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El precio de ser Magaly Medina Mi verdad en la cárcel

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El precio de ser Magaly Medina. Mi verdad en la carcel. Primer Capítulo. www.grupoplaneta.com.pe

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Page 1: El precio de ser Magaly Medina - Capítulo I

El precio de ser Magaly MedinaMi verdad en la cárcel

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Magaly Medina

El precio de ser Magaly MedinaMi verdad en la cárcel

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Este libro no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin elprevio permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

El precio de ser Magaly Medina. Mi verdad en la cárcel.© 2009, Magaly Medina.

© 2009, Editorial Planeta Perú S.A.Av. Santa Cruz 244, San Isidro, Lima, Perú.

Fotografía de la portada: Diego TorresFotografía del autor: Marina García Burgos / Econo LentesDiagramación: Astrid Torres-Pita

Primera edición: mayo de 2009Tiraje: 14000 ejemplares

ISBN: 978-9972-239-70-0Registro de Proyecto Editorial: 31501310900144Hecho en el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2009-03152

Impreso en Metrocolor S.A.Los Gorriones 350, Chorrillos, Lima, Perú.

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A mi familia, a mi hijo, a mi gran amigo Ney Guerrero y a mis compañeras del «internado de señoritas».

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La sentencia

Me levanté temprano. El doctor me había dicho que el día anterior

había hablado con la jueza que veía mi caso. Él siempre se preocupaba por saber por dónde va a ir la cosa, aunque igual una primera instancia no era tan peligrosa.

—Doctor, no vaya a ser que yo vaya para allá y me estén dando una sentencia efectiva —le dije.

—Este no es el caso, Magaly, esto no es efectivo pero para nada. Ayer hablé con la jueza y me ha dicho que efectivo no es.

Ese día el doctor Nakazaki tenía que ir a otro juicio oral, del alcalde de Pucallpa, en otro juzgado. Entonces a mí me mandó con dos de sus asistentes y me repitió que no iba a pasar nada. Había ido también un abogado del canal, porque el canal estaba implicado como tercero civilmente responsable. Tenía que demostrar que yo solo les presto servicios. En realidad fueron dos abogados

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de ATV. Una era María del Carmen Palacios, a la que ahora conozco bien.

Llegamos. Estábamos ahí parados. Cuando leyeron la sentencia la hicieron tan larga que era así como cuando tú dices «a qué hora acaba, a qué hora acaba, a qué hora acaba». Estaba la mamá de Guerrero con su abogada, Tatiana Bardales, y con otro abogado más. Yo soy muy digna y me comporto y miro. Me comporto normal, pero siempre soy muy digna. Es bien difícil que algo me haga bajar la cabeza. Es como cuando ves a tus enemigos del otro lado del ring, me quedo con la cabeza bien en alto y en eso baso mi seguridad. Entonces la secretaria del juzgado comenzó a leer, a leer y a leer los alegatos, la parte de la defensa. Pero, previo a eso, todo el mundo me había esperado: todos los periodistas, todos los canales de televisión estaban afuera y había sido difícil entrar. Aunque estoy acostumbrada. Y arriba, donde están los juzgados, había también periodistas por todos lados, merodeando.

Desde la primera frase que comenzó a leer la secretaria del juzgado, no sé por qué pero me las olí muy mal. Lo típico que dicen. Yo veía que todo era a favor de él. Estaba aún con la confianza de saber que el doctor Nakazaki me había asegurado que nada malo iba a ocurrir. Cuando estoy frente a la persona que me demanda no me tiemblan las piernas, ni me da por querer orinar. No me orino de miedo, estoy ahí. Porque así soy, muy peleona.

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Ney estaba parado al lado mío. Comencé a escuchar que iban a desechar lo que mi testigo había dicho. Mi testigo principal, mi fotógrafo Carlos Guerrero. Codeé a Ney, y lo volví codear. Él me miraba también.

—Ney, ¿qué está pasando? —No sé, no tengo idea. Hablábamos bajito porque la jueza siempre

te puede mandar a callar. Miraba a Mari Carmen Palacios, la abogada del canal. Entonces, yo veía que ella se sorprendía. Ella estaba ahí para escuchar si había o no sentencia para el Canal 9, si estaban involucrados o no. Ellos sí lograron salvarse porque los declararon no implicados. No los declararon civilmente responsables.

Conforme iba avanzando la lectura de la sentencia, iba viendo que el panorama pintaba muy mal. Cuando escuchaba la lectura, me decía: «¿Qué? ¿Qué persona hizo esto? O sea, no le creyeron a mi fotógrafo. O sea, somos unos mentirosos». Mi principal testigo, ¡el que lo vio frente a frente! Porque, además, quienes controlaban y chequeaban al reportero no estaban en el lugar de los hechos. ¡Ninguno está en el lugar de los hechos! Porque los jefes son jefes de investigación: están chequeando por la radio: «OK, ¡síguelo! Ya, ¿lo tienes?». El único testigo es, por supuesto, la persona que está ahí con su cámara. Que la cámara haya estado desconfigurada, y no a propósito, no era culpa de nadie. Las cámaras son unos artefactos muy sensibles. Nosotros

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tenemos cámaras con lentes y súper lentes estilo paparazzi. Pero este chico lo hace muy bien, hace muchos ampays, hace muchas cosas y cubre el fútbol para Radio Programas. En ese momento lo hacía. Es cierto que no se había dado cuenta de que la cámara estaba tan golpeada que figuraba la fecha y hora de cualquier día, menos del presente. Sin embargo, yo decía: «Pero si él ha estado ahí». Porque la hora en que él regresó al canal con ese material fue a las cuatro y media de la mañana.

Empecé a escuchar lo que decían y me puse nerviosa. Ney me miró y comenzó la parte donde te dicen que ya se le va a dictar la sentencia que te corresponde: «Por haber violado, por haber difamado a través de medio audiovisual…». Cuando escuché esas palabras empecé a sacarme mis joyas, una por una, porque solo entro con eso y con mi DNI en la mano. Yo voy al juzgado siempre muy bien vestidita con ternito de ejecutiva, es un disfraz que me gusta ponerme. Nunca entro con cartera, casi nunca. Porque hay tanta gente que puedo perder hasta las orejas. Comencé a sacarme la sortija y un reloj que llevaba puesto y que era una de mis últimas adquisiciones. Porque soy maniática de los relojes. Me lo comencé a sacar y luego me quité los aretes y una pulsera que tenía. Agarré todo mientras se leía la sentencia. Yo escuchaba y sabía que me estaba yendo al tacho, de una. Entonces volteé. Miré a Ney y ¡estaba pálido! Él es blancón, pero ¡estaba pálido! Ney intuía que algo malo estaba por sucederme. Agarré mis cosas y me

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fui hacia donde estaban sentados los dos abogados del canal. Me acerqué a Mari Carmen Palacios y le pregunté en voz baja: «¿Puedes abrir tu cartera?». Puse todo ahí y regresé a seguir escuchando la sentencia porque yo sabía que me iba. Y claro, por supuesto que me iba. Confirmé lo que sospechaba cuando escuché la frase: «Se le sentencia a cinco meses de prisión efectiva y al pago de ochenta mil no sé cuántos soles».

Cuando estaba en la cárcel, veía el desconocimiento o la ignorancia de los periodistas sobre mi situación judicial. No les daba la gana de enterarse de eso y desinformaban a la opinión pública. Todo eso me dolía muchísimo. Los periódicos de cincuenta céntimos vendieron mucho conmigo en prisión, pero lo hicieron mal informado. Hasta El Comercio lo hizo, el «decano de la prensa» en nuestro país. El periodismo que practicó este diario conmigo fue el más detestable que haya visto en mi vida. Está bien que a sus periodistas no les guste mi programa, pero ellos no son los jueces. Me pusieron titulares como: «Es reincidente», «Perdió el juicio con Deborah De Souza». ¡Yo no soy reincidente! Además, el juicio con la ex Miss Perú lo gané en la Corte Suprema. Cuando leía todos estos datos equivocados me daba una furia terrible. Al final, creo que lo hacían adrede porque tenían todos los medios para ir y averiguar. ¿No dicen que son «grandes investigadores»? Así como se trajeron abajo a Zevallos y a su gran mafia, cosa que yo celebré totalmente, me pregunto: «¿Cómo

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es posible que no puedan investigar bien y hablar de lo que realmente era?».

Cuando me sentenciaron, no me moría de miedo. Pero, al ver que también condenaban a mi productor, que a mi parecer no tenía nada que ver en el asunto, sentí una furia y una indignación interna. Él toda la vida ha sido mi apoyo y nunca lo había visto tan pálido. En ese momento, el doctor Nakazaki tampoco estaba conmigo. Me acompañaban sus asistentes, dos abogados que se morían de nervios y temblaban como hojas al viento. Y yo estaba sin mi tigre, sin mi dragón; sin mi abogado, el que sabe qué hacer. Nakazaki se había confiado y así lo reconoció después. Él abandonó este caso porque pensó que sería un casito más.

Al escuchar la sentencia, la abogada del canal se quedó en estado de shock por la impresión. Yo también estaba totalmente paralizada por mi situación. En ese momento, no sabíamos qué hacer.

—Ney piensa, Ney piensa. Tú eres el que tienes que pensar en momentos como este. ¿Qué hacemos? —le pregunté.

—No llores, no vayas a llorar.—Te prometo que no lloro. No lloro, pero me

da una rabia.—Sí, yo sé que tú lloras de rabia, así que no llores. Llamemos a la radio al toque.

El día anterior había sido mi tercer día en Radio Capital. A esa hora, la única que estaba al aire era la conductora que me antecedía: Rosa María Palacios.

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Entonces llamamos a Jesús Miguel Calderón, de Radio Capital, y él me puso en vivo con Rosa María. Pero eso de «no llores, no te rompas, no te quiebres» no funcionó conmigo. Pensé que mi mamá estaría escuchando la radio. Ella suele prenderla minutos antes de mi programa y escucha un cachito a Rosa María. Entonces yo comencé a pensar: «Si mi madre se entera primero por la prensa se muere con la noticia». Mi mamá estaba sola en la casa, ella sufre de presión alta y ya ha tenido preinfartos. ¿Quién va a llamarle a una ambulancia? ¿Quién la va a ver? Yo no sabía cómo decirle ni a quién decirle para que le contara. No teníamos teléfonos a la mano y, como ahora todos dependemos del celular, nos olvidamos de cargar las famosas libretitas o memorizar los teléfonos. Yo no memorizo ningún teléfono. No recordaba el número de la casa de mi mamá, ni el de mi hermano, ni el de mi cuñada. Todo estaba en la memoria de mi celular que se había quedado en el carro.

Llamé a Dina, mi asistente, para que localizara a mi hermano Jimmy y le comunicara la noticia a mi madre. Mientras los abogados hacían todo el papeleo y se peleaban porque les diesen una copia de la sentencia, logré hablar con Rosa María. En un momento de la conversación, no pude más y le dije que no quería que mi madre se enterara. No pude más. Ahí perdí. Me salió la humana. También me salió eso de que la sentencia, para mí, era una maldita cortina de humo. Y, en ese momento, comencé a sentirme mal.

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Entonces Ney me llevó a un rincón. —Como vuelvas a llorar otra vez... Tú con la

frente en alto porque tú no has hecho nada, no has matado a nadie. ¿Has matado a alguien?

—No —contesté.—¿Has dicho la verdad sí o no? ¿Te mantienes

en que es tu verdad sí o no?—Es la verdad. Es mi verdad y la de mi

fotógrafo.Entonces vino la policía. Uno de ellos se me

acercó y me dijo:—Señora, tenemos que sacarlos porque tienen

que ir a la carceleta. Le tengo que poner las esposas.

—¡¿Cómo la van a sacar esposada?! —le dijo uno de mis abogados—. ¡Ella no es ninguna criminal, ella no es ninguna corrupta!

Unos días antes y por el escándalo de los petroaudios, acababan de sacar a Quimper. Lo habían llevado aparentemente esposado y tenía como una cosa encima, como una casaca, algo que lo cubría. Y, en un momento, cuando él iba a subir, perdió el equilibrio, sacó sus manos y se agarró de una baranda. ¡No estaba enmarrocado! Todo era una farsa. Entonces, cuando me pusieron las esposas, me dije: «¿Qué? ¡Quieren el circo completo!». ¡Qué humillación más grande que te pongan esposas! No iba a huir. No me iba a ir corriendo. «¿A Quimper no le ponen las esposas y a mí sí me las van a poner? ¡Qué lindo! ¡Qué maravilla!».

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Y, entonces, me salió la periodista rebelde que llevo dentro:

—¿En qué momento nos hemos metido en esta basura y cochinada?

—No le pongan las esposas, no le falten al respeto — le dijo uno de mis abogados.

Los policías terminaron por esposarme. A Ney también le pusieron las esposas. Cuando estábamos por salir del juzgado, vino la gente de seguridad de Palacio de Justicia. Todos me conocen desde hace tiempo y muchos de ellos son mis fans. Uno de ellos se me acercó y me dijo:

—Señora, estamos con usted, déme la mano y agárreme fuerte. Como usted ha estado llorando y para que usted se vaya calmando, mejor vamos a bajar por las escaleras. Arréglese un poco el maquillaje y póngase sus lentes.

Mis lentes de sol se habían quedado en el carro. Le pedí a mi seguridad que me prestara los suyos.

—Señora, Dios está con usted, no va a pasar nada. Tranquilícese. Ahí está la gente afuera. Su gente. Usted salga bien. Respire señora, respire.

—¿Y cómo me veo?—Bien, señora. ¿Está lista?Salí a enfrentar a los leones, a todos los periodistas

y las cámaras que estaban allá afuera. Yo solo tenía que subir a un carro y cruzar la calle para llegar a la carceleta, que estaba a cien metros.

—Adelante, fierita, tú puedes —me dijo Ney—. Tú eres fuerte. Tú puedes, fiera. Así que ve con la cabeza en alto y sonríe.

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Entonces vino uno de los policías que me había enmarrocado y me dijo:

—Señora, acá tengo mi casaca, se la doy para que se tape las esposas.

—Discúlpame, ¿tú crees que me voy a tapar? ¡Nooo! Todo el mundo tiene que ver lo que me han hecho.

—¡Esa es mi fiera! —me dijo Ney— ¡Vamos!Tomé aire y les dije: «Ahora sí, ¡vamos! Ahora

sí, ¡sáquenme!». Salí, levanté las manos, sonreí y me metí al carro. Por eso alcé las manos, para que la gente viera y comparara mi situación con la de otras personas.

Cuando me llevaron a la carceleta, los policías se olvidaron de que Ney tenía que subir en el mismo auto y lo dejaron en la puerta de Palacio de Justicia. Mientras entrábamos a la carceleta, que quedaba como en un sótano, vi que a Ney lo traían a pie. Había mucha gente en la parte de arriba del edifico. Todos ellos miraban, como desde platea, cómo trasladaban a Ney con sus esposas.

Una vez en el auto, los policías que me acompañaban comenzaron a hacerse los buenitos y a preguntarme sobre mi padre.

—Señora, ¿es cierto que su papá ha sido policía?

—Sí, ha sido policía —les contesté.—¿Qué código? ¿Qué rama?—Código uno —les dije.

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Siempre manejé algunos de sus términos. Código uno significa Guardia Civil, y mi papá había sido Guardia Civil antes de que se unieran las tres fuerzas: Republicana, Policía de Investigaciones y Guardia Civil.

—Nosotros también somos código uno. ¿Y qué es de su papi?

—Mi papá está retirado, después de treinta y cinco años de servicio.

Mientras tanto, veía que a Ney lo traían enmarrocado y a pie.

—¿Cómo es posible que lo traigan así, como si fuera carne para el matadero? —les dije indignada.

Apenas Ney subió al carro, le pregunté:—Neicito, ¿te pasó algo, te hicieron algo?Entonces se me salieron las lágrimas. Yo soy

muy maternal, por algo todos los que me conocen me dicen «mamá gallina». El policía que estaba atrás mío, uno de los que me había preguntado por mi padre, increíblemente me había grabado con su celular. Estas imágenes salieron en los medios. Creo que este policía le dio la grabación a un programa de televisión.

En la carceleta, a mí me pusieron en el tópico y a Ney lo metieron en una celda. Estuvimos horas allí, porque salimos, finalmente, como a las siete de la noche. Permitieron que nos trajeran el almuerzo. Pero, por supuesto, nosotros no teníamos ni ganas de almorzar. Vino el que había sido mi otro abogado, Rolando Sousa, que ahora es congresista. Vino

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un montón de gente que yo solo veía pasar. Ney estaba preocupado por mí y yo preocupada por él. Entonces, en un momento, la gente del INPE que nos estaba cuidando me dijo:

—Magaly, Ney está que pregunta por ti.—Y él, ¿dónde está?—Él está en una celda y está diciendo que si

pueden estar juntos. Como van a pasar la calificación y como preguntan tanto, mejor vengan a esta salita. Pasen ahí para que estén juntos hasta que los califiquen y designen a qué prisión los mandan.

Nos llevaron a la salita donde reciben a los abogados. Les agradecí enormemente. Se portaron muy bien con nosotros: nos compraron una tarjeta telefónica, le permitieron a Ney llamar a una gente, a mí me permitieron hablar con mi casa. Cuando llamé, lo hice bien, con voz fuerte. «Todo está tranquilo, todo está bien», les dije.

La gente seguía llegando. Llegó la tía de Ney, que también es abogada. Como vio que me moría de frío, me prestó un saco que era beige, casi el mismo color de mi sastre. Me lo puse encima y me quedaba tres tallas más grande, pero me abrigaba. Después llegó mi seguridad a traerme la comida. Era pescado a la plancha con ensalada y arroz. No teníamos ganas de comer absolutamente nada. Entonces picamos un poquito los dos y nos repartimos algo de fruta. Recuerdo que eran melocotones.

La Defensora del Pueblo, Beatriz Merino, se preocupó muchísimo por mi caso. Me mandó a uno de sus mejores chacales, uno de sus abogados,

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Juan Ávalos, que fue a ver en qué condiciones estábamos. En la carceleta estaban prohibidos los celulares, pero él me pasó su teléfono porque Beatriz quería hablar conmigo. Cuando me puso con ella, y mientras yo estaba hablando, vinieron los del INPE o los de la policía y dijeron: «Señor, ¡no puede hablar por teléfono! ¡Está prohibido hablar por teléfono!». Entonces se pusieron a discutir mientras yo hablaba con Beatriz. Finalmente, yo creo que no se dieron cuenta de que estaba hablando con ella. Pensaron que me había dado el teléfono para hablar con un abogado, con una radio, con un canal de televisión, con quien sea. Se pusieron histéricos. Y Ávalos sabía los derechos que le asistían y comenzó a defenderlos. Al final, se armó una batahola.

En ese momento me llamaron para que me sentara en una hilera de calificación y vino la directora de la carceleta. La señora tenía cara de «te has venido a meter en mi territorio». Un poco más y le decía al tipo: «Acá mando yo. No tú, ni la Defensoría, ni nadie». Entonces me sentí mal. Yo pensaba que cualquier cosa me perjudicaría. Sé cómo reaccionan, a veces, las personas que trabajan en este sistema burocrático que son nuestras instituciones públicas. Como era el INPE, yo no quería parecer una patana.

—Por favor, váyase, me está haciendo daño —le decía al abogado—. De repente tiene razón, pero, por favor, váyase. Váyase, no me haga daño, me está perjudicando.

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Yo quería ser dócil porque es lo que se espera de una rea. Así tienes que comportarte. Con la cabeza siempre en alto, pero ya está: eres una rea. Y lo que digas, y los enfrentamientos con cualquiera, lo único que va a conseguir es perjudicar más tu situación y adónde te manden. Entonces le supliqué que se fuera. Se fue. Me acerqué a la directora de la carceleta para decirle:

—Doctora, disculpe. No ha sido mi culpa. Ellos han venido a brindarme una asistencia. Yo no la he solicitado, no la he llamado. Así que disculpe usted si puede haber ocasionado algún altercado o si el señor pudo haberse excedido en las cosas que él debe hacer.

Cuando me llamaron para que me calificaran, entré a la oficina y me senté. Parecía que yo no le gustaba absolutamente nada al tipo que me estaba calificando. Entonces me trató como si yo fuera una rata de desagüe. Y eso no lo permito, así sea una rea.

—Así que otra vez, ¿no? Ya era hora, pues, que la metieran. Ya era hora. Porque se supone ahora tiene que aprender, ¿verdad? Aprender a respetar a la gente. Porque ahora tiene que aprender a hacerlo. Y para eso la han mandado.

—Discúlpeme, usted me está calificando para ver a qué penal voy. ¿Me tiene que hacer algunas preguntas o es usted juez? Porque, que yo sepa, un juez a mí ya me condenó. ¿Usted ha venido acá para que yo escuche su opinión personal? Usted me está hablando como qué, cuál es su cargo acá.

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—Soy el psicólogo. —¡Ah! —le dije—. Usted es el psicólogo...—Porque usted tiene que entrar a

rehabilitarse.—Mire, señor, si usted es el psicólogo haga

las preguntas que tenga que hacer. Pero usted, como psicólogo, no me puede juzgar sin antes escucharme, ¿entiende? Yo no se lo permito. Usted me está faltando el respeto.

Está bien que sea rea, pero no me iba a sentar a escuchar el sermón de un tipo que no estaba de acuerdo conmigo. ¡Por favor! Está bien que este sea un país de libre expresión, pero yo ya estaba condenada. Aquel era un psicólogo burócrata que, seguramente, se sentía con poder para decirte lo que tienes que hacer en tu vida. ¡Ah, no! No, pues. Tampoco. No era suficiente castigo que me soplara cinco meses en prisión, todavía tenía que venir alguien que me diera su opinión. Me pareció una falta de respeto. Y allí me salió la Magaly y le dije:

—Discúlpame, pero a mí no me vas a venir a faltar el respeto. Yo no discuto nunca sobre mis ampays ni con la gente, ni con los involucrados. Y no lo voy a venir a hacer acá. Si tienes tu opinión, por favor, la puedes decir en otro momento o expresar en otro medio, pero yo no la voy a escuchar. Es una falta de respeto.

Entonces la directora entró, lo miró y mandó a que otro me hiciera las preguntas: «Edad, datos. Ya, gracias. Puede retirarse». Así que dije: «Ney,

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si me mandan al penal de Carquín, ya sabes por qué es». Estábamos fastidiados por eso. Además, yo temía que a él lo mandaran a Lurigancho, y le pedí a todo el mundo que no lo mandaran allí.

—Por favor, por favor, que no lo manden a Lurigancho, que él no vaya a Lurigancho.

—No, por la naturaleza del delito él no puede ir a Lurigancho. No te preocupes. Él irá a San Jorge, con los reos primarios —me dijeron.

—No lo manden a un pabellón, por favor —les dije—. Si hay tanto corrupto ahí, no lo manden a ese lugar.

Me sentí respaldada por una persona en especial, a la que fui a visitar a la cárcel contra viento y marea. Aunque me llamaran montesinista, algo que yo sabía que no lo era. En la carceleta, yo no sentía que merecía tanto apoyo.

Yo fui a visitar a los Winter a la cárcel porque nunca se metieron conmigo ni con mi programa. Y yo fui una malcriada rebelde que les hice de todo. Cuando no se podía hablar de Laura Bozzo, yo hablé de Laura Bozzo y le saqué un informe que le dio en las canillas. Cuando no se podía entrevistar a Hildebrandt, yo lo entrevisté dos veces en ese canal arriesgándome a que me botaran. Ney me dijo: «Te van a botar, te van a botar». Y yo dije: «Que me boten, que me boten». Porque ese era mi lado periodístico. Finalmente, el periodismo de espectáculos no es algo que yo busqué en la vida. Pero de adentro me sale lo otro, y cuando me sale lo otro a mí no me paras.

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Samuel Winter se ha portado muy bien conmigo, me ha ido a visitar, se ha preocupado, lo he llamado casi todos los días. Me he desfogado con él, me ha dado los consejos más sabios para sobrevivir en prisión. Se ha portado como si fuera un padre, un familiar. Se ha preocupado por mí, por hacer todo lo posible para que yo me sintiera confortable ahí y para tratar de ayudar en lo que pudiese. La prensa nunca lo supo y, afortunadamente, siempre ha permanecido en un perfil bajo. En mis momentos de mayor desesperación, siempre pude contar con Samuel.

Esperamos. Nos clasificaron: yo me iba a ir a Santa Mónica y Ney a San Jorge. Cada vez se acercaba más el momento en el que teníamos que despedirnos. Era la hora de desprendernos, ambos teníamos que irnos por nuestro lado. Ney y yo somos muy unidos, muy amigos. Él siempre me ha protegido y yo me he dejado proteger por él. Yo siempre me he apoyado en su hombro. Siempre. Él sabe todas mis cosas. Y si estamos juntos somos invencibles, somos más fuertes.

—¡Ya! Cada uno va a salir. Primero el señor Guerrero, así que usted regrésese —nos dijeron.

Entonces me encerraron en una celda común que quedaba al costado del tópico. En la celda había unos camarotes, unos colchones viejos y un solo baño. Tuve que hacer la pila en ese baño que

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no tenía puerta. Felizmente, solo me miraban las reas que estaban ahí, unas chicas muy solidarias. Ellas me prestaron papel higiénico y jabón para lavarme las manos. Solidaridad «canera», podríamos llamarla. Estaba Amanda, una presa que luego salió antes que yo. Ella solo lloraba y lloraba. Y yo, cuando veo que otra persona llora y llora, tiendo a ponerme fuerte. Amanda estaba destrozada y yo le decía: «Mira, si es así como me cuentas, las cosas van a pasar rápido». Y había otra chica más, a la que luego se llevaron de la celda. Al lado de Amanda, había otra señora que, en esos días, había participado en un desalojo donde había muerto un anciano de un paro cardiaco. También estaba una de sus amigas, que fue a colaborar pero que había llegado tarde. Y creo que había otra chica más, pero no lo recuerdo con claridad.

Yo preguntaba: —¿Y a Ney ya se lo llevaron?—No, ahorita se lo llevan.Salimos un ratito más porque faltaba que me

tomaran unas huellas y unas fotos. Mi cara se veía terrible porque ya no tenía maquillaje. Pero igual me hicieron la fotografía. Entonces me volvieron a llamar y, por supuesto, todos se tomaron fotos conmigo. Todos me hicieron firmar autógrafos.

—Mira, ven —me dijo el oficial—. Tu foto ha salido fea. Tú eres mi ídolo, no puedes quedar así en la pantalla. No, no, no. Vamos a volver a hacer la foto. Así que, por favor, pásate la mano, arréglate así. ¿No tienes nada para los labios?

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—No, no tengo nada. —Ya. Hazte así en la cara, arréglate acá. ¿Ya? Te

vamos a hacer la foto otra vez, pero ahora sonríe un poquito.

—¿Tú crees que yo tengo ganas de sonreír?—Sonríe para la foto.Entonces sonreí para la foto y, de verdad, salí

con mejor cara. Después mi foto de fichada en el expediente salió publicada. Supongo que la vendieron.

Finalmente, nos dijeron que íbamos a salir. Había llegado la hora.

—Ahora sí —me dijo Ney—. Ya no te voy a ver porque a mí me llevan primero y luego a ti. Pucha, cuídate, fiera. Por favor, sé fuerte. Tú sé fuerte. No comas ninguna comida. No recibas nada de nadie.

Ney me dio todos los consejos habidos y por haber. Y nos abrazamos muy fuerte. Uno se quiebra en ese momento. Aparentemente, él estaba bien. Entonces, lo llevaron de regreso a la celdita donde él había estado. Y yo pasé por la celda y miré: Ney estaba tirado en su cama mirando al techo. Me partió el corazón. Así que me fui y las chicas me llevaron al tópico. Me hicieron conversación. Comencé a hablar con ellas. Intentaba disiparme.

Después, me senté afuera del tópico a esperar la orden para que me subieran al carro. En ese momento, llegaron un montón de chicos que tenían que hacer cola para el tópico. Eran casi niños. Me distraje mirando a estas criaturas de dieciséis, diecisiete, dieciocho años.

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—¿Y cuántos años tienes? —le pregunté a uno de ellos.

—Veinte.—¿Y por qué has venido acá?—Nada, señorita, es que han agarrado a unos

fumones y a mí también.—Ay, papacito, a mí no me vas a mentir. Y me puse a bromear con todos ellos. Tengo

algo de calle y, además, un hijo de veinticinco años. Sé cómo son los problemas de estos chicos. Entonces me puse a darles algunas lecciones.

—¿Y estás estudiando?—No, señorita.—¿Y ustedes qué creen? ¿Adónde van a llegar

así? A ti te van a llevar a «Luri», ¿y qué? ¿Tú crees que ese penal es un lecho de rosas? Ay, no, papacito. Y de ahí vas a salir peor de lo que entraste. Y en la cárcel, si tú eres fumón, vas a volverte recontra fumón y drogadicto y vas a salir hecho pedazos. Vas a terminar como cualquier cosa, hecho un estropajo. ¿Cómo? ¿A tu edad? ¿No tienes madre? ¿No tienes a quién querer, a quién mantener? Hazlo por ti. Estudia, trabaja.

—Señorita, pero es que no hay trabajo...—¿Cómo que no hay trabajo? Un chico fuerte de

veinte, veintiún años, ¿cómo que no puede vender en una tienda? ¿Cómo que no puede cargar un costal de papas? ¿No puedes ir a Wong y presentarte de cajero o de mozo en un restaurante?

—Sí, señorita. Tiene razón, señorita —me decían.

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Entonces me puse a reírme con todos. Sobre todo con estos chicos jóvenes. Me daba pena su situación.

El carro se demoraba demasiado. En los exteriores de la carceleta había una especie de mitin. La gente que estaba afuera no dejaba pasar al carro que me tenía que llevar a Santa Mónica. Lo golpeaban y lo apedreaban. Primero sacaron a Ney y me dijeron que su salida había sido espantosa.

—Para usted estamos esperando que venga más seguridad.

—¿Más seguridad? ¿Tú qué cosa crees, que la gente me va a hacer algo? La gente no me va a hacer nada. ¿O, más bien, la seguridad está por ustedes? A mí no me van a hacer nada.

Escuchaba los gritos y gritos de la gente que consideraba que todo esto era una injusticia. La gente se solidarizó inmediatamente conmigo. ¿Por qué? Porque mucha gente puede odiarte, discrepar contigo, no verte. Pero, en este país, todo el mundo tiene un hijo, un sobrino, alguien que pasó por una situación similar. Entonces, a pesar de que hemos vivido siempre con injusticias y estamos acostumbrados a ellas, no las toleramos. La gente estaba llena de furia, de cólera, y gritaba: «¡No la lleven, esto es injusto!». Insultaban a los guardias. Había mucha gente con carteles improvisados. Y, por supuesto, también había muchos curiosos.

—Señorita, usted tiene sus simpatizantes allá afuera. No nos dejan. Han puesto piedras y no dejan meter los carros.

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Mientras seguíamos esperando, llegó un comandante. Se presentó y me dijo que estaba viniendo otra delegación porque había mucha gente. Cuando me dijeron que íbamos a salir, me despedí de todos. Me despedí de la directora. Al final y a pesar de su cara de seriedad, ella se sonrió y me dijo que le gustaba mi programa. Y es que en la carceleta también ves unas caras bien «bonitas», con cortes. Unas caras que si las encuentras en la calle seguro que cruzas a la vereda de enfrente. Recuerdo que esos rostros eran de presos que me gritaban: «¡Magaly! ¡Magaly! ¡Magaly, qué buenas piernas!». Yo era la chacota de todos en la carceleta.

Entonces vi que traían unas cadenas, aparte de las esposas. Unas cadenas para los pies.

—Comandante, ¿me van a poner eso en los pies?—Bueno, por ley deberíamos ponerle. —¡¿Por ley?! —le dije—. ¿Qué ley es esa que no

la conozco?—Por ley deberíamos ponerle, pero usted es

mujer. —No se habrá atrevido a ponerle esas cosas a

mi productor, ¿verdad?—No, no, no. Por consideración con el señor

Guerrero, no se las hemos puesto. Solo las esposas. Yo solo escuchaba el ruido de la cadena con-

tra el metal, el ruido de la cadena contra el metal, el ruido de la cadena contra el metal. Me dije a mí misma: «¡Qué espanto! ¿Qué es esto?». Como acababan de dejar a unos presos, entre hombres

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y mujeres, tenían que llevarse a otros a diferentes penales. Entonces les iban sacando y poniendo las cadenas a cada uno de ellos. Yo sentía que estaba mirando una película, de esas que uno ve de las prisiones y que no se puede creer.

—Señora, vamos a ponerle unas esposas. —Ya me las pusieron hace rato, así que pón-

ganmelas —le dije—. Acá están mis manos.—No, no se las vamos a ajustar mucho. —Mire, con mis manitos las esposas se me pue-

den salir —le advertí. Y como mis muñequitas son bien flaquitas, me

las tuvieron que poner bien ajustadas. Ney me ha-bía dicho: «Tú tienes que salir igualito como hace un rato: con la cabeza en alto». Seguí su consejo y salí igual. Yo sabía que afuera me estaban esperan-do todas las cámaras de televisión y toda la gente. Gran parte de esta gente es la que me ve y me si-gue. Y dije: «Bueno, pues. ¡Mírenlo! Esto es lo que me han hecho, señores». Y así salí. Con las piernas temblando y las manos esposadas. Nadie se daba cuenta de que me forcejeaban desde todos los la-dos y que las esposas me estaban haciendo daño. Porque era el público, la gente y los periodistas. Todos me estaban jalando de un lado a otro. En-tonces, lo único que atiné fue a sonreír y a subir. Cuando subí, una mano me jaló hacia adentro.

—Magalita, Magalita, vas a estar bien —me dijo—. Soy Charito de La Puente, ¿te acuerdas de mí?

—¿Charito de La Puente? Creo que sí.

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—Ven, ven. Siéntate acá. Acá vas a estar bien. Todas las chicas vayan sentándose bien.

Ella dirigía a las chicas. El carro las había re-cogido de diferentes audiencias en las cárceles de la ciudad. Charito de La Puente estaba presa por burrier. Años atrás, ella había acusado de lavado de dinero a un conductor de televisión que tuvo un programa de chicas guapas que salían en bikini. Charito de La Puente había sido una modelo alta, esbelta y muy regia. Cuando la vi, prácticamente no la reconocí. Se había vuelto gorda y maciza. Su cara estaba más redonda y su pelo estaba maltra-tado. Ya no era el mujerón que solía ser.

La gente comenzó a mover el carro de un lado para otro. Habían formado una barrera humana para que no pudiésemos salir. Y yo, con las es-posas, no podía hacer nada. No podía sujetarme porque al frente mío había un banco sin respaldar donde estaban sentadas las reas. Como no podía agarrarme de ningún sitio, me tenía que sujetar de la pierna de la chica que estaba a mi lado. Esto ocasionaba que ella también se cayese para atrás. Entonces Charito se paró en un asiento, abrió la ventana y comenzó a gritar:

—¡Cálmense! ¡Cálmense, que acá somos mu-chas mujeres adentro! ¡Tengan cuidado, por fa-vor, que nos están haciendo daño! ¡Acá está Ma-galy también, pero, ya, tengan cuidado!

Entonces los movimientos cesaron, pero se acentuó la barrera. Estuvimos varios minutos mu-riéndonos de calor, sancochándonos, hasta que

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lograron despejar a la gente. Y, cuando arrancó el carro, los ruidos de las manos golpeando la lata eran realmente ensordecedores. Avanzamos a diez o veinte kilómetros por hora porque nos seguía una caravana de carros de los periodistas y muchos taxis repletos de gente y curiosos. En un momento, frenamos horriblemente porque pare-ce que se metió un carro de prensa. Y es que así somos los periodistas cuando perseguimos algo. Los carros de prensa iban a una velocidad suici-da para obtener el mejor ángulo y la mejor foto. No sé qué iban a tomar porque ellos no podían verme. En fin, era una carrera… Pero allí estaba Charito de La Puente, con su gran humanidad, sosteniéndome aunque fuera de los pelos.

Llegamos. Bajar fue otro gran lío. Nos tuvieron varios minutos en el carro antes de bajar. El saco que me había prestado la tía de Ney me hacía su-dar. Charito salió otra vez y gritó: «¡Por favor, que somos mujeres, que nos van a botar, que nos van a voltear el carro!». Y adentro, mientras esperába-mos, los policías se querían tomar fotos conmigo porque, finalmente, yo era el personaje público.

Cuando por fin me bajaron, me estaban lle-vando casi cargada y el taco de mi zapato se atracó en el primer escalón. Yo no había queri-do cambiarme. Me habían dicho que me pusiera ropa cómoda. Pero yo dije: «¡Ah! ¿Qué? ¿Ropa

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tipo presa? No, gracias. Yo me voy bien regia y bien digna en mi sastre».

—¡Mi zapato! ¡Mi zapato!Me lo pusieron otra vez y, entonces, recién

bajé. Apenas lo hice me metieron las cámaras. Sentía la luz. Me depositaron adentro y me saca-ron las esposas. La gente de la prisión me daba la bienvenida como si yo estuviera de visita social. Y, a partir de ahí, he borrado cassette. No recuerdo cómo llegué hasta Prevención, que es donde están las presas que recién entran.

La puerta era de rejas. La Prevención es como una celda grande, con un baño y dos cuartos es-paciosos, uno más amplio que el otro. A uno de esos cuartos lo llamaban «San Jorge» y al otro «Lu-riganchito», porque en San Jorge estaba la gente que no era reincidente y en el otro, las maleada-zas. Luriganchito era mucho más grande, había como cuarenta personas, y tenía su propio baño adentro. Por un pasadizo, a la izquierda había un cuartito que era para las presas enfermas y, antes, había sido utilizado para las terroristas. Ahí las po-nían bajo llave, aunque cuando yo llegué ya no había candado. Entonces a mí me pusieron en esta habitación pequeña que tenía un camarote.

Charito de La Puente me ha contado que me llevaron a esa celda, a la que uno llega después de pasar por dos rejas. Yo solo recuerdo haber visto a la delegada de lejos. Ella me enseñó mi cuarto. Cuando entré, lo primero que vi fue mi maletín. Le habían dicho a la chica que trabaja en mi casa,

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que era nueva, que me preparara un maletín con cosas básicas: un pijama, toalla, productos de lim-pieza. Y, en vez de un maletín cualquiera, porque la pobre no sabía y todo en mi casa era un ho-rror, me había mandado un maletín Vuitton. ¿Qué mierda hacía ese maletín Vuitton allí? Era de lo más barroco, de lo más inapropiado.

Me llamó la administradora y me dijo: «Este es un colchón nuevo para ti». Me lo pusieron con el plástico. Le quité el plástico. Me ayudaron a hacer mi cama. La delegada me dijo: «Te voy a poner esto para que puedas tener algo de privacidad». Puso una frazadita como cortina en la puerta para que, desde las rejas, nadie estuviera viéndome cuando me calateaba, por ejemplo.

Yo no recuerdo si dormí con pijama o con la misma ropa. No me acuerdo si me cambié o no. Para mí era como si no hubiera nadie más, y dicen que todo el mundo estaba mirándome. Pero yo no recuerdo más que a la delegada y al chico que en-tró a ponerme el colchón nuevecito, como si fuese la gran cosa. Después me di cuenta de que era un verdadero privilegio.

No dormí. Traté de dormir pero no lo hice porque unos gatos habían entrado a Prevención y maullaban. Yo decía: «Esto lo han hecho a propó-sito». Además, las chicas del INPE que vigilaban afuera tenían su radio a todo volumen, supongo que para no dormirse. Tuve que escuchar sus car-cajadas toda la madrugada.

Así pasé mi primera noche en Santa Mónica.

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Al público:

Gracias con todo mi corazón por su apoyo incondicio-nal. Su cariño es mi fortaleza en estos momentos.

Espero y confío en que se haga justicia y estar pron-to con ustedes.

Magaly Medina

Penal de Santa Mónica18 de octubre de 2008

Tres días en la cárcel