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EL PRIMER MAESTRO Y DZHAMILIÁ CHINGUIZ AITMATOV

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EL PRIMER

MAESTRO

Y

DZHAMILIÁ

CHINGUIZ AITMATOV

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Edición: Luis Rogelio Nogueras Diseño: Jesús Petaza Ilustraciones: Alberto Cando

Primera edición, 1971. Segunda edición, 1976.

INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO Editorial Pueblo y Educación Calle 15 No. 604, entre B y C, Vedado, La Habana.

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ÍNDICE

Al lector 2 El primer maestro 6 Dzhamiliá 78

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Al lector

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AL LECTOR

En tiempos de Alejandro el Magno, tres núcleos de población se repartían el territorio que ocupa hoy la gran Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas: el núcleo eslavo, el núcleo indoiranio del Cáucaso y el núcleo turanio del antiguo Turquestán. De los habitantes del núcleo turanio, sólo los tadchiks sobrevivieron a los asaltos de los ejércitos de Mongolia, refugiándose en los altos valles de Badakchan y Pamir; el resto, fue barrido por los invasores, y las poblaciones asiáticas que se formaron con las capas sucesivas aportadas por cada una de las oleadas de jinetes mongoles cuajaron en varias comunidades étnicas: en los valles del Sir-Daria superior y del Zeravschán, al pie de las montañas del Tian-Chan, los horticultores uzbekos; en las arenas de los kums meridionales, en el límite entre Irán y Turquía, los turkemenos; y al norte, los pastores kazajos de las estepas y los pastores kirguises de las montañas.

Al margen del atraso secular de toda Rusia, estas regiones cercanas a China y a Mongolia tuvieron una cadencia del desarrollo infinitamente más lenta; de tal modo, que cuando el proletariado ruso tomó él poder en 1917, uzbekos, turkemenos, kazajos y kirguises vivían aún —casi sin excepción— en la barbarie.

El territorio de Kirguisia se identifica con la parte soviética del Tienshan, y la región está cubierta casi por entero de altas y salvajes montañas y de pequeños valles, aptos sólo para el pastoreo itinerante. Cortando las montañas, serpentean algunos ríos que corren, entre sauces y olmos, a regarse en las tierras parduscas de una estrecha franja de llanuras que se extiende al norte.

Los habitantes de esa remota región del Asia Central vivían en 1917 como habían vivido sus antepasados seis o siete siglos antes. Eran pastores nómadas, que desconocían el arte de

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cultivar la tierra y que pasaban sus días con las yurtas (casas plegables) a cuestas, moviendo lentamente sus rebaños de ovejas o sus manadas de pequeños pero resistentes caballos según las estaciones: en invierno, bajando de las montañas a los valles; en primavera, volviendo a tomar lentamente él camino de las montañas. Hasta hace sesenta años, aquellos pastores no sabían leer, ni escribir, ni siquiera tenían una grafía para su musical dialecto. No conocían del mundo más que aquello que podían ver sus ojos: montañas al sur, montañas al este, montañas al oeste, y al norte, las Montañas Grandes («el reino del silencio y de las estrellas») y, más allá, las vastas y solitarias estepas kazajas. Con la Revolución de Octubre, el pueblo kirguisio pudo despertar del sopor que desde hacía siglos adormilaba la vida en aquellas tierras marginales y castigadas. El viajero que llega hoy a Kirguisia y conoce algo de su historia, no puede menos que admirarse del desarrollo que ha alcanzado esta montañosa república del Asia Central Soviética. Hoy Kirguisia posee una universidad, institutos politécnicos y otros centros superiores. Se editan unas cien publicaciones periódicas y más de diez revistas. En la república se han montado grandes empresas industríales equipadas con técnica moderna. Se extraen metales valiosos, se producen motores eléctricos, máquinas-herramienta, aparatos de precisión... Sí, ya nada puede asombrar al viajero que llega a Kirguisia después de haber visto fábricas, felicidad y desarrollo cultural donde apenas medio siglo antes sólo había miseria e ignorancia. Pero todavía queda tiempo para una nueva sorpresa: en ese mismo reducido número de años, los kirguisios han produ-cido una literatura revolucionaria rica y profunda, en la cual cabe destacar la obra de un narrador conocido y admirado mundialmente: Chinguiz Aitmatov.

Aitmatov nació el 12 de diciembre de 1928 en la aldea kirguisia de Sheker, en el valle de Talask. Fue secretario del soviet de su aldea durante la Gran Guerra Patria. En 1946

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inició estudios de veterinaria en Djambul, ciudad próxima a Kazajastan; los continuó en el Instituto Agrícola de Kirguisia, donde se graduó en 1953. A partir de ese año hasta 1956 trabajó en la granja experimental del Instituto de Investigaciones Científicas para la cría del ganado en Kirguisia. Entre 1956 y 1958 estudió literatura en el Instituto Gorki de Moscú; en 1957 ingresó ya en la Unión de Escritores Soviéticos. En 1963 recibe el premio Lenin por sus Relatos de la montaña y de la estepa.

Esta edición recoge dos de sus relatos más famosos: El primer maestro y Dzhamiliá. Ambos se desarrollan en los alrededores del río Kurkureu (que en kirguisio quiere decir, aproximadamente, rugido), ambos están narrados en primera persona por un pintor, y ambos son, a su modo, reflejo fiel de dos etapas particularmente difíciles y gloriosas de la historia de la Unión Soviética: los años 1923-1924, y la Segunda Guerra Mundial.

Dzhamiliá ha sido calificada, con razón, como una de las más bellas historias de amor de la literatura contemporánea. Con su estilo poético y vigoroso, Aitmatov logra en este relato conmovedor acercarnos sentimentalmente a dos jóvenes amantes que, en el marco dramático del tercer año de la Gran Guerra Patria, deciden asumir su destino, y desafían valientemente las viejas y caducas tradiciones para iniciar una nueva vida. El primer maestro (llevado al cine en 1965 por el realizador Andrei-Mijailov Konchalovski) es la historia de un joven soldado rojo que llega a su Kirguisia natal después de haber participadoen la Guerra Civil. Lleva un viejo capote de soldado y está ardientemente convencido de que, en los tiempos nuevos que se avecinan, los hijos de los labriegos podrán hacer muy poco por el poder soviético si no saben leer y escribir. Se hace maestro y —aún cuando él mismo es casi analfabeto— se decide a enseñar a los niños aldeanos. Pero tendrá que luchar, casi solo, contra la naturaleza, el oscurantismo de los aldeanos y las supervivencias

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de un régimen de explotación feudal. El joven Diuishen tiene tal fe en su obra, que nada lo detiene. ¡Y qué puro y arrebatado amor el que le inspira a la joven Al-tinái su quijotesco maestral ¡Y de qué hermosa manera intuye ella el cálido mensaje de solidaridad comunista que trae aquel joven representante del poder soviético!

Los lectores cubanos que participaron en nuestra magna campaña de alfabetización, en 1961, se sentirán muy cerca del joven protagonista, Diuisten, y compartirán con él alegrías y esperanzas.

LUIS ROGELIO NOGUERAS

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El Primer Maestro

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Abro la ventana de par en par. En el cuarto penetra un torrente de aire fresco. A la difusa claridad de las azuladas tinieblas, contemplo los estudios y esbozos del cuadro que he empezado a pintar. Hay muchos. Repetidas veces lo he comenzado todo de nuevo. Pero no es posible juzgar aún el cuadro en su conjunto. No he hallado todavía lo principal, aquello que llega de pronto, tan irresistiblemente, con la misma claridad creciente y la sutil e inexplicable sonoridad en el alma con que llegan las tempranas auroras estivales. Ando en medio del silencio que precede al amanecer y no hago más que pensar, pensar y pensar. Así, cada día. Y cada día me convenzo más de que mi cuadro no pasa de ser un proyecto.

No hay partidario de hablar de antemano a nadie, ni siquiera a los amigos más allegados, de cosas inacabadas. Y no porque sea excesivamente celoso de mi trabajo, sino porque, según creo, si difícil es adivinar cómo será el niño que hoy está en la cuna, no lo es menos juzgar una obra todavía inconclusa. Pero esta vez voy a cambiar mi norma de conducta: quiero declarar en alta voz, mejor dicho, quiero comunicar a todos, mis pensamientos, mis ideas referentes al cuadro aún no pintado.

No es un capricho. No puedo obrar de otro modo, pues siento que, solo, no podré cumplir esta tarea. La historia que ha conmovido mi alma, la historia que me ha obligado a tomar el pincel me parece tan grandiosa, que no la puedo abarcar yo solo. Temo no poder expresarla, temo derramar la copa rebosante de recuerdos. Quiero que me ayuden todos con sus consejos, que me sugieran la solución, que, aunque mentalmente, estén a mi lado, junto al caballete, para compartir mí emoción.

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CHINGUIZ AITMATOV

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No me nieguen el calor de sus corazones. Acérquense. Debo

contarles esta historia... Nuestro aíl1 Kurkureu está situado en las estribaciones de las

altas montañas, sobre una amplia meseta, a la que, por numerosas gargantas, descienden las ruidosas aguas de los riachuelos montañeses. Al pie del aíl se extiende el Valle Amarillo, inmensa estepa kazaja, bordeada por los contrafuertes de las Montañas Negras y la oscura línea del ferrocarril, que se aleja en el horizonte, hacia occidente, a través de la llanura.

Encima del aíl, sobre un cerro, se yerguen dos altos álamos. Los tengo grabados en mi mente desde que tengo noción de mí mismo. De cualquier parte que llegues a nuestro Kurkureu, lo primero que distingues son estos dos álamos; están siempre ante la vista, como si fueran los faros de la montaña. No sé cómo aclararlo siquiera, quizá porque las impresiones de la niñez sean particularmente estimadas por el hombre, o porque ello esté relacionado con mi profesión de pintor; lo cierto es que siempre, cuando habiéndome apeado del tren atravieso la estepa en dirección a mi aíl, lo primero que obligatoriamente buscan mis ojos son mis entrañables álamos. Por muy altos que sean, difícilmente se los podría ver enseguida a tal distancia: pero yo siempre los veo, siempre los percibo.

¡Cuántas veces he regresado a Kurkureu desde lejanas regiones! Y cada vez, con el corazón oprimido de añoranza, pensaba: «¿Cuándo los veré? ¿Cuándo veré los álamos gemelos?» Me decía: «Debo regresar cuanto antes al aíl, subir pronto al cerro, correr hacia mis álamos y, luego, descansar a su sombra y deleitarme largamente hasta la embriaguez oyendo el rumoreo de su follaje.» 1 Aíl o Aúl: aldea kirguisa.

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Tenemos en nuestro aíl infinidad de árboles; pero estos álamos son excepcionales: tienen su propia idioma y, al parecer, su propia alma cantante. A cualquier hora que llegues, de día o de noche, se balancean entrechocando sus ramas y, entrelazando sus hojas, susurran sin cesar en multiforme gama de inefable ar-monía.

Luego, muchos años después, comprendí el misterio de los dos álamos. Están sobre una elevación abierta a todos los vientos y responden al menor movimiento del aire; cada hoja recoge, sutil, el más mínimo soplo.

Pero el descubrimiento de esta sencilla verdad no me desencantó en absoluto, no me ha hecho perder aquella percepción infantil que conservo hasta hoy. Y aun ahora, los dos álamos, erguidos sobre el cerro, me parecen extraordinarios, con vida propia. Allá, junto a ellos, ha quedado mi infancia, como un maravilloso fragmento de cristal verde...

El último día de clase, antes de las vacaciones veraniegas, los chiquillos veníamos aquí corriendo a buscar nidos de pájaros. Cada vez, que, gritando y silbando, subíamos al cerro, los álamos gigantes, balanceándose de un lado al otro, parecían saludarnos con su fresca sombra y el susurro acariciador de su follaje. Y nosotros, descalzos, ayudándonos mutuamente, nos enca-ramábamos por troncos y ramas, provocando la alarma de los pájaros, que revoloteaban en bandadas piando sobre nuestras cabezas. ¡Pero qué nos importaba! Trepábamos más y más alto: ¡a ver quién era el más valiente, el más diestro! Y, súbitamente, desde una enorme altura, a vista de pájaro, se abría ante nosotros, como por arte de magia, un mundo maravilloso de espacio y de luz. La magnificencia de la tierra nos sorprendía. Conteniendo la respiración, fascinados, cada uno en su rama, nos

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olvidábamos de nidos y de pájaros. La caballeriza del koljós considerada por nosotros el mayor edificio del mundo, parecía desde allí un pequeño cobertizo. Y detrás del aíl, en confuso espejismo, se perdía la inmensidad de la estepa virginal. Contemplábamos sus lejanías, de un gris azulado, que se extendían hasta perderse de vista, y veíamos otras muchas tierras, antes ignotas, ríos desconocidos, que parecían finos hilos plateados en el horizonte. Escondido entre las ramas pensábamos: ¿será esto el fin del mundo, o hay también más allá este mismo cielo, estas mismas nubes y estepas, estos mismos ríos? Agazapados, suspensos, oíamos los sobrenaturales gemidos del viento y cómo las hojas, a modo de respuesta, susurraban a coro, cual si nos hablaran de regiones atrayentes y enigmáticas, escondidas allende las lejanías de un gris azulado.

Oía el murmullo de los álamos y mi corazón palpitaba con fuerza, lleno a la vez de pavor y de gozo; y envuelto en el embrujo de este suave e incesante susurro, me esforzaba en imaginar cómo serían aquellas distantes lejanías. Sólo había una cosa en la que yo no pensaba por aquel entonces: ¿quién había plantado aquí estos árboles? ¿En qué soñaba, de qué hablaba ese ser desconocido al asentar en la tierra las raíces de los arbolitos? ¿Con qué esperanza los plantó aquí, en el altozano? Este cerro, donde se erguían los álamos, era llamado, no sé por qué, «la escuela de Diuishen». Me acuerdo de que si alguien tenía que buscar un caballo perdido y se dirigía a la primera persona que le salía al encuentro, diciéndole: «Oye, ¿no has visto mi bayo?», casi siempre le contestaban: «Allá arriba, junto a la escuela de Diuishen, pacían por la noche caballos; ve, puede ser que encuentres aun el tuyo.» Imitando a los mayores, los

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muchachos, sin reflexionar, repetíamos: «¡Vengan, muchachos, vamos a la escuela de Diuishen, a los álamos, a ahuyentar a los gorriones!»

Contaban que en cierto tiempo hubo una escuela en este cerro. Pero nosotros no hallamos el menor rastro. En mi infancia intenté varias veces encontrar por lo menos sus ruinas, pero por más que busqué y anduve, no pude descubrir nada. Luego, empezó a parecerme extraño que a un cerro pelado lo llamasen la «escuela de Diuishen», y en cierta ocasión pregunté a unos ancianos quien era ese Diuishen. Uno de ellos, haciendo un gesto desdeñoso con la mano, me dijo: «¿Quién es Diuishen? Pues ese mismo que vive ahora aquí, de la familia de la Oveja Coja. Eso fue hace mucho tiempo; entonces Diuishen era komsomol. En el cerro había una caballeriza abandonada. Y Diuishen abrió allí una escuela y enseñaba a los niños. Pero, ¡acaso era aquello una escuela!; lo único que tenía de escuela era el nombre. ¡Ah, qué tiempos aquellos! Entonces todo aquel que podía agarrarse a las crines de un caballo y poner el pie en el estribo obraba como se le antojaba. Así era Diuishen. Hacía lo que le daba la gana. Y ahora, de aquella caballeriza no ha quedado piedra sobre piedra; ha desaparecido por completo; lo único que ha quedado es el nombre...»

Apenas conocía a Diuishen. Me acuerdo que era un hombre entrado en años, alto, anguloso, con espesas y fruncidas cejas. Su casa estaba en la otra orilla del río, en la calle de la segunda brigada. Cuando yo vivía aún en el aíl, Diuishen trabajaba de distribuidor de agua de riego en el koljós y se pasaba la vida en los campos. Una que otra vez pasaba por nuestra calle llevando un gran pico atado a la silla, y su caballo, también huesudo y de flacas patas, se parecía en algo a su dueño. Después Diuishen envejeció y, según decían, empezó a trabajar de cartero. Pero esto es lo de menos. La cuestión es otra. En aquel entonces, yo

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creía que un komsomol tenía que ser un buen jinete, entusiasta en el trabajo, ardiente orador, el más combativo de todos los jóvenes del aíl, el que pronunciaba discursos en las reuniones y escribía en el periódico contra vagos y malversadores. Y, por más que me esforzaba, no podía imaginarme que este hombre barbudo y pacífico hubiera sido algún día komsomol, y, lo que era más sorprendente todavía, hubiera enseñado a los niños, cuando él mismo apenas sabía leer y escribir. ¡No, yo no podía comprender esto de ninguna manera! Hablando con franqueza, pensaba que esta era una de las muchas leyendas que relataban en nuestro aíl. Pero resultó que no había nada de eso...

El otoño pasado recibí un telegrama del aíl. Mis paisanos me invitaban a la solemne inauguración de una nueva escuela que el koljós había construido con sus propios medios. Inmediatamente decidí ir, pues, como es lógico, en un día tan feliz para nuestro aíl no podía quedarme sentadito en mi casa. Incluso partí hacia allá unos días antes. Vagabundearé —pensaba—, echaré un vistazo, haré dibujos. Resultó que entre los invitados que esperaban, figuraba también la academia Sulaimánovna. Me dijeron que estaría un par de días y luego partiría a Moscú.

Sabía que esta mujer, hoy famosa, se marchó de nuestro aíl a la ciudad cuando era todavía una niña. Viviendo en la ciudad la conocí. Era ya de edad avanzada, gruesa, con muchas canas en su liso pelo cuidadosamente peinado. Nuestra ilustre paisana era profesora de la Universidad, daba conferencias de filosofía, trabajaba en la Academia y viajaba con frecuencia al extranjero. Estaba siempre muy ocupada, y por eso no logré conocerla más a fondo; pero cada vez que nos encontrábamos, dondequiera que fuese, siempre se interesaba por la vida de nuestro aíl, e

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infaliblemente, aunque fuese de manera escueta, me daba su opinión sobre mis cuadros. Un día me decidí a decirle:

—Altinái Sulaimánovna, bien le vendría ir al aíl a ver a los paisanos. Allí todos la conocen, se sienten orgullosos de usted; pero más que nada la conocen de oída y a veces, conversando, dicen que nuestra renombrada científica se aparta de nosotros, que ha olvidado por lo visto su Kurkureu.

—Habrá que ir, desde luego —dijo Altinái Sulaimánovna sonriendo con tristeza—. Yo misma sueño, desde hace mucho tiempo, con ir; hace un siglo que falto de allí. La verdad es que no tengo en Kurkureu ningún pariente. Pero no importa. Iré sin falta: debo ir, pues siento mucha nostalgia por mi tierra natal.

La académica Sulaimánovna llegó al aíl cuando en la escuela estaba a punto de comenzar la reunión solemne. Los koljosianos vieron por la ventana su coche y se lanzaron a la calle. Todos, conocidos y desconocidos, viejos y jóvenes, querían estrechar su mano. Altinái Sulaimánovna no esperaba probablemente tal acogida y, según me pareció, hasta se sentía algo turbada. Con las manos en el pecho saludaba a la gente y, con mucho trabajo, se abrió camino hacia la presidencia, situada en el escenario.

Sin duda, Altinái Sulaimánovna había estado ya muchas veces en reuniones solemnes y, seguramente, la recibían siempre con cordialidad y con honores; pero aquí, en esta sencilla escuela de aldea, la cordial simpatía de sus paisanos hizo que se sintiera conmovida, emocionada, pues trataba en vano de esconder unas lágrimas inoportunas.

Al terminar el acto, los niños anudaron al cuello del amado huésped el rojo pañuelo distintivo de los pioneros, le entregaron flores y encabezaron con su nombre el libro de honor de la nueva escuela. Luego hubo un interesante y alegre concierto,

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ofrecido por el conjunto de aficionados de la escuela, después de lo cual, el director de la misma invitó a su casa a los huéspedes, maestros y activistas del koljós.

Allí continuaron los agasajos; a Altinái Sulaimánovna con motivo de su llegada la instalaron en el sitio de honor, adornado con tapices, esforzándose en testimoniarle por todos los medios su respeto. Como siempre sucede en tales casos, había mucho ruido, y los invitados conversaban animadamente, brindando. Pero he aquí que entró en la sala un muchacho de la aldea y entregó al amo de la casa un paquete de telegramas. Éstos pasaron de mano en mano: antiguos alumnos felicitaban a sus paisanos con motivo de la inauguración de la escuela.

—Oye, ¿los telegramas los ha traído el viejo Diuishen? —preguntó el director.

—Sí —contestó el muchacho—. Dice que ha venido todo el camino fustigando al caballo para llegar a tiempo a la reunión, a fin de que fueran leídos públicamente. Nuestro honorable anciano se ha retrasado un poco y el hombre está apenado.

—Entonces, ¿a qué espera? ¡Llámalo, que se apee y venga aquí.

El muchacho salió a llamar a Diuishen. Altinái Sulaimánovna, que estaba sentada a mi lado, se animó no sé por qué, y de una manera extraña, como si de pronto se acordara de algo, me preguntó de qué Diuishen estaba hablando.

—Es el cartero del koljós, Altinái Sulaimánovna. ¿Conoce usted al viejo Diuishen?

Asintió vagamente con la cabeza; luego intentó ponerse de pie, pero en ese momento se oyó un ruido de cascos, alguien pasó montado a caballo, junto a la ventana, y el muchacho, entrando de nuevo, le dijo al anfitrión:

—Lo he llamado, pero se ha marchado; aún tiene que repartir cartas.

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—Bueno, que las reparta; no hay por qué retenerlo. Luego estará un rato con los viejos —masculló alguien en tono descontento.

—¡Oh! ¡Ustedes no conocen a nuestro Diuishen! Es un esclavo del deber. Siempre cumple su servicio puntualmente.

—Justamente, es una persona rara. Después de la guerra salió del hospital —esto era en Ucrania— y se quedó a vivir allí; hace sólo unos cinco años que regresó. «He regresado para morir en mi patria chica», dice. Toda la vida sin familia.

—De todos modos, lamento que no haya entrado... Bueno, dejémoslo —y el amo de la casa hizo un gesto con la mano como queriendo decir: no tiene importancia.

—Camaradas, no sé si alguno de ustedes se acordará de que hubo un tiempo en que estudiamos en la escuela de Diuishen —una de las personas más honorables del aíl levantó la copa—. Y, seguramente, él mismo no conocía todas las letras del alfabeto —el que hablaba entornó los ojos y meneó la cabeza. Todo su aspecto expresaba asombro y burla.

—Pues mira, es verdad —replicaron varias voces. Hubo un coro de risas.

—¡No me digan! ¡Qué no haría entonces Diuishen! Y nosotros, nosotros le tomábamos en serio por un maestro.

Cuando se acabaron las risas, el hombre que había levantado su copa prosiguió:

—Y bien, ahora la gente ha crecido a ojos vistas. La académica Altinái es conocida en todo el país. Casi todos hemos terminado la enseñanza secundaria y muchos la superior. Hoy inauguramos en nuestro aíl una nueva escuela secundaria y este solo hecho muestra elocuentemente cómo ha cambiado nuestra vida. Así que ¡vengan, paisanos!, ¡brindemos porque los hijos e hijas de Kurkureu sean también en el futuro personas avanzadas de su época!

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Todos hablaron de nuevo, apoyando unánimes el brindis, y solo Altinái Sulaimánovna enrojeció, llena de turbación, no sé por qué, apenas acercó la copa a los labios. Pero como todos estaban animados por la fiesta y ocupados en sus conversaciones, nadie se dio cuenta de su estado de ánimo.

Altinái Sulaimánovna miró varias veces su reloj. Y luego, cuando los invitados salieron a la calle, vi que ella estaba junto a una acequia, apartada de todos, mirando fijamente hacia el cerro, hacia el punto donde se balanceaban al viento los rojizos álamos otoñales. El sol estaba en el ocaso junto a la raya liliácea de la lejana estepa, envuelta ya en las primeras sombras del crepúsculo. Desde allí lucían sus postreros destellos, tiñendo las copas de los álamos con su púrpura apagada y triste. Me acerqué a Altinái Sulaimánovna.

—Ahora se están deshojando, pero si viera usted estos álamos en primavera, cuando están en flor —le dije.

—En eso estaba yo precisamente pensando —contestó exhalando un suspiro; y, después de un momento de silencio, añadió como quien habla consigo mismo:

—Sí, todo cuanto vive tiene su primavera y su otoño. Por su rostro ajado, surcado de finas arrugas junto a los ojos,

se deslizó una sombra triste y pensativa. Miraba los álamos con una pena puramente femenina. Y, de pronto, vi que ante mí tenía, no a la académica Sulaimánovna, sino a la más sencilla mujer kirguisa, sin la menor picardía, tanto en sus penas como en sus alegrías. Esta mujer tan erudita recordaba ahora, al parecer, la época de su juventud, a la que, como se dice en nuestras canciones, no alcanzas con tus gritos desde la más alta cumbre de las montañas. Era como si, mirando los álamos,

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quisiera decir algo; pero después cambió, por lo visto, de parecer, y bruscamente se puso las gafas que tenía en la mano.

—¿El tren de Moscú pasa por aquí a las once? —Sí, a las once de la noche. —Entonces, tengo que prepararme. —¿Por qué tan súbitamente? Altinái Sulaimánovna, usted

había prometido quedarse aquí unos cuantos días. El pueblo no la dejará irse.

—No, tengo asuntos urgentes. Debo marcharme inmediatamente.

A pesar de las súplicas de los paisanos, no obstante sus expresiones, Altinái Sulaimánovna se mantuvo inflexible.

Empezaba a oscurecer. Los paisanos, entristecidos, la acompañaron hasta el coche después de obligarla a dar palabra de volver para pasar allí una semana, o más. Fui a acompañarla a la estación.

¿Por qué Altinái Sulimánovna se apresuraba tan inesperadamente? Agraviar a los paisanos, sobre todo en este día, me parecía sencillamente irrazonable. Por el camino pensé varias veces preguntárselo, pero no me atreví. Y no porque temiera cometer una falta de tacto, sino porque comprendía que, de todas maneras, no me diría nada. Durante todo el viaje guardó absoluto silencio, pensando obstinadamente en alguna cosa. A pesar de todo, en la estación le pregunté:

—Altinái Sulaimánovna, usted está disgustado por algo. ¿Acaso la hemos ofendido?

—¡Qué dice usted! ¡No piense siquiera en semejante cosa! ¡Nadie me ha ofendido en lo más mínimo! Como no me haya enfadado conmigo misma... Sí, conmigo misma hubiera podido enfadarme.

Así partió Altinái Sulaimánovna. Regresé a la ciudad y algunos días después recibí inesperadamente carta suya.

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Comunicándome que se detendría en Moscú más de lo que suponía, Altinái Sulaimánovna escribía:

«Aunque tengo pendientes muchos asuntos importantes y urgentes, he decidido aplazarlos todos y escribirle esta carta... Si lo que aquí escribo le parece interesante, le ruego encarecidamente que piense cómo puede ser utilizado para dar a conocer a todo el mundo lo que le voy a relatar. Considero que ello es necesario no sólo a nuestros paisanos, sino a todo el mundo y, particularmente, a la juventud. He llegado a esta con-clusión después de prolongadas meditaciones. Esta es mi confesión ante el mundo. Debo cumplir mi deber. Cuantas más personas lo sepan menos me torturarán los remordimientos. No tema ponerme en situación desairada. No oculte usted nada...»

Durante varios días he estado bajo la impresión que me ha causado su carta. Y nada mejor he podido idear que relatarlo todo en nombre de la propia Altinái Sulaimánovna. Sucedió en 1924. Sí, precisamente en ese año...

Allí donde ahora está nuestro koljós, había entonces un pequeño aíl habitado por campesinos pobres. Tenía catorce años y vivía en casa de un primo hermano de mi difunto padre. Tampoco tenía madre.

En otoño, poco después de que las familias más acomodadas se marcharon al monte para invernar, llegó a nuestro aíl un joven desconocido que vestía capote de soldado. Me acuerdo de su capote a causa de que, no sé por qué motivo, era de paño negro. La aparición de una persona con capote militar fue para nuestro aíl, alejado de los caminos y escondido al pie de las montañas, un verdadero acontecimiento. Al principio afirmaban que había sido jefe en el ejército, y que por eso iba a ser dirigente del aíl; después resultó que no había

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sido en absoluto jefe, sino que era el hijo de aquel mismo Tashtanbek que se marchó del aíl, muchos años atrás, en los tiempos del hambre, a trabajar en el ferrocarril, y del cual no se habían tenido más noticias. Y su hijo, Diuishen, según decían, había sido enviado al aíl para organizar allí una escuela y enseñar a los niños las primeras letras.

En aquellos tiempos, palabras como «escuela» y «estudio» eran cosa nueva, y la gente no las entendía mucho que digamos. Algunos creían estos rumores, otros los consideraban cuentos de viejas y es posible que, en general, hubieran sido pronto olvidados, si a los pocos días, no hubiesen llamado a la gente a reunirse. Mi tío estuvo largo rato refunfuñando: «Qué clase de reunión será ésta; siempre igual, por cualquier tontería no te dejan trabajar tranquilo», pero después, a pesar de todo, ensilló su caballejo2 y se fue a la reunión montado a caballo, como debe hacer cada hombre que se respete a sí mismo. Junto con los muchachos vecinos, lo seguí.

Cuando llegamos corriendo, jadeantes, a la elevación del terreno donde habitualmente se celebraban las reuniones, allí, ante un grupo de gente a pie y a caballo, estaba ya hablando ese mismo joven de rostro pálido y negro capote. No podíamos oír sus palabras e íbamos a acercarnos cuando, en ese momento, un viejo que vestía una pelliza rota lo interrumpió apresuradamente, como si se hubiera despertado de pronto:

—Escucha, hijito —empezó a decir hablando de prisa y tartamudeando—, antes a los niños les enseñaban los mulha; y a tu padre lo conocíamos, era tan descamisado como nosotros. Dime pues, por favor, ¿cuándo has podido hacerte mulha?

—No soy mulha, respetable anciano; soy komsomol —contestó rápidamente Diuishen—. Y ahora, a los niños, ya no les van a enseñar los mulha, sino maestros. He aprendido a leer y 2 La silla de montar kirguisa está formada por una armazón de madera cubierta con una almohada de cuero.

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escribir en el ejército, y antes de esto estudié un poquito. Ya ven lo mulha que soy yo... —Eso ya es otra cosa... —¡Bravo! —exclamaron algunos.

—Así pues, el Komsomol me ha enviado a enseñar a vuestros hijos. Mas para ello hace falta un local. Pienso instalar la escuela, con vuestra ayuda, naturalmente, en la vieja caballeriza que hay en el cerro. ¿Cuál es vuestra opinión, paisanos?

Los presentes callaban como si estuvieran pensando: ¿adonde apuntará este forastero? Rompió el silencio Satimkul «el disputador», así apodado por lo intratable que era. Hacía ya rato que escuchaba las conversaciones, apoyados los codos en la silla de su caballo, y escupiendo, de cuando en cuando, entre dientes.

—Espera un poco, joven —masculló Satimkul entornando los ojos como si estuviera apuntando—. Mejor será que nos digas una cosa: ¿para qué necesitamos nosotros la escuela?

—¿Cómo para qué? —preguntó Diuishen turbado. —¡Pues es verdad, mira! —apoyó alguien.

Y todos, removiéndose, empezaron a alborotar. —Siempre hemos vivido de nuestro trabajo campesino, así nos

alimentamos. Y nuestros hijos vivirán también así; para qué diablos necesitan estudiar. Los jefes necesitan saber leer y escribir, pero nosotros somos gente sencilla. ¡No nos marees más!

Las voces se acallaron. —¿Cómo? ¿Será posible que no quieran que sus hijos

estudien? —preguntó Diuishen sorprendido, mirando con fijeza a la gente que lo rodeaba.

—Y si estamos en contra, qué, ¿nos vas a obligar por la fuerza? Aquellos tiempos pasaron. ¡Ahora somos libres y viviremos como nos dé la gana! Diuishen palideció. Rompiendo con dedos temblorosos los ganchillos de su capote, sacó del bolsillo de la guerrera una hoja

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de papel doblada en cuatro, y desplegándola apresuradamente, la levantó sobre su cabeza:

—¿Significa esto que están en contra de este documento, en el que se habla del estudio de los niños, en el que está puesto el sello del poder soviético? ¿Y quién les ha dado la tierra y el agua, quién les ha dado la libertad? ¡Veamos...! ¿Quién está en contra de las leyes del poder soviético, quién? ¡Respondan!

Pronunció la palabra «respondan» con fuerza tan resonante y colérica, que su sonido cortó como una bala el tibio silencio otoñal y su eco resonó en las rocas como un disparo. Nadie dijo esta boca es mía. Todos callaban, con la cabeza gacha.

—Somos pobres —dijo bajando la voz Diuishen—. Nos han pisoteado y humillado toda la vida. Vivíamos en las tinieblas. Pero ahora el poder soviético quiere que veamos la luz, que aprendamos a leer y escribir. Y para esto, hay que enseñar a los niños...

Diuishen calló expectante. Entonces, aquel mismo de la pelliza rota que le preguntara cómo se había hecho mulha, farfulló en tono apaciguador:

—Bueno, bueno, enséñales si quieres, a nosotros; qué... —Pero les pido que me ayuden. Tenemos que reparar esa

caballeriza del bey que está en el cerro, hay que tender un puente sobre el riachuelo, la escuela necesita leña...

—¡Espera, joven, espera, vas muy de prisa! —interrumpió a Diuishen el intratable Satimkul.

Escupiendo entre dientes, entornó nuevamente sus. ojos como si apuntara:

—Mira, tú gritas por todo el aíl: «¡Voy a abrir una escuela!» ¡Y si nos fijamos en ti resulta que no tienes-ni pelliza para abrigarte, ni caballo que montar, ni un palmo de tierra de labor en el campo, ni una sola bestia en tu corral! ¿De qué piensas vivir, querido amigo? ¿Acaso piensas arrear con los rebaños de otros?...

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—Ya me arreglaré como sea. Recibiré un sueldo, —¡Ah...! ¡Ya era hora de que lo dijeras! —Y Satimkul, muy

contento de sí mismo, se enderezó en la silla con aire satisfecho—. Ahora ya está todo claro. Tú, joven, haz tú mismo tus cosas y con tu sueldo enseña a los niños. En el fisco hay bastante dinero. Y a nosotros déjanos tranquilos, que, gracias a Dios, con nuestros quehaceres y preocupaciones tenemos de sobra...

Con estas palabras, Satimkul hizo volver grupas a su caballo y se fue hacia su casa. Los demás lo siguieron. Y Diuishen quedó allí, de pie, con su documento en la mano. El pobre no sabía qué hacer ni adonde ir... Tuve lástima de Diuishen. Estuve contemplándolo, sin quitarle la vista de encima hasta que me llamó mi tío, que pasaba junto a mí montado a caballo:

—¡En, tú, mocosa! ¿Qué haces aquí con la boca abierta? ¡Vamos, vete corriendo a casa! —Y yo eché a correr para alcanzar a los muchachos—. Míralos: ¡también se han acostumbrado ya a las reuniones!

Al día siguiente, cuando las muchachas fuimos por agua, encontramos junto al río a Diuishen. Vadeaba el río para pasar a la otra orilla con una pala, un pico, un hacha y un viejo cubo en las manos.

Cada mañana a partir de este día, la figura solitaria de Diuishen, con su negro capote, subía por el sendero del cerro en dirección a la abandonada caballeriza; y hasta muy entrada la noche no bajaba al aíl. A menudo lo veíamos con un enorme haz de maleza o de paja a las espaldas. Al verlo desde lejos, los hom-bres se erguían sobre los estribos y, llevándose la mano a los ojos, decían sorprendidos:

—Escucha, ¿es acaso el maestro Diuishen quien lleva ese haz? —El mismo que viste y calza. —¡Ah, pobrecito! Se ve que el trabajo de maestro no es

tampoco muy descansado que digamos.

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—¿Y qué te creías? Mira la carga que lleva: no menos que un sirviente del bey.

—Pero, si lo oyes hablar... ¡cualquiera se mete con él! —Bueno, eso es porque tiene el documento con el sello: ahí

está toda su fuerza. Un día, cuando regresábamos a casa con sacos llenos de

estiércol,3 que de ordinario recogíamos en las estribaciones de la montaña situada sobre el aíl, torcimos hacia la escuela: teníamos ganas de ver lo que hacía el maestro. El viejo cobertizo de barro había sido antes una caballeriza del bey. En invierno, se cobija-ban allí las yeguas que habían parido a la intemperie. Después de la llegada del poder soviético, el bey se marchó y la caballeriza quedó abandonada. Nadie iba por allí y los alrededores se llenaron de maleza y aliagas. Ahora la mala hierba, arrancada de raíz, estaba aparte, en un montón, y el patio había sido limpiado. Las paredes derruidas y erosionadas por las lluvias, habían sido reparadas y revestidas con barro y la puerta, torcida y agrietada de puro reseca y pendiente siempre de un solo gozne, estaba ya arreglada y puesta en su sitio.

Cuando pusimos nuestras bolsas en el suelo para descansar un poco, salió por la puerta Diuishen, todo manchado de barro. Al vernos quedó sorprendido, pero luego sonrió afablemente mientras se secaba el sudor de la cara. —¿De dónde vienen, niñas?

Estábamos sentadas en el suelo, junto a los sacos, y nos mirábamos unas a otras, llenas de turbación. Diuishen comprendió que callábamos a causa de nuestra timidez y nos hizo un guiño para animarnos:

—Estos sacos son más altos que ustedes. Está muy bien que hayan venido a echar un vistazo, niñas, pues al fin y al cabo quienes van a estudiar aquí son ustedes. Y se puede decir que la

3 La boñiga seca, que los kirguises llaman kiziak, sirve como combustible para las hogueras.

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escuela ya está terminada. ¡Hace un momento que he acabado de hacer una especie de estufa y hasta he montado la chimenea en-cima del tejado! ¿Ven cómo es? Ahora sólo hay que hacer acopio de leña para el invierno; pero esto no tiene importancia, hay mucha maleza en los alrededores. Echaremos en el suelo una buena capa de paja y empezaremos las clases. ¿Quieren estudiar? ¿Vendrán a la escuela?

Yo era mayor que mis amigas y por eso me decidí a contestar: —Si mi tía me deja, vendré —le dije. —¿Por qué no te va a dejar? Te dejará, no lo dudes. ¿Cómo te

llamas? —Altinái —contesté tapándome con la palma de la mano la

rodilla, que se me veía por una rotura de la falda. —Altinái es un buen nombre. Y tú misma debes ser buena,

¿eh? —Sonrió de tal forma que una dulce oleada de calor irrumpió en mi corazón—. Así que. Altinái, tráete también a los otros muchachos a la escuela. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, tiíto. —Llámenme maestro. ¿Quieren ver la escuela? Entren sin

pena. —No; nos vamos, tenemos que ir a casa —dijimos,

intimidadas. —Bueno, está bien; váyanse a casa corriendo. La verán

después, cuando vengan a estudiar. Y yo voy otra vez a buscar maleza, antes de que oscurezca.

Tomando la cuerda y una hoz, Diuishen se marchó al campo. Nos levantamos, nos echamos las bolsas al hombro y, a pasos cortos, nos dirigimos hacia el aíl. Súbitamente se me vino a la cabeza una idea inesperada.

—Esperen, chicas —les grité a mis amigas—. Vamos a vaciar los sacos en la escuela; así habrá más combustible para el invierno.

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—¿Y vamos a llegar a casa con las manos vacías? ¡Miren qué ocurrencia!

—Volvemos y recogemos más. —No; será tarde y en casa nos regañarán. Y, sin esperarme ya, las niñas se fueron apresuradamente hacia

sus casas. Hasta ahora no puedo comprender qué fuerza me hizo

decidirme aquel día a semejante cosa. Sea que estaba enojada con mis amigas porque no me obedecieron y, por ello, decidí mantenerme en mis trece; sea que desde la infancia mi voluntad, mis deseos, fueron desatendidos entre golpes y gritos de gentes groseras, y en mí surgió el deseo de agradecer de alguna manera a una persona, desconocida en realidad, esa sonrisa suya que inundó mi corazón de dulce calor, la pequeña confianza que había depositado en mí, por sus parcas palabras cariñosas. Y sé bien, estoy convencida de ello, que mi verdadera suerte, toda mi vida, con todas sus felicidades y sufrimientos, empezó preci-samente aquel día, a causa de aquel saco de estiércol. Digo esto, porque justamente aquel día, por primera vez en toda mi vida, sin pararme a reflexionar, sin temor al castigo, decidí y realicé aquello que consideraba necesario. Cuando las amigas me dejaron sola regresé a toda prisa a la escuela de Diuishen, vacié mi saco junto a la puerta y enseguida salí corriendo a más no poder por valles y barrancos a recoger estiércol.

Corrí sin pensar adonde me dirigía, como si me sobraran las fuerzas; el corazón me latía en el pecho, lleno de dicha, cual si estuviera realizando una gran hazaña. Y el sol parecía comprender por qué me sentía tan feliz. Sí, creo que él sabía la causa de la ligereza y libertad de mi carrera: es que yo había hecho una pequeña buena acción. El sol declinaba ya sobre las colinas, pero a mí me parecía que retardaba su marcha, sin llegar al ocaso, porque quería contemplarme aún. Él embellecía mi camino; la tierra

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otoñal se extendía a mis pies formando un manto de colores: lila, púrpura, rosa. Como fulgurantes llamaradas pasaban junto a mí las panículas que el viento arrancaba de los cardos secos. El sol ardía vivamente en los plateados botones de mi chaquetón cubierto de remiendos. Corría y corría hacia adelante, y, loca de júbilo, me dirigía mentalmente a la tierra, al cielo, al viento: «¡Miradme! ¡Mirad qué orgullosa estoy! ¡Estudiaré, iré a la escuela y llevaré allí a los demás...!

No sé cuánto tiempo corrí así, mas luego me recobré de pronto, ya que tenía que recoger el estiércol. Y, qué cosa tan extraña, todo el verano había vagado por allí el ganado y a cada paso se encontraba siempre mucho estiércol; sin embargo, ahora ¡como si se lo hubiera tragado la tierra! ¿Quizás esto se debiera a que no buscaba? Corría de un sitio a otro. Pero cuanto más lejos iba, menos estiércol encontraba. Entonces pensé que no podría llenar el saco antes del anochecer y me asusté; corría por las matas de cardo, me apresuraba. Como pude, recogí medio saco. Entretanto el sol se puso; por los valles empezaron a extenderse velozmente las tinieblas.

Jamás me había quedado sola en el campo hasta tan tarde. Sobre las desiertas y silenciosas colinas se cernieron las negras alas de la noche otoñal. Loca de espanto, me cargué el saco al hombro y eché a correr hacia el aíl. Empavorecida, es posible que hubiese empezado a gritar y a llorar, pero, aunque pueda parecer extraño, me contenía un inconciente pensamiento: ¿qué hubiera dicho el maestro Diuishen si me hubiese visto tan desvalida? Y me fortalecía prohibiéndome mirar otra vez en torno a mí, como si el maestro estuviera en realidad observándome desde algún sitio. Llegué a casa corriendo, cubierta de sudor y de polvo. Respirando con dificultad traspasé el umbral. Mi tía, sentada junto al hogar, se levantó y vino a mi encuentro amenazadora.

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Era una mujer mala y grosera. —¿Dónde has estado? —se me echó encima y antes de que yo

tuviera tiempo de decir esta boca es mía me arrebató el saco y lo tiró a un rincón—. ¿Y esto es cuanto has recogido en todo el día?

Por lo visto, mis amigas ya le habían ido con el chisme. —¡Morenucha maldita! ¿Quién te mandó ir a la escuela?

¡Ojalá te hubieras muerto allá, en esa caballeriza! —mi tía me agarró por una oreja y empezó a darme golpes en la cabeza—. ¡Huérfana inservible! La cabra siempre tira al monte. Las demás niñas siempre traen algo a casa y ella al contrario: se lo lleva de casa. Yo te voy a dar escuela; si intentas acercarte a ella te rompo las piernas. Te vas a acordar de la escuela esa...

Yo callaba, y mi única preocupación era no gritar. Pero después, cuidando del fuego en el hogar, lloraba en silencio, a escondidas, acariciando dulcemente a nuestra gata gris; y la gata, dicho sea de paso, siempre sabía cuando lloraba, y venía de un salto a sentárseme en el regazo. Ahora, el motivo de mi llanto no era la paliza de mi tía —hacía ya tiempo que me había acostumbrado a ellas—, lloraba porque comprendía que mi tía no me dejaría ir a la escuela por nada del mundo... Unos dos días después de esto, por la mañana temprano, en el aíl empezaron a ladrar con inquietud los perros y se oyeron fuertes voces. Resultó que Diuishen iba por las casas buscando a los niños para llevarlos a la escuela. Entonces no había todavía calles, y nuestras grises chozas de barro, con diminutas ventanas, estaban diseminadas en desorden por el aíl, pues cada uno edificaba la suya donde mejor le parecía. Diuishen, y con él la chiquillería en ruidoso tropel, pasaban de casa en casa. La nuestra estaba a la salida del aíl. Mi tía y yo molíamos mijo en un mortero de madera y mi tío desenterraba el trigo

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guardado en un hoyo cerca del cobertizo; quería llevar el grano al mercado. Como martilladores, golpeábamos alternativamente con las pesadas mazas, pero entre mazazo y mazazo me daba tiempo de mirar a hurtadillas si estaba lejos el maestro. Tenía miedo de que no llegara a nuestro patio. Y aunque sabía que mi tía no me iba a dejar ir a la escuela, deseaba, a pesar de ello, que Diuishen llegara aquí para que, por lo menos, viera donde vi- vía. Interiormente suplicaba al maestro que no diera la vuelta antes de llegar hasta nosotros.

—¡Salud, ama, que Dios la ayude! ¡Y si Dios no la ayuda, la ayudaremos nosotros, todo el grupo, mire cuántos somos! —Diuishen, al llegar, seguido de sus futuros discípulos, saludó bromeando a mi tía.

Ella mugió como respuesta algo ininteligible y el tío no levantó siquiera la cabeza del hoyo.

Esto no alteró a Diuishen. Se sentó diligente en un tronco que había en medio del patio y sacó papel y lápiz.

—Hoy empezamos las clases en la escuela. ¿Qué edad tiene su hija?

Sin contestar ni una palabra, mi tía dejó caer con enojo la maza en el mortero. Se veía a las claras que no quería continuar la conversación. Mi alma se encogió: ¿qué va a ocurrir ahora? —pensé. Diuishen me miró y sonrió. Y, como aquella vez, una oleada de calor irrumpió dulcemente en mí corazón.

—¡Altinái! ¿Cuántos años tienes? —me preguntó. No me atreví a contestarle.

—¿Para qué quieres saberlo? ¿Qué clase de revisor eres tú? —soltó irritada mi tía—. Ella no está para estudios. Si los que tienen padre y madre no estudian, ¿por qué va a estudiar esta mocosa huérfana. Has reunido a toda esa caterva, pues llévatelos enhoramala a la escuela, si quieres; aquí no tienes nada que hacer.

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Diuishen saltó de su sitio. —¡Piense en lo que dice! ¿Acaso tiene ella la culpa de su

orfandad? ¿O es que hay alguna ley que prohíba a los huérfanos estudiar?

—A mí no me interesan tus leyes. Tengo las mías propias y... ¡no me vengas con imposiciones!

—No hay más que una ley para todos. Y si a ustedes no les hace falta esta niña, nosotros, en cambio, la necesitamos, la necesita el poder soviético. Y si se ponen contra nosotros, ¡ya verán!

—¡Vaya un jefe que nos ha salido! —exclamó mi tía poniéndose en jarras, desafiante—. Según tú, ¿quién debe disponer de ella? ¿Quién le da de comer y de beber, yo o tú, vagabundo, hijo de vagabundo?

No se sabe cómo hubiera terminado todo si en ese momento no hubiera aparecido en el hoyo mi tío, desnudo hasta la cintura. No podía sufrir que su mujer se metiera en asuntos que no eran de su incumbencia, olvidándose de que en casa estaba el marido, el amo. Le pegaba sin piedad por estas cosas. Y, por lo visto, también ahora lo dominaba la rabia.

—¡Eh, comadre! —gritó saliendo del hoyo—. ¿Desde cuándo eres tú el cabeza de familia, desde cuándo has empezado a disponer? Charla menos y trabaja más. Y tú, hijo de Tashtanbek, toma a la chiquilla, enséñale o ásala viva, haz con ella lo que te dé en gana. ¡Vamos, lárgate del patio!

—¡Ah, sí! ¿Ella correteará por la escuela? ¿Y quién se va ocupar de los quehaceres domésticos? ¿Yo voy a hacerlo todo? —empezó a chillar mi tía; pero el marido la hizo callar: —Ya te lo he dicho. ¡Se acabó!

No hay mal que por bien no venga. He aquí cómo tuve la suerte de ir, por primera vez en mi vida, a la escuela.

A partir de este día, Diuishen venía cada mañana a recogernos casa por casa.

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Cuando llegamos por primera vez a la escuela, el maestro nos hizo sentar sobre la paja esparcida por el suelo y dio a cada uno un cuaderno, un lápiz y una tablilla.

—Pongan la tablilla sobre las rodillas para escribir más cómodamente —aclaró Diuishen.

Después mostró el retrato de un ruso, pegado a la pared. —Este es Lenin —nos dijo. El retrato quedó grabado en mi mente para toda la vida.

Posteriormente, no sé por qué, no lo he vuelto a ver, y para mí lo llamo «el retrato de Diuishen». En él aparecía Lenin con una guerrera algo holgada, la barba crecida y el brazo en cabestrillo; bajo la gorra, algo echada hacia atrás, miraban tranquilos sus atentos ojos. Su mirada cariñosa y confortante parecía decirnos: «¡Si supieran, niños, el hermoso futuro que les espera!» En aquel instante de quietud me parecía que él, verdaderamente, pensaba en mi porvenir.

A juzgar por todo, hacía ya tiempo que Diuishen guardaba este retrato, impreso en sencillo papel: estaba rozado en los dobleces y sus bordes se habían desgastado. Pero, a excepción de este retrato, las cuatro paredes de la escuela estaban desnudas.

—Les enseñaré a leer y a contar; les mostraré como se escriben las letras y las cifras —decía Diuishen—. Les enseñaré todo lo que yo sé...

Y efectivamente nos enseñaba todo cuanto sabía, mostrando una paciencia sorprendente. Inclinándose junto a cada alumno, nos enseñaba cómo debíamos sujetar el lápiz y luego nos aclaraba con entusiasmo las palabras incomprensibles. Pienso ahora en esto y me maravillo. ¿Cómo este joven semianalfabeto, que silabeaba trabajosamente, sin disponer siquiera del alfabeto más corriente, pudo atreverse a emprender una obra de tal envergadura? ¿Acaso era una broma enseñar a niños cuyos abuelos y bisabuelos, hasta la séptima generación,

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habían sido analfabetos? Y, como era lógico, Diuishen no tenía la más remota idea ni del programa ni de los métodos de enseñanza. Lo más seguro es que ni siquiera sospechara que tales cosas existían en el mundo.

Diuishen nos enseñaba como sabía, como podía, como le parecía necesario; como se dice, por intuición. Pero estoy más que segura de que el sincero entusiasmo que puso en su obra dio sus frutos.

Sin darse cuenta realizó una hazaña. Sí, lo que hizo fue una proeza, porque en aquellos días, ante nosotros, niños kirguises que no habíamos salido de los límites del aíl, se abrió en la escuela (si se puede llamar así a aquella choza con rendijas a través de las cuales se veían siempre las nevadas cumbres de las montañas), de pronto, un nuevo mundo, inaudito, inusitado.

Precisamente entonces nos enteramos de que 3 a ciudad de Moscú, donde vivía Lenin, es muchísimo más grande que Aulieata, incluso que Tashkent; de que en el mundo hay mares grandes, muy grandes, tanto como el valle de Talas, y que por estos mares navegan barcos enormes como montañas. Supimos que el petróleo que se trae del mercado es extraído del subsuelo. Y ya entonces estábamos convencidos de que, cuando nuestro pueblo fuera más rico, nuestra escuela ocuparía un gran edificio pintado de blanco con amplias ventanas, en el que los alumnos estarían sentados en pupitres.

Habiendo aprendido mal que bien la cartilla, antes de saber escribir «mamá» y «papá» ya escribíamos en el papel: «Lenin». Nuestro vocabulario político se componía de vocablos tales como «bey», «bracero», «soviet». Diuishen nos prometió que dentro de un año nos enseñaría a escribir la palabra «revolución». Escuchándolo combatíamos mentalmente a su lado contra los guardias blancos. Y de Lenin nos hablaba con tanta emoción

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como si lo hubiera visto con sus propios ojos. Mucho de lo que nos contaba, como ahora comprendo, eran leyendas de la vida del gran jefe, creada por la fantasía popular, pero para nosotros, escolares de Diuishen, constituían verdades tan indiscutibles como la de que la leche es blanca. Un día sin la menor malicia, le preguntamos:

—Maestro, ¿ha estrechado usted la mano de Lenin? Nuestro maestro, compungido, negó con la cabeza:

—No, niños, yo jamás he visto a Lenin. Suspiró con aire culpable: se sentía avergonzado ante nosotros. A fines de cada mes, Diuishen se marchaba al distrito a

resolver sus asuntos. Iba a pie y regresaba a los dos o tres días. Durante ese tiempo lo añorábamos de todo corazón. Si yo

hubiera tenido un hermano es posible que no lo hubiese esperado con tanta impaciencia como esperaba a Diuishen. Corría al patio furtivamente para que mi tía no me viera, y durante largo rato miraba hacia la estepa, hacía el camino: ¿cuándo veré aparecer al maestro con su hatillo al hombro? ¿Cuándo contemplaré su sonrisa que llena de dulce calor el corazón? ¿Cuándo oiré sus palabras que nos traen el saber? Entre los alumnos de Diuishen yo era la mayor. Es posible que fuera esta la causa de que estudiara mejor que los demás, aunque me parece que no era sólo por eso. Cada palabra del maestro, cada letra que nos enseñaba, eran para mí cosas sagradas. Lo más importante del mundo era, a mi juicio, aprender todo lo que nos enseñaba Diuishen. Guardaba el cuaderno que él me había dado y, por eso, dibujaba las letras en el suelo con la punta de la hoz, las escribía con carbón en los muros de arcilla, con una varilla en la nieve y en el polvo del camino. Y no había para mí en el mundo nadie más sabio ni más inteligente que Diuishen.

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Se acercaba el invierno. Hasta que empezaron las primeras nieves íbamos a la escuela

vadeando el pedregoso riachuelo que se deslizaba ruidoso al pie del cerro. Pero después se hizo imposible pasar por el agua helada; nos quemaba las piernas. Sobre todo sufrían los niños pequeños, cuyos ojos se llenaban de lágrimas. Entonces, Diuishen empezó a llevarlos en brazos a través del riachuelo. Su-bía a uno a la espalda y a otro en brazos, y así, por turno, pasaba a todos sus discípulos.

Ahora, cuando lo recuerdo, me parece increíble. Pero entonces, por ignorancia o por incomprensión, la gente se reía de Diuishen. Particularmente se reían los ricos, que invernaban en la montaña y venían aquí sólo para ir al molino. ¡Cuántas veces, al llegar adonde estábamos, en el vado, miraban a Diuishen con ojos desmesuradamente abiertos; pasaban de largo frente a nosotros con sus gorros rojos de piel de zorro y sus buenas pellizas de piel de carnero, montados en sus caballos salvajes bien cebados! Alguno de ellos, riéndose a carcajada, le daba con el codo al vecino: —¡Fíjate, lleva a uno a cuesta y a otro en brazos!

Y entonces otro, fustigando al jadeante caballo, agregaba: —¡Ah, la tierra me trague por no saberlo antes! ¡Mira a quien

tenía que haber tomado por segunda mujer! Y, salpicándonos de agua y fango con los cascos de sus

caballos, se alejaban riendo a mandíbula batiente. Qué deseo sentía entonces de alcanzar a esos brutos, sujetar

sus caballos por las riendas y gritarles en sus carotas burlonas: «¡No se les ocurra hablar así de nuestro maestro! ¡Son ustedes tontos y malos!»

Pero, ¿quién hubiera hecho caso de una pobre chiquilla? No tenía más remedio que tragarme las ardientes lágrimas provocadas por la ofensa. Pero Diuishen parecía no darse

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cuenta de las ofensas que le inferían, como si no hubiera oído nada de particular. A veces ideaba algún dicho jocoso y nos hacía reír a carcajadas olvidándonos de todo.

A pesar de sus esfuerzos, Diuishen no podía conseguir la madera necesaria para construir un puente-cito sobre el riachuelo. Un día, cuando regresábamos de la escuela, después de pasar a los pequeños, Diuishen y yo nos quedamos en la orilla. Habíamos decidido hacer una pasarela con piedra y césped para no mojarnos más los pies.

Si se piensa con justicia, a los habitantes de nuestro aíl no les hubiera costado nada reunirse y, en común, tender dos o tres troncos a través del torrente: el puente para los escolares hubiera estado terminado en un abrir y cerrar de ojos. Pero la cuestión estaba en que entonces la gente, por su ignorancia, no le daba importancia al estudio y, en el mejor de los casos, consideraba a Diuishen como un ser estrafalario que, para no aburrirse, se entretenía con los chiquillos. Si quieres, enséñales, y si no quieres, envíalos a sus casas. Ellos iban montados a caballo y no necesitaban ni puentes ni pasarelas. Pero a pesar de todo, nuestro pueblo hubiera tenido, naturalmente, que pensar: ¿por qué este joven, que no era ni peor ni más tonto que los demás, por qué él, sufriendo dificultades y privaciones, soportando las mofas y los escarnios, enseñaba a sus hijos con extraordinaria tenacidad, con tan sobrehumana perseverancia...?

Aquel día en que colocábamos las piedras a lo ancho del torrente, la tierra estaba ya cubierta de nieve y el agua era tan fría que se le cortaba a uno la respiración. No puedo comprender cómo pudo resistirlo Diuishen, que trabajaba descalzo y sin descanzar un momento. Yo andaba dificultosamente por el lecho del torrente, que parecía estar sembrado de carbones ardientes. Y he aquí que, en el centro del riachuelo, me dio un calambre

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en las pantorrillas que me puso en un tris de perecer. No podía ni gritar ni enderezarme y empecé a caer lentamente en el agua. Diuishen soltó la piedra que llevaba, y, dando un salto, me alzó en brazos, me llevó corriendo a la orilla y me sentó encima de su capote. Ora friccionaba mis pies morados, entumecidos, ora apretaba entre sus manos la mías heladas, ora las llevaba a su boca calentándolas con su aliento.

—No hace falta, Altinái, quédate aquí sentada, entra en calor —me decía Diuishen—. Me las arreglaré solo...

Cuando por fin estuvo lista la pasarela, Diuishen, poniéndose las botas, me miró, me vio encogida de frío y sonrió.

—¿Qué tal, ayudante? ¿Has entrado en calor? ¡Tápate con el capote, así! —Y después de un momento de silencio preguntó—. ¿Fuiste tú, Altinái, quien dejó aquel día el estiércol en la escuelo? —Sí —contesté.

Sonrió casi imperceptiblemente con las comisuras de los labios como diciendo para sí: «Lo que yo pensaba.»

Recuerdo que en ese instante una oleada de fuego arreboló mis mejillas, poniéndomelas rojas como la grana: es decir, el maestro sabía esto y no olvidaba una cosa al parecer sin importancia. Estaba en el séptimo cielo y Diuishen comprendió mí felicidad.

—Lúcido arroyuelo mío —exclamó mirándome con dulzura—. Con lo inteligente que eres... ¡Ah, qué talento saldría de ti si te pudiera enviar a la ciudad!

Diuishen, impetuosamente, dio unos pasos hacia la orilla. Me parece tenerlo ahora ante mis ojos como estaba entonces,

de pie junto al ruidoso riachuelo pedregoso, con las manos en la nuca y mirando a lo lejos, con ojos resplandecientes, las blancas nubes que pasaban empujadas por el viento sobre

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las altas montañas.

¿En qué pensaba entonces él? ¿Puede ser que, ver-daderamente, en sus sueños, me enviara a estudiar a una gran ciudad? Pero en este momento, yo, envolviéndome en el capote de Diuishen, pensaba: «¡Si mi maestro fuera mi hermano querido! ¡Sí pudiera arrojarme a su cuello, abrazarlo estrechamente, y, entornando los ojos, decirle al oído las palabras más dulces del mundo! ¡Dios mío, haz que sea mi hermano!»

Seguramente, entonces todos amábamos a nuestro maestro por su humanismo, por sus buenas acciones y sentimientos, por sus sueños puestos en nuestro futuro. Aunque éramos niños, creo que comprendíamos ya esto. ¿Qué otra cosa hubiera podido obligarnos a ir cada día a tal distancia y trepar por la empinada vertiente del cerro sofocándonos a causa del viento, hundiéndonos en los montones de nieve? íbamos a la escuela porque queríamos. Nadie nos forzaba a hacerlo. Nadie nos mandaba helarnos en ese frío cobertizo donde el vaho de la respiración se posaba, cual manto de escarcha, en nuestros rostros, manos y ropas. Lo único que nos permitíamos era ir por turno a calentarnos junto a la estufa, mientras todos los demás estábamos sentados en nuestro sitio, escuchando a Diuishen.

Uno de esos días glaciales —esto fue, según ahora comprendo, a fines de enero—, Diuishen nos reunió, recorriendo todas las casas y, como de ordinario, nos llevó a la escuela. Iba en silencio, severo, con las cejas fruncidas como las alas del águila real, y su cara parecía forjada en hierro calentado al rojo. Jamás habíamos visto a nuestro maestro en tal estado de ánimo. Mirándolo, nos quedamos silenciosos; presentíamos que algo malo se cernía en el aire.

Cuando encontrábamos en el camino grandes montones de nieve era Diuishen quien, habitualmente, abría la marcha; después iba yo, y tras de mi todos los demás. También este día,

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al pie del cerro, donde por la noche se había acumulado mucha nieve, Diuishen pasó primero. A veces miras a una persona por la espalda y enseguida comprendes su estado de ánimo, lo que pasa en su alma. Y entonces puede ver que nuestro maestro estaba muerto de pena. Caminaba con la cabeza baja, arrastrando trabajosamente los pies. Hasta ahora recuerdo la pavorosa alternación de lo blanco y lo negro ante mis ojos; trepábamos el cerro en fila india; bajo el negro capote, ante mis ojos, se encor-vaba la espalda de Diuishen; arriba, por la cuesta, se dibujaban como jibas de camello, blancos montones de nieve de los que el viento arrancaba un fino polvillo blanco, y más arriba, en el blanco y turbio cielo, sombreaba una negra nube solitaria.

Cuando llegamos, Diuishen no encendió la estufa. —¡De pie! —ordenó. Nos levantamos. —Quítense los gorros. Obedecimos. Él también se quitó su gorro de la caballería roja

de Budionni. No comprendíamos de qué se trataba. El maestro dijo entonces con voz ronca y entrecortada:

—Ha muerto Lenin. En toda la tierra la gente está de luto. Permanezcan de pie en su sitio, inmóviles y en silencio. Miren aquí, al retrato. Que este día quede bien grabado en sus mentes.

En nuestra escuela se hizo un silencio como si hubiera sido sepultada por un alud. Se oía el silbido del viento al colarse por las rendijas y el blanco susurro con que los copos de nieve caían sobre la paja.

En aquella hora en que quedaron mudas las bulliciosas ciudades y en silencio las fábricas, cuyo fragor hacía temblar la tierra, cuando se inmovilizaron en las vías los estruendosos trenes, cuando el mundo entero se cubrió de luto, en aquella hora de dolor, nosotros, diminuta partícula de una parte del pueblo,

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conteniendo la respiración, estábamos también solemnemente de pie, en compañía de nuestro maestro, allá, en aquel ignoto cobertizo helado que llamábamos escuela, y nos despedíamos de Lenin, considerándonos mentalmente los seres más cercanos a él, los que más sufríamos por él. Y nuestro Lenin, en su guerrera militar algo holgada, con el brazo en cabestrillo, nos miraba como siempre desde la pared. Y como de costumbre, nos decía con su mirada clara y límpida: «¡Si supieran, niños, el hermoso futuro que les espera!» Y en aquel instante de quietud me parecía que él, verdaderamente, pensaba en mi porvenir.

Después, Diuishen se secó los ojos con la manga y dijo: —Hoy viajo a la cabeza de distrito. Voy a ingresar en el

Partido. Volveré dentro de tres días... Aquellos tres días me han parecido siempre los más duros de

todos los días de invierno que he tenido que sufrir. Parecía que alguna fuerza poderosa de la naturaleza intentaba llenar en la tierra el vacío dejado por aquel gran hombre que se había ido de nuestro mundo: ululaba sin cesar el viento en la barranquera, giraba en remolinos la ventisca, la helada había atenazado la tierra con mano de hierro... Los elementos desencadenados no se podían calmar: se revolvían contra la tierra llorando amargamente...

Quedó en silencio nuestro aíl, se calló bajo los montes, borrosamente ensombrecidos en la envoltura de los nubarrones. De las chimeneas, entre los copos de nieve que revoloteaban al viento, surgían finas columnas de humo; la gente no salía de casa. Y por si fuera poco de pronto se enfurecieron los lobos. Se insolentaron; de día aparecían en los caminos y por las noches vagaban cerca del aíl; sus famélicos aullidos resonaban importunos hasta el mismo amanecer.

Temía, no sé por qué, por nuestro maestro: ¿qué haría con estos fríos, sin pelliza, sin otro abrigo que su capote?

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Y el día en que Diuishen tenía que regresar no sabía lo qué me pasaba: mi corazón presentía alguna desgracia. De cuando en cuando salía de casa y escudriñaba la nevada y desierta estepa: ¿no aparece aún el maestro en el camino? No se veía ni un alma. «¿Dónde estás, querido maestro? Te suplico que no te entretengas hasta muy tarde. ¡Te esperamos! ¿Me oyes maestro? ¡Te esperamos!»

Pero la estepa no respondía a mi grito silencioso, y yo lloraba sin saber por qué.

Mis idas y venidas acabaron por cansar a mi tía. —¿Dejarás hoy la puerta en paz? Ven, siéntate en tu sitio y

empieza a hilar. Por tu culpa los niños están helados. ¡Prueba a salir de nuevo! —me dijo amenazándome con el dedo, y ya no me dejó salir más de casa.

Anochecía ya y seguía sin saber si el maestro había vuelto o no. Por eso estaba inquieta, unas veces me consolaba el pensamiento de que Diuishen quizás estaba ya en el aíl, pues ni una sola vez se había dado el caso de que no volviera el día prometido. Luego, de pronto, me parecía que había enfermado y que por eso iba despacio; si empezaba la ventisca, no sería difícil perderse de noche en la estepa. El trabajo no me salía, las manos no me obedecían, el hilo se rompía con frecuencia, y eso ponía a mi tía frenética:

—Pero ¿qué te pasa hoy? ¿Tienes las manos de madera o qué? —me decía, mirándome de reojo, cada vez más enfurecida. Al fin se le acabó la paciencia:

—¡Uf, así revientes! Mejor será que vayas a llevar su saco a la abuela Saikal.

Estuve a punto de saltar de contenta. Diuishen vivía precisamente en casa de la abuela Saikal. Ésta y el viejo Kartanbái eran parientes lejanos míos por parte de mi madre. Antes iba frecuentemente a su casa, y a veces hasta me quedaba a pasar la noche allí. Sea porque mi tía se acordara de esto o

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porque Dios la inspirara, el caso es que, entregándome el saco, añadió:

—Hoy estoy tan harta de ti como de la harina de avena en un año de hambre. Vete, y si los abuelos te dejan, quédate a dormir allí. Márchate adonde no te vean mis ojos...

Salí al patio corriendo. El viento estaba furioso como un hechicero: amainaba y luego, inesperadamente, soplaba con furia, lanzándome a la arrebolada cara puñados de punzante nieve. Me puse la bolsa bajo el brazo y eché a correr hasta el otro extremo del aíl cruzando el rastro fresco abierto por los cascos de los caballos. Una sola idea estaba fija en mi mente: «¿Habrá regresado, habrá vuelto ya el maestro?»

Llegué corriendo. No estaba en casa. Saikal se asustó cuando me quedé inmóvil en el umbral, casi sin respiración.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué corrías así? ¿Alguna desgracia? —No, no era por nada. Le traigo el saco. ¿Puedo quedarme a

dormir hoy en su casa? —Quédate, querida mía. Uf, tunante, me has asustado. ¿Por

qué desde el otoño no vienes nunca por casa? Siéntate al fuego, caliéntate.

—Y tú abuela, pon carne en el caldero, invita a la hija. Creo que Diuishen no tardará mucho en llegar —intervino Kartanbáis que, sentado junto a la ventana, reparaba unas viejas botas de fieltro—. Hace ya tiempo que debiera estar en casa... Pero, no importa, vendrá antes de que anochezca. Nuestro caballejo ca-mina de prisa cuando regresa a casa.

Imperceptiblemente, la noche se acercó a las ventanas. Mi corazón parecía estar de guardia: se inmovilizaba lleno de tensión cuando ladraban los perros o nos llegaba algún rumor de voces. Pero Diuishen no llegaba. Menos mal que Saikal acortaba la espera con su conversación.

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Así estuvimos esperando una hora tras otra, pero a media

noche, Kartanbái se cansó: —Ven, abuela, haz la cama. Hoy ya no va a venir. Ya es tarde.

Los jefes tienen muchos asuntos que resolver y le habrán retenido, por lo visto; porque, si no, hace ya tiempo que estaría en casa.

El abuelo se acostó. Me prepararon la cama en el rincón, detrás de la estufa. Pero

no podía conciliar el sueño. El abuelo tosía continuamente, se revolvía en la cama, rezaba; luego, murmuró inquieto:

—¿Cómo estará por allá mi caballejo? Sin pagar no dan una brazada de heno y en cuanto a la avena ni pagando la encuentras.

Kartanbáis se durmió pronto, pero entonces no me dejaba en paz el viento: rebuscaba en el tejado, escarbaba el techo de paja con sus rugosas garras, rascaba en los cristales. Se oía como, desde el exterior, la nieve levantada por él golpeaba en las paredes.

Las palabras del abuelo no me tranquilizaron. Me parecía que el maestro venía; y pensaba en él imaginándomelo en el camino, en medio de las desiertas y nevadas estepas. No sé si dormí mucho rato; pero, de pronto, algo me obligó a levantar la cabeza de la almohada. Un aullido gangoso, bronco, se extendió sobre la tierra, difundiéndose en los aires. ¡Un lobo! Y no uno, muchos. Llamándose desde distintos lados los lobos se aproximaban rápidamente. Después sus llamadas se unieron en un aullido general y prolongado que vagaba con el viento por la estepa, ora alejándose, ora acercándose de nuevo. A veces parecía que estaban en algún sitio muy cercano, a la misma salida del aíl. —¡Atraen la ventisca! —susurró la abuela,

El abuelo escuchaba en silencio; luego saltó de la cama.

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—¡No abuela, aquí hay gato encerrado! Acosan a alguien.

Quizás están rodeando a un hombre, quizás a un caballo. ¿Oyes? No quiera Dios que sea Diuishen. Es capaz de todo. ¡Habrase visto semejante tonto! —Kartanbái se apresuraba, buscando a oscuras la pelliza—. ¡Luz, dame luz, abuela! ¡Apúrate, por Dios!

Temblando de miedo saltamos de la cama, y mientras Saikal encontró la lámpara y la encendió, cesaron de pronto, como por encanto, los furiosos aullidos de los lobos.

—¡Lo alcanzaron los malditos! —gritó Kartanbái, y tomando el bastón se precipitó hacia la puerta; mas en este instante empezaron a ladrar los perros. Alguien pasó corriendo bajo las ventanas, haciendo crujir la nieve bajo sus pisadas, y fuertemente, con impaciencia, llamó a la puerta.

En la habitación irrumpió una nube helada. Cuando se disipó vimos a Diuishen. Pálido, jadeante, atravesó el umbral tambaleándose, y se apoyó en la pared.

—¡La escopeta! —dijo Diuishen en un suspiro. Pero parecía que no lo habíamos comprendido. Mis ojos se

nublaron y sólo pude oír cómo gritaban los abuelos: —¡Sacrificaremos un cordero negro y uno blanco! ¡Que San

Baubedin te guarde! ¿Eres tú? —¡La escopeta, denme la escopeta! —repitió Diuishen. —No tenemos: ¿a dónde vas? Los abuelos se colgaron de los hombros de Diuishen para

detenerlo. —¡Denme un garrote!

Pero ellos imploraban: —Mientras estemos vivos no te dejaremos salir a ningún sitio.

¡Tendrás que matarnos antes! Sentí de pronto una extraña debilidad en todo mi ser, y, sin

decir palabra, me tendí en la cama.

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—No pude llegar, me alcanzaron al lado mismo de casa —

Diuishen respiró ruidosamente y tiró a un rincón el látigo—. El caballo ya se había cansado en el camino; luego, cuando nos perseguían los lobos, galopó hasta el aíl y cayó desplomado como una gavilla. Allí ha sido donde los lobos se han arrojado sobre él.

—Allá se las arregle el caballo; lo esencial es que has salvado la vida, ¡pero si no hubiese caído el caballo tú no te hubieras salvado! Gracias al ángel de la guarda Boubedin todo ha terminado así. Ahora quítate el capote, siéntate al fuego. A ver, te voy a quitar las botas —se apresuró Kartanbái—. Y tú, abuela, pon a calentar lo que tengas por ahí...

Se sentaron junto a la lumbre y Kartanbái lanzó un suspiro de alivio.

—Bueno, se cumplirá su sino. Pero ¿por qué has salido tan tarde?

—La reunión del Comité del distrito se ha prolongado más de la cuenta, Karaké. He ingresado en el Partido.

—Eso está bien. Pero hubieras podido salir al día siguiente por la mañana. Creo que nadie te obligaba a culatazos a regresar.

—Había prometido a los niños que volvería hoy —contestó Diuishen—. Desde mañana por la mañana empezaremos las clases.

—¡Ah, tonto! —Kartanbái estuvo a punto de dar un salto y meneó la cabeza indignado—. Escucha lo que dice, abuela, ¿te das cuenta? ¡Se lo prometió a los niños, a esos mocosos! ¿Y si te hubieran comido los lobos? ¿Pero acaso tu cabeza piensa lo que dices?

—Este es mi deber, mi trabajo, Karaké. Diga otra cosa: habitualmente iba a pie, pero esta vez e! diablo me tentó: le pedí el caballo y se lo he entregado a los lobos para que lo devoren...

—No es esta la cuestión. Que se muera cien veces ese rocín. ¡Que sea una víctima inmolada en tu honor! —exclamó

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Kartanbái enojado—. He vivido muchos años sin caballo y ahora tampoco voy a perderme. Y si el poder soviético se mantiene reuniré dinero...

—Dices la verdad, abuelo —lo apoyó Saikal con la voz empañada por las lágrimas—. Lo ganaremos aún... Vamos, hijito, come ante de que se enfríe.

Callaron. Un momento después, avivando la lumbre, Kartanbái dijo pensativo:

—Te miro, Diuishen, y al parecer no eres un muchacho tonto, sino más bien listo. Y no comprendo de ningún modo por qué motivos pierdes el tiempo con esa escuela, con esos chiquillos que nada entienden. ¿Acaso no encuentras ninguna otra ocupación...? Ponte a trabajar para alguien de pastor y tendrás abrigo y alimento...

—Comprendo, Karaké, que usted me aprecia. Pero si estos que nada entienden, cuando sean mayores, van a decir como usted: «¿para qué necesitamos escuela, para qué estudiar?», los asuntos del poder soviético no van a ir muy lejos. Sin embargo, usted desea que este poder se mantenga, que viva. Por eso ¡a escuela no significa para mí ninguna carga, Karaké. ¡Si pudiera enseñar mejor a los muchachos! No quisiera otra cosa. El mismo Lenin decía...

—Sí, interrumpió Kartanbái, y después de un corto silencio añadió—: te consumes de pena. ¡Pero con tus lágrimas no vas a resucitar a Lenin! ¡Ah, si hubiera en el mundo una fuerza capaz de hacerlo! ¿O es que piensas que los demás no sienten ni sufren...? Mírame debajo de las costillas: mi corazón humea con acre humo. No sé si esto estará de acuerdo con tu política, pero, aunque Lenin profesaba otra religión, rezo por él cinco veces al día. Y algunas veces pienso que, por mucho que tú y yo lo lloremos, nada lograremos con ello. A mi manera, como viejo que soy, he pensado que Lenin ha quedado vivo en el pueblo, Diuishen, y pasará, con la sangre, de padres a hijos...

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—Gracias por sus palabras, Karaké, gracias. Lo que dice es

justo. Lenín ha muerto, pero viviremos tal como él quería... Escuchando su conversación sentía como si desde muy lejos

retornara a mí misma. Al principio todo me parecía un sueño. Durante largo rato no podía creer que Diuishen hubiera regresado sano y salvo. Después, cual torrente primaveral, irrumpió en mi alma liberada una inmensa e irresistible felicidad, y, ahogándome en ese ardiente torrente estalló en sollozos. Es posible que nadie se haya alegrado tanto en su vida como yo entonces. En ese instante nada existía para mí: ni esta choza, ni la noche de ventisca en la calle, ni las manadas de lobos que despedazaban a la salida del aíl el único caballo de Kantanbái... ¡Nada! En el corazón, en la mente, en todo mi ser sentía una felicidad infinita, extraordinaria, inconmensurable como la luz. Me tapé la cabeza y todo, cerrando la boca para que nadie me oyera. Pero Diuishen preguntó:

—¿Quién solloza detrás de la estufa? —Es Altinái, la pobrecita se ha asustado y ahora llora —

explicó Saikal. —¿Altinái? ¿De dónde ha venido? —Diuishen saltó de la silla

y arrodillándose a la cabecera de mi cama me tocó en el hombro—: ¿qué te ocurre Altinái? ¿Por qué lloras?

Yo me di vuelta hacia la pared y seguí llorando más que antes. —Pero, querida, ¿por qué te has asustado así? Acaso está bien

esto, tú ya eres mayor... Bueno, bueno, mírame... Lo abracé con fuerza, y hundiendo en su pecho mi rostro

mojado y ardiente, sollocé convulsa sin poderme contener. Embargada de inmensa felicidad, me estremecía como si estuviera presa de intensa fiebre; me sentía impotente para reprimirme.

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.—¡Será posible que se le haya desplazado el corazón! —

exclamó Kartanbái inquieto, y se levantó—. A ver, abuela, muévete, di algún exorcismo, pero date prisa...

Y de pronto todos se alarmaron. Saikal murmuraba conjuras y exorcismos, me salpicaba la cara con agua fría, con agua caliente, me rociaba con vapor y lloraba conmigo.

¡Ah!, si ellos supieran que mi corazón «se había desplazado» a causa de una inmensa felicidad, para explicar la cual yo no tenía ni fuerzas ni capacidad.

Hasta que me tranquilicé y me quedé dormida, Diuishen estuvo sentado junto a mí acariciando suavemente con su fresca mano mi frente que ardía.

...El invierno se retiraba más allá del puerto. Soltaba ya sus azules rebaños la primavera. De las desheladas e hinchadas llanuras fluían a los montes cálidas corrientes de aire. Traían consigo el espíritu primaveral de la tierra, el olor a leche fresca. Ya disminuían de tamaño los montones de nieve, se movían los hielos en las montañas y rumoreaban los arroyuelos; luego, saltando impetuosamente en su camino, formaron agitados y arrolladores torrentes que se precipitaban ruidosos por los erosionados barrancos.

Es posible que esta fuera la primera primavera de mi juventud. En todo caso, me parecía más bella que las primaveras anteriores. Desde el cerro en que se erguía nuestra escuela se abría ante nuestros ojos el hermoso mundo primaveral. La tierra, como si abriera sus brazos, descendía de las montañas y se extendía, sin fuerza para detenerse, por las plateadas y cente-lleantes lejanías de la estepa, cubiertas de sol y de una sutil y fantástica bruma. En algún punto, allá en el fin del mundo, azulaban las lagunas de nieve derretida, relinchaban los caballos, volaban en el cielo las cigüeñas llevando en sus alas blancas nubecillas. ¿De dónde volaban las cigüeñas y a dónde

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llamaban al corazón con tan atribuladas y sonoras voces...?

Con la llegada de la primavera empezamos a vivir más alegremente. Ideábamos distintos juegos, reíamos sin motivo, y, después de las clases, corríamos por todo el camino desde la escuela hasta el aíl, llamándonos a grandes voces. A mi tía no le gustaba eso, y no desaprovechaba la menor ocasión para regañarme:

—¿Por qué retozas así, tonta? Por lo visto no te preocupa haberte quedado solterona. En familias honorables, las muchachas de tu edad hace ya tiempo, que se han casado y han aumentado la familia, mientras que tú... Encontró distracción: ir a la escuela... Pero espera, yo te voy a dar...

A decir verdad, las amenazas de mi tía no me preocupaban mucho. No eran ninguna novedad: toda la vida se la pasaba regañándome. Y decir de mí que me había quedado para vestir santos era totalmente injusto. Sencillamente, yo crecía mucho esta primavera.

—Eres aún una chicuela despeinada —se reía Diuishen—. ¡Me parece, además, que eres pelirroja!

Sus palabras no me ofendían en lo más mínimo. «Claro —pensaba—, tengo el pelo revuelto, pero, a pesar de todo, no soy tan pelirroja. Y verás, cuando crezca seré una buena moza. ¿Acaso voy a quedarme así? Ya verá entonces mi tía lo hermosa que me voy a poner. Diuishen dice que los ojos me brillan como luceros y que tengo la cara abierta y sincera.»

Un día, cuando llegué corriendo de la escuela, vi en nuestro patio dos caballos ajenos. A juzgar por las sillas y los arneses, sus amos habían venido de las montañas. También anteriormente venían algunas veces a casa cuando regresaban del mercado o iban al molino.

Ya en el umbral, me sorprendió la risa afectada de mi tía:

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—No te aflijas mucho, sobrinito, que no te vas a arruinar. En cambio, cuando tengas en tus manos la palomita me recordarás agradecido. ¡Ji, ji, ji!

Como respuesta resonó un coro de carcajadas, pero cuando aparecí en la puerta callaron todos inmediatamente. Ante un tapete extendido sobre una alfombra estaba sentado, como un tronco, un hombre grueso, de cara roja. Me lanzó una mirada de reojo por debajo de su gorro de piel de zorro, echado sobre los ojos, y después de una tosesita bajó la vista.

—Ah, hijita, ¿has regresado? ¡Pasa, querida! —me acogió mi tía sonriendo cariñosamente.

Mi tío estaba sentado en el borde de la alfombra en compañía de otra persona que yo no conocía. Jugaban a las cartas, bebían vodka y comían beshbar-mak.4 Ambos estaban borrachos y sus cabezas se balanceaban de un modo extraño cuando echaban las cartas.

Nuestra gata gris se arrimó al tapete, pero el de carota roja la golpeó de tal forma en la cabeza con sus dedos huesudos, que ella saltó hacia un lado y se acurrucó en un rincón, lanzando terribles maullidos. ¡Oh, qué dolor sentiría la pobre! Deseaba irme, pero no sabía cómo hacerlo. Me salvó mi tía.

—Hijita —me dijo—, allá dentro, en el caldero, hay comida; come antes de que se enfríe.

Salí, pero la conducta de mi tía no me gustó en lo absoluto. Mi alma se llenó de inquietud. Instintivamente me puse en guardia.

Un par de horas más tarde los dos forasteros montaron a caballo y se fueron a la montaña. Mi tía empezó inmediatamente a insultarme como de costumbre, y a mí se me quitó un peso de encima. «Esto significa que ella era cariñosa sólo porque estaba borracha» —decidí.

Poco después vino a casa la abuela Saikal. Yo estaba en el patio, pero oí que decía:

4 Plato nacional kirguiso.

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—¡Pero qué quieres hacer, Dios mío! La vas a perder. Interrumpiéndose mutuamente mi tía y Saikal discutían con

calor alguna cosa; después, la abuela salió de casa muy molesta. Me lanzó una mirada de enojo y al propio tiempo llena de compasión, y se fue sin decir una palabra. Me sentí incómoda. ¿Por qué me había mirado así? ¿Qué había hecho yo que pudiera haberla disgustado?

Al día siguiente, en la escuela, observé enseguida que Diuishen, aunque procuraba disimularlo ante nosotros, estaba sombrío y preocupado por algo. Noté también que no me miraba. Después de las clases, cuando todos salíamos en grupo de la escuela, me llamó:

—Espérate, Altinái —el maestro se acercó a mí, me miró fijamente a los ojos y me puso la mano en el hombro—. No vayas a casa. ¿Me has entendido, Altinái?

Me quedé helada de espanto. Sólo entonces comprendí lo que quería hacer conmigo mi tía.

—Yo responderé por ti —dijo Diuishen—. Pero por ahora tú vivirás con nosotros. Y no te apartes mucho de mí.

Seguramente me puse pálida. Diuishen me levantó la barbilla con su mano y mirándome en los ojos sonrió con su habitual sonrisa.

—¡No tengas miedo, Altinái! —me dijo riendo—. Cuando yo esté contigo no temas a nadie. Estudia, ven a la escuela como de costumbre y no te preocupes por nada... Mira que sé lo miedosa que eres... A propósito, hace tiempo que te lo quiero contar —recordando por lo visto algo jocoso se echó a reír—: ¿Te acuer-das? Aquel día Karaké se levantó muy tempranito y desapareció. Miro y veo que trae, ¿adivina a quien?, a la vieja curandera Dzhainakova. «¿Para qué?», le pregunto. «Que haga alguna hechicería», dice, «pues a Altinái se le ha desplazado de

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sitio el corazón a causa del espanto.» Pero le dije: «Échela ahora mismo de casa porque, si no, por menos de una oveja no se la podrá quitar de encima. Y no somos tan ricos. Tampoco po-demos regalarle el caballo: se lo entregamos a los lobos...» Tú aún dormías. Así logré que se fuera. Pero luego Karaké estuvo una semana sin habíanme: se ofendió. «Tú», decía, «me has hecho una mala pasada a mí, a un abuelo.» Pero, a pesar de todo, son unos abuelos muy buenos, raramente se encuentra a tan excelentes personas. Bueno, ahora vámonos a casa; vamos, Altinái...

No obstante mis esfuerzos por mantenerme serena a fin de no amargar en vano a mi maestro, los pensamientos alarmantes no me dejaban tranquila. En cualquier momento podía presentarse mi tía y llevarme por la fuerza. Y, una vez allá, podrían hacer conmigo lo que quisieran, sin que se lo pudiera prohibir nadie en el aíl. No pude conciliar el sueño en toda la noche temiendo que arribara tal desgracia.

Como es natural, Diuishen comprendía mi estado de ánimo. Posiblemente por esto, a fin de apartarme como fuera de mis tristes pensamientos, al día siguiente trajo a la escuela dos arbolitos. Y, después de las clases, me tomó el brazo y me apartó hacia un lado.

—Ahora tú y yo, Altinái, vamos a hacer una cosa —me dijo sonriendo enigmáticamente—. He aquí estos dos pequeños álamos que he traído para ti. Entre los dos vamos a plantarlos. Y hasta que ellos crezcan, hasta que tomen fuerza, tú también crecerás y serás una persona buena. Tienes buen corazón y aguda inteligencia. Siempre me ha parecido que llegarás a ser una persona erudita. Estoy convencido de ello, y verás cómo ese será tu destino. Ahora eres jovencita y espigada igual que estos arbolitos. Vamos, pues, a plantarlos con nuestras propias manos,

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Altinái. Que encuentres tu felicidad en el estudio, radiante luce-rito de mi vida...

Los arbolitos, jóvenes álamos con sus troncos de un gris azulado, eran tan altos como yo. Y cuando, no lejos de la escuela, los plantamos, sopló desde las estribaciones una ligera brisa que rozó por primera vez sus diminutas hojas, cual si les infundiera vida. Las hojitas se agitaron temblorosas y los tiernos álamos se movieron balanceándose suavemente...

—¡Mira qué bien! —dijo Diuishen, riendo y retrocediendo un poco—. Ahora haremos aquí una acequia para traer el agua desde aquel manantial. ¡Ya verás luego qué hermosos álamos van a ser éstos! Se erguirán aquí, en el cerro, juntitos como dos hermanos. Estarán siempre a la vista y las personas buenas se sentirán dichosas al verlos. Entonces la vida habrá cambiado mucho, Altinái, todo lo mejor está todavía ante nosotros...

Ni siquiera ahora puedo hallar palabras para expresar, siquiera en parte, cuán emocionada me sentía por la nobleza de Diuishen. Entonces me quedé simplemente de pie, contemplándolo. Lo miraba como si fuera la primera vez que viera la luminosa belleza de su rostro, la ternura y bondad de su mirada, como si hubiera descubierto recién cuán fuertes y hábiles eran en el trabajo sus manos y cuán pura la radiante sonrisa que caldeaba suavemente el corazón. Como ardiente oleada, surgía en mi pecho un sentimiento nuevo y desconocido, procedente de un mundo todavía ignoto para mí. Ardía interiormente en deseos de lanzarme hacia él y decirle: «¡Maestro, gracias por haber nacido así...! ¡Quiero abrazarlo, besarlo!». Pero no_ me atrevía, me daba vergüenza pronunciar estas palabras. Y puede ser que hubiera debido...

Pero entonces estábamos en el cerro, bajo el cielo claro, entre las verdeantes laderas primaverales, soñando cada uno en sus cosas. En ese momento me había olvidado por completo

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del peligro que se cernía sobre mí. Y no pensaba en lo que me esperaba mañana, no pensaba en por qué este era ya el segundo día que mi tía no me buscaba. ¿Podía ser que ellos se hubieran olvidado de mí? ¿Podía ser que hubieran decidido dejarme en paz? Pero, por lo visto, Diuishen pensaba en esto.

—Tú no te pongas muy triste, Altinái, ya encontraremos salida —me dijo cuando regresábamos al aíl—. Pasado mañana voy al distrito. Hablaré allí de ti. Es posible que consiga que te envíen a la ciudad a estudiar. ¿Deseas ir?

—Lo que usted diga, maestro, eso haré —le contesté. Aunque no me imaginaba cómo podía ser la ciudad, bastaron

las palabras de Diuishen para que empezara a soñar con la vida en ella. Ora temía lo desconocido que me esperaba en tierras extrañas, ora me decidía de nuevo a ponerme en camino: en una palabra, ahora tenía ya la ciudad metida en la cabeza.

También al día siguiente, en la escuela, pensaba en Jo mismo: ¿cómo y en que casa viviría en la ciudad? Si alguien me cobija partiré leña, traeré agua, lavaré la ropa, haré todo cuanto me manden. Así pensaba durante la clase y me estremecí sorprendida cuando tras las paredes de nuestra vieja escuela sonó un ruido de cascos de caballos. Fue tan inesperado y los caballos galopaban tan veloces, que parecía que iban a pisotear nuestra escuela. Nos quedamos pasmados, llenos de alarma.

—No se detengan, sigan estudiando —nos dijo rápidamente Diuishen.

Pero en este mismo instante la puerta se abrió ruidosamente de par en par y vimos en el umbral a mi tía. Estaba de pie y en su cara había una sonrisa malévola y provocativa. Diuishen se aproximó a la puerta:

—¿Qué desea usted?

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—Lo que a ti no te importa. Voy a casar a mi moza. ¡Eh, tu,

vagabunda! —la tía se lanzó hacia mí, pero Diuishen le cerró el paso.

—Aquí sólo hay escolares y ninguna de ellas debe casarse todavía —dijo tranquilo y con firmeza Diuishen.

—Eso lo veremos. ¡Eh, hombres! ¡Agárrenla, llévense a rastra a esa perra!

Mi tía llamó con la mano a uno de los jinetes. Era el de la carota roja y gorro de piel de zorro. Tras él echaron pie a tierra otros dos, armados de pesados garrotes. El maestro no se movió de su sitio.

—¿Tú qué, perro descastado, dispones de las mozas de otros como si fueran tus mujeres? ¡Lárgate de aquí!

Y el de la carota roja avanzó como un oso hacia Diuishen. —¡Ustedes no tienen derecho a entrar aquí! ¡Esto es una

escuela! —exclamó Diuishen sujetándose con fuerza al marco de la puerta.

—¡Ya lo dije! —chilló mi tía—. Hace tiempo que él se entiende con ella. ¡Engolosinó a la perra esa sin pagar un centavo!

—¡Maldito el caso que le hago yo a tu escuela! —rugió el de la carota roja blandiendo el látigo.

Pero Diuishen le tomó la delantera. Le dio un fuerte puntapié en el vientre y aquel se derrumbó lanzando un ¡ay! Al instante, los otros dos se abalanzaron con sus garrotes sobre el maestro. Los muchachos se lanzaron hacia mí llorando. A consecuencia de los golpes la puerta se rompió en pedazos. Yo corría detrás de los que se pegaban, arrastrando a los pequeños que se habían aferrado a mí.

—¡Suelten al maestro! ¡No le peguen! ¡Aquí estoy, tómenme, no le peguen al maestro!

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Diuishen echó una mirada en torno. Estaba todo

ensangrentado, terrible, exasperado. Recogiendo del suelo una tabla y agitándola, gritó:

—¡Escapen corriendo, niños, corran al aíl! ¡Huye, Altinái! —gritó con voz entrecortada.

Le quebraron un brazo. Diuishen retrocedió apretando el brazo roto contra el pecho, y los otros mugiendo como toros salvajes, empezaron a golpearlo ahora que ya no podía defenderse.

—¡Dale! ¡Dale! ¡Pégale en la cabeza! ¡Métele fuerte! Me saltaron encima mi enfurecida tía y el de la carota roja. Me

echaron al cuello la trenza y me llevaron a rastras hasta el patio. Tiraba con todas mis fuerzas, tratando de librarme, y, por un momento, pude ver a los aterrados niños que gritaban y a Diui-shen junto a la pared, toda manchada de oscura sangre.

—¡Maestro! Pero Diuishen ya no me podía ayudar en nada. Aún se

mantenía en pie, tambaleándose como borracho bajo los golpes de aquellos monstruos; intentaba levantar su vacilante cabeza y ellos le golpeaban sin cesar. Me arrojaron al suelo y me ataron las manos. En este momento Diuishen cayó a tierra.

—¡Maestro! Me amordazaron y me tiraron atravesada sobre la silla. El de la carota roja estaba ya montado a caballo y me

apretujaba con sus manazas y con su pecho. Los-dos que golpeaban a Diuishen montaron también a caballo y mi tía corría junto a mí, moliéndome la cabeza a golpes.

—¡Recibes lo que te mereces! ¡Mira qué despedida te he preparado! Y a tu maestro ya le ha llegado» el fin...

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Pero esto no era aún el fin. A nuestra espalda resonó un alarido

desesperado: —¡Al-ti-nái! Levanté trabajosamente la cabeza, que pendía del caballo, y

miré. Detrás de nosotros corría Diuishen. Medio muerto a causa de los golpes, bañado en sangre, venía corriendo con una piedra en la mano. Tras él, gritando y llorando corrían todos los pequeños.

—¡Deténganse, fieras! ¡Deténganse! ¡Déjenla, suéltenla! ¡Altinái! —gritó al alcanzarnos.

Los raptores se detuvieron, y aquellos dos empezaron a dar vueltas, a caballo, en torno de Diuishen. Sujetando la manga con los dientes, para que no le molestara el brazo roto Diuishen les tiró la piedra, pero no acertó. Entonces ellos, asestándole dos garrotazos, lo derribaron sobre un charco. Se me nublaron los ojos y sólo pude ver cómo nuestros muchachos corrían hacia el maestro y se detenían ante él sobrecogidos de espanto.

No recuerdo cómo ni adónde me llevaron. Recobré el conocimiento en una choza. Por la cúpula abierta se miraban las estrellas tempranas, tranquilas, sin inquietudes. En algún sitio cercano rumoreaba un río y se oían las voces de los pastores que guardaban los rebaños durante la noche. Junto a la lumbre extin-guida, estaba sentada una mujer vieja, sombría, seca como una corteza. Su rostro era oscuro como la tierra. Volví la cabeza en otra dirección. ¡Oh, si hubiera podido matarla con la mirada!

—Negra, levántala —ordenó el de la carota roja. La mujer se acercó a mí y me zarandeó por el hombro con su

mano áspera y curtida. —Apacigua a tu compañera. Aclárale las cosas. Y si no quiere

entender, da lo mismo: no voy a tener contemplaciones con ella. Salió de la yurta.5 Pero la mujer ni se movió de su sitio ni

5 Yurtas: casa plegable, que los pastores kirguises llevan consigo. Su esqueleto es redondo, de palos entrelazados, y está revestido de fieltro.

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pronunció una palabra. ¿Quizás fuera muda? Sus ojos apagados que parecían de ceniza fría, miraban sin expresión alguna. Hay perros aturdidos ya desde que son cachorros. Las malas gentes les pegan en la cabeza con lo primero que pillan y, paulatinamente, los perros se acostumbran a ello. Pero en su mirada hay una indiferencia vacía tan lúgubre que sobrecoge de espanto. Miraba los ojos muertos de aquella mujer y me parecía que yo misma estaba ya muerta, en la tumba. Lo hubiera creído a pie juntillas a no ser por el ruido del río. El agua, chapoteante y rumorosa, fluía saltarina: ella estaba libre...

¡Tía, alma negra la tuya, maldita seas por los siglos de los siglos! ¡Que mi sangre y mis lágrimas te ahoguen!... ¡Aquella noche, a los quince años, quedé convertida en mujer!... Era más joven que los hijos del monstruo que me violó...

A la tercera noche decidí huir aunque muriera en el camino, aunque me volvieran a apresar; lucharía hasta el último aliento, igual que mi maestro Diuishen.

En la oscuridad, me acerqué silenciosamente a la salida; palpé las puertas; estaban fuertemente atadas con lazos de crin. Sin luz era imposible desatar la cuerda de ingeniosos y apretados nudos. Entonces intenté levantar la yurta para escapar a rastras, como fuera. Sin embargo, a pesar de lo mucho que bregué no pude conseguir nada: por el exterior la choza estaba también atada al suelo por medio de lazos.

La única salida que me quedaba era encontrar algún objeto cortante y romper las cuerdas de las puertas. Empecé a buscar por todas partes, mas no pude encontrar nada, sólo una estaca pequeña de madera. Desesperada, empecé a cavar con ella la tierra, debajo de la yurta. La empresa, naturalmente, no tenía nin-guna probabilidad de éxito, pero yo ya no me daba cuenta de ello. Sólo tenía una obsesión: huir o morir con tal de no oír más sus resoplidos, sus insoportables ronquidos; cualquier cosa

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sería preferible a seguir aquí. ¡Si había que morir valía más morir libre, combatiendo, pero sin rendirse, sin someterse!

Tokol significa segunda mujer. ¡Oh, como odio esta palabra! ¿Quién la inventó? ¿En qué tiempos fenecidos fue ideada? ¿Qué puede ser más humillante que la inicua situación de la segunda mujer, esclava en cuerpo y alma? ¡Levántense de las tumbas, infelices, levántense, fantasmas de mujeres perdidas, es-carnecidas, despojadas de dignidad humana! ¡Levántense, mártires! ¡Que tiemble la siniestra sombra de aquellos tiempos! ¡Lo digo yo, la última que ha sufrido la muerte de ustedes!

Aquella noche no sabía que aún pronunciaría estas palabras. Frenética, exasperada, excavaba la tierra debajo de la choza. El suelo era pedregoso, no cedía. Escarbaba con las uñas y tenía los dedos desollados, cubiertos de sangre. Cuando al fin pude pasar una mano por debajo de la choza había amanecido ya. Em-pezaron a ladrar los perros, se despertaron los vecinos. La caballada pasó tronando, con gran ruido de cascos, en dirección al abrevadero. Pasaron bufando soñolientos rebaños. Luego, alguien se acercó a la choza, desató los lazos que la estiraban exteriormente y empezó a retirar las alfombras. Era la silenciosa mujer negra.

Es decir, el aíl se preparaba para trasladarse a otro sitio. Entonces recordé que, el día anterior, había oído decir que debíamos partir por la mañana para trasladarnos primeramente al puerto, a un nuevo campamento, y luego, para todo el verano, a lo profundo de Jas montañas, más allá del puerto. Sentí en mi alma un peso mucho más agobiador: huir de allí sería cien veces más difícil.

Seguí sentada junto al sitio cavado, sin moverme siquiera. No tenía nada que ocultar ni por qué ocultarlo... La mujer vio que la tierra estaba removida pero, sin decir una palabra,

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continuó haciendo sus cosas. Ella se portaba en todo como una persona a quien esto no le importara, como si nada del mundo pudiera sacarla de su ensimismamiento. No despertó siquiera al marido, no atreviéndose a pedirle que la ayudara a preparar las cosas para el viaje. Él, cubierto de mantas y de pellizas, roncaba como un oso.

Todas las alfombras estaban ya enrolladas, la choza había quedado desnuda y yo seguía sentada en su interior como si estuviera en un jaula y veía que, cerca de allí, a la otra parte del río, la gente aparejaba bueyes y caballos. Luego vi que se acercaron a ellos tres jinetes, y, después de preguntarles alguna cosa, se dirigieron hacia nosotros. Al principio pensé que iban a reunir a la gente para el viaje, pero luego miré más atentamente y me quedé muda de sorpresa. Eran Diuishen y otros dos hombres con gorros de milicianos y presillas rojas en sus capotes.

Continué sentada sin saber qué hacer, ni siquiera pude dar un grito. Me embargaba una inmensa felicidad: ¡mi maestro vivía! Pero al propio tiempo un gran vacío llenó mi alma: estaba perdida, deshonrada...

Diuishen tenía toda la cabeza vendada y su brazo en cabestrillo. De un salto bajó del caballo. Rompiendo de un puntapié la puerta, penetró como una tromba en la choza y tiró de las mantas que cubrían al de la carota roja.

—¡Levántate! —gritó amenazador . Aquél levantó la cabeza, se frotó los ojos, y trató de lanzarse

sobre Diuishen, pero se quedó parado en seco viendo que los milicianos lo tenían encañonado con sus revólveres. Diuishen lo agarró por la solapas, la sacudió y de un tirón acercó su carota hacia sí.

—¡Canalla! —murmuró con labios lívidos—. ¡Ahora vas a tener tu merecido! ¡Vamos!

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Aquél echó a andar sumisamente, pero Diuishen le tiró

nuevamente del hombro y, mirándolo de hito en hito, le dijo con voz entrecortada:

—¿Crees que la has pisoteado como hierba, que ya está perdida...? ¡Te equivocas, tus tiempos ya han pasado, ahora son los suyos, y este es el fin de tus infamias!

Le permitieron ponerse las botas, y luego le ataron las manos y lo montaron a caballo. Uno de los milicianos conducía el caballo de la brida; los seguía el segundo miliciano. Yo iba montada en el caballo de Diuishen y él iba a mi lado.

Al ponerse en marcha resonó a nuestra espalda un alarido salvaje, inhumano. Detrás de nosotros corría la mujer negra. Como una loca, saltó hacia su marido y con una piedra le derribó el gorro de piel de zorro.

—¡Por la sangre que me has chupado, vampiro! —chillaba con voz estridente—. ¡Por los negros días que me has hecho sufrir, asesino! No te dejaré escapar con vida!

Seguro que llevaba cuarenta años sin poder erguir la cabeza. Y ahora estallaba todo el odio acumulado en su alma. Sus estridentes gritos, multiplicados por el eco, resonaban en las paredes rocosas de los desfiladeros. Se acercaba corriendo, ora de un lado, ora de otro, y arrojaba a su marido, acurrucado de miedo, estiércol, piedras, pegotes de tierra arcillosa, todo cuanto encontraba a mano, lanzándole, al propio tiempo, todo género de maldiciones:

—¡Así no crezca más la hierba donde pise tu pie! ¡Que tus huesos queden insepultos y los cuervos te saquen los ojos! ¡No permita el Señor que te vea de nuevo! ¡Apártate de mi vista, apártate, monstruo, vete, vete, vete! —gritaba. Luego quedó callada, y, después echó a correr clamando, como alma que lleva el diablo. Parecía huir de sus propios cabellos ondeantes al viento.

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Algunos vecinos suyos que llegaron a tiempo se lanzaron a caballo en su persecución. La cabeza me zumbaba como después de una pesadilla. Cabalgaba abatida, deprimida. Diuishen iba delante llevando el caballo de la rienda. Inclinando profundamente la cabeza cubierta de vendas, callaba.

Pasó bastante rato antes de que la maldita garganta quedara atrás. Los milicianos se habían adelantado mucho. Diuishen detuvo el caballo y me miró por primera vez con ojos atormentados.

—Perdóname, Altinái, no te supe proteger —dijo. Luego tomó mi mano y la llevó a su mejilla—. Aunque tú me perdones yo jamás me lo perdonaré...

Rompí en sollozos, abrazándome a la crin del caballo. Diuishen, a mi lado, acariciaba en silencio mis cabellos, esperando que terminara de llorar.

—Tranquilízate, Altinái; ahora nos vamos —me dijo por fin—. Escucha lo que te voy a decir: al tercer día estuve en el distrito. Vas a ir a la ciudad a estudiar. ¿Me oyes?

Cuando nos detuvimos junto a un cantarino y luminoso riachuelo, Diuishen me dijo:

—Echa pie a tierra y lávate, Altinái —sacó del bolsillo un pedazo de jabón. Toma, Altinái, no lo escatimes. Si quieres me apartaré un poco, llevaré el caballo a pastar y tú desnúdate y báñate en el río. Y olvídate de todo lo que ha ocurrido, no te acuerdes nunca más de ello. Báñate, Altinái, te sentirás mejor. ¿De acuerdo?

Hice una señal afirmativa con la cabeza. Y, cuando Diuishen se hubo apartado, me desnudé y entré con precaución en el agua. Desde el fondo me miraban piedras multicolores: rojas, verdes, azules. El rápido torrente azul rodeó rumoroso mis tobillos. Recogí agua con mis manos y me la eché en el pecho. Fríos regueros corrieron por mi cuerpo e involuntariamente me

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eché a reír, por vez primera en esos días. ¡Qué bueno era reírse! Una y otra vez me salpiqué con agua; luego me lancé a lo profundo del torrente. La corriente me arrastró impetuosa hasta un bajío, pero me levanté y me arrojé de nuevo al revuelto y alborotado torrente.

—¡Agua, llévate toda la suciedad y hediondez de estos días! ¡Hazme tan limpia como tú eres, agua! —susurraba, y al hacerlo me reía sin saber por qué.

¿Por qué las huellas de las personas no quedan grabadas para siempre en los sitios recordados y amados por ellas? Si yo ahora encontrara aquella senda, por la que regresé de las montañas en compañía de Diuishen, caería al suelo y besaría las huellas del maestro. Ella fue para mí el camino de todos los caminos. Benditos sean aquel día, aquella senda, aquel camino de mi regreso a la vida, a la nueva fe en mí misma, a las nuevas esperanzas y a la luz... Gracias a aquel sol, gracias a aquella tierra...

A los dos días, Diuishen me llevaba a la estación. Después de todo lo ocurrido, no quería quedarme en el aíl.

Había que empezar la nueva vida en un sitio nuevo. A todos les pareció acertada mi decisión. Me despidieron Saikal y Karaké; se afanaban, lloraban como niños, me cargaban de bolsas y envoltorios para el viaje. Vinieron a despedirse de mí otros muchos vecinos, incluso el discutidor Satimkul.

—Anda con Dios, niña —dijo—, que el camino de tu vida sea luminoso. No te amilanes. Vive como te ha enseñado el maestro Diuishen y no te perderás. Qué decirte, nosotros también hemos empezado a comprender algo.

Los alumnos de nuestra escuela corrieron largo rato tras la carreta, agitando la mano en señal de saludo...

Marchaban en compañía de unos muchachos enviados también a la casa de niños de Tashkent. En la estación nos

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esperaba una mujer rusa que vestía una chaqueta de cuero. ¡Cuántas veces he pasado después por esta pequeña estación

montañosa, sombreada de álamos! Creo que la mitad de mi corazón se quedó allí para siempre.

En la vacilante luz liliácea de la tarde primaveral flotaba un algo triste y opresivo, como si las sombras supieran que nos separábamos. Diuishen se esforzaba por no mostrar lo que sufría, la inmensa tristeza que le oprimía el corazón, pero yo lo sabía, pues el mismo dolor oprimía mi pecho y como una bola de fuego rodaba hasta mi garganta. Diuishen me miraba fijamente a los ojos, sus manos acariciaban mi pelo, mi rostro, los botones de mi vestido.

—Yo no te dejaría jamás apartarte de mí ni siquiera un paso —me dijo—. Pero no tengo derecho a estorbarte. Debes estudiar. Y yo no soy muy letrado que digamos. Vete, así será mejor... Puede que llegues a ser un verdadero maestro y entonces, si te acuerdas de nuestra escuela, te reirás. Puede que así suceda...

Haciendo resonar con su eco el desfiladero de la estación, silbó a lo lejos la locomotora, aparecieron las luces del tren. La gente que había en la estación se puso en movimiento.

—Bueno, ahora te vas a marchar —susurró con voz temblorosa Diuishen apretándome la mano—. Que seas muy feliz, Altinái. Y lo principal: estudia, estudia... Ahogada por las lágrimas no pude contestarle.

—No llores, Altinái —Diuishen me secó los ojos. Y acordándose de pronto añadió—: Y aquellos álamos que tú y yo plantamos, los cuidaré yo solo. Y cuando regreses convertida en un gran personaje ya verás lo hermosos que estarán.

En ese momento llegó el tren. Chirriando ruidosamente se detuvieron los vagones.

—¡Bueno, vamos a despedirnos! —Diuishen me abrazó y me besó fuertemente en la frente. Que tengas salud, buen viaje,

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adiós, querida... No temas nada, ten valor. Salté al estribo y miré por encima del hombro. Jamás podré

olvidar cómo Diuishen, con el brazo en cabestrillo, estaba de pie, mirándome con los ojos llenos de lágrimas. Después hizo un movimiento como si quisiera acercarse a mí, pero en este momento, el tren se puso en marcha.

—¡Adiós, Altinái! ¡Adiós, lucero mío! —gritó. —¡Adiós, maestro! ¡Adiós, mi querido maestro! Diuishen corría junto al vagón; luego quedó reza

gado, pero de pronto, se abalanzó hacia adelante gritando:

—¡Al-ti-na-a-ái! Gritó como si hubiera olvidado decirme algo muy

importante y súbitamente se hubiera acordado, aun sa- biendo que ya era tarde... Hasta ahora resuena en mis oídos este grito desgarrador salido del corazón, de lo más profundo del alma...

El tren atravesó el túnel, salió a una recta y aumentando su velocidad, me condujo, por las inmensas llanuras de la estepa kazaja, hacia la nueva vida...

¡Adiós, maestro! ¡Adiós, mi primera escuela! ¡Adiós, infancia mía! ¡Adiós, mi primer amor inconfesado, ignorado por todos...!

Sí, estudié en la gran ciudad como soñaba Diuishen, en las grandes escuelas con amplias ventanas de que él nos hablaba. Después terminé mis estudios en la Facultad Obrera y me enviaron a Moscú para cursar estudios superiores en el Instituto.

¡Cuántas dificultades tuve que vencer durante los largos años de estudio! ¡Cuántas veces pensaba desesperada que no sería capaz de superar las «sabidurías» de la ciencia! Pero cada vez, en los momentos más difíciles, rendía mentalmente cuenta de mis actos a mi primer maestro y jamás me atrevía a darme por vencida. Lo que para otros era cosa fácil resultaba para mí

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muy difícil, y lo aprendía a costa de grandes esfuerzos, porque tuve que empezarlo todo desde el abecé.

Cuando estudiaba en la Facultad Obrera escribí al maestro una carta en la que le confesaba mi amor. No me contestó. Con ello quedó interrumpida nuestra correspondencia. Creo que lo hizo porque no quería estorbarme en mis estudios. Es posible que tuviera razón. Pero... ¿quizás fue por otros motivos? ¡Cuánto pensé y sufrí por esto en aquellos tiempos...!

Defendí mi primera tesis en Moscú. Esto fue para mí una seria e importante victoria. En todos estos años no pude ir al aíl. Entonces empezó la guerra. A fines de otoño, cuando me evacuaban de Moscú a Frunze, me bajé del tren en la misma estación en que me había despedido de mi maestro. Tuve suerte: encontré enseguida una carretela que iba hacia el sovjós pasando por nuestro aíl.

¡Oh, amada tierra natal!, sólo pude venir a visitarte en los duros tiempos de la guerra. Mucha era mi dicha al ver la tierra transformada. —habían surgido nuevos aíles, muchos campos estaban cultivados, nuevas carreteras y puentes aparecían ante mis ojos—, pero la guerra ensombrecía el encuentro.

Al acercarme al aíl me sentía emocionada. Examinaba desde lejos las nuevas calles desconocidas, las nuevas casas y jardines; luego miré hacia el cerro donde estaba nuestra escuela y se me cortó la respiración: sobre el cerro se erguían dos grandes álamos. El viento los balanceaba. Y, por primera vez, llamé sencillamente por su nombre a la persona que toda mi vida había llamado «maestro».

—¡Diuishen! —dije en un susurro—. ¡Gracias, Diuishen, por todo cuanto has hecho por mí! No me has olvidado, pensabas en mí... ¡Así has sido siempre...!

Al ver mi rostro cubierto de lágrimas, el muchacho que conducía la carretela me preguntó alarmado:

—¿Qué le ocurre?

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—No es nada. ¿Conoces a alguien de este koljós? —Naturalmente. Aquí todos nos conocemos. —¿Conoce a Diuishen? Aquel que era maestro. —¿Diuishen? Se fue al ejército. Yo mismo lo llevé del koljós

al comisionado militar en esta carretela. A la entrada del aíl pedí al muchacho que se detuviera y me

apeé de la carretela. Al descender, me quedé pensativa. No me decidía a ir por las casas, en aquel tiempo de zozobra, preguntando si se acordaban de mí, de su paisana. Y Diuishen estaba ya en el ejército. Además, había jurado no ir jamás allá, donde vivían mis tíos. A las personas se les pueden perdonar muchas cosas, pero tal crimen no creo que haya quien se lo perdone a nadie. No quería que supieran siquiera que había ido al aíl. Torcí el camino y me fui hacia los álamos, al cerro.

¡Ay, álamos, álamos! ¡Cuánta agua ha corrido desde que eran unos arbolitos muy jóvenes de azulados troncos! Todo cuanto soñaba, todo lo que auguró el hombre que los plantó y crió se ha convertido en realidad. ¿Por qué susurran tan tristemente? ¿Qué les apena? ¿Es que se quejan de que se aproxima el invierno, de que los fríos vientos les arrancan el follaje? ¿O quizás es el dolor y la aflicción del pueblo lo que resuena en sus troncos?

Sí, aún vendrá el invierno, y las heladas, y las crueles ventiscas; pero llegará también la primavera...

Estuve allí largo rato escuchando el rumoreo del follaje otoñal. La acequia que llegaba al pie de los árboles había sido limpiada recientemente: en la tierra se conservaban las profundas, casi frescas huellas del pico. El agua pura y cristalina que llenaba la acequia se rizaba levemente, y en ella se mecían las amarillentas hojas de los álamos.

Desde el cerro se divisaba el techo pintado de la nueva escuela, pero de la nuestra no había quedado ni rastro.

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Después descendí a la carretera, me subí a una carretela que iba por mi camino y me fui a la estación.

Hubo guerra. Después llegó la victoria. ¡Cuánta amarga dicha tuvo nuestro pueblo! Los chiquillos corrían a la escuela con las bolsas de campaña de sus padres, volvieron al trabajo los brazos varoniles, las esposas de los soldados muertos consumieron sus lágrimas y se conformaron en silencio a la desgracia de su viudez. Y los había que seguían esperando a sus seres queridos, pues no todos volvieron enseguida a sus casas.

Yo tampoco sabía la suerte de Diuishen. Los paisanos que venían a la ciudad decían que había sido dado como desaparecido; era lo que se comunicaba en la notificación oficial recibida en el soviet rural.

—Y puede ser que haya muerto —conjeturaban—. El tiempo pasa y nada se sabe de él, como si se lo hubiera tragado la tierra.

«Así que mi maestro ya no volverá —pensaba yo a veces—. Ya no hemos podido vernos más desde el día memorable en que nos despedimos en la estación...»

Evocando a veces el pasado, no sospechaba siquiera cuánto dolor se había acumulado en mi corazón.

A fines de otoño de 1946, me dirigí a la universidad de Tomsk, en comisión de servicio.

Era la primera vez que viajaba por Siberia. Severo y sombrío era este país en aquella época preinvernal. Como una negra muralla pasaban ante las ventanillas del vagón los bosques milenarios. En los claros aparecían, por un instante los negros techos de las aldeas y las blancas columnas de humo que emergían de sus chimeneas. Los helados campos estaban cubiertos ya por la primera nieve, sobre ellos volaban cuervos ateridos. El cielo estaba cada vez más encapotado.

Pero en el tren lo pasaba alegremente. Mi vecino, un excombatiente inválido que andaba con muletas, nos hacía reír con divertidas historietas y anécdotas de la vida de campaña.

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Me sorprendía de su inagotable inventiva, tras cuya llaneza y, al parecer, inofensiva risa, se percibía siempre la pura verdad. Todos los pasajeros del vagón le tomamos cariño. Pues bien, algo más allá de Novosibirsk, nuestro tren se" detuvo por un instante en un pequeño apartadero. Yo estaba de pie junto a la ventanilla y, mirando por ella, me reía de la broma de turno de mi vecino.

El tren se puso en marcha, aumentando gradualmente su velocidad: ante la ventanilla pasó fugazmente la casilla solitaria de la estación; me aparté de un salto de la ventanilla para caer de nuevo sobre el cristal.

Allí estaba él. ¡Diuishen! Estaba junto a la casilla con la banderita en la mano. No sé lo que sentí en mí.

—¡Alto! —grité, con voz tan fuerte que se oyó en todo el vagón. Y me lancé hacia la salida sin saber qué hacer, pero al ver el freno de emergencia lo arranqué con fuerza del precinto.

Se tambalearon los vagones, el tren frenó bruscamente y, con la misma brusquedad, dio marcha atrás. Los bultos y maletas cayeron estruendosamente al suelo, la valija salió disparada, las mujeres y los niños empezaron a chillar. Alguien gritó con voz alterada:

—¡Alguien ha caído bajo el tren! Yo estaba ya en el estribo; salté sin ver la tierra bajo mis pies,

como quien salta al abismo, y, sin Ver nada ante mí, sin comprender nada, eché a correr hacía la casilla del señalero, hacia Diuishen. Detrás de mí resonaron los silbatos de los conductores. De los vagones saltaban los pasajeros y venían corriendo tras de mí.

Sin tomar aliento corría a lo largo del convoy y Diuishen corría ya a mi encuentro.

—¡Diuishen, maestro! —grité lanzándome hacia él. El señalero se detuvo, mirándome sin comprender. Era él,

Diuishen, su cara, sus ojos, sólo que antes no llevaba bigotes y ahora estaba algo envejecido.

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—¿Qué le pasa, hermanita? —me dijo compasivamente en

kazajo—. Usted se ha confundido, por lo visto. Soy el señalero Dzhangazín, me llamo Beineu.

—¿Beineu? No sé cómo pude apretar la boca para no gritar de pena, de

dolor, de vergüenza. ¿Qué había hecho? Me tapé la cara con las manos y abatí la cabeza. ¿Por qué no me tragaba la tierra? Debía disculparme ante el señalero, pedir perdón a la gente; y en vez de hacerlo, me quedaba inmóvil y silenciosa como una piedra. La muchedumbre de pasajeros que se había agolpado allí callaba también. Esperaba que empezaran a gritarme, a increparme. Pero todos guardaban silencio. Y en medio de este horrible silencio una mujer exclamó entre sollozos:

—Desdichada, ha creído reconocer al marido o al hermano, pero resulta que no era él, se ha equivocado, la pobre.

La gente empezó a moverse. —¡Qué cosas pasan en el mundo...! —dijo uno con voz de

bajo. —Suceden tantas cosas; tantas hemos sufrido en la guerra... —

contestó una cascada voz de mujer. El señalero me apartó las manos del rostro y dijo: —Vamos, la acompañaré hasta el vagón, hace frío. Me tomó de un brazo. Un oficial me tomó del otro. —Vamos, ciudadana, lo comprendemos todo —dijo. La gente abrió paso; me llevaron como si se tratara de un

entierro. Íbamos delante con lentitud y detras de nosotros seguían todos los demás; los pasajeros que encontrábamos se iban uniendo silenciosamente al cortejo. Alguien puso sobre mis hombros una pañoleta de lana de angora. Mi vecino de viaje iba cojeando a nuestro lado, apoyado en las muletas. A veces se ad-lantaba un poco para verme la cara. Persona alegre y bromista, buena y valerosa, andaba, no sé por qué descubierto, y creo que lloraba. Yo también lloraba. Y durante esta marcha mesurada

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a lo largo del convoy, en los silbidos y bramidos del viento entre los cables telegráficos creía percibir los sonidos de una marcha fúnebre. «No, ya no lo veré jamás.»

Junto al vagón nos detuvo el jefe del tren. No sé qué gritaba amenazándome con el dedo, hablaba de responsabilidad judicial, de una multa... Yo no le contestaba. Todo me era indiferente. Me entregó el acta, exigiendo que la firmase, pero me faltaron fuerzas para sujetar el lápiz.

Entonces mi vecino de viaje le arrebató el papel, e inclinándose hacia él, apoyado en sus, muletas, le gritó a la cara:

—¡Déjala en paz! ¡Firmaré que he arrancado el freno de emergencia, yo responderé...!

Por las tierras siberianas, por estas regiones genui-namente rusas, se apresuraba el tren en retraso. En la noche otoñal sonaba tristemente la guitarra de mi vecino. Cual prolongada canción de las ciudades rusas llevaba a mi corazón el eco dolorido del encuentro con la reciente guerra.

Pasaron los años. Se alejó el pasado; constantemente me atraía el futuro con sus pequeñas grandes preocupaciones. Tardé mucho en casarme. Pero encontré a un hombre bueno. Tenemos hijos, familia; vivimos en paz y armonía. Soy actualmente doctora en filosofía. Debo viajar con frecuencia. He visitado muchos países. Pero ya no fui más al aíl. Para ello tenía muchos motivos. No voy a intentar justificarme. El hecho de que rompiera toda relación con mis paisanos estuvo muy mal y es algo imperdonable. Pero tal fue mi destino. No es que me olvidara del pasado, no, yo no lo podía olvidar; lo que ocurrió fue que me aparté de él.

En las montañas hay manantiales: se abre un nuevo camino, el sendero que lleva hasta el manantial se olvida, los caminantes van cada vez menos a beber allí, y esos manantiales acaban

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por cubrirse de menta y de zarzas. Así, llega el día en que, estando algo apartado, ya no se les ve. Y es raro que alguien se acuerde de tal manantial y se aparte del camino para ir allá a sa-ciar su sed algún día caluroso. Y, cuando llega alguien, busca aquel sitio abandonado, aparta la maleza, queda mudo de admiración: el agua clara, fresca y extraordinariamente límpida sorprende por su serena y profunda belleza. Y en aquel manantial ve reflejada su persona, el sol, el cielo, las montañas... Y piensa que no conocer tales sitios es un pecado y que debe contar esto a sus camaradas. Lo piensa y... lo olvida hasta la siguiente vez...

Así acontece también algunas veces en la vida. Mas, probablemente por eso, ella se llama vida.

Recordé tales manantiales recientemente, después de mi visita al aíl.

Usted, naturalmente, se quedó entonces perplejo sin comprender por qué me marché tan inopinadamente de Kurkureu. ¿Acaso lo que le acabo de relatar no lo hubiera podido explicar allí, delante de todos? No. Estaba tan consternada, me sentía tan avergonzada de mí misma, que decidí marcharme inmediatamente. Comprendí que me faltaba valor para encontrarme con Diui-shen, pues no me atrevería a mirarlo a los ojos. Necesitaba tranquilizarme, poner en orden mis pensamientos, reflexionar durante el viaje sobre todo lo que hubiera querido decir no sólo a nuestros paisanos, sino a otras muchas personas.

Me sentía también culpable porque no era a mí a quien se debían rendir toda clase de honores, no era yo quien debía haberse sentado en el sitio de honor al ser inaugurada la nueva escuela. Este honor le correspondía por derecho propio a nuestro primer maestro, al primer comunista de nuestro aíl: al anciano Diuishen. Y resultó todo lo contrario. Mientras nosotros estábamos sentados a la mesa de fiesta, este hombre admirable

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corría presuroso a repartir el correo, se apresuraba para traer, a la inauguración de la escuela, los telegramas de felicitación de sus antiguos alumnos.

Y este no es el único caso. Más de una vez he observado cosa similares. Por ello me pregunto ¿cuándo perdimos la capacidad de amar y respetar a los seres modestos como Lenin los amaba y respetaba...? Y, afortunadamente, hoy podemos hablar de estas cosas sin pecar de mojigatos ni de hipócritas. Está muy bien que, también en esto, nos hayamos acercado más a Lenin.

La juventud no sabe qué clase de maestro fue Diuishen en sus tiempos. Y de la vieja generación faltan ya muchos. Numerosos discípulos de Diuishen murieron en la guerra; fueron verdaderos combatientes soviéticos. Tenían el deber de relatar a la juventud quién era mi maestro Diuishen. Cualquiera que estuviese en mi lugar también hubiera debido hacerlo. Pero no iba al aíl, no sabía nada de Diuishen, y, con el tiempo, su imagen se fue convirtiendo en una especie de preciosa reliquia guardada en una paz de museo.

Aun iré a visitar a mi maestro y le rendiré cuentas. Le pediré perdón.

Cuando regrese de Moscú quiero ir a Kurkureu y proponer a todos que a la nueva escuela-internado se le dé el nombre de «Escuela Diuishen». Sí, el nombre de este simple koljosiano que hoy es cartero. Espero que usted, como paisano, apoye también mi proposición. Se lo ruego.

Ahora, en Moscú es más de la una de la madrugada. Estoy de pie en el balcón del hotel, contemplo este mar de luces, y sueño en cómo llegaré al aíl, me entrevistaré con el Maestro y lo besaré en su plateada barba...

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Abro las ventanas de par en par. En el cuarto penetra un

torrente de aire fresco. A la difusa claridad de las azules tinieblas contemplo los estudios y esbozos del cuadro que he empezado a pintar. Hay muchos. Repetidas veces lo he comenzado de nuevo. Pero no es posible juzgar aún el cuadro en su conjunto. No he hallado todavía lo principal... Ando en medio del silencio que precede al amanecer y no hago más que pensar, pensar y pensar. Así, cada día. Y cada día me convenzo de que mi cuadro no pasa de ser un proyecto.

Pero, a pesar de ello, quiero hablar con ustedes de mi cuadro inconcluso. Quiero que me aconsejen; como es natural, adivinan que mi cuadro estará dedicado al primer maestro de nuestro aíl, al primer comunista: al anciano Diuishen.

Pero no puedo aún imaginarme si seré capaz de expresar con mi pintura esta vida compleja, saturada de lucha, estos multiformes destinos y pasiones humanos. ¿Qué hacer para no derramar el precioso contenido de esta copa, para poderla llevar hasta ustedes, hasta mis contemporáneos? ¿Qué hacer para que mi proyecto no sólo llegue a ustedes sino que se convierta en nuestra obra común?

No puedo dejar de pintar este cuadro, pero ¡cuántas meditaciones y angustias embargan mi ser! A veces me parece que no me va a salir nada. Y entonces pienso: ¿por qué el destino puso en mis manos el pincel? ¡Qué vida de martirio esta! En otras ocasiones me siento tan fuerte que me parece que soy capaz de derribar montañas. Y entonces pienso: mira, estudia, escoge. Pinta los álamos de Diuishen y Altinái, aquellos álamos que, en la infancia, aunque no conocías su historia, te depararon tantos instantes de gozo inefable. Pinta a un muchacho bronceado y descalzo. Ha subido, trepando, hasta muy alto, muy alto, y está sentado en una rama del árbol

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contemplando con ojos maravillados la ignota lejanía.

O pinta un lienzo y titúlalo El primer maestro. Puede representar el momento en que Diuishen lleva en brazos a los muchachos a través del riachuelo, y, a su lado, jinetes en sus cebados caballos, pasan aquellos hombres obtusos, con rojos gorros de piel de zorro, que se mofaban de él...

Y si no, pinta cómo el maestro se despedía de Altinái cuando ella se iba a la ciudad. ¿Te acuerdas del grito que dio en el último momento? Pinta este cuadro, para que él, como el grito de Diuishen, que Altinái continúa oyendo, encuentre un eco en cada corazón humano.

Eso es lo que me digo. Son muchas las cosas que pienso, pero no siempre resulta lo que uno quiere... Y ahora, aún no sé qué lienzo voy a pintar. Pero, en cambio, sé firmemente una cosa: buscaré.

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Contemplo de nuevo este pequeño cuadro, de marco sencillo. Mañana por la mañana salgo para el aíl, y considero el cuadro con larga mirada fija, como si pudiese brindarme una buena palabra de despedida.

Es un cuadro que no he presentado nunca a ninguna exposición. Más aún, procuro ponerlo a buen recaudo cuando viene a visitarme algún familiar del aíl. No es que tenga nada vergonzoso, pero está lejos de ser un modelo de arte. Es sencillo, tan sencillo como la tierra representada en él.

Al fondo del cuadro hay un retazo de cielo otoñal, desvaído. El viento persigue rápidas nubes grises sobre una sierra lejana. En primer plano está la estepa, revestida de ajenjo, de color rojo parduzco. Y un camino negro, que no se ha secado todavía después de las lluvias recientes. Al borde se alzan, apretados, unos arbustos de estípite con las ramas secas partidas. Si-guiendo una fangosa rodada, han dejado impresas sus huellas los pasos de dos caminantes. Cuanto más se alejan más se esfuman, y se diría que sólo les falta a ellos dar otro paso para salirse del marco. Uno es... Aunque, ¿para qué adelantarme a los sucesos?

Ocurrió esto en la época de mi primera juventud. Corría el tercer año de la guerra. En los lejanos frentes, allá por Kursk y Oriol, combatían nuestros padres y nuestros hermanos, mientras que nosotros, adolescentes de quince años entonces, trabajábamos en el koljós. Sobre nuestros hombros, aún endebles, había recaído el fatigoso trabajo cotidiano de la tierra. Las jornadas más duras eran las de la cosecha. Estábamos semanas enteras sin aparecer por nuestras casas, y nos pasábamos los días y las noches en el campo, en las eras o camino de la estación, adonde llevábamos el grano.

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Unos de esos días tórridos en que las hoces parecen ponerse al rojo blanco de tanto segar, volvía yo de la estación en mi carro vacío y decidí acercarme a casa.

Al lado mismo del vado, en el altozano donde termina la calle, se levantan dos casas rodeadas de una recia cerca de adobes. En torno de ellas se alzan unos álamos. Esas son nuestras casas. Nuestras dos familias viven vecinas la una de la otra desde tiempo inmemorial. Yo soy de la Casa Grande. Tengo dos hermanos, ambos mayores que yo, y solteros. Los dos marcharon al frente y hace mucho que no recibimos noticias suyas.

Mi padre, viejo carpintero, se marchaba a su taller, enclavado en la hacienda central, después de rezar sus oraciones apenas despuntaba el día, y no regresaba hasta muy entrada la noche. En casa quedaban mi madre y mi hermanita.

En la casa contigua —o la Casa Pequeña, como la llaman en el pueblo— viven unos parientes cercanos. Nuestros bisabuelos o tatarabuelos fueron hermanos; pero yo los llamo parientes cercanos porque constituíamos una sola familia. Era costumbre que remontaba a los tiempos de la vida trashumante que nuestros abuelos acamparan juntos y juntos pastaran el ganado. Nosotros conservamos esa tradición. Cuando llegó la colectivización al aíl, nuestros padres hicieron sus casas la una junto a la otra. Además, no solamente en estas dos casas, sino también en todas las de la calle de Aral, que atraviesa el aíl, entre los dos ríos, habitan parientes nuestros: todos somos de la misma tribu.

Poco después de la colectivización murió el amo de la Casa Pequeña. Dejaba mujer y dos hijos de corta edad. Según las antiguas leyes tácitas del adat, que todavía se observaban entonces en el aíl, no se debía dejar sola a la viuda con sus hijos, y nuestros paisanos la casaron con mi padre. Era una

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obligación impuesta por el respeto al espíritu de los Así surgió nuestra segunda familia. La Casa Pequeña era considerada como una hacienda independiente, con su huerto y su ganado; pero, en realidad, constituíamos una sola familia.

De la Casa Pequeña también habían partido los dos hijos para el frente. El mayor, Sadik, marchó al poco tiempo de casarse. De ellos sí recibíamos cartas, aunque muy espaciadas.

En la Casa Pequeña había quedado la madre —a la que yo llamaba kichi apa o madre menor— y su nuera, la mujer de Sadik. Ambas trabajaban en el koljós de sol a sol. Mi kichi apa, mujer bondadosa, dúctil e inofensiva, no quedaba a la zaga de las jóvenes, ya se tratara de cavar acequias o de regar los cam-pos. En una palabra, que sabía manejar la azada. Como si deseara recompensarla, el destino le había enviado una nuera laboriosa, Dzhamiliá hacía buena pareja con su suegra por lo infatigable y lo hacendosa; pero era algo distinta de carácter.

Yo quería mucho a Dzhamiliá. Y ella a mí. Aunque muy amigos, no nos atrevíamos a llamarnos el uno al otro por el nombre. Si hubiéramos sido de familias distintas, yo la habría llamado, naturalmente, Dzhamiliá. Pero la llamaba dzene, apelación que corresponde a la esposa del hermano mayor, y ella a mí kichine bala, que quiere decir niño pequeño, aunque yo no era pequeño ni mucho menos, y nos separaba una diferencia insignificante de edad. Pero es una costumbre de nuestros pueblos: las cuñadas llaman kichine bala o moi kaini a los hermanos menores del marido.

La administración de las dos casas corría a cargo de mi madre. La ayudaba mi hermana, graciosa chiquilla de trenzas. No olvidaré nunca el afán con que trabajaba en aquella época difícil. Unas veces sacaba a pastar los corderos y terneros de las dos

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casas, otras recogía estiércol y leña seca para que no faltara el fuego. Y era esta chiquilla de nariz respingona la que distraía la soledad de mi madre, ahuyentando el triste recuerdo de los hijos desaparecidos.

Nuestra numerosa familia debía a mi madre la concordia y la abundancia de que disfrutábamos. Ella era la dueña absoluta de ambas casas, la guardiana del hogar. Había entrado muy joven en la familia de nuestros abuelos nómadas y desde entonces honraba religiosamente su memoria, gobernando las familias con toda equidad. En el pueblo era respetada como el ama de casa más honorable, más íntegra y experimentada. La verdad es que mi padre no era reconocido como jefe de la familia en el aíl. Más de una vez oí decir a la gente con cualquier motivo: «Deja al ustaka (ustaka es el nombre honroso que se da entre nosotros a les maestros de algún oficio). Él no conoce más que su hacha. Quien rige todo en la familia es la madre mayor. Tú ve a ella, y será lo más acertado...»

Debe decirse que yo, pese a mi juventud, intervenía muchas veces en los asuntos de la casa. Desde luego, esto sólo era posible por haberse marchado mis hermanos mayores al frente. Por eso me llamaban con frecuencia, en broma —y a veces también en serio— el dzhiguit, es decir, el amparo y el sustento de las dos familias. Orgulloso de este apelativo, nunca me abandonaba el sentimiento de la responsabilidad. Además, mi madre estimulaba esta independencia mía. Quería que yo fuese un hombre entendido y hábil para la hacienda y no como mi padre, que se pasaba el día entero serrando y cepillando madera en silencio.

Así pues, detuve mi carro junto a la casa, a la sombra de un sauce, aflojé los tiros y cuando me dirigía hacia la puerta de la cerca, vi en el patio a Orozmat, nuestro jefe de equipo. Estaba, como siempre, a caballo, atada la muleta a la silla, y discutía

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con mi madre, de pie frente a él. Mientras me acercaba escuché decir a mi madre:

—¡Nunca en mi vida! ¡Tú no tienes perdón de Dios! ¿Dónde se ha visto que una mujer lleve sacos en un carro? ¡Vamos! Deja a mi nuera en paz, y que trabaje como ha estado trabajando hasta ahora. ¡Pero si yo no tengo ni un momento de respiro con dos casas a mi cargo! Y menos mal que va creciendo mi hija... Llevo ya una semana sin poder enderezar la espalda, me duele la cintura como si hubiera estado haciendo fieltro, ¡y mira el maíz, secándose sin agua! —pronunciaba impetuosamente, metiendo a cada instante el pico del turbante por el cuello del vestido, gesto habitual en ella cuando estaba enojada.

—¿Qué hago yo con esta mujer? —profirió desesperado Orozmat, balanceándose en su silla—. ¿Cree usted que vendría yo con este encargo si tuviera mi pierna en lugar de este muñón? Haría lo que hacía antes: cargar los sacos en el carro y arrear los caballos yo mismo... Ya sé que no es trabajo para mujeres, pero ¿dónde encuentro hombres...? Por eso hemos de-cidido recurrir a las mujeres de los soldados. Usted le prohibe a su nuera que haga este trabajo, y a nosotros nos ponen de vuelta y media... Hay que entregar el grano para los soldados, y nosotros echamos abajo el plan. ¿Qué es esto? ¿Adonde vamos a parar?

Yo me acercaba a ellos, arrastrando el látigo por el suelo, y el jefe de equipo se llevó una gran alegría al verme: mi presencia le había sugerido alguna idea.

—Bueno, y si tanto quiere usted cuidar a Dzhamilíá, ahí tiene usted a su kaini, que no consentirá que se le acerque nadie —dijo señalándome con alegría—. ¡De eso puede estar segura! Seit es un buen muchacho. Estos chicos son nuestra salvación, los que nos sacan adelante... Mi madre no dejó terminar a Orozmat.

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—¡Miren cómo viene este hijo mío! ¡Si parece un vagabundo! —comenzó a lamentarse—. ¡Y qué greñas! ¡Hay que ver el padre, también!... No encuentra tiempo ni para cortarle el pelo a su hijo... —En fin, ya está: Seit se queda aquí hoy con sus padres, se

corta el pelo —corroboró Orozmat siguiéndole el aire a mi madre—. Quédate hoy en casa, Seit, échales pienso a los caballos y mañana por la mañana vienes con Dzhamiliá. Les daremos un carro y trabajarán juntos. Y tú me respondes de ella, ¿eh? No se preocupe usted, que Seit estará a su lado. Además, para mayor seguridad, pondré con ellos a Daniar. Ya lo conoce usted: un muchacho incapaz de faltarle a nadie; ese que ha vuelto hace poco del frente. Los tres estarán dedicados a llevar el grano a la estación. ¿Quién va a atreverse a molestar a su nuera? ¿No es cierto, Seit? ¿Tú qué piensas, vamos a ver? Yo quiero poner a Dzhamiliá a conducir un carro, pero tu madre no lo permite. Procura convencerla.

Yo me sentí orgulloso del elogio de Orozmat y de ver que solicitaba mi consejo como el de un hombre hecho. Además, enseguida me imaginé lo agradable que sería ir con Dzhamiliá a llevar el grano a la estación, Y, poniendo cara grave, le dije a mi madre:

—¿Qué le va a pasar? ¡Ni que se la fueran a comer los lobos! Luego, como un jinete consumado, escupí por entre los

dientes y eché a andar arrastrando el látigo y moviendo gravemente los hombros.

—¡Pero, vamos! —exclamó mi madre, sorprendida y como satisfecha, aunque enseguida gritó mostrando enojo—: ¡Ya te voy a dar yo a ti lobos! ¿Han visto ustedes cuánto sabe?

—¿Y quién va a saber las cosas sino él, que es el dzhiguit de dos familias? ¡Ya puede estar orgullosa! —intervino Orozmat en mi defensa mirando temeroso a mi madre por si volvía a encerrarse en su negativa.

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Pero, sin levantar más objeciones, mi madre se limitó a decir, abatida de pronto y exhalando un profundo suspiro:

—¡Qué ha de ser un dzhiguit! No es más que una criatura y se pasa el día y la noche trabajando... Nuestros dzhiguits, tan gallardos, están sabe Dios dónde. Nuestras casas han quedado vacías como un campamento abandonado...

Me había alejado ya bastante, y no oí lo que seguía diciendo mi madre. De pasada, pegué contra una esquina de la casa un latigazo que levantó una nube de polvo y, sin contestar siquiera a la sonrisa de mi hermana, que hacía briquetas de estiércol y paja en el patio, me dirigí gravemente hacia el cobertizo. Una vez allí, me lavé las manos sin apuro, acurrucado, echando agua de un jarro. Luego entré en casa, me bebí una taza de leche cuajada y llevé otra hacia el apoyo de la ventana para migar pan en ella.

Mi madre y Orozmat continuaban en el patio. Pero ya no discutían, sino que hablaban con calma, a media voz. Debían de tratar de mis hermanos, porque mi madre se enjugaba a cada momento los ojos cargados con las mangas del vestido y, asintiendo ensimismada a las palabras de Orozmat, que sin duda trataba de consolarla, dejaba vagar su mirada nebulosa a lo lejos, por encima de los árboles, como si esperase ver allí a sus hijos.

Absorta en su dolor, mi madre, al parecer, había aceptado la propuesta de Orozmat. Y él, encantado de haber conseguido su propósito, arreó el caballo, que salió del patio a rápido paso de ambladura.

Ni mi madre ni yo sospechábamos entonces, naturalmente, en lo que iba a terminar todo aquello.

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Yo no tenía la menor duda de que Dzhamiliá supiera conducir un carro de dos caballos, a los que conocía muy bien por ser hija de un pastor de caballadas del aíl montañoso de Bakair. Nuestro Sadik había hecho el mismo oficio. Parece ser que una vez, en las carreras que suelen celebrarse en primavera, no había logrado dar alcance a Dzhamiliá. Ignoro si será verdad, pero se decía que, después de tamaña afrenta, Sadik la había raptado. Aunque otros aseguraban que se había casado por amor. Sea como fuere, el caso es que habían vivido solamente cuatro meses juntos. Luego estalló la guerra y Sadik fue llamado a filas.

No sé porqué Dzhamiliá había cuidado desde pe-queña la caballada junto a su padre y, por ser única, había hecho las veces de hija y de hijo, pero el caso es que aparecían en su carácter ciertos rasgos varoniles, un algo de rudeza y hasta de brusquedad. Dzhamiliá trabajaba con tesón, a la par de los hombres. Era capaz de llevarse bien con las vecinas, pero si la herían sin razón, no le iba a nadie a la zaga en los insultos, y hasta se dieron casos de echarle mano al pelo de alguna.

Más de una vez habían venido los vecinos a quejarse: —Pero, ¿qué nuera es esta que tienen ustedes? Hace dos días

que ha entrado en la casa y no sabe parar la lengua. Para ella no hay respeto ni comedimiento.

—Más vale que sea así —contestaba mi madre—. A nuestra nuera la gusta decir las cosas claras. Eso es mejor que andar con tapujos y clavar el aguijón por la espalda. Las de ustedes parecen mansitas, pero las mansitas son como los huevos podridos: muy limpios y muy lisos por fuera y hay que taparse la nariz en cuanto se parten.

El padre y la madre menor no empleaban nunca con Dzhamiliá la severidad y la exigencia que cuadran al suegro y a la suegra. La trataban con bondad, la querían, y solo deseaban

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una cosa: que no traicionara su fe en Dios, que no traicionará la fe que había depositado en ella su marido.

Yo los comprendía. Después de haber visto partir a cuatro hijos al frente, encontraban un consuelo en Dzhamíliá, la única nuera de las dos casas, y por eso la trataban así. Pero a quien no comprendía yo era a mi madre, persona incapaz de entregar su afecto nada más que porque sí. Mi madre tenía un carácter autoritario y exigente. Vivía según sus propias normas, que nunca traicionaba. Todos los años, al llegar la primavera montaba en el patio la choza fabricada por mi padre en su juventud, cuando hacían vida trashumante, y la sahumaba con enebro. A nosotros nos había educado también rigurosamente en el amor al trabajo y el respeto a los mayores. Exigía una obediencia incondicional de todos los miembros de la familia.

Mas Dzhamiliá, desde su llegada a nuestra casa, se mostró distinta de como debía ser una nuera. Cierto que hacía caso de los mayores y los obedecía, pero nunca inclinaba la cabeza ante ellos; en cambio, tampoco murmuraba en voz baja como hacían otras. Decía siempre francamente lo que pensaba y no temía ex-poner sus opiniones. Mi madre la apoyaba muchas veces, se mostraba de acuerdo con ella, pero siempre era la suya la palabra decisiva.

Pienso que mi madre veía en Dzhamiliá, en su franqueza y su equidad, a una persona de su misma pasta, y, en el fondo, soñaba con cederle algún día su puesto y hacerla un ama de casa revestida de autoridad, una mujer respetada, guardiana del hogar, como había sido ella.

—Dale las gracias a Alá, hija mía —le recomendaba mi madre—, por haberte traído a una casa incólume, que vive bendecida por él. Ha sido una dicha para ti. La dicha de la mujer consiste en traer hijos al mundo y lograr que reine la abundancia en la casa.

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A ti te quedará, gracias a Dios, todo lo que hemos ido acopiando nosotros los viejos, porque a la tumba no se lleva uno nada. Pero la dicha gusta de vivir con quien sabe guardar su honor y su dignidad. No olvides esto, y obsérvate...

Sin embargo, algo había en Dzhamiliá que ofuscaba a sus suegras: era alegre con excesiva franqueza, como un niño pequeño. A veces, aparentemente sin ninguna razón, empezaba a reírse a carcajadas, dichosa. Y cuando volvía del trabajo no penetraba pausadamente en el patio, sino que entraba de una carrera, saltando la acequia. Y, sin motivo alguno, se ponía a besar y abrazar a una u otra suegra.

También le gustaba a Dzhamiliá cantar, y siempre andaba tarareando algo, sin importarle la presencia de los mayores. Desde luego, nada de esto compaginaba con la idea establecida en el aíl acerca de la conducta de la nuera en la casa de sus suegros; pero las madres se calmaban diciéndose que Dzhamiliá cambiaría con el tiempo: de jóvenes toda son iguales. Para mí, no había en el mundo nadie mejor que Dzhamiliá. Nos divertíamos mucho juntos, podíamos reír a carcajadas sin ninguna razón y perseguirnos por el patio.

Dzhamiliá era linda. Alta, esbelta, con el cabello liso y áspero recogido en dos prietas y pesadas trenzas, cubría graciosamente la cabeza con un pañuelo blanco que inclinaba, algo torcido, sobre la frente, lo que le sentaba muy bien y daba un bello matiz a la piel morena y tersa de su rostro. Cuando Dzhamiliá reía, sus ojos rasgados, negros como la mora, chispeaban con viveza juvenil, y cuando entonaba de pronto las coplas traviesas del aíl, asomaba a sus pupilas un brillo de mujer.

Yo había advertido muchas veces que los dzhiguits, sobre todo los que regresaban del frente, se la comían con los ojos. A Dzhamiliá también le gustaban las bromas; pero la verdad es que sabía parar en seco a los que se propasaban. Sin embargo,

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esto era una cosa que siempre me dolía. Yo celaba a Dzhamiliá como suelen celar los hermanos menores a sus hermanas y, si advertía a algún muchacho junto a ella, procuraba espantarlo de alguna manera. Me engallaba y los miraba con tanta furia como si hubiese querido que se interpretara así mi actitud: «¡Menos risas! Es la mujer de mi hermano, y no vayan a pensar que no tiene quien la defienda».

En esos momentos, con motivo o sin él, me metía en la conversación con deliberado desenfado, trataba de poner en ridículo a los admiradores y, cuando me fallaba ese plan, perdía el dominio de mi mismo y resoplaba con la cabeza gacha. Los muchachos soltaban la risa:

—¡Pero mírenlo! ¡Si resulta que es su dzhene! ¡Qué gracia! ¡Y nosotros sin saberlo!

Yo hacía de tripas corazón, pero notaba que me traicionaba el rubor invadiéndome las orejas, y de rabia me subían lágrimas a los ojos. Pero Dzhamiliá, mi dzhene, me comprendía. Ponía cara seria, conteniendo a duras penas la risa que se le escapaba.

—¿Ustedes se creen que una dzhene se encuentra a la vuelta de la esquina? —decía con desplante a los ¿zhiguits—. Eso serán las de ustedes, pero yo no. Vámonos de aquí Kaini. ¡No les hagas caso!— y, muy erguida la cabeza, presumiendo ante ellos, alzaba desdeñosamente los hombros y se alejaba conmigo, son-riendo en silencio.

En aquella sonrisa veía yo contrariedad y alegría. Es posible que pensara: «¡Qué tonto! Si quisiera yo portarme mal, ¿quién iba a impedirlo? Aunque se pusiera toda la familia a vigilarme, sería como si nada». En estas ocasiones yo guardaba un silencio cohibido. Sí, yo celaba a Dzhamiliá, la admiraba, estaba orgu-lloso de que fuera mi dzhene, estaba orgulloso de su

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belleza y de su carácter independiente. Éramos los mejores amigos y no había secretos entre nosotros.

Por aquellos días había pocos hombres en el pueblo. Aprovechando esa circunstancia, algunos muchachos mostraban poco respeto por las mujeres y las trataban con desdén como queriendo decir: buenas ganas de perder el tiempo si cualquiera le hace a uno caso en cuanto se fije en ella.

Una vez, durante la siega, empezó a importunar a Dzhamiliá un pariente nuestro lejano llamado Osmon. También era él de los que pensaban que ninguna podría resistírsele. Dzhamiliá apartó contrariada su mano y se levantó de junto al almiar a cuya sombra descansaba.

—¡Déjame! —pronunció con acento dolido, y le volvió la espalda—. Aunque, ¿qué otra cosa se puede esperar de ustedes, potros salvajes?

Osmon, tendido al pie del almiar, entreabrió en una sonrisa desdeñosa sus labios húmedos.

—A la gata siempre le parece mala la carne cuando está colgada muy alto... ¿A qué vienen tantos arrumacos? Seguro que tienes tantas ganas como cualquiera, aunque lo disimules. Dzhamiliá se volvió bruscamente.

—¿Y si fuera así? A nosotros nos ha tocado esta suerte y tú, imbécil, te ríes. Pero, mira: aunque estuviera cien años mi marido en la guerra, no me rebajaría a mirar siquiera a nadie como tú. Me das asco. Si no fuera por la guerra, no encontrarías siquiera quien hablase contigo.

—Eso mismo digo yo. Como ha venido la guerra, estás rabiosa sin tu marido. Otra cosa dirías si fueras mi mujer —terminó Osmon con una risita.

Dzhamiliá hizo intención de abalanzarse a él, de decirle algo peor, pero se contuvo: comprendió que no merecía la pena. Posó en él una larga mirada de odio. Luego escupió con gesto de asco, levantó del suelo su horquilla y se alejó.

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Yo estaba montado en un carro, detrás del almiar. Al verme, Dzhamiliá echó a andar resueltamente hacia otro lado. Se daba cuenta de mi estado de ánimo. Yo experimentaba la misma sensación que si me hubiesen agraviado a mí y no a ella. Dolorido, le pregunté:

—¿Por qué tratas con gente así? ¿Por qué le hablas? Dzhamiliá estuvo hasta por la noche sombría y triste, no

intercambió una sola palabra conmigo ni rió como solía hacer. Para no dejarme hablar del horrible agravio que encerraba su pecho, Dzhamiliá clavaba briosamente la horquilla en un montón de heno en cuanto me acercaba a ella en mi carro y, levantándolo a pulso de golpe, lo llevaba de manera que le ocultara el rostro. Llegaba, soltaba su fardo, y enseguida corría a otro montón. Pronto estaba lleno el carro. Al alejarme volvía la cabeza y la veía permanecer unos instantes abatidas y pensativa, apoyada en el mango de la horquilla, hasta que, rehaciéndose, se ponía nuevamente al trabajo.

Cuando cargamos el último carro Dzhamiliá se quedó largo rato como ajena a todo, contemplando el poniente. Allá, detrás del río, en el extremo de la estepa kazaja, llameaba como la boca de un tandir1 ardiente el sol vespertino desfallecido. Se sumergía poco a poco detrás del horizonte, tiñendo de púrpura con su resplandor las blandas nubecitas del cielo y lanzando los últimos destellos sobre la estepa liliácea, en cuyas depresiones ponía ya un velo azul el crepúsculo. Dzhamiliá contemplaba la puesta del sol con el mismo arrobo que si se tratara de una visión fabulosa. Su rostro irradiaba dulzura y los labios entreabiertos tenían una sonrisa suave y pueril. Y entonces fue cuando Dzhamiliá, como si respondiera a los reproches no formulados que todavía querían escaparse de mi boca, se volvió hacia mí y dijo con el tono de quien prosigue una conversación.

1 Hogar excavado en la tierra cerca de la vivienda con un orificio redondo

donde se cuecen las tortas.

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—¡Deja ya de pensar en él, kichine bala! ¿Se le puede llamar a eso persona...? —Dzhamiliá calló, acompañando con la mirada el filo del sol que se extinguía y, después de exhalar un suspiro, prosiguió pensativa—: ¿Cómo puede saber la gente por el estilo de Osmon lo que lleva uno en el alma? Nadie lo sabe... Es posible que no haya en el mundo ningún hombre así...

Mientras yo hacía volver grupas a los caballos, Dzhamiliá corrió hasta unas mujeres que trabajaban algo apartadas de nosotros y al poco tiempo oí sus voces sonoras y alegres. Yo no hubiera podido decir lo que le había ocurrido, si notó que se le iluminaba el alma al contemplar la puesta del sol o si experimentaba simplemente la alegría de haber trabajado bien. Miré a Dzhamiliá desde lo alto del heno que llenaba mi carro. Se había quitado el pañuelo blanco que le cubría la cabeza y, con los brazos muy abiertos, corría detrás de una amiga por el prado segado que ya invadían las tinieblas. El vuelo de su vestido aleteaba al viento. Y también mi pesar huyó de pronto: «¿Para qué pensar en las tonterías de Osmon?»

—¡Arre! —grité de pronto a los caballos estimulándolos con el látigo.

Aquel día, según me había dicho Orozmat, decidí aguardar a mi padre para que me afeitara la cabeza y, entretanto, me puse a contestar a una carta de Sadik. También para esto existían en la familia normas establecidas: los hermanos escribían las cartas a nombre de mi padre, el cartero del aíl se las entregaba a mi madre y era obligación mía leerlas y contestarlas. Aun antes de comenzar la lectura sabía de antemano lo que escribía Sadik. Todas sus cartas se parecían como los corderos de un rebaño. Sadik empezaba invariablemente con estas palabras: «Salud les

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deseo», a lo que seguía sin falta: «envío esta carta por correo a mis familiares que viven en el fragante y próspero Talas; a mi amadísimo y querido padre Dzholchubái...» Luego seguía mi madre, luego la madre de él y todos nosotros por orden riguroso. A continuación venían las inevitables preguntas acerca de la salud y el bienestar de los aksakales de la familia, de los parientes próximos, y únicamente al final, como apremiado, añadía Sadik: «Y también mando recuerdos a mi esposa Dzhamiliá...»

Naturalmente, cuando el padre y la madre viven, cuando se tiene en el aíl aksakales y parientes próximos, es violento, incluso indecoroso, citar a la mujer en primer término y, más aún, dirigirle las cartas a ella. Ésta es una opinión, no solamente de Sadik, sino también de todo hombre que se respete, una cosa a la que no debía dársele vueltas: la costumbre estaba así establecida en el aíl y no parábamos mientes en ella. Menos se nos podía ocurrir todavía criticarla. Además, cada carta era un acontecimiento tan ansiado y feliz...

Mi madre me hacía releer varias veces las cartas, luego las tomaba fervorosamente en sus manos cuarteadas y sostenía el papel con el mismo cuidado que si se tratara de un avecita que pudiese echar a volar de un momento a otro. Moviendo penosamente sus dedos rebeldes, doblaba al fin la carta en forma de triángulo.

—¡Hijos de mi alma! Como un talismán hemos de conservar las cartas —murmuraba con voz empañada por las lágrimas—. Pregunta por el padre, y la madre, y por los demás familiares... ¿Qué puede pasarnos a nosotros, estando aquí, en nuestro aíl? Pero, ¿y allá? Con unas cartas que nos pongan diciendo que están bien, nos basta. No necesitamos nada más...

La madre contemplaba largo rato el triángulo, luego lo guardaba en una bolsita de piel donde se conservaban todas las cartas, y la encerraba con llave en el baúl.

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Aquella vez, la carta de Sadik venía de Sarátov, donde estaba hospitalizado. Sadik decía que para el otoño, si quería Dios, vendría a casa. Lo mismo nos había dicho antes, y todos pensábamos con alegría en que pronto lo veríamos.

Dzhamiliá estaba en casa aquel día y se le dio a leer la carta. Advertí que se sonrojó cuando tomó el triángulo de papel en sus manos. Leía para sí, ávidamente, saltándose las líneas con los ojos. Mas, a medida que llegaba al final, se notaba un aire de lasitud en sus hombros y se extinguía poco a poco el fuego de sus mejillas. Frunció sus cejas altivas y, sin terminar de leer las últimas líneas, devolvió la carta a la madre con la misma indiferencia que si hubiera devuelto una cosa prestada.

La madre debió comprender a su manera el estado de ánimo de su nuera y quiso reconfortarla.

—¿Qué es eso? —decía mientras echaba la llave al baúl—. En vez de alegrarte, te has quedado toda triste. ¿Eres tú la única que tiene al marido en el frente? Ese dolor no es sólo tuyo, es de todo el pueblo, y con el pueblo debes soportarlo. ¿Te has creído que hay quien no siente la pena y la nostalgia de tener lejos al marido...? Tú siéntelas también, pero sin que lo note nadie, guardándolas en tu pecho.

Dzhamiliá callaba, pero su mirada fija y angustiosa parecía decir: «¡Qué poco comprende usted las cosas, madre!»

De todas maneras, aquel día no me quedé en casa, sino que fui a la era. Allí solía pasar la noche. Llevé los caballos hasta un campo de alfalfa. El presidente no permitía pastar al ganado en la alfalfa; pero yo, para tener los caballos en buenas condiciones, infringía la prohibición. Había descubierto un lugar recóndito, en una hondonada. Además, de noche, nadie podía advertir nada. Pero esta vez, cuando desenganché los caballos y los llevé hacia el campo de alfalfa, me encontré con

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que alguien había soltado allí otros cuatro. Aquello me indignó. No olvidemos que yo tenía a mi cargo un carro con dos caballos, lo que me daba el derecho de indignarme. Sin pensarlo iba a echar de allí a los caballos para dar una lección al intruso que había irrumpido en mis dominios, cuando reconocí a dos de ellos: eran los de Daniar, el mismo de quien había hablado aquella tarde Orozmat. Al recordar que, desde el día siguiente, debíamos trabajar juntos en el acarreo de grano a la estación, dejé los caballos en paz y volví a la era.

Allí me encontré a Daniar que, después de engrasar las ruedas de su carro, ajustaba ahora las tuercas de los ejes.

—¿Son tuyos los caballos que hay en la hondonada, Daniar? —le pregunté. Daniar volvió lentamente la cabeza: —Dos son míos. —¿Y los otros?

—De Dzhamiliá. Creo que se llama así. ¿No es tu dzhene? —Sí.

—Los ha dejado aquí el jefe del equipo y me ha dicho que los cuide.

¡Cómo me alegraba ahora de no haber espantado los caballos!

Llegó la noche y cesó la brisa que soplaba de las montañas. En la era reinaba el silencio. Daniar se acostó cerca de mí, al pie de un almiar, pero al poco tiempo se levantó y fue hacia el río. Se detuvo cerca de allí, en lo alto de la orilla, y permaneció largo rato con las manos atrás y la cabeza un poco inclinada sobre el hombro. Estaba de espaldas a mí. Su larga silueta angulosa, como tallada a hachazos, resaltaba crudamente sobre el fondo suave del resplandor de la luna. Parecía prestar oído al rumor del río que, de noche, resonaba más distintamente en los

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rápidos. O quizás escuchara otros ruidos y susurros nocturnos, imperceptibles para mí. «Otra noche que va a pasar junto al río. ¡Tiene unas rarezas!», me dije.

Daniar llevaba poco tiempo en nuestro aíl. Una vez acudió un chiquillo donde estábamos segando y dijo que había llegado al aíl un soldado herido, pero que no sabía quién era. ¡La barahúnda que se armó! Porque en el afl, ya se sabe: en cuanto volvía alguien del frente, todos corrían en tropel, del primero al último, para verlo, estrecharle la mano, preguntarle si no se había encontrado con algún familiar, y enterarse de las novedades que traía. Así pues, se armó una gritería increíble. Todos se preguntaban: ¿habrá vuelto mi hermano, o mi compadre? Y, claro, los segadores corrieron a ver quién era.

Resultó que Daniar era paisano nuestro, que había nacido en el aíl. Contaban que se quedó huérfano de muy pequeño, anduvo unos tres años de casa en casa hasta que se fue a la estepa de Chakmak, a vivir con unos kazajos parientes suyos por línea materna. Como no había en el aíl familiares próximos que lo hicieran volver, la gente acabó por olvidarse de él. Cuando alguien le preguntaba cómo había vivido después de marcharse del aíl, Daniar contestaba de manera evasiva. De todas formas, era evidente que había padecido de sobra y el destino se había cebado en él. La vida lo había hecho rodar por varias regiones. Estuvo mucho tiempo de pastor de ovejas en las tierras saladas de Chakmak y, cuando se hizo mayor, fue a cavar canales en los desiertos, trabajó en nuevos sovjoses algo-doneros y luego en las minas de Angren, cerca de Tashkent, desde donde salió para el ejército.

La gente vio con muy buenos ojos la vuelta de Daniar a su aíl. «Con todo lo que ha tenido que rodar por tierras extrañas, ha vuelto. Quiere el destino que beba agua de la acequia que lo ha

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visto nacer. Y no ha olvidado la lengua. Salvo algunas palabras kazajas que confunde, habla perfectamente.»

«El tulpar2 encuentra su yeguada hasta en el fin del mundo. ¿Quién no ama a su patria y a su pueblo? Has hecho bien en volver. Es una satisfacción para nosotros y para los espíritus de tus antepasados. Si Dios quiere, cuando venzamos a los alemanes y volvamos a la vida de paz, también tú crearás una familia como los demás y verás subir el humo sobre tu hogar», decían los viejos aksakales.

Recordando sus antepasados quedó establecido con exactitud la familia a que pertenecía. Así apareció en nuestro aíl un «nuevo pariente»: Daniar.

Orozmat, el jefe del equipo, llegó una vez al prado donde estábamos segando acompañado de aquel soldado alto y algo encorvado, que cojeaba de la pierna izquierda. Con el capote al hombro andaba precipitadamente, procurando no quedar a la zaga del caballo achaparrado de Orozmat. Junto al largo Daniar, el jefe de la brigada, tan escaso de estatura y vivaracho, recordaba una inquieta zancuda. Los muchachos no pudieron contener la risa al verlos.

La pierna herida de Daniar, sin cicatrizar todavía enteramente, no había recuperado el juego de la rodilla. Esto le impedía manejar la guadaña, por lo cual lo pusieron con nosotros los jóvenes en las máquinas segadoras. La verdad es que no nos gustó mucho. Lo que más nos desagradaba era su reserva. Daniar hablaba poco y, cuando lo hacía, se notaba que estaba pensando en otra cosa distinta; que le trabajaban ciertas ideas propias y hubiera sido difícil decir si lo veía a uno o no, aunque estuviera contemplándolo fijamente con sus ojos pensativos y soñadores.

—Se conoce que el pobre muchacho no ha logrado recobrarse todavía después del frente —decían.

2 Corcel fabuloso.

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Lo curioso era, sin embargo, que pese a este ensi-mismamiento constante, Daniar trabajaba con rapidez y precisión y, para quien no lo conociera, hubiese podido parecer un hombre comunicativo y abierto. ¿Le habría enseñado su penosa infancia huérfana a ocultar sus sentimientos y sus ideas educando en él esa reserva? Quizá fuera eso.

Los finos labios de Daniar, marcados por breves y profundas arrugas en las comisuras, estaban siempre oscuros; los ojos tenían una mirada plácida y triste, y únicamente las cejas ágiles e inquietas animaban su rostro enjuto, siempre cansino. A veces se le veía quedar absorto, como si escuchara algo imperceptible para los demás; entonces aleteaban sus cejas y en los ojos prendía un entusiasmo irrazonado. Luego le duraban mucho rato la sonrisa y la alegría interior. A nosotros todo aquello se nos antojaba extraño. Además, también tenía otras rarezas. Al terminar la jornada desenganchábamos los caballos y nos reuníamos en torno de una cabaña esperando a que la cocinera hiciese la cena. Daniar, en cambio, se subía al monte de vigía, y allí se estaba hasta que era de noche.

—¿Qué hará allá arriba? ¡Ni que lo hubieran puesto de centinela! —decíamos riendo.

Una vez, por curiosidad, subí detrás de Daniar al monte. A mi entender, no tenía nada de particular. Sumida en el crepúsculo morado, se extendía en torno la vasta estepa que llegaba hasta las montañas. Los campos oscurecidos, confusos, parecían diluirse lentamente en el silencio.

Daniar no hizo caso de mi llegada; estaba sentado rodeando una rodilla con los brazos, y tenía perdida a lo lejos la mirada, ausente, pero luminosa. Y volvió a darme la impresión de que escuchaba, suspenso, sonidos que no llegaban hasta mi oído. A veces quedaba absorto, con los ojos muy abiertos. Algo lo angustiaba, y yo esperaba verlo levantarse de un momento a otro y abrir su alma, pero no ante mí —a mí no me veía

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siquiera—, sino ante algo inmenso, inabarcable, que yo desconocía. Y poco después, al mirarlo, no lo reconocí: tenía un aspecto abatido y desmadejado, como si estuviera simplemente descansando después del trabajo.

Los prados de nuestro koljós están dispersos en la margen anegadiza del Kurkureu. Allí cerca desemboca el río de un desfiladero y echa a galopar por el valle, indómito y furioso. La época de la siega es la época de la crecida de los ríos de montaña. Por la tarde empezaba a subir el agua, turbia y espumosa. Hacia medianoche me despertaba el imponente estremecimiento del río. La noche azul, quietarse asomaba con sus estrellas a la cabaña. Un viento frío soplaba a bocanadas. La tierra dormía, y sólo el río rugiente daba la impresión de avanzar terrible sobre nosotros. Por la noche, aunque nos hallábamos a cierta distancia de la orilla, el agua parecía estar tan palpablemente cerca que me asaltaba un temor: ¿y si nos arrastra y se lleva la cabaña? Mis compañeros seguían entregados al profundo sueño del segador, pero yo no podía quedarme dormido, y salía de la cabaña.

En la margen del Kurkureu, la noche es hermosa y terrible. Los caballos maniatados ponen manchas oscuras aquí y allá en la pradera. Ahitos de pastar en la hierba perlada de rocío, ahora dormitan, alertas, resoplando a ratos. Y allí cerca, inclinando los húmedos sauces que azota, el Kurkureu asalta la orilla con un rumor sordo de piedras arrastradas. El río no enmudece y llena la noche de un ruido imponente, furioso. Da miedo. Es terrible.

En esas noches me acordaba siempre de Daniar. Solía dormir en algún montón de heno al lado mismo del río. ¿No le dará miedo? ¿Cómo no lo deja sordo el estruendo del río? ¿Dormirá o no? ¿Por qué pasará la noche solo al lado del río? ¿Qué placer encontrará en eso? Es un hombre extraño, de otro mundo. ¿Dónde estará ahora? Miro a un lado y otro, pero no se ve a nadie. Las orillas se alejan formando suaves ondulaciones,

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y en la oscuridad se divisa la cresta de las montañas. Allá arriba es el reino del silencio y de las estrellas.

Desde luego, era ya hora de que Daniar se hubiera hecho de amigos en el aíl. Pero continuaba solitario, como si no conociera la amistad ni la animadversión, la simpatía ni el odio. Y en el aíl, ya se sabe: resalta el dzihiguit que es capaz de valerse y de valer a los demás, de hacer el bien y, a veces, de causar daño; el que no les cede a los aksakales para ordenar un festín o un funeral. A esos, hasta los distinguen las mujeres.

Pero si una persona se mantiene apartada y no interviene en los asuntos cotidianos del aíl, como le sucedía a Daniar, ocurre que unos no advierten siquiera su presencia y otros dicen condescendientes:

—A nadie le hace bien ni mal. El pobre sale adelante como puede. Menos mal...

Un hombre así, por regla general, es objeto de burlas o de compasión. Y nosotros, los adolescentes, que siempre queríamos parecer mayores para alternar en plano de igualdad con los dzbiguits verdaderos, nos burlábamos constantemente de Daniar, si no delante de él, por lo menos entre nosotros. Nos burlábamos hasta de que se lavara él mismo la guerrera en el río. La lavaba y volvía a ponérsela todavía húmeda, porque no tenía más que una.

Sin embargo, cosa extraña, aunque Daniar parecía tan apacible e inofensivo, no nos atrevíamos a tratarlo de igual a igual. Y no porque fuese mayor que nosotros —tres o cuatro años de diferencia no significaban nada y a otros de su misma edad los tuteábamos sin miramientos—, ni tampoco porque fuera hosco o se diese importancia, cosa que a veces inspira algo parecido al respeto. No; es que su ensimismamiento ta-citurno y sombrío encerraba algo inaccesible, y esto

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nos contenía, aunque éramos capaces de burlarnos de cualquiera.

Quizá diera lugar a nuestra reserva un caso que me ocurrió a mí. Yo era un chico muy curioso, que muchas veces mareaba a la gente a fuerza de preguntas. Y tenía verdadera pasión por interrogar a los que habían estado en el frente. Cuando Daniar apareció en la pradera donde estábamos segando, me puse a buscar una ocasión para sonsacarle algo.

Una noche, después del trabajo, habíamos cenado y descansábamos tranquilamente en torno de la hoguera.

—Daniar, cuéntanos algo de la guerra antes de que vayamos a acostarnos —le pedí.

Daniar guardó silencio al principio, y hasta pareció ofendido. Estuvo un buen rato contemplando el fuego. Luego levantó la cabeza y nos miró a nosotros.

—¿De la guerra, dices? —exclamó, y como respondiendo a sus propios pensamientos, añadió sordamente—: No; más vale que no sepan nada de la guerra.

Luego dio media vuelta, tomó una brazada de ramas, la arrojó a la lumbre y se puso a avivar el fuego sin mirar a nadie.

Daniar no dijo nada más. Pero la breve frase que había pronunciado dejaba bien sentado que no es posible hablar de la guerra porque sí, que ese no puede ser nunca un relato para hacer tiempo hasta la hora de acostarse. La guerra ha impreso su huella sangrienta en lo más hondo del corazón humano y es doloroso hablar de ella. Yo sentía vergüenza de mí mismo. Y nunca volví a hacerle preguntas a Daniar acerca de la guerra.

Sin embargo, esto no fue lo único que le conquistó el respeto. Aquella velada se olvidó con la misma rapidez que se extinguió en el aíl el interés por el propio Daniar. Su retraimiento y su reserva causaban indiferencia o simplemente compasión.

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—Infeliz muchacho, ni siquiera tiene donde cobijarse —decían de él—. Y menos mal que lo sostiene el koljós. Si no, hubiera sido cosa de ponerse a pedir limosna... Es callado e inofensivo como un cordero.

La gente fue acostumbrándose poco a poco al extraño carácter de Daniar y luego dejaron de prestarle atención por completo. Y así debe ser seguramente: si una persona no se distingue de alguna manera, acaba por pasar inadvertida.

Al día siguiente, Daniar y yo llevamos los caballos a la era a primera hora. Dzhamiliá había llegado ya. Apenas nos vio desde lejos, gritó:

—¡Eh, kichime bala, trae acá mis caballos! ¿Dónde están mis colleras? —Y, lo mismo que si hubiera estado toda su vida dedicada a ese trabajo, se puso a inspeccionar los carros atentamente, probando con el pie si estaban bien encajados los cubos, de las ruedas.

Cuando Daniar y yo nos acercamos, nuestro aspecto le causó risa. Las largas y delgadas piernas de Daniar nadaban en unas botas altas, de anchísima caña, que parecían dispuestas a escapársele de un momento a otro. Y yo arreaba el caballo con los talones desnudos, como cuero curtido.

—¡Qué pareja! —exclamó Dzhamiliá con un alegre movimiento de cabeza, y al instante se puso a darnos órdenes—: ¡Vamos, vamos, apúrense para que crucemos la estepa antes de que apriete el calor!

Agarró los caballos por la brida, los condujo con mano segura hacia el carro y se puso a engancharlos. Y los enganchó ella sola, preguntándome una vez únicamente cómo debía colocar las riendas. A Daniar no le hacía el menor caso, lo mismo que si no hubiera estado allí.

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La decisión y la retadora seguridad de Dzhamiliá parecieron sorprender a Daniar. La mirada, hostil, y al mismo tiempo íntimamente entusiasmado, apretando los labios con aire ausente. Cuando levantó de la balanza un saco lleno de grano para llevarlo al carro, Dzhamiliá arremetió contra él:

—¿Es que vamos a trabajar sin ayudarnos? ¡Eh, amigo, así no vale! Trae acá la mano. ¡Tú, kichine bala! ¿Qué esperas? Sube al carro para colocar los sacos.

Dzhamiliá misma tomó la mano de Daniar, y cuando levantaron juntos un saco sobre las manos cruzadas, el pobre muchacho se sonrojó cohibido. Luego, cada vez que traían un saco con las manos firmemente entrelazadas y las cabezas casi juntas, veía yo la violencia que le costaba a Daniar, cómo se mordía los labios y procuraba no mirar a la cara a Dzhamiliá. Ella, en cambio, no parecía advertir siquiera la presencia de su compañero y le gastaba bromas a la encargada de pesar. Cuando estuvieron cargados los carros y empuñamos las riendas, Dzhamiliá dijo riendo, con un guiño picaresco:

—¡Eh, tú, Daniar, o como te llames! Abre la marcha ya, que eres un hombre al fin y al cabo.

Siempre callado, Daniar se apresuró a poner en marcha el carro. «¡Desgraciado, si además eres tímido!», pensé yo.

Nos aguardaba un largo recorrido de unos veinte kilómetros a través de la estepa y luego por un desfiladero para llegar a la estación. Una cosa había buena: desde que partíamos de la era hasta nuestro lugar de destino, el camino iba todo el tiempo cuesta abajo, de manera que no se cansaban mucho los caballos.

Nuestro aíl de Kurkureu se extiende al borde del río, en la falda de las Montañas Grandes, y no se le pierde de vista, envuelto en las copas oscuras de los árboles, hasta que se penetra en el desfiladero.

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En un día sólo nos daba tiempo de hacer un viaje. Salíamos por la mañana temprano y llegábamos a la estación pasado el mediodía.

Hacía un sol implacable, y en la estación había unas apreturas tremendas: carretas y carros llenos de sacos venidos de todo el valle, asnos y bueyes de los lejanos koljoses montañeses. Los conducían chiquillos o mujeres de soldados, bronceados por el sol, con la ropa desteñida, los pies descalzos heridos por las piedras y los labios agrietados del calor y del polvo.

En el portón del lugar de acopio de grano hay un cartel con estas palabras: «¡Hasta la última espiga para el frente!» En el patio todo es ajetreo, empujones y gritos de los carreros. Allí al lado, detrás de una tapia baja, maniobra una locomotora que despide olor a carbonilla entre espesos remolinos de vapor. Los trenes pasan con un rugido ensordecedor. Abriendo sus fauces babosas, gritan rabiosa y desesperadamente los camellos, que no quieren levantarse del suelo.

En el punto de acopio se alzan montañas de grano bajo el tejado de chapa, recalentado por el sol. Hay que subir los sacos por una escala de tablas casi hasta el techo. El polvo y el olor del grano caliente cortan la respiración.

—¡Eh, tú, muchacho, a ver lo que haces! —grita desde abajo el encargado de recibir el grano, con los ojos irritados por el insomnio—. ¡Sube más, arriba del todo! —añade mostrando el puño en señal de amenaza, y suelta un juramento.

¿Por qué hará eso? Demasiado sabemos a dónde hay que subir los sacos. Y los subimos. Si nosotros traemos este grano sobre nuestros hombros desde el campo donde lo han cultivado y lo han recogido grano a grano mujeres, ancianos y niños, donde ahora, en el momento más intenso de las labores, el mecánico se empeña en hacer marchar la cosechadora combinada que ya está inservible hace tiempo, donde las

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espaldas de las mujeres se hallan eternamente inclinadas sobre las hoces al rojo blanco, donde pequeñas manos pueriles van recogiendo con afán cada espiga caída.

Todavía me parece sentir el peso de los sacos que cargaba sobre los hombros. Ese es un trabajo para hombres fuertes. Haciendo equilibrio, subía por las tablas crujientes y elásticas, apretando con los dientes cuanto podía el pico del saco para retenerlo, para que no se me escapara. El polvo me escocía en la garganta, el peso me oprimía las costillas, y unos círculos luminosos me bailaban ante los ojos. Cuántas veces, agotadas las fuerzas a mitad de camino, notando que el saco se deslizaba incontenible de mi espalda, sentí deseos de arrojarlo y dejarme caer con él hacia abajo. Pero detrás de mí subía más gente. También llevaban bolsas. Eran muchachos de mi edad o mujeres de soldados, con hijos como yo. De no ser por la guerra, ¿cómo les iban a permitir cargar con aquel peso? No, yo no tenía derecho a rendirme cuando las mujeres estaban haciendo el mismo trabajo.

Delante de mí sube Dzhamiliá, con el vestido remangado por encima de las rodillas, y veo cómo se tensan los recios músculos de sus lindas piernas morenas; veo el esfuerzo con que sostiene su cuerpo ágil, que cede elásticamente bajo la bolsa. A veces se detiene Dzhamiliá, como si notara que yo me debilito a cada paso.

—¡Aguanta, kichine bala, que ya queda poco! Y ella pronuncia esas palabras con voz apagada y sorda.

Cuando descendíamos, después de vaciar los sacos, nos cruzábamos con Daniar. Subía cojeando ligeramente, con paso recio y rítmico, solitario y taciturno como siempre. Al llegar a nuestra altura, Daniar envolvía a Dzhamiliá en mirada sombría y ardiente mientras ella, enderezando la espalda fatigada, sacudía las arrugas del vestido. Todas las veces la miraba de la

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misma manera, como si la viera por primera vez, pero Dzhamiliá ni reparaba en él.

Era ya una costumbre: Dzhamiliá se reía de él o no le hacía el menor caso. Dependía del humor que tuviera. Por ejemplo, me gritaba de pronto: «¡Aprieta el paso!» y, arreando a los caballos y agitando el látigo sobre su cabeza, los lanzaba al galope. Yo la seguía. Nos adelantábamos a Daniar, dejándolo envuelto por mucho rato en densas nubes de polvo. Aunque era una broma, no todo el mundo la hubiera soportado. Daniar, en cambio, no parecía ofenderse. Pasábamos por delante de él a la carrera, y él contemplaba con sombría admiración a Dzhamiliá, que reía a carcajadas, de pie en el carro. Yo volvía la cabeza. Daniar continuaba mirándola incluso a través del polvo. En su mirada había algo bondadoso que todo lo perdonaba; pero yo adivinaba además en ella una nostalgia acendrada y oculta.

Ni la burla ni la total indiferencia de Dzhamiliá habían sacado una sola vez de quicio a Daniar. Parecía haberse jurado soportarlo todo. Al principio me daba lástima de él y varias veces le dije a Dzhamiliá:

—¿Por qué te ríes así de él, dzhene? ¡Es un muchacho tan inofensivo!

—¡Bah! —contestaba Dzhamiliá riendo despreocu-padamente—. Si lo hago en broma. No te apures que no le pasa nada.

Luego, también yo empecé a gastarle bromas y a burlarme de Daniar tanto como Dzhamiliá. Comenzaban a desasosegarme sus extrañas miradas intensas. ¡Con qué ojos la contemplaba cuando se echaba un saco a la espalda! Y es que, en efecto, Dzhamiliá atraía las miradas en aquella barahúnda, en aquellas apreturas del patio semejante a un mercado, entre la gente ronca: sus ademanes eran ligeros y precisos y su andar liviano entre aquel desconcierto.

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No se podía dejar de admirarla. Para tomar un saco puesto sobre el borde del carro, Dzhamiliá se estiraba en un escorzo, adelantaba un hombro y echaba la cabeza hacia atrás, descubriendo el lindo cuello y arrastrando casi por el suelo las trenzas quemadas por el sol. Como el que no quiere la cosa, Daniar se detenía un instante y luego la seguía con la mirada hasta la puerta. Pensaría sin duda que lo hacía de manera inad-vertida, pero yo me daba cuenta de todo, y aquello empezaba a molestarme, a herir mis sentimientos, porque lo que yo no podía de ninguna manera era considerar a Daniar digno de Dzhamiliá.

«¡Pero si se la come con los ojos! ¡Y no digamos los demás!», pensaba, indignado con todo mi ser. Y el egoísmo pueril del que no me había desprendido todavía, hablaba en mí con más fuego que los celos. Los niños celan siempre a sus familiares respecto de los demás. Y en lugar de sentir compasión de Daniar, experimentaba por él tal sentimiento de animadversión que me alegraba cuando era objeto de burlas.

Sin embargo, nuestras travesuras terminaron una vez de manera muy lamentable. Entre los sacos que utilizábamos para acarrear el grano había uno enorme hecho de lienzo de lana. Generalmente lo cargábamos entre dos porque era demasiado pesado para uno solo. Pero una vez quisimos gastarle una broma a Daniar. Cargamos aquel enorme saco en su carro y lo recubrimos con otros. Por el camino, Dzhamiliá y yo entramos en un huerto de una aldea rusa, cortamos una buena cantidad de manzanas y nos pasamos todo el camino riendo: Dzhamiliá no hacía más que tirarle manzanas a Daniar. Luego, como de costumbre, nos adelantamos a él, levantando una nube de polvo. Nos dio alcance ya fuera del desfiladero, junto al paso a nivel, que estaba cerrado. Desde allí fuimos ya juntos hasta la estación, y no sé cómo llegamos a olvidarnos por completo de aquel desdichado saco hasta que terminábamos ya la descarga.

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Dzhamiliá me dio un codazo, señalando a Daníar con un movimiento de cabeza. De pie en el carro parecía preguntarse qué hacer con aquel saco enorme. Luego miró, y viendo que Dzhamiliá sofocaba la risa, se puso muy colorado: había comprendido de lo que se trataba.

—¡Sujétate los pantalones, no vayas a perderlos a mitad de camino! —le gritó Dzhamiliá.

Daniar nos lanzó una mirada rabiosa, y antes de que pudiéramos adivinar su intención, arrastró el saco por el fondo del carro, lo puso sobre el borde, saltó al suelo sujetándolo con una mano y echó a andar después de cargárselo a la espalda. Al principio hicimos como si eso no tuviera nada de particular. En cuanto a los demás, ¿quién iba a darse cuenta de nada? ¿Que iba con un saco al hombro? Pues como iban todos allí. Pero cuando Daniar se acercaba a la escala corrió Dzhamiliá hasta él.

—Deja ese saco, que ha sido una broma. —¡Fuera de aquí! —gritó Daniar, y empezó a subir por la

escala. —¡Míralo, puede con él! —dijo Dzhamiliá, como

disculpándose. No había dejado de reír, pero su risa se hacía artificial, como

forzada. Nos dimos cuenta de que Daniar iba inclinándose más del

lado de la pierna herida. ¿Cómo no habíamos pensado en eso? Hoy, no puedo aún perdonarme esta broma estúpida. Porque fui yo quien la ideó.

—¡Vuelve para atrás! —gritó Dzhamiliá en medio de su risa extraña.

Pero Daniar no podía ya retroceder porque lo seguía mucha gente.

No recuerdo con exactitud lo que ocurrió luego. Veía a Daniar, inclinado bajo el enorme saco, con la cabeza caída, mordiéndose los labios. Avanzaba lentamente, adelantando con

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cuidado la pierna herida. Cada paso debía causarle un dolor muy fuerte, porque sacudía la cabeza y se paraba un instante. Cuanto más subía, más vacilaba de un lado a otro. La bolsa le hacía perder el equilibrio. En cuanto a mí, eran tales mi terror y mi vergüenza, que notaba la garganta seca. Sobrecogido de espanto, experimentaba en todo mi ser el peso de su carga y el dolor insoportable de su pierna herida. Otra vez osciló, sacudió la cabeza, y yo noté que todo a mi alrededor empezaba a dar vueltas, oscurecido, y que la tierra se aflojaba bajo mis pies.

Volví de aquella especie de desfallecimiento porque alguien me apretaba el brazo con tanta fuerza que crujían los huesos. Me costó trabajo reconocer a Dzhamiliá. Estaba blanca como la cera, con unas pupilas inmensas en los ojos muy abiertos y los labios estremecidos todavía por la risa reciente. No sólo nosotros: todos los que estaban allí, incluso el encargado del lugar de acopio, corrimos hacia el pie de la escala. Da-niar dio dos pasos más, quiso acomodar el saco sobre su espalda y empezó a desfallecer lentamente: su rodilla aflojaba. Dzhamiliá se cubrió el rostro con las manos:

—¡Tira el saco! ¡Tíralo! —gritó. Sin embargo, no sé por qué, Daniar no arrojaba el saco,

aunque hubiera podido tirarlo a un lado de la escala sin temor a aplastar a los que le seguían. Al escuchar la voz de Dzhamiliá hizo un brusco esfuerzo, enderezó la pierna, dio otro paso y volvió a vacilar.

—¡Pero tíralo, maldito! —rugió el encargado. —¡Tíralo! —gritaba la gente.

Daniar aguantó también aquella vez. —¡No lo tirará! —murmuró alguien con tono seguro. Y me parece que todos —tanto los que subían por la escala

como los que estábamos abajo— comprendimos que no arrojaría el saco si no se desplomaba junto con él. Reinaba un

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silencio mortal. Fuera, una locomotora lanzó un silbido entrecortado.

Vacilante, como ensordecido, Daniar seguía trepando por las tablas elásticas de la escala hacia el tejado de chapa recalentada. A cada dos pasos se detenía, perdido el equilibrio, pero recobraba fuerzas y seguía adelante. Los que iban detrás procuraban amoldarse a su marcha y también se detenían. Estas paradas extenuaban a la gente, que perdía fuerzas, pero-nadie se indignaba ni lo insultó. Como sujeta por una cuerda invisible, la gente iba con su carga como por un sendero peligroso y resbaladizo donde la vida de cada uno depende de la vida de los demás. Su tácita conformidad y su balanceo monótono tenían un mismo» ritmo angustioso. Un paso, otro paso detrás de Daniar, otro paso más. ¡Con qué compasión, con qué aire de súplica lo miraba la mujer que lo seguía apretando los dientes! También a ella le fallaban las piernas y, sin embargo, rezaba por él.

Ya faltaba poco, pronto terminaría el plano inclinado de la escala. Pero Daniar volvió a vacilar: la pierna herida no le obedecía ya. Si no soltaba el saco, podía desplomarse de un momento a otro.

—¡Corre! ¡Sujétalo! —me gritó Dzhamiliá, mientras adelantaba los brazos desconcertada, como si hubiera podido ayudar así a Daniar.

Me lancé por la escala arriba. Deslizándome entre la gente y los sacos, llegué corriendo hasta Daniar. Me miró por debajo del codo. En su frente sudorosa, ensombrecida, se veían las venas hinchadas. Los ojos, inyectados en sangre, me abrasaron con su mirada de ira. Quise sujetar el saco.

—¡Fuera! —profirió Daniar con un ronquido terrible, y siguió avanzando.

Cuando descendió Daniar, acentuada la cojera y entrecortada la respiración, sus brazos pendían flácidos. Todos le abrieron

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paso en silencio, pero el encargado del acopio le gritó sin poderse contener:

—¿Te has vuelto loco, muchacho? ¿O no iba yo a dejarte que lo vaciaras abajo? ¡Ni que fuera un salvaje! ¿Para qué cargas con sacos así?

—Eso es cosa mía —contestó Daniar a media voz. Escupió hacia un lado y se dirigió a su carro. En cuanto a

nosotros, no nos atrevíamos ni a levantar los ojos. Nos daba vergüenza y rabia que Daniar hubiese tomado tan a pecho nuestra absurda broma.

Por la noche hicimos el camino de vuelta en silencio. Para Daniar era cosa natural, de manera que no hubiéramos podido decir si estaba enojado con nosotros o si lo había olvidado ya todo. Pero a nosotros nos remordía la conciencia, íbamos pesarosos.

A la mañana siguiente, cuando cargábamos los carros en la era, Dzhamiliá agarró el famoso saco, puso un pie en el borde y tiró del otro, desgarrándolo ruidosamente.

—¡Toma tu arpillera! —exclamó arrojando el saco a los pies de la encargada del peso, toda sorprendida—. Y le dices al jefe del equipo que no se le ocurra darnos otro igual.

—¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre? —¡Nada! Daniar no dio ninguna prueba del agravio en todo «el día

siguiente. Tenía su aire equilibrado y taciturno de siempre, y sólo cojeaba más que de costumbre, sobre todo cuando llevaba los sacos a cuestas. Se había irritado mucho su herida el día anterior. Y eso nos recordaba constantemente nuestra culpa. De todas maneras, si hubiera reído, si hubiera gastado alguna bro-ma, nos hubiésemos sentido aliviados: nuestro enojo habría terminado allí.

Dzhamiliá también procuraba comportarse como si no hubiese ocurrido nada de particular. A pesar de su aire altivo,

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a pesar de su risa, la noté desazonada durante todo el día. Volvíamos de la estación ya de noche. Daniar iba delante.

Era una noche magnífica. ¿Quién no conoce esas noches de agosto, con sus estrellas tan brillantes, lejanas y al mismo tiempo tan próximas? Cada una se distingue. Una, por ejemplo, con los bordes como escarchados, rodeada por el parpadeo de sus breves rayos fríos, escudriña la tierra con ingenuo asombro desde el cielo oscuro. Mientras fuimos por el desfiladero estuve contemplándola largamente. Los caballos trotaban animosamente, a la querencia del pueblo, y la grava crujía bajo las ruedas. El viento traía de la estepa el amargo polen del ajenjo en flor, el aroma apenas perceptible de la mies madura, y todo, mezclado al olor de la brea y de los arreos sudorosos de los caballos, causaba un ligero mareo.

A un lado del camino se alzaban rocas envueltas en sombras, algunos rosales silvestres, y al otro, muy abajo, corría atropelladamente el incansable Kurkureu, entre sauces y olmos. De vez en cuando, detrás de nosotros, cruzaban los trenes el puente con un estrépito que iba de un confín al otro de los campos y, al alejarse, dejaba mucho tiempo en el aire el traqueteo de las ruedas.

Era un placer caminar con el aire fresco, ver las grupas ondulantes de los caballos, escuchar los rumores de la noche de agosto y aspirar sus emanaciones. Dzhamiliá iba delante de mí. Había abandonado las riendas y miraba a los lados, cantando a media voz. Yo comprendía que le pesaba nuestro silencio. En una noche así no es posible callar. ¡En una noche así, hay que cantar!

Y Dzhamiliá se puso a cantar. Quizá lo hiciera también deseosa de devolver su anterior espontaneidad a nuestras

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relaciones con Daniar, deseosa de ahuyentar el sentimiento de su culpa ante él. Tenía una voz sonora, briosa, y solía cantar tonadas del país como Te despediré con mi pañuelo de seda o Mi amor se ha ido muy lejos. Conocía muchas, y las cantaba tan sencilla y agradablemente, que daba gusto oírla. Pero de pronto se interrumpió y gritó a Daniar:

—Oye, Daniar, ¿por qué no cantas algo? ¿Eres un dziguit o no...?

—Canta tú, Dzhamiliá, canta —replicó confuso Daniar, reteniendo los caballos—. Estoy escuchando con todos mis oídos.

—¿Te has creído que nosotros no tenemos oídos? En fin, si no quieres, no cantes —concluyó Dzhamiliá, y volvió a cantar.

¿Por qué le pediría a Daniar que cantara? ¿Sería por un capricho o para hacerle hablar? Lo más probable era que quisiera sacarlo de su mutismo, porque, al poco rato, volvió a gritar:

—¿Tú has tenido algún amor, Daniar? —y se echó a reír. Daniar no contestó. Dzhamiliá también guardó silencio. «¡Hace falta tener humor para pedirle a Daniar que cante!»,

pensé yo con ironía. Al llegar al río que cruzaba el camino, los caballos aflojaron

el paso, haciendo resonar sus cascos sobre las húmedas piedras plateadas. Cuando pasamos el vado, Daniar arreó a sus caballos y se puso a cantar de pronto con voz sorda, entrecortada en los baches:

¡Montañas blancas y azules, montañas mías! ¡Tierra de mis abuelos y de mis padres!

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Se interrumpió súbitamente, carraspeó, pero cantó ya la estrofa siguiente con una voz de pecho, profunda, aunque algo ronca:

¡Montañas blancas y azules, montañas mías! Cuna de mi infancia...

Aquí volvió a interrumpirse, como asustado de algo, y enmudeció.

Comprendí perfectamente su confusión. Sin embargo, en ese cantar tímido y entrecortado palpitaba cierta emoción extraordinaria. Además, debía de tener buena voz. Parecía mentira que fuese Daniar. Y hasta Dzhamiliá exclamó:

—¿Qué estabas esperando? ¡Canta, vamos, pero bien cantado!

Delante de nosotros se divisaba cierta claridad: la desembocadura del desfiladero en el valle. La brisa soplaba de allí. Daniar volvió a cantar. Comenzó con la misma timidez y la misma inseguridad; pero su voz cobró poco a poco fuerza, llenó el desfiladero y despertó el eco de las rocas lejanas.

Lo que más me sorprendió fue la pasión y el fuego que saturaban la melodía. Yo no sabía que nombre darle, ni tampoco si se trataba solamente de la voz o de alguna otra cosa más importante, que sale del alma, algo capaz de despertar los pensamientos más recónditos.

¡Si pudiera reproducir la canción de Daniar, aunque fuera aproximadamente! Apenas había palabras en ella; pero, aun sin palabras, descubría una gran alma humana. Nunca he vuelto a escuchar una canción semejante: no se parecía a las melodías kirguisas ni a las kazajas, aunque tenía de unas y de otras. La música de Daniar había recogido las mejores melodías de esos dos pueblos, uniéndolas de manera original en una canción inimitable. Era la canción de las montañas y de las estepas, que tan pronto remontaba el vuelo sonoramente, semejante

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a las montañas kirguisas, como se extendía en amplitud, igual que las estepas kazajas.

Yo escuchaba y no volvía de mi asombro: «¿Es Daniar? ¡Quién lo hubiera dicho!»

Caminábamos ya a través de la estepa por el blanco camino apisonado, y el canto de Daniar cobraba ahora amplitud, nuevas y nuevas melodías se sucedían con prodigiosa agilidad. ¿De dónde habría sacado ese tesoro? ¿Qué le habría sucedido? ¡Era como si hubiese estado esperando su día, su hora!

Y comprendí de pronto esas rarezas suyas que chocaban a la gente y la hacían burlarse: su naturaleza soñadora, su amor a la soledad y su carácter taciturno. Comprendí por qué se pasaba las veladas en el monte de vigía y por qué se quedaba solo por la noche junto al río; por qué prestaba siempre oído a ciertos rumores imperceptibles para los demás y por qué se le encendían de pronto los ojos y aleteaban sus cejas siempre con-traídas. Era un hombre profundamente enamorado. Pero yo notaba que no estaba enamorado simplemente de otra persona; era un amor distinto, inmenso, el amor a la vida, a la tierra. Guardaba su amor dentro de sí mismo, en su música, y vivía inspirado por él. Una persona indiferente no habría podido cantar así por muy hermosa voz que tuviera.

Cuando parecía extinguirse la última nota de la canción, un nuevo aleteo poderoso despertaba la estepa dormida, que escuchaba agradecida al cantor, acariciada por su entrañable melodía. Las mieses maduras, azuladas, que esperaban la siega, ondulaban en vasta marejada, y unas manchas de claridad corrían por el campo, anunciando el amanecer. Junto al molino hacía susurrar sus hojas la imponente multitud de los viejos sauces; del otro lado del río se consumían las hogueras de los campamentos de segadores y alguien galopaba sin ruido, como una sombra, por lo alto de la orilla hacia el aíl,

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desapareciendo unas veces en los jardines y resurgiendo otras. El viento traía desde allí el aroma de las manzanas, el meloso efluvio del maíz florecido y el cálido olor de los adobes de estiércol puestos a secar.

Daniar cantó largamente, ajeno a todo. Sobrecogida, la noche estival lo escuchaba con deleite. Hasta los caballos marchaban al paso, como temerosos de romper aquel encanto.

Mas, súbitamente, al llegar a la nota más aguda y sonora, Daniar interrumpió la canción y lanzó los caballos al galope, animándolos con la voz. Yo pensaba que Dzhamiliá correría tras él y me disponía también a seguirla, pero no hizo ni un movimiento. Siguió quieta, con la cabeza inclinada sobre el hombro, como si escuchara aún flotar las notas en el aire. Daniar se alejó, y nosotros no pronunciamos ni una palabra hasta el aíl. Además, ¿hacía falta hablar? Porque no siempre puede decirse todo con palabras...

Desde aquel día, algo pareció haber cambiado en nuestra vida. Yo esperaba ahora alguna cosa buena, ansiada. Por la mañana cargábamos los carros en la era, luego llegábamos a la estación y estábamos deseando marcharnos cuanto antes para escuchar las canciones de Daniar en el camino de vuelta. Su voz había penetrado en mí, me perseguía a cada paso; con ella en los oídos corría por las mañanas a través de la alfalfa húmeda de rocío hacia los caballos y el sol; riendo, salía a mi encuentro por encima de las montañas. Yo oía aquella voz en el suave susurro de la lluvia dorada del trigo arrojado al aire por los viejos aventadores y en el vuelo deslizado de algún halcón solitario que giraba sobre la estepa; en todo lo que veía y escuchaba me parecía oír la música de Daniar.

Y a la noche, cuando pasábamos por el desfiladero, tenía la impresión de haberme trasladado a otro mundo. Escuchaba a Daniar entornando los ojos, y veía alzarse ante mí cuadros

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familiares de mi infancia, prodigiosamente conocidos: allá en lo alto, sobre las chozas, comenzaba el trashumante desfile primaveral de unas nubes delicadas de color azul grisáceo; entre ruidos de cascos y relinchos galopaban las yeguadas ha-cia los pastos estivales por la tierra retumbante, y los potros con las crines al aire y un salvaje fuego negro en los ojos, se adelantaban a sus madres, altivos y embravecidos; los rebaños de ovejas se desplegaban sobre los montes como una quieta avalancha; una cascada caía por las rocas, deslumbrando con la blancura de su espuma rizada; detrás del río, de la estepa, des-cendía blandamente el sol entre las matas de estípite y un lejano jinete solitario parecía galopar tras él por la cenefa ígnea del horizonte y, cuando ya casi lo tocaba, se sumergía también en la maleza y las tinieblas...

Al otro lado del río, la estepa kazaja se extiende, austera y desierta, rechazando a un lado y otro nuestras montañas.

Pero aquel memorable verano en que estalló la guerra se encendieron fuegos en la estepa, envuelta en el polvo ardoroso que levantaban los rebaños de caballos guerreros, y partieron jinetes en todas las direcciones. Recuerdo todavía la voz gutural del pastor kazajo, que galopaba, gritando desde la otra orilla:

—¡A caballo, kirguises, que ha llegado el enemigo! —Y continuó su camino, entre los remolinos de polvo y el espejismo producido por el sol.

La estepa puso a todos en pie y nuestros primeros regimientos de caballería emprendieron la marcha por los montes y los valles con un rumor riguroso y solemne. Tintineaban millares de estribos. Millares de dzhiguits tenían los ojos en la estepa. Delante ondeaban las banderas rojas y detrás, sobre el polvo que levantaban los cascos, extendíase por la tierra el patético lamento de las mujeres

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y las madres: «¡Que la estepa los ampare, que los ampare el espíritu de nuestro paladín Manas!»

Por donde había marchado la gente a la guerra quedaban dolorosos senderos...

Ahora descubría Daniar ante mí todo este mundo de belleza terrenal y de inquietudes, con su canción. ¿Dónde habrá aprendido todo aquello, a quién lo habría escuchado? Yo comprendía que únicamente podía amar así su tierra quien hubiera sentido por ella nostalgia durante largos años, quien hubiera sustentado este amor en el sufrimiento. Cuando Daniar cantaba, lo veía yo a él, de pequeño vagando por los caminos esteparios. ¿Habría nacido entonces dentro de su alma esa canción de la patria? ¿O habría nacido mientras cruzaba por el fuego de la guerra?

Al escuchar a Daniar sentía yo el deseo de caer de bruces sobre la tierra y abrazarla estrechamente, filialmente, sólo por el hecho de que un hombre pudiera amarla de aquella manera. Entonces sentí por primera vez que despertaba en mí algo nuevo, que yo no podía calificar todavía, pero que era insuperable: la imperiosa necesidad de expresarme; sí, eso es: no solamente de ver y sentir el mundo, sino también de llevar a los demás lo que había visto, mis pensamientos y mis sensaciones, de hablarles de la belleza de nuestra tierra con tanta inspiración como sabía hacerlo Daniar. Y yo quedaba suspenso de ignorado temor y alegría ante algo desconocido. Sin embargo, no comprendía aún que necesitaba empuñar los pinceles.

A mi me gustaba dibujar desde niño. Copiaba las láminas de los libros de texto, y los chicos me decían que quedaba «igualito». Los maestros me elogiaban también cuando llevaba dibujos para el periódico mural de la escuela. Pero luego estalló la guerra, mis hermanos se marcharon al frente, y yo abandoné la escuela para trabajar en el koljós como todos los

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chicos de mi edad. Olvidé las pinturas y los pinceles y no pensaba que volviese a acordarme de ellos. Pero las canciones de Daniar habían estremecido mi alma. Andaba como entre sueños y contemplaba el mundo con ojos admirados, como si lo viera por primera vez.

¡Y cómo había cambiado de pronto Dzhamiliá! Era igual que si no hubiera existido nunca la muchacha vivaracha, reidora y ocurrente que había sido antes. Una luminosa melancolía primaveral empañaba sus ojos apagados. Por el camino, siempre iba ensimismada. Una sonrisa confusa y soñadora flotaba sobre sus labios, traicionando la dulce alegría que le causaba algo maravilloso que sólo ella conocía. A veces, con un saco al hombro, se detenía embargada por una timidez in-comprensible como si corriera ante ella un impetuoso torrente y no supiera si cruzarlo o no. Rehuía a Daniar y evitaba mirarlo a los ojos.

Una vez, en la era, Dzhamiliá le dijo con una pena honda e impotente:

—Quítate la guerrera, que te la voy a lavar. Después de lavarla en el río, la extendió sobre la tierra para

que se secara, se sentó al lado y allí estuvo mucho rato: la estiraba cuidadosamente con las manos, observaba al trasluz los hombros gastados, sacudía la cabeza y otra vez se ponía a estirarla, suave y tristemente.

En todo ese tiempo, sólo una vez rió Dzhamiliá a carcajadas sonoras y contagiosas, con el brillo de antes en sus ojos. Se había acercado a la era, de pasada, en gracioso tropel, un grupo de mujeres jóvenes, muchachas y dzhiguits, soldados vueltos del frente, que trabajaban en hacinar la alfalfa.

—¡Eh, mujeres, basta ya de comerse solas el pan de trigo! Dennos a nosotros también, si no quieren que las echemos al río —dijeron los muchachos, amenazándolas en broma con las horquillas.

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—¡Ni que nos fuéramos a asustar de las horquillas! Para obsequiar a mis amigas, siempre encontraré algo. Pero ustedes, los hombres, búsquenlo donde quieran —replicó Dzhamiliá.

—¡Ah, sí! ¡Pues todas al agua! Y empezaron a luchar las muchachas y los chicos. Entre risas

y gritos se tiraban los unos a los otros al río. —¡Al agua con ellos, al agua! —gritaba Dzhamiliá, riendo

más que nadie, al mismo tiempo que huía rápida y ágil de los que la acometían.

Pero, cosa extraña, los muchachos no parecían ver más que a Dzhamiliá. Todos procuraban alcanzarla y abrazarla. Tres muchachos se apoderaron de ella al mismo tiempo y la suspendieron sobre el agua.

—¡Danos un beso, o te zambullimos! —¡A la una, a las dos...! Dzhamiliá se debatía, echaba la cabeza hacia atrás, y entre

carcajadas pedía auxilio a sus amigas. Pero las otras corrían por la orilla tratando de alcanzar los pañuelos caídos al río. Entre las risas de los dzhiguits, Dzhamiliá cayó al agua. Salió despeinada, con el pelo mojado, pero aún más bella que antes. El vestido de percal mojado se había pegado a su cuerpo, moldeando las firmes caderas redondas y el pecho virginal. Ella reía, sin darse cuenta de nada, y por su rostro enardecido corrían alegres hilitos de agua.

—¡Danos un beso! —insistían los muchachos. Dzhamiliá obedecía, pero iba a parar al agua de nuevo, y otra

vez salía riendo y echando hacia atrás con un movimiento de cabeza los pesados mechones de pelo mojado. Todos los que estaban en la era reían de ver el juego de los jóvenes. Los viejos aventadores habían abandonado sus palas y se enjugaban los ojos: las arrugas de sus rostros terrosos irradiaban alegría y juventud recobrada por un instante. También yo reía con

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toda mi alma, olvidando aquella vez mi celoso deber de alejar de Dzhamiliá a los dzhiguits.

El único que no reía era Daniar. Fijé los ojos en él por casualidad, y enmudecí. Estaba solo, en un extremo de la era, con las piernas muy abiertas. Me dio la impresión de que iba a echar a correr en un arranque para arrebatar a Dzhamiliá de manos de los dzhiguits. Clavaba en ella, sin parpadear, una mirada triste y arrobada donde se traslucía la alegría y el dolor. Efectivamente, la belleza de Dzhamiliá era su dicha y su amargura. Cuando los muchachos la estrechaban entre sus brazos obligándola a besarlos, Daniar agachaba la cabeza, hacía un movimiento como para marcharse, pero no se iba.

En esto, se fijó también en él Dzhamiliá. Cortó la risa en seco y bajó la mirada.

—¡Bueno, basta ya de juegos! —profirió de pronto, poniendo coto a la algarabía de los muchachos.

Alguno trató todavía de abrazarla. —¡Déjame! —Dzhamiliá rechazó al muchacho, levantó la

cabeza, lanzó de reojo una mirada culpable a Daniar y corrió a escurrir el vestido detrás de unos marrales.

Las relaciones que había entre ellos no me parecían muy claras aún, y confieso que me daba miedo pensar en ellas. Sin embargo, me contrariaba advertir que Dzhamiliá se ponía triste por rehuir ella misma a Da-miar. Hubiera preferido que se riese y se burlara de él como antes. Pero, al mismo tiempo, una alegría inexplicable me embargaba pensando en ellos cuando regresábamos por las noches al aíl y escuchábamos el canto de Daniar.

Por el desfiladero iba Dzhamiliá montada en el carro; pero, al llegar a la estepa, se apeaba y echaba a andar a pie. Yo la imitaba, porque era más agradable escuchar caminando. Al principio marchábamos cada uno al lado de nuestro carro; pero

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paso a paso, sin darnos cuenta, nos acercábamos a Daniar. Una fuerza desconocida nos empujaba hacia él. Hubiéramos querido distinguir en la oscuridad la expresión de su rostro y de sus ojos. Parecía mentira que fuese Daniar, tan taciturno y sombrío, quien cantaba.

Y todas las veces advertía yo que Dzhamiliá, conmovida y emocionada, adelantaba una mano hacia él. Pero Daniar no se daba cuenta. Miraba hacia arriba, a lo lejos, meciéndose de un lado a otro con la nuca apoyada en la palma de la mano, y Dzhamiliá dejaba caer la suya, sin hablar, sobre el borde del carro. Estremecida por aquel contacto retiraba bruscamente la mano y se detenía. Luego quedaba largo rato en medio del camino, abatida, asombrada, viendo alejarse a Daniar, hasta que reanudaba su marcha.

En ocasiones me parecía que un mismo sentimiento incomprensible nos agitaba a Dzhamiliá y a mí. Quizá hubiera estado mucho tiempo oculto en nuestras almas y le hubiese llegado la hora de salir a la luz.

Mientras trabajábamos, Dzhamiliá conseguía distraerse pero en nuestros escasos minutos de descanso, cuando algo nos retenía en la era, estaba disgustada. Rondaba alrededor de los aventadores, se ponía a ayudarles y, después de arrojar con fuerza unas cuantas paletas de trigo al aire, dejaba de pronto la pala y se apartaba hacia los almiares. Allí se sentaba a la som-bra y, lo mismo que si le hubiera tenido miedo a la soledad, me llamaba:

—¡Ven aquí conmigo, kichine bala! Yo esperaba siempre que me dijera algo importante, que me

explicara lo que la inquietaba. Pero ella no hablaba. Silenciosa, apoyaba mi cabeza sobre sus rodillas y, perdida la mirada a lo lejos, alborotaba mis cabellos ásperos y me acariciaba tiernamente la cara con dedos trémulos y febriles. Yo la miraba de abajo arriba, y en aquel rostro lleno de confusa inquietud y de nostalgia, me parecía reconocerme a mí mismo.

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Algo la angustiaba a ella también, algo que se había acumulado y cuajaba en su alma pidiendo salida. Y ella sentía temor. Quería y al mismo tiempo no quería confesarse que estaba enamorada, igual que yo deseaba y no deseaba que amara a Daniar. ¡Al fin y al cabo, era la nuera de mis padres, la mujer de mi hermano!

No obstante, estos pensamientos sólo pasaban fugazmente por mi imaginación. Yo los ahuyentaba. Para mí era entonces un verdadero deleite ver sus labios sensibles, puerilmente entreabiertos, y sus ojos empañados por las lágrimas. ¡Qué bella, qué hermosa estaba! ¡Qué luminosa inspiración y qué fuego respiraba su rostro! En aquella época yo veía todo esto, pero no lo comprendía. Es más, incluso ahora me pregunto con frecuencia si no será el amor una inspiración parecida a la inspiración del pintor o del poeta. Contemplando a Dzhamiliá sentía yo el deseo de huir a la estepa y preguntarle a gritos a la tierra y al cielo lo que debía hacer, preguntarle cómo sofocar dentro de mi ser aquel desasosiego incomprensible y aquella incomprensible alegría. Creo que una vez hallé la respuesta.

Volvíamos como siempre de la estación. Era ya noche cerrada. Las estrellas formaban enjambres en el cielo, la estepa iba adormeciéndose y sólo desgarraba el silencio la canción de Daniar, que vibraba y se extendía en la suave lejanía oscura. Dzhamiliá y yo lo seguíamos.

Pero, ¿qué le habría sucedido a Daniar? En su melodía se notaba tanta angustia dulce y sentida, tanta soledad, que las lágrimas subían a la garganta, de compasión por él.

Dzhamiliá caminaba con la cabeza gacha, agarrada firmemente al borde del carro. Y cuando la voz de Daniar comenzó a cobrar amplitud nuevamente, Dzhamiliá levantó la cabeza, subió al carro en marcha y se sentó junto a él.

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Así fue, petrificada, con los brazos cruzados sobre el pecho. Yo caminaba al lado, adelantándome un poco, y los veía de perfil. Daniar cantaba sin que pareciera advertir la presencia de Dzhamiliá. Vi que sus brazos caían sin fuerza y, acercándose más a Daniar, apoyó ligeramente la cabeza sobre su hombro. Su voz se estremeció sólo por un instante, como se estremece el caballo espoleado, y resonó con mayor fuerza. ¡Su canción era una canción de amor!

Yo estaba sobrecogido. La estepa iluminada, estremecida, parecía haber hecho retroceder a la oscuridad, y yo descubría a dos enamorados en aquella amplia estepa. Ellos no advertían mi presencia. Mientras caminaba, los veía mecerse al compás de la canción, ajenos a todo lo que ocurría en el mundo. Y no los reconocía. Era el Daniar de siempre, con su guerrera de soldada desabrochada, pero sus ojos parecían arder en la oscu-ridad. Y era mi Dzhamiliá la que iba estrechada contra él, quieta y tímida, con las pestañas brillantes de lágrimas. Aquellos eran seres nuevos, increíblemente dichosos. ¿No era una felicidad oír cantar a Daniar para Dzhamiliá, cantarle a ella, entregándole todo el inmenso amor a la tierra patria que había engendrada en él esa música inspirada?

Volvió a dominarme la incomprensible emoción que despertaba siempre en mí las canciones de Daniar. Y de pronto comprendí claramente lo que quería. Quería hacer un dibujo de ellos. Me asusté de mis propios pensamientos. Pero el deseo era más fuerte que el temor. Los pintaré felices, así como ahora, me decía. Pero, ¿seré capaz? El temor y la alegría me oprimían el corazón. Caminaba presa de una dulce embriaguez. También yo era feliz, porque aún ignoraba todas las dificultades que había de ofrecer en el porvenir este deseo audaz. Me decía que debía ver la tierra como la veía Daniar, relatar la canción de Daniar con el lenguaje de los colores: también yo pintaría las montañas,la estepa, las personas, la hierba, las nubes, los ríos.

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Incluso me pregunté entonces: «¿Y de dónde voy a sacar las pinturas? En la escuela no me la van a dar, porque les hacen falta a ellos.» Como si toda la dificultad hubiera consistido en encontrar las pinturas.

La canción de Daniar se interrumpió inesperadamente. Dzhamiliá lo había abrazado impetuosamente, pero enseguida se apartó de él, quedó quieta un instante, se echó a un lado y saltó del carro. Daniar tiró indeciso de las riendas, y los caballos se detuvieron. Dzhamiliá estaba de pie en el camino, vuelta de espaldas a él. Luego alzó bruscamente la cabeza, lo miró de costado y profirió sin poder apenas contener las lá-grimas.

—¿Qué me miras? —Hizo una pausa y añadió con dureza—: ¡No me mires, y sigue tu camino! ¿Y tú, qué haces como un tonto? —arremetió contra mí mientras se acercaba a su carro—¡Agarra esas riendas! ¡Buena me ha caído con ustedes!

«¿Qué le habrá pasado de pronto?», me preguntaba yo intrigado, al mismo tiempo que arreaba a los caballos. Aunque no costaba nada adivinarlo; sufría pensando que estaba casada, que su marido se encontraba en Sarátov, en un hospital. Pero yo no quería pensar absolutamente en nada. Estaba disgustado con ella y conmigo mismo, y quizá hubiera odiado a Dzha-miliá, de haber sabido que Daniar no volvería a cantar, que nunca escucharía ya su voz.

Un mortal cansancio quebrantaba mi cuerpo. Sentía el deseo de llegar cuanto antes al aíl y dejarme caer sobre la paja. En la obscuridad andulaban los grupos de los caballos al trote; el traqueteo del carro era insoportable; las riendas se escapaban de las manos.

Cuando llegamos a la era quité las colleras de los caballos de cualquier manera, las arrojé debajo del carro y me desplomé sobre un montón de paja. Aquella noche fue Daniar quien condujo los caballos hasta el prado.

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Sin embargo, a la mañana siguiente me desperté con una sensación de alegría en el alma. ¡Iba a pintar a Dzhamiliá y Daniar! Cerraba los ojos, y se me aparecían con toda precisión, tal como pensaba retratarlos. No tenía más que empuñar los pinceles, pensaba yo.

Fui presuroso hasta el río, me lavé y luego corrí hacia los caballos. La alfalfa húmeda y fría me fustigaba blandamente las piernas desnudas, me escocía en las plantas de los pies agrietados, pero yo me encontraba a gusto. En mi carrera, no dejaba de advertir lo que ocurría a mi alrededor. El sol ascendía detrás de las montañas y hacia él se izaba un girasol crecido por casualidad al borde de la acequia. Los amargones de blanca cabeza lo acosaban, pero él no cedía: arrebatándoselos a ellos con sus pétalos amarillos, capturaba los rayos matutinos para alimentar el recio y prieto redondel de semillas. Luego estaba el vado de la acequia, que los carros habían removido al pasar, donde el agua fluía por las rodadas. Más allá, una pequeña isla de fragante menta, que llegaba hasta la cintura. Yo corría por mi tierra natal y sobre mi cabeza se perseguían las golondrinas. ¡Si hubiera tenido pinturas para dibujar el sol matutino, y las montañas blancas y azules, y la alfalfa perlada de rocío, y el girasol solitario que crecía junto a la acequia...!

Cuando volví a la era, quedó apagada de pronto mi euforia. Vi a Dzhamiliá cejijunta y demacrada. No debía haber dormido aquella noche, porque unos círculos negros sombreaban sus ojos. No me sonrió ni me dirigió la palabra. Pero cuando apareció Orozmat, el jefe del equipo, se acercó a él y le dijo sin saludarlo:

—¡Ahí tiene usted su carro! Póngame a trabajar en lo que quiera, pero yo no vuelvo a la estación.—¿Qué es eso,

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Dzhamiliá? ¿Te ha picado algún tábano? —preguntó Orozmat sorprendido, sin maldad.

—¡Los tábanos los tienen los becerros debajo del rabo! ¡He dicho que no quiero ir, y se acabó!

La sonrisa huyó del rostro de Orozmat. —¡Quieras o no quieras, has de acarrear el grano! —replicó

pegando con la muleta en el suelo—. Si alguien te ha ofendido, dímelo y le parto la muleta en la nuca. Si no es eso, déjate de tonterías. El trigo que llevas es para los soldados, y para tu propio marido también —añadió y, volviéndole bruscamente la espalda, echó a andar a saltos, apoyado en su muleta.

Avergonzada, Dzhamiliá se ruborizó, exhaló un leve suspiro y miró hacia donde estaba Daniar, algo apartado, de espaldas a ella, dedicado a ajustar una collera. Había escuchado toda la conversación Dzhamiliá permaneció todavía unos instantes inmóvil, manoseando el látigo, y luego, como quien adopta una decisión extrema, se dirigió hacia el carro.

Aquel día volvimos antes que de costumbre. Daniar fue todo el camino arreando a los caballos. Dzhamiliá estaba sombría y taciturna. Y a mí me parecía mentira tener delante la estepa agostada y renegrida. ¡Si el día anterior era enteramente distinta! Como si hubiera oído hablar de él en una fábula, no se me iba de la imaginación el cuadro de dicha que había estre-mecido mi conciencia. Era igual que si hubiese descubierto un trozo de la vida, el más brillante. Me lo imaginaba en todos sus detalles, y este solo hecho me agitaba ya. No recobré la calma hasta que le sustraje a la encargada del peso una hoja de papel blanco fuerte. Con el corazón palpitante corrí a esconderme de-trás de un almiar y extendí el papel sobre una pulida pala de madera que les había quitado a los aventadores.

—¡Alá, voluntad de Alá! —murmuré, como en tiempos hiciera mi padre al montarme por primera vez en un caballo y posé el lápiz sobre el papel. Eran mis trazos primeros, inseguros.

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Pero cuando los rasgos de Daniar surgieron en el papel, me olvidé de todo. Me daba ya la impresión de que se había extendido sobre el papel aquella estepa nocturna de agosto, me daba la impresión de escuchar la canción de Daniar y de verlo con la cabeza echada hacia atrás y el pecho descubierto, y Dzhamiliá pegada a su hombro. Aquel era el primer dibujo que hacía por mi cuenta: el carro, Dzhamiliá y Daniar, las riendas abandonadas, las grupas de los caballos ondulantes en la oscuridad y luego la estepa y las estrellas lejanas.

Tan embelesado estaba en mi dibujo, que no advertía nada a mi alrededor, y sólo me recobré al escuchar una voz que decía, pegada a mí:

—¿Te has vuelto sordo? Era Dzhamiliá. Desconcertado, me ruboricé y no tuve tiempo

de ocultar el dibujo. —Los carros están cargados hace un montón de tiempo,

llevamos una hora llamándote a gritos, y tú como si tal cosa. ¿Qué estás haciendo...? ¿Y esto qué es? —Preguntó, y tomó el dibujo—. ¡Mira en lo que se entretiene! —Dzhamiliá se encogió de hombros, disgustada.

Yo hubiera querido que me tragase la tierra, Dzhamiliá contempló largamente el dibujo, luego levantó hacia mí sus ojos entristecidos, húmedos, y murmuró:

—Dámelo, kichine bala... Lo guardaré como recuerdo... —Y doblando la hoja en dos, se la guardó en el pecho.

Habíamos salido ya al camino sin que yo pudiera recobrarme. Todo aquello había ocurrido como en sueños. Me parecía mentira haber dibujado algo parecido a lo que había visto. Pero, allá en el fondo del alma, nacía un júbilo ingenuo, una sensación de orgullo, y los sueños me embriagaban, a cual más audaz y atractivo. Me proponía hacer multitud de cuadros, y no a lápiz, sino con pinturas. No me daba cuenta de que

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caminábamos muy aprisa. Era Daniar quien arreaba a sus caballos. Dzhamiliá no se quedaba atrás. Iba mirando a un lado, a otro, y a veces, algo hacía subir a sus labios una sonrisa tímida y conmovedora. También yo sonreía y pensaba: no está enojada ya conmigo y con Daniar, y si se lo pido, Daniar volverá a cantar hoy...

Aquel día llegamos a la estación mucho antes que de costumbre; pero los caballos estaban sudorosos. Sin perder un instante, Daniar se puso a descargar los sacos. Hubiera sido difícil decir qué apuro era el suyo ni lo que le ocurría. Cuando pasaba algún tren, se detenía para seguirlo con una larga mirada pensativa. Dzhamiliá miraba también hacia el mismo lado, como si tratara de adivinar sus pensamientos.

—Ven y ayúdame a arrancar esta herradura que se mueve —le dijo a Daniar.

Cuando Daniar volvió a erguirse, después de arrancar la herradura del casco sujeto entre las rodillas. Dzhamiliá murmuró mirándolo fijamente:

—¿Es que no comprendes las cosas...? ¡O no hay más mujer que yo...?

Daniar apartó los ojos sin decir nada. —¿Te has creído que yo no sufro? —suspiró Dzhamiliá, Las cejas de Daniar se enarcaron, contempló a Dzhamiliá

con cariño y dolor, replicó algo en voz tan baja que no llegó a mis oídos y luego se dirigió rápidamente hacia su carro, incluso satisfecho de algo, al parecer. Mientras iba andando, acariciaba la herradura. Yo lo observaba extrañado: ¿por qué razón lo habrían consolado las palabras de Dzhamiliá? Qué consuelo puede encontrar un hombre en que le digan con un profundo suspiro: «¿Te has creído que yo no sufro?»...

Habíamos terminado nuestra labor y nos disponíamos a marcharnos, cuando penetró en el patio un soldado

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herido,enjuto, con el capote arrugado y la mochila a la espalda. Pocos minutos antes se había detenido un tren en la estación. El soldado miró y gritó:

—¿Hay aquí alguien del aíl de Kurkureu? —¡Yo! —-contesté, pensando quién podría ser el soldado. —¿Y de qué familia eres, amigo? —El soldado iba a

dirigirse hacia mí, cuando vio a Dzhamiliá y sonrió, sorprendido y dichoso.

—¿Eres tú, Kerim? —exclamó Dzhamiliá. —¡Oh, Dzhamiliá, hermanita! —El soldado corrió hacia ella

y le estrechó una mano entre las suyas. Resultó que era un paisano de Dzhamiliá.

—¡Mira qué suerte! ¡Ni que me hubieran traído de la mano! —decía animadamente—. Me he separado hace poco de Sadik. Hemos estado juntos en el mismo hospital, y si Dios quiere, también vendrá él dentro de un mes o dos. Al despedirnos le dije: escribe una carta a tu mujer, y se la llevaré... Aquí la tienes, tal como me la dio. —El soldado presentó a Dzhamiliá una carta doblada en forma de triángulo.

Dzhamiliá tomó la carta. Primero se puso colorada, luego palideció y lanzó una temerosa mirada de soslayo hacia Daniar. Solitario junto a su carro, con las piernas abiertas como aquella vez en la era, posaba en Dzhamiliá unos ojos llenos de desesperación.

La gente acudió de todas partes; enseguida surgieron conocidos y parientes del soldado y llovieron las preguntas. Dzhamiliá no había podido siquiera darle las gracias por la carta, cuando el carro de Daniar pasó estrepitosamente junto a ella, salió del patio como una exhalación y se alejó por el camino, entre remolinos de polvo, rebotando en los baches.

—¡Ni que estuviera loco! —gritaron varias voces. El soldado estaba ya aparte, rodeado de un grupo de gente.

Dzhamiliá y yo continuábamos en el centro del patio

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viendo cómo se alejaban los remolinos de polvo. —Vámonos, dzhene —dije. —Vete tú, déjame sola —contestó Dzhamiliá tristemente. Fue la primera vez que volvimos al aíl por separado. El

bochorno abrasaba los labios resecos. La tierra calcinada, cubierta de grietas, recalentada hasta el rojo blanco durante el día, se enfriaba ahora, revistiéndose de un velo salado. Y, a través de aquel vaho blanquecino, el sol se estremecía en el poniente, blando y desvaído. Allá, en el horizonte difuso, iban acumulándose anaranjadas nubes de tormenta. De vez en cuando soplaba un viento cálido y seco que dejaba como una costra blanca sobre los hocicos de los caballos, agitaba sus crines y seguía campo adelante, estremeciendo las ramas de ajenjo en los montículos.

«¿Irá a llover?», pensé. ¡Qué desamparado me encontraba! ¡Qué inquietud me

acometía! Yo arreaba a los caballos, empeñados en marchar al paso. Avutardas de piernas altas y delgadas corrieron inquietas hacia un barranco. El viento barría por el camino hojas secas de bardana del desierto. Por allí no crecían: las había traído el viento de las estepas kazajas. Se puso el sol. No había ni un alma alrededor: solamente la estepa, agobiada del día tórrido.

Era ya de noche cuando llegué a la era. Ni un ruido, ni un soplo de viento. Llamé a Daniar

—Ha ido hacia el río —contestó el guarda—. Con este bochorno, todos se han marchado a sus casas. No soplando aire, no hay nada que hacer en la era.

Solté los caballos para que pastaran y fui hacia el río: conocía el lugar predilecto de Daniar, en lo alto de la orilla. Allí estaba, encorvado, con la cabeza apoyada en las rodillas, escuchando al río que bramaba abajo. Hubiera querido acercarme a él, abrazarlo y decirle alguna buena palabra. Pero, ¿qué podía decirle? Permanecí un rato a un lado y volví a la era.

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Luego, acostado sobre la paja, estuve mucho tiempo mirando al cielo oscurecido por las nubes y pensando: «¿Por qué será la vida tan incomprensible y complicada?»

Dzhamiliá no regresaba. ¿Dónde estaría? Aunque rendido de cansancio, yo no podía conciliar el sueño. Sobre las montañas, entre los nubarrones, se encendían lejanos relámpagos.

Cuando volvió Daniar, yo aún no dormía. Vagó un rato por la era, escrutando a cada instante el camino. Luego se tendió en la paja, detrás del almiar, no lejos de mí. «Ahora se marchará a cualquier sitio, no se quedará en el aíl. ¿Y dónde va a ir, solo, desamparado?» Ya entre sueños oí el lento traqueteo de un carro que se acercaba. Debía ser Dzhamiliá...

No sé el tiempo que llevaría dormido cuando unos pasos hicieron susurrar de pronto la paja junto a mi oído, y algo como un ala mojada acarició mi hombro. Abrí los ojos. Era Dzhamiliá. Volvía del río con el vestido húmedo. Dzhamiliá se detuvo, miró inquieta a un lado y otro y sentóse junto a Daniar.

—Daniar, he venido a ti, he venido yo sola —murmuró. No se escuchaba ni un ruido. Un relámpago se deslizó

silencioso por el cielo. —¿Te has disgustado? ¿Te has disgustado mucho? Volvió a reinar el silencio, y sólo un terrón de greda,

socavada por el agua, se desplomó en el río con blando chapoteo.

—¿Tengo yo la culpa? Tú tampoco... Un trueno estremeció las montañas a lo lejos. El perfil de

Dzhamiliá quedó iluminado por un relámpago. Miró a los lados y se estrechó contra Daniar. Un temblor convulsivo sacudía sus hombros bajo las manos de Daniar. Luego se tendió en la paja, junto a él.

Un viento ardoroso llegó de la estepa, levantó remolinos de paja, pegó, estremeciéndola, contra la choza montada en un extremo de la era, y echó a rodar como un trombo por el

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camino. Otra vez zigzaguearon los latigazos azules entre las nubes y un trueno restalló con seco estrépito en lo alto. Daba miedo y alegría: se aproximaba una tormenta, la última tormenta del verano.

—¿Cómo has podido pensar que lo preferiría a ti? —murmuró vehementemente Dzhamiliá—. ¡De ninguna manera! Él no me ha querido nunca. Hasta los recuerdos para mí, los mandaba al final de la carta. ¿A qué viene ahora con su amor tardío? ¡Que diga la gente lo que quiera! Amor mío, siempre tan solo... No permitiré que nadie te arranque de mí. Hace mucho tiempo que te quiero. Sin conocerte, te quería y te esperaba. Y viniste, como si supieras que yo te estaba esperando.

Claros relámpagos se sucedían, quebrándose, y se hundían en el río al pie del barranco. Gotas de agua, frías y oblicuas, empezaron a repiquetear sobre la paja.

—¡Dzhamiliá, amada mía, querida Dzhamaltái! —susurraba Daniar, dándole los más dulces nombres kazajos y kirguises—. También yo te quiero hace mucho tiempo. En las trincheras soñaba contigo. Sabía que mi amor estaba en mi tierra, que eras tú, mi Dzhamiliá.

—Vuelve la cara hacia mí, que quiero verte los ojos. La tormenta se desencadenó. Un trozo de fieltro arrancado de la choza aleteó, semejante a

un ave herida. Azotado abajo por el viento el aguacero caía a golpes impetuosos como si besara la tierra. Un trueno rodó en poderoso alud por todo el cielo, oblicuamente. Las chispas brillantes de las centellas encendían en las montañas un ramo primaveral de tulipanes. El viento rugía y se agitaba en el barranco.

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Caía la lluvia y yo notaba, sepultado en la paja, los latidos de mi corazón bajo la mano. Era feliz. Experimentaba la misma sensación que si contemplara el sol al salir a la calle por primera vez después de una enfermedad. La lluvia y el resplandor de los relámpagos llegaban hasta mí a través de la paja; pero me encontraba a gusto y sonreía al quedarme dormido, sin comprender si me acunaba el susurro de Daniar y Dzhamiliá o el rumor de la lluvia, más calmada, sobre la paja.

Ahora empezarían las lluvias, pronto llegaría el otoño. El aire se impregnaba ya del húmedo aroma otoñal del ajenjo y de la paja mojada. ¿Qué nos traería el otoño? No me paraba a pensar.

Aquel otoño volví a la escuela después de dos años de interrupción. Cuando terminaban las lecciones, me iba muchas veces al río, a la parte alta de la orilla donde había estado la era, abandonada y desierta ahora. Allí hice mis primeros bocetos con pinturas escolares. Yo notaba, con lo poco que entendía entonces, que no lograba todo lo que me proponía.

«¡Es que las pinturas son malas! ¡Si tuviera pinturas de verdad!», me decía, aunque no me imaginaba cómo eran.

Sólo al cabo de bastante tiempo logré ver pinturas de verdad, en tubitos metálicos.

Fueran como fuesen las pinturas, yo notaba que los maestros tenían razón: se necesitaba un aprendizaje. Pero marcharse a estudiar era un sueño irrealizable. Si no teníamos ninguna noticia de mis hermanos, ¿cómo iba a consentir mi madre que me marchase yo, el único, el «dzhiguit y el amparo de dos familias»? No me atrevía siquiera a hablar de ello. Y el otoño, como si fuera a propósito, parecía estar pidiendo que lo pintaran.

El Kurkureu, frío y menos caudaloso, dejaba al descubierto en los rápidos, piedras tapizadas de musgo de color verde oscuro

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y naranja. Las heladas tempranas daban un matiz rojizo a los sauces delicados, ya desnudos; pero los álamos conservaban todavía las hojas amarillas y recias.

Las chozas de los guardianes de las caballadas, oscurecidas por el humo, relavadas por las lluvias, negreaban en la margen, sobre la hierba amarilla, y olorosas nubecitas grises ascendían encima de ellas. Los finos potros relinchaban sonoramente; las yeguas se dispersaban, y hasta la primavera sería difícil ya retenerlas en las caballadas. El ganado había bajado de las montañas y ahora andaba en rebaños por las rastrojeras. Trochas abiertas por los cascos atravesaban en todas direcciones la estepa, a la que ponía un manto parduzco la vegetación agostada.

Pronto sopló el viento frío de la estepa, el cielo se tornó opaco, y comenzaron las lluvias frías, precursoras de la nieve. Un día más apacible que los otros fui hacia el río: me había llamado la atención, en un banco de arena, un serbal de montaña, rojo como una llamarada. Me instalé cerca del vado, entre unos sauces. Caía la tarde. Y de pronto descubrí a dos personas que, según todas las trazas, acababan de cruzar el vado. Eran Daniar y Dzhamiliá. No podía apartar los ojos de sus rostros, graves e inquietos. Daniar caminaba impetuosamente, con la mochila a la espalda. Los faldones de su capote abierto pegaban contra las cañas de las botas desgastadas. Dzhamiliá llevaba la cabeza envuelta en una toquita blanca, caída ahora sobre la nuca, un vestido de colores, el mejor que tenía y que gustaba ponerse para presumir en el mercado, y una chaqueta guateada de pana. De una de sus manos pendía un hatillo y con la otra se retenía a la correa de la mochila de Daniar. Iban hablando mientras caminaban.

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Habían echado a andar por un sendero que atravesaba un erial cubierto de estípite, y yo, indeciso, los seguía con la mirada.¿Llamarlos? Pero tenía la lengua como pegada al paladar.

Los últimos rayos purpúreos se deslizaron por una larga hilera de nubecitas grises a lo largo de las montañas, y enseguida comenzó a oscurecer. Sin volver la cabeza, Daniar y Dzhamiliá se dirigían hacia el apeadero. Sus cabezas se divisaron un par de veces entre las matas de estípite y luego dejaron de verse.

—¡Dzhamiliá! —¡A-a-a-a-! —replicó destempladamente el eco. —¡Dzhamiliá! —grité con todas mis fuerzas. Nubes de chispas frías me salpicaban la cara; tenía la ropa

empapada, pero seguía corriendo, sin mirar donde ponía los pies, hasta que de pronto tropecé con algo y me desplomé al suelo. Allí me quedé sin levantar la cabeza, mientras las lágrimas me inundaban el rostro. Era como si la oscuridad pesara sobre mis hombros. Los finos tallos de estípite susurraban, débil y tristemente.

—¡Dzhamiliá! ¡Dzhamiliá! —sollozaba, ahogado por las lágrimas.

Me separaba de los seres más queridos y entrañables. Y sólo entonces, tendido en el suelo, comprendí que amaba a Dzhamiliá.

Sí, aquel era mi amor primero, un amor todavía pueril. Estuve mucho rato tendido allí con el rostro hundido en el

codo húmedo. No me separaba solamente de Dzhamiliá y de Daniar, sino también de mi infancia.

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Cuando llegué a mi casa, casi a tientas, noté un gran ajetreo en el patio; se oía mido de estribos: alguien ensillaba caballos y Osmon, ebrio, haciendo encabritarse a su corcel, gritaba a voz en cuello:

—¡Hace tiempo que debíamos haber echado del aíl a ese perro vagabundo! ¡Qué vergüenza para todos! Como caigan en mis manos lo dejo en el sitio, aunque vaya luego a la cárcel. ¡Pero no consentiré que un pillo cualquiera se lleva a nuestras mujeres! ¡A caballo, muchachos, que no se nos escape! En la estación lo cazamos.

Yo me quedé sobrecogido: ¿adonde irían? Pero, en cuanto me convencí de que tiraban hacia la estación por el camino principal y no hacia el apeadero, me deslicé inadvertidamente en casa y me acosté, tapándome cabeza y todo con el capotón de pieles de mi padre para que nadie viese mis lágrimas.

¡Cuánto se habló de aquello en el aíl! Las mujeres condenaban a Dzhamiliá:

—¡Valiente estúpida! ¿A quién se le ocurre abandonar una familia como ésta, pisotear así su propia felicidad...?

—¿Qué le habrá gustado en él? —Algún día le pesara, pero ya será tarde. —¡Eso mismo, eso mismo! ¿No es un buen marido Sadik?

¿No es un hombre trabajador? ¿El primer dzhiguit del aíl! —¿Y la suegra? No le da Dios a todas una suegra como ella.

¿Dónde hay otra igual? Se ha buscado su perdición la muy tonta, y nada más.

Quizá fuera yo el único que no condenaba a Dzhamiliá, mi antigua dzhene. Pero yo sabía que, espiritualmente, Daniar valía más que todos nosotros. No, no creía yo que Dzhamiliá fuera a

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ser desgraciada con él. Únicamente me daba pena de mi madre. Me parecía que, con Dzhamiliá, se habían escapado sus ener-gías. Estaba abatida, demacrada, y ahora comprendo que no podía avenirse a que la vida rompiera a veces con tanta rudeza las viejas costumbres. Si la tormenta abate un árbol poderoso, ya no vuelve a levantarse. Hasta entonces, mi madre no le pedía a nadie que le enhebrara una aguja porque no se lo permitía el amor propio. Pero una tarde que volvía yo de la escuela meencontré a mi madre llorando, con las manos trémulas, porque no veía el ojo de la aguja.

—Toma, enhébrala —me pidió con un profundo suspiro—. Dzhamiliá se ha buscado su perdición... ¡Con el ama de casa tan buena que hubiera sido! Se ha marchado... Nos ha repudiado... ¿Por qué? ¿Le iba mal con nosotros...?

Yo hubiese querido abrazar a mi madre, consolarla, explicarle qué tipo de persona era Daniar: pero no me atrevía, porque la habría agraviado para toda la vida.

Sin embargo, mi inocente participación en esta historia dejó de ser un secreto.

Pronto regresó Sadik. Sintió lo ocurrido, naturalmente, aunque le dijo a Osmon después de haber bebido:

—Buen viento lleve. En cualquier rincón reventará. Mujeres no nos han de faltar. Ni envuelta en oro vale ninguna mujer lo que el peor de los muchachos.

—¡Eso es verdad! —contestaba Osmon—. Lo que siento es no haber dado con él entonces. Lo habría matado, sin más. En cuanto a ella, la habría traído atada de los pelos a la cola de mí caballo. Habrán tirado para el sur, a trabajar en las plantaciones de algodón. O se habrán marchado con los kazajos. ¡Eso de andar como vagabundos no es nuevo para él! Lo que no llego a comprender es cómo lo hicieron todo sin que nadie se enterase, sin que le pasara a nadie por la imaginación. Fue ella la que lo preparó todo, la muy miserable. ¡Si cayera en mis manos...!

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Al oírle decir esas cosas, sentía yo el deseo de replicarle a Osmon: «No puedes olvidar cómo te paró los pies en la pradera. ¡Qué alma tan ruin tienes!»

Una vez estaba yo en casa, haciendo un dibujo para el periódico mural de la escuela. Mi madre cocinaba. De pronto entró corriendo Sadik en el cuarto. Lívido, con los ojos entornados de rabia, corrió a mí y me pegó casi en la cara con una hoja de papel.

—¿Has dibujado tú esto? Me quedé sobrecogido. Era mi primer dibujo. Daniar y

Dzhamiliá me contemplaban en ese instante. —Sí. —¿Quién es este? —preguntó pegando con el dedo en el

papel. —Daniar. —¡Traidor! —me gritó en la cara Sadik. Hizo trizas el dibujo y salió dando un portazo. Después de un silencio doloroso, me preguntó mi madre. —¿Tú lo sabías? —Sí. ¡Qué mirada de reproche y de asombro me lanzó, recostada

contra el horno! Y cuando le dije: «Volveré a dibujarlos», sacudió la cabeza con amargura y abatimiento.

Yo miraba los trozos de papel tirados en el suelo, y me ahogaba la rabia. Que me tuvieran por traidor si querían. ¿A quién había hecho traición? ¿A nuestra familia? ¿A nuestra raza? Pero lo que no había traicionado era la verdad de la vida, la verdad de aquellos dos seres. No podía contarle a nadie lo que sentía. Ni mi madre me hubiera comprendido.

Todo se esfumaba ante mis ojos, y los trozos de papel parecían girar por el suelo, como animados. En mi imaginación se había grabado de tal manera el momento en que Daniar y Dzhamiliá me contemplaron desde el papel, que tuve de pronto la impresión de estar escuchando la canción de Daniar en

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aquella memorable noche de agosto. Recordé su partida del aíl y experimenté el deseo incontenible de partir yo también, de partir igual que ellos, para emprender audaz y resueltamente el camino difícil de la dicha.

—Voy a marcharme a estudiar... Díselo al padre. ¡Quiero ser pintor! —anuncié con firmeza a mi madre. Estaba seguro de que empezaría a hacerme reproches, de que se echaría a llorar recordando a los hermanos muertos en la guerra. Para gran asombro mío, no vertió ni una lágrima. Únicamente dijo con pesar, en voz baja:

—Márchate... les han crecido ya las alas y quieren volar a su antojo. ¿Qué sabemos nosotros si habrán de remontarse muy alto? Quizá tengan razón. Márchate... Quizá cambies allí de idea. Eso de dibujar y pintarrajear no es un oficio... Cuando te pongas a estudiar lo verás... Y no olvides nuestra casa...

A partir de aquel día, la Casa Pequeña se separó de la nuestra. Al poco tiempo, me marché yo a estudiar.

Esta es toda la historia. En la academia, adonde me enviaron después de salir de la

Escuela de Bellas Artes, presenté como trabajo de fin de estudios, un cuadro con el que soñaba hacía tiempo.

Como es de suponer, en ese cuadro están Daniar y Dzhamilíá. Van por un camino otoñal de la estepa, y ante ellos se extiende una lejanía amplia y luminosa.

Y por imperfecto que sea mi cuadro —la maestría no se adquiere de golpe—, tiene para mí un valor infinito: es mi primera inquietud creadora consciente.

También ahora sufro reveses; también ahora atravieso minutos en que pierdo la fe en mí mismo. Y entonces me siento atraído por el cuadro querido, por Daniar y Dzhamíliá. Los contemplo largamente, y siempre converso con ellos. «¿Dónde están ahora? ¿Qué derroteros siguen sus pasos? Ahora hay muchos caminos nuevos en la estepa, a través de toda Kazajstán, hasta el Altai y Siberia. Muchos hombres

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audaces trabajan ahora allí. ¿Han marchado también ustedes a estas tierras? Tú partiste sin volver la cabeza, por la ancha estepa adelante, Dzhamiliá mía. ¿Estás fatigada, has perdido la fe en ti misma? Apóyate en Daniar. Que entone para ti la canción del habla del amor, de la tierra, de la vida. Que la estepa se estremezca, irisada por todos los colores. Recuerda aquella noche da agosto. ¡Ve, Dzhamiliá, no te arrepientas, porque has encontrado tu felicidad, aunque sea duro el camino!»

Los contemplo y escucho la voz de Daniar. Me invita a ponerme en camino, y yo la obedezco. Iré por la estepa hasta mi aíl y encontraré allí nuevos colores.

¡Ojalá resuene en cada una de mis pinceladas la canción de Daniar! ¡Ojalá palpite en cada una de mis pinceladas el corazón de Dzhamiliá!

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Este título se terminó de imprimir en el mes de junio de 1976, en la UNIDAD PRODUCTORA 08, «Mario Reguera Gómez», Benjumeda 407, La Habana. Instituto Cubano del Libro. Escaneado y digitalizado por rubiera (www.Rebeldemule.org)