan grave. ¿Desde cuándo lo sabe?–Desde el principio, hace ahora tres años y medio. Me empecé a encontrar muy debilitado. Cuando por fin me decidí a visitar a los doctores y tras un montón de pruebas, algunas francamente

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dolorosas, me informaron de que tenía cáncer en la sangre. Leu-cemia, es el término que usaron.–Vaya… Por eso ha envejecido tanto en este tiempo, ¿verdad?–Por eso y porque dejé de asistir a quimioterapia. Aquellas malditas sesiones me dejaban exhausto y con la sensación de tener un metal líquido desgarrándome las venas.–Pero sin esas sesiones se está muriendo… ¿Es eso lo que quiere? –preguntó Roi.–Nada más lejos, muchacho. Quiero vivir. Es más: tengo que vivir –la mirada del señor Zebendein, húmeda hacía tan solo unos instantes, perdió el brillo y penetró directamente en las pupilas de Roi.–Pues debería volver a la quimiote…–¡No! –le interrumpió bruscamente–. Escúchame, hijo. Tengo otro plan que es más efectivo, pero necesito tu ayuda.–Señor, no sé en qué puedo ayudarle. Soy tan solo un estudian-te, un buen estudiante, si quiere, pero en esto, créame, no pue-do hacer nada. Ni siquiera sabía que se pudiera tener cáncer en la sangre. Si pudiera curarle, claro que lo haría…El señor Zebendein estalló en una sonora carcajada. Roi jamás le había visto reír así, es más, no recordaba haberle visto son-reír nunca. Así que se quedó callado sin saber qué decir o qué hacer. El viejo tardó unos minutos en recuperar el pulso de la situación, durante los cuales no dejaba de carcajear y llevar-se una mano a la frente, como queriendo sostener su cabeza, mientras movía esta de lado a lado. Por fin se recompuso.–Lo siento, hijo –aún tuvo tiempo de sonreír un par de veces más–. No sé si pedirte disculpas o si darte las gracias, porque creo que hacía un lustro que no me reía tanto. ¿Lo ves? Sin querer, ya me estás ayudando.–¿Le puedo preguntar qué le ha hecho tanta gracia?–Pues simplemente el hecho de que creyeras que la forma de ayudarme era curándome tú. Ya sé que eres joven y dudo mu-

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cho de que tengas los más mínimos conocimientos de medici-na y, sin embargo, te estabas preguntando qué podrías hacer… parecías más un médico malo y asustado que un chico de ins-tituto.Roi se sintió bien. Le agradaba que no cargaran sobre él res-ponsabilidades a las que no podía hacer frente. Además, haber visto reír así al señor Zebendein le había sorprendido y ale-grado. “Cuando se lo cuente a mi madre no se lo va a creer”, pensó. “Quizá, el señor Zebendein mejoraría si lograra hacerle sonreír más”. Notó cómo el miedo había dejado paso a la cu-riosidad.–Entonces, ¿qué quiere que haga por usted? –prosiguió Roi.El señor Zebendein se tomó unos segundos.–Recuerda que de lo que hablemos aquí no debe enterarse na-die. ¿De acuerdo?–De acuerdo.–Bien. Presta mucha atención. Lo que te voy a contar pue-de parecerte una locura, pero si finalmente decides ayudarme, tendrás la oportunidad de comprobarlo por ti mismo.Roi comenzó a removerse disimuladamente en la butaca, no quería que el viejo percibiera que su curiosidad iba en aumen-to.–Verás –prosiguió–, a lo largo de todo el planeta hay una serie de líneas denominadas telúricas. Por estas líneas invisibles, la energía del planeta se desplaza a mayor velocidad y volumen que por el resto de la superficie. ¿Me sigues? –Roi asintió sin interrumpir–. Pues bien, las intersecciones en las que dos o más líneas se juntan se denominan “puntos telúricos”.–Tengo una pregunta.–Dispara.–¿Esto tiene que ver con su enfermedad?–Sí, totalmente. Espera y verás. Esos puntos son posibles puer-tas, Roi. Puertas que conectan con universos paralelos.

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–Me toma el pelo…–¿Te tomo el pelo?–¿Me está diciendo que hay puertas por todo el planeta que te lanzan a otros universos? No pretenderá que me crea todo lo que me cuentan –ironizó Roi.–Por supuesto que no pretendo eso. Además, yo no he dicho que haya cientos de puertas por todos sitios, te he dicho que esos puntos de cruce son posibles puertas.–Está bien. Pongamos que decido creerme lo que dice. ¿Quién dejó esas puertas?–Bueno, esa es una buena pregunta, pero desconozco la res-puesta. ¿Seres con una gran tecnología que poblaron el plane-ta antes que nosotros? –respondió el señor Zebendein como un maestro didáctico ante un discípulo díscolo.–¿Y cómo se viaja? ¿Abres la puerta y pasas? ¿Llamas antes de entrar?El señor Zebendein esbozó una nueva sonrisa. Le gustaba que Roi se encontrara cómodo y sus comentarios jocosos corrobo-raban que era un chico despierto.–Dame un segundo –el señor Zebendein introdujo la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta de verano. La sacó cerrada y la colocó a la altura de Roi–. Coge esto.Roi obedeció y sintió frío cuando el señor Zebendein depositó el objeto sobre su palma. Se trataba de una piedra de unos cuatro centímetros de diámetro, de cuarzo blanco y con una serie de runas labradas en su ecuador. En su interior contenía una pieza de teluro perfectamente aprisionada por el mineral.–¿Qué es? –preguntó Roi sorprendido.–Una esfera, hijo.–¿Se burla de mí? Tiene la misma forma que las piedras de río.–Jamás he hablado con mayor seriedad. Obsérvala con deteni-miento y podrás ver una leyenda que la recorre…

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–No entiendo nada, señor Zebendein –interrumpió Roi–. ¿Qué tiene que ver esto con su enfermedad?–Todo, hijo. Porque esta esfera conecta con un mundo en el que tienen la cura que necesito.–Espere un momento –interrumpió el joven–. Si tiene la bola, y es verdad lo que me cuenta, tiene que haber una puerta, ¿cierto?–Cierto.–¿Y dónde está?–Parece que te vas animando… –respondió el viejo.–Para serle sincero, lo único que pretendo es ponerle en un aprieto.–La puerta está en la ciudad, Roi. Pero cada cosa a su debido tiempo. Déjame la esfera. –Roi se la devolvió al tiempo que el señor Zebendein la hacía regresar a su bolsillo–. ¿Vas a ayudarme?–¿Se refiere a si voy a viajar por otros universos para encon-trar su cura? No sé, no creo que pueda… ¿Por qué no viaja usted?–¿Me has visto? Estoy débil y cojo, viejo… apenas salgo a pasear más allá de la puerta del Samovar. Pero agradezco el hecho de que me veas capaz.Hubo un gran silencio entre ambos. Roi miraba hacia el suelo pensando si el señor Zebendein, además de padecer un cáncer, no se estaba volviendo loco.–Lo siento señor Zebendein, pero aunque creyera que todo esto que me cuenta es cierto, dudo mucho que pudiera hacerlo.–Ya veo. ¿Y si te dijera que en el mundo al que da acceso esta llave tu padre está vivo?Roi se estremeció de arriba a abajo. “No debería jugar con eso”, pensó.

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Aquella noche Roi no pudo conciliar el sueño. ¿Y si era cierto todo lo que le había contado el señor Zebendein? ¿Y si en al-gún otro lugar su padre seguía vivo? Este último pensamiento provocó que su enjuto cuerpo se revolviera entre las sábanas. “Solo es un viejo tullido al que se le ha ido la cabeza”, pensó. Pero en su interior, se negaba a descartar por completo la posi-bilidad. Recordaba a su padre a diario. Todos los miércoles le llevaba al cine, a la sesión doble; pedían palomitas y refrescos, y al terminar la proyección, charlaban sobre la película que acababan de ver. Marcelo solía bombardearle con preguntas para averiguar si le había gustado. Si Roi se mostraba huraño en las respuestas, su padre deducía que no. Entonces regresa-ban a casa hablando de cosas del colegio. En otras ocasiones salían a dar grandes paseos durante los que Marcelo le instruía en el conocimiento de plantas y árboles. Roi recordaba como a menudo su padre frotaba con las yemas de los dedos ramas y hojas, para posteriormente arrimarlas a la base de su nariz e in-citarle a que las oliera. Siempre le sorprendía con los aromas. Tampoco olvidaba esas mañanas en que les despertaba con un viaje sorpresa. “Las maletas preparadas, mi madre sonriente y aquellas maravillosas tortitas… las echaré siempre de menos”, se dijo.

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De nuevo, su mente le llevó al encuentro de la tarde anterior con el señor Zebendein. “¿Por qué yo? ¿Qué quiere que le trai-ga de ese lugar? Y lo más importante, ¿cómo voy a conseguir lo que quiera que necesite?”. Este último interrogante le ge-neró gran curiosidad. Entonces sintió un leve resplandor tras los párpados. Al levantarlos descubrió, un tanto decepcionado, que no era más que la luz del amanecer, que se había colado por la ventana hasta sus ojos. Aunque tenía mucho sueño y se sentía cansado, decidió abandonar la cama, desayunar unos cereales y visitar de nuevo al señor Zebendein. Si quería res-puestas, él era el único que podía proporcionárselas.Cogió las llaves del pequeño aparador de la entrada y, tras comprobar que el cielo se cubría con nubes grises, decidió lle-var su impermeable rojo. Agarró el pomo desde el umbral de la puerta y tiró con fuerza. Se giró hacia el pasillo y comenzó a andar. Justo en ese momento el sonido del teléfono llegó desde el interior de la vivienda. Roi se detuvo un segundo. “¿Y si es el señor Zebendein?”, pensó. En tres zancadas se puso de nuevo frente a la puerta. El teléfono había emitido ya cuatro tonos y Roi no acertaba a introducir la llave en la cerradura. Al quinto aviso de llamada la mano de Roi descolgó el auricular.–¿Sí? ¿Dígame?–Buenos días, cariño –Roi no tardó en descubrir que se trataba de María, su madre–. ¿Estás bien? Te noto un poco agitado…–Claro que sí, no te preocupes. Lo que ocurre es que estaba sa-liendo de casa y al escuchar la llamada he tenido que regresar rápidamente.–¿Y qué es tan urgente un lunes a estas horas? Si no son ni las nueve…–Ya. Verás, es que… –por un momento se quedó bloqueado, el tiempo que tardó en localizar junto al teléfono la nota que el viejo le había dejado el día anterior–… tengo que ayudar al señor Zebendein a mover unas cosas en su local y hemos que-

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dado a primera hora, así luego puedo ver a Adrián y acercarme con él a la biblioteca, tengo que devolver unos libros que saqué la semana pasada.–Hijo, si necesitas que vuelva solo tienes que decirlo. Me sien-to fatal sabiendo que yo estoy aquí, relajada con tus tíos, y tú haciendo frente a todo en la casa. ¿Estás comiendo bien?–Que sí, mamá.–¿No me mientes? –preguntó con inquietud María.–¿Por qué iba a mentirte?–Pues dime qué cenaste anoche.–Un bocadillo de jamón con queso y un vaso de leche. ¿Vas a seguir interrogándome?–Está bien. No voy a preocuparme. Pero me tienes que pro-meter que si surge algún problema, lo primero que harás será llamarme. ¿De acuerdo?–De acuerdo, mamá. Te quiero mucho.–Yo también a ti, cariño.

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PáginaCapítulo 1 ........................... 7Capítulo 2 ......................... 16 Capítulo 3 ......................... 19Capítulo 4 ......................... 35Capítulo 5 ......................... 43Capítulo 6 ......................... 54Capítulo 7 ......................... 61Capítulo 8 ......................... 74Capítulo 9 ......................... 82Capítulo 10 ....................... 98Capítulo 11 ..................... 109Capítulo 12 ..................... 126Capítulo 13 ..................... 137Capítulo 14 ..................... 149Capítulo 15 ..................... 155Capítulo 16 ..................... 168Capítulo 17 ..................... 179Capítulo 18 ..................... 186Capítulo 19 ..................... 200

PáginaCapítulo 20 ..................... 207Capítulo 21 ..................... 216Capítulo 22 ..................... 220Capítulo 23 ..................... 231Capítulo 24 ..................... 242Capítulo 25 ..................... 250Capítulo 26 ..................... 263Capítulo 27 ..................... 274Capítulo 28 ..................... 278Capítulo 29 ..................... 291Capítulo 30 ..................... 297Capítulo 31 ..................... 308Capítulo 32 ..................... 319Capítulo 33 ..................... 329Capítulo 34 ..................... 343Capítulo 35 ..................... 351Capítulo 36 ..................... 370Capítulo 37 ..................... 379

Índice

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Decía mi abuela que es de bien nacido el ser agradecido, así que aprovecharé estas líneas para el susodicho cometido.A Víctor Manuel Jiménez y María Durán, que fueron leyendo esta novela a razón de capítu-lo por semana, compartiendo su entusiasmo y animándome a que continuara con su ejecu-ción.A Paco Mateos y Carlos López, por su amistad y sus valiosas aportaciones.A Manuel Cobos, Belén Rodríguez y María José López Hidalgo, por el entusiasmo con el que recibieron el primer borrador.A Antonio Jabato, por sus agudas precisiones.A Diana Jabato, mi preciosa compañera y ami-ga, por animarme a escribir esta humilde his-toria y permitirme que durante unos meses mi cabeza pasara más tiempo en Tolstoi que en casa.Y a Julio Martín y Nuria Martínez, responsa-bles de “El Despertar Vital Ediciones”, por ha-ber depositado su confianza en esta novela.

Agradecimientos