el problema de dios en la modernidad

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1 TOMADO DE: El problema de Dios en la modernidad de Andres Torres Queiruga “EL PROBLEMA DE DIOS EN LA MODERNIDAD” Introducción 1. Propósito El problema de Dios representa una instancia permanente para el hombre: forma un continuum que, por lo que sabemos, se remonta a las primeras manifestaciones que señalan la presencia humana sobre la tierra. Pero, a la vez, camina con ella, transformándose con su historia. No es asunto baladí preguntarse por la forma precisa que adopta para el hombre actual. Este, a pesar de todos los pesares, pregunta ciertamente por Dios; pero no lo hace como el griego ni como el medieval ni siquiera como el del siglo XIX. Perfilar la figura de su pregunta y buscar la significatividad real de la posible respuesta debe constituir una preocupación fundamental del pensamiento que en este terreno quiera ser responsable. Sin embargo, el problema se presenta tan profundo, tan plural y tan complejo, que todo planteamiento mínimamente riguroso ha de ser muy diferenciado. Y cualquier intento concreto ha de saberse «particular», consciente de representar una perspectiva, intrínsecamente vocada a integrarse con otras, en un diálogo siempre inacabado y siempre tenso hacia una mayor universalización. El presente intento —mejor sería decir estos plurales «intentos de intento»— nace, en el fondo, de una doble raíz: de una experiencia de asombro y de una sensación de violencia extrema a causa de la figura que esta cuestión, ya de por sí tan ardua, ha cobrado en la modernidad. Asombro, en primer lugar, por la conjunción de dos fenómenos que parecerían inconciliables. Por un lado, el problema de Dios sigue presente en el núcleo de todo pensar que «no se decapita» (Adorno), sino que quiere llegar al fondo de sí mismo. Lo había dicho Hegel en la cumbre de la ola que inauguraba los nuevos tiempos: «El objeto unitario y único de la filosofía es él (Dios), ocuparse de él, conocer todo en él, reducir todo a él, así como derivar de él todo lo particular, justificar todo exclusivamente en cuanto brota de él, se mantiene en conexión con él, vive de su irradiación y (ahí) posee su alma». Y lo mantiene Wilhelm Weischedel, uno de los grandes historiadores actuales del tema, al afirmar que esta cuestión «constituye, con pocas excepciones, a través de la entera historia de la filosofía, el más alto objeto del pensamiento» Por otro lado, nada menos que el Concilio Vaticano II reconoce que, a pesar de eso, el «ateísmo es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo».

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Page 1: El Problema De Dios En La Modernidad

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TOMADO DE: El problema de Dios en la modernidad de Andres Torres Queiruga

“EL PROBLEMA DE DIOS EN LA MODERNIDAD”

Introducción

1. Propósito

El problema de Dios representa una instancia permanente para el hombre: forma un continuum que, por lo que

sabemos, se remonta a las primeras manifestaciones que señalan la presencia humana sobre la tierra. Pero, a la vez,

camina con ella, transformándose con su historia. No es asunto baladí preguntarse por la forma precisa que adopta

para el hombre actual. Este, a pesar de todos los pesares, pregunta ciertamente por Dios; pero no lo hace como el

griego ni como el medieval ni siquiera como el del siglo XIX. Perfilar la figura de su pregunta y buscar la

significatividad real de la posible respuesta debe constituir una preocupación fundamental del pensamiento que en

este terreno quiera ser responsable.

Sin embargo, el problema se presenta tan profundo, tan plural y tan complejo, que todo planteamiento mínimamente

riguroso ha de ser muy diferenciado. Y cualquier intento concreto ha de saberse «particular», consciente de

representar una perspectiva, intrínsecamente vocada a integrarse con otras, en un diálogo siempre inacabado y

siempre tenso hacia una mayor universalización.

El presente intento —mejor sería decir estos plurales «intentos de intento»— nace, en el fondo, de una doble raíz: de

una experiencia de asombro y de una sensación de violencia extrema a causa de la figura que esta cuestión, ya de

por sí tan ardua, ha cobrado en la modernidad.

Asombro, en primer lugar, por la conjunción de dos fenómenos que parecerían inconciliables. Por un lado, el

problema de Dios sigue presente en el núcleo de todo pensar que «no se decapita» (Adorno), sino que quiere llegar

al fondo de sí mismo. Lo había dicho Hegel en la cumbre de la ola que inauguraba los nuevos tiempos: «El objeto

unitario y único de la filosofía es él (Dios), ocuparse de él, conocer todo en él, reducir todo a él, así como derivar de él

todo lo particular, justificar todo exclusivamente en cuanto brota de él, se mantiene en conexión con él, vive de su

irradiación y (ahí) posee su alma». Y lo mantiene Wilhelm Weischedel, uno de los grandes historiadores actuales del

tema, al afirmar que esta cuestión «constituye, con pocas excepciones, a través de la entera historia de la filosofía, el

más alto objeto del pensamiento» Por otro lado, nada menos que el Concilio Vaticano II reconoce que, a pesar de

eso, el «ateísmo es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo».

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Violencia, en segundo lugar. Para bien o para mal, para el sí o para el no, esta cuestión debería presentarse como

tarea común, como apasionada búsqueda conjunta de una respuesta que, según sea decidida en un sentido o en

otro, define de manera muy honda las claves del destino humano en el mundo. Por tanto, también como algo que, en

definitiva, afecta personalmente a cada uno, comprometiéndole a él y afectándole en su más individual e in

transferible interés: «tua res agitur».

Pero en lugar de eso aparece, por lo general, una lucha sin cuartel, donde lo decisivo no parece ser acertar en esta

apuesta decisiva, sino simplemente lograr la refutación del otro: el ateo parece feliz cuando cree haber rebatido al

creyente, y éste se muestra satisfecho cuando cree haber vencido al ateo. Sin percatarse de que, como con su

habitual agudeza advirtiera Nietzsche, aun en el caso de tan gloriosa victoria, «la destrucción de una ilusión no

produce todavía verdad alguna, sino únicamente un trozo de ignorancia más, una ampliación de nuestro “espacio

vacío”, un crecimiento de nuestro desierto. La verdadera tarea sigue delante: encontrar, de manera positiva, la ver

dad que oriente la propia vida.

Estas reflexiones quisieran, sobre todo, huir del segundo extremo. Su preocupación no es la de «vencer» —ni

siquiera la de convencer— a nadie, sino la de acercarse al problema real, de lograr un poco de claridad sobre la cosa

misma. No siempre lo conseguirán, seguramente; pero al menos esa es su intención, pues parten de una convicción

fundamental: en toda postura seria y profunda existe una verdad que, escuchada más allá de los choques de

superficie, puede iluminar y corregir, ampliar y completar «nuestra» verdad. Como en una magnífica caracterización

del auténtico diálogo, ha dicho Max Müller: «el gran pensador siempre tiene razón». Y quien de verdad haya es

cuchado a los grandes críticos de la religión en la modernidad, sabe muy bien, por experiencia propia, que sin ellos

hubieran sido imposibles los avances hacia una visión teísta más crítica y actualizada. Lo mismo que, a pesar de

todos los pesares, la presencia de la instancia religiosa ha aguijoneado hacia lo profundo, inquietándolas saludable

mente, todas las apuestas por la pura inmanencia.

Diálogo, pues, es lo que se nos impone, en busca de lo que —al menos como cuestión— afecta a todos. Aunque los

acentos sean distintos, según lo sean las posturas globales. Porque no se trata de la indiferencia relativista del «todo

vale», sino de la apertura porosa a las razones del otro, como profundización y aun cuestionamiento de las propias.

En un tema que afecta a lo religioso, esto resulta acaso de especial urgencia, tanto por su dificultad intrínseca como

porque fácilmente se establecen barreras que tienden a la incomunicación. Sobre todo, por la abrupta división —

introducida precisamente por la modernidad— que suele hacerse entre filosofía y teología.

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El lector tendrá ocasión de observar que en este libro se cruzarán con facilidad las fronteras, sin confundir sin más los

planos, pero también sin beaterías de competencia exclusivista. No es cuestión de fundamentarlo aquí con detalle,

como lo .he intentado en otras ocasiones Parte, en todo caso, del supuesto elemental de que una teología crítica —

es decir, alejada de una concepción positivista de la revelación como un «dictado» divino— puede y debe dejarse

interrogar y enriquecer por las exigencias de la razón filosófica; lo mismo que una filosofía concreta —es decir, que

no se reduce a mero ejercicio intelectual o académico, sino que quiere incidir como «sabiduría» en la vida— no puede

prescindir de las sugerencias de sentido presentes en la historia milenaria de las tradiciones religiosas.

Dentro de la imprescindible polaridad de todo diálogo, que es siempre presentación de lo «propio» y escucha de lo

«otro», en otras obras he tratado de establecerlo insistiendo sobre todo en la aclaración, desde «dentro», de lo que

me parece el sentido auténtico de lo religioso en la cultura actual. En ésta insisto prioritariamente en el otro polo: el de

la escucha a la crítica filosófica, como interrogante «externo», como desafío y estímulo para la reflexión sobre lo

religioso. Entendiendo lo religioso en cuanto referido principalmente a la cuestión básica de la posibilidad de un

acceso a Dios, tanto por el costado primariamente radical de su existencia como por el ulterior —al menos

estructuralmente— de un pensar y un hablar significativo acerca de él.

2. Planteamiento

Queda aludida la tensión entre permanencia y actualidad en el problema de Dios. Eso impone determinar de algún

modo la distancia concreta del acercamiento. Aun que no es posible prescindir nunca de una cierta mirada al

conjunto, caben «longitudes de onda» muy distintas: desde una consideración que abarque la entera historia del

problema, hasta un tratamiento inmediatista, que intente sentir el pulso del momento actual. El haber introducido la

palabra «modernidad» en el mismo título delimita con claridad la distancia escogida en este libro (contando, claro

está, con la inevitable aura de indeterminación inherente a tan denso concepto).

La modernidad supone, en efecto, una división decisiva en el abordamiento del problema de Dios. Sin entrar ahora en

consideraciones de más amplio radio cultural, basta pensar que es en ella donde se inicia un fenómeno cuya

importancia capital resulta innegable: el ateísmo. Por un lado, al ser negación radical, el ateísmo pone en cuestión la

totalidad del planteamiento. Por otro, al presentarse como situado en el espacio y en el tiempo —el occidente

moderno—, apunta a causas concretas, que piden y posibilitan una elucidación diferenciada. Es obvio que de ese

modo —y acaso sólo de ese modo— podrán aparecer las claves más definitorias de nuestra situación.

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De hecho, todo parece indicar que hoy nos hallamos en un momento propicio para un balance global y para intentar

un diagnóstico amplio del estado de la cuestión. Lo cual no significa que vaya a resultar fácil y sencillo. Hay que

contar más bien con que sólo podrá irse construyendo mediante la confluencia de las diversas aportaciones.

Cualquier trabajo concreto ha de hacer necesariamente una elección. Cabe acaso señalar, como orientación general,

que en la actualidad se perfilan dos grandes líneas de fuerza: una de carácter más práctico, aplicada a dilucidar la

presencia o ausencia de lo divino en la gran tarea de la construcción social de la realidad, y otra de carácter más

teórico, atenta sobre todo a las demandas del pensamiento especulativo.

La primera caracteriza nuestro tiempo, por lo menos en un determinado nivel. Y, de hecho, está recibiendo una

intensa atención, tanto desde una reflexión filosófica que se quiere alternativa a la especulación tradicional (en la

línea de E. Lévinas) , como desde una reflexión religiosa más inmediatamente pegada a la praxis (teologías política y

de la liberación) Aquí, sin embargo, atenderé fundamentalmente a la segunda, bien entendido que sin perder de vista

la primera y sobre todo consciente de que, como repetidamente observara Heidegger en su Carta sobre el

humanismo, el pensamiento auténtico es también a su modo auténtica praxis si logra situarse en el plano radical

previo a la división.

El lector habrá notado seguramente que no he hablado de la postmodernidad: no es que pretenda ignorarla, pero —

aun siendo consciente de la complejidad del asunto— no la considero una alternativa al proceso. Creo que constituye

más bien un bucle dentro del mismo, un importante avatar que desenmascara como ilusión cualquier optimismo

lineal, y obliga a reexaminar con escarmentada cautela la complejísima dinámica del proceso; pero que no lo elimina

ni sustituye, sino que forma parte de su cumplimiento todavía en marcha. El sentido de esta afirmación está bien

representado —acaso incluso más allá de las intenciones expresas del autor— por la reacción del último Vattimo: la

«quiebra» de la modernidad, cuya aguda percepción alimenta la reacción postmoderna, aparece en realidad como

una «crisis» de la misma, que obliga a re tomar a nuevo nivel valores y pensamientos presentes en ella, pero

negados o descuidados por una razón estrechada y unilateral.

Se trata, pues, por así decirlo, de un planteamiento de «onda media»: dentro de la «onda larga» de la historia total del

problema, se centra en aquel tramo donde se origina y alimenta el ateísmo moderno; tramo no concluido y de cuyos

dinamismos en camino forman parte los variados y fluidos avatares de «onda corta» que caracterizan a la

postmodernidad. Como queda indicado, no se trata de un abordamiento sistemático, sino de intentos concretos, que

tratan de examinar algunos de los puntos nodales que determinan la estructura íntima del problema.

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3. Desarrollo

Por lo dicho se comprende que los temas abordados no pretenden formar un conjunto unitario, pero tampoco se

resignan a quedar en simples membra disiecta. Tienen una cierta unidad, que nace tanto de la preocupación que los

mueve como del problema fundamental al que se refieren. Representan, pues, perspectivas distintas con una

orientación unitaria, acaso a la espera de encontrar un día un tratamiento que les dé una coherencia sistemática más

estricta, tal como se anuncia de algún modo en el último capítulo.

El agrupamiento en tres partes intenta reflejar la dinámica de fondo: del «problema» radical que se presenta con la

entrada de la modernidad, a las «dificultades y prospectivas» que marcan la situación actual, pasando por algunas

«propuestas concretas» que pueden ayudar a palpar el verdadero relieve de lo que está en juego. Dentro de esa

división general, corren los diversos temas en forma de capítulos.

El primer tema aborda la gran cuestión del principio de inmanencia como característica fundamental, que afecta a la

posibilidad misma de todo el problema. La pregunta es: el modo de pensar determinado por ese principio, que

caracteriza la entraña más íntima de la modernidad, ¿lleva necesariamente al ateísmo o éste es sólo una respuesta

posible, siendo la otra un teísmo renovado, es decir, simplemente pensado a la altura de su propio tiempo? Pregunta

necesaria e inevitable, de no fácil respuesta, pues evidentemente pone en juego la comprensión del mismo principio.

El pensar sobre Dios tiene ahí un desafío todavía no cerrado.

El segundo tema es más concreto y tal vez el más circunstancial de los tratados. Pero de gran valor sintomático. La

obra de John Henry Newman representa uno de los intentos más significativos de examinar la posibilidad —lógica y

psicológica— de la fe en Dios. El punto de partida es todavía la discusión intraconfesional, pero no oculta ya el

asombro ante la inmensa conmoción que estaba suponiendo la presencia del ateísmo. Newman ofrece así la

oportunidad de asistir a un momento en cierto modo auroral del afrontamiento de la crisis. Por otra parte, su genio

personal y su pertenencia a una tradición —la del empirismo inglés— que no es la más frecuentada entre nosotros le

confieren un interés específico y acaso una llamada de atención hacia aspectos demasiado descuidados.

El ensayo sobre Heidegger es el más extenso, en correspondencia a su importancia central. Si Newman

representaba el nacimiento del asombro, él representa hasta cierto punto la culminación. En su obra, la interrogación

se vuelve abisal y el cuestionamiento alcanza la tensión más extrema. Su obra define de algún modo una época y,

más allá o más hondo que las modas de superficie, hace patente la radicalísima polaridad del problema: la máxima

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ausencia —representada acaso por el finitismo de Ser y tiempo— apunta, aunque sea sin palabras y sin nombre, a la

posibilidad de la máxima presencia, tal como con mil guiños y maneras se va anunciando a partir de la Kehre.

La propuesta de Zubiri tiene mucho de intento alternativo al de Heidegger (en todo caso, mucho más de lo que

expresamente dice). Su presencia —que para mí evoca siempre la de Amor Ruibal, que no trato en esta ocasión—

enlaza acaso con una cierta tradición de realismo español y, sobre todo, hace presente una valencia demasiado

oculta por los aires del tiempo. Haber escogido, entre su amplio tratamiento, la experiencia de Dios, aparte de evocar

su gran tema de la «religación», puede ser un buen contrapeso para un intelectualismo descarnado (del que Zubiri

aborrecía), sin por ello renunciar al rigor de y al trabajo del concepto.

La parábola de Flew sirve de motivo para retomar a un nivel más asequible una de las cuestiones más radicales que

trabajan la obra de Heidegger: el problema de la objetivación de la trascendencia y la consiguiente pregunta acerca

de la posibilidad y legitimidad del lenguaje religioso. El éxito increíble de la parábola confirma lo acertado de la

denuncia heideggeriana contra la perenne tentación onto-teo-lógica, y alerta contra su presencia en los pliegues más

íntimos del pensamiento actual. En la mentalidad positivista y en las diversas modalidades de la razón técnico-

instrumental, desde luego; pero incluso también en la espontaneidad del pensamiento más crítico y profundo: tal es lo

que intenta mostrar la subida que, a contracorriente del decurso histórico, se hace hasta Kant con su fascinante

pregunta acerca del «abismo de la razón».

El quinto tema tiene algo de recapitulación y mirada general sobre el conjunto: presencia y ausencia de Dios en el

pensamiento moderno. Es en cierto modo un intento de higiene mental, que ayude a distinguir entre las voces y los

ecos, entre la realidad y la imagen, entre el ídolo y el dios, entre la negación determinada y la negación absoluta. No

pretende decidir la cuestión, pero trata de llamar a la realidad del problema, en un diálogo que, por encima del juego

fácil de la refutación fácil o la descalificación apresurada, trate de entenderse sobre la «cosa misma».

El tema final representa, como he dicho, un ensayo de posible síntesis desde el punto de vista de un teísmo

renovado: la invención de Dios, en su triple valencia de encontrar, inventar y ser encontrado-inventado. Un concepto

no fideísta y positivista de la revelación, unido al concepto de una razón ampliada, encuadrados ambos en la nueva

experiencia de un mundo en evolución y de una humanidad consciente de su carácter radicalmente histórico, parecen

abrir nuevas puertas para un acceso a lo divino. No como innovación radical, sino como posibilidad de «repetición»

para nosotros de motivos perennes y temas eternos. Sugerencia tanteante en un tema oceánico, que algún día me

gustaría continuar en un esfuerzo más Unitario y sistemático.

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Sugerencias son, al fin y al cabo, todos estos intentos. Situados y parciales, sólo aspiran a ser una pequeña

contribución en un empeño inacabable, que, al menos en hueco y como pregunta, nos afecta de alguna manera a

todos.